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EL MATRIARCADO ESTUDIO SOBRE LOS ORÍGENES DE LA FAMILIA Vivimos bajo el régimen de la familia patriarcal; alrededor del padre, reconocido por las costumbres y la ley como jefe de la pequeña sociedad familiar, se agrupan la mujer y los hijos; sólo su nombre recorre el curso de las generaciones: en otro tiempo la propiedad se transmitía de varón a varón. La Biblia, los libros sagrados de Oriente y la mayor parte de los filósofos y hombres de Estado han admitido como verdad indiscutible que esta forma familiar presidía en el origen de las sociedades humanas y que subsistiría hasta los siglos del porvenir, no observando más que Insignificantes modificaciones. Para el vulgo y también para los espíritus cultivados, la familia patriarcal es aún la sola forma familiar de acuerdo con la razón y la naturaleza. Los jurisconsultos romanos pensaban asimismo que el jus gettiiutn era la expresión jurídica del derecho natural. A fin de dar una autoridad moral a sus instituciones civiles, políticas y religiosas, a sus costumbres y a sus trajes, han presentado siempre a los hombres como manifestaciones de la ley natural y como emanaciones de la divinidad. Los deberes y los derechos religiosos, morales y políticos de la mujer, básanse sobre esta noción de la familia, que nace con la historia. El axioma social. El padre es el jefe natural de la familia monogàmica o poligàmica. Reputado más inquebrantable que la roca, su poder se desvanece, no obstante, al soplo impío de la ciencia, como otras tantas verdades veneradas por la antigüedad. Mucho tiempo hace que esta verdad eternai habría sido puesta en duda, si los filosofastros de la historia no se hubiesen dejado cegar por los prejuicios sociales, si se hubieran dado cuenta del valor real de los hechos conocidos, si no hubiesen desdeñado, como caprichos individuales

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EL MATRIARCADO

ESTUDIO SOBRE LOS ORÍGENES DE LA FAMILIA

Vivimos bajo el régimen de la familia patriarcal; alrededor del padre, reconocido por las costumbres y la ley como jefe de la pequeña sociedad familiar, se agrupan la mujer y los hijos; sólo su nombre recorre el curso de las generaciones: en otro tiempo la propiedad se transmitía de varón a varón.

La Biblia, los libros sagrados de Oriente y la mayor parte de los filósofos y hombres de Estado han admitido como verdad indiscutible que esta forma familiar presidía en el origen de las sociedades humanas y que subsistiría hasta los siglos del porvenir, no observando más que Insignificantes modificaciones.

Para el vulgo y también para los espíritus cultivados, la familia patriarcal es aún la sola forma familiar de acuerdo con la razón y la naturaleza. Los jurisconsultos romanos pensaban asimismo que el jus gettiiutn era la expresión jurídica del derecho natural. A fin de dar una autoridad moral a sus instituciones civiles, políticas y religiosas, a sus costumbres y a sus trajes, han presentado siempre a los hombres como manifestaciones de la ley natural y como emanaciones de la divinidad. Los deberes y los derechos religiosos, morales y políticos de la mujer, básanse sobre esta noción de la familia, que nace con la historia.

El axioma social. El padre es el jefe natural de la familia monogàmica o poligàmica. Reputado más inquebrantable que la roca, su poder se desvanece, no obstante, al soplo impío de la ciencia, como otras tantas verdades veneradas por la antigüedad.

Mucho tiempo hace que esta verdad eternai habría sido puesta en duda, si los filosofastros de la historia no se hubiesen dejado cegar por los prejuicios sociales, si se hubieran dado cuenta del valor real de los hechos conocidos, si no hubiesen desdeñado, como caprichos individuales

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y sin trascendencia las opiniones emitidas por los cínicos, los estoicos, los

gimnosofistas y los discípulos de Platón sobre la comunidad de las mujeres y sobre los bienes, o no hubiesen ridiculizado las teorías de los socialistas modernos sobre la comunidad de los bienes y la libertad del amor.

Ha sido necesario esperar hasta el año 1861 para que viniese un hombre de vasta ciencia y de inteligencia atrevida a demostrar que en las sociedades primitivas habían existido otras formas familiares: en 1861 fue cuando Bachofen publicó Das mutterrecht («El derecho de la madre»)} Su importante descubrimiento, que ocultaba una espesa nube mística, acaso habría pasado desapercibido si algunos años después, escritores ingleses como Mac Lennan, Lubbock, Herbert, Spencer, Taylor, etcétera, recogiendo las ideas confusamente emitidas en los numerosos relatos de viajeros ingleses, no hubiesen llamado la atención acerca de los pueblos que no conocieron la existencia de la familia paternal.

No obstante, el honor de haber establecido de una manera científica que las sociedades humanas empezaron por la promiscuidad sexual y no pertenecieron a la familia patriarcal sino después de haberse establecido una serie graduada de formas familiares, débese al profundo pensador americano, Lewis H. Morgan. Él ha sido el primero que ha puesto un orden razonable en el intrincado laberinto de hechos curiosos, extraños y con frecuencia contradictorios recogidos por los historiadores de la antigüedad, por los antropologistas del hombre prehistórico y por los viajeros de los pueblos modernos. Su gran obra, Ancient society,* publicada en Londres en 1877, es el resumen de trabajos insertados en las publicaciones de la Smichsonian Society de Washington, en las que ha consagrado cuarenta años, recogiendo datos áridos, pacientes y concienzudos. Federico Engels, completando los trabajos de Morgan con los estudios económicos e históricos de Carlos Marx y por los suyos propios expuso, en la forma breve, límpida y previsora que le es peculiar, las investigaciones hechas sobre el origen de la familia, del Estado y de la propiedad privada.

A Dumas hijo, en uno de sus prefacios escribe que es difícil si no imposible, reproducir en la escena las relaciones entre hombres y mujeres de la vida mundana, por temor de ofender el pudor timorato de las mujeres, que son castas solamente de oídas.

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Pero el pudor de los hombres, el de Dumas sobre todo, es más timorato. Tienen las ideas tan estereotipadas sobre el pudor nativo de la mujer, reglas

tan preciosas para su conducta privada y pública, que todo hecho, toda idea que no lleve el sello de la moral civil y social les ofusca. No pueden admitir que haya en el mundo cosas que no necesitan de su filosofía, como decía Hamlet a Horacio.

Pero los hechos recogidos por todos los pueblos antiguos y modernos son tan numerosos y las teorías que han contribuido a elaborar son tan positivas, que si se quiere formar claro concepto de la evolución de la especie humana, es necesario deponer ante las puertas de la ciencia histórica las ideas proudhonianas que albergan las cabezas civilizadas.

I

La familia naire. A fines del siglo XV, cuando Vasco de Gama arribó a las costas de Malabar, los portugueses desembarcaron en medio de un pueblo notable por el estado avanzado de su civilización, el desarrollo de su marina, la fuerza y organización de su ejército, sus hermosas ciudades, que canta Camoens, el lujo de sus habitaciones y la cultura que reflejaban sus costumbres; pero la posición social de la mujer y la forma de la familia cambiaron sus ideas traídas de Europa. Bachofen ha reunido en Antiguarische Briefe documentos sobre el origen de la familia naire, de los más diversos orígenes, de escritores árabes, portugueses, holandeses, italianos, franceses, ingleses y alemanes, desde la Edad Media hasta la época moderna.

La familia naire ha dado pruebas excepcionales de vitalidad; ha sabido resistir al cristianismo, a la opresión de la aristocracia brahmática aryena y la revolución musulmana. Esta tenaz institución familiar se mantiene en los pueblos de Malabar hasta la invasión de Hider-Alli en 1766.

Los naires, el elemento aristocrático del país, formaban grandes familias de varios centenares de individuos llevando el mismo nombre, análogos a la costumbre céltica, a la gens romana, al genos griego. Los bienes inmobiliarios pertenecían en común a todos los miembros de la gens; la igualdad más completa reinaba entre ellos.

El marido, en lugar de vivir con su mujer y sus hijos, vivía con sus hermanos y hermanas en la casa maternal; cuando la abandonaba

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lo hacía siempre en compañía de su hermana predilecta, y a su muerte sus

bienes mobiliarios no pasaban a sus hijos, sino que eran distribuidos entre los hijos de sus hermanas.

La madre, o en su defecto su hija primogénita, era el jefe de la familia; su hermano mayor, llamado el marido de la nodriza, administraba los bienes; el marido era un huésped; no entraba en casa más que en días determinados, ni se sentaba jamás al lado de su mujer o de sus hijos. Los naires, dice Barbosa, tienen un respeto extraordinario para con su madre; de ella reciben bienes y honores; respetan igualmente a su hermana mayor, que es quien sucede a la madre en la dirección de la familia.

