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1 El sermón Palabra dramatizada y control social Antonio Ossorio de las Peñas, un predicador en la Nueva Granada del siglo XVII Viviana Arce Escobar Resumen: Tomando como ejemplo los sermones del predicador neogranadino Antonio Ossorio de las Peñas, mostramos las intenciones reales de este tipo de mensajes doctrinales. Ellos ofrecen la posibilidad de conocer las líneas programáticas de la transmisión de valores y virtudes cristianas. Los sermones propagados en tiempos coloniales eran discursos de carácter religioso con contenido político. Su finalidad real era la de construir modelos ideales de comportamiento de los sujetos barrocos para establecer un cuerpo social que no perturbaran los objetivos de una política tradicional e imperialista. Para ello, se hace necesario estudiar la relación entre la proclamación del sermón y la teatralización que caracterizaba el ceremonial de la prédica. La palabra dramatizada y el teatro trabajaron de la mano para impregnar en un amplio número de individuos el mensaje de Dios, del cual se apropiaba la Corona. Palabras claves: Sermones, Predicación, Barroco, Palabra dramatizada, Teatralización. Abstract: Taking like example the neogranadine preacher's Antonio Ossorio de las Peñas sermons, we showed the real intentions of the predicable discourses. They offer the possibility to know the programmatic lines of the transmission of moral values and Christian virtues. The sermons propagated in colonial times were discourses of religious ambit with political contents. His real purpose was to construct ideal behavioral models of the baroque subjects to establish a social entity that don‟t perturb the objectives of a traditional and imperialist policy. Because of, is necessary to go into the relation between the proclamation of the sermon and the staging that characterized the ceremonial of the sermon. The dramatized word and the theater ran by the hand to impregnate in an ample individuals number the God's message, which the crown took as own. Key words: Sermons, Preaching, Baroque, Dramatized word, Staging. Artículo de investigación, resultado de una tesis más amplia presentada como requisito para obtener el título de Licenciada en Historia en la Universidad del Valle, Facultad de Humanidades, Abril del 2009. Licenciada en Historia de la Universidad del Valle. Integrante del grupo Nación-Cultura-Memoria adscrito al Departamento de Historia de la Universidad del Valle. Línea de investigación: cultura escrita. E mail: [email protected]

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El sermón

Palabra dramatizada y control social Antonio Ossorio de las Peñas, un predicador en la Nueva Granada del siglo XVII

Viviana Arce Escobar

Resumen:

Tomando como ejemplo los sermones del predicador neogranadino Antonio Ossorio de las

Peñas, mostramos las intenciones reales de este tipo de mensajes doctrinales. Ellos ofrecen

la posibilidad de conocer las líneas programáticas de la transmisión de valores y virtudes

cristianas. Los sermones propagados en tiempos coloniales eran discursos de carácter

religioso con contenido político. Su finalidad real era la de construir modelos ideales de

comportamiento de los sujetos barrocos para establecer un cuerpo social que no perturbaran

los objetivos de una política tradicional e imperialista. Para ello, se hace necesario estudiar

la relación entre la proclamación del sermón y la teatralización que caracterizaba el

ceremonial de la prédica. La palabra dramatizada y el teatro trabajaron de la mano para

impregnar en un amplio número de individuos el mensaje de Dios, del cual se apropiaba la

Corona.

Palabras claves: Sermones, Predicación, Barroco, Palabra dramatizada, Teatralización.

Abstract:

Taking like example the neogranadine preacher's Antonio Ossorio de las Peñas sermons,

we showed the real intentions of the predicable discourses. They offer the possibility to

know the programmatic lines of the transmission of moral values and Christian virtues. The

sermons propagated in colonial times were discourses of religious ambit with political

contents. His real purpose was to construct ideal behavioral models of the baroque subjects

to establish a social entity that don‟t perturb the objectives of a traditional and imperialist

policy. Because of, is necessary to go into the relation between the proclamation of the

sermon and the staging that characterized the ceremonial of the sermon. The dramatized

word and the theater ran by the hand to impregnate in an ample individuals number the

God's message, which the crown took as own.

Key words: Sermons, Preaching, Baroque, Dramatized word, Staging.

Artículo de investigación, resultado de una tesis más amplia presentada como requisito para obtener el título

de Licenciada en Historia en la Universidad del Valle, Facultad de Humanidades, Abril del 2009.

Licenciada en Historia de la Universidad del Valle. Integrante del grupo Nación-Cultura-Memoria adscrito

al Departamento de Historia de la Universidad del Valle. Línea de investigación: cultura escrita.

E mail: [email protected]

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El sermón hizo parte del discurso barroco que circuló en la Nueva Granada entre los siglos

XVI y XVII. Este discurso de carácter religioso no estaba exento de un contenido político,

pues su propósito era construir modelos ideales de comportamiento para establecer un

cuerpo social que no alterara la continuidad de la situación estamental en la colonia. El

predicador neogranadino Antonio Ossorio de las Peñas nos permitirá analizar el mensaje

doctrinal que, en forma sermonaria, se impartía en la sociedad colonial. Para ello, es

necesario tener en cuenta quién era el predicador barroco y a qué tipo de público iba

dirigido el sermón. Si el propósito de estos discursos oratorios era poder persuadir a la

población para llevar una vida virtuosa y no cuestionar el orden establecido, es fundamental

estudiar la relación entre la proclamación del sermón y la ritualización que caracterizaba el

ceremonial de la prédica.

1. Los sermones de santos como modelo de vida ejemplar

La retórica, además de ser un método persuasivo utilizado durante el Barroco, también se

convirtió en una forma de pensamiento que abarcó sobre todo el siglo XVII. Sin ella no es

posible entender el significado de este período, que se caracterizó por el ímpetu hacia la

piedad, virtud que debía inspirar amor a Dios y devoción a las cosas sagradas. A través de

los distintos discursos o géneros retóricos, se pretendía domar los comportamientos y las

actitudes de los fieles, con el fin de instaurar prácticas de abnegación y compasión para

ensamblar el cuerpo social.

La retórica fue utilizada para trazar los parámetros con los cuales se debían escribir los

sermonarios. Se convirtió en una herramienta cuyo objetivo era el de captar la atención de

los fieles e incentivarlos hacia la práctica de la devoción religiosa. Su propósito era

conmover a los creyentes hacia el mensaje cristiano, ya fuera por medio del

entendimiento, de los sentidos o de los sentimientos. Más allá de la enseñanza de la fe

católica a los nuevos conversos y a la sociedad colonial en general, la inquietud que

suscitan estas oraciones, es la de qué querían transmitir realmente.

Los sermones fueron no sólo modelos ejemplares de vida, sino también modelos

estructurales de escritura. En ese sentido, las oraciones sacras reflejaban más realidades

textuales que realidades vividas, pues si bien éstas se enunciaban de un modo ineludible en

el discurso místico, no se cumplían a cabalidad en las prácticas cotidianas de la sociedad

colonial. Por lo tanto, fueron canales ideológicos que comunicaban valores sobre los cuales

se debía articular idealmente el orden social, representaciones ideales, y no reales, del

cuerpo social1. Estos discursos narrativos pretendían establecer los cánones de

comportamiento y los modelos de conducta de los sujetos coloniales a partir de la

disertación sobre vicios y virtudes, “pues finalmente, detrás de la idea de moldear la

cristiandad desde los comportamientos éticos también se encontraba la necesidad de

moldear las prácticas” (Borja, 2002a, pp.67-68). Uno de los principales objetivos del

1 Estudiar las prácticas que se generaron a partir del discurso de los sermones, no es el propósito de nuestra

investigación. Aquí sólo nos detenemos en el significado del mensaje que conlleva la prédica del sermón

como discurso oficial que impartió la Iglesia para ser adoptado por la sociedad. Por ser nuestro modelo

utilizado el de Antonio Ossorio de las Peñas, nos centramos en el siglo XVII neogranadino. El acogimiento y

resignificación de los sermones por parte del cuerpo social, deben ser objeto de otra investigación.

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Concilio de Trento fue el de controlar los comportamientos, y ello se intentó hacer a partir

de la vigilancia extrema sobre el cuerpo (Quevedo, 2007, p.5).

Gracias a su carácter cotidiano y a su alcance masivo, el discurso sermonístico incidió

fuertemente en la mentalidad social de la época y la tipología de sermones que sobresale en

la práctica de la prédica es la de los santos, tal como se constata en el predicador

neogranadino Antonio Ossorio. Hasta el momento las noticias acerca de su vida son

escasas. Tanto los sermones religiosos como sus autores, en el contexto de la Nueva

Granada han sido realmente poco estudiados. Al haberse ubicado al sermón dentro de la

historia de la literatura, son críticos literarios como José María Vergara y Vergara, Antonio

Gómez Restrepo y Gustavo Otero Muñoz, quienes nos ofrecen algunas pistas sobre su

existencia. Por estos autores y los cinco libros de sermones de Ossorio, sabemos que nació

en Santa Fe de Bogotá, fue Doctor en Teología y se desempeñó como cura y juez

eclesiástico en Villa de Leiva. El predicador nunca firma sus escritos haciendo referencia a

su pertenencia a alguna orden religiosa (Ej.: O.F.M., O.S.A., O.P., O.S.H., S.J., etc.), por lo

tanto, parece ser un religioso secular2.

