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EL SECRETO DEL ESCRIBA

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EELL SSEECCRREETTOO DDEELL EESSCCRRIIBBAA

Paolo Lanzotti

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Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de lacubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningúnmedio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autori-zación escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Título original: Il Segreto dello Scriba por Paolo LanzottiTraducción: Andrea Giampaolini

© 2004 Paolo Lanzotti. Reservados todos los derechos© 2004 Edizione Piemme s.p.A., Casale Monferrato© 2007 ViaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.© 2007 por la traducción Andrea Giampaolini. Reservados todos los derechos.

Este libro ha sido negociado por Ute Körner Literary Agent, S.L., Barcelona –www.uklitag.com

Primera edición: Junio 2007

ISBN: 978-84-96692-47-3

Depósito Legal: M-24189-2007

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Mateu Cromo S.L.

Editorial ViaMagnaAvenida Diagonal 640, 6ª PlantaBarcelona 08017www.editorialviamagna.com

email: [email protected]

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Mientras que en lo referido a la vida cotidiana, lasalusiones a los acontecimientos históricos y a la situa-ción sociopolítica de la época, las descripciones aluden,novelando, a aquello que sabemos de la civilización su-meria en los tiempos del rey Shulgi, la ciudad de Nim,donde transcurre la historia, es fruto de la imaginación.Sería, por lo tanto, inútil buscarla entre los sitios ar-queológicos que incluyen a la antigua tierra de Sumeria.

Nota del autor

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PPRRIIMMEERR DDÍÍAA

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CCaappííttuulloo 11

En el año en que el gran río Éufrates se desbordó tresveces, yo, Lipit, escriba del Rey, grabo estas palabras sobretablillas de arcilla para que engañen a la muerte, y sobrevi-van a mis recuerdos.

No hablan sobre mí, sino sobre quien me enseñó la vida.Su nombre era Mebarasi. Y alguno, irónicamente, lo llamabael Blanco porque sus cabellos, desde pequeño, eran del color dela lana. A menudo me he preguntado si los dioses hubiesenquerido imprimirle un signo diferenciando a Mebarasi del restodel pueblo de Sumeria. Para distinguirlo de todos nosotros que,irónicamente, nos denominamos Cabezas Negras.

Mebarasi fue un gran escriba, en la Casa de las Tabli-llas de Ur. Fue un sabio. Y fue mi maestro. En los lejanos díasde la adolescencia, gracias a él conocí los secretos de la magiaque nosotros los sumerios, denominamos escritura. Con élaprendí a dominar el estilo que da voz a la arcilla. A grabarlas tablillas. A conocer profundamente los quinientos símbo-los del alfabeto que enaltecen el nombre de Sumeria en elmundo. A él le estaré eternamente agradecido por habermerevelado la fuerza de las palabras sin sonidos que hablan alos ojos (alabados sean los dioses por esto). Pero no es poreste motivo por el que quiero recordar su nombre.

Mebarasi no era amado. Yo, que he vivido largo tiempobajo su sombra, podría hablar de la soledad que inundaba su

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mirada. Del vacío interior que intentaba, inútilmente, llenarcon las mujeres y con la cerveza. Muchos, en los palacios de Ur,habrían preferido que su nombre fuese borrado. Pero Mebara-si, el Blanco, era uno de los mejores escribas y uno de los fun-cionarios de su tiempo en quien más se podía confiar. Esto nopodía ser negado ni siquiera por sus enemigos. De este modo,aunque fuese mal visto por los poderosos, mi maestro fue lla-mado a menudo a recorrer las calles que llevaban a los cuatroángulos del Reino, en nombre del rey Shulgi. Y yo, joven escri-ba recién iniciado, fui designado su asistente personal. Junto aél viví extrañas aventuras. Esto me enseñó la vida. He aquí porqué he decidido grabar en las tablillas de arcilla los recuerdosque, de otro modo, desaparecerían conmigo, el día en que Eres-hkigal, oscura Señora del Más Allá, pronuncie mi nombre conun escalofrío. No por vanidad. No por reconocimiento. Solopor justicia. Porque el maestro Mebarasi no fue un rey, ni unhéroe. Sin embargo su mano trazó mi camino.