La dama naire poseía varios maridos de recambio, diez o doce, y a veces más, si así se lo pedía su corazón. Estos maridos se sucedían por turno, pues cada uno tenía su día conyugal señalado, durante el cual debía sufragar los gastos de la casa, y al entrar en ella colgaba en la puerta su espada y su broquel para indicar que la plaza estaba ocupada.

La gloria y el renombre de la dama se sucedían por el número de maridos que ésta tenía. El marido para no estar ocioso durante los días que no le correspondía pasarlos al lado de su mujer, tomaba parte en otras sociedades matrimoniales; podía a su gusto retirarse de una asociación conyugal para entrar en otra, y la mujer tenía el derecho de repudiarle si no cumplía perfectamente sus deberes. La mujer naire era poliandra y el hombre poligninio.

Los hijos pertenecían a la madre; ella se encargaba de mantenerlos. «Ningún naire, dice Buchman, conocía a su padre; cada hombre miraba

como herederos a los hijos de su hermana, a los que amaba como aman los padres a sus hijos en las demás partes del mundo. Mirábase como un monstruo al que a la muerte de un hijo que él creía suyo, a causa del parecido y del largo contacto que con la madre había tenido, mostraba tanto sentimiento como en la muerte de un hijo de su hermana.»

Los naires parecían haber tomado a tacha de deshonor las ideas morales de los bravos europeos. El derecho de posesión de una virgen, reservado a los señores feudales como uñó de los más preciosos privilegios, y comprado por los poseedores del capital a bajo precio también, era considerado por los naires como una humillación. Para desflorar las vírgenes, echaban mano de los extranjeros, hombres del puerto que recibían un salario anteriormente tratado. Bartema cuenta que en la ciudad de Tarnassari,

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los rajas encargaban a los extranjeros que hicieran compañía a sus mujeres

durante las primeras noches después de la boda. Jorge IV, de Inglaterra, participaba de la opinión de los naires; afirmaba que aquello era un trabajo de palafrenero. Barbosa, al hacer una muy hermosa descripción de la ceremonia nupcial, exclamaba con indignación verdaderamente cristiana: «En opinión de esos paganos, la joven que moría virgen no iba al cielo.» El cadáver de las vírgenes era violado. ¡La virginidad acarreaba allí un pecado mortal!

Si estas costumbres hubiesen sido observadas entre los salvajes relegados al último escalón de la especie humana, habríaseles juzgado como los españoles hacían con los pieles rojas, a quienes destruían salvajemente. «Los naires son gente sin razón.» Los cristianos de nuestros días, y muchos sabios antropologistas entre ellos, podían añadir: «Los naires son pueblos degenerados; sus costumbres abominables eran testimonio de su degradación.» Los naires, por el contrario, constituían la aristocracia indígena de un pueblo culto, seguramente más civilizado que los portugueses del siglo XVI.

Acerca de esta cuestión puede preguntarse: ¿La familia naire, basada sobre la comunidad de los bienes en el seno de un clan, de la poligamia de los dos sexos, la supremacía de la madre, dueña soberana de la casa, no siendo su hermano mayor más que una especie de mayordomo sobre la filiación maternal, transmitiendo la madre solamente el nombre a sus hijos, su rango y sus bienes, será uno de esos hechos anormales, una de esas monstruosidades sociales engendradas por circunstancias verdaderamente excepcionales que no pudiesen haber existido en otras partes?

Admitiendo que en ningún pueblo de la tierra se han observado después de los tiempos históricos costumbres análogas, el hombre de ciencia, titubeando, no debía decir: «Nada es milagroso.» La teratología de Geoffray Saint-Hilaire clasifica en la serie animal el monstruo, que no es más que un organismo ligado a una de sus bases de desenvolvimiento y reproductor de un tipo inferior de la misma serie. La familia naire, este fenómeno social, ¿no reproducía, pues, una de sus formas familiares primitivas que hubiese recorrido la humanidad en el curso de su evolución?

Pero las costumbres familiares de los naires no constituyen una excepción única: Si se hojean los relatos de los viajeros que han recorrido los pueblos salvajes del antiguo y moderno mundo, si el espíritu despojado de prejuicios civilizados y saturado por las narraciones de los exploradores

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modernos repasa los historiadores, los poetas y los filósofos de la antigüedad, si se analizan los libros religiosos y se estudian los libros sagrados, se recoge una abundante cosecha de hechos que demuestran que todos los pueblos de la tierra han tenido en algún momento de su pasado costumbres análogas a las de los naires.

II

LA FAMILIA MATERNAL EN OTROS PAÍSES

Trasladémonos al África, en medio de los tuareg del Norte, y tomemos por guía un viajero francés, Duveyrier.59

«El vientre pinta a la criatura», dice un proverbio tarquí60 usado entre los hollas de Madagascar. El hijo tarquí sigue la condición de su madre; si ella es libre y noble, libre y noble es él también, aun siendo su padre un esclavo.

«Si una mujer liciana de condición libre se une a un esclavo, sus hijos son reputados nobles, cuenta Herodoto. Si al contrario un ciudadano, aun perteneciente al más distinguido rango, se casa con una extranjera o con una concubina, sus hijos son menospreciados.»61 Partus scquitum ventrem, era un antiguo adagio latino. «Vientre libre se ennoblece», decían las costumbres de Champagne y Brie del siglo XII.

Los tuareg tienen dos clases de propiedad: 1?, los bienes adquiridos por el trabajo del individuo, tales como armas, plata, esclavos comprados, ganados, cosechas y provisiones; éstos son individuales; 2?, los derechos percibidos sobre las caravanas y los viajeros, los derechos territoriales en tierras de pasto y labranza, sobre las aguas; los derechos sobre las personas y las tribus sometidas; el derecho de mandar y ser obedecido, son colectivos; no se transmiten por línea de varón, pero pasan al hijo primogénito de la hermana mayor, que administra en interés de toda la familia.

Antiguamente, cuando se trataba de distribución territorial, las tierras atribuidas a cada familia eran inscriptas en nombre de la madre. El derecho berbero concede a las mujeres la administración de sus bienes.

59 Duveyrier, Les touareg du Nort. París, 1864.

60 En singular, tarquí; en plural, tiiarez o targa; en femenino, tarquín. 61 Herodoto, libro I, pág. 173.

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En Rhat, sólo ellas disponen de las casas, de los jardines, en una palabra, de toda la propiedad rural del país.

Los tuareg no poseen más que un parentesco, el parentesco uterino; la genealogía es femenina. El tarquí conoce a su madre y a la madre de su madre; a su padre lo desconoce. El hijo pertenece a la mujer y no al marido; es la sangre de ella y no la de su esposo, la que confiere al hijo el rango que le corresponde en la tribu y en la familia.

Si hay un punto en la sociedad tarquí que difiere de la sociedad árabe, es por el contraste de la posición elevada que en ella ocupa la mujer comparado con el estado de inferioridad de la mujer árabe. No solamente entre los tuareg la mujer es igual al hombre, sino que aun goza de una condición preferente. Dispone de su mano, y en la comunidad conyugal administra su fortuna, sin tener obligación de contribuir a los gastos de la casa. También ocurre que, por el cúmulo de los productos, la mayor parte de la fortuna está en poder de las mujeres.

La mujer tarquí es monógama; ella ha impuesto la monogamia a su marido, aunque la ley musulmana le permite varias mujeres. Es independiente, con respecto a su esposo, hasta tal punto, que puede repudiarle bajo el más ligero pretexto; ella va y viene libremente. Sus instituciones sociales y las costumbres que han seguido han desarrollado extraordinariamente a la mujer tarquí: su inteligencia y su espíritu de iniciativa maravillan en medio de una sociedad musulmana. Distínguese en los ejercicios corporales; montada en un dromedario, recorre cien kilómetros para asistir a una soirée; empéñase en carreras con los más atrevidos jinetes del desierto. Distínguese por su cultura intelectual; las damas de la tribu de Imanan son célebres por su belleza y talento musical; cuando dan conciertos, los hombres acuden desde los más lejanos puntos, atraídos como avestruces machos. Las mujeres de las tribus berberas cantan todas las noches acompañadas con una rebaza (violín); improvisan y en pleno desierto hacen renacer las cortes de amor de la Provenza. La mujer casada es tanto más considerada cuanto más amigos cuente entre los hombres; pero, para conservar su reputación, no debe preferir a ninguno. «La amiga y el amigo, dice, son para los ojos y el corazón, y no para la cama solamente, como entre los árabes.»

