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EL LAMENTO DEL SAUCE

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Page 1: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

EL LAMENTO DEL SAUCE

Page 2: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

"Nuestros logros pueden hacernos interesantes, pero es nuestra oscuridad

la que nos hace dignos de ser queridos". (Anónimo)

* PROLOGO *

Galicia. Febrero 2057.

Han pasado muchos años desde la última vez que me sinceré con alguien. Ni siquiera estoy

seguro de haberlo hecho nunca, pero ahora que soy anciano y sé que la muerte me ronda los

recuerdos atormentan mi corazón y mi mente.

Nunca he presumido de ser un hombre honrado, ya que casi nunca lo fui. Me limité a hacer

lo que debía, escondiendo mis emociones bajo una máscara de fría resignación y ahora me

encuentro aquí, en mi habitación, sobre mi viejo escritorio intentando reflexionar sobre toda

mi vida. No acostumbro a hacer estas cosas, pero desde que mi mujer murió hace tres años

me he sentido bastante solo. Mis dos hijos ya están crecidos y llevan una vida de éxito en

Madrid, no quise que cargaran con un viejo carcamal y, además, la ciudad no es para mí.

Siempre he sido un hombre de acción, necesito espacio, pero ahora que los huesos me

duelen y que la soledad me rodea siento la necesidad de reflexionar; sé que no he sido un

buen hombre y por eso temo el juicio de Dios, sin embargo, en mi descargo puedo decir que

amé a mi familia, quizás eso me salve. Intenté ser un buen padre, un buen marido y un buen

amigo pero, ¿lo fui realmente? por lo menos lo intenté y eso ya es más de lo que hace mucha

gente. Sólo he tenido un amigo de verdad, y quiero contarles esa historia pues de todos los

acontecimientos que marcaron mi vida ése fue uno de los principales.

Es la historia de un viaje a través del tiempo. Sí, créanselo, soy muy viejo y ya no tengo la

necesidad de mentir. Es la historia de un viaje al pasado, de cómo nos cambió la vida y de

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las vidas que cambiamos, un viaje al interior de nosotros mismos, a nuestras emociones más

profundas, un viaje a un lugar donde la soledad, el amor, el odio y la culpa conviven juntos

en delicada armonía.

Mi amigo murió hace cinco años aquí, en Galicia. Mi mujer y yo siempre estuvimos con él,

pero sus últimos años de vida los pasó sumido en un silencio frío y melancólico. Quise estar

a su lado en sus últimos días, el cáncer le había invadido sin remedio, pero él parecía no

querer morirse, parecía esperar algo y no supe que era hasta aquella última noche.

"Sácame fuera, quiero verla por última vez", me dijo. Era increíble, parecía haber estado

esperando a que la luna estuviese llena como lo estaba aquella noche. Sabía que le gustaba

observarla, sabía que aquel estúpido astro blanco, por alguna razón, le recordaba a ella, pero

nunca había comprendido esa manía suya casi rayante en la obsesión por mirar la luna. Se

quedó sentado sobre la hierba mirando el cielo y, de repente, al cabo de un rato, sonrió.

Hacía muchos años que no le había visto sonreír y casi siempre lo había hecho de una forma

cínica y socarrona, pero aquella noche era distinto. Era una sonrisa triunfal, de victoria, y

viéndole exhalar el último aliento lo comprendí todo, todo encajó en mi mente como las

piezas de un puzle perfecto.

Aquel astro blanco, aquel círculo perfecto que iluminaba la noche oscura, aquella sonrisa

triunfal y la inmensa paz que pareció invadirle mientras daba su último suspiro. Por eso la

miraba tanto, por eso la estuvo contemplando todas las noches los últimos años de su vida,

no era sólo que la luna le recordara a ella, era mucho más que eso y entonces lo comprendí;

no se puede ver la luz, si antes no has visto la oscuridad...

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* 1ª PARTE. MADRID, ABRIL 2008 - JUNIO 2009 *

I

El Dr. Trebiño llegó a casa después del trabajo un poco más tarde de lo habitual. El tráfico en

la carretera de La Coruña le sacaba de quicio, pero valía la pena con tal de no vivir en la

ciudad. Vivía en una casa en Navacerrada, poco antes de llegar al pueblo, cogiendo un

camino a la derecha de la carretera que sube desde Villalba. Era un lugar tranquilo, un lugar

que le proporcionaba el silencio y la paz necesarios para un hombre de su talento, y aquella

noche volvía feliz pues con sólo treinta años sus descubrimientos estaban a punto de

brindarle un futuro inmenso, lleno de retos y reconocimientos. Aparcó el coche a la entrada

y contempló la casa con satisfacción. Era pequeña y acogedora, combinaba la piedra con la

madera y el tejado de pizarra. Tenía un jardín de césped natural y un rosal al lado de las

escaleras que subían al porche, y mientras la miraba se sintió orgulloso porque era suya, era

fruto de su trabajo y, quizás ahora, si conseguía jugar bien sus cartas, podría dedicarle más

tiempo a su vida personal. Había perdido mucho en estos últimos años, se había

obsesionado tanto con su descubrimiento que sólo vivía para ello; no pudo asistir al entierro

de su padre, tampoco podía cuidar de su madre enferma y ni siquiera tenía tiempo de ver a

sus hermanos. Su novia le había dejado, no atendía a las llamadas de sus amigos, todo su

tiempo lo había entregado a aquella idea, pero ya estaba a punto de terminar. Todo iba a

salir bien, alcanzaría la fama y podría vivir despreocupado el resto de sus días, podría

reconstruir su vida o comenzar una nueva.

Cruzó el jardín, subió las escaleras de piedra y abrió la puerta. Entró y encendió las luces,

fuera estaba oscuro, ya había anochecido, no había luna y las nubes cubrían el cielo tapando

las estrellas, provocando así una noche muy oscura. El recibidor era amplio, a la izquierda se

encontraba el salón y a la derecha un pasillo que conducía a la cocina, al baño y a un par de

habitaciones. Justo antes del pasillo se encontraba una puerta que conducía al sótano, se

dirigió hacia ella, la abrió y bajó las escaleras de madera. El sótano era una habitación

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cuadrada y bastante amplia que cualquier hombre normal habría aprovechado como salita

de juegos con billar o mesa de pin-pong. Pero el Dr. Trebiño no era un hombre normal y en

su lugar había un escritorio con un ordenador, unas estanterías con muchos libros y algunos

instrumentos de medicina, y una jaula con un hámster. Él se había cuidado mucho de que

nadie viera aquel lugar y para sus propósitos no necesitaba más, pues el talento lo era todo.

- Hola Husky- le dijo al hámster mientras le acariciaba suavemente con un dedo a través de

los barrotes de la jaula- Hoy te veo muy bien. Ya falta poco pequeño, pronto seré reconocido

y todos los que me dieron de lado estos años se arrepentirán.

La luz del recibidor iluminaba la escalera y parte del sótano. Había que encender el

interruptor de la lámpara del techo para alumbrar la habitación completamente, lo hizo pero

no se encendía. “Debe de haberse fundido la bombilla”, pensó, así que se adentró en la

penumbra para llegar al escritorio, allí tenía una lamparita de mesa. La encendió con éxito,

encendió también el ordenador para revisar sus datos una vez más y una oleada de orgullo

inmenso se apoderó de él, pero poco después sintió un golpe seco en la nuca y se sumió en

una profunda oscuridad.

Cuando recuperó la consciencia se encontraba sentado en la silla del escritorio y sus manos

estaban fuertemente atadas al apoya brazos con cinta americana. Sus pies se encontraban

igualmente atados a las patas de la silla. Estaba desorientado y todavía le dolía el golpe en la

nuca, su visión era borrosa y la única luz de aquella habitación era la que emitía la lamparita

del escritorio. Cuando su visión se hizo más clara lo primero que vio fueron las escaleras de

subida al recibidor de la casa. Alguien le había colocado en la silla en medio de la habitación,

de espaldas al escritorio.

- ¿Cómo se encuentra, doctor?

La voz venía de las escaleras, así que entornó los ojos para poder ver con claridad y

vislumbró una silueta negra sentada en los peldaños. Notó cómo alguien se movía a sus

lados y sólo entonces lo comprendió todo con una resignación fatal; eran tres los intrusos,

los tres iban totalmente de negro y los tres llevaban guantes, pasamontañas y las botas

cubiertas con bolsas de plástico. Tan sólo se les veían los ojos y la boca, y no había que ser

muy lúcido para entender que sus intenciones no eran nada amigables.

Los que se encontraban de pie a sus lados eran altos y corpulentos, debían de pesar noventa

kilos cada uno y estaban nerviosos, parecían dos gorilas tensos y cabreados. Sin embargo, el

que estaba sentado en las escaleras se encontraba tranquilo y cuando se levantó para ir hacia

él no le dio la impresión de ser un gorila como los otros. También era alto, mediría

aproximadamente 1,80 cm. y no era corpulento sino más bien delgado, aunque sin duda era

un hombre fuerte.

Llevaba un jersey de montaña, vaqueros y botas con unos guantes de cuero, todo negro al

igual que sus compañeros. Su andar era fino y elegante y su voz suave y grave parecía muy

cortés, de no ser por la situación habría pensado que se trataba de un caballero feudal.

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- ¿Se encuentra mejor?- volvió a preguntar cuando llegó hasta él, mientras se inclinaba un

poco para mirarle. Sus ojos, de un azul intenso, le contemplaban con curiosidad e incluso

tuvo la sensación de ver un atisbo de respeto en ellos. ¿Sería posible? ¿Aquel hombre le

respetaba?

- Me duele la cabeza- contestó el Dr.

El hombre de negro asintió solemnemente.

- Lo siento. Era necesario dejarle inconsciente para poder atarle a la silla sin complicaciones.

Aunque quizás mis colegas hayan puesto demasiado énfasis en el golpe.

- ¿Qué es lo que quieren?

- Hablar con usted... y luego matarle.

La sangre se le heló completamente. El corazón comenzó a latirle al doble de su velocidad y

sus músculos se le agarrotaron mientras sentía un nudo en la garganta. La sensación de

mareo volvió a invadirle, miró a los ojos de aquel hombre pero él permanecía de pie sin

inmutarse, con la actitud de una persona normal que ha formulado un comentario normal.

No podía hablar, no tenía fuerzas y se sentía mareado por lo que acababa de escuchar,

intentó pensar que no era cierto, que era mentira y que todo era un sueño. "Quiero

despertar", pensó, "quiero despertar ya"... el hombre de negro se dio la vuelta para dirigirse

de nuevo hacia las escaleras y se quedó mirando a sus acompañantes. Ellos reaccionaron

automáticamente como si hubieran recibido una orden acercando la silla donde estaba

sentado hacia él. Se quedaron frente a frente mirándose, el doctor con un miedo inmenso y

el hombre de negro con curiosidad. De nuevo volvió a sentir ese atisbo de respeto en sus

brillantes ojos azules y de nuevo volvió a sentir que no comprendía nada. Él estaba atado a

una silla al pie de unas escaleras con aquel hombre desconocido sentado en ellas frente a él

mirándole con.... ¿respeto?

- Verá doctor Trebiño- comenzó.

- ¿Cómo sabe mi nombre?

- Yo se muchas cosas de usted-respondió, con una sonrisa y mucha calma- sé que es usted el

doctor Ernesto Trebiño Cabañas, sé que tiene usted treinta años, sé que es usted un hombre

ambicioso, la clase de hombre que se dedica por completo a su trabajo, la clase de hombre

que pierde a su novia y a sus amigos porque se obsesiona con una idea, la clase de hombre

que no entierra a su padre porque piensa que le queda poco para conseguir su objetivo y no

tiene tiempo que perder, la clase de hombre que olvida a sus hermanos y a su madre

enferma para dar los últimos retoques a sus proyectos, la clase de hombre capaz de habilitar

un sótano en su casa donde poder dar rienda suelta a sus maquinaciones...

El doctor tardó tiempo en reaccionar. Nunca había sido una persona confiada, tampoco era

demasiado sociable y casi nadie sabía lo que hacía fuera del trabajo, casi nadie sabía nada de

su vida ni de cómo era él. ¿Por qué ese hombre sabía esos detalles?

- Creo que se equivoca de persona- dijo dubitativo, en un intento desesperado de salvarse.

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- No, doctor, no... no me equivoco. No intente mentirme, eso no le ayudará. Sé muy bien

quién es usted y qué es lo que ha hecho, y por eso le respeto. Es usted de la clase de hombres

que nacen una vez cada cien años, es usted... un genio.

Por increíble que le resultara, la manera de hablar de aquel hombre, suave y pausada, lejos

de ponerle nervioso le tranquilizaba. Por un momento olvidó lo primero que le había dicho,

pero no tardó en recordarlo, él quería matarle.

- Dígame qué es lo que quiere, pero por favor, no me mate- dijo titubeando.

El hombre de negro negó lentamente con la cabeza. Acercó la cara hacia él y se le quedó

mirando un rato. Sus ojos azules le observaban con mucha calma, y de nuevo volvió a sentir

esa sensación de tranquilidad.

- No voy a andarme con rodeos. Es usted un hombre inteligente, analice la conversación que

estamos teniendo y en qué situación se está produciendo. Mire su posición, está usted atado

a una silla en el sótano de su casa, no hace falta que le diga qué es lo que estoy buscando,

porque usted ya lo sabe. Sólo dígame dónde lo esconde y acabemos pronto, pero olvídese de

vivir.

- Si me van a matar igual, no pienso decirle nada.

De repente uno de los hombres que también estaban en la habitación empezó a ponerse

nervioso, y de refilón pudo ver cómo se acercaba hacia él por detrás desde su lado

izquierdo.

- ¡Hablan demasiado!- gritó mientras levantaba el puño hacia él, con intención de golpearle.

- ¡¡Quieto!!

La voz del hombre de negro esta vez sonó alta y clara, con tanta autoridad que el gorila se

quedó petrificado con el puño en alto. No pudo verle bien, pero en su figura oscura notó

cómo el miedo invadía por completo a aquel hombre. Bajó el puño lentamente y volvió a su

posición mientras el hombre de negro, que continuaba sentado e inmóvil, no dejaba de

mirarle. El doctor pudo ver cómo aquellos ojos azules de apariencia tranquila se habían

transformado en unos ojos que irradiaban ira, las pupilas se le habían contraído

completamente al igual que los ojos de un depredador a punto de saltar sobre su presa.

Cuando aquellos ojos se volvieron hacia él, el doctor comenzó a temblar.

- Ya no abundan los profesionales, doctor Trebiño. Imagino que en su profesión le pasará lo

mismo. Detesto trabajar con aficionados, duros de pastel que se creen muy hombres sólo por

hacer músculos en un gimnasio. En trabajos como el que tengo que hacer esta noche, los

aficionados son propensos a alborotar y a ensuciarlo todo. Se dedican a dar golpes y gritos, a

ponerlo todo patas arriba y perdido de sangre. Al final tardan más, no consiguen lo que

buscan y dejan un millón de pistas para que la policía pueda detenerles, por eso me asquea

trabajar con esa clase de gente pero... con estos bueyes tenemos que arar.

Hizo una pausa mientras negaba lentamente con gesto de resignación, después volvió a

mirarle fijamente.

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- Son ratas, doctor. Hombres sin valores y sin aspiraciones, hombres sin medida... hombres

peligrosos. Todo en ellos es violento, sus gestos, sus palabras, su tono de voz, su forma de

moverse... por eso les tiene miedo, usted no comprende la violencia porque en su rutina

habitual es algo que no existe, si le tratáramos con violencia usted se bloquearía y no nos

diría nada.

El doctor volvió a tranquilizarse. Pese a todo, aquel hombre le parecía razonable así que

intentó negociar con él.

- Tengo un poco de dinero. Tengo algunas influencias, puedo darle lo que busca y más

cosas, pero por favor, no me mate.

- No intente sobornarme. Ya le he dicho mis intenciones, así que dígame dónde tiene

escondido lo que busco.

- Si voy a morir igual, no se lo diré- repitió de nuevo.

El hombre de negro volvió a negar con la cabeza mientras se sonreía con ironía.

- Es usted cabezota. Mire a mis colegas, suelen golpear a la gente para intentar sacarles

información antes de dar el último suspiro. No consiguen la información, pero lo cierto es

que sí consiguen llevarse por delante a hombres mucho más fuertes que usted. Aplican esa

táctica desde el principio, no porque sea necesaria, sino porque disfrutan haciéndolo. Es lo

que tienen las ratas.

El doctor notó cómo los dos hombres que tenía detrás se revolvían incómodos. No les

gustaba nada lo que decía su compañero.

- En ese sentido yo no soy como ellos- continuó- no me gusta hacer más daño que el que sea

estrictamente necesario, sin embargo ha podido notar que esas dos ratas me respetan y me

obedecen en seguida. Usted pensará que lo hacen porque soy más inteligente, porque hablo

mejor, pero... ¿sabe por qué me respetan en realidad?

El doctor negó con la cabeza, y entonces el hombre de negro se levantó lentamente y acercó

su cara hasta él mientras le agarraba ligeramente el hombro. Pudo ver de nuevo aquellos

ojos de depredador mirarle fijamente antes de echar a temblar.

- Ellos me respetan porque me temen- dijo despacio y muy bajito, casi susurrando- ¿sabía

usted que se puede torturar a un hombre durante días, o incluso semanas, sin llegar a

matarle? ¿Sabía usted que se puede reanimar constantemente a un hombre que ha perdido el

conocimiento para poder seguir torturándolo? Tan sólo hay que saber hacerlo. Una rata, un

aficionado, no sabe y por eso sus interrogatorios son rápidos e ineficaces. Pero yo soy un

profesional, así que imagine la clase de tormento que le espera si no me da una respuesta ya.

Le llevaré a un lugar dónde nadie podrá encontrarle y de dónde no podrá salir. Me suplicará

que le mate cada segundo y cada segundo que pase será eterno para usted, y yo me

encargaré de alargar su tormento días que le parecerán años... piénselo fríamente, su causa

no merece semejante sacrificio.

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De repente el temblor del doctor se convirtió en parálisis y sintió cómo una humedad en la

entrepierna iba creciendo muy despacio. Sintió las gotas de orina empapar su pantalón antes

de deslizarse bajo sus muslos. El hombre de negro observó eso sin inmutarse mientras se

sentaba de nuevo en las escaleras, frente a él.

- Que usted va a morir es un hecho cierto y verdadero, algo que no ha podido elegir. Pero

puede elegir la manera de hacerlo, le puedo matar rápido y sin dolor.

El doctor le miró mientras una lágrima se le escapaba de cada ojo y, al rato, respondió

titubeando.

- Hay unas escaleras a la entrada que suben al porche de la casa. Son de piedra. En el

segundo escalón, la tercera piedra por la derecha, hay que hacer palanca. Sáquenla, por

debajo verán que está hueco.

El hombre de negro miró a uno de los gorilas y le hizo una señal. Este, al momento, sacó una

palanca de hierro que tenía bajo el jersey y se fue hacia ellos para salir del sótano. Cuando

llegó a su altura para subir las escaleras el hombre de negro le detuvo con la mano.

- Te doy dos minutos como máximo. Deja la piedra como estaba, y nada de linternas.

El gorila asintió antes de comenzar a subir las escaleras de dos en dos.

- Ahora sólo queda esperar. Ha tomado usted la decisión correcta.

La habitación quedó en silencio, el hombre de negro no dejaba de mirarle con esa mezcla de

curiosidad y respeto, el gorila a su espalda estaba totalmente quieto, como a la espera de

alguna orden, y el doctor empezó a salir de su trance y a ser consciente totalmente de lo que

iba a ocurrir.

- Por favor, no quiero morir...- balbuceó.

Pero sus súplicas no parecían tener ningún efecto. Ahora podía entender que esa iba a ser su

realidad, iba a morir en unos minutos y no podía hacer nada por evitarlo, sintió sus

músculos tensos y su corazón palpitar fuertemente, lo sentía casi en su garganta, como si

fuera a salir despedido por la boca. Le entraron ganas de llorar y lloró, y al hacerlo notó

cómo el hombre de negro se encontraba incómodo. Pudo ver entre las lágrimas cómo

aquellos ojos de respeto se trasformaban en una mirada de amarga resignación y pensó que

quizás aquel hombre en realidad no deseaba matarle, pero aun así nada impediría que lo

hiciera.

Se oyó cómo alguien bajaba las escaleras rápidamente y vio al gorila aparecer de nuevo con

una carpeta en las manos. Estaba cubierta con una funda de plástico que la protegía, se la

dio al hombre de negro y este la sacó de su funda y la abrió lentamente para ver los papeles

y el CD que había en ella. Después de un tiempo asintió, y los dos gorilas agarraron la silla

con el doctor y la colocaron de nuevo en el centro de la habitación. El hombre se levantó y le

devolvió la carpeta al mismo gorila que la había traído, después sacó un arma corta con

silenciador que llevaba bajo el jersey, por debajo del pantalón, y le apuntó con ella. Sintió sus

músculos agarrotarse más que nunca.

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- Vaya con Dios- le dijo antes de pegarle tres tiros, dos en el pecho y uno en la cabeza. Pudo

sentir una leve quemazón y cómo sus músculos se relajaban mientras su corazón desbocado

dejaba de latir.

II

- ¿Cómo te puedes leer todo eso? Menudo coñazo.

Diego se quedó mirando a su compañero con perplejidad. Sabía que la mayoría eran unos

burros, pero no comprendía que pudieran jactarse de su ignorancia.

- Es un libro- contestó mientras abría su taquilla- Para leerlo sólo hay que abrirlo, y ya está.

- Es demasiado gordo. Tiene que ser un coñazo, y además, ¿de qué te sirve si no es para

perder el tiempo?

- Sirve para tener cultura y vocabulario, algo que a ti no te vendría nada mal.

-¿Y de qué me sirve tener cultura y vocabulario en este curro de mierda?

Diego le observó mientras se cambiaba de ropa. El trabajo en el restaurante no estaba mal,

pero le costaba comprender a sus compañeros pues le parecían casi todos gente sin

aspiraciones y sin inquietudes. Sus estudios de Física en la universidad no le habían

proporcionado los resultados esperados, y allí se encontraba con treinta y dos años

trabajando en un restaurante de mediana categoría en el barrio Salamanca, y no es que se

encontrara mal del todo, pero, a fin de cuentas, no podía evitar sentir cierta frustración y

todas las mañanas, al despertar, se hacía la misma pregunta; “¿qué hago yo entre tanto

bestia?” A pesar de todo había aprendido cosas, ya no era el estudiante introvertido de años

atrás, el contacto con sus compañeros de trabajo y con ese ambiente laboral lleno de picardía

y cinismo le habían hecho cambiar y madurar. Catorce eran los años que llevaba en el oficio,

había tenido que empezar desde muy joven para poder pagar el alquiler del piso y los cinco

primeros años los compaginó con sus estudios en la universidad. Aquellos fueron años muy

duros para él, pues entre el estudio y el trabajo apenas le quedaba tiempo siquiera para

dormir, pero se animaba con el sueño de tener un gran futuro al finalizar, ilusiones que el

tiempo se encargó de desmoronar por completo pues ya habían pasado nueve años desde

que se licenció y seguía en aquel restaurante. Paradójicamente, ganaba más sirviendo mesas

que lo que le pagaban en todos los trabajos que le habían ofrecido mínimamente

relacionados con sus estudios, y mientras los rechazaba tuvo que ver cómo compañeros

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suyos que se pasaron la facultad de fiesta en fiesta triunfaban... pero en la empresa de sus

padres. Así pues, de un tiempo a esta parte, decidió centrarse en las metas y objetivos que

pudieran derivarse del restaurante, que no eran pocas, quizás con el tiempo pudieran

hacerle encargado y más adelante ¿quién sabe? Podría acabar dirigiendo el negocio, a fin de

cuentas él tenía mucha más preparación que el resto de sus compañeros, que si bien la

mayoría de ellos estaban licenciados en la universidad de la vida lo cierto es que de letras y

de números nada de nada.

-Como me pone la chica nueva- continuó su compañero.

-Ya...

-¡No me dirás que no está buena!

Diego volvió a mirarle mientras terminaba de ajustarse el delantal de su uniforme, esta vez

con gesto de reprobación.

- Gregorio, tienes treinta y dos años y hablas como un adolescente ebrio a punto de sufrir un

ataque hormonal.

- ¡Buah! Y tú hablas como un presidente. ¿A ti no te pone esa chica? El otro día vi cómo la

mirabas...

- A mí una chica no me pone- respondió sonriéndose mientras le daba un pequeño codazo-

lo de ponerse lo dejo para los animales como tú. A mí una chica me agrada o no me agrada,

y lo cierto es que esa chica es muy agradable.

Gregorio se le quedó mirando callado. El hombre era gordo como él solo y le faltaban dos

dientes, uno en cada maxilar. Su nariz era ancha y sus agujeros nasales parecían dos

socavones colocados justo encima de unos labios enanos sobre una mandíbula del tamaño

de un peñón. En momentos como ese, cuando callaba y parecía pensar, Diego no podía

evitar preguntarse qué barbaridades podrían estar cruzando el intelecto de semejante

verraco. Pero, a pesar de su apariencia y de su forma de hablar, al final siempre llegaba a la

misma conclusión y es que había encontrado más bondad en aquel hombre que en mucha

gente mejor plantada, y el truco estaba en su mirada. La mirada de Gregorio era limpia y

cristalina, lo único que llamaba la atención en su rostro de animal, y conociéndole a él como

le conocía había aprendido la lección más importante de su vida; no es la cara el espejo del

alma pues las apariencias engañan, es la mirada de una persona la fuente más fiable para

saber sus intenciones, sus mentiras y sus verdades, y los ojos de Gregorio eran el reflejo de

su honestidad.

- Van a despedir a gente, Diego. Lo ha dicho el jefe esta mañana, justo antes de que llegaras

tú.

Diego se quedó quieto después de abrocharse el delantal y bajó la vista hacia el suelo. Vio

sus zapatos negros, brillantes, perfectamente limpios, y aprovechó para revisar su estado; el

pantalón negro de pinza, perfecto, el delantal rojo y la camisa blanca recién lavada, sin una

sola mancha. No llevaba corbata, hacía un año que la habían quitado del uniforme ya que

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siempre los más inexpertos acababan metiéndola en la sopa de algún cliente, y a él le

gustaba más así, con el último botón desabrochado.

- ¿Me has escuchado?

- Si, si...- respondió mientras volvía a mirarle a los ojos- ¿a cuántos van a echar?

- No lo sé. Estamos vendiendo cada vez menos, así que irán cayendo uno a uno y despacito

supongo... Lo que no entiendo es por qué han contratado a la chica nueva si van a

producirse despidos.

- Cambio generacional y ahorro de horas de trabajo- respondió Diego con seguridad- Ella

tendrá alrededor de treinta años y sustituye a Paco, que tiene cincuenta y cinco y además

lleva tres meses de baja. Probablemente ya estén intentando negociar un acuerdo con él, a

los dueños les gusta más la gente joven y Paco es un dinosaurio que ni siquiera viene a

trabajar. Además, a la chica nueva la han contratado por menos horas.

- Pues me parece injusto, Paco ha servido bien durante muchos años y tiene mucha

experiencia. Su baja no es falsa, se rompió la rodilla por siete sitios.

- La vida es así- sonrió Diego lacónicamente- cuando cambie avísame ¿quieres? Y ahora

salgamos antes de que nos despidan por llegar tarde.

Cuando salieron del vestuario todo estaba puesto en marcha para el servicio de comidas. A

la izquierda, la cocina y su jefa Dolores, dando órdenes a diestro y siniestro sin parar de

moverse, y eso que no estaba precisamente delgada. En ese momento reclamaba a Francisco,

el friega platos, que las sartenes estaban saliendo con agua y que o los fregaba mejor o el

siguiente filete lo iba a hacer él, y a ver qué tal le sentaba cuando le saltara el aceite a la cara.

Mientras, escuchaba cómo su segundo, Rubén, le comentaba no sé qué de los cuadrantes de

libranza y de no sé qué día que necesitaba Antonio, el de las ensaladas, que quería cambiar

con Mustaphá el pizzero. Dolores no parecía enterarse muy bien pero ni falta que la hacía,

pues ella a todo lo que Rubén le decía, independientemente del tema, le contestaba siempre

lo mismo, que a mí que me cuentas, tú sabrás lo que hacer que para eso eres el segundo y si

no, ¿para qué quiero yo un segundo? Y así se las pasaba todo el día, refunfuñando y de mala

leche pero a pesar de todo tenía buen corazón, y todas las mañanas le dedicaba a Diego un

buenos días con una sonrisa, si es que eres como mi hijo, le decía y luego seguía con las

mismas, que si el aire acondicionado que no va, que si mi segundo es un inútil, que si el

pizzero no se mueve... y ahí entonces aparecía Adolfo, el encargado, y ya se liaba la del

Cristo pues la jefa era la única que tenía valor y confianza para meterse con él, que si ya está

aquí el calvo del jefe, que si a ver si nos movemos más que parecemos directores, que si no te

metas en mi cocina que te doy un sartenazo... y el hombre, que parecía siempre serio y tenso

como si se hubiera tragado un palo, se relajaba y la dedicaba algo así como un amago, un

atisbo de sonrisa o algo parecido, y después miraba a Ezequiel, el camarero que se encargaba

de servir los platos, y le decía de nuevo todo serio ¿se puede saber tú de que te ríes? Y

Ezequiel, que lo único que había hecho era sonreír un poquito, automáticamente se ponía

firme y corría a servir los platos a la mesa mientras Dolores, en la cocina, reía durante tres

segundos y otra vez vuelta a lo mismo, que si el aire, que si el Ezequiel hoy se mueve menos

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que el caballo del malo, a ver si es que va a estar enamorado o que leches le pasa al

Ezequiel... y afuera estaban Gregorio y él atendiendo las mesas, con la chica nueva en la

barra y Adolfo el jefe supervisándolo todo.

Era un restaurante bonito. La sala estaba separada de la cocina por dos puertas abatibles,

siempre había que entrar o salir por la derecha dando un pequeño puntapié. Era un sitio

pequeño pero acogedor, un simple cuadrado con unas treinta mesas dispuestas en perfecto

orden, la puerta principal estaba de frente según se salía de la cocina, con dos ventanales a

cada lado y junto a ella, la barra y un pequeño recibidor de espera. Dentro, las mesas y las

sillas eran clásicas, de madera y con mantel y servilleta blancos, separadas entre sí por

pequeños biombos y plantas artificiales. En cuanto al personal, todo estaba sincronizado y

organizado a la perfección, parecía un mini ejército, nadie se movía por su cuenta y nadie

iba por libre, todo funcionaba como la maquinaria de un reloj perfectamente engrasada, y

eso a Diego le encantaba.

- ¡¡Diego!!

El grito sonó alto y claro y Diego se volvió de pronto, justo antes de salir a la sala. Dolores

estaba quieta, con las manos apoyadas en las caderas y una sonrisa irónica resplandeciendo

en su cara redonda.

- Se te han caído los buenos días en la puerta.

- Lo siento Dolores, buenos días.

- Si es posible, hoy pídeme las mesas de una en una, y no de golpe como ayer, ¿te parece

bien?

