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III Dejamos dicho en el apartado precedente que Alvarez de Velasco dio buenos indicios de relevantes aspectos de su personalidad en el "Prólogo al lector" de la Rhythmica sacra, moral y laudatoria; detengámonos ahora en uno de crucial importancia: la experiencia de la soledad y las causas y consecuencias de ese temneramento oue, nara decirlo con las miomas palabras de nuestro poeta, provocó en él "tormentos" y "'congojas". ¿Hasta qué punto es cierta y suficiente la explicación dada por Alvarez de Velasco de que haya sido la "necesidad y fuerza" en que siempre se halló de atender sus remotas propiedades rurales la causa que le privó de tener "maestros y compañeros" con quienes comunicar y satisfacer esa ""inclinación por los libros" que había experimentado desde su infancia? Como ya hizo ver Gómez Restrepo, la ciudad de Concepción de Neiva en la que don Francisco se desempeñó largos años como gobernador de la provincia del mismo nombre, así como los poblados de su jurisdicción en los que nues- tro poeta ejercía su autoridad y poseía sus haciendas, se hallaban muy lejos de los centros más poblados. Es

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Page 1: El poeta colombiano enamorado de sor JuanaEl poeta colombiano enamorado de Sor Juana 73 hipocondriaco ocupado, como todos tos de su profesión, en continuas curas", en las que comparaba

III

Dejamos dicho en el apartado precedente que Alvarez de Velasco dio buenos indicios de relevantes aspectos de su personalidad en el "Prólogo al lector" de la Rhythmica sacra, moral y laudatoria; detengámonos ahora en uno de crucial importancia: la experiencia de la soledad y las causas y consecuencias de ese temneramento oue, nara decirlo con las miomas palabras de nuestro poeta, provocó en él "tormentos" y "'congojas". ¿Hasta qué punto es cierta y suficiente la explicación dada por Alvarez de Velasco de que haya sido la "necesidad y fuerza" en que siempre se halló de atender sus remotas propiedades rurales la causa que le privó de tener "maestros y compañeros" con quienes comunicar y satisfacer esa ""inclinación por los libros" que había experimentado desde su infancia? Como ya hizo ver Gómez Restrepo, la ciudad de Concepción de Neiva en la que don Francisco se desempeñó largos años como gobernador de la provincia del mismo nombre, así como los poblados de su jurisdicción en los que nues­tro poeta ejercía su autoridad y poseía sus haciendas, se hallaban muy lejos de los centros más poblados. Es

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verdad que Alvarez de Velasco se trasladaba con cierta frecuencia a Santa Fe, donde habían de resolverse sus negocios oficiales y privados, pero no es menos cierto que tuvo que pasar meses y años en pueblos donde el único letrado era él, ocupado en el ajuste de títulos de tierras y haciendo que sus ocupantes manifestasen al fisco la legitimidad de sus posesiones.

Es, entonces, muy comprensible que Alvarez de Velasco fuera un forzado autodidacta que hubo de estudiar por su cuenta —después de los principios de gramática lati­na y retórica aprendidos con los jesuítas en sus años mozos— las "letras humanas, sagradas y las historias", y que la soledad de sus estudios, unida a su apartamien­to de las manifestaciones de la cultura cortesana (certá­menes poéticos y demás ocasiones de festejo público o competencia intelectual que tendrían lugar en Santa Fe, si bien fuese con menor frecuencia o esplendor que en México y Lima) lo llevarán a rechazar el uso de la poe­sía en asuntos que consideraba indignos de ella y, así, prefiriera los temas sagrados, morales y panegíricos a los jocosos y profanos. Pero ya fuese sólo producto de las circunstancias de su vida o, además, de su carácter proclive al aislamiento y las cavilaciones, el caso es que Alvarez de Velasco ha dejado muestras de haber sido hombre de temperamento melancólico, lo cual nos per­mite examinar a otra luz su empecinada esquivez y gus­to por la soledad. Prueba de que nuestro autor tenía un

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conocimiento teórico y práctico del achaque de la me­lancolía es un breve poema de título exhaustivo en que confiesa haber procurado sanar de ese "accidente" ocu­pándose con entusiasmo en la tarea de encontrar impre­sor para sus obras.

El título y el poema, escrito de seguro en Madrid, en 1703. cuando más le atenaceaban el desánimo y la frus­tración ante los obstáculos que le impedían concluir con éxito su empresa editorial, dicen así:

Consultando a un gran médico sobre la melancolía, que proviene del predominio de la cólera atrabiliaria, para que diese algún remedio que la curase, respondió con discreción y elegancia los siguientes versos; y es­tando el autor enfermísimo del mismo achaque por cuyo accidente procuró divertirse con dar estas obras a la estampa, tradujo el dístico en los ovillejos de aba­jo, aplicándose a sí en nombre de Fabio la misma me­dicina.

Disüclton Atra melancholico regnatrix corpore bilis Laeta age. lacla vide. laeta ede. & laeta bibe.

Traducción

Pues la atrabilis fiera. fabio. así aumenta tu melancolía.

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haz que fresca y ligera la engañe, aunque violenta, la alegría, haciendo que no se oigan en tu mesa jamás nuevas de azar ni de tristeza ni que mustios tus ojos ver quieran cosa que les cause enojos. haciendo con destreza que así encantados, sin pavor ni susto. tus ejercicios sean todos de gusto, porque sin esta cura, aunque costosa, otra cualquiera ha de serte ociosa.