Cuenta con cinco cuerpos de sermones, todos responden a un mismo comienzo de

encabezado Maravillas de Dios… y fueron publicados en España en 1649 y 1668. La falta

de imprenta en la Nueva Granada durante el siglo XVII es la causa de que sea la península

su lugar de edición. Los dos primeros sermonarios impresos de Ossorio fueron Maravillas

de Dios en Sí Mismo y Maravillas de Dios en sus Santos, en 1649. Los otros tres cuerpos de

sermones (Segunda parte Maravillas de Dios en sus Santos, Maravillas de Dios en Sí

Mismo. Segunda parte, y Maravillas de Dios en su Madre), se publicaron conjuntamente

en 1668. En el total de su obra contabilizamos noventa y seis sermones, el 33.3% son de

santos, en contraste con los dedicados a la Virgen (24%) a Cristo (23%) y a otros temas

(19.7%).

Por ello se puede establecer que en el siglo XVII la persuasión, que suscitaba la teología de

los afectos, giró fundamentalmente alrededor de la vida de santos y mártires como modelos

de vida. Esto no quiere decir que el cristianismo neogranadino haya dejado de lado a Cristo

y a la Virgen, sus figuras nucleares, sino que la piedad popular estuvo enfocada en hallar

modelos de imitación, es decir, vidas ejemplares. Además, las solicitudes de proclamación

de sermones no siempre estuvieron a cargo de las comunidades religiosas, también las

capellanías y cofradías eran clientas trascendentales de este tipo de encargos.

Los santos más explotados por Ossorio son San Pedro (14%), San Francisco de Asís (8%),

Santa Teresa (8%) y San Francisco Javier (8%). El primero de estos fue utilizado como

emblema de los penitentes, el segundo como santo fundador y los dos últimos como

mártires. La devoción a San Francisco en particular, así como la de San Agustín, se puede

explicar por el ímpetu evangelizador en la Nueva Granada de los franciscanos y agustinos.

Los santos, y en especial los mártires, servían como modelos de corporeidad en el Barroco

2 Para conocer los escasos datos acerca de la vida y obra de Antonio Osorio pueden consúltese los trabajos de

Héctor Ardila, Antonio Gómez Restrepo, Gustavo Otero Muñoz y José María Vergara y Vergara,

referenciados en la bibliografía final. Igualmente, son escasas las noticias biográficas que los prelimares de

sus sermonarios nos ofrecen.

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porque padecieron en su cuerpo el dolor de la fe. “Los mártires, nos dice Borja (2002a, p.

72), representaban la lucha, la tenacidad y el sufrimiento, contra la incomprensión de la que

era objeto el cristianismo primitivo”. A pesar de que San Francisco no es reconocido como

un mártir, el tema del sufrimiento fue ampliamente explotado con sus estigmas, al igual que

los castigos corporales de Santa Rosa de Lima. Ambas imágenes están relacionadas con la

pasión de Cristo, que subrayan la figura de cuerpo sufriente. Este es el caso del sermón

titulado Seráfico San Francisco en que se pondera la singular maravilla de estarse en pie

después de muerto, predicado por Ossorio, donde se describe el cuerpo lacerado de este

santo y se le compara con los padecimientos que sufrió Cristo en el momento de su

crucifixión:

¡Oh Francisco! ¡Oh alma regalada, todo Cristo se te imprime como señal con todas sus

señales!, y digo con todas: porque el Evangelista San Juan lo vio cordero como muerto, con

las señales, y llagas de crucificado, y cordero como vivo: porque estaba en pie repitiendo

sus finezas, Agnum stantem tanquam occisum, que quien muere de amante no cae como

cadáver: porque el amor nunca cae, Charitas nunquam excidit. ¿Así? Luego todas las

señales de Cristo tiene Francisco, las señales de Cristo muerto en las llagas, y la señal de

Cristo vivo estando en pie después de muerto, que a hombre tan señalado le bastó morir de

amor, sin que la muerte vulgar ejecutase el cadáver con la pensión de tendido, y derribado,

y que mucho que tenga muerto señales de vivo, sí murió con señales de Dios. No me dirán

¿por qué no le concedió Dios a Francisco la Corona de Mártir que tan elegante o tan

bizarro, y solicitó tan ansioso? ¿Fue de amor? No, sino merced, adelantándoles el favor a

todos los Mártires de la Iglesia (Ossorio, 1649a, p. 52).

A la manera de los exempla, San Francisco y los santos predilectos de la sociedad

neogranadina, edificaban subjetividades, constituyéndose en modelos de imitación por los

cuales se debe encaminar la vida cristiana, con el fin de construir un sujeto acorde a unos

determinados modelos de comportamiento y unos determinados valores sociales. El

exempla, para Borja (2002b, p. 172-174), ya fuera por medio de la similitud o por medio de

la comparación, permitía las descripciones de personas para alabar o vituperar a alguien. El

interés fundamental de este artificio retórico era poder crear imágenes o modelos de

personas. Tuvo su origen en la oratoria Antigua, pero su carácter moralizante hizo que en el

paleocristianismo fuera acogido sin inconveniente, siendo utilizado comúnmente en toda la

Edad Media, aunque con algunas variaciones. A partir del siglo XIII las órdenes

mendicantes, y en especial los franciscanos, lo utilizaron activamente para mostrar buenas

y malas acciones. Llegó a ser usado como medio didáctico y moralizante, alcanzando

mayor eco con el Concilio de Trento y la evangelización del siglo XVII.

Los santos se constituyeron en modelos de vidas ejemplares al contener valores para

imitar. En este caso en particular, San Francisco, además de ser modelo del cuerpo

lacerado, era reconocido por los valores de la mortificación y la obediencia. De este modo

lo muestra Ossorio:

Pues quien vivo anduvo amante los caminos ásperos de la Cruz transformado en Cristo,

hállese en muerte premiado en los pies, y véase que en el abismo de los dolores de Cristo

crucificado, padecidos en sí mismo, hace pie Francisco, y que es pelo tan dulce el de las

llagas, que aún muerto no da traspiés con el pelo, antes se tiene firme, acreditando, y

defendiendo a pie quedó la verdad que hoy dice Cristo: Iugum meum suave est, & onus

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meum leve. Y Bernardo: Non quia leve in se, sed leve tamen amanti. Por esto, pues, se esta

Francisco en pie después de muerto.

Pero no por esto solo, sino por mostrarse tan fiel retrato de Cristo, que si Cristo nació, y

murió de obediente, factus obediens ufque ad mortem. Francisco vivió tan muerto a su

voluntad, y tan vivo a su obediencia, que aún después de muerto esta afectando obediencias

de vivo. (Ossorio, 1649a, p 54).

Una de las ideas centrales que utiliza el predicador para argumentar las virtudes de San

Francisco es que el Santo pudo permanecer en pie después de muerto, igualándolo a Cristo.

En este fragmento el santo es un cuerpo sufriente, la muestra, en definitiva, de su santidad.

Pero no contento con presentarlo como modelo de corporeidad, al padecer en sus propias

carnes el dolor de la fe, lo muestra como modelo virtuoso, un santo obediente y humilde. El

sermón pretendía reflejar virtudes y expresar valores morales que debían moldear el orden

social, al tiempo que manifestaba una serie de condiciones corporales. Los santos mártires

eran quienes mejor se acomodaban a este objetivo, pues desde Trento se había incentivado

la imagen del cuerpo sufriente como premisa para alcanzar la salvación divina.

Por otro lado, en la Nueva Granada del XVII, la dualidad era un modelo común. Por una

parte, el orden social y político estaba a cargo de dos instituciones: la Iglesia y la Corona.

Por la otra, la realidad del momento sólo se entendía en relación al bien o al mal,

es decir, cristianos/infieles, creyentes/idólatras, santidad/pecado, España/América,

virtudes/vituperio. Las dicotomías también se encuentran en el sermón estudiado. El

predicador neogranadino no se queda en la simple muestra de San Francisco como modelo

de obediencia, sino que lo contrasta con la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, pp.11-322),

con el propósito de mostrar las consecuencias de la desobediencia:

Y denotando el centurión que no tenía criado, porque lo tenía sin pies para obedecer, le

suplicó a Cristo Señor nuestro se lo volviese: Domine puer meus iacet in domo paralyticus.

Apostató de hijo de su padre el prodigio y negándole la obediencia, vivió tan libremente

desbocado en su apetito, que sin tener bocado que llegar a la boca, de servir a sus

inmundicias, se trasladó a servir a una manada inmunda, y en esta miseria se acordó de la

hartura de su casa, y trató de volverse a su padre, y de reconocer rendidas obediencias de

hijo, y de criado: y para decir el Texto Sagrado que los admitió el viejo con los brazos

abiertos y que se los echó al cuello como hijo, dice que se le cayó sobre el cuello como

padre, como superior, como yugo de la obediencia, cecidit super collun eius (Ossorio,

1649a, p. 54).