Pero las damas nobles tuareg no deben poner su conducta en contradicción con sus sentimientos, del mismo modo que las heroínas de la Fronda, que platonizaban las relaciones entre la amante y el amante, y que, según la expresión de Saint-Evremond, amaban tiernamente a su querido

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y gozaban sólidamente de su marido sin aversión. El matrimonio de los

tuareg, no es indisoluble; las parejas pueden desunirse fácilmente y las mujeres pueden contraer nuevas uniones.

Las mujeres juegan el principal papel en las leyendas del país; el mismo fenómeno se observa en la Grecia homérica; en diferentes períodos ellas han ejercido el mando. Una de ellas, Kadiva, la María Teresa del desierto, a principios del siglo vm, reunió bajo su dominación las tribus berberas y fue la heroína de la resistencia nacional contra la invasión de los conquistadores árabes, que no lograron apoderarse del litoral del Atlas hasta después de su muerte. Sucumbió con las armas en la mano, muerta por el general Hassam. Hace algunos años, la tribu de los Ihehauen era gobernada por una mujer, una chelkha; aún hoy día las mujeres que se distinguen por sus méritos son admitidas en los consejos de la tribu.

Los tuareg son los descendientes de aquellos libianos de que hablaba Herodoto, quienes tenían sus mujeres en comunidad, no viviendo con ellas, y cuyos hijos eran educados por las madres.62 Ellos pretendían que Minerva era la hija adoptiva de Júpiter, pues no podían admitir que un hombre engendrara sin el concurso del otro sexo: sólo las mujeres eran capaces de milagro semejante.

En el valle del Nilo, esta cuna de la civilización, las mujeres del tiempo de Herodoto tenían una situación tan privilegiada, que los griegos llamaban a Egipto «un país al revés».

El historiador de Halicarnaso explicaba este contraste «por la naturaleza del Nilo, tan diferente de los otros ríos, así como los más de los egipcios y sus leyes difieren de las costumbres y trajes de otros pueblos».

«Los hombres llevan los fardos en la cabeza, y las mujeres en las espaldas. Las mujeres van al mercado y comercian, mientras que los hombres, encerrados en sus casas, trabajan la tela. Los muchachos varones no están sujetos por la ley a mantener a sus padres; esta carga incumbe de derecho a las hijas.»

Esta condición impuesta a las hijas era suficiente para establecer que los bienes de la familia pertenecían al sexo femenino, como se daba el caso entre los naires y los tuareg; y en todas partes donde la mujer disfrutaba de esta condición económica dejaba de estar bajo la tutela de su marido y se convertía en jefe de la familia.

62 Herodoto, libro IV, pág. 180.

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118 CUADERNO DE HISTORIA DE LA SALUD PUBLICA

En virtud de los numerosos favores de la diosa Isis, escribe Diodoro de

Sicilia, habíase establecido que la reina de Egipto tuviese más poder y fuese más respetada que el rey; lo que explica por qué entre particulares el hombre pertenecía a la mujer según los términos del contrato dotal, y que se estipulase entre los esposos que el hombre obedecía a la mujer.63 Se ha recogido esta observación de Diodoro de entre las historias maravillosas, en las que abundan los viajeros que vuelven de lejanas tierras; haciendo constar, no obstante, que la asociación de reinas en el poder persistió hasta los Ptolomeos, a despecho de las ideas griegas que conquistaron el país. En las ceremonias religiosas Cleopatra vestía los atributos de Isis, la madre santa, y su esposo Antonio, un general romano, seguía a pie su carro triunfal.

Las inscripciones funerarias recogidas en el valle del Nilo mencionan frecuentemente el nombre de la madre, pero no el del padre. «Alguna vez», dice Revillout, indícase por paralelismo que el personaje en cuestión era hijo de un tal. Mas esta designación patronímica era muy rara en la lengua sagrada... Añadamos que la mujer casada, madre o esposa es siempre nelet pas, señora de su casa.64 Revillout queda escandalizado.

El análisis de los papiros demóticos del Louvre ha permitido al sabio egiptólogo poder afirmar que los antiguos contratos matrimoniales no mencionan los bienes de la mujer, por numerosos e importantes que fuesen, no teniendo, por tanto, el marido ningún derecho sobre ellos, mientras que se especifica la suma que él debe pagar a su mujer, sea como donación nupcial, pensión anual o multa en caso de divorcio. La esposa es siempre dueña absoluta de sus bienes, que administra y dispone a voluntad suya. Compra, vende, presta, pide prestado; en una palabra, ejecuta sin contradicción alguna todos los actos de jefes de familia.

Los hechos anotados por Herodoto y Diodoro, confirmados por los trabajos de Champollión-Figeac y por varios egiptólogos, demuestran que la mujer egipcia ocupaba en la familia la misma posición que las señoras naires y tuareg.

Poséense aún otras pruebas: éstas de diferente naturaleza. Las ceremonias y las leyendas religiosas conservan momificadas las

costumbres del pasado. La Pascua católica, esta comida mística en la que los

63 Diodoro de Sicilia, Libro I, pág. 27. 64 Reí>ue Egyptologique, 1880.

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fieles absorben a un Dios hecho hombre; la leyenda hebraica de Abraham,

inmolando un cabrón en lugar de Isaac su hijo, es el lejano eco de los banquetes antropológicos y holocaustos humanos. La cabeza del hombre elabora las religiones con los hechos que le rodean, mas en el curso, de los siglos los hechos se transforman, desaparecen, mientras que la forma religiosa, que ha sido su manifestación en la inteligencia humana, persiste. Estudiando la forma religiosa, se pueden encontrar y reconstituir los fenómenos naturales y sociales que le han servido de base.

Isis, la diosa de los antiguos egipcios, la madre de los dioses, vino al mundo por sí sola; es también la diosa virgen; sus templos en Sais, la ciudad santa, tenían esta altiva inscripción: Jamás nadie me ha tocado la ropa y el fruto que yo he dado es el Sol. El orgullo de la mujer se revela en estas palabras sagradas; proclamábamos independiente del hombre, no tenía necesidad de recurrir a su cooperación.

A esta osadía, Grecia replicó que Júpiter, el padre de los dioses, alumbró a Minerva sin necesidad de mujer; y Minerva, la diosa «que no ha sido concebida en las tinieblas del seno maternal» será la enemiga de la supremacía familiar de la mujer. Isis, por el contrario, es la diosa de las antiguas costumbres; casóse con su hermano, como en el tiempo de la promiscuidad consanguínea. Sobre sus monumentos declara: Yo soy la madre del rey Horus, la hermana y la esposa del rey Osiris, soy la reina de la tierra entera. Su marido, más modesto, no se instituía el padre del rey Horus. Isis es inmortal, Osiris es mortal, fue muerto por Typhon; llenada su función de genitor, debía morir.

Babilonia celebraba, con cinco días de orgía popular, las fiestas de la diosa Mylita; era la fiesta universal de la libertad y de la igualdad primitivas. El Phallus, que hacía iguales a todos los hombres, era adorado; el rey de la fiesta, escogido de entre los esclavos, después de haber gozado de la reina de la ceremonia, era entregado a las llamas; igual que el dios Osiris, una vez llenada su función genitora, debía morir.

La mujer reducía al hombre a no ser más que un órgano. El antagonismo de sexos, nacido con la humanidad, dura aún. El menosprecio que, desde los tiempos históricos, han tenido los hombres para la mujer, puesta en tutela o tratada como cortesana o ama de gobierno, lo han guardado con ellos las mujeres, los ritos religiosos lo prseban, cuando ellas eran las iguales y a la vez las superiores del hombre.

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121 CUADERNO DE HISTORIA DE LA SALUD PUBLICA

En-las sociedades animales comunistas, entre las hormigas, las abejas, el

macho es un parásito; después del acto de la fecundación se le extermina.

III

COSTUMBRES DE LA FAMILIA MATERNA

No cabe la menor duda de que antes de llegar a la forma familiar actual, la humanidad ha pasado por una forma de familia al revés; la madre erigida en jefe; el padre, personaje secundario, no transmite a sus hijos ni su nombre, ni sus bienes, ni su rango.65 La familia, entonces, es la prolongación de mujer a mujer del cordón umbilical, este signo material de la maternidad. Este órgano, que en las familias reales de Europa han cortado en presencia de testigos, a fin de evitar toda duda sobre la legitimidad del nuevo ser, está aún rodeado de respeto tal entre ciertos pueblos, que, por ejemplo, los habitantes del alto Nilo, los fidgienos y también los criollos de las Antillas, le conservan preciosamente y en- tierran con ceremonia cuando la muerte del individuo; es el lazo que une al jefe de la familia, a la madre.