Diego le devolvió la misma sonrisa y se dirigió a su puesto, preparado para un trabajo que le

resultaba fascinante por muchos detalles pero sobre todo porque era increíble comprobar la

cantidad de cosas que había que hacer y la cantidad de personas que se tenían que mover

sólo para que un cliente tuviera su plato en el tiempo estipulado, efectivamente las

apariencias engañan y nadie pensaría que todo aquello era posible gracias a ese mini ejercito

perfectamente organizado por Adolfo, un encargado soso, calvo, bajito, gordo y frío pero

con una capacidad innata para planificar y dirigir. Y así transcurría su día a día, que si

marcha la comida de la mesa uno, que si qué pasa con los postres de la seis, que si Dolores

hoy está lenta, que si el pizzero no funciona... y venga a correr para un lado y para otro

siempre concentrado, siempre atento a cualquier necesidad, pero aquel día al igual que los

anteriores era distinto, algo nuevo y desconocido se había empezado a producir en su

interior desde que aquella chica se incorporó al restaurante. Allí estaba ella todas las

mañanas, pues su jornada era parcial, en la barra, con esa sonrisa cercana y segura,

dispuesta a aprender cualquier cosa que la quisieran enseñar. Se llamaba Isabel y era de

mediana estatura, su cabello era rubio, brillante, ligeramente ondulado y caía suavemente

hasta la base de su cuello; su piel, de color aceituna, parecía suave como la seda, y sus ojos

azules, claros como un cielo despejado a media tarde, le atrapaban e hipnotizaban cada vez

que la miraba, y eso fue lo primero en lo que se fijó, una mirada profunda y unos ojos

Page 14: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

preciosos que le observaban con curiosidad e interés, y a medida que pasaron los días un

sentimiento hacia ella, aún desconocido, comenzó a producirse en su interior.

- Los refrescos están en la puerta de la derecha.

Isabel pegó un bote y se incorporó de golpe. La nevera de la barra era baja y había que

agacharse ligeramente para coger las cosas.

- Lo siento, no quería asustarte- se excusó Diego sonriéndose- buenos días.

- Todavía no he memorizado dónde están las cosas. Para encontrar algo tengo que

removerlo todo- respondió ella devolviéndole la sonrisa.

- Ya te acostumbrarás. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedirme ayuda.

- Muchas gracias.

Se quedó un rato mirando sus ojos antes de volver a su puesto. Sus pupilas parecían brillar

con cierta intensidad y era entonces cuando empezaba a surgir entre ellos esa sensación, esa

especie de burbuja invisible que parecía envolverles aislándolos del resto del mundo.

Siempre se quedaba con las ganas de decirla algo pues siempre tenía que despertar en

seguida y volver a sus quehaceres. Lánzate a por ella, le decía Gregorio, invítala a cenar,

pero en el fondo le daba apuro ya que ella acababa de incorporarse y tenía miedo de

perjudicar su trabajo, así que siempre hacía lo mismo, se retiraba y volvía a sus mesas, con

sus clientes, siempre pendiente de todo y también pendiente de ayudarla a ella y de

enseñarla cualquier cosa nueva, pero ese día había algo que no cuadraba, algo que le hacía

tener un mal presentimiento, la mirada de Adolfo puesta sobre él, una mirada tensa y

nerviosa, como si quisiera decirle algo y no viera el momento o no se atreviera a hacerlo,

sabía que algo malo iba a ocurrir y Adolfo, por su forma de mirar, tenía todas las papeletas

de ser el mensajero y sus temores se confirmaron cuando al finalizar el servicio de comidas,

justo antes de irse a cambiar de ropa, se acercó hacia él.

- Diego...

- Adolfo...

- ¿Puedo hablar contigo un momento?

Diego asintió y se marcharon a la mesa más retirada del comedor, bajo la atenta mirada de

sus compañeros. Cuando se sentaron y vio los papeles que había sobre ella empezó a temer

a lo peor.

- Lo siento Diego- comenzó Adolfo con gesto de resignación- yo sólo soy el mensajero, el

restaurante no es mío y sólo cumplo órdenes.

- ¿Esperáis que firme y que me marche cantando?

- No.

- ¿Entonces?

Page 15: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Esperan que seas razonable.

Adolfo hablaba en tercera persona como si la cosa no fuera con él y eso a Diego le crispaba

aún más, nunca había dudado de su talento como encargado pero sabía que él era de los que

mordían con la boca cerrada, la clase de gente que tira la piedra y esconde la mano.

- Es un despido improcedente. No tenéis ningún motivo para echarme y llevo catorce años

con vosotros, puedo ir a juicio.

- No iras.

- ¿Me amenazas?

- No, Diego, no...- Adolfo comenzó a negar con la cabeza mientras agachaba la mirada

avergonzado- no te amenazo. Digo que no iras a juicio porque vas a cobrar una buena

indemnización, una mayor de la que te corresponde, no te interesa meterte en pleitos porque

saldrías perdiendo y no podrás sacar más si vas por la vía legal.

Diego se le quedó mirando sorprendido, ¿por qué iban a pagarle más? ¿Por qué tanto interés

en que se fuera por las buenas? Y entonces lo comprendió.

- ¿Qué edad tiene tu hijo, Adolfo?

Adolfo pegó un bote y se quedó sorprendido un tiempo largo, hasta que reaccionó

levemente enfadado.

- ¿Qué tendrá que ver mi hijo en esto?

- Vas a meterle en el restaurante ¿verdad? Y para eso necesitáis una vacante.

- Lo que ocurra después de que firmes el papel no es asunto tuyo.

- ¿Y quién te ha dicho que voy a firmar?

- Diego por favor, no seas cabezota. Es un buen trato, una buena indemnización y el paro. Lo

hemos hecho así en agradecimiento a tus años de servicio. No compliques más la situación.

Firma y te iras por las buenas, porque si te niegas y te vas por las malas no podrás sacar más

aunque un juez te diera la razón y tú lo sabes, no tienes opción.

Diego le miró con una extraña mezcla de rabia y aceptación. Adolfo movía las manos

intranquilas y balanceaba los ojos de un lado a otro nervioso, no le gustaba nada la situación

y era incapaz de disimularlo.

- Pensabas que no ibas a tener que decírmelo ¿no es así? - dijo sonriéndose lacónicamente- le

pediste ayuda a los dueños para colocar a tu hijo y suponías que serían ellos los que me

darían la noticia. Después de tantos años, tenías pensado esconderte mientras me daban la

patada en el culo y ahora estás tan tenso que no eres capaz ni de mirarme a la cara.

- Compréndelo... es mi hijo.

Page 16: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Puedo comprender eso perfectamente. Pero nunca comprenderé que hayas querido

encargarles esto a otros.

A Adolfo no le dio tiempo a contestar, pues antes de que pudiera pensar en nada Diego ya

estaba firmando los papeles. Se levantó de la mesa mientras se guardaba una copia en su

bolsillo y se dirigió hacia los vestuarios.

- Voy a recoger mis cosas y me marcharé. No tardaré nada.

Adolfo asintió en silencio mientras él se dirigía hacia allí para cambiarse y vaciar la taquilla.

Ya no quedaba nadie en el restaurante, todo el mundo se había ido y hacía tiempo que se

encontraban los dos solos, ni siquiera tendría tiempo de despedirse de sus compañeros, todo

había sido en un abrir y cerrar de ojos y le costaba asimilarlo. Cuando se dirigió hacia la

puerta de salida, Adolfo le esperaba con la mano tendida hacia él, hizo un ademán para

apartarla pero él insistió.

- Lo siento Diego, no te lo tomes como algo personal. No lo es.

- Lo sé- contestó al cabo, mientras le devolvía el apretón.

- ¿Qué vas a hacer?

- Me las apañaré. Es lo que siempre he hecho.

- Aunque no lo creas ahora, te deseo suerte. Puedes venir a vernos siempre que quieras, a los

chicos les gustará despedirse de ti.

- Ya... cuídate, Adolfo.

- Igualmente.

Se dio la vuelta y comenzó a andar la calle, miró el reloj, eran las seis y media cuando su

vida y sus sueños parecían desmoronarse de nuevo.

III

Se despertó sudando en mitad de la noche, desvelado una vez más. La pesadilla era la

misma y aparecía en los momentos de estrés; Diego estaba en una calle oscura, no había un

alma y el silencio lo invadía todo cuando, de repente, el sonido de unos pasos le ponían en

alerta. El hombre le perseguía a lo largo de las calles, no decía nada, simplemente corría

Page 17: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

hacia él con la cara desencajada por el odio y, justo cuando estaba a punto de darle alcance,

él se despertaba de un bote con la cara llena de sudor y los músculos agarrotados. No sabía

la hora, debían de ser las cuatro o las cinco, todo estaba en silencio en su sencillo piso, quiso

dormirse de nuevo pero ya no podía, estaba tenso y la pesadilla le traía recuerdos que, en su

afán por olvidar, había logrado esconder en lo más profundo de su mente y de su corazón.

Pero el subconsciente es muy sabio, nunca olvida y, cada cierto tiempo, le atormentaba por

las noches, en sus sueños, cuando la guardia estaba baja. Había nacido treinta y un años

atrás, en un pequeño pueblo de Extremadura, en el seno de una familia autoritaria. Su padre

era propietario de una finca y tenía bajo su mando siete pastores, tres guardas, ciento

cincuenta ovejas, doscientas vacas, cuarenta cerdos, veinte gallinas, un caballo, una mujer y

tres hijos. Todo se movía en riguroso orden bajo la minuciosa mirada del señor Miguel

Márquez, todo funcionaba a la perfección y todos en el pequeño pueblo agachaban

levemente la cabeza ante la sola mención de su nombre.

Su madre, Claudia, había sido en su juventud una joven hermosa y risueña, una chica alegre

y llena de vida que bebía los vientos, o eso decían, por el chico romántico y detallista que la

pretendía. Pero no fue rival para Miguel, un hombre poderoso, con dinero y con una

proyección de futuro inmejorable, algo tentador para una chica de familia humilde como

Claudia. No volvió a ver más a aquel muchacho tierno y romántico pues nunca más volvió a

abrirle su corazón, y todo el mundo la tachó de mujer cruel e insensible cuando, movida por

una avaricia repentina de la que nunca antes había dado muestras, se lanzó a los brazos de

aquel joven y prometedor propietario que la había regalado los oídos con promesas de una

buena vida ausente de trabajo y rodeada de gente influyente. Y así fue, Claudia Manrique

abandonó su hogar y sus estudios en la universidad a los veinte años para casarse con

Miguel Márquez, diez años mayor que ella, y nunca tuvo que trabajar ni mover un dedo, ni

siquiera para criar a sus tres hijos. Se trasladaron a aquel pequeño pueblo donde el apellido

Márquez resonaba en cada esquina con una aureola de respeto y poder que engatusaba a la

joven Claudia pero, muchos años después, cuando Diego era un jovencito a punto de entrar

en la adolescencia, viendo a su madre llorar en un rincón de su habitación con una carta

antigua entre sus manos, supo que en lo más profundo de su corazón se arrepentía de haber

dejado atrás al único hombre que la había querido de verdad. La carta la había roto su padre

en mil pedazos en un arranque de cólera después de haberla encontrado guardada en un

pequeño baúl de su madre. Ella había conseguido recomponerla pedazo a pedazo con cinta

adhesiva, pues decía que era un recuerdo de su juventud que quería conservar, y él siempre

recordaría el rostro enfurecido de su padre cuando, después de propinarla dos tortazos que

la hicieron caer sobre la cama, le rompió la carta en sus mismas narices mientras decía,

arrastrando las palabras con un odio inmenso, “él nunca te habría dado las cosas que yo te

he dado, maldita ingrata, no comprendo por qué tienes que recordarle”. No era la primera

vez que Diego veía a su padre pegarla de esa manera, pero sí fue la última porque, después

de aquello, ella se encerró en sí misma y nunca jamás se la oyó protestar por nada, ni

defender ni criticar nada, entró en un estado autómata, como un robot al que hubieran

programado para complacer a todo el mundo y, en poco tiempo, su rostro se envejeció, su

pelo se encaneció y su voz se quebró convirtiéndose en un leve susurro lastimero. No

quedaba de su belleza nada, sólo sus ojos verdes que tanto hicieron suspirar a los chicos en

Page 18: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

su juventud, los mismos ojos que había dejado a Diego en herencia genética, solo que a esas

alturas de su vida se encontraban apagados y tristes, llenos de melancolía, pero hermosos a

pesar de todo.

Años después, cuando Diego iba a cumplir quince, su madre se dio cuenta de que el precio

que había tenido que pagar era demasiado alto y, enferma de tristeza y de pena, se tomó dos

cajas de tranquilizantes. Él fue el primero en ver su cuerpo inerte tumbado en el suelo de su

habitación, con una nota sobre su pecho que también leyó el primero; “Os quiero hijos, lo

siento. Respetad a vuestro padre.” Cuando eso sucedió, Diego pensó que quizás entonces el

frío y austero corazón de su padre acaso pudiera empezar a ablandarse pero, nada más lejos

de la realidad, sin un suspiro y sin un gesto del más mínimo dolor, Don Miguel se limitó a

mirar a sus tres hijos con ese aire de seriedad y de solemnidad que a todo el mundo parecía

paralizar y, con grave voz, pronunció otra de sus frases que él nunca podría olvidar:

“Vuestra madre os ha abandonado. Es una cobarde que no merece ser llorada”. A partir de

ese día él no sólo se dio cuenta de que el amor de su madre por sus hijos no era tan grande

como el dolor y la pesadumbre que le pudo provocar el hecho de haber desperdiciado su

vida al lado de un animal, también se dio cuenta de que sus dos hermanos, dos y cuatro

años mayores que él, empezaban a adoptar las maneras y el carácter del único modelo de

hombre que habían conocido. “Deberías de ser como tus hermanos”, “así no llegarás a nada

en la vida”, “te comportas como un inútil”... eran quizás las cosas más suaves que Don

Miguel le decía, amargado al contemplar cómo el menor de sus hijos se resistía a su férrea

educación y, como sus dos hermanos, al imitarle, habían pasado a ser personas de su

agrado, Don Miguel pudo dedicar el cien por cien de sus bofetadas en exclusividad al joven

Diego, que las aguantaba con estoica resignación, hasta que una noche, cuando estaba

sentado en lo alto de la colina que lindaba con su casa, desde donde le gustaba observar la

luna pues tanto le ayudaba ese astro blanco a serenar su espíritu, de repente, una sensación

desconocida se apoderó de él. El miedo desapareció y una oleada de orgullo le invadió

mientras pensaba, “yo no quiero ser como él, yo no puedo ser como él”, y esas palabras

comenzaron a repetirse en su mente, como un mantra, cada segundo que pasaba todos los

días desde esa noche, y una rebeldía extrema, pero justa, comenzó a guiar sus actos frente a

los atónitos ojos de sus hermanos, que veían con miedo cómo la ira de su padre comenzaba a

crecer sin freno. Recordaba bien aquella tarde de verano cuando, harto de todo, metió lo

poco que quería conservar consigo en una mochila y bajó las escaleras de la casa rumbo a la

puerta. Tenía dieciocho años, y su padre estaba sentado en el salón, frente a la chimenea

vacía, mirando con ojos ausentes la cabeza de ciervo disecada que había sobre ella. Sostenía

en su mano derecha una copa de brandy, ¿cuántos llevaría ya a esas horas de la tarde? Diego

le observó desde el rellano, hasta que él reparó en su presencia. "¿A dónde te crees que

vas?", le había preguntado, casi con asco, y, a pesar de la distancia enorme que les separaba,

supo que de su aliento salía un terrible hedor a alcohol. "Me marcho. No volverás a verme."

Él se levantó y cogió un bastón que tenía apoyado cerca. Se fue hacia él blandiéndolo en alto,

con la intención de golpearle, pero iba tan borracho que tropezó y se fue al suelo. Diego se

marchó de la casa, sintiendo odio y lástima a la vez por aquel hombre detestable al que hacía

años que había dejado de considerar padre. "Te atraparé maldito", le escuchó bramar desde

el suelo, "eres un traidor como tu madre, ojalá mueras como ella".

Page 19: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Se fue directo a Madrid con unos ahorros que le había dejado su madre en el banco, y allí

encontró trabajo en el restaurante. Al principio se alojaba en habitaciones de pago, hasta que

consiguió la estabilidad necesaria para meterse en el alquiler del piso. A la par del trabajo en

el restaurante, consiguió también plaza en la universidad para estudiar Física, que era lo que

a él le gustaba en realidad, y una vez establecido por completo se enteró de que el hermano

de su madre hacía años que vivía también en Madrid, con su mujer, y contactó con ellos.

Tenían un hijo, Manuel, que era de su edad, así que dentro de lo malo no se encontró tan

solo como había imaginado en un principio pues sus tíos y su primo, al ser familia de su

madre, aborrecían a Don Miguel y admiraban el valor que había tenido Diego al resistirse a

sus dictados. Fueron años duros, ya que tuvo que compaginar los estudios en la facultad con

su trabajo, y no tardó en empezar a llevarse sus primeras decepciones. Imaginó que la

universidad sería un lugar de estudio, una especie de santuario de ciencias y de letras donde

chicos y chicas acudirían a diario para satisfacer las inquietudes de su mente y llenarla de

otras nuevas, y pudo conocer a gente así pero, cuál fue su sorpresa al contemplar que la

mayoría de ellos acudían allí tan sólo para pasar el rato, para fingir que estudiaban y así

retrasar su incorporación al mundo laboral, personas con menos inquietudes que sus

compañeros de trabajo, gente joven que se pasaba las horas haciendo grupos en los pasillos,

jugando al mus en las escaleras o liando canutos en algún rincón. Fue el año en que terminó

la carrera cuando comprobó que no iba ser tan fácil encontrar otro trabajo y, después de

rechazar varias ofertas con contratos basura, comenzó a pensar que quizás había perdido el

tiempo, que quizás su título no le iba a servir para nada, pero no fue hasta aquella tarde,

hacía ya dos meses, en la que Adolfo le comunicó su despido del restaurante, cuando

empezó a sentir de nuevo esa sensación de incertidumbre y de inseguridad hacia su futuro

y, movido por esa desesperación, no le puso pegas a su primo Manuel cuando este le

propuso reunirse en una cafetería para tratar una oferta de trabajo.

Llevaba dos meses en el paro, recorriendo las calles en busca de algún empleo, cuando su

primo le llamó a media mañana. Tuvo sus dudas, pues sabía que Manuel, aunque no era un

mal tipo, había consumido sus neuronas a base de fumar marihuana durante años y por eso

él no solía prestarle mucha atención cuando trataba asuntos de aparente importancia.

- Mi padre sabe de una vacante en la empresa donde trabaja. Necesitan a alguien de

confianza que tenga cierta formación.

Diego le miró con dudas. Su padre, Francisco, trabajaba de conserje en una empresa de

investigación y patentes llamada Palotex, la cual acababa de hacerse famosa por un hecho

reciente; la habían acusado de evadir impuestos y su equipo de abogados, con un tal

Rodrigo de Zúñiga a la cabeza, acababa de vapulear legalmente al mismísimo Estado.

Habían sido absueltos y el caso levantó las simpatías de la mayoría de la gente, que veían

cómo aquel joven letrado defendía con éxito a su empresa en lo que todos consideraban ya

una causa perdida.

- Él es sólo un conserje- continuó Manuel- pero lleva ahí toda la vida, le tienen cariño y se

fían de él.

Page 20: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego asintió, pensativo y sorprendido a la vez. Observó al camarero servir unos cafés en la

mesa que estaba a su derecha y se acordó de su anterior trabajo. A fin de cuentas, era lo

único que había hecho durante años y no podía evitar sentir cierta nostalgia.

- ¿De qué se trata?- le preguntó.

- Un médico que trabaja con ellos lleva un tiempo en paradero desconocido. Un tal Ernesto

Trebiño, si no recuerdo mal. La policía ha abierto una investigación, pero todo apunta a que

se ha marchado sin decir ni mu. No tenía trato con su familia ni amigos cercanos, así que no

saben ni por dónde empezar...

Manuel hizo una pausa mientras encendía un cigarrillo. Le dio una calada y exhaló el humo

mirando al techo, luego continuó mientras miraba a Diego con ojos ansiosos.

- Seguro que será un buen trabajo, Diego. El jefe va a hacer movimiento de personal entre las

diferentes secciones para cubrir la vacante del doctor. No sé qué te ofrecerán, pero es una

empresa potente. Mi padre te mencionó a ti, y no a mí, porque tú tienes formación. Será un

puesto de confianza, ellos se fían de mi padre.

Diego se quedó un rato pensativo. En ese momento un cliente tropezó con el camarero y a

éste se le cayó un vaso al suelo. Sobresaltado, se giró sobre sí mismo en dirección al ruido y

vio al camarero agachado, recogiendo el pequeño destrozo, mientras el cliente se disculpaba.

Cuando se volvió a dar la vuelta vio a su primo observarle con una sonrisa apenada.

- Por el amor de Dios, Diego... ¿tú te has visto? Siempre me has dado la sensación de ser una

especie de agente doble en tensión continua. Lo observas todo, siempre estás alerta, a la

defensiva, como a la espera de que una brigada de bestias fuera a caer sobre ti en cualquier

momento, no te fías de nadie, ni siquiera de tu propia sombra. Necesitas trabajar, tú no vales

para estar sin ocupación, sólo tienes que acudir a la entrevista y ver qué te ofrecen. No seas

cabezota, te arrepentirás si no lo...

- Esta bien, está bien, para ya, para, para...- le cortó Diego, asombrado por ese espontáneo

ataque de sinceridad- dile a tu padre que sí, que iré a verles.

- ¡Estupendo!- exclamó mientras le daba una palmada en el hombro- Se lo diré y te llamaré

cuando le digan qué día puedes pasarte a hablar con ellos. Me alegro por ti, es una buena

decisión.

Diego sonrió levemente mientras apuraba su taza de café. No es que no se fiara de su primo,

y mucho menos de su tío, pero, a fin de cuentas, no dejaba de resultarle extraño semejante

golpe de fortuna.

- A tu padre le han nombrado alcalde en el pueblo, hará tres semanas- le dijo Manuel, serio,

cambiando de tema.

- Ya... era previsible. Tarde o temprano tenía que ocurrir.

- ¿Te puedo hacer una pregunta?

- Adelante.

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Manuel le observó con ojos interrogantes. Por un momento pensó que cambiaría de opinión

y se guardaría lo que fuera que se estuviese preguntando pero, al cabo, lo soltó.

- Podrías haberlo tenido todo. Dinero, influencias, poder... A estas alturas estarías como tus

hermanos, manejando hectáreas y hectáreas de terreno, bebiendo con los concejales... ¿Por

qué? ¿Por qué renunciaste a ello?

Diego se quedó pensativo unos segundos, imaginando cómo podría haber sido su vida.

Acarició suavemente la taza de café, pensó en su situación actual, en todo lo que había

pasado para llegar hasta ahí y sonrió con tristeza. De repente, su rostro se endureció

mientras, con la voz grave que había heredado de su padre, le contestaba.

- Mi madre tenía toda una vida por delante cuando vendió su alma al diablo. Sólo ella fue la

culpable, ya que nadie la obligó a hacerlo y tampoco tenía necesidad de ello. Perdió su

humanidad y por eso su vida dejó de tener sentido, ni siquiera por sus hijos... Desde

entonces he tenido muy claro qué es lo que yo no quería ser.

No había oscurecido aun cuando recibió la llamada de su primo, esa misma tarde. “Mañana

a las diez. Mi padre estará allí, no te preocupes, él te dirá.” Se apoyó en la pared, al lado de

la ventana, y contempló a través de los cristales. Había empezado a llover y las gotitas

resbalaban y se comían unas a otras formando gotas más gordas. Siempre le había fascinado

contemplar ese efecto del agua sobre el cristal. Se acordó de su madre y, mientras miraba a

través de la lluvia, recordó cuando era un niño de seis años. Por aquel entonces tenía un

camión de bomberos, de un rojo intenso, con un muñequito que lo conducía y unas escaleras

que se desplegaban haciéndose enormes. Estaba enamorado de ese camión, por eso, cuando

se le escurrió cuesta abajo para ir a despeñarse por un terraplén lleno de rocas, él, en su afán

loco por evitar el descalabro, corrió tras el camión y a punto estuvo de despeñarse también.

Su madre le interceptó agarrándole fuertemente con los dos brazos justo en el límite,

mientras desconsolado veía cómo su juguete rodaba colina abajo haciéndose añicos entre las

rocas. Con lágrimas en los ojos, vio el rostro de su madre que lo contemplaba con gesto de

reprimenda mientras le decía: “Algunas veces, cuando algo se va a romper, simplemente

hay que dejar que se rompa. Después podrás intentar arreglarlo.”

De su mano bajó hasta el pie del terraplén recogiendo los pedacitos del coche de bomberos,

y cuando lo llevaron a casa Diego fue a su habitación y volvió a aparecer al rato con un bote

de pegamento entre sus manos que extendió hacia ella con ojos de súplica. Su madre, sin

embargo, negaba con la cabeza mientras le decía: “Cuando algo está tan roto, no merece la

pena arreglarlo, pues seguirá estando roto”, y, alarmado, vio cómo su madre arrojaba el

camión a la basura. Después, con una sonrisa, cogió su hucha de cerámica en forma de

cerdito y la estampó contra el suelo. “Quien siembra recoge, hijo mío”, le decía mientras

recogían las monedas del suelo para, acto seguido, ir a una tienda de juguetes. “Sé que te

gustaba ese camión, pero ahora debes buscar otro, uno que también te guste. Elígelo bien,

mira que sea resistente y aprende de tu error. No lo dejes caer, como al anterior, estate más

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pendiente y cuídalo. Si no eres tú el que cuida de tus cosas, ¿quién lo hará? “

Automáticamente Diego señaló un camión grande y bonito, parecido al anterior, también de

un rojo intenso y con no una, sino con dos escaleras enormes que se desplegaban, y salió de

la tienda sonriente, con el camión entre los brazos, mientras su madre, entre risas, le decía :

“¡Intenta no despeñarlo por ningún terraplén!”

Le gustaba recordar ese episodio de su infancia, sobre todo en los momentos malos, aunque

no fue hasta quince años después, ya en su madurez, cuando empezó a comprender el

significado de las palabras de aquel día y el gran valor del mensaje que contenían.

Así, recordando aquellos momentos pasados, se fue a descansar y a reponer fuerzas,

dispuesto a jugar, una vez más, con las cartas que el destino, caprichoso, le enviaba.

IV

Eran las nueve y media cuando Diego llegó a las puertas de Palotex, y cuando vio lo que

tenía ante sus ojos empezó a comprender por qué se estaban empezando a hacer tan

famosos. El edificio se encontraba a las afueras de Madrid, cerca de la carretera de La

Coruña, tomando una pequeña desviación al rato de salir por la Moncloa. Era un edificio

alto y rectangular, de unos cinco pisos, todo de cristal y abierto en el centro. La entrada

principal estaba en el medio, era una reja enorme del tamaño suficiente para el paso de

vehículos, con la cabina del conserje al lado y varias cámaras de vigilancia. Daba a la parte

abierta en donde se encontraba un gran patio de césped artificial y unas cuantas fuentes,

rodeado todo ello de los bloques de cristal que constituían los diferentes pisos del edificio.

Parecía una urbanización enorme. Su tío Francisco le abrió la puerta corredera desde la

cabina, pulsando un botón, antes de que él pudiera reparar en su presencia.

- Te noto sorprendido- le dijo sonriendo, mientras le daba un abrazo.

- No me lo imaginaba tan grande.

La empresa llevaba diez años abierta. Al principio no era así de grande, pero poco a poco

empezó a hacerse notoria hasta tal punto de tener que trasladarse a aquel inmenso edificio.

Decían que en él trabajaban desde médicos hasta abogados, que todas las ideas brillantes

tenían acogida en aquel lugar donde sin duda podrían llegar a fructificar. Su dueño, Alfonso

Elizalde, era un antiguo Coronel de infantería, un hombre que había abandonado el ejército

y las guerras para dedicarse al mundo empresarial. Con sus ahorros y un dinero que había

Page 23: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

heredado de su familia montó una empresa que se dedicaba a “comprar ideas”. Si alguien

tenía una idea pero no tenía capital para llevarla a cabo, Palotex se lo daba a cambio de

compartir beneficios. Muy pronto, la seriedad y la disciplina en su forma de hacer las cosas

comenzaron a hacerse famosas y la calidad de las ideas y de las personas que acudían a ella

fue aumentando. Ahora, sólo diez años después, aquel edificio enorme de cristal era un

tránsito continuo de ingenieros, médicos, abogados, científicos... tenían varios

departamentos e incluso tenían laboratorios para construir cualquier clase de inventos que

luego eran patentados y exportados a cualquier rincón del mundo. En poco más de una

década Alfonso Elizalde se había convertido en un hombre muy poderoso, pero fue la

acusación de desfalco la que le hizo subir al podio de la fama. El Ministerio le acusó de

falsificar unas cuentas relacionadas con una subvención, y empezaron a ser investigados por

Hacienda y demandados por desviación de capitales. Todo el mundo se imaginó que

aquello no era sino una lucha de titanes que al final acabaría con la ruina de aquel hombre

que había adquirido tanto poder y notoriedad en el campo de la investigación en un país

donde la envidia y la mediocridad se encargaban siempre de destruir cualquier atisbo de

ingenio. Pero, lejos de arruinarla, la empresa salió aún más fortalecida cuando Rodrigo de

Zúñiga, el jefe de su equipo de abogados, en una serie de intervenciones audaces y

brillantes, llegó a poner en ridículo y en evidencia a todo el mundo, incluso al mismísimo

juez. Aquel joven de treinta y cuatro años, aquel abogado capaz de convertir un supuesto en

un hecho cierto y verdadero, o un hecho cierto y comprobado en una duda razonable, se

convirtió, con su locuacidad y su inteligencia fría y calculadora, en el salvador de aquel

imperio. Se había fijado en él las veces que salió por la tele, ya que el juicio fue muy sonado.

Parecía un hombre discreto y nunca contestaba a las preguntas de los periodistas, se

escabullía y mandaba a alguien de su equipo de abogados para que respondiera. Cualquier

otro hombre se habría hinchado como un sapo ante tanta cámara y tanto micrófono, pero

Rodrigo de Zúñiga parecía siempre más bien molesto con la idea de salir en pantalla y

siempre intentaba evitarlo. Su rostro era la la viva imagen de la serenidad ante las caras

airadas y rabiosas de todos aquellos que se habían puesto frente a sus intereses. Desde el

primer día en que le vio le llamó la atención aquel hombre, pues no parecía como el común

de las personas, y no dejaba de hacerle gracia el hecho de que si acababa trabajando en

Palotex llegaría a verle de cerca y quizás a tratar con él.

- La parte baja es zona de ocio- continuó su tío Francisco mientras comenzaban a andar en

dirección a la fuente central- Allí hay un pequeño bar, para tomar café y algún que otro

sándwich. Como verás hay muchos bancos para poder sentarse y tener un tiempo de relax.

De día entra bien la luz y por la noche encienden las farolas. Parece un campus universitario.

- ¿Por la noche hay gente?

- Aquí hay gente las veinticuatro horas. Dos conserjes y un equipo de seguridad privado en

turnos rotativos nos encargamos de mantener esto abierto todo el día y toda la noche.

Cualquier persona de confianza que pertenezca a la empresa puede acceder a ella en todo

momento, fichando a la entrada y a la salida por supuesto, ya que al director le gusta tener

todo controlado.

Page 24: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Llegaron al centro del jardín, donde la pequeña fuente redonda escupía agua hacia arriba sin

cesar. Diego miró a su alrededor y contempló admirado los cinco pisos que formaban aquel

rectángulo de cristal. Eran compartimentos independientes a los que se accedía por pasillos

acristalados que daban al jardín, comunicados mediante escaleras o ascensor. Como le había

dicho su tío, parecía un pequeño campus universitario lleno de aulas que daban al patio de

recreo, transitado constantemente por hombres y mujeres de todas las apariencias, desde el

traje y la corbata elegante hasta el atuendo informal o las batas blancas de doctores y

científicos.