El rol que jugaron los santos en este periodo fue de suma importancia. Como respuesta al

planteamiento reformista que desechaba por completo la creencia hacia ellos, la

Contrarreforma enfatizó su fe entre los fieles. La Sesión XXV del Concilio de Trento

insistió en la necesidad de invocar a los santos y de honrar sus reliquias e imágenes como

medio por el cual se podía fortalecer la fe (Rubial, 1999 p. 35). La santidad se convirtió en

el modelo a seguir para los creyentes, pues el beato no se conformaba con tener una vida

sacra y austera, sino que seguía obrando bien después de muerto. Esto es precisamente lo

que muestra el sermón. San Francisco permanece en pie después de muerto para ser uno de

los precursores ante la segunda venida de Jesucristo. Su disposición y bien obrar después de

su muerte es lo que genera entonces su santidad.

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Ossorio vuelve a las dicotomías poniendo como modelos de virtud a San Francisco y a

Lázaro y, como ejemplo a no seguir, al hijo pródigo. Mientras los dos primeros se

caracterizan por la obediencia, el último es ejemplo de la desobediencia. El predicador

además no ubica al santo y al resucitado en una misma línea de virtud, sino que consagra a

San Francisco un mejor lugar, al permanecer en pie después de muerto. Lázaro fue

obediente al despertarse cuando Jesús lo resucitó, pero San Francisco sigue siéndolo

incluso después de su fallecimiento.

[…] Y mi Francisco despojo es de la muerte, sí, pero tan siervo de Dios, afectando lo

ministro en la tierra, tan al uso de los ministros del cielo, que si calzan alas de fuego los

espíritus Celestiales para obedecer, y se están en pie, porque cuando llegue el precepto, no

retarde la obediencia la acción de levantarse, tan obediente te muestras, Santo mío, a lo del

cielo, que aun muerto no yaces, en tus pies te tienes muerto, slantes erãt pedes nostri. Que

haga Lázaro acciones desembarazadas de vivo, no hizo mucho si vivió a la voz de Dios, ya

su imperio se levantó a vivir resucitando; más es que un muerto sin refutar, sea tan

obediente que viva a su obediencia, y haga acciones de viviente. El sueño de la muerte, la

tierra pide por cama, y Lázaro, o yacía de muerto, o de dormido, como dijo Cristo; pero

Francisco que no hace cama de muerto, porque ni aún muerto admite ese descanso, o no

duerme cuando muerto, o si duerme no duerme como hombre, que quien se tiene en pie

dormido tan profundo sueño, divinos arrimos tiene a que tenerse. Claro esta, y si no

volvámonos al Padre caído sobre el cuello del hijo pródigo cecidit super collum eius. O el

Padre caduca de viejo, o cae de ciego, o el contento de ver la prenda perdida lo tiene fuera

de si. ¿No puede, Señor, tenerse ese pobre mozo en pie, traspasado de hambre, pálido el

rostro, desmayado el aliento, y ha de poder sustentarse, y sustentarnos? Sí: que el yugo de

la obediencia, no es yugo que graba hijos voluntarios, es yugo suave, dijo Cristo: Iugum

meum suave, & onus meum leve […] (Ossorio, 1649a, p. 54).

En este sentido, los santos eran figuras que inducían a la cohesión social y al modelo de

vida cristiana. Las virtudes de los venerables que se querían imitar, no hacían parte de la

vida individual sino de la colectiva, permitiendo la creación de un tejido social que a la vez

intentaba imitar la vida sufrida de Cristo. Para que este discurso pudiera llegar a tener un

impacto en el medio, se contrastaba con el de los vicios, dejando claro qué era lo

moralmente permitido y lo censurado. Esto se hacía con el propósito de reflejar actos de

moralidad dignos de imitar o de rechazar. Lo que se pretendía con este tipo de sermones,

era persuadir a hacer hombres buenos y benévolos.

Jesucristo era el ejemplo a seguir para alcanzar la salvación. No obstante, la certeza sobre la

gloria divina siempre se rompía a causa de los miedos, el pecado y la culpa. Por ello, el

continuo mensaje eucarístico iba enfocado a controlar los comportamientos. El discurso

intentaba dejar claro que para alejarse de las tentaciones pecaminosas era necesario tener

una total obediencia a los mandatos religiosos. Se amenazaba a los creyentes diciéndoles

que si cometían un pecado, era Jesús quien lo padecía. De ese modo, la mística del pecado

estuvo enfocada a remediar los dolores del cuerpo de Jesús a través de imitar sus actos en la

tierra.

La vanidad era considerada como un elemento en oposición a la virtud. La estima a la

propia persona era considerada un insulto a la religión, pues se debía tener un desprecio

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total por sí mismo que llevara a la obediencia de la voluntad de Dios. La soberbia, al ser

también un antónimo de la humildad y la obediencia, era igualmente un elemento negativo

que generaba una estima malsana de la propia persona, que impedía cumplir con los

mandatos cristianos. La negación del yo y el desprecio al ser mismo conseguían que los

sujetos se consideraran torpes, ignorantes y pecaminosos; implicaban la obediencia a Dios

y predisponían a imitar un modelo de vida ejemplar. Sin identidad propia sólo era válida la

ajena, la santa. Ossorio muestra a San Francisco como un ser penitente que aborrece de su

propio cuerpo con el fin de enardecer su alma:

Oh Francisco mío, tan pálido el rostro, tan flaco de los ayunos, tan penitente, que si la

penitencia quisiera darse a conocer, solo mostrará un Francisco en vez de penitencia, tan

prodigio en lo desarrapado, y en lo liberal tan prodigo, ¿y te tienes en pie, muerto de

hambre, de penitente, de ayunador, de mal vestido? Sí: que se le cayó encima la

Omnipotencia, y arrimado a ella se tiene en pie muerto de esa fuerte (Ossorio, 1649a p. 54).

Ante el desprecio por el cuerpo, la penitencia es enseñada como una virtud a seguir. El

ideal era construir un imaginario de asco sobre lo corporal, pues lo físico era considerado

escenario del pecado. Pero San Francisco no fue mostrado únicamente como ejemplo de

obediencia y penitencia, también lo fue de humildad y pobreza; todos ellos, valores morales

pretendidos para hacer parte de un determinado molde social.

Y porque veamos que la virtud se afirma contra la muerte en los dos pies de la nada, y los

pies de la nada en Francisco, su humildad y su pobreza fueron […]. De suerte, que quien

sigue a Cristo, desnudándose así de sí, hasta ponerse en la nada de la humildad. Quien sigue

a Cristo desnudándose de los bienes terrenos, afectando la nada en lo generoso de la

renunciación asegura en estos dos vacíos en pie, y estable el edificio […] (Ossorio, 1649a,

p. 55).

No sólo se incorporan dos virtudes más en San Francisco, sino que se incita al público a

seguir su ejemplo, pues se afirma que el que sigue el camino trazado por Jesucristo tiene

asegurada la gloria. Seguir a Cristo significaba aborrecer lo temporal, dejando de lado los

placeres corporales y privilegiando lo espiritual.

La construcción, en definitiva, de modelos virtuosos como ejemplos de vida, tenía como fin

discursivo controlar los cuerpos de los fieles y crear sujetos pasivos que no intervinieran en

los asuntos políticos de la sociedad. Dicho de otro modo, el sermón de santos tenía la

obligación de formar cuerpos benévolos, elaborados desde la retórica. De esta forma, las

representaciones sobre San Francisco y, en general, las representaciones de santos,

mostraban la sociedad ideal que se quería formar.

2. El predicador barroco: portavoz de la Iglesia

La Iglesia católica comenzó a interesarse principalmente en la figura del predicador a partir

de los ataques protestantes. Ante el peligro que acechaba a la fe católica, el perfil de quien

transmitía la doctrina debía ser el idóneo para ello, lo que en la época suponía interpretar de

manera adecuada la Biblia. La evangelización del siglo XVII osciló entre recuperar la fe de

los que se habían adherido al protestantismo y fortalecer los lazos espirituales de sus fieles.

Para Manuel Morán y José Andrés-Gallego (1993, p. 166), la Reforma había sorprendido a

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los cristianos sin un conocimiento adecuado de los fundamentos de su fe y era preciso

corregirlo. En consecuencia, en el Concilio de Trento no sólo se fijó la doctrina en aspectos

como los sacramentos, sino que se prolongó con un verdadero plan de divulgación

doctrinal, en el que la formación de los sacerdotes, la predicación y la enseñanza

catequética eran piezas primordiales.

Los escritores barrocos, según Bogdan Piotrowski (1991, p. 11), no eran sujetos que se

encerraban en sus conventos a llevar una vida ermitaña, sino que, por el contrario, eran

los protagonistas de su época. Llevar una vida ascética era poder exteriorizar la fe en Dios.

Una experiencia completamente individual como las creencias religiosas, en el siglo XVII

era una experiencia social. El cuerpo era visto como el lugar donde reposaba el alma y

cuando se pasaba a la exterioridad de la fe, se dejaba de lado la subjetividad para darle

cabida a la divinidad. Dicho de otro modo, la práctica del misticismo ubicaba al cuerpo del

ascético como habitación de Dios. Pero para que éste pudiera entrar a los cuerpos de los

predicadores, era necesario que estuvieran santificados y esto sólo se conseguía si se habían

eliminado los pecados, para lo cual el cuerpo como elemento físico era negado, sacrificado

y reprimido.