Las costumbres que corresponden a esta forma familiar primitiva escandalizan la moral de los civilizados. La castidad monogámica no es una virtud; la mujer, por el contrario, se honra según el número de sus esposos, que se suceden a días fijos, o que cohabitan con ella durante una revolución lunar; éste era el uso en las Islas Canarias.66

Los maridos de una misma mujer, siguiendo la observación de Herera, a propósito de los salvajes de Venezuela, viven en perfecta inteligencia y sin conocer los celos; esta pasión aparece tardíamente en la especie humana.

65 Si se pregunta a un liciado de qué familia es, dice Herodoto, os hace la genealogía de

su madre, libro I, pág. 1/5. Plutarco nos cuenta que los cretenses se servían de la palabra matria, en vez de patria. Ulpiano, el jurisconsulto del siglo in da aun a la palabra matrix el sentido de metrópoli, que preserva el recuerdo del tiempo en que el hombre no conocía más que la familia, la raza y el país de la madre.

66 Carver, en sus Trovéis in North American, observa que habiendo preguntado por qué una mujer de la tribu de los nandoweries estaba rodeada de un respeto tan grande, le fue contestado que en cierta ocasión solemne ella había invitado a los principales cuarenta guerreros de la tribu, habíales obsequiado con un festín y les había tratado a todos maritalmente. Había renacido una vieja costumbre dejada en desuso.

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122 CUADERNO DE HISTORIA DE LA SALUD PUBLICA

Los hijos heredan bienes de la madre y de los tíos maternos, jamás del

padre. El tío ama a sus sobrinos con más cariño que a sus propios hijos. Entre los germanos, dice Tácito, el hijo de una hermana es más querido de

su tío que de su padre. Algunos estiman este grado de consanguinidad más santo y más estrecho; y al recibir en rehenes, prefieren a los sobrinos, como partes más ligadas e interesantes ante la familia.67 No obstante, los germanos que describe el historiador latino habían entrado ya en la forma familiar paternal, puesto que los hijos heredaban de su padre; pero conservaban aún los sentimientos y ciertos usos de la familia maternal.

La mujer habita en su casa o en la de su clan, y jamás en la de su marido. La observación siguiente, citada por Morgan y referida por el pastor protestante Séneca, que vivió durante algunos años entre los iraqueses, es típica. «Durante el tiempo que ellos habitaron en sus largas casas, que podían contener cientos de individuos, el clan predominó; pero las mujeres introducían en él a sus maridos pertenecientes a otros clanes. Era costumbre que las mujeres gobernasen la casa; las provisiones eran aperladas por todos; pero ¡desdichado del marido o del amante demás; do perezoso o poco hábil que no contribuía por su parte a las provisiones de la comunidad! Cualquiera que fuera el número de sus hijos y la cantidad de bienes con que había contribuido, podía prepararse a recibir la orden de liar su manta y buscarse casa: desobedecer su orden no le valía en nada. El escándalo que se armara sería mayúsculo. No le quedaba más remedio que volver a su propio clan, o, lo que sucedía e n frecuencia, buscarse un nuevo acomodamiento en otro. Las mujeres eran el gran poder de los clanes. Cuando las circunstancias lo exigían, no vacilaban en hacer saltar los cuernos, signo de mando, de la cabeza de los jefes, y dejar a éstos en simples guerreros. La elección de los jefes dependía siempre de ellas.»

Las descripciones de los viajeros representan a la mujer bárbara colmada de trabajos. La división del trabajo, tal como lo explica Carlos Marx, empieza con la división de sexos. El salvaje es guerrero y cazador; vive rodeado de enemigos y puede ser atacado en cualquier instante. Debe estar siempre dispuesto a batirse, siempre sobre las armas; su trabajo consiste en defender a su tribu y en proveer de víveres a su mujer

67 Tácito, Costumbres de ¡os germanos.

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y a los hijos de ésta. Entre los pueblos civilizados, el soldado está dis-

pensado de trabajar. La mujer salvaje, al contrario, está encargada de todos los trabajos de la casa, del cultivo de los campos, y de llevar sobre sus espaldas a los hijos y a los objetos mobiliarios que son de su pertenencia. «Los pueblos bárbaros que imponen a las mujeres más trabajo del que les convendría, según nuestras ideas, dice Engcls, tienen para ellas casi siempre una estimación más real que nosotros los europeos. La dama de la civilización, adulada y alejada de todo trabajo, ocupa una posición social infinitamente inferior a la de la mujer que vive en un estado de barbarie y colmada de trabajo; su pueblo la considera una verdadera dama, y lo es, en efecto, por su carácter.»68

La mujer, dueña soberana de su casa, ejerce una acción en los negocios públicos; tomaba parte en los consejos de la tribu. Sin pretender extenderme sobre este punto, mencionaré el papel de árbitro que desempeñaba. En Tasmania, al empezar las batallas las mujeres impulsaban ardientemente a los guerreros para el ataque; pero en cuanto levantaban tres veces las manos, el combate cesaba y el vencido, presto a ser degollado, era perdonado.3 Entre los trogloditas, las mujeres eran inviolables; en cuanto ellas se interponían entre los combatientes, dejaban éstos de lanzar sus flechas.3 Las germanas asistían a las batallas excitando con sus gritos a los guerreros, empujando hacia la pelea a los caídos y contando y curando las heridas. Los germanos no desdeñaban consultarlas y seguir sus consejos; temían mucho más la cautividad para sus mujeres, que para ellos mismos; creían esos bárbaros que tenían en ellas algo que era santo y profètico, sanctum diquid et providum.69

Podría llenar largas páginas citando hechos análogos, probando que todos los pueblos de la tierra han pasado por una forma familiar bien diferente de la que conocemos hoy día. Estos hechos raros, que desbaratan las ideas inculcadas, no habían sido revelados más que por raros espíritus escépticos, los cuales se han valido de ellos para batir en brecha las nociones de la moral corriente.' Los filósofos moralistas que han

68 Los panikotk de la India inglesa reconocen a sus mu ¡eres una situación privilegiada

que ellas legitiman por un trabajo más activo e inteligente que el del sexo masculino. Ellas cavan, siembran, plantan, hilan, tejen, fabrican la cerveza; no rehúsan ningún trabajo. Hodgoon, Jvurual of the Ariane Società of Bcngah 1849.

69 Tácito, Moeurs des Germains, págs. 5 y 7.

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formado dogmáticamente las leyes de la moral eterna, las han ignorado absolutamente y las han considerado no vertidas.70 Pero en nuestros días, pensadores atrevidos y profundos las han clasificado y utilizado para recordar las fases de la evolución humana.

TEORÍA DE LA EVOLUCIÓN DE LA FAMILIA

Tomemos una pareja creada de un mismo ser, como Eva y Adán, de la tradición bíblica, o bien derivada de una horda salvaje, cuando el hombre salía apenas de la animalidad, y veamos su desarrollo. Esta pareja, con sus hijos y sus nietos, formará una tribu de treinta o cuarenta personas; la dificultad de procurarse víveres no les dejará rebasar este número. En el seno de este grupo, las relaciones sexuales serán completamente libres, como en las familias gallináceas de nuestros corrales; cada mujer será la esposa de los hombres de la tribu, y cada hombre el marido de todas las mujeres, sin distinción de padre e hija, de madre e hijo, de hermano a hermana.

Esta familia promiscua no ha sido hallada en ningún pueblo salvaje, aunque se ha observado en las grandes capitales de la civilización; ha debido existir, sin embargo, en estado de hecho general, cuando el hombre no era aún, según la expresión latina, un animal que participase de la razón, ratioms particeps, que entonces vivía desnudo, dormía en los árboles, se mantenía de frutos, de mariscos y de animales que no sabía cocer, y que apenas se distinguía del bruto, su antecesor.

Las fiestas orgíacas de las religiones asiáticas, durante las cuales reinaba la libertad sexual más absoluta, parecían ser reminiscencias de la promiscuidad primitiva. Estrabón cuenta que entre los magos, la tradición religiosa prescribía el matrimonio del padre con la hija, y del hijo con la madre con el objeto de procrear hijos destinados a funciones sacerdotales. En lugar de reconocer un origen natural a la promiscuidad primitiva, Bachofen la toma por una institución religiosa. Las fiestas promiscuales y las costumbres que, entre tantos pueblos, obligaban a las mujeres

70 Ha de hacerse una excepción respecto a Vico, uno de los pensadores más originales de

la época moderna. Los hechos por él conocidos no eran tan numerosos ni tan detallados para permitirle elaborar una teoría completa; sin embargo, en la Scienza num’a insiste sobre la promiscuidad primitiva, y basa el establecimiento del patriciado en Roma y su separación de la plebe, en la diferencia de la forma del matrimonio. Los patricios podían llamar a su padre patrem cierc; mientras que los plebeyos, que Conservaban aún la genealogía maternal, no le conocían.