- En el primer piso están los laboratorios- continuó su tío- En el segundo el área médica, en

el tercero el área científica, en el cuarto los abogados y en el quinto la dirección.

- ¿Qué es lo que hacéis aquí?- preguntó Diego, un tanto desconcertado.

- Eso mejor que te lo cuenten ahora- le respondió sonriendo- Van a ser las diez. El director te

espera en su despacho.

- ¿El director?

- Si. Él habla personalmente con todos los que quieran formar parte de este pequeño

imperio. Tienes que subir a la quinta planta por el ascensor que está en aquel extremo. Una

vez arriba, busca la puerta 506, se llama Alfonso Elizalde.

- Está bien... allá voy pues.

- Mucha suerte, hijo- le dijo mientras le daba una palmada en el hombro, antes de marcharse

a su cabina de conserje.

Atravesó el jardín interior hasta donde le había dicho su tío mientras se cruzaba

constantemente con gente que iba de un lado para otro, bien en grupos hablando

efusivamente, o bien solos ensimismados en sus pensamientos. Se notaba que era un

ambiente muy activo y dinámico, razón por la cual supuso que tenían tanto éxito.

El ascensor era de cristal y mientras subía se podía ver cómo las personas del patio se iban

convirtiendo en pequeños puntitos blancos y negros. Comenzó a marearse un poco y decidió

mirar hacia otro lado. Con los nervios había olvidado que tenía un poco de vértigo. Al salir

del ascensor se pegó todo lo que pudo a la pared interior, para avanzar lo más lejos posible

de la cristalera que daba al patio. La primera puerta que vio era la 501, así que siguió

avanzando por el pasillo, que estaba desierto, hasta llegar a la 506. En la puerta vio una

placa donde ponía “Director General”. Llamó con los nudillos y escuchó una voz femenina

contestar “adelante” al otro lado de la puerta. Al abrir entró en una antesala con varias sillas

y una mesa, detrás de la cual se encontraba sentada una secretaria de mediana edad que le

recibía con una sonrisa.

- El señor Márquez. ¿Verdad?

- Si señora. Me esperan a las diez.

Page 25: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Lo sé. Siéntese un momentito en la silla y enseguida le llamo. El señor Elizalde está reunido

en su despacho, pero terminará enseguida para recibirle a la hora acordada.

Diego se sentó en la silla y contempló la salita de espera, enmoquetada, sencilla y elegante,

con premios y diplomas colgados en la pared y una puerta de cristal opaco al lado de la

secretaria que comunicaba, o eso suponía él, con el despacho del director. Había un reloj

digital encima de la pared que marcaban las nueve horas y cincuenta y siete minutos, y

pasados tres minutos exactos, justo cuando el reloj marcaba las diez en punto, la puerta se

abrió y un señor trajeado salió de allí a toda prisa después de despedirse amablemente de la

secretaria. Ella se levantó y se dirigió hacia la puerta del Director.

- El señor Márquez ya ha llegado- dijo asomando levemente la cabeza hacia dentro.

- Estupendo. Que pase- se oyó decir con voz grave al hombre que estaba en el despacho.

Diego se levantó mientras miraba la cara sonriente de la secretaria, que le indicaba con una

mano la puerta medio abierta. Antes de entrar se estiró un poco la chaqueta y se ajustó la

corbata. Se encontraba un poco nervioso, pues el lugar en general le producía mucho

respeto, así que entró en el despacho intentando aparentar la máxima seguridad. Dentro le

esperaba un hombre bajito y corpulento, de bigote frondoso plateado y mirada penetrante.

Debía de rondar los sesenta años, y, en contra de lo que se esperaba Diego, no llevaba el pelo

al estilo militar, sino que lo llevaba ligeramente largo. Estaba de pie en mitad del despacho,

en señal de bienvenida y, al contrario que Diego, no iba trajeado sino que vestía unos

pantalones chinos de color beige clarito y una camisa azul claro lisa con las mangas

remangadas dos vueltas. Llevaba un Rolex y varias pulseras de cuero y en cuanto vio a

Diego le extendió la mano sin perderle la cara.

- Bienvenido señor Márquez- su voz era grave y ronca, y su semblante permanecía firme y

serio mientras estrujaba con fuerza la mano de Diego.

- Mucho gusto, señor- contesto mientras hacía fuerza con su mano intentando corresponder

a la intensidad del apretón. Cuando esto sucedió, Alfonso Elizalde sonrió por vez primera.

- Un apretón firme, me gusta. Tome asiento señor Márquez, póngase cómodo.

El despacho era bastante grande, tenía en el centro una mesa rectangular con cuatro asientos

en cada lado y uno en cada extremo, varias estanterías con libros y, en la esquina, un

escritorio con un sillón frente al cual había dos sillas. En un lateral del despacho se

encontraba la cristalera que daba a la calle con unos estores abiertos, así que el despacho era

muy luminoso. Alfonso Elizalde le señalaba una de las sillas que estaban frente al escritorio,

y hasta allí fueron en silencio para sentarse frente a frente. El sillón era bastante más alto que

la silla, lo que le hacía a Diego más pequeñito pese a ser el bastante más alto. “Caramba, esto

es de manual”, pensó justo antes de que el director de Palotex comenzase a hablar.

- Encantado de conocerle, señor Márquez. Imagino que su tío ya se lo habrá dicho, me llamo

Alfonso Elizalde y soy el director de Palotex, la empresa para la cual espero que acabe

trabajando.

Page 26: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Mucho gusto, señor Elizalde. Efectivamente, mi tío ya me había hablado de usted, solo me

faltaba ponerle cara.

- Muy bien. Y… dígame, ¿le ha hablado ya de en qué consiste nuestra empresa?

- La verdad es que no. Ha sido todo muy rápido.

- Bien, es muy sencillo. Somos una empresa que investiga y desarrolla ideas nuevas para

convertirlas en patentes y explotarlas. A veces las ideas son fruto de nuestro personal y otras

veces nos vienen de fuera, de gente que no tiene medios para llevarlas a cabo y nos las

venden a cambio de un porcentaje de beneficio. De este edificio han salido cosas muy

buenas, señor Márquez, cosas que se han exportado a todo el mundo, desde pequeños

inventos que han revolucionado los hogares de la clase alta del mundo civilizado hasta

productos que han contribuido al desarrollo de los países pobres. Hasta hace poco tan solo

éramos conocidos en el mundo científico y político, pero ahora, como usted sabrá, somos

famosos a todos los niveles…

Se notaba que Alfonso Elizalde había sido militar porque cuando hablaba lo hacía mirando

mucho a los ojos, y en este caso lo hacía de una forma fija y penetrante, como si estuviese en

un interrogatorio. De vez en cuando bajaba la vista disimuladamente, para observar los

gestos y la posición de Diego. Le estaba estudiando a fondo.

- Supongo que la fama tampoco es algo malo- dijo Diego, intentando romper aquel pequeño

silencio que de repente se había creado.

- Se equivoca. A nosotros nos iba bien siendo discretos, pues solo nos conocían las personas

que nos tenían que conocer. Ahora cualquier paleto con ideas de bombero quiere ponerse en

contacto con nosotros para que le demos una oportunidad. En fin, que le vamos a hacer… y,

¿sabe usted el motivo de nuestra reciente e inesperada fama?

- Todo el mundo lo sabe. Ha sido el caso más mediático de los últimos años.

- ¿Y qué opina usted de ello?

Diego se quedó unos segundos pensando. Esta parecía la típica pregunta fácil de cuya

respuesta te arrepientes dos días después.

- Que son inocentes – respondió seguro- Es lo que dijo el juez…

De pronto el señor Elizalde echo la cabeza hacia atrás y comenzó a reír con fuerza. Diego le

observo mientras se preguntaba para sus adentros a donde querría llegar con esas

preguntas.

- ¿De verdad cree que somos inocentes solo porque lo ha dicho un juez?- continuó, una vez

repuesto de la carcajada- A menudo lo que dice un juez contradice la realidad más

elemental. A donde yo quiero ir es a si sabe usted o no los verdaderos motivos de nuestro

enfrentamiento con la justicia, porque me veo en la obligación de decírselo, ya que usted

debe saberlo antes de valorar si quiere trabajar con nosotros o no.

Page 27: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego se le quedo mirando con semblante serio y de pronto comenzó a pensar si no iba a

decirle que aquel edificio era en realidad una sede de un grupo terrorista, o algo parecido.

- Tranquilo, no se asuste. No somos terroristas- siguió Alfonso Elizalde con una sonrisa,

adivinándole sus pensamientos- Es solo que después de las cosas que se han vertido sobre

nosotros tiene usted que saber que todas son puras patrañas. Yo no creo en las ideologías,

señor Márquez, he sido militar muchos años, quizás demasiados, los suficientes para ver que

un hombre puede movilizar a cientos en nombre de una ideología, o de una religión. He

visto hacer barbaridades tremendas en nombre de muchas cosas, hasta llegar al

convencimiento de que las ideologías son voces locas inventadas por el hombre para excitar

a los oídos necios. Aquí, en Palotex, no existen las ideologías, tan solo existen las ideas, las

ideas buenas… nuestras mentes son libres y por eso hemos llegado hasta aquí en solo diez

años. De repente nos hemos vuelto poderosos en el campo de la investigación y el

desarrollo, y eso a mucha gente no le gusta. Ya sabe, el poder se tiene o no se tiene, pero

nunca se comparte. Por eso nos acusaron con semejantes patrañas, para intentar quitarnos el

poder que no quieren compartir.

- A mí no me importa lo que digan. Mi tío trabaja aquí, con lo que él me cuente y con lo que

yo vea para mi es suficiente. Además, a mí tampoco me gustan las ideologías.

- Estupendo. Entonces, si acepta el puesto, seguro que encajara perfectamente.

- Y, ¿de qué se trataría?

- Un astrofísico está trabajando en un proyecto muy importante. Usted seria su ayudante,

prácticamente su secretario. Es una mente brillante y podrá aprender mucho de él. En

cuanto al sueldo, cobrara usted el doble que en su anterior trabajo, se lo aseguro. Y si, en el

futuro, demuestra usted tener talento, subirá como la espuma.

Diego le miro, sorprendido y desconcertado a la vez. ¿Cómo podía ser que su suerte

cambiara tan drásticamente de un día para otro? ¿Tan importante era Palotex que una mente

tan brillante como la de un astrofísico militaba en sus filas?

- ¿Por qué yo? – le pregunto, aun sin salir de su sorpresa- No es por ser desconfiado, pero

hasta hace poco no nos conocíamos, así que ¿Por qué yo para este puesto?

- ¿La verdad? Si le dijera que es porque tiene estudios universitarios le estaría mintiendo, ya

que hoy en día cualquiera puede sacarse una carrera. Si fuera sólo por eso habría puesto un

anuncio y habría hecho muchas entrevistas. No es sólo por eso. A mí me gusta la gente de

confianza, en ese sentido soy muy hermético, y por más que mi empresa se expanda no

quiero perder ese hermetismo que por otro lado es el que me ha llevado a lo más alto. Aquí

todo el mundo conoce a alguien. Todo el personal fijo de Palotex ha entrado a través de

alguien, y a mí me gusta conocerles a todos. Su tío es unos de los conserjes y lleva conmigo

el suficiente tiempo como para saber que es de fiar. Si él me dice que usted es un hombre

discreto y trabajador eso es algo que yo valoro, pues en el mismo momento en que él me lo

dice usted deja de ser un desconocido para mí. No se extrañe si no le he preguntado nada

acerca de usted, eso es porque ya se bastantes cosas. Usted tiene más talento del que se cree,

Page 28: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

simplemente ha estado desaprovechado. Su tío me ha puesto al día y solo me quedaba

conocerle en persona… y lo que veo me gusta, por lo menos de momento.

Diego pego un pequeño respingo al oír esto último y permaneció un rato callado hasta que

después volvió a hablar, en un tono un tanto desconfiado.

- ¿Y qué cosas sabe usted de mí?

Alfonso Elizalde esbozo una sonrisa amistosa, intentando quitar tensión a las palabras de

Diego.

- No se alarme, señor Márquez. No se piense que lo hemos investigado ni nada por el estilo.

Vea esto como una empresa familiar, usted ha entrado recomendado por su tío y él ha

hablado de usted, bastante bien por cierto, porque de lo contrario no estaríamos aquí

conversando. Su hijo también trabaja con nosotros de vez en cuando, sobre todo ayudando a

su padre porque la verdad, el chico no tiene muchas luces y no da para más. En cuanto a lo

que sé de usted no se preocupe, no me gusta meterme en la vida de los demás. Solo sé que es

usted un hombre formal con una historia triste, y que en estos momentos está en busca de

empleo. No lo voy a presionar para que acepte esto, pero creo que no debería usted

pensárselo mucho.

El antiguo militar había hablado tranquilo, con seguridad, empleando el mismo tono de voz

que emplea un padre cuando aconseja a un hijo. Daba por hecho que Diego aceptaría la

oferta, como si no hacerlo fuese un error imperdonable. Mientras pensaba a toda velocidad,

poso su vista sobre el escritorio. Había un mástil pequeñito con una bandera de España,

cuadernos de notas y dos fotos enmarcadas, cada una con una pareja con niños pequeños.

Todo estaba muy ordenado, casi perfecto, y por las fotos se podía deducir que aquel hombre

era abuelo y que era un hombre familiar. Por su mente empezaron a pasar miedos,

incertidumbres e inseguridades ante todo lo nuevo que le ofrecía aquel hombre, pero las

aparto rápido de su cabeza antes de contestar.

- Acepto. Acepto el trabajo.

Alfonso Elizalde sonrió desde su sillón, se inclinó un poco hacia delante y le extendió la

mano.

- Buena repuesta, señor Márquez- le dijo mientras le daba un fuerte apretón- Imagino que

podrá usted empezar en cualquier momento.

- No tengo problema.

- ¿Qué le parece mañana?

- Perfecto.

- Muy bien. En la cuarta planta le prepararan el contrato. Vaya a la puerta 402, donde pone

Recursos Humanos, ahí le explicaran todo, le daremos de alta y… a funcionar.

Caminaron juntos hasta la puerta del despacho y, al llegar hasta allí, el director de Palotex le

abrió cortésmente mientras le ponía una mano sobre el hombro.

Page 29: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Una cosa más, señor Márquez. En todos nuestros contratos hay una cláusula de

confidencialidad. Se compromete usted a no hablar de nada de lo que se hace dentro de este

edificio. Supongo que no tendrá ningún inconveniente…

Diego no se sorprendió, pero no pudo evitar sentir curiosidad acerca de las cosas que

fabricaban en sus laboratorios y el por qué de tanto secretismo

- Por supuesto que no me importa- respondió con calma- Soy hombre de pocas palabras,

puede usted estar tranquilo.

Alfonso Elizalde asintió con sobriedad y le despidió en la puerta de su despacho. Diego salió

de allí, después de despedirse de la secretaria, en dirección a la cuarta planta, donde le

esperaba la firma del contrato. Por el final del pasillo, antes de llegar al ascensor, vio venir a

un hombre que le resultaba vagamente familiar. Caminaba despacio, lento pero seguro, de

una forma muy elegante. Era alto, más o menos como el, y conforme se iban acercando se

fijó más en él. Era rubio, con el pelo engominado hacia atrás y una perilla frondosa. Iba muy

bien vestido, con un traje de tres piezas oscuro que parecía de seda, con raya diplomática. El

chaleco, de vino burdeos oscuro, combinaba con la camisa de seda azul oscuro lisa y de

botones blancos. La corbata azul la llevaba con un nudo americano perfecto y asomaba del

bolsillo de la chaqueta un pañuelo azul oscuro. Calzaba unos zapatos Martinelli de piel

negros, de hebilla plateada, que emitían un “toc, toc” grave y elegante mientras caminaba

sobre el suelo enmoquetado. Cuando se cruzaron vio sus ojos, de un azul intenso, observarle

de arriba abajo mientras, con un tono muy cordial y con voz grave, le saludaba con un

“buenos días” a la vez que se apartaba ligeramente para que pudiera pasar, ya que un

mueble decorativo se encontraba justo en ese punto haciendo más estrecho el pasillo.

“Buenos días”, le respondió Diego. Era Rodrigo de Zúñiga el hombre que cortésmente se

echaba a un lado para que pudiera pasar, el hombre que había salvado aquella empresa de

la ruina total, y viéndolo al natural le transmitía las mismas sensaciones que cuando lo vio

en la televisión. Un hombre discreto y educado, con una elegancia extrema pero sencilla en

su forma de andar y de vestir. Echó la vista atrás mientras seguía su camino hacia el

ascensor, pues no podía evitar sentir cierta curiosidad por ese hombre. Tenía gracia, las

cosas de la vida, hace unos meses oía hablar de la empresa en la televisión y ahora se

encontraba ahí dentro, viéndoles las caras y tratando con ellos. Llegó al ascensor, se metió

dentro, y le dio al botón de la cuarta planta mientras veía como Rodrigo de Zúñiga entraba

en el despacho del director.

V

Page 30: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Rodrigo. Mi querido Rodrigo. He de pedirte algo… otra vez.

Al director de Palotex le gustaba tratar a la gente cercana con mucha familiaridad, pero con

Rodrigo de Zúñiga se notaba que tenía una simpatía especial. Unos pensaban que era

porque le veía como a un hijo propio, y otros, los peor pensados, afirmaban con seguridad

que en realidad Alfonso Elizalde besaba el suelo por donde pisaba su abogado preferido, su

hombre de confianza, el hombre que le sacaba de todos los apuros. Su padre y él habían

servido juntos en el ejército, mucho tiempo atrás, y quizás esa fuese la causa de tanta

predilección. En cualquier caso, visto desde fuera parecían padre e hijo, y se notaba que

Rodrigo de Zúñiga era alguien de peso fuerte en Palotex, una especie de “vaca sagrada”,

alguien con quien necesariamente había que llevarse bien si querías complacer al director.

Rodrigo de Zúñiga se sentó al tiempo que se desabrochaba un botón de la chaqueta y

cruzaba una pierna sobre otra. Alfonso Elizalde le observaba desde el otro lado del

escritorio, con aprobación paternal.

- Siempre tan elegante. Me recuerdas a tu padre.

- Usted dirá, señor Elizalde, ya sabe que puede contar conmigo para lo que quiera.

De repente, el antiguo Coronel se levantó y, lentamente, comenzó a andar hacia la cristalera

que daba a la calle, bajo la atenta mirada de su interlocutor. Permaneció de pie un rato,

mirando a través del cristal, hasta que de pronto se volvió hacia la silla.

- Rodrigo. Sé que estos meses has estado muy ocupado y te agradezco las cosas que has

hecho por esta empresa y por mí. Imagino que estarás cansado y lo comprendo, pero me

temo que se avecinan tiempos complicados y necesito que estés a mi lado.

- Le repito que puede contar conmigo, por muy cansado que este.

Alfonso Elizalde sonrió paternalmente mientras se acercaba para acercarse a la silla, junto a

él.

- He recibido un mensaje. Alguien sabe que le pasó a Ernesto Trebiño.

Los ojos azules de Rodrigo de Zúñiga comenzaron a brillar intensamente, de la sorpresa,

pero su gesto, serio y contenido, permaneció igual mientras seguía escuchando al director de

Palotex.

- Esta tarde, a las ocho, uno de los abogados de tu equipo, el que tú consideres, se

entrevistará en una cafetería con un hombre que dice tener información. No quiero que te

vean, ya tienes demasiada fama en estos momentos, sólo cubre a tu chico. Te daré la

dirección del local; analízalo, analiza el entorno, si ves que no es seguro, marchaos. Aunque

no creo que tengáis problemas, es un lugar muy concurrido. Dile a tu chico que negocie un

buen precio por la información.

Rodrigo de Zúñiga negó lentamente con la cabeza mientras pensaba.

Page 31: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Señor Elizalde- dijo al cabo de un rato- debería haberme avisado antes. Esto es muy

precipitado, puede ser cualquier cosa...

- Lo sé, lo sé, Rodrigo... por eso quiero que estéis allí, sin que os vean, mucho tiempo antes.

Si el sitio no te parece seguro, márchate, pero...

De repente, Alfonso Elizalde bajó la mirada y se quedó mudo, como ensimismado en sus

pensamientos. El joven abogado le observaba con gesto de preocupación mientras pensaba

en los posibles riesgos de tan precipitada cita.

- ¿Pero?- pregunto Rodrigo de Zúñiga al cabo de un rato.

- Tenemos que saber que fue de Ernesto Trebiño- le respondió mientras volvía a observarle

con esa mirada penetrante tan característica suya- Tenemos que saber si está vivo o muerto,

si está bajo tierra o sobre ella, si esta en España, en Cancún, en Alemania o en donde sea.

Tenemos que saber dónde está lo que descubrió, y tenemos que saberlo ya. Y si para eso hay

que poner el mundo patas arriba... lo pondremos.

- Hay que ser prudentes...

- Sí. Por eso tú estarás allí esta tarde. Tu prudencia compensara mi ansia por saber.

Rodrigo de Zúñiga seguía negando lentamente con la cabeza. Iría, por supuesto, de eso no

cabía ninguna duda, pues ni siquiera él era capaz de desobedecer una orden del director de

Palotex, pero no obstante, por su condición de “hijo predilecto”, podía mostrarle

sinceramente su desacuerdo.

- ¿Cómo está tu mujer, Rodrigo?- le preguntó en tono suave, cambiando de tema, dando por

hecho que su orden sería cumplida a rajatabla.

- De ocho meses- contestó, mientras su rostro se suavizaba un tanto- de ocho meses señor

Elizalde. Será un niño.

El director de Palotex apoyó su mano sobre el hombro del joven abogado. Mientras se

miraban, se estableció entre ellos un pequeño silencio, cómodo, cómplice, como si cada uno

pudiera leer en la mente del otro.

- Teresa es una buena mujer- dijo Alfonso Elizalde a la vez que retiraba la mano de su

hombro- Me alegro, Rodrigo, me alegro por ti. Celebraré con alegría el día de su nacimiento.

Rodrigo de Zúñiga se levantó lentamente, con su elegancia característica y, con la mirada fija

en su interlocutor, que también se levantaba, se abrochó de nuevo el botón de la chaqueta.

Como siempre que le tocaban algún tema personal, su rostro no tardaba en volver a su

apariencia original, de inteligencia fría y calculadora. Aquellos que pudieran percibir algún

guiño de emoción no tardaban en encontrarse, de nuevo, con su mirada penetrante y

observadora. “Muchas gracias señor Elizalde”, fue la lacónica frase de despedida que

empleó para, sin más dilación, salir por la puerta con un único pensamiento: encontrarse con

ese hombre.

Page 32: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Podía ver la cafetería desde el interior del BMW M5 azul oscuro. Había aparcado en la

esquina, un tanto alejado, y, tras comprobar discreta y minuciosamente todo el entorno,

había decidido seguir adelante dada la urgencia de la situación y la aparente seguridad del

lugar. No obstante, llevaba a punto un arma de fuego, por si las cosas se complicaban,

aunque eso lo dejaba como último recurso. Prefería emplear el punzón, algo muy silencioso,

un “arma” discreta y tremendamente letal. Pero aquella tarde todo apuntaba a que no habría

ningún tipo de sobresalto. El lugar estaba muy concurrido y ya tenía localizado los posibles

puntos de huida, sólo quedaba que el abogado de su equipo entrara para esperar a que

llegara el sujeto. Había decidido que fuesen por separado, y en el momento de entrar le

haría una leve señal desde el coche, para que supiera que la zona era segura. De no

producirse esa señal, su hombre pasaría de largo como si tal cosa, y fin de la historia.

Se supone que el sujeto iría con un pantalón deportivo azul oscuro y un jersey rojo, pues

esas eran las referencias que le había dado Alfonso Elizalde para reconocerle. Él no sabía con

quién se iba a encontrar, pues el antiguo soldado, astuto como un zorro, se había negado en

rotundo a facilitar ningún tipo de pista del hombre o los hombres que pudieran acudir a esa

cafetería. Lo había puesto como condición indispensable, y el sujeto accedió, dada la

importante suma que podía adquirir por soltar la lengua.

Comenzó a chispear cuando, a lo lejos, observó caminando en dirección a la cafetería la

silueta grande y corpulenta de un hombre vestido con las características indicadas. Le vio

entrar, parecía desconfiado, miraba de un lado para otro y no estaba muy seguro. “Todos los

chivatos y traidores actúan igual”, pensó mientras esperaba ver llegar a su hombre. Alberto

Soto apareció a los cinco minutos, un poco más tarde de la hora acordada, y, desde el coche,

se tocó levemente la cabeza, como si se peinara con la mano. El vio la señal perfectamente y

entró directo. Le había elegido para el encuentro porque era un hombre templado y frío,

como él. Alguien que sabía medir muy bien las consecuencias de sus actos y que nunca

echaría nada a perder por un simple arrebato. Rodrigo de Zúñiga se dispuso a esperar

dentro del coche, en estado de alerta, mientas su compañero permanecía dentro de la

cafetería.

Todo salió bien. Alberto Soto no empleó más de quince minutos para conversar con el sujeto

y marcharse por donde había venido. Rodrigo de Zúñiga vio marchar a su compañero y

esperó a que saliera el hombre para seguirlo sin que él se enterara. Con su móvil le había

hecho varias fotos y había apuntado la dirección de todos los sitios que había visitado desde

las ocho y veinte que salió de la cafetería hasta las tres de la madrugada que entró en un

inmueble que suponía sería su casa. El sujeto había realizado una “tourne” de bares con

prostíbulo al final. “Aficionado”, pensaba con asco mientras conducía el coche por la

carretera en dirección a su hogar. Nunca le había gustado ese tipo de gentes, personas sin

reglas y sin más códigos que los que marcan los instintos más básicos. La lluvia comenzó a

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caer ferozmente sobre el coche cuando aún le quedaba la mitad del trayecto por recorrer. A

él le gustaba ese tiempo, le gustaban los días grises y lluviosos, quizás porque sabía apreciar

el romanticismo triste y melancólico que tenían las gotas de lluvia al rebotar sobre el suelo,

formando charcos, bajo un cielo gris plateado, o quizás porque ese clima y ese tiempo

entraban en perfecta sintonía con su espíritu, grande y emprendedor pero, también a la vez,

frío, austero y reflexivo. Aquellos que conocían su fachada, aquellos que trataban con él a

diario, aquellos que no eran capaces de ver más allá de su historia escrita, de su

“curriculum”, todos ellos coincidían en hacerse interiormente las mismas preguntas: ¿por

qué un hombre como Rodrigo de Zúñiga, que antaño llegó a tener bajo su mando a decenas

de hombres, en el ejército, que antaño llegó a preocuparse por las vidas de todos ellos y de

tanta gente más, ahora solo le importaba la vida de una? ¿Por qué Rodrigo de Zúñiga vivía

única y exclusivamente por esa persona, por la mujer de la cuál esperaba un hijo,

despreciando con su altanera inteligencia a cualquiera que no tuviese nada que ver con ella?

¿Cómo el joven y carismático oficial, de encendidas y apasionadas arengas, se convirtió en el

hombre frío y calculador que era ahora? ¿En qué momento perdió la “virginidad”? Quizás ni

el mismo podía saberlo, quizás no fue por algo en concreto, quizás no fue un momento

puntual, quizás se tratara de la lógica evolución natural de un hombre encallecido por la

dureza de una vida que, aunque golpee a todos, a veces parece golpear a unos más que a

otros. Mientras conducía sumido en sus pensamientos le pareció oír la voz de su padre,

“mantén las distancias, hijo, y confía sólo en quien lo merezca”. En su día no comprendió

bien aquellas palabras que, paradójicamente, no sólo llegó a entender sino que ahora las

aplicaba al pie de la letra. No podía recordar nada de su madre, pues no la llegó a conocer,

pero su padre, el Alférez Alejandro de Zúñiga, se encargó muy bien de llenar su cabeza con

historias y recuerdos de ella. “Tu madre y yo tuvimos momentos buenos y malos Rodrigo,

pero era una gran mujer, y siempre debes recordar eso.” Sandra Martínez de Covadonga

había muerto dando a luz a su único hijo, Rodrigo, en el año 1974. Su padre tenía por aquel

entonces veintinueve años y era un duro Alférez de infantería. Nadie sabía dónde se

encontraba cuando Sandra murió, pues muchas veces no podía decir a dónde le mandaban,

pero no tardó ni medio día en presentarse en el hospital cuando se enteró del suceso. Su

rostro, sin afeitar, y sus ojos irritados por la falta de sueño denotaban que, viniese de donde

viniese, había tardado menos en llegar de lo que habría tardado un hombre normal. Tenía

fama de duro e insensible, pero aquel día los médicos que le vieron juraron percibir el brillo

de una pequeña lágrima en uno de sus ojos mientras se agachaba para besar los fríos labios

de su mujer. Dicen que la mirada de Alejandro de Zúñiga estuvo totalmente ausente durante

los cinco minutos largos que pasó acariciando con su dedo índice las manos y el rostro de

aquella mujer que tanto quiso. Ningún médico se atrevió a interrumpirle, pues todos

conocían su agrio carácter, así que esperaron pacientemente sin decir nada hasta que,

recobrada la compostura, se volvió con seguridad y aplomo hacia ellos para preguntar:

“¿dónde está mi hijo?” Todos pensaron que Alejandro dejaría la milicia para poder cuidar

mejor de su único hijo, pero no fue así. Siguió combatiendo en primera línea en todos los

conflictos habidos y por haber, apoyándose en su madre para cuidar de su hijo Rodrigo. “Yo

no sé hacer otra cosa. Si tuviera que ganarme la vida de panadero nos moriríamos de

hambre”, le decía una y otra vez, cuando podían verse. Alejandro de Zúñiga lo hizo bien,

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pues su hijo pudo crecer con educación y valores, pero sobre todo lo hizo bien porque, por

encima de la cultura que quiso darle, se esmeró mucho en hacerle comprender la clase de

mundo que se encontraría cuando fuera adulto. “Mantén las distancias, hijo, mantén las

distancias, y no dudes en pasar por encima de quien haga falta. Guarda tu conciencia sólo

para tu familia, para la gente que quieres”. La última vez que vio con vida a su padre,

Rodrigo tenía dieciséis años. Era el verano de 1990 cuando Alejandro de Zúñiga le dio a su

hijo una cadena de oro con una cruz en forma de “T” torcida: “es la cruz del peregrino. Le

falta la parte de arriba y toda ella está como torcida. Está hecha así a propósito, simboliza el

desgaste por el camino. Perteneció a tu madre y yo la he llevado desde el día de su muerte

hasta hoy. Ahora quiero que la lleves tú.” Rodrigo no pudo evitar preguntarle por qué, por

qué se la daba a él, mientras en el fondo de su corazón intuía un mal presagio. “Espero que

te ayude cuando te encuentres en una encrucijada, de la misma manera que me ha ayudado

a mí.” Alejandro de Zúñiga partió esa tarde a un destino secreto, como muchos anteriores,

un destino del que no pudo informar a nadie, y su cadáver volvió a España un mes después

en una caja de madera artesanal. El ejército tardó en decirles que venía de Colombia, pero no

quiso decir nada más. No hubo medallas, ni funeral militar, ni salvas de honor, pues

Alejandro de Zúñiga, en teoría, no estaba allí representando a España. Murió a los cuarenta

y cinco años de edad, no habiendo ascendido nunca, pese a su valía, del empleo de Alférez.