El predicador colonial, señala Margarita Garrido (1996, p. 148), gozaba de igual

legitimidad que el alcalde. Su conducta era de interés general, pues hacía parte de lo

“público” y lo “notorio”. Sus actitudes y discursos incidían en la vida civil de las ciudades

y pueblos, por lo que se esperaba de él un comportamiento apropiado, absteniéndose de

llevar una vida mundana y pecaminosa caracterizada por sostener “relaciones sospechosas”

con mujeres, jugar a las cartas, mezclarse en el comercio, participar en bailes, corridas o

riñas de gallos. Perla Chinchilla (2004, p. 11-12), sugiere que las ciudades generaron una

“elite de predicadores”, que disponían de fama y credibilidad total. Estos oradores de “villa

y corte” se caracterizaban por tener amplias solicitudes de predicación y por usar un estilo

culto y elegante que los identificara. Muestra de ello es el predicador Ossorio, de un estilo

culterano que, al inicio de uno de sus sermones y, consciente de su oficio, hace la acotación

de haber tenido un día agitado después de predicar varios discursos religiosos en un mismo

día: “[…] que hoy me fue forzoso después de seis, o siete sermones predicados, cuyos

asuntos individué el año pasado en este lugar, encarar la proa, y tender las velas de mi

pobre barco hacia donde sopla en el evangelio aquel zafiro blando […]” (Ossorio, 1649a, p.

16).

Estos predicadores cultos, integrados a una sociedad urbano-cortesana, distaban de los de

“plaza y pasión”; predicadores, al decir de Chinchilla para el caso de la Nueva España, “no

oficiales” que se encargaban de llevar la palabra de Dios a los lugares más recónditos de la

cristiandad. Estos últimos eran destinados normalmente a los “pueblos de indios”, en

donde no era necesario un sermón laborioso en el aspecto ornamental y estilístico. Aquí

nos interesa la imagen del predicador que se mueve en las ciudades, se rodea de las elites

civiles y eclesiásticas y cumple la función social de crear modelos ejemplares para los

sujetos coloniales. Y Ossorio fue uno de ellos, reconocido orador que pudo predicar en el

púlpito de la Catedral de Santa Fe de Bogotá, estando presente el virrey con su cortejo, las

dignidades eclesiásticas y un gran número de devotos. (Gómez, 1957, pp. 33-42).

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2.1 El perfil del predicador

El Concilio de Trento fue enfático en recordar que la obligación misional de enseñar el

Evangelio estaba a cargo del obispo, quien debía predicar en su iglesia los domingos,

festivos, días de adviento y cuaresma. Pero la predicación obispal era una ínfima parte de

todo el aparato evangelizador que conllevaba la Contrarreforma. En realidad, la principal

función que se esperaba del obispo era la supervisión sobre el clero diocesano: velar por

que se predicara en las fechas previstas y por la idoneidad ministerial de los eclesiásticos.

Los predicadores, antes de Trento se caracterizaron por tener poca preparación en su oficio,

generalmente estudiaban en escuelas catedráticas y en el mayor de los casos eran instruidos

por sus propios párrocos, por lo que su formación no llegaba a ser considerada como una

formación calificada. De este modo, solían tener fama de indisciplinados, ignorantes y de

no dar ejemplo a la sociedad. El concilio tridentino quiso solucionar esos inconvenientes

por medio de los seminarios diocesanos, en donde se enfatizaba en la enseñanza profesional

de la predicación, liturgia y práctica sacramental en general. Poco a poco, esos predicadores

mal formados fueron desapareciendo para dar paso a los de talla y elegancia en un lento

proceso que sólo tuvo efectos a largo plazo.

Al mejorarse sustancialmente el oficio del predicador, los sermones adquirieron otro

carácter. El “espectáculo” de la liturgia no podía estar en manos de un aprendiz, el orador

debía ser un especialista al practicar su oficio en las catedrales y colegiatas más

reconocidas. Lo importante era difundir la palabra de Dios y posiblemente, por esto, en el

primer decreto tridentino (1546) se hablaba de la predicación como un acto exclusivo de

párrocos, aunque luego, en el canon IV de 1563, no se hiciera tal distintivo. Junto a un

cuantioso número de seculares encargados del adoctrinamiento, dominicos, franciscanos,

benedictinos, jesuitas y agustinos fueron las principales órdenes encomendadas a la

predicación. Estos religiosos se caracterizaron por llevar una vida ascética, donde eran

comunes los ayunos, el recogimiento y el silencio, intentando seguir el modelo de vida de

Jesús.

El discurso del cuerpo cristiano neogranadino impuesto en el siglo XVII es el de construir

cuerpos obedientes, ejemplares y dispuestos al sacrificio: el cuerpo como lugar de la

vivencia comunitaria de la fe, espacio de castigo y redención. A diferencia de la Reforma,

que no aprobaba la mortificación física, la Contrarreforma impulsó la imagen de cuerpos

sufrientes. Esta imagen fue seguida por los predicadores y, en general, por personas que

llevaban una vida ascética. Para hacer de sus cuerpos un lugar de dolor era frecuente el uso

de instrumentos materiales como cilicios, alfileres, cruces, etc.

La predicación tenía como objeto la gloria de Dios y el bien de las almas, es decir, conducir

a los sujetos por el camino de la virtud y el conocimiento de los temas sagrados. Para ello,

el predicador debía de transmitir a su público las verdades de la fe. Como señala Miguel

Ángel Núñez (2000, p. 37), a “la misión del predicador […] se le atribuye un triple

cometido: enseñar, deleitar y mover. Enseñar popularmente siendo conscientes del grado

cultural de la masa a la que se dirige. Deleitar porque es preciso no aburrir y hacer huir,

sino atraer para llevar a cabo el tercer cometido: mover, que es el objetivo central que se

persigue”. Lo que pretende el orador es conmocionar al público con el fin de cambiar, si es

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necesario, el comportamiento de éste. Así, debe de orientarlo hacia un modelo moral y

ortodoxo, que era el modelo aceptado por la Iglesia en ese momento.

Para lograr este cometido, el movimiento predicacional se dirigió a catequizar con el

propósito idílico de desterrar vicios, pecados y prácticas ajenas al espíritu cristiano y a la

doctrina autorizada. Desde esta perspectiva los instructores de predicadores ratificaban la

finalidad dirigista del sermón: mudar comportamientos y canalizar conductas encauzando la

existencia humana por el camino que manda Dios y determina la Iglesia católica. De esta

manera lo deja ver el preceptista fray Luis de Granada:

[…] es ciertamente tan difícil este sagrado oficio, si se ejercita útil y rectamente, cuando

tiene de digno y provechoso. Porque, siendo el principal oficio el de predicar, no solo

sustentar a los buenos con el pábulo de la doctrina, sino apartar a los malos de sus pecados y

vicios: y no solo estimular a los que ya corren, sino animar a correr a los perezosos, y

dormidos: y finalmente no solo conservar a los vivos con el misterio de la doctrina en la

vida de la gracia, sino también resucitar con el mismo ministerio a los muertos en el pecado

[…]. (Granada, 1778, p. 19).

Sin dejar de lado la instrucción, se buscaba, más que convencer al intelecto, mover la

voluntad, e incluso emocionar o agrandar el sentimiento para conseguir la reforma de las

costumbres y comportamientos de los sujetos. Con tal de lograr este tipo de persuasión, se

le exigía al predicador cualidades naturales y adquiridas. Se necesitaba de cierta

predisposición innata y una preparación dada por el estudio; sólo adquiriendo estas dos

condiciones, el predicador podía llegar a ser un compendio de virtudes, un maestro en

enseñanza y un modelo moral de vida.

2.1.1 Cualidades naturales

El orador necesitaba contar con naturaleza de cuerpo y tener un alma pura. Los tratados de

instrucciones para predicadores enfatizaban en las virtudes de las que debían gozar quienes

ejercieran este oficio: fervor, amabilidad, honestidad, humildad, mansedumbre, etc. Fray

Luis de Granada, por ejemplo, destacaba la caridad y bondad como valores principales del

orador. El predicador ideal debía contar con unas cualidades específicas a su oficio: el

espíritu de Dios, que daba entereza y santidad de vida; la oración, que es el canal por el que

Dios transfiere sus dones al predicador; integridad y santidad de vida, pues se necesitaba

predicar con el ejemplo; y pureza y rectitud de intención, que para el preceptista se traducía

en poner en la mira la gloria de Dios y la salvación de las almas.

El interés eclesiástico de mostrar al predicador como ser idóneo y ejemplo de vida, tenía

que ver principalmente con su función de modelar conductas. Ante tan difícil tarea, el

orador necesitaba emanar autoridad para gozar de credibilidad entre sus fieles. Es por esto

que debía caracterizarse principalmente por su carisma y, como señalan los aportes ya

clásicos de Max Weber (1996, p. 193), por carisma se entiende la cualidad que pasa por ser

extraordinaria de una personalidad por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas

sobrenaturales o sobrehumanas, o como enviados de Dios, o como ejemplar y, en

consecuencia, como guía o líder.

