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El caos es lo que te hacediferente. Lo que la gente noentiende de ti o lo que deseaque cambies. Pero el caos esparte de uno, por ello, cuandoalguien no te entienda dile:«Ama mi caos» El mundo azules la nueva novela de AlbertEspinosa; una historia queenlaza con El mundo amarilloy Pulseras rojas y con la quese cierra una trilogía decolores que hablan de vida,de lucha y de muerte.Espinosa nos introduce en

una narración de aventuras yemociones sobre un grupo dejóvenes que se enfrentan aun gran reto: rebelarse contraun mundo que trata deordenar su caos. A través decinco personajes, una isla yuna búsqueda incesante porvivir, el autor vuelve aintroducirnos en su particularuniverso con una historia quese desarrolla en un mundoonírico y fantástico, con unarranque contundente y undesenlace esperanzador ylleno de luz.

Albert Espinosa

El mundoazul. Ama tu

caos

Sí, arriésgate.Ésa es siempre la

respuesta.

Escrito en…Ischia, Lanzarote,

Santiago de Chile,Barcelona, Buenos

Aires,Menorca y Nueva York.

El mejor momento paraplantar un árbol fuehace veinte años, el

segundo mejormomento es ahora.

Proverbio chino

Dentro de veinte años,estarás más

decepcionado por loque no hiciste que porlo que hiciste. Así que

explora, sueña ydescubre.

Mark Twain

Después de El mundo amarillo yde Pulseras rojas, necesitabafinalizar esta trilogía de coloresque hablan de vida, de lucha y demuerte.

El mundo amarillo (2008)superó todas las previsiones quepudiera tener, y no hablo delnúmero de lenguas al que se hatraducido ni de las ediciones quese han impreso, sino de lo másimportante, el contacto con elpúblico en forma de la cantidad

de emails que recibo cada día degente que me habla sobre lo queha significado este libro en suvida.

Esos ocho mil emails diarioses un premio difícil de explicar.Es el cariño hacia un color queme emociona. Y es que siempretienes un libro favorito y ése esEl mundo amarillo. Es como elorgullo de un padre ante el primerhijo.

Y es que por las otras novelassiento adjetivos diferentes.

Todo lo que podríamos habersido tú y yo si no fuéramos tú y

yo (2010) nace de mis sueños ymis deseos. Tiene parte de esaobra de teatro junto a la que nació—El fascinant noi que treia lallengua quan feia treballsmanuals— y habla del mismoconcepto pero desde otra óptica.

Ese chico que desea dormir yno puede, que desea amar y nosabe cómo y, sobre todo, quedebe enfrentarse a un don que nodomina.

Si tú me dices ven lo dejotodo… pero dime ven (2011) mehizo pasar un Sant Jordi tanemocionante y lleno de tantas

sensaciones como esa mismafecha años atrás cuando perdí lapierna, y la protagoniza elpersonaje con el que me hesentido más identificado: eseDani que intenta crecer y queencuentra niños cuando el suyoestá perdido.

Brújulas que buscan sonrisasperdidas (2013) nació cualgemelo junto a la obra de teatroEls nostres tigres beuen llet. Enambas obras intentaba devolverla gratitud hacia mi amigoAntonio Mercero; su lucha meilumina cada día cual faro de

respeto hacia una de las personasmás honradas que he conocido enmi vida.

Y ahora llega El mundo azul.Ama tu caos. La necesidad deescribir este libro superacualquier sentimiento que ospueda explicar.

Es un libro caótico encontenido, en expresión y enemoción.

He intentado no pensar ennada más que volcar todo mimundo. Cada capítulo intenta serparte de una sensación de vidaque me ha tocado en instantes de

mi existencia.Empieza de color amarillo o

rojo, pero poco a poco vira haciaese azul.

Nace al tiempo que Pitahaya,el cortometraje que tantasalegrías me ha dado y cuyo «Amatu caos» ilumina cada una de susescenas.

Y espero que en pocos mesesexista la película. La necesidadde rodarla junto a la gente queama mi caos, es una pasión por laque lucharé el resto de mi vida.

Mis primeras tres novelasfueron alumbradas por ese color

amarillo. Deseo que las próximastres tengan ese color azul. No meimporta la intensidad. No sé siserá azul cobalto, azul azurita,azul de Alejandría o azul delapislázuli.

Lo que sí sé es que estaficción nace de personajes realesque conocí en aquella semana enque mi vida se apagaba condieciséis años y me dieron esetres por ciento de posibilidadesde vivir que me marcóinevitablemente el resto de misdías.

Este libro es una ficción-no

ficción que enraíza con aquelLleó de Polseres vermelles quedebía encontrar su camino.También hay parte de aquellapersona que me contó los sietesecretos para ser feliz de Elmundo amarillo y, sobre todo,habla de esa gente increíble cuyavida, cuya alma y cuya bondad heintentado volcar en estospersonajes.

Como hice en El mundoamarillo, deseo dejaros midirección de email. Creo queconectar con vosotros, lectores,con los que leáis este libro en

cualquier país o en cualquieridioma, creará un vínculo eternoentre nosotros.

Aquí os dejo mi correo:[email protected]

Deseo que formemos esemundo azul…

ALBERT ESPINOSALanzarote, marzo de 2015

Mi padre escuchaba el mar, elsonido de las olas al rompercontra el acantilado.

Jamás escuchó a las personas.El mar, decía, al menos nointentaba engañarte. Pasaba horasmirando ese acantilado deseandocomprender qué le queríacomunicar ese sonido.

—La naturaleza nos habla,pero estamos demasiadoocupados para entenderla —mesusurraba algunas noches en mi

oído bueno.Padre jugaba a hacer

equilibrios en ese acantilado.Fumaba justo en el borde y laceniza que se desprendía de sucigarrillo marcaba esa levediferencia entre caerse al vacío opermanecer en tierra.

Saltó desde ese acantiladocuando yo tenía once años, no sési se lo ordenó el mar o si queríamás a ese océano que a sus hijosadoptivos.

No lo llegué a saber nunca,tan sólo lo encontré por lamañana meciéndose en las olas.

Divisé su sonrisa desde lo alto.Hoy hace casi siete años exactosque se marchó. Tan sólo me restantres días para cumplir losdieciocho. Y no sé si llegaré…

Y es que aquella mañana,cuando abrí la puerta deldespacho de mi médico, supe queestaba muerto.

Vi a aquel doctor en la sillade al lado de la que yo me iba asentar y me lo imaginé.

Aquel hombre con bata medijo que me quedaban dos o tresdías de vida. Lo relató con unaparsimonia y una naturalidad que

no parecía que implicaba lapérdida de una vida. En este casola mía.

Todos sabíamos de su pocahabilidad dando malas noticias. Yes que él jamás se movía delsillón de delante de su escritorioa menos que tuviera que contartealgo trágico.

Entonces se levantaba de sucómoda poltrona, daba cuatropasos exactos, se sentaba en lasilla que había al lado delpaciente y, sin ningún tipo deemoción, soltaba la noticiabomba.

Me imaginé que habíaaprendido aquel truco en algúncurso de empatía con el enfermo.Pero sólo se había quedado conla parte teórica. Seguro que habíaapuntado en su libreta:«Levantarme y acercarme», perola nota sólo hacía referencia amovimientos físicos; olvidóimplantar la emoción.

Recuerdo a aquel chicopelirrojo con el que compartíhabitación un tiempo, que mecontó que un día el médico selevantó y él tembló pensando quesu vida llegaba a su fin. Pero

resultó que el doctor sólodeseaba café, se lo sirvió y sevolvió a sentar. El pelirrojosuspiró aliviado; yo no teníaaquella suerte.

—En el hospital teproporcionaremos lasherramientas que necesites paraaliviar el dolor —dijo mimédico, que continuaba hablandocon ese tono neutro.

Utilizaba la palabra «dolor»cuando en realidad quería decir«muerte». Hablaba de«herramientas» cuando se referíaa morfina y a otras mierdas que

harían que pasara esos dos o tresdías sedado e inconsciente. Ydesde hacía tiempo yo sabía queno deseaba morir así.

Tengo miedo a morir, no osconfundáis. Mucho miedo, peroquiero estar consciente cuandollegue el momento. He pasado pordemasiado para perderme esefinal.

No os quiero hablar de lo quetengo, de lo que he padecido y dela enfermedad que me lleva a lamuerte. Sólo serviría pararegocijarme en ello. El dolorsiempre es parecido. Cuando

llega, es insoportable. Cuandopasa, lo olvidas.

El dolor emocional es justo locontrario: cuando aparece porprimera vez, jamás te imaginas loque dolerá con el tiempo.

Notaba el miedo del médico apronunciar la palabra «muerte».Fue entonces cuando hice lo quedeseaba desde hacía tanto tiempo.Había buscado en internet comohacerlo sin romperme ningúndedo.

Y solté mi primer puñetazo.Eso sí, me hice daño. Internetnunca tiene toda la verdad aunque

había consultado diez páginasdiferentes.

Luego, sin mirar atrás, salí deaquella sala y de aquel hospital.Sabía adónde debía ir, nodeseaba morir allí.

La enfermera joven con la quehabía tenido más confianza, seacercó a mí cuando dejaba elpasillo principal. Me dio unabolsa con medicamentos. Algunasnoches especiales de hospital lehabía adelantado mis planes.Pensé que quizá entre nosotrospodría haber algo, pero yo sólo ledespertaba compasión y ternura.

Y ése es el antídoto más potentecontra el sexo.

No acepté los medicamentos.No deseaba llevarme nada deallí. Y es que nada poseía en mivida. A mis diecisiete años, notenía hogar, padres, hermanos…Tan sólo aquella llave quecolgaba de mi cuello y quepertenecía a aquella casa delacantilado. No sé por qué padreme la dejó a mí, nunca regresé aaquel lugar.

Dentro del ascensor rompí mipijama azul. Tanto las mangascomo el pantalón. No quería

parecer un enfermo. Cuatroplantas fueron suficientes paracambiar mi aspecto.

Al abrirse el ascensor, el olorde las visitas me asaltó. Siemprehuelen a nuevas. Todos llegan decasa con su ropa limpia, su caralavada y se cruzan con los quehan pasado la noche en elhospital, que siempre apestan alargo viaje en avión. El ascensorsiempre ha sido el intercambiadorperfecto.

Aunque yo no sabía mucho devisitas, la vida me habíaarrebatado muchas cosas a mis

pocos años y, entre ellas, laoportunidad de tener cerca de míaquellas personas que tienen lanecesidad de venir a verte cuandoenfermas.

Salí del ascensor y me quedéparado en la entrada del hospitalmirando el exterior. Me costabaabandonar aquel «hogar».

Me puse los auriculares quesiempre llevaba conmigo. Amabala música por encima de todas lascosas, aunque mi oído izquierdono funcionaba. Aquel audífonoazul me acompañaba desde quenací y me servía para enchufar o

desenchufar una mitad de mí conel mundo.

Creo que fue Nietzsche quedijo que una vida sin música seríaun error. Yo añadiría que, sin losmejores auriculares paraescucharla, es un sacrilegio.

Sonó «Tu vuò fà l’americano» y fue como si todo aquelhospital se moviese a ritmonapolitano. Y comencé agarabatear en un papel lo quehabía vivido junto a aquelmédico. Lo hacía siempre,dibujar secuencias de mi vida,era mi diario. No me gustaban

mucho las palabras. Tan sólo lossonidos, incluido el del lápizsobre una hoja, recreandoinstantes que acababa de vivir.

Siempre me ha entusiasmadomarcar el ritmo del mundo. Jamásescucho el sonido de la calle; noes agradable. Las conversacionesde la gente siempre versan sobrequejas. Quejas sobre su vida, supareja y su trabajo. Quejarse notiene ningún sentido.

Siempre he creído que losproblemas no existen, se creanpensando.

Un problema es tan sólo la

diferencia entre lo esperado y loobtenido de las personas o de lavida.

Allí estaba, paralizado justodelante de la entrada, con mipijama troquelado y mi música,sin saber si la decisión quetomaba era la correcta.

Y es que podía morir en loque había sido mi casa durantelos últimos cinco años, en esahabitación 371, con calmantes ycon un asistente social al lado quesupongo que intentaría encontrarjunto a mí un apego emocional olanzarme a la aventura e ir al

Grand Hotel.No recuerdo bien quién fue el

primer enfermo que me habló delGrand Hotel. Era una quimera quehabía escuchado cientos de vecesy jamás había estado seguro deque fuera una realidad. Además,siempre me encantó que lellamaran «Grand Hotel» y no«Hotel»; le daba como un extrade pedigrí.

Creo recordar que supe de suexistencia cuando conocí alprimero de mis compañeros dehabitación de hospital. Aquelhombre tenía una vida

emocionante cuando cayóenfermo, quizá por ello le costótanto aceptar que moría.

Cuanto más tienes, másarraigado estás en este mundo ymás te duele perder.

De todos los hoteles quehabía visitado, el hotel de Ríminile tenía fascinado. Me contó queallí murió Fellini. No sabía si eraverdad; lo busqué en internet (migran aliado contra las mentirasque nacen de la imaginación delas personas que quieren hacerselas interesantes) y sólo ponía quele dio un ataque al corazón en la

habitación 315 de aquel hotel yluego lo trasladaron a un hospitaldonde murió.

Pero no me extrañó que suverdad distara un poco de larealidad. Aquel hombre siempreresumía las historias. Un día medijo que la realidad era lenta yhabía que modificarla o alterarlapara captar la atención de los quete rodean.

Tenía algo en el hígado queera terminal, no recuerdo bien elnombre técnico. Cuando levisitaba su médico, yo me poníalos auriculares y le dotaba de

intimidad.Tenía tanto dolor que cada

quince segundos exactos chillaba.Era un alarido tremendo. Con eltiempo intenté que lo transformaraen notas de música e intentasecantar, aprovechar su dolor parallegar a agudos operísticos. Amotanto la música que pensé que sisu dolor se convertía en notas, sedisiparía.

Lo hizo, pero el paso delgrave dolor al agudo musicalsonaba muy extraño. Siempre mecreía y me respetaba. Yo tambiéna él, sobre todo cuando lo

visitaban sus hijas.Y es que durante las dos horas

que ellas estaban allí, seguardaba todo su dolor. No sécómo lo conseguía, pero sereprimía ese grito angustiante.Siempre me recordaba a uno deesos futbolistas que se haninfiltrado medicamentos parajugar el partido de su vida. Sufríapensando en todo el dolor queacumulaba. Cuando ellasmarchaban, dejaba ir un alaridoque inundaba todo el hospital y setransformaba en un gran do depecho.

Sus hijas eran gemelas. Mecontó que su mujer había muertohacía unos años en un accidentede coche en el que pensó quetambién iba a perder a una de lasniñas. Se emocionaba muchocuando hablaba de su esposa.Había rehecho su vida junto a lamujer de su hermano, pero creoque aquel amor que le habíanarrebatado jamás había sidoolvidado.

También me relató que supadre había sido director de cine;por eso le entusiasmaban tanto losúltimos años de Fellini en el hotel

de Rímini. Me imaginé que larelación con su padre debía dehaber sido complicada.

Me regaló El libro de lossueños de Fellini, un enormecompendio de los dibujos yescritos que el maestro soñabacada noche.

Me encantó cuando aquelverano caluroso llegó unmensajero con aquel gigantescopaquete para mí. El que loportaba era igual de joven que yoy creo que jamás había entregadonada en un hospital. Se tapaba laboca con la mano, tenía miedo a

pillar algo, aunque no creo quesupiera exactamente el qué.

Era bello, los guapos soncagones por naturaleza: tienenmiedo a perder su belleza, supelo o su piel. ¡Cuánto tiempopierden pensando en eso, en lugarde disfrutar de esas cualidadesque les llegaron de serie!

Me dio el bolígrafo para quefirmara el albarán pero no quisoque se lo devolviera; se imaginóque debía de tener microbios.

—Deberías llevar uno decobre —le dije.

—¿Cobre?

No entendió nada.—El cobre repele las

bacterias, lo repele todo.Cómprate uno de cobre.

Aquello me lo había contado unchaval de Santiago de Chile quevino por un trasplante, norecuerdo si de riñón o de hígado.De lo que sí que me acuerdo, esque me habló de que el cobre esmuy amado en Chile, es suproducto estrella, nace de lasentrañas de su propia tierra.Hablaba con tanta pasión deaquel material, que decidí que el

cobre también formaría parte demí. Siempre he creído que laspasiones ajenas pueden llegar aser propias si tienen buenosargumentos.

Sobre todo me encantó verescrito el número de mihabitación en el paquete. Sentíaque tenía un hogar, supongo que lacorrespondencia es parte de saberque tienes un lugar propio.

Dentro del paquete habíapelículas, libros y bandas sonorasde Fellini y de Visconti. Fellinino me entusiasmó, excepto aquelfinal de Fellini 8 ½ con «La

Passerella di Addio» de NinoRota sonando. Las buenasdespedidas de la vida me imaginoque deben ser así, con toda lagente que has amado apareciendoa ritmo de fanfarria. He vistotantas veces ese final que es comosi lo hubiera vivido, como sifuera una secuencia más de mivida.

Y curiosamente ahora loera…

Os he contado todo estoporque mi primer compañero dehabitación quería morir en unlugar que le llamaban el Grand

Hotel. Me contó que había unafundación que te ayudaba amarchar a un sitio idílico dondepasabas los últimos días.

No pagabas nada, aunquetampoco estabas mucho tiempoallí. Lo intentó pero no loadmitieron. Debía demostrar queno tenía a nadie que le cuidara enesos últimos días y que se estabamuriendo. En resumidas cuentas,que era un muerto de hambre y suvida, una mierda.

Él tenía a las gemelas y poreso no le aceptaron; cuando loque él quería era conseguir que

ellas no tuvieran que verle morir.Se puso tan triste cuando le

denegaron la entrada.Me pasó el contacto de los

del Grand Hotel por si me llegabael día. Lo hizo con delicadeza,esperanzado en que no pasasejamás, pero consciente de quellegaría. Los dos lo sabíamos. Lomío no conllevaba dolor pero eraigual de mortal que lo suyo,menos sonoro pero igual deefectivo.