Rodrigo quedó con su abuela pero, dos años después, cuando ella falleció a causa de la

vejez, comenzó a sentirse más sólo que nunca, pues ya no le quedaba familia conocida. Todo

su mundo pareció venírsele encima y todo cuanto conocía, de repente, se le empezó a hacer

extraño. ¿Fue por eso, por esa soledad que, en el fondo, siempre le había acompañado, por lo

que se alistó en el ejército? ¿Fue eso lo que le impulsó a dedicarse por completo a servir a su

país, desoyendo los contradictorios y ásperos consejos de su padre? “Mantén las distancias,

y confía sólo en quien lo merezca”, le había dicho una y mil veces, y, sin embargo, ¿no había

muerto su padre por aquello en lo que creía? Y fue ese afán, ese deseo por seguir sus pasos,

sumado a la amarga soledad que padecen aquellos que han perdido todos sus vínculos

afectivos, lo que le llevó a alistarse con alegría con la convicción absoluta e idealista de un

joven de dieciocho años.

En 1992 el Tercio se instaló en la carretera que une Metkovic con Sarajevo, para asegurar el

paso de los convoyes humanitarios por esa zona. Empezaba una guerra dura y cruel a la que

Rodrigo de Zúñiga pronto se incorporó. Llevaba un año sirviendo en el oficio de las armas y

no tardó en presentarse a unos oficiales de La Legión que acudieron a su cuartel en España

buscando candidatos. “El Tercio no es algo bonito. Allí no estarán vuestras mamas para

escuchar vuestros lloros”. Le había impresionado la franqueza y la dureza con la que

aquellos hombres singulares, sin duda alguna diferentes a lo que había visto hasta entonces,

se dirigían a los soldados. Ninguno de sus compañeros firmó, pero Rodrigo de Zúñiga,

digno hijo de su padre, no concebía la milicia si no era para estar en primera línea con la

mejor unidad de élite del mundo. Pasó las pruebas y el duro entrenamiento infernal, y llegar

al Tercio y marchar a un conflicto bélico fue todo uno. “Cojan sus cosas. Nos vamos”, les

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había dicho el Capitán, en su base de Almería. Le gustaba aquel Capitán, Roberto Acosta.

Era alto y muy delgado, de piel morena y rostro alargado, con bigote y perilla sin guías y

cabello castaño, un tanto rizado. A sus espaldas le llamaban Don Lope, porque decían que

era el vivo retrato de Lope de Vega, aunque el parecido era más bien por su mostacho de

soldado del Siglo de Oro. El caso es que el Capitán Acosta era más duro que una piedra, y el

respeto que le procesaban era casi reverencial, pues decían que pese a su dureza era el

hombre más justo del mundo. Contaban de él una anécdota que era indicativa de su

carácter, y es que a Roberto Acosta nunca se le podía mandar a casa, pues en la vida civil no

tardaba ni diez minutos en armar un escándalo. Decían que una vez, en su pueblo en Ávila,

entró en una oficina de correos para recoger un paquete postal. El empleado que le atendió,

muy secamente, le dijo que no podía entregarle el paquete debido a un error de trámite.

Ante la mirada atónita de los que estaban allí, el Capitán Acosta agarró al obeso empleado

de correos por la solapa de su camisa y lo levantó de su silla haciéndole pasar

completamente por encima del mostrador. Al funcionario le flaquearon las piernas, del

susto, y se quedó inerte con los ojos llenos de miedo viendo cómo aquel hombre, al que de

repente se le había puesto cara de loco, le decía sin dejar de agarrarle por las solapas: “Tengo

el cuerpo y el alma llenos de heridas por defender mi país. Y todo para que un maldito

funcionario gordo y cabrón pueda sentarse todas las mañanas detrás de su mostrador con

aire de prepotencia. No se preocupe por el paquete, yo lo cogeré”. Había escupido las

palabras en el sentido literal, pues del ímpetu con que las dijo al funcionario de correos se le

lleno la cara de saliva. Cuando la pareja de policías entro en la oficina, el Capitán Acosta se

encontraba detrás del mostrador poniéndolo todo patas arriba en busca de su paquete. Su

orgullo no le permitía hacerse detener por policías, a los que él llamaba también

despectivamente “funcionarios”, y así se lo hizo saber a ellos, añadiendo con tranquilidad

que si lo intentaban les metería un tiro en la cara, como si disparar a la gente de esa guisa

fuera cosa rutinaria en él. Tampoco admitió a la Guardia Civil, y tuvo que ser la Policía

Militar de una base cercana la que, con mucha cortesía y mucho por favor, se lo llevasen de

allí. Roberto Acosta estaba totalmente incapacitado para la vida civil, para la vida en

sociedad, y se pasaba su tiempo libre montando follón o encerrado en una prisión militar.

Sin embargo, ese carácter se transformaba cuando se encontraba en un conflicto bélico.

Entonces su rostro se serenaba y su cuerpo y su mente comenzaban a moverse tranquila y

acompasadamente, al igual que le ocurre a un pez alborotado al que se rescata de la orilla

del río para volver a meterle en el agua. Y era ese rostro tranquilo y sereno al que todos

volvían la mirada cuando tenían algún problema, y era ese, el Capitán, el tipo de hombre

que todos querían tener a su lado cuando empezaba a sonar el silbido de las balas o el ruido

estruendoso de las bombas.

Aquellos fueron años muy duros, pero Rodrigo no solo no perdió sus ideales sino que

incluso los aumentó aún más. Luchaba con valor y devoción, convencido de que había que

“alumbrar” las partes del mundo que se encontraban a oscuras.

Un fin de año, en Mostar, se encontraban en la base el Capitán y los hombres que no estaban

de guardia aquella noche. Celebraban la noche vieja con alegría, la mayoría habían podido

contactar con sus familiares en España y charlar con ellos un rato, el vino y la comida

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circulaban entre ellos y, aunque no fuera mucho, podían disfrutar de cierto aire de

“normalidad”. Rodrigo recordaba el momento de las uvas y el brindis con champán, con la

música de una vieja radio de un soldado. Ellos bebían, gritaban, reían y bailaban

desinhibidos, liberando toda la presión de su oficio, pero el Capitán Acosta permanecía

sentado en su silla, agarrando por la base la copa de champán de la cual sólo había tomado

dos sorbos. El permanecía serio, no se implicaba en la celebración, pero sin embargo sus ojos

iban de un soldado a otro, casi con ternura paternal, y su rostro serio y sereno reflejaba

satisfacción. No decía nada, pero se notaba que disfrutaba viendo reír a sus soldados. “El

Capitán que bebe con sus hombres, se convierte en uno de ellos y nunca más puede volver a

ser su Capitán”; lo había dicho Atila, el rey de los Hunos, siglos y siglos atrás, pero el

Capitán Acosta se lo decía a sus oficiales a modo de recomendación como si fuera una frase

suya, y él desde luego la aplicaba al pie de la letra. “Mi Capitán, ¿no está disfrutando?” le

había preguntado Rodrigo, cortésmente. “¡Pues claro, de Zúñiga! Hoy es noche de fiesta,

estoy relajado.” Lo que vino después fue una de las cosas que más le impresionó de él.

Nunca hasta entonces le había oído hablar demasiado, pues era del tipo de hombres que

actúa mucho y dice poco, y, aunque valiente, cuando peleaba no lo hacía con el ímpetu

apasionado de otros jóvenes como Rodrigo. Por eso no pudo evitar preguntárselo, “¿por qué

lucha usted, mi Capitán?” Había sopesado el riesgo de que Roberto Acosta le mandase

literalmente al carajo, pues era una pregunta demasiado personal, pero la sangre y el sudor

de aquellos años juntos habían preparado el terreno para que el Capitán, con su rostro

sereno, volviese sus ojos ausentes hacia él y, sin dejar de mirarle, le contestase con aquellas

palabras que nunca olvidaría: “lo que usted hace está muy bien, de Zúñiga, y es admirable.

Quizás en algún momento de mi vida compartí sus principios, aunque de haber sido así, ya

ni me acuerdo. Ahora tengo treinta y seis años, y se con seguridad que si luchase por la

libertad y la democracia acabaría volviéndome loco. No, de Zúñiga, no. Yo no lucho por eso,

como usted, pues con el paso de los años comencé a hacerme preguntas. ¿Cuál es la

diferencia? ¿Cuál es la diferencia entre un uniforme y otro? ¿La bandera que llevamos cosida

en nuestra guerrera? No... Eso, en el fondo, no significa nada, y algún día usted acabará

dándose cuenta. La diferencia es el corazón humano, los motivos y los impulsos que nos

llevan a actuar de una u otra manera, nuestros códigos, nuestro honor... eso es lo que nos

convierte en hombres y eso es lo único que vale. La guerra saca lo mejor y lo peor de cada

ser humano, como todas las situaciones extremas, y es ahí donde se ve el carácter de cada

persona. Así que... ¿qué hará usted cuando le mire a la cara al diablo? ¿Qué hará cuando vea

a hombres y mujeres comportarse como auténticas bestias y cometer las más feroces

atrocidades? O, aunque no llegue a ver eso, que llegará, se lo aseguro, ¿qué hará cuando,

mirando a los ojos de una persona, sepa que ese ser humano sería capaz de cometer

cualquier bestialidad? Porque esas cosas se saben, de Zúñiga, con sólo ver la cara y los ojos

de alguien. Cuando eso suceda, ¿pensará que nosotros somos buenos y ellos malos? Si

pensara eso, estará usted en un error. En lo que a mí respecta, hace mucho que dejé de creer

en buenos y en malos pues cualquier persona, en cualquier lugar del mundo, es capaz de

hacer cualquier cosa que se proponga, buena o mala, eso no depende ni de un país, ni de

una religión, ni de una raza, no... Eso sólo depende de lo que lleves dentro, de tu corazón. El

mundo es un lugar oscuro y cruel, y siempre seguirá siendo así por más que personas como

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usted lo intenten cambiar. ¿Quiere saber por qué lucho? No lucho por mi país, por increíble

que parezca, ni por occidente ni por la puta que los parió a todos. Lucho porque lo llevo en

la sangre, porque estoy hecho para esto y eso me incapacita para vivir en sociedad en un

mundo medianamente civilizado. Sin embargo, paradójicamente, la civilización no podría

existir si no existiesen los hombres como yo, porque si no ¿quién defendería las fronteras?

Algún día, usted dejará de creer en todas esas tonterías que alguien le ha metido en la

cabeza, y, cuando eso suceda, tendrá que encontrar sus motivos como yo lo hice en su día. Si

no los encuentra le garantizo que acabará usted perdiendo el juicio y la razón.”

El Capitán Roberto Acosta había hablado con cierto poso de amargura y cinismo, como lo

hacen las personas que han visto y contemplado la realidad que la mayoría evita mirando a

otro lado. Mientras le escuchaba atentamente, percibió en sus palabras el mismo tono que

empleaba su padre en sus últimas conversaciones antes de morir, y por un momento creyó

que era él, y no su Capitán, el que hablaba.

Al año siguiente Roberto Acosta volvió a casa para siempre, mutilado por las heridas

recibidas al intentar salvar a un niño de un fuego cruzado en una calle de Sarajevo. A

Rodrigo no le sorprendió, pues a esas alturas de su vida ya había llegado al convencimiento

de que sólo los hombres cínicos, duros y crueles como el Capitán Acosta eran capaces de

hacer semejantes cosas.

Cuando el 11 de septiembre del 2001 las Torres Gemelas de Nueva York cayeron tras el

impacto de dos aviones comerciales, el Alférez Rodrigo de Zúñiga ya portaba en sus ojos la

desolación y la amargura de aquellos que no creen en nada porque lo han visto todo. No le

impresionó ver las imágenes en televisión de aquellos enormes rascacielos viniéndose abajo

en cuestión de segundos. Tampoco le impresionó ver a la gente tirarse por las ventanas en

busca de una muerte rápida, ni siquiera le conmovieron los mensajes de despedida que

algunas víctimas dejaban en los contestadores de los teléfonos, antes de morir. Después de

nueve años en la milicia, había asumido que el mundo era así, y reaccionaba con frialdad e

indiferencia a todo lo que se producía a su alrededor. Por eso, cuando al año siguiente su

unidad fue enviada al sur de Afganistán en apoyo a la operación emprendida como

respuesta a los atentados, el Alférez Rodrigo de Zúñiga no dio a sus hombres una de sus ya

famosas y apasionadas arengas. Por el contrario, se limitó a formarles para decirles, muy

secamente, “preparen sus cosas, en una semana marchamos a Kabul”. Ellos reaccionaron de

inmediato, y siguieron confiando en él, pues sabían que siempre el joven Alférez estaría

dispuesto a dar la vida por cualquiera de ellos, que siempre haría lo posible por protegerles

de cualquier peligro, por eso obedecían sus órdenes al instante y de manera incuestionable,

no seguían al Alférez, seguían al valor. Pero aun así, todos percibieron el cambio que se

había producido en él, tras años y años de conflictos, y marcharon no tan preocupados por

la guerra como lo estaban por aquel hombre, antaño vital y apasionado, y ahora silencioso y

taciturno.

Page 38: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Cuando llegaron a la base, en Herat, y desde allí comenzaron a actuar, nada de lo que vio

pudo sorprenderle. La devastación y el sufrimiento le pareció igual que en cualquier otra

parte, se había inmunizado contra todos los horrores y, aunque siguiera en pie y respirando,

su corazón hacía mucho que había dejado de latir. Por más que miraba a su alrededor, no

encontraba motivos para tener ningún tipo de fe en el ser humano, no sentía pena, ni dolor

alguno, simplemente no sentía nada. Aquella noche, cuando entró en el bar de oficiales de la

base, todos los que allí se encontraban se sorprendieron de verle, pues en seis meses de su

llegada nunca se le había visto allí. “Whisky”, le dijo ásperamente al soldado que

despachaba las bebidas. Lo último que pudo apreciar con meridiana lucidez fue el grupo de

oficiales italianos que estaban sentados en una esquina y la cara de sorpresa del soldado

cuando le pidió que le llenara el vaso por décima vez. A partir de ahí todo eran recuerdos

borrosos. Recordaba haber escuchado en la oscuridad las palabras de su padre, “mantén las

distancias hijo, mantén las distancias y confía sólo en quien lo merezca”. Recordaba las risas

descaradas de los italianos mientras decían, “espagnolo, espagnolo”. Recordaba haber salido

sin rumbo fijo, con la visión borrosa. Recordaba haberse sentado en alguna parte retirada de

la base, a la intemperie, y recordaba con claridad todas las imágenes de sangre y de

destrucción que comenzaron en ese momento a pasarle por la cabeza, como una sucesión de

flashbacks intensos e ininterrumpidos. Instintivamente se había llevado la mano al pecho,

por debajo del uniforme, y había agarrado con fuerza la cruz del peregrino que su padre le

había regalado y que siempre llevaba colgada del cuello, deseando aplacar con ese gesto la

fiereza de las imágenes que se producían en su mente. No recordaba con claridad el

momento en que se arrancó del cuello la cadena con la cruz, pero sí recordaba la rabia con

que la lanzó hacia el suelo. Después todo empezó a darle vueltas.

- ¡Qué vergüenza!

- Papá, por favor, no empieces.

- Mira sus galones. ¡Qué vergüenza! Un oficial... por Dios bendito, un oficial tirado en el

suelo, en semejante estado de embriaguez.

Recordaba las voces perfectamente. Todo le daba vueltas y su visión era borrosa,

prácticamente nula. La cabeza le ardía pero escuchaba las voces, aunque lo hacía de un

modo extraño, como si estuviesen en la lejanía, a pesar de que estaban al lado. Recordaba

bien la voz grave de aquel hombre que tan duramente le juzgaba y la voz femenina que

intentaba contenerle.

- ¡Papá, no! No le hagas una foto, basta ya.

- Pero hija, es un oficial borracho. Mírale, está que ni se tiene. Es normal beber, todos lo

hacen, pero este hombre es un desecho. Se le ha ido la mano, alguien tendrá que

amonestarle. Mira en qué estado se encuentra.

- Papá, por favor... guarda la cámara. Te lo pido por favor.

Page 39: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Intentó entornar los ojos para mejorar su visión, pero no le sirvió de nada. Solo veía dos

siluetas frente a él. Intentó levantarse pero no pudo, y la mano de aquella chica le contuvo al

segundo intento. Pudo sentir como sus dedos tocaban la parte de la guerrera donde llevaba

cosido el apellido.

- De Zúñiga... Señor de Zúñiga, ¿se encuentra bien?

- Déjenme en paz- balbuceó, de forma casi ininteligible.

- ¿Lo ves hija? No quiere nuestra ayuda, dejémosle tirado. No parece tener más aspiraciones

que esa.

- ¡Papá, por favor! ¿Nunca has visto a un borracho?

- A ninguno como este. Este no es un borracho, es un desecho.

- Señor de Zúñiga, ¿me oye usted?

No sabía exactamente cuánto tiempo transcurrió, pero poco a poco empezó a recobrar la

conciencia, y cuando eso sucedió la chica estaba a su lado. Era alta, delgada y de piel

blanquecina. El cabello era moreno y liso, aunque en apariencia resultara rizado, ya que

llevaba días sin peinarlo ni lavarlo. Era muy guapa, a pesar de sus ojeras profundas y su

gesto cansado. Sus ojos, de color avellana, le observaban con una mezcla de comprensión y

rechazo.

- ¿Por qué estoy mojado?- preguntó, desconcertado, mientras se palpaba la cabeza y las

ropas.

- Le hemos tenido que echar unos cuantos cubos de agua por encima. Va bien para la resaca.

Su tono era suave y resignado, como de quien hace las cosas sin esperar que nada pueda

ocurrir.

- ¿Cuál es su nombre?

- Tiene usted que dormir, señor de Zúñiga. Ya es muy tarde, Creo que ahora ya puede usted

caminar, y mi padre y yo estamos cansados.

Mencionar a su padre y ver aparecer a un hombre corpulento con un cubo entre sus manos

fue todo uno. Instintivamente Rodrigo intentó levantarse a toda prisa, pero ella le detuvo

con la mano.

- No se preocupe, es mi padre. Levántese tranquilo, no pasa nada.

- ¿Está consciente ya?- le oyó decir mientras se acercaba.

- Sí papá, no hacen falta más cubos.

- ¿Estás segura, hija?

- Totalmente.

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El hombre llegó hasta donde estaban y dejó el cubo en el suelo, malhumorado. Por sus

gestos, Rodrigo interpretó que se había quedado con las ganas de echárselo por encima.

- Sera mejor que vuelva a su barracón, señor de Zúñiga- le dijo ella, con voz cansada- Ya es

tarde, y necesita dormir un rato. Ahora ya puede valerse por sí mismo.

- ¿Cómo se llama?- volvió a preguntarle, interesado.

- Mañana será otro día. Estoy cansada.

Les vio marcharse, en la penumbra, y pudo escuchar mientras se alejaban las protestas del

hombre, que le recriminaba a su hija lo tarde que era y lo cansado que estaba de todo.

Aquella noche no durmió, era la primera vez en su vida que perdía el control, y se pasó la

noche jurándose a sí mismo que no se repetiría. A la mañana siguiente salieron de patrulla, y

bajo el ardiente sol un pensamiento nuevo aparecía, fugaz, en su cabeza: “¿quién era esa

chica?” Volvieron a la base al inicio del crepúsculo, y Rodrigo de Zúñiga comenzó a buscar

intrigado a quien tan desinteresadamente le había ayudado la noche anterior. Preguntó a

todo el mundo por un un hombre corpulento y una chica joven y morena que le

acompañaba, y fue dando palos de ciego hasta encontrar a un oficial que le supo orientar.

- Cristóbal Beltrán y su hija- le había dicho- la chica es agradable, pero él se pasa todo el día

blasfemando en arameo y cagándose en todo lo que se mueve. Los encontrará en la tienda

médica, son buena gente, algo raro en los tiempos que corren.

Cuando fue hacia allá la encontró sentada en una vieja silla, escribiendo algo en un

cuaderno, sobre una mesa cuadrada que tenían instalada fuera de la tienda. Llevaba unas

deportivas blancas llenas de barro, un vaquero azul sucio y desgastado y una camisa marrón

algo deshilachada. Llevaba el pelo recogido hacia atrás con una goma y estaba muy

concentrada. Escribía con el ceño fruncido y de vez en cuando paraba y levantaba la vista,

hacia el ocaso, como si esperase que los últimos rayos del sol le aclarasen todas las dudas de

la humanidad. Él se la quedó mirando desde lejos, con curiosidad, y una sensación

agradable comenzó a invadirle por dentro, muy lentamente. Se sentía bien observándola, se

sentía relajado. Comenzó a acercarse, y mientras caminaba despacio ella levantó la vista y

posó sus ojos de color avellana sobre él. De lejos no parecía reconocerle, pero al llegar hasta

la mesa ella esbozó una pequeña sonrisa.

- Señor de Zúñiga- dijo- Al principio no le reconocí. Tiene usted un andar muy elegante,

nada que ver con el de ayer por la noche.

- Lo siento, señorita- respondió, avergonzado- Quería disculparme con usted y darle las

gracias por su atención. Créame, lo de ayer no es algo habitual en mí.

- ¿Disculparse? ¿Por qué? Yo no soy su superior. Por lo que a mí respecta, no he visto nada.

- ¿Puedo sentarme?

Ella pareció sorprenderse. Se le quedó mirando un tiempo, dudando. Rodrigo pensó que le

diría que no, pero al rato le señaló amigablemente la silla que estaba a su lado. Él se sentó,

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quiso hablar pero se dio cuenta de que no sabía qué decirla. Llevaba años callado, en

silencio. Había perdido práctica y la vergüenza de la noche anterior le carcomía.

- Relájese, señor de Zúñiga- le dijo ella en tono suave- ya imagino que su estado de anoche

no es su estado habitual, no piense que ya le he puesto una etiqueta, no me gusta juzgar a las

personas tan pronto. Sólo por curiosidad, ¿recuerda algo de lo que paso?

- Recuerdo que le pregunté su nombre.

- Beltrán.

- Ese no es su nombre. Es su apellido.

Ella pegó un pequeño respingo y se cruzó de brazos. Le miró con rostro triste, antes de

responder.

- Lo siento, señor de Zúñiga. Perdone si soy tan directa, si lo soy es porque no quiero que se

confunda. Me llamo Teresa Beltrán. Beltrán es mi apellido y por él me conoce todo el

mundo. Yo me siento así más cómoda, porque no he venido aquí a hacer amigos.

- Lo comprendo. Entonces... señorita Beltrán... por lo menos, ¿le podría preguntar que hace

aquí?

- Mi padre es corresponsal de guerra. Yo acabo de terminar la carrera de periodismo, así que

esta vez me ha llevado unos días con él. Mi presencia aquí es totalmente extraoficial, pero mi

padre es bastante influyente.

- Es una manera un tanto extrema de hacer las prácticas, ¿no cree?

- Él no quiere que siga su camino. Por eso me ha traído. Piensa que unos días en la base no

me supondrán ningún peligro y que me ayudarán a hacerme una idea de lo que es un país

en guerra. No he visto gran cosa, pero le veo a él... está harto de todo. Quiere dejarlo.

- Bueno, yo no soy quién para decirla nada. Pero debería de hacer caso a su padre... no es un

buen camino.

- Sin embargo, este es el mundo real, a fin de cuentas.

- Tiene usted carácter, de eso no me cabe duda. Si se decide, creo que será una buena

corresponsal.

- ¿Usted cree? Yo creo que acabaría volviéndome loca.

- No parece del tipo de personas que se vuelven locas.

- Ya... usted tampoco, y, sin embargo, mire como se encontraba ayer.

Rodrigo se echó hacia atrás ligeramente al oír aquel comentario. Le había sentado mal. No...

no era eso exactamente, le había dolido. ¿Por qué le dolía lo que ella pudiera pensar? Ella vio

su reacción y endulzó su rostro, arrepentida de sus palabras.

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- Perdóneme, señor de Zúñiga. No era mi intención ofenderle, yo estoy siendo muy brusca y

usted demasiado amable. Estar aquí me agria el carácter, lo cierto es que estoy deseando

volver cuanto antes. Lo que le he dicho era cierto, temo acabar loca. Sé que mi padre no

piensa igual, pues de lo contrario me habría dejado en casa.

- ¿Cuántos años tiene?

- Veintitrés. ¿Y usted?

- Veintisiete.

- Parece un hombre educado e inteligente. El comentario que le hice antes no pretendía ser

ofensivo, únicamente me preguntaba qué le pudo llevar a acabar semi inconsciente en el

suelo.

- Usted pudo verlo bien. Estaba muy borracho.

Ella esbozó una sonrisa comprensiva y le miró con interés. Mientras le observaba se

estableció un pequeño silencio y una sensación de comodidad y tranquilidad se empezó a

producir entre los dos.

- Lo que yo vi ayer no era un hombre borracho- continuó, negando ligeramente con la

cabeza- He visto muchos a lo largo de mi vida y algunos desde que estoy aquí. En lugares

como este las personas soportan mucha presión, quizás demasiada, y es normal buscar vías

de escape. Pero ayer usted no solo estaba borracho, había algo más. Ayer usted se

encontraba en un pozo oscuro, y apostaría mi vida a que no cayó en el por culpa del alcohol.

El alcohol sólo fue la excusa.

Esta vez Rodrigo de Zúñiga no se echó hacia atrás. Continuó sentado en su silla, ligeramente

inclinado hacia adelante, hacia ella. Lo había hecho de forma inconsciente, sin darse cuenta,

y a ella le pasaba lo mismo. Como un imán, sus caras se iban acercando poco a poco,

rompiendo las distancias. Quiso mentirla, al igual que había hecho con todo el mundo

durante los últimos años, pero no pudo. Se preguntó por qué no podía hacerlo, pero no halló

respuesta. Quizás fuera su tono de voz, su rostro cansado, o sus ojos de color avellana que le

observaban con franqueza. Quizás fuera la sensación agradable al estar con ella, la

tranquilidad que le invadía en su compañía, o porque la forma que tenía ella de mirarle le

incapacitaba para decirla nada que no fuera la verdad.

- Yo... yo no soy una buena persona, señorita Beltrán. Usted es muy generosa ayudando a la

gente, pero yo no merezco su ayuda.

- ¿Es eso lo que le atormenta? ¿El pensar que no es usted bueno?

- Sí.

Ella suspiró y volvió a sonreír con tristeza. Volvió a mirarle con ojos comprensivos, de una

forma que para él era desconocida, y se acercó un poco más hacia adelante para responderle.

- El verano mi padre estuvo en Somalia. Nos contó que se encontraron a una mujer en un

poblado. Le habían cortado los pechos con un machete y su sexo estaba completamente

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mutilado. Sus ojos le miraban de forma suplicante y no tenía fuerzas ni para gritar. No les

dio tiempo a hacer nada, llevaba mucho tiempo así antes de que llegaran y murió

desangrada en sus brazos.

Rodrigo la escuchaba atentamente, pero no se sorprendía lo más mínimo. El suceso que

estaba escuchando formaba parte de su rutina habitual

- Las personas que hicieron eso, señor de Zúñiga, eran malas personas. A usted, sin

embargo, por muy malo que se considere, no le veo capaz de hacer algo semejante.

El enmudeció y se quedó pensativo. Nunca le habían hablado de forma tan benevolente, por

el contrario, hacía años que tenía fama de hombre valiente pero implacable, y algunas

personas habían llegado a cogerle miedo. Sin embargo aquella chica no le miraba con miedo,

le miraba con interés. La sensación era agradable, pero no tardó en sobresaltarse al ver venir

por el lateral a un hombre corpulento que avanzaba hacia ellos a pasos agigantados.

- ¡Teresa! ¿Estás aquí? Te estaba buscando.

Rodrigo se levantó y le tendió la mano en un gesto amistoso.

- Señor Beltrán. Mucho gusto.

- ¿Y usted quién es?...- Cristóbal Beltrán le miró con el ceño fruncido, a través de sus lentes

redondos. Era un hombre de mediana edad, un poco más bajo que Rodrigo, de cara

regordeta y pelo corto castaño, algo rizado. Al cabo de un rato, pareció reconocerle- ¡Usted

es el borracho!

- ¡Papá, por favor!- le dijo ella, levantándose enfadada- El señor de Zúñiga ha venido a

darnos las gracias. Sé amable con él... por favor.

- Umm... Está bien, lo siento- le dijo, aceptando su mano- Hace tiempo que perdí el buen

humor por algún sitio, en fin... me alegra verle bien señor... ¿de Zúñiga, me dijo?

- Rodrigo de Zúñiga, papá, Alférez Rodrigo de Zúñiga.

Rodrigo la miró sorprendido. No recordaba haberla dicho su nombre, ni tampoco su cargo,

aunque esto último bien podría suponerlo por sus galones.

- Bueno, señor de Zúñiga- continuó Cristóbal Beltrán- Le agradezco que haya tenido ese

detalle, es grato comprobar que aún hay gente agradecida en el mundo. Aunque, la verdad,

no tenía por qué haberse molestado, no fue para tanto.

- Igualmente se lo agradezco.

- Umm... en fin. Estoy haciéndole una pequeña entrevista al oficial médico. Teresa, cuando

termines, por favor, vente conmigo. Estaré dentro.

- En seguida iré, papá, no te preocupes.

- Encantado de conocerle, señor de Zúñiga.

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Rodrigo asintió con la cabeza en señal de respeto, y vio marchar al Doctor en dirección a la

tienda. Después volvió sus ojos hacia los de Teresa.

- ¿Cómo sabe mi nombre?

- Esta mañana le estuve buscando. No llegué a tiempo, pues le vi marchar con sus hombres.

Perdone si he sido un tanto cotilla, pero no pude evitar preguntar por usted. Todos los que

le conocen le tienen un gran respeto.

- Y... ¿por qué me estuvo buscando?- preguntó, confuso.

Ella se metió la mano en el bolsillo del pantalón y cogió algo. Extendió el brazo hacia

adelante y abrió la mano. Allí, reposando sobre su palma y deslizándose entre sus dedos, se

encontraba la cadena de oro con la cruz del peregrino. Ella debió de haberla cogido del suelo

la noche anterior.

- Pensé en dársela anoche, cuando recobró la conciencia. Pero supuse que podría volver a

perderla.

Él se acercó un poco hasta ella y cogió la cadena. Al hacerlo, tocó su mano. Su piel estaba

cubierta de polvo, pero aun así pudo notar su suavidad. Hacía mucho que no tocaba una

piel tan suave, y no pudo evitar acariciarla ligeramente con el dedo mientras cogía la cadena.

Ella no se retiró, permaneció de pie frente a él mirándole con interés. La sensación de paz

volvió a invadirle, y por un momento olvidó dónde estaba.

- Me tengo que ir, señor de Zúñiga. He de ayudar a mi padre.

- ¿Puedo volver a verla?

- Mañana nos vamos a la ciudad- respondió con pena- Regresamos al hogar. ¿Cuándo

volverá usted?

- No lo sé.

- Pues... espero que sea pronto. Intente cuidarse, me alegrara verle de nuevo, aunque espero

que sea en otro ambiente y en otras circunstancias.

