el príncipe nº 4

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Entrega número cuatro de la publicación de Ciencia Política de la APB

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El PríncipeRevista de Ciencia PolíticaNº 4 - Año 5 Edición: "Política y Democracia"

Asociación de Politólogos BonaerenseISSN: 0328-2589

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Nuestra portada: Inspirada en la Boleta Electoral utilizadaen las elecciones Presidenciales para elaño 2011 en Argentina. La misma estrenó un método en el diseño y distinción partidaria. Cada candidato se identificó con colores debido a la reglamentación de la Ley de Reforma Política votada en el 2010.

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El Príncipe Nº 4 - Año 5 Edición: “Política y Democracia”

Agustina González Ceuninck.Carolina Frachia.

Lucía Paulus.Gabriela Poiré Zoppi.

Sabino Mostaccio.

Comité Editorial

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El Príncipe Nº 4 - Año 5 Edición: “Política y Democracia”

Alejandro Esteban RodríguezEnrique Sette

Gerardo FerradasJosé María Marchionni

María Monserrat LapalmaMario Edgardo RodríguezRaúl Leopoldo Tempesta

Wilfredo Carrozza

Nuestro Consejo Académico

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El PríncipeEdición: “Política y Democracia”

Índice

Editorial..............................................................................................11Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense....................................15

Artículos

Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política. Gustavo Mariluz.............................. 19

¿Democracia sin soberanía? La multitud como sujeto político en Spinoza. Agustín Volco................................................................................. 47

La política en el Kirchnerismo: Hegemonía, dominación y antago-nismo. Diego Martín Raus................................................................. 65

El espacio de lo político. Leandro Sanchez........................................ 77

La noción de lo político en la Democracia radicalizada. Sebastián Barbosa............................................................................................. 91

Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau. Lorena Schefer e Ignacio Moretti.................. 102

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Estimados lectores:

Hemos llegado a una nueva edición de “El Príncipe” y con ella llegan muchas ex-

pectativas cumplidas y nuevos desafíos para el futuro.

Luego de nuestro especial del Bicen-tenario, gracias al cual hemos recibido de los más afectuosos elogios, nos he-mos reunido para concretar una nueva etapa de nuestra querida revista.

El año que pasó nos dejó, o quizá marcó, una bisagra, un momento de cambio, en todos aquellos que partici-pamos de la Asociación, del Comité de la Revista, y en la sociedad en general. Fue un período de reflexión, de nostal-gia, de sensaciones encontradas y por qué no, de reconciliación con nuestra historia.

En esta oportunidad, más allá de la referencia hecha en el párrafo anterior, queremos presentarles una edición en donde nuestra meta es diferente a la de las anteriores: queremos dejar una Re-vista que sea consultada por cada uno de nosotros a la hora de intentar inter-pretar el período electoral que nos dejó el 2011, intercalar textos académicos con notas de opinión que dejen vis-lumbrar a su vez el momento en el cual

publicamos esta nueva instancia de “El Príncipe”.

Teniendo en cuenta la coyuntura electoral, hemos decidido apuntalar la Revista con temáticas que enfaticen en lo más concreto y menos pasional del proceso de elección, para no entrar en senderos donde las pujas ideológi-cas primen sobre la relevancia de otros conceptos que, si bien nos hacen cre-cer como sociedad, cobran un grado de sensibilidad que esta vez quisimos dejar de lado.

Buscamos, entonces, aquellas ideas dentro de nuestra ciencia que abarca-ran el período en el cual estamos in-mersos desde la perspectiva académica, contenidos que explicaran, enunciaran y quizá plantearan sus diferencias pero dentro de un marco superador.

Al unísono pensamos en el concepto de democracia y como vinculación al mismo el de la política como conjun-ción perfecta de la representación de la soberanía popular, de la revalidación del término de República y de la con-solidación del sistema federativo que caracteriza a nuestro país desde sus ini-cios en lo que concierne a la formación del Estado.

Editorial

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Editorial

Los textos que encontrarán serán en-tonces producto de una búsqueda so-bre esas temáticas, recorriendo por los más diversos autores y las más entrete-nidas e interesantes miradas.

En primer término hallaran el aporte de Gustavo Mariluz al que denominó “Democracia, tensión social, anti-democracia y democracia global” continuado por “Democracia sin so-beranía” de Agustín Volco. Una mira-da actual por Diego M. Raus titulada como “Democracia, república y po-pulismo: conflicto político y articu-laciones hegemónicas” sumada a una visión diversa por Leandro Sánchez so-bre “El espacio de lo Político”.

Por último, dentro de la sección de artículos, encontrarán tres textos de relevancia académica titulados “La no-ción de lo político en la Democracia radicalizada” de Sebastián Barbosa, “Lecturas de la Teoría Republica-na” escrito por Lorena Schefer e Igna-cio Moretti y un interesante análisis de Luciano Nosetto: “La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática”.

A su vez, en esta oportunidad, su-mamos una sección que ya desde la segunda edición veníamos trabajando y quizá haya llegado para perpetuar su lugar dentro de la Revista, que es la im-portancia que cobran para la materia lo que concierne a las Relaciones Interna-cionales.

Postulamos comenzar entonces con

algunos textos que contengan una mi-rada apuntada a la materia internacio-nal y en ese camino nos encontramos con dos trabajos que no podíamos de-jar de compartir: “Reacomodamiento de Fuerzas en Medio Oriente” de Mariela Cuadro por un lado y “Parti-dos Politicos y politica Exterior en el Nuevo Orden Mundial” de Cecilia Miguez por otro.

Como producción propia les presen-tamos en esta edición un trabajo reali-zado por uno de los miembros del Co-mité Editorial quien con sus recientes veintidós años se lanzó a escribir sobre una temática más que interesante sobre el perfil de nuestros candidatos nacio-nales que llegaron a la instancia general del sufragio. Desde el Comité y desde la Asociación más que orgullosos de Sa-bino Mostaccio el encargado de llevar adelante tamaña iniciativa.

También nos pareció interesante agregar a este número especial, una nota de opinión realizada por uno de los candidatos electos, en este caso el Intendente de la Ciudad de La Pla-ta, Pablo Bruera, accedió gratamente a colaborar con nuestro proyecto sa-biendo que él mismo ha sido uno de los emprendedores de los comienzos de la Revista El Príncipe allá por los años 90` junto a un grupo de jóvenes profesionales de la Ciudad de La Plata. Inmensamente agradecidos esperemos sea el primero de tantos que acompa-ñen a la Revista desde la praxis a la que

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Editorial

nos invita la actividad política todos los días.

Por último pero no por ello menos importante, nuestro sello en todas las ediciones: la entrevista. Esta vez, qui-simos vislumbrar como politólogos la realidad del Marketing Político desde una mirada histórica, comparativa, in-tentando lograr una buena guía para to-dos aquellos que ávidos de interiorizar-se en la materia, puedan recurrir a las palabras de un especialista en la comu-nicación social. Agradecemos por ello a Augusto Erbin, quien dio respuestas a todas nuestras inquietudes las cuales recomendamos sean leídas con especial atención.

Esperemos puedan disfrutar de todos los contenidos que les presentamos en esta oportunidad y que nos siga acom-pañando en este proyecto que con tan-ta dedicación llevamos adelante en la Asociación, redoblando los esfuerzos y abiertos siempre a las críticas como a los halagos, a la participación y co-laboración de todos los que dispongan hacerlo.

Muchas Gracias.

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La Asociación de Politólogos Bonaerense, nace por voluntad de un conjunto de Estudiantes

y Licenciados con profunda vocación asociativa, y como consecuencia de una realidad profesional, académica y labo-ral que se manifiesta enigmática para la mayoría del los Licenciados en Ciencia Política y Relaciones Internacionales. En este sentido, se presenta como una herramienta más que relevante para la inserción del politólogo en los distintos ámbitos de la vida social, política, eco-nómica y cultural, creando un ámbito propicio para el desarrollo de las poten-cialidades, para contribuir incentivando a los jóvenes acerca de la necesidad de reforzar los vínculos entre la Sociedad y el Estado, observando la ética profe-sional, el fomento de acciones conjun-tas interprofesionales y la promoción del bienestar de sus integrantes.

Esta organización, con perfil huma-nístico y social, y sin ánimo de lucro, tiene como objeto crear un espacio de debate, acompañado de fundamentos

científicos y políticos que le brinden a los estudiantes y licenciados de la ca-rrera de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Provincia de Bue-nos Aires, la oportunidad de enrique-cer sus experiencias y les posibilite así mismo la continua formación a nivel profesional.

El estatuto de dicha Asociación y el perfil de sus integrantes, le permite de-sarrollar actividades orientadas al de-sarrollo de investigaciones, asesorías, consultorías, procesos de formación en estudios políticos y sociales, acom-pañar la gestión de entidades guberna-mentales y no gubernamentales, orga-nizaciones sociales y partidos políticos de los niveles local, regional, nacional, e internacional; teniendo en cuenta siem-pre el fuerte compromiso asumido con las instituciones democráticas, el Esta-do de derecho y los Derechos Huma-nos, consagrados por la Constitución Nacional y la Constitución de la Pro-vincia de Buenos Aires. Así mismo, la Asociación puede convocar, participar

Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense

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Sobre la Asociación de Politólogos Bonaerense

y gestionar la realización de eventos re-lacionados con temáticas afines al área política, la administración pública, los movimientos sociales y las relaciones internacionales.

Asociación de Politólogos Bonaerense,Contacto:[email protected]

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.

Reflexiones desde la política.

GUSTAVO MARILUZ*Introducción

Desde los inicios de la sociedad se puede percibir la existencia de una tensión social1. Esta

tensión no solo constituye a la socie-dad sino que también es una especie de “motor” y hace que ésta pueda te-ner una historia. La tensión, entonces, se traducirá en conflictos que genera-rán crisis que se deberán solucionar so pena de que la sociedad se desintegre. De esta manera dialéctica, tensión/crisis-superación de la tensión/crisis-surgimiento de una nueva tensión/cri-sis, la sociedad encuentra un camino de evolución histórica. La política será el terreno y la acción social que los huma-nos hemos desarrollado para encauzar esta tensión social hacia caminos evo-lutivos que terminarán definiendo la historia.

Entiendo a la política como el conjun-to de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un orden mediante la institucionalización de normas. Lo político, en cambio, es la dimensión de

lo antagónico, es el espacio social don-de se pueden expresar los conflictos. Esta distinción es importante para mi argumento y se ira iluminando a medi-da que avancemos en el texto.

Cuando hablo de tensión social no necesariamente hablo de violencia de tal manera que, si bien puede haber una similitud con la máxima marxista sobre considerar a la violencia como la “par-tera de la historia”, me gusta mas decir que la tensión social es el motor de la historia tomando prestado, también del autor alemán2 , la idea de “motor” an-tes que de “partera”.

La tensión social entonces colabora para la institucionalización de la políti-ca. Inaugura una dimensión antagónica que constituye lo político. Cuando la idea de democracia se despoja de las visiones románticas y voluntaristas se puede asumir la existencia ontológica de la tensión social. Negar que existan conflictos sociales no colabora para de-sarrollar marcos democráticos profun-dos. De lo que se trata, en definitiva, es reconocer que existe tensión social

*Magister en Politica Social: tesis en “ Las políticas sociales para la Tercera Edad en la Argentina”. Docente por concurso. Sociológo (U.B.A.)

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Gustavo Mariluz

y que uno de los caminos para amorti-guarla se encuentra precisamente en los procesos democráticos. La democracia, como proceso político, permite que los conflictos sociales se expresen y encuentren cauces para su superación. Esta superación no evitará que surjan nuevos conflictos ya que estos son inherentes a la evolución social pero, cada paso superador de cada conflicto que surge, nos acerca más a una socie-dad utópica.

En este artículo, que forma parte de un trabajo más extenso aun sin publi-car cuyo título es “Democracia: entre la utopía y la realidad”, me propongo analizar la relación entre la democracia y la tensión social y como esta ultima se manifestará, aunque no solamente, en posiciones antidemocráticas y en la su-posición de que es factible implemen-tar una democracia global o cosmopo-litita. La advertencia al lector estriba en que este artículo esta escrito desde una perspectiva crítica principalmente al concepto de democracia á la liberal. Advertidos de este punto, pasemos ahora a la reflexión.

Política: antagónica vs. agónica.La postura que intento sostener en

este lugar, si bien supone que hay po-tencialidades positivas en el ser huma-no al estilo roussoniano, no significa tener una mirada romántica ni inocente sobre él. Mi posición, si bien se ubica

dentro del pensamiento del autor gine-brino, rescata también algo de Thomas Hobbes con aquello de que “hominis lupus hominis”. Quiero decir, si bien es mi idea de que el ser humano tiene todas las capacidades para la bondad esto no impide que puedan surgir en él instintos agresivos y egoístas y que fue-ran detectados ya por Sigmund Freud. No pretendo esbozar en este lugar una teoría sobre la personalidad humana y su devenir histórico como productora de violencia o de paz, pero si me parece pertinente mencionar en que baso mis argumentos en relación al surgimiento de la tensión social. Que quede claro entonces que mi apelación a las virtu-des cívicas, tal como las vengo desa-rrollando a lo largo de este trabajo de reflexión, ni de cerca son románticas o inocentes sino todo lo contrario; mi perspectiva es materialista y se ancla en un análisis de la realidad social vivida cotidianamente. Vale la pena esta acla-ración.

La visión idealizada de la sociedad, como impulsada por la empatía y la reciprocidad3 ha calado hondo en el pensamiento moderno sobre todo en las visiones liberales como socialistas. La hostilidad y la violencia son vistas como resabios arcaicos que la civiliza-ción viene a remedar. La oposición a este pensamiento suele ubicarlo como antidemocrático y autoritario. Sin con-siderarme comprendido en ninguno de estos dos calificativos, coincido en que

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

no necesariamente los hombres nos movemos por la empatía y la recipro-cidad. Mi idea es que la solidaridad es en realidad una estrategia efectiva para la concordia y la armonía social antes que un presupuesto moral o ético4. Es gracias a la cooperación solidaria que los hombres logran evolucionar desde la horda hacia la sociedad. Para cazar a un elefante o a piezas mayores que un roedor se necesitó de la colabora-ción solidaria de la comunidad que se beneficiaba del excedente que era re-partido equitativamente más allá de que efectivamente pudiera haber jerarquías basadas en saberes y prácticas indivi-duales. Quizás el mejor cazador o el navegante más apto se quedara con las mejores porciones de carne pero debía repartir los excedentes entre todos los miembros de la comunidad para poder seguir ostentando su primacía. Como dice Maurice Godelier (1974) la com-petencia se da en realidad en el plano de la ostentación y no en el de la pro-ducción.

La tensión social también se manifes-tará en el proceso de constitución de identidades. El concepto de identidad contrastante hace lugar exactamente a lo que manifiesto. Los seres humanos sabemos quienes somos por lo que no somos. Es decir, la mentalidad mascu-lina se concretizará en oposición a la femenina. Vemos como este proceso de identificación contrastante afecta a lo político. Somos de izquierda por que

no somos de derecha y la posición del centro lo es justamente defendiendo su distancia entre los dos polos de la línea. La naturaleza de las identidades indi-viduales y de las colectivas, esta última pertinente a nuestro tema de reflexión, implicaran siempre un nosotros y un ellos, un “adentro” y un “afuera”.

“Ellas juegan un rol central en la política, y la tarea de la política democrática no con-siste en superarlas mediante el consenso (ar-tificial)5 sino en construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática. El error del racionalismo liberal es ignorar la dimensión afectiva movilizada por las identi-ficaciones colectivas, e imaginar que aquellas “pasiones” 6 supuestamente arcaicas están destinadas a desaparecer con el avance del in-dividualismo y el progreso de la racionalidad” (Mouffe 2007:13).

La democracia á la liberal intenta en-cauzar estas pasiones en parámetros racionales habida cuenta que sus argu-mentos hacen de la racionalidad y de la libertad asentada en esta racionali-dad, uno de sus pilares. Justamente, la consideración de los seres humanos que viven en sociedad como seres irra-cionales y sujetos a sus pasiones mas primitivas puede desmantelar todo el edificio argumental del liberalismo y descubrir que, en realidad, más allá de sus propuestas seductoras, es también una forma de producción de una do-minación asentada en la propiedad privada y en la apropiación del trabajo ajeno. El conflicto y las crisis devenidas

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Gustavo Mariluz

de él son una afrenta a la racionalidad perseguida por el liberalismo y son una demostración de su error originario; los seres humanos no necesariamen-te actuamos en forma racional en un mercado autoequilibrado, por el con-trario, generalmente solemos actuar obedeciendo mas a nuestros impulsos y a nuestros deseos así esta satisfacción implique la insatisfacción de nuestros semejantes. La negación de la exis-tencia de conflictos solo puede servir, entonces, para justificar una forma de dominación.

“…lo que el antagonismo revela es el límite mismo de todo consenso racional” (Mouffe 2007: 19).

Reconocer la conflictividad social no significa ubicar a los seres huma-nos como amigos vs. enemigos sino como nosotros y ellos. Esto significa, también, reconocer algunas similitudes entre nosotros, similitudes que tendrán un límite; y diferencias con ellos, dife-rencias que también tendrán su lími-te. Establecer una identidad significa marcar una diferencia y esta diferencia es, a la vez, base para una relación so-cial. La aceptación de las diferencias y de la constitución de la relación social es la base para el reconocimiento del otro diferente pero no necesariamente enemigo. De esta manera, el reconoci-miento de las identidades contrastantes y de las relaciones sociales que estas producen pueden fomentar un ejerci-cio democrático que, reconociendo es-

tas diferencias y los conflictos que pue-dan surgir, se ofrece como el terreno no solo para su expresión sino para su solución.

Cuando definimos al otro como dife-rente pero no como enemigo, los con-flictos que pueden surgir de este an-tagonismo son vistos como legítimos dando lugar a procesos de concerta-ción negociación y alianzas para amor-tiguarlos y para encontrar caminos que conformen a todos. Es por ello que la política es el arma fundamental para encauzar estas tensiones al proveer ella el marco adecuado para que estas ten-siones se expresen y se debatan.

“El modelo adversarial debe considerar-se como constitutivo de la democracia porque permite a la política democrática transformar el antagonismo en agonismo…la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo” (Mouffe 2007:27)7 .

Es en los parlamentos donde se da esta transformación de antagonismo en agonismo. El debate necesario que permite la práctica parlamentaria suma-do a la posibilidad de negociar, concer-tar y realizar alianzas, colabora no solo para que el conflicto encuentre canales democráticos de expresión sino que también, y por un proceso dialéctico ya mencionado, fortalezca el proceso de transformación de antagónico a agóni-co8. Los parlamentos son los espacios ideales y prácticos para la expresión de los conflictos los que se patentizarán no solo mediante acuerdos racionales

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

sino que, muchas veces, cuando prima la pasión y la vehemencia, estas no son obstáculos a la hora de consensuar. Leyendo los Diarios de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación Argentina podemos encontrar muchos ejemplos de lo manifestado.

Debemos decir que, en ocasión de emitir un voto, el ciudadano también elige su opción en virtud de emociones históricamente sedimentadas, en acer-camientos pasionales y en tradiciones populares. Ejemplo de lo manifestado es el apoyo que recibe históricamente el Partido Justicialista en la Argentina y, en menor medida, la Unión Cívica Radical. Muchos de los simpatizantes justicialistas lo son desde un marco de emocionalidad antes que de racio-nalidad. La impronta histórica que ha dejado el justicialismo en la conciencia de muchos argentinos se debe no sólo a los beneficios sociales propulsados durante el gobierno de Juan Domingo Perón y su esposa Eva Duarte de Perón sino también por un complejo proceso de identificación emocional entre es-tos “padres” y la población. La visión de las bases acerca de la existencia de “padres de la patria” entroniza a líderes no ya desde un pensamiento racional ligado a intereses también racionales sino que se pueden detectar elementos emocionales y culturales, alejados de esa racionalidad tan propugnada por la ideología liberal, en la conformación de esos apoyos electorales. Lamentable-

mente esta emocionalidad es aprove-chada no solo por demagogos sino que muchos advenedizos encuentran en su utilización un marco ideal para desarro-llar políticas clientelares y prebendarias que le son funcionales a su individual interés político y que generalmente tiene en la reelección su objetivo más egoísta.

El conflicto y su posibilidad de emer-gencia y resolución forman parte indi-sociable de una práctica democrática. Un correcto funcionamiento de esta exige un enfrentamiento entre posicio-nes democráticas legítimas. La expre-sión de estos conflictos ya sea originado en los parlamentos o en posiciones traí-das a estos por las organizaciones de la sociedad civil (OSC), juega un rol inte-grador y de confianza en que es posible mejorar las instituciones democráticas más allá de sus falencias. Justamente, la obstaculización e invisibilidad del con-flicto, no juega a favor de la democrati-zación; antes bien, suele ser funcional a regimenes antidemocráticos negadores del conflicto social o a regimenes neo-liberales que pretenden ocultar dichos conflictos en las supuestas bondades autorreguladoras de un inexistente li-bre mercado. Lo que patentiza mejor mi argumento, es recordar aquella ne-fasta frase esgrimida por el Proceso de Reorganización Nacional en ocasión de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organiza-ción de Estados Americanos (OEA) y

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Gustavo Mariluz

que fuera publicada en diarios, revistas, carteles y hasta calcomanías y que re-zaba “Los argentinos somos derechos humanos”. Debemos recordar, a fuer-za de ser honestos por lo menos con la historia, que mientras esto sucedía funcionaban en el país los tristemente célebres centros de detención y tortura donde es quizás la Escuela de Mecánica de la Armada el ejemplo más conocido. Al impedir que el conflicto se expresara democráticamente el Proceso de Reor-ganización Nacional debió incrementar su política de represión, e incluso in-ventar una guerra, para que la pobla-ción viera con mejores ojos su accionar político y lo legitimara. Obviamente la inercia de la historia no puede ser dete-nida mediante ardides publicitarios y el conflicto encontró las formas de expre-sarse en el año 1983.

Para que la democracia encuentre caminos legítimos de expresión debe desarrollar formas institucionales que incorpore al conflicto y entender que el otro no es un enemigo sino un adver-sario y que puede ser circunstancial. El adversario de hoy puede ser el aliado de mañana y aún más. La oposición pue-de ser a algunas políticas particulares y no a todas. El compromiso de aceptar el régimen democrático por el autori-tario lo convierte en aliado antes que enemigo. Cuando dos o mas partidos políticos encuentran en el parlamento el lugar ideal para dirimir las diferen-cias políticas se convierten en aliados

tácitos al aceptar los procedimientos democráticos como los procedimien-tos legítimos para no solo conducir los destinos de la nación sino también para dirimir los conflictos sectoriales. La oposición, en este caso, puede ser coyuntural y circunscripta a determina-dos temas que hacen a la vida política cotidiana de una nación.

Democracia y antidemocracia. La democracia única.

El problema, tanto ético como téc-nico, está definido por el tratamiento democrático de aquellas tendencias po-líticas que utilizan la democracia para derribarla. Tanto la extrema derecha como la extrema izquierda pueden uti-lizar las formas democráticas para de-rrocarla. El planteo que hay que hacer es justamente qué hacer con estas ex-tremas tendencias. Esta posición supo-ne un desafío a la democracia.

“Cuando la política democrática ha perdido su capacidad de movilizar a la gente en torno a proyectos políticos distintos, y cuando se limita a asegurar las condiciones necesarias para el funcionamiento sin problemas del mercado, es-tán dadas las condiciones para el surgimiento de demagogos políticos que articulen la frustra-ción popular” (Mouffe 2007: 77)

Desde una postura ética, se debería sostener incluso a esas facciones antide-mocráticas, tengan o no representación parlamentaria. Si logran colocar algún candidato en el parlamento, este tendrá

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

los medios correctivos disciplinarios para que ninguno de esos representan-tes esté en condiciones de corromper los métodos democráticos. El artículo 64 de la Constitución Nacional Argen-tina dicta que “Cada Cámara es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez.”, de tal manera que cada cámara, contando con los votos necesarios, puede impug-nar la jura como legislador al candida-to que, más allá que haya obtenido los votos necesarios para ingresar al parla-mento, no sea considerado apto para desarrollar la tarea de legislador.

Esta situación es particular en el caso argentino ya que algunos candidatos han sido objeto de juicios por haber participado en centros clandestinos de detención y tortura durante la época del Proceso de Reorganización Nacio-nal y son acusados de delitos de lesa humanidad. Si bien han podido lograr un cierto acompañamiento traducido en votos, y en base a estos argüir que la prohibición de su asunción como le-gislador coartaría los derechos civiles y políticos de quienes lo han elegido, lo cierto es que estas formas serían sal-vadas por que el segundo de la lista, o quien lo sucediere, sí podría asumir como legislador. De esta manera la im-pugnación es al candidato acusado y no a la lista quien debe cumplir con los ri-gores legales que funda, justamente, la ley electoral.

Se podría aducir que la impugnación

debería ser hecha al momento de la can-didatura pero surgen algunos proble-mas legales por ejemplo; el parlamento no tiene autoridad para impugnar can-didaturas ya que eso es tarea del sistema judicial y por la autonomía de los pode-res que constituyen una república, esta penada la intromisión de un poder en la esfera del otro. Si hubiera acusacio-nes que ameritaran la realización de un juicio penal, es la Corte Electoral quien debe impugnar la nominación y no el Poder Legislativo. Pero puede pasar que ese candidato haya efectivamente torturado, secuestrado y asesinado a ciudadanos pero, en virtud de leyes de amnistía, obediencia debida o indultos se haya detenido el proceso. También puede suceder que, al no haber testigos directos de dicho crimen o que estos se encuentren en el exterior o asusta-dos por amenazas directas, los hechos realizados no alcancen la categoría de prueba jurídica y no pueda condenarse al candidato en virtud de estos procedi-mientos formales que estipula la Justi-cia. Sin embargo, para la ciencia políti-ca, la sociología y la psicología existen otras formas de probar los hechos que no necesariamente se ajustan a los es-trictos cánones formales de la Justicia. Si bien este no es un argumento jurídi-co, de lo que se trata en este trabajo de reflexión, es de analizar políticamente a la democracia por lo que, sin subes-timar y menoscabar los argumentos ju-rídicos, hago hincapié en la ventaja de

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Gustavo Mariluz

los métodos de las ciencias sociales a la hora de analizar los procesos políticos.

En el mismo plano, se puede decir que para impugnar el juramento a un legislador electo, se necesita de una ma-yoría especial y no de una mayoría sim-ple por lo que la suma total de votos contrarios al juramento es de una mag-nitud tan grande que nadie puede decir que no se han respetado los derechos políticos y civiles ya sea del candidato impugnado o sus electores9. En este ejemplo, se unen una cuestión ética y una cuestión técnica.

Pero aún más; el 9 de agosto de 1984 se sancionó la ley 23.077 y que fuera promulgada el 22 de agosto del mismo año y que se conoce como ley de De-fensa de la Democracia. Esta ley, origi-nada en el gobierno democrático que asumió el poder después del Proceso de Reorganización Nacional, contaba con una extraordinaria legitimidad y fue un recurso de la democracia para autosostenerse y para indicar un cami-no para su defensa. Más allá que este mal o bien sancionada y que nos pue-de o no gustar su espíritu, lo cierto es que es una herramienta legal que se ha dado el gobierno democrático para de-fenderse.

Esta ley comienza derogando mu-chas disposiciones penales sancionadas durante la dictadura. En su artículo 5 propone modificar la expresión “re-belión” por la de “atentados al orden constitucional y a la vida democrática”.

Esta modificación responde al espíritu de dicha ley ya que una rebelión pue-de encontrar algún justificativo, incluso en el orden democrático, y, siguiendo al pensamiento de Rousseau, sería uno de los derechos básicos del ciudadano. Pero un golpe de estado llevado a cabo por las Fuerzas Armadas de una nación y que intenta imponer un gobierno cuyo interés no es la construcción del bien común sino la defensa de privile-gios económicos no puede ser conside-rada una rebelión sino, como dice el ley, un atentado al orden constitucional. Es interesante mencionar que este artículo incorpora la defensa de la vida demo-crática, como si la democracia se exten-diera a toda la población incidiendo en su forma de vida. Me parece que esta inclusión va en camino de entender a la democracia como algo que va mas allá de las formas jurídicas instituciona-lizadas.

El texto de la ley avanza aún mas y en su artículo 6 indica que serán reprimi-dos con prisión a los que

“…se alzaren en armas para cambiar la Constitución nacional, arrancarle alguna me-dida o concesión o impedir, aunque sea tempo-rariamente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su formación o renovación en los términos y formas legales”.

No sólo se pena privando de libertad a quienes se alzan en armas para cambiar la constitución sino también previene sobre el uso que algunos sectores inte-resados puedan hacer de este atentado

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

e incorpora la dimensión temporal al expresar claramente que este atentado lo es incluso si es “temporariamente”. Esto alude, a mi entender, a las estrate-gias y a las artimañas de los golpes de estado quienes se autojustifican al pro-clamar que dicha asonada lo es justa-mente por tiempo determinado y para reestablecer el sistema y los valores democráticos que han sido socavados, justamente, por el sistema democrático que intentan reestablecer. La política a veces ingresa por laberintos paradóji-cos que si no fueran trágicos nos harían esgrimir una sonrisa.

El artículo 8 nos dice que serán re-primidos con penas establecidas en el Código Penal para los

“…traidores a la patria…a los miembros de alguno de los tres poderes del Estado na-cional o las provincias que consintieran la con-sumación de los hechos descritos en el artículo 226 (del Código Penal10) continuando en sus funciones o asumiéndolas luego de modifi-cada por la fuerza la Constitución…”

Este artículo, si bien esta inspirado en el Código Penal, avanza en el espíritu de defensa de la democracia al conside-rar no ya como reos a los que se alzaren en armas sino como traidores a la pa-tria que tiene una densidad conceptual mayor, por lo menos desde la mirada política, que la de reo. Además incluye dentro de esta denominación no solo a los sediciosos sino a los que colaboren con el régimen ocupando funciones en el gobierno anticonstitucional.

De esta manera, tanto desde un punto de vista ético como técnico, la demo-cracia encuentra los argumentos ade-cuados para defenderse.

Un problema particular se plantea cuando desde la democracia se instru-mentan medidas antidemocráticas a implementar en otros países en virtud de peligros antidemocráticos falsos o inexistentes. La apelación a estos falsos peligros contraviene el espíritu demo-crático. Acusar a un país de no imple-mentar la democracia e intervenirlo militarmente para que sí la implemente o apoyar a dictaduras que la suplantan violentamente, con su secuela de se-cuestros, torturas, persecución, robos y muerte, en realidad puede tener el ropaje de la democracia pero es solo un disfraz que oculta, en realidad, una intención de poder hegemónico a ni-vel mundial. Cuando la guerra ilegal, se transforma en legal por estos ardides, la categoría de adversario pasa a ser la de enemigo y este puede ser declarado de criminal e inhumano y ser punible de las más abyectas normas que lo nie-gan como humano. Entonces puede ser detenido sin causa, encarcelado en campos de concentración, torturado para obtener información, etc., todo en nombre de la democracia pero en reali-dad la contraviene. Las políticas de ex-terminio llevadas a cabo por regimenes autodenominados democráticos obvia-mente se oponen al concepto de demo-cracia que sostenemos en este lugar.

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La idea de que hay una sola forma de democracia y que esta se define desde el liberalismo y que además, a partir de un ejemplo nacional se pretende uni-versalizarlo sin medir los costos que este proceso puede traer aparejado para diferentes poblaciones, no abona la hi-pótesis de democratización del mundo sino que lo que termina siendo es la ex-tensión de un modo de dominación he-gemónico cuyo centro se encuentra en la capital de un país o de un grupo de países. Obviamente estoy pensando en la democracia tal como la entiende Oc-cidente y particularmente el conserva-durismo norteamericano representado por los Gobiernos de los Busch tanto padre como hijo.

Ligado a lo dicho, si la democracia se considera a si misma como la única for-ma y la más eficaz para la organización de la sociedad reduce su densidad acer-cándose peligrosamente hacia formas espurias y subordinadas de democra-cia. La democracia no puede apelar a formas antidemocráticas para sostener-se sin perder mucho de su sentido. Lo que debe tratar de hacer, dentro de los propios límites impuestos por sus nor-mativas, es profundizarse cuidándose de no excederse en esta profundización habida cuenta de que este proceso de profundización debiera tener en consi-deración la creciente complejidad de la sociedad moderna. Si no atiende estas particularidades, la democracia hege-mónica corre el riesgo de convertirse

en un tipo particular de mesianismo. Debemos advertir que no todas las cul-turas se han desarrollado según el pa-trón europeo y norteamericano y que pueden haber formas democráticas y regímenes que logren las ventajas de ella sin convertirse en sociedades de consumo o similares a los casos euro-peos o norteamericano. No toda opo-sición a estas formas particulares de democracia es antidemocrática, antes bien, puede ser todo lo contrario.

Si la democracia liberal se impone por la fuerza de las armas no debe sorprender que haya resistencia del pueblo a esa imposición. La universa-lización forzada del modelo occiden-tal europeo y norteamericano liberal no ha demostrado su eficacia en todo el globo. Entonces, en vez de traer la paz y el desarrollo, puede generar for-mas de resistencia violenta y exacerbar los sentimientos nacionalistas hiriendo de muerte a un posible proceso de-mocratizador autónomo y original. El cuestionamiento a la supremacía de un tipo de democracia por otro debe co-menzar a surgir habida cuenta que la tan mentada eficacia de la democracia á la liberal puede derrumbarse al cons-tatar las políticas de tipo imperialistas y la imposición armada que este tipo de democracia viene sosteniendo en el mundo desde hace ya muchos años. La “política del garrote” no puede ocultar sus intereses económicos antes que po-líticos.

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No obstante lo dicho, todavía no po-demos responder a la pregunta sobre que hacer con aquellas facciones anti-democráticas que se aprovechan de la democracia para derrocarlas. Ante esto se abren dos alternativas: la primera defiende la idea de que, más allá del peligro que puede suponer incorporar las tendencias antidemocráticas a las instituciones democráticas, es prefe-rible correr este riesgo para mostrar a la población que la democracia tiene la suficiente fuerza para autosostenerse. Al mismo tiempo, es una muestra de su fortaleza y de su convencimiento en que es el camino correcto y eficaz para lograr el bien común mostrando, me-diante este ejemplo, que las tendencias antidemocráticas pueden existir pero que nunca podrán acceder al poder por medios democráticos debido a su ineficacia en la gestión. La apelación a la ineficacia de las dictaduras y el colap-so económico de la URSS abonan esta tendencia.

La otra postura, en cambio, no admi-te la existencia de tendencias antide-mocrática en el sistema democrático y postula sostener una militancia ética y técnica en contra de ellas. Para esta línea de pensamiento, la democracia no puede permitir que la dimensión antagónica de la política termine sus-tituyéndola e impide, por medios lega-les, la institucionalización de partidos políticos que tienen como objetivo el derrocamiento del régimen. Quizás la

experiencia de la República de Weimar sea demasiado ilustrativa al respecto y sea considerado como un ejemplo a combatir. Para esta visión, la democra-cia debe construir consensos amplios para determinar normas instituciona-lizadas que impidan el surgimiento de partidos políticos antisistema y así, si surgen, sean considerados como fac-ciones y se les pueda aplicar las sancio-nes estipuladas por la ley. Justamente, la ley mencionada precedentemente, cumpliría con este espíritu.

En el mismo orden, de lo que se trata, es de transformar la dimensión antagó-nica, propia de la política y no exclusiva de la democracia, en la dimensión agó-nica en donde si se puedan expresar los conflictos. Sin embargo, y más allá del análisis realizado, se debería dejar en claro que el tema de permitir o censu-rar la expresión de las ideologías antide-mocráticas no solo indicaría un límite a la democracia sino que es un desafío a ella como gestora de la concordia so-cial. Al mismo tiempo, este desafío es un estímulo no solo para el aprendizaje democrático, ya que supone ampliar los márgenes de tolerancia, sino también para perfeccionar las herramientas para su defensa y autosostenimiento.

La negación de la existencia del con-flicto social, acaecido por la imposición autoritaria de un modo de producción y por el devenir histórico particular de la sociedad, supone la negación de la política y la eliminación también del lu-

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gar de expresión y resolución de esos conflictos.

La creencia de que la democracia li-beral occidental es la única verdadera forma de sociedad democrática supone un profundo e insoportable etnocen-trismo y es profundamente antidemo-crático.

“…el problema crucial de nuestro tiempo es el de la necesidad de un pensamiento apto para aceptar el desafío de la complejidad de lo real, es decir, apto para aprehender las re-laciones, las interacciones y las implicaciones mutuas, los fenómenos multidimensionales, las realidades que son a un tiempo solidarias y conflictivas (como la propia democracia, que es un sistema que se alimenta de antagonis-mos pese a proponerse regularlos)11” (Morin 2002:176)

De lo que se trata, dentro del juego democrático, es entonces transformar el antagonismo negador de lo político, por el agonismo en donde sí se pueden plantear los conflictos y buscar, por medio de las alianzas, las negociaciones y la concertación, ya sea en institucio-nes parlamentarias, organizaciones ci-viles o las formas que la comunidad se dé, buscar digo, la mejor y más pacífica forma de solucionarlos. La búsqueda del bien común debe funcionar como un faro que guíe ese agonismo.

¿Hacia una democracia cosmo-polita?

Desde que Sebastián Elcano dio la

vuelta al mundo entre 1521 y 1522 tras asumir el mando de la flota comanda-da por Magallanes, muerto en Filipinas por los nativos, se comprobó que la tierra era realmente una esfera. Esta circunvalación no sólo tuvo un interés geográfico sino que también mostró la existencia de otras naciones y otras culturas desconocidas por la cultura europea.

Con el auge del industrialismo capi-talista, el hecho de que el mundo fuera global, posibilitó pensar en mercados de ultramar en donde poder ubicar no sólo los excedentes de producción eu-ropeos sino también obtener materias primas y el combustible necesario para alimentar la creciente industrialización a un precio muy barato. Antes que El-cano el aventurero Marco Polo había introducido varias mercancías del Leja-no Orienta a Europa en el siglo XIII mostrando que era posible, y beneficio-so, comerciar con los extranjeros, sean o no herejes.

Marco Polo y Elcano son así, según mi argumentación, probablemente dos de los iniciadores de lo que hoy llama-mos globalización.

Más allá de la definición de este con-cepto, entendido como el intercambio global y trasnacional de mercancías, servicios y saberes, según un interés primeramente rentístico y en segundo lugar social y cultural, la globalización no es un fenómeno de la Modernidad. Siempre ha habido intercambios de

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

todo tipo entre diferentes regiones del mundo. Con el auge de la navegación transcontinental y de las comunicacio-nes, el desarrollo de la telemática y la independencia cada vez más profunda de los capitales internacionales, el pro-ceso de globalización encuentra cauces más predecibles para desarrollarse.

Es así, entonces, que la distribución de mercancía, saberes, servicios y per-sonas, pueden desplazarse ahora con mayor facilidad por todo el globo y mejor que como sucedía en tiempos de Marco Polo y Elcano. La globalización, como dije, quizás haya comenzado por aquella época pero es recién a finales del siglo XX que puede desarrollarse con mayor facilidad.

El fin de la Guerra Fría y la creciente hegemonía de Occidente liderada por los Estados Unidos colaboran para que la globalización se profundice. Y la pretensión etnocéntrica descripta en las líneas antecedentes, profundiza este proceso.

Es por eso que podemos pensar que, de la mano de la hegemonía occiden-tal, haya una intención de plantear una democracia universal y cosmopolita.

Podemos encontrar antecedentes en la Sociedad de las Naciones creadas por el Tratado de Versalles el 28 de junio de 1919 y disuelta al final de la Segunda Guerra Mundial en ocasión de la crea-ción de la Organización de las Nacio-nes Unidas. No es casual, en términos

del Karl Polanyi (2007), que estas or-ganizaciones hayan surgido a posteriori de una guerra mundial.

Lo que se plantea en el siglo XXI con mayor énfasis es la posibilidad de ex-tender la democracia a todos los paí-ses del mundo más allá de sus gustos. Como se dijo anteriormente, la existen-cia de un poder omnímodo con sede en Washington sumado a una ideología mesiánica que divide al mundo entre “buenos” y “malos” puede fortalecer la construcción de un orden democrático internacional hegemonizado por Occi-dente.

Este “nuevo orden democrático” no necesariamente lo es. Quiero decir, el orden democrático en que se está pen-sando es á la liberal, -más allá de la cri-sis estructural por la que actualmente está atravesando- y supone la liberación de los mercados a los flujos del capital trasnacional y, secundariamente, una democracia electoral representativa. La democracia, para el eje occidental, es la democracia liberal y la constitución de mercados libres autorregulados aún en esta coyuntura de crisis estructural. El pensamiento liberal clásico, tan critica-do por Keynes en su obra, aún inten-ta sostenerse en virtud de argumentos que la misma realidad demostró falsos.

Ante esta perspectiva, se abren dos vías de análisis: la primera tiene que ver con la historia. La segunda con la prac-ticidad y materialidad de la puesta en práctica de mercados autorregulados.

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La democracia á la liberal pudo de-sarrollarse en Europa y en Estados Unidos debido a sus particulares pro-cesos históricos. La existencia de una ética protestante (Weber: 1991) y una particular constitución poblacional su-mada al respectivo desarrollo industrial y comercial fueron las claves para el desarrollo capitalista en Europa y en Estados Unidos.

Pero en el caso de América Latina, Asia y África no se cumplieron estos pasos. Europa y Estados Unidos logra-ron tener colonias formales e informa-les y extraer de ella materias primas ba-ratas y colocar excedentes industriales, no siempre de buena calidad. Al mis-mo tiempo, pudieron trasladar a estas regiones sus crisis despreocupándose de las consecuencias que ellas trajeron para la población de estos continentes. Tanto América Latina como Asia y África han tenido desarrollos demográ-ficos, sociales y políticos muy diferen-tes de los que ocurrieron en Europa y en Estados Unidos por lo que no se ve con facilidad que el tipo de democracia á la liberal pueda desarrollarse tal como se piensa en las usinas intelectuales de Occidente.

La resistencia de los pueblos de Amé-rica Latina, Asia y África y de parte de su dirigencia política a las imposiciones del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro norteamericano a transformar sus economías en dirección a los inte-

reses particulares de estas instituciones es un obstáculo que nos está indicando la dificultad para que la democracia á la liberal pueda extenderse a todo el mun-do. Cada país o conjunto de países pue-den compartir un pasado histórico y no considerar esta particularidad es obsta-culizar los caminos que pueden encon-trar para desarrollarse autónomamente. La propuesta acerca de democratizar al mundo, si bien puede parecer bella, es demasiado romántica en el mejor de los casos y particularmente interesada en el peor. Si las instituciones mencionadas y los gobiernos involucrados en difundir las ventajas de la democracia realmen-te respetaran sus principios, deberían considerar también, respetar un espa-cio autónomo nacional para que los gobiernos subdesarrollados generen espacios propios y originales que deter-minen y definan sus propios métodos e instituciones democráticas. Quiero de-cir, no parece muy eficaz trasladar vis á vis las experiencias democráticas de Europa y Estados Unidos en regiones en donde la cultura y las instituciones sociales se alejan mucho del paradigma occidental y esta particularidad se agu-diza cuando este traslado se pretende realizar mediante la invasión armada de una potencia a un subdesarrollado país. Esta última característica nos podría estar mostrando el verdadero interés que puede encontrarse en esa utópica idea de democratizar el mundo.

En segundo lugar, podemos pensar

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siguiendo a Polanyi, la imposibilidad de que exista un mercado global libre y autorregulado.

“La crisis financiera global más reciente re-cordó a la generación actual las lecciones que sus abuelos aprendieron con la Gran Depre-sión: la economía autorregulada no siempre funciona tan bien como sus defensores quieren hacernos creer…a pesar de profesar la creencia en el sistema de libre mercado, (el FMI)12 es una organización pública13 que interviene de forma regular en los mercados cambiarios, y proporciona fondos para rescatar a los acree-dores externos al tiempo que presiona por ta-sas de interés usureras que hacen quebrar a empresas nacionales. Nunca han existido los mercados laborales o de bienes en verdad li-bres” (Stiglitz 2007: 11)14.

De hecho, los países que se definen como más liberales son, a la vez, los más proteccionistas siendo los subsi-dios agrícolas uno de los ejemplos de esta protección.

El libre cambio entonces, parece ser una política de exportación pero no para regular los mercados internos. Se vende la idea del libre cambio como la panacea a los problemas estructurales de los países subdesarrollados pero no se aplica, esta ideología, en los países usina de esta ideología. La reciente experiencia en América Latina y espe-cialmente en Argentina, nos muestra la ineficacia en la obtención de resulta-dos debido a la aplicación de políticas neoliberales planificadas por el FMI y el Banco Mundial (BM). Siguiendo a

Stiglitz (2007:12) “El libre comercio internacional permite que

un país aproveche sus ventajas comparativas al aumentar sus ingresos en promedio, aunque algunas personas pierdan sus empleos. Pero en los países en desarrollo con altos índices de des-empleo, la destrucción de plazas resultado de la liberalización del comercio quizás sea más evidente que su creación, y éste es en especial el caso de los paquetes de “reforma” del FMI que combinan la liberalización del comercio con altas tasas de interés, lo que virtualmente imposibilita la creación de empleo y de empre-sas”.

La imposición de este tipo de demo-cracia puede destruir rápidamente las relaciones sociales básicas que una so-ciedad desarrollo durante su historia trayendo secuelas que pueden surgir en forma violenta. La mayor parte de las sociedades conocidas, han desarro-llados formas de solidaridad y de pro-tección para sus miembros necesita-dos tales como viejos, discapacitados, enfermos, etc. La imposición salvaje de la lógica del mercado libre tiene con-secuencias desastrosos sobre estos sis-temas de solidaridad y de protección. Las nuevas relaciones sociales produci-das por la lógica mercantil, suplanta y destruye demasiado rápido estas redes de contención y de seguridad social que estas culturas construyeron duran-te toda su historia. Y esta suplantación no se da en forma pacífica ya que el es-tado liberal democrático debe apelar a la coacción física para poder imponer

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las determinaciones económicas finan-cieras diseñadas en las metrópolis que, en definitiva, solo la benefician. El in-dividuo otrora protegido por las redes sociales y comunitarias se encuentra aislado y abandonado a variables ma-croeconómicas que no dependen de él (Castell 2004). La imposición autori-taria del libre mercado crea un nuevo conjunto de demandas de consumo (generalmente superfluo y ostentato-rio) antes que se desarrollen nuevos mecanismos de contención y protec-ción social.

Coincidimos nuevamente con Stigliz cuando nos dice que:

“Les decimos a los países en desarrollo lo importante que es la democracia, pero cuando se trata de asuntos que les preocupan más, los que afectan sus niveles de vida, la economía, se les dice: las leyes de hierro de la economía te dan pocas opciones, o ninguna; y puesto que es probable que tú (mediante tu proceso po-lítico democrático)15desestabilices todo, debes ceder las decisiones económicas clave, digamos las referentes a la política macroeconómica, a un banco central independiente, casi siempre dominados por representantes de la comunidad financiera; y para asegurar que vas a actuar conforme a los intereses de la comunidad fi-nanciera, se te dice que atiendas en exclusiva la inflación y te olvides de los empleos o del crecimiento; y para asegurarnos de que hagas eso, se te dice que te sometas a las reglas del banco central, como expandir la oferta de di-nero a una tasa constante, y cuando una regla no opera como se esperaba, se impondrá otra,

como centrarse en la inflación. En resumen, mientras en apariencia fortalecemos a los indi-viduos en las ex colonias mediante la democra-cia con una mano, con la otra le arrebatamos esa misma democracia” (2007: 18).

Quizás sea un modelo de lo que pue-da pasar al respecto de nuestro tema la formación de bloques regionales y mercados comunes. Estoy pensando en la Comunidad Económica Europea (CEE) y el MERCOSUR. Este tipo de organizaciones tienden a reunir en un bloque a varios estados nacionales con la intención de integrarse en varios ni-veles, de ellos, el que ha primado hasta ahora es el económico. Pero también hay una integración a nivel político y social. De lo que se trata hasta ahora es de que varios países, con costumbres e historias similares y con fronteras en común tengan una sola voz y que ésta se escuche mas fuerte en el concierto internacional.

Más allá de esta primera integración económica, en los últimos años está surgiendo una nueva doctrina jurídica, liderada por el juez español Baltasar Garzón, quien propone la prosecución de juicios penales a criminales acusa-dos de delitos de lesa humanidad con-siderando todo el mundo como una jurisdicción posible. Esto significa que cualquier juez de cualquier país podría acusar, perseguir, detener y condenar, si hubiera pruebas suficientes, a cual-quier criminal acusado de esos delitos se encuentre en el país que sea. El caso

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

testigo fue el del ex presidente de facto de Chile y criminal acusado de varios delitos Augusto Pinochet. Lamentable-mente, el final de dicha experiencia no fue todo lo satisfactorio que se espera-ba pero, más allá de este caso puntual, es válido el análisis que podemos hacer al respecto con nuestro tema16.

Con respecto a la integración regio-nal, se debería avanzar hacia caminos que vayan más allá de lo meramente económico. La integración debería propender hacia formas sociales, cul-turales y políticas aceptando la diversi-dad cultural y social de cada uno de los estados miembros. La firma de pactos de entendimiento mutuo, la definición de agendas consensuadas, la protección del sistema institucional, del ambiente y de las personas, el rechazo a formas autoritarias de ejercer el gobierno, la defensa irrestricta del principio de no intervención territorial, el rechazo a la guerra y la restricción a las operaciones financieras internacionales en relación a formas y actividades desnacionaliza-doras que solo tienen en la voracidad rentística su vocación primera deberían ser la primeras inspiraciones a la hora de diseñar y e implementar estos acuer-dos.