Pero no será ésta la única vez en que Alvarez de Velasco se muestre conocedor de los principios de la ciencia mé­dica entonces en boga; en una "Carta al reverendísimo... Diego de Ochoa" (al frente de la Panegírica apología... de la Milicia Angélica) estableció una palpable seme­janza entre el alma del hombre pecador que, por causa de la "original culpa y nuestros malos hábitos", no puede beneficiarse de los ejemplos de la castidad, y el cuerpo que, "en vez de aprovechar los remedios, suele embeber en ellos mismos nuestra malicia su ponzoña, no por la medicina, que siempre es saludable, sino por el defecto de nuestras viciadas condiciones, como los sujetos a quienes llama la Medicina as tróficos [incapa­ces de mantener o recobrar la salud], que tienen ya tan depravados los humores, que hasta los antídotos y re­medios más eficaces los convierten en el mismo vene­no de ellos". En otra ocasión dedicó unas octavas "A un

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hipocondriaco ocupado, como todos tos de su profesión, en continuas curas", en las que comparaba los crímenes cometidos por Nerón contra quienes podían sucederle en el trono, con el sujeto que, por miedo a su enferme­dad, adquiere otras nuevas acudiendo a muchos y ex­traños remedios:

No así en los miedos te eches tan despacio con tantas curaciones peregrinas, que achaque aparte son las medicinas con que, antes que te curas, te relajas; pues otros introduces, si uno atajas, y antes tu vida así afligida estragas, pues por más prevenciones que atento hagas, por más sano que duermas y que vivas, todas tus curaciones aprehensivas no han de poder por último librarte del ignorado mal que ha de acabarte.

El moderno editor de la Rhythmica sacra cree que el poema iba dirigido a Castillo de la Concha (de quien ya hicimos mención al referirnos a los enfrentamientos entre criollos y peninsulares) por cuanto que, según testimonio de la época, el presidente-gobernador del Nuevo Reino de Granada "padecía con rigor el funesto achaque de la hipocondría y entre sus lóbregas apre­hensiones tuvo la de que todos, o los más. le faltaban a la verdad"'. Sin duda, el atrabiliario gobernador fue ob­jeto de las mordaces estrofas de Alvarez de Velasco,

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quien ponía de manifiesto en ellas su encono de criollo ante la prepotencia del ignorante funcionario peninsu­lar, pero lo que ahora importa destacar es el hecho de que nuestro poeta tenía suficientes conocimientos de la medicina de su tiempo como para, sin ser médico, en­tender más de lo normal en achaques de melancolía, y esto —unido a su propia confesión, así como de otras noticias de las que ya hicimos aprecio— nos permite conocer que él mismo era un melancólico hipocondríaco, atento auscultador de sus propios síntomas y en cuya vida alcanzamos a percibir los rasgos característicos de ese tipo de temperamentos en que se alternan los esta­dos anímicos de depresión y exaltación, de pesimismo y entusiasmo. No pretendo, con esto, hacer pasar por el tamiz de una antigua teoría psico-físiológica la entera personalidad moral y literaria de Alvarez de Velasco. pero me parece adecuado y recomendable, cuando se trata de buscar explicaciones plausibles a un comporta­miento humano específico, averiguar las creencias cien­tíficas o ideológicas que puedan determinarlo. Y no porque nosotros debamos asumir esos saberes antiguos como realidades incontrovertibles, sino por el hecho de que las explicaciones del mago, del astrólogo, del mé­dico o filósofo natural y del analista del espíritu no sólo sirven como medio para que el profano pueda recono­cerse a sí mismo en tanto que tipo humano peculiar, sino porque esos conjuntos sancionados de creencias le sirven de paradigma para valorar su propia conducta en

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relación con las normas sociales y morales del grupo al que pertenece.

Así. pues, será útil hacer un bosquejo de la doctrina de los temperamentos y los humores entendidos como causas determinantes de la diversidad de los caracteres humanos, pues son esas ideas las que subyacen en el citado poema de nuestro autor y las que se constituyen como su más extendido paradigma semántico. Qué me­jor, en este caso, que acudir al Examen de ingenios para las ciencias (Bacza. 1575) del doctor Juan Huarte de San Juan, médico y filósofo natural, CUNO tratado de psicología diferencial tuvo enorme difusión e inlluen-cia desde el mismo momento de su publicación. Para Huarte de San Juan, que seguía y —en ocasiones- -rectificaba los antiguos postulados fisiológicos y psico­lógicos de 1 lipócrates. Platón, Aristóteles y Galeno, "to­das las costumbres y habilidades del alma humana"", sus virtudes y sus vicios, nacen de las cuatro "cualidades primeras", a saber: calor, frialdad, sequedad y hume­dad. Combinadas dos a dos, estas cualidades dan lugar a los cuatro elementos (fuego, aire, agua y tierra) y a los cuatro humores circulantes en el cuerpo humano: san­gre, cólera, fiema y melancolía o bilis negra que. en realidad, no existe para la fisiología actual. Por otra parte, teniendo el ánima racional su sede en el cerebro, las obras que a ésta corresponden, es decir, las facultades de entendimiento, imaainación v memoria, se verán

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afectadas por el humor predominante en cada indivi­duo. El entendimiento—decía Huarte— no puede obrar sin el concurso de las figuras o "fantasmas" que entran en la memoria por los cinco sentidos, ni la memoria puede cumplir sus funciones sin la asistencia de la fan­tasía. Cuando el hombre "cae en alguna enfermedad por la cual el cerebro de repente mude de temperatura —como es la manía, la melancolía y la frenesía— en un momento acontece perder, si es prudente, cuanto sabe". De hecho, todas las alteraciones en la combina­ción de los humores, al repercutir en la temperatura del cerebro, determinan la índole del individuo (en otras palabras, su inclinación a vicios y virtudes) así como también su salud o enfermedad. Las mudanzas o cambios en el proceder de los hombres obedecen prin­cipalmente al exceso de calor o de frío en el órgano de! ánima racional; el primero "hace levantar las figuras que están en el cerebro y las hace bullir, por la cual obra se le representan al ánima muchas imágenes de cosas que le convidan a su contemplación": pero con el exceso de frío, las "figuras"" se comprimen y no se pueden "levan­tar", con lo cual el hombre se hace necio y pagado de su torpe opinión.

Por lo que hace al humor melancólico. Huarte distin­guía dos clases: la llamada melancolía natural, que es "la hez de la sangre'" (fría y seca) que no ejerce ninguna benéfica influencia sobre el entendimiento humano.