Cuando el convoy de Teresa Beltrán salió de la base en dirección a la ciudad, Rodrigo de

Zúñiga estaba a punto para otra incursión El arma larga, cruzada a la espalda; el arma corta,

en el ceñidor; el chambergo ligeramente ladeado, pues el sol comenzaba a salir, y el

corazón... el corazón sereno, como siempre, pues la guerra había llegado a ser parte de su

personalidad, al igual que le había ocurrido al Capitán Roberto Acosta. No obstante, cuando

vio marchar el convoy desprendiendo tras él una inmensa cantidad de polvo del camino,

una sensación nueva empezó a invadirle lentamente Ella se había detenido antes de subir al

vehículo, para mirarle. Sus ojos, amoratados por la falta de sueño, estaban ligeramente

humedecidos. Su cabello, lleno de arena y sucio, agravaba aún más el aspecto cansado de su

rostro. “Me alegrará verle de nuevo”, le había dicho, y él sentía lo mismo. ¿Y si el convoy era

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atacado? ¿Y si su vehículo pisaba una mina y saltaba por los aires? ¿Y si no volvían a verse?

Esas preguntas comenzaron a agolparse en su cabeza, y una preocupación inesperada se

adueñó de él, hasta que una última y definitiva pregunta terminó por instalarse en su mente:

¿hacía cuánto que no sentía esa preocupación por alguien?

Miró hacia el horizonte, el convoy estaba tan lejos ya que solo se veía la polvareda que

levantaba. Arriba, en el cielo, el sonido de dos helicópteros empezó a hacerse atronador y, a

su lado, la silueta bajita y delgada de su Sargento esperaba paciente.

- Mi Alférez, los hombres ya están preparados.

- Entonces nos vamos- dijo con firmeza.

Al partir, en dirección contraria al convoy de Teresa Beltrán, un pequeño músculo de su

corazón comenzó a moverse ligeramente, y el movimiento aumentaba cuanto más se alejaba.

La voz de su padre comenzó a sonar en su cabeza, “mantén las distancias, y entrégate sólo a

quien lo merezca”, y la pregunta que le hizo al Capitán Acosta, la pregunta que él llevaba

años intentando responderse, la pregunta para la cual no había obtenido respuesta, volvió a

surgir en su interior: “¿por qué luchas, Rodrigo de Zúñiga?”

Pasadas unas horas ya había obtenido respuesta, pasadas unas horas ya lo sabía; “he de

volver, he de volver con vida”.

La lluvia caía con más fuerza cuando llegó a casa. No le importaba mojarse, no le importaba

en absoluto. Se embuchó bien en su abrigo largo de piel y se puso los guantes de cuero antes

de salir del coche. Caminó tranquilamente el trecho que le separaba hasta la puerta de su

chalet, hacía un poco de frío pero él no lo sentía. Estaba concentrado y, como siempre que lo

estaba, sus músculos se encontraban alerta y su mente funcionando a toda máquina. Teresa

le esperaba dentro. Tenía ganas de verla, pues su imagen siempre le alegraba el corazón,

como un soplo de aire fresco en un mundo que cada vez le parecía más podrido. Pero ahora,

en ese instante, no podía relajarse, tenía que estar atento, hacer un último esfuerzo, un

último trabajo antes de abandonar por fin un mundo de violencia y destrucción. “Ernesto

Trebiño”, pensó, mientras entraba en casa. “Ernesto Trebiño”... su nombre resonó en su

mente, una y otra vez, como una idea obsesiva, y sólo el dulce beso de su mujer embarazada

pudo sacárselo de ahí... de momento.

VI

Page 46: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Cuando Diego cruzó la puerta 307 de la tercera planta de Palotex, aquella mañana de jueves,

poco podía hacerse una idea de cómo iba a ser su primer día de trabajo. Había optado por

una vestimenta arreglada pero no del todo formal, pantalones claritos con zapatos negros y

chaqueta azul oscura con camisa blanca, sin corbata. Antes de conocer la empresa había

pensado aplicar el dicho de “donde fueres, haz lo que vieres”, pero, después de su entrevista

con el director, comprendió que daba igual de qué manera fueses vestido ya que cada

persona allí era un mundo.

Así, mientras subía por el ascensor, se mentalizó para no sorprenderse de ninguna manera,

pero nada más abrirse la puerta 307, aun así, se sorprendió. El despacho era inmenso, tan

grande como el del director. También era rectangular, con una cristalera que daba a la calle.

Pegadas a las tres paredes restantes había tres estanterías llenas de libros, desde el suelo

hasta el techo, y, en el centro, una mesa escritorio con cuatro sillones y una gran pizarra al

lado para escribir a tiza, toda ella rellena con ecuaciones matemáticas. Más que un despacho

parecía una librería, pero lo que más llamó su atención fue la apariencia del hombre que le

abrió la puerta. Era un hombre de mediana edad, altísimo, mediría 1,90 cm y su cara era

alargada y huesuda, como su cuerpo. Tenía la piel morena y el pelo muy negro, rizado y con

alguna que otra cana. Las gafas, finas y rectangulares, le daban aspecto de intelectual, y su

nariz ancha y prominente destacaba bajo sus ojos grandes y marrones, los cuales le daban

aspecto de hombre cansado y taciturno al encontrarse sobre unas grandes ojeras. Parecía un

hombre muy nervioso, ya que su cuerpo no permanecía quieto ni un momento sino que

oscilaba de un lado para otro a la par que gesticulaba con la cara y con los brazos.

- Imagino que es usted el señor Márquez, encantado de conocerle- dijo con voz nasal.

A Diego no le dio tiempo a confirmar su identidad, pues antes de abrir la boca ya tenía las

dos manos del astrofísico estrujando la suya efusivamente, de arriba a abajo.

- Pero pase usted, por favor, permítame que le enseñe nuestro lugar de estudio. Me llamo

Jaime de la Fuente, aunque imagino que ya se lo habrán dicho.

- Sí, doctor de la Fuente, ya sabía su nombre.

- ¡¿Doctor?!- el astrofísico se detuvo en seco, sonriendo con sorpresa, mientras sus brazos

oscilaban de un lado para otro- ¿Qué doctor ni que carambas? Llámeme Jaime, por favor. No

voy a operarle a usted de nada, así que olvídese del doctor.

- Está bien... Jaime.

Le chocaba la apariencia de aquel hombre. Se había imaginado a alguien más mayor y de

apariencia más formal. Sin embargo, Jaime de la Fuente era un hombre sencillo y vestía

como tal, con unos vaqueros y una camisa muy normal y unos zapatos náuticos Su actitud

era muy natural y campechana y no era para nada estirado. Cuando entró en el despacho y

pudo verlo en su totalidad, observó que todo estaba muy desordenado y se puso nervioso.

Diego no soportaba el desorden, y la visión de todos esos libros descolocados le ponía tenso.

Page 47: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Algunos estaban tirados en el suelo, cerrados y apilados en torres de siete u ocho, o abiertos

en mitad del suelo sin ningún orden aparente. Pero, sin duda alguna, lo más desastroso era

la mesa.

Intuía que era de madera, por las patas, porque lo que es la superficie, no se veía nada.

Estaba cubierta en su totalidad por cuadernos y folios manuscritos en colores diferentes. No

había fotos por ningún lado, no había cuadros, no había adornos, sólo libros y apuntes.

Cuando terminó de mirarlo todo, se encontró a Jaime detenido al lado de la mesa

observándole con sonrisa tímida.

- Últimamente he pasado aquí demasiado tiempo. Se nota, ¿verdad?

- Bueno, eh... en fin, se nota que es usted un hombre muy activo.

- ¿Nos tuteamos? Vamos a pasar juntos mucho tiempo.

Diego se sorprendió. No estaba acostumbrado a tanta informalidad. Sonrió mientras se

sentaba en la silla que amablemente le señalaba el astrofísico. El hizo lo mismo en la silla de

al lado.

- ¿Sabes exactamente lo que vas a hacer?

- No. Ha sido todo muy rápido. He preferido no pensar.

- ¡Buena actitud!- Jaime de la Fuente sonreía satisfecho- Aunque a partir de ahora, te aseguro

que no harás otra cosa sino pensar.

- Me dijeron que iba a ser simplemente su ayudante- dijo Diego, confuso.

- Claro, y... ¿qué es lo que hago yo?; pensar. Y tú me ayudaras en ello.

- No creo que necesites mi ayuda para pensar. Seguro que mi mente no puede compararse

con la tuya.

- ¡Ah! Me temo que en eso te subestimas. Además, aunque yo fuera más inteligente, eso no

implicaría el que de vez en cuando no necesitase un poquito de ayuda. Lo cierto es que estoy

muy solo, y eso hace que mi mente se atasque de vez en cuando. Tus ideas y tu compañía

me vendrán muy bien.

Diego estaba gusto. No parecía un mal tipo, quizás algo excéntrico, pero irradiaba buenas

sensaciones. Se le veía muy nervioso, pero no por nada en particular, sino más bien porque

ese era su carácter Gesticulaba mucho con las manos, mientras estaba sentado cruzaba su

pierna izquierda sobre la derecha y, al rato, la quitaba para poner la derecha sobre la

izquierda. Hablaba alto y claro, con voz un tanto aguda, y cuando escuchaba sus ojos se

abrían y cerraban de una forma poco natural, pues tenía un “tic” nervioso que le hacía

parpadear de manera un tanto extraña. Al principio, dichas maneras le estresaron bastante,

pero poco a poco comenzó a conectar con él y a relajarse. Al contrario que Alfonso Elizalde,

que tenía el despacho con fotos familiares, el astrofísico no tenía nada personal en su lugar

de trabajo. Eso, y la efusividad con la que saludó Diego, hacían pensar que se trataba de un

hombre solo.

Page 48: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Te voy a decir que vas a hacer exactamente, pero para ello necesito que no te asustes y

abras tu mente.

- Ya me lo has dicho. Voy a ayudarte a pensar.

- Sí hombre. Pero, ¿pensar en qué? Esa es la cuestión.

- Me estás empezando a intrigar.

Jaime de la Fuente se sonreía con cierto aire de misterio. Diego no sabía aún en que proyecto

estaba trabajando, pero su forma de sonreír denotaba una satisfacción y un orgullo casi

infantil.

- Disculpa que empiece de una forma tan directa, vamos a trabajar juntos muchas y horas y,

sin duda, tendremos tiempo de conocernos. Así que ahora voy a ir directo a lo principal;

¿qué opinas de los viajes en el tiempo?

- ¿Perdón?

- Repito. ¿Crees que se puede viajar en el tiempo?

- Pues... creo que no es descabellado, aunque...- Diego dudó, entre asombrado y

desconcertado.

- ¿Aunque?

- Algunas personas piensan que es de locos plantear esos temas.

Al escuchar eso, Jaime de la Fuente dejó de sonreír y se quedó serio durante un tiempo.

Diego temió haberle ofendido, pero se relajó al ver que su seriedad era más bien de

asombro.

- Querrás decir algunas personas ingenuas, torpes e ignorantes, ¿verdad?- añadió, sonriendo

de nuevo.

- Ya te he dicho que yo creo que es posible.

- Imaginaba esa respuesta, porque tú no eres ni ingenuo, ni torpe, ni ignorante, pero... ¿por

qué me dices eso? ¿Acaso te preocupa lo que piense la gente? ¿No sabes que muchos

eminentes Físicos y Astro físicos han emitido opiniones y estudios realmente interesantes

acerca de este tema?

- Sí que lo sé. Únicamente es que se me hace raro hablar de esto contigo, porque siendo tú

quién eres, es evidente que si lo comentas es porque tu trabajo tiene que ver con este tema, y

eso me asusta un poco.

- ¡Aja!- exclamó, señalándole con el dedo- Veo que han tenido buen ojo escogiéndote, eres un

hombre perspicaz.

- No me digas que he acertado.

- Has acertado de pleno. Y dime, ¿por qué te asusta?

Page 49: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- No me dirás que no es un tema intrigante.

- Por supuesto que lo es.

- Y que es un tema que da cierto miedo...

- Quizás, pero... si de verdad es posible, ¿no sería maravilloso descubrirlo?

- Si, pero habrá mucha gente estudiando sobre ello. ¿En qué podemos contribuir nosotros?

El astrofísico se le quedó mirando con rostro complaciente, como se mira a alguien que

acaba de decir una tontería obvia.

- Diego, lo que te voy a decir no puede salir de esta empresa, ni siquiera de este despacho,

pues sólo unas pocas personas además del director y yo sabemos de esto. Si te han

contratado para ayudarme, significa que se fían de ti, así que yo también lo haré, pues es

necesario que lo sepas todo para poder ayudarme en lo que necesite.

- Jaime, me estás poniendo de los nervios- le dijo, esbozando una sonrisa tensa.

- Viajar en el tiempo es posible- afirmó solemnemente Jaime de la Fuente.

- ¿Cómo estás tan seguro?

- Porque llevo tres años estudiando el tema a fondo. Durante tres años he vivido por y para

este asunto. He perdido muchas cosas por el camino, pero ha merecido la pena. Casi no he

hablado con nadie en todo ese tiempo, casi no he dormido, he hecho miles de fórmulas, he

estudiado millones de libros, he investigado... por un momento pensé que me derrumbaría,

pero Alfonso Elizalde siempre estuvo ahí, dándome ánimos en los momentos bajos. El

siempre creyó en mi talento, tiene buen ojo para estas cosas. Así que al final... al final lo

conseguí.

- ¿Conseguiste el qué?

Jaime de la Fuente comenzó a remover todos los papeles que tenía en el escritorio, empezó a

seleccionar algunos y a descartar otros. Finalmente, después de dejar todo el escritorio patas

arriba, le dio un taco enorme de hojas sueltas. Diego las estudió un poco por encima,

mientras de refilón volvía a ver en el astrofísico ese gesto de satisfacción y orgullo casi

infantil. Los manuscritos estaban llenos de fórmulas y de enunciados, algunos propios de

Jaime de la Fuente y otros de conocidos estudiosos. La mayoría hacían referencia a Albert

Einstein y la teoría de la relatividad. Pero no fue eso lo que más le asombró, sin duda lo que

le quitó la respiración fueron los planos que había dibujados en las últimas hojas.

- ¿Qué es esto?- preguntó aturdido, aunque ya sabía la respuesta.

- Un plano para la construcción de una máquina- contestó Jaime sin perder esa sonrisa

tímida, casi infantil.

Diego se quedó un rato callado, observando el plano. Después siguió estudiando a fondo los

documentos, y así estuvo bastante tiempo, con la vista pasando de los documentos al plano

y del plano a los documentos, hasta que al fin, exclamó:

Page 50: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¡No puede ser!

- Me temo que sí, amigo mío. Sí puede ser.

- No... No puedo creerlo. Perdona, pero no puedo. Además, aquí hablas de viajar a cualquier

época del tiempo, bien sea hacia adelante o hacia atrás, y yo siempre he escuchado que de

existir la posibilidad de viajar, sería sólo hacia adelante...

- Acelerando una partícula hasta casi la velocidad de la luz- le interrumpió Jaime- Eso es

obvio, y no tiene ningún misterio. Si metes a un astronauta en una nave espacial y aceleras

esa nave hasta casi la velocidad de la luz, el tiempo transcurrido para él en la nave sería

menor que el transcurrido en la tierra, y cuando regresara se encontraría en una época

futura. Pero yo no estoy pensando en mandar a nadie al espacio.

- ¿Y qué pretendes?

- Micro agujeros negros. Sé cómo crear un “túnel” en el espacio- tiempo. Me ha llevado años

y años de estudio pero, al final, he encontrado la manera. Observa mis cálculos, ahí está

todo. Pienso crear dos micro agujeros negros, de tal manera que entre ellos se forme un

“pasillo”. Cada extremo del pasillo tendrá densidades y características diferentes, de tal

forma que se podrá elegir a qué espacio- tiempo viajar. ¿No es increíble?

Diego le escuchaba con la boca abierta casi hasta el suelo. No podía dar crédito a lo que

estaba escuchando. Una cosa era pensar que era posible, hipotéticamente hablando, y otra

bien distinta que lo fuera realmente.

- Sólo tengo un pequeño problema- continuó Jaime de la Fuente- y es que en el último tramo

me he atascado un poco. Llevo mucho tiempo obsesionado con este tema y creo que mi

cerebro necesita un pequeño respiro. Sé cómo crear el micro agujero en un tiempo distinto,

pero me falta la ecuación correcta para hacerlo en un espacio también distinto. De esa forma,

podrías meterte en la máquina y viajar a cualquier lugar del mundo en cualquier época. Por

eso necesito tu ayuda.

Ahí sí que Diego a punto estuvo de desmayarse. Lo que estaba escuchando el parecía

increíble, pero más aún se lo parecía el hecho de que él pudiera aportar algo a semejante

descubrimiento.

- Verás Jaime- le dijo, inseguro- Cuando Alfonso Elizalde me contrató para ser tu ayudante,

imaginé que sería para cosas más rutinarias y sencillas. ¿Qué te hace pensar que yo puedo

ayudarte en este asunto? Creo que es demasiado para mí.

De repente, el astrofísico se levantó y caminó hacia una de las estanterías.

- Umm... Creo que lo tenía por aquí- dijo mientras rebuscaba entre sus libros y carpetas-

¡Aja! Aquí está.

Cuando se sentó de nuevo al lado de Diego, tenía un informe entre sus manos.

- Léelo. Así sabrás por qué te necesito.

Page 51: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego lo cogió, y cuál fue su asombro al ver en el encabezado el logotipo del colegio donde

estudió hasta que se marchó del pueblo. Era un informe psicológico, de cuando tenía

dieciséis años. Se lo hicieron a todos en aquel curso, no era el único que realizó, pero de ese

recordaba especialmente su larga duración y la complejidad de las preguntas. Nunca supo el

resultado de ninguno, ya que al ser menor de edad se los mandaban siempre a sus padres.

Lo examinó lentamente mientras se preguntaba cómo demonios tenía Jaime de la Fuente ese

informe, y su asombro llegó al punto máximo cuando vio que aquel informe reflejaba su

coeficiente intelectual.

- Eres un genio, Diego. Alfonso Elizalde intuía que no lo sabías, y por tu cara veo que ha

acertado.

- Pero... pero... ¿Cómo es posible? ¿Cómo?

- ¿Tu padre nunca te dijo nada?

- No.

- ¿Y los profesores del colegio?

- Tampoco.

Jaime puso cara de asombro, casi tanto como la que tenía Diego. No daba crédito a que

nunca hubiese visto aquel informe.

- Alfonso Elizalde me dijo que probablemente tu no supieras nada de esto- dijo con gesto

triste- Yo le comenté que eso sería imposible, que una persona con ese coeficiente intelectual

lo sabe. La mayoría de los colegios hacen test a sus alumnos, y cuando sale alguien con tus

parámetros se le sugiere otro tipo de educación, más avanzada. No se puede desperdiciar

semejante talento, el colegio lo tendría que comunicar. El insistió en que era casi seguro que

tú no supieras nada de esto, y entonces me habló de tu padre...

- Pero... ¿Cómo sabéis tantas cosas? ¿Qué clase de empresa sois? ¿Cómo podéis tener acceso

a esto si ni yo mismo lo sabía?

- Tenemos recursos, Diego. Sabemos dónde y cómo buscar la información. Sabemos que tu

padre amenazó a todo el colegio para que nadie te dijera nada, y nadie se atrevió a

contradecirle porque no les interesaba llevarse mal con él. He visto ya muchas cosas, pero

aun así nunca dejó de sorprenderme. Parece ser que hay mucha gente que sólo obtiene gusto

dominando y sometiendo a otras personas, aunque eso suponga cortarles las alas.

Diego continuó mirando su informe con ojos atónitos. No podía creer lo que estaba viendo.

Recordó el rostro enfurecido de su padre cuando le gritaba, con cólera, que nunca iba a

llegar a nada en la vida. Recordó las veces que le había abofeteado sin clemencia, al compás

de insultos degradantes. Él lo sabía, sabía que su hijo tenía una inteligencia mucho más alta

de lo normal, pero aun así no le valió. Entonces lo comprendió, sentado en aquella silla, en la

oficina de una empresa que estaba empezando a conocer, comprendió el porqué de tanto

sufrimiento. Su padre no quería un hijo inteligente, tampoco quería un hombre hecho y

derecho. Lo que quería era lo que había obtenido con sus hermanos, alguien sumiso y

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complaciente, alguien sometido completamente al dictado de su persona. El astrofísico había

dado en el clavo, sin apenas conocerle. Las apariencias debían ser importantes para aquel ser

ruin y mezquino, pero no lo eran tanto como el gusto, antinatural y torcido, que obtenía

viendo bailar a los demás alrededor suyo y, sobre todo, el gusto que le daba ver cómo sus

hijos, su sangre, agachaban la cabeza “rindiéndole pleitesía”, sometiendo su mente y

también su alma, renunciando a ser todo lo que podrían llegar a ser. La rabia comenzó a

invadirle, lenta pero irremediablemente, y sus puños comenzaron a cerrarse en un gesto

contenido de violencia. Jaime de la Fuente lo observó, y su voz suave y aguda intervino para

darle calma.

- Nunca es tarde para saber ciertas cosas, Diego. Conmigo aprenderás mucho, y podrás dar

rienda suelta a tus ideas.

- Y, ¿cuándo empezamos?

- Más bien querrás decir cuándo terminamos.

- De nuevo me sorprendes.

- Pues vete acostumbrando a las sorpresas. Será mejor que vengas conmigo, he de enseñarte

otra cosa.

Jaime de la Fuente se levantó de la silla, de nuevo con ese gesto infantil de orgullo y

satisfacción, mientras le indicaba con una mano la puerta del despacho. Caminaron hasta allí

y le abrió la puerta dejando pasar primero a Diego con un gesto caballeroso. Después,

comenzaron a andar por el pasillo en dirección al ascensor mientras Jaime le seguía

hablando de todo el tiempo que había pasado encerrado estudiando, analizando y probando

cosas hasta llegar a su descubrimiento. No parecía un mal tipo, algo excéntrico quizás, pero

irradiaba cierta candidez con ese aire tímido y amable. De nuevo volvió a sentir vértigo

mientras bajaban por el ascensor de cristal hasta la planta primera, y salió corriendo del

pequeño habitáculo, aliviado al fin de estar a poca altura, a la vez que se preguntaba qué

clase de emoción le esperaría. Caramba, pensó, vaya día que llevaba y no había pasado ni

una hora en su nuevo trabajo. Y así fue caminando, nervioso e intranquilo, hasta la puerta

106 de aquel primer piso donde, según recordaba que le había dicho su tío, se encontraban

los laboratorios. Jaime de la Fuente se detuvo frente a ella para sacar las llaves de su bolsillo

mientras el corazón de Diego se aceleraba intuyendo que algo grande se escondía tras esa

puerta. Cuando la abrió y pasaron dentro, lo que contempló iba más allá de todo lo que

había podido imaginarse. La habitación era enorme, cosa que por otra parte había dejado ya

de sorprenderle, pero esta se encontraba prácticamente vacía y la zona de la cristalera

totalmente tapada con cortinas oscuras que impedían incluso el paso de la luz del sol. La

única iluminación existente provenía de la lámpara del techo y de unas lamparitas en una

mesa situada al fondo de la habitación. Junto a la mesa se encontraba, a lo largo, una

construcción rectangular blanca que llamó poderosamente su atención. Era tan alta como

una persona de buena estatura y bastante larga, casi tanto como el largo de la habitación.

Parecía hecha de acero, pues los dos operarios que se encontraban trabajando estaban

soldando piezas con un soplete. La construcción tenía una puerta en el lateral izquierdo con

Page 53: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

un ojo de buey, y en ella había una pegatina con la bandera española y la palabra “Palotex”.

En su lado más largo tenía una pantalla enorme de ordenador con tres teclados y muchas

luces de colores. Caminaron lentamente hasta el centro de la habitación y contemplaron la

estructura, el astrofísico con cara de deleite y Diego con la boca abierta hasta el suelo.

- Los ingenieros llevan meses trabajando en ella- dijo Jaime de la Fuente, con tono solemne.

Entonces Diego lo comprendió todo. Aquel cubo rectangular, esa estructura blanca y sencilla

que estaba viendo en el primer piso de Palotex era lo mismo que que había visto dibujado en

los planos del despacho del astrofísico. Eso que veían sus ojos era una máquina del tiempo a

medio acabar, era la plasmación en la realidad de todas las maquinaciones que durante años

había tenido lugar en la mente de aquel hombre tímido, excéntrico y amable, y que aun así

era lo suficientemente humilde como para pedirle su ayuda para un último retoque. No lo

podía creer, sus piernas le empezaron a temblar, de los nervios, y se quedó un tiempo

bloqueado. De repente, la puerta de la habitación se abrió a sus espaldas y una voz que le

era familiar se dirigió hacia él.

- Bienvenido a Palotex, señor Márquez

Se dio la vuelta y vio a Alfonso Elizalde detenido al fondo de la puerta, la cual había vuelto a

cerrar rápidamente. Estaba con las manos apoyadas en la cintura y las piernas ligeramente

abiertas, como si estuviese afianzando una posición. Se había dirigido a él, pero sus ojos no

le miraban, sino que se encontraban fijos en aquella “máquina”, y su rostro casi extasiado

sólo reflejaba una emoción. Diego le observó confuso durante un tiempo, hasta que entendió

que Alfonso Elizalde era la viva imagen de la ambición.

VII

Rodrigo de Zúñiga cruzó las puertas de Palotex bastante más tarde de lo habitual La noche

anterior se le había hecho larga, pues había tenido que seguir a aquel individuo, así que esa

mañana decidió descansar un rato antes de entrar. Alfonso Elizalde le esperaba en su

despacho con Alberto Soto, para recibir toda la información del encuentro del día anterior.

- Buenas tardes señor de Zúñiga, ¿cómo está usted?

- Bien, gracias.

No le gustaba el conserje. Nunca le había gustado. No era un hombre maleducado, más bien

al contrario, pero algo había en él que le hacía desconfiar. Él lo intuía, intuía que Rodrigo le

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despreciaba, y por eso siempre intentaba saludarle todos los días con la mejor sonrisa. Le

tenía miedo, temía hacer algo que desagradara a aquel abogado, tan poderoso en aquella

empresa, y eso a Rodrigo de Zúñiga le cabreaba aún más, pues no soportaba a los pelotas. Le

respondía siempre con frases cortas o con simples monosílabos, hasta que al final el hombre

desistía en sus intentos de aproximación.

Atravesó el patio en dirección al ascensor. Era la una de la tarde y a esas horas el sol

iluminaba todo el recinto, provocando un intenso calor. Mientras subía por el ascensor vio a

Jaime de la Fuente, el astrofísico, entrar en su despacho acompañado del nuevo fichaje de

Palotex. Les saludó con un ligero ademán de la mano y ellos correspondieron a su saludo. El

chico nuevo no le parecía un mal tipo, le recordaba de cuando se cruzó con él en el pasillo,

unos días antes, y le había resultado una persona educada. Rodrigo valoraba mucho la

educación y las buenas maneras. Le habían dicho que era familia del conserje, pero no

parecían tener mucho de parecido, ya que el conserje le resultaba un tipejo falso y cargante y

el chico nuevo, por el contrario, parecía más bien discreto y silencioso. Rodrigo también

valoraba mucho el no ser un charlatán. No le había estudiado a fondo todavía, pues el

asunto de Ernesto Trebiño le tenía completamente absorbido, pero no tardaría en comenzar

a hacerlo, ya que le gustaba analizar y estudiar a todos los que entraban en su entorno, por

precaución. Sabía de sobra que Alfonso Elizalde hacía lo mismo, y lo hacía muy bien. De

hecho, él mismo se encargaba de ayudarle muchas veces en tal menester, pero aun así le

gustaba comprobar las cosas personalmente y no fiarse ni siquiera de lo que el director

pudiera decirle.

Caminó por el pasillo sin cruzarse con nadie, hasta llegar a la puerta del despacho de

Alfonso Elizalde. Cuando llamó con los nudillos la voz de la secretaria, desde dentro, le

invitó a abrir.

- Hola señor de Zúñiga- le dijo, con una sonrisa de oreja a oreja- Le están esperando en el

despacho. Pase, por favor.

Atravesó la antesala en dirección al despacho, a la vez que le devolvía la sonrisa a la amable

señora. Cuando entró, el director de Palotex se encontraba sentado detrás de su escritorio y

Jesús Soto frente a él, en una de las dos sillas que se encontraban frente a la mesa.

- Rodrigo, ¿cómo estás? Te esperábamos impacientes- exclamó Alfonso Elizalde, a la vez que

se levantaba señalando a la silla desocupada- Por favor, ven y siéntate. Alberto todavía no

me ha contado nada, no queríamos empezar sin ti.

Rodrigo caminó en dirección a la silla, cerrando la puerta tras de sí, y sentó en ella con su

parsimonia característica.

- Celebro que todo se desarrollara sin percances- continuó el director- Por favor Alberto,

cuéntame lo que hablasteis, estoy deseando escucharte.

- Es un tipejo de la peor calaña- comenzó Alberto Soto, con voz tranquila y serena- Se le veía

nervioso, pero intuyo que en general dice la verdad. Está nervioso porque el asunto le

sobrepasa. Me contó que su hermano y él, de vez en cuando, hacen “trabajos” por encargo.

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Normalmente trapichean con drogas y dan alguna que otra paliza. Hace unos meses alguien

contactó con su hermano y les ofreció a los dos una suma importante de dinero por

colaborar con un hombre en un trabajo. Estarían bajo sus órdenes y sólo tendrían que

localizar y dar un escarmiento a una persona. Una vez aceptado el trabajo, pues el dinero

que les ofrecieron era mayor de lo que jamás habían tenido entre sus manos, entraron en

contacto con la persona que dirigiría el escarmiento. Según me dijo, era un hombre alto,

delgado pero fuerte, con barba poblada y pelo castaño rizado. Tenía ojos azules y una voz

grave y tranquila que, según él, hacía que se te helase el corazón. Sospecha que el pelo era

una peluca y las barbas eran postizas. Él había realizado ya todo el trabajo de información

referente a esa persona, sabía todo acerca de él, sus gustos, sus hábitos, sus parientes, su

lugar de trabajo... e incluso parecía saberlo todo acerca de sus emociones. Por eso, a su

hermano y a él les daba miedo aquel hombre. Era tan meticuloso que incluso parecía saber

lo que pensabas. Él les informó de todo lo que quería de ellos, parecía fácil, pues sólo se

trataba de asaltarle en su casa y robarle unos documentos. Dice que en ningún momento les

informó de en qué consistían esos documentos, pero parecía algo realmente importante. El

tipo planeó el asalto a la perfección, sabía todos los detalles y sabía a qué hora llegaría el

hombre en cuestión. La persona a la que esperaban era Ernesto Trebiño, y aquella noche fue

la última de su vida pues este tipejo dice que aquel hombre le asestó tres tiros sin piedad en

cuanto encontraron los documentos. Él dice que no se esperaban semejante asesinato, pero

no me lo creo. Nadie se mete en un barullo así sin saber en qué va a consistir, y eso

explicaría el por qué les pagaron tanto dinero. Su hermano y él sabían perfectamente que

debían acabar con la vida de Ernesto Trebiño, pero la frialdad de aquel hombre les superó.

El asalto y la ejecución fueron perfectos, ni una huella y ni rastro de sangre. Aquel hombre

se llevó el cadáver del médico y nunca más se supo. En cuanto a la persona que planeó y

ejecutó la acción, no es capaz de decirme nada, no porque no quiera, sino porque nadie

parece saber nada de él. No saben de dónde salió ni por dónde se marchó. Sin embargo, sí

puede ponernos tras la pista del hombre que les encargó el trabajo. Imagino que no será

alguien importante, pero podría llevarnos al siguiente escalón. El tipejo nos pide una gran

suma por la información, pero es asumible.