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El predicador era elegido por sus cualidades carismáticas, no competía con sus colegas por

un ascenso burocrático, sólo luchaban entre sí por un liderazgo que podía establecerse por

reconocimiento de la comunidad. El prestigio, en este caso, era fundamental para que los

sermones tuvieran peso en el público. Un orador aprendiz no podía llegar a persuadir como

posiblemente lo lograba uno de alta reputación. A este líder carismático se le obedecía por

razones de confianza personal en la revelación, heroicidad o ejemplaridad. Como lo

muestra Weber, la dominación carismática no conoce ninguna apropiación del poder del

mando, al modo de la propiedad de otros bienes, ni por los señores ni por poderes

estamentales, sino que es legítima en tanto que el carisma personal rige por su

corroboración. En el mismo sentido, Renán Silva (2005, p. 113-114) sostiene que el

predicador se caracteriza por la seguridad que ejercía en sus fieles:

Los privilegios y prestigios de quien puede predicar un sermón, le vienen tanto de su

dominio de la oratoria sagrada, como de la estrecha relación que ante los fieles se

establece entre su palabra y la verdad, ya que sólo el predicador aparece como capaz de

conectar la historia de la religión con las formas que la actualidad reviste para cada

comunidad e individuo particular. Mucho más que el Evangelio, que ata de manera más

estricta al texto sagrado -de ahí que se hable de “lectura del Evangelio” y no de lectura

del sermón-, el sermón permite recrear, a través de todos los recursos que la retórica

conoce, el mundo que los creyentes tienen al frente, pero inscrito en una historia mayor

que es la que, para el creyente, dota a ese mundo de sentido.

Si el predicador emanaba autoridad tal como para considerarse el vocero de Jesús en la

tierra, los fieles debían tener una imagen favorable del mismo, de ahí que el espíritu divino

y la vida ejemplar fueran dos de sus cualidades naturales más importantes.

2.1.2 Cualidades adquiridas

El predicador también debía contar con unas cualidades adquiridas que se conseguían bajo

una formación religiosa. Era indispensable instruirse bien en las Sagradas Escrituras para

no llegar a interpretarlas de forma errada y poder argumentar el sermón a partir de la

doctrina y autoridades permitidas. Para el fácil acceso de los libros, las escuelas

conventuales contaban con librerías especializadas en ciencias eclesiásticas que aseguraban

la formación académica de los “aprendices a predicador”. Las mismas publicaciones de

Antonio Ossorio de las Peñas sirvieron de modelo a posteriores predicadores.

Entre los autores más leídos se encontraban Cicerón, Aristóteles, Quintiliano y Cipriano

Soárez. El predicador debía saber además sobre teología moral, ya que reprender, reformar

comportamientos y enseñar virtudes constituían en buena medida la finalidad de su oficio.

Pero más allá de leer clásicos, los predicadores debían demostrar agilidad en el manejo de

la Biblia y tener conocimiento de los decretos conciliares, bulas pontificias, Padres de la

Iglesia, etc.

Otras de las cualidades que debía adquirir el orador eran la aprehensión de varias lenguas,

como el griego, hebreo e italiano y, en especial, el latín, y la preparación en otras áreas de

las humanidades en las que hallara familiaridad para construir su sermón. El cumplimiento

de estos requisitos tenía un tiempo límite, pues no sólo se trataba de estudiar y leer con

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juicio a todas las autoridades religiosas y seculares de la época, también se necesitaba de la

habilidad para exponer, habilidad que con los años y la disminución de las cualidades

vocales se hacía más difícil.

La vida del predicador tenía que cumplir esencialmente con dos fases: instruirse y predicar.

Para la segunda, se necesitaba contar todavía con una buena voz y energías suficientes para

enseñar, deleitar y persuadir a un público durante una hora y no todos los predicadores

cumplían con ese perfil tan exigente, que demandaba una preparación rigurosa en todas las

ciencias laicas y religiosas. Sólo se podía esperar esta formación de los más reconocidos y

famosos. Ciertos predicadores neogranadinos, para Renán Silva (2005, p. 114), llegaron a

ocupar un lugar de preferencia como modelo de formación de sermones, circulando sus

sermonarios no sólo entre clérigos, sino también entre creyentes y devotos. “Pero el

predicador debe ser, además, un „artista de la palabra‟ -también un „atleta de la palabra‟,

según la aguda expresión de Roland Barthes-, pues antes que demostrar, en el sentido

moderno del término, su tarea es la de convencer y la de conmover. El gran prestigio que

ciertos predicadores alcanzaron en la sociedad colonial neogranadina -e Hispanoamericana-

parece haber dependido enteramente de este hecho”.

3. El público: los agentes persuadidos

El público que se disponía a escuchar el sermón después de concluida la misa en las

ciudades coloniales de la Nueva Granada era heterogéneo en su composición, pues los

españoles y criollos estaban obligados a llevar a sus esclavos e indígenas domésticos a la

proclamación de la ceremonia litúrgica los domingos y días de fiesta. El predicador del

siglo XVII que instruía en las urbes, predicaba principalmente para las elites. Como lo ha

señalado Gustavo Otero (1928, p. 87), a Ossorio no le faltaba el público de títulos

nobiliarios: “Durante treinta años reinó en el púlpito de la capital neogranadina, encantando

a las cortes coloniales del Barón de Prado, de los Marqueses de Miranda de Auta y de

Santiago, y de los tres Diegos que gobernaron de 1662 a 1671: Egües y Beaumont, Corro y

Carrascal y Villalba y Toledo”.

A las elites se les había inculcado más enfáticamente la unión entre lo civil y lo religioso.

Quienes vivían en una misma área urbana, eran al mismo tiempo vecindario y feligresía,

pues, en el pensamiento de la época, no se podía ser buen ciudadano sin ser primero buen

padre, buen hijo, buen esposo y buen parroquiano. Cometer un delito era un pecado y

cometer un pecado era un delito, por lo que las fronteras entre una y otra autoridad, entre

Iglesia y Estado, no estaban claramente demarcadas.

La intención de la prédica barroca, como vimos, era moralizar, mover los afectos para que

los fieles tomasen el camino de una vida virtuosa. Sin embargo, cuando se intentaba por

medio de los sermones abarcar a un público más amplio y diverso, se tendía a homogenizar

de manera abstracta todas las virtudes cristianas, lo que respondía más a un propósito de

control social que a la simple enseñanza de las premisas de la religión católica.

De acuerdo con el modelo hispano-colonial, se debía vivir en orden y alrededor o cerca de

una iglesia, lo que permitía el control de la moral pública y privada. La rutina de las

ciudades de la Nueva Granada era modelada por el calendario litúrgico. Los bautizos,

matrimonios, defunciones, fiestas y procesiones, solían ser la programación más común de

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la época. La centralidad de lo religioso generó que lo público estuviera siempre supeditado

a los rituales que demandaba la Iglesia. “No en vano y semanalmente, comenta Margarita

Garrido (1996, p. 140), los sermones fueron el discurso destinado al público, el que

denotaba los límites del bien y del mal, ofrecía (e imponía) un sentido del orden y apelaba

continuamente a las conciencias”. Resultado de esto fue la aparición de un misticismo

intenso, que recordaba a los feligreses la existencia del pecado, invitándolos a combatirlo

por medio del recogimiento y la práctica de la vida virtuosa. En este sentido, la cultura

colonial fue profundamente religiosa, incluso mucho más que la que la española, pues el

influjo de corrientes seculares que empezaban a circular en la Península, difícilmente

llegaron a América.

Los criollos y mestizos de fines del siglo XVI y del siglo XVII, en el Nuevo Reino de

Granada, los contemporáneos de Rodríguez Freile, de Domínguez Camargo o de Sor

Francisca Josefa de la Concepción, vivían quizás en el mundo extraño de la vida indígena,

en la inseguridad ante una naturaleza exuberante y misteriosa, en pobreza y precariedad de

vida, pero no tenían dudas sobre a quién servir, no sobre a quién acudir en caso de

conflictos morales. Vivían seguros de la razón de ser de la monarquía, seguros del valor de

la tradición, y sobre todo, seguros de su fe religiosa, ciertos de la justicia y bondad de Dios.

Sus preocupaciones dominantes eran la conservación de la honra y la preparación para la

otra vida. Tampoco llegaba a la aislada Santa Fe, ni a las ciudades del Nuevo Reino como

Popayán o Cartagena la intensa corriente de libros y activas influencias de pensamiento que

conducían, por ej., a Juana Inés de la Cruz en México, a preocuparse por la obra de

Descartes y por la nueva filosofía científica (Jaramillo Uribe, 1977, p. 106-107).

En la Nueva Granada, apenas se empezaban a gestar las ciudades. Sólo Santa Fe, Popayán

y Cartagena son consideradas por Jaime Jaramillo Uribe como urbes incipientes, pues ellas

eran la morada de la población civil, burocrática (oidores, gobernadores, capitales,

generales, jueces ordinarios y del Santo Oficio) y eclesiástica, encargada esta última de

construir conventos, colegios, capillas y catedrales. Estos dos poderes, el civil y el

religioso, se encargaron de consolidar en la población una cultura caracterizada por el

pensamiento religioso, como reflejo del espíritu español de la Contrarreforma.