En relación a las nuevas doctrinas jurídicas habría que precaverse de los abusos de ella y que esta no solo se aplique a criminales de pequeños y dé-biles países sino que todos los estados deberían estar incluidos. Si el principio

de trasnacionalización jurídico solo persigue criminales de estos peque-ños y débiles países y, además, son un pretexto para que las potencias logren consenso internacional a la hora de castigar e invadir un pequeño país por que necesitan de sus materias primas o sencillamente para castigarlos por ser oponentes ideológicos, en vez de ser un aspecto positivo en relación a la profundización del marco democráti-co, solo puede ser una estrategia más de dominación mundial. Las organiza-ciones internacionales de crédito y al-gunos funcionarios claves en los países centrales también podrían ser acusados de graves delitos ya que o bien autori-zan invasiones armadas o promueven planes económicos profundamente ineficaces cuya secuela de pobreza, desempleo y vaciamiento institucional se verifican al analizar su implementa-ción. Los planes de ajustes impulsados por el FMI y el Banco Mundial, con el aval del Tesoro Norteamericano y de muchos intelectuales, puede ser consi-derados, si se me permite la metáfora, como un bombardeo habida cuenta de la destrucción de empresas, fábricas y la secuela de hambre y desempleo que han dejado. Si a lo dicho lo sumamos el apoyo, cuando no directamente la intromisión en golpes de estado, po-dremos ver que la acusación de delitos también les puede caber a secretarios de estado y a gerentes bancarios.

Globalización, integración regional

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y nuevas doctrinas jurídicas pueden estar indicando líneas de análisis que podrían estar mostrándonos posibles vías sobre la construcción de un orden mundial que hace de la democracia su centro, descontando en este análisis, la pretensión de hegemonía ideológica que un grupo de potencias militares y económicas pretendan hacer y del que ya hiciéramos su análisis crítico.

La construcción de una democracia cosmopolítica o trasnacional supone, a su vez, la construcción de un sujeto portador de esos derechos y ese sujeto es el ciudadano. El problema se plan-tea en cómo conjugar determinados derechos internacionales con las par-ticularidades regionales y culturales de cada uno de los estados nacionales que forman parte del sistema internacional. Para la escuela liberal la desaparición de las fronteras nacionales colaboraría para la institucionalización de un mer-cado autorregulado a nivel global. La idea de estados desterritorializados y desnacionalizados es una utopía muy cara a la ideología liberal y colaboraría, como dije, a la formación de un gran mercado internacional solo regido por la vocación de ganancia.

Apenas nos ponemos a pensar en esta alternativa, cae de por si, por lo menos para quien esto escribe, que esta posi-bilidad solo favorecería a las potencias quienes podrían volcar en ese merca-do sus excedentes productivos y ex-torsionar, mediante la fortaleza de sus

monedas, a los pequeños productores y trabajadores de esos estados desterri-torializados que no podrían oponerse a tamaño embate. La posibilidad de pa-gar salarios bajísimos en monedas de-valuadas y comprar materias primas a precios viles es una de las posibilidades más seguras según surge de la expe-riencia empírica de los últimos años del siglo XX y los primeros el siglo XXI. La utilización de obra “esclava”17 y el régimen de “cama caliente” son dos ejemplos de lo que quiero manifestar.

Luego, ¿es posible pensar en estados desterritorializados? ¿Puede existir un estado sin territorio? En principio esto nos parece contradictorio ya que la de-finición clásica de estado supone a una institución política que monopoliza la coacción legítima en un determinado territorio. Sí podemos pensar a una nación sin un territorio tal como el ejemplo del pueblo judío hasta 1947 y naciones sin estado pero con territorio tal como los kurdos en Irak y las pobla-ciones originarias de Sudamérica.

A mi me parece que, según la ex-periencia del siglo XX, no parecería probable que los países se avengan a perderse en bloques trasnacionales ya que, como bien ha estudiado la antro-pología y la sociología, las cuestiones nacionales y culturales todavía siguen siendo demasiado importantes para todos nosotros. La cultura nacional es parte indispensable de la formación de la identidad de los seres humanos

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y la pérdida de esta debería traer algu-nas consecuencias desconocidas para nosotros. Lo que sí sabemos es que la resistencia a la imposición de modelos de producción liberales y de esquemas tutelados de democracia apela no solo a ideas políticas sino que también a las identidades nacionales y religiosas y no deberíamos subestimar la importancia de estas emociones y sentimientos en la conformación de formas de resisten-cias políticas violentas.

La conformación de una democracia cosmopolita significaría, según lo que se viene sosteniendo en este trabajo de reflexión, una mayor participación de la ciudadanía por lo que vemos un nue-vo obstáculo para esta conformación. Mayor participación significaría mayor control y no parece que las institucio-nes que fomentan los mercados inter-nacionales libres se avengan a ser con-trolados por ciudadanos e instituciones que no acuerdan con las leyes del libre mercado. Si la democracia global no fomenta la participación de todos los ciudadanos del mundo se reduce a una democracia técnica y formal solo útil para desarrollar el librecomercio.

Cabe pensar también, cuales serían las instituciones que habrían de crearse para que esta democracia global pueda desarrollarse. Si la constitución del par-lamento y su funcionamiento autóno-mo pueden ser considerados el riñón de un sistema democrático ¿Cómo pensar un parlamento que represente a los mi-

les de millones de ciudadanos que ha-bitan este mundo? Obviamente habría que pensar en una forma de representa-ción que se sacrifique a si misma ya que sería prácticamente imposible sesionar en un foro así. Entonces ¿Cómo estaría compuesto este parlamento? ¿Habría países con mayor representación habi-da cuenta de su mayor población? ¿O la representación estaría acotada a la potencialidad económica y militar? Si este parlamento adoptara la forma de una cámara de diputados cuyo objeto es representar a la población sucede-rían las dificultades expresadas pero si la organización parlamentaria que se adoptara fuera la de una cámara de senadores con representación igual por cada estado miembro sin considerar la magnitud de su población ¿los estados poderosos aceptarían tal condiciona-miento? ¿Respetarían las decisiones adoptadas por la mayoría ya que ellos, evidentemente, quedarían en minoría? Cómo podemos apreciar, es difícil que los estados más poderosos del plane-ta acepten ser una minoría en este tipo de organizaciones por lo que veo muy dificultoso su implementación. Y la po-sibilidad de que haya votos censitarios en estas organizaciones desvirtuaría la idea misma de la democracia. La exis-tencia en la ONU del Consejo de Segu-ridad en donde solo pueden deliberar y votar cinco estados nacionales es un ejemplo que pueda servir si pensamos en una democracia global.

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Como vemos, más allá de lo seductor de la idea de construir una democracia universal que de cabida a todos los seres humanos que habitamos este planeta y que cada uno de estos seres humanos adquiera el estatuto de ciudadano y es-tos estuvieran cubiertos por una suma de derechos protectores y humanos, la idea amen de ser impracticable, puede ser peligrosa. Si consideramos que hay un solo tipo de ser humano y que este siempre se comporta en forma racional y que esa racionalidad lo hará preferir integrarse a un mercado que debe ser libre de interferencias, podemos pen-sar que hay un solo tipo de democra-cia y que esta, en virtud de sus logros, no encontraría mayores obstáculos a la hora de implementarse, mas tarde o mas temprano, en toda la comunidad internacional.

Pero, si consideramos que cada ser humano es un cosmos en sí mismo, que no actúa en forma racional sino que muchas veces su conducta tiene moti-vaciones inconcientes y que sus senti-mientos y emociones lo mueven en su vida y que no hay una única forma de organizarse social ni económicamente y que, además, los mercados no pueden suplantar a la sociedad ni a los estados y que no son ni libres ni autorregula-dos, el sueño romántico de una demo-cracia global se esfuma mostrando que, quizás dicho sueño, solo sea un meca-nismo de dominación hegemónico.

Si lo que se pretende es lograr mayor

equidad y que los procesos de demo-cratización se profundicen, mas que cubrir con un manto único a toda la población mundial, lo que habría que hacer es respetar las identidades na-cionales y culturales de cada pueblo y acompañar sus respectivos procesos políticos. Este respeto debe estar basa-do en un reconocimiento de las parti-cularidades de cada uno de los estados y de que no hay una sola y mejor forma de democracia sino que pueden existir varias respuestas para cada problema planteado y que la eficacia se demostra-rá empíricamente y no mediante teorías de largo plazo ya que, como bien dijera Lord Keynes “en el largo plazo todos estaremos muertos”.

Más que buscar unificar al mundo en un solo sistema, se debería considerar respetar y reconocer la multipolaridad y admitir que existen conflictos y disen-sos que el reconocimiento de estos per-mitiría su superación. Se debería trans-formar el antagonismo en agonismo y para ello hay que abandonar los sueños de conquista mundiales y de establecer proyectos hegemónicos basados en “destinos manifiestos” o teleologías si-milares.

“Es por esto que la defensa y radicalización del proyecto democrático exige reconocer lo polí-tico en su dimensión antagónica, y abandonar la ilusión de un mundo reconciliado en el cual el poder, la soberanía y la hegemonía hayan

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Democracia, tensión social, antidemocracia y democracia global.Reflexiones desde la política.

sido superados” (Mouffe 2007:138).

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Notas:

1 En oportunidad de presentar mi Tesis de Maestría en Política Social desarrollo el concepto de Tensión social y como esta dará origen a lo que llamamos política. Es a partir de la constitución de una tensión originaria que se busca su solución. La política será la herramienta estratégica en donde esta tensión tendrá la opor-tunidad de manifestarse y, a partir de esta manifestación, hallar los caminos para su solución. Dicha Tesis se encuentra en la Secretaría de Posgrado de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y su título es Las políticas sociales para la Tercera Edad en la Argentina. Desde el virreynato del Río de la Plata hasta el año 2000. Gustavo Mariluz. 2 Recordemos que para Karl Marx “la lucha de clases es el motor de la historia”. Justamente en esa lucha de clases que marca Marx, reside parte de la tensión so-cial que trato de definir. 3 En este tramo de la reflexión seguiré el pensamiento manifestado por Chantal Mouffe. Ver bibliografía. 4 Esta idea se encuentra desarrollada en la Tesis de Maestría mencionada. 5 La aclaración me corresponde. 6 En el original. 7 “Mientras el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base en común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en las que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un es-pacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto” (Mouffe 2007:27) 8 Obviamente este concepto de agónico hace referencia al utilizado por Mouffe ya explicitado y no tiene ninguna relación con la agonía como antesala de la muerte. 9 Para una profundización de este tema se puede consultar la amplia bibliografía sobre el mismo y los Diarios de Sesiones de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación en relación a los proyectos de resolución, con giro a la Comisión de Peticiones, Poderes y Reglamentos y a la Comisión de Asuntos Constitucionales y a las sesiones en donde si dirimieron estas cuestiones. 10 “Serán reprimidos con prisión de cinco a quince años los que se alzaren en armas para cambiar la Constitución, deponer alguno de los poderes públicos del gobierno nacional, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporariamente, el libre ejercicio de sus facultades constitucionales o su forma-ción o renovación en los términos y formas legales…” Titulo X Delitos contra

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los poderes públicos y el orden constitucional. Capítulo I. Atentados al orden constitucional y a la vida democrática. Art. 226. 11 En el original. 12 Me corresponde la aclaración. 13 En el original. 14 Cualquier similitud con la realidad evidentemente no es casual. 15 En el original. 16 Para mayor información sobre este particular tema se puede consultar http://www.analitica.com/BITBLIO/pinochet/auto.asp. Este caso terminó cuando el gobierno inglés, en donde estaba Pinochet, permitió que este saliera de la isla y pudiera volver a su país de origen sin que pudiera ser indagado y juzgado por el tribunal español. 17 El entrecomillado responde a una exigencia de honestidad ya que en realidad no hay esclavos en el sentido que tiene en esta palabra para designar la compra y venta de seres humanos con el solo objeto de explotarlos laboralmente. Lo que quiero significar es el abuso que se hace de trabajadores indocumentados, de niños, etc., por parte de empresas multinacionales que fijan sedes productivas en países subdesarrollados. El ejemplo mas característico es Niké quien ha sido acu-sada de utilizar mano de obra infantil “esclava” en países asiáticos bajo la moda-lidad conocida como maquila. Para mayor información sobre este tema: http://www.solidaridad.net/articulo610_enesp.htm

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Gustavo Mariluz

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¿Democracia sin soberanía? La multitud como sujeto político en Spinoza.

AGUSTÍN VOLCO*

Introducción“Es la autoridad, no la verdad, la que hace

la ley”: esta conocida y decisiva máxima de Thomas Hobbes signa el pasaje a la modernidad política. ¿Pero de qué na-turaleza es la autoridad propia del mun-do moderno? ¿Cuál es el sujeto de esa autoridad?

La autoridad ya no puede ser enten-dida en el mundo moderno como una fuente de legitimidad sustancial garanti-zada por la tradición o la trascendencia, sino que se vuelve “poder legítimo”, es decir, suma potestad soberana que se expone a la prueba concreta de la efi-cacia construyendo un orden artificial. Este es el paradigma donde todavía se ubica nuestro léxico político jurídico: aún la profunda transformación que supuso la transferencia de la suma po-testad del monarca al pueblo producida por las revoluciones democráticas, no alteró en lo esencial el dispositivo mis-mo de la soberanía. Ésta representa la esencia del orden político moderno.

La democracia moderna entonces, se configura esencialmente como aquel

orden político en el que sujeto de la so-beranía es el pueblo. Sin embargo, esta formulación, en su simplicidad aparen-te, encierra grandes dificultades tanto teóricas como políticas, y ha sido ob-jeto de innumerables interpretaciones y conflictos que han puesto en evidencia tanto su capacidad de funcionar como orden conceptual a partir del cual or-denar y construir el mundo político moderno, como la naturaleza polémica que una articulación conceptual de este tipo entraña.

Así, si podemos por un lado recono-cer que la versión canónica de la demo-cracia moderna se funda en la concep-ción del pueblo como sujeto político de la soberanía, no podemos dejar de observar que tal concepción acarrea tensiones y paradojas profundas, cuya formulación más radical probablemen-te esté expresada en la célebre adver-tencia de Rousseau de que “cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre.”1.Podemos decir que la operación

*Dr. en Historia de las Doctrinas Políticas (Universidad de Bologna). Es Becario CONI-CET (Beca Postdoctoral) del Area de Teoría Política.

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Agustín Volco

teorica de Rousseau, fundadora de la concepción moderna de la democracia, implicó “poner al pueblo en los zapa-tos del monarca absoluto”2, sin que tal movimiento implicara ninguna trans-formación del dispositivo de la sobera-nía como estructura esencial de la for-ma política. De esta manera, si por un lado el pueblo es elevado a la titularidad de la soberanía en lugar del monarca absoluto, por otro, ésta no modifica sus rasgos esenciales formulados por Hob-bes en su Leviatán.

De esta manera, la articulación con-ceptual entre pueblo, soberanía y li-bertad que sirve de fundamento de las democracias modernas y que aquí sólo esbozamos suscintamente, no es un orden conceptual armónico cuya reali-zación en la experiencia política daría lugar a un progresivo avance hacia la razón, sino que es ella misma portadora y productora de tensiones profundas. El marco conceptual de la democracia moderna no es simplemente un orden que erradica el conflicto a medida que avanza y se expande, sino que es él mis-mo productor de determinadas formas de conflictividad, en virtud de su propio ordenamiento conceptual. Así como la libertad política se realiza a expensas de la servidumbre absoluta al soberano (dando lugar a la simultánea identifica-ción y máxima distancia entre el sujeto y el objeto de la soberanía en la figura del pueblo) la libertad individual se rea-liza plenamente para simultáneamente

quedar completamente aplastada en su sumisión al Estado.3 Se da lugar así lugar a la paradoja de la modernidad política: el pueblo para constituirse en sujeto político debe ceder completa-mente sus derechos, volviéndose omni-potente (soberano) a costa de reducirse completamente a la impotencia de una obediencia incondicionada a la autori-dad política.4

Partiendo de la constatación de las aporías de una tal concepción de la democracia moderna (que es la que constituye tanto conceptual como ins-titucionalmente los órdenes políticos contemporáneos) es nuestra intención en este trabajo indagar las posibilidades de pensar (a partir del redescubrimien-to del pensamiento político de Spinoza registrado en los últimos años) alter-nativamente el problema de la demo-cracia, de su sujeto político, y de la li-bertad (tanto política como individual) que ésta debería garantizar. La pre-gunta clave a la que nos proponemos responder será la siguiente: ¿es posible pensar una autoridad política por fue-ra del dispositivo de la soberanía?. Es posible un orden democratico, es decir, un orden capaz de garantizar la libertad individual y la libertad política capaz de imponer obediencia a sus subditos? En suma: ¿es posible pensar una libertad que se realice sin necesidad de recurrir al dispositivo de la soberanía, que sólo realiza la libertad a condición costa de la obediencia absoluta?

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¿Democracia sin soberanía?La multitud como sujeto político en Spinoza.

La respuesta que intentaremos sos-tener será que esto resultará absoluta-mente imposible al interior del orden conceptual de la soberania. Pero que estos no son los parámetros exclusivos de la modernidad política, y que existe otra manera moderna de pensar la vida política, expresada por Spinoza (aun-que no sólo por él5), en la que la demo-cracia (entendida, como veremos, no ya como soberanía del pueblo, sino como imperium multitudinis) puede realizarse sin caer en las aporías de la democracia soberana.

El redescubrimiento de un Spinoza político

En los últimos años, una recupera-ción del concepto spinoziano de mul-titud ha dado lugar a un intenso debate sobre el problema de la naturaleza del sujeto político democrático.

La relevancia política de la obra de Spinoza ha sido largamente ignorada por sus críticos y comentadores, entre los que prevaleció una valoración del filósofo holandes como un metafísico racionalista de inspiración cartesiana. Tanto sus aportes a la crítica bíblica como a la filosofía política, fueron con-siderados hasta hace pocas décadas as-pectos menores de su obra.

Sólo a partir de las investigaciones de las últimas décadas6 sobre la obra de Spinoza se ha dado a su obra política (y más fundamentalmente, a la necesaria

implicacion entre política y metafísica) una importancia central en su pensa-miento.

Al centro de este renovado interés por la filosofía spinoziana se encuen-tra la revalorización del Tratado Polí-tico, y fundamentalmente, la relectura de su obra a partir de la categoría de multitud7 cuyo introducción en el de-bate filosófico político contemporáneo ha dado lugar a una intensa discusión sobre la naturaleza del orden democrá-tico, y sobre las categorías conceptuales que nos permiten pensarlo y producir-lo.

Así, nos proponemos en primer lugar clarificar qué concepción de la demo-cracia puede desprenderse de una lec-tura de Spinoza a partir de la categoría (tanto ontológica como política) de multitud, para a partir de allí interrogar la relación entre libertad y obediencia que tal concepción de la democracia implica. Para esto, dada la íntima co-nexión entre ontología y política pre-sente en la obra spinoziana, deberemos comenzar por algunos aspectos de su ontología, para a partir de ellos entrar en la discusión propiamente politica.

Según argumentaremos, los funda-mentos de la filosofía política, como asimismo la teoría de las pasiones de Spinoza se encuentran en su ontología, esto es, en la concepción de una poten-cia infinita de la naturaleza desplegada y expresada en infinitas formas singula-res cuyas potencias derivan, tienen por

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causa, y forman parte, de la potencia infinita de la naturaleza. Una vez esbo-zado este núcleo central de la construc-ción metafísica de Spinoza pondremos nuestra atención en aquellas de esas formas singulares que nos interesan: la comunidad política y el individuo, para examinar a traves de ellos las nociones de autoridad y libertad.

La ontología spinoziana está estruc-turada en torno del concepto de cona-tus. El conatus o potencia se expresa en Spinoza como deseo en el caso del hombre y como derecho natural en el campo político. A partir de estos ele-mentos –conatus, deseo y derecho na-tural- intentaremos poner de relieve la mutua implicación que existe, para Spinoza, entre ontología, teoría de los afectos y teoría política. Para ello será necesario en principio esbozar una teoría de los afectos (aumentos o disminuciones de la potencia o deseo en su contacto con las otras potencias singulares) que nos permita dar cuenta tanto de su eficacia política como de las determinaciones y dificultades que im-pone esta constitución afectiva de los hombres al pasaje del derecho natural al estado civil, esto es, a la constitución del campo de lo político. Como vere-mos, si bien los elementos a partir de los cuales se contruye la teoría política son sustancialmente los mismos que en Hobbes (Estado de naturaleza como estado de conflictividad debida al com-portamiento pasional antes que racio-

nal de los hombres), la articulación que hace Spinoza de estos elemetnos, lo lleva a una construcción política pru-fundamente diversa.

Una vez realizado este recorrido con-sideramos que estarán planteados los elementos centrales que nos permitirán centrar nuestra atención en la cuestión de la multitud como sujeto político de-mocrático, y a las posibilidades de la li-bertad, tanto política como individual, en su interior.

ConatusComo afirma Spinoza en la Ética, “Cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser”.8 E, IV, Prop. 3.

La teoría del conatus, que se desarro-lla a partir de esta proposición, consti-tuye el fundamento ontológico de toda la teoría política y de toda la teoría de las pasiones de Spinoza.

¿Qué significa que cada cosa se es-fuerza en perseverar en su ser, y que lo hace en cuanto está a su alcance?

Como sabemos, el mundo físico es para Spinoza en primer lugar lucha de potencias: un campo en el que todas las cosas existentes pujan por afirmar su existencia, entrando necesariamente en conflicto unas con otras.

Sólo la naturaleza tiene una potencia de obrar infinita. El hombre, en tanto que expresión singular de la naturaleza, posee una potencia limitada9 cuya cau-

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sa es la potencia infinita de la naturaleza de la cual él es parte. El hombre, afirma Spinoza, no constituye un imperio den-tro de otro imperio10 sino que sigue el orden y las leyes de la naturaleza.

El hombre, entonces, en tanto ser fi-nito, se esfuerza en perseverar en su ser en cuanto está a su alcance. Se trata de un esfuerzo a causa de que todo ser, por el hecho de ser finito, habita un mundo en el que las potencias exteriores (de otros individuos y de la naturaleza en general) son infinitamente mayores que la suya11, y por lo tanto, su capacidad para existir podrá entrar en conflicto con la de los otros seres que vayan a su en-cuentro.

La concepción de la naturaleza que se expresa en la filosofía de Spinoza es entonces, de manera inherente, una concepción que supone una dimensión conflictiva. Todo lo que existe, aún las partículas más elementales (llamados corpora simplicissima), son definidas y están determinadas por este esfuerzo mediante el cual cada esencia singular procura afirmar su singularidad o in-dividualidad, y al hacerlo, antagoniza con las otras partículas. Hay, incluso en el nivel más elemental de la materiali-dad, una guerra de todos contra todos. Éste es el estado de naturaleza del Universo.12 Las partículas –y los cuerpos que éstas componen- chocan unas con otras en el azar de los encuentros, de modo tal que tanto pueden favorecerse como oponerse entre sí.

Todo ser finito (el hombre entre ellos), estará limitado y afectado por aquello que le es exterior y con lo que entre en contacto; y su capacidad para afirmar su existencia entrará en antago-nismo con la de todos los otros seres que buscarán necesariamente (dado que este esfuerzo constituye su esencia) afirmar también su existencia. La limi-tación como condición de la existencia humana se expresa tanto en la dimen-sión temporal (el hecho de que nació y morirá) como en la espacial (reconoce un adentro y un afuera).

En síntesis, siguiendo a Spinoza, esta tendencia de los hombres a entrar en relaciones conflictivas entre sí no supo-ne entonces un accidente, sino que se deriva del modo de ser que le es propio a la naturaleza entera, entendida como individuo infinito, y del puesto que ocupa el hombre en ella.

El hombre se encuentra entonces in-merso en un mundo que, en tanto que extenso, debe ser concebido partes ex-tra partes, es decir, bajo el signo de la exterioridad. Se halla en situación de comparación y competencia con otras potencias que pueden prevalecer sobre él o pueden favorecerlo y sobre las cua-les no tiene dominio, ya sea que preva-lezcan sobre él o que lo favorezcan. En ambos casos será afectado por otro ser finito. Sin embargo, debemos distinguir los casos en que un ser singular exis-tente (por caso, un hombre) se encuen-tra con otros modos existentes que le

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convienen y componen su relación con la suya (por ejemplo, de forma muy diferente, un ser amado, un alimento, un aliado) (…) [de aquellos en que] un ser singular se encuentra con otros que no le convienen y tienden a descom-ponerlo, a destruirlo (el veneno, un ser odiado, un enemigo).”13 En el primer caso, la capacidad de ser afectado será colmada de afecciones alegres, basadas en la alegría y el amor, mientras que en el segundo la capacidad de ser afectado será colmada por pasiones tristes, basa-das en la tristeza y el odio.

La teoría de los afectos de Spinoza tie-ne por punto de partida esta definición de la naturaleza del hombre en virtud de su potencia14, y de las dos variacio-nes que ésta puede sufrir al ser afectada por aquello que le es extraño: aumento (alegría) o disminución (tristeza).

Teoría de los afectosComo hemos dicho, los hombres

son pasionales debido a que su potencia es limitada15, es decir, a que son mo-dos finitos sobrepasados infinitamente por las potencias de los cuerpos ex-teriores (tanto de la naturaleza como de los otros hombres). Esta situación pasional, de constante choque entre los hombres pujando por actualizar su potencia, y condenados por ese mismo intento a la impotencia, es lo que Spi-noza llama estado de naturaleza.

En este estado los hombres se en-

cuentran en una situación en la que necesariamente se verán afectados por potencias que los exceden, es de-cir, estarán imposibilitados de efectuar completamente su potencia de existir y obrar. Esta “condena” a una necesaria pasividad a la que está sujeto el hombre en tanto ser pasional se expresa tanto a nivel del cuerpo como del alma: su incapacidad de actuar será ella misma incapacidad de ser racional, ya que la razón es la potencia de actuar del alma. En este sentido, la oposición entre pa-sión y acción es correlativa a la opo-sición entre pasión y razón. Existe en Spinoza una correspondencia entre pasión, pasivo y padecimiento, como opuesta a las coordenadas que se deri-van de la acción y la razón.

Sin embargo, alegría y tristeza no se corresponden directamente con las ca-tegorías de acción y pasión. La alegría puede ser pasiva, en caso de que aque-llo que la causa no pueda derivarse de la naturaleza de quien es afectado de alegría, es decir, que aquello que causa la expansión de la potencia/deseo de un individuo no lo tenga por causa a él mismo sino a otra cosa fuera de su poder con la que se encontró azarosa-mente. Debemos establecer una pri-mera distinción entre pasiones tristes y pasiones alegres (cuya distinción fun-damental será que las primeras inhiben, mientras que las segundas expanden la potencia de obrar del individuo), que precederá a otra distinción muy dife-

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¿Democracia sin soberanía?La multitud como sujeto político en Spinoza.

rente entre pasiones y acciones.Diremos entonces que la acción no

se deriva simple o directamente de la alegría, aunque ésta favorezca la ca-pacidad de actuar. Podemos entonces establecer una distinción entre acción y pasión (que será asimismo, como ve-remos, la diferencia entre libertad y ser-vidumbre): una acción libre es aquella derivada de la propia potencia, es decir, de la propia naturaleza, mientras que una pasión tendrá por causa un deseo ajeno, estará derivada de una potencia exterior.

Como hemos visto, la naturaleza no favorece a los hombres a este respecto: las condiciones bajo las cuales somos afectados parecen condenarnos a ex-perimentar sólo afecciones pasivas; y en la medida en que somos afectados por pasiones no tenemos posesión de nuestra potencia de obrar, es decir, so-mos incapaces de actuar y de ser racio-nales. Sin embargo, como hemos dicho, las pasiones tristes disminuyen nuestra potencia mientras que las pasiones alegres la aumentan. Surge entonces una primera cuestión que es cómo ser afectado por pasiones alegres. Es aquí donde entra a jugar el esfuerzo de la ra-zón: bajo su primer aspecto, la razón es (en palabras de Deleuze) “el esfuerzo de organizar los encuentros de modo tal que seamos afectados de un máxi-mo de pasiones dichosas.”16 Siendo la razón la potencia de actuar del alma, las pasiones alegres o dichosas, sin ser

aún razonables, favorecen el trabajo de la razón tanto como las pasiones tristes lo entorpecen. Sin embargo, aunque este procedimiento se siguiera indefi-nidamente aún permaneceríamos pasi-vos, ya que si bien la organización de los encuentros dichosos y el esfuerzo por evitar la desdicha aumenta nuestra potencia de obrar, permanecemos en idéntico estado de pasividad: como lo veremos a continuación, no estamos en posesión formal de nuestra potencia, ya que ésta (aunque incrementada) es aún determinada por aquellos objetos que nos afectan de alegría y no por no-sotros mismos: una suma de pasiones no hace una acción.

Es preciso entonces hallar la forma de entrar en posesión de nuestra potencia de obrar y de este modo experimentar ya no afecciones pasivas alegres sino afecciones activas. Es decir, se trata de un segundo trabajo de la razón, que im-plica no ya preferir las pasiones alegres a las tristes, sino tornar las pasiones ale-gres (o causadas por otro) en alegrías activas, es decir, de las que somos causa adecuada. Es exactamente en este pun-to que la pasión se torna en razón: el momento en que podemos ser causa adecuada de nuestras ideas y nuestras acciones en vez de idear y actuar im-pulsados por afecciones que nos son extrañas. La diferencia entre pasión y acción se encuentra en la localización de la causa de la afección.

Ahora bien, ¿cómo se produce este

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pasaje? Como dijimos, la pasiones ale-gres presentan la ocasión para dar este “salto”, ya que se producen al poner-nos en contacto con algo que conviene a nuestra naturaleza y de esta manera nos induce a formar la idea de aquello que es común al cuerpo que nos afecta de alegría y al nuestro. La alegría activa se distingue de la afección pasiva (ale-gre) de la que habíamos partido, pero se distingue de ella “solamente por la causa: tiene por causa ya no la idea in-adecuada de un objeto o cuerpo que conviene con nosotros, sino la idea necesariamente adecuada de aquello que es común a ese objeto y a nosotros mismos.”17 Sólo entonces, gracias a las pasiones alegres, conseguimos ser ra-zonables, es decir, comprendemos.

Como lo veremos más adelante, las distinciones que hemos establecido en-tre pasiones tristes, pasiones alegres y razón (así como la dinámica de las tran-siciones entre unas y otras) tendrán un correlato político significativo ya que permitirán establecer una primera se-paración entre formas de dominación basadas en las pasiones del miedo y la esperanza (que son a grandes rasgos las formas políticas de la tristeza y la alegría) y, a su vez, permitirán oponer éstas a las formas de organización del poder que no se asientan en la domi-nación sino en la libertad. No obstante, antes de pasar a esta cuestión debere-mos indagar acerca de las formas de organización del poder que se corres-

ponden con la naturaleza pasional del hombre tal como es concebida por Spinoza.

Estado de naturaleza y estado civil

En estado de naturaleza, el conatus define el derecho de todo modo exis-tente. Todo ser finito tiene derecho a todo aquello que puede de acuerdo con las leyes de su propia naturaleza. Todo aquello que nosotros estamos determi-nados a hacer para perseverar en nues-tra existencia (destruir lo que no nos conviene, lo que nos perjudica, conser-var lo que nos es útil) constituye nues-tro derecho natural. Este derecho es es-trictamente idéntico a nuestra potencia, y es independiente de cualquier orden normativo o de cualquier considera-ción de deberes, puesto que el conatus es fundamento primero y causa eficien-te de toda acción. Dicho de otro modo, la primera y única condición para hacer algo es poder hacerlo. Tal como afirma Spinoza, este derecho no es contrario “ni a las luchas ni a los odios, ni a la cólera, ni al engaño, ni a absolutamente nada de lo que aconseja el apetito”.18 Paradójicamente, como veremos, la hipotética plena vigencia del derecho natural impide su actualización, mien-tras que la limitación de su ejercicio es la que permite su concreción, dado que el derecho de todos a todo cancela – de hecho- todos los derechos.

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Pese a ello, no debemos representar-nos la cuestión del pasaje del estado de naturaleza al estado civil como una transición desde un estado de pura ato-mización hacia otro de cohesión plena y homogeneidad completa. Los seres singulares están englobados unos en otros (desde las partículas elementales, o corpora simplicissima hasta la totali-dad de la naturaleza) de acuerdo con un orden necesario y determinado. Simul-táneamente, cada uno de ellos es por-tador de una particularidad que puja por actualizarse en desmedro de todos los otros, aun siendo éstos condicio-nes de su existencia. Sin embargo, este impulso será limitado y reglado por las estructuras en que ese cuerpo está en-globado (un órgano en el cuerpo hu-mano, un individuo en una sociedad). Dado que todos los otros seres singu-lares están sujetos a la misma legalidad, podemos decir que existe una oscila-ción entre la necesidad del otro (para preservarse a uno mismo en la existen-cia, ya que nadie puede tener una vida humana en soledad), y la necesidad de destrucción del otro (para desactivar la amenaza que implica su afirmación vi-tal a la propia existencia).

Podemos afirmar entonces que el imperio de las pasiones que supone el estado de naturaleza impide la posibili-dad de la libertad, puesto que aquellas, en tanto suponen necesariamente cier-ta heteronomía, acarrearán siempre una forma de la tristeza, un padecimiento, y

por lo tanto una disminución de la ca-pacidad de obrar determinado por sí mismo de quien padece esa afección. Esta omnipresencia de las pasiones y su consecuente ausencia de libertad es una de las razones que hacen compren-sible para los hombres la aceptación de la autoridad de todos los otros: al no poder los hombres disfrutar de la liber-tad, en la aceptación del sometimiento al poder de todos no sólo no pierden casi nada, sino que ganan la protección que este cuerpo colectivo estará en mejores condiciones de garantizar de lo que lo estará cada individuo aislada-mente, dado que su potencia/derecho será mucho mayor. El “pasaje” al es-tado civil se da cuando los individuos buscando efectuar sus derechos natu-rales, deciden darse una legislación co-mún, constituyendo asi un imperium19, una autoridad política. Sin embargo, a diferencia del modelo clásico hobbesia-no, en el que el pasaje al estado civil su-pone la cancelación del derecho natural individual, Spinoza afirma que su única diferencia con Hobbes es que él con-tinuó el derecho natural en el Estado, mientras que Hobes lo cancela.20

Así, el dispositivo del pacto no impli-ca la cancelación del derecho natural de la multitud, que se convierte en un pue-blo unificada por el Soberano apenas instituído, cediendo en el proceso to-dos sus derechos, es decir, su libertad.

En Spinoza el proceso es profunda-mente diverso: en primer lugar, la vida

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afectiva no se caracteriza por una pura conflictividad que da lugar a la guerra, sino que el Estado de Naturaleza su-pone una tensión entre pasiones tristes, pasiones alegres, y razón, y por lo tan-to, no tiende necesariamente a la auto-destrucción bajo la forma de una gue-rra de todos contra todos, sino a una situación dinámica en la que la multitud se compone y descompone permanen-temente, a cada instante. Si para Hob-bes “una multitud no puede actuar”21 puesto que, en sentido estricto ésta, al no ser una unidad, ni estar dotada de una voluntad, no es un sujeto político, el pueblo, unificado bajo la figura del contrato, y reducido a una voluntad unívoca, sería el sujeto político por ex-celencia. Contrariamente, Spinoza con-cibe, como hemos visto, la posibilidad de una política que sea capaz de conce-bir un orden que no se funde sobre la supresión de su poder constituyente (la multitud) para transfigurarla en un Pue-blo -formado a imagen y semejanza del Soberano-, sino que se forma mediante una compleja articulación de las poten-cias singulares que lo constituyen, no ya mediante la cancelación de su der-cho, sino mediante su composición con otras potencias singulares.

De tal manera que no sólo no es ne-cesario cancelar el derecho natural de la multitud (puesto que en primer lugar éste no porta necesariamente a la au-todestrucción) sino que en realidad, re-sultaría imposible cancelar tal derecho,

puesto que se identifica con el conatus de cada individuo, con su existencia misma. Aún compartiendo el lengua-je del derecho natural hobbesiano, en el planteo de Spinoza las condiciones de la formación del orden político son completamente diversas.

Ahora bien, ¿puede el hombre ser li-bre en un estado semejante?

La libertad individual en el estado civil

Como ya podemos advertir, el pasaje del estado de naturaleza al estado civil no equivale al pasaje de una situación de dominación a una situación de libertad, ya que aún en estado civil los hombres permanecen sujetos a pasiones, y por lo tanto, en situación de dominación. Lo que distingue a una situación de otra es que la dominación en el estado civil no es ya infringida por cualquiera, sino por el Estado, que centraliza sobre sí las causas del miedo y la esperanza. La pregunta que queremos hacernos aho-ra es si, para Spinoza, el hombre es más o menos libre en el estado civil. De he-cho, a primera vista, Spinoza parecería afirmar en el Tratado Político ambas cosas:

[Constituida la república] “parece claro que cualquier ciudadano ya no es libre sino que está sometido a todas las leyes de la Re-pública, todas cuyas órdenes tiene el deber de cumplir”22, y más adelante, “más el hombre se deja guiar por la razón, es más libre cuanto

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más fielmente respete la legislación del Estado y ejecute las órdenes la suprema potestad, de la que es subdito.”23

Consideramos que es posible afirmar que en estas dos líneas está encerrada en buena medida la paradoja de la cues-tión de la libertad en Spinoza. Debe-mos entonces resolver si efectivamente se trata o no de una contradicción.

Constatemos para comenzar la exis-tencia de una distinción clara: la pri-mera sentencia comprende a todos los ciudadanos, mientras que la segunda se refiere exclusivamente a aquellos que se dejan guiar por la razón. Sin embargo, para que esta distinción nos provea de una explicación aceptable, debemos es-tablecer de qué modo la racionalidad del individuo nos brinda la clave de una diferencia entre libertad y sometimien-to.

Ya hemos visto que, siguiendo a Spi-noza, en el estado de naturaleza el po-der y la libertad de los hombres son una abstracción, las posibilidades de que existan efectivamente son mínimas, y las de que puedan perdurar estando expuestos a las múltiples potencias que lo rodean, aún menores: en este sen-tido podemos decir que en estado de naturaleza se produce una enajenación del derecho natural de los individuos. No obstante, también en el estado civil asistimos a esta enajenación del dere-cho natural individual -no en términos normativos o a través de un pacto, sino de facto- causada por la formación de

un cuerpo político mayor, y por lo tan-to, dotado de un mayor poder/dere-cho. En ambos casos el individuo está sometido por otro, cuya fuerza lo exce-de y supera: como dijimos, la diferencia entre estado de naturaleza y estado civil es que en este último existe una causa universal del miedo y la esperanza (es decir, de la sujeción política) que es el estado; mientras que en el primero el hombre teme todo y guarda esperanzas respecto de todo. El estado civil no su-pone una cancelación del derecho na-tural: la vida pasional de los hombres no es eliminada. Lo que el estado ci-vil introduce es una alienación dirigida unívocamente, es decir, una concentra-ción y organización del poder colecti-vo capaz de afectar a los hombres de manera que éstos obedezcan las leyes (ya sea mediante el poder coactivo, el miedo a castigos o la esperanza de be-neficios). Sin sustraerlos de su situación pasional, el estado civil regula esta si-tuación de modo tal de hacer posible el orden político y una convivencia en común más estable y pacífica. La alie-nación pasional natural de los hombres sostiene y da origen y fundamento a la alienación política de los hombres. Podemos decir entonces que la domi-nación es necesaria (ya que no habría ningún agrupamiento humano durade-ro sin ella).

¿De qué manera es entonces posible la libertad individual una vez formado el estado? El hombre es, como vimos,

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menos libre en la medida en que está sometido a pasiones, y más libre, en la medida en que es racional. El estado político entonces, en tanto supone un acuerdo para enajenar el propio dere-cho, parece contrario a la razón de cada individuo.

Sin embargo, Spinoza afirma que la razón enseña que la obediencia es lo más conveniente. ¿Por qué? En primer lugar, el hombre no cede (no puede ce-der) su derecho natural, sino que éste se continúa en el estado civil: el hom-bre no puede renunciar a su derecho (que sería lo mismo que renunciar a su esencia). De allí podemos inferir que en estado de naturaleza es mucho más difícil que en el estado civil asegurar la existencia inmediata, y más aún la su-pervivencia, ya que en estado de natu-raleza el hombre sólo puede contar con su propio poder de autoconservación, mientras que en el estado civil, en la medida en que obedece al soberano, es protegido por una potencia mucho ma-yor a la suya. La aceptación fáctica del poder del estado civil no implica ningu-na cesión de derechos, sino la forma-ción de un derecho mayor que garan-tizará la paz, la seguridad y la libertad, ya que, imponiendo un “vértice” único en el que confluyen todos los temores y las esperanzas de los ciudadanos, ase-gura que nadie estará en condiciones de someter “privadamente”, es decir, por fuera de las leyes de la república, a los demás.

La constitución del estado civil es en-tonces una construcción fundada en el carácter pasional de los hombres, y como tal, no supone una “erradica-ción” de la exterioridad que supone la obediencia al poder civil, ni, análoga-mente, una supresión de las pasiones humanas, sino que da una forma y una dirección unívoca a estas pasiones.

La exterioridad (es decir, la finitud) es inerradicable y es condición de la exis-tencia humana: una existencia no finita sería una existencia no humana. Del mismo modo, la exterioridad es cons-titutiva del campo político: no hay polí-tica si no hay otro. Si bien la tarea polí-tica supone la construcción de “esferas de interioridad”, éstas nunca pueden igualarse con el todo de la naturaleza infinita: toda creación humana (y los cuerpos políticos no son la excepción) está sujeta a una existencia condiciona-da y determinada por la exterioridad y, en esa medida, sujeta a pasiones que podrán tanto aumentar como disminuir su potencia y, así, llevarlo a la extinción. Del mismo modo, el interior del cuer-po político tampoco estará exento de luchas entre las potencias particulares, que son en cierta medida la base de su vitalidad. El estado, a través de sus leyes, podrá poner un límite o dar un cauce a estas luchas, pero no cancelar esa conflictividad.

Es por ello que la forma de la consti-tución del poder de la multitud es de-finitoria. Una multitud pasiva e impo-

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tente necesita tanto de un tirano como éste de aquella; en ese sentido no se tra-ta de dos fenómenos “diferenciables”. No existen para Spinoza otras garantías contra el avasallamiento por parte de otros poderes que la constitución mis-ma del poder político.

Por lo tanto, en términos de la rela-ción entre poder/derecho del estado y poder/derecho del individuo, conce-bidos como exteriores el uno del otro, la libertad del individuo es casi inexis-tente. Es en este sentido que sólo si se concibe al poder del individuo como exterior al poder del estado, la forma-ción del estado supone un acto irracio-nal, ya que se acepta un poder por en-cima del propio. Ahora bien, al unirse, y comprender racionalmente el modo en que participan de ese poder, es de-cir, el modo en que están implicados en él y el modo en que esta comprensión amplifica más que inhibe la potencia (su capacidad de actuar, antes que de padecer), los hombres verán su poder realizado y aumentado, y ya no impedi-do y disminuido.

Potencia individual, potencia de la multitud

Ahora bien, ¿cómo se da específica-mente la relación entre la potencia de la multitud y la potencia del individuo? O dicho de otro modo ¿cuáles son los grados de libertad que supondrá cada constitución para el cuerpo político y

para los individuos que lo componen como súbditos y ciudadanos?

Esta situación de conflicto en la sepa-ración, y de expansión del poder en la implicación mutua, se replica en la rela-ción del hombre con la naturaleza. Los hombres necesitan de otros hombres para lidiar con las fuerzas de la natu-raleza (y de los otros hombres) y, sin embargo, esa misma necesidad puede volverse en su contra.

En consecuencia, es crucial la cali-dad de la relación entre la potencia de la multitud y la potencia individual. Precisamente la cuestión política fun-damental para Spinoza es: ¿bajo qué formación social, y bajo qué forma de poder puede expandirse e incremen-tarse el conatus colectivo e individual? Para que el conatus colectivo e indivi-dual pueda expandirse e incrementarse, las potencias individuales deberán estar implicadas internamente en la potencia de la multitud, y no ser experimentadas como exteriores a ella. La democracia será la forma de constitución de la au-toridad más natural24, más adecuada a la naturaleza del hombre y de las co-sas, y será aquella que tendrá la mayor capacidad para no enajenarse la poten-cia de aquellos que la conforman. Es decir, será el régimen más efectivo a la hora de actualizar el que es su objetivo primero: perseverar en su existencia, aumentar su potencia, su derecho y su poder. En este sentido, la democracia es también el régimen más apto para

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evitar la sedición, ya que cualquier in-dividuo que se encuentre amenazado por la potencia del imperium demo-crático actuará racionalmente contra ella; por lo tanto, enajenar la potencia de la mayoría de los individuos pone en peligro necesariamente la continuidad del cuerpo político; ya que organiza y representa el poder no ya como prerro-gativa de uno, sino como composición de las potencias de muchos.

Dada la intercorporeidad originaria del individuo (el hecho de que es una estructura de relaciones, y que confor-ma con otros individuos estructuras de relaciones –una familia, una sociedad), se puede percibir con claridad el modo en que la calidad y naturaleza del vín-culo entre las potencias de la multitud y del individuo, dependerá de la capa-cidad del hombre de experimentar (no sólo en el sentido de un acto intelec-tual, sino como el correlato a nivel del pensamiento de una realidad material o corpórea) su existencia como deter-minada por las relaciones que entabla con los otros hombres. En la medida en que el hombre puede establecer re-laciones con otros hombres en estos términos (determinadas por la potencia de su propio cuerpo y su propio enten-dimiento), su libertad se ve incrementa-da, ya que en esta situación su potencia encuentra un “estado de cosas” –ga-rantizado por las leyes del estado civil- en el que muy probablemente sean más las cosas que le están fácticamente per-

mitidas que aquellas cosas que le son inhibidas.

********Reencontramos aquí, por fin, una de

las consecuencias de un pensamiento ontológico que al recusar toda idea de trascendencia corroe todo fundamento de autoridad exterior al cuerpo político. Esta recusación de la idea de trascen-dencia es un núcleo fundamental de los argumentos ontológicos y políticos de Spinoza. En el plano de la ontología, Dios deja de ser causa trascendente, y pasa a ser causa inmanente. En el plano de la política, nos ha interesado mostrar el modo en que la recusación de la idea de trascendencia es simultá-neamente una recusación de cualquier principio de legitimidad del cuerpo po-lítico que se sitúe por fuera de sí mis-mo. El imperium reside en la multitud. Se trata de una legitimidad inmanente y no trascendente. No se medirá en fun-ción de la capacidad del cuerpo políti-co tal como es de regirse por un orden normativo, sino en función de su poder para existir y darse a sí mismo formas derivadas de su propia naturaleza.

¿Es posible definir un régimen polí-tico a partir de esta primera aproxima-ción? Consideramos que lo dicho hasta aquí nos habilita a afirmar que sí lo es. Retomando el concepto de derecho na-tural, podemos decir que la democracia es el más natural de los regímenes po-líticos, ya que será aquél en que la con-

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¿Democracia sin soberanía?La multitud como sujeto político en Spinoza.

vergencia entre multitud y gobierno, o entre titularidad y ejercicio del impe-rium, será más completa. Esto significa asimismo, que se tratará del cuerpo po-lítico cuya autoridad será más absoluta: ya que se trata de la forma política que establece la proporción menos conflic-tiva entre potencia individual y poten-cia colectiva y, por lo tanto, propicia en mayor medida la obediencia no forzada a las leyes comunes, es decir, establece condiciones más favorables para una existencia libre. Cualquier forma de régimen que suponga la existencia de dominantes y dominados como condi-ción para mantener el orden político se alienará de buena parte de la potencia de la multitud, ya que será preciso (y será lo más conveniente) para esa for-ma de régimen instigar la tristeza de aquellos que no pertenecen al sector dominante, cancelar su capacidad de acción y mantenerlos en una situación pasiva, como sujetos pasionales.

De esta manera, descubrimos que una serie de desplazamientos producidos por Spinoza (rechazo de la lógica del Pacto como institución de un artificio que cancela el Estado natural, y como consecuencia de esto, la postulación de la multitud como actor capaz de cons-tituirse a sí mismo sin la necesidad de un autor que actúe lo que ella misma legalmente no puede actuar) dan lu-gar a una concepcion de conjunto del pensamiento spinoziano que rechaza radicalmente el dispositivo de la sobe-

ranía, aunque no para denunciar toda forma de obediencia como “ilegítima” o inmoral, sino para pensar alternati-vamente la posibilidad de articular au-toridad, obediencia, libertad individual y libertad politica en un régimen que, en virtud de esto, podrá ser llamado democrático. Régimen que no será “coherente” o excento de paradojas y conflictos (en contraste con la versión hobesiana o soberanista) sino que hará de esa conflictividad un dato natural (y no una dimensión a condenar de la vida afectiva individual e interindividual), y productivo del orden político mismo.

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Notas:

1 J. J. Rousseau, Del contrato social. (Madrid: Alianza, 1996). 2 Cfr. H. Arendt, On revolution. (New York: Penguin Classics, 1990). 3 Tal como afirma Leo Strauss, Rousseau “presenta a sus lectores el confuso espectáculo de un hombre que perpetuamente deambula entre dos posiciones diametralmente opuestas. En un momento, él defiende ardientemente los derechos del individuo contra cualquier restricción o autoridad; al momento siguiente, él demanda con igual ardor la completa sumisión del individuo a la sociedad o al Estado y favorece la más rigurosa disciplina moral o social” L. Strauss, Derecho natural e historia. (Barcelona: Círculo de Lectores, 2000). 4 Es en este preciso punto que, consideramos, no se diferencian los dispositivos políticos de Hobbes y Rousseau: en ambos casos el pueblo es objeto de la sobe-ranía política. Sobre este punto cfr. E. W. Böckenförde y G. Preterossi, Diritto e secolarizzazione dallo stato moderno all’Europa unita. (Bari-Roma: Laterza, 2007). 5 La afinidad entre Maquiavelo y Spinoza en este sentido ha sido señalada, entre otros por F. del Lucchese, Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e molti-tudine in Machiavelli e Spinoza. (Milano: Ghibli, 2004); E. Haitsma Mulier, “A controversial republican: Dutch views on Machiavelli in the seventeenth and eighteenth centuries,” en Machiavelli and Republicanism, ed. G. Bock, Q. Skinner, y M. Viroli (Cambridge: Cambridge University Press, 1990); S. Visentin, “Acutissimus o prudentissimus? intorno alla presenza di Machiavelli nel Trattato politico di Spinoza,” Etica & politica, no. 1 (2004): 1-17; V. Morfino, Il tempo e l’occasione. L’incontro Spinoza Machiavelli; C. Altini, “Spinoza lettore di Machia-velli. I,” Bolletino della società di studi fiorentini, no. 3 (1998): 31-38. 6 Podemos mencionar, entre los trabajos más salientes, aquellos de E. Balibar, Spinoza et la politique (Paris: PUF, 1985); L. Bove, La stratégie du conatus. Affirmation et résistance chez Spinoza. (Paris: Vrin, 1996); A. Matheron, In-dividu et communauté chez Spinoza. (Paris: Les editions de Minuit, 1969); L. Mugnier-Pollet, La philosophie politique de Spinoza. (Paris: Vrin, 1976); M. Gueroult, Spinoza, t. I. Dieu. (Paris: Aubier Montaigne, 1968); G. Deleuze, Spi-noza et le problème de l’expression. (Paris: PUF, 1968); P-F Moreau, Spinoza, l’expérience et l’éternité. (Paris: PUF, 1994). 7 Investigacion que comienza con el libro clásico de A. Negri, L’anomalia sel-vaggia. Saggio su potere e potenza in Baruch Spinoza. (Milano: Feltrinelli,

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¿Democracia sin soberanía?La multitud como sujeto político en Spinoza.

