el príncipe sapo
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El príncipe sapo
El príncipe Herceg era guapo y esbelto, elegante, inteligente, educado y
responsable.
Tenía todo lo que un príncipe podía desear y era todo lo que un príncipe quería ser.
Pero no era feliz. Tampoco era desgraciado. Más bien era como que ni fu ni fa, ni esto ni
lo otro, ni aquello ni lo de más allá, ni una cosa ni la otra.
El príncipe Herceg cumplía con todos sus deberes sin rechistar: se enfrentaba a dragones
cada martes. Jueves y lunes salvaba bellas princesas. Los sábados y domingos acudía a
cacerías matinales y a bailes nocturnos donde se veía obligado a tratar con encantadoras
princesitas y malvadas madrastras. El resto de la semana iba a clases de idiomas, de
protocolo, esgrima y diversos tipos de lucha.
Pero cuanto más le alababan, cuanto mejores notas sacaba, cuanto más orgulloso se
mostraba su padre el rey, menos satisfecho se sentía él. Y es que al príncipe Herceg eso de
luchar con dragones -o cualquier otro tipo de monstruo-, salir a guerrear cada dos por
tres, salvar princesas en apuros -nunca había entendido por qué no aprendían ellas a
rescatarse solitas en lugar de esperar a que las rescataran- y aprender a gobernar no le
gustaba ni tantito así. No señor, al príncipe Herceg lo que le gustaba de verdad era la
lectura, la escritura, la pintura, las matemáticas, la física, la biología... y todas esas cosas
que el resto de príncipes -y su padre- consideraban tontas y más bien para debiluchos.
-Un príncipe -decía su padre- no debe ocuparse de esas cosas. Eso es para aquellos que no
tienen la fuerza o el valor suficientes para empuñar una espada... Leer, pintar... ¡Boh, boh,
boh!... ¡Tontadas que están muy bien para princesas pero muy mal para un príncipe
heredero!
Cierto día en que el príncipe Herceg se sentía especialmente tristón, decidió hablarle a su
amiga la Hechicera sobre aquella extraña insatisfacción y pedirle consejo. Ella escuchó
atentamente y, tras pensarlo un par de instantes, le dijo que quizás, tal vez, era posible,
pudiera ser que le viniera estupendamente tomarse unas vacaciones para meditar sobre su
futuro y para descansar de tanta obligación principesca.
Al príncipe le pareció una maravillosa idea aunque no sabía cómo llevarla a cabo. Su
padre, el rey, no iba a permitirle marchar y de nada servía intentar fugarse porque su cara
era demasiado conocida por todo el mundo y el rey no tardaría en dar con él.
Entonces la Hechicera le ofreció la solución: transformarlo en sapo.
-¿En sapo? ¡Puagh! ¿No se te ocurre un animal más apropiado para un príncipe? –
preguntó Herceg, que sería muy raro pero aún así no dejaba de ser un príncipe y, por
tanto, pelín presumido.
-Justamente -le dijo su amiga la Hechicera–, no hay animal más apropiado para transformar a un príncipe que un sapo. Es de lo más tradicional y habitual. Ya verás como enseguida te acostumbras a eso de andar todo el día mojado... mejor dicho, a “saltar” todo el día mojado.
Finalmente el príncipe, no demasiado convencido y algo
a regañadientes, aceptó que la Hechicera lo transformara en tan feo anfibio.
Antes de transformarlo la Hechicera le recordó a Herceg que sólo había dos formas de
volver a su principesca forma: una que ella misma le devolviera su antiguo cuerpo y dos
que encontrara una princesa lo bastante loca como para darle un beso a un sapo
asqueroso, cosa que no le aconsejaba porque después estaría obligado a casarse con dicha
loc... esto... princesa. Tras estas advertencias la hechicera dio dos o tres pases mágicos -no
porque hicieran falta sino porque quedaban la mar de chulos- y entre una nube de humo de
colorines -que tampoco hacía falta pero que a la Hechicera le encantaba- el príncipe
desapareció y, entre un montón de ropa, apareció un enorme, feo y verde sapo que croaba
a disgusto, con disgusto y poco a gusto.
Tras unos días como sapo, el príncipe descubrió que aquello era muchísimo más
agradable y divertido de lo que hubiera podido imaginar y que le encantaba vivir en
aquella laguna. No tenía obligaciones, ni agenda, ni horarios, ni responsabilidades. No
debía fingir sentir lo que no sentía, ni tenía que ser amable con quien le caía mal. Como
sapo dormía, comía, nadaba, disfrutaba del sol y sólo pensaba en vivir y disfrutar. Gracias
a su amiga la hechicera, disponía de libros para aprender y para divertirse, y aún le
quedaba tiempo para inventar historias y pintar bonitos cuadros. Sin ninguna duda,
Herceg era mucho más feliz como sapo que como príncipe y no tenía la menor intención de
volver a su vida anterior.