Españoles y criollos fueron quienes recibieron con más ímpetu el mensaje de predicación.

Por lo que respecta a los indígenas, su presencia en las ciudades se restringía casi

exclusivamente al sistema de mita urbana o a relaciones de servidumbre con la elite. Los

mestizos, por otro lado, según Germán Colmenares (1997, p. 435), se dedicaban

generalmente a oficios artesanales, intentando abrirse campo en los trabajos agrícolas. Por

consiguiente, “las ciudades constituían, pues, el dominio casi exclusivo de la <<república

de españoles>>”, por lo que fue a ellos, a españoles y criollos, que representaban el sector

social predominante en las ciudades, a quienes se les dirigió principalmente el discurso

moral de los sermones. La evangelización de las “castas”, quedó a cargo básicamente de los

misioneros y aprendices de predicadores, destinados a trasladarse a los “pueblos de indios”.

Además, españoles y criollos americanos eran los herederos de los valores religiosos de

España, que respondían a un modelo de sujeto blanco y de linaje. En la colonia, las virtudes

estaban asociadas a quienes manejaban el poder, mientras los vicios eran la representación

de los indígenas, esclavos y las demás castas. El ideal del comportamiento cristiano, se

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basaba en un individuo blanco, puro y casto, por lo que el discurso de control social de los

sermones, apuntaban a fortalecer ese anhelo de conducta idónea.

4. La predicación y la teatralidad

Para que la predicación cumpliera su objetivo de persuadir al público hacia una vida

virtuosa, el orador se veía obligado a recurrir a tonos de voz y a gestos característicos que le

permitieran mantener atento al auditorio y mover sus conciencias. Los preceptistas de la

época alertaban a los predicadores sobre el peligro que se corría si se hacía un sermón

monótono, manteniendo una misma pronunciación sin hacer ninguna inflexión. Ante todo

los predicadores debían evitar producir sueño en sus feligreses, sus movimientos y

ademanes cumplían la función de mantenerlos despiertos. Además de la propia

teatralización conseguida a través de la entonación vocal, la mirada y los ademanes, la

redacción de los propios sermones de Ossorio conlleva un estilo teatral que dibuja escenas

piadosas en la conciencia de los creyentes a través de las descripciones de imágenes

sufrientes, en este caso la de San Francisco, pero todos sus sermones, sobre todos los de

santos, están llenos de este tipo de imágenes: “¡Oh llama estática! ¡Oh Serafín ardiente,

aljaba de los dardos de amor! ¿Qué importa que seas el llagado por antonomasia, si vives

de las heridas cuando muerto a sus arpones?” (Ossorio, 1649a, p. 51). Lo mismo ocurre

con el sermón de San Pedro hijo de la paloma, predicado en 1639 en la Catedral de Santa

Fe:

¡Oh amante Pedro: Ícaro soberano, no con alas de cera, sino con alas de fuego! ¡Oh Piedras

que centelleas vivas llamas de amor, oh paloma ligera, que te remontas hoy sobre las

coronillas de los más encumbrados Serafines, que mucho que lleves tan alto el vuelo si son

tus alas de plata, alas de amor, alas de fuego, que mientras más vuelan, más se encienden,

alas al fin heredadas de aquella paloma que bajó al Jordán: Quis dabit mihi pennas sicut

columba, qua descendit in Jordanem, alas que te encumbran, y levantan tanto, que como si

te viera en el cielo te llama Cristo bienaventurado, y dice: Beatus es Simon Bariona

(Ossorio, 1649a, p. 22).

El orador debía crear todo un teatro creativo que le ayudara a conmover a su público. La

misa se ofrecía en el altar, en latín y de espaldas, pero el sermón se debía de proclamar en

el púlpito, en castellano y de frente. Como el sermón no tenía por qué ceñirse al evangelio

del día, se realizaba antes de la misa para no alargar la liturgia. Desde la baja Edad Media,

el púlpito se había ido alejando del presbiterio y había entrado en la nave de la iglesia.

(Jungmann, 1951, p. 204). El altar era considerado lugar sagrado, por lo cual sólo el

sacerdote tenía el privilegio de estar allí. Por el contrario, el espacio asignado a los

creyentes era considerado profano. El púlpito, localizado en la zona blasfema, era una

plataforma pequeña y elevada con antepecho y tornavoz, normalmente cercano al altar.

De manera teatral el sacerdote desciende de él, recorre brevemente la nave (el espacio

destinado al pueblo, a todos los fieles) y asciende al púlpito, el “lugar de las verdades”,

como dice Ossorio (1649b, fol. 107v) en un sermón fúnebre: “[…] es el pulpito,

Cristianos míos, como el sepulcro, lugar de verdades, escuela de desengaños, no lleva

lisonjas […]”. Así, estos espacios delimitados reforzaban la imagen contrastada del

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sacerdote y su feligresía. La misa barroca, al igual que la medieval, fue un culto en que la

parte activa la llevaba exclusivamente el sacerdote y el clero. Los fieles sólo podían seguir

las ceremonias sagradas desde lejos o a cierta distancia.

Tal como lo plantea Roger Chartier (1997, p. 28), los textos creados para ser dichos en voz

alta y compartidos en una audición colectiva, como el sermón, están “[…] cargados de una

función ritual, pensados como máquinas de producir efectos, esos textos obedecen a las

leyes propias del performance o de la realización oral y comunitaria”, lo que supone, por

otro lado, una duración limitada para no agotar al auditorio. De esta manera, el discurso

barroco de la predicación se caracterizó por la ornamentación, reglamentación, teatralidad

y uso de los sentidos. La religiosidad exterior, típica del Barroco, se manifestó en la

teatralización de los mundos interiores.

La Reforma luterana había planteado que cada individuo podía desarrollar una experiencia

interior e íntima de lo religioso, sin la ayuda de las instituciones, algo que generaba

rechazo en la Iglesia católica, por lo que la Contrarreforma impulsó las manifestaciones de

exterioridad religiosa. El interés de la Iglesia para que toda práctica religiosa fuera visible

iba enfocado a poder controlar la fe de sus creyentes. La predicación barroca, entonces,

encontró en el teatro su mejor aliado para mover a su público, pues sus espectadores podían

verse como una masa unitaria y, si bien se ha sostenido que el individuo piensa de manera

diferente en cuanto tal y no como integrante de un colectivo, lo cierto es que en un

momento dado se puede dar lugar a un fenómeno de contagio que, posiblemente, facilita la

adhesión de estos sujetos asistentes a una u otra manifestación ideológica. Como señala

José A. Maravall:

El teatro, por las peculiaridades reducciones a que se somete la distancia vital entre los

individuos que hoy preocupa a la sociología –y por el fuerte impacto que la representación

escénica puede producir y de hecho produce sobre la imaginación y los sentimientos de

cuantos a aquélla asisten, da lugar a que la expresión del pensamiento cobre en su versión

teatral una eficacia mayor, por lo menos momentáneamente, que otras formas de expresión,

por ejemplo el impreso. (Maravall, 1990, p. 159).

Como ejemplo extremo de teatralización en la prédica encontramos a fray Juan de Santa

Gertrudis, un predicador de mediados del siglo XVIII, que de manera pedagógica quiso

hacer un sermón sobre la “fealdad del alma en el pecado”. Para ello pidió a hermanos de su

orden dominica que hicieran sonar unas cadenas en las cuatro esquinas de la plaza,

arrastrándolas después de que él les diera la señal. El toque de creatividad no quedó ahí,

consiguiendo a cuatro negros esclavos a quienes se les pintó el rostro de rojo, les

desgreñaron el pelo, los desnudaron y se les dio una antorcha encendida y una larga cadena.

Se ocultó a cada uno en una esquina de la plaza a la espera del llamado. Cuando Juan de

Santa Gertrudis se subió al púlpito no sabía cómo comenzar el sermón y repentinamente

dijo: “Salid, demonios, de estas infernales covachas, que os traigo a vender una partida de

almas en gracia de Dios”. Los esclavos pensaron equivocadamente que ese era el llamado y

empezaron a acercarse cada uno hacia la plaza, haciendo sonar las cadenas. El susto y el

pánico vivido lo expresa el predicador así:

[…] y se oía venir corriendo, y de tan cerca se conmovió un alarido y llanto tan exorbitante,

que no sé con qué compararlo. Los que estaban en los cuatro ángulos de la plaza, cada cual

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atendió al ruido que le venía de más de cerca; y al volverse a mirar y ven venir los negros

con la cara colorada, y con el hachón que levantaba dos varas de llama, pensaron todos en

realidad eran demonios, y por huir cada cual al viento contrario, empezaron a atropellarse

unos con otros con tal gritería, que parecía un día de juicio. (Citado en Borja, 1998, p. 179-

180).