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antes bien, hace "necios, torpes y risueños por cuanto que la frialdad y la sequedad no son aptas para engen­drar imágenes dentro de la memoria". La otra clase de melancolía es la llamada atrabilis o cólera adusta (ca­liente y seca), que "aprovecha mucho al entendimien­to" porque tiene la cualidad de ser "respléndida como el azabache, con el cual resplandor da allá dentro en el cerebro para que se vean bien las figuras".

Recordemos que, de conformidad con las doctrinas de Heráclito y Aristóteles (en las cuales también fundaba Loyola el carácter eminentemente visual o fantástico de sus meditaciones piadosas) el pensamiento no puede ejercerse sin el concurso de algún tipo de figuras y tampoco el cerebro, sede del entendimiento y las demás facultades racionales, podría obrar si careciera de luz propia; de allí que Huarte de San Juan pudiera afirmar que. contrariamente a la melancolía natural, que no pro­duce ningún resplandor, cuando la melancolía adusta o requemada se asienta en el cerebro le proporciona la luz necesaria para ver las "figuras y especies" de la imagi­nativa, que es la facultad en que se fundan —al decir de nuestro autor—ciencias tales como la poesía, la músi­ca, la pintura, la astrología y. en general, todas aquellas que tienen más necesidad de las imágenes.

Como ya había notado Aristóteles —autorizando con ello los futuros excesos de la fisionomía— los humores

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húmedos, como la sangre y la (lema, hacen las carnes blandas; al contrario, los humores que las endurecen son cólera y melancolía; así. pues, los melancólicos adustos no sólo se caracterizarían por algunos rasgos físicos ta­les como el color ceniciento del rostro, los ojos sanguinosos, el cabello negro y las carnes ásperas y ve­llosas, sino principalmente por la alternancia o drástica variación de sus vicios y virtudes: cuando la "melanco­lía se enciende" —dice Huarte— son ellos de buena conversación y afables, aunque lujuriosos, altivos y maliciosos, pero cuando el humor melancólico se en­fría, se vuelven humildes, castos, temerosos de Dios y hacen "gran reconocimiento de sus pecados con suspi­ros y lágrimas, por la cual razón viven en continua lu­cha y contienda, sin tener quietud ni sosiego". Siendo, pues, característica del melancólico pasar del entusias­mo a la cavilación penumbrosa, de la exaltación a la acidia, sería éste el tipo psicológico que. de acuerdo con los cánones de su tiempo, parecería convenir a nuestro poeta en quien pueden barruntarse los encontrados efec­tos de la melancolía tal como los describía también Robert Burton en su Anatomy of Melancholy (1621): en la fase fría o depresiva, decía el médico inglés citando a Jasón Pratensis. los melancólicos "se sienten atormen­tados por escrúpulos de conciencia, no confian en la gracia de Dios, piensan que irán al infierno y se les oye lamentarse continuamente"; en cambio, en su fase "en­cendida" hacen gala de un pensamiento lúcido y pene­trante; aman apasionadamente, aunque también en esto

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muestran su inconstancia ya que "puede decirse que su último amor es el mejor o verdadero".

Aun compartiendo la opinión de sus predecesores acer­ca de la estricta correspondencia que se establece entre el predominio de determinados humores y las caracte­rísticas físicas y psicológicas de cada individuo, Huarte pensaba que en el logro de las obras del entendimiento nada tienen que ver las carnes duras o blandas, lo que realmente importa es la condición temperamental del cerebro. De ahí que la melancolía haya sido tradicio-nalmente asociada por los poetas y los pintores con las tendencias a la soledad y a la cavilación. El más popu­lar de los iconólogos del siglo XVII, Cesare Ripa, daba la pauta a los artistas para representar a la Melancolía como una vieja triste y dolorida que. cubierta con un pesado manto y sentada en una roca, tiene los codos apoyados en las rodillas y sostiene con ambas manos la cabeza inclinada en actitud de fúnebre meditación. Un árbol deshojado y un suelo pedregoso constituyen los únicos elementos del paisaje porque, en efecto, decía Ripa. "la Melancolía produce en los hombres los mis­mos resultados que la fuerza del invierno sobre los ár­boles y plantas, pues agitándolas con la nieve, vienen a quedar secas, estériles y desnudas... Del mismo modo, no hay nadie que no rehuya y no trate de esquivar... el trato y conversación de los hombres melancólicos, siem­pre empeñados en poner su pensamiento en las cosas más difíciles o peores, que se hacen para ellos presentes

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y reales". El rostro que la vieja se cubre con ambas ma­nos no puede ocultar el color ceniciento propio de los melancólicos "naturales"', cuyo humor "negro" y "mor­tecino" produce el ensimismamiento y la acidia, pero cuando la melancolía ""adusta" se concentra en el cere­bro o. por mejor decir, en la facultad imaginativa, en­tonces —así lo aseguraba el astrólogo Cornelio Agrippa en su De Occulta Philosophia (1531) y así lo asumió también Alberto Durero en su famoso grabado de la Melancolía I— "el alma, devuelta a sí misma... se trans­forma inmediatamente en el habitáculo de espíritus de orden inferior, de los cuales recibe con frecuencia ma­ravillosas instrucciones en las artes manuales", como la pintura y la arquitectura, pero también en la poesía, arte igualmente fundado en la imaginación. ¿En qué piensa ese ángel corpulento, trapajoso y alicaído que Durero representó —el puño en la mejilla— rodeado de instru­mentos de la geometría y de signos cabalísticos, en cuyo rostro se advierte el fosco resplandor del sol negro de la Melancolía? Quizá en nada realmente: quizá sólo rumia el sentimiento de la propia pesadumbre, la inexpresable frustración por no haber podido dar inicio —o térmi­no— a una obra largamente proyectada; quizá aguarda desalentado las "maravillosas instrucciones" que habrá de recibir de alguno de aquellos espíritus inspiradores de que habla Agrippa. uno de los cuales bien podría ser ese putto que. en el mismo grabado de Durero. aparece también ensimismado en una idea inaferrable y para el que tampoco ha llegado el momento de ejercer su tera-

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péutica acción sobre la inteligencia deprimida por la "hez de la sangre".