La única cosa que molestaba al antes triste príncipe y ahora feliz sapo, eran las continuas visitas de princesas tontorronas que se acercaban a besuquear a cualquier rana o sapo que pillaran. Cada día se acercaban hasta la laguna tres o cuatro princesas caza-sapos que, quitándose los zapatos y recogiéndose las enormes faldas, se metían sin dudarlo en el agua helada en busca de algún anfibio despistado al que dar besos con la esperanza de que resultara ser un príncipe encantado... Pero el único príncipe de aquella laguna se cuidaba muy bien de no ser visto por ninguna de aquellas chiflad... esto... dulces princesitas no fuera a recibir algún beso que acabara con su estupendísima vida de sapo orondo y dichoso.
Hasta que cierta tarde de verano se acercó hasta la laguna una princesa bastante diferente
a todas las anteriores. Para empezar, aquella princesa no iba vestida como una princesa
sino como un príncipe y para continuar aquella princesa no se comportaba como una
princesa... pero tampoco como un príncipe. Aquella princesa-que-no-parecía-una-princesa
se dedicó durante un rato a trepar a los árboles y a observar a los animales, incluidos
ranas y sapos pero sin intentar besar a ninguno, lo cual resultaba la mar de sorprendente.
Luego, durante otro rato, la princesa-que-no-parecía-una-princesa estuvo practicando con
la espada. Finalmente, cansada de saltar, correr y practicar, la princesa-que-no-parecía-
una-princesa se sentó bajo un árbol y se puso a leer un libro que sacó de una bolsa que allí
había dejado.
El antes-príncipe-y-ahora-sapo, o sea, Herceg, que llevaba rato observando -con mucho
interés- a la princesa-que-no-parecía-una-princesa no pudo resistir la curiosidad y, dando
pesados saltitos (PATAPLOF... PATAPLOF... PATAPLOF...), se acercó al árbol hasta
poder leer el título de aquel libro:
-Física avanzada y Matemáticas atrasadas -leyó Herceg en voz alta-. Parece interesante.
La princesa-que-no-parecía-una-princesa bajó el libro, levantó la cabeza, cogió la espada
que tenía al lado y preguntó:
-¿Quién ha hablado? ¿Quién está ahí?
Y, desde debajo del libro, Herceg contestó:
-Yo, he sido yo -y se arrastró con mucho esfuerzo hasta lograr salir de debajo de aquel
grueso tomo.
Kiralyn -que así se llamaba la princesa- no se sintió demasiado impresionada por aquel gordo sapo parlante. A fin de cuentas en el Mundo de los Cuentos esas cosas eran de lo más habitual (ella misma tenía un primo lejano que había sido tradicionalmente transformado en sapo y luego destransformado por un beso de la correspondiente princesa). En cambio lo que sí la impresionó bastante fue la historia de Herceg, especialmente porque era muy parecida a la suya propia.
Kiralyn, como Herceg, era una princesa que tenía todo lo que podía desear y era todo lo
que una princesa quería ser... y hasta lo que a muchos príncipes les gustaría ser. Kiralyn
era guapa, inteligente, elegante y valiente como pocas princesas.
Tenía, como el antes-príncipe-y-ahora-sapo una apretada agenda que cumplía a
rajatabla: los martes aprendía a ser amable con los animalillos del bosque. Jueves y
lunes, permitía que la salvara algún valiente príncipe. Los miércoles aprendía a bordar.
Sábados y domingos los dedicaba a hacer ricos pasteles y acudir a bailes nocturnos donde
se veía obligada a tratar con encantadores príncipes y malvadas madrastras. El resto de la
semana -es decir, el viernes- iba a clases de idiomas, de protocolo y de economía
doméstica.
Pero a la princesa Kiralyn, todas esas cosas tan de “princesas” no le gustaban ni un
poquito ni un muchito. Ella no entendía por qué no podía aprender a rescatarse y a
salvarse ella solita sin necesidad de esperar a que llegara ningún príncipe y por eso no
había parado hasta conseguir que su padre -muy a regañadientes- le permitió aprender a
manejar la espada y a luchar. Tampoco entendía por qué no podía ella gobernar el reino
en lugar de verse obligada a casarse para que el trono no quedara sin un rey que se
sentara sobre él. Kiralyn, en fin, disfrutaba con todas aquellas cosas que se supone no
deben importar a una princesa: las espadas, la política, las matemáticas, la física, la
biología... Y además se lo pasaba muy bien con la pintura o la literatura (las dos únicas
cosas que su padre aceptaba sin rechistar).