Este excéntrico ejemplo, además, puede corroborar la autonomía que tenía el orador a la

hora de proclamar un sermón y cómo también se jugaba con la creatividad para hacerse

conocer y llegar a persuadir o conmover con más facilidad al público que lo escuchaba. En

la Edad Media los exempla eran el medio didáctico por el cual se narraban historias. Pero

pronto se dieron cuenta de que la representación de esas narraciones era mucho más eficaz

si se hacía de forma visual, pues por medio de la vista se adquirían mayores posibilidades

de penetración y asimilación en el público que lo contempla. La pintura y los grabados

ayudaron a que los individuos visualizaran las narraciones de las historias de la época, pero

“es obvio que cuando esas enseñanzas se desenvuelven sobre la escena, con un montaje

escénico que da mayor relieve a la acción que el espectador presencia, añadiendo el muy

superior efecto del lenguaje hablado (con todos los matices de expresión que éste lleva

consigo, sobre el lenguaje escrito), la eficacia del mensaje transmitido es máxima”.

(Maravall, 1990, p. 161). Los exemplus, no obstante, no desaparecen, sino que se

acomodan al auge del Barroco, al teatro.

Los sermones representados en los púlpitos del XVII cumplían con la función de reformar o

manipular ideológicamente las mentes de los fieles. El teatro barroco buscaba unos efectos

determinados sobre los comportamientos sociales, su acción moldeadora pretendía dejar

claro lo que había que corregir en la sociedad y se proponía difundir aquellos

comportamientos que se suponía eran propicios para la comunidad. El teatro, entonces, se

comportaba en función de mantener el status quo de la monarquía y los poderes de los

grandes señores. En el siglo XVII se caracterizó por un “dirigismo reformador” que

cumplía el papel de educar a los espectadores para un modo de vida social posterior.

Además tenía la posibilidad de impresionar los ánimos y mover las voluntades, pues las

escenas generaban emotividad en el público. Más allá de la pintura, la arquitectura o el

grabado, el teatro tenía la ventaja de disponer de toda la fuerza y dinamismo para propagar

su mensaje.

En el púlpito, los oradores ponían en relieve los conflictos socioculturales y las tensiones de

raza, etnia, religión, estatus y explotación económica que se vivían en la época. “En la ruta

del reconocimiento social y en consonancia con las tensiones que de él se desprenden, la

coacción y la autocoacción intervinieron en la modificación, regulación y naturalización de

los comportamientos” (Quevedo Alvarado, 2007, p. 83).

Los sermones participaron en este enmarañado sistema de control, describiendo el ideal de

cuerpo cristiano como un cuerpo criollo: blanco, ortodoxo, obediente, dramático, benévolo

y sufriente. La santidad, desde una larga tradición del cristianismo, fue asociada a los

grupos sociales privilegiados. En la Nueva Granada, los españoles y criollos representaban

esa imagen de santidad. Lo mismo sucedió con las virtudes. “Esta práctica, sigue diciendo

María Quevedo (2007, p. 92), está directamente vinculada con la vivencia pública de la fe,

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que la convierte en un teatro religioso en el que el dramatismo, la exacerbación de los

sentidos, en fin, la experiencia barroca intervienen en la configuración de la santidad como

ideal de perfección cristiana […]”.

Georges Balandier (1994, p. 15) sostiene que, independientemente del tipo de sociedad y

organización de poder que sea, la “teatrocracia” siempre está presente, ya que ella es la que

regula la vida cotidiana de los seres humanos que viven en colectividad. El autor asegura

que el término “teatrocracia” procede del ruso Nicolás Evreinov, para quien lo teatral está

en todas y cada una de las manifestaciones de la existencia social, pero en especial en las

que el poder tiene un rol trascendental. De ese modo, el drama, desde su origen griego,

siempre ha tenido un doble sentido: el de actuar y el de representar la vida cotidiana con el

fin de desmantelar las verdades ocultas de la sociedad. A partir de ese drama es que aparece

en escena el poder. El poder no se encuentra en un sólo lugar desde donde se rige

arbitrariamente, sino que necesita de la negociación de los subordinados para

realizarse plenamente. El teatro dramático, por tanto, se convierte así en una forma de

negociar los límites del manejo del poder.

En la Nueva Granada del XVII el ejercicio de poder se concentraba en manos de la Corona,

la Iglesia y la conciencia criolla que comenzaba a surgir. En el caso de la Iglesia, la figura

del predicador permitió generar la credibilidad y autoridad necesaria para ejercer el

dominio sobre la población. La misa, el sermón, el rezo del rosario, las procesiones y

demás celebraciones religiosas, permitían ir construyendo un discurso esencialmente

político. La Corona estuvo por encima de la institución eclesiástica desde fines del siglo

XV. El sistema burocrático que impuso España sobre la Iglesia generó una preponderancia

del poder civil sobre el religioso. La Iglesia, asumió esa subordinación con tal de mantener

la unidad religiosa en esos territorios, pues existía un temor a la disgregación religiosa

generado por el protestantismo. Esa situación de supeditación a la monarquía en que se

encontraba la Iglesia, facilitó que el discurso religioso estuviera cargado de contenido

político que favorecía el mantenimiento de la sociedad tal cual se quería, impidiendo a las

castas buscar una movilidad social (Maravall, 1972, p. 217).

Según lo resume Meinecke en Historicismo y su Génesis, citado por Maravall (1972, p.

236), el escritor italiano Traiano Boccalini planteaba en el siglo XVII que “<<sin

obediencia a las leyes divinas, no hay tampoco obediencia a las leyes humanas. La religión

era, pues, un medio de dominación, destinado a mantener sumisas las masas; en suma,

interés del Estado. Por esta razón también era, en su sentir, interés del Estado la unidad

religiosa dentro de la comunidad>>”. La disidencia religiosa conllevaba siempre una

repercusión política. Esto se ve claramente en el caso neogranadino, pues desde las

primeras épocas del período colonial los sermones de los sacerdotes apoyaban a las

autoridades civiles en la imposición de tributos como las alcabalas. Tal como lo expone M.

Garrido (1996, p. 141) “vecinos, oficiales y sacerdotes, acostumbraban justificar sus actos

por amor a „las dos Majestades‟: Dios y la Corona. Si por un lado la Iglesia y las misiones

suplían al Estado en áreas alejadas o no integradas, por otro, la lucha contra los pecados

públicos no era sólo asunto de la Iglesia sino también de los gobernantes”.

Balandier plantea que la teatralidad representa a la sociedad gobernada en la medida en

que el poder político consigue la subordinación a través de ella, de ahí que la teatralidad da

una imagen idealizada de sí misma a la sociedad. Representación implica establecer

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jerarquías. La teatralidad que se esconde detrás de la oralidad del siglo XVII iría

encaminada, por lo tanto, a legitimar el poder colonial y las escalas sociales que se habían

consagrado desde el siglo anterior.

En la Nueva Granada del XVII la vivencia pública de la fe estaba interconectada con el

rango social. Las procesiones y demás celebraciones cristianas no sólo eran un espacio en

donde se ratificaba públicamente la filiación a la religión, sino que también era el lugar

donde se marcaban las diferencias sociales. En la ciudad existía una espacialización barroca

típica de la moral postridentina, que tenía una estrecha relación con la moral del grupo

social dominante. La articulación entre la representación pública de la fe y la de la jerarquía

social, iba enfocada a un proyecto de dominación político, religioso y social.

Al estar ambos aparatos articulados, el político y el religioso, los vicios quedaban poseídos

no sólo de un carácter moral, sino también jurídico, significando así el desacato a la norma

o la ley. Lo considerado “vicioso” en el siglo XVII eran los defectos morales, las acciones

guiadas por la soberbia, la arrogancia, la envidia, la ingratitud, etc., al igual que el pecado y

los sentimientos como la vanidad. Defectos morales, pecados, acciones y sentimientos

indebidos que se atribuían a las castas, dejando la imagen virtuosa exclusivamente para

asignarla a aquellos que podían ostentar su linaje. La sanción moral sobre la desobediencia

era un elemento de cohesión en la sociedad neogranadina porque su opuesto era visto como

la „unión de voluntades‟, que servía para formar un cuerpo social funcional caracterizado

por la virtud. “Por ello, el incumplimiento de los mandatos religiosos, la no adopción de la

vida en policía cristiana, bien podían implicar el ser reconocido como enemigo de la

religión y, por ende, de España” (Quevedo, 2007, p. 140). No es gratuito que Antonio

Ossorio haga énfasis en la obediencia y la humildad como virtudes supremas de los santos a

quienes dedica sus oraciones, sea el caso de San Francisco, San Pedro, Santa Teresa o San

Francisco Javier.

Para los luteranos el pecado era algo innato del hombre, con el que se tenía que vivir para

toda la vida, mientras que para la Iglesia contrarreformista el pecado se debía al libre

albedrío de los fieles, a la decisión voluntaria de los individuos de seguir el mal en vez del

bien. De este modo, para el cristianismo el pecado era la desobediencia a Dios, un desacato

divino; pecar era estar contra la calidad de vida establecida en la época. En esta dicotomía

colonial donde se rendía obediencia, tanto a la Corona como a la Iglesia, lo público y lo

privado, los pecados también podían ser castigados como delitos, atribuyéndoles una

dimensión social y política más que una espiritual3.