Alfonso Elizalde había escuchado con gran interés. Su rostro había permanecido serio y

contenido durante todo el relato y su mirada reflejaba rabia y sorpresa a la vez. Rodrigo de

Zúñiga había permanecido también inalterable, pero su mirada no reflejaba sentimiento

alguno, por lo menos en apariencia. El director de Palotex no tardó en volver sus ojos hacia

Rodrigo, como si él tuviera todas las respuestas.

- ¿Qué opinas, Rodrigo?- le preguntó.

- Parece el trabajo de un profesional.

- Entonces el asunto es grave. Si hay un profesional de por medio, ¿quién sabe todo lo que

puede haber detrás? Maldita sea la hora en que a Ernesto Trebiño se le ocurrió comerciar con

su descubrimiento, y maldito yo por no haberme dado cuenta antes.

- No le dé más vueltas, señor Elizalde- intervino Alberto- Podemos recuperar los

documentos.

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- No será tan fácil- repuso Rodrigo- No sabemos mucho y sólo tenemos un nombre.

Al oír eso, Alfonso Elizalde sonrió.

- ¿Le has identificado ya, Rodrigo?

- Sí. El tipejo se llama David Castro, y su hermano se llama Ricardo. Trabajan en la

seguridad privada y se sacan sobresueldos haciendo chapuzas, apaleando viejas por cuatro

duros y cosas así- al decir esto, Rodrigo de Zúñiga se sonrió con ironía. Nunca había podido

ocultar su asco por ese tipo de personas- No son profesionales. Él tiene treinta y tres años y

su hermano treinta. Su madre murió hace unos años y su padre es un alcohólico al que

tienen abandonado en la calle. Los dos viven por separado, en dos pisos cuyas direcciones

tengo ya en mi poder. Podemos aceptar su información, pero a esta clase de chusma no se

les suele decir gran cosa, simplemente se les utiliza y luego se les da un dinero que no tardan

en gastarse. Usted verá, señor Elizalde, pero no se haga ilusiones.

El director de Palotex observó a su abogado con reverencial respeto. Le encantaba la eficacia

y la rapidez con la que actuaba Rodrigo de Zúñiga. Estuvo un rato pensativo, hasta que al

final respondió.

- Comprarle esa información. Ya que es Alberto el que ha hablado con él, que siga

haciéndolo.

- ¿Y si no nos lleva a ninguna parte?- respondió Rodrigo.

- Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para recuperar lo que le robaron a Ernesto

Trebiño. Antes tenía la duda, pensaba que quizás había huido con su descubrimiento y que

podríamos encontrarle, pero ahora que sé que alguien lo robo... me arrepiento de no haber

actuado rápido, de no haberle dado el dinero que pedía. ¡Qué demonios! Quizás tendría que

haber sido yo el que le matara y ahora no estaría lamentándome.

- No merece la pena pensar así. Eso ya es pasado- le cortó Rodrigo- Ahora tenemos que

centrarnos en encontrar esos documentos y en comprobar la veracidad de los hechos que

nos ha relatado ese soplón, pero no podemos dar por sentado que el tipejo nos pueda llevar

a alguna parte. Hay que idear un plan alternativo.

- En eso tiene razón- intervino Alberto- Deberíamos ir pensando en otras vías, por si falla

esta.

De repente, Alfonso Elizalde se reclinó hacia atrás en su sillón. Sonreía satisfecho y su cara

reflejaba una expresión difícil de descifrar.

- Ya tengo un plan alternativo- sentenció.

Rodrigo de Zúñiga le miró seriamente. La manera en que lo dijo hizo que se preocupara,

pues ya sabía que el director de Palotex estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para salirse

con la suya, así que sus decisiones comenzaban a ser difícilmente predecibles.

- Y... ¿Cuál es, si puede saberse?- le preguntó.

Page 57: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Cada cosa a su tiempo, Rodrigo. De momento prefiero ser prudente, se trata de algo que

todavía está en mi cabeza.

Rodrigo frunció el ceño levemente. Alberto Soto no lo percibió, pero Alfonso Elizalde, que lo

conocía casi como si fuera su padre, lo notó y supo que había provocado su enfado. El joven

abogado se dirigió entonces hacia Alberto.

- ¿Te importa dejarnos solos un momento?- le dijo con voz seria y serena.

Él se levantó de inmediato, entendiendo la pregunta cortés como una orden que debía ser

obedecida al instante. Era en esa clase de situaciones cuando el director de Palotex pensaba

que si algún día a Rodrigo de Zúñiga se le cruzaban los cables, no tardaría ni dos segundos

en poner contra él a todo su gabinete de abogados, pues todos le obedecían ciegamente y sin

rechistar. Siempre había admirado su carisma innato, y muchas veces daba gracias a Dios

por tenerle de su lado.

- Bien señor Elizalde, si me necesita, no dude en llamarme- se despidió Alberto Soto,

mientras marchaba en dirección a la puerta. Cuando se quedaron solos, Rodrigo comenzó a

mirar al director con gesto de reprobación.

- Perdone mi atrevimiento, señor Elizalde, pero si no me cuenta todo, difícilmente podré

ayudarle. Necesito manejar la información en tiempo real.

- Lo siento, Rodrigo. Es algo que todavía no le he contado a nadie, y que prefiero no decidir

hasta que hallamos agotado todas las vías. Si no te lo digo es porque sé que tú no lo

aprobarás.

- ¿Las vías? Señor Elizalde, sólo tenemos al chivato, así que querrá usted decir la vía. Más

vale que lo tenga todo bien pensado, porque muy pronto sabremos si el chivato nos será de

ayuda, y el tiempo se nos agota.

Al decir esto, Rodrigo de Zúñiga calló, pensativo. Observó el rostro de Alfonso Elizalde, que

lo miraba como si al decir esto último hubiese dado en el clavo.

- El tiempo... – repitió para sí el joven abogado- Un momento, el tiempo... no, no puede ser.

Espero que, sea lo que sea lo que tiene pensado, no tenga nada que ver con ese chisme que

está construyendo el astrofísico.

- No es un chisme, Rodrigo.

- Usted siempre ha sido un hombre prudente. Espero que el asunto de Ernesto Trebiño no le

haga perder el juicio y la razón a estas alturas de su vida.

- Ya te he dicho que estoy dispuesto a remover cielo y tierra para recuperar esos

documentos, o para evitar que otros los tengan. No debería sorprenderte tanto mi carácter,

en el fondo tú no eres muy distinto de mí.

Rodrigo de Zúñiga comenzó a negar lentamente. Después, en su rostro comenzó a esbozarse

una sonrisa de simpatía.

Page 58: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Está usted loco, señor Elizalde, ¿lo sabía?

El director de Palotex le devolvió la misma sonrisa amistosa, antes de contestar.

- Sí, lo sabía. Y si tú no estuvieses tan loco como yo, no te tendría en tan alta estima.

Uno y otro se quedaron un tiempo observándose, manteniendo la sonrisa. Alfonso Elizalde

sonreía victorioso y Rodrigo de Zúñiga negaba lentamente con la cabeza, como si no le

quedase más remedio que aceptar la locura de una idea que sólo podría haber salido de un

edificio como aquel. Al cabo de un tiempo, el rostro del director volvió a ponerse serio.

- ¿Podré contar contigo, Rodrigo?- preguntó solemne- ¿Podré contar contigo, como siempre

he hecho?

- Su pregunta me ofende, señor Elizalde. Ya sabe la respuesta.

- Esto tiene pinta de complicarse. Puede que sea peligroso, incluso para un hombre de tus

características.

- El peligro nunca me ha importado. Es simplemente un factor más a tener en cuenta en

cualquier situación. Sólo espero que si se le ocurre utilizar el chisme...

- No es un chisme.

- Si se le ocurre utilizar esa cosa, esa máquina, lo que sea que está construyendo ese maldito

lunático, espero que sea de forma sensata. Las prisas son malas consejeras y usted siempre

ha sido un hombre prudente, pero ahora, con este asunto... – volvió a negar lentamente con

la cabeza- con este asunto le veo nervioso, señor Elizalde, y debe usted tranquilizarse.

Vivimos en un mundo duro y a un ritmo frenético, los errores se pagan y no hay segundas

oportunidades. Un paso en falso puede suponer la diferencia entre permanecer vivo o morir,

y usted lo sabe. Así que sea prudente, por favor.

- ¿Crees que no lo soy?

- Creo que lo es, pero corre peligro de dejar de serlo. Perder una batalla no significa perder la

guerra.

- Yo no estoy acostumbrado a perder, Rodrigo. Nunca he perdido y no pienso hacerlo. Me

da igual que sea una guerra, una batalla o una simple escaramuza. No estoy dispuesto a

perder. Tengo muy claro que el descubrimiento de Ernesto Trebiño ha de ser mío, y si no

consigo tenerlo te aseguro que nadie lo tendrá. Tú bien me conoces, hay mucha gente que

opina que la ambición es una virtud que se convierte en defecto cuando no se la pone

límites. Yo nunca he compartido esa opinión, la ambición es una virtud a la que nunca jamás

hay que ponerla límites. ¿Acaso estaría bien cortarle un trozo de ala a un pájaro para que

volase menos? ¡No!- exclamó mientras elevaba su dedo índice hacia el techo a la par que

endurecía su rostro- ¡Un pájaro ha de volar! ¡Y cuanto más alto y rápido mejor! La mayoría

de la gente es mediocre, carecen de aspiraciones y se conforman con las migajas que recogen

del suelo. Aspiran a vivir subsidiados toda la vida, y sólo protestan cuando les quitan el

bocadillo. ¡Pues allá cada uno con su mediocridad! Yo no pienso comportarme nunca como

Page 59: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

la mayoría de esa gente, siempre quiero más, y eso es una virtud, Rodrigo, porque el triunfo

y el éxito no son sólo cuestión de suerte. Hay que saber dónde buscarlos y tener las agallas y

el coraje suficientes para conseguirlos, y muchas veces para ello tienes que arrebatárselos a

alguien... eso es una realidad que siempre he tenido clara, y tu padre también lo tuvo

siempre claro.

Al escuchar esto último, Rodrigo de Zúñiga se removió ligera, casi imperceptiblemente, en

su sillón. El director de Palotex, que tan bien le conocía, apreció el gesto al instante y frenó

en seco su improvisado discurso.

- No te gusta hablar de tu padre, ¿verdad?- le preguntó, en un tono muy suave.

- Yo no he hablado de mi padre, señor Elizalde.

- Está bien, entonces... no te gusta que hablen de tu padre.

- Usted le conoció. Sé que nunca hablará mal de él, no me incomoda escucharle pero no me

pida que le acompañe en una conversación así. Ya sabe que soy muy reservado.

- Lo sé, lo sé... no pretendo incomodarte, Rodrigo, pero no te entiendo. Tu padre fue un gran

hombre, de los mejores que he conocido. Si yo fuera su hijo, estaría todo el tiempo hablando

de él.

El joven abogado volvió a removerse en su sillón, pero esta vez no fue imperceptible.

- Mi padre era un hombre de los pies a la cabeza- dijo, incómodo- Cuando un sentimiento es

profundo, se convierte en algo difícil de expresar con palabras, y yo no tengo palabras para

hablar de mi padre. Puede respetarlo o no, si quiere, pero no lo ponga en duda, por favor.

- Jamás lo pondría en duda.

- Lo acaba de hacer ahora mismo.

- ¡Mi querido Rodrigo!- exclamó sonriendo- Tú siempre analizando, y siempre tan

acertadamente, pero me temo que ahora te has equivocado. Sólo quería decir que tú y yo,

aunque parecidos, somos muy diferentes en según qué cosas. Mientras tú callas, yo hablo.

Mientras tú esperas paciente, yo me lanzo raudo y nervioso... jamás he dudado del amor que

sientes por tu padre, y si te he dado esa impresión, te ruego que me perdones.

- No tiene que pedirme perdón, señor Elizalde...

- Por supuesto que sí. Si hay algo que detesto en esta vida es ofender a quien tanto me ha

dado. Te quiero como a un hijo, y sólo quiero hacerte bien.

- Lo sé, lo sé...- dijo asintiendo lentamente- Sólo le pido que me escuche. Tómese este asunto

con más calma y no haga algo de lo que luego se pueda arrepentir. Eso es todo lo que le

pido. Por lo demás, decida lo que decida, ya sabe que siempre podrá contar conmigo.

Alfonso Elizalde sonrió satisfecho desde su sillón. No podía ocultar lo grato que le resultaba

la lealtad de aquel hombre, que tanto había hecho y seguía haciendo por él.

Page 60: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Jesús Soto se reunirá con ese tipejo. Si ese camino no nos lleva a ningún lado, buscaremos

otro. Quiero que hagas lo que sea necesario, como siempre.

Rodrigo de Zúñiga se levantó tranquilamente al escuchar esto último, y se abrochó el botón

de la chaqueta mientras observaba al director de Palotex con gesto serio.

- Entonces no hay tiempo que perder. Dedicaré todos mis esfuerzos a este asunto. Le

mantendré informado, señor Elizalde.

- Esperaré impaciente tus noticias, Rodrigo- le despidió, sonriendo.

El joven abogado salió del despacho con cierto aire de preocupación. Alfonso Elizalde

siempre había sido un hombre decidido, pero la perdida de Ernesto Trebiño y todo lo que

ello conllevaba parecía haberle hecho perder el juicio. ¿Qué se propondría hacer con el

astrofísico? Rodrigo siempre había sido muy respetuoso con la ciencia, pero Jaime de la

Fuente y su máquina no terminaban de convencerle. Le respetaba y le admiraba, pues sin

duda tenía una mente privilegiada, pero llevaba tres años encerrado dándole vueltas a una

idea loca, y eso a él no le terminaba de convencer pues pensaba que había acabado por

perder el norte. No terminaba de comprender por qué el director de Palotex tenía tanta fe en

él, quizás fuera porque ya le había demostrado la veracidad de sus teorías, y eso le producía

aún más desasosiego; ¿Qué idea loca estaría incubándose en la mente de Alfonso Elizalde?

Se metió en el ascensor y, al bajar, el aparato se detuvo en el tercer piso. El chico nuevo entró

solo, dándole las buenas tardes de una forma muy respetuosa. Él le contestó de igual

manera, mientras le observaba disimuladamente. Parecía un chico cabal, y rezó para que su

colega, el astrofísico, no acabara por volverle loco.

“Tengo que informarme de este tipo, aunque no parece peligroso”, pensó mientras se

despedían cortésmente, al llegar abajo.

Diego salió de Palotex después de charlar un rato con su tío. Su primer día había resultado

ser una toma de contacto de lo más impactante, y quizás por eso Jaime de la Fuente le

mandó pronto a casa, aunque según el astrofísico era cortesía de la casa trabajar menos el

primer día y a partir de ahí ir aumentando según las necesidades. “Es para aterrizar en la

empresa poco a poco”, le había dicho Jaime. “Pues vaya manera tienen estos de hacerte

aterrizar poco a poco”, pensó Diego al despedirse de su nuevo compañero. Aún no daba

crédito a lo que acababa de ver y de escuchar, y, para colmo de males, había enmudecido

todo el trayecto de bajada por el ascensor al coincidir con Rodrigo de Zúñiga. Aquel hombre

era el segundo más importante de la empresa, y sólo le había dicho un escueto “buenas

tardes”. ¿No debería haberse presentado? Quizás sí, quizás su silencio le había resultado

impertinente y había molestado al abogado. ¿Por qué no fue capaz de, por lo menos,

presentarse? Aunque, bien pensado, a lo mejor su actitud había sido la correcta, al fin y al

cabo Rodrigo de Zúñiga no parecía hombre de muchas palabras. A lo mejor si le decía algo,

él podía interpretarlo como una descortesía o un atrevimiento. ¿Qué podía hacer? Lo

Page 61: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

primero, tranquilizarse. Estaba un tanto nervioso y necesitaba un respiro. Descansaría

aquella tarde, y al día siguiente volvería a Palotex con las pilas cargadas, y, si se encontraba

de nuevo con Rodrigo de Zúñiga, le daría la mano y se presentaría, simplemente eso. Eso es

lo que se hace con los jefes, y a nadie le puede parecer una impertinencia, así que haría eso

con todos los jefes de Palotex que se cruzaran en su camino.

Caminó de vuelta a casa, pero de nuevo un pensamiento cruzó su mente. La misma imagen,

otra vez. ¿Cómo era posible? Después de todo lo que le había pasado en los dos últimos

meses, ¿cómo era posible que esa imagen todavía estuviese en su mente? Estuvo ahí

mientras le despedían del restaurante. Estuvo ahí mientras buscaba, desesperado, un lugar

donde trabajar y empezar de nuevo. Estuvo ahí mientras escuchaba a su primo hablarle de

una empresa nueva y diferente, y desapareció un tiempo mientras contemplaba todas las

cosas buenas que Palotex le ofrecía, pero la imagen volvió a aparecer al salir, mientras

caminaba por la calle. ¿Cuál era la diferencia? La diferencia era que durante todo ese tiempo

la imagen le provocaba dudas o temor, pero ahora, después de salir de Palotex, un

sentimiento nuevo acompañó a esa imagen. Un valor repentino y una decisión que no había

tenido durante ese tiempo le invadió, fruto de su estancia aquella mañana en la empresa

donde todos parecían perseguir sus sueños. ¿Sería posible? ¿Esas cosas se contagiaban?

Parecía que sí, pues no dudó ni dos segundos en cambiar de rumbo para ir en busca de la

chica que había tenido en mente durante todo ese tiempo.

VIII

"Tu padre está enfermo, quiere verte antes de morir"

Eran las seis de la mañana, y la voz de su madre volvía a resonar, triste y amarga, en su

cabeza. No era la primera vez que Isabel se despertaba a esas horas y en esas condiciones,

sudando y con las sábanas enrolladas por todo su cuerpo. Hacía mucho tiempo que era

propensa a las pesadillas, pero desde que su padre murió los sueños eran muchas veces

insoportables. Recordaba muy bien aquella llamada a su móvil, apenas un año atrás,

recordaba cuando contestó y escuchó la voz de su madre y aquella fatídica fase, que ahora la

perseguía en sus sueños. No podía quitársela de la cabeza, esa frase le recordaba que la vida

es efímera, y que los errores del pasado muchas veces no tienen solución. Tenía que vivir

con ella, pero aquella mañana le resultó más difícil de lo habitual. Isabel no era de lágrima

fácil, sin embargo, cuando miró el reloj de su mesita de noche, cuando vio la sábana de su

cama enrollada en su cuerpo, cuando se palpó el pelo y la cara, húmedos por el calor de los

Page 62: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

recuerdos, cuando se vio sola en su pequeña habitación, no pudo contener el llanto y lloró.

Lloró por primera vez desde que su padre murió, y lo hizo con tanta pena y contención que

sólo dos lágrimas, grandes, cristalinas y perfectas, cayeron por sus mejillas sonrosadas.

Después, pasados unos minutos, se dispuso a arreglarse para una jornada de duro trabajo.

Cuando entró en el restaurante, a media mañana, el ambiente era el mismo que los días

anteriores. Todas las caras mirándola, intentando hacerla sentir culpable de algo que ni

siquiera comprendía. Paco, que se había dado de baja por romperse la rodilla, había llegado

a un acuerdo con los dueños y ya no volvería más, así que todos la miraban como si ella

fuese la culpable de la marcha de aquel camarero. Ella, que ni siquiera le había conocido,

que lo único que hizo fue mandar un curriculum a ese restaurante y a un millón más, ella

era la que sufría esas miradas de culpa y de acusación, propias de la gente ignorante que no

tiene valor de mirar al verdadero culpable, por ser de mayor condición. Adolfo, que tan

recto y legal le había parecido al principio, se mostraba ahora injusto e inflexible con ella,

pues decían que Paco era uno de sus camareros preferidos. Su hijo, el verdadero enchufado

del asunto, un crío imberbe inútil para cualquier cosa, la trataba como si fuera basura sólo

por darse gusto, sabiendo que su condición se lo permitía. Los cocineros la ignoraban, la

hacían el vacío, intentando así castigarla por sustituir la vacante del anterior camarero.

"Mafiosos y cutres", pensaba ella con rabia, mientras intentaba aguantar el tipo lo mejor que

podía. Sólo dos personas, sólo Dolores y Gregorio la brindaban apoyo y amabilidad, y

cuando les veía a ellos se acordaba también de Diego. "¿Qué habrá sido de él?" pensaba, a

ratos, intrigada por la suerte que había podido correr. Había desaparecido sin más, y con él

había desaparecido también el apoyo más grande en aquel sitio que pronto empezó a

parecerle un nido de víboras. Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, y ella nunca

pudo imaginar lo mal que iba a sentirse después de que él se fuera. Qué amable había sido

con ella y que bien se había portado, y ahora incluso dudaba de si Dolores y Gregorio no se

estarían portando bien con ella, no por sinceridad, sino porque apreciaban y respetaban a

Diego y sabían que él habría aborrecido el comportamiento que tenían los demás. ¿Qué sería

de él? ¿Por qué no daba señales de vida? A veces se sorprendía haciéndose a sí misma esas

preguntas, y se preguntaba también por qué se las hacía. "Tan sólo es un hombre, uno más

como tantos otros", ¿o no? Él era distinto porque la había tratado como ningún otro, pero, a

fin de cuentas, ¿no era así siempre al principio? Los inicios cuando conoces a una persona

que te agrada siempre son buenos, todos intentan ser amables, ¿por qué iba a ser él

diferente? Se resistía a pensar que hubiera excepciones, ¿por qué iba a ser Diego diferente?

¿Por qué iban a serlo Dolores y Gregorio? Ellos debían ser, necesariamente, igual que el resto

.Sin embargo, ¿por qué le echaba de menos? A veces miraba a la sala del restaurante,

acostumbrada a verle a él atendiendo las mesas, y en su lugar se encontraba con el hijo de

Adolfo, cuya mirada prepotente y su actitud déspota había hecho que le cogiera asco, y

entonces volvía a preguntarse qué sería de Diego y por qué no había vuelto a aparecer por

allí. Le había preguntado a Gregorio, pero tampoco sabía nada. Decía que le había intentado

llamar un par de veces pero no le cogía el teléfono. También le había preguntado a Dolores,

Page 63: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

pero ella estaba igual. No quiso preguntar más veces, para evitar comentarios inoportunos,

pero, pensando en la respuesta que le había dado Gregorio, pensó también en pedirle su

número, para llamarle, aunque en seguida cambió de idea. "Si le llamó", pensó, " se

confundirá, pensará que le gusto y que soy una chica fácil".

Y así le fueron pasando los días y los meses, intentando olvidarse de él, intentando

consolarse pensando que no era para tanto, como quien no puede agarrar una manzana de

un árbol y se marcha pensando que no está madura. Pero, cuanto más duros eran sus días,

más se acordaba del verde de sus ojos mientras la observaba con tranquilidad, cuanto más

sufría el desaire de sus compañeros, más se acordaba de la figura elegante y serena de

Diego, cuanto más tiempo pasaba sin verle, más se consumía lentamente en un fuego que

ella misma se encargaba de mantener vivo y que más se avivaba cuanto más tiempo pasaba

en su ausencia. ¿Los motivos que la impulsaban a estar así? Ni ella misma lo sabía, pues

carece de toda lógica pensar en alguien a quien apenas conoces, pero es más fácil idealizar a

la persona que se va cuando los que se quedan no cumplen con tus expectativas, o eso al

menos intentaba pensar ella mientras buscaba una respuesta lógica a una de las cosas que la

lógica nunca podrá razonar. Lo cierto es que le había empezado a querer, le gustase a ella o

no, y lo había hecho desde antes de que él se fuera, aumentando más su amor al marcharse

él, debido a las ilusiones que ella misma alimentaba sin conocer bien el motivo. Esta

situación en la que se encontraba la tenía un tanto desorientada y confusa, al ser nueva para

ella, ya que Isabel hacía tiempo que no albergaba esa clase de pensamientos. Hacía tiempo

que había aprendido a aceptar las cosas según te vienen y a mantener la cabeza sobre los

hombros. Se reprochaba a sí misma por tener a esas alturas de su vida semejantes dilemas,

que ella consideraba propios más bien de adolescentes enamoradizos. "Tienes veintinueve

años, Isabel, céntrate", se reprendía a sí misma, cada vez que pensaba en él. Y así, como

ocurre con todas las cosas, que el tiempo, aunque a veces no cure, siempre nos ayuda a

soportar mejor los acontecimientos, y ese fuego que ella tenía, una vez llegó a su punto

álgido, comenzó a apagarse lentamente, de la misma manera que lentamente había

empezado a arder, y esos ojos y ese semblante tranquilo y sincero que tanto había

recordado, ese rostro poco a poco se le fue difuminando en su mente hasta poco a poco

comenzar a olvidarlo.

- Buenos días guapa, ¿cómo estás?- la saludó Dolores antes de entrar al vestuario.

- Muy bien, ¿y tú?

- Psh... Tirando. Esperando a que el memo de Ezequiel espabile de una vez.

Dolores siempre la guiñaba un ojo cada vez que hacía un comentario sarcástico. Le gustaba

su compañía, con ella se sentía protegida y segura, estar con ella era como estar dentro de

una fortaleza a la que ni siquiera Adolfo era capaz de entrar, aunque últimamente se la veía

un tanto abatida. A Dolores no le gustaba reconocerlo, pero en el fondo sabía que su

situación no era muy distinta de la de Isabel. Sabía que, aunque fuese por otro motivos, ella

también se encontraba arrinconada por todos sus compañeros, excepto por Gregorio.

Page 64: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Se fue a cambiar, y aquella mañana en el restaurante transcurrió como otra cualquiera.

Nadie la hablaba, nadie la colaboraba en nada, Gregorio no estaba porque ese día

descansaba, y Dolores desde su cocina la sonreía para darla apoyo.

- No te preocupes bonita, nosotras podemos con estos idiotas y con muchos más.

Siempre la daba algún comentario de ánimo cada vez que se acercaba a la cocina a por algo,

pero lo cierto era que ella, que siempre se había considerado una mujer fuerte e

independiente, pronto comenzó a sentir que no lo era tanto. Nunca un grupo casi en su

totalidad la había ignorado de semejante manera, no eran insultos, ni ataques directos, pero

la manera de decir las cosas... la manera que tenían todos de pedirla algo, el tono de voz... y

eso las pocas veces que se dignaban a hablarla. Cada vez que Adolfo se reunía con el

personal para comentar cualquier cosa del servicio y ella se acercaba, automáticamente el

grupo se disolvía antes de que ella llegara. Cada vez que dos personas hablaban y ella

aparecía por casualidad, la conversación se detenía inmediatamente. Si ella preguntaba o se

interesaba por algo, la respondían con monosílabos o con frases inconcretas. Poco a poco

empezó a pensar si no se estarían riendo de ella cada vez que alguien sonreía, si no la

estarían criticando a ella cada vez que alguien hablaba en susurros, y poco a poco empezó a

sentir un malestar y una incomodidad que fue creciendo hasta el punto de hacerse

insoportable, y aquella mañana, mientras trabajaba, algo así parecido a un nudo enorme se

comenzó a formar en la garganta, y empezó a sentir unas ganas incontenibles de llorar,

como si aquellas dos pequeñas lágrimas hubiesen abierto un grifo que ahora se veía incapaz

de cerrar. Comenzó a aflojar el ritmo, pues la situación comenzaba a descentrarla, y las

bebidas empezaron a retrasarse. Jesús, el hijo de Adolfo, que se encontraba atendiendo las

mesas, ni siquiera fue capaz de reclamarla nada. Se limitó a acercarse a la barra a ponerse

sus cosas, para después ir a hablar con su padre. Ella les vio murmurar algo mientras ponía

unas cervezas, a la vez que empezaba a sentir una angustia y una rabia casi insoportable.

Adolfo fue hacia ella, y cuando pensaba que la iba a regañar por su lentitud, vio con

asombro como él se limitaba a poner las bebidas de otra mesa y a sacarlas él mismo,

mientras de refilón la lanzaba una mirada de desprecio. Era la primera vez en todo ese

tiempo que sufría un retraso, pero todo había llegado a un punto en que no la hablaban ni

siquiera para regañarla.

Los dueños se habían ido de vacaciones unos meses, dejándolo todo en manos de Adolfo, así

que no podía hacer nada hasta que ellos no volviesen. Tenía que contárselo todo, pero ¿a

quién iban a creer? Ellos eran mayoría y llevaban más tiempo, y Adolfo era la persona de su

confianza. ¿Y si dejaba el trabajo? Pero entonces, ¿cómo pagaría sus gastos? Todo comenzó a

agolparse en su cabeza, mientras toda la fortaleza que había tenido, o creído tener,

comenzaba a tambalearse ante un suceso que, a diferencia de otros anteriores, no le había

ocurrido de golpe, sino poco a poco, y todo su ánimo se fue mermando al igual que le ocurre

a la fuerte roca, que poco a poco se va erosionando ante las constantes e incansables

acometidas de la mar.

Page 65: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Siguió trabajando, intentando aparentar normalidad, intentando no pensar en nada que no

fuera el trabajo en sí, pero lo cierto es que el día había empezado mal, y todo apuntaba a que

iba a acabar igual. Al acabar el turno de trabajo, consciente de que no podía continuar así,

consciente de que no podía esperar a que los dueños regresaran, se acercó hasta Adolfo con

la intención de hablar con él. Él se encontraba en una mesa, haciendo las cuentas del día, y

todos los demás ya se habían ido. Cuando llegó a su altura, Adolfo levantó la vista de sus

papeles y la miró unos instantes con desgana; después volvió a lo suyo.

- Adolfo, ¿tienes un segundo?- le preguntó, intentando aparentar la máxima fortaleza.

- Ahora no puedo, Isabel. Estoy cuadrando la caja.

- Puedo esperar, es importante.

- Luego me tengo que ir. Hablaremos otro día- la cortó, de forma un tanto brusca.

Adolfo no la había mirado ni un instante a la cara. Contestaba a la vez que anotaba en su

cuaderno de cuentas del día, y su tono era como el de un adulto que habla con un niño que

le está incordiando. Ella volvió a sentir ese nudo en la garganta, y se quedó allí de pie,

bloqueada por la ignorancia descarada de su jefe.

- No puedo trabajar así- dijo al cabo de un rato, con voz un poco vacilante.

Adolfo dejó de escribir y dejó caer con desgana el bolígrafo de sus dedos. Lentamente subió

la mirada y, desde su silla, se sonrió con complacencia.

- La hostelería es un trabajo muy duro, Isabel- respondió despacio- Eso yo no lo puedo

cambiar.

- Se cómo es la hostelería, llevo en ella toda mi vida.

- Ya, pero... este restaurante es especial, los clientes son muy exigentes, el ritmo es muy duro,

y no podemos cometer fallos.

No es eso, es... no me encuentro a gusto, me siento...

Isabel intentaba explicarse, pero no podía. Intentaba explicarle cómo se sentía trabajando,

pero, ¿cómo hacerlo ante ese hombre, cuando él era uno de los responsables, si no el que

más? ¿Cómo pedirle al jefe que pusiera orden entre su gente?

- Isabel, para un momento- la cortó Adolfo, serio- Escúchame un segundo. Todas las

personas nuevas tienen un proceso de adaptación, y es razonable que dure unas semanas.

Pero tú... ¿cuánto tiempo llevas con nosotros? Llevas ya varios meses, y aún no te has

adaptado.

- Pero Adolfo, yo intento adaptarme. Intento trabajar bien y creo que así lo hago.