Kiralyn era, pues, tan infeliz como Herceg pero no tenía la suerte de tener una
amiga hechicera que pudiera ayudarla.
Sapo y princesa estuvieron hablando durante
toda aquella tarde, y también durante la siguiente, y la siguiente a esa, y así durante días y
semanas. Y de ese modo, casi sin darse cuenta, poquito a poquito, entre charla y
conversación, Herceg y Kiralyn se enamoraron (a la princesa, claro está, le costó un
poquito más porque enamorarse de un sapo feo y gordo no es nada sencillo).
El antes-príncipe-y-ahora-sapo -o sea, Herceg- propuso a la princesa-que-no-
parecía-una-princesa -o sea, Kiralyn- que se casaran y que, una vez casados y heredados
sus respectivos tronos, ella -si así lo deseaba- podía dedicarse a la tarea de reinar (con su
ayuda, si la quería) y él podría dedicar todo su tiempo al estudio que es lo que realmente le
gustaba. A Kiralyn le entusiasmó la idea y aceptó encantadísima.
Como Kiralyn ya sabía qué debía hacer -porque lo de desencantar príncipes-sapos
se estudia en Primero de Princesas-, levantó a Herceg con mucho cuidado -lo que le costó
un poco porque el príncipe se había puesto morado de moscas en los últimos tiempos- y,
acercando sus labios a su cara, le dio su primer beso de amor, el beso de que debería
volver a transformarlo en príncipe.
Una enorme nube de humo de mil brillantes colores -algo innecesario pero que
siempre queda muy bonito en los cuentos- envolvió a Herceg y Kiralyn. Durante varios
momentos nada pareció moverse en aquella laguna, el aire se quedó quieto, los animales
se callaron y hasta las hojas dejaron de caer.
Al cabo de un rato el sonido fue sustituido por unas toses provenientes del interior
de la nube. Lentamente el humo de colores se fue dispersando hasta dejar a la vista a la
Kiralyn y Herceg.
Kiralyn miró a Herceg.
Herceg miró a Kiralyn.
Kiralyn dijo, sorprendida:
-¡Aún sigues siendo un sapo!
Y Herceg respondió aún más sorprendido:
-¡Tú ya no eres una princesa!
Efectivamente, Kyralin ya no era una princesa, bueno, sí que lo era pero, desde
luego, no tenía aspecto de princesa porque el beso, en lugar de devolver a Herceg su
verdadero aspecto, había transformado a Kyralin en un sapo... o sapa... o como se diga.
Kyralin no entendía nada. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué Herceg no había sido
desencantado? ¿Por qué Kiralyn estaba ahora también encantada? ¿Qué habían hecho
mal? ¿Por qué a Kiralyn le estaba apeteciendo tanto una ensalada de saltamontes? Herceg
tampoco entendía nada pero él no hacía preguntas de ningún tipo.
Y entonces, entre humo mágico y lucecitas -¿he dicho ya que todas estas cosas son
innecesarias?- apareció la Hechicera amiga del príncipe Herceg pidiendo mil disculpas. Al
parecer había cometido un grave error al programar el desencantamiento pero no se había
dado cuenta de ello hasta el momento en que Herceg se dejó besar por Kyralin.
La Hechicera pidió mil y una disculpas (en realidad fueron exactamente tres mil
quinientas cincuenta y cinco) y prometió comenzar inmediatamente a buscar la forma de
arreglar el desaguisado. Luego siguió hablando y hablando sin parar pero Kiralyn y
Herceg ya no le prestaban atención porque no habían desayunado y estaban mucho más
interesados en un par hermosas moscas que andaban revoloteando por allí.
Kiralyn no tardó en adaptarse a la tranquila vida de la laguna y a cogerle tanto
gusto como Herceg. Tan felices se encontraban ambos viviendo su tranquila vidas de sapos
que, cuando tras dos o tres años de investigación, la Hechicera regresó con el hechizo
adecuado para devolverles su forma humana, tanto el uno como la otra se negaron en
redondo y prefirieron quedarse allí, en aquella pequeña laguna, rodeados de cañas, gordos
insectos y ruidosos amigos que regresar a sus respectivos reinos.
Y allí se quedaron y allí siguen, felices y contentos, saltando de acá para allá,
comiendo todo lo que se les antoja, y dedicados al estudio gracias a los libros que, cada
semana, les lleva su amiga la Hechicera quien, de vez en vez, se transforma a sí misma en
sapo para pasar unos días en compañía de los príncipes-que-ya-no-son-príncipes.