Yo, Lipit, escribo estas palabras en el año en que elgran río Éufrates se desbordó tres veces (alabados sean losdioses por esto), recordando los tiempos en que vi cómo ma-taban los demonios…

Desembarcaron la mañana del decimoquinto día. La ciu-dad de Nim surgía sobre el margen izquierdo de un afluentemenor del Éufrates. Según los acuerdos estipulados a la salida,el gran navío de carga llamado Potencia de Enlil debería haberremontado el curso del agua y entrar en el puerto fluvial, lle-gando al corazón mismo de la ciudad. Pero, en la confluencia delos dos ríos, el comandante de la embarcación había comenzadoa quejarse. La corriente aquel día era fuerte. El viento soplaba endirección opuesta. Tras dos semanas de viaje, los marineros seencontraban cansados y merecían descansar. Llegar al puerto afuerza de remar, navegando aguas arriba por el afluente, signi-ficaba perder una jornada completa. En cambio, a pie, los pasaje-ros dotados de espíritu y de buena voluntad hubieran podido

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llegar por tierra a la ciudad de Nim en apenas una hora, aho-rrando mucho tiempo y asegurándose el eterno reconocimientodel comandante. Solo por pura casualidad, él conocía un puntodel río, a poca distancia, donde el barco hubiera podido atracarsin dificultad. Si lo hubiesen deseado, el desembarco habría sidocuestión de pocos minutos.

Al joven Lipit las groseras quejas del capitán le habíanparecido una ofensa. Después de la etapa de Nim, el Potenciade Enlil debería haber proseguido hacia el norte, donde le es-peraba una valiosa carga de leña proveniente del País de losCedros. Para el comandante aquella parada intermedia erasolo una molestia. Una pérdida de tiempo.

Probablemente trabajaba a porcentaje. O tal vez le ha-bía sido prometida una recompensa, si podía lograr acortar laduración del viaje. En fin, no obstante los acuerdos y el pagoanticipado, el hombre no veía la hora de liberarse de sus pasa-jeros y lo manifestaba sin pudor.

No había que asombrarse demasiado. Era lo que podíasucederle a los viajeros obligados a emplear el Gran Río paraatravesar las tierras de Sumeria. Pero, esta vez, los huéspedesdel panzudo navío de carga eran funcionarios estatales. Y Li-pit hubiese esperado mayor respeto, mayor consideración ha-cia dos escribas que, después de todo, representaban al reyShulgi en persona.

Al escuchar las palabras del capitán, Lipit quedó inmó-vil. Había adoptado una expresión amenazante, seguro de queel maestro Mebarasi habría hecho valer su autoridad para serconducido al puerto como estaba acordado. El escriba lo des-ilusionó inmediatamente. Para su gran desconcierto, Mebara-si había mostrado creer en las hipócritas quejas del coman-dante. Se había mostrado ansioso de desembarcar al instante,para ganar tiempo. Y, como si no hubiese sido suficiente,también se lo había agradecido al timonel y a los marineros deremos por la feliz finalización del viaje.

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Lipit, furioso, no había podido más que recoger sus co-sas y seguirlo, en un silencio sepulcral. Mientras caminaba porla pasarela que había sido apresuradamente lanzada sobre laorilla para permitirles desembarcar, se había sentido desilusio-nado. Irritado. Sin embargo, no se sentía sorprendido lo másmínimo. Hacía tiempo que había aprendido a conocer las ocu-rrencias del hombre de los cabellos blancos. A veces el compor-tamiento del maestro Mebarasi era irritante. Los marineros delbarco comentarían mucho rato y con ironía la ignorancia de losdos escribas que se habían dejado convencer para desembarcarantes de lo debido. No cabía duda de que Mebarasi era cons-ciente de ello tanto como él. Pero al funcionario las risas iróni-cas no lo impresionaban. Esto también lo había comprendidohacía tiempo. El maestro Mebarasi tenía ideas muy personalesacerca de lo que merecía su atención y sobre lo que valía un pu-ñado de arcilla seca. Por algún motivo incomprensible, enaquella ocasión había decidido mostrarse ingenuo y se habíacomportado en consecuencia. El resto no tenía importancia. Él,Lipit, era distinto. Tenía una concepción superior a la de su pro-pia dignidad de escriba. A él, las risas burlonas le quemaban pordentro, aun cuando no llegara a escucharlas.