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a prostituirse, sin escoger a cualquier advenedizo, eran, según él, actos de

expiación para apaciguar la irritación divina; los hombres, al contratar matrimonios individuales, más o menos' polgámicos, habrían violado los mandamientos de la divinidad que prescribía la comunidad de las mujeres.

La restricción de la libertad sexual primitiva ha debido empezar por la interdicción del matrimonio entre los individuos de diferentes uniones'. La primera unión es la de los genitores, la segunda la de los hijos, la tercera la de los nietos, o hijos de los hijos de los genitores, y así sucesivamente.

Todos los individuos de una unión con los hijos de la unión superior, y los padres y madres de la inferior, considerarse como hermanos y hermanas, y se tratan como matrimonios, pero les está prohibido tener relaciones sexuales con los miembros de las uniones superior e inferior. De hecho, no hay matrimonios individuales; quien nace varón en una tribu, es el marido de todas las mujeres de su promoción, sin distinguir la hermana y recíprocamente respecto a la mujer. «En los tiempos primitivos, dice Marx, la hermana era la mujer, y esto era lo moral.» Las leyendas religiosas y las costumbres de los pueblos antiguos nos dan numerosos ejemplos de esos matrimonios consanguíneos. Isis y Osiris, Juno y Júpiter, etc., eran a la vez hermanos y hermanas, mujeres y maridos.

Morgan, que se ha dedicado a buscar las más áridas noticias en la nomenclatura de los términos de parentesco usados entre los pueblos salvajes, ha encontrado, en las islas Sandwich, una serie de términos de parentesco no relacionados con su organización social, que debían haber nacido en el momento en que los individuos varones y hembras' procedentes de una unión se consideraban los hijos de una unión superior, y los padres y las madres de la inferior, e ignoraban las distinciones de tíos, tías, nietos, nietas y primos. «La familia es el elemento activo que jamás se estaciona, dice Morgan; progresa de una forma inferior a una superior, a medida que la sociedad pasa de un estado menos desarrollado a otro que lo es más. Los sistemas de parentesco son, por el contrario, pasivos; necesitan un tiempo excesivamente largo para registrar los progresos acumulados por la familia; si no se someten a los cambios radicales hasta que la familia está radicalmente transformada.»

«Lo propio ocurre con los sistemas políticos, jurídicos, religiosos y filosóficos, añade Marx. Mientras la familia progresa, el sistema de

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parentesco se estaciona y, entretanto que continúa subsistiendo por la

fuerza del hábito, la familia lo aventaja.» «Si el primer grado de organización, escribe Engels, consiste en excluir los

genitores y los hijos del comercio sexual, el segundo fue la interdicción del matrimonio entre hermanos. Este progreso, a causa de la mayor igualdad de los interesados, fue infinitamente más importante, pero más difícil de realizar. Perfecciónase gradualmente, empezando por la interdicción de las relaciones sexuales entre hermanos carnales, entre hijos uterinos, para acabar con los matrimonios entre hermanos de unos mismos padres.»

Esta marcha evolutiva de la familia es «una excelente ilustración del principio de la selección natural». Las tribus que impedían los matrimonios uterinos debían desenvolverse más rápida y completamente que aquellas en que los matrimonios entre hermanos era la costumbre y la regla.

Fison y Howitt, en su importante estudio sobre los kamilaroi y los kumai, dos razas australianas,71 transcriben una leyenda que ahorra explicar la manera en que se hacía la restricción gradual de las relaciones sexuales. «Después de la creación, los hermanos y hermanas y los parientes más próximos se casaban entre ellos sin distinción; cuando el mal proveniente de estas alianzas manifestóse, reuniéronse en consejo los jefes, a fin de buscar la manera de remediarlo. El resultado de la deliberación fue una súplica dirigida a Muramuza, el buen espíritu, quien ordenó que la tribu se dividiese en grupos, distinguiéndose entre ellos por nombres tomados de entre objetos, animados e inanimados, como perro, sonrisa, conmovido, lluvia, planta, etc., prohibiendo terminantemente que se casasen los individuos que llevasen el mismo nombre, pero concediéndolo a los de diferentes grupos.» Esta costumbre es aún obser-vada en nuestros días; la primera pregunta de un australiano a un extranjero es ésta: «¿de qué murdus?»; es decir: ¿a qué grupo perteneces?

La leyenda murdán contiene tres hechos notablemente importantes. Primeramente la tribu forma un todo homogéneo, los matrimonios practícanse indistintamente entre hermanos y aún entre padres e hijos; después la tribu se fracciona en grupos, que toman un tótem, es decir, el nombre de un animal, de un fenómeno natural; este objeto, animado o inanimado, acaba por ser considerado el antecesor del grupo,

71 L. Fison y A. W. Howitt; Kamilaroi and Kuniot, Melbourne, 1880.

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que corresponde al clan céltico, a la gens romana y genos griego. El

gramático Festus Pompeius pretende que la gens turelia, a la cual perteneció la madre de César, tomaba su nombre del sol, auriim urere.

Diferentes familias griegas reconocían por antepasados suyos a animales; verdad es que aseguraban que esos animales eran disfraces adoptados por Júpiter durante sus escapadas amorosas en la tierra. Plutarco cita una gens ateniense que recuerda una planta, el espárrago. La leyenda murdán nos enseña aún que el buen genio prohibía las relaciones sexuales entre individuos que llevasen el mismo nombre, el mismo tótem, es decir, pertenecientes al mismo grupo.

¿Cómo podía conservarse la tribu, fraccionada en grupos, en clanes, en gens, sabiendo que para procurarse medios de subsistencia se veía obligada a dividirse y a subdividirse constantemente? Por la preservación del nombre del antecesor, que será transmitido de generación en generación como un bien sagrado. Los miembros que dejaban el clan, llevábanse con ellos el nombre; podían ir a establecerse en lejanas tierras, a través de los mares y las montañas; podían durante el curso del tiempo cambiar sus costumbres y transformar su lengua hasta el punto de ser imposible reconocer su origen. No obstante, eran siempre miembros del mismo clan, del mismo grupo.

Y siendo prohibido el matrimonio entre los individuos pertenecientes al mismo grupo, lo primero que hacían antes de realizarlo era enterarse del nombre, del tótem. Esta interdicción era tan formal que en Australia el guerrero, que, aun por ignorancia, se unía a una mujer del mismo tótem, era cazado como una bestia y muerto por su propia tribu.

¿Cómo se transmitía el nombre del antecesor? ¿Por el padre o por la madre? En nuestros días, después de los siglos de moral monogámica se recurre a

un subterfugio legal para identificar la paternidad; el padre no es el que designa la naturaleza, sino el que resulta de una ceremonia religiosa y civil. No puede esperarse más de los hombres primitivos, no educados aún por el sabio ergotismo de los legisladores, que encargar al padre de la función sagrada de transmitir el nombre, el tótem del clan.

El sentimiento paternal no es innato en el hombre; para manifestarse, aun existiendo, requiere ciertas condiciones externas. El amor maternal está, por el contrario, profundamente encarnado en el corazón de la mujer; ésta se halla organizada en condiciones a propósito para

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ser madre, para elaborar el hijo en su seno y para alimentarlo con su leche

una vez nacido. El sentimiento maternal es uno de los más grandes deseos fisiológicos para la conservación y perpetuación de la especie.

La civilización, que con frecuencia obra en contra de las leyes de la naturaleza, desorganizando la mujer hasta el punto de hacer su gestación fatigosa, el alumbramiento laborioso y con dolor y el amamantamiento peligroso y en infinitas ocasiones aun imposible, atenúa el sentimiento maternal, lo embota, en el corazón de las mujeres civilizadas.

Las mujeres salvajes aman mucho a sus hijos; les amamantan durante dos años. Jamás les pegan. El hijo a quien la madre protege contra la brutalidad de los hombres, se ampara cerca de ella Como los polluelos se guarecen al asomar el menor peligro bajo las alas de la clueca.