1981). Si bien muchas de las formulaciones de Negri han sido ampliamente dis-cutidas y contestadas, a partir de su trabajo se ha abierto una fructífera discusión sobre la política spinoziana, entre cuyos trabajos más relevantes podemos men-cionar los de E. Balibar, Spinoza: Il transindividuale (Milano: Ghibli, 2002); C. Jacquet, “L’actualité di Traité politique de Spinoza,” en La Multitude Libre, ed. C. Jaquet, P. Sévérac, y A. Suhamy (Paris: Editions Amsterdam, 2008), 13-26; F. Zourabichvili, “L’enigme de la “multitude libre”,” en La Multitude Libre, ed. C. Jaquet, P. Sévérac, y A. Suhamy (Paris: Editions Amsterdam, 2008), 69-80; S. Visentin, “La parzialità dell’universale. La moltitudine nell’imperium aristocra-ticum,” en Spinoza, individuo e moltitudine, ed. R. Caporali, V. Morfino, y S. Visentin (Cesena: Il ponte vecchio, 2007), 373-390; P. Cristofolini, “Popolo e moltitudine nel lessico politico di Spinoza,” en Spinoza, individuo e moltitudine, ed. R. Caporali, V. Morfino, y S. Visentin (Cesena: Il ponte vecchio, 2007), 145-160; del Lucchese, Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e moltitudine in Machiavelli e Spinoza; A. Illuminati, “Spinoza e la potenza della moltitudine,” Paradigmi, no. 17 (1999): 167-174; W. Montag, “Chi ha paura della moltitudi-ne?,” Quaderni materialisti, no. 2 (2003): 67-80. 8 Baruch de Spinoza: Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, Editora Nacional, 1980, p. 177. 9“La fuerza con que el hombre persevera en la existencia es limitada, y resulta infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” E,IV,prop. 3. 10 E, III, pref. 11 “En la naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser destruida.” E, IV, ax. 12 Matheron, Individu et communauté chez Spinoza, 18.

13 G. Deleuze, Spinoza: filosofía práctica (Barcelona: Tusquets, 1984), 64. 14 Bajo su forma específicamente humana la potencia tiene el nombre de deseo. 15 E, IV, props. 2,3,4. 16 G. Deleuze, Spinoza y el problema de la expresión. (Barcelona: Muchnik, 1999), 266. 17 Ibid., 271. 18 TTP cap. XVI. 19 La traducción de la noción de imperium acarrea varias complicaciones. Si bien

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la traducción más frecuente ha sido la de Estado, ésta puede significar en diver-sos contextos “gobierno”, o “autoridad política”. Cfr. P-F Moreau, “La notion d’imperium dans le Traité politique,” en Spinoza nel 350° anniversario della nascita. Atti del congresso internazionale (Urbino 4-8 ottobre 1982), ed. E. Giancotti (Napoli: Bibliopolis, 1985), 360 y ss.. No se trata de una cuestión sim-plemente filológica, sino conceptual: la noción de Estado implica necesariamente a la de soberanía, y por lo tanto, afecta al corazón del argumento que pretende-mos desarrollar, y es por eso que preferimos conservar el original para señalar esa diferencia, cuya relevancia insistimos, afecta a la totalidad del orden conceptual spinoziano: si es posible pensar a partir de Spinoza una forma de obligación po-lítica distinta de aquella conformada por el dispositivo de la soberanía, la noción de imperium deberá jugar un rol clave en este argumento. 20 Spinoza, Epistolario, carta L.

21 T. Hobbes, De Cive, 6, I 22 TP, III, 5. 23 TP, III, 6 24 TTP, cap. XVI.

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La política en el Kirchnerismo:Hegemonía, dominación y antagonismo1

¿Es posible pensar, en tanto nudo dilemático, a la democracia en re-

lación al republicanismo (o política re-publicana) y al populismo? Si este fuese un planteo, la respuesta sería negativa.

El republicanismo y el populismo, en tanto articulaciones entre la estruc-turación de la política y los sentidos sociales instituyentes de la acción po-lítica, son formas políticas que, en el legítimo objetivo de devenir en hege-mónicas desde gobiernos que invocan sus modalidades, disputan por el poder político en una instancia cabalmente democrática. Concretamente, la demo-cracia es el escenario de constitución de la política republicana y de la política populista. Un escenario no democráti-co es patrimonio exclusivo del autori-

tarismo que puede tener aristas popu-listas y hasta de cierto republicanismo en la medida de su duración2, pero es primordialmente autoritario. La demo-cracia, como régimen político, es sus-tantiva en tanto genera modalidades es-pecíficas e irrenunciables para la toma de decisiones trascendentales así como para sostener canales de participación política que se amplían en la medida de las capacidades sociales, históricamen-te conformadas y desarrolladas. Por su parte la política republicana y/o la política populista son modalidades po-sibles, a veces entendidas e interpreta-das como contrapuestas, para generar reglas de juego y políticas públicas que van, necesariamente, a reconfigurar los lazos entre el estado y los actores

*Licenciado en Sociología Universidad de Buenos Aires.- Maestría en Ciencia Política. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).Actividad en Docencia:- Profesor Titular en “Teoría Política Contemporánea”, Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno, Universidad Nacional de Lanús.- Profesor Titular en “Sociología Política” y “Análisis de la Sociedad Argentina”. Licenciatura en Ciencia Política y Gobierno. Universidad Nacional de Lanús.- Profesor en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, “Procesos sociales y políticos en la historia argentina”, convenio FLACSO y Council of International Students Exchange.- Profesor asociado en la asignatura “Análisis de la sociedad argentina”, Carrera de Sociología, UBA.- Profesor adjunto, Seminario “Transición, crisis y reforma: los nuevos escenarios en América Lati-na”, Carreras de Ciencia Política y Sociología, UBA.

DIEGO MARTÍN RAUS*

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sociales. Quizás, una de las diferencias sustanciales estriba en que la pérdida de democracia no redefine la relación so-ciedad-estado sino que, definitivamen-te, la interrumpe. Los anclajes sociales del autoritarismo nunca pueden leerse como relacionales, sino como bolsones de intereses sociales en un mar de, al menos, incertezas y, a veces, desinterés del resto social. El republicanismo y/o el populismo necesariamente involu-cran a mayorías sociales y éstas, en tan-to mayoría, son la condición de existen-cia de la política democrática.

La política argentina de los últimos siete años -post crisis 2001- se entiende en la búsqueda de constituir una hege-monía política -la crisis operaría como un contexto de oportunidad- que no pudo realizarse y, por ende, derivó en su antecedente imperfecto, esto es la dominación política, que solo se sostie-ne en tanto existan, o se hagan existir, confrontaciones y antagonismos per-manentes. Este contexto político -do-minación sin hegemonía- y la coyuntura que reproduce -antagonismos perma-nentemente reconstituidos- mina las bases, en términos de gobernabilidad, de la política republicana sin generar necesariamente una política populista estable. La carencia republicana privó al kirchnerismo de asentar en sustra-tos institucionalizados muchas de las políticas que implementó para capear la crisis heredada y que tanta legitimi-dad le generó en los primeros tiempos

de gobierno. La carencia populista se expresó en la imposibilidad de lograr sustentar apoyos sociales sectoriales relativamente permanentes, dado que los antagonismos que recreó continua-mente el kirchnerismo, tendieron a ho-radar apoyos logrados en las primeras etapas de su gobierno, por ejemplo, de parte de los sectores medios.

La Argentina atravesó en Diciembre de 2001 la crisis más profunda desde la recuperación democrática de 1983. Si utilizáramos la metáfora de Grams-ci por la cual definía una situación de crisis como ese punto de inflexión his-tórico en donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, podemos empezar a situar Diciembre de 2001 como el momento en el que algo inevitablemente moría3 -la con-vertibilidad económica y las tramas so-ciales y políticas que había generado4 -, mientras que, ineluctablemente, una nueva matriz histórica habría de emer-ger, aunque en ese contexto de protesta social y violencia represiva era difícil in-tuir sus características tendenciales.

A partir de la crisis de 2001, y más allá de la cuestión acerca del destino de la “convertibilidad”, el desafío institucio-nal más serio residió en la gobernabi-lidad, específicamente si la forma de emergencia de la crisis -renuncia del presidente- no derivaría en una situa-ción de ingobernabilidad profunda.

En este punto es bueno señalar dos aspectos: primero, que en Argentina,

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y en América Latina, estábamos acos-tumbrados, esa fue nuestra historia po-lítica en el siglo XX, a que las crisis de gobernabilidad devinieran rápida y au-tomáticamente en la crisis del régimen político, es decir de la democracia. La variable de ajuste de la protesta social, llegada ésta a cierto grado de articula-ción y expresión y, por ende, conside-rada como amenaza en la perspectiva social dominante, era la democracia y, por lo tanto, su resultado inevitable era el autoritarismo militar5. Hoy, a veinte años promedio de la década de la tran-sición democrática en América Latina, los sistemas políticos-institucionales, y las sociedades, parecen haber alcanza-do el grado de madurez necesario en términos de modalidades aceptadas para saldar sus acuerdos y desacuer-dos políticos, de manera tal que, como prescriben los manuales, la variable de ajuste del conflicto social se mide desde la eficiencia y eficacia de los gobier-nos para darle canales de expresión y generar, a la vez, mecanismos de reso-lución de los mismos. La democracia ya no es el punto de impacto del nivel de conflictividad social, sin que esto sig-nifique, la historia latinoamericana no lo permite, que se haya transformado definitivamente en un bien público y legitimada en sus propios términos.

Por el segundo aspecto, el análisis político y la ciencia política se han acostumbrado a trabajar tanto sobre el concepto de “gobernabilidad” que

le han quitado peso específico. Si bien el concepto se ha sofisticado con la in-troducción de varianzas que remiten a la acción de gobierno -governing, go-vernance-, en general refieren a estruc-turas organizacionales de menor densi-dad y responsabilidad que el gobierno de los estados. Por lo tanto se habla de gobernabilidad, o crisis de gobernabili-dad, con demasiada facilidad, perdien-do el análisis precisión y contundencia para definir problemas políticos rea-les. Recuperar el sentido político de “gobernabilidad” como concepto que describe nada más ni nada menos que la capacidad y/o posibilidad de un go-bierno de continuar un mandato legí-timo en tanto democrático en el mar-co de emergencia de una crisis, es una tarea necesaria para resguardar, en la política como ciencia, instrumentos de análisis específicos necesarios a diag-nósticos que, en definitiva, incumben a la sociedad.

Retomando entonces la Argentina post-renuncia de De La Rúa, la cues-tión de la potencial ingobernabilidad remitía a un desafío directo: que hacer luego de la salida del Presidente6, por un lado, y, por otro lado, evitar el po-tencial grado de ruptura del orden que la ingobernabilidad producida por la renuncia podría generar. El escenario, para la política formal, era el peor: la gente en las calles sin conducción ni discurso, y la República sin gobierno ni legitimidad en su clase política.

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Sin embargo, ese escenario de alta potencialidad disruptiva, fue atrave-sado con bastante calma hasta permi-tir alcanzar una estabilidad definitiva al llegar al proceso electoral de 2003. El período de transición que va de la renuncia de De La Rua hasta la elec-ción de Kirchner, tras la renuncia de Menem a participar en el ballotage, ob-serva dos etapas: una primera, y corta, que enmarca la sucesión constitucional, incluyendo el intento de estabilizar una primera transición con Rodríguez Saa, y una segunda en donde la transición estabilizadora se logra con la elección parlamentaria de Duhalde. Estas dos etapas de la transición marcaban ya un cambio importante en el desarro-llo institucional de la Argentina y en la emergencia de una cultura política de la sociedad civil, dado que la tumultuosa y trágica página histórica que significó Diciembre de 2001 se resolvía con un fuerte respeto a los mecanismos insti-tucionales, por un lado, y con una bús-queda de consensos y respuestas pací-ficas a la crisis por parte de la sociedad, por otro lado. La prueba de fuego más importante acerca de la viabilidad y continuidad de la democracia en el país había sido traspasada con éxito.

Si la etapa transicional encabezada por Duhalde como presidente se vio opacada por las muertes de Kostecki y Santillán en el Puente Avellaneda, en términos institucionales no significó más que el adelanto del proceso elec-

toral y, por supuesto, la caída definitiva de cualquier intento de postulación por parte del duhaldismo de su jefe político. El gobierno de Kirchner comenzaba con un país un poco más encaminado institucionalmente, una economía que al comando de Lavagna había logrado estabilizar lo más álgido del default y la devaluación, pero con una sociedad empobrecida, desarticulada, y que solo guardaba un crédito a la política por su propia necesidad de calma y estabilidad luego de la tragedia. El gobierno de Kirchner nacía con más capital político del que se podía augurar en Diciembre 2001 para un gobierno e, incluso, para la legitimidad del sistema político.

Sin embargo, este escenario de impre-vista relativa estabilidad no ocultaba los dos principales problemas generales de la Argentina de principios de siglo: la, denominada en la disciplina política, crisis de representación política, y la deuda social que, formada en el ocaso de la convertibilidad, se había profun-dizado con la devaluación post-conver-tibilidad. Ambos problemas represen-taban en la realidad la fuerte ruptura simbólica entre el estado y la sociedad. La tarea era, en ese contexto, reconsti-tuir el contrato social y político.

La crisis de representación política es leída por la disciplina como la in-eficacia del sistema institucional de representación, básicamente el sistema de partidos, para canalizar, y por ende representar, las demandas sociales. Si

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esta relación fuera fundante de un sis-tema de representación significaría que toda representación política remite a un estado de la sociedad, es decir a una modalidad históricamente defini-da de constitución de un orden social7. Siguiendo con el argumento, la actual crisis de la representación políticaen América Latina (fines de los ´90) obe-dece a un acontecimiento histórico que desarticula el orden social que había constituido ese modelo de representa-ción. Concretamente, antes que emerja una crisis de la representación política debe entrar en crisis la matriz societal a ser representada políticamente. Esto es lo que sucedió en el mundo occi-dental más desarrollado con el auge del neoliberalismo económico articulado al neoconservadorismo político en los ´80, y esto es lo que sucedió en Améri-ca Latina en los ´90 con la articulación de las reformas económicas enmarca-das en el Consenso de Washington y las políticas de convincentes gobiernos ex-populistas, que trastocaron el orden social creado en la posguerra. El resul-tado fue una nueva matriz societal don-de primó el desempleo sobre el pleno empleo, la precariedad sobre la asala-rización8, la seguridad criminilizadora sobre los derechos sociales, la exclusión sobre la inclusión, y last but not least, la marginalidad sobre el sentido de perte-nencia política condición subjetiva fun-dante de toda comunidad política. Esa nueva matriz societal ya aparece con-

solidada en la Argentina luego de 2001 y, como no podía ser de otra manera, barre temporalmente con toda legitimi-dad política9, obligando a un gobierno naciente y con relativo apoyo10, a ge-nerar nuevas formas de interpelación discursiva y de implementación de po-líticas para lograr gobernabilidad en los siguientes cuatro años.

Respecto al tema de la deuda so-cial, la crisis política de Diciembre de 2001, sumada a los efectos de salida de la Convertibilidad11, disparó los in-dicadores sociales más regresivos de la historia argentina, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XX. Concreta-mente, el gobierno Kirchner asume la presidencia con más del 40% de la po-blación con graves problemas de em-pleo (desempleo abierto y subempleo informal precarizado) y, por ende, una brutal caída en los ingresos que acen-tuó la inequidad en la distribución de los ingresos12. A su vez, los indicadores mostraban que más del 50% de la po-blación se encontraba bajo la línea de la pobreza.

Esta nueva cuestión social13 implicó, dado el grado de organización y capa-cidad de expansión de la protesta en la sociedad argentina, la emergencia de nuevos actores sociales (piqueteros, asambleas, movimientos de desocupa-dos, movimiento de empresas recupe-radas, organizaciones autónomas) que expresaban material y simbólicamente que el eje constitutivo de la sociedad

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argentina había cambiado. Las políticas y el imaginario de la inclusión y la mo-vilidad social ascendente dejaban paso a sus contrarios: exclusión y marginali-dad14 y descenso material, territorial y político del efecto movilidad.

Así, el gobierno Kirchner asume con un desafío concreto y contundente de gobernabilidad: la crisis de legitimidad de la política como instrumento privi-legiado para desarrollar un nuevo con-trato social, y una cuestión social que emergía como excluyente y desinstitu-cionalizante y que, desde ahí, organiza-ba el conflicto social sobre nuevos ejes y nudos problemáticos.

El primer problema -la crisis de re-presentación política- fue, en la etapa fundante del kirchnerismo, muy hábil-mente manejado por el presidente. En efecto, por un lado Kirchner privilegió desde su asunción el contacto directo con la gente, con lo cual, simbólica-mente, empezó a reestablecer los lazos entre la sociedad y la política. Así, la imagen política más trascendente -la presidencia- volvía a interactuar con las organizaciones sociales y con la gente qua ciudadanos. La política cobraba fuerzas y reemergía como la modalidad más apta de reestablecer relaciones y reglas de juego desde un sentido de ma-yor equidad y justicia. La política volvía a ser un elemento de dominación sobre los poderes que habían usufructuado los beneficios de los ´90 en un juego de “suma cero”.

Por otro lado, el presidente se convir-tió inmediatamente en un interlocutor directo y válido de todas las organiza-ciones sociales representantes de re-clamos de justicia, sean anteriores a la etapa (derechos humanos) o productos de la nueva situación histórica (desem-pleo- pobreza). Este nivel de relacio-namiento horizontal logró atenuar el “poder de fuego” con el que muchas de estas organizaciones sociales estruc-turaban su acción colectiva. Entonces, si bien Kirchner no reestableció en tér-minos absolutos la confianza social en la política, construyó puentes impor-tantes en pos de reconstituir la relación estado-sociedad.

El segundo problema -la nueva cues-tión social expresada en el desempleo, la pobreza y la exclusión de un siste-ma real de derechos15- fue atenuada, lo cual quiere decir que los indicadores bajaron relativamente aunque lejos es-tán de lo que se puede considerar una sociedad justa, o de lo que la Argen-tina había logrado instituir a lo largo de un siglo como para definirse como una sociedad con niveles aceptables de justicia y equidad. Este descenso re-lativo se logró a partir de sostener un esquema monetario y cambiario post-devaluación y una política económi-ca que, en sus ejes principales, había sido desarrollada por Lavagna duran-te la presidencia interina de Duhalde. El logro de Kirchner en este aspecto fue ser consecuente en el rumbo eco-

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nómico iniciado por su antecesor, al punto de conservar a Lavagna en el Ministerio de Economía, lo que le per-mitió luego aprovechar una coyuntura externa16 para conservar la estabilidad macroeconómica (con negociación de la deuda, superávit fiscal primario y aumento de las reservas) sin sacrificar las condiciones del crecimiento interno y las ventajas del sector exportador17 . Por supuesto que este ciclo le permitió al gobierno hacerse del financiamiento necesario para aplicarlo a políticas so-ciales correctivas, cuestión no menor dada la decisión política que implicó utilizar parte del crecimiento en polí-ticas de redistribución de la riqueza18.

El gobierno de Kirchner se desarrolló en el marco social heredado de la crisis de 2001, en donde algunos actores so-ciales conservaron las modalidades de acción colectiva que les permitió, esa es su lectura, hacer visibles sus demandas. Concretamente, se pasó de la expresión institucionalizada de la protesta social a formas que, a partir de la ocupación del espacio público, se despliegan en los límites del sistema institucional y, generalmente, legal. Esto se entiende si se caracteriza a esos actores en tanto conformados en su lógica constitutiva desde la exclusión en el acceso a los consumos básicos de la vida cotidiana y, desde ahí, a un sentido de pérdida de pertenencia a la comunidad política a partir de la desprotección social de las políticas estatales.

Esta modalidad de la protesta social, en sus inicios desarrolladas por los mo-vimientos de desocupados, implicó, e implica, la representación de un inte-rés de muy difícil resolución, dado que las economías del orden global operan con altas tasas de desempleo, subem-pleo e, incluso, pobreza, lo cual genera mecanismos de acción colectiva que tienden a la confrontación más que a la negociación. Si el resultado de este tipo de relación entre la protesta social y las políticas públicas fueron los pla-nes asistenciales19, es posible señalar que estos permitieron atenuar en cierta medida las dimensiones de la protesta pero no su desactivación. La derivación de esta ecuación es una reproducción de la acción colectiva en términos de negociar mejoras en los planes asisten-ciales pero inhibiendo la búsqueda de soluciones más de fondo, y a la espera que el crecimiento económico genere progresivamente mejoras sociales.

La nueva lógica de la acción colecti-va y su efectividad de corto plazo lle-vó a que toda demanda sectorial utilice la misma metodología. De esa manera desde los ahorristas hasta los ambien-talistas de Gualeguaychú, pasando por fleteros, transportistas, peones, taxis, etc., asumieron la ocupación violenta del espacio público como forma de introducir sus demandas en la agenda de gobierno. A su vez el gobierno tuvo que optar por permitir esa forma de protesta, violatoria hasta de principios

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constitucionales, dada la multiplicación de las mismas y la imposibilidad de dar respuestas de conjunto sin alterar los delicados equilibrios macroeconó-micos. En síntesis, la acción colectiva en términos de protesta asumió carac-terísticas que inhiben en sus propios términos toda forma de mediación, ge-nerando permanentemente resultados subóptimos a la vez que contribuyendo al creciente malhumor social.

Por su parte, el sistema político, en-tendido como el conjunto institucional que incorpora a los partidos, parla-mento, gobiernos provinciales y mu-nicipales, no tuvo, ni tiene, un eficaz desempeño ante esta activación de las demandas sociales. A los vicios tradi-cionales de la política argentina, sobre todo la política local, que es apelar al clientelismo desde el manejo discrecio-nal de los recursos económicos públi-cos e institucionales, se le agrega una clase política que se autorrepresenta más en sus propios intereses -repro-ducción de los escenarios y funciones que la instituyen como tal- que en el esfuerzo por regenerar mecanismos le-gítimos de representación de lo social que, en definitiva, es la demanda polí-tica básica de la sociedad desde el “que se vayan todos”20. La política esta au-torreferenciada en la clase política pero sigue sin ser evaluada y rescatada por la sociedad como una relación válida para la resolución de problemas, a pesar de ciertos esfuerzos y de la lectura siempre

atenta de esta relación por parte de la presidencia.

A su vez, por parte del gobierno, se planteó un escenario progresivo de go-bernabilidad no a través del desarrollo de mecanismos de governance (repro-ducción de acciones institucionales de negociación tanto horizontales como verticales), sino profundizando un es-tilo político que apunta a la invisibiliza-ción del otro político, es decir de toda oposición real y potencial, a través de su “eliminación simbólica” expresada en la deslegitimación discursiva de toda institución social y política crítica y/o opuesta a los actos de gobierno.

El desafío político que todavía tiene el kirchnerismo es representar la nueva cuestión social que presenta la Argen-tina post-crisis21, a la vez que intentar una política económica y redistributiva que muchas veces choca con los lími-tes del orden económico establecido y referenciado en las proclamadas poten-cialidades de la economía global. Esta tensión lleva a una política que es más contundente en lo discursivo -movili-zación de consensos- que en lo efectivo -estructuración de consensos-. De ahí deriva una imagen de liderazgo fuer-te pero que en realidad encubre dos problemas políticos: por un lado, una hegemonía débil, y, por otro lado, una fluctuación muy grande de las bases so-ciales electorales. Esto lleva a la nece-sidad de una construcción permanente del consenso22 y, por lo tanto, a una po-

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lítica que tiende más al enfrentamiento, sea con las oposiciones políticas, con ciertas organizaciones corporativas, o con poderes fácticos externos. El resul-tado neto es un tiempo político tumul-tuoso pero que se valida en un énfasis correctivo de los efectos más pernicio-sos de la herencia de los ´90. Quizás, y como acaba de suceder en otros países, la reelección de gobiernos que enfren-tan este dilema sea la respuesta que las sociedades están dando, independien-temente de la poca confiabilidad que le confieren a la política e independiente-mente también de los resultados hasta ahora logrados.

Retomando la idea del comienzo, la imposibilidad del gobierno de Néstor y, más aún, Cristina Kirchner de devenir en hegemónicos, imposibilidad causa-da por los antagonismos políticos que el gobierno generó y genera, implica la capacidad de dominación política, go-bernabilidad por consensos parciales desde mayorías relativas, que garantiza la gobernabilidad política en los marcos diseñados por el gobierno, pero que requiere para sostenerse la generación constante de “épicas políticas” para implementar políticas profundas. Y no hay épica sin lucha, siendo la condición de posibilidad de ésta la constitución de antagonismos sociales y políticos.

La condición de una política republi-cana o de una política populista es la hegemonía política. Ambas implican, si se constituyen en arenas políticas en

una etapa histórica, a la hegemonía. Y ya lo dijo Gramsci, ésta es la domina-ción donde priman los consensos más que los antagonismos. El carácter inde-terminado de los nuevos procesos polí-ticos en el mapa latinoamericano ame-rita, creo, la continuidad de este debate.

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Notas:

1 Esta Comunicación retoma elementos conceptuales y textuales de un artículo publicado en “La nueva política en América Latina. Rupturas y continuidades”, GOMEZ LEYTON, J., RAUS, D., MOREIRA,C. (eds), ED. Trilce, Montevideo, 2008. 2 Como ejemplo la Constitución chilena bajo Pinochet. En la medida de su ins-talación política y la construcción de ciertas bases de apoyos sociales emergente de procesos de “refundación” del orden social,, muchas dictaduras comienzan a implementar formas republicanas como modalidad de conseguir consensos, sobre todo externos. 3 Dado que la concepción gramsciana situaba la crisis como un punto en que se cruzaban dos momentos en una aparente irresolución acerca del devenir social y político, pero entendía, y eso era lo específico de la crisis, que, necesariamente, lo “viejo” iba a morir y, necesariamente, lo “nuevo” habría de nacer. 4 Siendo coherente con otras comunicaciones y exposiciones, considero a la Con-vertibilidad como un concepto que define la nueva matriz societal que se asienta en la Argentina a fines de los ´90. Matriz social configurada por tramas económi-cas, sociales, culturales, ideológicas y políticas. 5 En realidad, y dado que el grado de protesta social era interpretado, como señala O´Donnell, por los sectores dominantes como una “crisis de dominación”, los autoritarismos militares resultantes no solo eran una consecuencia del “llamado a los cuarteles” por parte de esos sectores, sino que, sobre todo, eran acompañados fuertemente por sectores civiles sea desde las estructuras institucionales del esta-do militar o desde los medios de comunicación. Sobre el significado político del concepto “Crisis de dominación”, ver: O´DONNELL,G.: El Estado burocrático-autoritario, Ed. Belgrano, Bs.As., 1984. 6 Por supuesto que este “que hacer” refiere a la intencionalidad de gran parte de la oposición política, sobre todo el Partido Justicialista desde su estructura par-lamentaria y desde gobiernos provinciales y municipales, de acelerar la caída del Presidente De La Rúa. En esta cadena trágica de “errores” políticos, le siguió el mismo presidente quién, asesorado por su círculo “áulico” demoró su renuncia para hacer visible a la sociedad la falta de colaboración del peronismo para sortear la crisis. Por supuesto que el acoso de unos y la demora de los otros “explican” varias de los 33 muertes sucesidas en la luctuosa jornada. 7 Solamente como ejemplo rápido: el auge de los partidos de “izquierda”, sea en sus variantes socialistas, socialdemócratas o comunistas, o los partidos laboristas

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y/o populistas en el modelo de representación dominado por los “partidos de masas”, observaron como condición de posibilidad histórica la sociedad de ple-no empleo y asalariada al amparo de las políticas industriales de, sobre todo, la segunda posguerra. 8 Entendida la relación salarial no solo como económica y, por ende, proveedora de ingresos, sino también como jurídica y, por ende, proveedora de derechos. 9 Sintetizado en el “que se vayan todos”. 10 La “fuga” de Menem del ballotage implicó la asunción de Kirchner con “solo” los votos de la primera vuelta: un escaso 22%. 11 Lo cual implicó un efecto devastador en términos socioeconómicos en el corto plazo, no por la misma salida de un esquema nada virtuoso como era la Convertibilidad, sino por la tardanza en dejarla de lado y, por ende, el impacto correctivo de la devaluación consiguiente. 12 Correspondería decir que eso es una consecuencia natural luego de una crisis económi-ca, dado que lo que hay que entender es que los ingresos, es decir la riqueza, no se distri-buye sino que es captada por los diferentes sectores sociales en función de sus relaciones de fuerza dentro del sistema económico y social. La llamada “distribución de los ingresos” es en realidad menos un resultado económico que un producto social y político. Si esto se entiende así surge el gran desafío: la corrección en la distribución de la riqueza, dado cierto nivel de inequidad, no es una tarea de la economía sino de la política. 13 Entendemos por cuestión social una problemática nueva y que emerge de etapas de crisis. Caracterizaría una nueva etapa histórica no por ser la única cuestión, sino por ser paradigmática de la nueva situación económica, social y política. 14 Sin ser el momento ni tener espacio para su desarrollo, señalo que la definición de estos conceptos como diferentes permite caracterizar con más precisión la nueva cuestión so-cial en las sociedades latinoamericanas. La distinción opera en el sentido de dejar de lado análisis que toman estos conceptos, y el de pobreza, y los transforman en la representa-ción social de una misma situación. 15 Nunca está de más citar esa bella frase de Hannah Arendt donde define a la ciudada-nía como “el derecho a tener derechos” dejando definitivamente superada la antiquísima discusión política acerca de la realidad o formalidad de los derechos que los sujetos van, históricamente, conquistando. 16 El alza de los precios de las commodities, producto de la expansión del comercio glo-bal traccionado por el dinámico desarrollo de China e India. 17 Contrástese con la política económica del Brasil de Lula quién observó bajísimas tasas de crecimiento en la coyuntura a partir de la presión de los mercados financieros, sobre todo internos, y las consecuentes elevadas tasas de interés que inhibieron un crecimiento

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dinámicoa pesar del contexto de oportunidades de la economía global. 18 Una ecuación negada ideológicamente -teoría del derrame- por los gobiernos refor-mistas de los ´90. 19 Política social que utilizan otros gobiernos de América Latina (Lula: Bolsa Familia) y que reconoce implícitamente los límites de la economía para dar una respuesta estructural. 20 Los sucesos de Misiones con el intento de re-reelección de su gobernador conforma casi un paradigma de esta situación de estancamiento de la legitimidad política. 21 En realidad, y si bien este es un debate válido pero largo, es el desafío de los denomina-dos Nuevos Gobiernos en América Latina. Más allá de la “cotidianeidad” social y política, estos nuevos gobiernos son un producto de la crisis social ante la fragmentación produ-cida por las reformas neoliberales de los ´90. El problema es que esa crisis se expresa en exclusión y pérdida de referencias políticas, con lo cual estos gobiernos emergen entre la tensión de un mundo y una economía global que en sus ejes principales han profundizado los mecanismo de acumulación estructurados en los ´90, con una cuestión social que que-dó al margen del modelo pero que reaccionó, y reacciona, políticamente. Estas caracterís-ticas difusas de una base social que acompañó fuertemente el cambio político desde prin-cipios del nuevo siglo, es lo que genera permanentes errores de conceptualización para definir estos nuevos gobiernos: gobiernos de izquierda, populistas, neopopulistas, etc.. 22 Algo que se ve más urgido por la reducción de los períodos presidenciales, un debate, creo, pendiente en la política latinoamericana.

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El espacio de lo político

Introducción

En el capítulo 2 de la Meta-morfosis del espacio habitado Milton Santos plantea que la

renovación de la geografía pasa por la depuración de la noción de espacio y por la investigación de sus categorías de análisis. El espacio es una realidad relacional, su definición se ve mediati-zada por otras realidades como son la sociedad y la naturaleza, unidas por el trabajo. De manera que el espacio debe ser apreciado como el conjunto indiso-ciable del que participan, la disposición de los objetos geofísicos, los objetos naturales y los objetos sociales, ergo, el conjunto es la unidad que deja de ser potencia para convertirse en acto.

Por lo tanto, si el paisaje es perma-nente mientras que la especialización es mutable; si el paisaje precede a la histo-ria y la especialización es siempre del presente; entonces cuál es el espacio de lo político.

El objetivo de este trabajo consiste en mostrar, al menos otorgar un pantalla-zo básico, la interconexión conceptual

que la significación espacio tiene en el análisis político. Si bien el trabajo tiene una impronta politológica mayor que geográfica y propone esta conexión a partir de la visión de una determinada corriente de pensamiento no por ello descuida la interrelación mencionada desde la modernidad al presente.

En el mismo se parte de la definición conceptual de espacio que Santos for-mula para posteriormente, previa ge-nealogía de la política, abordar la inter-pretación filosófica que autores como Schmitt o Lefort hacen de lo político y la derivación teórico conceptual que la misma ha tenido en el análisis espacial de la política.

En busca de un objeto: el espacioComo sostiene Brunet, la geografía

responde a una de las más primordiales curiosidades: situar y situarse. Ella nos habla primero del escenario de nuestras acciones y de las acciones de los otros. El territorio está hecho de lugares dife-renciados, ligados por redes. La acción sobre el territorio pone en juego acto-

* Licenciado en Ciencia Política. Magister en Metodología de la Investigación Social por la Universita dì Bologna. Doctorando en Ciencias Sociales por la UNLP. Becario Conicet Tipo II.

LEANDRO SANCHEZ*

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Leandro Sanchez

res cuyas estrategias y tácticas, medios y límites es necesario apreciar. Así visto el territorio se convierte en medio de acción, que condiciona o que provoca por sus formas y sus contenidos.

La forma de definir al espacio se ha ido transformando por el cambio de categoría y por el uso que se hace de ella. Para Milton Santos, el espacio es un sistema de sistemas o un sistema de estructuras, en donde las relaciones existentes entre los elementos o varia-bles que lo conforman se dan a partir de relaciones.

G. Bachelard consideraba al obstáculo espacial, representado por la geometri-zación reductora, como uno de los más importantes a des-construir para hacer progresar el conocimiento objetivo o, más bien, concreto. Según Bachelard,

“Tarde o temprano... estamos obligados a comprobar que esta primera representación geométrica, fundada sobre un realismo ingenuo de las propiedades espaciales, implica conve-niencias más ocultas, leyes topológicas menos firmemente solidarias con las relaciones mé-tricas inmediatamente aparentes, en una pa-labra: vínculos esenciales más profundos que los vínculos de las representaciones geométricas familiares. Poco a poco se advierte la necesidad de trabajar debajo del espacio, por así decir, en el nivel de las relaciones esenciales que sos-tienen los fenómenos y el espacio. El pensa-miento científico es entonces arrastrado hacia «construcciones» más metafóricas que reales, hacia «espacios de configuración» de los que el espacio sensible, en definitiva, no es sino un

mísero ejemplo” (Bachelard, 1938 (1972), «Palabras preliminares», en La forma-ción del espíritu científico).

Santos propone explícitamente que la realidad geográfica o, en rigor,

“…el espacio está formado por un conjunto indisociable, solidario y también contradicto-rio, de sistemas de objetos y sistemas de accio-nes, no considerados aisladamente, sino como un único cuadro en el cual se desenvuelve la historia” (Santos, 1996: 51)

La propuesta de Milton Santos tiene que completarse con la incorporación explícita de los sujetos o actores his-tóricos. Las realidades geográficas o problemas geográficos implican simul-táneamente sujetos, objetos y acciones. El carácter contradictorio o estricta-mente dialéctico, deriva del carácter desigual y combinado de las condi-ciones y aspiraciones de reproducción de los sujetos. Son los sujetos los que asignan significado e intencionalidad a los objetos y acciones sobre objetos y sujetos y entre sujetos de las realidades geográficas. La falta de referencia sub-jetiva impide visualizar el sentido social de las acciones.

Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta además que no hay sujetos sin objetos, las realidades o problemá-ticas geográficas pueden ser aborda-das con mayor capacidad explicativa, proyectiva, prospectiva y normativa (volveremos sobre estos términos más adelante) si en vez de sujetos, objetos y

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El espacio de lo político

acciones se analizan los momentos de objetivación y subjetivación. O lo que a los efectos de este trabajo podría deno-minarse como lo instituyente y lo insti-tuido en cuanto a lo político se refiere.

Genealogía política de lamodernidad

La concepción de la política como actividad que se desarrolla en una esfe-ra específica es un fenómeno relativa-mente reciente asociado con la moder-nidad política y la democratización del liberalismo. El giro moderno puede ser descrito como un cambio en la manera en la cual se concibe la idea de orden. Desde el siglo XVII en adelante el pen-samiento comienza a alejarse de la deri-vación teológica del orden a partir de la naturaleza, que es la obra de Dios, y se desplaza hacia una concepción del or-den como construcción, esto es, como resultado contingente -y por ende polé-mico- de un acto de institución política. Bauman (1996: 79) percibe el impacto revolucionario de este cambio cuando dice que “el descubrimiento de que el orden no era natural fue el descubri-miento de la idea de orden en cuanto tal”. Para los modernos, pues, el orden es un artificio, una tesis que Nietzsche radicalizaría más tarde al decir que en vez de una armonía inicial sólo hay un juego de fuerzas que funciona como el terreno primario, constitutivo, a partir del cual se debe pensar la creación de

todo orden. El artificio -u objetividad- surge como el resultado de un acto de institución política, y la política aparece como un modo de lidiar con un mundo en el cual la división, y los conflictos resultantes de esa división, constituyen nuestro status fundamental. La moder-nidad, pues, es una respuesta secular a la ausencia de un fundamento último de las cosas.

La genealogía política de la moderni-dad se inicia con la delimitación de un ámbito secular de la decisión política separado de la esfera religiosa. Esto coincide con el surgimiento del Esta-do absolutista. Si lo político reaparece dentro del dominio interno del Estado, es tratado como un problema de índole disciplinaria. Schmitt lo pone muy claro cuando dice que en una época en la que la seguridad física de los súbditos, la paz interior y las fronteras territoriales seguras eran la razón de ser del Esta-do, había más ‘policía’ que ‘política’, y lo que se conocía como política corres-pondía a intrigas palaciegas y disturbios generados por rivalidades y rebeliones (1997 [1938]: 73-74; 1991a [1963]: 40-41).

La modernidad concebía a la política como prerrogativa del Estado sobera-no hasta que el liberalismo la desplazó hacia la esfera de la representación te-rritorial. Esta migración de la política no canceló el estatuto político del Es-tado, pero tampoco dejó el escenario inicial tal cual.

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Ello desencadenó un proceso de des-territorialización que quitó al Estado de su supuesto monopolio sobre la política, y un proceso paralelo de re-territorialización que insertó al Estado en un nuevo escenario político. En sus inicios, este escenario no era demo-crático, dado que la representación y la competencia partidaria son perfec-tamente compatibles con una noción restringida de ciudadanía y de derechos políticos. Sin embargo, el grueso de los estudiosos del tema coincide en señalar que ya a partir de la segunda mitad del siglo XIX, cuando las luchas por el su-fragio universal comenzaron a extender el derecho a voto en oleadas sucesivas (Macpherson 1968, 1982), este escena-rio ya era el de la democracia liberal, sea como código para la práctica efectiva de la política o como su idea regulado-ra.

Los rasgos distintivos de este nuevo marco, especialmente luego de la de-mocratización del liberalismo, varían de un autor a otro. Kelsen (1980: 201) entiende que luego de la expansión del derecho a voto, el liberalismo democrá-tico reconfiguró a la política como un ‘Estado de Partidos’, vale decir, inaugu-ró un modo de hacer política basado en una forma más plural de agregación de intereses y de representación elec-toral. Manin identifica tres formatos sucesivos de la representación -el par-lamentarismo clásico, la democracia de partidos que coincide con el esquema

de Kelsen, y la actual democracia de audiencia- Todos ellos comparten cua-tro principios capitales: la elección de los representantes, la autonomía de los representantes, la libertad de la opinión pública y la decisión como resultado de la deliberación (Manin 1998). Held res-cata la separación entre Estado y socie-dad civil, la extensión de la ciudadanía política al grueso de los adultos, la exis-tencia de un conjunto de reglas e insti-tuciones a través de las cuales la ciuda-danía selecciona a sus representantes, el monopolio con que cuentan los repre-sentantes electos para tomar decisiones políticas (es decir, decisiones que afec-tan al conjunto de la comunidad), y el uso de las fronteras nacionales como criterio que distingue a quienes están incluidos y a quienes están excluidos de participar en las decisiones que afectan nuestras vidas (Held 1993: 20-21, 24, 27; 1998: 21-22).

Este nexo entre la dimensión electoral de la ciudadanía, la competencia parti-daria y el Estado nacional inaugura la época en que lo político es hegemoni-zado ya no por el Estado sino por la esfera de la representación territorial dentro de las fronteras físicas del Es-tado. Hablar de ‘hegemonización’ no significa que a partir de entonces toda actividad política se circunscribe ple-namente dentro de esa esfera, o que se remite necesariamente a la figura del ciudadano elector, o que es prerroga-tiva exclusiva de actores como los par-

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tidos políticos. Sólo quiere decir que se va conformando algo así como una ‘voluntad de representación’, que la esfera de los intercambios partidistas se convierte en el ámbito institucional preponderante de la política. Otros modos de intercambio político siguen operando al lado de esta esfera, con o sin reconocimiento legal.

Revisión ontológica de lo políticoEn las últimas décadas, una buena

parte del debate en torno a la doble inscripción de lo político -como el mo-mento de la institución y de lo institui-do, de lo político y la política- gira en torno al trabajo de un puñado de pen-sadores.

A pesar de las críticas a su trabajo (De-rrida 1998; Arditi y Valentine, 1999: 38-43), pensadores del campo progresista fueron seducidos por la teorización de lo ‘político’ de Schmitt. Esto se debe a dos motivos. Por un lado, la idea con la que comienza su ensayo, “El concep-to del Estado supone el de lo político” (Schmitt 1991b: 49), establece de in-mediato que lo político excede a las di-mensiones institucionales de la política. Ella sienta las bases para una manera de pensar a lo político como una expe-riencia ubicua y desterritorializada que se manifiesta tanto en el interior como afuera de la esfera institucional de la política (Arditi 1995). Por otro lado, al concebir a lo político como un modo

de relación entre colectivos humanos, en vez de como un fenómeno que sur-ge en un sitio específico, la reflexión schmittiana brinda un criterio operati-vo para pensar la política más allá de su encarnación político-partidaria. A Schmitt no le interesa mayormente si la oposición política se da entre Estados soberanos, partidos políticos, clanes o tribus étnicas, ni si sus luchas ocurren dentro o fuera del sistema político, o si el objeto de la disputa es la conquista de territorio, el acceso a puestos en el gobierno o la prohibición del aborto. Lo político florece allí donde un co-lectivo está dispuesto a distinguir entre amigos y enemigos, y a enfrentar a sus enemigos en una lucha.

Otro autor de peso es Lefort, quien caracteriza a la democracia como un tipo de sociedad en la cual el locus del poder es un lugar vacío (Lefort 1988, 1990; ver también Vernant 2000), tam-bién distingue la política (la politique) de lo político (le politique), aunque de un modo distinto al que propone Sch-mitt. Para él, lo político indica el modo de institución de una sociedad, la puesta en forma del todo, el proceso mediante el cual la sociedad se unifica a pesar de sus divisiones. Por su parte, la política se refiere a la esfera particular en la cual la sociedad moderna circunscribe la ac-tividad política -elecciones, competen-cia partidaria, etc.- y donde “se forma y se reproduce un dispositivo general de poder” (Lefort 1988: 10-12, 217-219).

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Dicho de otra manera, dado que la de-mocracia reconoce la dificultad de una sociedad transparente, describe a la po-lítica como la esfera donde se verifica la no-coincidencia estructural entre la ins-cripción y el significado instituido de lo inscrito. Sin embargo, Lefort alega que los científicos y sociólogos políticos tienden a confundir a la esfera política con lo político, esto es, confunden a lo político con su forma de aparición. Si lo político se refiere a la estructuración o puesta en forma de la sociedad, no puede estar atado a ningún dominio o esfera particular: esta institución del or-den ciertamente tiene lugar en la esfera política, pero también fuera de ella. De hecho, como señalan Laclau y Mouffe (1987: 204), la revolución democrática puso en jaque la idea de que existe un espacio único para la constitución de lo político.

Žižek retoma esta distinción de Le-fort y propone hablar de una ‘doble inscripción’ de lo político. Este aparece como un “acto abismal”, o lo que de-nomina “la negatividad de una decisión radicalmente contingente” que instaura un orden político, pero también como un subsistema político donde esa ne-gatividad ha sido normalizada o do-mesticada dentro de un ordenamiento institucional (Žižek 1998: 254-255). La política oscurece el principio general que genera orden y al mismo tiempo lo hace visible. Este se torna visible en la medida en que las huellas del mo-

mento instituyente de lo político están presentes en el subsistema a través del enfrentamiento entre colectivos con proyectos contrapuestos, pues estas luchas continuamente ponen en juego la forma del orden existente y con ello revelan el carácter contingente de toda objetividad. Pero al mismo tiempo, ese principio se oscurece cuando se reduce lo político a un mero subsistema en-tre otros, olvidándose que la puesta en sentido y la transformación de lo insti-tuido pueden darse en cualquier lugar.

La ubicuidad de lo políticoCon el análisis que antecede se va

perfilando una perspectiva distinta de lo político. Se aleja de enfoques que intentan circunscribirlo a un conjunto de instituciones y prácticas que definen sus condiciones y crean un perímetro o encierre para su accionar y su efec-tividad. Me refiero, por supuesto, al Congreso, los partidos políticos, el Go-bierno y a las instituciones estatales en general.

Schmitt concibe lo político como algo capaz de cubrir la totalidad de las rela-ciones constitutivas de la polis -al me-nos en principio, en el sentido de que todo es politizable, no que todo es po-lítico-. Esto abre la posibilidad de con-siderar a lo político como una forma coextensiva con lo «social».

Como bien dice Frye, Schmitt prefi-rió usar el adjetivo político antes que

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el sustantivo política, ya que buscaba acuñar un concepto que no estuvie-se sujeto a los límites territoriales que impuso el pensamiento liberal a la po-lítica, esto es, un concepto liberado de la ubicación topográfica asignada a la política luego de la institucionalización del Estado-nación. Con ello él abre las puertas a un tipo de análisis capaz de percibir el surgimiento de lo político en los pliegues más insospechados del tejido social: Lo político puede extraer su fuerza de los más diversos sectores de la vida humana, de contraposicio-nes religiosas, económicas, morales o de otro tipo; no indica, en efecto, un área concreta particular sino sólo el grado de intensidad de una asociación o de una disociación de hombres, cu-yos motivos pueden ser de naturaleza religiosa, nacional (en sentido étnico o cultural), económica o de otro tipo y que pueden causar, en diferentes mo-mentos, diversas uniones y separacio-nes. En todo caso es siempre, por eso, el reagrupamiento humano decisivo, y como consecuencia de ello la unidad política, todas las veces que existe, es la unidad decisiva y «soberana» en el sentido de que la decisión sobre el caso decisivo, aun cuando éste sea el caso de excepción, por necesidad lógica debe corresponderle siempre a ella.

Poco importa si estos reagrupamien-tos aparecen o no bajo la forma de partidos políticos, o si sus conflictos se desenvuelven o no dentro del espacio

parlamentario, o si su enemistad está supeditada o no al objetivo de con-trolar lugares en el aparato estatal. Lo político no está supeditado a la inter-vención de lo que la sociedad reconoce formalmente como el campo de la po-lítica. Lo político es una forma de en-frentamiento (del tipo amigo-enemigo) que puede surgir en el terreno religioso, económico, moral u otro.

La relevancia heurística del con-cepto de archipiélago para pen-sar la política.

Si se adopta esta concepción, es posi-ble arriesgar algunas conclusiones ten-tativas acerca de la dirección en la que se podría estar moviendo la política, en parte gracias al empuje de la propia so-ciedad civil. Por lo desarrollado hasta ahora, el modelo liberal, que dominó la reflexión de la filosofía y de las cien-cias sociales durante por lo menos dos siglos, no parece ser tan hegemónico como lo fue alguna vez.

A partir de esta derivación y aleja-miento, el análisis se debería centrar, como lo hace Arditi en el posible agru-pamiento de algunas voces, espacios y prácticas políticas en ciertas constela-ciones sistémicas. Dicho autor describe a estos agrupamientos como circuitos políticos que coexisten con las arenas electorales del Estado nacional -el ám-bito clásico del formato liberal de la política- y además define el escenario emergente como una suerte de archi-

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piélago político. Utiliza la noción de ‘circuito’ o ‘nivel’ como una hipótesis de trabajo tentativa para explorar el devenir-otro de la política. La idea del archipiélago, en cambio, tiene un valor más bien figurativo. Como “conjunto de islas unidas por aquello que las sepa-ra”, tiene la virtud de expresar de ma-nera sencilla la imagen de un escenario descentrado y con múltiples niveles po-blado por diversos lugares de enuncia-ción política. Este archipiélago incluye el subsistema liberal-democrático de la política electoral, pero también un se-gundo nivel de movimientos, asociacio-nes y grupos de intereses organizados, y uno supranacional que lleva a la polí-tica más allá de las fronteras del Estado nacional. Cada uno de ellos tendría su respectiva configuración de intereses, demandas, identidades, instituciones y procedimientos asociados con las distintas modalidades de ciudadanía: ‘primaria’ o electoral, heredada de la tradición liberal, ‘segunda’ o social, y ‘supranacional’ o global, en proceso de gestación a través del crecimiento hacia fuera de la política.

Incluso como cartografía, plantea cuestiones normativas importantes para la teoría democrática, entre ellas: el estatuto de la ciudadanía y el escru-tinio público de los jugadores en el se-gundo nivel y en el ámbito global. No basta con extender el modelo de ciuda-danía centrado en el Estado nacional o los mecanismos electorales característi-

cos del circuito primario de la política partidaria.