Mientras el Potencia de Enlil maniobraba para alejarsede la orilla y proseguir su viaje hacia el norte, con la popa pan-zuda que se ocultaba en la corriente del río, Lipit, a su pesar,se sorprendió al pensar en ello. En los años que había sido unalumno prometedor y perseverante, en la Casa de las Tablillasde Ur, a menudo había admirado a Mebarasi por su habilidadde maestro. Junto a los demás alumnos del grupo había apre-ciado su inteligencia, la paciencia, la costumbre de recurrir alos castigos corporales solo en caso de verdadera, auténticanecesidad. Lo había apreciado. Había deseado llegar un día aparecerse a él. Ser su ayudante se estaba revelando una des-ilusión, tal vez, esencialmente por esto. El problema era queMebarasi, fuera del ambiente escolar, no se comportaba enabsoluto como un maestro escriba. Es más, a veces parecía no

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advertir siquiera el especial prestigio que el cargo llevaba con-sigo. Parecía no tener ninguna percepción sobre su valor, nisobre las obligaciones sociales que acompañaban al mismo. ALipit le habían enseñado que el estilo y la tablilla de arcillaeran los pedestales sobre los que se sostenía el mismo reino deSumeria. Que saber dominar el alfabeto era un don del cielo,concedido a pocos elegidos. Que quien había dedicado la vidaa Nisaba, diosa de la escritura, haciendo de este modo grandey poderoso al pueblo de las Cabezas Negras, merecía honoresy respeto. Él, Lipit, en cuanto escriba, era muy consciente deque formaba parte de una pequeña aristocracia. Había traba-jado duro para merecer aquel privilegio. Estaba orgulloso dehaberlo logrado.

Mebarasi, por el contrario, parecía considerar la escri-tura un simple oficio, similar al de los campesinos, o al de losartesanos. Y esto era una locura.

Cuando Lipit, aproximadamente seis meses antes, habíasido nombrado su asistente personal, muchos, en la Casa de lasTablillas de Ur, habían comenzado a mirarlo con conmisera-ción. Y había comprendido el motivo casi inmediatamente. Enaquellos seis meses como aprendiz nunca había visto a Mebara-si tratar de hacer algo para obtener algún encargo de prestigio.Nunca lo había visto tramar nada, en los pasillos del palacioreal o del templo, para acaparar algún negocio lucrativo, comohacían normalmente los funcionarios de rango.

Cuando Daru, el Padre de la Casa, había muerto repen-tinamente, dejando vacante la dirección de la escuela, Mebarasihabía sido el único, entre los maestros ancianos, que no se lan-zó a la competencia por la sucesión. En ese mismo período, Li-pit lo había sorprendido varias veces tratando a esclavos y men-digos como si fueran sus pares. Embriagándose como el últimode los marinos en las tabernas del puerto. Apartándose con lasprostitutas que esperaban a lo largo de las murallas de Ur y queparecían conocerlo a la perfección. El nombramiento no había

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sido un premio, como él, ingenuamente, había creído al inicio.Si existía un funcionario con el cual un joven escriba ambiciosono tendría esperanza alguna de hacer carrera, ese era justamen-te Mebarasi, llamado el Blanco.

Ese pensamiento lo perturbó. Viendo que el maestroya había cogido con paso rápido el sendero que bordeaba elrío, Lipit se apresuró a seguirlo, bien decidido a contener supropio malhumor. A pesar de las buenas intenciones, pocosminutos después no lo pudo resistir.

—¿Cuánto tiempo será necesario para llegar a Nim?—protestó.

—El comandante del barco ha dicho una hora —res-pondió Mebarasi—. Esto significa tres, o cuatro.

Lipit se sobresaltó.

—¿Tres o cuatro horas? —dejó escapar, con tono que-jumbroso—. ¿Y tú lo sabías?

—No era difícil darse cuenta.

—¿Pero entonces por qué hemos dejado el barco? Debe-rían habernos conducido al puerto. ¡Ese había sido el acuerdo!

—Justamente me estaba preguntando cuánto tiempohabrías resistido antes de sentir la indefectible necesidad deprotestar —replicó el escriba, irónico—. Prefiero llegar a Nimsin ser anunciado. Antes de presentar mis credenciales al go-bernador Ebgala quisiera comprender qué clima se respira enla ciudad, si es posible. ¿Te parece una razón válida?

Lipit apretó los dientes y no contestó. La pregunta deMebarasi era retórica. Y los reproches tácitos que conteníaeran bastante claros.

La tierra de Sumeria estaba atravesando un momentopolíticamente delicado. Desde hacía varios meses el rey Shul-gi había iniciado su reforma más ambiciosa e impopular. Lasinmensas haciendas, que habían pertenecido siempre al clero,

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debían ser confiscadas, para entrar a formar parte de la pro-piedad del estado. Con su gran sagacidad política, el soberanohabía decretado que los sacerdotes continuasen administran-do las propiedades agrícolas como hasta entonces. Pero toda laorganización productiva había sido puesta bajo el control delos gobernadores de provincia, frustrando de ese modo todaesperanza del clero de poder continuar explotando los latifun-dios en beneficio propio. El decreto había desencadenado, enlas altas esferas sacerdotales, un huracán de malhumores yprotestas. Los funcionarios responsables de llevar a cabo elcambio eran diariamente sometidos a amenazas, sabotajes eintentos de corrupción.