La palabra dramatizada se convirtió en uno de los mejores mecanismos para llevar este

mensaje de control social y consolidar así el poder colonial en el siglo XVII, pues ella tiene

el efecto de ilusionar lo real al punto de conseguir que un ideal cobre vida. Además, el

lenguaje del poder ponía sobre la mesa las diferencias sociales, comenzando por las que

existían entre el predicador y su público y terminando por las que había entre castas. El

discurso del poder religioso, como uno de los poderes dueño de información, cuidaba el

“qué decir” y “cómo decirlo” y así, con la intención de conseguir adeptos, el lenguaje

3 El castigo divino fue un tema explotado desde los primeros momentos de la Conquista. El temor a la ira

divina marcó la identidad teológica del Nuevo Mundo. Echeverry Pérez (2004, p. 5-20).

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político de las oraciones sacras se manifestaba mesurada y calculadamente. La verdad,

además, nunca se decía totalmente, sino a medias.

El lenguaje, nos dice Pierre Bourdieu (2001, p. 69), representa a la autoridad de la que

hace parte su portavoz. En este caso, el lenguaje litúrgico es representado por la palabra

oficial de un portavoz autorizado (el sacerdote) que se expresa en situación solemne con

una autoridad cuyos límites coinciden con los límites que impone la delegación de la

institución, hay siempre una retórica característica. El poder del sermón reside en el hecho

de que el predicador que lo pronuncia no lo hace a título personal, él sólo es un portavoz

autorizado de la Iglesia que actúa sobre sus fieles a través del contenido de la palabra

predicada en la medida en que su palabra concentra el capital simbólico acumulado de la

institución eclesiástica.

En la misma línea, Balandier sostiene que la teatralidad política tiene mayor acogida

cuando se mitifica la figura de un héroe, ya que la autoridad que engendra es mucho mayor

que la que tiene la mera teatralidad rutinaria. El héroe es reconocido por su fuerza

dramática, no por ser el más capaz. Debe generar sorpresa, acción y éxito para mantener su

gobierno, siendo también fiel a su papel mostrando cómo la fortuna lo sostiene a él en el

poder en vez de a otro. El éxito del sermón se reduce a la adecuación del predicador y a la

función social que ejerce. Si ese mismo discurso fuera pronunciado por alguien que carece

de autoridad o, en general, si se proclama por fuera del púlpito, está condenado al fracaso.

El triunfo del sermón está subordinado a la reunión de un conjunto sistemático de las

condiciones interdependientes que componen los rituales sociales. Dicho de otro modo, la

palabra por sí misma carece de sentido, necesita de su ritualización para lograr el efecto

deseado.

Así, la especificidad del discurso de autoridad (curso profesoral, sermón, etc.) reside en el

hecho de que no basta que ese discurso sea comprendido (e incluso en ciertos casos, si lo

fuera, perdería su poder) y en que sólo ejerce su propio efecto a condición de ser reconocido

como tal. Obviamente, este reconocimiento –acompañado o no de la comprensión- sólo se

concede bajo ciertas condiciones, las que definen el uso legítimo: debe ser pronunciado en

una situación legítima y por la persona legitimada para pronunciarlo, el poseedor del

skeptron, conocido y reconocido como habilitado y hábil para producir esta particular clase

de discurso, sacerdote, profesor, poeta, etc. Y, en fin, debe ser enunciado en formas

legítimas (sintácticas, fonéticas, etc.). Las condiciones que podríamos llamar litúrgicas, es

decir, el conjunto de prescripciones que rigen la forma de la manifestación pública de

autoridad –la etiqueta de las ceremonias, el código de los gestos y la ordenación oficial de

los ritos- son sólo, como se ve, un elemento, el más visible de un sistema de condiciones. Y,

de estas condiciones, las más importantes, las más insustituibles son aquellas que producen

la disposición al reconocimiento como desconocimiento y creencia, es decir, a la delegación

de autoridad que confiere autoridad al discurso autorizado (Bourdieu, 2001, p. 72-73).

La predicación sólo podía llevarse a cabo en el púlpito y sólo el predicador estaba

autorizado para realizar la liturgia. Esto era necesario acatarlo al pie de la letra porque la

función simbólica estereotipada es precisamente manifestar que el predicador no actúa

como individuo o por su propia autoridad, sino como depositario de un mandato, el divino.

De este modo, el simbolismo ritual no actúa por sí mismo, sino porque “representa”, en el

sentido teatral del término, el ceremonial litúrgico con sus códigos gestuales y palabras

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sacramentales características. Sólo así el sacerdote es poseedor del “monopolio de la

manipulación de los bienes de salvación”. En suma, la eficacia simbólica de las palabras

proclamadas en el sermón, se logra únicamente en la medida en que los fieles espectadores

reconocen que el predicador está autorizado para proclamar.

Conclusiones

Hemos pretendido desentrañar la función social e ideológica de cierta literatura colonial y

sus formas de expresión, descubriendo tanto el poder de la palabra como el poder del texto

escrito en relación con la clásica fórmula comunicativa que describe el “qué dice”

(contenido de los sermones), el “quién dice” (predicador-control) y “a quién dice”

(público), y sin olvidar las intenciones, estrategias y tácticas inmediatas de los

comunicadores en el contexto sociopolítico en el cual actúan. Los sermones, en definitiva,

se han considerado aquí como instrumentos de transmisión de modelos ideológicos y

culturales de las elites que pretendían construir un ideal de sujeto colonial.

La retórica utilizada en la predicación se convirtió en una de las armas empleadas en los

siglos coloniales para consolidar el poder español. El propósito de su uso persuasivo era el

de crear modelos de sujetos benévolos caracterizados por la subordinación. La palabra era

un medio más a través del cual se sostenía un status quo que permitía el mantenimiento del

poder en manos del aparato político-religioso. La palabra dramatizada y que hacía uso de la

retórica se convirtió en el Barroco en un eficaz vehículo para persuadir o construir fieles a

imagen y semejanza de los requerimientos deseados por el aparato político-religioso, una

retórica que se aplicó a toda instancia de conocimiento. Se imponía el mensaje de Dios, que

venía siendo cuestionado por el protestantismo y se creaba un determinado modelo de

comportamiento. El núcleo del mensaje de los sermones de santos era un intento de

edificar un sujeto barroco caracterizado por las virtudes. Lo político y lo religioso

trabajaron de la mano en la construcción de un cuerpo social. El discurso de la santidad no

necesariamente regía los comportamientos de los sujetos coloniales, pero se manifestaba

como una representación ideal de sus actitudes.

La palabra y el púlpito dieron forma a una retórica del poder o, mejor aún, a una teatralidad

del poder, que construía sujetos pasivos y benévolos. Existe una intersección entre el

discurso y el gesto, entre la escritura del sermón y la proclamación oral del mismo, de ahí

que analicemos la parafernalia que rodea el acto predicacional. Si la intención de estos

discursos oratorios era poder persuadir a la población para llevar una vida virtuosa y no

cuestionar un determinado modelo de sociedad tradicional, se hace necesario estudiar la

relación entre la proclamación del sermón y la ritualización o teatralización que

caracterizaba el ceremonial de la prédica. La palabra dramatizada y el teatro trabajaron de

la mano para impregnar en un amplio número de individuos el mensaje de Dios, del cual se

apropiaba la Corona.

La predicación retórico-eclesiástica se convirtió en una fuente de poder que intentaba

mantener persuadidos a sujetos que no cuestionaran -como lo hacía el protestantismo- la fe

de la Iglesia. La palabra, de esta manera, adquirió nuevos significados que por sí solos

carecían de importancia; se necesitaba además de la teatralidad para lograr una mayor

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conmoción en los creyentes, pues, el periodo Barroco se caracterizó por la exterioridad

católica de sus actos y la manifestación pública de los sentimientos.

Los sermones de Antonio Ossorio de las Peñas, al igual que la obra de Francisca Josefa de

la Concepción (Afectos espirituales), llamada en la historia de la literatura colombiana, la

Madre Castillo, dejan entrever que su inspiración estuvo inmersa en la atmósfera que creó

la Contrarreforma. No sólo sus temas (la obsesión por la muerte, el sentimiento de la

pecaminosa naturaleza humana y la esperanza de la salvación), sino también su estilo

dramático de orador, reflejan el espíritu religioso y barroco que pasaba de España a

América.

Al discurso oral de los sermones se le sumó la introducción de la imprenta. Ya a finales del

siglo XVII y durante el XVIII la imprenta empezó a tener mucha más fuerza en las

colonias americanas y los oradores vieron en la publicación una nueva forma de proclamar.

Las amplificaciones que caracterizaban a los sermones orales, podían aumentarse con

mayor rigor en los sermones publicados y recordemos que los sermones de Ossorio se

publican en España en los años 1649 y 1668, cuando todavía faltaba mucho tiempo para

que la imprenta llegara a Nueva Granada. Sin embargo, y de manera paradójica, la imprenta

terminó por arruinar la relevancia de la predicación oral y la teatralidad que estaba detrás

de ella. En el siglo XVIII una nueva sociedad, de carácter más ilustrado, iba a encontrarse

con otros y más medios de cristianización.

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Recibido: 26 de marzo de 2009

Aprobado: 05 de mayo de 2009