También es posible preguntarse si la introducción de la figura del archipié-lago marca alguna diferencia en cuanto a facilitar o no la transformación de un cierto estado de cosas. Aunque no hay un nexo causal, aún así el archipiélago abre un abanico de posibilidades estra-tégicas. Los niveles supranacional y se-cundario son espacios desde los cuales se puede presionar a la política parti-daria para introducir una serie de de-mandas dentro de la agenda de debates públicos, pero también son ámbitos en los cuales se puede poner en escena in-tercambios políticos para tratar de im-pulsar esas demandas autónomamente.

Un desarrollo más detallado del es-quema de Arditi excedería el marco de este trabajo, que busca brindar un mapa del ‘ahora’ de nuestra actualidad política, pero no es posible obviar al-gunas consecuencias teóricas que se desprenden de la idea del archipiélago de circuitos políticos. Las presento sin un orden jerárquico. La primera es que se debe modificar ligeramente el argu-mento acerca de la doble inscripción de lo político esbozado en el trabajo. Si una de las consecuencias de la revolu-ción democrática fue poner en tela de juicio la idea de que existe un espacio único para la constitución de la cosa política, el efecto de la diseminación de espacios es que ‘la política’, uno de los polos de la doble inscripción, se somete

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a un proceso de diferenciación interna. En el universo polifónico del archipié-lago, ella deja de ser el subsistema único que mencionaban Lefort y Žižek pues ahora incluye también a los circuitos de la ciudadanía secundaria y supranacio-nal. El singular es reemplazado por un plural no aritmético dado que la políti-ca se convierte en una multiplicidad de ámbitos diferenciados, pasa a ser una constelación de circuitos o sitios para la constitución de la política.

Otra consecuencia, implícita en la idea de coexistencia de formatos políticos, es que el efecto inmediato de la disemi-nación y de la polifonía que ésta conlle-va es el carácter cada vez más excéntri-co del campo político. Esto de ninguna manera debe confundirse con la idea de una singularidad unificada que entra en crisis. La polifonía y la diseminación tampoco implican la ausencia de un universo político o la imposibilidad de vínculos entre los puntos nodales que conforman este archipiélago tan pecu-liar, sino más bien una suerte de des-centramiento copernicano de la políti-ca que modifica la representación de la totalidad. El archipiélago describe una regularidad en la dispersión de lugares de enunciación política. La totalidad pasa a ser el nombre para designar el juego entre estos espacios, por lo que debe entenderse como un proceso pre-cario de hegemonización y no como una entidad empírica o trascendente.

Este archipiélago también se caracte-

riza por tener una geometría variable, que está compuesto por ámbitos polí-ticos interrelacionados con un diagra-ma cambiante. Sería ilegítimo asignar un privilegio absoluto, y a priori, a un ámbito u otro, pues la idea misma de un archipiélago debilita el estatuto del subsistema como la variable política independiente y por consiguiente pone en cuestión la idea de un locus funda-cional de la política

Ejemplos Si, como sostiene Arditi, el archi-

piélago describe una regularidad en la dispersión de lugares de enunciación política, a continuación se enunciarán una serie de ejemplos que dan muestra de ello:

El primero, tuvo lugar dentro y fuera de la zona de estudio práctico pero ilus-tra muy bien lo hasta aquí desarrollado. A comienzos de los noventa, grupos nacionalistas desataron una serie de ataques contra inmigrantes que espera-ban obtener residencia permanente en Argentina. Muchos fueron, discrimina-dos, insultados, incluso golpeados. La respuesta de la policía y otras autorida-des fue notoriamente tímida y tardía, y aparentemente muchos vecinos incluso animaron a los atacantes. Pero otros sa-lieron a la calle para demostrar que no se quedarían quietos ante estos actos de racismo.

Los ataques discriminatorios y las res-

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puestas antidiscriminatorias carecían de una dimensión «institucional» strictu sensu. Algunos fueron promovidos por grupos organizados, especialmente en el caso de los primeros, pero por lo ge-neral las intervenciones fueron organi-zadas por comités ad hoc que surgieron durante los sucesos. Las mediaciones institucionales vinieron después. Los atacantes no intervinieron por motivos puramente «políticos». Parecían estar más interesados en divertirse con actos de vandalismo y patoterismo que en propagar la ideología ultraderechista, y los que protestaron contra ellos parecen haber salido a la calle más que nada de-bido a su indignación ética y moral ante los hechos. La organización, especial-mente de la protesta anti-racista, tuvo un bajo nivel de formalización; tampo-co tuvo mucha continuidad, puesto que los comités ad hoc creados durante los sucesos fueron disueltos poco después. Estos tenían poco en común con for-mas de organización más tradicionales e institucionales como por ejemplo, las de los sindicatos obreros. Los sindica-tos cuentan con oficinas, cuadros ren-tados, estructuras jerárquicas, protestas regulares e interlocutores estables y re-conocidos (empleadores y autoridades del Gobierno para las negociaciones tripartitas), si bien las iniciativas de los dos bandos se originaron en el espa-cio «privado» de la sociedad civil y la confrontación pronto asumió una di-mensión «pública», más allá del espacio

físico de la calle. Pero se trataba de una dimensión pública muy peculiar. Por lo general, los participantes se asomaban dentro del espacio público formal, cru-zando la frontera (por cierto que «ima-ginaria») entre lo público y lo privado mientras permanecían en un espacio público que no estaba sujeto a las res-tricciones del andamiaje institucional de la política. Era un espacio público virtual.

Este caso también tiene los trazos ca-racterísticos de lo político, tal como lo entiende Schmitt. El espacio se dividió en grupos de «nosotros» y «ellos» (esto es, de «amigos» y «enemigos»). Esta división no «absorbió» a las restantes (de clase, de género, o la división más amplia entre gobernantes y goberna-dos), pero tuvo un efecto contaminan-te sobre varias (por ejemplo, sobre la relación entre Gobierno y oposición, y entre los socios de la coalición de go-bierno). Hubo una clara disposición de identificar y combatir al “adversario” de manera tal que la separación entre los grupos de amigos y enemigos ad-quirió la intensidad esperada en un en-frentamiento político.

También se dio una cierta noción de «causa» u objeto en disputa. Los grupos atacantes decían defender los puestos de trabajo amenazados por los inmigrantes, mientras que los grupos de locales e inmigrantes antirracistas defendían el respeto de la ley, la legiti-midad de la diversidad étnica y cultural,

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y los derechos constitucionales de los inmigrantes. La enemistad entre es-tos grupos se mantuvo dentro de los límites establecidos por estas «causas» contrapuestas, y no fue transferida -al menos no significativamente- a otros aspectos de su identidad.

Por último, los sucesos sí tuvieron efecto en el espacio público-institucio-nal, sea mediante el posicionamiento de los medios de comunicación, la opi-nión pública, los partidos políticos, el Gobierno, o las dependencias estatales. Dicho de otro modo, el enfrentamiento se desarrolló en el campo de lo político, pero los grupos también -y simultánea-mente- dirigieron sus reclamos al Esta-do. Es por ello que, de cierto modo, la política en el sentido institucional nun-ca estuvo ausente.

Tolosa es la localidad más antigua del Gran La Plata. La misma tiene todos los servicios básicos: luz, gas, teléfono, agua y cloacas. El transporte lo cubre la empresa municipal Norte y la inter-urbana 273. Tiene jurisdicción policial la seccional sexta, que está ubicada en 1 entre 528 bis y 529 y una delegación comunal ubicada en 3 y 528 bis.

Por una lado, se puede remarcar el rol de la junta vecinal, como segundo nivel de enunciación política, articulando las demandas de los vecinos por falta de seguridad, en distintos rubros: por los asaltos, por los cruces viales, por lotes abandonados, cortes prolongados de luz (a principios de marzo de 2009) que

incluso llevó a recibir al Defensor de los Vecinos.

Por otro lado, Los vecinos de Tolo-sa han demostrado querer recuperar la histórica plaza Martín Iraola, ubicada entre las calles 1, 2, 530 y 531, como espacio público-político (términos que derivan de una misma raíz etimológica). Como primer paso, la idea ha sido arre-glar las veredas, que están en pésimo estado las que aún han quedado en el predio porque muchas faltan y son un riesgo para quienes transitan el paseo. La plaza fue ideada y construida por una comisión especial que se formó a fines del siglo XIX, y ha sido desde en-tonces el epicentro de la mayoría de las actividades convocantes de Tolosa.

Dos emprendimientos locales dan cuenta de la apreciación teórica que entiende que el paisaje es permanen-te mientras que la especialización es alterable y que el paisaje precede a la historia y la especialización es siempre del presente. Uno se refiere a la expo-sición que la Asociación de Museos, Asociaciones y Fundaciones del Gran La Plata realizó en el Centro Cultural Islas Malvinas (mayo 2005). Se trataba de la muestra de los elementos hallados por un equipo de arqueólogos locales encabezados por la licenciada Gracie-la Brunazzo, durante las excavaciones realizadas durante el año 2003 en el sitio “El Puesto” de Tolosa, un lugar ubicado sobre la calle 115 entre 531 y 532, de las que surgieron elementos co-

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rrespondientes a ocupaciones humanas en tiempos prehispánicos. El segundo, a la idea de documentar a Tolosa a tra-vés de la vida que le fueron dando sus entidades. En formato de documental, con la vida de los clubes de dicha loca-lidad, su pasado pensando en el futuro, los lazos que unían a la juventud con las instituciones, el barrio como estruc-tura social alrededor del trabajo, y otras cuestiones que se abordarán en una iniciativa que nació en el club Unión y Fuerza, con su grupo de teatro y cine.

Otros ejemplos que reflejan la idea central del argumento expositivo, esto es la virtud de expresar de manera na-tural la imagen de un escenario des-concentrado y con múltiples niveles conformados por diversos lugares de enunciación política. Son aquellos que ratifican la pervivencia del subsistema liberal-democrático de la política elec-toral a partir de hechos como: cambios en las delegaciones municipales bonae-renses, la creación de asambleas del presupuesto participativo en La Plata, como así también la aprobación de una ordenanza para que los vecinos puedan presentar proyectos y defenderlos en el recinto del Concejo de La Plata.

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Notas:

1 El presente trabajo fue desarrollado en el marco de un seminario de posgrado sobre Territorio y Sociedad cuyo objetivo era el análisis teórico de un distrito de La Plata, Tolosa.

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La noción de lo político en laDemocracia radicalizada

Introducción

En este trabajo se rastrearán los principales aportes teóricos de la denominada corriente

de Teoría Política, Análisis Político del Discurso. Sobre la base de esta desagre-gación teórica se revisará la lógica de la constitución de las identidades colecti-vas en el marco de una matriz concep-tual orientada a contribuir a una teoría de la hegemonía pos - estructuralista.

Teniendo en cuenta las formulacio-nes de este modelo de análisis político, se parte del supuesto, según el cual, la línea a desarrollar constituye una con-tribución substancial a la comprensión de llamado “lazo político” y por ende, al entendimiento del poder político y la sociología política en general.

En este sentido, se sitúa dicha línea de investigación en contraposición con las

denominadas teorías de la pospolítica caracterizadas en el marco de la moder-nidad reflexiva, a partir de abordar la noción de lo político desde un prisma analítico ligado a una “ontología de lo social”.

Se esperan obtener contribuciones teóricas producto de los giros y empla-zamientos vinculados con un debate político contemporáneo que se enmar-ca en la denominada crisis de la moder-nidad.

Aproximaciones al Análisis Político del Discurso

La corriente teórica denominada Aná-lisis Político del Discurso tiene lugar en un horizonte de inteligibilidad en el cual las “certezas absolutas” y las “uto-pías globalizantes” se encuentran en el centro del debate y la crítica teórica.

Doctorando en Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires. Magíster en Política Social. Universidad de Buenos Aires. Diploma de Posgrado Internacional en Ciencias Sociales y Psicoanálisis. Convenio entre Labo-ratoire de psychanalyse et pratiques sociales- CNRS, Universités de Paris 7 et d´ Amiens y Facultad Latinoa-mericana de Ciencias Sociales. Licenciado en Ciencia Política. Facultad de Ciencias Sociales. Universidad de Buenos Aires.Licenciado en Sociología. Universidad de Buenos Aires.Profesor Adjunto Regular, Sociología Política. Carrera de Ciencia Política y Gobierno. Depar-tamento de Planificación y Políticas Públicas. Universidad Nacional de Lanús.

SEBASTIÁN BARBOSA*

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En ese marco, la reconsideración de las teorías políticas, los principios éticos y epistémicos del pensamiento occiden-tal requieren ser repensados a la luz de los aportes y recuperaciones teóricas críticos de dicha línea de pensamiento.

La matriz conceptual del Análisis Po-lítico del Discurso postula, como eje central de análisis crítico, al fin de la ilusión de inmediatez de lo dado como experiencia de acceso al saber y al ob-jeto sin mediaciones discursivas, la pér-dida de legitimidad de las pretensiones absolutistas del pensamiento ilustrado, desde el racionalismo de la tradición cartesiana hasta las actuales propuestas de razón comunicativa de Habermas. En este sentido, se presenta la crítica a la tradición del sujeto centrado en la razón y a la idea de razón como fuente y garantía de validez universal. A la vez, la posición crítica del Análisis Político del Discurso va a postular la idea del debilitamiento del carácter incuestio-nable de los fundamentos del pensa-miento occidental el sujeto, la historia, la ciencia, la moral, etc.

Para la asunción de esta crítica, esta línea de pensamiento va a tomar diver-sas contribuciones de la tradición, para argumentar a favor de otras maneras de pensar la subjetividad, el conocimien-to, los principios éticos y políticos. Con este objetivo de fondo, este enfoque articula para su producción discursiva a la lingüística postestructuralista de J. Derrida y R. Barthes, la pragmática del

lenguaje de L. Wittgenstein, los aportes del psicoanálisis, especialmente de la vertiente lacaniana, y la propuesta po-lítica postmarxista centrada en la obra de Gramsci y Altthusser.

La crítica apunta a “deconstruir” el marxismo, especialmente los concep-tos de discurso, hegemonía, historia y sujeto social, desprendiéndose de sus usos economicistas y esencialistas, enfatizando tanto el carácter del anta-gonismo y la negatividad como la arti-culación y las equivalencias como cons-titutivas de lo social.

Asimismo, se busca una intervención política, a partir de la denominada “De-mocracia Radicalizada”, capaz de reco-nocer la heterogeneidad de las condi-ciones históricas y contradictorias en el mundo contemporáneo. Estas relacio-nes se presentan cada vez más comple-jas en tanto que involucran procesos, movimientos y sujetos sociales emer-gentes de diversas procedencias, a la vez que requieren de una intervención tal que asuma la historicidad, contin-gencia y finitud de su propio discurso y que tienda a políticas democráticas consistentes.

Hacia una teoría anti - escencia-lista de la política

La perspectiva articulada en la línea del Análisis Político del Discurso par-te del rechazo a las concepciones es-cencialistas de las relaciones sociales

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y políticas que han guiado el edificio conceptual de gran parte del discurso filosófico político clásico y moderno. En esta perspectiva la sociedad no es concebida como una totalidad fundan-te de sus procesos parciales, en tanto, no existe un espacio social definido y cerrado que pueda ser concebido como una sociedad in totus. A la vez, la inexis-tencia de lo social en cuanto tal implica que la identidad de los elementos mis-mos que la componen nunca sea com-pleta ni plena. El carácter inacabado y contingente de toda sociedad define el carácter precario de las identidades y la imposibilidad de fijar el sentido de es-tas en ninguna literalidad última.

Las relaciones sociales tienen un ca-rácter simbólico, sobredeterminado. En este sentido, el lenguaje cumple un papel clave en la estructuración de las relaciones sociales. Todo elemento de lo social es discursivo en tanto que toda acción esta cargada de sentido y signi-ficación:

“Es por el hecho de que toda acción social tiene un sentido que ella se constituye bajo la forma de secuencias discursivas, las cuales ar-ticulan elementos lingüísticos y extralingüísti-cos”. (Laclau 1996: 59).

El carácter simbólico de lo social no implica asumir una posición idealista, en tanto, la realidad existe pero resulta inaprensible en la medida que no sea significada en el marco de un sistema de reglas que le de un sentido. Así, la separación entre elementos lingüísticos

y no lingüísticos pierde sentido en tan-to ambos forman parte de una opera-ción global que es el discurso mismo.

Como parte de esa totalidad sim-bólica las identidades sociales tienen un carácter relacional en donde cada identidad se constituye a partir de su relación con otra. El carácter no esen-cial de lo social permite otorgar una especial importancia a la noción de hegemonía en cuanto a la especifici-dad del espacio de conformación de las identidades colectivas mediante el juego particular entre equivalencias y diferencias que estructuran las prácti-cas sociales y políticas.

El concepto de hegemonía presupo-ne el carácter incompleto y abierto de lo social, que sólo puede constituirse en un campo dominado por prácticas articulatorias. Todo grupo social es en este sentido el resultado de una prác-tica articulatoria. Los diversos órdenes sociales son intentos precarios y en úl-tima instancia fallidos de domesticar el campo de las diferencias. Lo social entonces admite cierres parciales. La sociedad debería ser vista bajo esta acepción como una totalidad par-cial que pone en evidencia a su vez, la imposibilidad de constitución de identidades plenas, otorgándoles a éstas mismas un carácter inacabado y contingente.

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La operatoria hegemónica como locus sociopolítico

La concepción teórica de la catego-ría de Hegemonía reconstituida en la tradición del Análisis Político del Dis-curso es pensada como un movimiento específico de una particularidad social que tiende a asumir una función uni-versal sin dejar de perder su condición de particularidad. Dicha noción va a suponer la lógica de una articulación política contingente de elementos en torno de configuraciones sociales no predeterminadas por ninguna filosofía de la historia, la cual está ligada a la lu-cha concreta de los agentes sociales.

Desde el punto de vista de la praxis de la lógica de la operatoria hegemóni-ca existe en un clima político de extre-ma radicalidad distintas demandas de diferentes naturalezas sociales, econó-micas, políticas, etc. de diversos secto-res de la sociedad. Estas demandas no deben ser percibidas sólo en relación con su reivindicación u objetivo con-creto, sino también como acto de opo-sición respecto al sistema, al régimen de opresión. Este último hecho es el que establece el lazo entre una variedad de luchas y movilizaciones concretas o parciales distintas entre sí. Todas ellas son vistas como equivalentes entre sí, no porque sus objetivos concretos es-tén intrínsecamente ligados, sino por su confrontación con el régimen opresivo.

El significado de toda demanda con-creta aparece, desde su origen, interna-

mente dividido. Un primer significado establece el carácter diferencial de esa reivindicación o movilización frente a las otras demandas o movilizaciones. El segundo significado establece la equivalencia de todas esas reivindica-ciones en su común oposición al siste-ma. La operación hegemónica consiste así en que una de las demandas particu-lares asuma el papel de representar al conjunto de las demandas.

La función de la demanda hegemóni-ca consiste en universalizarse al repre-sentar la identidad puramente equiva-lencial de un espacio comunitario. Lo que hace posible la operación hegemó-nica es la incompletitud de lo social:

“La completitud ausente de la estruc-tura debe ser representada/tergiversada por uno de sus contenidos particulares (una fuerza, una clase o un grupo). Esta relación por la que un elemento parti-cular asume la tarea imposible de repre-sentación universal es lo que llamo re-lación hegemónica” (Laclau 1996: 79)

Del posconvencionalismo a la democracia radicalizada

Llegados a este punto es preciso pre-guntarse cómo se inserta un modelo teórico de las características antes des-critas en el marco de una propuesta política relativa a la denominada De-mocracia Radicalizada. Y en particular, cómo se enmarca dicha línea de análisis en relación con la denominada tenden-

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada

cia de los teóricos de la pospolítica. En el marco de los desarrollos teó-

ricos de la línea del Análisis Político del discurso, se pone en discusión la noción central de los sociólogos de la pospolítica (en particular A. Guidens: 1994a y U. Beck: 1994b) según la cual la etapa de desarrollo político econó-mico actual implica linealmente la idea de progreso. En este sentido, se esta-blece un debate con aquella visión de la teoría social según la cual entramos de lleno en una segunda modernidad en la que los individuos liberados de los vínculos colectivos pueden ahora dedi-carse a cultivar una diversidad de estilos de vida sin ataduras anticuadas.

A partir de su desarrollo teórico, re-lativo a su noción de la sociedad del riesgo, U. Beck va a proponer teorizar acerca de la modernidad reflexiva y sobre la sociedad del riesgo. Este au-tor va a partir de postular la idea de un cambio vivido por la dinámica de las sociedades industriales que ha provo-cado un pasaje a una segunda moder-nidad caracterizada por una sociedad del riesgo. Si una primera modernidad se caracterizaba por la creencia en la sustentabilidad ilimitada y por el avan-ce de la racionalidad instrumental, una segunda etapa, va a estar moldeada por una sociedad basada en los efectos co-laterales. Estos deben ser entendidos como los cambios involuntarios e im-previstos que se producen en el marco de las relaciones sociales: las clases, los

roles sexuales, las relaciones familiares, el mundo del trabajo, etc.

Estos cambios no deben ser vistos como resultados de luchas políticas. Los mismos implican que en las socie-dades del riesgo los conflictos básicos ya no pueden ser afrontados por las instituciones tradicionales como los sindicatos y los partidos políticos. Si la primera modernidad se caracterizaba por el rol central del estado nación y los grupos colectivos, la globalización y la intensificación de los procesos de individuación van a generar un marco distinto en esta etapa de la segunda modernidad. Las identidades colectivas fueron socavadas y en este sentido las instituciones básicas de la sociedad se orientan ya no a la familia o a los gru-pos colectivos sino al individuo. Asi-mismo, Beck considerará a la división izquierda y derecha como conceptos ligados al pasado, en tanto que, en una sociedad del riesgo los conflictos no pueden ordenarse bajo esa metáfora. Sino que, deben ordenarse a partir de concebir los controles y prevenciones que acompañan la producción de bie-nes.

Beck va a proponer la noción de subpolítica como un modelo en don-de debe pensarse lo político ya no en las esferas tradicionales sino como un fenómeno que irrumpirá en distintos lugares. Es necesario romper con la ecuación política y estado. La sociedad del riesgo va a desafiar los principios

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básicos de la Ciencia Política en tres puntos: la polity (constitución institu-cional de la comunidad política, la poli-cy (examina cómo los programas polí-ticos pueden determinar circunstancias sociales) y la politics (proceso de con-flicto en torno a la distribución de po-der). En todos los casos con la llegada de la subpolítica el individuo pasa a ocupar el centro de la escena y lo colec-tivo queda relegado. En la subpolítica a los agentes que están fuera del sistema corporativo o político se les permite participar en el espacio del diseño so-cial y los individuos compiten con los agentes colectivos por participar en el diseño de política.

En una sociedad en donde se desa-rrolla la subpolítica los temas que antes eran expresión del individualismo y de la esfera privada como aquellos relacio-nados con la dieta y los estilos de vida pasan ahora a ocupar la escena pública. Lo íntimo y lo privado se han politi-zado. Los progresos de la ciencia y la técnica están obligando a que la gente tenga que tomar conciencia y decisio-nes sobre el campo de la política cor-poral. Esta nueva agenda de decisiones sobre la vida y la muerte introduce en la agenda política cuestiones filosóficas existenciales y esto da la posibilidad de cambiar la sociedad.

Por otro lado, Beck destaca la impor-tancia de la duda y la ambivalencia en la superación de los conflictos. Esta nue-va actitud rompería con la vieja certeza

de la primera modernidad y así permi-tía la generalización del escepticismo y a partir de este la no emergencia de relaciones antagónicas. Una sociedad basada en la duda ya no podrá plantar-se en términos de relación amigo ene-migo y en consecuencia producirá la pacificación de los conflictos. Los efec-tos colaterales de la modernización re-flexiva entonces nos alejará del modelo adversarial y a partir de allí podremos esperar un futuro orden cosmopolita.

A. Giddens, va a señalar que vivimos en una sociedad postradicional en tan-to esta genera nuevas experiencias co-tidianas para los sujetos y la identidad. El desarrollo de una sociedad cosmo-polita global generó que las tradiciones se hayan vuelto objeto de cuestiona-mientos y que en tanto requieran jus-tificación, que ya no pueden darse por sentado sus criterios de validez como en el pasado. La sociedad postradicio-nal ha generado una sociedad reflexiva que se basa en la incertidumbre en to-das sus áreas. Es por eso que los indi-viduos van a tener que procesar gran cantidad de información. El desarrollo de la reflexividad. Los cambios en la economía y la política se deben princi-palmente al aumento de la reflexividad. Así, los cambios en la flexibilización de la producción y la toma de decisión de abajo hacia arriba deben ser explicados a la luz de esta reflexividad que debe ser aprovechada en el plano económico y empresarial.

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada

Así como la perspectiva de Beck y Guidens se orientan hacia una modali-dad reflexiva, la noción de Acción Co-municativa en J. Habermas va a permi-tir una concepción de representación última de la objetividad en tanto tal. En este sentido es posible, siguiendo la línea de este autor, desarrollar una perspectiva dialógica perfectible a par-tir de un despliegue de la racionalidad comunicativa del mundo de la vida ha-cia la racionalidad deliberada racional, enmarcada y desarrollada en los siste-mas de acción. La tesis según la cual la colonización del mundo de la vida por los sistemas de acción no conlleva nin-guna necesidad lógica, y en tal sentido, no podría sostenerse ni una dialéctica de la ilustración (Frankfurt) ni una dia-léctica de la racionalización (Weber), se contrapondrá a la noción misma del despliegue de la acción comunica-tiva como instancia simbólica capaz de llevar a cabo unos procesos de desco-lonización de las propias restricciones impuestas a una racionalización comu-nicativa por las condiciones limitativas y por la propia dinámica de un proceso capitalista de producción.

A partir de la crítica de la Democracia Radical es necesario diferenciar entre las categorías de agonismo y antago-nismo a fin de concebir una noción de consenso conflictual generador de un espacio simbólico común entre opo-nentes. En tal sentido:

“La diferencia fundamental entre la perspec-

tiva dialógica y la agonista es que el objetivo de esta última es una profunda transformación de las relaciones de poder existentes y el esta-blecimiento de una nueva hegemonía. Es por esto que puede llamarse propiamente radical. Sin duda no es una política revolucionaria de jacobina, pero tampoco es una política liberal de lucha de intereses dentro de un terreno neu-tral, ni la formación discursiva de un consenso democrático”. (Mouffe 2007: 58)

Lo político de la políticaEn el marco de la democracia radica-

lizada se pondrá en discusión la idea de que con el fin del comunismo y con el debilitamiento de las identidades colec-tivas resulta posible un mundo sin ene-migos, como así también a la noción habermasiana a partir de la cual el con-senso lo podemos obtener a través de una experiencia dialógica perfectible. En términos de Zizek (1990: 259) el Análisis Político de Discurso es la úni-ca respuesta a Habermas y su intento de fundamentar una ética emancipato-ria, el reconciliador poder de la razón y por tanto todo el proyecto de mo-dernidad en el ideal de comunicación sin restricciones. Se discutirá además la idea de que la globalización y la uni-versalización de la democracia liberal traerán prosperidad y conllevarán a la implementación mundial de derechos humanos.

Para el pensamiento del Análisis Po-lítico del Discurso significantes como

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democracia dialógica, democracia libre, democracia cosmopolita, democracia absoluta constituyen y forman parte de una visión antipolítica que no hace más que negar la dimensión antagóni-ca constitutiva de lo político. En este planteo, dichos significantes constituti-vos de una visión progresista velan la comprensión de los que se juega en la política democrática y en la dinámica de constitución de las identidades co-lectivas.

La concepción de la política como consenso constituye para la Democra-cia Radical un error teórico que con-lleva a serios riesgos políticos. Esta ce-guera, tal como es tildada por autores como Laclau y Mouffe, no es novedo-sa sino que, corresponde a una visión idealizada de bondad interior e inocen-cia en donde la violencia y la hostilidad son percibidas como un fundamento arcaico a ser superado por el intercam-bio, el progreso y el contrato social.

Así, desde esta perspectiva teórica, la creencia en la posibilidad de un con-senso universal colocó al pensamiento democrático en un camino equivocado, ya que, lo conflictual es condición para comprender el desafío de la democra-cia. La tarea de la teoría política debería consistir, en este sentido, en promover la creación de una esfera pública don-de confronten distintos proyectos po-líticos agonísticos en tanto condición misma para un ejercicio efectivo de la democracia. El dialogo y la delibera-

ción carecerían de sentido en un marco en donde no existen opciones para ese propio espacio dialógico.

En el marco de este planteo, el Aná-lisis Político del Discurso conjeturará que, no es que lo político esté desapare-ciendo, sino que, lo político se expresa hoy en un registro moral en el que en vez de tener una lucha entre izquierda derecha tenemos una lucha entre el bien y el mal. Dicotomía que no hace más que expresar una lógica de des-trucción amigo enemigo.

Por otro lado, en cuanto a las críti-cas desde la pospolítica a la naturale-za discriminatoria de las identidades colectivas en tanto estas implican una diferenciación entre un nosotros y un ellos, para el pensamiento del Análisis Político del Discurso, por el contrario, las identidades colectivas juegan un rol central en la confrontación democráti-ca. En este sentido, no se trata de supe-rarlas mediante la lógica del consenso, sino, de construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática. En tanto que el racionalismo liberal ig-nora la dimensión afectiva movilizada por las identidades colectivas, viendo a estas arcaicas y destinadas a desapa-recer con el avance del individualismo y el progreso de la racionalidad, éste se encuentra mal preparado para captar los fenómenos de masa y de construc-ción política. No basta con establecer compromisos y valores, sino que, hace falta también un influjo real en los de-

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada

seos y fantasías de la gente. Ahora bien, en el marco de los análi-

sis de Laclau y Mouffe se diferencia la instancia de la política de lo político. La primera, corresponde a las prácticas e instituciones con las que se crea un de-terminado orden, correspondiéndole el nivel óntico de los hechos de la política y de las prácticas de la política conven-cional. Mientras que en el nivel de lo político tenemos la dimensión del anta-gonismo constitutivo de las sociedades, correspondiéndole el nivel ontológico, como los modos de institución de los social. El pensamiento y la matriz teórica de una línea de análisis cuyo objeto reside en sentar bases para una ontología de lo social, va a postular que la falta de compren-sión ontológica impide pensar de un modo político, en tanto, lo que se juega hace al propio nivel óntico de la democracia.

Las tareas de una democracia consisti-rán en transformar la lógica del antago-nismo en un agonismo con institucio-nes y prácticas en donde se reconozca la legitimidad de los oponentes:

“Desde nuestro punto de vista, la cons-trucción de una nueva hegemonía implica la creación de una cadena de equivalencias entre la diversidad de luchas democráticas, viejas y nuevas, con el fin de formar una voluntad co-lectiva, un nosotros de las fuerzas democráticas radicales”. (Mouffe 2007: 59).

Consideraciones finalesSobre la base de las consideraciones

desarrolladas pudimos observar cómo la denominada corriente Análisis Po-lítico del Discurso postula como ope-ración básica de una ontología de lo social la lógica de la articulación hege-mónica, y con ella, la lógica de la cons-titución de las identidades colectivas. Dicha articulación, no presupone un carácter apriorístico acerca del valor de las identidades que pugnan en consti-tuirse como representantes de una uni-versalidad.

Por el contrario, el carácter contin-gente de lo social supone que dicha lógica no puede verse guiada por nin-guna filosofía de la historia ni por nin-guna versión teleológica de la acción social. Cuando esta concepción anties-cencialista de la política se enmarca en un “cuadro” mayor como es el deba-te político contemporáneo, es posible observar que se rompen los marcos de la modernidad reflexiva en la que so-bresale la idea de una negación de lo político como campo de conformación de prácticas articulatorias.

Si esto es así, la noción de una teoría de la hegemonía que pone en el centro del debate la confrontación política y la conflictividad social permite sentar bases para una futura teoría política “realista” capaz de abandonar el tinte antipolítico que la modernidad reflexi-

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va le otorga a la política. El acuerdo en la necesidad de ampliar

el ámbito de la política, en términos de Guidens, como “cuestiones políticas de la vida” y en Beck como “subpolí-tica”, respecto de la noción de nuevos movimientos sociales, en el espacio de la Democracia Radicalizada, deben di-ferenciarse en el punto en el que para esta última, la radicalización de la de-mocracia precisa de la transformación de las estructuras de poder existentes y la construcción de un nuevo poder hegemónico.

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La noción de lo político en la Democracia radicalizada

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción

de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

I. Consideraciones iniciales.“…el régimen más estable será aquel que

funde la libertad de la ciudad sobre la libertad de todos los individuos, el que de cabida insti-tucional a la división social y no la resuelva en la dominación de un grupo por otro…”1

Este breve trabajo pretenderá aunque más no sea de forma exploratoria responder a los

principios esenciales que hacen y dotan de real importancia a la Teoría Repu-blicana. Para encarar este trabajo, es necesario responder a la pregunta guía ¿Qué es el Republicanismo?, a partir de lo cual se comprenderá que la teoría re-publicana no es uniforme, ya que en su interior conviven posturas que difieren alrededor de ciertos conceptos clave, aunque no por ello estamos frente a planteos contradictorios o excluyentes.

Por dicha razón nuestra intención es realizar un acercamiento inicial y ge-neral de lo que la teoría Republicana representa y significa, para luego ahon-dar en dichos planteos y encarar una lectura más detallada de los principales postulados de autores republicanos. En este sentido, radicaremos nuestra aten-ción exclusivamente en la Teoría Re-publicana y por amplia que ésta sea, se intentará abordar dicho corpus teórico, aludiendo aunque sea en forma fugaz a las diferencias entre un republicanismo de raíz aristotélica y el denominado re-publicanismo clásico romano, así como también a los conceptos primordiales que sirvan de sustento a esta teoría.

El Republicanismo, retomando a Funes2 , es un criterio acerca de las formas del régimen político, lo cual implica que esta teoría pretende y en-

*Lic. Lorena P. Schefer: Licenciada en Ciencia Política (UBA) y maestranda Maestría en Ciencia Políti-ca (IDAES-UNSAM). Docente de la Materia Sistemas Políticos Comparados de la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía y letras (FFyL-UBA). Lic. Ignacio L. Moretti: Licenciado en Ciencia Política (UBA) y maestrando Maestría en Ciencia Políti-ca (IDAES-UNSAM). Docente de la Materia Teoría Política y Social I de la carrera de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales (FSOC-UBA). Ambos son miembros investigadores del Proyecto UBACyT S074 a cargo del Dr. Alberto Lettieri “Auditoria Ciudadana y fortalecimiento de la Sociedad Civil. Estudio sobre la matriz sociopolítica de la relación entre estado y sociedad civil en Argentina y perspectivas comparadas de participación ciudadana en el marco de la integración regional y Mercosur”.

LORENA SCHEFER E IGNACIO MORETTI*

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

cara una explicación en relación con el ordenamiento de la ciudad, siendo ésta última el escenario y el elemento clave para la teoría republicana. Ahora bien, la ciudad se presenta como el conjun-to, como la pluralidad de ciudadanos, en tanto hombres políticamente libres, quienes hacen más que sólo vivir en di-cha comunidad política común a todos, debiendo participar en forma activa en la ciudad, para así llegar a ejercer la ciu-dadanía.

Veremos que para el republicanismo hay ciertos conceptos esenciales como el de ley, libertad, ciudad, bien común, política, res pública, conceptos que además de conferir coherencia a dicha teoría, se relacionan entre sí de manera que el ideal republicano, que es el de evitar la dominación de unos sobre otros, pueda comprenderse y materia-lizarse.

No menos importante será el con-cepto de Poder, el cual es concebido en una forma casi contradictoria, en tanto se presenta como el equivalente del concepto de Libertad, ya que todos los ciudadanos forman parte y partici-pan de ambos, perteneciendo la última a todos los ciudadanos y el primero a ninguno de ellos en particular sino a todos ya que es público y a la vez, se presenta como elemento de conflicto en los intentos de apropiaciòn del mis-mo, vale decir la dominación polìtica3 y final corrupción de la libertad como no-dominación propiciada por la teorìa

republicana.

II. Desconcentración vs. Multiplicación: ¿Posible contradicción en el ejercicio del poder?.

“… el despotismo es concentración, unifi-cación de poder; la libertad, por el contrario, asume en el republicanismo la forma de una dispersión, o mejor una multiplicación de los poderes de la ciudad…” 4

La finalidad de la constitución re-publicana es organizar el Poder con el objetivo de garantizar y resguardar la libertad política de los ciudadanos, siendo la correcta disposición y organi-zación de las leyes el medio para lograr dicho fin, evitando justamente la apro-piación del poder y por ende la domi-nación, o sea la no-libertad, la negación de toda posibilidad de libertad.

Desde la Antigüedad sólo eran po-sibles dos formas de organización de la polis, excluyentes una de la otra, la comunidad entre desiguales, o sea des-poteia y la comunidad de iguales, de-nominada politeia. En este sentido, los distintos autores republicanos encaran el tema de la igualdad a partir de una concepción activa de la vida, ya que los hombres en tanto ciudadanos deben actuar y participar activamente en la vida política de la ciudad para así poder ser hombres libres e iguales entre sí, ra-dicando dicha igualdad en el ejercicio del poder, poder que por ser público

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Lorena Schefer e Ignacio Moretti

no pertenece a nadie pero a la vez per-tenece a todos por igual en tanto ciu-dadanos.

Para el republicanismo la igualdad sólo existe en la vida pública y no en el ámbito privado, ya que sólo en el primer espacio los hombres ejercen su ciudadanía y pueden disfrutar de su li-bertad política, lo que introduce una te-mática de real importancia: la existencia de pluralidad5 , de diferencia, que no es ni debe pensarse como equivalente de desigualdad. Esta pluralidad reconoce la potencial diferencia entre cada uno de los ciudadanos, a la vez representa el rechazo del republicanismo a concebir al Pueblo como unidad política.

La anterior explicación viene a dilu-cidar el porqué de la desconfianza del republicanismo de un concepto como es el de Soberanía, ya que ésta es con-cebida como concentración de poder y dicha concentración no hace más que dar forma al gran enemigo del repu-blicanismo, la dominación, por lo cual también la soberanía será una cuestión a evitar por todos los medios.

II. a. El gobierno de la Ley: Rol del conflicto y la naturaleza del hombre.

“…la ley resguarda nuestra libertad no sólo ejerciendo coerción sobre otros individuos, sino también ejerciendo una coerción directa sobre cada uno de nosotros para que actuemos de una manera determinada…” 6

Retomando lo antedicho, el republica-nismo pretende evitar a toda costa la dominación en tanto concentración de poder, razón por la cual la idea de sobe-ranía del pueblo aparece como una si-tuación indeseable por la connotación de monopolización del poder que ésta encierra, a lo que se suma el rechazo de pensar al pueblo como unidad, como cuerpo uniforme; reconociéndose al interior de la comunidad política, la diferencia, la particularidad, la singu-laridad, en la cual radicará la salud y la estabilidad del régimen político. Sin embargo, la diferencia encierra algunos peligros para dicho régimen, ya que el hombre es pensado como un ser que tiende naturalmente a pensar en sí mis-mo antes que en el interés colectivo.

En este sentido, el republicanismo intentará responder un interrogante primordial para poder garantizar y res-guardar la libertad política de la ciuda-danía, lo que consecuentemente impli-ca evitar la apropiación y los intentos de apropiación del poder. Para autores como Skinner, la pregunta del republi-canismo radica entonces en ¿cómo per-suadir al ciudadano de naturaleza egoísta a actuar de manera virtuosa?7 , interrogante que encuentra su respuesta en la op-ción de desconcentrar el poder para así evitar su usurpación sea por uno o por muchos con el objetivo de dominar al otro.

Consecuentemente, el republicanis-

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

mo parte de la premisa general de que los hombres son seres pasionales que necesitan de un estricto control, sin el cual caerían en la eterna búsqueda y persecución del poder, existiendo en este punto un margen de amplitud, que va desde la concepción maquiaveliana de los hombres como seres malos en general, a la visión más sutil de pensar que los hombres tienden a seguir sus pasiones lo que hace necesario un con-trol externo y la cultivación de ciertas virtudes al interior del ciudadano.

Esta tendencia pasional de los hom-bres implica que éstos siempre inten-tarán alcanzar la consecución de sus intereses particulares, priorizándolos por sobre el ideal republicano del espa-cio público, único ámbito en el cual se persigue y se consagra el Bien Común y la sociedad política entera vela por el bienestar general, dejándose de lado las particularidades. De aquí nace la necesi-dad de encauzar y controlar el “…deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte…”8 , objetivo que podrá ser cumplido a partir del control interno y externo del ciudadano.

Para poder organizar un régimen re-publicano debe considerarse la esencia egoísta del hombre9 y su deseo de po-der, así como también la convivencia en la sociedad política a partir de los intereses diversos, haciéndose hinca-pié en la pluralidad de los hombres, en sus diferencias, en el potencial de cada ciudadano a la hora de garantizar un

régimen de libertad. La concepción de la sociedad como eminentemente di-vidida en distintos grupos sociales, va desde Aristóteles a Maquiavelo, quie-nes argumentarán que para gobernar la polis hay que recordar que hay dos sec-tores opuestos que conviven, los ricos y los pobres, pocos los primeros y nu-merosos los segundos, quienes se mue-ven por intereses y pasiones diferentes. Ahora bien, de la diferencia entre estos dos sectores y la disputa constante por la apropiación del poder, nace el ele-mento que dará vida a la república y a la política, el conflicto como motor de la participación en la vida pública y por lo tanto como eje de la libertad.

El conflicto es esencial para el repu-blicanismo, siendo innegable su impor-tancia a la hora de conservar la libertad política, ya que éste es un instrumento que potencia la participación y el for-talecimiento de la ciudadanía en tanto pertenencia a una comunidad política, convirtiéndose en la fuente de fortaleza del espíritu ciudadano y de las virtudes cívicas.

El conflicto que nace de las diferen-cias agrega la dosis que permite expli-car el crecimiento y la grandeza de una polis, en tanto promueve la preocupa-ción y el compromiso ciudadano con los asuntos públicos, teniendo el con-flicto un rol preponderante en el de-venir de la política, debiendo éste ser encauzado por los medios legales esta-blecidos y no eliminado o negado, ya

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que de ese modo se negará la política, la libertad y la igualdad, siendo indis-cutible entonces que “…toda legislación favorable a la libertad es producida por el cho-que entre las clases y así que el conflicto de clase no es el disolvente sino el cimiento de una comunidad…”10.

Sin embardo, si bien la libertad se fun-da en el conflicto y en las diferencias, no por ello se debe olvidar la particu-laridad del ciudadano, sino que por el contrario el régimen republicano basa su estabilidad y fortaleza en la potencia de dichas diferencias y así como para evitar la dominación se debe descon-centrar el poder para que no caiga en manos de nadie, a la vez se debe poten-ciar y multiplicar el poder de la ciudad, para que todos y cada uno de los ciu-dadanos sean parte y disfruten del ejer-cicio del poder con vistas a resguardar la libertad de cada uno y de la ciudad en sí.

La libertad por lo tanto no puede de-pender ni ser garantizada por ningún particular y encontrándose el elemen-to que la motiva en la participación, el debate y el conflicto que éstos generan en la polis, permite concluir que “…la libertad política no se sostiene en una noción sustantiva e indivisa del Bien sino en el equili-brio políticamente virtuoso de la diferencia, en la no-dominación de una parte sobre otra…” 11. Evidentemente, este disfrute no puede ser garantizado por los hombres quie-nes por su esencia querrán apoderarse del poder, por lo cual se hace necesaria

la presencia de la Ley como un elemen-to externo a los hombres, convirtién-dose el republicanismo en el denomi-nado “gobierno de la ley”.

Entonces, como los hombres son poco propensos a cuidar su libertad y la de la comunidad, es innegable la nece-sidad del gobierno de la Ley y de todos sus aspectos disuasivos y coercitivos, ya que así como “…el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres (…) las leyes los hacen buenos…” 12. La fuerza de la ley deviene en la comunidad a modo de resguardad de fuerzas externas los in-tentos de dominación, pero también se efectiviza su uso para con los propios ciudadanos, cumpliendo el cometido de “…obligarnos a cambiar nuestros habi-tuales patrones de conducta egoísta, para obli-garnos a cumplir con todos nuestros deberes cívicos, y de este modo asegurar que el Estado libre del cual depende nuestra libertad perma-nezca en sí mismo libre de servidumbre…”13 , ya que para el republicanismo existe una relación directa entre la libertad del ciudadano y de la comunidad política a la que pertenece por un lado, y entre la dominación externa y la libertad inter-na de dicha comunidad por otro lado.

La ley debe organizar el poder para evitar la dominación y garantizar la li-bertad de la ciudadanía, razón por la cual se debe velar por la desconcentra-ción del poder y el funcionamiento de las instituciones republicanas, de modo que predomine el interés común y la voluntad general por sobre el interés y

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la voluntad particular. De la ley nace la libertad del ciudadano, pero justamente el ciudadano es tal en tanto forme parte de una comunidad política, o sea parti-cipe activamente y se comprometa con dicha comunidad, sólo así puede ser un ciudadano libre.

Ahora bien, puede preguntarse ¿cómo surge la ley y donde radica su legitimi-dad para que el ciudadano deba obede-cerla?, y si el ciudadano debe obedecer, ¿no se encuentra minada su libertad en tanto debe obedecer a un elemento ex-traño y externo a su ser?. Ahora bien, el republicanismo es por excelencia el go-bierno de la ley, pero también es el “go-bierno sometido a la ley”, por lo cual quienes elaboren la ley también están obligados a cumplirla, radicando la le-gitimidad de la ley en su propio origen, o sea en su momento de elaboración.

En el régimen republicano las leyes son comunes por ser el resultado de la discusión pública, del debate, de la resolución y por lo tanto del compro-miso político de los ciudadanos con el bienestar de la comunidad en su totali-dad, ya que la república es el régimen de los hombres libres, radicando en dicha libertad su igualdad como ciuda-danos, status que les permite y les exige como contrapartida la participación en la cosa pública. Como todos y cada uno de los ciudadanos participan y forman parte de la ley que han ayudado a ela-borar, es un requisito indispensable que los éstos también obedezcan dicha ley,

primero porque su legitimidad radica en dicho proceso de debate, discusión y elaboración de la ley del cual el ciu-dadano formó parte y segundo porque ese proceso que ocurre a la luz pública es esencial garantía de que dicho marco legal tiene por objetivo el bien común y no los intereses particulares. Por esta razón, es exclusivamente la “…república el régimen de la coexistencia entre hombres que se reconocen mutuamente como iguales en su singularidad, como iguales en su condición de diferentes, como iguales en su libertad…”14 .

Ahora bien, teniendo en cuenta la pre-sencia de un cierto pesimismo antropo-lógico en el republicanismo, se deben tomar ciertos recaudos que fomenten el espíritu ciudadano en el hombre, ya que debido a la diversidad entre éstos y la presencia de un potencial conflic-to, será necesario cultivar ciertas virtu-des cívicas que no son naturales en el hombre, por lo cual su influencia será externa.

Por lo tanto, se concibe a la ley como medio para institucionalizar el conflic-to, sin el cual la república no podría sobrevivir, ya que su objetivo es salva-guardar la libertad política y organizar el poder de manera de evitar su con-centración y por ende la soberanía en tanto dominación. De esta forma, pue-de entenderse a la ley como fuente de libertad y en cierto sentido como de-positaria de la soberanía, no concentra-da en el pueblo, sino depositada en el cuerpo legal nacido de la deliberación

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pública. Por ser la ley de origen público, cuyo

objetivo es evitar priorizar los intereses privados por sobre el bien general, se permite consagrar la obediencia a un mandato legal, único capaz de soste-ner la libertad ciudadana. Lo que puede parecer una contradicción para otras corrientes, como ser el liberalismo, que en términos generales afirma que cual-quier interferencia, sea legal o no, a los intereses y a libertad individual es una afrenta a dicho status, como el republi-canismo piensa en términos de diversi-dad y no de unidad, la Ley que permite la plena autonomía y autorrealización del hombre, encuentra su legitimidad en la misma libertad que ésta otorga en tanto participación en su elaboración. Sólo obedeciendo el producto de las propias deliberaciones y decisiones se estará obedeciendo a uno mismo y sólo así se será plenamente libre.

Habiendo explicado brevemente los principios republicanos, se intentará abordar los postulados de distintos au-tores para captar su esencia individual, aunque al interior del republicanismo se pueden encontrar diferentes postu-ras muchas veces encontradas entre sí, vislumbrándose en ciertos autores fa-chadas de teorías como el Liberalismo o la Democracia.

III. Los matices republicanos.A) N. Maquiavelo: El clásico régimen

mixto y el pesimismo antropológico.

“…en toda república hay dos espíritus con-trapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la liber-tad nacen de la desunión entre ambos…”15

Ahora se intentará un breve acerca-miento a los que se pueden concebir como los postulados más importan-tes de autores republicanos como ser Maquiavelo, Montesquieu, o Rousseau. Comenzando por Maquiavelo, diremos que es un republicano clásico que com-parte ciertos preceptos con el humanis-mo cívico italiano pero que a su vez se abre paso en la modernidad plantean-do cuestiones que se distancian de esta corriente, por ejemplo a partir del rol que otorga al conflicto, el cual aparece como la esencia y el motor de la liber-tad política. En este sentido, Maquia-velo tomando como ejemplo a Roma16 , afirma que es un error condenar los tumultos o el desorden entre las clases concluyendo que “…quien se fija más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron…” 17 descuida la causa principal de la liber-tad.

Asimismo, la esencia republicana en Maquiavelo se evidencia en sus afirma-ciones en torno de la organización del poder, el cual de manera no puede ni debe estar concentrado, situación en la cual existe dominación de facto, vincu-

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lada ésta a la servidumbre, a la esclavi-tud, a la pérdida de autonomía y deci-sión. Por ello, el poder radica en una voluntad colectiva, originándose así la república en sus diversas formas18 , cla-ro está siempre que exista desconcen-tración del poder.