Los miembros de un clan, por numerosos y dispersados que estén, continúan formando una inmensa familia. Circula en sus venas la misma sangre; la misma cadena umbilical, prolongada de mujer a mujer, les ata al antecesor, a la cepa madre, y débense ayuda, protección y venganza en todas circunstancias. El padre es desconocido, siendo reemplazado por el hermano de la madre. Lazos de sangre de estrecho afecto unen al tío y a los sobrinos. Los padres y los hijos pertenecientes a diferentes clanes son, por el contrario, considerados como si no fuesen consanguíneos; no les une ninguna otra afección. Pueden pelearse, matarse, si los clanes en que han nacido se declaran la guerra, mientras que es un crimen espantoso verter la sangre de su propio clan.72

Los escritorzuelos de hoy se burlan de Homero porque éste no tenía el amaneramiento de ellos, y se ríen de sus héroes que antes de combatir se entregaban para declinar su genealogía. No obstante, las rapsodias homéricas tenían un sentido más fino de la realidad que el de los escritores de la escuela naturalista, pues en ellas se reprodujo un uso que persistió aún después que la filiación paternal hubo reemplazado en el clan la filiación maternal.

Guerreros pertenecientes a campos enemigos podían ser miembros de un mismo clan; de ahí la necesidad de conocerse antes de atacarse, para no cometer el horrible crimen de verter la sangre del clan propio.

72 El padre Charlevoix, de la Compañía de Jesús, cuenta que un ¡roques que servía como

oficial en ¡as tropas francesas, creyó dar un ejemplo de magnanimidad en un combate, deteniéndose en el momento en que iba a atravesar a su padre. Histoire de la Ncntvelle Frunce, libro III, pág. 1 774.

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Mac Lennan observa que los héroes de la litada, cuya genealogía se detalla,

no se remontan más allá de la tercera generación, sin encontrar entre ellos un solo dios, es decir, un padre desconocido; lo cual parece indicar que en aquella época la filiación por el padre era muy reciente entre los helenos.

El salvaje, en continua guerra contra las bestias y los hombres, no puede vivir aislado; no le es dado comprender que pueda existir separado de un grupo de su clan. Expulsarlo de éste, equivale a condenarle a muerte: también el destierro ha sido considerado durante mucho tiempo como la pena más terrible que haya podido afligir al hombre de las sociedades antiguas. El hombre primitivo no constituye una entidad por sí mismo; no existe más que como parte integrante de un todo, que es el grupo, el clan; no es, pues, el individuo, quien posee, sino un clan; no es su individualidad quien se casa, es un clan.

Esta forma de matrimonio es sin duda la más curiosa. Para justificarlos tomo del libro de Fison y Howitt el siguiente ejemplo: «los kamilaroi están subdivididos en cuatro grupos o clanes: Ipaí y Kubí, Kumba y Murí. Las relaciones sexuales son prohibidas en el seno de un mismo clan; pero el clan Ipaí matrimoniaba con el clan Kubí, y el Kumba con el Murí, lo que significa que todos los hombres Ipaí son los maridos de las mujeres Kubí, y todas las mujeres Ipaí son las esposas de los Kubí. El matrimonio no es un contrato individual, sino colectivo, un estado natural; el hecho de nacer mujer en un grupo, os da como marido a todos los hombres de vuestro clan matrimonial. Los dos clanes pueden ser dispersados en todo un continente, y este caso se da en Australia. No obstante, cuando dos individuos de distinto sexo se en-cuentran y se reconocen como miembros de clanes matrimoniales, pueden sin otra ceremonia tratarse como marido y mujer. Esta forma matrimonial paréceme el sistema de matrimonio comunista más extendido que se conoce».

Para resumir: la especie humana, igual que otras especies animales, empieza por la promiscuidad de los sexos, luego restríngense gradualmente las relaciones sexuales, primero entre padres e hijos, en seguida entre hermanos uterinos, por fin entre hermanos colaterales, y en esta marcha evolutiva, adapta inmediatamente la filiación por la madre, siempre cierta, más tarde por la filiación del padre, siempre problemática. La filiación maternal coincide con la forma comunista y la forma

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colectivista de la propiedad que, sin embargo, pueden continuar sub-

sistiendo aun cuando la filiación paternal reemplaza la maternal. En las tribus salvajes, la mujer pertenece teóricamente a un número

ilimitado de maridos, aunque prácticamente, al ponerse bajo la protección de los hechiceros y de los jefes, sabe limitar el número; después aprovechándose de circunstancias diversas redúcelo a una docena y por fin a un solo marido que renueva con frecuencia.

La filiación por la madre da a la mujer en la tribu una posición elevada, superior a veces a la del hombre; cuando la filiación se realiza por el padre, la pierde.

El paso de la filiación por la madre a la del padre, que despoja a la mujer de sus bienes y de sus prerrogativas consagradas por el tiempo, los usos y la religión, no se ha efectuado siempre amigablemente; su historia está escrita en letras de sangre en una leyenda de la Grecia, que sus más grandes poetas dramáticos a su vez, se han trasladado a la escena.

Vamos a analizarla.

V

Transformación del matriarcado en patriarcado. Herodoto y los griegos de su tiempo decían de Egipto que era un país a la inversa, a causa de la posición preponderante que ocupaban las mujeres. Ignoraban que algunos siglos antes Grecia ofrecía el mismo fenómeno.

Una antigua leyenda, conservada por Varrón y transmitida por San Agustín en la Cité de Dieu, cuenta que: «durante el reinado de Cécrop verificóse un doble milagro en Atenas. Al propio tiempo que un olivo, nacía del suelo y a poca distancia, un manantial.

»El rey, asustado, mandó buscar el oráculo de Delfos para que le aclafase la significación de lo ocurrido y le indicase lo que debía hacerse. El dios contestó que el olivo significaba Minerva, y el manantial Neptuno, y que procedía llamar desde entonces a la ciudad con el nombre de una de las dos divinidades. Cécrop convocó luego una asamblea de ciudadanos, hombres y mujeres, ya que la costumbre, en aquellos tiempos, admitía a las mujeres en las deliberaciones públicas. Votaron por Minerva las mujeres y por Neptuno los hombres, y como resultase una mujer más, triunfó Minerva. Entonces Neptuno, para vengarse, inundó todas las campiñas de los atenienses.

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»Para apaciguar la cólera del dios, los hombres se vieron obligados a

imponer a sus mujeres una triple punición: primeramente fueron condenadas a perder su derecho al sufragio; después desautorizaron a los hijos para que siguiesen llevando el nombre de la madre, obligándolas al fin a renunciar al nombre de atenienses.» Perdieron, pues, sus derechos de ciudadanas, y no fueron más que las mujeres de los atenienses.

Un fenómeno sobrenatural, con la consiguiente intervención de algún dios, fue motivo de que las mujeres de Atenas perdiesen las prerrogativas que las hacían ciudadanas y libres.

Otras leyendas dicen que crímenes espantosos ensangrentaron a las familias antes que la mujer se dejase despojar de los derechos que la hacían respetar en su pueblo y en su clan.

Las leyendas homéricas son la historia de los odios, de las codicias, rivalidades y luchas que surgieron entre padres e hijos y entre hermanos, cuando los bienes y el rango, en vez de ser transmitidos por la madre, empezaron a serlo por el padre. La orestíada, la grandiosa trilogía de Esquilo, conserva palpitantes aún las terribles pasiones que devoraron los corazones de los hombres y de los dioses homéricos.

Si se quiere saber la historia de la leyenda de Orestes, se debe conocer la genealogía de sus padres: los dos descendían de familias ilustres por sus acciones heroicas.

Pélope, hijo de Tántalo, tuvo entre otros hijos a Atreo y a Tieste, quienes se casaron con la misma mujer, Erope. Atreo engrendró a Agamenón y a Menelao, y Tieste a Tántalo y a Egisto. Agamenón fue el padre de Orestes y de Electra. Clitemnestra, nieta de OEbalus e hija de Tíndaro, dio a luz a Orestes, Electra y Erigone.

Tántalo, el antecesor de las Atrides, sirvió a los dioses en un banquete a su propio hijo Pélope, a quien Júpiter hizo cruelmente resucitar. Atreo y Tieste, hijos de Pélope, e Hipocoon y Tíndaro, hijos de OEbalus, se disputaron los bienes y autoridad de sus padres. Cuando la familia paterna reemplazó a la familia maternal, y el derecho de heredero no se había establecido aún, los hijos luchaban para apoderarse de la pertenencia del padre. Esquilo pone en boca de Egisto estas palabras: «Atreo destierra, destierra de su patria a mi padre.» El desgraciado Tieste vuelve al hogar, invoca la hospitalidad... El impío Atreo ofrece a su padre un festín... ¡y el manjar que sirve a Tieste es la carne de sus hijos! Atreo, sentado al extremo de la sala, devora los dedos de los pies y de las

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manos que se había reservado para él. Los trozos informes ofrécense a

Tieste. Este horrible banquete y otras leyendas parecen indicar que poco tiempo antes del período homérico existían aún en Grecia casos de antropofagia.