La Rhythmica sacra incluye una lámina que representa a la Virgen de los Dolores sosteniendo el cadáver de Cristo martirizado y sangrante, en la línea hierática de Luis Morales; debajo de la escena hay un busto del poe­ta en actitud reverente, con las manos unidas en ora­ción; inscrito a su lado, un epigrama latino en el cual dedica a la Dolorosa sus poemas ("vigilados grande­mente con mi trabajo") en los que se califica a sí mismo como su "indigno clientecillo", y bajo cuya sombra implora protección. El retrato presenta a Alvarez de Velasco provisto de una peluca cortesana que cae en profusa cascada sobre sus hombros, como convenía sin duda al procurador de Santa Fe en la corte madrileña. La ejecución de Clemente Puche es, como de ordinario, ruda y desmañada, pero no tanto que llegue a ocultar los rasgos tisonómicos del poeta: llama la atención la rotundez de su rostro aniñado en cuyas mejillas se ad­vierten, sin embargo, dos surcos oscuros, signos de la enfermedad o la tristeza: la mirada de don Francisco, lateral y desconfiada, rehuye la del espectador; la boca apretada permitiría inferir alguna firmeza de carácter que pronto queda desmentida por la flaccidez del grue­so labio inferior: la nariz es fuerte y aguileña, pero el rostro —lánguido en su conjunto— es propio del melancólico desolado. Es evidente que Puche tuvo el propósito de destacar la dignidad social y la vocación

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piadosa de su modelo, pero no por eso deja de haber algo en el retrato del procurador Alvarez de Velasco que trasunta la timidez e incomodidad propias de un hombre poco afecto a las comunicaciones del trato mundano.

No se conservan datos suficientes acerca de la vida de nuestro poeta que nos permitan verificar más amplia­mente la consistencia de ese temperamento melancóli­co que hemos podido descubrir en él; tenemos, sin embargo, su propia confesión de haber padecido el acha­que de la melancolía en su etapa de aguda depresión cuando se encontraba en España —al final de sus días— empeñado en la publicación de sus poemas; pero el he­cho es que ignoramos muchas otras circunstancias de su vida que nos permitirían conocer mejor ciertos as­pectos de su obra por los que la crítica ha pasado sin detenerse. Un primer elemento biográfico, apenas recu­perable en los documentos notariales, es la súbita deci­sión tomada en 1663 por el jovencísimo Alvarez de Velasco de contraer matrimonio con una dama quiteña, hija del alférez mayor de dicha ciudad, en términos de obligación absoluta. Sabemos que el matrimonio no lle­gó a verificarse, pero permanecen ocultas las causas del incumplimiento de nuestro autor quien, como menor de edad, dependió de sus tutores hasta 1665. Tratado como "religioso por devoción" por los frailes agustinos hasta que cumplió los catorce años y, después, alumno del

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Seminario de los jesuítas, ¿qué lo induciría a intentar ese novelesco matrimonio secreto con una dama desco­nocida dando poder para ello a unos capitanes Carrera y Barrionuevo. vecinos de Quito, de cuya relación con Alvarez de Velasco nada se conoce? ¿Descubriría en­tonces, en el amanecer de su virilidad, las profundas contradicciones de su temperamento melancólico y los inconvenientes de la profesión religiosa a la que hasta entonces parecía avocarse? ¿Pretendía sacudirse la tu­tela de los agustinos, en cuyas manos se hallaban las haciendas dejadas por su padre en herencia, y alcanzar por medio del casamiento sus derechos legales de adul­to? Sea de ello lo que fuere, el hecho es que en 1665 —al cumplir los veintitrés años— don Francisco es elec­to alcalde ordinario de Concepción de Neiva y, poco más tarde, gobernador de la provincia del mismo nombre.

Según se desprende de los documentos existentes, Alvarez de Velasco desarrolló entonces todas las actividades necesarias para la recuperación y recons­trucción de sus haciendas; entre 1668 y 1669 hace frecuentes viajes entre Concepción y Santa Fe; en no­viembre de este último año se casa con doña Teresa. El matrimonio —dice Porras Collantes— se ocupa durante los primeros años en "afirmar su tinca raíz"; adquieren casas y terminan de pagar la deuda que a don Francisco le había resultado con los del Convento de

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San Agustín. De enero de 1673 hasta mediados del 74, nuestro poeta es presa de grave enfermedad; se trata tal vez de su primer ataque serio de melancolía; sufrirá otros posteriormente: consta que padeció uno en 1681, cuan­do dedicó aquellos sarcásticos versos a Castillo de la Concha, que le costaron dejar la Gobernatura de Neiva por dos años, y otro más en 1703, cuando se encontraba en Madrid, al final de sus días, y del que dejó testimo­nio en la traducción libre de un dístico latino sobre "'la melancolía que proviene del predominio de la cólera atrabiliaria" que citamos más arriba.

De hecho, Alvarez de Velasco debió padecer a lo largo de toda su vida los embates de aquella terrible ""bilis negra" que, para decirlo con Burton, atormenta a sus víctimas con "escrúpulos de conciencia" y con la des­confianza en la gracia divina o, en términos de la Iconología de Cesare Ripa, los convierte en hipocon­dríacos capaces de representar a la perfección los ""sig­nos de enormes males y tristezas". Y, en efecto, fue Nuestra Señora de la Tristeza la advocación mariana predilecta de los esposos; como ya dejamos dicho, doña Teresa encargó en su testamento que se pusiera una imagen de la Dolorosa "en la iglesia donde hubiera lu­gar para ello" y. además, se impusieran "mil y quinien­tos pesos y el rédito de los mil para que se hiciese fiesta el Viernes de Dolores". A don Francisco ya lo hemos visto retratado por el español Puche, debajo de la Pietá

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con que adornó sus Elegías decámetros a los dolores de la Virgen y en cuyo soneto inicial, compuesto en significativos consonantes agudos, asumía que sus "re­beldes culpas" de pecador cristiano habían sido causa directa del dolor que le partió el alma a la triste Madre de Dios:

Esa sañuda espada que así allí en mis rebeldes culpas se afiló, pase, Señora, a ensangrentarse en mí.