Mebarasi era uno de los inspectores itinerantes encar-gados de controlar que, a pesar de todo, la evaluación, la cata-logación y la expropiación de los latifundios se desarrollaransegún lo encomendado por el Rey. La suya era una tarea deli-cada y, en cierto sentido, peligrosa. No era extraño que prefi-riese llegar a Nim con discreción, aunque, seguramente, nohabría podido esconderse. Tal vez había planeado desde uncomienzo desembarcar antes de tiempo. Quizás el comandan-te del barco, por propia iniciativa, fraudulenta, había secunda-do sin saberlo un plan ya preestablecido.

Había sido un estúpido. Debería haberlo comprendidosolo. Al pensarlo, Lipit se sonrojó. Intentó esconder su rostro,fingiendo limpiarse el sudor y ajustarse los cabellos que lleva-ba atados sobre la nuca en una cola de caballo. Durante unossegundos temió que el escriba recalcara su falta de intuicióncon un reproche. No se encontraba con el estado de ánimopropicio como para soportar un sermón. No con las carcaja-das de los marinos aún en su memoria y la perspectiva de te-ner que caminar tres o cuatro horas bajo el sol de primavera.Se quedó atónito, listo para reaccionar de orgullo. Pero Meba-rasi dejó pasar el episodio sin hacer comentarios. Rápidamen-te, entre ambos se levantó un silencio hermético y pensativoque los acompañaba a menudo en las peregrinaciones, sepa-

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rándolos como un abismo. Y el joven Lipit pudo aprovechar laocasión para mirar a su alrededor.

La ciudad de Nim nacía en el extremo norte de Sume-ria, prácticamente en los límites del reino. Habiendo vividosiempre en Ur, la gran capital que se encontraba al sur, cerca-na al mar Inferior, había considerado que ese viaje era la oca-sión para hacer nuevos descubrimientos. Se había vagamenteprefigurado paisajes insólitos, extraños pueblos y encuentrosexóticos. En realidad, como cualquier otro rincón del reino, laprovincia de Nim era solo una vasta llanura, plana hasta elhorizonte, salpicada de pequeñas aldeas de arcilla y subdividi-da en una miríada de campos cultivados. A lo largo de las ori-llas del río y de los canales, los boscajes de palmas, los cañave-rales y los arbustos de tamarisco formaban telonesondulantes. Entre los surcos, los campesinos que trabajabanempuñaban las azadas de madera, o de cobre, e incitaban envoz alta a los asnos uncidos al arado. El viento soplaba a ratos,levantando remolinos de polvo entre las paredes de arcillaseca y llevaba lejos los gritos de los niños que se zambullíanruidosamente en el agua. En cada cosa flotaba la presencia deuna naturaleza generosa. Pero el olor del betún que imperme-abilizaba los terraplenes de los canales, los portalones de losestanques, las orillas de las cuencas artificiales recordaban alas mentes distraídas que tanta generosidad debía ser trabaja-da. Sumeria era una madre tan proveedora como exigente.Era la previsión y la ingeniosidad de los hombres lo que lo-graba arrancarle cada año aquella tierra a los pantanos salo-bres, al desierto y a la sequía. Eran los canales y los diquesconstruidos por ellos los que mantenían alejado de las cose-chas el espectro de las inundaciones cuando, entre iyyar y si-wan, el Gran Río se transformaba en un gigante enloquecidoy se desbordaba, amenazando con sepultarlo todo bajo unacapa de fango. En ello le era evidente y familiar la grandezadel pueblo de Sumeria, en la lejana Nim tanto como en Ur.

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No obstante un viaje de más de dos semanas a lo largo del Éu-frates, no le hubiese costado creer que se hallaba en casa.

Continuó caminando en silencio junto al escriba de loscabellos blancos. Cuando pasaban, los campesinos interrum-pían por un instante el trabajo para observarlos con curiosi-dad. Algún perro ladraba. Alguna cigüeña levantaba el vuelodesde los cañaverales del río. Una vez, unos niños corrieron asu encuentro, gritando y gesticulando. Pero, al darse cuentade que se trataba de personas desconocidas, inmediatamentese detuvieron y escaparon.