Atreo y Tieste, los dos hermanos, tienen la misma mujer, Erope. Clitemnestra cásase con los tres nietos de Pélope: Agamenón, hijo de Atreo; Tántalo y Egisto, hijos de Tieste. Helena, hermana de Clitemnestra, únese con Menelao, hermano de Agamenón. Estos matrimonios dejan suponer que la familia de Pélope y la de Tíndaro pertenecían a dos clanes conyugales, análogos a los de la Australia contemporánea.

Examinemos el sombrío drama de Esquilo. La venganza «la sed inextinguible de sangre, atormenta el alma de los dioses y de los mortales.»

Clitemnestra y Egisto matan a Agamenón; la una para vengar a su hija, Efigenia; el otro, para vengar a su padre, Tieste. «Y ahora la muerte me parecería bella —exclamó Egisto ante el cadáver del héroe, encarcelado en la red en que le había envuelto para que no pudiese defenderse— ahora veo al enemigo en manos de la justicia.»

En aquellos tiempos la familia estaba encargada de vengar la injuria hecha a uno de sus miembros. La vendetta era un deber sagrado, un acto de justicia.

Electra, la hermana de Orestes, no oró jamás sobre la tumba de su padre, aumentándose más, por esta circunstancia, su odio y excitación a la venganza. «Júpiter, Júpiter, invocaba, tú eres quien has hecho surgir del fondo de los infiernos la venganza, lenta a punir, la venganza que hiere al mortal audaz y perverso; aun siendo parientes sabes cumplirla. Igual que la rabia del lobo devorador, es implacable la ira que mi madre ha hecho nacer en mi corazón... ¡Oh madre odiosa! ¡Oh mujer impía! ¡Tú has osado amortajar a mi padre como a un enemigo; los ciudadanos no han asistido a los funerales de su jefe; el esposo no ha sido digno de que lo llorasen!

«ORESTES. ¡Qué ultraje, gran dios!... Ella sabrá cuánto cuesta, Dejad que yo la mate y moriré contento.

»ELECTRA. Graba mis palabras en tu alma; que penetren en tus oídos hasta el fondo, hasta el reposado lugar del pensamiento; ya ves lo que han hecho; lo que tú debes hacer, pídelo a la venganza.»

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Y mientras, durante esta escena, Electra infiltraba el odio y la venganza en

el alma de Orestes, el corazón, igual que la voz de la conciencia pública, dirígese a los dioses e invoca las antiguas costumbres. «¡Oh grandes Parcas! ¡Haced que la ley de la equidad triunfe! La justicia reclama lo que se debe, su voz resuena y nos dice: ¡Que el ultraje sea castigado con el ultraje! ¡Que la muerte vengue a la muerte! Mal por mal, dice la Sentencia del tiempo antiguo... ¿No es justo, volver a un enemigo mal por mal? La ley lo quiere; la sangre vertida sobre la tierra pide otra sangre... La tierra que nos sustenta ha bebido la sangre del muerto; aquella se ha secado, pero la huella queda indeleble y pide venganza.»

Un dios, Loxias,73 impone a Orestes el deber de la venganza. «Oigo aún el eco de la formidable voz de Loxias. El corazón lleno de vida, debo someterme al afrentoso asalto del mal, si no persigo a los matadores de mi padre; si no mato, como ellos han matado; si no me vengo en ellos de la pérdida de todos mis bienes.»

No hay como los bárbaros, como los griegos de los tiempos homéricos o los pieles rojas de América para «sentir su corazón arder violentamente día y noche, sin intermitencia, hasta tanto que hayan derramado la sangre por la sangre». Transmiten de padre a hijo el recuerdo del matador de un pariente, de un miembro del clan, aun cuando el muerto fuese una mujer anciana.74

Cítanse casos de salvajes, que se suicidaron por no haber podido vengarse. Los moralistas, los economistas y aun los novelistas o poetas que tienen, no

obstante una psicología menos fantástica que la de los filósofos, repiten durante mucho tiempo que el hombre ha sido siempre el mismo, acabando por admitir que en todo tiempo habían hecho latir el corazón humano las mismas pasiones.

Nada más falso; el civilizado tiene otras pasiones distintas a las del bárbaro; el deseo de la venganza, así como el del vitriolo no corroe su cerebro.

A los bárbaros torturados por el deseo de la venganza no les asusta ningún crimen.

73 Esquilo, llamado Apolón: Loxias (tortuoso) a causa de la dificultad con que

comprendía los oráculos. 74 Adairs, History of Americain Indians, citado por Morgan.

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Durante diez largos años, Clitemnestra aguarda el momento de vengar a su

hija. Asesinado Agamenón, embriágase y con feroz alegría reproduce la escena de la muerte. «Dos veces —dice Clitemnestra— le hiero, da un grito lastimoso y sus miembros pierden su rigidez. En el suelo ya, un tercer golpe acaba con él... La víctima expira, las convulsiones del cuerpo hacen salir la sangre de las heridas, y varias gotas que al caer me salpicaron, fueron para mi corazón, una especie de roció mucho más dulce que lo es para los campos la lluvia de Júpiter en la estación en que empieza a desenvolverse la espiga.

»He aquí lo que ha pasado. Vosotros, a quienes hallo en estos lugares, .ancianos de Argos, compartid o condenad mi alegría, poco me importa, pues yo estoy satisfecha de mi acción. Si fuese permitido profanar un cadáver con libaciones, esta sería la ocasión de dar por ello las gracias a los dioses... Ved a Agamenón, mi esposo y he aquí la mano que lo ha muerto. La obra es de una digna obrera. He dicho.»

Clitemnestra desconoce el remordimiento; «jamás el temor pisará el umbral de la puerta de su palacio; ha vengado a su sangre, ha muerto al hombre que ha inmolado el fruto querido de sus entrañas»; son las diosas, es Até, es Dice, es Erimis quienes «la han ayudado a degollar a ese hombre». Acaba de realizar un deber sagrado, y ostenta su alegría. La opinión pública ratifica su acto, dejándola vivir en paz hasta que el hijo de Agamenón tenga la edad de vengarle. La opinión pública es muy potente entre los pueblos primitivos; es la autoridad a quien nadie insulta; persigue despiadadamente a los que infligen las costumbres, los usos, y para escaparse de ella, los culpables abandonan el país, se destierran hasta que sus crímenes son olvidados.

El hombre asesinado por Clitemnestra es un guerrero célebre, que volvía vencedor de una gloriosa expedición. La Grecia homérica se armó para castigar el rapto de una mujer, y la muerte del más grande de los griegos quedó impune.

El papel de las Euménides ha concluido. La mujer ha descendido del rango superior que ocupaba. El hijo no pertenece ya a la madre. El padre se ha constituido en dueño de la casa, como decía Minerva; el hijo mandará a la madre. Telémaco ordenará a Penélope retirarse de la sala del festín al salón de las señoras.75

75 Odisea, canto I.

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Jesús, el Dios nuevo, dirá a María: «Mujer, ¿qué hay de común' entre vos y

yo?» y añadirá que él ha venido a la tierra para cumplir las órdenes de su padre y no para ocuparse de las inquietudes de su madre.

«La familia y el culto se perpetuarán por el padre; él sólo representará toda la serie de los descendientes, sobre él descansará el culto doméstico, podrá casi decir, como Hindú: Dios soy yo; cuando la muerte llegue, será a un ser divino que los descendientes invocarán.76

»Tratada como un menor, la mujer estará sometida a su padre, a su marido, a los parientes de su marido si éste falleciese. Será despojada de sus bienes; los varones y los descendientes de éstos excluirán a las mujeres y sus descendientes para heredar la propiedad familiar.»

Catón, el antiguo, formulará así el Código conyugal. «El marido es el juez de la mujer; su poder no tiene límites. Puede lo que

quiere. Si comete ella alguna falta, él la castiga; si bebe vino, él la condena; si ha tenido comercio con otro hombre, la mata.» La ley de Manon, condena a la mujer que haya efectivamente violado su deber para con su señor, a ser devorada por perros en lugar público.77

Un nuevo crimen ha nacido, el adulterio. La Clitemnestra de Esquilo, que a sabiendas de todo el pueblo vivió con

Egisto, el primo hermano de Agamenón, su segundo marido, podrá decir a los ancianos de Argos: «Yo no he violado el sello del pudor y del secreto.» En las Euménides, Orestes y Apolón acusáronla de la muerte de Agamenón, pero no de haber faltado a la fe conyugal.