Ahora bien, para Maquiavelo19 las di-versas formas de gobierno tienen una corta vida, ya que todas transitan por un proceso natural y cíclico que implica su nacimiento, desarrollo y muerte, es-tando las formas sujetas a corrupción, sufriendo del gran mal que acoge al autor, la inestabilidad, por lo cual “…casi ninguna república puede tener una vida tan larga como para pasar muchas veces esta serie de mutaciones y permanecer en pie…”20 . Y de esta inestabilidad que caracteri-za a las formas de gobierno se nutri-rá Maquiavelo para sostener la forma de gobierno mixto, alejándose así de las formas puras, eligiendo “…un tipo de gobierno que participe de todas…” para asegurar la estabilidad ya que sólo en el gobierno mixto “…cada poder controla a los otros, y en una misma ciudad se mezclan el principado, la aristocracia y el gobierno po-pular…”21 .

El gobierno mixto es el régimen que alcanzaría la estabilidad, convirtiéndo-se ésta en el elemento que denota o no el éxito político, lo cual se evidencia en las obras del autor que indican como objetivos políticos, por un lado la con-servación del Estado y por otro la pro-tección de la libertad. Y el instrumento

para conseguir dichos objetivos son la canalización e institucionalización del conflicto, ya que las pugnas entre los grandes y el pueblo permiten un equilibrio en la ciudad, de forma que ninguno de los sectores pueda oprimir al otro, apareciendo los tumultos como un claro estímulo para la participación política, lo que se manifiesta en una elevada virtú cívica. Maquiavelo con-cluye entonces que toda legislación que favorezca la libertad es resultado del choque entre los humores de la ciudad, por lo cual el conflicto es constitutivo de la libertad política y no se puede ni se debe anularlo.

En relación a lo anterior, si bien para el republicanismo en general, Maquia-velo en particular hace hincapié en el concepto de Virtú, concepto eminen-temente político pensado como una cualidad no natural en los ciudadanos, que les permite lograr y mantener su libertad llevando a la comunidad a la grandeza política. Y justamente como esta cualidad no es natural, el modo de adquirirla radica en la buena educación, en mantener y profundizar las buenas costumbres, todo lo cual influye y pre-para al ciudadano para aumentar su participación política y comprometerse con su comunidad.

A partir de la concepción de virtú, se evidencia la visión activa de ciudadanía que defiende el autor, resultando esta situación en la solución al problema que encierra el comportamiento de los

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hombres que naturalmente se muestran reacios a desarrollar las cualidades que les permiten alcanzar el bien común. Skinner afirma que dicho comporta-miento se vincula con el concepto de corrupción, el cual encierra “…una falla de racionalidad, una incapacidad para reconocer que nuestra propia libertad depen-de de que nos comprometamos a una vida de virtud y servicio público…”22 , disposición evidente en los hombres que actúan persiguiendo ante todo sus propios in-tereses.

Maquiavelo entiende que para en-caminar al hombre en el cultivo de la virtú y el logro de la grandeza de la co-munidad política, es necesario el poder de la ley en tanto elemento coercitivo y activo, que implica el compromiso pú-blico de los ciudadanos y el logro de la libertad, a partir de la participación y servicio público y el consecuente logro del autogobierno. Aquí se vislumbra la oposición existente entre la concepción republicana de libertad y la concepción liberal, siendo que para ésta última la libertad se percibe como ausencia to-tal de interferencia, incluso del Estado, mientras que para el republicanismo la libertad es vista como protección de toda posibilidad de interferencia de otro, como seguridad contra el poder de otro u otros de hacer daño al ciuda-dano, o sea según Maquiavelo, como la no dominación.

De este modo, el autor manifiesta que “…quien dispone una república y ordena sus

leyes presuponga que todos los hombres son malos, y que pondrán en práctica sus perversas ideas siempre que se les presente la ocasión de hacerlo libremente…”23 , siendo la ley el instrumento que permite encarrilar al hombre en el camino de la virtud po-lítica. Por ello Maquiavelo afirma que sólo en la república podrá lograrse di-cho objetivo y concluye que será ésta la forma más estable y de vida más duradera, incluyendo en la compara-ción incluso al principado, siendo que la república pone en movimiento todos los elementos que se encauzarán hacia el bien común.

No obstante, la república y la materia-lización de la vida virtuosa encuentran ciertos impedimentos, entre los cuales el autor resalta los peligros de una ex-cesiva riqueza y los lujos ya que éstos corrompen a la ciudadanía, siendo ne-cesario entonces “…mantener a los ciuda-danos en la pobreza, para que las riquezas desprovistas de virtud no puedan corromper ni a sus poseedores ni a los demás…”24. A esto se suman los riesgos de la debilidad mi-litar, la carencia de un ejército propio o lo que es incluso peor dejar la repúbli-ca en manos de ejércitos mercenarios, los cuales “…no hacen nunca sino daño…” siendo “…más difícil que caiga el poder de uno de sus ciudadanos una república arma-da con tropas propias que otra armada con tropas foráneas…”25 . Maquiavelo por lo tanto recomienda que la mejor opción para garantizar la protección y durabi-lidad de la república es la de armar a

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los propios ciudadanos como forma de acrecentar la virtud política y el amor a la patria.

Estos peligros traen aparejada la de-nominada corrupción, que es cuando el pueblo se corrompe y no sabe como orientar su energía hacia el bien común priorizando los intereses particulares, origen de lo cual es la ruptura de la ini-cial igualdad de poder: la desigualdad o apropiaciòn del poder pùblico. La so-lución se encuentra sólo en manos del legislador quien debe prever que todas las leyes mantengan la libertad, a la vez que fomentar y alimentar el orgullo cí-vico y el patriotismo para que así el ciu-dadano pueda a través de la educación y las buenas costumbres equiparar su propio bien con el bien común y lograr que el pueblo sea libre de toda agresión y servidumbre para poder gobernarse a sí mismo26.

Maquiavelo considera que para su-perar estos peligros hay que acudir al gobierno mixto ya que éste permite un correcto equilibro entre los humo-res de la ciudad. Sin embargo, también puede rastrearse en su obra cierta pre-ferencia por el gobierno popular ya que “…sólo cuando el pueblo en general es encar-gado del gobierno se atiende adecuadamente al bien común ya que todo lo que promueve se realiza…”27, radicando su argumento en la opinión que el pueblo le mere-ce, ya que deben ser guardianes de la libertad quienes menos deseos de usur-parla sientan y mientras los nobles sólo

quieren dominar el pueblo sólo quiere evitar ser dominado, poseyendo por lo tanto un mayor deseo de libertad.

El gobierno del pueblo será mejor que el de los príncipes, ya que el pueblo es menos ingrato, se equivoca menos, es más prudente y más estable que los príncipes, por lo cual se debe confiar más en él. Y como la exclusión gradual del pueblo es una causa de real im-portancia para explicar la corrupción, la preferencia de Maquiavelo es por el Consiglio Grande, por el governo lar-go, ya que la república en la que está pensando el autor es la de Roma y por tener en mente una república que in-tente fundar un imperio, será el pueblo quien deba resguardar la libertad.

Sólo la forma republicana pone en di-recta relación a la libertad y a la virtú, siendo ésta la única forma política que prepare a los hombres para alcanzar la gloria y el amor de servicio a la patria, afirmando Maquiavelo la necesidad de promover la virtud cívica, ya que “…si una república fuese tan afortunada que con frecuencia tuviese hombres que por su ejemplo diesen nueva vida a sus leyes, y no sólo im-pidieran que fuesen a la reina, sino que res-tauraran su prístino vigor, semejante república perduraría siempre…”28.

B) Montesquieu: La tajante división de poderes. La faceta liberal del repu-blicanismo.

“…el pueblo no debe entrar en el Gobierno

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más que para elegir a sus representantes, que es lo que está a su alcance…”29

Montesquieu también es un autor de raíz republicana clásica, ya que adopta los principios fundamentales de esta teoría, aunque para ciertos autores como ser Skinner o Manin, Montes-quieu será un autor republicano pero también será un claro exponente del liberalismo. Así como Maquiavelo fue un innegable defensor del equilibrio de poder como forma de potenciar el po-der de la ciudad que resultaría en un es-cenario de no menos sino de más poder, será Montesquieu el autor que planteé y respalde la idea de una división de poderes, con el mismo argumento que Maquiavelo, o sea el de evitar el abuso y los intentos de apropiación de poder. Asimismo, Montesquieu se adentrará en lo que parece convertirse en un pro-blema para las sociedades modernas, incorporando concretamente la noción de Representación, cuestión que será objeto de estudio para los autores mo-dernos.

En este sentido y en relación con su aspecto republicano, Montesquieu mantiene el principio que establece una relación directa entre libertad po-lítica y leyes como momento cúlmine de autorrealización del ciudadano en el espacio público, añadiendo el autor que para concebir a la libertad no se la debe pensar como hacer lo que uno quiere, ya que la libertad “…sólo puede consistir

en hacer lo que se debe querer y no en estar obligado a hacer lo que no se debe querer (…) la libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permiten…”30, estableciéndose aquí una tajante distancia entre los deseos o inte-reses particulares y lo que efectivamen-te establece la ley de aplicación general.

Aquí vislumbramos el perfil liberal de Montesquieu, ya que éste concibe a la libertad en relación y partir de la sub-jetividad del ciudadano, básicamente porque ésta “…depende de la tranquilidad de espíritu que nace de la opinión que tiene cada uno de su seguridad…”31, existien-do un estado de libertad sólo cuando ningún ciudadano tema de otro y el go-bierno garantice dicha seguridad. Para Montesquieu, el ciudadano, si bien es tal a partir de su condición de miembro activo de una comunidad política, es ante todo un individuo que merece ser respetado como tal y por ello su parti-cularidad si bien se refleja en la ley que ha elaborado como ciudadano, no pue-de ser alterada o irrespetada por esta misma ley que puede, e interfiere en su vida y en sus interés32.

El autor comparte con el republica-nismo la concepción pesimista de la naturaleza humana, afirmando que “…es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abu-sar de él…”33, siendo por ello necesa-rio establecer algún mecanismo que permita que el poder frene al poder, a partir del establecimiento de un meca-nismo artificial que limite el ejercicio

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del poder. Por esta razón, Montesquieu profesa como solución para los inten-tos de abuso de poder, establecer lisa y llanamente una división de poderes, ya que si una misma persona o cuerpo ejerciera los tres poderes, dando lugar a la concentración, el resultado sería un gobierno despótico.

Ahora bien, el ideal republicano ra-dica para Montesquieu en que en “…un Estado libre, todo hombre (…) debe go-bernarse por sí mismo…” estando la clave en que el pueblo ejerza el Poder Legis-lativo, ideal que en la modernidad de-bido al tamaño de los Estados ve di-ficultada su materialización, escenario tajantemente distante de las pequeñas ciudades antiguas, situación que lleva al autor a plantear que “…el pueblo deberá realizar por medio de sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo…”34 . A diferencia de lo que planteaban autores como Maquiavelo35, Montesquieu se asentará plenamente en la Moderni-dad, afirmando que debido al tamaño de las sociedades modernas, a lo que se suma cierta incapacidad de ejecución por parte del pueblo, el único camino es la representación política y como el pueblo sí estaría capacitado para elegir a sus representantes, la solución parece más que adecuada.

La libertad política depende entonces de una estricta división de poderes que evite a toda costa los abusos del poder, teniendo como consigna que el pueblo haga sus propias leyes y se obedezca

a si mismo, el ciudadano será libre en tanto y cuando tenga la opinión de que ejerce su propia voluntad, o sea que por ser creador de la ley, ésta se aplique en forma general a todos y cada uno de los ciudadanos pero no en forma par-ticular a ninguno de ellos, ya que así se suspenderá la libertad política.

Otro aspecto liberal en Montesquieu reside en su creencia de que el ciudada-no actúa como individuo y obra según cree por sus propios intereses, pero en realidad lo hace gracias a la virtud repu-blicana que significa amor a la patria y a las leyes, lo que encamine a los ciudada-nos hacia el bien común. Consecuen-temente, el argumento republicano encierra para Montesquieu la defensa de la denominada virtud republicana como elemento que significa que quie-nes detenten el poder se repriman a si mismos para garantizar la ejecución de las leyes, ya que sólo los gobernantes movidos por el amor a la patria serán quienes estén dispuestos a sacrificar sus preferencias, ya que “…la conservación y el éxito de las repúblicas requieren pues que los ciudadanos coloquen el respeto a la regla por encima de sus inclinaciones inmediatas…”36. Este escenario es resultado exclusivo del autocontrol y de una disposición producto de la educación y de las cos-tumbres y el sentimiento de seguridad que hace obrar a los ciudadanos obede-ciendo la ley hecha por todos resulta en el bienestar general.

Asimismo, así como Roma era el

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ejemplo de república por excelencia para Maquiavelo, para Montesquieu el modelo será Inglaterra en tanto nación que basada en el respeto a la ley y a la patria, se encamina a la grandeza, y se-gún Manin para Montesquieu dicha na-ción es en realidad una república que se esconde bajo la forma de una monar-quía, forma por la cual el autor tendrá predilección, ya que es necesaria una rápida ejecución y esto sólo es posible cuando el que ejecuta las leyes es uno solo, diferente a lo que ocurre en el Po-der Legislativo. Y si la virtud republi-cana es el amor a la patria y el respeto a la ley en la ciudad, la pasión que será motor en la monarquía es el honor, ele-mento que pone en movimiento todas las partes del cuerpo político, hacien-do que todos los ciudadanos se unan a partir de su propia acción y mientras cada uno cree obrar por sus intereses particulares en realidad obra por el bien común.

En esta inclinación hacia la monar-quía se evidencia la importancia que tiene la representación política como única forma de hacer viable un régimen en los estados modernos, a la vez que denota la percepción del autor en torno de la necesidad de representantes como los únicos capacitados para discutir y decidir sobres los asuntos públicos, mientras “…que el pueblo en cambio no está preparado para esto…”37, siendo aptos sólo para elegir representantes, situa-ción que permite vislumbrar asimismo

la velada desconfianza de Montesquieu hacia el régimen democrático, postu-ra que lo distanciará enormemente de otro autor republicano, Rousseau.

C) J. J. Rousseau: La Voluntad como unidad y el despliegue democrático.

“…no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse nunca, y el soberano, que no es sino un ser co-lectivo, no puede ser representado más que por sí mismo, el poder puede ser trasmitido pero no la voluntad…” 38

Rousseau es un autor en el cual se distinguen vetas eminentemente repu-blicanas innegables en su teoría, pero como veremos a continuación, al con-cebir a la denominada Voluntad Ge-neral como una situación que implica una concreta uniformidad de los ciuda-danos que conviven en un cuerpo co-lectivo, percibimos un cierto alejamien-to del autor de la teoría republicana, ubicándose más cerca de los planteos democráticos, visión que si bien no es incorrecta no es del todo acertada.

El primer punto de desencuentro en-tre Rousseau y los republicanos, espe-cialmente en relación con Montesquieu y a Maquiavelo, es alrededor de la con-cepción de Soberanía, la cual desperta-ba el rechazo para la teoría republicana, en tanto concentración de poder y por ende dominación. Ahora bien, Rous-seau, quien en este aspecto y como

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nos dice Schmitt, se acerca a la teoría democrática, afirma que la soberanía reside exclusivamente en el pueblo y la voluntad del pueblo como Voluntad General, no puede de ningún modo delegarse, es indivisible y absoluta, así como también se encuentra por encima de la ley y del juez. Si bien Rousseau parece irse a los extremos, su ideal de soberanía se ubica en su noción de ésta como ejercicio de la Voluntad General, en tanto cuerpo colectivo en el cual “…cada uno de nosotros pone en común su per-sona y todo su poder bajo la suprema direc-ción de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo…”39.

Una vez que los hombres pasan a formar parte de la Voluntad General a partir de la convención, el objetivo de este cuerpo es el bien común, existien-do en términos de Schmitt una suerte de homogeneidad, de uniformidad de los ciudadanos, situación que corres-ponde al ideal democrático en tanto existencia de unanimidad y un escena-rio en el cual dicha homogeneidad apa-rece como identidad, y llegado el caso en el cual alguien “…se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo; lo que no significa sino que se le obliga-rá a ser libre…”40. Vemos entonces que también para Rousseau la libertad resi-de en la política, en el espacio público, pero a diferencia de los autores vistos con anterioridad, participar en la vida pública es para este autor una faceta de la pertenencia a la Voluntad General, la

cual “…debe partir de todos para aplicarse a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende hacia algún objeto individual y determi-nado…”41.

La institución de la Voluntad General ha sido la oposición de intereses parti-culares y su objeto es entonces el Bien Común y lo que hay de común entre estas voluntades será lo que da forma al vínculo social que pone en funcio-namiento al Soberano. Sin embargo, las voluntades particulares que tienden a buscar su propio interés, sólo en la voluntad general pueden querer lo mis-mo, por lo cual ésta “…no puede enajenar-se nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representando más que por si mismo…” ya que “…el poder pue-de ser transmitido pero no la voluntad…”42. Y en esta breve explicación Rousseau se enfrenta con los principios de la delegación y de la representación que como hemos visto Montesquieu tan fervientemente defiende, y si bien para el primero lo ideal son sociedades de tamaño reducido, de ninguna manera la representación es una opción.

Como las voluntades particulares per-siguen preferencias individuales y sólo la Voluntad General tiende al bien co-mún y a la igualdad, si se intenta enaje-nar la soberanía, cualquier posibilidad de alcanzar el bien general desparece, argumento evidentemente válido para rechazar de plano los intentos de divi-sión de la soberanía. Así se echan por tierra los planteos de Montesquieu, ya

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que la Voluntad General es absoluta como lo es su objeto, porque “…la vo-luntad es general o no lo es…”43, y en todo caso Rousseau siente que la intención de dividir ésta última reside en el “…error de no tener nociones exactas de la autori-dad soberana…” lo que lleva a la incon-sistencia de que “…después de haber des-pedazado al cuerpo social, mediante un acto digno de prestidigitación digno de una feria, re-únen los pedazos no se sabe bien cómo…”44.

En consonancia con lo expuesto, si el objeto es el bien común, el instrumen-to necesario para lograr dicho objetivo es la presencia de la ley y esto se logra cuando “…el pueblo decreta sobre sí mismo (…) por lo cual la materia objeto del decreto es general al igual que la voluntad que decre-ta…”45, acto que es denominado como Ley. La idea es clara, la ley es produc-to exclusivo de la Voluntad General y nunca de la voluntad particular, por eso su objeto también es general, nunca aplicándose la ley a casos individuales. Aquí encontramos la primera aproxi-mación a lo que Rousseau denomina como República, acercamiento poco claro si se quiere, ya que éste sostiene que la república es “…todo gobierno regido por leyes, encontrándose bajo cualquier tipo de administración…” concluyendo que “…todo gobierno legítimo es republicano…”46, lo cual puede llevar a confusiones, ya que se deja una lectura abierta siendo que en algunos casos todo puede llegar a ser república, debido a que el único re-quisito parece ser la existencia de leyes

que rijan la vida pública, sin importar la forma de gobierno específicamente, significando esto el alejamiento de los principios sostenidos por los anteriores autores. De todos modos, lo que vale destacar, es que la raíz republicana en Rousseau se vislumbra en el momento en que para él el gobierno republicano es el gobierno de las leyes, más allá de las eternas posibilidades que dicha afir-mación pueda traer como resultado.

Rousseau especifica que la vida polí-tica es una vida activa en la que todos y cada uno de los ciudadanos partici-pan en el proceso de discusión y ela-boración de la ley, siendo impensable la representación o la delegación de la voluntad, especialmente porque el au-tor piensa en repúblicas de tamaño re-ducido. Pero si bien no puede delegarse la voluntad, sí puede delegarse el poder, haciéndose necesaria la presencia de un legislador que no pretende representar a los ciudadanos, sino simplemente eje-cutar la ley que el pueblo ha elaborado por sí mismo.

Lo que hace Rousseau es establecer una diferencia entre el Soberano por un lado y el Gobierno por el otro, a la vez que en el primero hay que distinguir al pueblo como tal y al pueblo como súb-dito. En el primer caso éste hace la ley y en el segundo debe obedecerla radican-do en ambos actos la libertad política. Ahora bien, el legislador viene a cum-plir la función de guiar a las voluntades particulares, ya que sólo la Voluntad

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

General es recta mientras que las vo-luntades particulares necesitan cierto acompañamiento, siendo su función ni la magistratura ni la soberanía. Recor-demos que por ser la Voluntad General ella y no otra, no puede ser ni represen-tada ni dividida, pero sí existe una clara división y distancia entre la voluntad y el poder, correspondiendo la primera al pueblo, a la generalidad que será quien ejerza el Poder Legislativo, mientras que el segundo significa el ejercicio del Poder Ejecutivo, en tanto actos parti-culares que no tienen relación alguna ni con la elaboración de la ley ni con el Soberano como tal.

El Gobierno se encarga de la ejecu-ción de las leyes, no de su creación, así como también actúa como cuerpo in-termedio entre el Soberano y los súb-ditos. Y será en la ejecución cuando se mantenga la libertad ganada con la vida pública y la elaboración de la ley y aquí resurge el espíritu republicano de con-trol, ya que Rousseau afirma que para evitar el abuso de poder “…el gobierno debe tener más fuerza para contener al pueblo, y a su vez, el soberano debe asimismo aumen-tar su fuerza para contener al gobierno…” 47 Lo que hace el autor, aunque en térmi-nos diferentes es plantear una suerte de poder que frene al poder.

Consecuentemente, en la concepción rousseauana el énfasis está puesto en la organización republicana de la socie-dad, o sea en la primacía de las leyes por sobre las voluntades particula-

res, del Poder Legislativo por sobre el Ejecutivo y en todo caso la diferencia entre las diversas formas de gobierno radica en un criterio numérico que in-dica cuantos magistrados forman parte del gobierno, siendo lo destacable y en oposición a sus predecesores, la crítica al gobierno mixto como opción posi-ble, ya que “…el gobierno simple es el mejor en sí mismo por el hecho de ser simple…” 48, opinión totalmente opuesta a lo plan-teado por Maquiavelo. Sin embargo, Rousseau no puede disimular cierta preferencia por la democracia, lo cual es evidente si pensamos que existe en su predilección por la república de ta-maño reducido, por la asamblea que reúna a todos los ciudadanos para que debatan y legislen, todos en una Volun-tad General, todas cuestiones que para algunos significan un cuasi totalitaris-mo mientras que para otros dichas ex-presiones no son más que la existencia de una plena democracia, lo que lleva al autor a concluir que “…si hubiese un pue-blo de dioses, se gobernaría democráticamente, pero un gobierno tan perfecto no es propio de hombres…”49.

Por último, como también afirma Maquiavelo, Rousseau dirá también que todos los gobiernos tienden a de-generar, por lo cual la clave esta sólo en la república, en el gobierno de las leyes y éstas como actos de la Voluntad General, escenario en el que el Sobe-rano obra por medio de las leyes que ha creado ya que sólo existe Soberano

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cuando el pueblo está reunido, por eso “…al no ser la ley más que la declaración de la voluntad general, es obvio que en el poder le-gislativo el pueblo no puede estar representado; pero puede y debe estarlo en el poder ejecutivo, que no es sino la fuerza aplicada de la ley…” 50. Es sencillo, la supremacía de la ley en la república significa la supremacía del poder legislativo que corresponde al pueblo por sobre la singularidad de la ejecución, acto inferior que no requiere de la presencia de un cuerpo colectivo que sustente dicho evento.

IV. A modo de conclusión.En estas breves líneas hemos intenta-

do recorrer los principales postulados de la Teoría Republicana, habiendo to-mado como exponente a tres autores, que a nuestro entender representan a su vez diferentes tendencias o posturas al interior de la teoría, que comparten los principios generales de la misma pero asimismo se distancian entre sí acercándose por momentos más a la teoría liberal o a la teoría democrática, lo cual demuestra lo difícil y erróneo que puede ser encasillar autores en sólo una corriente de pensamiento.

Habiendo analizado los postulados de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau, hemos podido observar que cualquier intento de linealidad al interior del re-publicanismo puede ser erróneo e in-cluso peligroso. De esta forma, se ha intentado abordar los principios defen-

didos por estos autores con el objetivo de delinear que cada uno de ellos puede a lo largo de sus obrar acercarse más o menos a otras corrientes teóricas, como ser el liberalismo o la teoría de-mocrática.

Hemos visto que Rousseau por ejem-plo, presenta una postura más familia-rizada con la teoría democrática si se quiere, en lo que refiere a la idea de so-beranía del pueblo. En su concepción de la Voluntad General, como cuerpo en el cual existe uniformidad y cuasi anulación de la pluralidad, lectura que según Schmitt responde directamente a la lógica democrática, puede delinear-se una noción de soberanía del pue-blo. Evidentemente, esto no corres-ponde a lo que sostiene Montesquieu o Maquiavelo, siendo que la soberanía implica innegable concentración de poder y para el primero la respuesta es la división de poderes mientras que para el segundo es necesario equilibrar el poder, desconcentrarlo pero no así dividirlo; siendo evidente la diferencia entre estos y Rousseau quien sostiene que al interior de la Voluntad General existe unidad ya que todos forman par-te de ese cuerpo como creadores de la ley y por lo tanto forman el soberano como receptáculo de la soberanía. Por ello es difícil intentar una generaliza-ción, ya que si bien hemos explicado el significado de la soberanía para el re-publicanismo, esto no implica que no podamos rastrear matices teóricos al

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

interior de este corpus teórico, los cua-les no por ser divergentes en algunos puntos significan una contradicción al republicanismo como tal.

Por otro lado, los tres autores compar-ten la idea de que sólo y exclusivamen-te en la obediencia a la ley que uno ha elaborado, se puede alcanzar la libertad. Claro está, que para Rousseau la ley es producto de la Voluntad General y por lo tanto de la convivencia en un cuerpo político que pretende homogeneizar a los ciudadanos incluso obligándolos a ser libres que es lo que se requie-re para formar parte de ese cuerpo, y por lo tanto a obedecer la ley; mientras que para Maquiavelo cada ciudadano a partir de sus diferencias y de los con-flictos que potencialmente pueda tener con otros, será la clave para entender el proceso activo de generación de la ley. Asimismo, Montesquieu, concibe la idea de obedecer la ley común, pero cobra relevancia el factor individualista, el elemento subjetivo, que resulta en la obediencia con sustento cuasi egoísta, ya que los ciudadanos obedecen porque están convencidos que así persiguen su propio interés, cuando en realidad el re-sultado es el beneficio general. En este sentido, si quiere arriesgarse una lectu-ra, tenemos por un lado el republicano más democrático, al republicano más esencialmente respetuoso de lo clásico y al liberal republicano, todos los cuales comparten una raíz teórica, pero a lo largo de sus producciones se bifurcan

acercándose más a otros corpus teóri-cos.

“…lo público indica, al mismo tiempo, mun-do común, entendido como comunidad de cosas, que nos une, agrupa y separa, a través de re-laciones que no supongan la fusión (…) La condición indispensable de la política es la irre-ductible pluralidad que queda expresada en el hecho de que somos alguien y no algo…”51

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Notas:

1Hilb, Claudia; “Ciudadanos de qué Repúblicas”, Revista Lo que Vendrá, s/d. 2 Funes, Ernesto; “Universalismo republicano, Universalismo liberal”, s/d. 3 En este sentido, claramente, las conceptualizaciones republicanas de Poder y Dominación se encuentran en las antìpodas mismas de las definiciones weberia-nas de los mismos conceptos, que observan , por el contrario, a la dominaciòn como legìtima y al poder como imposiciòn. 4 Funes, Ernesto; en Spinoza, Baruch de; “Tratado Político”; Edit. Quadrata, Colección Retrolecturas, 2003, pág. 21. 5 Esta concepción difiere de lo que plantea la teoría democrática, en tanto como sostiene Schmitt, para ésta última habría una suerte de homogeneidad y de identi-dad, pensándose al pueblo como unidad política, dándose uniformidad y relegan-do la noción de diferencia y particularidad. 6 Skinner, Quentin en Ovejero, Félix, Martí, José Luis y Gargarella, Roberto; “Nuevas Ideas Republicanas. Autogobierno y libertad”; Paidós, Barcelona, 2004, pág. 109. 7 Skinner, Ibíd.. 8 Hobbes, Thomas; “Leviatán”; Editorial Losada, Buenos Aires, 2003, Capitulo XI. Pág 106. 9 Aquí también se observa un panorama variopinto al interior de los autores republicanos siendo que muchos de los cuales bridnan una definiciòn esencialista y naturalista del comportamiento humano, mientras que otros, entre los cuales podrìamos ubicar a Maquiavelo, adoptan el pesimismo antropològico como una presuposiciòn polìtica necesaria para la organizaciòn de una Repùblica virtuosa, pero dejando de lado la veta esencialista. 10 Skinner, Q.; “Los fundamentos del pensamiento político moderno”, Fon-do de Cultura Económica, México, 1985, pág. .207. 11 Hilb, C.; Ob. Cit., Pág. 5. 12 Maquiavelo, Nicolás; “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”; Alianza Editorial, Madrid, 2000, Libro I, iii, pág. 41. 13 Skinner, Ibíd., Pág. 109. Es en este marco de una teorìa exigente para con el ciudadano, que estas nociones han sido fruto de fuertes crìticas desde posturas liberales que las señalan como representantes de ideas totalitarias que anulan la voluntad individual. 14 Funes, E.; Ob. Cit. 15 Maquiavelo, N.; Ob. Cit., I, iii, pág. 42.

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Lecturas de la Teoría Republicana: el gobierno de la ley y la construcción de la ciudadanía desde la mirada de Maquiavelo, Montesquieu y Rousseau.

16 El humanismo cívico en general tomaba como ejemplo no a Roma sino a la ciudad de Venecia. 17 Ibíd., pág. 39. 18 Bobbio, Norberto; “La Teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político”; Fondo de Cultura Económica, México, 2000. 19 Como se puede observar, en este punto Maquiavelo se nutre de los postulados de Polibio. 20 Maquiavelo, Ibíd., I, ii, pág. 37. 21 Ibíd., pág. 38. 22 Ovejero, Félix, Martí, José Luis y Gargarella, Roberto; Ob. Cit., Pág. 108. 23 Maquiavelo, N.; Ob. Cit., Pág. 40. 24 Ibíd., pág. 370. 25 Maquiavelo, Nicolás; “El Príncipe”, Alianza Editorial, Buenos Aires, 1992, pág. 73. 26 Por esta razón, se debe evitar el reinado de la desigualdad, o sea que el pueblo sea excluido de la participación política y del gobierno, tal cual sucedió en Roma cuando los poderosos comenzaron a hacerse cargo de las magistraturas sin ser los más virtuosos, proponiendo leyes no para promover la libertad común sino para acrecentar su propio poder. 27 Skinner, Q., Ob. Cit., pág. 184. 28 Ibíd., pág. 206. 29 Montesquieu, “Del Espíritu de las leyes”; Editorial Altaya, Barcelona, 1993, pág. 135. 30 Montesquieu, Ob. Cit., pág 114. 31 Ibíd., pág. 115. 32 Puede rastrearse la premisa liberal que concibe al ciudadano como un indivi-duo, que sólo puede considerarse libre a partir de su propia y exclusiva percepción y sensación de seguridad, en tanto no interferencia, no pensada como un estado de servidumbre como lo era para Maquiavelo, sino como la no interferencia de otros, incluido el Estado, en los asuntos e intereses personales del individuo 33 Ibíd., pág. 114. 34 Ibíd., pág. 117. 35 No por ello debemos ni podemos pensar a Maquiavelo como un autor anti-guo, sino que por el contrario para muchos autores, como Strauss en su prólogo al libro “La filosofía política de Hobbes”, será Maquiavelo uno, sino el primero (afirmando en una segunda edición que el primer autor moderno será Hobbes) de los autores que inauguran la Modernidad.

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36 Manin, Bernard; “Montesquieu, la República y el comercio”, en Aguilar José Antonio y Rojas Rafael (Coords.), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, México, Fondo de Cultura Econó-mica, 2002, pág. 24. 37 Montesquieu, Ob. Cit., Pág. libro 117. 38 Rousseau, Jean Jacques; “El Contrato Social”, Editorial Altaza, Barcelona, 1993, pág. 25. 39 Ibíd., pág. 15. 40 Ibíd., pág. 19. 41 Ibíd., pág. 31. 42 Ibíd., pág. 25. 43 Ibíd., pág. 26. 44 Ibíd., pág. 27. 45 Ibíd., pág. 37. 46 Ibíd., pág. 38. 47 Ibíd., pág. 58. 48 Ibíd., pág. 76. 49 Ibíd., pág. 67. 50 Ibíd., pág. 95. 51 Arendt, Hannah; “¿Qué es la política?”, Editorial Paidós, Buenos Aires, pág. 21.

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La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática.

Por obra de una multitud de pe-sos, engranajes, fuelles y poleas, ejercemos una fuerza aquí, y esa

fuerza se transmite, circula por torren-tes maquínicos, alimenta mecanismos sutiles o masivos y devuelve, al final del proceso, otra fuerza, allí, donde yo no estoy. Este mecanismo prodigioso y co-tidiano que es el mundo hace posible y habitual que mi fuerza aparezca donde yo no; que, de algún modo, yo esté pre-sente allí, donde no estoy, ejerciendo mi fuerza allí, donde no la ejerzo.

Para nada habitual, y difícilmente po-sible, es dar con un mecanismo que transmita mi libertad más allá de mí mismo; un mecanismo por el cual mi libertad pueda delegarse y ejercerse allí donde no estoy. La libertad de mi vo-luntad se presenta elusiva ante los pro-digios de la naturaleza y los favores de la técnica: no hay, que se sepa, mecanis-mo, procedimiento por el cual un hom-bre pueda ser libre en lugar de otro.

Este es un texto sobre la libertad y el orden social; sobre la inconmensurabi-

lidad entre libertad y sociedad; sobre eso de inconmensurable que llamamos democracia.

Este es, también, un texto sobre Jean-Jacques Rousseau.

IEl mundo de Rousseau es el mundo

de los engranajes y los fuelles1. Un mundo de mecanismos naturales, de estímulos y respuestas, de procesos en-cadenados, de acoples armónicos, de coordinaciones múltiples. El mundo de Rousseau es también un mundo pleno de obstáculos y coacciones externas que producen en el hombre necesida-des y lo convocan a la innovación. Ante el obstáculo, el hombre desea, piensa y da lugar a la técnica, desencadenan-do nuevos procesos, liberando nuevas fuerzas, produciendo dispositivos que superan unos obstáculos para pronto encontrar otros nuevos, que a su vez convocan nuevos dispositivos, y así. En esta cadencia, el hombre se da alimen-to, refugio, nombre, ideas complejas,

* Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la misma Universidad. Desempeñó tareas de coor-dinación y docencia en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Sede Argentina. Autor de varios trabajos en la materia.

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palabras, lazos sociales, propiedad, ins-tituciones.

Pero el mecanismo se ha malogrado. Es que el hombre alimentó el engranaje natural del mundo con sus vicios, des-encadenado las operaciones más nefas-tas. La superstición, la avaricia, la ambi-ción, el orgullo; todos ellos alimentaron el progreso de las ciencias y las artes y contribuyeron, al mismo tiempo, a la decrepitud de la especie humana. El hombre se ha perdido en una deriva de perversión de la sociedad, corrupción de las costumbres y extravío de la vir-tud.

La inocencia del mundo expulsa de sí a un hombre que ha perdido su inocen-cia y lo condena a una vida inauténti-ca2. Un desgarramiento general opera dislocando ser y apariencia, naturaleza y sociedad, hechos y palabras. Por to-dos lados, el vicio se arroga el lugar de la virtud. El hombre tenido por decen-te es un vicioso; el sabio, un ignorante; el rico, un usurpador; el soberano, un tirano. Llamamos a los hombres iguales por naturaleza cuando, por todos lados, se instituyen desigualdades3. Llamamos libres a los hombres y, por todos lados, están encadenados4. Llamamos propie-dad privada al arrebato5. Llamamos de-recho a la fuerza del más fuerte6.

El hombre se desgarra: ve su natura-leza malograrse por todos lados. No vive en sí mismo sino fuera de sí, en la opinión de los demás, alienado en una sociedad que lo desnaturaliza y lo co-

rrompe7. Es necesario salvar este extra-vío, desandar la corrupción y recompo-ner el mecanismo natural. Frente a este mundo aparente y caído, hay un recurso a disposición del hombre para empren-der el regreso. Este recurso es el últi-mo puente con la naturaleza, la última posibilidad de acceso a la cosa. Se trata de la experiencia de sí mismo, del sen-timiento más primario en el hombre8, que es el de su propia existencia. Cuan-do toda representación está en crisis, cuando palabras y cosas se dislocan, el refugio se vislumbra en “la presencia consigo del sujeto en la conciencia o en el sentimiento”9. Ante la deriva de las mediaciones, queda entonces el recur-so inmediado a sí mismo. Se trata, en Rousseau, de iniciar una investigación que dé con los principios grabados en el corazón del hombre, única filosofía verdadera10, que permita descorrer el velo de las apariencias, reencontrar al hombre con su naturaleza y resituarlo en su prodigioso mecanismo.

El programa consiste, entonces, en dar con la naturaleza del hombre, se-parando en él lo que hay de originario y de artificial11. Una vez que se haya sus-traído del hombre todo lo adquirido a través de la cultura y a lo largo de la his-toria, podremos dar con la naturaleza humana, “un estado que ya no existe, que quizás no haya existido, que pro-bablemente no existirá jamás, y del que sin embargo es necesario tener nocio-nes precisas para juzgar bien nuestro

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La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática.

estado presente”12.En busca de este criterio natural,

Rousseau advierte las dificultades de su empresa en el fracaso de sus anteceso-res, que depositaron en el hombre na-tural cualidades que sólo se desarrollan a través de largos procesos históricos. Advertido de estas dificultades, Rous-seau descartará uno a uno los caracte-res adquiridos, dando con un hombre de naturaleza desprovisto de historia, cultura e instituciones. El hombre, en estado de naturaleza, carece de todo aquello que sólo pudo conseguir con esfuerzo y dedicación; carece de ins-tituciones, de propiedad, de nociones de lo justo y lo bueno. Carece también de razón, de lenguaje, de lazos socia-les. El hombre de naturaleza aparece ante Rousseau como un animal más débil que algunos, más ingenioso que otros, relativamente bien provisto, en posesión de una vida sencilla, unifor-me y solitaria. Dos principios están a la base de sus movimientos: por un lado, su conservación; por otro lado, una re-pulsión natural ante el sufrimiento de otros seres sensibles, en especial, de sus semejantes. Hasta aquí, el hombre de naturaleza no se distingue en nada de los otros animales, maquinarias in-geniosas y complejas, regadas a lo largo del gran mecanismo del mundo.

El hombre no es por esencia racional ni social ni logopoiético. Más que cual-quiera de éstas, su característica especí-fica, su rasgo eminente, su humanidad

es su carácter de agente libre. “La natu-raleza da una orden a cualquier animal, y la bestia obedece. El hombre expe-rimenta la misma impresión, pero se reconoce libre de asentir, o de resistir; y es sobre todo en la conciencia de esta libertad donde se muestra la espirituali-dad de su alma”13. El hombre, maqui-naria ingeniosa, inserta en el engranaje del mundo, es también la disrupción, el bloqueo, la interferencia, la constante virtualidad del sabotaje en el torrente maquínico de la naturaleza. “La física explica en cierta manera el mecanismo de los sentidos y la formación de las ideas; pero en la facultad de querer, o mejor, de escoger, y en la conciencia de esta facultad, no encontramos más que actos puramente espirituales, de los que nada se explica mediante las leyes de la mecánica”14. El hombre, su libertad, es la posibilidad de sortear el pesado en-cadenamiento del mecanismo natural, es la probabilidad de lo improbable, es la virtualidad de un nuevo comienzo en el corazón de la naturaleza, a pesar de ella. Rousseau se propone dar con la naturaleza del hombre y accede al pun-to en que la naturaleza se suspende. El hombre se le aparece como no natura-lidad, como disrupción, como silencio del mecanismo y de sus encadenamien-tos. De alguna manera, en el hombre de naturaleza no encontramos naturaleza alguna.

Sin embargo, Rousseau reconoce que fundar la humanidad en la libertad de

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la voluntad implica exponerse a obje-ciones irresolubles y a disputas inter-minables. Ante esto, opta por asentar su teoría sobre un terreno más firme; y encuentra en la naturaleza del hom-bre otro rasgo esencialmente humano y, a su vez, mucho menos polémico. Se trata de la perfectibilidad, cualidad irre-plicablemente humana. A diferencia de las bestias, el hombre cuenta con la fa-cultad de perfeccionarse, y es esta per-fectibilidad la que le permite el desa-rrollo de todas las facultades restantes. Esta facultad de facultades es la que ex-plica que la naturaleza del hombre sea animalidad sin cualidades y, al mismo tiempo, virtualidad de toda cualidad concebible. El hombre natural no tie-ne instrumentos, ni lenguaje, ni razón, ni lazos sociales, ni instituciones; pero, por ello mismo, el hombre natural es la virtualidad del ser instrumental, lo-gopoiético, racional, social, político. La perfectibilidad del hombre de naturale-za es otro nombre para la identificación del hombre natural como un subhuma-no15, como no humano pero humani-zable, como una apertura a toda huma-nidad concebible desde el momento en que ninguna humanidad es, en él, aun concebida. De alguna manera, en el hombre de naturaleza no encontramos humanidad alguna.

Ahora bien, si el hombre de natura-leza es subhumano, si su humanidad es adquirida a lo largo de un proceso de perfeccionamiento, esa adquisición

debe ser explicada. Rousseau postula que la perfectibilidad no habría podi-do jamás desarrollarse por sí misma; para ello, tenía necesidad del “concurso fortuito de varias causas extrañas” que podrían no haber nacido jamás16. Este alejamiento del hombre respecto del estado natural, su epopeya humanizan-te y civilizatoria, se debe a una serie de accidentes naturales. Estos accidentes naturales, estas causaciones mecánicas, despertaron en el hombre sus virtuali-dades racionales, lingüísticas, morales, sociales. Por obra de estos prodigios maquínicos, el hombre ve despertar en él sus facultades: se da refugio, familia, lazos sociales, lenguaje, instrumentos, agricultura, metalurgia, propiedad, ga-rrotes, instituciones17. Y se pierde en la inautenticidad de la vida social.

De esta manera, las enseñanzas del derecho natural moderno alcanzan un estadio crítico. Rousseau parte de las premisas del moderno derecho natural y se ve obligado a abandonarlas: va a la naturaleza en busca de un parámetro, de un criterio “para juzgar bien nuestro estado presente”18 y no encuentra más que a un animal perezoso, irracional, amoral, imbécil. Rousseau acude a la naturaleza para dar con lo propio del hombre y la naturaleza se llama a silen-cio, elide la indagación y sólo esboza un animal perfectible, es decir, subhuma-no. El proceso de humanización, de ci-vilización del hombre, tampoco brinda un parámetro, ya que a él acuden causas

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La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática.

fortuitas y accidentes naturales que po-demos esbozar sin llegar a comprender plenamente19. Ahora bien, si el origen y el proceso callan ante la indagación, el único estándar posible es el que pue-de dar el conocimiento del propósito, del fin, de la culminación del proceso histórico. El único estándar posible es el que surge del verdadero derecho pú-blico.

Decíamos que Rousseau identifica en la libertad de la voluntad la cifra de la humanidad del hombre; pero rápida-mente obtura esa vía de investigación por considerarla expuesta a objeciones irresolubles. La opción por la perfec-tibilidad le permite sortear estas obje-ciones. Pero rápidamente la perfectibi-lidad se presenta como la triste fuente de todas las desgracias del hombre20. De modo que, procurando un criterio para juzgar nuestro estado presente, Rousseau indaga en la naturaleza y no encuentra en ella más que un origen subhumano y un proceso de decaden-cia; no encuentra en ella ningún cri-terio sobre el cual construir un orden social legítimo y seguro. Sin embargo, la naturaleza brinda un criterio, si no constructivo, claramente destructivo. Es que, ante el silencio de la naturaleza, Rousseau no encuentra justificación al-guna para la desigualdad de ricos y po-bres; de poderosos y débiles; de amos y esclavos. El recurso a la naturaleza es, en todo caso, la posibilidad constante de refutar toda pretendida naturalidad,

toda pretendida legitimidad del orden social. La naturaleza, su silencio, su verdad elusiva, constituye no una fuen-te de legitimación del orden social sino una fuente de cuestionamiento de toda legitimidad.

Ahora bien, si el camino de indaga-ción habilitado por la perfectibilidad no brinda más que un criterio destructivo, será necesario afrontar las objeciones irresolubles y rehabilitar el camino de indagación que parte de la libertad del hombre, de la libertad de su voluntad como rasgo eminentemente huma-no. Esta libertad de la voluntad será la materia misma del verdadero derecho público, el componente elemental de un contrato social que de origen a un cuerpo político legítimo y seguro.

IISe trata entonces de dar con una “re-

gla de administración legítima y segura, tomando a los hombres tal como son y a las leyes tal como pueden ser”. El punto de partida de esta indagación no es otro que el de las convenciones, dado que un orden social legítimo y se-guro no puede derivarse de los encade-namientos naturales del mecanismo del mundo, sino del libre encuentro de las voluntades humanas21. Si la humanidad del hombre es su carácter de agente li-bre, si el punto de partida es la ecuación esencial entre libertad y humanidad, allí donde se resigna la libertad del hom-bre, se viola la ecuación básica de todo

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orden legítimo. La única posibilidad de fundar el orden social sobre algo dis-tinto de la mera fuerza, la única posi-bilidad de un orden legítimo, se juega en la concepción de un cuerpo colec-tivo donde los hombres no resignen un ápice de su libertad. La dificultad, el desafío que se plantea Rousseau es el de “‘encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes.’ Tal es el problema funda-mental al que da solución el contrato social”22.

La clave de este contrato es “la ena-jenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comuni-dad”23. Mediante la fusión de todos los individuos en el individuo colectivo de la comunidad, se constituye un yo común, un cuerpo colectivo con vida y voluntad propia. Siendo este cuerpo colectivo libre, los hombres que parti-cipan de él permanecen también libres. Este contrato no implica sujeción algu-na; más bien, se trata de un contrato entre iguales en condiciones de abso-luta reciprocidad. De esta manera, las tensiones que desgarraban al individuo en sociedad son salvadas24. Condena-do a una vida inauténtica, desgarrado entre el ser y la apariencia, entre la na-turaleza y la sociedad, entre la vida en sí y la vida fuera de sí, el individuo parece

enfrentarse a una solución dilemática: por un lado, puede emprender el cami-no de la vida interior, de la reclusión en sí mismo, del total abandono de lo social (esto hizo de Rousseau el descu-bridor moderno de la intimidad25); por otro lado, puede emprender el camino de la fusión total, de la alienación total en el cuerpo social. Por ambas vías, el desgarramiento es salvado; la primera vía es políticamente irrelevante; la se-gunda, es políticamente nefasta.

“Cada uno de nosotros pone en co-mún su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corpora-tivamente a cada miembro como parte indivisible del todo”26 Este contrato es posible porque habita, grabada en el corazón del hombre, la posibilidad de reconocer en los demás el mismo dere-cho que cada uno clama para sí. De esta manera, el hombre puede sostener un deseo, un interés, una voluntad que sea susceptible de generalización. Esta vo-luntad general, presente desde siempre en cada hombre, emerge como sobe-rana al celebrarse el contrato social. La unión de todas las voluntades contra-tantes produce un yo colectivo con un cuerpo y una voluntad generales. Pero, por extraño que parezca, la voluntad general es también una de las partes contratantes27: el contrato se opera en-tre cada individuo (en tanto portador de una voluntad particular) y todos los individuos (en tanto portadores de

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una voluntad general). De modo que el contrato social que da origen a este cuerpo colectivo es una especie de con-versión del individuo, que se opera me-diante un contrato del yo particular con el yo general. El contrato es un pliegue del individuo sobre sí, es un compro-miso del individuo con lo que en él hay de general, es un contrato consigo mismo, que pone los deseos e intereses generales, presentes desde siempre en el corazón de cada uno, por sobre los particulares. De este modo, la voluntad general emerge como algo distinto de la mera suma de las voluntades particu-lares, como algo cualitativamente dis-tinto respecto de la voluntad de todos.

Este contrato de cada uno con todos da lugar a un cuerpo soberano, no su-jeto más que a su voluntad y, por ende, tanto o más libre que el hombre en el estado de naturaleza. Para construir este “monstruo de mil cabezas”, Rous-seau se inspiró en el papel unificador que desempeña, a nivel nacional, la existencia de un enemigo exterior co-mún. Cuando dos intereses opuestos entran en conflicto con un tercero que se opone a ambos, aquellos se unen. De esta manera, Rousseau partió de la ex-periencia común de la unificación na-cional bajo circunstancias de hostilidad y dio un paso adelante: “su problema consistió en detectar un enemigo co-mún fuera del campo de los asuntos exteriores y la solución la expresó di-ciéndonos que tal enemigo existía den-

tro de cada ciudadano, es decir, en su voluntad e interés particulares. El ene-migo común dentro de la nación es la suma total de los intereses particulares de todos los ciudadanos”28.

Hay en esto un fuerte tributo a la tra-dición republicana: la posibilidad de un orden social legítimo y seguro se basa en el imperio de una virtud cívica ins-pirada en Esparta y Roma, y entendida en términos de patriotismo, amor a la ciudad más que al territorio, primacía del interés general sobre el particular, desinterés, arrojo al bienestar común. Asimismo, Rousseau parte del recono-cimiento de la división, la desunión al interior de lo social y, a lo largo de su obra, se muestra “bajo la influencia de la imagen de la balance”29. Pero clara-mente se aleja de la tradición republi-cana al concebir su solución política en los términos de una superación de la desunión a través de la remisión de la pluralidad de voluntades a lo uno de una voluntad general, soberana, abso-luta, indivisible.

En este sentido, “revistió una impor-tancia mayor el hecho de que la propia palabra ‘consentimiento’, con sus re-sonancias de elección deliberada y de opinión reflexiva, fuese reemplazada por la palabra ‘voluntad’, que exclu-ye, por naturaleza, todo proceso de confrontación de opiniones y el de su eventual concierto”30. Esto es así por-que la voluntad es siempre una, igual a ella misma, sin escisiones. Se expresa

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en dictámenes que implican siempre un querer-y-no-querer: el hombre puede querer muchas cosas, pero su voluntad se construye cuando un querer emerge por sobre los otros, los subyuga y se ex-presa como el contenido de un manda-to31. De esta manera, si Rousseau pue-de, en algún sentido, inscribirse en la tradición republicana, esta inscripción rápidamente vira cuando la pluralidad de los hombres es conducida hacia lo uno de la voluntad soberana; transfu-gádose, así, en clave profundamente antirrepublicana.