A pesar de la sombra de las palmas y de algún provi-dencial soplo de viento, el calor matinal de la tardía primaveraera molesto. Después de un par de horas de andar bajo el sol,Lipit comenzó a sentirse cansado. Las sandalias de cuero leirritaban los pies. La enagüilla se le adhería a las caderas. Latalega que llevaba en bandolera parecía más pesada a cadapaso. Naturalmente se abstuvo de demostrarlo. Él tenía die-ciocho años. El maestro Mebarasi tenía el doble de edad. Hu-biese sido humillante admitir que aquel hombre no muy alto,delgado y huesudo, aparentemente frágil como un viejo, fue-se más fuerte y resistente que él. Se recogió sobre la cabeza lacola de caballo, para darle aire a la nuca empapada de sudor, ycontinuó caminando, fingiendo indiferencia.

Afortunadamente el sendero que bordeaba el río fran-queaba una de las tantas, pequeñas aldeas de la zona. Cuandolo franquearon, Mebarasi se detuvo a conversar con un alfa-rero que estaba trabajando en el umbral de su casa y Lipitaprovechó la situación para sentarse, al tiempo que escuchabadistraídamente la conversación.

El poblado era tranquilo, escuchó que afirmaba el arte-sano, mientras Mebarasi bebía a sorbos un poco de agua fres-ca. Aunque los canales necesitaban una buena limpieza, la úl-tima inundación no había causado grandes daños. Los diques

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habían funcionado bien y la cosecha sería buena. Los naci-mientos eran superiores a las muertes, tanto para los hom-bres como para los animales.

Todos estaban convencidos de que el rey Shulgi era ungran soberano y oraban por él. En fin, la vida transcurría sere-namente en aquellos rincones del reino. Aunque… En los últi-mos tiempos habían llegado extraños rumores de la ciudad cer-cana. Se decía que los sacerdotes del templo de Enki, el diosprotector de Nim, estaban en alerta. Que los baru habían profe-tizado una manifestación de cólera por parte de los dioses, a cor-to plazo. «Pronto sucederá algo que las Cabezas Negras no olvi-darán», parecía que habían anunciado. ¿Pero quién puede saberqué cosas pasan por la cabeza de los sacerdotes?

Cuando saludaron al alfarero y emprendieron nueva-mente su marcha hacia Nim, cuyas murallas ya se divisabanclaramente en el horizonte, a Lipit le pareció que Mebarasiestaba más irritado que de costumbre. Pero no le dio muchaimportancia. Ahora, además de estar cansado, se sentía tam-bién hambriento. El mediodía había pasado hacía rato. La-mentablemente, al dejar el barco no se le ocurrió llevarse con-sigo un trozo de pan, o alguna cebolla cruda para ir comiendodurante el camino. El alfarero les había ofrecido solamente unpoco de agua fresca. La perspectiva de permanecer todavía enayunas, quién sabe por cuánto tiempo, lo inquietaba. Reco-rrió el último tramo del camino con cierta impaciencia. Final-mente alcanzaron la meta.

Como todas las ciudades del reino, Nim estaba rodeadapor poderosas murallas de ladrillos cocidos, intercaladas conmacizas torres de guardia. Alrededor de las murallas, una cor-ta franja de palmas dividía aún más el aglomerado urbano dela campiña circundante. Aunque ya eran las primeras horasde la tarde, delante de la puerta fortificada encontraron unaprocesión de carros, de asnos cargados de mercancías, de mu-jeres y de hombres que esperaban para poder entrar, avan-

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zando lentamente en fila india. Una fila similar de hombres yde animales procedía en sentido contrario, dirigiéndose desdela ciudad hacia el campo. La lentitud del flujo se debía a unapatrulla de soldados que, con aire aburrido, custodiaba el ac-ceso y vigilaba las entradas y las salidas de modo casual. Sedispusieron ordenadamente en hilera. Cuando fue su turno,los soldados los detuvieron.

—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó uno de ellos—.¿Por qué deseáis entrar a la ciudad? ¿Cuánto tiempo pensáispermanecer?

—Mi nombre es Mebarasi —se presentó el hombre delos cabellos blancos—. Y él es mi asistente, Lipit.

—¿Eres un artesano?

—Soy un escriba.

—¿Qué te trae por Nim?

—Tengo algunos asuntos que resolver. Me quedaré al-gunos días. —La respuesta evasiva pareció irritar al soldadoque insistió:

—¿Asuntos de qué tipo?

—Personales —respondió el escriba, lacónico.

—¡Te he hecho una pregunta precisa y exijo tambiénuna respuesta precisa! —reaccionó el otro, llevando instin-tivamente la mano a una fusta de cuero que colgaba de sucintura—. Y ten cuidado, sé convincente si no quieres vol-ver por donde has venido. Existen ya demasiados ladrones yvagabundos en Nim.