En aquel tiempo, yo cumplíatodos los requisitos, excepto el demorirme, pero sabía que tarde o

temprano lo lograría también.Cuando noté mi final cercano,

escribí un email y, a las pocashoras, me dijeron que «cuandosucediera» tendría una plaza.

Sólo debía hacer una llamaday todo el mecanismo se pondríaen marcha.

Había llegado el día en que loharía, llamaría e iría al GrandHotel.

Y fue en ese instante en quedecidí salir a la calle y dejaraquel hall de hospital que metenía bloqueado.

Sentí que debía ser valiente.

El aire de la calle me parecióun regalo.

Me sentí renacer.Necesitaba un móvil para

llamar. Decidí pedirlo a algunade aquellas visitas, pero eracomplicado; en el móvil seguardan secretos, es la caja fuertede nuestros tiempos.

Me decanté por una muchachade facciones tiernas que rondabalos treinta años y en cuyo bolsodebía de llevar toda su vida ajuzgar por su exagerado tamaño.

—¿Me deja hacer unallamada? Sólo será un minuto. —

Acompañé la súplica con unasonrisa.

Dudó.—Debo comunicarme con

alguien para contarle que memuero. —Retiré la sonrisa.

Al instante me tendió elteléfono. Su mano temblaba. Larocé antes de coger el móvil ysentí parte de sus pérdidas en lasyemas de mis dedos.

Cada dígito que marcabasuponía el inicio de mi viaje.Sabía que, al llegar al últimonúmero, la aventura comenzaría.

Cuando me dijeron que «sí»

desde el otro lado de la línea,sólo podía pensar en aquel primercompañero de habitación y elincreíble discurso que me hizopoco antes de morir, cuando suscontracciones de dolor yaexplotaban cada cincosegundos…

La base de todo es pensarque hoy es el día que morirás.Eso da sentido a la vida. No haymás.

Y cuando al día siguientedespiertes, tendrás la mayor delas alegrías al darte cuenta deque te han regalado veinticuatro

horas más.Pero recuerda que cada día

lo has de vivir a tu manera. ¿Dequé sirve vivir con sus reglas?Con las normas de los quedesean que pienses que vivirásmil años para que no te centres.

No, no viviremos mil años,viviremos un día. Y luego otro yotro más… Si piensas así,conseguirás que no te atrapencon sus trucos para quehipoteques tu vida.

Piénsalo bien, si sólo tequedara un día: ¿trabajarías esedía?, ¿pagarías tus facturas?,

¿te interesarían las noticias?¿O, en cambio, intentarías

enamorarte? ¿Jugar? ¿Reír?¿Amar? ¿Gritar? ¿Cantar? ¿Quéharías?

¿Lo comprendes? No tienesque hacer nada que no desees.No te obligues a nada que nonecesites. Tan sólo vive elsegundo, disfruta el minuto.

Y sobre todo olvida lasobligaciones: son un círculovicioso. Si entras en su rueda,siempre habrá obligaciones.Siempre.

Y si vives con sus normas, tu

ciudad te impedirá ver tu alma.Esos edificios altos fueronpuestos allí para no dejarte vernada más excepto otros edificiosgigantescos.

Y recuerda que cuandoexpliques esta teoría sobre lalibertad, sobre no tenerobligaciones, todo el mundo tedirá: «Si todos lo hiciéramos, sitodos fuéramos libres de elegir,de obligaciones, de deseos…¿Qué sería de este mundo?».

Tú sólo respóndeles: «Yhaciendo todo lo que se suponeque debemos hacer… ¿Qué es de

este mundo?».El problema no es que sólo

usemos el diez por ciento denuestro cerebro, sino que noutilizamos ni el dos por ciento delas emociones de nuestrocorazón.

Cuando hizo aquel discurso,aquel hombre no parecía triste oapesadumbrado. Hablaba como sisupiera lo que decía, como siresumiera parte de sus errores. Ysi algo es de verdad, se puedeaceptar aunque no estés deacuerdo con el concepto o laconstrucción.

Murió y el grito de dolor merecordó el final del aria «Elucevan le stelle».

Aquel «Addio a la vita» deTosca:

E non ho amatomai tanto la vita,

tanto la vita!Ahora le comprendía, yo

tampoco la he amado nunca tantocomo ahora que la perdía. Y no sépor qué; el mundo me ha quitadotantas cosas, que aún no entendíapor qué luchaba tanto para seguiren él.

Pero el viaje hacia mi final o

hacia mi inicio había empezado.Viajaría hacia mi muerte.

Y allí estaba, en aquel avión, a nosé cuántos metros de altitud y auna velocidad de locura; supe queera el momento de ircontracorriente.

Sólo al embarcar me di cuentadel enfado que tenía pordesaparecer de este mundo, portodo lo que me estaba pasando,por lo bien que pretendíallevarlo.

Y es que uno tiene una vidaque lo arrastra, que lo lleva, que

lo mueve, como una marea que esimposible de controlar.

Y al final uno ya no actúaconscientemente. Ese oleaje vitalte transporta en volandas. Y asíme sentía. Ese avión no dejaba deser una metáfora de quien era. Medirigía a velocidad de vértigohacia un destino mientras yo, enrealidad, permanecía totalmentequieto, a punto de desaparecer.

Miraba a mis compañeros devuelo. «Compañeros», porllamarles de alguna forma, ya queninguno se comunicaba con otrapersona de la que no hubiera

venido acompañado. Nadierompía esa dinámica a no ser quenecesitara el apoyabrazos, ir allavabo o llegar hasta a su asiento.

En ocasiones ni tan sóloutilizaban las palabras «¿mepermites salir?». Se lasahorraban, un ruido gutural erasuficiente para indicar suintención. Aunque yo no le dabamucho valor, porque el código decomportamiento con otros sereshumanos nace de tus miedos, detus deseos y de tu moral. Tan sólonos disfrazamos con ropajes,peinados, olores y miradas.

Sí, miradas; la mayoría sonfalsas, no son el reflejo del almani de los miedos de la personaque los contiene.

Sé que estos pensamientoseran fruto del inicio de mi nuevavida y el final de la antigua. Notemía nada, sentía que si lo hacíabien, si seguía esa senda, elUniverso me recompensaría.

Una voz dentro de mí merecordaba aquellas palabras demi primer compañero dehabitación:

¿No estás harto de tener

miedo?¿De temer las

consecuencias de tusactos?

Decidí que se había acabadotemer, huir de mi destino, jugarcon reglas que ni yo mismo mehabía impuesto.

Miré el mundo desde la alturaestratosférica del avión, pensé lomás alto que el volumen de misdecibelios internos me permitió ychillé:

NO ME GUSTÁIS

NO ME GUSTANVUESTROS CÓDIGOS

NO ME GUSTA LAFORMA COMO

EDUCÁISNO ME GUSTA CÓMONOS OBLIGÁIS A SERNO ME GUSTA EN LOQUE NOS CONVERTÍS

Nadie se inmutó dentro delavión. Creo que los pensamientosinternos deberían tener altavocesdiferentes a la propia garganta.

Me pregunto por qué la

gente viaja.Me pregunto por qué van

hacia otros sitios.¿Qué les motiva?

¿Trabajo? ¿Amor?¿Descanso?

No hay duda de que si lespreguntara, obtendría miedos.Nos movemos por miedo a perdernuestro lugar en el mundo.

¿Cuánto necesitamosrealmente para vivir? No cuántodinero, sino ¿cuánto amor, cuántosexo o cuántos deseos?

Y fue entonces cuando

recordé que aquella noche habíatenido un sueño erótico. Diría quehacía meses que no tenía uno tanbueno y es que normalmente erancuerpos desnudos y trozos depiel. Pero éste era diferente.

Todo se resumía en un giroalrededor de otro cuerpo y unbeso extraño.

El beso se produjo justocuando la enfermera medespertaba. No recordaba nadamás. Absolutamente nada más.

Tuve la sensación de que eraalguien del pasado o del futuroque venía a advertirme sobre la

mecha que iba a encender.Y es que ahora notaba que si

lo hacía bien, podía controlarlotodo. Sentía que había parado lamarea, que estaba nuevamente enla superficie y que me habíalibrado del lastre.

Era una sensación falsaporque aún tenía muchas unionescon mis miedos.

Nunca he escrito un poema ninunca los he comprendido, peroahora necesitaba hacerlo.

«Veinte minutos para elaterrizaje, tripulación», dijo elcomandante.

Siempre me ha parecidocurioso ese mensaje en clavehacia su equipo que es escuchadopor todos.

Escribí el poema sobre elprimer papel que encontré.

DESPIERTO,NO LO DESEO.

SUEÑO,NO LO CONTROLO.

AMO,NO A QUIEN YO

QUIERO.

FOLLO,

NO COMO MEGUSTARÍA.

PIENSO,EN COSAS SIN

VALOR.

TRABAJO,Y SÓLO ME DAN

DINERO.

ENVEJEZCO,A RITMO LOCO.

ADORO:A TODO AQUEL

QUE NO CONJUGANINGUNO DE

ESTOS VERBOS.

DESPIERTO Y NOLO DESEO.

Acabé el poema y me dicuenta de que ella me miraba.Aquella chica que rondaba laveintena me observaba desde lafila dos con la cabeza vuelta,como si hubiera escuchado aquelpensamiento interno que rimaba.Era imposible, los pensamientosnadie puede absorberlos,notarlos, sentirlos…

Movió los labios, no habló ynoté que pronunciaba el final demi poema:

«Despierto y no lodeseo».

Añadió unas palabras másutilizando aquel sistema decomunicación:

«¿Por qué no lo deseas?».

Sentí un escalofrío, no sabíaqué responder.

El avión descendió y sonó unade esas canciones absurdas queponen para minimizar el miedo delos pasajeros.

Once filas nos separaban.

Diez segundos para tocartierra.

No sé si lo deseaba.El avión comenzó a oler a

colonia. Los pasajeros, como lasvisitas hospitalarias, deseabanenmascarar su olor de viaje.Enmascarar quiénes eran, quéposeían, de qué carecían.

Ella seguía observándome.¿Qué haría cuando aterrizara

el avión? ¿Hablaría? ¿Melimitaría a mirarla? ¿Le contaríami destino?

Un golpe sacudió el avión.Cuanto más temía, más

temblaba el avión. Parecía queera un reflejo de mis miedos, unaltavoz de mi incertidumbre.

Y tomamos tierra. Perocuando volví a mirarla, ella ya nome observaba ni yo podíaencontrarla, era como si hubieradesaparecido entre el pasaje.

Sonaron leves aplausospremiando el trabajo del piloto.Parecía que ovacionaban elfracaso de mi imaginación o eléxito de mi deseo frustrado.

Observé aquel poema escritocon mala letra en aquella bolsapara vómitos.

No podía dejar de mirar aquelverso final que resumía todo loque yo era. ¿Cuándo mepermitiría dejar de serlo?

DESPIERTO Y NO LODESEO.

Desembarqué del avión y me dicuenta de que ninguno de aquellosrostros volvería a serme familiar.Los observé como quien sedespide de posibles experienciasperdidas. La busqué a ella,ansioso por que realmenteexistiera, pero no estaba.

A la salida del aeropuerto, allado de la carretera, vi mi nombreen un cartel donde tambiénaparecían las palabras GRAND HOTEL.

Lo sujetaba un chaval de unosdiez años que estaba al lado de undescapotable amarillo en cuyosasientos traseros había un perro.Aquella imagen era la másabsurda que había visto entiempo, entre lúgubre y fresca.

Al ver que me acercaba a suletrero me abrazó. Olía a playa ya bronceador.

Se sentó en el asiento delconductor. Yo en el del copiloto,el perro me olió, me di cuenta deque le faltaba un trozo de oreja.El niño puso en marcha el coche.Dos calles más tarde, al encarar

una especie de autopista, aceleróhasta los 180 kilómetros por hora.

Encendió la radio y sonó «Tuvuò fà l’americano» a todovolumen. Sentí que aquellacasualidad podía significar algo;la misma canción a mi marcha y ami llegada. Dediqué sólo dossegundos a buscar el sentido,pero sucumbí, no tenía tiempopara descubrirlo.

El niño siguió acelerando. Ibaal ritmo de «Tu vuò fà». Si lamúsica centelleaba, él apretaba elacelerador.

Su bronceado era perfecto.

No sabía si era un paciente, elfamiliar de un médico o alguiende la organización. Losbronceados perfectos puedenocultar cualquier enfermedad, pormortal que sea.

De repente llegamos a unpuerto, el chico aparcó el cochesobre un pequeño trasbordador yvi que nos dirigíamos hacia otraisla. Me sorprendió, pensaba queaquel primer lugar era ya nuestrodestino.

Él siguió con la música y elmotor encendido durante todo eltrayecto, que duró unos catorce

minutos, y parecía que fuera aacelerar en cualquier momento.

El nuestro era el único cocheen aquel barco.

El hombre que lo pilotabaestaba lejos de nosotros, comotemeroso de que le pudiéramoscontagiar algo. El niño de vez encuando le miraba desafiante y elperro le lanzaba cortos ladridos.Su pavor me recordaba al delmensajero del hospital. Era lasegunda casualidad, pero no le dimucha importancia. Tan sólodeseaba llegar a mi destino.

Atracamos en esa segunda

isla. Era mucho más bella que laanterior, tenía una luzcautivadora. Él volvió a acelerar,su conducción seguía siendoidéntica.

—¿Vamos lejos? —pregunté,pues necesitaba saberlo.

Aquella carretera estabaflanqueada por dunas que parecíaque ardían bajo un intenso sol.Detrás de ellas, el mar.

—Lejos, cerca. Qué importa—me respondió el niño.

Reía tras cada frase y susonrisa era de ardilla. Los dosdientes delanteros medio partidos

le daban un aspecto inofensivo.—¿Te estás muriendo? —

Decidí ser directo.Su conducción pareció

frenarse pero en lugar de esoaceleró.

—Sí…, pero con clase, comoves —me replicó.

No añadió nada más hasta quede repente el coche se ahogó y enunos segundos se quedótotalmente parado. Bajamos. Elperro se puso muy cerca del niño,le protegía.

El aire caliente mezclado conla arena de las dunas me despertó

de repente. Sentí los casi cuarentagrados en mi rostro; aquellabofetada de calor fue como haberllegado al infierno. Sentí que meiba a morir, si no fuera porque yalo estaba haciendo.

El niño se puso a toquetear elmotor del coche, pero no logrónada.

Me senté en cuclillas en plenacarretera. No parecía que fuera aaparecer nadie más. El cochehabía muerto, al igual quenosotros lo haríamos en pocosdías.

—El coche ha muerto como…

—empezó a decir el niño.Le corté antes de que

terminara la frase.—Lo sé.Su ironía y la mía eran

semejantes, supongo que lopropiciaba la situación.

—Plan B —dijo el niño.Silbó fuerte hacia las dunas,

sonaba tan estúpido. No saldríaun mecánico de allí. Volvió asilbar una segunda vez y despuésuna tercera. De repenteaparecieron un par de camellosque se dirigían directamente hacianosotros.

Supuse que el plan B erasubirse en aquellos animales yque nos llevasen hasta nuestraúltima morada. Sentí miedo, puesnunca había subido a lomos deningún bicho; ni caballos ni asnosni nada parecido. Tenía respetopor aquellas moles.

—Son dromedarios —dijo elniño como si hubiera escuchadomis pensamientos.

—Me da igual lo que sean.No creo que pueda subirme —respondí.

Él ignoró mis palabras y sesubió como un rayo. No sé cómo

lo logró porque parecíademasiado bajo para impulsarseo para escalar. Yo me resistía amontarme en el mío.

—¿Por qué no lo intentas?¿Qué crees que te pasará? ¿Temorirás? —me dijo entre risas—.Además, es la única solución.

Su humor era odioso, perotenía razón.

Decidí probarlo. Me subí deun salto, con tan mala suerte que,debido a tanto impulso, caí en elotro lado del dromedario. Elbicho emitió una risa, el niño leacompañó al unísono y su perro

me pareció que aulló.—Menos impulso.—Lo sé.Lo intenté una segunda vez

con más acierto.Comenzamos a trotar, o como

se llamara lo que se hacía sobrelos dromedarios. Me sentíainseguro pero hice lo posiblepara que el animal no lo notara.

Nos dirigimos hacia elinterior de las dunas. El perro nosseguía. Me sentía cansado.Demasiados medios de transportepara llegar a mi último destino:avión, coche, barco y, finalmente,

dromedario.Las dunas serpenteaban y el

cuerpo del animal se me clavabaen mis partes bajas.

A los pocos minutos diviséuna edificación: supuse que era elGrand Hotel.

Miraba aquello sabiendo queno saldría de allí. No sentí miedo,ni angustia, tan sólo un extrañovacío.

De repente, el niño comenzó autilizar la joroba del dromedariocomo si fuera una batería yempezó a cantar «Perfect Day»de Lou Reed pero con un ritmo

más pachanguero.

Just a perfect day;you make me forget

myself.

No lo hacía mal: entonababastante. No deseaba seguirle, ymucho menos acompañarleutilizando a aquel animal comoinstrumento de percusión. Pero lamúsica siempre ha podidoconmigo y, además, aquel chavalcon sonrisa de ardilla tenía algoque hacía que se rompiese miespíritu.

—¡¿A qué esperas?! ¡El tuyotambién desea sonar! —dijoseñalando a mi dromedario.

Dudé unos segundos, peroestaba tan cansado que finalmentedecidí que ya era hora de dejarmellevar. Y comencé a «tocar»musicalmente a aquel bicho y laverdad es que sonaba genial.

Y fue como si el trote, elviento y el mundo entero sonaranal ritmo de aquella canción.

Me sentía victorioso,inmortal.

Cantar «Perfect Day» enaquel día tan loco y equivocado

era casi sanador. Siempre hepensado que esa canción esdemasiado triste pero la maneraen que la estábamos destrozandola había dotado de una felicidadenigmática.

Con los últimos acordesllegamos justo delante de nuestrodestino: un gigantesco faro conpequeñas edificaciones alrededorde él. El blanco de los edificioscontrastaba con el negro de latierra que lo rodeaba.

Me quedé ensimismadomirando aquel lugar. El niño bajódel dromedario tan rápido como

había subido en él.El tono de su voz cambió de

repente, como si se convirtiera enotro personaje o fueseprotagonista de otra función.