Se ha planteado que esto lleva a una contradicción irresoluble en la obra de Rousseau: “sustituir la república por el pueblo significaba que la unidad per-durable del futuro cuerpo político iba a ser garantizada no por las institucio-nes seculares que dicho pueblo tuviera en común, sino por la misma voluntad del pueblo”32. Toda la actividad políti-ca se lleva a cabo dentro de un elabo-rado marco de compromisos mutuos, promesas y conexiones para el futuro, como son los tratados, las constitucio-nes, las leyes y los contratos. “Pero la voluntad y el contrato son incompa-tibles. Un contrato debe ser capaz de obligarme contra mi voluntad; todas las promesas descansan en el reconoci-miento de que yo podría no querer ha-cer mañana lo que desearía hacer hoy. Las obligaciones contractuales atan la voluntad, y no pueden ser derivadas de ésta ni descansar en ésta. Desde Rous-

seau, la definición francesa de naciona-lismo [emerge] como el plebiscito de tous les jours –pero si un plebiscito de esas características es necesario todos los días, no hay contrato alguno ni ins-tituciones”33.

De este modo, Rousseau da una solu-ción problemática a uno de los enigmas más apretados y de las distancias más inconmensurables de la política. ¿Cómo compatibilizar libertad y sociedad? ¿Es posible conservar la libertad cuando se vive en el marco de leyes e institucio-nes? ¿Cómo conservar la libertad de mi voluntad, es decir, la soberanía sobre mí mismo, si debo obedecer a los dicta-dos de un procedimiento de orden su-perior? ¿Son compatibles la soberanía (popular o del tipo que sea) y el imperio de la ley? Rousseau da con una reso-lución taxativa: celebrado el contrato social, prevalece en mí la voluntad ge-neral. Soy libre porque mi voluntad es-clarecida es soberana. La expresión de la voluntad general es ley, de modo que, obedeciendo a la ley, no obedezco más que a mi propia voluntad. En cuanto cambia la voluntad general, cambia la ley, y no hay legislación, institución ni contrato que pueda oponérsele. De esta manera, la soberanía de la voluntad general es absoluta y toda ley o institu-ción que se le oponga no es ni verda-dera ley, ni verdadera institución. Así, “la teoría de Rousseau se refutó por la simple razón de que es ‘absurdo para la voluntad comprometerse a sí misma

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para el futuro’; una comunidad funda-da de veras en esa voluntad soberana se construiría no sobre arena sino sobre arenas movedizas”34.

IIIEn todo caso, el terreno sobre el que

se edifica la obra política de Rousseau es el de una robusta noción de la liber-tad35. Esto ha permitido ponderar la inscripción de Rousseau y su obra en la tradición liberal. La libertad individual es en Rousseau el punto de partida y la meta de todo orden legítimo y segu-ro. Su individualismo, total e incondi-cional, habilita la institución liberal del contrato, resguarda el fuero interno36, protege a la vida y la libertad respecto de la soberanía37, rechaza todo tipo de pacto de sumisión38 y es intransigente incluso de cara a una institución como el Parlamento inglés, que, por su mera existencia, hace del pueblo una comu-nidad de esclavos39. De esta manera, Rousseau contribuyó con su obra a la formación del Estado liberal burgués en Francia40.

Ahora bien, el resultado político de la solución rousseauniana depende del carácter sustancial o meramente for-mal que se dé a la libertad individual de la que se parte41. “Por muy indivi-dualista que sea el punto de partida de Rousseau, lo que importa es lo que se ha hecho del todo formado por los in-dividuos, si se ha absorbido todo con-tenido social y se ha convertido en ili-

mitado por principio o si se ha dejado al individuo una sustancia concreta”42. Y lo cierto es que la teoría del contra-to social de Rousseau pareciera quitarle todo contenido sustancial al individuo para transferirlo al todo del cuerpo so-cial. Es que, en Rousseau, la voluntad general absorbe todo contenido y se convierte en ilimitada, constituyendo un yo común con vida y voluntad pro-pia, que recibe todo lo que cada indi-viduo posee. “El soberano no conoce a ningún individuo en cuanto tal. Ante él, todo está nivelado. Toda agrupación social dentro del Estado, todo partido y todo estamento carece, en cuanto tal, de justificación; al hombre hay que qui-tarle su existencia total, toda su vida y su fuerza, para devolvérsela por el Es-tado. Todo lo que exija la unité sociale está justificado, aun cuando afecte la convicción religiosa, toda otra depen-dencia que no sea la del Estado es algo que se le ha quitado al Estado.”43 De esta manera, la soberanía de la volun-tad general adquiere un poder absoluto sobre los individuos, igual que el poder que cada hombre tiene respecto de sus miembros.

Ante esto, toda particularidad es cifra de la ignominia; todo lo particular es amenaza, enemigo de la voluntad gene-ral; de modo que las voluntades parti-culares deben ser anuladas. De aquí que la idea de derechos inalienables del in-dividuo aparezca, en la solución políti-ca de Rousseau, como un sinsentido44.

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De este modo, el inicial liberalismo de Rousseau pronto se revela como la “fa-chada” de un orden político sustentado en la homogeneidad sustancial del pue-blo y en el rechazo, la aniquilación de lo heterogéneo45.

Así, Rousseau hace de sí mismo un “traidor de la libertad”. Es cierto que Rousseau parte una la libertad absoluta, identificada con la esencia del hombre; pero, al mismo tiempo, como hemos visto, la soberanía es también absoluta en Rousseau. ¿Cómo conciliar, enton-ces, lo absoluto de la libertad con lo absoluto de la autoridad? La tradición contractualista anterior a Rousseau se enfrentaba con la tensión entre liber-tad y autoridad, formulando diferentes ecuaciones de equilibrio y compromi-so. Si para Thomas Hobbes la amenaza es la disolución y la anarquía, el equili-brio entre libertad y autoridad favore-cerá a ésta última. Contrariamente, si John Locke identifica el peligro en el poder soberano, su solución equilibra-rá libertad y autoridad en favor de la primera. Rousseau trastoca esta lógica al concebir tanto a la libertad como a la autoridad en términos de absoluta intransigencia. No hay negociación ni equilibrio posible entre ambas. Así y todo, Rousseau da con una solución: si la libertad y la autoridad son ambas absolutas, es porque ambas son una y la misma: la soberanía absoluta de la voluntad general equivale a la libertad absoluta del individuo que participa del

cuerpo político. Ahora bien, esto es po-sible porque el individuo, esclarecido, desea lo que es bueno para todos. Su voluntad es general y, por tanto, parti-cipa de lo absoluto de la soberanía al tiempo que es absolutamente libre.

La libertad implica aquí sumisión a la propia voluntad46. Soy libre cuando no obedezco más que a mi voluntad. Ahora bien, la coincidencia de mi liber-tad absoluta con la soberanía absoluta se opera cuando el contenido de mi voluntad es general, cuando mi interés es el interés general. Si mi deseo entra en conflicto con el de otro, hay error y uno de los dos no sabe lo que “ver-daderamente” desea. De esta manera, Rousseau identifica dos “yo” en cada individuo: por un lado, un “yo auténti-co”, racional, conforme a la naturaleza, que orienta su interés al interés general, suprimiendo sus intereses particula-res; por otro lado, un “yo inauténtico”, errado o malintencionado, que presen-ta su deseo particular como si fuese conforme a la voluntad general. Esta escisión del yo debe ser salvada y el yo auténtico ha de prevalecer. Para ello, es necesario que el individuo guiado por su “yo inauténtico” sea obligado a ser libre y entre en contacto con lo que “verdaderamente” desea. Así, “el mal que hizo Rousseau consistió en lanzar la mitología del verdadero yo, en nom-bre del cual se me permite coaccionar a la gente (..) De esta gran perversión, Rousseau es más responsable que nin-

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guno de los pensadores que jamás haya vivido”47. Lo es tanto que puede decir-se que “Rousseau dio origen a la demo-cracia totalitaria”48.

Autor de la biblia de los jacobinos49, inspirador de la democracia totalitaria50, traidor de la libertad51, punto de parti-da de la dictadura soberana52, legitima-dor de la tiranía53, padre de Robespie-rre, de Mussolini, de Hitler54: todo esto pudo decirse de Jean-Jacques Rousseau y de su obra. Podría ponderarse lo ex-cesivo de estas caracterizaciones pero, en algún punto, estas caracterizaciones son también claramente insuficientes. Para que estas caracterizaciones fueran suficientes, sería necesario admitir que su obra resolvió unívocamente todos los problemas planteados, que su siste-ma es en todo consistente, minucioso y masivo, compacto en el detalle y en el panorama. Pero lo cierto es que el siste-ma de Rousseau es ambiguo55, por mo-mentos contradictorio56, habitado por indecisiones constantes y atravesado por un desgarramiento general57. De modo que son posibles en Rousseau otras lecturas, otras derivaciones, otras herencias. O, tal vez, mejor aún, dado que ninguna lectura definitiva es po-sible, toda lectura de Rousseau es una inflexión, un olvido selectivo, un énfa-sis exagerado, una apuesta. Ensayemos, entonces, otra lectura, otra inflexión, otra apuesta.

IV

Más arriba, presentamos el dilema al que se enfrenta el hombre en socie-dad. Condenado a una vida inauténti-ca, decíamos, desgarrado entre el ser y la apariencia, entre la naturaleza y la sociedad, entre la vida en sí y la vida fuera de sí, el individuo parece enfren-tarse a una solución dilemática: por un lado, puede emprender el camino de la vida interior, de la reclusión en sí mis-mo, del total abandono de lo social; por otro lado, puede emprender el camino de la fusión total, de la alienación total en el cuerpo social. Por ambas vías, de-cíamos, el desgarramiento es salvado; la primera vía, decíamos, es políticamente irrelevante; la segunda, es políticamen-te nefasta.

Ahora, tal vez, sea el momento de pensar que la vía del retorno a sí mis-mo, del abandono de la sociedad, del regreso a la vida uniforme, sencilla y solitaria del estado natural no sea del todo irrelevante58. Tal vez podríamos pensar que, en la obra de Rousseau, la nostalgia respecto del estado de natu-raleza no queda bloqueada por la so-lución contractual. De hecho, la crítica de Rousseau a la sociedad de su época es una crítica bifronte, una crítica que mide la deriva de la sociedad moderna en contraste con el estado de naturale-za, por un lado, y con la ciudad clásica, por otro. “Hay una obvia tensión en-tre el regreso a la ciudad y el regreso al estado de naturaleza. Esta tensión es la sustancia del pensamiento de Rous-

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seau. Él presenta a sus lectores el con-fuso espectáculo de un hombre que perpetuamente va y viene entre dos posiciones diametralmente opuestas. En un primer momento, defiende ar-dientemente los derechos del individuo o los derechos del corazón contra toda constricción o autoridad; acto seguido, demanda con igual ardor el completo sometimiento del individuo a la socie-dad o al Estado”59.

Esta tensión entre libertad y autori-dad aparece resuelta en Rousseau a par-tir de la soberanía de la voluntad gene-ral, que restituye la ciudad en su virtud y esplendor clásicos y permite a cada quien ser libre, participando de la divi-nidad de una voluntad que es ley. Aho-ra bien, una vez resuelto el enigma, ya no hay necesidad de añorar la soledad, la uniformidad y sencillez del estado de naturaleza. Y sin embargo, Rousseau nunca deja de recurrir, de añorar la ver-dadera juventud del mundo que es el estado de naturaleza. El hombre había perdido su inocencia natural pero, al fi-nal de los tiempos, su caída y perdición es redimida en el reino de la voluntad general. ¿Por qué persistir, entonces, en la apelación al hombre de naturaleza? ¿Qué residuo irrecuperable porta el es-tado de naturaleza? ¿Por qué Rousseau, habiendo encontrado la solución a la tensión entre libertad y orden social, se ve forzado a añorar con recurrencia ese estado asocial, sencillo y uniforme?

Nuestras sospechas toman forma:

veíamos cómo la solución de la volun-tad general concilia una libertad abso-luta con una soberanía también abso-luta; así Rousseau resuelve la paradoja entre libertad y sociedad, haciendo del individuo en sociedad un hombre tanto o más libre que el hombre de naturale-za. Pero ahora “esta interpretación se expone a una objeción decisiva. Rous-seau creyó hasta el final que incluso el tipo de sociedad correcto es una forma de servidumbre. Por tanto, él no pue-de haber visto su solución al problema entre el individuo y la sociedad como algo más que una aproximación tolera-ble a una solución -una aproximación que queda abierta a dudas legítimas. El abandono de la sociedad, la autoridad, la constricción y la responsabilidad o el retorno al estado de naturaleza se man-tienen por tanto como posibilidades legítimas”60. El estado de naturaleza aparece así como la máxima aspiración de la humanidad, como el origen a su vez irresistible e irrecuperable para el hombre.

Pero esto presenta un nuevo proble-ma: en su indagación sobre la natura-leza del hombre, decíamos, Rousseau no encuentra más que un animal bien provisto en general pero carente de lenguaje, razón, moralidad, institucio-nes. Un animal libre y perfectible. El hombre natural es un animal capaz de lenguaje, de razón, de moral, de lazos sociales, en virtud de su perfectibilidad. Pero su estado natural es prelingüístico,

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preracional, premoral, presocial. Aho-ra bien, “este defecto fundamental del estado de naturaleza como objetivo de toda aspiración humana era en los ojos de Rousseau su perfecta justificación: la propia indefinición del estado de na-turaleza como objetivo de la aspiración humana hacía de ese estado el vehículo ideal de libertad. Tener un reservorio contra la sociedad en el nombre del es-tado de naturaleza significa tener una reserva contra la sociedad sin estar compelido ni habilitado para indicar la forma de vida o la causa o el propósito en virtud del cual esa reserva es hecha. La noción de un retorno al estado de naturaleza al nivel de la humanidad era la base ideal para reclamar una libertad respecto de la sociedad que no es liber-tad para algo. Era la base ideal para una apelación desde la sociedad hacia algo indefinido e indefinible, a una santidad última del individuo en tanto individuo, irredimida e injustificada”61. La apela-ción constante a un hombre de natura-leza que es animalidad sin cualidades y virtualidad de toda cualidad concebible habilita en Rousseau el recurso cons-tante a una libertad indefinida e indefi-nible, a una libertad sin objeto ni pro-pósito y, por tanto, sin condiciones ni medidas. “Toda libertad que es libertad para algo, toda libertad que es justifi-cada en referencia a algo más elevado que el individuo o que el hombre en cuanto tal, necesariamente restringe la libertad o, lo que es lo mismo, estable-

ce una marcada distinción entre liber-tad y licencia. Condiciona a la libertad al propósito por el cual es reclamada. Rousseau se distingue de muchos de sus seguidores por el hecho de ver cla-ramente la desproporción entre esta libertad indefinida e indefinible y los requerimientos de la sociedad civil”62.

Finalmente, la obra de Rousseau, más que presentar una solución en todo coherente y cerrada, presenta lo inco-herente, lo abierto de toda solución posible. Y, en el mismo gesto, indica la precariedad y, finalmente, la incon-sistencia de base de toda propuesta de construcción de un orden social que se cimiente en la libertad individual. Rousseau intercepta la tradición liberal y, habitando sus premisas, deriva, con-sistentemente, un orden social incon-sistente. Rousseau nos enseña que el individualismo robusto e innegociable de la tradición liberal no puede, final-mente, dar lugar a ningún orden social legítimo y seguro. Esta libertad indivi-dual, más que ofrecer un parámetro de legitimidad, mina la legitimidad de todo parámetro posible.

VRousseau se nos aparece así no como

el traidor de la libertad sino como el traidor del liberalismo. Su traición con-siste en asumir las premisas liberales y derivar de ellas un orden social in-consistente o, peor aun, políticamente

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nefasto. Así, el apretado enigma, la dis-tancia inconmensurable entre libertad y orden social es resuelta aquí en clave libertaria o totalitaria, sin ambages, sin escalas.

Rousseau se nos aparece también, he-mos visto ya, como el traidor del repu-blicanismo. Su obstinada restauración de las virtudes cívicas, único alimento posible para un orden que no sea opre-sión, lo hace deudor del republicanis-mo y su tradición. Y, sin embargo, es-tas virtudes pronto se expresan como remisión de lo múltiple a lo uno, ho-mogeneización de las voluntades, com-pulsión a la libertad y persecución de la diferencia en nombre de la moral del “yo auténtico”.

De esta manera, el pensamiento, la obra de Rousseau intercepta la tradi-ción liberal y la relanza en clave antilibe-ral; intercepta la tradición republicana y la relanza en clave antirrepublicana. En el corazón de la modernidad ilustrada, en la primavera del individuo contrac-tual y de los prodigios de la balance, Rousseau, traidor de su época, profa-nador de tradiciones, da origen sin em-bargo a una nueva tradición que, para ser exactos, “no dijo nada nuevo, pero lo incendió todo”63. En el corazón de la modernidad ilustrada, en el prólogo de la era de las revoluciones, Rousseau da origen a la tradición de la soberanía popular, a la tradición democrática mo-derna64.

Rousseau no dijo nada nuevo: al

plantear que la fuente de la soberanía, la legitimidad de todo poder legítimo descansa en el pueblo, Rousseau se inscribe en el corazón del derecho na-tural moderno. Thomas Hobbes, John Locke, todos los teóricos del moderno derecho natural postulan la fuente po-pular de la soberanía, inscribiéndose en una herencia que puede remontarse al conciliarismo padovano, por decir lo menos. Hasta aquí, nada nuevo. La novedad de Rousseau, su radicalidad, su rasgo eminente consiste en afirmar que la soberanía debe residir “siempre” en el pueblo, de manera permanente y continua; que el único orden legítimo es el de la soberanía popular.

La legitimidad del orden social vendrá dada, entonces, por su carácter demo-crático: “Habría querido nacer en un país en el que el soberano y el pueblo no pudieran tener más que un solo y mismo interés, a fin de que todos los movimientos de la máquina no tendie-ran jamás sino al bien común; y como esto no podría hacerse a menos que el pueblo y el soberano fueran una mis-ma persona, de ello se sigue que habría querido nacer bajo un gobierno demo-crático, sabiamente moderado”65. De esta manera, democracia en Rousseau es identidad de pueblo y el soberano, es soberanía popular. La democracia es aquel orden social en el cual el pueblo constituye una persona colectiva, con una identidad propia, y esa persona, con esa identidad, conserva para sí, de

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manera permanente e ininterrumpida, la soberanía66. Es propio, entonces, de la democracia la homogeneidad: la identidad del pueblo consigo, la igual-dad de los iguales y la consecuente des-igualdad respecto de los desiguales67.

La democracia no establece las condi-ciones para la igualdad, sino que la pre-supone. La igualdad a la base de esta democracia no puede ser la igualdad formal de los hombres en tanto perte-necientes a la humanidad; no puede ser una igualdad abstracta desatenta a las desigualdades concretas, una igualdad sin distinciones y, por tanto, sin rele-vancia política68. La igualdad que está a la base de toda democracia es una igual-dad sustancial, una igualdad derivada de la común pertenencia a una misma sus-tancia, a una misma identidad -moral, religiosa, nacional, racial o del tipo que sea. La sustancia de la igualdad que está a la base de la democracia rousseaunia-na es la voluntad general y la virtud asociada a su sostenimiento. El pueblo es soberano porque sus ciudadanos participan de la voluntad general. “El estado pues no se basa en el contrato sino en la homogeneidad e identidad del pueblo consigo mismo. Esta es la más fuerte y consecuente expresión del pensamiento democrático”69.

El pueblo es entonces soberano de una soberanía inalienable, indivisible, infalible. El pueblo es libre porque es soberano, porque su voluntad es ley. Ahora bien, esta soberanía, este poder

legislativo de la voluntad general no puede transferirse, enajenarse, dividirse sin que, por ello mismo, el pueblo deje de ser libre. El pueblo es libre mien-tras sigue la ley que se da a sí mismo; en cuanto delega ese poder legislativo, pierde su libertad y su soberanía.

Decíamos al principio que nos es dado ejercer una fuerza aquí, y que esa fuerza se transmita, circule por torrentes ma-quínicos y mecanismos y devuelva, al final del proceso, otra fuerza, allí, don-de yo no estoy. Este mecanismo hace posible que mi fuerza aparezca donde yo no; que, de algún modo, yo esté pre-sente donde no lo estoy. Pero no es po-sible dar con un mecanismo que trans-mita mi libertad más allá de mí mismo; un mecanismo por el cual mi libertad pueda delegarse y ejercerse allí donde no estoy. La libertad de la voluntad se presenta elusiva ante los prodigios de la naturaleza y los favores de la técnica: no hay, que se sepa, mecanismo, proce-dimiento por la cual un hombre pueda ser libre en lugar de otro.

Esto es así porque “toda acción libre tiene dos causas que concurren a pro-ducirla: una moral, a saber: la voluntad que determina el acto; otra física, a saber: el poder que lo ejecuta”70. Los prodigios de la mecánica permiten que mi acción sea ejecutada donde no es-toy, sin por ello comprometer la liber-tad de mi acto. La fuerza de mi acción puede ser ejecutada por mí o por otro, sin que por ello esa acción deje de ser

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mía. Ahora bien, la causa moral de mi acción presenta requisitos mucho más exigentes: mi acción es libre siempre y cuando la voluntad que determina el acto sea mi voluntad. Nadie puede de-legar su voluntad sin, por ello, dejar de ser libre; nadie puede querer por otra persona sin, por ello, privarla de su vo-luntad. “El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distingue también en él la fuerza y la voluntad. Ésta con el nombre de poder legislativo, la otra con el nombre de poder ejecutivo”71. En el cuerpo político, la voluntad general, el poder legislativo está en manos del pueblo: sólo en ese caso el pueblo es dueño de sí, es legislador de su propia ley, es soberano y, por tanto, libre. “No siendo la ley otra cosa que la declara-ción de la voluntad general, es evidente que en el poder legislativo el pueblo no puede ser representado; pero puede y debe serlo en el poder ejecutivo, que no es más que la fuerza aplicada a la ley”72. La voluntad popular no puede ser representada, sólo la expresión del pueblo presente es expresión de la vo-luntad general. El poder legislativo sólo es legítimo cuando es ejercido por el pueblo presente. Ahora bien, la aplica-ción de la ley no hace a la voluntad sino a la fuerza; por lo que el poder que eje-cuta las leyes bien puede quedar en el pueblo o ser comisionado en un cuer-po intermedio. El poder legislativo, la voluntad, es intransferible, inalienable, irrepresentable; el poder ejecutivo, la

fuerza, es en cambio susceptible de de-legación, y el cuerpo emergente de esta delegación es el gobierno.

El gobierno es el ejercicio legítimo del poder ejecutivo, es un cuerpo interme-dio establecido entre el soberano y los súbditos, es decir, entre el pueblo y él mismo, para su mutua corresponden-cia. El pueblo es libre porque se da su propia ley, porque es súbdito de su pro-pia soberanía; en este pliegue del pue-blo sobre sí, el gobierno emerge como un cuerpo intermedio que asegura la aplicación de esta ley, transmitiendo la fuerza al interior del mecanismo social. La voluntad permanece, inalterable, en el soberano. Ajeno en todo a la sobe-ranía, ajeno a todo poder legislativo, el gobierno se limita a aplicar la fuerza de la ley, a cumplir la comisión de la vo-luntad general.

El gobierno puede ser ejercido por todos los ciudadanos, por varios o por uno de ellos, siendo monárquico, aris-tocrático o democrático según el caso. De esta manera, democracia significa dos cosas bien distintas. En primer lu-gar, democracia es forma de Estado: democracia es la forma soberana que corresponde al principio de igualdad, “identidad del pueblo en su existencia concreta consigo mismo como unidad política”73. Toda democracia es legí-tima y todo orden social legítimo es democrático. En segundo lugar, demo-cracia es forma de gobierno, es ejerci-cio popular del poder ejecutivo. Demo-

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cracia significa que, “en el sistema de la distinción de poderes, uno o varios poderes se organizan según principios democráticos”74. Así, para que un or-den social sea legítimo, la soberanía necesariamente debe ser democrática, aunque el gobierno lo sea o no75.

El gobierno, el poder ejecutivo, pue-de ser legítimamente ejercido por todo el pueblo, por varios ciudadanos o por uno de ellos. Compete al gobierno la ejecución de lo dispuesto por la volun-tad general. Para ello, se le comisiona el tratamiento de los asuntos particulares a la luz de la generalidad de la ley. No existe un tipo de gobierno mejor para todas las circunstancias76; antes bien, Rousseau identifica diferentes factores que concurren a la conveniencia de un tipo de gobierno o de otro77. Lo cierto es que el gobierno democrático, el ejer-cicio del poder ejecutivo en manos de todo el pueblo, es un tipo de gobierno que exige virtudes y requisitos que ja-más han existido en un pueblo. “Si hu-biera un pueblo de dioses, se goberna-ría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres”78. El gobierno del pueblo, el gobierno de-mocrático es extremadamente exigen-te, difícilmente realizable y, en virtud de ello, desaconsejable también79. Esto no debe dar lugar a confusiones: si el go-bierno democrático es desaconsejable, la soberanía democrática es inevitable, porque es la única condición de legiti-midad de un orden social.

En virtud de este mecanismo que es el gobierno, la fuerza del pueblo se hace presente sin que el pueblo necesaria-mente esté reunido. De modo que, si la voluntad es inalienable, irrepresentable, intransferible, la fuerza, en cambio, es susceptible de representación. Conce-bir la representación del poder legisla-tivo implica aniquilar los cimientos de toda legitimidad. Concebir, en cambio, la representación del poder ejecutivo implica un acto de prudencia institu-cional. En suma, la soberanía popular es irrepresentable; la fuerza del pueblo, en cambio, puede depositarse en un representante o, más precisamente, en un comisionado que constituye al go-bierno.

Si Rousseau marca el origen de la tra-dición democrática es porque concibe que, más allá de la forma de gobierno, la legitimidad del orden social se funda en la soberanía popular, en el ejercicio de-mocrático del poder legislativo. De esta manera, la democracia de Rousseau no implica acuerdo a un procedimiento de selección de liderazgos sino identidad del pueblo y el soberano. La democra-cia rousseauniana es una democracia sustancial desde el momento en que exige la igualdad de los ciudadanos en tanto pertenecientes a un yo colectivo con una vida y una voluntad común. Es la voluntad general y la virtud derivada de su sostenimiento lo que mantiene cohesionado al pueblo y lo hace libre. La sustancia de la democracia es la vo-

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luntad general; allí donde esta voluntad no prima, ningún procedimiento puede dar lugar a una democracia.

VIPero la democracia rousseauniana se

tiene por sustancial también en otro sentido. Es que, muy rápidamente, la obra de Rousseau operó de inspiración teórica y herramienta práctica de los re-volucionarios de Francia y varios otros países. En el transcurso de la Revolu-ción francesa, una vez caído el Ancien Régime, la liberación de la tiranía impli-có la libertad sólo para unos pocos80. La mayoría del pueblo siguió bajo el yugo de la necesidad y la miseria. Lo que entonces unió a gobernantes y go-bernados fue una noción política de solidaridad, entendida como preocupa-ción por el bienestar del pueblo. Esta solidaridad, que Robespierre llamó vir-tud y que pronto derivó en compasión, encontraba inspiración en la obra de Rousseau.

Es que Rousseau identificaba a la compasión como un principio natural del hombre, adormecido por la deriva civilizatoria. Si en el estado de natura-leza es inconcebible que “un puñado de gentes rebose en superfluidades mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario”81, una vez iniciada la deriva civilizatoria, la piedad natural se adormece progresivamente y las cien-cias y las artes permiten al hombre des-conocer el padecimiento de sus pares:

“no tiene más que taparse los oídos y argumentar un poco”82. Así, la crítica rousseauniana a la sociedad de su épo-ca condenaba masivamente la perver-sión de la desigualdad entre los hom-bres. Convergentemente, su teoría del contrato social identificaba que el bien mayor y el fin de toda legislación se reducía a dos objetivos principales: la libertad y la igualdad. Libertad, porque toda dependencia privada es algo que se le quita al Estado; igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella. “Respecto a la igualdad, no hay que en-tender por esta palabra que los grados de poder y riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto al po-der, esté por debajo de la violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del ran-go y las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse”83.

De esta manera, los usos de la obra y el pensamiento de Rousseau nutrieron una tradición que entiende que la de-mocracia no puede reducirse a un pro-cedimiento de selección de liderazgos ni restringir su competencia al ámbito político institucional. En esta tradición, la democracia implica al mismo tiempo y de manera inescindible, igualdad po-lítica y social.

Postular la democracia en términos sustanciales no implica el necesario rechazo de las instituciones y los pro-

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La virtualidad del sabotaje: Jean-Jacques Rousseau y la tradición democrática.

cedimientos sino, más bien, la denun-cia de su insuficiencia al momento de asegurar la soberanía popular. Demo-cracia sustancial es la conciencia de un desafío que va más allá de las ingenie-rías constitucionales, las reformas po-líticas y las tecnologías electorales y de gobierno. Democracia sustancial es el nombre de un problema ingente, que no se mide bien con recursos formales, procedimentales, mecánicos.

Soberanía del pueblo, identidad de gobernantes y gobernados, igualdad social: de esta manera, Rousseau pare-ce dar respuesta al apretado enigma, a la distancia inconmensurable entre in-dividuo y sociedad. Una respuesta tan exigente como lo es el desafío ante el que se erige. Y, sin embargo, una res-puesta nunca definitiva, constantemen-te amenazada de ilegitimidad, siempre susceptible de ser contestada de cara a una demanda de libertad que es in-aprehensible, indefinida e indefinible; una demanda que hace a la naturaleza del hombre. Finalmente, “la pregun-ta, entonces, no es cómo él resuelve el conflicto entre el individuo y la socie-dad sino, más bien, cómo concibe este conflicto irresoluble”84.

VIIFinalmente, pero desde el principio

también, se trata de dar con la naturale-za del hombre para fundar, a partir de ella, un orden social legítimo y seguro. En medio de un mundo de mecanismos

naturales, de estímulos y respuestas, de procesos encadenados, de acoples ar-mónicos, de coordinaciones múltiples; en medio de un mundo prodigioso en mecanismos sutiles y masivos, en flujos y reflujos de fuerzas, de ideas, de pasio-nes; en medio de todo ello, el hombre, su libertad es la disrupción, el bloqueo, la interferencia, la constante virtualidad del sabotaje. El hombre, maquinaria ingeniosa, inserta en el engranaje del mundo, es más que una maquinaria, es lo heterogéneo respecto de ella. El hombre es la posibilidad de sortear el pesado encadenamiento del mecanis-mo, es la probabilidad de lo improba-ble, es la virtualidad de un nuevo co-mienzo en el corazón de la naturaleza, a pesar de ella.

Ahora bien, entonces, ¿cómo fundar un mecanismo sobre la negación del mecanismo? ¿Cómo hacer de esta li-bertad, procedimiento? ¿Cómo alojar de manera permanente lo imperma-nente? ¿Cómo dar medida a eso de in-conmensurable que hay en el hombre? En todo caso, ¿qué institución puede fundarse sobre la ulterior ausencia de todo fundamento? En definitiva, ¿qué es la democracia?

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Luciano Nosetto

Notas:

1 Ver Starobinsky, J., “Jean-Jacques Rousseau” en Belaval, Y. (dir.) Racionalismo, empiricismo, ilustración, Siglo XXI, 2002, Bs.As., pp. 313-336. 2 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, Library of Congress, 1965, Washing-ton. 3 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres” en Del contrato social–Discursos, Alianza, 2006, Madrid, p. 180. 4 Rousseau, J-J., “Del contrato social” en Del contrato social–Discursos, Alian-za, 2006, Madrid, L.I, C.1. 5 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, pp. 248-249; “Del contrato social”, L.I, C.9. 6 Rousseau, J-J., “Contrato social”, L.I, C.3. 7 Sobre las dificultades del uso del concepto de alienación en Rousseau, ver Althusser, L. “Sobre el contrato social” en Sazbón, J. (sel.), Presencia de Rous-seau, Nueva Visión, 1972, Bs.As. 8 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad”, p. 249. 9 Derrida, J., De la gramatología, Biblioteca de Filosofía, Editora Nacional, Madrid, 2002. 10 Rousseau, J-J., “Discurso sobre las ciencias y las artes” en Del contrato so-cial–Discursos, Alianza, 2006, Madrid, pp. 160-163; Emilio, Biblioteca Edaf, 2005, Madrid, p. 176. 11 Seguimos, de aquí en adelante, la lectura de Leo Strauss, Natural right and history, Chicago University Press, 1971, Chicago. 12 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 195.

13 Ídem, pp. 219-220. 14 Ídem, p. 220. 15 Strauss, L., Natural right and history. 16 Rousseau, J-J., “Discurso sobre las ciencias y las artes”, p. 247. 17 Ídem, pp. 248-286. 18 Ídem, p. 195. 19 La oscuridad y accidentalidad del proceso de civilización se remarca en relación al co-nocimiento y manejo del fuego (“Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, p. 223), al descubrimiento de la agricultura (p. 223), al desarrollo del pensamiento y las facultades inte-lectivas (p. 224) y al origen del lenguaje (p. 225-232 y “Ensaio sobre a origem das linguas, no qual se fala da melodia e da imitaçáo musical” en Os Pensadores: Rousseau, Abril Cultural, 1978, San Pablo.) entre otros. Esto deriva en el reconocimiento del carácter “conjetural” (p.

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247) de la descripción rousseauniana a lo largo de su Segundo Discurso. 20 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 221. 21 Rousseau, J-J., “Contrato Social”, L.I, C.1. 22 Ídem, L.I, C.6. 23 Ídem, L.I, C.6. 24 Seguimos de aquí en más a Hannah Arendt. 25 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, 2004, Madrid, p. 117. 26 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.I, C.6. 27 En relación a las dificultades emergentes de la presentación de la voluntad ge-neral como parte contratante y como resultado del contrato, se remite a Althusser, L., “Sobre el contrato social”. 28 Arendt, H., Sobre la revolución, p. 103. 29 Schmitt, C., La Dictadura, Alianza, 2003, Bs.As., p. 160.

30 Arendt, H., Sobre la revolución, Alianza, 2004, Madrid, p. 101. 31 Arendt, H., La vida del espíritu, Paidós, 2002, Bs.As., pp. 301-302. 32 Arendt, H., Sobre la revolución, p. 101. 33 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, fs. 023487-8. 34 Arendt, H., “Qué es la libertad” en Entre pasado y futuro, Península, 2003, Barcelona, p. 258. 35 Se sigue aquí a Carl Schmitt. 36 Rousseau, J-J., Carta a D’Alambert, Tecnos, 1985, Madrid, p. 17; “Del contrato social”, L.IV, C.8.

37 Ídem, L.II, C.4. 38 Ídem, L.I, C.6; L.II, C.1; L.III, C.16. 39 Ídem, L.III, C.7. 40 Schmitt, C., La Dictadura, p. 156.

41 Ídem, p. 156. 42 Ídem, p. 158. 43 Ídem, p. 158. 44 Ídem, p. 159. 45 Schmitt, C., Sobre el parlamentarismo, Tecnos, 2002, Madrid, p. 18. 46 Berlin, I. La traición de la libertad, FCE, 2004. México, p. 70. 47 Ídem, pp. 74-75. 48 Talmon, J., The origins of totalitarian democracy, Frederick Praeger, 1960, Nueva York, p. 43. 49 Schmitt, C., La Dictadura, p. 154. 50 Talmon, J., The origins of totalitarian democracy, p. 43.

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Luciano Nosetto

51 Berlin, I., La traición de la libertad. 52 Schmitt, C., La Dictadura, p. 154. 53 Arendt, H., Qué es la libertad, p. 258. 54 Berlin, I., La traición de la libertad. 55 Talmon, J. The origins of totalitarian democracy, p. 40. 56 Arendt, H., Qué es la libertad, p. 258. 57 Arendt, H., From Machiavelli to Marx, f. 023488. 58 Seguimos, de aquí en más, a Leo Strauss. 59 Strauss, L., Natural right and history, pp. 254. 60 Ídem, p. 255. 61 Ídem, p. 294. 62 Ídem, p. 294. 63 Berlin, I., La traición de la libertad, p. 49. 64 Greblo, E., Democracia, Nueva Visión, 2002, Bs.As., pp. 77-81.

65 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad..”, p. 181, la cursiva es propia. 66 Se sigue aquí a Carl Schmitt. 67 Schmitt, C., Sobre el parlamentarismo, p. 12. 68 Ídem, pp. 16-17. 69 Schmitt, C., Teoría de la Constitución, Alianza Universidad, 2002, Madrid, XVII, II, 4. 70 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.III, C.1. 71 Ídem, L.III, C.1. 72 Ídem, L.III, C.15. 73 Carl Schmitt. Teoría de la Constitución, L,1.

74 Ídem, XVII, L.I, C.1. 75 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 184; “Del contrato social”, L.III, CC.4-6. 76 Ídem, L.III, C.8. 77 Ídem, L.III, CC.2-6. 78 Ídem, L.III, C.4. 79 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 181. 80 Arendt, H., Sobre la revolución, pp. 97-104. 81 Rousseau, J-J., “Discurso sobre el origen de la desigualdad.”, p. 287. 82 Ídem, p. 239. 83 Rousseau, J-J., “Del contrato social”, L.II, C.11. 84 Ídem, p. 255.

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzas en Medio Oriente.

El caso egipcio.

Introducción

Las revueltas populares en Medio Oriente han sido acreedoras de innumerables lecturas. Entre

ellas, se ha puesto en evidencia un cier-to tipo de análisis histórico deseoso de continuidades. De esta manera, se han establecido analogías con dos aconte-cimientos históricos: por un lado, las revoluciones de 1989/1990 en Europa central y del este que terminaron con los gobiernos comunistas y, por otro lado, la Revolución islámica en Irán de 1979. Ambas analogías buscan con-tinuidades subyacentes: en el primer caso, la democracia; en el segundo, la amenaza islámica. Se yerguen así nue-vos espíritus hegelianos de la historia; se reviven así fantasmas milenarios; se alimenta, en fin, lo que Benjamin una vez llamara “historia de los vencedores” (2007).

Desde aquí sostenemos que los he-chos históricos postulados pueden re-sultarnos útiles de otro modo, si resal-

tamos su carácter de acontecimientos, entendidos estos últimos como trans-formaciones de las relaciones de poder. En efecto, tanto las revoluciones de los años 1989/1990 como la revolución iraní, dieron cuenta de cambios en las relaciones de poder regionales y mun-diales. Así, las primeras fueron expre-sión y protagonistas de la caída de la Unión Soviética y la segunda, del fin del nacionalismo árabe en Medio Oriente. Lo que queremos remarcar es que las distintas movilizaciones populares que están conmoviendo las bases de la es-tructura de poder en la región meso-oriental son sintomáticas, asimismo, de un cambio en las relaciones de poder no sólo a nivel regional, sino también a nivel mundial.

Con anterioridad a la invasión de Irak por parte de la coalición liderada por Estados Unidos en el año 2003, el mapa de Medio Oriente era relativa-mente alentador para Estados Unidos: la península arábiga, Egipto, Jordania, Israel, eran aliados estables de Was-hington. Quienes no seguían necesa-

* Socióloga (UBA). Mg. en RRII (IRI - UNLP, después del 14/11). Becaria Conicet. Doctorando en RRII. Coordinadora del Departamento de Medio Oriente (IRI - UNLP). Miembro investigadora del CeRPI (IRI - UNLP).

MARIELA CUADRO*

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riamente sus políticas, por otra parte, se encontraban divididos: por un lado, Irán y Siria; por otro, Irak. Ahora bien, en Irán estaban en el gobierno los así llamados “moderados”, es decir, líde-res políticos que no se encontraban en clara oposición a “Occidente” (los “du-ros” llegaron al poder en las elecciones del 2005, luego de que Estados Unidos invadiera a sus vecinos Afganistán e Irak). El Irak de Saddam Hussein, por su parte, era un país profundamente debilitado por el régimen de sanciones draconiano que se le había impuesto luego de la guerra de 1990/1991. En efecto, como quedó demostrado, los mayores enemigos de Estados Unidos no eran Estados sino redes internacio-nales que utilizaban sistemáticamente el terrorismo.

Al invadir Irak y salir de allí derrotado, Estados Unidos inició un movimiento de cambio de relaciones de poder que llevó a Olivier Roy a afirmar que las nuevas líneas de amistad y enemistad en Medio Oriente se definen a par-tir del shiísmo y del sunnismo (2008). El nuevo mapa, en efecto, encontraba fortalecido a un Irán que se presenta-ba como la fuerza anti-imperialista de la región, secundado por Siria, el Hez-bollah libanés que cobró aún mayor poder con la invasión israelí a ese país del año 2006, el Hamas palestino1 que también había ganado posiciones, y el nuevo Irak que pasó a estar liderado por una coalición shiíta, cuyo líder, Al-

Maliki, puso en evidencia la importan-cia de Irán para su país cuando visitó a la potencia persa en segundo lugar, luego de Estados Unidos. Washington, por su parte, permanecía flanqueado por sus aliados sunnitas (los países del Golfo2 con Arabia Saudita a la cabeza, Egipto y Jordania) e Israel que ya no se presentaba como el principal enemigo de los distintos aspirantes sunnitas a la hegemonía regional (nos referimos, so-bre todo, a Arabia Saudita y, en menor medida, a Egipto).

La profunda crisis económica que afecta a Estados Unidos y Europa prin-cipalmente, hizo pie también en Medio Oriente. La crisis del modelo neoliberal que en América Latina estallara los pri-meros años del presente siglo, se fundió con la primera. Así, a los altos niveles de inflación por el aumento generalizado de los precios de los alimentos a nivel mundial y las altas tasas de desempleo sin respuesta por parte de los distintos Estados, se sumó la imposibilidad por parte de estos pueblos que viven bajo dictaduras, de poder participar en la determinación de las políticas públicas a seguir. Dentro de Medio Oriente3, la ola de protestas comenzada en Túnez, ha alcanzado a importantes aliados es-tadounidenses, entre los que se destaca Egipto donde el gobierno de Mubarak ha sido efectivamente derrocado4. Des-tacamos Egipto por considerarlo, junto a Arabia Saudita, uno de los dos pilares de la política de la potencia norteameri-

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzasen Medio Oriente. El caso egipcio.

cana en la región. No es nuestra intención aquí sostener

la tesis imperialista según la cual todos los movimientos de Estados Unidos pueden ser leídos a través de una len-te conspirativa. Sin embargo sostene-mos -sí- la necesaria intervención de Washington en estos procesos a fin de buscar un resultado que le sea favora-ble. En este sentido, nos alejamos de las lecturas liberal-moralistas que hacen centro en la cuestión de la democracia y nos colocamos del lado de aquéllas nucleadas en torno a intereses geoes-tratégicos de la potencia del norte. Es así como, si bien sostenemos que es bastante probable que las demandas populares egipcias en relación a la ins-tauración de un sistema democrático sean cumplimentadas, el rol de Estados Unidos en la forma que adopte dicho sistema, el modo cómo se llegue a él y los protagonistas de las próximas elec-ciones, será uno de mucha importancia.

A continuación nos centraremos en el caso de Egipto, señalando los inte-reses de Estados Unidos en ese país, estableciendo un relato de los hechos que llevaron a la caída del gobierno de Mubarak y los modos en los que se está configurando la nueva realidad socio-política egipcia. Es importante aclarar que la historia de Egipto y con ella la de Medio Oriente y la del mundo se encuentran en un momento muy diná-mico. Cualquier afirmación que intente cerrar este movimiento aún en curso es

cuanto menos apresurada y, por lo tan-to, la evitaremos.

I. Estados Unidos y Egipto.Egipto en la estructura de poder de Medio Oriente

Egipto es un país de fundamental im-portancia en la estructura de poder de Medio Oriente. Por un lado, es el país más poblado de la región, con una po-blación estimada en 80.5 millones de personas (según CIA World Factbook, 20105). Es importante también por su fuerza militar: luego de Irán tiene el ejército más grande de Medio Oriente y el décimo tercero del mundo (Jordan y Pauly, 2007). Este ejército lo formó a través de la ayuda militar por 1300 millones de dólares que Estados Uni-dos le otorga anualmente, una práctica que comenzó luego de los acuerdos de Camp David que tuvieron lugar entre 1978 y 1979. La recepción de esta ayu-da, sumada a la económica, lo convir-tió en el segundo recipiente de ayuda estadounidense en Medio Oriente, por detrás de Israel. Por otra parte, Egipto ocupa un espacio geopolíticamente es-tratégico, pues se encuentra entre dos continentes (África y Asia) y es lazo entre dos rutas de agua importantes: el Mar Mediterráneo y el Océano Índico. Además de ser un exportador de petró-leo, tiene importancia estratégica pues el petróleo producido en los países del Golfo y dirigido a Occidente pasa tan-to por el Canal de Suez como por el

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oleoducto del Suez-Mediterráneo (SU-MED), construido en 1977.

Por otra parte, Egipto tiene una his-toria de liderazgo en la región, fuerte-mente incentivado por el gobierno de Gamal Abdel Nasser -Presidente entre 1956 y 1970- quien levantó la bandera del panarabismo. Éste tuvo su mayor expresión en la formación de la Repú-blica Árabe Unida que supuso la unión de Egipto y Siria entre 1958 y 1961. Si bien ciertos analistas sostienen que el rol de líder regional fue en descenso a partir de la firma de la paz con Is-rael y el definitivo abandono del pana-rabismo por una relación estratégica con Estados Unidos (Bishara, 2009), la continuación del liderazgo egipcio -aunque atemperado- puede observarse en el hecho de que, con excepción del tiempo durante el cual fue expulsado de la Liga Árabe (LA) por firmar la paz con Israel (1979-1989), todos los Se-cretarios Generales de la organización fueron de dicha nacionalidad. No obs-tante, a favor de análisis como los de Bishara puede sostenerse que en la ac-tual configuración de poder, en los que la identidad árabe ha perdido valor con respecto a aquélla islámica y por tratar-se de un Estado secular, Egipto como hegemón regional ha visto disminuido su poder con respecto a aquellos Esta-dos que enarbolan la bandera islámica (v.g. Irán, Arabia Saudita). Es relevante, en este sentido, el mayor peso relativo ganado por Arabia Saudita en la LA, lo

que puede comprobarse con la impor-tancia que cobran las iniciativas saudíes en dicho organismo, siendo la última iniciativa de paz del año 2002 un buen ejemplo de lo afirmado. En esta direc-ción corre el análisis hecho por Roy del que hablábamos más arriba (2008). Por otra parte, Egipto participa desde 1994 en el Diálogo Mediterráneo-Organiza-ción del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para promover la seguridad regional.

Estados Unidos y EgiptoLa relación contemporánea entre Es-

tados Unidos y Egipto comenzó en el año 1974, luego de la guerra de Yom Kippur/Ramadán de 1973 y se cons-truyó como una relación estratégica. Es una consecuencia directa de la política de Anwar al-Sadat (quien remplazó a Nasser en 1970, luego de la muerte del rais egipcio) cuyo principal objetivo en Camp David en 1978 y en el Rose Gar-den en 1979 no fue tanto el logro de la paz con Israel sino el establecimiento de una fuerte asociación con Estados Unidos. Según Sullivan y Jones, el Pre-sidente egipcio buscaba: “(a) asegurar la ayuda de Estados Unidos en la devolución a Egipto de la Península del Sinaí ocupada por Israel [en 1967] y (b) la entrega de la muy necesitada asistencia militar y de desarrollo” (2007: 78). En este sentido, estos au-tores se permiten afirmar que, siendo Israel el principal pegamento de la re-lación, se trata de una relación trilateral (mediada por el Estado sionista) más

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzasen Medio Oriente. El caso egipcio.

que bilateral. Los informes del Congre-so de Estados Unidos, por su parte, di-fieren con esta afirmación sosteniendo que “en los 25 años que han pasado desde la firma del tratado [de paz con Israel], las rela-ciones estadounidense-egipcias han evoluciona-do, yendo más allá de la conexión limitada a Israel y hacia una amistad bilateral indepen-diente” (Sharp, 2005: 3). Desde nuestra perspectiva, si bien coincidimos en que existe una triangulación en la relación y que Israel constituye una pieza clave de ésta, también es cierto que Egipto es un aliado fundamental de Washington no sólo en relación a Israel, sino tam-bién en relación a sus vecinos meso-orientales.

Esta relación está sostenida funda-mentalmente por la asistencia econó-mica y militar que Washington le entre-ga anualmente a El Cairo. Con respecto a la primera, ha ido disminuyendo a partir de 1998 (con la excepción de un pico de 911 millones de dólares justifi-cado por pérdidas en el sector del turis-mo que habría sufrido Egipto debido a los atentados del 11-S), pasando de 800 millones de dólares en 1998 a 250 en 2009 (Sharp, 2009). Esta disminución encuentra su principal explicación en un acuerdo firmado entre Estados Uni-dos e Israel en el año 1998 a través del cual se acordaba la disminución de la ayuda económica a Israel y el aumento de la asistencia militar en un período de 10 años. De esta manera, y mantenien-do la proporción de 3 a 2 entre Israel y

Egipto fijada por el “Acta de Asistencia Especial para la Seguridad Internacional de 1979”6, la ayuda económica a ambos países sufrió recortes. Es válido aclarar, por otra parte, que Egipto buscó desde 1994 evitar la dependencia de la ayuda estadounidense, intentando transfor-mar ésta en acuerdos comerciales. En este sentido, bregó continuamente por el establecimiento de un Tratado de Li-bre Comercio (TLC) que, hasta el mo-mento, no fue acordado por Estados Unidos.

Las relaciones militares egipcio-esta-dounidenses se remontan al año 1976. Sin embargo, sólo una vez firmada la paz egipcio-israelí, Estados Unidos remplazó a la Unión Soviética como el principal proveedor militar de Egipto. A partir de entonces, el país árabe pasa-ría a ocupar el segundo lugar en la lista de los países beneficiarios de la ayuda militar estadounidense, lo que lo con-vertiría en una importante potencia mi-litar convencional regional. En el año 1994 ambos países comenzaron ma-niobras conjuntas denominadas “Es-trella brillante”. El otorgamiento de la ayuda militar a Egipto es importante, pues las fuerzas armadas egipcias fun-cionaron como una institución funda-mental en el país árabe para mantener la estabilidad de los sucesivos gobier-nos. Es decir que más que actuar como institución de defensa ante agresiones externas, actuaron al interior, siendo una herramienta represiva indispensa-

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ble en los últimos 30 años del gobierno del Partido Democrático Nacional (el partido político de Mubarak).