—Debo ver al gobernador Ebgala —se resignó a decla-rar Mebarasi.

El rostro del soldado se transformó en una expresiónburlona. Con una sonrisita sarcástica entre los labios, lanzóuna mirada a la enagüilla de lana rústica, a la talega gastada, alas sandalias polvorientas del escriba.

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—¿El gobernador? —repitió, irónico—. ¿Quizás debesvenir a presentarle alguna propuesta de negocios de parte deun rico mercader?

—Nosotros venimos del sur —aclaró Mebarasi—. Noconocemos a nadie en Nim. Ni rico, ni pobre.

—¿Entonces qué te hace pensar que el gobernador Eb-gala quiera recibir a un mendigo como tú? —agregó el guar-dia de la puerta—. Estos días tiene ya demasiados mendigosque atiborran las audiencias públicas.

A sus espaldas los campesinos que esperaban bajo elsol comenzaban a mostrar signos de impaciencia. Con tonoirritado alguien invitó al soldado a liberarse de los dos vaga-bundos y a hacer proseguir la fila. Lipit, sonrojado, seguíaatentamente la discusión con un paulatino sentido de humi-llación, cuando vio a Mebarasi fruncir el ceño.

—Estoy seguro de que no tendré dificultad para ser re-cibido por el gobernador —lo oyó acentuar, molesto—. Yosoy un funcionario del Rey. Y me está esperando.

Súbitamente su voz resonó fuerte. Su mirada se tornógélida, mientras miraba fijamente a los ojos del guardia de lapuerta. El soldado se sorprendió ante aquella metamorfosisrepentina. Titubeó. Se lo notaba confundido. Finalmente pa-reció comprender que había cometido una imprudencia. Elhombre de aspecto desharrapado al que estaba tratando contanta arrogancia le había parecido un mendigo. ¿Y si la reali-dad fuera otra?

—¿Funcionario del Rey? —repitió, disgustado—. ¿Peropor qué…? —Se interrumpió. No sabiendo qué hacer, comenzóa lanzar miradas alarmadas a un joven oficial que estaba sentadoa la sombra de la puerta. El oficial captó el mensaje. Se levantócon calma. Se acercó, tenía la mano apoyada sobre la corta espa-da de bronce que colgaba de su cintura.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó.

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—Este hombre es… dice ser un funcionario real aquien el gobernador aguarda —explicó el soldado, señalandoa Mebarasi. El oficial frunció el ceño. Observó a su vez la in-dumentaria del vagabundo de los cabellos blancos que aguar-daba delante de la puerta.

Con una sola, rápida mirada, constató que el hombreno llevaba ornamentos ni ningún otro signo indicador de ri-queza, o de poder. Pero notó también que su mirada tenía ladureza del bronce, la firmeza de quien está acostumbrado aser escuchado.

—¿Tu nombre? —repitió, ignorando la expresión deprotesta que ya esgrimía abiertamente la gente que esperabaen la fila.

—Mebarasi —respondió el escriba, fastidiado—, y él esmi asistente, Lipit. Como ya he dicho, soy un funcionario real.

—¿Puedo ver tus credenciales? —insistió el oficial.Sin pronunciar palabra, Mebarasi sacó de la alforja una

tablilla de arcilla y se la entregó. El oficial le hizo una seña alhombre de mediana edad que estaba sentado cerca, a la som-bra de las murallas, con las piernas cruzadas. El hombre, evi-dentemente un escriba de la calle, se acercó y se puso a estu-diar la tablilla con mucha atención. Su preparación técnica nodebía de ser muy buena ya que la lectura del breve documen-to duró bastante más de lo necesario. Frente a la evidente in-eptitud del presunto colega, el joven Lipit sintió, en principio,cierta vergüenza y, luego, un evidente disgusto. Finalmenteel escriba ambulante hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—La tablilla dice que el hombre llamado Mebarasi actúaen nombre y por cuenta del Rey, —confirmó— le ha sido otor-gada facultad de disponer, a su juicio, de las organizaciones ad-ministrativas periféricas y de solicitar la colaboración de los or-ganismos locales. El sello de validación es el real.

El joven oficial pareció sorprendido, como si se hubieseesperado otro desenlace. Apretó su mano en la empuñadurade la espada.

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—Habíamos sido advertidos de que el gobernador espe-raba la llegada de un inspector de la capital —observó, irrita-do—. Francamente, hubiese sido mejor que tú hubieses llegadoen otro momento, escriba Mebarasi. Pero, dado que los dioseslo han querido de este modo, te acompañaré al palacio. Venconmigo y no te alejes, por ningún motivo.