—¡Bienvenido! Soy elencargado de ponerte al día detodo. No hay mucho que ver perome encantará enseñártelo. ¿Te hagustado el paseo?

De repente se puso a reír,justo en el mismo instante en queel descapotable amarillo llegabaa los pies del faro. Lo conducíauna chica que rondaba losdiecisiete.

Me di cuenta de que todoaquel paseo en aquellos bichosera una especie de novatada. Mirostro debió de virar hacia elenfado porque él dejó de reír.

—No te cabrees. Siempre esmejor llegar de manera diferentepara que todo sea más épico. Teenseñaré dónde vivirás; sígueme.

El niño corrió hacia el faro.El perro le siguió. Saludé a lachica, pero ella no me respondió,sino que me lanzó una mirada deodio.

—Es más nocturna que diurna—comentó el niño.

Entramos en el faro. Habíauna enorme escalera de caracolde madera desde las que podíasdivisar varias plantas. Subimos ala primera, donde había tan sóloun camastro.

—Esto va por orden dellegada: así que tú duermes en laparte más baja; encima de tiestamos yo, la chica cabreada ydos más que conocerás más tarde—dijo finalizando todo sudiscurso—. Voy a tomar el sol,nos vemos luego. Cualquiercosa…

—¿Los médicos? —pregunté.

—No hay —dijo riendo.Salió. Le seguí, no le dejé

marchar, pues necesitaba másdatos.

—Y los demás ¿dónde viven?—No hay demás; en total

somos diez en esta isla. Esto esexclusivo y único. La lástima esque para poder estar aquí has deestar muriéndote. What a pity! —añadió con un acento inglésbastante divertido.

—Pero sólo me has habladode cuatro… —repliqué.

—Perdimos a unos cuantos ytenemos a otro aún

recuperándose. —Hizo una pausa,parecía que se iba a extendersobre esto, pero no lo hizo—.Nos vemos esta noche a la horade cenar.

Se marchó. El perro me miróunos instantes, pero enseguida lesiguió. Yo no sabía qué hacer.Miraba aquel maravilloso lugar yme entraban ganas de visitarlo,pero sólo podía pensar en dormir.

Vi que la chica misteriosaestaba sentada en la arena justodelante de una pequeña cala allado del faro. Su mirada de odiome intrigaba. Me acerqué.

Me di cuenta de que llevabatapado uno de los ojos con unesparadrapo donde habíaimpresos unos aviones dandovueltas en círculos. Supuse quetenía un ojo vago. Las gafasazules que llevaba ocultabanaquella extraña tirita.

Vi que delante de ella habíaun pequeño tablero de ajedrezcon una partida empezada. Nodejaba de observarlo.

No parecía enferma; mepregunté qué debía tener. Ésasiempre era la duda cuandosabías que alguien se moría,

jamás lo parecía. Yo tampocotenía pinta de moribundo y muchagente me lo había dicho. Nuncasabía si me lo decían comohalago o como recriminación.

Ella se dio cuenta de mipresencia. Se giró y me gritó:

—¡No quiero nada contigo!Que te quede bien claro. Da igualque nos muramos. No seré lachica que rompa tu virginidad nininguna mierda parecida. No mecaes ni me caerás bien. No mepidas compasión, no te la daré.Busca a Niño para esas cosas:siempre tendrá una frase de ánimo

para ti y una carcajada. Deberíahaber un cartel que pusiera: NONOS TRAIGAS TU MIERDA, YATENEMOS SUFICIENTE CON LANUESTRA. ¿Entendido?

Se fue por la orilla con sutablero. No dije nada; decidí quenecesitaba dormir. Pero antes devolver al faro observé que en laparte de detrás había un enormeárbol del que colgaba un balancínque estaba totalmente integradoen él, daba la impresión de estarhecho con las propias ramas. Enel columpio parecía que habíaalguien que se balanceaba.

Fui hacia allí, teníacuriosidad. Mientras meacercaba, me di cuenta de quesobre el columpio había un chicode unos catorce años. Sebalanceaba pero yo no entendíacómo podía aguantarse porque notenía extremidades: sus brazos ypiernas no existían. Me quedéhelado. No supe qué decir. Él rio.

—¡Tétrico!, ¿eh? No pasanada. Es menos jodido de lo queparece.

Se bajó del columpio de unsalto. Me miró, no supe cómodebía saludarle. Me acerqué para

darle un beso y él me lamió lamejilla.

—Toca el muñón de mi brazoizquierdo, con eso vale —dijoriendo—. Es fácil. Sólo has derecordar que cada parterepresenta todo lo que locontiene.

Lo hice. Aquel muñón erasuave, me sorprendió.

—¿Cuánto te han dado?No esperaba aquella cuestión

tan directa. Me costó responder,era la primera vez que me lopreguntaban.

—Tres días.

—No está mal; quién lospillara.

No supe si aquello era ironíao realmente a él le quedabamenos.

—¿Qué te parece el lugar?¿Te gusta?

—Me imaginaba algo más…—¿Hospitalario? —dijo

interrumpiéndome— Ya. No esmuy convencional, pero seagradece. Estamos casi muertos yeste lugar te hace sentir vivo.

No dije más. Aquel troncohumano tampoco añadió nada ydecidió marcharse.

—¿Qué le pasa a la chicacabreada? —indagué.

Pensé que no me había oídopero de repente aquel Tronco sedio la vuelta y me miró como siesperara la pregunta.

—Para que llegue alguiennuevo es porque perdemos aalguien viejo. —Hizo una pausa—. Su novio nos dejó ayer, yellos habían vivido una historiaincreíble de amor y sexo que ni tepuedes imaginar.

»Además, compartían laafición de jugar al ajedrez. Esapartida que lleva consigo es la

que jamás acabaron. Imagínate.Hizo otra pausa y me lo

aclaró más.—Tú eres el cabrón que ha

ocupado su lugar. Así que, comopuedes imaginar, te odiará hastaque se muera. Lo bueno es que noos queda mucho a ninguno de losdos, no será una ira eterna.

»Yo también fui odiado poruno de esos enamorados queperdió a su amor y eso que, comote puedes imaginar, me caí diezveces del dromedario.

No dije nada.—¿Te gusta pescar? ¿Vienes?

Dije que no con la cabeza.—¿No a pescar? ¿No a venir?No contesté.—Si quieres, puedes

balancearte en mi Drago. Tienecasi mil años, creo que esconsciente de nuestra cortaexistencia y nos cuida porque ledamos un poco de pena. Notarásun placer extraño al balancearte,para él somos un suspiro.Disfrútalo.

Tronco marchó. Miré aquelimponente Drago; no creía todo loque me había contado Tronco,pero el pulmón me dolía. Si

hubiera estado en el hospital,hubiera llamado al médico. Aquí,sin medicamentos, decidí que tansólo me restaba balancearme enaquel árbol.

Y no sé si fue el cansancio, elpoder del Drago o la extrañamezcla entre amabilidad yhostilidad de los huéspedes deaquel hotel, pero en pocossegundos me quedé plácidamentedormido.

Desperté e increíblementetodavía me mecía sobre aquelDrago, no me había caído. Era denoche y tenía hambre. No sé nicuántas horas había dormido.

Entré en el faro, pero noencontré a nadie, ni rastro de lachica, ni de Niño, ni de Tronco.La escalera de caracol meimpresionaba y no sé por qué nopude subir más arriba de miplanta.

De repente, escuché un ruido

fuera y aquello fue suficiente parasalir. En el suelo, junto a lapuerta, descubrí un papel debajode una enorme piedra. Supuse quealguien la acababa de poner, puesera extraño que no la hubieravisto al entrar en el faro, aunquecon el jet lag que arrastraba todoera posible.

La nota decía:

Ve tan al norte como puedas;allí te esperamos. ¿Dónde está elnorte? La piedra te lo marca. Sete enfría la cena, no tardes.

Bajé la vista y, realmente, la

forma de la piedra me indicabauna dirección clara.

No sabía si aquello era otranovatada, pero el hambre me hizopartir en aquella dirección.

Caminé unos buenos quinceminutos y, cuando ya estaba apunto de darme por vencido, losvi.

Estaban en una pequeña calarodeada de una montaña en laparte más baja de la costa.

Niño estaba a punto delanzarse al agua desde untrampolín, el perro le observabajusto desde abajo. Se notaba que

no dejaba de protegerle. Me gustóesa imagen, rozó algo dentro demí.

Aquel lugar era realmentehermoso. Olía a brasa y habíadistribuidas unas luces deverbena por todo su contorno.

Bajé por la colina. Justodetrás de la cala se levantaba unamontaña inmensa. El lugar eraextraño y en él convivíanextraños binomios de lanaturaleza, supongo que al igualque los humanos que lahabitábamos.

Niño vino a recibirme

corriendo. La chica enfadadaestaba cerca del mar. Tronco yalguien a quien no conocíaestaban preparando la comida enunas peculiares barbacoas.

Sentí que aquella fiesta meabrumaba, no me imaginaba quemi llegada les daría tanto trabajo.Me sentí halagado: nadie mehabía preparado jamás unabienvenida de esascaracterísticas.

La gigantesca mesa principalestaba perfectamente decorada yjusto en medio había un increíblecentro con pétalos de flores.

Niño llegó corriendo hasta míantes de que pudiera bajar toda lacolina.

—Aquí comemos y cenamos.Nunca hay tanta parafernalia,pero hoy estamos de celebración.¿Tienes hambre?

—Un poco.—Genial. Venga, te

presentaré a los que no conoces.Niño desprendía felicidad.

Pero dudaba si le caía bienporque era su obligación oporque realmente habíamosempatizado.

Fuimos directamente a las

barbacoas, donde había unmontón de carne cogiendo color.Era curioso ver a Tronco girar lasparrillas con sus pequeñosmuñones. Lo hacía con unaprecisión fascinante.

De repente vi que no habíafogones, que todo aquel calorprovenía de la propia tierra y fueentonces cuando me di cuenta deque aquella extraña montaña enrealidad era un pequeño volcáninactivo pero suficientemente enforma para poder asar todaaquella carne.

—Impresionante, ¿verdad? —

dijo Niño, nuevamenteadelantándose.

No supe qué decir, la bellezade aquel lugar me abrumaba. Mepresentó a la chica que noconocía: era una mujer que nostriplicaba la edad. Me quedésorprendido, pensaba que aquellugar era tan sólo para gentejoven.

Creo que ella detectó en mirostro la sorpresa.

—Sólo tengo once años,guapo. —Su voz sonaba infantil—. Mi cuerpo lo olvidó y hatriplicado mi edad.

Tenía luz. No supe qué decir;creo que hasta me sonrojé.Tronco y Niño rieron.

—Tiene catorce años, pero sequita años para hacerlo todo másmelodramático —matizó Tronco.

Ella le empujó con la pierna ylo tiró al suelo.

—Largo de mi cocina, guapo,ahora ya tengo otro ayudante.

Tronco ladró desde el suelo yella rio. Tenían un extraño rollode amor-odio. Niño se fue conTronco, gateando y ladrandomientras se alejaban. El perro seunió a ellos.

Me di cuenta de que aquellachica hacía lo mismo que aquelenfermero que nos llevaba de unlugar a otro en el hospital.Siempre nos llamaba «guapo» atodos y realmente te hacía sentirque lo eras. A veces todo esmucho más simple peropreferimos complicarlo.

Me quedé sin saber si debíaayudar, como había visto hacer aTronco, o sólo observar. El olorde la carne era realmenteincreíble o quizá mi apetito loacentuaba.

—Les encanta hacer teatro,

pero te acostumbrarás —dijo,tendiéndome un bol y un pincelpara que barnizara las carnes consalsa—. Vigila, guapo, no pongasla mano justo en el centro delagujero o te quedarás sin ella. Elvolcán nos respeta siempre ycuando seamos cuidadosos.

Todos hablaban de aquellanaturaleza como si realmenteconociera nuestro secreto. Fuipintando las carnes como sillevara toda la vida haciéndolo,aunque era la primera vez.

—Yo llegué tan sólo hace dosdías; está bien este lugar. Hay un

par de normas que has de seguir,pero el resto del día puedes ir ala tuya.

—¿Normas? —Mesorprendió que aquel lugarcaótico tuviera alguna regla.

—Sí, como lo de hoy.—¿Mi bienvenida?Rio y explicó mi comentario a

los demás.—¡Cree que celebramos su

bienvenida!Todos rieron, incluso la chica

enfadada. No entendí por qué lohizo, no fue agradable, pero quizárealmente era tan sólo una niña.

Me miró como quien sabealgo que debe compartir. Bajó lavoz, casi me lo susurró.

—No celebramos tubienvenida, sino la despedida delúltimo.

De repente se acercó a mí ynoté cómo miraba mi corazón.Era extraño.

—Te late muy fuerte —dijo—. Al crecer tan rápido, losescucho latir. Creo que es elproblema del mundo, sonamosmuy bajo y algunos piensan que niexistimos. Tú lates bien, guapo.

No me dijo nada más. Noté

que el calor del volcán aumentabay disminuía, como unarespiración, o quizá eran suslatidos.

Cuando las carnes estuvieronen su punto, nos sentamos enaquella enorme mesa.

Nadie habló, tan sólodevoramos la comida. Sabíadiferente a la típica carne asada,era como si fuera más deliciosa,cocinada intensamente.

Todos comían con los dedos yyo me uní a ellos. Allí dondefueres…

Cuando terminamos de

devorar la carne, todos nosdirigimos hacia unos enormesagujeros que había cerca delvolcán desde los que salíanpequeños géiseres de gas y fuego.Daban un calor extraño que teacogía y su altura variaba segúnla respiración de aquel volcán.

Nos sentamos en círculoalrededor del agujero más grande,que parecía inactivo.

La chica enfadada trajo elcentro de pétalos y fue cuando medi cuenta de que lo importante eralo que había debajo de ellos.

Y es que debajo de los

pétalos había cenizas. Cada unode ellos cogió un puñado. Yo mequedé quieto.

La respiración del resto delos géiseres alcanzó su altitudmáxima en ese momento.

—¿Quién quiere empezar? —dijo la chica joven que parecíamayor.

Niño levantó el puño y sehizo un silencio. Buscó laspalabras cuidadosamente.

—Me quedo… con tu alegría.Tronco se unió levantando

ambos muñones, que estabanentrecruzados sosteniendo las

cenizas que podía.—Me quedo… con tu verdad,

adoraba tu verdad.La chica joven que parecía

mayor fue la siguiente, se lopensó mucho. Comenzó muchasveces a hablar pero después searrepentía.

—Guapo, me quedo con tuvalentía en el último momento.

La chica cabreada fue laúltima en repartirse la vida deaquel chico al que yo no habíaconocido. Sonrió por primera vezy dijo:

Me quedo con tuamor,

tu energía,tu ilusión,y tu forma de

desearme.

Seguidamente tiraron lascenizas a aquel enorme agujero.La chica joven que parecía mayorañadió pinturas de diferentescolores que tenían alrededor enunos botes. Puso mucho rojo yamarillo. Niño añadió un poco denaranja y Tronco algo de azul,muy poco.

Esperamos unos segundos y,al cabo de casi treinta, explotó elgéiser. Las cenizas y parte de lavida de aquel chico iluminaron elcielo como si fuera un grancastillo de fuegos artificiales. Laimagen era impresionante.

Aquellas cenizas, aquelcohete de colores poco a pocodescendió e impregnó parte de lasparedes de aquel volcán,uniéndose a la naturaleza. Lachica cabreada lloró mucho.

Cuando el extrañoespectáculo acabó, todos memiraron y casi al unísono me

dijeron:—Bienvenido.Fue como si comenzara a

existir a partir de aquel instante,como si la marcha del otro mediera presencia.

No supe qué responder a subienvenida. Volvieron a sentarsetodos, esta vez cerca del mar, enunas pequeñas rocas de diferentesalturas. Cada uno tenía la suyaasignada y yo escogí la mía.Formábamos parte de aquelpaisaje.

Decidí presentarme.—Gracias por el

recibimiento. Me llamo…Niño me interrumpió.—Tenemos pocas normas.

Una de ellas es que los nombrespertenecen a la otra vida, la queno nos desea.

»Es por ello que, a no ser quetú, como líder de tu grupo,decidas otra cosa, yo teaconsejaría no decirnos tunombre hasta que tomes unadecisión sobre este tema.

No le comprendía. Era comosi no perteneciese del todo a sugrupo, como si fuera el líder deotra gente, no entendía de quéotras personas me hablaba. Allíno había nadie más.

La chica joven que parecía

mayor intervino para echarme uncable.

—Cada grupo lo forman diezpersonas; yo fui la última denuestra generación. Tú hasllegado para ver cómo nosotrosdesaparecemos. Y cuando elúltimo de los nuestros marche,irán llegando, poco a poco, tusnueve. Tú marcarás sus normas,las formas de despediros, decomunicaros… ¿Lo entiendes?Nuestro líder eligió nombre depintores. Nos dejó un libro conmiles de cuadros y escogíamos elpintor que más se asemejaba a

quien éramos. Yo me llamo…Reí, pero sólo reí yo. Aquello

iba en serio.—¿Y no puedo formar parte

de vuestra generación? —No sépor qué dije eso—. Quiero decir,habéis perdido a uno… Lo quedecís no tiene mucho sentido.

La chica enfadada saltó.—Hemos perdido ya a cinco.

¿No nos escuchas? Y seguramenteperderemos pronto a nuestrolíder, que aún está luchando.

»Además, no se habla de losque se han ido. Los que se van yano están aquí.

»Nosotros no empezamosesto. Si quieres respuestas, sube aesa montaña y allí verás lacantidad de generaciones que hahabido. Están las lápidas de losque decidieron no serincinerados.

»Esto lleva años, pero lo queno cambia es que los que se vanse han ido libres, no necesitanque les retengamos hablando deellos.

La chica enfadada se marchó.El resto se quedó en silencio.Niño lo rompió.

—Hoy es difícil para ella;

mañana será diferente. Es másdiurna que nocturna —dijo,contradiciéndose.

Les miré, nadie me habíahablado de todo aquello, ni tansiquiera de que sería líder dealgo.