- No consigues integrarte con nosotros, y eso no es bueno.

- Yo lo intento, pero...

Isabel comenzó a dudar. No estaba segura de si debía decir lo que pensaba.

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- ¿Pero?- la preguntó Adolfo, en tono casi inquisitorial.

- Pero vosotros no me integráis.

El abrió los ojos en señal de sorpresa, pero no se inmutó mucho más.

- Eres tú la que tiene que adaptarse al restaurante- comenzó a decir, con tono de suficiencia-

y no el restaurante el que se adapte a ti.

- Y eso es lo que intento.

- Bueno, pues tendrás que seguir intentándolo, porque yo no veo ninguna mejora, y tus

compañeros tampoco.

Isabel quedó muda, viendo cómo aquel hombre volvía a coger su bolígrafo para continuar

con sus tareas, dando así la conversación por terminada. No había sacado nada en claro, ni

había conseguido ningún avance. ¿Acaso había esperado conseguirlo? Comenzó a sentirse

culpable incluso por haberlo intentado, y se marchó a los vestuarios preguntándose por qué

esa gente hacía eso. No comprendía que en realidad no hace falta ningún motivo en concreto

para hacer estas cosas, no comprendía que las personas como Adolfo, y la mayoría de los

que trabajaban en el restaurante, no necesitan en realidad ninguna razón. Simplemente por

ser guapa y no prestarles atención, o por ser diferente, o por querer trabajar con interés...

cualquiera de esos motivos basta para provocar el desprecio de los que poseen una

naturaleza ruin.

Se cambió de ropa y salió a la calle, aliviada por salir de aquel ambiente claustrofóbico,

dándole vueltas a las posibles soluciones a su problema. Tendría que esperar a que los

dueños volviesen de vacaciones, y, mientras tanto, aguantar como fuera. Miró el móvil; lo

que faltaba. Para colmo, tres llamadas perdidas mientras se encontraba trabajando. De

nuevo era él. Lo habían dejado hace un año, pero cada cierto tiempo volvía a la carga con

sus llamadas. Al principio le pareció normal, pero a medida que pasaban los meses comenzó

a preguntarse si aquello no sería ya una obsesión. ¿Era normal que, un año después de su

ruptura, tuviese tres llamadas perdidas de ese hombre en su móvil? No quería cogerle el

teléfono, pero cuando no lo hacía las llamadas aumentaban y, al final, optaba por hablar con

él, ignorando que con eso lo único que hacía era alimentar más su obsesión por ella. Sin

embargo, aquel día no lo haría. Hacía ya más de un mes que no sabía nada de él, y así era lo

mejor para ambos.

Comenzó a caminar por la calle lentamente, después de guardar su móvil en el bolso,

cuando de repente vio la figura en la esquina de un hombre que le era familiar. Caminó

hacia él, sorprendida, y sorprendida notó como su corazón comenzaba a latir

precipitadamente mientras se acercaba hacia allí. Él se encontraba quieto, observándola

tranquilo con esos ojos verdes que en su día tanto la habían fascinado. Parecía cambiado,

parecía más seguro de sí mismo, aunque sus gestos y su sonrisa eran la misma de siempre.

Se paró un segundo antes de llegar, mientras le observaba dubitativa, intentando asegurarse

de que era él. No pudo reflexionar nada más, porque Diego comenzó a caminar hacia ella la

distancia que quedaba por recorrer, mientras Isabel sentía cómo el fuego que lentamente se

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había apagado en su interior, se encendía de nuevo, pero esta vez rápido y explosivo, como

una gran detonación.

IX

- He encontrado trabajo. Estoy en una empresa de patentes.

Diego no podía creer que hubiese aceptado su invitación a la primera. Allí estaban, tomando

café juntos, tras decirle que sí a su proposición.

"Qué idiota soy. Aparece al cabo de los meses, sin avisar, me dice de tomar un café y yo le

digo que sí", pensaba Isabel. No era capaz de concentrarse del todo en las cosas que Diego le

contaba, pues, al cabo de un rato, una especie de resistencia egoísta provocada por su

orgullo empezó a levantar frente a ella un muro que Diego no era capaz de ver y, por tanto,

no era capaz de superar. Él había pensado que lo único que tenía que hacer era armarse de

valor y proponerla tomar algo juntos, y que si ella aceptaba lo demás vendría solo, pero se

equivocaba. Llevaban veinte minutos hablando de cosas insustanciales, de sus trabajos, de

sus rutinas, de cuánto tiempo habían pasado haciendo esto de aquí y esto de acá, y, aunque

los dos se sentían cómodos, poco a poco se comenzó a levantar ese muro que empezó a

frustrar a Diego una vez fue consciente de su existencia.

- Y tú, ¿qué tal en el restaurante?

- Bien, trabajando mucho.

Ella se moría de ganas por contarle lo mal que lo estaba pasando, pero no sentía que las

circunstancias fuesen las adecuadas. Diego estaba ahí, pero sus preguntas eran frías y muy

impersonales, y su conversación monótona. Ella comenzó a aburrirse y, por tanto, también

comenzó a decepcionarse un poco. "Supongo que me hice demasiadas ilusiones", pensó,

adoptando con ello una actitud que le ponía las cosas aún más difíciles a Diego, que veía

cómo el arranque de iniciativa que había tenido se estaba quedando en nada.

Page 68: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Será mejor que pidamos la cuenta, me tengo que ir- dijo ella, mientras se llevaba la mano al

bolso.

Diego se la quedó mirando, y cuando ella levantó la vista sus ojos se encontraron. No lo hizo

de forma consciente, pero la manera que tuvo de mirarla, comunicando en silencio todo lo

que no había sido capaz de comunicar en esos veinte minutos de conversación insulsa,

provocó que las defensas de ella bajaran durante unos segundos.

- Debí de haberme despedido- dijo, con voz un tanto triste.

- ¿A qué te refieres?

- Cuando me echaron del restaurante. Me marché sin decir nada y no estuvo bien. Tendría

que haberme despedido de las únicas tres personas que me interesaban.

Ella parpadeó un par de veces, rápidamente, sorprendida por el cambio de tono que

empezaba a tener la conversación.

- Y... ¿Quiénes eran esas tres personas?

- Dolores, Gregorio... y Adolfo, claro.

Isabel pegó un respingo al oír el nombre de Adolfo, pero se relajó al ver sonreír a Diego.

- Pues entonces vete. Todavía puedes encontrar a Adolfo haciendo sus cosas en el

restaurante- dijo, sonriendo también.

A partir de ese momento las palabras comenzaron a fluir entre ellos con más naturalidad. Ya

no hablaban de cosas impersonales, ya no hablaban de sus rutinas diarias, de horarios o de

cosas que al final no conducen a nada. Las preguntas de Diego ya no eran como las de un

cuestionario frío e impersonal, y, al cabo de un tiempo, las preguntas comenzaron a

disminuir. La conversación salía sola, comenzaron a hablar de sus cosas, de lo que habían

esperado conseguir de la vida y de lo que habían conseguido en realidad, de sus ilusiones,

las que se rompieron y las que no. Poco a poco, la burbuja que una vez les había envuelto

con sólo mirarse les empezó a envolver de nuevo, aislándoles de todo cuanto les rodeaba,

alargando el café otros veinte minutos más, y otros veinte más... comenzaron a hablar de sus

recuerdos, de sus manías, de las cosas sin sentido que alguna vez habían hecho, y

comenzaron a sentir como un lazo se empezaba a crear entre ellos, la clase de lazos que unen

a las personas en tan sólo unos segundos y que, pese a la rapidez con que se crean, están

destinados a permanecer siempre firmes y fuertes. Ella se encontraba a gusto, y comenzó a

contarle cómo se sentía en el restaurante. Diego la dejaba hablar y desahogarse, la escuchaba

atentamente mientras pensaba en cómo podía ayudarla, pues sus problemas comenzaban a

parecerle los más importantes del mundo, si darse cuenta de que su actitud ya bastaba para

ayudarla un poco. Ella se sintió mejor, pues Diego no la interrumpía para darla soluciones

infalibles, sino que la aconsejaba de forma humilde y sensata. No era el tipo de hombre que

estaba acostumbrada a ver, y ella no era el tipo de mujer que él estaba acostumbrado a ver.

Había algo en su mirada, una profundidad y una vida interior que fascinaba a Diego.

Durante unos segundos, dejó de escuchar lo que ella le contaba y se distrajo contemplando

Page 69: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

sus brillantes y expresivos ojos azules; su pelo rubio, ligeramente ondulado, que se

balanceaba por sus mejillas suavemente cada vez que ladeaba la cabeza; su nariz, pequeña y

respingona; su rostro redondeado, sus labios pequeños y carnosos; el cuello, fino y recto; los

pechos, ni muy grandes ni muy pequeños, que parecían perfectos bajo ese suéter gris

azulado. La mitad de sus hombros quedaban al descubierto junto con la parte baja de su

cuello, y el deseo de acariciar la piel de color aceituna que tenía ante sí, se le presentaba a

Diego como algo indispensable para la supervivencia. Su mirada subía y bajaba

rápidamente hacia esa zona, de manera disimulada, y de repente los pechos de ella

aparecieron claramente en su imaginación de una forma real, al detalle, y de pronto se

encontró pensando en cosas que nada tenían que ver con la calidez de la conversación que

estaban manteniendo, sino con otro tipo de calidez. “Por favor, Diego, céntrate. Lo estás

haciendo muy bien, no lo estropees ahora”, se recriminaba a sí mismo mientras Isabel, ajena

a aquel pequeño conflicto que se producía en el interior de su interlocutor, seguía hablando

de cosas que no acostumbraba a hablar con el resto de la gente, sorprendida por lo cómoda

que se encontraba. Cuando quisieron darse cuenta ya habían pasado dos horas, y el sol

comenzaba a ponerse. Diego pagó y cortésmente se ofreció a acompañarla a casa. Mientras

caminaban por la calle continuaron charlando, pero esta vez de cosas más insustanciales.

Cuando llegaron a su portal, varias calles más arriba, se detuvieron y continuaron

conversando de cosas tontas, sin saber muy bien cómo despedirse, pues habían llegado a ese

punto de cercanía entre ellos en la que, sin ser novios, eran ya un poco más que amigos.

Diego lo tenía claro, sabía que sólo tendría que acercar su rostro hacia el de ella y romper el

trozo de hielo que aún faltaba, pero un miedo intenso, esa clase de miedo que atrapa a las

personas cuando están a punto de conseguir algo y ya se ven capaces de hacerlo, comenzó a

atrapar a Diego, paralizando sus miembros y todo su ser entero. Comenzó a asustarse, pues

empezó a ser consciente de que era esa su oportunidad y de que tenía que aprovecharla,

pues el destino, caprichoso, muchas veces no perdona. “Si no la beso ahora, no lo haré

nunca”, pensó, mientras sentía cómo sus piernas le temblaban ligeramente y su corazón se

aceleraba hasta un punto insospechado y desconocido para él. Ella esperaba, paciente,

enviando señales que Diego, en su inexperiencia, no era capaz de ver. Se tocaba el pelo con

la mano, ladeaba ligeramente la cabeza, jugaba con las llaves, le miraba fijamente a los ojos...

y justo cuando su paciencia comenzaba a agotarse, justo cuando las dudas comenzaban a

invadir a Isabel, justo cuando estaba a punto de hablar y de acabar con aquel momento, justo

entonces Diego avanzó el último paso que la separaba de ella, tanto emocional como

físicamente, y, al juntar sus labios, ella cerró los ojos y se sumergió en un mar de

sensaciones, en un mar donde la soledad que había sentido durante el último año no tenía

cabida.

- ¿Quieres subir?- le preguntó a Diego, al cabo de un rato.

A fin de cuentas, el día no había acabado tan mal.

Page 70: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

X

Cuando abrió los ojos, poco antes del amanecer, y vio a Diego tendido en la cama junto a

ella, una gran quietud comenzó a invadir todo su cuerpo. ¿Por qué se sentía así? No podía

explicárselo, era como estar navegando por un mar de aguas tranquilas, un mar dónde todas

las tormentas que invadían su espíritu se detenían. Se abrazó a él, contenta, y cerró los ojos

intentando dormirse otra vez.

“Tu padre está enfermo Isabel. Tu padre se muere". Intentó abrir los ojos, pero no pudo.

Estaba soñando, lo sabía, pues se encontraba en esa clase de duermevela que te permite

soñar sabiendo que lo estás haciendo. Se abrazó más a Diego, intentando así esconderse de

esa voz que le perseguía, mientras en sueños veía la Galicia natal que tanto añoraba.

Comenzó a soñar con verdes y redondas montañas, con bosques cubiertos de robles, hayas y

helechos, por donde apenas podían pasar los finos rayos del sol. Soñaba con hermosos ríos,

de anchos caudales, y de cuyas orillas bebían los tristes y melancólicos sauces. El paisaje la

relajaba, pero aquellas voces parecían perseguirla por doquier. Escuchaba a los pescadores

mientras hablaban con su madre, que aguantaba el tipo con la mayor compostura de la que

era capaz. "¿Por qué salió?" "Estaba enfermo antes de subir al barco". "Nos pilló en alta mar,

no pudimos volver a tiempo". "Él lo sabía, sabía que estaba enfermo". Las voces graves de

los pescadores resonaban en el salón de la casa de sus padres, mientras el médico de la

aldea, amigo de la infancia de sus padres, negaba con la cabeza mientras miraba hacia el

suelo de madera, con aire ausente.

-¡No quiero curas! ¡Quiero ver a mi hija!

Don Francisco, el párroco, salió escopetado de la habitación, en la parte de arriba, y se les

apareció a los allí congregados con cara de susto. Isabel acababa de llegar de Madrid en ese

preciso instante en coche, era media tarde y había recorrido todo el trayecto a toda velocidad

y sin descanso, en cuanto su madre la llamó por teléfono, diciéndola que su padre tenía

cáncer de garganta, neumonía y una infección de la sangre. Todo ello generado en cadena a

través de los años y ocultado a todos por su silencio. Desconcertada y desubicada, vio cómo

el párroco bajaba las escaleras lentamente hacia el vestíbulo, mientras miraba a todo el

mundo de uno en uno, con aire de dignidad.

- Bueno, eh... ejem- carraspeó, dubitativo, una vez llegó abajo- Isabel, por favor, sube cuanto

antes. Lleva todo el tiempo preguntando por ti.

Había nacido en aquel pueblo pesquero de La Coruña, un lugar donde las montañas se

funden con el mar, donde el horizonte se confunde con el azul de las olas y el brillo intenso

del sol a través de las nubes. Un lugar sin duda idílico para los niños, pero duro y

tempestuoso para los adultos, cuyos fundamentales medios de vida consistían en emigrar o

en navegar mar adentro en busca de bancos de peces. El padre de Isabel, pescador, bien lo

Page 71: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

sabía, y por eso su madre y él se esforzaron por darle a su hija otras salidas. Le facilitaron

todo para que pudiera estudiar, y cuando ella se fue a Madrid con dieciocho años ellos no

pudieron por menos que alegrarse, a pesar de la tristeza que les provocó su marcha. Desde

niña ella había querido ser escritora, y se fue a la ciudad con la cabeza llena de pájaros. Su

padre intentó hablarla, intentó hacerla ver que la realidad era más complicada, que la vida

en la ciudad sería muy difícil, pero aun así se sintió satisfecho, pues sabía que su hija,

consiguiera lo que consiguiese, siempre sería mejor que lo que le esperaba si permanecía en

el pueblo. Y, si algún día a ella le iba mal y tenía que regresar, regresaría mejor prepara de lo

que habría estado permaneciendo allí. Era duro verla marchar, pero aun así, se alegraron

por ella. Isabel nunca consiguió lo que buscaba, ni encontró en la ciudad lo que esperaba

encontrar. Según fueron pasando los años, sus ilusiones iniciales empezaron a confundirse

con una amarga rutina, y su empuje inicial se embarró hasta el punto de dejar sus estudios.

No tuvo valor de decírselo a sus padres, pues sabía que habían puesto grandes esperanzas

en ella. Nunca pudo reunir las fuerzas suficientes para decirles que en Madrid se ganaba la

vida trabajando de muchas cosas y en varios sitios, pues pensaba que si lo hacía les rompería

la ilusión. Así que les engañó, pensando que algún día podría decirles tranquilamente la

verdad, pero aquella tarde, en el mismo momento en que cruzó la puerta, se dio cuenta de

que el tiempo siempre corre, y corre rápido.

- Isabel...- le dijo su madre, mientras le apoyaba suavemente la mano sobre el antebrazo-

Sube, por favor.

Esta vez había hablado dulcemente, y eso la dio fuerzas para comenzar a subir las escaleras

de madera que conducían a la parte de arriba, donde estaban las habitaciones. No sabía bien

por qué, pero sentía miedo. Su padre era un hombre fuerte y muy vital, pero cuando los

escalones de madera comenzaron a crujir bajo sus pies, mientras ascendía lentamente, un

nudo comenzó a formarse en su garganta y, al ver la puerta del dormitorio de sus padres al

final del pasillo, empezó a intuir que no iba a encontrarse ahí dentro al hombre fuerte y sano

que siempre había sido su padre. Recordaba haberle escuchado decir en más de una ocasión

que nunca se moriría en la triste cama de un hospital, que si podía, iría a morirse a su casa

rodeado por los suyos, como se hacía antiguamente. "Los tiempos cambian", le había

contestado siempre, "no podrás escapar de las ambulancia". Parecía, no obstante, que el

inconformista de su padre se había salido con la suya mandando a todo el mundo a paseo.

Avanzó por el estrecho pasillo mientras miraba las fotos y los cuadros que lo adornaban. Le

gustaba mucho esa foto con sus padres, cuando era ella pequeña, y el cuadrito aquel donde

un barco pesquero sorteaba las olas del mar. Dejó a la izquierda su habitación, que estaba

abierta, y en un vistazo pudo ver que todo seguía como siempre. Al llegar al final del pasillo

se detuvo, justo ante la puerta abierta de la habitación de sus padres. Sólo un paso la

separaba; el último paso. Podía ver frente a ella el armario de madera, la pequeña ventana

por donde entraban los últimos rayos del atardecer, y el escritorio antiguo que había

pertenecido a sus abuelos, A la izquierda estaría él, tendido en la cama, y cuando comenzó a

moverse para entrar en la habitación el suelo de madera crujió tanto que pensó que se la iba

a tragar. Cuando le vio, sin embargo y contra todo lo que ella había podido esperar, su

corazón se sosegó. Él estaba tumbado en la cama de matrimonio, medio incorporado, y sus

Page 72: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

ojos azules como el mar, como los ojos de ella, la miraban con tristeza. Su rostro se había

avejentado mucho desde la última vez que le vio, unos meses atrás, su barba y su pelo se

habían encanecido un poco más, o eso le parecía a ella, y había perdido mucho peso.

Siempre habían comentado que no aparentaba tener cincuenta y cinco años, que parecía más

joven, pero en ese instante, medio postrado en aquella cama y con la tos seca que

convulsionaba su pecho cada vez que intentaba moverse un poco, su padre parecía un

hombre mayor.

- Isabel...

Su voz era cansada, más bien resignada. Era la voz de un hombre que sabe que nada puede

hacerse y que acepta su final. A Isabel le pareció la voz de la dignidad.

- ¿Qué tienes papa? ¿Por qué no dejas que te lleven al hospital? -le preguntó, con la voz

temblorosa.

- Tengo de todo, hija mía- le contestó, con una irónica sonrisa- No pienso ir a ningún sitio

para alargar mi tormento. Los médicos hace tiempo que me pronosticaron un desenlace

fatal. Mi sitio está aquí, y aquí me moriré, les guste o no a todos los que están ahí abajo.

Al oír esas últimas palabras, Isabel sintió que sus ojos se humedecían, y quedó quieta sin

saber qué hacer.

- Ven aquí, Isabel, acércate. Tienes miedo de un moribundo, y eso lo único que hace es

confirmar mis sospechas.

Ella se acercó, y mientras miraba los ojos de su padre, supo con certeza que él siempre

sospechó algo, que nunca pudo engañarle.

- Papá, yo... lo siento. Lo siento mucho- balbuceó cuando estuvo a su lado.

- ¿Por qué lo sientes?

- En Madrid. Nada salió como tenía previsto.

El comenzó a toser, mientras le agarraba el brazo con su enorme mano. Ella sintió de nuevo

un nudo en su garganta, y comenzó a darse cuenta realmente de la situación. Su padre se

moría. Se moría de verdad.

- Ya lo sé- contestó al cabo de un rato, una vez repuesto del ataque de tos.

A pesar de que en el fondo siempre había imaginado las sospechas de su padre, Isabel no

pudo por menos que sorprenderse ante la confirmación de ese hecho, y, mientras observaba

la mirada honesta y brillante de su padre, comenzó a preguntarse por qué había intentado

engañarle, pero no halló respuesta.

- Nunca has podido engañarme- continuó él, adivinando sus pensamientos- a pesar de que,

a lo largo de tu joven vida, lo has intentado infinidad de veces, y, ¿sabes por qué nunca lo

has conseguido?

- No- respondió, aún nerviosa.

Page 73: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Su padre se removió un poco, ante lo que parecía iba a ser otro ataque de tos. Finalmente, se

serenó y volvió a girar su rostro hacia el de ella, mientras sus ojos adquirían un brillo

especial.

- Porque eres igual que yo- continuó- Por eso sé cuándo mientes y cuando dices la verdad, sé

cuándo estas feliz y cuando triste, comprendo tus alegrías y tus penas sin esfuerzo alguno.

Al poco de nacer, le dije a tu madre que habías salido a mí, y no me equivoqué. Sólo espero

que ahora, dadas las circunstancias, no se te ocurra mentirme.

Isabel quería hablar, quería sincerarse con su padre en todo, quería decirle todo lo que

sentía, pero se encontraba bloqueada. Antes de entrar en la habitación sabía que lo que iba a

encontrarse dentro era a un hombre al borde de la muerte, pero nunca imaginó que un

hombre pudiera afrontar sus últimos momentos con tanta serenidad. La actitud de su padre,

la dignidad de sus palabras y el tono con que las decía la hizo enmudecer, pues fue en esos

momentos cuando se dio cuenta de lo grande que era la persona que estaba ante ella,

postrada en una cama, convirtiendo todo lo que le rodeaba en algo pequeño e insignificante.

- No he venido aquí con la intención de mentirte- contestó Isabel, una vez repuesta- He

venido aquí para acompañarte, y para contarte todo lo que quieras saber.

- ¿Y qué me vas a contar que yo no sepa? ¿Vas a contarme que llegaste a Madrid, con la

cabeza llena de pájaros, y que nada resultó ser como tú esperabas? ¿Vas a contarme una

historia, una como tantas otras, de ilusiones perdidas y de sueños rotos? ¿Vas a contarme

que dejaste de esforzarte porque viste que el esfuerzo no te iba a proporcionar nada? Yo no

quiero que me cuentes eso, porque eso ya lo sé. Cuando le contabas a tu madre todas esas

historias maravillosas acerca de tus estudios y de tu trabajo, ella se las creía, pero yo

enseguida supe que mentías. Te lo veía en la cara. Sé que querías ser escritora, que querías

estudiar y trabajar en Madrid. Un sueño loco, pero mejor que nada. Sé que enseguida dejaste

de estudiar, y de escribir también, eso no es lo que necesito saber, son otras preguntas las

que tengo en mi cabeza ahora mismo.

Por más esfuerzos que hacía por reponerse, las palabras de su padre, firmes, serenas y

seguras, la envolvían en una vergüenza que hasta ese momento había sido desconocida para

ella. No sabía muy bien por qué les había ocultado sus decepciones, por qué les había dicho

que terminó sus estudios y que trabajaba en un periódico local corrigiendo textos. Todo

había comenzado con pequeñas medias verdades, con silencios que ocultaban lo que no

quería que sus padres supiesen. Aplazaba en su interior el momento de ser sincera, pero la

costumbre de mentir a quien tanto se había preocupado por ella acabó convirtiéndose en un

hábito. Acabó por construir una mentira tan perfecta que, al final, ella misma terminó por

creérsela.

- ¿Qué quieres preguntarme?- le preguntó ella, mientras se ruborizaba.

- ¿Cómo te ganas la vida?

Page 74: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Por las mañanas, limpio una tienda. Por las noches trabajo de camarera en un restaurante.

Tengo el mediodía libre, así que estoy intentando encontrar trabajo en ese tiempo.

Probablemente acabe consiguiendo algo, también de camarera.

- Y... ¿Cuánto llevas así?

- Dejé de estudiar a los dos años de llegar a Madrid. Desde entonces he estado con varios

trabajos, casi todos de camarera.

Isabel contestaba con un aire de timidez que no tardó en sorprender a su padre, pues ella

nunca había sido una chica tímida.

- ¿Por qué me respondes así?- la preguntó- Parece como si te avergonzaras de ello,

- Es que... yo... creo que te he decepcionado, papá, creo que os he decepcionado a los dos.

Por eso nunca os lo conté.

Su padre abrió los ojos de par en par, mostrando una expresión de asombro como nunca la

había tenido en muchos años. Quiso contestar al cabo de un rato, pero otro ataque de tos le

sobrevino, haciéndole descomponerse de nuevo. Isabel le agarró del brazo mientras una

lágrima se le escapaba, por ver a su padre en semejante estado.

- La culpa ha sido mía- dijo, una vez repuesto.

- ¿La culpa? ¿La culpa de qué? Fui yo quien escogió esa vida.

- No. La culpa fue mía, por protegerte demasiado. Mira mis manos...- continuó, mientras

levantaba sus enormes manos, enseñándola sus palmas- Están encallecidas, destrozadas por

las heridas, por la humedad, por el frío... Nunca quise esto para mi hija, y por eso te protegí

demasiado, ese fue mi error. Pensaste que en Madrid todo iba a ser fácil, que todo iba a ser

de color de rosas. Tu madre y yo te protegimos demasiado, te dimos todo el amor del

mundo y más, y tú, ingenua, pensaste que todo el mundo iba a ser igual. Tuviste que salir de

casa para darte cuenta de que la vida es una jungla, de que hay que sudar sangre para

conseguir lo que quieres y que, aun así, las más veces no lo consigues. Antes de que te

marcharas intenté hacértelo ver, pero las personas cabezotas, como tú y como yo,

necesitamos comprobarlo todo con nuestros propios ojos. Cuando te diste cuenta de ello,

cuando viste la realidad, te rendiste y tiraste la toalla. Yo sabía que estudiar no iba a servirte

de nada, sabía que no ibas a conseguir cumplir la mayoría de tus objetivos, pero estaba

convencido de que una vida de estudio y de trabajo te haría madurar y haría que cambiases

tus retos por otros nuevos, más sensatos y más reales. Pensaba que tus frustraciones te

ayudarían a seguir caminando con paso más firme, y que en los momentos malos acudirías a

nosotros, a tu familia. Sin embargo nos ocultaste tu vida, y ahora hablas de ella como si te

avergonzaras, cuando lo que haces es algo noble. ¿A quién puede avergonzarle ganarse la

vida trabajando?

- Pero...- respondió ella, sorprendida- Yo pensé que te parecería poco, que pensarías que irse

de aquí para acabar así es una pérdida de tiempo.

Page 75: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Si pensaste eso es que no conoces a tu padre. Aquí no tenías ningún futuro, Isabel. Lo que

cuenta es que te ganes la vida y, sobre todo, que hagas todo lo que está en tu mano para

ganártela. Muy pocas personas consiguen lo que buscan, pero lo que más destruye a un ser

humano es quedarse con la duda. Yo he sido pescador, lo he sido porque no ha podido ser

de otra manera. No es lo que yo quería, pero con el tiempo incluso llegó a gustarme. He

llevado una vida dura y voy a morir relativamente joven, pero muero en paz porque sé que

siempre hice todo lo que estuvo en mi mano para intentar cambiar mi destino. Muero en paz

porque veo con alivio que mi hija no vivirá una vida tan dura como la mía... pero también

me entristece profundamente ver cómo te rindes ante los obstáculos, porque eso es algo que

yo nunca te enseñé.

Nunca había tenido la conciencia tranquila, pero fue en ese momento, después de

escucharle, cuando más se arrepintió por no haber sido capaz de hablar con su padre, por

todos los años de mentiras y por la distancia que eso había producido entre ellos. Y, en ese

momento en que se arrepintió de verdad, comenzó a preguntarse también cómo era posible

que le hubiese mentido. ¿Cómo había podido obrar así ante un hombre que la quería de

corazón? Quizás había sido por eso, por miedo a decepcionar a quien tanto le importaba, por

miedo parecer de menos ante quien tanto había luchado por ella. Se había inventado un

trabajo que no tenía, se había inventado una vida que no llevaba, había fingido ante su

madre y ante él alcanzar unos logros que nunca había alcanzado. Había fingido tener más de

lo que tenía, ante unas personas que nunca la habían exigido cosa semejante. ¿Por qué lo

había hecho?

- Lo siento...- alegó ella, con voz quebrada y arrepentida- Pensé en decírtelo en cuanto

ocurrió. Trabajaba y estudiaba, y me iba bien, pero un día comencé a preguntarme: ¿para

qué estudiar? ¿Para qué escribir? Me dediqué por completo al trabajo, y cuando me quise

dar cuenta, ya estaba inmersa en él y ya había abandonado los estudios. No me arrepiento

del todo, porque tuve que hacerlo así, tuve que trabajar mucho, por necesidad... pude haber

compaginado ambas cosas, pero me pareció demasiado. Siempre tuve en mente retomarlos,

pero siempre lo posponía. Cuando me preguntabais, iba poniendo excusas, hasta que al final

las excusas se convirtieron en mentiras, y así, fueron pasando los años... hasta hoy.

- ¿Por qué dejaste de escribir? De niña siempre te gustaba, escribías mucho y le enseñabas

tus relatos a todo el mundo. ¿Hace cuánto que no escribes?

Isabel se encogió de hombros, con expresión triste.

- Hace muchos años. Muchos años, papá.

- Así que ahora, te levantas, trabajas, comes, sigues trabajando, duermes hasta el día

siguiente, y al día siguiente lo mismo. ¿Me equivoco?

- No. No te equivocas. Supongo que así es como están la mayoría de las personas.

- Es posible. Pero eso no es excusa.

- ¿Excusa para qué?- preguntó, sorprendida.

Page 76: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- No es excusa para dejar de soñar.

Isabel se sorprendió más aún ante esa respuesta, y ello hizo que se sonriera con picardía.

Pensaba que su padre la estaba tomando el pelo, pues su padre siempre había sido para ella

la referencia más exacta de lo que era el mundo real. Siempre le había tenido por un hombre

práctico, sensato, prudente... y siempre así se lo había demostrado con sus actos y con sus

palabras. ¿Cómo era posible que un hombre así hablase de sueños? Pensaba que lo decía en

tono irónico, pero al ver su semblante, serio, pero a la vez tierno y honesto, comprendió que

su padre no bromeaba en absoluto, y quiso responderle, pero otro ataque de tos volvió a

invadir su cuerpo moribundo, recordándola de nuevo que aquella bien podía ser su última

conversación con él.

- Tú nunca has sido un hombre soñador, papá- le dijo dulcemente, mientras le agarraba la

mano, una vez se hubo repuesto.

- Por supuesto que lo he sido. ¿Quieres que te cuente mi sueño?

Isabel asintió con la cabeza, mientras se aproximaba más hacia él.