Sin embargo, Esquilo dramatiza la leyenda más de cinco siglos después de la toma de Troya, teniendo con esto que perder su limpidez al rozar con las ideas y costumbres nuevas.

Cien años después de Esquilo, Eurípides continúa con el mismo tema. Su Clitemnestra es matadora y adúltera; «ha contratado una unión culpable... ha manchado el lecho conyugal». En la plaza pública, Orestes encuentra como defensor «un ciudadano de corazón valiente, íntegro, de vida irreprochable. Éste propone coronar al hijo de Agamenón, por

76 Fustel de Colinges, La ciudad antigua. 77 En el mes de enero de 1886, el tribunal civil del Sena rechazó la demanda de

separación presentada por una mujer, y en cambio reconoció el derecho de pegarle «cuando la corrección está motivada por desvíos de la conducta que han excitado su legítima indignación». La ley francesa autoriza al marido para encarcelar y asesinar a su mujer. Los franceses demuestran de esta manera galante y humana su tierno amor para con la mujer.

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haber querido vengar a su padre, matando a una mujer mala e impía, causa

de que los ciudadanos no quisiesen partir al combate ni ir a expediciones lejos de sus lares, al ver que los que quedaban correspondían a los guardias de la casa y manchaban el lecho conyugal».

En Eleclra, Clitemnestra no representa tan altanera dignidad; es una mujer sumisa, que aboga por atenuar las faltas y demuestra que Agamenón tuvo gran parte de culpa en su adulterio, diciendo que: «Si el esposo se olvida hasta desdeñar el lecho conyugal, la esposa sigue de buena gana su ejemplo y entonces busca un amante.»

La mujer adquiere un nuevo deber, la fidelidad conyugal, mientras relegada al fondo del gineceo, bajo la opresión marital pierde su papel histórico.

El los tiempos homéricos, la mujer es el manantial de la leyenda. En todas partes demuestra la potencia de su acción; no obstante, la tradición, conservada principalmente por los hombres, apenas ha perpetuado más que el recuerdo de sus crímenes. Esquilo atácala en Las coéforas con un furor tal, que hace suponer que la mujer de su tiempo no estaba aún completamente sometida al degradante yugo del hombre.

EL CORAZÓN. ¿Quién es capaz de calcular la cólera de una mujer impúdica?... El amor, en el corazón de una mujer, es mucho más que el amor; es un delirio al que no llegan nunca, ni en días de ayuntamiento, las bestias salvajes y los brutos.

«...Recuerda la hija de Testius, la madre de Méleaga, esta madre fatal para su hijo... Odia aún a la sanguinaria Scila, quien libertó la ciudad de Mégase, y su padre Nisus a Minus su amante... Pero de todos los crímenes, el más tristemente famoso es el de Lemos, la matanza de hombres por las mujeres.»

Mientras la esposa, degradada, envilecida por la nueva organización de la familia, relajada en el teatro por las insultantes e impúdicas burlas de Aristófanes, que los padres de la Iglesia, los moralistas y los buenos espíritus de todos los tiempos han servilmente repetido, desaparecía de la vida pública, la prostituta, cortejada por los galanteadores, los ricos y los poderosos, cantada por los poetas, adulada por los filósofos, tolerada hasta presidir su mesa, reemplazaba el lugar del que había sido la madre de familia.78

78 H i parca, en cuyo honor los cínicos celebraban una fiesta, aunque hija de una familia

rica de Marone, casóse con el filósofo cínico Grates, pobre y deforme, con el fin de no ser encerrada en el gineceo y poseer así la libertad de que disfrutaban las cortesanas.

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Los atenienses, que tuvieron el triste honor de darse a conocer por tan dura esclavitud familiar en la mujer, no se libraron de las costumbres infames que, según Herodoto, importaban a todos los países por donde pasaban.79 Júpiter, «el padre de los dioses», el «vengador de los padres», el guardián de la fe conyugal, mereció ser el amante de Ganimeda.

VI

La farsa después de la tragedia. La teoría inventada por Apolón, para explicar el papel preponderante del padre en el acto de la generación, no logró convencer el espíritu positivista del pueblo, que prefiere un hecho tangible a todos los razonamientos de los sofistas. Al efecto empleó otros encaminados a autorizar la substitución de la madre por el padre en la dirección de la familia.

Conócese la simulación del llamado parto de Viscaya; la mujer pare, el marido se acuesta, gime y se contorsiona y los compadres y comadres del vecindario van a cumplimentarlo por su alumbramiento.

Esta curiosa costumbre, que Estrabón había señalado ya entre los iberos, se ha conservado hasta nuestros días.

Creíase que sólo eran los vascos los amigos de representar ante sus amigos y compañeros tan grotesco espectáculo. Pero cuando los europeos descubrieron América, comprendieron que su paisanos de Viscaya y de Guipúscoa no eran los únicos en que el hombre simulaba el parto real de la mujer.

«Entre los apípores, escribe un misionero, tan pronto como la mujer ha dado un hijo al mundo, vése al marido meterse en cama y siendo objeto de toda clase de cuidados. El hombre ayuna durante algún tiempo; juraríais que es él quien acaba de dar a luz.»

«Entre otros indígenas, escribe un viajero, el marido se mete desnudo en la hamaca; está cuidado por las mujeres del vecindario, mientras la madre del recién nacido prepara la comida, sin que nadie se acuerde de ella.»

79 Sócrates afirmaba que «durante una expedición no se permitía a nadie rehúsar el

abrazo que el guerrero daba a quien mejor le placía y fuese de uno u. otro sexu, a fin de que coadyuvase más ardientemente al triunfo y ostentara el premio del valor». (Platón, La república, libro V, página 153.)

«Los persas copiaron de los jóvenes el amor a los jóvenes» (Herodoto).

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Esta conducta ha sido observada un poco en todas partes; en Europa, en

África, en Asia, en el viejo y en el nuevo mundo, en el presente y en el pasado. Marco Polo la encuentra en Yunán en el siglo XIII. Apolonio, que vivió dos

siglos antes de nuestra era, relata que «las mujeres de Puente Euxino traen al mundo a sus hijos con la participación de los hombres, quienes acostándose, dan penetrantes gritos, se cubren la cabeza, se hacen preparar baños y alimentar delicadamente por sus mujeres».

«Los ciprios, dice Plutarco, se meten en cama e imitan las contorsiones de la mujer durante el parto.»

Los atenienses celebraban el dos del mes gorpeins —septiembre—, una fiesta en honor de Ariadna; durante el sacrificio «un joven, echado en una cama, imitaba los gestos y los quejidos de una mujer al alumbrar».

Podríamos multiplicar las citas, pero las que preceden son suficientes para afirmar que esta ridícula costumbre ha sido bastante general en toda la tierra.

Los dioses, esos monos del hombre, no creían la comedia del fingido alumbramiento en los plebeyos, pero sí, en ellos. Júpiter se acostó, gimió y juró que había llevado en su muslo al pequeño Baco que su madre acababa de traer a los cielos. Por raro privilegio, Baco tenía doble madre; los civilizados se contentaban siendo hijos de diferentes padres. Júpiter no era la vez primera que daba a luz, pues ya había librado a Minerva.

El falso alumbramiento de los vascos era sólo objeto de risa y de broma, tanto, que se creía simplemente que era una particularidad de un pueblo tan original; pero el hecho de encontrar la misma idea en distintos países y hasta en el mismo Olimpo, vale realmente la pena de ser tenida en cuenta. El hombre más cruel y el animal más grotesco transforman a veces los más grandes fenómenos sociales en ridículas ceremonias.

El citado alumbramiento, mejor aún, la grotesca parodia del alum-bramiento, es una de las más grandes supercherías que el hombre empleó para desposeer a la mujer de su cualidad de jefe de familia y de sus bienes.

El parto proclamaba bien alto el derecho superior de la mujer en la familia, y el hombre quiso parodiarle torpemente para convencerse de que era el autor de la criatura.

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La familia patriarcal entró en el mundo escoltada por la discordia, el crimen y la más degradante de las farsas.

«El matriarcado» (Obras escogidas) por Pablo Lafargue Colección «Era». Vol. VIII. Págs. 9-57. Serie Precursores (Sección Sociología.) Editorial Intermundo, 1947. Buenos Aires, Argentina.