Venía a morir, era sencillo.—No sé si encajo. —Decidí

ser honesto.Tronco rio.—Te mueres, por lo tanto,

encajas. Además, ningunageneración supera los cinco oseis días. Esto es rápido, no seráslíder durante mucho tiempo. Si

realmente quieres respuestas, vemás allá de las lápidas, justo enla cabecera del volcán. Allí estáel que creó esto, te ayudará adecidirte. Todos, tarde otemprano, hemos acabadosubiendo hasta allí.

Miré aquel volcán, erabastante alto. No sé si podría odeseaba escalarlo.

—Creía que el Grand Hotelera otra cosa. Me había hechootra idea.

Todos rieron. No locomprendí. La chica joven queparecía mayor volvió a ayudarme.

—Esto no es el Grand Hotel.Es aquello…

Señaló algo en medio del mar.Tronco continuó:

—Estamos aquí antes de irallí. —Volvió a señalar en lamisma dirección—. Aquella islaque ahora no se ve es el GrandHotel, allí te llevan cuando ya nohay nada más que hacer.

Niño fue el último en unirse ala explicación.

—Esto de aquí es vida… Allíse acaba todo.

Miré aquella negrura: no seveía absolutamente nada.

Todos sabían lo que haría.Niño lo concretó con palabras.

—Imagino que querrás verlocon tus propios ojos cuandollegue el alba. Todos lo hicimos.Tan sólo es el Grand Hotel. Quedescanses. Me llamo Kandinsky yél Van Gogh —dijo señalando asu perro desorejado.

Todos comenzaron a irse.Tronco me dio una collejacariñosa con uno de sus muñonesantes de marcharse.

—Yo soy Picasso. Es sólouna isla, no te imagines nada más.

La chica que parecía mayor

me dio un beso fraternal con elque me recordó a la criatura quellevaba dentro.

—Gauguin. «Sólo es feliz elque es libre, pero sólo es libre elque es lo que puede ser, es decir,lo que debe ser. Para vivir, ¿hayque perder las razones que noshacen vivir?». Eso dijo él y ésasoy yo. Y la que se ha ido es Dalí.Complicada y surrealista peroúnica y genial. Buenas noches,guapo.

Y allí me quedé, mirandoaquella negrura, esperando queamaneciera: necesitaba ver el

Grand Hotel.

Y allí esperé hasta que el albailuminó aquella isla que estabajusto enfrente de la nuestra. Eraincreíble porque era una isla muypequeña: se divisaba todo elcontorno desde la nuestra, comosi estuviera tan sólo dibujada.

Sólo se veía una construccióncircular justo en medio de la isla.El resto estaba totalmentedesolado, pero lleno de unaenergía difícil de explicar. Nohabía duda de que aquello era el

Grand Hotel.Noté una leve respiración

detrás de mí: era Tronco. Habíallegado sin hacer ruido. Meobservaba con respeto, comoquien sabe qué significa lo queestá viendo. Había pensado queera el menos empático de todos,pero a veces el que menos loaparenta es quien lo es más.

Miré aquel volcán que tenía amis espaldas y decidí subir:necesitaba respuestas. Deseabahablar con quien estuviera allí.

Me encaminé hacia allí yTronco me siguió. Creí que no

podría escalar pero su habilidadcon los muñones era increíble.

Mantenía las distancias,supongo que olía mi enfado.Cuando llevábamos una horaescalando, llegamos a las lápidasde las que me habían hablado.

Había cientos y todas estabanagrupadas en decenas. Algunastenían pinta de llevar allí muchosaños. Era como ver períodos osiglos de muerte: generaciones dechicos y chicas que habíanllegado a esta isla para dejar elmundo. Sentía extrañeza ante esastumbas.

Era como ver conexiones dedesconocidos en un pequeñoinstante de su historia. No sabíacómo digerirlo.

Tronco miraba todo comoquien asiste a hechos yaconocidos. Se sentó sobre unalápida. Era una imagen extraña,casi surrealista. Murmuró algoque ya le había escuchado.

—Aquí la vida es corta: todopasa en cinco días. Unageneración nace, otra se pierde.Padre te espera arriba. Vamos —añadió.

—¿Padre? —No quise saber

por qué le habían puesto esenombre, prefería preguntárselo aél directamente—. ¿Alguien hadecidido no seguir aquí? ¿Alguienha decidido volver? —leconsulté.

—¿Volver adónde?—Volver a la vida.—¿Al esclavismo?No seguí preguntando por el

esclavismo, no deseaba que nadiefilosofase sobre el tema.

—¿Cuánto llevas aquí? —lepregunté. Me había quedado laduda desde que estuvimos en elDrago.

—Cuatro días. Se suponíaque, como máximo, me quedabauno; soy un tipo suertudo —respondió sin inmutarse.

No dije nada. Esperaba quellevase más tiempo.

—No pasa nada —continuó—. Hace tres días habría sufridoy no me hubieran salido laspalabras. Ahora siento que hevivido más en estos cuatro díasque en catorce años.

Me senté bajo la sombra deuna gigantesca lápida. El solcomenzaba a calentar todo aquellugar, o quizá era la propia tierra

de ese volcán inactivo.—¿Tus padres? —indagué.—Murieron cuando tenía

cinco años. ¿Los tuyos?Decidí mentirle.—Hace diez, en un accidente

de tráfico.—Todos los que estamos aquí

tenemos la muerte esparcida.Nos quedamos en silencio. Yo

tan sólo le daba conversaciónpara intentar recobrar el aliento.Vi que la lápida que me cobijabatenía un nombre de filósofo, aligual que las ocho que larodeaban. Supuse que la que

estaba en el centro era la dellíder: en este caso se llamabaPlatón.

—¿Cómo se llamaba vuestrolíder? Debe de tener el nombre depintor más famoso, ¿no?

—No… No es así… Se llamaMatisse. Y nuestro líder aún estávivo.

—¿Matisse? ¿Por qué?—Decía que Matisse dijo una

vez que tenías que ser siempre unniño y un adulto. Un niño queimagina y un adulto que saca lasfuerzas para sacar esos sueñosadelante. Así es él: un niño y un

adulto. Un gran líder.—¿Cómo es que no ha muerto

si se fue hace tiempo?—Los líderes siempre

aguantan hasta el final.Supe que aquella afirmación

iba dirigida a mí. Decidícontinuar. Casi tardamos doshoras más en llegar hasta la cimade aquel volcán. Arriba del todohabía una choza integrada. Eracomo si hubiesen aprovechado lapropia forma de la montaña paracrear una especie de pequeñacueva. Era una hendiduraincreíblemente bella. Sentí que

quien había construido aquelloamaba enormemente aquel lugar.

Me dirigí hacia allí. Troncono me acompañó.

—Es tu momento —dijo casien un tono inaudible—. Intentaponer buena cara para quedarbien.

No le entendí, pero decidí noindagar sobre ello.

Al lado de aquella cuevahabía un hombre que tendría casinoventa años. Llevaba unsombrero Borsalino; mi primercompañero de habitación teníauno igual. Delante de él tenía un

bloque de lava solidificada conuna forma enorme y extraña. Memiró al llegar durante dossegundos escasos y, de repente, sepuso a esculpir lentamenteaquella lava.

Parecía que me esculpía a mí.Supuse que a eso se referíaTronco con lo de que sonriese.

—¿Tienes nombre? —mepreguntó.

Negué con la cabeza.—¿Abrumado?Asentí.—Han perdido a muchos y la

marcha de su líder al Grand Hotel

fue un duro golpe. —Se quedó ensilencio, dejó hasta de esculpir—. Quizá ahora debes convertirteen su líder también.

—No quiero ser líder denadie, sino saber quéposibilidades tengo. ¿Usted esnuestro médico?

Sonrió.—No, no soy vuestro médico.

Aquí no hay ninguno. Un médicoes quien te cura, te salva, te damás tiempo. Aquí sólo tealiviarán, te darán un finalplácido.

—No sé si quiero estar aquí.

—¿Prefieres morir en unhospital? Aquí tienes libertad.

Se produjo un nuevo silencio,roto por el sonido de la creaciónde la escultura casi giacomettianaque creaba.

—¿Por qué montó esto?—¿Por qué crees tú que lo

hice? Pareces listo.—¿Se le murió alguien?Asintió.—Sí, se me murió alguien.

¿Quién crees?—¿Un hijo?Nuevamente asintió.—¿Lo ves?, eres inteligente,

te adaptarás rápido cuandoolvides el amarre.

—¿Qué amarre?—Pensar que hay salvación,

que hay remedio, que te puedessalvar.

—Puede que la haya.—Es justo que lo pienses,

pero no te aporta luz.—Ellos me odian —me

sinceré.—Han perdido su luz y tú les

recuerdas su oscuridad.—¿Por qué mezcla dos

generaciones? No tiene sentido.—¿Tú crees que no lo tiene?

—No —afirmé seguro.Miré la estatua, tenía cierto

parecido conmigo. Era como unesquema de mi cuerpo. Parecíaque intentaba recrear mi interior,pero no estaba seguro.

—¿Nos toma fotos?—No, intento captar vuestras

dudas. Sólo hoy las puedo ver…—Nuestros miedos, querrá

decir.—No, ahora son dudas; si no

se controlan, se convierten enmiedos. Las dudas no resueltasson los miedos no aceptados.¿Tienes dudas?

Pensé; tenía tantas… Fui a lamás obvia.

—¿Y qué se hace aquí hasta iral Grand Hotel?

—Todo lo que quieras y,sobre todo, prepararte para ser ellíder de los nueve que llegarán.

—¿Por qué hace falta unlíder? Todos tienen voz.

—No, te equivocas. Ellos sonuna sinfonía, pero tú serás el tonoque marcará cómo sonarán ellos.

—¿Y por qué yo?Tardó en contestarme y,

cuando lo hizo, no le comprendí.—Busca menos y déjate

encontrar más.Acabó la estatua. Era bella,

ligera, era parte de mi alma,diría.

La cogió y la subió hasta laboca del volcán. Allí, rodeandola entrada, había casi un centenarde aquellas estatuas que conteníandudas y temores. Todas enmovimientos extraños, en accióno simplemente dudando o creandomiedos.

Me situó muy a la izquierda yallí fue dando leves golpecitos,como intentando arreglarimperfecciones en el último

momento.Aquellas esculturas parecían

habitantes silenciosos queimpedían que aquel volcándespertase.

Miró hacia el cielo comointentando escuchar algo.

—Decía Pitágoras que habíauna música cósmica producidapor los planetas al girar. Pero quedesde la Tierra no la podemosescuchar porque hemos nacido ycrecido acostumbrados a esaarmonía.

»El sonido necesita delsilencio para ser sentido. Pero

igualmente cada tono de nuestraescala musical nace delmovimiento de cada una lasesferas que nos rodea.

»A veces, cuando todo está encalma en este volcán, me da lasensación de oír un acordeproducido por un par de planetasal girar al unísono.

Ya no me dijo nada más, sólosiguió esculpiendo. Decidí irme,ya volvería si lo necesitaba, noparecía que fuera a obtener nadamás de aquel hombre.

Antes de que me fuera, Padreme tendió el Borsalino; creo que

sabía que lo deseaba. Lo cogí.—Ya me lo devolverás —

susurró sin dejar de esculpir.Me marché con el sombrero,

aunque no me lo llegué a poner.Tronco me miró mientrasdescendía, creo que lo habíaescuchado todo.

—¿Has quedado guapo?No le contesté. Descendí la

montaña todo lo rápido que pude;quería librarme de Tronco pero élme seguía a toda velocidad. Creoque tardamos la mitad de tiempoque en subirla.

Cuando llegamos a la cala,

Niño y perro nos esperaban.Tenían cara de preocupados.

—Hemos perdido a laschicas. Se las han llevado haceuna hora.

Tronco no dijo nada, tan sólose fue directo al agua y sezambulló. Niño me miró.

—Puedes dormir ahora en latercera planta del faro.

Su marcha era mi ascenso. Nisiquiera contesté. Estaba agotadoy exhausto.

Fui al faro, subí aquellaescalera de caracol hasta latercera planta y me eché sobre un

camastro que seguramente habíapertenecido a alguna de las doschicas.

Vi el tablero de ajedrez y medi cuenta de que aquellahabitación era la de la chicacabreada. La partida era casiimposible de salvar para lasblancas, un jaque difícil de evitarque se convirtiera en mate.

Quizá era ella la que debíasalirse de aquel entuerto o tal vezsu amado. Era extraño ver aquellapartida incompleta que nunca másse jugaría.

Decidí descansar. Se estaba

convirtiendo en una extrañacostumbre dormir a pleno día.

Sentí que las dudas se habíanconvertido en miedos.

Cuando desperté volvía a ser denoche. Tardé en darme cuenta dedónde estaba; suele ocurrircuando duermes en sitiosdiferentes demasiados días. Tardéen salir de la cama. Aquellahabitación no me pertenecía, teníala sensación de estar invadiendola privacidad de la chicacabreada.

No fisgué nada, jamás lohacía y eso que había convividocon decenas de personas en el

hospital. Me arrepentí de habersubido a aquella tercera planta,de haber seguido sus reglas.

No había nadie en el faro nifuera tampoco.

Imaginé que estarían enaquella cala que cenaban. Esperéque no hubiera centros conpétalos, sería una buena señal.

Tardé en llegar, me tomé concalma el paseo, disfruté delpaisaje y del lugar. Me sentía unpoco diferente, no sé si era poraquel aire que no dejaba desoplar. Algunos vientos moldeanlas personalidades.

Cuando llegué, vi desde lejosdos centros en la mesa. Sentía queestaba viviendo los últimoscoletazos de una generación.

Aquella noche había menoscomida; ya conocía el ritual. Laasamos con la ayuda del volcán ycenamos con los dedos.

Ellos hablaron de las doschicas de manera muy intensa, delo que habían significado su vida,su lucha y su valentía. Yo no dijenada, no deseaba participar.

Después de ver cómo ellasalumbraban el cielo de formaintensa, nos sentamos en la playa.

Ellos continuaron hablando de lamuerte y de cómo afrontarla.

Comencé a notar pinchazos enmi pulmón. No sabía si era mienfermedad que reclamabaatención o una especie deañoranza o jet lag de las típicasconversaciones triviales a las queestaba acostumbrado. Allí todoera demasiado intenso y lleno desentido.

Sería interesante tener elsíndrome de abstinencia de laabsurdidad del vacío.

Decidí hablar.—Yo no quiero morir —me

sinceré.—Tampoco ninguno de

nosotros —respondió Tronco.Niño se acercó a mí y me

abrazó. Me llegó su contactofísico, sentí que lo necesitaba, nohabía recibido abrazos desde quehabía sabido la noticia. Aquellacaricia la sentí cálida. Él tambiénse emocionó y tardó en hablar.Perro se alejó como sabiendo quédiría.

—Esta noche moriré yo —dijo—. Lo siento dentro de mí. Yno tengo miedo, porque con diezaños he vivido cosas muy

intensas. Los seis días que hepasado aquí han sido toda unavida.

»Quizá jamás seré el adultoen que podía haberme convertido,pero creo que los adultos jamásmantienen el niño que fueron. Talvez uno de cada millón loconserva, pero los otrosnovecientos noventa y nueve milnoventa y nueve lo entierran juntoa sus miedos. Y deberíanrecordar que no se conocen ni aellos ni a sus miedos, así quedeberían dejar de actuar como silos conociesen.

»¿Sabes cómo se sobreviveaquí? —añadió.

—No. —Sabía que debíacontestar eso.

Tronco no dijo nada.—Encontrando algo que

siempre has querido hacer yrealizarlo. Tienes dos, tres ocuatro días para perfeccionarlo.Y sentirás cuánto lo necesitabas ycómo da sentido a tu vida.

Supe qué debía preguntar.—Vosotros ¿qué

encontrasteis?Tronco no me respondió;

simplemente comenzó a caminar.

Le seguimos hasta el Drago.Se subió al Drago y fue

cuando descubrí que allí no sólose balanceaba. Había construidouna pequeña batería con trozos deaquella naturaleza.

Y se puso a tocarla, sonabaincreíblemente bien. Distinguírápidamente que interpretaba «Ilmondo».

Gira, il mondo gira,nello spazio senza

fine…

Sus muñones se movían y

giraban rápidamente en ese Dragosin fin y golpeaban zonasespecíficas creando una bandasonora absolutamente brutal.

Fue lo más increíble quehabía visto en mi vida.

Aplaudimos a rabiar. Miré aNiño: deseaba saber lo que élhabía encontrado.

A Niño le costaba decirlo.—Si quieres, te explico lo

que eligieron las chicas. Unaescuchaba corazones; raro,¿verdad? Le fascinaban loslatidos.

—Me lo contó —respondí—.

¿Y tú?—La chica cabreada

compartía con su novio la pasiónpor el ajedrez. Ellos siempredecían que el amor era como elajedrez. Que hay gente que amacon movimientos rápidos, comolos alfiles o las torres. Otrosquieren de forma extraña, comolos caballos. Y finalmente hayotros que son como peones, queno saben amar, sólo saben dar unpaso corto, pero esos puedenllegar al final del tablero yconseguir encontrar otra forma dequerer.

—Como les pasó a ellos alllegar aquí —añadió Torso desdeel Drago.

Se hizo otro silencio. Hablarde los que se fueron creaba unaatmósfera única.

Decidí insistir. Deseaba saberqué había encontrado Niño.

—¿Y tú?Niño tardó en contestar.—Crear juegos —dijo medio

sonrojado.—No, no, explícaselo bien —

dijo Torso riendo.—Siempre he creído que el

mundo sólo está hecho para jugar

—matizó Niño—. El mundo es elmayor patio que existe. Si piensasque es una clase, es cuando te hanvencido. Sólo hay que jugar, poreso creo juegos de muerte.

Rieron nuevamente. Noentendía de qué hablaban, peroera la primera vez que les veíatanta complicidad.

Niño comenzó a buscar laspalabras para explicarse mejor.

—Vamos a morir, si no, noestaríamos aquí. Y en lugar dehacerlo cuando ellos quieran,¿por qué no jugar con la muerte?

No le acababa de entender y

él se dio cuenta.—Es difícil de explicar. Para

comprenderlo tendrías que jugar.—Eso, juguemos. ¿A cuál? —

dijo Torso animándose.Se miraron ambos. Niño

subió al Drago y comenzaron asusurrarse cosas entre ellos. Seles veía eufóricos.