Por otra parte, la asistencia económi-ca y militar que Washington brinda a El Cairo encuentra su fundamento en el sostenimiento de los intereses que la potencia del norte tiene en Egipto en particular y en la región en general. En el terreno económico, la ayuda bus-ca condicionar la política económica egipcia, instaurando en el país árabe la libertad de mercado que permita a las empresas estadounidenses anclarse en el país y en la región. De esta manera, cada año una porción de la ayuda eco-nómica a Egipto es retenida por el US-AID (una de las instituciones que actúa bajo el Departamento de Estado y a través de la cual se gira la asistencia) y entregada cuando el gobierno de Egip-to logra ciertas reformas económicas acordadas. Entre éstas, se destacan la venta de acciones (semi-privatización) del Canal de Suez y la reducción del dé-ficit fiscal a través de la implementación de recortes en el gasto social. Esto úl-timo tuvo lugar mayormente a lo largo del año 2005 (Sharp, 2005), cuando las presiones a favor de la reforma políti-ca por parte de la administración Bush se profundizaron. La ayuda económica a Egipto, además, históricamente tuvo como objetivo neutralizar al país árabe como enemigo de Israel: “Para Estados Unidos los beneficios de la ayuda exterior a Egipto eran estratégicos, diplomáticos y políti-

cos. Egipto había liderado cada guerra árabe contra Israel (…) Un Egipto neutral y pa-cificado, se esperaba, prevendría más guerras árabe-israelíes, al menos a nivel interestatal” (Mommani, 2003: 88). Estados Unidos hizo de El Cairo, entonces, un aliado, otorgando asistencia económica y mili-tar a los sucesivos gobiernos seculares, a fin de mantener su estabilidad e impe-dir que movimientos islámicos, menos dispuestos a renunciar a ciertas reivin-dicaciones históricas, llegaran al poder.

De esta manera, la-caída-del-muro-de-Berlín encontró a Egipto alineado con Estados Unidos. Las consecuen-cias negativas del apoyo a la “Opera-ción Tormenta del Desierto” de 1991 en términos económicos, supusieron la firma de acuerdos con el Fondo Mo-netario Internacional (FMI) y el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD) que derivó en la implantación de reformas estructurales exigidas por dichos organismos inter-nacionales de crédito (mayormente dominados por Estados Unidos). En tanto líder árabe y musulmán, Egip-to fue un aliado fundamental de Es-tados Unidos en la Guerra del Golfo de 1990-1991, no sólo funcionando como legitimador de la intervención estadounidense, sino constituyéndo-se como la segunda mayor fuerza en la incursión militar luego de Estados Unidos. Su participación fue premiada por Washington con la condonación de 6700 millones de dólares de deuda y la

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Estados Unidos frente al reacomodamiento de fuerzasen Medio Oriente. El caso egipcio.

presión por parte de la potencia norte-americana para que los miembros del G-8 hicieran lo propio. Entre las re-formas exigidas por los organismos de crédito internacionales se encontraban: la eliminación de subsidios y la libera-lización de los precios en los bienes de consumo, la eliminación de barreras aduaneras para la exportación/impor-tación, la privatización de empresas del Estado, la reducción del déficit presu-puestario. Lo que se imponía, de esta manera, era el modelo neoliberal de la economía, alineando definitivamente a Egipto con las políticas promulgadas por Estados Unidos y alejándolo de la senda autonomista y desarrollista alen-tadas por el gobierno de Nasser.

En este sentido, el gobierno de Muba-rak supuso una continuidad con res-pecto al de Sadat en cuanto a la polí-tica exterior se refiere. En efecto, fue un paso más allá del gobierno de su predecesor y buscó institucionalizar la relación entre su país y Estados Uni-dos a través del establecimiento de lo que se denominó como “Diálogo Es-tratégico”, basado en tres objetivos principales de cooperación: la paz y la estabilidad regionales, la lucha contra el terrorismo y la reforma económica. Estos tres puntos dan cuenta de los in-tereses que cimentaron la relación en-tre el gobierno de Mubarak (también el de Sadat) y los sucesivos gobiernos de Estados Unidos.

En primer término, el mantenimien-

to de la paz entre Egipto e Israel. Para Washington este punto es de central importancia, pues neutraliza la posibi-lidad de un frente árabe amenazando la seguridad de Israel (aliado fundamental de Estados Unidos en la región). Para El Cairo, por otra parte, este punto también es importante, pues es a partir de la firma del tratado de paz que Egip-to comenzó a recibir la ayuda de la que hablamos más arriba, lo que le permitió convertirse en una potencia militar en la región.

Y aquí nos encontramos con el segun-do interés compartido: el del ámbito de la defensa7. El ejército egipcio recibe casi dos tercios de la ayuda anual esta-dounidense a ese país. Ésta le permite acceder a la tecnología y al conocimien-to estratégico de Estados Unidos que redunda en beneficios para sus fuerzas armadas, principal sostén de los sucesi-vos gobiernos (Nasser, Sadat y Muba-rak). La potencia norteamericana, por su parte, tiene en el país árabe un socio con el que realizar ejercicios militares en Medio Oriente que le permiten, asi-mismo, testear políticas militares en la región y le garantizan un cooperante en el caso de amenazas regionales. Ejem-plos de este último caso lo proporcio-nan la participación activa de Egipto en la coalición liderada por Estados Unidos en la “Operación Tormenta del Desierto” en 1991 y la cooperación militar y de inteligencia otorgada por el país árabe en la “Guerra Global contra

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el Terror”. Con respecto a la cuestión de inteligencia, Egipto fue uno de los destinos utilizados por la CIA, para las llamadas “entregas”, mecanismo fundamental en la estrategia contrate-rrorista de la administración Bush que consistió en el envío de supuestos te-rroristas capturados a terceros países donde podían ser interrogados por agencias de inteligencia de las que se sa-bía que practicaban la tortura (Rashid, 2009). En el terreno militar, por otra parte, si bien El Cairo no aportó tro-pas para la invasión ni para la posterior pacificación de Irak ni de Afganistán, sí permitió el uso de su espacio aéreo a las fuerzas pro-estadounidenses y les dio paso libre por el Canal de Suez, lo que otorgó a los invasores movilidad.

En cuanto al tercer punto, el de la reforma económica, ya hemos esboza-do algunos de los movimientos dados por el gobierno de Mubarak en este sentido. Es interesante resaltar que du-rante los primeros meses de la adminis-tración Bush en el poder y antes de la emergencia del discurso democratizan-te -que tomó mayores bríos durante el año 2005-, de hecho, la reforma econó-mica en Egipto se encontraba por enci-ma de la reforma política en la agenda estadounidense. Luego, la administra-ción Bush comenzó a ejercer presión para la reforma política. El gobierno de Mubarak respondió con el llamado a las primeras elecciones multipartidarias de la historia de Egipto en septiembre

de 2005 en la que el Presidente obtu-vo (fraude mediante) un holgadísimo triunfo. En noviembre del mismo año, Mubarak buscó avivar el fantasma is-lámico, permitiendo una participación más o menos abierta a la Hermandad Musulmana en las elecciones parla-mentarias, lo que derivó en un triunfo de este movimiento político en la pri-mera de las tres rondas. Este triunfo, sumado al de Hamas en las elecciones parlamentarias palestinas de enero de 2006, hizo que disminuyeran las pre-siones democratizantes, a cambio de lo cual, el gobierno egipcio impulsó re-formas económicas, siendo una de las más prominentes el recorte del gasto público y la eliminación de subsidios a alimentos de primera necesidad. Estos recortes funcionarían como uno de los impulsores de la movilización popular que derrocaría a Mubarak.

II. El levantamiento popular egipcio.

Alentado por el logro de los tuneci-nos que lograron que el Presidente Ben Ali, al frente de Túnez hacía 23 años, abandonara el poder, el 25 de enero de 2011, el pueblo egipcio se levantó con la intención de derrocar a Hosni Mubarak. El mandatario egipcio era Presidente hacía casi 30 años. Había sido vice-presidente de Sadat (quien a su vez había remplazado a Nasser y ha-bía sido el encargado de establecer la alianza estratégica con Estados Unidos

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a través de la firma de la paz con Israel) y cuando éste fue asesinado, automá-ticamente asumió el poder. Los años 80 e incluso la década del 90 del siglo pasado, fueron testigos de una buena relación entre el gobierno de Mubarak y el pueblo egipcio. Pero luego llegó la crisis del modelo neo-liberal con sus consecuencias de aumento del desem-pleo y de la pobreza, llegó la alianza de Mubarak con el muy vilipendiado George W. Bush y llegó el pueblo tu-necino que demostró a los egipcios que los pueblos no tienen que vivir nece-sariamente de rodillas. La hegemonía supone materialidad y las necesidades materiales de los egipcios no se vieron satisfechas. Por lo tanto, decidieron que era hora de cambiar el gobierno.

El proceso fue veloz: duró 18 días. Durante ese lapso, Estados Unidos y Mubarak fueron ajustando respecti-vamente sus discursos, encontrándo-se por momentos, distanciándose en otros. En esta primera parte nos cen-traremos en las acciones tomadas por Mubarak para intentar sortear la pre-sión que se cernía sobre él y en dar un panorama general de cómo se fueron sucediendo los hechos en Egipto, des-de las primeras manifestaciones hasta el cambio de Primer Ministro de los primeros días de marzo por parte del Consejo Supremo de las Fuerzas Ar-madas egipcio. En una segunda parte nos concentraremos en el modo en que la administración Obama, con toda la

complejidad burocrática que implica el gobierno de Estados Unidos, actuó du-rante estos días.

Las protestas estuvieron motorizadas y organizadas desde un primer mo-mento por la juventud universitaria egipcia. Estos sectores, con altas tasas de desempleo y con acceso a internet, lograron sortear el cerco sobre los me-dios de comunicación que el gobierno de Mubarak imponía a la población. De esta manera, lograron congregar en sucesivas manifestaciones a una buena parte del pueblo egipcio, llegando el número de los concentrados en la Plaza Tahrir (plaza del centro de El Cairo) el día anterior a la renuncia de Mubarak, el 11 de febrero de 2011, a cuatro mi-llones de personas. La juventud egipcia estuvo acompañada por sectores de trabajadores y desocupados, todos tras la reivindicación que exigía la renuncia del mandatario egipcio. La primera res-puesta de éste fue la represión a manos de la policía, ésta luego pasó a estar en manos del ejército.

Al ser muy bien recibido por la po-blación manifestante, este último no cumplió con la orden dada por Muba-rak: permaneció en la calle, expectante, pero no reprimió. El gobierno, por lo tanto, y presionado desde el exterior a abstenerse de usar la fuerza (fue uno de los pedidos públicos de la admi-nistración Obama, apoyándose sobre su discurso pronunciado en El Cairo en 2009), envió a grupos de civiles a

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cumplir con el trabajo que el ejército se negó a realizar. Sin embargo, el pueblo egipcio continuó resistiendo y ganó esa batalla.

La segunda respuesta de Mubarak, fue el establecimiento de reformas. En primer lugar, ordenó un cambio de ga-binete que endureció aún más su pos-tura, colocando como vice-presidente (y, por tanto, posible futuro sucesor) a su jefe de inteligencia, Omar Suleiman: el encargado de reprimir cualquier opo-sición al gobierno escudándose tras la muy utilizada amenaza terrorista. Al mismo tiempo prometió mayores li-bertades sociales, políticas y civiles, en-miendas a la Constitución para permitir una mayor participación, la preserva-ción de los subsidios estatales a alimen-tos de primera necesidad, el control de la inflación y la promoción del empleo. Estos anuncios, no obstante, llegaron tarde, pues el pueblo egipcio era intran-sigente con respecto a su principal rei-vindicación: que Mubarak abandonara el poder.

Finalmente, en su último discurso público el 10 de febrero de 2011, en el que se esperaba que anunciara su re-nuncia, Mubarak optó por no hacerlo y, en cambio, trasladó todos sus poderes al flamante vice-presidente. El anun-cio fue pésimamente recibido por los manifestantes concentrados en la Pla-za Tahrir quienes, en un gesto unáni-me que recordaba el zapatazo lanzado por un periodista iraquí en diciembre

de 2008 a George W. Bush, levantaron miles de zapatos en repudio de las pa-labras del ex gobernante. El 11 de fe-brero, Mubarak presentaba su renuncia y pasaba a hacerse cargo del gobierno de Egipto el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA).

Sostiene Olivier Roy que el levanta-miento egipcio no fue ni anti-imperia-lista, ni anti-Estados Unidos (2011). Podemos coincidir con esta lectura si agregamos a lo dicho “principalmen-te”. En efecto, el gesto simbólico del zapato no puede pasar desapercibido; por otro lado, muchos oponentes pasa-ron a llamar despectivamente al gobier-no de Mubarak como “régimen Camp David” en una clara alusión a la rela-ción de alineamiento de El Cairo con Washington y Tel-Aviv (Cook, 2011). Por otro lado, el hecho de que todos los gobernantes árabes que por estos días ven socavadas sus bases de poder, plan-teen a “Occidente” como instigador de las distintas revueltas con el objetivo de restar poder a estas últimas, da cuenta del profundo sentimiento anti-occiden-tal de los pueblos árabes8. Sin embargo, el ejército egipcio, a pesar de sus fuer-tes relaciones con el Departamento de Defensa estadounidense (el actual Jefe del Estado Mayor, Sami Hafez Enan, se encontraba precisamente en Washing-ton cuando los levantamientos popula-res comenzaron en enero), es apoyado por su pueblo. En efecto, la toma del poder por parte del ejército egipcio fue

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acreedora de un generalizado consenso tanto interno como externo. Así, dis-tintos referentes políticos opositores a Mubarak como ser El Baradei, Ayman Nour e incluso la Hermandad Musul-mana (HM) dieron la bienvenida a este movimiento. Por otra parte, también fue bien recibido por Naciones Uni-das, la Unión Europea, Israel y Estados Unidos.

En un primer momento el CSFA, a cuya cabeza encontramos al ex Minis-tro de Defensa, Mohammed Hussein Tantawi (conocido en algunos círculos egipcios como el “caniche de Muba-rak”), no se diferenció demasiado del ex Presidente a quien en el comunicado en el que anunciaban la toma del poder elogiaron. Algunas reformas buscaron calmar los ánimos de quienes continua-ban exigiendo al CSFA el ejercicio de la voluntad del pueblo. Así, a mediados de febrero, el Consejo disolvió el Parla-mento (monopolizado por el Partido de Mubarak), suspendió la Constitución y fijó un período de seis meses para la transición a un gobierno electo por el pueblo. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, recién en los primeros días de marzo, el nuevo gobierno lide-rado por el CSFA, pareció mostrar sig-nos relevantes de cambio con respecto a su predecesor Mubarak. Luego de algunos cambios básicamente cosméti-cos que fueron rechazados por aquellos que aún se mantenían vigilantes y ex-pectantes, desconfiados de la (no tan)

nueva estructura de poder egipcia, el 3 de marzo de 2011, el CSFA, alentado por los referentes políticos nucleados en un comité encargado de negociar con los militares, nombró como Primer Ministro a Essam Sharaf. Ex ministro de transporte de Mubarak entre 2004 y 2005, Sharaf participó de las mani-festaciones que lo derrocaron. En un claro giro con lo que venía acontecien-do en las últimas semanas, el flaman-te premier se presentó al día siguiente ante los manifestantes de la Plaza Ta-hrir, flanqueado por uno de los líderes de la HM, Mohammed el-Beltagy. Sos-tenemos que existe aquí una novedad, pues hasta el momento, la HM había sido hecha a un lado por los sucesivos referentes occidentales (entre ellos el Primer Ministro británico David Ca-meron, el enviado de Washington a El Cairo, Frank Wisner, y los congresistas estadounidenses Lieberman y McCain) que se habían reunido con distintos re-ferentes de la oposición, pero no con ellos. Asimismo, Sharaf hizo cambios sustanciales en el gabinete de gobierno en las estratégicas carteras de Relacio-nes Exteriores, Interior y Justicia.

Este tipo de logros populares, que distan de ser completos, son producto de concesiones arrancadas a los nuevos detentadores del poder. Cuando estos asumieron, teniendo en cuenta lo di-cho más arriba y la estrecha y estraté-gica relación que une al ejército egip-cio con el status quo meso-oriental pro

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norteamericano, muchos comentaristas comenzaron a hablar de “gatopardis-mo”, es decir, de una situación en la que algo cambia para que nada cambie (ver, entre otros, Borón, 2011). Como dijimos en la Introducción, es difícil hacer afirmaciones acerca del futuro de Egipto a riesgo de que éstas sean del todo apresuradas. Podemos arriesgar, sin embargo, que existen muchas po-sibilidades de que tenga lugar un pro-ceso eleccionario real y transparente. A tal fin, muchos personajes de los que hemos estado hablando, han anuncia-do desde ya su vocación de presentarse a elecciones. El Baradei, Amr Mous-sa, Mohammed Tantawi, son algunos de los posibles participantes. La HM, por su parte, ha adoptado una actitud sumamente cuidadosa y pragmática, diferenciándose del gobierno iraní y haciendo anuncios en pos de seducir a la administración estadounidense para que apoye una posible candidatura de uno de sus miembros. Washington, por el momento, no ha acusado recibo. Sin embargo, no podemos decir que Esta-dos Unidos se haya mantenido al mar-gen del proceso. Muy por el contrario, las distintas acciones y palabras de di-versos miembros de la administración han marcado el ritmo con el que Esta-dos Unidos ha acompañado los aconte-cimientos. En ellas nos centraremos en el siguiente apartado.

II. La reacción de la administra-ción Obama.

La administración Obama asumió el poder buscando diferenciarse de su predecesora. Uno de sus objetivos, en este sentido, fue el mejoramiento de las relaciones entre Estados Unidos y la comunidad musulmana que había estado en la mira de la anterior admi-nistración. De esta manera, uno de los primeros movimientos del flamante Presidente de Estados Unidos fue di-rigirse en un discurso en El Cairo a los musulmanes. No es aquí el espacio para hacer una lectura pormenorizada de di-cho discurso, pero nos pareció impor-tante traerlo a cuenta ya que durante el levantamiento popular en Egipto la ad-ministración rescató algunos fragmen-tos de éste. Por otra parte, no debe pa-sar desapercibido el lugar en el que fue pronunciado: la administración Obama reconocía, así, el lugar central de Egip-to para Estados Unidos.

El universalismo es una característica del discurso liberal que atraviesa la po-lítica de Estados Unidos tanto a nivel interno como externo. Por esta razón, éste no estuvo ausente en la oportuni-dad que ahora estamos pensando. Aho-ra bien, mientras que durante la admi-nistración Bush el universalismo estuvo disfrazado de democracia, en este caso el Presidente Obama no la invocó. Las “aspiraciones comunes” fueron restrin-gidas a “vivir en paz y seguridad, tener una educación y trabajar con dignidad,

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amar a nuestras familias, a nuestras comunidades y a nuestro Dios”9. Sin embargo, la democracia estuvo pre-sente como cuarto tema a tratar en la relación entre Occidente y el Islam. Si bien en un principio se pronunció en contra de la imposición de cualquier “sistema de gobierno”, dejó en claro su apoyo a “gobiernos que reflejen la voluntad del pueblo”10. En este cam-po, el universalismo estadounidense se hizo presente una vez más: “tengo una creencia implacable de que toda la gente an-hela algunas cosas: la capacidad de decir lo que piensan y tener participación en cómo son gobernados, confianza en el gobierno de la ley y la administración equitativa de la justicia, un gobierno transparente y que no robe de la gente, la libertad de vivir como elijan”11. Es-tas reivindicaciones universalistas son importantes, pues, como veremos, se-rían utilizadas una vez que Washington comprendiera la necesidad de apoyar un cambio de gobierno en Egipto. En el mismo discurso, Obama sostenía: “daremos la bienvenida a todos los gobiernos pacíficos electos; siempre y cuando gobiernen con respeto por toda su gente”12. Traemos este discurso a colación porque soste-nemos que funcionó como marco para la justificación del pedido de transición que la administración Obama le hiciera a Mubarak una vez que resultó evidente que éste no podría permanecer más en el poder.

Otro antecedente en las relaciones Egipto-Estados Unidos durante la ad-

ministración Obama lo proporcionó la visita que el mandatario árabe hiciera a Washington en agosto de 2009. Fue esta la primera visita del Presiden-te egipcio a Estados Unidos desde el año 2004. Durante la reunión bilateral mantenida por ambos líderes, Obama calificó a Mubarak como un “consejero y amigo de Estados Unidos”. Por otro lado, se pusieron de relieve entonces la prioridades en la agenda bilateral: la paz y la seguridad en la región (a tra-vés de lo cual se hace referencia básica-mente al conflicto palestino-israelí), la cuestión nuclear iraní, el rol de Egipto en Irak, el desarrollo económico de la región. Mubarak también estuvo pre-sente en Washington en septiembre de 2010 con motivo del lanzamiento de una nueva ronda de negociaciones entre palestinos e israelíes. Ocurrido el levantamiento en Túnez y el retiro del apoyo de Hezbollah al Primer Minis-tro libanés Hariri con lo cual hizo que cayera su gobierno pro-occidental, Ba-rack Obama se comunicó con Mubarak para consultarlo. Hasta aquí la relación entre la administración estadounidense y el gobierno egipcio.

Como puede verse de lo dicho hasta el momento, la administración Obama mantuvo la relación estratégica con el Egipto de Mubarak sin establecer pre-siones en cuanto al modo de gobierno se refiere y encarrilando la agenda bila-teral una vez más hacia la cuestión pa-lestino-israelí y hacia aquélla económi-

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ca. Ahora bien, la cuestión democrática se le impuso a partir del levantamiento del pueblo egipcio que no sólo busca-ba el derrocamiento de su Presidente, sino, asimismo, el establecimiento de un régimen democrático de gobierno. La administración se vio entonces en una encrucijada que le planteaba una disyuntiva: o bien continuar con el apo-yo al gobierno autoritario de Mubarak y asegurar la continuidad de la relación estratégica, o bien apoyar las demandas populares en pro de la democratización y arriesgar, de esta manera, uno de sus pilares fundamentales en la región me-so-oriental.

En un primer momento, la adminis-tración se decidió por la primera op-ción. De esta manera, el vice-presidente Joe Biden, en una entrevista con el re-conocido periodista Jim Lehrer el 29 de enero de 2011, afirmó que Mubarak no debía irse del gobierno, sino que debía ser “más receptivo a las necesidades de la gente”. Esto encontraba su base de apoyo en que Biden no caracterizaba a Mubarak como un dictador (de hecho, en ninguna alocución de la Casa Blan-ca referida a Mubarak, el ex mandata-rio egipcio fue calificado de dictador o tirano como lo fueran sus homólogos Saddam Hussein y Mahmud Ahmadi-nejad durante la administración Bush): “Mubarak ha sido nuestro aliado en muchas cosas. Y ha sido muy responsable en relación a intereses geopolíticos en la región, los esfuer-zos de paz en Medio Oriente, las acciones que

Egipto ha tomado en relación a normalizar la relación con Israel… no me referiría a él como un dictador”13. En efecto, la primera reacción del gobierno de Estados Uni-dos, cuyo Departamento de Estado, al contrario del de la administración Bush, había dejado de dar apoyo eco-nómico a la oposición pro-democracia egipcia, fue exigirle al entonces Presi-dente Mubarak el establecimiento de ciertas reformas: “El gobierno egipcio tiene una oportunidad importante para ser receptivo a las aspiraciones del pueblo egipcio, y perse-guir reformas políticas, económicas y sociales que puedan mejorar su vida y ayudar a Egipto a prosperar”14. Este pedido es entendible si partimos de la lectura de los acon-tecimientos que la administración hizo explícita a través de su Secretaria de Es-tado, Hillary Clinton, quien afirmó el 25 de enero que la situación en Egipto era “estable”. Los manifestantes ya ha-bían expresado su deseo de que Muba-rak abandonara el poder y rechazaron unánimemente este ofrecimiento del que, como vimos, se hizo eco el enton-ces Presidente egipcio. Este llamado por parte de Washington vino acompa-ñado de un expreso pedido para que el gobierno egipcio se abstuviera de utili-zar la fuerza contra los manifestantes. En una nueva versión de la “teoría de los dos demonios”, llamó a los mani-festantes a no utilizar la violencia15. Los pedidos de reforma se extendieron hasta el 1 de febrero de 2011.

El 31 de enero el ejército egipcio

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había sido llamado por Mubarak a re-primir, los militares habían declarado legítimas las aspiraciones del pueblo egipcio y se habían pronunciado en contra de la represión. La administra-ción Obama siguió las repercusiones que este movimiento castrense tuvo en la población manifestante que, como dijimos, dio la bienvenida a la entrada en escena al ejército, y pasó a su tercera reacción que fue comenzar a hablar de transición. “Quiero elogiar al ejército egipcio por el profesionalismo y patriotismo que ha mostrado permitiendo las protestas pacíficas al tiempo que protegiendo al pueblo egipcio. Hemos visto tanques cubiertos con pancartas y soldados y manifestantes abrazándose en las calles (…) he hablado directamente con el Presidente Mubarak. Reconoce que el status quo no es sustentable y que un cambio debe tener lugar (…) lo que indiqué esta noche al Presidente Mubarak es mi idea de que una transición ordenada debe ser significativa, debe ser pacífica y debe comenzar ahora”16. A par-tir de allí comenzó un claro apoyo al ejército egipcio. No debemos perder de vista en ningún momento los lazos que unen a la institución castrense árabe y a la potencia norteamericana.

Como hemos adelantado, es im-portante resaltar, por otra parte, que Mubarak no fue en ningún momento demonizado ni por la administración Obama (ya hemos dicho que en ningún momento fue calificado de dictador o ningún otro apelativo negativo), ni por el ejército que lo remplazó en el poder.

“Creo que el Presidente Mubarak se preocupa por su país. Es orgulloso, pero también es un patriota (…) ya ha dicho que no va a parti-cipar en las próximas elecciones. Es alguien que ha estado en el poder por mucho tiempo en Egipto. Habiendo hecho ese corte psicoló-gico (…) creo que lo más importante es que se pregunte (…) cómo hacemos esa transición efectiva y duradera y legítima”17. En cuan-to al CSFA se refiere, en su segundo comunicado, agradeció a Mubarak los servicios prestados al país, elogiándolo.

Hemos hablado más arriba de la rela-ción estructural y estratégica existente entre Washington y el ejército egipcio: este último ha sido el pilar fundamental del régimen de Mubarak y de su rela-ción con Estados Unidos. No debe sor-prendernos, por tanto, que la adminis-tración Obama haya dado la bienvenida a la toma de poder por parte de éste en remplazo del ex Presidente. En efecto, Obama no sólo anunció que manten-dría la ayuda militar al país (que –obvia-mente- se sostiene sobre intereses con-cretos), sino que, una semana después de que los militares tomaran el poder, decretó el envío de 150 millones de dólares en concepto de asistencia eco-nómica para “ayudar en la transición democrática”. Asimismo, Robert Ga-tes, Secretario de Defensa de Estados Unidos, elogió al ejército egipcio como fuerza de la democracia, lo que resulta cuanto menos sospechoso de un ejérci-to que ha contribuido sistemáticamente y a través de la utilización de todo tipo

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de prácticas contrarias a la democracia al mantenimiento del anterior régimen. La política exterior estadounidense no es una política monolítica, en su pla-nificación y efectivización juegan mu-chos sectores que incluso tienen líneas tácticas y estratégicas encontradas. El Departamento de Defensa y el Depar-tamento de Estado, por ejemplo, se han encontrado en múltiples oportunidades difiriendo fuertemente con respecto a la política a tomar. La relación con los militares egipcios es una que pasa fun-damentalmente por el Pentágono y es éste el que, en última instancia, define la relación Estados Unidos-Egipto.

El CSFA, por su parte, respondió a estos gestos de la administración Oba-ma anunciando que mantendría todos los tratados regionales e internaciona-les, en un claro guiño a Israel. Recor-demos que ésta es una de las mayores preocupaciones de Washington frente a los cambios que están aconteciendo en Egipto y fue un expreso pedido al siguiente gobierno egipcio: “Creo que la sociedad que hemos tenido con el pueblo y la nación de Egipto por 30 años ha traído estabilidad regional y ha traído paz, particu-larmente entre los países de Egipto e Israel. Y creo que es importante que el próximo gobierno de Egipto, como hemos dicho aquí muchas ve-ces, reconozca los acuerdos que han sido firma-dos con el gobierno de Israel”18. El Primer Ministro israelí, Benjamin Netanyahu, por su parte, dio la bienvenida a esta declaración argumentando que “el tra-

tado de paz entre Israel y Egipto es la piedra angular para la paz y la estabilidad en todo Medio Oriente”. No todo, sin embargo, debe ser visto de modo lineal, en blan-cos y negros, en las relaciones interna-cionales. El hecho simbólico de que el CSFA haya permitido el paso por el Canal de Suez de dos buques de guerra iraníes que bordearon Israel con desti-no a Siria, no debe ser menospreciado. Tampoco debe serlo, en este contexto de supuesto apoyo a los pueblos árabes por parte de Estados Unidos, el veto de la potencia del norte a una resolución del Consejo de Seguridad de las Nacio-nes Unidas que establecía la ilegalidad de la construcción de asentamientos por parte del Estado israelí en territorio palestino ocupado.

La respuesta de Obama a la crisis en Egipto obtuvo el apoyo tanto del Parti-do Demócrata como del Republicano. Hubo algunas críticas aisladas que bre-gaban por utilizar la amenaza de cortar la ayuda estadounidense para forzar a Mubarak a renunciar y algunas otras que iban en el sentido de la escasa ca-pacidad de adelantarse a los hechos. En este último sentido, lo que se le criticó a la administración fue que tuvo una ac-titud puramente reactiva e improvisada a lo que iba sucediendo. Obama, sin embargo, defendió la política adoptada que buscó en todo momento apoyar al pueblo egipcio, sin enemistarse con Mubarak, ni con ninguna facción que pudiera hacerse cargo del poder. La cá-

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lida bienvenida que su administración dio a la llegada al poder de los militares, da cuenta de un resultado con el que el país norteamericano se siente cómodo: “Creo que la historia terminará narrando que a cada coyuntura en la situación en Egipto, estuvimos en el lado correcto de la historia”19. Como vemos por esta última cita y por las referencias en sus discursos a las revoluciones en Europa del Este con su consiguiente instauración de la de-mocracia, sigue estando presente en el discurso de Obama la idea de un desa-rrollo lineal y homogéneo del tiempo histórico. A modo de conclusión.

Un trabajo aparte correspondería para analizar el rol de la religión islá-mica en los movimientos que aquejan a los gobiernos autoritarios del mundo árabe. En la mayoría de los análisis se ha resaltado su ausencia y en otros –creemos- se ha exagerado su presen-cia20. El Islam ha estado en el centro del racismo del siglo XXI. Tanto Eu-ropa como Estados Unidos, anfitriones de las principales agencias internacio-nales de noticias, se han visto atravesa-dos en los últimos años por una pro-ducción masiva de textos en busca de la “verdadera esencia” del Islam. Se lo ha presentado como una amenaza para “la civilización” (Occidental); se ha buscado resaltar su carácter intrínseca-mente pacífico, bondadoso. Es debido a este lugar central que ocupó el Islam durante estos años que no puede pa-

sarnos desapercibido el hecho de que los mismos que saludan los movimien-tos pro-democráticos en el mundo ára-be, destaquen la ausencia de símbolos identitarios musulmanes. Por otro lado, las voces profundamente anti-islámicas previenen acerca de los peligros que pueden provenir de estos movimientos, con sus corolarios de toma del poder por parte de partidos políticos islámi-cos, como ser la Hermandad Musulma-na en Egipto.

Ninguna de las dos voces nos conven-ce. No sólo porque hacen una lectura histórica sostenida sobre la construc-ción de continuidades, de modo tal de poder encontrar en cualquier momento histórico la esencia de la Historia (con mayúscula) que, de esta manera, es entendida como poseyendo un único y necesario sentido (que siempre será aquél narrado por la “historia de los vencedores”, en términos de Benja-min), es decir que los distintos momen-tos que constituyen la recta continua de la historia encuentran su reflejo en el pasado que (necesariamente) los en-gendró y el presente que “no podría ser de otra manera”. Sino porque las dos están ancladas sobre supuestos racistas y, por tanto, esencialistas, que suponen la imposibilidad de una organización política válida, legítima, basada en el Is-lam. Mientras que en la segunda postu-ra señalada esto último queda claro, en la primera esto también es así. En efec-to, los medios de comunicación que se

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esfuerzan en destacar la inexistencia de fuerzas islámicas en los levantamien-tos populares pro-democráticos son los mismos que no dudan en colocar el significante “islámico” en los mis-mos contextos enunciativos en los que aparece el término “terrorismo”. De esta manera, se establece una suerte de postura racista que establece una sepa-ración tajante entre Islam y democra-cia. Por otro lado, la ausencia total de la religión islámica en los levantamien-tos no es real: el sólo hecho de que las protestas más importantes tengan lugar luego de las plegarias de los viernes así lo atestigua.

Es en este contexto que pueden en-tenderse, por un lado, los esfuerzos realizados por la HM para obtener algún tipo de apoyo internacional de modo de cobrar legitimidad para pos-tularse como posibles candidatos al gobierno de Egipto y, por otro lado, el aislamiento al que la auto-denominada “comunidad internacional” los ha re-legado. Con respecto al primer punto, podemos ejemplificarlo a través de su bajo perfil durante las revueltas, su pro-nunciamiento a favor de continuar con el Tratado de Paz firmado entre Egipto e Israel, su distanciamiento con res-pecto a los dichos del Ayatollah iraní Jamenei y su reticencia a formar parte del actual gobierno. Esto último es im-portante, pues se basa en la concepción de que “una transición sin problemas hacia un sistema democrático requerirá

un gobierno interino aceptable para el ejército y Occidente” (Rosefscky Wic-kham, 2011). Con respecto al segundo punto, es interesante resaltar que, pese al pragmatismo que baña a la HM, la desconfianza occidental por tratarse de un partido islámico, sigue vigente. De esta manera, las figuras políticas occi-dentales que han pisado suelo egipcio (el Primer Ministro británico David Cameron y senadores republicanos y demócratas estadounidenses) han dado su apoyo a un gobierno civil, pero han evitado reunirse con dicho partido po-lítico. Es importante recordar que éste es el partido más grande, más popular y más efectivo de Egipto, razón por la cual es imposible pensar un futuro go-bierno democrático sin una participa-ción más o menos protagónica de este grupo político que ha demostrado su fuerza en las elecciones parlamentarias semi-abiertas de noviembre de 2005.

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Notas:

1 Pese al carácter sunnita del movimiento Hamas, estamos hablando de realinea-mientos (geo)políticos que encuentran a Irán y a Arabia Saudita enfrentándose por la hegemonía de la región y enarbolando las banderas del shiísmo y del sun-nismo respectivamente. En esta nueva configuración, sostiene Roy, se han roto las antiguas líneas de amistad y enemistad que encontraban en un mismo campo al islamismo y al nacionalismo árabe unidos frente a Israel y Occidente, y se han establecido nuevas que abren la posibilidad a una alianza entre Arabia Saudita e Israel opuestos al poderío iraní. 2 La misma salvedad realizada con respecto al Hamas en el caso del “bloque shiíta”, puede ser válida para Bahréin que posee una mayoría demográfica shiíta y está gobernado por una minoría sunnita (una situación semejante a la del Irak de Saddam Hussein). 3 Con esta expresión no estamos incluyendo a los países del Magreb árabe, es decir, a los países occidentales del Norte de África. 4 El resto de los gobiernos meso-orientales aliados de Washington a los que sus poblaciones les están demandando que se vayan son –por el momento- Yemen y Bahréin (este último país es anfitrión de la V flota estadounidense). Por otra parte, es muy probable que el gobierno de Arabia Saudita sea víctima de este tipo de demandas en el corto plazo. 5 AGENCIA CENTRAL DE INTELIGENCIA (CIA) (2010). The World Fact-book: Egypt. (Online), consultado en agosto 2010, https://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/geos/eg.html. 6 Este Acta instauraba una desigualdad estructural de 3 a 2 en la ayuda de Was-hington hacia Tel-Aviv y El Cairo respectivamente. 7 Según sostienen analistas de la Universidad Nacional de Defensa de Washing-ton, este es el componente más fuerte en la relación Estados Unidos-Egipto (Fan-dy, 2002). 8 En efecto, hacia sus propias poblaciones los gobernantes árabes levantan el fantasma de la intervención occidental. Ante Occidente que, en líneas generales, funciona como sostén de estos gobiernos, instalan el fantasma islamista. 9 CASA BLANCA (2009), Barack Obama, “Remarks by the President on a new beginning”, 04/06/2009. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/remarks-president-cairo-university-6-04-09, consultado en junio 2009. La traducción es nuestra. 10 Ib.

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Mariela Cuadro

11 Ib. 12 Ib.. 13 (Online), http://www.pbs.org/newshour/bb/politics/jan-june11/biden_01-27.html, consultado en enero de 2011. 14 CASA BLANCA (2011), “Statement by the Press Secretary on Egypt”, 25/01/2011.(Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/01/25/statement-press-secretary-egypt , consultado en enero 2011. La traducción es nuestra. 15 CASA BLANCA (2011), Barack Obama, “Remarks by the President on the Situation in Egypt”, 28/01/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/01/28/remarks-president-situation-egypt, consultado en ene-ro 2011. La traducción es nuestra. 16 Ib 17 CASA BLANCA (2011), “Remarks by the President and Press Briefing by Press Secretary Robert Gibbs” 11/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/02/11/remarks-president-and-press-briefing-press-secre-tary-robert-gibbs, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 18 CASA BLANCA (2011), “Remarks by the President and Press Briefing by Press Secretary Robert Gibbs” 11/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/02/11/remarks-president-and-press-briefing-press-secre-tary-robert-gibbs, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 19 CASA BLANCA (2011), “Press Conference by the President”, 15/02/2011. (Online), en http://www.whitehouse.gov/the-press-office/2011/02/15/press-conference-presi-dent, consultado en febrero 2011. La traducción es nuestra. 20 Al respecto ver Méndez 2011

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IntroducciónLas reformas económicas neolibera-

les aplicadas durante la década de los noventa en la Argentina y en Brasil, y que se habían iniciado en los Estados Unidos a comienzos de la década de los ochenta, dieron paso a un nuevo mode-lo de acumulación. Dicho modelo estu-vo acompañado por transformaciones en el área de la política exterior.

La pregunta central de este trabajo se vincula con la gran necesidad de expli-car cómo fue posible la aplicación de reformas tan adversas a los intereses de los asalariados y sectores popula-res, tanto en una potencia hegemóni-ca como los Estados Unidos como en países periféricos y dependientes como la Argentina y Brasil. Para ello es im-portante saber cuál fue el rol de la élite política en ese proceso.

En el caso norteamericano, el nuevo patrón de acumulación vino de la mano de una política exterior que representa-ba el “salto hacia delante” para resolver la crisis de rentabilidad interna, y fue sostenido tanto por los republicanos

como por los demócratas en los su-cesivos gobiernos desde Reagan hasta Clinton. Este modelo promovió enton-ces las tendencias “globalizantes” pre-sionando a los países del Tercer Mundo -en particular a través del mecanismo coercitivo de la deuda externa- a adop-tar reformas orientadas a la economía de mercado.

En el caso argentino, la aplicación de políticas neoliberales tuvo su correlato en una nueva inserción internacional orientada en función de los intereses económicos de las grandes potencias, posibilitada por un significativo grado de acuerdo entre los dos partidos ma-yoritarios del sistema político, el Parti-do Justicialista y la Unión Cívica Radi-cal.

En Brasil, si bien el proceso de refor-ma fue paulatino y las características propias de su sistema de partidos y de su política exterior posibilitaron que se mantuviera cierta política de estado en esa área, también se modificaron patro-nes tradicionales de inserción interna-cional.

* Dra. en Ciencias Sociales, Investigadora asistente del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (IDEHESI - UBA- CONICET)

Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.

Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

MARÍA CECILIA MÍGUEZ*

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

La hipótesis a desarrollar es que las transformaciones económicas y el sostenimiento de la política exterior hacia la década de los noventa, fueron posibles sobre la base de importantes consensos hegemónicos, construidos a fuerza de nuevas alianzas y ruptu-ras en el sistema político. Ese nivel de acuerdo, por un lado, desde la óptica de las clases dominantes, permitió la aplicación de las políticas neoliberales que posibilitaron nuevos modelos de acumulación; por otro, desde la óptica de las clases subalternas, contribuyó a excluir del sistema político a las deman-das de los sectores populares, o al me-nos limitar y desarticular su influencia.

Partimos de que para comprender en forma total la política exterior de un es-tado es fundamental vincularla con po-lítica interna, en especial con los inte-reses económicos y estratégicos de los distintos sectores, y por lo tanto, con el rol de las élites políticas en el proceso de toma de decisiones en las distintas áreas de la política pública. Esta rela-ción es aún más directa en el caso de países dependientes como la Argentina debido a la conformación histórica de su estructura económico-social y de su estado nacional.

Asimismo, la posibilidad de entender a la política exterior como política de estado, se vincula directamente con la continuidad de los proyectos de país, y por lo tanto, con la conformación de determinada hegemonía en el plano

económico interno.

a. El caso norteamericano. Reforma interna y política exte-rior: republicanos y demócratas.

Las transformaciones estructurales operadas durante el gobierno de Ro-nald Reagan dieron lugar a una nueva estructura social de acumulación . Este cambio representó una recomposición dentro de la historia del sistema capita-lista, entendido en toda su complejidad.

Entre fines de la década de 1960 y mediados de 1970 el patrón de acumu-lación de posguerra había entrado en crisis, lo que significa que esa estructu-ra social de acumulación keynesiana no garantizaba ya el mantenimiento de la tasa de beneficio y que por lo tanto las medidas que se adoptarían a partir de la década de 1980 estarían en función de la búsqueda de soluciones de fondo por parte de las grandes corporaciones.

El proceso de reforma se inició con un proceso estanflacionario durante la presidencia de Ford, con el objetivo de disciplinar a los trabajadores norteame-ricanos para adaptarlos al ajuste que vendría más tarde.

Esa recomposición capitalista de la era reaganiana basada en el discipli-namiento del trabajo con respecto al capital que encontró a la clase obrera aterrorizada por la inflación y el des-empleo. Algo similar sucedería con la hiperinflación en la Argentina de fines

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María Cecilia Míguez

de los ochenta e inicios de los noventa y con el caso brasileño.

Los instrumentos económicos centra-les para el proceso de reforma estruc-tural fueron: una política de restricción monetaria, con su consecuente suba de las tasas de interés como mecanismo antiinflacionario, la reducción imposi-tiva, con la expectativa (fallida) de au-mentar el ahorro y con ello la inversión, el aumento del gasto militar, la desre-gulación que inició una “retirada” del Estado, reservándose algunos ámbitos prioritarios como el de Defensa Na-cional y la apertura económica genera-lizada, medidas conocidas luego como el Consenso de Washington. Todas estas medidas no pudieron solucionar el problema del déficit fiscal. La sobre-valuación del dólar, además de atentar contra la competitividad de las exporta-ciones, permitió capturar dólares exter-nos y financiarlo, convirtiendo al país en el principal deudor del mundo.

A pesar de la inicial recuperación económica que tuvo por objetivo la modernización de las industrias provo-cando una reconversión productiva en aquellos sectores considerados estra-tégicos, como necesaria contrapartida, estas políticas tuvieron un efecto inme-diato en la distribución del ingreso. El modelo se sostenía con un alto nivel de consumo de bienes de alto nivel de valor agregado por parte de sectores medios y altos, y bajos salarios para quienes los producen. Esto llevó a una

trampa en el mediano plazo, ya que al generar una producción destinada sola-mente a un sector de altos ingresos, la necesidad de mano de obra se reduce y con ello también la rentabilidad. En el largo plazo, reaparece la depresión a partir del encadenamiento de las quie-bras de fábricas y la recesión.

Por último y en suma, el proyecto dio por resultado una economía fuerte-mente especulativa y endeudada, tanto por su déficit fiscal como por su défi-cit comercial, pero que ataba a todo el mundo capitalista a ella porque se con-virtió en el centro motor del consumo internacional.

Justamente, en aspecto central de las consecuencias de la política económi-ca de Reagan ha sido el estrechamiento de la ligazón entre las economías de los distintos países capitalistas con la de los Estados Unidos, y de este modo, el aumento de la vulnerabilidad capitalista frente a las crisis económicas.

Las políticas económicas de la era Reagan y su continuidad en los gobier-nos posteriores tuvieron un fuertísimo impacto, en múltiples sentidos. Una de las consecuencias fue la acentuación de la tendencia a la desarticulación de la hegemonía norteamericana, demos-trada por los indicadores económicos. Por otro lado y en contrapartida, la respuesta en política exterior se des-plegó como una huída hacia adelante “utilizando su poderío militar para lo-grar mantener alejada la crisis mientras

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

recurre a la inestabilidad internacional como forma de impedir que los blo-ques capitalistas competidores puedan fortalecerse y constituirse en una desa-fío exitoso” (Pozzi, 2003, 116).

A contramano de la afirmación de la existencia de un proclamado “Nuevo Orden Internacional” unipolar poste-rior a la caída del Muro de Berlín, el fin de la guerra fría y del sistema bi-polar de las superpotencias devino en la emergencia de una estructura mun-dial multicéntrica. Los Estados Unidos constituyen la única superpotencia glo-bal (económica, política militar). Pero tras la profunda crisis de 1971, no han podido volver a detentar el grado de predominio que poseían en los años cincuenta y sesenta; durante la última década se han visto precisados a recu-rrir a su incuestionable superioridad militar para compensar los desafíos que en el campo económico, financie-ro y científico-tecnológico les plantean las potencias competidoras. (Laufer, 2004a: 198)

Esta “fuga hacia delante” sería com-partida y sostenida –con característi-cas particulares- tanto por el gobierno republicano de George Bush (padre) como el del demócrata Bill Clinton. El gobierno de Bush jr. ha ido aún más lejos, señalando un curso intransigente que aumentó el grado de tensión mun-dial.

En su libro Colossus, Niall Ferguson caracteriza a los Estados Unidos como

un imperio, desarrollando ese con-cepto en vinculación con la noción de hegemonía, y comparando su funcio-namiento con el Imperio Británico del siglo XIX. Allí el autor se plantea, entre otros, un eje de análisis donde afirma que las últimas décadas de la historia norteamericana constituirían un tránsi-to de una estructura imperial informal a otra con estructuras cada vez más formales (Ferguson, 2003: 13).

Es posible que de la mano de la crisis económica norteamericana, la necesi-dad política de formalizar las estructu-ras de su dominio imperial en el mundo como parte de la fuga hacia delante, sea un factor explicativo del consenso en la política exterior durante los gobiernos republicano y demócrata de Bush pa-dre y Bill Clinton. La formación de una nueva estructura social de acumulación a partir de la década de los setenta dio lugar a una coexistencia entre la crisis económica interna con el aumento de la intervención norteamericana en el mundo.

El nuevo modelo económico instala-do con Reagan y consolidado en las ad-ministraciones posteriores provocó el desplazamiento del eje central de acu-mulación hacia el sector servicios y el financiero, canalizándose el excedente, en forma prioritaria, hacia la valoriza-ción financiera en las bolsas de los paí-ses centrales –principalmente impor-tante en el caso de la Bolsa de Nueva York- y en “inversiones” especulativas

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en los “países emergentes”, cuyas ga-nancias provinieron de las altas tasas de interés impuestas en esos países.

Mantener y formalizar las estructuras del “imperio” a través de diversas es-trategias es condición de reproducción para los sectores más concentrados de la burguesía transnacionalizada, surgida de esta nueva estructura social de acu-mulación.

Las diversas estrategias de política ex-terior implementadas por los Estados Unidos estuvieron sin duda orientadas a la recuperación de su poderío econó-mico, pero sin descuidar el lugar central que ha ocupado el factor estratégico en un contexto de altísima disputa entre distintas potencias por el predominio mundial.

Con el fin de recobrar su lugar predo-minante en el mundo, Estados Unidos procurará, por un lado, superar a sus contrincantes en el ámbito internacio-nal y, por el otro, reconsolidar su do-minio sobre los países de la periferia, y este objetivo supera las distinciones políticas entre republicanos y demócra-tas.

Ahora bien, yendo concretamente a la posición de los partidos políticos respecto de estas transformaciones in-ternas y por tanto en política exterior, un elemento de peso para responder a nuestra pregunta respecto de cómo fue posible construir consenso social en ese sentido, es el alto grado de acuerdo

gestado al interior de las clases dirigen-tes norteamericanas y que incluyó tanto a demócratas como a republicanos.

Veamos: para comenzar, cuando Re-agan envió sus proyectos de reforma al Congreso, contó con el apoyo de los legisladores demócratas en todas las leyes que propuso. Pozzi y Nigra sos-tienen que posiblemente haya que mi-rar esa capacidad no solamente como habilidad táctica, sino también como un acuerdo generalizado de los secto-res dominantes por imponer una trans-formación estructural (Pozzi y Nigra, 2003: 496/7).

En el caso de los programas de asis-tencia, tal como lo plantea Edward Zinn “a menudo los demócratas se unían a los republicanos a la hora de denunciar los programas de asistencia social. Ambos partidos tenían fuertes conexiones con las corporaciones ri-cas” (Zinn, 1999: 429).

La presidencia de Bush constituyó una línea de continuidad respecto de la anterior, en varios sentidos. Ambos presidentes tuvieron una política drás-tica respecto de la ayuda social a los pobres, disminuyeron los impuestos para los sectores económicamente más poderosos, aumentaron el presupuesto militar y fomentaron el acceso al siste-ma judicial federal de magistrados con-servadores (Zinn: 424).

Con respecto a la política de defensa y al rol de los Estados Unidos en el siste-

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

ma internacional, es necesario marcar el quiebre que provocó la caída del Muro de Berlín hacia 1989 y la posterior des-integración del Bloque Soviético. Para el partido Republicano, había sido la línea dura de Reagan y su política de defensa la causa del derrumbe de la Unión Soviética y la consolidación del liderazgo norteamericano en el mundo.

La caída del Muro del Berlín a fines de los años ’80 modificaría fuertemente el escenario mundial. Aún cuando el as-censo de nuevos centros de poder im-puso límites a la hegemonía mundial de los Estados Unidos, la desaceleración del nivel de crecimiento de Alemania y la recesión sufrida por Japón a lo lar-go de la década del ’90 evidenció, un nuevo rol de los Estados Unidos como superpotencia imperialista.