Muera quien tu dolor ocasionó, y merezca ya yo llorar por ti penas que sólo mereciera yo.

Si hicieran falta más pruebas de la persistencia con que nuestro poeta se sintió atormentado por escrúpulos de conciencia, que era —según leímos en los tratadistas de antaño— notable característica de los melancólicos, po­dríamos acudir de nuevo a su testamento, entre cuya amazacotada prosa notarial surgen algunos destellos conmovedores, particularmente en los pasajes en que manifiesta su pesar por el hecho de haber prematura­mente aceptado que doña Teresa lo nombrara heredero universal de sus bienes, y declara que su esposa no sólo tomó esta decisión ""de su espontánea libertad, sino con disgusto mío. porque por entonces me pareció preven­ción muy anticipada, siendo de tan poca edad y estando buena y sana y con las delicadezas del cariño con que la

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amaba, me hacía disgusto lo melancólico de estos dis­cursos". ( Cfr. Rhythmica sacra, p. 634) .

Fueron el temor de la pérdida de Dios; la cotidiana pe­sadumbre de imaginar que sus almas pudieran verse pri­vadas eternamente de la gracia divina; la tortura de su naturaleza humana atada al pecado, que ellos se empe­ñaban en purgar tenazmente y por todos los medios (es­pirituales y materiales, con penitencias y dádivas); la certeza —alentada sin duda por severos e interesados confesores— de que ninguna expiación era suficiente para garantizar la salvación de su alma, los sentimien­tos que embargaban a don Francisco y a su esposa, inclinados por temperamento tanto como por su educa­ción compulsiva a echar sobre sus hombros las culpas pasadas y presentes de la humanidad. Y así lo confesa­ba nuestro poeta en otra pieza de la Rhythmica sacro, en la cual, glosando a San Agustín, declara "que no merece el Pueblo [la humanidad entera] el perdón de sus culpas, por su veleidad":

¡Si nos toleras nunca mejoramos: si nos castigas, perecemos luego: al estar en el potro confesamos lodo cuanto hizo nuestro crimen ciego: mas vueltos otra vez a nuestro olvido, volvemos a olvidar lo padecido:

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si desnudas la espada qué veloces promesas no aseguran nuestras voces!

Doña Teresa, matrona sin hijos, debía consumir sus jor­nadas entre oraciones y conversaciones piadosas con los agustinos, franciscanos, dominicos y jesuítas que la frecuentaban, a juzgar por las importantes sumas de di­nero que les dio y dejó para que se rezasen rosarios y dijesen misas en sus respectivos templos por la salva­ción de su alma y la de su esposo; atendían las labores de su casa un buen número de servidores y esclavos, de suerte que ella podía dedicarse enteramente a los nego­cios del alma, en los que habría sido esmeradamente instruida una joven de su linaje. Ignoramos el carácter de la íntima relación de los esposos, pero podemos su­ponerla extraordinariamente casta, habida cuenta de su temperamento y de su educación en un ámbito de reli­giosidad aterradora; no hay ninguna referencia al hecho de que doña Teresa acompañase habitualmente al go­bernador de Neiva en las remotas haciendas de su pro­piedad o si. en cambio, solía permanecer en Santa Fe. en contacto y conversación con sus confesores y otras personas piadosas. Pero lo cierto es que Alvarez de Velasco pudo experimentar, al menos una vez. como consecuencia de la muerte de su esposa, el pasaje de la melancolía abstracta (el duelo anticipado por la pérdida de Dios, esto es. de sí mismo o de la propia alma) al duelo inmediato y real por la pérdida de la amada.

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En un ensayo memorable (Duelo y melancolía, 1915). Sigmund Freud exploró las perturbadoras semejanzas entre ambos afectos. Los dos son respuestas psíquicas a la pérdida del ser amado que determinan en el sujeto un estado de ánimo profundamente doloroso; en uno y otro caso se advierte el cese de interés por el mundo exterior y la disminución de todas las funciones; sin embargo, la "impresión enigmática" que produce el melancólico es indicio de que en su espíritu las cosas no ocurren exac­tamente como en el duelo normal. Al ocurrir la pérdida del ser amado, la "libido" —explicaba Freud— debe romper todas sus ligaduras con el mismo, pero "'ante esta demanda surge una oposición naturalísima, pues sabemos que el hombre no abandona ninguna de las posesiones eróticas de su libido, aun cuando ya les haya encontrado substitución". En el sujeto del duelo nor­mal, nos explicamos la inhibición, la falta de interés por el mundo circundante, el apartamiento de toda acti­vidad que no sea la obsesiva rememoración del ser que­rido, por causa de la '"labor" psíquica que absorbe a su ""yo". Pero en el caso de la melancolía, en que no se verifica una pérdida real del ser amado, ¿a qué respon­de la desconsolada labor de duelo? Hay otros síntomas específicos que permiten discernir una diferencia im­portante entre el duelo y la melancolía y es "'la extraor­dinaria disminución del amor propio" que afecta a los sujetos melancólicos, en quienes el "yo" se manifiesta como indigno de toda estimación, "incapaz de rendimiento alguno" y siempre dispuesto a dirigirse re-

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proches y a inferirse castigos; en suma, a exponerse al mundo como infeliz dechado de defectos morales en cuya confesión pública pareciera hallar gran satisfac­ción. (Todos estos síntomas fueron registrados por los tratadistas que antiguamente se ocuparon de la melan­colía y se ajustan de modo notable con los comporta­mientos que hemos venido observando en Alvarez de Velasco.)