Mientras ellos pensaban, yomismo me interrogué sobre cuálpodría ser mi hobby, a qué podíadedicar esos días finales. Algoque me llenase, algo que mehiciera feliz. Y la verdad es queno me lo había planteado nunca y

me costaba encontrar unarespuesta.

Como os he contado, megustaba dibujar en papeles,garabatear secuencias de mi vida.Cada día hacía una, pero no erauna gran pasión, sino simplementemi diario.

—Lo tenemos —dijeron alunísono.

No hablaban de mi hobby,sino de su juego.

Pasamos por el faro a buscaruna cuerda larguísima yseguidamente me llevaron más alnorte de la cala. En una zona

espigada y elevada que acababaen un acantilado, las olaschocaban con violencia alrededorde él o quizá simplementeintentaban adorar aquel lugar conpequeñas y continuadasreverencias.

Recordé a mi padre, aquellugar era parecido a su acantiladoen estructura pero diferente enolores y consistencia. Tuvemiedo.

Y allí estábamos, a punto dejugar a algo. Niño nos hizocolocar a los tres en las esquinasde aquel acantilado. Había casi

una caída libre de treinta metros.Nos tendió a cada uno un

cabo de la cuerda. Ésta eraextraña, acababa en unos cuantoscabos y tenía un nudo en medio.

Ni Niño ni Torso explicaronnada del juego, pero intuía que setrataba de hacer la fuerza justapara que no te tiraran al mar nihacer caer a ninguno de los otrosdos.

—Hicimos esto cuandoéramos diez —dijo Torso—. Ynadie se cayó, creo…

Rieron los dos.—¿Se trata de…? —Esperé

las coordenadas exactas.—Se trata de jugar y de

sobrevivir, como todos los juegos—dijo Niño—. ¡Vamos a jugar!

No sabía a qué se refería con«jugar» cuando Niño tiró confuerza de su cuerda. La tácticaque tenía en la cabeza de queninguno tirase demasiado sedesvaneció al instante.

Torso no tenía mucho apoyo,pero conseguía una fuerzatremenda cogiendo la cuerda consus muñones. Niño utilizaba másla rabia que su fuerza. Y yo,increíblemente, poseía ambas

cualidades.No recordaba cuánto hacía

que no jugaba a nada y, sobretodo, que no disfrutaba tanto.Poco a poco, le pillé el truco yacabamos soltando grandescarcajadas. Me sentía tan lleno deenergía…

Hubo sustos, casi caí dosveces al abismo y no sé quién mesalvó. No lo pregunté. Me sentíanuevamente vivo; aquel juego eraun renacer.

Tronco y Niño sabían jugarmuy bien, aprovechando sushándicaps.

El juego finalizó cuandoacabamos todos en el sueloexhaustos. Nos quedamosmirando aquel cielo estrellado.La luz de nuestro faro nosgolpeaba de vez en cuandointentando llamar nuestraatención.

El contorno del Grand Hotelse intuía delante de nosotros.

—¿Cómo saben los del GrandHotel que nos encontramos mal?—pregunté.

—Siempre nos estánobservando —dijo Torso.

Niño decidió ser más

concreto.—Si es de noche cuando

notamos que alguien se pone mal,cambiamos de color el faro. Elloslo ven y vienen a buscar al que noestá bien.

Tronco continuó.—Si es de día cuando ocurre,

hacemos sonar la sirena del faro.Es como un bum bum molesto yhorrible que te inunda la cabeza.

Después de aquello y casi sinmediar palabra, Torso se marchó.Creo que no había sido buenosacar aquel tema. Toda nuestrafelicidad parecía haberse diluido.

Niño se quedó junto a mí enaquel acantilado. Se levantó y secolocó en el borde. Aunque él nofumaba, en su intento de mantenerel equilibrio me recordó a mipadre.

—Tronco tenía muchaconexión con la chica que habíacrecido demasiado. Nunca le dijonada. Uno puede soportar supropia muerte; si te vinculas conla de alguien cercano, todo sevuelve demasiado complicado.

»Quizá estaba enamorado deella. No sé, yo no creo mucho enel amor, me parece que la gente

no se enamora, tan sólo se fascinacon su propio deseo y con elreflejo de ese sentimiento en laotra persona.

»Poseer es un error. —Sonaba tan sabio a su corta edad—. No has de querer a unapersona para ti, la has decompartir con la naturaleza y conel mundo. Debes saber que no tepertenece. Si deseas algo sólopara ti, tarde o temprano loperderás.

»Yo comparto mis juegos, estodo lo que tengo junto a VanGogh. Y espero también

compartirlo a él cuando me vaya.Se quedó en silencio. Seguía

haciendo ese equilibrio en elabismo que me tenía fascinado.

—Ha sido un día largo, voy abañarme. ¿Me acompañas? Creoque lo necesitas.

Asentí.Niño se quitó toda la ropa,

miró el vacío y se lanzó decabeza. Temí lo peor, me levantérápidamente y fui a ver lo que lehabía pasado. Estaba perfecto.Riendo en el agua, conocía aquelocéano y sabía por dóndelanzarse para no ser arrastrado

por la corriente hasta las rocas.Dudé si debía tirarme, pero

menos de lo que me hubieraimaginado. Y me lancé tambiénsin ropa y de cabeza justo en elmismo sitio que él, sin casi temernada. Si él no tenía miedo, yotampoco.

Nadamos, jugamos aahogarnos, corrimos por la playa,nos sentimos libres y reímos.

Él se fue y yo me quedé solo.Y no sé por qué, pero me sentíabien, poderoso. Con una extrañaenergía difícil de explicar.

De repente me di cuenta de

que el hombre de la montaña noera un médico o un sabio. Nohabía perdido a su hijo, sino a suniño. Era alguien que habíasobrevivido en aquella isla,alguien como nosotros pero quese había curado. Quizá el único.

Noté que, después de dosnoches allí, aquel lugar me habíacalmado. Me sentía libre. Micerebro no se preocupaba denada. Era como si dejara deejercer todas aquellas fuerzas deresistencia y comenzara aaparecer mi yo auténtico.

Pensé que forzábamos tanto la

cabeza en utilizarla en tonteríasque se había terminadoespecializando en solucionarabsurdidades. Pero cuando nodebía hacer nada, absolutamentenada, aparecía tu esencia y tu yoauténtico.

Miraba el mundo consuperioridad. Ellos vivirían, peroandaban ciegos buscando y yo mesentía en paz.

Allí, después de cuarenta yocho horas de mi sentencia demuerte, estaba, por qué nodecirlo, feliz.

¿Qué me gustaría hacer

durante lo que me quedara devida? Niño decía que loimportante era encontrar lo quesiempre has deseado hacer peroque el miedo te habíaimposibilitado lograr…

Sentía que, desde pequeño, elmundo me había prohibido tantascosas…

Quizá me gustaría escribir, mipadre adoptivo lo hacía. En elhospital una vez inventé unashistorias cortas y las tituléFinales que merecen unahistoria. Añadí algunassecuencias vividas garabateadas

al final de cada capítulo. Megustaba pensar un final y,seguidamente, encontrar lahistoria que lo envolviera.

Me di cuenta de que yo mismoestaba viviendo en primerapersona uno de esos finales quemerecen una historia.

Mi muerte pondría el brochede oro a una vida que necesitabacompletar sus últimas páginas. Yaunque mi existencia estabarepleta de dolor y pérdidas,aquella parte final lo estabacambiando todo.

En los tres o cuatro capítulos

finales de un libro siempre está laparte emocionante; la querecuerdas.

Pero escribir no me servía, yalo había hecho y realmente nohabía disfrutado mucho.

De pronto lo vi claro y supequé quería probar en esos días.

Cantar. Cantar era algo queme tenía incompleto. Pero nocantar cualquier cosa, sino arias.

Las arias me tenían fascinado.Siempre había pensado que tansólo quería escucharlas, peroquizá en realidad lo que deseabaera cantarlas.

De pequeño conocí a unenfermo que cantaba ópera. Todaslas noches en el hospital hacía susejercicios, colocaba la voz, erapoético. Resonaba por todo elhospital y siempre tuve lasensación de que aquella músicacuró a más de uno.

A veces cantaba a todopulmón el «Duetto buffo di duegatti» de Rossini para que loescucháramos en el ala infantil.Él hacía las dos voces y nuestros«miaus» puerilescomplementaban la melodía.

Me fascinaba tanto que pensé

que me hubiera gustadodedicarme a eso pero lo di porimposible por mi oído izquierdo,me faltaba audición.

Pero justamente era aquelloque había dicho Niño: realizar unimposible. De eso se trataba, dehacer imposibles.

Estaba feliz… Y de repentepasó, el faro cambió de color yviró a rojo. No me lo podía creer.

Mi pavor fue inmenso. ¿Niñoo Tronco? Sentí miedo, dolor yrabia.

Comencé a correr hacia elfaro mientras el rojo intenso

iluminaba mi rostro.

Cuando llegué al faro, vi a Niñointentando reanimar a Torso. Noestaba nervioso ni había perdidoel control. Le practicaba el bocaa boca mientras le hablaba en vozbaja.

Torso tenía los ojos cerrados.Sonreía como tanta gente que heconocido que ha muerto en paz.

—Ahora vendrá Madre, no tepreocupes —dijo Niño.

Primero Padre y ahora Madre.Habían dado nombre a unas

figuras que no poseían.Torso abrió los ojos al

escuchar la palabra «Madre».—Sabía que algún día

vendría a buscarme Madre —dijocon voz entrecortada.

Sonó como si hablaran dealgo esperado. Los comprendí, yotambién deseaba que mi madrevolviese. Perderla es uno de esoserrores que la naturaleza deberíaprohibir.

De fondo, escuché llegar unhelicóptero. Niño le cogiófuertemente el muñón de la mano.

—Todo lo que me has

enseñado estos días perdurará enlas horas o días que me queden—le susurró—. Quiero que sepasque toda tu vida, tu energía, tuforma de encarar el mundo, es unaley de la naturaleza.

»Tú eres una ley de lanaturaleza más. Y, como tal, setendría que cumplir tu forma deser y jamás ponerla en duda.

Noté que me había perdidoalguna conversación anteriorentre ellos. La emoción eramáxima. Niño prosiguió:

—Ellos quizá tienen piernas ybrazos, pero no tienen tu alma.

Jamás te la podrán arrebatar. Mecontaste lo que sufriste por culpade ellos y su incomprensión;tendrían que haberse arrodilladoante una ley de la naturaleza.

Torso abrió los ojos porúltima vez. Sonrió de una formaque sólo podía indicar que eraabsolutamente una ley de lanaturaleza y, poco a poco, cerrólos ojos con lentitud.

Madre, una mujer de la edadde Padre, llegó junto a dosceladores y una enfermera. Derepente, nuestro pequeñomicrocosmos se llenó de latidos

ajenos.Sus prisas, sus problemas y

sus olores nos inundaron.Tomaron el pulso a Torso, se

escuchó un leve «aún vive».Niño se puso como loco, no

quería que se lo llevaran. Miré aMadre tres veces, pero sólo sepreocupaba de Torso. No medirigió la palabra, aunque sentí sucalor y su cariño antes de quesubiera al helicóptero.

Se fueron rápidamente y unvendaval de arena nos golpeó elrostro. Niño comenzó a chillar alhelicóptero. Era imposible que

Tronco le escuchara.—¡Eres una ley de la

naturaleza! ¡Jamás morirás,permanecerás en este mundo!

A cada grito le seguíansollozos. El helicóptero volóhacia la otra isla y nuestro mundose quedó más oscuro. Aquelcuerpecito nos iluminaba aambos.

Niño se secó las lágrimas y,sin decir nada, se dirigió hasta lahabitación de Torso; ahora seríala mía. Había subido otroescalón. No deseaba por nadallegar a la cúspide. Le seguí. Se

sentó en el suelo.A los pocos segundos noté

que se quedaba dormido. Mesenté junto a él, me sentíaresponsable.

Niño murmuró una frase; no lacomprendí. Volvió a murmurarla yesta vez sí la entendí.

—Yo no moriré hoy, no tepreocupes.

Me relajé, aquel Niño era unsabio. Si lo decía, sería verdad.Pensé que me no me quedaríadormido después de llevar esoshorarios extraños durante dosdías pero lo hice.

Cuando desperté, Niño estabamirándome. Delante de mí habíaun desayuno preparado sin muchoesmero, pero que rebosababuenas intenciones.

Fue directo.—Ha muerto hace una hora.

Esta noche celebraremos sumarcha. Tu generación debe deestar al llegar, tienes quecomenzar a prepararte.

—No puedo hacerlo —lerepliqué.

—¿El qué?—Liderar a nadie.—No lideras a nadie aquí.

Tan sólo indicas un camino y lagente decide hacer lo quenecesita.

»Nuestro líder siempre decíaque si piensas mal, seguramenteacertarás, pero que si piensasbien, disfrutarás mucho más.

Sonaba a Padre. No meconvenció.

—No quiero seguir aquí. Lotengo claro.

—¿Prefieres volver alhospital o morir en el GrandHotel? ¿Mejorará algo si haceseso?

—Sólo quiero irme de esta

isla, no puedo más —me sinceré.—¿Es por lo de esta noche?—Es por todo. Si prefieres no

llevarme hasta el aeropuerto, locomprendo.

Me miró fijamente y tardó endecir algo.

—Dame un día, un día de tucorta vida —me dijo—. Aquí, undía naces, otro vives y finalmentemueres. Hoy te toca vivir.Permíteme ayudarte a hacerlo.

Lo miré: a sus diez añosparecía tan seguro que pensé quepodía dedicarle un día. ¿Por quéno?

—Está bien, pero nocambiaré de opinión.

—Claro, lo que tú digas. —No había doble intención en suspalabras—. ¿Has pensado quéquerías hacer?

No sé por qué me lopreguntaba ahora. En aquella islatodo iba a mucha velocidad. Dudési contestarle. Me avergonzaba unpoco confesarlo, decirlo en vozalta.

—A mí también me costódecir que quería crear juegos.

Le miré y pensé que dabaigual. Sólo era un sueño

imposible de realizar.—Cantar, me gustaría cantar.—¿Cantar qué?—Ópera.No se rio, ni tan siquiera

mencionó mi audífono.—Sé quién te puede ayudar

—dijo—. ¡Vamos!Me fascinó su determinación.

Tuve la sensación de que hubieradicho lo que hubiese dicho, élhabría tenido a alguien en menteque habría podido ayudarme.

Bajamos aquellas escalerasde caracol y tuve la sensación deque ya no volvería a aquel lugar.

Él lavó a los dromedariosantes de partir, parecía quebailaban cuando el agua lesacariciaba. Aquella imageninundó de felicidad un amanecerextraño.

Les dio sendos besos dedespedida a los dromedarios,cogimos el descapotable amarilloy fuimos hacia un lugarindeterminado.

De repente, perro apareciótras una duna, como sabiendotodo lo que iba a pasar esa nochey deseando evitar vivirlo. Sesubió de un salto al coche en

marcha. Le acaricié por primeravez.

Sentí que aquel viaje era elque cambiaría mi vida. Lopresentía.

Condujimos en silencio bastanterato. Necesitaba preguntarle algo.

—¿Cuándo traerán a Tronco?Él se rio, me imagino que no

lo llamaban así, pero no mecorrigió.

—Ellos lo incineran y lodejan colgado en losdromedarios, que le dan unavuelta por última vez por dondeél desee y luego los custodianhasta que lo recogemos.

Decidí preguntarle algo que

suponía que no me contestaría.—¿Qué tienes?—Qué importa —me contestó

—. ¿Acaso cuando estás bien tepreocupas de lo que no tienes?

Me imaginé que había abiertola veda del terreno personal y queél lo aprovecharía.

—¿De qué murieron tuspadres? —me preguntó.

Me costó contestarle. Habíamentido a Tronco cuando me lohabía preguntado. Ahora sentíaque debía decirle la verdad aNiño.

—No lo sé. Me adoptaron con

un año.—¿Tienes padres adoptivos,

entonces?—No. Me adoptó un hombre,

un escritor, pero ya murió.—¿Eres huérfano?—Estuve con él hasta los

once, luego pasé de casa en casahasta que enfermé.

—¿De hogar en hogar?—No, de casa en casa —

repliqué.Me costaba contestar tantas

preguntas, pero notaba que se lodebía al recuerdo de Tronco. Derepente, Niño rio.

—Qué mierda de vida hastenido —dijo.

Le miré y no pude más quereírme también. De repente hizouna pregunta inesperada.

—¿El escritor abusó de ti?Negué con la cabeza. Pero la

ofensa era tan grave quenecesitaba muchas más palabraspara desmentirla.

—No, jamás. Era una buenapersona. Yo era el sexto niño queadoptaba. Creo que deseabadarnos oportunidades.

—Entonces ¿tieneshermanastros?

—No nos considerábamosasí. —Decidí que debía cambiarel foco de la conversación—. ¿Ytú? ¿Cómo murieron tus padres?

Sonrió, creo que se imaginabaque haría eso.

—Lo mío es más tradicional.Mis padres murieron en unaccidente de coche… como lostuyos, ¿no?

No dije nada, me imaginé quecon Tronco se lo debían de contartodo.

No repliqué su acusación.—Debió de ser duro —dije.—Sí y no. Mis padres sabían

que yo estaba muy enfermo. Lesatormentaba pensar que yomuriese antes que ellos. —Hizouna pausa, la emoción leembargaba—. Siempre he odiadoesa frase que se dice de que noexiste una palabra para llamar alos padres que pierden un hijo.Esas palabras continúan siendo«madre» y «padre». No se pierdejamás ese estatus.

Notaba su emoción, quesupuraba por todo su pequeñocuerpo.

—Entonces tú y yo no somoshuérfanos, somos hijos.

—Cierto.Creo que le gustó que le

comprendiera tan rápido. Aceleróy tardó en continuar.

—Por un lado me alegré deque no tuvieran que sobrevivirme.Al fin y al cabo, todos debemosmorirnos; lo triste no es morir,sino no vivir intensamente. Creoque fue Mark Twain quien dijoque morimos a los veintisiete ynos entierran a los setenta ydos…

Pensé en lo que había dicho ytuve que replicar.