Es decir, si bien al estallido del mundo bipolar sucederá la aparición de múlti-ples espacios de poder “conviviendo” en el ámbito internacional que consti-tuyen un coto a la consolidación hege-mónica de los Estados Unidos a nivel internacional, dicho límite supone en realidad una reconfiguración de su po-sicionamiento en el mundo.

Ahora bien, nuevamente en el plano interno, con el fin de la Guerra Fría, los Estados Unidos, en lugar de rever su política exterior y reorientar sus recur-sos hacia una reconstrucción de su eco-nomía, buscaron el modo de mantener la gigantesca institución militar.

Es en este marco que deben com-prenderse la intervención norteame-ricana en Panamá y la guerra iniciada contra Irak. La Guerra del Golfo re-presentó sobre todo una respuesta a la crisis económica de los Estados Uni-dos y el triunfo de los sectores vincu-lados a la industria de armamentos y manufactureros de punta que buscaba reestablecer la hegemonía económica norteamericana a través de una política internacional agresiva, que explotase al Tercer Mundo (avanzando por ejemplo en la integración de América Latina a los Estados Unidos) y se montara so-bre la debilidad militar de Europa y Japón, desplazando así a otros ligados al mercado interno y a las viejas manu-facturas fondistas, defensores del pro-teccionismo y de la reindustrialización.

Ya no se trataba del fracasado pro-grama de salvataje de la presidencia de Reagan, sino que el objetivo central de la Guerra en el contexto de la cri-sis económica norteamericana era el de controlar recursos y negarles mercados a los demás, ganando tiempo para la recomposición de la economía interna, representando un cambio de estrategia global para lidiar con la crisis del capi-talismo norteamericano.

Nuevamente con respecto al consen-so al interior de la dirigencia política, los demócratas liberales apoyaron la acción militar contra Panamá, y en el caso de la Guerra del Golfo, a pesar de un debate animado, una vez que Bush

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hubo ordenado el ataque contra Irak, ambas cámaras -con sólo unos pocos votos contrarios, tanto demócratas como republicanos- votaron “apoyar la guerra y apoyar a las tropas” (Zinn: 442).

Finalmente, la coincidencia entre am-bos partidos quedaría evidenciada en 1992, cuando demócratras y republi-canos se unieron para votar en contra de la transferencia de fondos del pre-supuesto militar al área de necesidades humanas, mientras que votaban a favor de gastar 120 mil millones de dólares para la “defensa” de Europa (Zinn: 433).

Clinton profundizaría el modelo de acumulación, pero fomentando el de-sarrollo de nuevas industrias, como la informática, incluso en disputa con el viejo complejo militar-industrial y frac-turando la unidad de las corporaciones norteamericanas.

Continuaría la doctrina de su antece-sor Bush, que proponía a los Estados Unidos como el único poder mundial, con poderes regionales aliados como Israel e Inglaterra y convocando (de un modo particularmente persuasivo) a Alemania y Japón a aceptar un papel más reducido en el mundo. Durante su presidencia aumentaron las interven-ciones internacionales, bajo el signo del “imperialismo de los derechos huma-nos”. A título ‘humanitario’ o ‘demo-crático’ proliferaron las intervenciones, militares o políticas, individuales o co-

lectivas, de las grandes potencias en los asuntos internos o ‘externos’ de otros. Sobre Irak y Panamá, Somalía y Haití, Bosnia y Ruanda, Albania y el Congo, Yugoslavia y Timor, Colombia y Sierra Leona. No sobre Estados Unidos por sus pruebas misilísticas. No sobre Ru-sia por el genocidio de Chechenia. No sobre Francia por sus ensayos nuclea-res en el Pacífico (Laufer, 2004 b: 183).

Su gabinete, los puestos claves de la política exterior y económica, demues-tran que aquellos que habían acumula-do riquezas durante la década anterior y con el cambio de modelo, continuarían en el poder, así como los que defendían la proyección de los Estados Unidos hacia el exterior.

Se inició además una nueva fase de la acumulación capitalista, donde los conglomerados transnacionales se con-forman en estados supranacionales, haciendo entrar en crisis a los estados nacionales de la época anterior. Esto, a su vez, mantuvo y profundizó la pugna intracapitalista, lo que permitiría ca-racterizar al período como una nueva forma de guerra imperialista (Pozzi, 611). El resultado fue un aumento de la conflictividad internacional. También hubo modificaciones en la estrategia desplegada en el sistema internacional. Por ejemplo, una nueva estrategia nor-teamericana que se fortaleció durante la administración Clinton ha sido la de fomentar la creación de espacios regionales, promoviendo de la integra-

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

ción económica y comercial de diver-sos países. La consolidación definitiva de la Comunidad Económica Europea y la búsqueda incesante, por parte de los Estados Unidos, de conformar su propio mercado son muestras indiscu-tibles de esta tendencia.

Ejemplo del proyecto de expansión económico-territorial de Estados Uni-dos fue la entrada en vigencia a media-dos de la década del ’90 del NAFTA: una “asociación” entre los mercados de este país y los de Canadá y Méxi-co –asociación basada, principalmen-te, en la subordinación de este último. Pero el enfrentamiento interimperialis-ta –básicamente el conflicto entre las burguesías de los principales centros económicos-, condujo a los Estados Unidos a proponerse un objetivo más ambicioso: la conformación de Área de Libre Comercio de las Américas, mejor conocido como ALCA. Esta propuesta dio cuenta a la necesidad norteamerica-na de garantizar la rentabilidad de los emprendimientos realizados por sus empresas, evitando la competencia que otras potencias mundiales le oponen. Ante la creciente presencia del capital europeo en América Latina, la burgue-sía norteamericana ha manifestado su interés por recuperar posiciones en la región.

Esta estrategia se suma a la militar, parte esencial de la política exterior tradicionalmente implementada por la superpotencia respecto de la periferia.

Basada en la intervención directa so-bre las naciones, arremetiendo contra la soberanía de los Estados Nacionales o mediante el apoyo a grupos milita-res y paramilitares –a través de ayuda financiera, en muchos casos, o del en-trenamiento y la capacitación de sus miembros, en otros-, Estados Unidos ha intervenido toda vez que creyó ne-cesario socavar las fuerzas de emergen-tes focos insurreccionales. En todos los casos, la estrategia militar se orientó a imponer gobiernos afines con la po-lítica del “libre mercado” y el saqueo privado, coherente con las estrategias de acumulación de las multinacionales de origen norteamericano, sometiendo fuerzas políticas orientadas a la cons-trucción de estrategias de desarrollo alternativas.

Por lo dicho, es evidente que, tal como afirma Edward Zinn, la presidencia de Clinton, como todas las administracio-nes republicanas y demócratas anterio-res, no estaba dispuesta a renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. La insistencia en el predomi-nio militar mostraba claramente que este poder se mantenía – y probable-mente siempre se había mantenido- no para hacer frente a la Unión Soviética, sino para intervenir en los países del Tercer Mundo, con miras a obtener ventajas económicas y políticas. No se permitiría que ninguna necesidad ur-gente de la nación se interpusiera a este objetivo (Zinn: 491).

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b. El caso argentinoLa UCR y el PJ: política econó-mica y política exterior

La última dictadura militar transfor-mó la estructura productiva argentina en forma drástica. Provocó una pro-ceso de reprimarización, por un lado, orientando nuevamente la economía hacia los mercados compradores mun-diales, y por otro, hacia el endeuda-miento como motor de mecanismos de valorización financiera. En términos de inserción internacional, esto significó un nuevo vínculo de dependencia res-pecto de las potencias extranjeras y de los organismos multilaterales de crédi-to. El país contrajo una pesada deuda fraudulenta e ilegítima que pesaría so-bre las espaldas de los gobiernos subsi-guientes, que finalmente no cuestiona-ron su existencia.

La vuelta a la democracia en 1983 no resolvió los condicionantes heredados, y las políticas aplicadas no revirtieron las tendencias anteriores. En los inicios de la década de los noventa la adop-ción de las reformas neoliberales vino a consolidar un nuevo patrón de inser-ción internacional afín a las necesida-des de las potencias hegemónicas.

Ya en el marco de la institucionalidad, la implementación de esas reformas fue posible, entre otros elementos, a partir de la gestación un consenso al interior de la clase dirigente respecto de la “ne-

cesidad” de dichas transformaciones.Ese consenso atravesó las identidades

partidarias, estableciendo nuevas frac-turas y líneas políticas. En particular, líneas internas de la UCR y el PJ, los dos partidos con mayoría parlamenta-ria, mostraron un importante grado de acuerdo respecto de distintos ejes de la política exterior, y los desacuerdos y disputas que también aparecieron que-daron limitados por las coincidencias respecto de la necesidad de la aplica-ción de las reformas económicas. Asi-mismo, en algunos casos fue mayor la disputa y la ruptura intrapartidaria que las diferencias entre las líneas políticas que primaron en ambos partidos. Es decir que este consenso interpartidario entre la UCR y el PJ fue conformán-dose no sólo a partir de las coinciden-cias entre líneas políticas internas sino a través de la deslegitimación de las opciones y objeciones planteadas tanto dentro del radicalismo como dentro del propio justicialismo.

Por un lado, tenemos un importante cambio en la política exterior a partir de la asunción de Carlos Menem, que se va consolidando de la mano de la política económica local, en un tránsito hacia la adopción del ajuste con pari-dad fija en el marco del Plan Brady.

El Partido Justicialista, no en su tota-lidad, pero sí en el núcleo que rodeaba al presidente Menem, adopta entonces como cosmovisión la concepción de realismo periférico que Carlos Escudé

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

había esbozado ya en trabajos anterio-res a fines de la década de los ochenta, pero que tendría forma completa y de-finida en un libro en 1991 .

Con este cambio vinieron las nuevas medidas de política, consideradas de “shock” al igual que en el caso de la po-lítica económica: las negociaciones por las Islas Malvinas, el envío de tropas al Golfo Pérsico, la desactivación del proyecto misilístico Cóndor II, la rati-ficación del Tratado de Tlatelolco o de No Proliferación Nuclear, la firma en forma conjunta con Brasil del Acuerdo para el Uso Exclusivamente Pacífico de la Energía Nuclear y la Agencia Brasi-leño-Argentina de Contabilidad y Con-trol de Materiales Nucleares (ABACC), el retiro del Movimiento de No Alinea-dos y la modificación de los votos ar-gentinos en la ONU .

Si comparamos los discursos de los primeros años de Alfonsín con los de Menem y sus allegados en esa área, apreciamos importantes diferencias. El primero pregonaba por la búsqueda de múltiples puntos de apoyo, la política de “veinte frentes” y la “no contami-nación de ventanillas”. Es decir, reva-lorización de los foros multilaterales, política de alto perfil en búsqueda de aliados internacionales para la consoli-dación del sistema político democráti-co, plasmada en protagonismo en No Alineados, la participación en el Con-senso de Cartagena, la Iniciativa sobre Desarme, la Integración Latinoameri-

cana, el Apoyo a Contadora, y el soste-nimiento de “disensos metodológicos” con respecto a los Estados Unidos. El segundo, en cambio, adscribiendo al realismo periférico, sostuvo lo que de-nominó “reducción del mapamundi”, las “relaciones carnales” y la política exterior de bajo perfil “en clave econó-mica”.

Esta orientación llevada a cabo por los dos cancilleres de Carlos Menem, Domingo Cavallo y Guillermo Di Tella –ambos economistas- partió de consi-derar a la argentina como un país vul-nerable, dependiente vulnerable y por lo tanto “poco relevante para los inte-reses vitales de las grandes potencias” (Escudé, 1992). Por lo tanto, se propu-so como objetivo explícito, eliminar las confrontaciones políticas con las gran-des potencias y calibrar la política exte-rior en términos de un riguroso cálculo de costos y beneficios materiales y de los riesgos de costos eventuales.

Con respecto a la concepción de la integración regional y del rol de Amé-rica Latina y el Tercer Mundo en el es-quema de inserción internacional, tam-bién hubo diferencias. Por una parte, referidas al impulso otorgado al Mer-cosur (de lo político a lo económico o viceversa) y por otra, en relación con la vinculación entre éste proyecto re-gional y los Estados Unidos. Cabe des-tacar que durante la administración de Carlos Menem se consolidó un mode-lo de regionalismo abierto que se pre-

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sentó como “puente” para una unión aduanera de toda América, bajo la égi-da norteamericana.

Sin embargo, si utilizamos un enfoque más amplio del análisis, esto es, el en-foque del proceso histórico, podemos iluminar otros aspectos.

Ya desde el denominado “giro realis-ta” la diplomacia radical había renun-ciado a liderar movimientos contesta-tarios del orden internacional vigente, y en el plano interno, sus dirigentes aceptaban que no había alternativa al ajuste interno y al comportamiento ex-terno afín a los requerimientos de las potencias hegemónicas del sistema in-ternacional. Asimismo, con el transcur-so de los años durante la presidencia de Alfonsín, las formulaciones de inicio se fueron modificando, y quienes eran sus principales defensores fueron perdien-do protagonismo respecto de dirigen-tes que ya no compartían esa visión del escenario internacional.

Muchos funcionarios pertenecientes o colaboradores del partido radical, di-plomáticos y economistas, concebían como inserción “deseable” para la Ar-gentina aquélla que fue implementada a partir del gobierno de Carlos Menem. Entre ellos, quien se consagró en las in-ternas presidencias de 1988 como can-didato del partido, Eduardo Angeloz.

En el libro “El tiempo de los argen-tinos” de 1987 –aún antes de la desin-tegración del bloque soviético-, el can-

didato radical planteaba que defender nuestra pertenencia al Tercer Mundo: “Es como proclamar la victoria de nuestra decadencia. Como defender, en nombre de la solidaridad, nuestra ins-talación entre los países que se van re-zagando, cuando lo verdaderamente re-volucionario hubiese sido mantener el ritmo de crecimiento –o por lo menos, de no haberlo dejado caer abismalmen-te-, utilizar nuestra riqueza para ayu-dar a los postergados y desheredados de la tierra. Evidentemente, mal que nos pese, hoy somos tercermundistas, porque hicimos todo, o dejamos de hacer todo, para merecerlo. Pero no ha sido ni deberá ser ése nuestro destino. Nuestro tercermundismo no es otra cosa, pues, que una profesión de fe en la decadencia.”(Angeloz, 1987: 103).

Asimismo, en la presentación del programa preelectoral del equipo que acompañaba al candidato radical, Adolfo Sturzenegger –asesor de Ange-loz- caracterizaba a la Argentina como una nación “desconectada” del mundo: “Adolfo Sturzenegger observó que ha-bía tres clases de países en el mundo: los ya desarrollados (…), los países en desarrollo (…) y aquellas naciones, como la Argentina, que están por deba-jo de todos los promedios, desconec-tados del mundo. Sugirió entonces in-tegrarse a la economía trasnacionalista y liquidar la diferenciación entre capital nacional y extranjero en lo que hace a su tratamiento jurídico: no más ley de

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Partidos políticos y política exterior en el “Nuevo Orden Mundial”.Una aproximación a los casos norteamericano, argentino y brasileño.

inversiones extranjeras ni de transfe-rencia tecnológica” .

Cabe destacar que Adolfo Sturzeneg-ger, junto con Ricardo López Murphy –ambos asesores de campaña- pertene-cían a FIEL, y el primero de ellos fue uno de los intelectuales más prolíficos dentro de esa fundación, promotor de las reformas neoliberales a través de importantes libros y artículos, entre ellos El fracaso de estatismo, de 1987, donde adelantaba las bases del régimen de jubilaciones que se aplicaría durante el menemismo, y manifestaba la nece-sidad de eliminar tratamientos discri-minatorios entre capitales nacionales e internacionales.

Otro intelectual perteneciente al equipo, especialista en relaciones in-ternacionales, Carlos Pérez Llana, di-rectamente al referirse al enfoque in-augurado en 1989 y que privilegió las cuestiones económicas, escribe que “la gestión del canciller Cavallo vino a coincidir con la mayoría de los analis-tas, quienes señalaban la necesidad de colocar a la política exterior al servicio del crecimiento y el bienestar” (Pérez Llana, 1992: 93). Del mismo modo, era partidario de la “inserción internacio-nal” en el nuevo orden, aprovechando sus “oportunidades”, que no se limita-ban a los Estados Unidos, sino que de-bía haber un criterio más amplio (Pérez Llana, 1990).

El avance del nuevo discurso hege-mónico neoliberal en la Unión Cívica

Radical tuvo por cierto un carácter con-flictivo, que se expresó en que a pesar del “giro realista” el gobierno radical no aceptó el cese de hostilidades pro-puesto por Thatcher como condición para negociar en la cuestión de Mal-vinas, se negó a desactivar el proyecto misilístico Cóndor II a pesar de las in-tensas presiones de Estados Unidos y otros miembros de la comunidad inter-nacional, como a firmar el Tratado de No Proliferación y ratificar Tlatelolco.

El envío de tropas al Golfo Pérsico a fines de 1990 y en 1991 fue un caso pa-radigmático donde se pusieron en dis-cusión las nuevas concepciones sobre el sistema internacional, sobre la segu-ridad, el rol de los estados y la política exterior.

En dicha oportunidad los debates parlamentarios entre oficialismo y opo-sición fueron intensos, ya que efec-tivamente ponían en juego distintas concepciones sobre los cambios en el sistema internacional, sobre la posición internacional de la Argentina y sobre el estilo de la política exterior.

Algunos defendían las orientaciones del “realismo periférico” y el paradig-ma de “relaciones carnales” con los Estados Unidos como única potencia mundial, como los senadores oficia-listas Juan Carlos Romero y Eduardo Menem .

Otros sostuvieron el carácter multi-polar del escenario internacional y osci-

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laron entre condenar el envío de tropas o lamentar la forma en la que se había producido, sin consulta al Legislativo y a los países del Grupo de Río, como el caso de los diputados del Grupo de los Ocho y de diputados y algunos senado-res de la UCR .

Sin embargo, debemos hacernos una pregunta profunda: ¿Los debates que tuvieron lugar, las diferentes percep-ciones respecto del escenario interna-cional y del rol de los Estados Unidos, representaban una discusión entre una política exterior de subordinación lle-vada a cabo por el oficialismo, contra otra autónoma e independiente, pro-puesta por la oposición radical?

Efectivamente, el gobierno de Me-nem, y los funcionarios e ideólogos allegados hicieron propio no sólo los diagnósticos respecto del sistema in-ternacional elaborados principalmente en los Estados Unidos y Gran Bretaña, sino también su discurso legitimador de las políticas económicas neoliberales y de una política exterior que elimina-ra las confrontaciones de los países del Tercer Mundo respecto de las poten-cias. A su vez, como hemos visto en el caso de la Guerra del Golfo, también asumieron los mismos argumentos a favor de las intervenciones en países de esa región.

Sin embargo, consideramos que si bien es cierto que la tradición del par-tido radical en materia de política ex-terior fue heredada de la influencia

krausista (en alusión a Krause) en el pensamiento de Hipólito Yrigoyen, y que dicha herencia se hizo visible tanto el objetivo -enunciado reiteradas veces por el ex canciller Dante Caputo- de convertir a la Argentina en una “po-tencia moral”, como en las posiciones adoptadas por el gobierno de Alfonsín con respecto a temas claves de la agen-da, fundamentalmente sobre la base de cultivar buenas relaciones con Europa y la Unión Soviética, hacia fines de la década del 80 ese marco ideológico “conservador” y su apropiación –no sin conflicto- por parte de la dirigencia política argentina, traspasó las barreras partidarias y generó un nuevo consen-so bipartidista, al mismo tiempo que puso en jaque a las identidades tradi-cionales, haciéndose hegemónico en ambos partidos.

No sería válido para el contexto de gestación de este consenso, es decir, el período 1987-1991, referirse al radica-lismo como una única voz, ni tampoco para el caso del justicialismo. Es desta-cable que, en referencia a los aspectos comunes entre líneas partidarias que hemos abordado, la línea política que se impuso como dominante en las in-ternas radicales de 1988 no presentaba una opción respecto del proyecto que se consolidaría con el menemismo.

Un elemento más que corrobora esas diferencias dentro del partido radical son los vínculos establecidos por sus miembros con la Internacional So-

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cialista y con la Internacional Liberal. Mientras que Alfonsín y los senadores Gass y Solari Yrigoyen cultivaron rela-ciones con la primera, Angeloz y Te-rragno lo hicieron con la segunda.

Podemos distinguir para ese momen-to en el radicalismo, siguiendo a Aboy Carlés, tres líneas diferenciadas, la del propio Alfonsín, la de Angeloz y la de León (derrotado en la interna presi-dencial de 1988 por el gobernador cor-dobés). En cuanto a la formulación de política exterior, junto al ex presidente, se posicionaron quien fue su canciller hasta el 26 de mayo de 1989, Dante Ca-puto y su vicecanciller Raúl Alconada Sempé. Junto al gobernador Angeloz, se situó especialmente el citado Carlos Pérez Llana, quien se desempeñó como su asesor. En cuanto a Luis León, líder de la corriente radical interna Movi-miento de Afirmación Yrigoyenista, él mismo mantuvo posiciones discordan-tes incluso con Alfonsín, defendiendo una línea nacionalista similar a la del senador Hipólito Solari Yrigoyen.

Refiriéndonos al partido justicialista, las formulaciones en política exterior del presidente Menem y sus allegados se distanciaron en cierto modo de las de Antonio Cafiero, pero más aún de otros que directamente conformaron nuevas instituciones partidarias, como el Grupo de lo Ocho. Además de los diversos conflictos entre los “celes-tes” y los “rojo punzó” (sectores orto-doxos) durante los inicios del gobierno,

el justicialismo sufrirá una fractura tan significativa que en las elecciones pre-sidenciales de 1995 José Octavio Bor-dón (quien hacia el inicio del gobierno de Menem rechazó el nombramiento como ministro de Obras y Servicios Públicos porque el presidente ya le había nombrado a varios de sus se-cretarios) sería candidato del Frepaso para disputar la presidencia contra Car-los Menem, y Carlos Chacho Álvarez asumiría como vicepresidente junto a Fernando De la Rúa contra la fórmula del partido justicialista encabezada por Eduardo Duhalde.

Sostenemos que la coincidencia res-pecto de la “necesidad” de la aplicación de las reformas en línea con el Consen-so de Washington, la participación de ambos partidos en la aprobación de las Leyes de Emergencia Económica y Re-forma del Estado y el grado de acuerdo respecto del análisis sobre la “crisis ar-gentina”, limitaron el alcance de las dis-cusiones respecto de las dimensiones político diplomática y estratégico-mili-tar de la política exterior, como el caso del envío de tropas al Golfo Pérsico en 1990-1991 o a Haití en 1994. Es más, el propio desempeño del radicalismo en la gestión de Alfonsín, sobre todo en lo que hace a las negociaciones de la deu-da externa y la ausencia de un proyecto de reindustrialización que revirtiera las tendencias iniciadas durante la dicta-dura militar, limitaron la justa condena que algunos representantes políticos

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hicieron a la nueva orientación de polí-tica exterior, en particular al denomina-do “alineamiento automático”.

Es decir que el consenso tácito o ex-plícito respecto de la dimensión eco-nómica de la política exterior, limita las discusiones respecto de la dimensión político-diplomática y de la dimensión estratégico-militar. Esto es así en par-ticular en el caso de los países depen-dientes, donde la existencia de una polí-tica exterior autónoma sólo puede estar asociada a un proyecto de desarrollo sustentable y soberano. De otro modo, las objeciones a políticas de subordi-nación quedan reducidas a un plano discursivo, como sucedió con algunas áreas de la política exterior en los últi-mos años del gobierno de Alfonsín. El problema no era mantener los “princi-pios”, o posicionarse a favor de los paí-ses de América Central, sino no acom-pañar esas medidas con una estrategia de inserción económica internacional y de política económica doméstica que la acompañe.

El pensamiento neoliberal estuvo pre-sente no sólo en la formulación de las políticas aplicadas por el gobierno de Carlos Menem en los 90, sino que se fue abriendo paso desde los 80 al in-terior de distintos partidos políticos y continuó presente en el gobierno de Fernando De la Rúa, proveniente de la Unión Cívica Radical.

Ese “abrirse paso” tuvo, sin duda, particulares condiciones de gestación.

Existieron razones estructurales tan-to en el sistema internacional como a nivel nacional que impulsaron la adop-ción de reformas neoliberales que en algunos casos se iniciaron y en otros pretendieron hacerlo, en la segunda mitad de la década del ochenta –como las privatizaciones-, pero que se imple-mentaron efectivamente en la década del noventa.

Respecto del sistema internacional, las grandes modificaciones que se produjeron con la distensión desde mediados de la década de los ochenta y con mayor peso a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989 y luego la desintegración de la Unión Soviética repercutieron fuertemente en la diri-gencia política. Un “nuevo consenso” en la visión de los sectores dirigentes, y sobre el cual se expresaron tenden-cias heterogéneas, emergió de un esce-nario internacional nuevo, signado por la ofensiva “neoliberal” (imperialista contra los países del Tercer Mundo y capitalista contra el trabajo), iniciada en los ’70 y ’80 pero acentuada en los ’90 a partir de la desintegración de la URSS.

En relación con la situación local, la profundización de la estrategia eco-nómica y de inserción internacional impuesta con la dictadura militar fue evidenciando sus consecuencias res-pecto del nivel de empleo y del nivel de vida de la población, deteriorado a su vez por la espiral inflacionaria. Las negociaciones de una deuda ilegítima

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y fraudulenta, la hiperinflación y la continuidad del modelo económico de reprimarización, desindutrialización y acumulación a través de la utilización de mecanismos de valorización finan-ciera, fueron también el telón de fondo para la derrota de las líneas nacionalis-tas y populistas dentro de los partidos políticos estudiados. Esto se imprimió en la relación de fuerzas al interior del bloque dominante interno.

El desplazamiento de las corrientes re-formistas tanto de la UCR como del PJ vino de la mano tanto de la destrucción del modelo de industrialización susti-tutiva como de las drásticas transfor-maciones del escenario internacional. El derrumbe de los países socialistas y la distensión del bipolarismo provocó que las esas corrientes reformistas que históricamente habían buscado su mar-gen de maniobra en base a la búsqueda de una política de péndulo o balance – política que tuvo su mayor despliegue en el ámbito del no alineamiento- se vieran imposibilitadas de continuar uti-lizando esa estrategia.

Ambos elementos, el internacional y el local, echaron por tierra dos de los pilares fundamentales sobre los que se habían erigido, en el período anterior, los intentos de políticas autonómicas a nivel nacional, que establecían már-genes de autonomía respecto de las potencias. Sin estrategia de pívot y sin estructura productiva que fortaleciera las orientaciones tendientes al nacio-

nalismo empresario, en ambos partidos políticos predominaron las líneas que promovían las transformaciones neo-liberales.

Las organizaciones y corporaciones de las clases dominantes como FIEL y Fundación Mediterránea contribuye-ron a la gestación del consenso neoli-beral en tanto funcionaron como con-ducto entre las clases dominantes y los partidos políticos, aportando no sólo propuestas de políticas y argumentos que las justificaran y las legitimaran, sino también asesores y funcionarios claves en ambos partidos.

Puntualmente, el proceso hiperin-flacionario preparó el terreno para la consolidación del cambio de rumbo en materia económica y de política exte-rior. En coincidencia con la perspectiva sostenida por el menemismo en el po-der, Carlos Escudé sostuvo: “La hiper-inflación devolvió el sentido común al país, tanto económicamente como con respecto a la política exterior: la nece-sidad de estabilidad monetaria y de una política exterior que fuera funcional a los intereses del Estado, obsesionó a las dirigencias y al ciudadano común por igual” (Escudé, 1995: 35).

Desde una posición distinta, decimos que en realidad la hiperinflación ame-drentó a los sectores populares, a frac-ciones más democráticas, nacionalistas y populistas de los partidos políticos y catapultó las ideologías que venían co-brando fuerza y que, afirmando la crisis

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del modelo de industrialización sustitu-tiva y del Estado, proponían la libera-lización y la apertura. Estas ideologías circularon y se hicieron dominantes en la dirigencia política, es decir, al interior tanto del radicalismo como del partido justicialista.

Es notable en este sentido la coin-cidencia entre las propuestas del can-didato radical Eduardo Angeloz (el famoso ajuste del “lápiz rojo”) y las políticas efectivamente adoptadas por el ex presidente Menem, una vez en el gobierno. Esas coincidencias son reve-ladoras en relación con el estudio de la conformación de un nuevo consenso al interior de la clase dirigente argentina y una recomposición de la hegemonía en el bloque dominante, que se consuma-rá definitivamente en forma acompa-sada con las grandes transformaciones del sistema internacional entre 1989 y 1990.

Ambos partidos coincidieron en acep-tar que las causas de la crisis económica eran la intervención del Estado en la economía y el proteccionismo. Agrava-do por la crisis del final del mandato, el radicalismo se comprometió a “no obstaculizar” la sanción parlamentaria de las Leyes de Emergencia Económi-ca y Reforma del Estado, que fueron el marco legal de la implantación del nuevo modelo. Al mismo tiempo, mal podía oponerse con credibilidad ante la sociedad, por ejemplo en el caso de las privatizaciones, luego de haber sido el

que las introdujo en la agenda pública. Sólo parecía quedarle el camino de de-nostar los métodos elegidos y la con-centración de poder que reclamaba el Ejecutivo en desmedro del Parlamento (Míguez, 2009: .

Durante los inicios del período mene-mista, la UCR mantuvo una perspectiva contradictoria con respecto al proyecto neoliberal. Al aceptar el diagnóstico que atribuía las causas de la hiperin-flación al intervencionismo estatal y al agotamiento de la modalidad protec-cionista de desenvolvimiento económi-co, los radicales apoyaron las reformas propuestas por Menem. Al igual de lo que sucedía con la mayoría de los diri-gentes peronistas, el neoliberalismo fue considerado por los radicales como la única salida coyuntural ante una situa-ción de urgencia (Sidicaro, 2001: 78).

c. Las particularidades del siste-ma de partidos brasileño. Refor-mas liberales y política exterior

El caso de las reformas neolibera-les, la política exterior y el sistema de partidos en Brasil, tiene también sus particularidades. Para los Estados Uni-dos y la Argentina, hemos analizado la coincidencia entre los grandes partidos del sistema político en la aplicación de las políticas neoliberales, así como en la consolidación de una política exterior consecuente con esas reformas.

En el primer caso, como “huida hacia

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delante de la crisis económica”, y en el segundo, como nuevo patrón de inser-ción internacional dependiente. Res-pecto del caso brasileño y la aplicación de las políticas de apertura y privatiza-ción, es necesario explicar que, al igual que la Argentina, Brasil intentó desde fines de los ochenta aplicar las refor-mas estructurales propuestas por los organismos internacionales de crédito para Latinoamérica. Ambos países pro-pusieron, en aquel entonces, privatiza-ciones de empresas públicas y también ambos obtuvieron rechazo de la pobla-ción y de los parlamentos.

Lo que convalidó la adopción efectiva de dichas transformaciones en el plano interno, aunque sin duda con diferen-cias –algunas de contenido y otra en términos cronológicos, ya que en Brasil se produjo finalmente hacia 1994- fue-ron los traumáticos procesos inflacio-narios y las características de las coali-ciones gobernantes, que construyeron consenso para y con su aplicación.

Fue el presidente Collor de Mello quien lanzó en 1990 un programa de estabilización y reformas estructurales que incluía desregulaciones, privatiza-ciones y apertura al capital extranjero. Itamar Franco, su sucesor a partir de 1992 no continuó con las reformas, que sí se reanudaron en 1994, mientras Fernando Enrique Cardoso era el Mi-nistro de Hacienda, y se consolidaron con su llegada a la presidencia 1995.

Este último asumió perteneciendo

al PDSB, Partido de la Socialdemo-cracia Brasileña, fundado en 1988. Su triunfo electoral fue como candidato de un frente electoral respaldado por el Partido del Frente Liberal (PFL, conservador-liberal) de Jorge Konder Bornhausen, el Partido Laborista Bra-sileño (PTB, centrista-liberal) de José Eduardo de Andrade Vieira y el peque-ño Partido Liberal (PL, conservador), los cuales se agruparon con el PSDB en la plataforma Unión del Trabajo y el Progreso.

Es destacable que tanto en la Ar-gentina de Carlos Menem como en el Brasil de Fernando Enrique Cardoso, los nuevos presidentes electos, que ha-bían desarrollado su campaña en base a programas nacionalistas y populares, procedieron a implementar programas de estabilización orientados a crear el desmantelamiento de políticas de bien-estar social y la privatización de empre-sas públicas en alianza con los sectores liberales más tradicionales.

Ahora, bien, no nos detendremos aquí en el desarrollo comparativo de los planes económicos respecto del caso argentino, aunque sí cabe decir que la aplicación del Plan Real lanzado en 1993 tuvo importantes similitudes con la convertibilidad argentina, así como algunas diferencias también de peso, entre las que se cuentan la mayor autonomía en Brasil para manejar va-riables clave, como el tipo de cambio y la política monetaria.

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Lo que interesa destacar aquí es la relación entre el sistema político y la aplicación de las reformas, con su co-rrelato en política exterior.

Por un lado, en lo que hace al siste-ma de partidos, el brasileño es uno de los más fragmentados del mundo , y exceptuando el caso del Partido de los Trabajadores, los partidos son “extre-madamente fluidos. Comúnmente sus componentes, clientelas y bases socio-electorales carecen de una identidad partidaria nacional. La fragmentación interna es a su vez mayor que en el caso argentino. Aspectos en los que esto se hace presente son la frecuencia con la que dirigentes de todo nivel saltan las fronteras partidarias, y con la que in-tegrantes individuales no siguen en el Congreso la orientación de los líderes parlamentarios (Palermo, 2001: 47) .

Esta característica tiene que ver con las reglas de juego institucionales, es-tablecidas en la creación de la Consti-tuição Cidadã, en 1988, que sin duda contribuyó a fragilizar a los partidos políticos, a través de reglas electorales que someten a los candidatos a car-gos parlamentarios a una competencia intra-partidaria, y por lo tanto, tienen mayor nivel de exposición frente a clientelas que los votan directamente en condición de posibles representan-tes de sus intereses.

En Brasil, el Poder Ejecutivo debe lo-grar, una vez en el poder, el apoyo de los parlamentarios y de los gobernado-

res de los estados más representativos. Así fue el caso de Cardoso, por ejem-plo. La coalición que lo postulaba obtu-vo 197 de los 513 escaños de la Cámara de Diputados y 35 de los 81 escaños del Senado, pero alcanzó la mayoría ab-soluta con creces cuando brindaron su apoyo los 107 diputados y 22 senado-res del PMDB Partido de Movimien-to Democrático Brasileño, entonces dirigido Luiz Henrique da Silveira. Así reforzado, Cardoso formó gobierno de coalición con el PMDB, el PFL (uno de cuyos dirigentes, Marco Antônio de Oliveira Maciel, asumió la Vicepre-sidencia), el PTB y el PL, más algunas personalidades independientes .

En lo que hace a la formulación de la política exterior, la Carta también indica que es competencia privativa del Poder Ejecutivo. Dentro de los as-pectos particulares para comprender la política exterior brasileña, se encuentra su modelo institucional. Leticia Pinhei-ro afirma que dentro de dicho modelo, el Poder Ejecutivo tiene el papel de le-gislador principal, de jure y de facto, lo que hace que la Presidencia de la Repú-blica ocupe un lugar destacado, provo-cando que “en el caso brasileño, (sea) relativamente remota la posibilidad de la disgregación de agencias del Estado que conduzcan políticas exteriores au-tónomas al servicio de intereses políti-cos, económicos o sociales distintos” .

En el caso argentino el consenso den-tro de la élite política se fue gestando

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durante los ochenta y se reflejó en el hecho de que las políticas aplicadas por Menem fueron las que proponía en su campaña el candidato radical Angeloz y las defendidas históricamente por Ál-varo Alsogaray y la UCD, representati-vos del liberalismo más ortodoxo. En el caso de Brasil, las reformas fueron llevadas a cabo por una coalición que incluyó a Cardoso, destacado por sus estudios sobre la dependencia, y a par-tidos liberales, pero la gran diferencia es que el consenso para la aplicación de las reformas neoliberales fue logrado como consecuencia del gradualismo y de la protección de fuertes intereses consolidados durante el modelo de sus-titución de importaciones.

La propia Constitución de 1988 dio expresión legal a los intereses organi-zados sobre bases corporativas como consecuencia del modelo de sustitu-ción y de la expansión económica du-rante el período autoritario militar, lo que marcó un Congreso expresivo de esos intereses y un protagonismo polí-tico de los gobernadores.

A diferencia del caso de la convertibili-dad argentina, que planteó hacia delan-te un nueva estrategia de acumulación que giraba entorno a la negociación de deuda y las privatizaciones, consolidan-do la hegemonía la fracción de la clase dominante asociada a la banca acree-dora, a los organismos internacionales de crédito y a las empresas extranjeras que se beneficiaron de la liquidación

de activos públicos; el Plan Real estuvo signado por la necesidad de proteger, en el nuevo escenario, los intereses es-tablecidos en el período anterior.

Así es como la aplicación del Plan Real podría ser entendida, en línea con lo que plantea Palermo, como un ins-trumento político para lograr “poner en movimiento una coalición reformis-ta de gobierno”, es decir, permitir go-bernabilidad en el marco de ese sistema político, y en el marco de la imposición de reformas de liberalización en Amé-rica Latina; mientras que en la Argenti-na (al igual que en los Estados Unidos, salvando las grandes distancias) las re-formas neoliberales se realizaron sobre la base de un acuerdo previo dentro de la élite política.

En síntesis, “Brasil procesó de un modo más pragmático, más alejado del programa neoliberal que Argentina, y en forma bastante más gradual, las re-formas estructurales” (Palermo, 2001: 73).

En cuanto a la política exterior brasi-leña durante la década de los noventa, también podemos observar diferencias respecto del caso argentino. En el caso particular del proceso de integración, en cierta medida, el estado brasileño siempre concibió al Mercosur como un contrapeso frente a las grandes po-tencias, donde lo comercial no cons-tituía el objetivo esencial y la creación del ALCA fue vista como un escollo para el objetivo de compensar la mer-

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ma del peso de Brasil en el concierto internacional con una presencia más activa en América Latina. (Rapoport y Musacchio, 2004: 231/232). Asimismo, el interés de Brasil en América Latina se vinculó con las necesidades de em-presas extranjeras principalmente de la Europa comunitaria, de invertir en la región.

Por otro lado, ese país no envió tropas al Golfo Pérsico, ni votó contra Cuba en la ONU por el tema de las supuestas violaciones a los derechos humanos, ni intervino en Haití en 1994 como sí lo hizo la Argentina. La diplomacia brasi-leña considera a su país como una po-tencia media y ajusta la formulación de su política a esa percepción.

Muchos estudios afirman que la polí-tica exterior de Brasil posee un mayor grado de autonomía respecto de los asuntos de política doméstica y que dicha autonomía se relaciona con la existencia de una burocracia estable en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Itamaraty. Sin duda, se trata de un fac-tor que puede explicar la continuidad en esta área de la política pública, ya que se trata de un actor muy relevan-te en el juego político institucional. La propia conformación de esa burocra-cia, con un alto nivel de complejidad profesionalismo, les ha otorgado, por un lado, una identidad corporativa fuerte, y por otro, un alto prestigio en la formulación y conducción de la polí-tica exterior. Sin embargo, esta relativa

autonomía está condicionada por su relación con el Poder Ejecutivo, quien debe autorizarla, de acuerdo con lo dispuesto en la Constitución de 1988, como hemos dicho.

De ser así, esto constituye una dife-rencia respecto de la Argentina, donde la existencia de vaivenes en la política exterior debe comprenderse no como incoherencia producto del recambio de regímenes políticos, sino como “expre-sión de conflictos sociopolíticos tanto entre la sociedad y el Estado como en el seno de las clases y sectores dirigen-tes del mismo, conflictos que se han expresado también en diferencias pug-nas por el rumbo de la conducta inter-nacional del país” (Rapoport y Spiguel, 2005: 10).

En el caso de Brasil, la existencia de una política exterior en términos de “política de Estado” se relaciona con un factor económico, que desarro-llábamos como central en el proceso de reforma: “durante los 15 años que antecedieron a 1989 y 1994 respecti-vamente, en Argentina tuvo lugar un proceso de regresión económica, mien-tras que Brasil conoció un proceso de conservación. Como consecuencia, en tanto que Argentina llega a 1989 con una estructura económica que ha deja-do atrás gran parte de la complejidad y diversificación alcanzada a lo largo del ciclo sustitutivo, Brasil lo hace habien-do preservado mucho más de los que había conseguido estructurar en térmi-

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nos de complejidad y diversificación de su composición sectorial productiva a lo largo de ese ciclo.” (Palermo, 2001: 45).

Sin embargo estas diferencias no pue-den soslayar el hecho de que la década de los noventa también significó para Brasil un sometimiento a los dictáme-nes de las grandes potencias hegemó-nicas, a pesar de que la traducción de las reformas no haya tenido el carácter drástico, extremo y hasta espectacu-lar que tuvo en la Argentina. Incluso, importantes autores consideran que la política exterior de Cardoso también tuvo por base el realismo periférico. Entre ellos está Luiz Estrella Faría, quien afirma que “la política exterior brasileña tuvo un carácter pendular du-rante la mayor parte del siglo XX, a lo largo del cual a combinado momentos de alineamiento con los intereses de Estados Unidos con otros de relativa autonomía (…) Manteniendo ese ca-rácter pendular, después de un período de alineamiento a los intereses de los Estados Unidos en la última década del siglo pasado, desde 2003 la política ex-terior brasileña recobro su autonomía con una estrategia coordinada por Ita-maraty” (Faría, 2005: 4).

En síntesis, el hecho de que Brasil haya realizado reformas estructurales graduales y con mayor margen de au-tonomía respecto de las potencias he-gemónicas, y que su política exterior haya mantenido también ese margen,

mostrando continuidad más allá de los recambios gubernamentales, se debe a factores económicos y políticos que se encuentran íntimamente relacionados.

Brasil tuvo una mayor capacidad para neutralizar las restricciones provenien-tes del escenario internacional, en parte porque su economía fue -en particular desde la década de los setenta- menos vulnerable históricamente a la volatili-dad de los movimientos de capital que la de otros países latinoamericanos. Pa-lermo destaca como razones para esa mayor capacidad el papel central del Estado en la asignación de la inversión, la dependencia de los conglomerados empresarios del crédito público sub-sidiado, y en consecuencia, cierta pro-pensión de los agentes económicos a la posición de activos físicos, entre otras. (Palermo, 2001: 45)

La conservación y la continuidad se vinculan con la existencia de una hege-monía relativamente estable de las frac-ciones de la clase dominante vinculadas a la industrialización, a diferencia del caso argentino. El consenso hegemó-nico de las clases dirigentes brasileñas estuvo atado a esta hegemonía o a la necesidad de preservarla en las nuevas condiciones del capitalismo mundial.

5. ConclusionesHemos analizado la relación entre el

sistema de partidos, las reformas neo-liberales y la política exterior en tres

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casos diversos.El primero de ellos, el de una gran

potencia hegemónica en el sistema in-ternacional, los Estados Unidos. Allí abordamos cómo demócratas y repu-blicanos acordaron en la implementa-ción de las grandes reformas económi-cas y en una política exterior agresiva de intervención y extensión del domi-nio norteamericano en el mundo, en función de los intereses de las grandes corporaciones industriales y financie-ras.

En el segundo caso, el de la Argenti-na, estudiado con mayor profundidad, se ha analizado cómo en los dos parti-dos mayoritarios del sistema político, la UCR y el PJ hubo líneas políticas -que se hicieron dominantes- que coincidie-ron y posibilitaron la reforma neolibe-ral y la política exterior orientada en esa clave, lo que se expresó en el estable-cimiento de una hegemonía duradera, por un período de diez años.

El tercer caso analizado, el de Brasil, también nos muestra un país en el es-cenario latinoamericano que se ajusta a las imposiciones de las potencias he-gemónicas aplicando las reformas en línea con el Consenso de Washington y limitando una política exterior con amplios márgenes de autonomía. Sin embargo, las transformaciones fueron graduales, y aún implicando cierto ali-neamiento con los Estados Unidos, por numerosas razones, Brasil pudo traducirlas manteniendo el poder de

los sectores dominantes vinculados al modelo sustitutivo, y poner ciertos reparos a la influencia norteamericana en la política exterior, en el marco de avance de la Europa comunitaria en la región y del crecimiento del proceso de integración de la región.

Como se afirmaba en el comienzo, este trabajo es una aproximación a un estudio comparativo, que aún requiere una profundización en el análisis de los casos para elaborar conclusiones más profundas.

Uno de los objetivos para los tres ca-sos analizados ha sido mostrar que el nivel de acuerdo y coincidencia respec-to de la política económica doméstica es un factor fundamental sobre el que se asienta la existencia de una política exterior relativamente estable.

En el caso argentino, esa estabilidad que trajo tantos perjuicios para los sec-tores populares y para los intereses eco-nómicos orientados al mercado interno fue posible a partir de la complicidad de la clase dirigente en las políticas que han provocado la crisis más grande de nuestra historia. Sobre esa base, las disi-dencias que efectivamente existieron en las otras dimensiones, tanto en el nivel político-diplomático como en el nivel estratégico-militar, quedaron limitadas. Las reacciones en oposición al envío de tropas, o las propuestas alternativas a la integración entendida como regionalis-mo abierto que efectivamente existie-ron y representaron distintos modelos

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de inserción internacional, quedaron prácticamente relegados al nivel discur-so porque no eran parte de un proyecto verdaderamente democrático y autóno-mo que incluyera todas las dimensiones de la inserción internacional.

Para comprender estas transformacio-nes Mario Rapoport y Claudio Spiguel plantean que durante este gobierno, en el marco de la bipolaridad mundial la búsqueda de apoyos al nuevo régi-men democrático entre los gobiernos europeos particularmente los de orien-tación social democrática, y la profun-dización de las relaciones argentino-soviéticas en los planos económico y diplomático opera, junto a la política latinoamericana del gobierno consti-tucional, como pívot para procurar de lo que se catalogó como “una relación madura” con los EE.UU (Rapoport y Spiguel, 2005). Durante la década de los ochenta tanto la coyuntura inter-nacional y nacional como la tradición político ideológica del partido radical habían permitido la existencia de una estrategia diplomática de alto perfil que mantuvo –en principio- márgenes de autonomía con respecto a los Estados Unidos, y que priorizaba la inserción multilateral. Esta estrategia se soste-nía principalmente en la posibilidad de “divesificar los puntos de apoyo” con Europa occidental, tal como lo afir-maba el ex canciller Dante Caputo en una entrevista realizada en 1989 . Aquí cobraba especial relevancia la estrategia

de integración con Brasil, y las políticas de acercamiento a los países de Améri-ca Latina.

Sin embargo, ante el fracaso de lo que se denominó “la carta europea” en el tratamiento y negociación de la deu-da externa, y el consenso básico entre los Estados Unidos y los países de la Unión Europea con respecto a la inser-ción “deseable” para América Latina, esa estrategia se vio dificultada. Junto con ello, se fue evidenciando la coin-cidencia al interior de la clase dirigente argentina con respecto a las reformas económicas neoliberales y a una estra-tegia diplomática que tuviera su eje en las cuestiones económicas.

Las grandes modificaciones que se produjeron con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior desinte-gración de la Unión Soviética y princi-palmente la crisis económica actuaron como elementos catalizadores, reper-cutiendo directamente en la relación de fuerzas al interior del bloque domi-nante interno. En cuanto a la política económica doméstica, las negociacio-nes de la deuda, la hiperinflación y la continuidad del modelo económico rentístico-financiero instalado durante la dictadura militar, fueron también el telón de fondo.

En los tres casos, los procesos hipe-rinflacionarios prepararon el terreno para la consolidación de un cambio de rumbo en materia económica. La hi-perinflación amedrentó a los sectores

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populares y también a las dirigencias políticas.

Nuevamente para el caso argentino, existen trabajos que analizan las conti-nuidades y el consenso hacia la década del noventa –que han sido consultados y citados en este trabajo- y en algunos de esos casos los argumentos se utili-zan como procedimiento justificatorio de las medidas adoptadas por el me-nemismo, considerando el consenso como resultado de un “aprendizaje social” de la dirigencia política. Con-sideramos que ese concepto otorga un carácter positivo a la conformación de ese consenso y su resultado y materia-lización en políticas concretas. Aquí, se trata, por el contrario, de evidenciar la complicidad en la adopción de políticas que perjudicaron y minaron la posibili-dad de un desarrollo autosustentado y democrático en nuestro país.

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Notas:

1 Se trata de un concepto formulado por D.M. Gordon, R Edwars y M. Reich y retomado por Pablo Pozzi y Fabio Nigra, que da cuenta del entorno político-económico externo que permite la acumulación de capital de los capitalistas in-dividuales. 2 Brasil ha desarrollado un sistema de partidos políticos sumamente fragmentado desde la transición a la democracia en 1985, tras más de dos décadas de gobiernos militares. Desde 1990 hubo como mínimo dieciocho partidos con representación en la Cámara de Diputados, Ninguno de esos partidos alcanzó la una cuarta parte de los escaños en ese cuerpo. No obstante, los cuatro partidos principales son el Partido de los Trabajadores (PT), el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y el Partido del Frente Liberal (PFL). Al PT, actual partido de gobierno, se le considera como partido de izquierda y al PSDB de centro a centro-izquierda, mientras que el PMDB es centrista y el PFL se ubica en el centro-derecha. 3 Si bien puede decirse que la crisis de las identidades partidarias en la Argentina ha llevado en los últimos años a esta tendencia, para comienzos de la década de los noventa no se trataba de una característica del sistema político argentino. 4 http://www.cidob.org/es/documentacion/biografias_lideres_politicos/ameri-ca_del_sur/brasil/fernando_cardoso#3 5 Pinheiro, Leticia, wwwusers.rdc.puc-rio.br/agendas...politica.../wp_pinheiro.pdf . 6 “Al principio la concepción se basaba en la rehabilitación de la posición ar-gentina en e plano internacional y, muy especialmente, en el marco de los países occidentales. Junto con esta idea estaba la de evitar que un país monopolizara la relación en ese ámbito, por lo cual Europa parecía como una posibilidad de diversificar los puntos de apoyo de la política exterior en Occidente” (Caputo, 1989:266).

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