¿Cuál es la causa de no poderse averiguar fácilmente qué es lo que absorbe tan completamente al enfermo de melancolía? ¿Cuál es la pérdida desconocida cuyos sín­tomas se asemejan tanto a los del duelo? El inicio de ambos procesos psíquicos —explicaba Freud— presu­pone la elección de un objeto, es decir, "el enlace de la libido a una persona determinada"; al ocurrir la ofensa o el desengaño se produce un cambio en esa relación consistente, en los casos ordinarios, en "la sustracción de la libido a ese objeto y su desplazamiento a uno nue­vo"; pero en el caso de los melancólicos, la libido no lleva a cabo el desplazamiento previsto, sino que se "retrae al yo" y establece una "identificación" entre el sujeto y el objeto abandonado, razón por la cual ese ob­jeto de amor perdido pasa a ser experimentado incons­cientemente como una pérdida del yo. La causa de tal carencia de actitud crítica por parte del "yo" que —al decir de Freud— le impide diferenciarse del "yo modi­ficado por la sustitución", es la base narcisista que de-

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terminó la elección del objeto amado, de manera que tal "identificación narcisista con el objeto se convierte entonces en un sustituto de la carga erótica, a conse­cuencia de la cual no puede ser abandonada la relación erótica, a pesar del conflicto con la persona amada".

De tales procesos psíquicos proviene la labor del duelo que experimenta el melancólico, porque —en efecto— se da en él una reacción a la pérdida (real o imaginada, concreta o abstracta) del objeto erótico, pero habiendo sido elegido tal objeto sobre la base de una identifica­ción narcisista con el "yo", el sentimiento de la pérdida desemboca en el "odio del sujeto sobre el objeto sustitutivo [es decir, sobre sí mismo], calumniándolo, humillándolo, haciéndolo sufrir y encontrando en ese sufrimiento una satisfacción sádica". El mismo Freud advirtió que las causas de la melancolía van "más allá del caso transparente de la pérdida por muerte del obje­to amado" y abarcan muchísimas otras clases de ofensa y desengaño que asimismo provocan contradictorios o ambivalentes sentimientos de amor y odio en la rela­ción con el objeto narcisista.

Sería muy arriesgado de nuestra parte querer proyectar los hallazgos de Freud al campo de la experiencia religiosa y, en particular, a las formas de duelo y conso­lación a las que se entregan los ejercitantes de las "meditaciones" ignacianas u otras semejantes prácticas

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de autocastigo y reparación de un daño imaginaria o simbólicamente inferido al Salvador o a su Madre dolorosa. pero parece necesaria la existencia de una iden­tificación de base narcisista en la elección del objeto amado (humano o divino) para explicar satisfactoria­mente el proceso según el cual el sujeto se asume como indigno de la persona amada, haciéndose a sí mismo responsable de la defraudación o las ofensas que le han sido inferidas y, como consecuencia de ello, acusándo­se y mortificándose, es decir, identificándose como vic­timario y como víctima, en un proceso ambiguo de amor y odio, castigo y conmiseración. El propio Freud obser­vó en un artículo acerca de "Los actos obsesivos y las prácticas religiosas" (1907) que el sujeto que padece de obsesiones y prohibiciones "se conduce como si se ha­llara bajo la soberanía de una conciencia de culpabili­dad" o, por decirlo diversamente, de una "conciencia inconsciente de culpa" que revela una tenaz expecta­ción de acontecimientos desgraciados, que —como he­mos visto en el caso de Alvarez de Velasco— vincula el concepto de castigo a la comisión real o imaginaria del pecado.

Si bien es verdad que gran parte de los poemas inclui­dos en la Rhythmica sacro responden al estado de áni­mo del melancólico absorto en la meditación inerme de sus propios pecados, causa por la cual se experimenta la pérdida imaginada —pero no por ello menos

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dolorosa—de la gracia divina, el poema elegiaco "Vuel­ve a su quinta Anlriso, solo y viudo" constituye el úni­co testimonio poético de su duelo por la pérdida real de la mujer amada. (El otro caso, el de Sor Juana, presenta notables peculiaridades de las que nos haremos cargo en su lugar.) Consta este poema de unas "elegías" —que así llama Alvarez de Velasco a las estrofas de ocho versos, heptasí labos los siete primeros y endecasílabo el último— que sirven de introducción y final a la serie de treinta y dos ""endechas" reales (estrofas de cuatro versos, tres heptasílabos y un endecasílabo) a lo largo de todas las cuales se mantiene la rima asonan­te en í-a, (tenía, temía; esquiva, fatiga, etcétera) cuya correspondencia sonora con las formas verbales del copretérito contribuye a subrayar, como en un eco per­tinaz, el melancólico efecto semántico de los pares opositivos vida/muerte, pasado/presente, felicidad/des­dicha que constituyen los tópicos en que se funda todo el proceso de rememoración y conmiseración desarro­llado por el autor en las dos partes en que puede dividirse el poema.

La estrofa inicial describe, con metafórica justeza. las causas y los efectos del duelo: la muerte de la amada condena al amante a una "muerte viva"", esto es. provo­ca en él un sentimiento de soledad y abandono que lo conmina a meditar obsesiva, dolorosamente en su pro­pia culpa }• aflicción:

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¡Oh mal haya la muerte que así fatal me quita la vida sin matarme. y en una muerte viva me deja en tan triste calma para hacer más cruel su herida, con una que solo es alma de la muerte que siento con la vida!

