el niño con autismo, otra manera de estar en el mundo

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11 Atisbos de luz Capturar la luz no es fácil cuando queda poca luz. Ni siquiera llegar a conocer la felicidad nos hace felices. Atisbos de luz y algunos momentos felices son los que, en definitiva, moldean una vida, aunque deba convivir con sus sombras y sus limitaciones. Sara, apoyada en una barra metálica mientras deja que la corriente de aire que se cuela por las puertas del pabellón pasee por su rostro, observa las piruetas, los saltos que casi levantan chispas del suelo y los equilibrios imposibles que un grupo de niños y niñas desarrollan con sus patines en una pista de baloncesto castigada por unas ruedas en busca del loop perfecto. Entre ellos está su hijo Abel. La voz del entrenador resuena con un inquietante eco metálico, donde los sonidos van rebotando y cruzándose, creando una banda sonora extraña, una nebulosa acús- tica en la que Abel se siente bien mientras un monitor, pendiente de él durante todo el entrenamiento, hace la función de nexo constante con su propia nebulosa. El silencio de Abel no es el silencio del vacío; es el de la mecanización de unas conductas que le gustan. El de la repetición sistemática. No dirá que le gusta patinar. No levantará el puño apretado cuando consiga com- pletar un giro completo, ni dejará escapar una palabra malsonante si cae en el intento.

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Atisbos de luz

Capturar la luz no es fácil cuando queda poca luz.

Ni siquiera llegar a conocer la felicidad nos hace felices.

Atisbos de luz y algunos momentos felices son los que, en definitiva, moldean una vida, aunque deba convivir con sus sombras y sus limitaciones.

Sara, apoyada en una barra metálica mientras deja que la corriente de aire que se cuela por las puertas del pabellón pasee por su rostro, observa las piruetas, los saltos que casi levantan chispas del suelo y los equilibrios imposibles que un grupo de niños y niñas desarrollan con sus patines en una pista de baloncesto castigada por unas ruedas en busca del loop perfecto.

Entre ellos está su hijo Abel.

La voz del entrenador resuena con un inquietante eco metálico, donde los sonidos van rebotando y cruzándose, creando una banda sonora extraña, una nebulosa acús-tica en la que Abel se siente bien mientras un monitor, pendiente de él durante todo el entrenamiento, hace la función de nexo constante con su propia nebulosa.

El silencio de Abel no es el silencio del vacío; es el de la mecanización de unas conductas que le gustan.

El de la repetición sistemática.

No dirá que le gusta patinar.

No levantará el puño apretado cuando consiga com-pletar un giro completo, ni dejará escapar una palabra malsonante si cae en el intento.

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Pero repetirá sus idas y venidas por la pista.

El crujir de sus patines sobre el suelo, una especie de conglomerado pintado de un horrendo color verde, le hace sentir como cuando da varias vueltas alrededor de la mesa de casa, o como cuando se esconde durante media tarde debajo de ella y se tapa los oídos con las manos.

Es cuando se siente seguro.

Son algunos de sus atisbos de luz, de felicidad silen-ciosa.

Sara se acuerda de cuando Abel era muy pequeño, de como abrazaba a los demás niños en el parque.

Llegar a ese punto de la ciudad donde desaparece el estruendo del tráfico y donde la dureza del asfalto se transforma en una alfombra de césped y arena era, para Abel, la señal.

Era cuando, en invierno, apartaba de su carita la ca-pucha de la chaqueta que tanto le apretaba y sabía que podía deshacerse de esos guantes con un dedo de cada color para lanzarse a la todavía enigmática actividad de construir torres de arena para poderlas destruir.

El sacrilegio era destrozar una torre vecina.

Pero derrumbar una propia era el gran objetivo, la gran mirada de satisfacción de Abel antes de conectar su radar en busca de otros niños, enfrascados en la edifica-ción de otras futuras torres derruidas, a los que abrazar con ganas.