El hombre de los cabellos blancos se limitó a asentir ensilencio. El oficial hizo un ademán a los soldados formadosdelante de la puerta. Sin decir una palabra, algunos de ellosrodearon a Mebarasi y a Lipit, empuñando la lanza. El sentidode la acción era ambiguo. Más que escoltarlos, parecía que lossoldados querían prevenir una fuga. Sin embargo, cuando sepusieron en marcha, a ambos no les quedó otra opción másque seguirlos.

—Maestro… —murmuró Lipit, mientras pasabanlos contrafuertes de las murallas, sin poder esconder el ner-viosismo.

—Si no sabe qué está sucediendo, el hombre sabio ob-serva y reflexiona —lo hizo callar Mebarasi, en voz baja.

Él no pudo hacer otra cosa más que apretar los dientesy avanzar.

Nim, cabecera de los territorios más alejados del reino,era una típica ciudad sumeria. Un laberinto de callejuelas es-trechas, malolientes y repletas de gente, alrededor del cual seadosaban una infinidad de construcciones bajas de arcilla sinventanas, comúnmente pintadas de blanco. En el laberinto, elgentío era caótico. Mujeres que se dirigían hacia el río conuna cesta sobre la cabeza. Campesinos que llevaban al merca-do los productos del huerto. Mendigos con la mano extendi-da. Grupos de niños que corrían aquí y allá, gritando. Y tam-bién, vendedores ambulantes, artesanos trabajando delantedel taller, soldados, prostitutas, trovadores, obreros que sud-aban en los sitios de moldeo de ladrillos, comerciantes lujosa-mente vestidos que discutían sobre cargas de cebada, de ge-mas indias y de piedras para la construcción. De vez en

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cuando algún carro, o algún asno cargado de esteras, intenta-ba abrirse paso entre la muchedumbre. Inevitablemente elconductor del carro se veía obligado a gritar y a blasfemarpara que le abriesen camino. Los transeúntes se limitaban aresponderle a tono, aumentando la confusión.

Entre las paredes blancas y ocres de las casas, los patiosy las extrañas plazas arboladas, el polvo y el calor eran asfi-xiantes. Por doquier danzaban en el aire negras nubes demoscas. El olor del sudor, del humo que se levantaba de loshornos de las casas, de la basura abandonada delante de las ca-sas, se fusionaba con aquel de la orina y del estiércol animal,en una mezcla desagradable y penetrante que parecía impreg-narlo todo.

Protegidos por los soldados que se abrían camino entreel gentío sin demasiada gentileza, Mebarasi y Lipit atravesa-ron buena parte de la ciudad. Durante el trayecto, al notar queiban escoltados, más de uno se dio la vuelta para observarloscon curiosidad. Tal vez era solo fruto de la sugestión, pero aljoven Lipit le pareció adivinar en aquellas miradas, la sombrade una profunda preocupación. De un miedo inconfesable.No debían, por cierto, de ser ellos la causa de aquella inquie-tud. Pero su descubrimiento lo puso aún más nervioso. Cerrólos labios para evitar hacerle a Mebarasi una pregunta absur-da que el maestro habría rechazado de inmediato. Finalmenteatravesaron un puente de ladrillos rojizos que unía las dosorillas de un canal artificial, marcando el límite entre los su-burbios populares y el corazón noble de la ciudad. El cambiofue brusco. De pronto, las estrechas callejuelas de tierra api-sonada de la periferia fueron reemplazadas por calles anchas,relativamente limpias, a menudo rodeadas por filas de palme-ras. Las casas se tornaron más altas y comenzaban a lucir, ensus fachadas, decoraciones y frisos de colores. La muchedum-bre ruidosa y maloliente desapareció, como por arte de magia.Delante de ellos apareció aquello que, sin duda, debía ser eltemplo de la divinidad protectora de Nim: Enki, dios de la sa-

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biduría y de las aguas. Nim era una ciudad demasiado peque-ña como para poder ostentar una ziggurat. Sin embargo, eltemplo de Enki era igualmente imponente y amenazador,como correspondía a la morada de un dios, gracias también almacizo terraplén artificial sobre el cual había sido construido.Al lado de la construcción sagrada se abrían numerosos nego-cios y talleres de artesanos, un mercado al aire libre, algunosdepósitos para las ofertas y un par de templos menores, ador-nados con fruta y flores frescas. Sobre la derecha, a un cente-nar de pasos de distancia, el palacio del gobernador: un con-junto de edificios blancos, en dos plantas, rodeados por unmuro que encerraba un jardín, con una escalinata baja y co-lumnas de ladrillos acordes con la entrada principal.