Las subsiguientes "endechas" comienzan evocando el ámbito pastoril en que Alvarez de Velasco sitúa su es­cueta historia de amor de acuerdo con la tradición eglógica en que los refinados y sensitivos pastores can­tan la pérdida o los desdenes de la amada o los sufren en obstinado silencio, pero también de conformidad con su propia experiencia de vida campesina, advertible en muchos menudos detalles realistas. A partir de allí, y por medio de un sostenido recurso a la metonimia, el poeta identificará su dolor actual y su antigua felicidad con el comportamiento de ""mis pobres ovejillas", ahora "cansadas de tristeza" por la inútil espera de Tirse (el nombre pastoril de su esposa Teresa), pero antes gozo­sas con la presencia y las manifestaciones de cariño de su ama:

Qué mustias, qué calladas mis pobres ovejillas. cansadas de tristeza, yacen en su rebaño mal dormidas.

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Ya no como otras veces, cuando apenas sentían de mi Tirse las huellas con que todo su campo florecía.

Que dejando el sosiego de su majada, se iban, apostando entre todas sobre cuál a verla antes llegaría.

En su estudio de este poema. Héctor Orjuela destacó la manera en que el motivo de las ovejillas, calladas y tris­tes por la ausencia de su ama, "servirá al hablante en las estrofas siguientes para iluminar con la memoria el re­cuerdo de Tirse... equiparable en inocencia, alegría y belleza natural a las tiernas ovejillas de un campo feliz, lleno de paz y armonía" y. finalmente, para preparar el "clima emocional para la expresión del sentimiento y congoja" que prevalece en la segunda parte del poema que se abre con las siguientes estrofas:

Mas va ahora, ¡av de mí! que al volver a la esquiva orfandad de estas selvas sin su siempre gustosa compañía.

las ovejillas mudas, mustias las pastorcillas.

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las unas tristes lloran, las otras melancólicas suspiran.

Y, en efecto, a partir de los versos citados, al motivo de la apacible afección amorosa sucede el dolor y descon­suelo de las "ovejillas" (que a nuestro parecer debemos identificar, no con Tirse, sino con Anfriso) al verse aban­donadas de su ama. Es conveniente considerar si a ese tono "sencillo" y "depurado" del lenguaje de las ende­chas, notado por Orjuela, corresponde asimismo el "es­caso carácter connotativo" que él le atribuye o si, por el contrario, la imaginación ignaciana del poeta ha opera­do una sutil aunque perceptible transformación de los tópicos pastoriles en signos de ciertos dogmas cristianos.

Consideremos en primer lugar la evidente relación metonímica que se establece entre el comportamiento de las "ovejillas" y los sentimientos del hablante: en el tiempo de la ideal plenitud amorosa, los animalitos (y, por extensión, las pastorcillas) manifestaban su adora­ción por Tirse: esperaban ansiosos su llegada, corrían alegres a su encuentro, sus "balidos"' eran como "sua­ves melodías". Acabada de llegar, besan los pies y las manos de Tirse quien, "risueña y compasiva" agasaja a las ovejas y corderillos que, ""por el suelo postrados./ parece la adoraban de rodillas"". ¿Puede caber alguna duda de que Tirse no sólo se nos presenta como la figu-

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ra ideal de la amada, sino —además, intrínsecamente— como una benévola madre virginal que acoge con bene­plácito a esas ovejillas, "imagen viva" de inocencia y humildad, es decir, símbolo de una humanidad en esta­do de gracia edénica?

Los corderillos tiernos que aún no la conocían olvidados del pecho, tras sus madres partían a recibirla.

Y con alegres señas de su nueva alegría, por el suelo postrados parece la adoraban de rodillas.

La noticia de la llegada de Tirse a la "choza pajiza" que comparte con Anfriso, se derrama por el lugar y llegan entonces en tropel las "pastorcillas" que le ofrecen sus dones a Tirse, en especial un "corderillo" que, asustado por la algarabía, temía su muerte. No me parece aventu­rado suponer que en estos pasajes el autor ha insinuado un paralelo entre el arribo de María y José al pobre al­bergue campesino donde nacerá Jesús, el "Agnus Dei", que es —a un tiempo— víctima expiatoria y redentor de la humanidad culpable. Las "pastorcillas", por su lado, ofrecen a su señora —modestísimos sustitutos de los Reyes de Oriente— sus dones naturales (higos, man­tequilla, cuajada) y Tirse les entrega los "dulces de la

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Villa", más dulces aún por venir de sus manos celestia­les. Esta escena del gozo de la primitiva inocencia se contrapone expresamente a los gustos falseados de la corte, como en un eco brevísimo de la tópica oposición entre los valores de la apartada vida campesina y la en­gañosa convivencia de la urbe, de la que Alvarez de Velasco había descrito sus peligros para contraponerlos a las virtudes religiosas en los Documentos morales a un amigo: "'Si un célebre cortesano/ ser deseas, no ha­gas más, diestro,/ que estudiar bien la observancia/ de los divinos preceptos./ Pues en ellos hallarás,/ como en su nativo centro,/ lo político sin arte,/ y sin engaños lo cuerdo".

Como el paciente lector podría poner en duda la perti­nencia de estas interpretaciones de la elegía pastoril en clave religiosa, quisiera, cuando no persuadirlo, propor­cionarle al menos algunos datos inequívocos que se re­velan en la comparación de las endechas de Anfriso a la muerte de su esposa con otro poema en que Alvarez de Velasco disertó, con clara intención alegórica, sobre el siguiente argumento: "El remedio de un alma aflijida sólo es no cansarse de clamar a su Pastor-Jesús, en la metáfora de una Ovejilla". Consta este poema de un "estribillo" de ocho versos, en su mayoría octosílabos. y trece ""endechas" reales, de suerte que su estructura métrico-rítmica es muy semejante a la elegía de Anfriso; pero no se limitan a este aspecto exterior sus semejan-

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zas. ya que —como el título lo indica—las "ovejillas" son también metáfora del alma, que allí, en la elegía, se siente abandonada por la muerte del ser amado y aquí, en trance de muerte ella misma, es socorrida por su "Buen Pastor". En efecto, las endechas del "Remedio de una alma" cantan la dicha final de esa ovejilla descarriada que, estando a punto de caer en las garras del maligno, llega el Pastor-Jesús en su ayuda, tal como ocurre en la parábola evangélica y en las canciones de El divino Narciso cuando éste —en prefiguración de Cristo— va en busca de la Naturaleza Humana:

Pobre ovejilla incauta, que así, por tu desdicha. has venido hoy a dar en manos de esa fiera embravecida: bala, que en ese balar te va la vida.