—Pero si pudiéramos estar

bien…Rio y ladeó la cabeza. No

estaba muy de acuerdo.—No, ésa es la excusa

preferida de la mayoría de lagente para no pensar en la muerte.Esa frase resume una forma decomportarse que ni tan siquierahemos creado. Nos han impuestopensar así.

»No existen las normas, nomás que las que uno se marcadentro de sí mismo.

Sonaba tan parecido a aquelprimer compañero dehabitación… Me gustó volver a

escuchar sus teorías en boca deotra persona.

—¿Sabes qué diría lasociedad de nosotros? —continuó.

Me miró, siempre necesitabauna palabra para notar que leescuchaban.

—¿Qué?—Que deberíamos morir en

hospitales, sin hacer nada nimolestar, sedados conmedicación. También opinaríanque estos últimos días aquí notienen sentido. Que debemos serconvencionales y, sobre todo, no

aprender nada nuevo porquevamos a morir…

No dije nada.—¿Tienen razón? Ya te digo

que no. En el hospital sólorecibes paliativos, pero nadie tehabla sobre la muerte. ¿Sabes quépienso?, que en los teatros no sedeberían interpretar textos, sinoun espectáculo sobre la muerte dealguien en directo. Allí es dondehay verdad.

—No tendría mucho público.Reímos al unísono. Él

continuó:—Aquí vivimos hasta no

poder más, pero es un regalo.Aquí te reconstruyes, creas unmundo y lo mejor es que nadie temolesta. ¿Quién va a querer estarcerca de unos enfermosterminales? Y lo que no saben esque son ellos los que no estánbien.

Tenía razón en todo, perodecidí ver cuán fuerte era sucreencia.

—¿Y no echas de menos loque no tendrás si te mueres?

Había decidido ser directo.Él también lo fue con surespuesta.

—¿Qué no tendré?La pelota volvió a mí. Creo

que él sabía a qué me refería,pero supongo que quería que yolo dijera.

—¿Sexo?—¡Claro que he tenido sexo!

—me replicó.Su sonrisa me hizo dudar.

Quizá sí que lo había tenido, asíque modifiqué y amplié mirespuesta para no herirle.

—¿Enamorarte, tener hijos,vivir con otra persona?

—¿Tú tienes todas estascosas ahora? ¿Las has tenido?

¿Las tendrás? ¿Las añoras?No respondí.—¿Y no añorarás tú vivir en

África? ¿Tocar el saxofón?¿Perder a tu amada? ¿Saltar alvacío? ¿Comer un plato exóticoque no sabrías ni pronunciar en unlugar que jamás has conocido niconocerás? ¿Eso no lo añorarás?

»No todo es sexo y amor.»El sexo tan sólo es el juego

más divertido y el más sencillo—continuó—. Es un mete-sacapero al que le han dotado detantas normas que ya casi esimposible participar. Se le ha

relacionado con otros juegos queno tienen nada que ver con él yasí lo han vuelto complicado. Hanconseguido que los no sexuales seconviertan en las propiasafirmaciones que son muchaspersonas.

»El sexo que das a otrapersona es en realidad el quedeseas para ti. Además, el sexo yel amor se heredan, uno es el sexoy el amor con el que loprocrearon a él y a susantepasados.

»Pero el sexo y el amor sonsólo los anzuelos. No puedes

construir tu vida a través de ellos.Les damos épica y esto es lo quelos convierte en falsos.

»¿Cuánta gente es esclava deun placer? Cuando el placermáximo es no ser esclavo denada.

Aquellas frases eran tanbuenas y más si salían de la bocade un niño de diez años.

Él puso la radio, sonó«Always on my Mind» de ElvisPresley.

You were always onmy mind,

You were always onmy mind

La letra de esa canción meencantaba, hablaba del dolor deperder a alguien a quien aúnamas.

Era como si la radio hubieseoído nuestra conversación.Siempre que la escuchaba, sentíacierta nostalgia de no habermeenamorado aún tan locamente dealguien, para un día podercantársela a otra persona.

Elvis la interpretaba genial,aunque siempre me pareció que

se disculpaba con superioridad.Creo que no la echaba tanto demenos.

—Siempre suenan muertos enesta radio —dijo riendo.

Descubrí a Elvis gracias a mipadre adoptivo. Siempre poníauna y otra vez alguna canciónsuya cuando escribía. Siempre elmismo tema de manera repetitiva,decía que así se tapaba el ruidode la ciudad. Eso fue antes de quenos trasladásemos a la casa delacantilado.

Escribía siempre con unhorario estricto: siete horas cada

tarde. En esos instantes no se lepodía molestar y era cuando Elvisle acompañaba.

Yo le regalé una vez un CD deElvis en el que salía una canciónque utilizó para escribir un librode cuentos que no se vendió bieny siempre me responsabilicé deello. No recuerdo qué canciónpuso, siempre he pensado quetodas se parecían un poco y quelo único que valía la pena era laforma en que Elvis lasinterpretaba.

Le añoraba, siempre me tratómuy bien. Creo que aún me dolía

el comentario de Niño. No se loreproché de nuevo porque hubieraparecido que ocultaba algo.

En el hospital sí que conocíun chico al que maltrataron. Teníaquince años y, cuando llegó, yanoté algo raro en él.Normalmente, cuando llegastardas un día en ponerte elpijama. Sientes que tu vida esmás parecida a la de tu hogar sivas con ropa de casa. Ponerse elpijama te quita parte de tu yo.Pero él se lo puso sólo al llegar,como si deseara desprenderse desu antiguo yo.

Estuvo casi tres añosingresado.

A los cinco meses noshicimos grandes amigos. Y unanoche de aquellas especiales dehospital me contó que habíanabusado de él y que entrar en elhospital lo había parado todo.

Sonaba tan aliviado… Penséque era increíble que unaenfermedad jodida fuera elantídoto de lo que sufría. Unagran mierda había acabado conotra gran mierda.

Niño no volvió a hablardurante el resto del viaje.

Llegamos a una casa queestaba en la parte más al norte dela isla.

Era un lugar precioso,totalmente diferente de nuestrazona, lleno de vegetación y dehermosos cactus que rodeabanaquel paraje.

La casa a la que nos dirigimosera como un castillo. Aquella islacambiaba radicalmente según lazona que visitabas.

Pensé en aquello que a vecesdecía mi padre, el escritor. Élhablaba de que las mejoresimágenes y momentos de la vida

se quedaban para siempre en esaretina interior que es el alma.

Viendo aquel espectáculo, medi cuenta de que mi retinainterior, mi alma, acababa dealmacenar otro fotograma para elrecuerdo.

—¿Quién vive aquí? —indagué.

Sé que debía haberpreguntado antes a quiénveníamos a ver; pero quéimportaba, le había prometidounas horas y debía aceptaradonde me llevara.

—Aquí vive… Lo que

necesitas.

Abrió la puerta una mujer demediana edad embarazada. Le dioun beso en la boca a Niño y, a lospocos segundos, yo recibí otro.Perro obtuvo una caricia inmensa.

—¿Tú eres quien quierecantar? —me preguntó.

¿Cómo lo sabía? No vi aNiño llamar a nadie en ningúnmomento, aunque quizá allí nohabía ni cobertura.

—¿Cómo te llamas?Las preguntas se acumulaban.

—No he elegido nombretodavía.

—¿Tú comienzas la nuevageneración?

No contesté, no deseabarepetirme acerca de lo que sentíasobre aquello.

—Voy a pensar un buen juego,os dejo —dijo Niño.

Niño marchó junto a perro yme quedé con ella. Me llevó hastala terraza: era impresionante, unincreíble vergel. Se divisabanuestro hogar muy al fondo.

Ella hablaba sobre ese lugar ycómo lo encontró. No la

escuchaba. Ver nuestra casa desdeotra perspectiva me habíaemocionado enormemente.

Aquella mujer se movía conmucha rapidez, a pesar de que suembarazo estaba muy avanzado.

Me hizo sentar en la mesaprincipal de la terraza y sirvióuna bebida que se llamaba piscosour. No la había probado nunca.

—Le agradezco su tiempo,pero he decidido irme —lainterrumpí.

Ella no parecía muyinteresada en mi decisión.

—¿No quieres cantar?

—No lo sé… Era sólo unaidea.

—Bueno, yo te puedoenseñar.

—No tengo mucho tiempo;además, debe de ser complicado.

—No hace falta ser el mejor,¿no?

—Me refería a…Me interrumpió.—Quizá, aunque tuviéramos

toda la vida, tampoco lograríascantar bien. ¿Sabes qué decía mihijo? «Ama tu propio caos».

—¿Ama tu propio caos?Bebió un trago de pisco.

—Sí, yo tampoco le entendíaal principio. No sabía a qué serefería. Luego él murió, cuandotenía quince años. Y yo tardé casicinco años en comprender lo quequería explicarme.

No sabía de qué hablaba,pero no se lo dije. Ella continuó:

—Él sabía lo que yo sufriríacon su marcha y ese «Ama tucaos» me ayudó. Amé mi caos.

Sonrió. No sonaba triste.—Casi siempre bailábamos.

Éramos la madre y el hijo quemás bailaban en el hospital. Nonos avergonzábamos, sino que

nos sentíamos eufóricos.»A veces nos podíamos pasar

horas bailando tangos o boleros.»Mi marido nunca bailaba.

Creo que si no has bailado con tuhijo, no sabes lo que te pierdes;es como si lo tuvieras de nuevodentro ti. No sé cómo explicarlo.Ahora bailo con este que espero,desde dentro hacia fuera…

Me sirvió más pisco.—La gente se priva de las

cosas porque cree que no lecorresponden, pero si juegas allímite, sin pensar en roles, todomejora. Este mundo tiene los

límites que desees ponerte. Jansiempre amó su caos y no se pusoninguno, jamás…

Hizo una pausa; diría quepronunciar su nombre le habíaafectado, pero enseguida volvió acoger el ritmo.

—Jan bailaba genial. Cuandobailábamos juntos amábamos elcaos que creábamos.

No la comprendí y ella lonotó. Se tomó unos segundosantes de continuar, deseabaexplicármelo bien.

—«Ama tu caos» habla sobrelo que te hace diferente, lo que la

gente no entiende de ti o lo quedesea que cambies.

»“Ama tu caos” es lo que Janhizo siempre con su vida y lo quedeseaba que yo hiciera con lamía. Cuando él se marchó, sabíaque me derrumbaría, pero noquería que abandonase estemundo, sino que amase ese caosque había creado.

»El mundo siempre prefiereque cambies tu caos, que lodomines, que lo corrijas, que loordenes o que lo disminuyas,cuando en realidad has de amarloy, no sólo eso: después de

quererlo, tienes que agrandarlo.Uno es su caos.

»Cuando alguien no leentendía, a él no le importaba,siempre le respondía: “Ama micaos”. Y cuando él no entendía aalguien, le susurraba: “Amo tucaos, pero lejos, bien lejos demí…”.

»Él pensaba que cada día queamáramos nuestro caos,deberíamos lanzar un globo azulgigantesco para que el resto delmundo lo supiese. “Debescompartir esa aceptación delcaos”. Él creía que sería bello y

caótico levantarse un día yencontrar un cielo lleno de globosazules.

Se acercó mucho y me miró alos ojos. Me quería aclarar algofundamental.

—El caos es la personalidadsin juicio ni moral. Si amas tucaos, acabarás descubriendo quelas respuestas jamás te las daráeste mundo, sino que están dentrode ti. —Me tocó el rostro—. Noexiste la felicidad, tan sólo existeser feliz cada día y para ello esfundamental amar tu caos.

Hizo una pausa. Me acabé el

pisco por hacer algo. Me habíaentusiasmado lo que habíacontado, no sé si lo habíaasimilado, pero me había tocadomuy adentro.

—Si debes irte, vete —dijosonriendo—. Si debes irte porquees lo que te han enseñado,entonces no te vayas.

No me fui.—¿Te gusta alguna aria de

ópera en particular?Tardé en contestar: deseaba

decir una que la impresionase.—«Belle Nuit», la barcarola

de Los cuentos de Hoffmann.

Entró en la casa y vi cómosacaba un disco de una colecciónque tenía en una pared del salón.No me había fijado cuandollegué. Tenía una colecciónimpresionante de vinilos.

Puso el disco en un preciosogramófono de madera y comenzóa sonar «Belle Nuit».

Aquel lugar ya mágico sehabía inundado de una bellezaextra. Siempre he creído que lospaisajes acompañados conmúsica triplican su hermosura.

Pensé que me pediría cantarjunto a ella, pero no fue así. Me

cogió la mano y empezó a bailarconmigo en aquella inmensaterraza. Me sentí Jan; conhumildad, pero me sentí Jan.

Me dejé ir, no bailaba bien,pero me dejé llevar, y amé micaos aunque ese caos fuese bailarmal. Esos minutos fueronespléndidos.

El disco ronroneaba, aquellavoz nos inundaba con su magia, yella y yo bailábamos.

Me sentí como si estuviera enpaz. Fueron cinco minutosintensos: no dejamos de bailar unsolo segundo. Comenzamos

separados, dejándonos ir,desinhibiéndonos y finalmentebailamos un lento. Sentí cómo elpequeño de dentro se unía enalgunos instantes a nosotros.Notaba los pequeños golpes en sutripa.

Cuando acabamos, ella lloróde felicidad. No sé si porquehacía tiempo que no bailaba oporque recordaba a Jan.

—Ven mañana y cantaráscomo nunca te has imaginado —me dijo—. ¿Sabes? Sus amigos lellamaban Yanny a Jan —añadió.

Aquel detalle sin importancia

me emocionó. Entré en la sala yvolví a poner aquella canción,igual que hacía mi padre. El temavolvió a sonar. Esta vez la llevéyo a ella y, mientras lo hacía, lepedí que me continuara hablandodel caos de Jan.

Y con cada palabra que ellapronunciaba sobre aquel chico ysu caos, notaba como su energía ysu fuerza me impregnaban.

Me daba cuenta de quedeberíamos amar nuestro caos,aquello que nos hace únicos, enlugar de domarlo.

Aquella mujer supuraba

energía y su hijo estaba dentro yfuera de ella. Era como si ambosfueran pura luz y conseguían queyo brillara.

No sé cuántas veces pusimosel tema pero me di cuenta de quetodo nuestro ser está diseñadopara bailar. No para andar nicorrer, ni mucho menos paratrabajar, discutir, sufrir o pensar.

De pronto lo vi claro.Pensando se crean los

problemas y bailando sesolucionan.

Cuando salí de la casa, Niñoestaba jugando con perro. Semordían. Le saludé y ambosvinieron corriendo hacia mí.Estaba casi anocheciendo.Volvimos en el coche en silenciotal como habíamos hecho en elfinal del viaje de ida.

Pensé en la fiesta que leharíamos a Tronco, tenía ganas dedecir por primera vez lo que mequedaba de él.

Casi a mitad de camino, Niño

viró hacia el este: queríaenseñarme algo. En aquel lugarsólo había dunas y elimpresionante viento que soplabahacía que no vieras nada en lacarretera.

Llegamos hasta un acantiladoimponente. Era un lugar preciosopero abandonado. Ni volcanes nivegetación, tan sólo arena portodos los lados excepto el delmar. Salimos del coche, lesusurró a perro que se quedaradentro. Obedeció. Fuimos hasta elfinal del precipicio. Niño sequedó mirando al horizonte. Noté

que iba a decir algo importante.—En días claros, uno puede

ver —hizo una pausa— su alma.Reí, acostumbrado a escuchar

esa misma frase acabada con elnombre de otra isla. El vientocada vez soplaba con más fuerza.

Niño fue al coche y trajo unlibro. No era muy grueso ni muyancho, cabía en un bolsillo.

—Lo necesitarás para cuandolos de tu generación te pidanhacer algo. Aquí están lasdirecciones de los que nosayudan.

No llegué a abrir aquel libro.

Supe que aún no era el momento,aún no era el jefe de nada, sólo unsimple aprendiz.

—¿Por qué nos ayudan? —pregunté.

—Pérdidas —replicó—.Perder te sitúa en un lugar y enuna actitud universal. Esta isla escomo debería ser el mundo. Noestamos creados para aprender avivir, sino para aprender a morir.

Sonreí y recordé a la mujer.—O a bailar.Ahora era Niño quien sonreía.—Baila genial, ¿verdad?

Consigue que encuentres tu

camino.El viento empezó a soplar

más fuerte, venía en contra denosotros, en dirección al vacío.Si no hacíamos fuerza, nosempujaba inexorablemente hastael borde del acantilado.

A Niño se le iluminó la cara,aunque su rostro indicaba uncansancio que hasta ese momentono le había visto jamás.

—Siempre que te acercas auna respuesta, el Universo juegacontigo para que olvides lapregunta.

Niño fue hacia el coche: le

notaba agotado. Pero supe quédebía hacer. Le propuse jugar. Setrataba de jugar a evitar que elviento nos lanzara hacia elprecipicio.

Se apuntó al instante. Elviento comenzó a rugir confuerza; teníamos que gritarnospara oírnos. Comenzamos a reír, ala vez que decidí iniciar unaconversación que necesitabatener.

El sol se ponía a lo lejos,parecía que toda la naturaleza sehabía aliado para conseguir queaquel juego fuera perfecto.

Comencé a hablar intentandoque el viento realmente no mearrastrara a una muerte segura. Elmar detrás de nosotros no estabaen calma y, además, las rocas quesobresalían eran imposibles desortear.

—Pero si estamos hechospara morir, para entender nuestramuerte, ¿todos ellos estánequivocados? —preguntéchillando.

Niño respondió tambiéngritando.

—Dime tus grandes momentosvitales y estoy seguro de que

todos los que te han modificadocomo persona están relacionadoscon la muerte o la aceptación deella.

El viento nos empujaba cadavez más. Niño continuó:

—Cuanto más prontoentiendas que cada minuto es unregalo, antes comienzas a vivir.Pero no debes comprenderlo enclave de vida, sino de tu muerte—respondió chillando más.

—¿Y cómo se hace esto? Nolo entiendo.

—Piensa en los gordos.—¿Los gordos? —grité.

No estaba seguro de si lehabía entendido.

—La gente gorda quiereadelgazar, perder la barriga, entres meses, pero quizá hanecesitado catorce o treinta añospara crear esa tripa.