Esos abrazos empezaban a tejer el ovillo de la conexión de Abel con el mundo, pero lo que Sara ni tan solo sos-pechaba era que ese ovillo empezaría a deshilacharse de repente, con unos hilos cada vez más enredados, impo-sibles de colocar otra vez en su sitio.

Con diez meses Abel ya daba sus primeros pasos, justo cuando otros niños no pasan del gateo o de unos primeros intentos de equilibrar un cuerpo con tendencia a espachurrarse en el suelo.

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Nadie analiza con el paso de los años cómo evolucionó su hijo de pequeño.

«Ya casi ni me acuerdo. Fíjate, has crecido sin que yo me diera cuenta. Nadie diría que eras tan pequeño.» Nadie.

Nadie pone fechas a una primera sonrisa si ha sido eso, una primera de muchas; o al llanto para reclamar la atención; o a cuando sacaba la lengua para repetir lo que hace la madre o el padre, o a señalar con el dedo el perro del vecino, blanco y con un flequillo siempre tapándole los ojos.

Nadie.

Sara, en cambio, sí.

Sara no recuerda la primera sonrisa.

Recuerda la sonrisa, que tardó años en volver a ver.

Sara no recuerda las palabras guau, niños o mamá.

Sara recuerda algunas de las palabras que, de repente, Abel dejó de decir a los 18 meses y no recuperó hasta algunos años más tarde.

Las tiene esculpidas, grabadas en algún rincón de su cabeza, como el poso del café aún humeante y capaz de impregnar toda la casa de su intenso olor; esa vocecita que se diluyó como la arena entre los dedos es la banda sonora de la vida de Sara.

Su película particular es de esas de grano intenso y voces incontroladas, de risas y palabras de su hijo aún mal pronunciadas, lo que las convertía en únicas, ajenas a la rigidez de un diccionario, integrantes de un idioma con un solo hablante.

Pero esas palabras se desvanecieron.

Alguien las borró con fuerza e hizo lo mismo con la comida. Macarrones, purés de verduras, pan con jamón, todo lo que a Abel le gustaba pasó a formar parte de un largo listado de comida rechazada, de una cabeza agachada para escapar de una cuchara o un tenedor amenazadores.

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La única salida que encuentra Sara es aprovechar determinados anuncios de la tele que fascinan a Abel.

Así, sumergido en pequeñas películas de veinte se-gundos con la intención de incrustarnos en el cerebro un producto que Abel no sabe ni para qué sirve, abre la boca y come.

Abel siente fascinación por esa mano que se deja mecer por el viento para acabarnos queriendo vender un coche de precio imposible; o por un grupo de vikingos, fieros y con grandes barbas, que acaban brindando con una insípida cerveza sin alcohol y siguen tan contentos, o incluso por un osito de peluche que canta las bondades de un suavizante para la ropa con aroma a flores y a primavera, y que consigue crear una sensación de entorno mullido, suave y hasta empalagoso.

El falso césped del falso país

En un momento determinado Abel paró en seco, de-primido por haber dejado de entender el mundo que le rodeaba, las reglas de los juegos e incluso la forma de comportarse de los demás.

El miedo que nos produce lo desconocido, la incerti-dumbre, la oscuridad, los caminos sin salida, incluso las crisis existenciales, en el caso de Abel se convirtió en un verdadero terror por el hecho de haber dejado de entender.

Su expresión de niño feliz, eufórico ante el hallazgo de un balón o un columpio amarillo y verde en el parque, vivió una metamorfosis, transformándose en una extraña mueca, en una incapacidad ya no para estallar en una sonora carcajada, sino incluso para sonreír.

Abel no lo sabía, pero se encontró perdido. Y se paró.

Sara y Julio, el padre de Abel, entraron en una fase de angustia ante lo desconocido, aterrorizados ante la presencia de otro yo que empieza a acompañar a Abel, un otro distinto, arisco, silencioso, capaz de hundir en una nebulosa aparecida de la nada a su hijo para, poco