[ ] Mas ¡ay, Dios, qué desgracia! que ya entre las cuchillas de sus hambrientas garras la va a despedazar enfurecida. f I ¡Cogióla, qué dolor! Mas albricias, albricias. que al oír sus tiernas voces tu Pastor baja con piadosa prisa.

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Al igual que la elegía del viudo, este "Remedio de una alma" también divide su mínima fábula en dos seccio­nes antitéticas, pero lo que en aquélla se constituía como un proceso que va de la posesión del objeto amado a la pérdida del mismo, se invierte aquí para ir del bien per­dido —o en peligro de perderse— a su plena recupera­ción: la ovejilla-alma pecadora, casi ganada para la causa del pecado, es salvada por el sacrificio de su Pastor-Jesús, quien echa sobre sí el castigo que correspondía a esa ovejilla-alma extraviada:

Mira como amoroso, sin perdonar fatiga, por alcanzarte, tierno, no repara en malezas ni en espinas. [ ] Mas pues, ya fino, a costa de sus golpes y heridas, te ha cogido piadoso sobre sus tiernos hombros te acaricia.

Aunque muchos de estos versos recuerdan de cerca otros de la elegía de Anfriso (Tirse que, ""risueña y compasi­va", coge en los brazos a sus ovejillas, ""limpiándoles los abrojos" y acariciándolas también como si borrara en ellas los signos del pecado) no podemos parangonar las endechas de este "Remedio", ingenua alegoría de la vigilancia del Pastor santo, con la fuerza artística y emotiva de las dedicadas a la muerte de Tirse; sin em-

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bargo, en ambas se percibe claramente la índole de la fantasía de Alvarez de Velasco, tan invariablemente li­gada a los tópicos de la iconografía cristiana y al mode­lo jesuítico de oración mental.

Tengo para mí que el carácter ambiguo de la figura de Tirse es el resultado de la doble función simbólica que el poeta le asignó, ya fuera de manera consciente o in­consciente; por un lado, en el plano de la experiencia objetivada, Tirse es la casta esposa pero, de otro lado. en el plano evocado de la iconología cristiana, posee los suficientes rasgos distintivos y es presentada en cir­cunstancias tales como para que la consideremos como símbolo de una virginal madre protectora. Desde las primeras estrofas de la elegía de Anfriso, la esposa-vir­gen recibe el homenaje de sus criaturas: las "suaves melodías" que entonan las almas-ovejas, sus "aclama­ciones/ de músicas festivas" a las que poco les falta para ser coros angelicales que entonan el triunfo de la Vir­gen. Como el Pastor-Jesús de los "Remedios de una alma", también Tirse —en quien pueden reconocerse los atributos de una "Divina Pastora"— cura de sus cria­turas terrenales, entre las que se cuenta el propio Anfriso ("Así todos gozosos [amante, ovejillas. zagalas]/ pasá­bamos el día..."), si bien sean después las mismas al­mas-ovejas quienes vean en Anfriso el culpable de la muerte de Tirse: "'Dolor y no consuelo/ les es ya mi

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venida./ porque al verme sin Tirse,/ en mis recuerdos su dolor se aviva". Diríase, siguiendo a Freud, que la elec­ción del objeto erótico por parte de nuestro poeta está determinada por una identificación edípica, causa por la cual la imagen de la esposa hubo de ser imaginaria­mente desplazada hasta la intocabilidad sobrenatural de la Virgen María, madre inmaculada que otorga su amor-perdón a los pecados de sus amantes-hijos terrenales.

No es imposible que el texto panegírico de su padre so­bre la "'ejemplar vida y la muerte feliz de doña Francis­ca Zorrilla" haya sido determinante para la formación de la ¿mago femenina en la mente infantil de nuestro poeta: renuente a todo disfrute mundano y sensual, en­tregada al cuidado de su prole, doña Francisca —que era otro temperamento decididamente melancólico— se complacía en su propio menosprecio; ínfima esclava de don Gabriel, se llamaba a sí misma ""carne de perro" y aun se excusaba de comer golosinas provenientes de la Península por no ser tales delicadezas propia "comida de criollos". A esta humillante imagen materna, elabo­rada y transmitida por el padre. Alvarez de Velasco opondría —en un inconsciente acto rebelde y justicie­ro— la de una esposa-virgen donadora de aquellos "dul­ces de la villa" celestial, "hostias"" maternales de virtud regeneradora que, siglos después, serían igualmente evocadas por César Vallejo como parte de un lancinan­te recuerdo de inocencia infantil y campesina.

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Son, por lo demás, tan abundantes los testimonios lite­rarios de fervor mariano dejados por Alvarez de Velasco, y en particular por sus advocaciones dolorosas y trági­cas, que deja poco lugar a las dudas acerca de la sublimación edípica de nuestro poeta; al final de la ele­gía de Anfriso, declara expresamente que la muerte de la amada lo ha sumergido en un doloroso sentimiento de "orfandad" que lo obliga a una tenaz rememoración de la etapa edénica de su amor, de cuya pérdida él pare­ce considerarse el único responsable y, siéndolo, tendrá que purgar su crimen sometiéndose a esos "sangrientos potros" de tortura que son para él los recuerdos de aquella irrecuperable armonía del alma-ovejilla (la pureza edénica o intrauterina) con la madre-virgen, muerta por causa de la pérdida de la inocencia del amante-hijo:

¡Oh, mal haya la muerte que así fatal me quita la vida sin matarme. y en una muerte viva me deja en tan triste calma para hacer más cruel su herida. con una que solo es alma de la muerte que siento con la vida!