»Entender cómo secomprende la muerte en dosminutos es imposible si siemprete han enseñado sólo a vivir.

»Estamos hechos de carne ynos comportamos como sifuéramos de acero, ése es elproblema. Pero la gente olvidaque ha de ser al revés: los

valientes fueron antes cobardes y,si has sido un pequeño cobarde,puedes acabar siendo un granvaliente.

»Mi madre siempre decía queyo era un niño Índigo.

—¿Índigo? —le preguntéextrañado, jamás había escuchadoaquella palabra.

—Índigo es una tonalidad deazul —me replicó sonriente—.Mi madre creía que existía genteen este mundo con el alma decolor azul. Extrañamenteinteligentes, sensibles y quepodían cambiar el mundo. Cada

año nace uno de esos niñosÍndigos. Yo sé que no lo soy, perome encanta pensar que existen.

No sé por qué me habíacontado aquello, pero supe queera su verdad. Sonrió; yo junto aél aunque el viento cada vez mellevaba más al límite delacantilado. Me sentía exhausto.Entendía la esencia de lo queNiño me explicaba, pero no elfondo.

Seguimos jugando. Cuandoparecía que no aguantaríamos sincaer, él me chilló a todo pulmón:

—Hoy partiré. Mañana

llegarán los tuyos y sé que loharás genial.

Y supe que esta vez eraverdad… Y supe que debía serfuerte… Y supe que él moriría.

Y no sé por qué lo supe, peroel último soplido casi se lo llevay yo lo sujeté y le devolví a lavida. Él sonrió y vi en su rostrocomo su vida se apagaba.

—Sin tu generación pronto teapagas —me susurró—. Ellos sontu energía y lo que les prometiste,el motor que te da fuerza.Recuerda que las promesas se laslleva el viento, siempre hay que

evitar que sople…Noté que le quedaba muy

poco. Lo llevé al coche, conduje.Perro no dejó de lamerle durantetodo el viaje. Sentí que loestábamos perdiendo.

Cuando llegamos a casa —nuncapensé que llamaría a aquel lugar«hogar»—, Niño estaba ya muydébil.

Lo dejé descansando en elfaro. Perro se quedó junto a él.

Me pidió que preparara ladespedida de Torso. Lo hice. Enlos dromedarios estaban suscenizas.

Con cuidado intentéreproducir lo que había visto lasdos noches anteriores. Seguí sus

tradiciones, sentí que quizá porello te hacían convivir con laantigua generación, para quecomprendieras a sus miembros,para que supieras cómo te habíanprecedido y pudieras darles unfinal.

Cuando todo estuvopreparado, le quise llevar enbrazos hasta la cala; él se negó.Andaba lento, pero no teníamosninguna prisa. Se apoyaba enperro que iba a su velocidad.

Cenamos y esta vez no lohicimos en silencio. Hablamossobre lugares comunes, sobre

infancia y sobre fútbol. Creo quelo necesitábamos.

Llegó el instante derepartírnoslo. Niño fue el primeroen hablar. Se emocionó con cadapalabra.

—Me quedo con todo tu ser.No te reparto, no deseo que nadiese pida nada de ti. El mundo terobó las otras partes, yo mequedo con todo lo que tú eras, unapersona completa en todos lossentidos.

Lloró, y yo junto a él.No dije nada más. Sentí que

sería intrusismo. Niño me dejó

poner las cenizas en el géiser.Tronco subió más alto que elresto e iluminó todo el cielo deuna manera perfecta.

—Tú encontrarás otra formade despedir a los tuyos —añadióNiño.

Nos sentamos a mirar el mar.Perro no se separaba de su lado.Me empezaba a sentir uno conaquel lugar.

Además, mientras Niño seapagaba, yo me iba haciendo másfuerte.

—La gente se complica tantola vida… Siempre desea más y

más —dijo Niño.Luego se quedó una hora más

en silencio. De repente uno de losdromedarios apareció cerca deNiño, como si presintiera sumuerte. Le lamió la oreja y seestiró cerca de él y de perro. Elsegundo dromedario llegó a lospocos minutos e hizo lo mismo.Fue emocionante y doloroso.

—Ellos nos sobreviven atodos y siempre huelen nuestradesaparición.

Volvió a quedarse una horamás en silencio; se le veía muyapagado. Tuve que hacer la

pregunta.—¿Enciendo el faro? —

indagué.Rio. Se levantó, silbó y

comenzó a bailar algo parecido a«Stayin’ Alive» de los Bee Gees.Estaba tan gracioso…

Me uní a él. Comenzamos asilbar y bailar «Stayin’ Alive». Alfin y al cabo era lo que hacíamosallí.

Era un gran bailarín, deaquellos que innovan. Nos reímosmucho.

En un instante perdió elequilibrio, lo sostuve y entonces

bailé con él. Aquella mujer teníarazón, nos perdemos tantas cosasno bailando con la gente queapreciamos…

—No deseo ir al GrandHotel. Sólo quiero jugar a lacuerda… —Hizo una pausa—.Perder y bailar con el agua.

Sé qué significaba aquello ylo temía desde hacía horas. Ya meimaginaba que él querría morirjugando, siendo coherente con suforma de vivir. Creo que hastaperro lo sabía.

No me negué, le comprendí yamé su caos.

Fuimos hasta aquelacantilado. Cogimos la cuerda ycomenzamos a jugar. Él sacófuerzas de donde no tenía. Lemiraba y entendía todo lo que mehabía hablado estos días.

Estaba viendo morir aalguien, aprendiendo de sumuerte.

No se lo dije, era obvio. Perosí que me sinceré respecto a algoque él no sabía.

—Mañana es mi cumpleaños—le revelé mientras hacía toda lafuerza de la que él carecía.

—¿Cumples dieciocho?

—Sí.Niño sonrió.—Quizá puedas cambiarte de

zona.No le comprendí.—Hay cuatro zonas en esta

isla, va por edades. Aquí estamoslos que moriremos hasta losdiecisiete. En el libro tienes ellugar donde están los otros.Puedes cambiarte si lo deseas ala zona de los que van de losdieciocho a los treinta y seisaños.

Era increíble lo organizadoque estaba aquel lugar, cuando

parecía que fuera caótico. Elorden del caos.

—La mujer embarazada quehas conocido hoy es la última desu generación de los treinta ysiete a los cincuenta y cuatro.Supongo que mañana llegará surelevo. A veces tardan enencontrar sucesores…

—¿Ella va a morir? —Estabasorprendido—. Pensaba que eraalguien que nos ayudaba…

—El libro que te he dadohabla de las personas que hay enla isla, de aquello a lo que sededicaban, en lo que nos pueden

ayudar. Pero todos venimos aquía morir… Forma parte de lavida… Todo es un juego, elmundo es el patio de juego másgrande que existe —repitió—.Nadie nos enseña a crecer, quizáno deberíamos crecer.

Cuánta razón tenía. Seguimosjugando, pero él luchaba por caer,luchaba con fuerza para morirjugando. Entonces decidí que nodebía luchar por quedármelo mástiempo.

Y le dejé marchar. Y lo perdí.Perro aulló cual lobo que pierdeparte de su manada. Y sentí, como

él había vaticinado, que su muerteera necesaria para darme vida…

Y como Niño predijo, él murió yyo resucité.

Tan sólo justo después deperderlo, me di cuenta de lomuerto que había estado. Ahorasentía que estaba vivo y entendíque preocuparse de la vida no esjamás tan intenso como hacerlode la muerte. La muerte daconciencia y rezuma vida. Allíestán todos los resortes que nosapasionan.

Y entendí que si cambias el

concepto «Vivir comprendiendola muerte», todo cambia dentro deuno, ya que se olvidan todos losproblemas y rutinas que teimpones para creer que una vidadebe tener sentido.

Me sentía intenso y único, conenergía de líder y sin miedo dedisfrutar el resto de mi vida,aunque fuera muy corta.

Justo en ese instante un doloratizó todo mi ser y fue como si micuerpo malherido quisieraparticipar de aqueldescubrimiento.

Supe que crearía mi

generación, necesitaba dar aaquella gente que llegaría uncariño, un nombre y una forma devivir.

Respiré fuerte y tuve claroque, cuando llegasen, debía serotro y, para ello, necesitabamarcar la senda.

Regresé al faro, Van Gogh noquiso venir. Subí arriba del todopor primera vez. Al hogar deNiño. Desde allí todo se veía deotra forma. Al ver el tamaño desu cama, entendí más su grandeza.Me senté justo detrás de aquellapoderosa luz que salvaba vidas y

comencé a escribir.Pero mientras relataba todo lo

que me había pasado aquellosdías, me di cuenta de que lo quehabía aprendido no debía sóloenseñárselo a la generación quevendría, sino al mundo entero.

Me estaba muriendo, perohabía descubierto que tan sólodando lo que no deseas dar, ysiendo el que creías que no eras,puedes llegar a ser o a desear loque quieres de este mundo.

Y me dispuse a escribir esedecálogo o ese lienzo de veinte otreinta reglas para ser destruidas,

para ser aceptadas o,simplemente, para ser ignoradas.

Tenía claro que no sería tansólo el líder de la generación quese aproximaba, sino que intentaríacambiar todas las generacionesposteriores que vendrían.

Y todo aquello era gracias ala muerte que me daba coraje.Sólo era uno más que habíadescubierto que la vida nos haceser cobardes.

Y sentía que todo mi cuerpome dolía y me advertía de todaslas formas posibles de que mifinal estaba llegando.

Pero cuando llegase elmomento, haría como Niño ymoriría en aquella isla con losmíos. Y esperaba no ser ni elprimero ni el segundo ni eltercero. Intentaría aguantar hastael final como hizo su líder.

De repente supe cuál sería miprimera regla:

«Olvida todas las reglasque te han enseñado».

Y la segunda sería:

«Inventa tu propio

mundo, define tus propiaspalabras».

Me di cuenta de quenuevamente todo se resumía enuna sola:

«Ama tu caos».

Con aquello era suficiente.La muerte de Niño me había

dado tanta fuerza, me sentía capazde gobernar mi vida y con elpoder de idear un nuevo códigopara este mundo.

Un código que jamás tendría

prohibiciones. Éstas son para losque tienen miedo. Y es que sepasan la vida jugando connuestros miedos, cuando no losconocen, ni a ellos ni a nosotros.

Me di cuenta de que sólodebes decidir cómo quieres viviren este mundo. Se trata deinventar de nuevo la rueda, elfuego, la música, el canto… Deolvidar la masificación y labúsqueda. De aceptar el dolor yla tristeza. De no formar parte deninguna regla que den porestablecida.

No se trata de saltarse

prohibiciones, se trata de no darvalor a esas prohibiciones.

No se trata de sufrir, se tratade comprender el sufrimiento.

Se trata únicamente de vivir.Ninguna regla, tan sólo ser

fiel a uno mismo, a tu generación.Morir y dar vida. Dar vida.«Dar».

De repente me calmé. Quizáestaba demasiado eufórico.¿Debía realmente partir?

¿Me debía a mi generación oa mi mundo? ¿Mi generación eranaquellos nueve chavales quevendrían en pocas horas o era

toda la gente que estaba muerta envida y a la que había queresucitar?

Decidí que debía hablar conotros. Quizá como Niño me habíamostrado, debía saber adóndepertenecía. En pocas horas seríami cumpleaños y tal vez era horade ir a otro lugar de la isla.

Miré aquel libro y busquédónde moraban los que cumplíandieciocho años. Era fácil llegar.

Viré a rojo el faro para querecogieran a Niño. Ya se habíamecido suficiente entre las olas,como le habría gustado. Y fue

cuando alcé la vista que vi en eltecho de ese faro un montón deglobos azules. Niño habíaseguido los consejos de aquellamujer. Había amado su caos cadadía en aquella isla. El rojo delfaro y el azul de aquel techoquedaron para siempre grabadosen mi alma.

Cogí uno de los dromedariosy fui hacia el sur. Quería observaraquella otra generación, ver cómovivían, de qué manera sedespedían y si entenderían lo queacababa de descubrir.

Canté «Perfect Day» de Lou

Reed en honor a Niño y eldromedario, como siempre, pusola percusión. Sonó mucho mástriste que en el viaje de ida.

Fue mi despedida de ungrande mientras me alejaba deaquel faro.

A los pocos segundos escuchéunos ladridos, Van Gogh meseguía.

Me sentía único, nonecesitaba nada más en estemundo. Nada, absolutamentenada.

El mundo tenía por fin elcolor que nunca debería olvidar.

Sólo el que está en pazconsigo mismo puede sentir loque yo notaba en aquel instante.

Cogí la bolsa de vómitos queaún llevaba en el bolsillo, le di lavuelta y a lomos de aqueldromedario escribí mi segundopoema:

«Los diez bastas que senecesitan

para vivir en este mundo yser uno mismo junto a tu

caos».

Basta de justificarse con

palabrasBasta de sufrir por lo que

piensan los otrosBasta de tratar a la gente

diferente,nadie es más que nadie.

Basta de jugar con reglasque no creaste ni

comprendesBasta de correr, de ir conprisa porque el presente

esdonde estás en ese justo

instante.

Y llegamos a nuestro destinomientras amanecía.

En aquel lugar había unpequeño lago verde que seintegraba perfectamente en lanaturaleza. No había acantilado nifaro. Era un espacio lleno de aguadentro de un volcán. Lahermosura era desbordante.

Estaba agotado. Eldromedario y Van Gogh bebieron,yo me bañé en aquella especie depiscina natural. Intenté no emitir

ningún sonido. No queríaperturbar aquella belleza.

De repente vi a una chica enuna de las orillas del lago.Tocaba una trompeta pero comosi fueran notas susurradas paraella misma. Me observaba;destilaba calidez.

Salí del agua y me acerqué aella y, entonces, me di cuenta deque era la chica del avión, la quehabía conectado con mispensamientos interiores. Parecíaque hubieran pasado siglos desdeaquel instante.

Ella me miró y también me

reconoció. Dijo otra vez aquellaspalabras para sí misma, sinsonoridad exterior, sólomoviendo los labios:

«Despierto y no lodeseo…».

La miré y esta vez lo tuveclaro. Pronuncié mi respuesta:

«Despierto y lo deseo».

Ella me miró y no ahondó másen aquello. Van Gogh se acercó y

la olisqueó. Noté quecongeniaban.

—¿Eres el líder de los delnorte? —me preguntó.

—Sí. ¿Tú eres la líder de losdel sur?

—Sí.Volvió a tocar la trompeta,

esta vez reconocí la canción. Era«Taps». La había escuchado delos labios de Montgomery Clift enDe aquí a la eternidad. Mi padreera un gran fan de todas laspelículas en las que salía BurtLancaster. Sobre todo de Elnadador, aquel film en el que el

actor intentaba cruzar toda unaurbanización nadando de piscinaen piscina. Creo que leentusiasmaba porque era unametáfora sobre laincomunicación. O quizá tan sólole gustaba porque salía el agua,siempre el agua.

Cuando acabó de tocar, quiseaplaudir, pero supe que no era loque debía hacer. Le conté unaconfidencia.

—Hoy cumplo dieciochoaños.

—Felicidades. —Sonrió—.¿Vienes a morir aquí?

Ella también había cambiadorespecto al avión, lo noté sin casiconocerla.

—No creo… Quizá volveré—me sinceré.

—¿Allí?—Sí.—¿Para qué?—Para cambiarlos. Debemos

ayudarlos a que despierten.—No creo que se dejen.—Dar —insistí.Esperaba que entendiese ese

«dar», que hubiese hecho tambiénmi camino, que la muerte de sugeneración anterior la hubiera

llevado a mi instante.—Dar. Lo sé…—No hay nada más —volví a

insistir.—Lo sé. —Me volvió a

sonreír—. Pero no te será fácilexplicarles lo que sientes. Ellostienen trampas, tienen formas depararlo.

»Esto existe porque esefímero; no te comprenderán.Ellos viven para el dinero, parael trabajo, para las posesiones,para aprovechar los recursos…

»Intentarán contrarrestar tudiscurso hablando de miedos, de

posición en el mundo, deequilibrio y de futuro.

»Cada avance de la sociedadnos aleja de la muerte y, por ello,también de la vida.

»En dos mil años hanperfeccionado lo absurdo: nacer yvivir de espaldas a la muerte,cuando ésta lo recoloca todo.

La escuchaba pero no lacreía. Me parecía que estabacerca de mi instante pero alejadade mi fuerza inspiracional.

Ella decidió ser más concreta.—¿Qué harás cuando llegues

allí? ¿Cómo transmitirás esos

valores? ¿A quién?No contesté. Decidí que era

hora de marchar. Iría a ver a lamujer embarazada, creía que ellame comprendería; estaba segurode que ella sí que podría darme larespuesta que necesitaba.

La chica del avión me retuvo.—Regálame tres horas de tu

vida para hablarte de migeneración…

Y lo acepté. Y me enseñó sumundo. Ellos y ellas teníannombre de poeta. Su líder sellamaba Wisława, en honor a lagran Szymborska. Aquella chica

también estaba luchando en elGrand Hotel.

Me enseñó dónde se reunían,una preciosa cueva de colorverde. Y su forma de despedirse.Utilizaban las cenizas mezcladascon pintura para escribir versosen las paredes volcánicas queresumieran la vida de laspersonas perdidas.

Me leyó unos cuantos:

«PISA CON CUIDADOQUE ESTÁS

PISANDO MISSUEÑOS».

«HACER EL BIEN ESCREAR FELICIDAD.

HACEREL MAL ES CREAR

DOLOR. NO HAY MÁS».

«SÉ TÚ MISMO, LOSOTROS PUESTOS

ESTÁN OCUPADOS».

Me emocioné al saber dequiénes provenían cada una deesas cenizas en forma depalabras. Noté que Van Goghsentía lo mismo.

También me contó que su

líder supuraba energía positiva ycómo había convertido cada actocotidiano en amor y sexo. Leshabía enseñado a cuidarsesiempre en cualquier instante. Ysobre todo en los trayectos, quees cuando menos se disfruta y enrealidad cuando más se debehacerlo.

Sentí que su mundo rimaba yera pecoso. No sé explicarlomejor.

Me contó que el idioma quehablaban era el de las caricias.Se acariciaban cuando lonecesitaban.

«Las cicatrices de los miedosson fruto de las cariciasperdidas», me dijo.