Llegaron al palacio. El oficial que los escoltaba hablósucintamente con algunos soldados de la guardia. Los hicie-ron entrar rápidamente. Subieron la escalinata y recorrieronun par de largas galerías semidesiertas. Cuando entraron enla sala oficial, el soldado y sus hombres se alejaron sin deciruna palabra. Pero los dos viajeros llegados de Ur no se queda-ron solos. Otros hombres armados ocuparon de inmediato ellugar de los primeros, acomodándose delante de la puerta ydel pasillo de enfrente. Observándolos disimuladamente, unavez más el joven Lipit fue presa de la inquietud. Probable-mente era solo su imaginación. Solo fantasía. Sin embargo,en la mirada de los soldados le pareció advertir el mismo con-fuso nerviosismo que había percibido en los ojos de la genteen las calles. La misma angustia contenida.

Se esforzó para librarse de ese pensamiento. Viendoque Mebarasi se había sentado, aparentemente tranquilo,hizo lo mismo y se dispuso a esperar. La sala oficial era unaposento rectangular, con las paredes decoradas con pinturasde colores intensos. A Lipit le pareció reconocer, en las esce-nas pintadas, algunos episodios notables del casamiento divi-no entre la diosa Inanna y el pastor Dumuzi. Así como todoslos aposentos de Sumeria, este tampoco tenía ventanas. La

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Paolo Lanzotti

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luz, oblicua y un poco tenue, penetraba por algunas clarabo-yas del techo. La amplia puerta estaba parcialmente cerradapor un cortinaje verde oliva, sostenido en los marcos por unaserie de anillos de cobre. La decoración consistía en una mediadocena de banquillos para sentarse y un par de mesitas bajasde madera. En los cuatro ángulos de la sala, otras tantas ban-quetas de bronce sostenían algunas lámparas de aceite, apaga-das. El palacio no estaría dotado de instalaciones de aire paratemplar el ambiente, como se usaba en la capital, porque algu-nas manchas oscuras, sobre las paredes, parecían indicar lospuntos donde se ubicaban los braceros durante el invierno.

Mientras esperaba, Lipit observó todo con impacien-cia, pero también con instintiva curiosidad.

La espera, de todos modos, no fue larga. Precedidos porun rápido ruido de pasos y por un distante saludo de los guar-dias en el pasillo, dos hombres entraron en el salón pocos minu-tos después. El primero era alto y delgado, tendría unos sesentaaños, el rostro huesudo, enmarcado por una corta barba man-chada de color plata, y una vistosa nariz aguileña. El segundo,más bajo y robusto, debía de tener unos treinta años y era clara-mente un militar. Se detuvieron apenas más allá del umbral.

—¿Eres Mebarasi? —preguntó el más anciano de losdos, sin preámbulos—. Estoy contento de verte .

El escriba sonrió ligeramente.—Encuentro admirable que el gobernador Ebgala esté

satisfecho de encontrarse con un inspector del Rey —observóal pasar—. En general sucede lo contrario. —El hombre dejóescapar un gesto de impaciencia.

—Si tú fueses un funcionario cualquiera, tu llegada aNim me hubiese resultado del todo indiferente —rebatió, frun-ciendo el ceño—. Sin embargo, en estos últimos años, he senti-do hablar bastante del joven escriba de los cabellos blancos. DeMebarasi, el Sindiós de los ojos de águila y de mente perspicaz.Cuando el oficial de guardia me informó de que el inspector en-viado de Ur se llamaba Mebarasi y de que sus cabellos tenían el

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color de la lana, pensé que se trataba de una señal de los dioses.Eres el único hombre idóneo para ayudarnos, en este momento.—De repente, el escriba prestó mayor atención.

—¿Tienes alguna dificultad con la catalogación de loslatifundios? —preguntó—. En ese caso no agregues másnada. Antes que nada quiero hablar con el funcionario encar-gado de la operación. Sé que el escriba Nishi ha sido enviado aNim. ¿Cuándo podré verlo?

El gobernador Ebgala apretó los dientes. Pareció con-fuso. Vaciló. El segundo hombre, que hasta el momento ha-bía permanecido en un silencio irritado, dio un paso adelantee intervino por primera vez.

—No es la reestructuración de las propiedades del es-tado lo que preocupa al gobernador —rebatió, con tono mor-daz—. Respecto al escriba Nishi, no podrá hablar más, ni con-tigo ni con nadie. Al funcionario lo mataron hace tres días. Yla mano que lo abatió no fue la de un hombre.

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