Fue increíble poder conocersu mundo, que era tan diferente alnuestro.

—¿Y tú qué harás comolíder? —le pregunté.

Cada palabra que decíaresonaba en aquella cueva yparecía que se depositaba dentrode ella.

—Creo que no hay quepensarlo, tan sólo sale —mecontestó—. Ellos llegarán con susmuertes y sus formas de luchar

contra ellas, y tomarán partido.Lo único que cambia a laspersonas son los viajes y el viviren comunidad.

»Ser líder no significa ejercereste papel, tan sólo tienes queiluminar.

Me encantó la forma deenfocar su liderazgo. Quizá debíaquedarme bajo su tutela. Elcambio de edad me lo permitía.

Se lo dije y la enternecí tantoque acabamos entrando en eluniverso de su antiguageneración.

Acabamos acariciándonos en

una especie de masaje sin fin.Ella me llevó tan lejos… Yo eraotro aprendiz en una generacióndistinta, que no era la mía propia.

Ella se dio cuenta y mealentó.

—Enloquece y olvida elcerebro, no te ayuda, es un lastre.Pensando se generan losproblemas.

Dijo mi frase, me sentí tanacompañado…

Y me dejé llevar.

Supe que podía quedarme allí yser feliz, pero aquello supondríaun error. Miré a Van Gogh, estabacontento junto a aquella chica, eracomo si hubiera encontrado partede su nueva manada. Niño queríaque fuese compartido y decidíque se quedara junto a ella.Ambos estuvieron de acuerdo y alos dos les susurré que cuidarandel otro.

Yo en cambio no deseabaacomodarme, tenía que recorrer

mi camino, por complicado quefuera. Le conté que tenía que ir aver a la mujer embarazada, lalíder de otra generación.

Ella no me retuvo, sino queme ofreció una pequeñaembarcación a vela para quellegase más rápido.

—No he ido nunca en barca—le confesé.

—Te enseño, en diez minutosla dominarás.

Y así fue. Soltó el amarre,diez minutos de su tiempo ynavegaba. Dar.

Los dejé en la orilla y tuve la

certeza de que esta vez no losvolvería a ver, pero agradecía lasuerte de haberlos conocido.

Se despidió de mí tocandoaquella maravilla de «Il silenzio»de Nini Rosso. Me imaginé queella había elegido comoimposible tocar la trompeta ensus últimos días. No sé quién mehabía explicado que existe uninstrumento para cada persona,que se adapta a suscaracterísticas. Sólo debes sabersi perteneces al viento, a lascuerdas o a la percusión. Ella erapuro viento.

Puse rumbo al oeste y vi mihogar desde el mar. Alcontemplarlo desde otraperspectiva desconocida para mí,me emocioné nuevamente.

Y giré la cabeza y observé elGrand Hotel tan cerca. Decidíque debía ir allí para comprendercomo era aquel lugar dondemoríamos, pero sobre todoconocer al líder de la generaciónque me precedía.

No sabía qué le diría al jovenMatisse cuando le conociera,deseaba hablarle de lo que habíavivido, pero me imaginaba que no

distaba mucho de lo que él habíacreado. Seguro que todosacabamos siendo parte de losdescubrimientos de otros.

Me dirigí hacia el GrandHotel con toda la pericia que misdiez minutos de aprendizaje enbarca me permitían.

Al llegar a la orilla, allí,estaba Madre observándome.Creo que no era ni el primero niel último que deseaba conoceraquel lugar antes de que fuera suhora.

Dejé la barca sobre la arena.Ella me miró y, sin mediar

palabra, me llevó hasta aqueledificio circular, el famoso GrandHotel.

Fuimos hasta la cuarta planta,a la habitación 415. Había unpequeño letrero pintado con lapalabra MATISSE. Supongo queera bastante obvio a lo que venía;imaginé que otros líderes habíandeseado conocer a suspredecesores.

Madre marchó sin decir nada.Entré solo y allí, en una cama

de hospital, junto a cables ysonidos de hospital reconocibles,estaba Matisse.

Tenía más o menos mi edad,estaba muy bronceado, sus ojosestaban cerrados y su rostro erarealmente bello. Me pareció lapersona más hermosa que habíaconocido.

Abrió un ojo cuando entré.Me senté a su lado e,instintivamente, le cogí la mano;no sé por qué lo hice.

Le hablé de quién era, delresto de su generación que habíaconocido, de la chica cabreada,de la joven que parecía mayor, deNiño, de Tronco, de mispensamientos, de lo que opinaba

de la sociedad, de lo que deseabacambiar, del baile, de la ópera…

Nada que no supiera, imagino.Él me miraba con un ojo

abierto e irradiaba hacia mí unextraño sentimiento de confort. Esraro de explicar, pero me hallabaante uno de esos seres limpios,sin fisuras, que te dan y te hacensentir perfecto contigo mismo.

Después de casi una horahablándole, él pronunció unaspocas palabras:

—La sociedad eres tú…, nolo olvides… La sociedad tambiéneres tú. —Me miró y añadió—:

La búsqueda sólo necesita unadirección, no un destino.

Seguidamente me dio el librode los pintores del que me habíahablado la chica que habíacrecido demasiado. Moría y meregalaba su bien más preciado.Dar.

Y, de repente, aquellosaparatos que le conectaban con lavida sonaron de forma rítmicacomo pequeños chillidosadvirtiendo que alguien grande semarchaba.

Madre y un par de enfermerasentraron. No vinieron ni

corriendo ni con prisas, allívenías a morir, nada erasorprendente ni doloroso. No lointentaron reanimar, tan sóloapagaron los aparatos.

Madre me indicó si queríacerrar el ojo abierto. Me parecióun gran honor, lo hice y sentícomo parte de su vida me rozaba.

Esperaba que entonces Madreme diese sus normas, susdiscursos y sus consejos. Enaquella isla todos hablaban yrelataban lo que sentían.

Pero durante la media horaque estuvimos en aquella

habitación, Madre no dijo nada.Nos mantuvimos en silencio, enpaz, acompañando a Matisse. Suvida se alejó lentamente deaquella habitación.

Me marché cuando sentí quelo debía hacer, caminé sin prisapor aquellos pasillos. Me detuveen una puerta donde ponía WISŁAWA.

Entré, la acaricié y ella nosdejó…

Escribí una frase para ella ensu brazo:

«AQUEL QUE TIENE

POR QUÉ VIVIR,PUEDE ENFRENTARSEA CUALQUIER CÓMO».

Cogí la embarcación y fui aver a la mujer con la que habíabailado.

Llegué y llamé a la puerta, peroella no abrió.

Entré en la casa, fui a laterraza y no la vi.

Subí hasta la planta más altade su preciosa casa. Y allí estaba,bueno, estaban…

Un pequeño bebé reposaba ensus manos. El rostro de ambosreflejaba tanto amor que eraimposible no dejar de sonreír.

Me senté a su lado, la cogí dela mano, no sé cuántas había

rozado aquel día.La miré con dulzura; el niño

emitía un leve sonido que era labanda sonora de aquel momento.

Poco a poco, los doscomenzamos a imitar ese sonido,era como un mantra que nos dabapaz.

—Creo que es el primer niñoque nace aquí —dijo ella—.Tendrá una gran vida. ¿Te hehablado alguna vez del mundoazul?

Negué con la cabeza.—El mundo azul de Rafael

Alberti. Aparece en un poema que

le dedicó a César Manrique. Lellamó «pastor de vientos yvolcanes». Una bonitadescripción, ¿verdad?

Asentí.—Tú tienes cara de domador

de vientos y volcanes —me dijo—. Y este bebé también…

Entonces recitó parte de esepoema de Alberti en voz alta. Sellamaba «Lancelote». Era tanperfecto…

Vuelvo a encontrar miazul,

mi azul y el viento,

mi resplandor,la luz indestructibleque yo siempre soñé

para mi vida.

Aquí están misrumores,

mis músicas dejadas,mis palabras

primeras mecidas de laespuma,

mi corazón naciendoantes de sus historias,

tranquilo mar, marpura sin abismos.

Yo quisiera tal vez

morir, morirme,que es vivir más, en

andas de este viento,fortificar su azul,

errante, con el hálitode mi canción no

dicha todavía.Yo fui, yo fui el cantor

de tanta transparencia,y puedo serlo aún,

aunque sangrando,profundamente,

vivamente herido,lleno de tantos

muertos que quisieranrevivir en mi voz,

acompañándome.

Mas no quiero morir,morir aunque lo diga,

porque no muere elmar, aunque se muera.

Mi voz, mi canto,debe acompañaros

más allá, más allá delas edades.

Me estiré con ella. La cogí dela mano. Respiramos juntos,escuché su corazón latirdespacio: estaba desapareciendo.Ella miró mi libro de pintores.Buscó un pintor y un cuadro.

Sabía qué buscaba.—Otro que sabía de azules —

dijo—. Y de verdad sin arreglos.Pintaba siempre en el exterior y atoda velocidad. Decía que lasolas, el mar, no esperaban a quelos captases, debías ser rápido.La naturaleza nos habla a todavelocidad.

Sorolla era el pintor del quehablaba. Sus cuadros teníantítulos sencillos: Nadadores,Verano, Pescador… Y sufilosofía se parecía a la de mipadre.

—Sé que no veré crecer a mi

hijo, pero si pongo en mi menteen orden todos esos niños deSorolla con sus mares, suscaballos, sus amigos… —dijopasando páginas—. Y es como silo viera a él crecer, vivir y jugar.

»En ese mundo azul deSorolla y Alberti, le veo crecer yme lo imagino estirado en laarena riendo y viviendo…

Me volvió a sonreír.—Te ayudaré. Llámate

Sorolla. A veces los líderesdeben seguir a la antiguageneración para no olvidar susenseñanzas. —Sonreí, me

encantaba mi nuevo nombre—.Pero, a cambio, has de buscarleun nombre a mi hijo. Pertenece atu nueva generación.

No dije nada. Sentía suemoción y me imaginaba lo queiba a pedirme a continuación.

—Yo partiré ya. Quiero que telo quedes y te lo lleves de aquí.¿Lo harás?

—¿Dónde quieres que lolleve? —dije angustiado—. Yo noviviré lo suficiente.

—Tú vivirás mucho, Sorolla—me interrumpió.

Sé que no hablaba de vida

física; noté que la perdía.Y fue entonces cuando canté

para ella y mi voz salió casiangelical, casi como uno de esoscánticos de iglesia. Canté «Diquella pira» de Il trovatore deVerdi. Me quité el audífono azul yamé mi caos.

La canté de una manera quejamás pensé que podía llegar aconseguir. Ella me escuchóemocionada y no supe hasta queacabé que aquello sería lo últimoque oiría en su vida.

Madre infelice, corro a

salvarti,o teco almeno corro a

morir.

Me sentí parte de su mundoazul.

Cuando ella se fue, el niño nolloraba, tan sólo me miraba ensilencio.

Decidí que tenía que cumplirmi promesa y llevármelo de allí.

Deshicimos el camino hasta elaeropuerto.

Subimos en aquel avión y loaté fuertemente a mí en miasiento.

El destino del viaje era ellugar donde yo había sido másfeliz, donde había perdido a mipadre adoptivo. En aquelacantilado, él sería todo lo que yono había podido ser.

Y cuando llegase, leentregaría aquel libro que había

empezado a escribir, junto conaquellos dibujos que reflejaban lomejor de mi vida que acabaría enaquel viaje.

Ese «ama tu caos, ama tudiferencia, ama lo que te haceúnico».

Con aquella herencia, élpodría hacerlo todo en la vida,absolutamente todo. Sentía que yano hacía falta nada más, aquél erael camino, tan sólo acabar aquellahistoria, dársela y él sería el quela llevaría por el mundo.

Había nacido y había sidocuidado en aquel lugar. Lo

comprendería todo, pues se habíaalimentado de la energía de todoslos de aquella isla y podríacambiar el mundo.

Tan sólo me faltaba encontrarsu nombre.

Y lo tuve claro, tenía que seruna palabra que todo el mundorecordase.

Pensé muchos nombresdiferentes: todos hacíanreferencia a cosas que me habíanpasado en aquella isla. Offenbachen honor a ese primer baile,Drago o Ilmondo en recuerdo deTorso y su batería, Lancelote por

el mundo de su madre…Pero decidí que, como

siempre, fuera la música la que loeligiera y que lo que me inspirasela canción que sonase cuandoaterrizáramos, formaría parte desu vida.

Fuera la que fuese, en aquelestribillo estaría su energía.

¿Puede una sola personatransformar el mundo? No tengoninguna duda de que sí.

En aquel viaje le susurré aaquel niño mil historias. Sabíaque aquel trayecto sería el último:cuando tocase tierra yo ya no

respiraría.Abracé fuertemente al niño

contra mí; cuando yo marchase, élrecibiría mi pérdida. Mi caossería abrazado por él en forma decaricia.

Él nacía y yo moría, él teníael poder de cambiar el mundo yyo deseaba que él lo hiciera.

Se acercaba nuestro destino.Seguramente alguien loencontraría atado a mí después deaterrizar. Dejé la nota de cómodebían educarle, de cuándodebían darle aquel libro.

Si respetaban aquellas pautas,

estaba seguro de que aquel chicocambiaría el mundo.

El avión comenzó a aterrizary resonó un tema en el interior.

Fue «Blue Eyes Crying in theRain» cantada por Elvis. Laúltima canción que entonó el Reyel día que murió. Era perfecta yme recordaba a los temas sin fincon los que creaba mi padre.Amaba el trozo del estribillo quedecía: «Nos volveremos a ver enaquella tierra que no conoce ladespedida…».

We’ll stroll hand in hand

againIn a land that knows no

parting.

Supe que aquel temarespiraba la energía de todos losque habíamos luchado y ese cielolleno de azules que algún día nosrodearía.

De repente, aquella músicame hizo recordar a Niño y suhistoria sobre los Índigos de almaazul. Estaba seguro de que aquelbebé era uno de ellos. Lo tuveclaro.

Azul sería su nombre.

Azul haría girar de otra formaa este mundo.

Sin saberlo había creado migeneración.

Aquel niño empezaría unnuevo mundo que hablaría devivir pensando en la muerte, enjugar, en sentir, en existir, enolvidar cualquier regla…

—Azul… —le susurré.Él sonrió al escuchar su

nombre. En su sonrisa se cobijabaparte de todos los que habíamosperdido.

Me quité el colgante de micuello que protegía la llave de la

casa del acantilado y se lo puse.Allí estaba su hogar.

—El mundo, Azul, ama tucaos.

Bailamos su cancióndisfrutando ese instante y pensé:

«¿Quién le cuidaría?».«¿Quién le querría?».

«¿Quién amaría sucaos?».

Lo grité muy fuerte en mimente, cual altavoz interno,deseando que alguien en aquelavión lo escuchase y desease

quererle y cuidarle.Miré hacia adelante y hacia

atrás en el avión y, finalmente,escuché una voz que sonó sin quenadie moviera los labios. Resonódentro de mí y supe que la habíaoído antes.

«Yo amaré su caos».

Me giré y, seis filas más atrás,escorado a la izquierda, estabaPadre. Padre, el creador deaquellas figuras de lava queofrecía al volcán. Padre, que meobservaba orgulloso por la

decisión que acababa de tomar.Me imaginé que la chica del surle había contado mis propósitos yél había abandonado aquella islapara ayudarme a cumplir misueño.

El avión aterrizó y supe queél lo haría. Adoptaría a ese niño yse lo llevaría a la casa delacantilado juntamente con el libroque había escrito.

Sentía que al final habíacreado mi mundo, había dejadomi herencia.

Me sentía morir pero sólopodía sonreír, estaba feliz.

Lo último que noté es como élvenía y me acariciaba el rostro.Le devolví el Borsalino y leentregué a Azul. Sabía quecuidaría de él y le ayudaría amoldearse.

En aquella isla habíaaprendido que cambiar te hace tandiferente. Querer seguir igualsólo te lleva a caminos cómodos.

Y fue entonces cuandoescuché el mar de mi tierra, elmar de mi padre. Su sonido, susolas, su mensaje…

Y es que mi padre escuchabael mar, el sonido de las olas

romperse contra el acantilado.Jamás escuchó a las personas.

Se pasaba horas mirando eseacantilado deseando comprenderqué le quería comunicar esesonido.

—La naturaleza nos hablapero estamos demasiadoocupados para entenderla —mesusurraba algunas noches.

Miré a Azul antes de quesaliese del avión. Sé que éltambién escuchaba las olas y lascomprendía. Entendía lo que nossusurraban el mar, la tierra y elviento… Y hasta los pequeños

acordes creados por el sonido dedos o tres planetas…

El mundo azul ya estaba enmarcha: me imaginé como aquelmuchacho crecería y estaría felizen una orilla del mar cual cuadrode Sorolla. Lo garabateé como lorecordaba mientras tarareé «LaPasserella di Addio» y me dejéir; me sentía pletórico.

Y es que todo el mundo tienedos cumpleaños, el día que nace yel día que despierta a la vida. Yhoy yo había despertado, era misegundo aniversario.

Un último pensamiento nació

de mi caos: «Sí, arriésgate». Esadebería ser siempre la respuesta acualquier pregunta.

Y fue en ese instante que elmundo azul explotó dentro de mí.

ALBERT ESPINOSA (Barcelona,1973). Actor, director, guionistade cine, teatro y televisión eingeniero industrial superiorquímico. Es creador de laspelículas Planta 4ª, Va a ser quenadie es perfecto, Tu vida en 65',No me pidas que te bese porque

te besaré y Héroes. Asimismo escreador y guionista de la seriePolseres Vermelles, basada en sulibro El mundo amarillo y en supropia vida y lucha contra elcáncer. Como escritor, hapublicado las novelas Brújulasque buscan sonrisas perdidas(2013), Si tú me dices ven lo dejotodo… pero dime ven (2011),Todo lo que podríamos habersido tú y yo si no fuéramos tú yyo (2010) y el libro de no ficciónEl Mundo Amarillo (2008), todasellas en Penguin Random HouseGrupo Editorial. El total de su

obra literaria se ha publicado enmás de 40 países, con más de1.500.000 de ejemplaresvendidos en todo el mundo. En2015 publica su nuevo libro Elmundo azul. Ama tu caos.