- Cada vez que salía a pescar- comenzó- me despedía de tu madre y de ti. A veces pasaba

mucho tiempo fuera, y, en el barco, la vida no era muy cómoda. Apenas dormíamos,

siempre estaba mojado; cuando no pasaba mucho frío, pasaba mucho calor, y, muchas veces,

nos veíamos envueltos en enormes tempestades con olas gigantescas. Cuando el mar estaba

en calma y yo tenía un ratito libre, me sentaba en cubierta y miraba. Era precioso, ver el sol,

la luna, las estrellas, los peces en el mar y un horizonte azul... completamente azul. Un día,

se me ocurrió una idea loca, y es que quizás, en algún momento, podríamos dar con alguna

isla en medio del mar. Alguna isla pequeñita que no figurase en los mapas, una isla desierta

que nadie conociera, salvo nosotros que la habíamos encontrado. Una vez localizada,

apuntaríamos las coordenadas y en el siguiente viaje os llevaría a ti y a tu madre para que la

vierais. Caminaríamos descalzos por la playa, haríamos una pequeña barbacoa y luego nos

echaríamos la siesta al arrullo de las olas...

Isabel se sonrió con ternura mientras escuchaba la historia de su padre. Él la contaba alegre,

como si la estuviera viviendo, y, a pesar de las circunstancias, la alegría de él se le contagió a

ella.

- ¿Alguna vez encontraste esa isla?- le preguntó.

- No- respondió- Pero siempre que atravesábamos una tormenta, siempre que sufríamos el

azote de la lluvia en la cara, siempre que nuestro barco se balanceaba de un lado a otro por

culpa de las olas, siempre que eso ocurría, todos los marineros alababan mi tranquilidad y

mi serenidad. Y sé que el verme a mí en ese estado a ellos se le contagiaba, y se

tranquilizaban también. Muchos me preguntaban si no tenía miedo de que el barco se

hundiera. Yo nunca les dije la verdad, pero lo cierto es que cuando me hacían esas preguntas

yo pensaba: "caramba, ¿hundirse el barco? El barco no se puede hundir, ni yo me puedo

hundir con él, porque aún no he encontrado mi isla."

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Ella quedó en silencio, mientras pensaba en lo que había escuchado. Mientras lo hacía,

observó los ojos tranquilos y serenos de su padre. Fue en ese instante cuando comprendió

cuanto se había alejado de él en los últimos años, y cuántas cosas había de él que no conocía.

¿Por qué se había distanciado tanto? Ni siquiera era capaz de comprenderlo, y se arrepintió.

Comprendió con tristeza que no podría recuperar el tiempo perdido y, quizás por ello,

guardaba en su mente todas y cada una de las palabras que él le decía en aquel momento.

- Tienes que tener los pies en la tierra, y apreciar lo que te rodea. Tienes una madre que te

adora, tienes aquí una casa, un hogar, y tienes en la ciudad todo un futuro por delante. Toda

una vida ante ti por la que tendrás que luchar, para hacerte merecedora de la próxima,

donde tú y yo nos volveremos a encontrar. Pero has de saber que, pese a todo, soñar

también es importante, porque si a todas esas cosas le sumas una creencia en algo, quizás en

sueño imposible... entonces nadie podrá contigo. Yo nunca encontré mi isla, pero por lo

menos lo intenté.

Isabel continuaba muda. Las palabras de su padre removían sus cimientos. Había estado

perdida durante todos esos años. Había ido sin rumbo, a la deriva, y empezó a sentir algo

que no esperaba. Sabía que su padre moriría pronto, pero a la tristeza que llevaba sintiendo

desde que le comunicaron la noticia sobrevino un sentimiento nuevo: alivio. Alivio, pues el

sincerarse con él le estaba quitando un peso de encima, y las palabras que escuchaba le

parecían como una luz en medio de una noche oscura. "Ahora toca lo más importante",

pensó, "hacerlo bien".

- ¿Hace cuánto que no hablamos, papá?

- Hace mucho... mucho. ¿Por qué llegamos a ese punto?

- No lo sé. Supongo que yo esperaba que fueses tú el que diera el primer paso, y supongo

que tú esperabas lo mismo de mí.

- Sí... ya te dije que somos iguales- dijo, sonriendo, mientras la daba una suave palmadita en

el antebrazo- ¿Sigues con ese chico, Isabel?

Ella se sorprendió ante el cambio brusco de tema. Mientras tanto, otro ataque de tos invadió

su cuerpo, y adivinó las intenciones de su padre. Habían estado años casi sin hablar, y él

podía morir en cualquier momento. Había que ser rápido y directo, había que recuperar

parte del tiempo perdido.

- Voy a dejarle, papá. En cuanto regrese a Madrid. Ya lo tenía en mente, pero ahora lo tengo

claro. Empezaré de cero, me centraré.

- Me alegro hija, me alegro... nunca te lo dije, porque nunca quise meterme, pero nunca me

gustó ese chico. Siempre pensé que no te haría ningún bien, que te merecías algo mejor. Creo

que haces lo correcto.

El resto lo recordaba también con mucha claridad. Recordaba haberse quedado a su lado

todo el tiempo, recordaba haber hablado con él largo y tendido de todas las cosas que les

habían pasado los últimos años. Se sintieron más cerca que nunca el uno del otro, y

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conversaron normal y tranquilamente olvidando lo terrible de la situación. Su madre se

sumó a ellos, y así estuvieron hasta que el ánimo de su padre comenzó a flaquear. La tos se

hizo más profunda, las ojeras más visibles, sus palabras comenzaron a perder fuerza y sus

ojos comenzaron a ausentarse. Al amanecer del segundo día de su llegada, él la pidió que le

dejase a solas con su madre. Ella se despidió con un beso en la mejilla, y, al observar su

mirada, supo que sería la última vez. Avanzó por el pasillo mientras les dejaba a solas en el

cuarto y, al llegar a la escalera, prefirió volver atrás y esperar en su habitación. En la parte de

abajo ya esperaban algunos conocidos de su padre, y no tenía ganas de estar con ellos. Se

sentó en la cama, desconsolada, y comenzó a llorar, pues fue en aquel momento cuando más

comprendió la terrible realidad. Él se había comportado como si no ocurriese nada, pero el

verse sola en su habitación, rodeada de silencio, tuvo en ella el mismo efecto que si

despertara de un sueño. Él se estaba muriendo en la habitación de al lado, y la consciencia

plena de ese hecho la provocó una tristeza infinita. No tuvo que esperar mucho, pues esa

misma mañana su padre falleció, víctima de la enfermedad, o, quizás, víctima de su propia

tozudez, la de un hombre que nunca quiso dar un paso atrás.

A pesar de un año transcurrido, recordaba muy bien la terrible angustia que le sobrevino al

contemplar su cuerpo, ya inerte, tendido sobre la cama. Pero sobre todo recordaba el tierno

abrazo de su madre y la cercanía que sintió hacia ella en esos momentos, tras años y años de

distancia. Las palabras de él se grabaron en su mente, como también se le grabó el último día

a su lado, lleno de conversación. Cuando le enterraron, se dio cuenta de que todos los allí

presentes, incluido el sacerdote al que había echado de la habitación, lloraban o hacían

amagos de hacerlo. Había sido un gran hombre, y como tal había vivido. A pesar de sus

remordimientos, se sintió orgullosa, y aquel orgullo, unido a las fuerzas que le habían dado

las palabras de su padre, removieron su espíritu dándole un aire nuevo, y, mientras volvía

conduciendo hacia Madrid en ese día lluvioso y gris, mientras contemplaba a su derecha las

montañas de Orense, justo cuando salía de Galicia, tuvo claro por fin como ordenaría su

vida.

XI

Al abrir los ojos por completo, la sensación no fue de nervios, o de inseguridad, como otras

veces. El recuerdo de su padre estaba ahí, aparecía muchas veces para darla ánimos, o para

recordarla qué camino debía seguir. Aquella mañana no se sentía agobiada, ni cansada.

Page 79: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego estaba tumbado a su lado, mirándola con curiosidad. Debía llevar un buen rato

despierto, y su semblante parecía decir: ¿en qué estabas soñando?

- Buenos días- la dijo, cuando comprobó que ya estaba bien espabilada.

- Um... buenos días. ¿Llevas rato despierto?

- Bastante. Te observaba mientras soñabas, parecía que estuvieses en la montaña rusa, te

movías de un lado para otro y hablabas de vez en cuando.

- ¡¿Sí!?- exclamó, ruborizándose- y, ¿qué decía?

- Algo de un barco, de una isla, y de unos pescadores.

- Ah...

Diego la miró con ojos divertidos, mientras ella pensaba en qué decirle. Se sentía un tanto

descolocada, nunca había compartido sus sueños con nadie y, aunque sentía deseos de

hacerlo con Diego, prefirió ser prudente. La velocidad a la que iban comenzaba a asustarla,

todo había surgido de forma muy natural, pero prefería ser prudente y echar un poco el

freno.

- No te preocupes- le dijo él- algún día me contarás en qué estabas soñando. Cuando tú

quieras, no hay prisa.

Esa faceta de Diego la encantaba. No la agobiaba, sabía cuándo dar un paso atrás, sabía

cuándo ella quería hablar y cuando no, parecía saberlo como si la conociese de toda la vida,

y eso, aunque por un lado la encantaba, por otro la ponía nerviosa. "¿Por qué está surgiendo

todo de una forma tan rápida?" "¿Por qué me siento tan bien con él, su apenas nos

conocemos?" "¿Será este el hombre de mi vida?" Aunque intentaba relajarse, como persona

inquieta que era no podía dejar de hacerse todas esas preguntas. El incorporó medio cuerpo

sobre la cama, y pareció observar de nuevo la habitación, en penumbra. Ella vio cómo

dirigía su mirada hacia la mesita que había enfrente de la cama. La tenía llena de bolígrafos

y de cuadernos.

- Ayer me fijé en esa mesa. ¿Qué apuntas en esos cuadernos?- la preguntó, con curiosidad.

- Son pequeños relatos. Me gusta escribir.

- Ah. Eso está muy bien. ¿Hace cuánto que te gusta?

- Me gusta desde pequeña. Estuve muchos años sin escribir nada y lo volví a retomar hace

un año. Es sólo un hobby.

Él se quedó pensativo un rato. Parecía sorprendido y agradado al mismo tiempo. Después,

se giró para mirarla de esa forma que la hacía parecer la más especial de las mujeres.

- Me encantaría leerlos. ¿Me los dejarás?

- Por supuesto- le contestó Isabel, casi sin pensar, a la vez que se incorporaba para darle un

beso.

Page 80: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Recuerdas qué te gustaba hacer, cuando eras niño?- le preguntó, al cabo de un rato.

Diego pareció sorprenderse por la pregunta, y se quedó muy pensativo. Su rostro se puso de

repente serio, parecía el rostro de un hombre al que le hubieran preguntado por algo

realmente complicado, imprescindible e importantísimo, cuya respuesta requiriese máxima

concentración.

- Recuerdo... - comenzó al cabo de un rato, con gesto triste- recuerdo que vivía en una finca

llena de árboles y rodeada de colinas. Recuerdo que me encantaba pasear al atardecer, me

subía a los árboles, bajaba hasta la orilla de un pequeño río... también recuerdo que sonría

más... mucho más. Lo que no recuerdo es en qué momento me hice mayor.

Ella sondeó su mirada, intentando ver más allá de su serio semblante, preguntándose

interiormente cuantas cosas podrían haber pasado en su vida, preguntándose cuantas

heridas tendría su alma, y deseando, casi por instinto, poder ser la cura para dichas heridas.

Le entraron ganas de saberlo todo acerca de él, de preguntarle por todo, de conocerle

enteramente, y lamentó no poder hacerlo en una sola mañana.

- Hacerse mayor no es malo, Diego- le dijo mientras le agarraba la mano dulcemente-

Hacerse mayor no es malo.

Y, como si fueran dos imanes, se fundieron en un abrazo largo e interminable.

XII

David Castro estaba nervioso. Se encontraba en ese momento de reflexión en que se

encuentra un hombre que, después de armarse de valor para dar un gran paso, lo da y

descubre lo que anteriormente se había negado a sí mismo: que no solamente le toman en

serio sino que además el asunto le viene excesivamente grande. Debieron de haberse

quedado con el dinero que les ofrecieron por colaborar en la muerte de aquel doctor, pero su

hermano y él, dominados por la avaricia, quisieron ir más allá. Sabía que en Palotex eran

serios, pero nunca quiso creer que lo fueran tanto, y, en el fondo, llegó a pensar que no le

escucharían. Pero no sólo lo hicieron sino que además, ahora, se preparaba para otra cita con

uno de los hombres de la empresa. Esa gente quería ir hasta el fondo del asunto y se

manejaban con mucha seguridad. Ya le habían pagado una buena suma y estaban

dispuestos a seguir haciéndolo, y eso le daba miedo. Su hermano le animaba pero, a fin de

cuentas, ¿qué estaba haciendo él? Él no tenía que tratar con esa gente ni reunirse con ellos y,

Page 81: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

por tanto, él no podía sentir en modo alguno el miedo que estaba empezando a sentir él.

Observó con aire ausente el último trago que le quedaba a su vaso de vodka. Ya llevaba tres,

pero él apenas lo notaba. Levantó la vista al cabo de un rato y empezó a sentir de nuevo esa

sensación de desprecio hacia todo lo que le rodeaba. Despreciaba aquel bar, aquel maldito

antro de luz tenue con apenas tres mesas, despreciaba a todos los que había dentro, sentados

o de pie, y, a su vez, le parecía que todos le miraban a él con desprecio y suficiencia.

Despreciaba la barra donde estaba sentado y despreciaba al barman que le había atendido,

y, consecuente con ese desprecio que sentía, arrojó en la barra, casi con asco, el precio de sus

consumiciones mientras apuraba el último trago.

- Qué miras- le dijo en tono imperativo al camarero cuando recogía los billetes.

No le dio tiempo a responder, y tan sólo pudo respirar con alivio cuando le vio marchar. Era

un cliente habitual, y aun así, o quizás por eso, todos allí le tenían miedo. Él lo sabía, lo

notaba en sus gestos y en sus miradas, y eso le producía más placer que ninguna otra cosa

en el mundo.

Cuando salió de allí era de noche y hacía frío. ¿Cuánto llevaba ahí dentro? Recordaba que

todavía lucía el sol cuando entró en el bar, pero había perdido la noción del tiempo.

"Mañana es la cita", comenzó a pensar mientras caminaba hacia su casa, "mañana me reuniré

con ese tipo y le diré todo cuanto sabemos. Cobraré el dinero y me olvidaré de todo". La

calle no estaba muy concurrida, ¿qué hora sería? Se había olvidado el reloj y el móvil en casa

y, sumido en sus pensamientos, no había reparado en ello hasta ese instante. "Debe de ser

tarde, el gordo del portero ya no está", pensaba mientras abría con llave el portal de su casa,

ya cerrado y sin nadie dentro. Era un edificio antiguo, de los de antes, típico madrileño,

lleno de gente mayor, silenciosa y de hábitos tranquilos. Casi nunca se cruzaba con nadie,

pues sus horarios y sus costumbres discrepaban mucho de los de la gente normal, aunque

por las quejas constantes de sus vecinos, David intuía que su presencia en aquel edificio no

era de buen agrado. Él les odiaba a todos, aunque apenas les veía. "Que se jodan. Que se

jodan todos", farfullaba, con rabia y con desprecio, mientras se disponía a abrir la puerta de

su casa, en el segundo piso.

Vivía solo, y así estaba bien. Nunca se propuso en ningún momento compartir su vida con

nadie; su familia le parecía un asco, incluido su hermano, con el cuál se hablaba sólo por

puro interés, y las mujeres le parecían todas meros objetos de satisfacción sexual. El estar

ligeramente distraído hizo que tardara más de lo normal en darse cuenta de un detalle:

estaba oscuro, más oscuro de lo normal. Extrañado, dio un paso atrás, y contempló con

atención el hall donde estaba la puerta de su piso. La escalera atrás suyo, el ascensor en el

medio y tres puertas, la suya y las otras dos de sus vecinos. Las luces estaban prendidas,

pero aun así estaba más oscuro, ¿por qué?

"Hay dos bombillas fundidas", observó, al rato. "El maldito portero no sirve ni para cambiar

luces, mañana se lo diré". Entró en su piso, cerrando la puerta tras de sí, y cuando le dio al

interruptor para encender la luz del pasillo, no ocurrió nada, y la oscuridad se hizo más

profunda.

Page 82: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¡Joder!- exclamó en voz alta, cabreado- ¡¿Qué cojones pasa hoy con las putas luces?!

No le dio tiempo a decir ni a pensar nada más. Apenas lanzó esa exclamación mientras abría

otra vez la puerta, sintió un pinchazo agudo en su costado derecho que le hizo perder al

momento todo el equilibrio de sus piernas. No fue algo violento, al contrario, fue más bien

suave. Su visión se tornó borrosa, sus rodillas se doblaron lentamente y, antes de caer contra

el suelo, unos brazos le agarraron por debajo de los sobacos evitando un desplome brusco,

tumbándole en el suelo con suavidad. Con la visión nublada y la facultad de hablar anulada,

pudo ver desde el suelo cómo una silueta negra, negra como la oscuridad que le envolvía,

pasaba lenta y silenciosamente por encima de él para cerrar por completo y con total sigilo la

puerta que él había intentado abrir de nuevo antes de caer. Desconcertado y tremendamente

dolorido, no pudo ni tan siquiera resistirse un poco cuando aquel hombre le arrastró, sin

hacer ni un solo ruido, a lo largo del pasillo. Confuso como estaba, sólo pudo ver pasar de

largo las distintas habitaciones de la casa que comunicaban con el pasillo, hasta que, una vez

al final del mismo, llegaron al salón. Todo estaba oscuro, aquel hombre se había encargado

de prepararlo todo. Las cortinas estaban corridas, y supuso que le llevaba hasta el salón para

estar más lejos de la puerta principal de la casa. Así, ningún vecino que subiera o bajara

podría escuchar ningún ruido. Cuando entró en el salón, dejó de arrastrarle y le dejó sentado

en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Fue en ese mismo instante cuando David

pudo echarse la mano al costado. El dolor comenzaba a hacerse insoportable y comenzaba a

sentir la camisa húmeda. Estaba sangrando, era algo lento pero constante, un agujero

pequeño realizado con algo puntiagudo. Algo le había perforado el hígado limpiamente y le

estaba produciendo un dolor espantoso e irremediable. Le costaba respirar, apenas sentía las

piernas y estaba totalmente mareado. Cuando comprendió que la vida se le escapaba por

aquel agujero de su costado, comenzó a sentir náuseas.

- El destino vuelve a reunirnos de nuevo- le dijo el hombre, tranquilo y sereno, mientras

limpiaba con un pañuelo restos de sangre de lo que le pareció ser un punzón.

David hizo un esfuerzo por centrar su vista y ver a quien le estaba hablando. Llevaba las

botas cubiertas con bolsas, el pantalón y el jersey negros, los guantes negros, el

pasamontañas negros... y esa voz; le conocía. Era él, otra vez.

- Tú... tú otra vez, no...- protestó, casi en un susurro.

El hombre de negro se agachó y puso su cara a la misma altura. Allí estaban otra vez, esos

ojos azules con las pupilas contraídas, los mismos ojos que hicieron que el doctor Ernesto

Trebiño se orinara encima, los mismos ojos que ahora le contemplaban a él. "Maldita sea la

hora en que me crucé con este tío", pensó.

- Debiste haber mantenido la boca cerrada- continuó- Cobraste mucho dinero, no tenías

necesidad de hacer nada más. Te has metido en un buen lío, ¿sabes que no volverás a ver la

luz del sol?

- No tengo nada que decirte. Yo... yo no sé nada... mi hermano...

Page 83: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Tu hermano está muerto, al igual que lo estarás tú dentro de un rato. No quiero que me

digas nada, no necesito información de ningún tipo. Si todavía no te he matado es porque

estoy alargando tu tormento. He acabado con la vida de muchos hombres y nunca he

disfrutado con ello, excepto con los hombres como tú. Cuando tengo la ocasión de toparme

con una rata... he de reconocer que me gusta deleitarme. Si todos fuesen como tú, haría esto

sólo por puro placer.

David intentó revolverse, pero no pudo. No tenía fuerzas, no podía ni tan siquiera moverse.

El dolor estaba llegando a su punto más álgido, se estaba convirtiendo en algo casi

insoportable, y era tanta la sangre que había perdido que todo a su alrededor comenzó a

darle vueltas. Al rato empezó a sentirse como en una nube, y eso hizo que el dolor

menguase un poco. Ahora que se sabía muerto, quiso recordar los momentos de su vida que

habían merecido la pena, pero no halló apenas ninguno, y sólo pudo poner la mente en

aquello que era lo único que había sentido cerca durante los últimos años: su hermano.

Mientras tanto, aquel hombre asistía al espectáculo de su lenta agonía con los ojos fijos en él

y un amago de sonrisa. De repente, comenzó a buscar con su dedo índice enguantado un

punto en su cuello, un punto por debajo de la nuez, cerca de la tráquea. Cuando lo halló, le

agarró la frente con la mano izquierda, y le puso la cabeza recta apoyándola contra la pared.

Con la mano derecha, colocó el punzón justo en ese punto del cuello. A pesar de que

siempre se había considerado un tipo duro, David Castro se echó a temblar como un niño al

verse en aquella situación.

- Un hombre de Palotex espera reunirse contigo mañana por la mañana- dijo, tranquilo y

sereno, el hombre de negro- pero tú no acudirás a esa cita.

Fue lo último que escuchó antes de sentir cómo el punzón le atravesaba la garganta de un

golpe seco. El dolor intenso e insoportable que sintió sustituyó por completo al dolor de su

hígado perforado, y, como aún permaneció vivo unos segundos más, pudo sentir también

como su cuerpo sentado se deslizaba por la pared hasta caer en el suelo, donde su cabeza

golpeó mientras intentaba respirar por última vez.

XIII

- ¡No!- exclamó Alfonso Elizalde mientras golpeaba la mesa de su despacho con el puño,

ante la mirada atónita de Alberto Soto, que nunca le había visto perder el control- ¿Cómo

que no se presentó? ¡Eso no es posible!

Page 84: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga, sin embargo, escuchaba impávido los gritos de su jefe. Era domingo por

la tarde, y parecía que Alfonso Elizalde, que ya había empezado la semana nervioso, iba a

terminarla en estado de histerismo.

- Por favor, señor Elizalde, no se altere- dijo Alberto Soto, casi con miedo- Intentaremos

localizarle, cueste lo que cueste.

El director de Palotex hizo un esfuerzo de contención y comenzó a retorcerse en su sillón,

intentando buscar la postura definitiva en la que acomodarse. Mientras tanto, al otro lado

del escritorio de su despacho, Alberto sudaba y palidecía. Rodrigo de Zúñiga apenas se

inmutaba. Permanecía sentado, en su posición inicial, con las piernas cruzadas una sobre la

otra, inalterable, frío como el hielo y apenas sin pestañear. Llegó un momento en que

Alberto no sabía qué temer más, si los nervios a flor de piel del director, o la calma casi

antinatural del jefe de los abogados. Se estableció entre ellos un silencio incómodo y tenso,

uno de esos silencios en los que no se sabe si es mejor hablar o callar, así que Alberto Soto, el

último de los tres en la escala jerárquica, prefirió cerrar la boca y esperar.

- Ya le dije, señor Elizalde, que esa gente es poco fiable- comenzó Rodrigo, al cabo de un

rato, cuando vio que su director estaba más calmado- Los dos hermanos han desaparecido

de la faz de la tierra.

- No se puede desaparecer, Rodrigo- contestó el director- Esa gente tiene que estar en alguna

parte. Debéis localizarles cuanto antes.

- Ya hemos entrado en sus casas, y no había señal alguna. Ya hemos vigilado sus portales, y

no han aparecido por allí. Ahora mismo tengo dos hombres, uno en cada calle, vigilando por

si ven aparecer a alguno de ellos, pero de momento nada. Seguiremos en ello, intentaremos

sacar información de todo su entorno, pero cuanto antes aceptemos la realidad, mejor para

todos.

- Rodrigo, tú nunca has hablado así, ¿qué te pasa? ¿A qué viene ese pesimismo? Me

sorprende en un hombre que nunca se da por vencido.

- No es pesimismo, es realismo. Ya le dije que la opción del delator era una opción muy

inestable. Probablemente se hayan echado atrás porque esto les asusta. No son profesionales,

y en estos casos sólo cuenta la palabra de un profesional. El resto lo único que hacen es

hablar y hablar sin cumplir nada.

- Me da igual que sean o no gente profesional. Ellos saben algo y yo quiero saber qué es. Por

eso hay que encontrarlos.

- Y en eso estamos, pero, ¿qué va a hacer sino aparecen? ¿Va a buscarles por todo el globo

terráqueo?

El director de Palotex se quedó callado unos segundos, reflexionando, mientras Alberto Soto

escuchaba intranquilo. Nunca le había gustado ver a Alfonso Elizalde cabreado, y sus

reacciones en este asunto comenzaban a ponerle nervioso. Mientras pensaba en la

Page 85: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

conveniencia de intervenir o no en la conversación, se encontró con la mirada penetrante de

su director.

- Alberto...

- Dígame, señor Elizalde. Lo que desee.

- ¿Podrías dejarnos solos?

- Por supuesto que sí. ¿Se le ofrece alguna cosa antes de marcharme?- dijo mientras se

levantaba.

- No, tranquilo. Si consigues localizar el paradero de esos dos, házmelo saber

inmediatamente.

- Sí, señor Elizalde. No se preocupe.

El director de Palotex esperó paciente en su sillón mientras su abogado atravesaba el

despacho hacia la puerta, y permaneció callado un tiempo después, ante la mirada tranquila

de Rodrigo de Zúñiga. Este, a su vez, como conocía bien a su jefe, esperó tranquilamente a

que pusiera fin a sus meditaciones, sin pronunciar palabra alguna.

- Crees que no van a aparecer, ¿verdad, Rodrigo?- le preguntó, al cabo de un rato.

- Creo que lo más probable es que no.

- Entonces, aunque ya te habrás hecho tus suposiciones, te contaré cuál es mi plan

exactamente. Sé que no lo apoyarás, pero aun así formarás parte activa de él, como siempre

ha sido y como no podía ser de otra manera.

- Vaya al grano, se lo ruego, señor Elizalde. Imagino que tiene que ver con Jaime de la

Fuente y su cacharro, pero no tengo una idea clara de qué es lo que se propone.

- ¡No es un cacharro, Rodrigo!- exclamó el director, indignado- No es un cacharro... es una

máquina del tiempo.

Rodrigo enmudeció al escuchar las palabras de su jefe. A pesar del secretismo que existía en

aquel proyecto, él, como hombre inquieto y previsor que era, ya había hecho sus

averiguaciones. Sabía qué era lo que estaba construyendo el astrofísico, pero nunca llegó a

creer que pudiera funcionar. El oír a Alfonso Elizalde llamar "máquina del tiempo" a lo que

él siempre se había referido como "cacharro", suponía la confirmación de que el invento, si

no funcionaba aún, estaría por funcionar en un futuro no muy lejano. Y fue esa confirmación

la que hizo que Rodrigo de Zúñiga palideciera. No fue algo descarado, apenas fue algo

perceptible, pero el director de Palotex, que tan bien le conocía, lo apreció al instante, y al

instante supo el demoledor efecto que produjeron sus palabras en el joven abogado.

- ¡Ja!- exclamó, con aire de triunfo- ¡Tendrías que verte la cara, Rodrigo! Nunca pensé que

pudiera llegar a verte así. Sin duda Jaime de la Fuente es un genio, pero no por su invento,

sino por haber sido capaz de ponerte a ti en este estado.

Page 86: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Perdone, señor Elizalde- repuso Rodrigo, una vez recuperado de la sorpresa- No quisiera

parecer de nuevo pesimista, pero... eh... ¿es usted consciente de lo que acaba de decirme?

Usted sólo podrá llamar al cacharro por ese nombre cuando funcione. ¿Está usted seguro de

que funciona?

- Sí, funciona. Según los informes de Jaime, sólo queda un último retoque. En breve, estará

todo listo.

- Habrá que hacer pruebas...

- Ya se han hecho, con pequeños objetos primero, y con animales después.

Rodrigo volvió a enmudecer. Pensaba que lo había visto todo, que ya nada podría

sorprenderle, pero la información que estaba recibiendo no sólo le sorprendía, sino que

además le asustaba.

- ¿Esto te asusta, Rodrigo?- le preguntó el director, adivinando sus emociones una vez más.

- Sí, me asusta. ¿A quién no le asusta lo desconocido?

- Tienes razón. Y quizás te asuste más lo que tengo pensado.

- Imagino que querrá que me meta en esa... en esa cosa.

- Exactamente. Cuando esté lista, es lo que quiero que hagas.

- Y... ¿Con qué fin?

Alfonso Elizalde reflexionó durante un rato. Parecía que en su mente buscaba y ordenaba las

palabras necesarias para expresarse de forma clara y directa, como acostumbraba a hacer

siempre. Rodrigo esperó paciente y resignado, como el soldado que, antes de la batalla,

contempla a su jefe reflexivo, sabiendo que en breve recibirá una arenga.

- Cuando fundé Palotex- comenzó mientras se reclinaba tranquilamente en su sillón- lo hice

con un sólo motivo: que la empresa fuera la número uno en el campo de la Investigación y el

Desarrollo. Mi objetivo era, y lo sigue siendo, que cuando cualquier persona de cualquier

confín del planeta pensase en progreso y desarrollo, pensase en Palotex...

Rodrigo asintió, y, en su gesto, pareció decirle: "eso ya lo sé".

- Ernesto Trebiño, como bien sabes, descubrió algo verdaderamente importante, algo que

nos ocultó a todos durante el tiempo que estuvo trabajando aquí, algo que me hizo público

en el momento que él consideró oportuno, y me arrepiento profundamente de no haber sido

capaz de conseguir hacerme con ello. Tan sólo tendría que haberle pagado lo que me pedía,

pero no lo hice, y él amenazó con comerciar con otros. Eso es lo que probablemente

estuviera haciendo antes de que le mataran... en fin, de nada sirve pensar en eso ahora,

además, pedía demasiadas cosas... una cantidad realmente desorbitada... el tímido doctor se

nos reveló al final como un hombre realmente ambicioso.

- ¿Quiere enviarme al pasado para convencerle a usted de pagarle a Ernesto Trebiño todo lo

que pidió, y así conseguir los derechos de su descubrimiento?

Page 87: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- No... Rodrigo, no... Ya he barajado esa opción, pero Jaime de la Fuente no me garantiza un

éxito total. Imagina que no eres capaz de convencerme, imagina que te encuentras contigo

mismo... no, sería una locura, sería muy arriesgado. Hay que hacerlo bien a la primera, la

máquina del tiempo no es como un coche en el que se pueda viajar constantemente a

cualquier parte. Tienes que hacer un sólo viaje y solucionarlo a la primera, eso es lo más

prudente.

Rodrigo de Zúñiga se sonrió con ironía. No dejaba de hacerle gracia que su jefe hablara de

prudencia, dado el contenido de la conversación.

- Entonces... ¿qué pretende hacer?- preguntó, confuso.

- Lo que pretendo hacer es algo rápido, efectivo y eficaz al cien por cien. Palotex está

posicionándose, no somos los número uno, pero podemos serlo. Pero, si alguien se hace con

lo que descubrió nuestro querido doctor, ese número se nos escapará para siempre, así que

me propongo obrar para que, tal como te dije un día, si yo no puedo tener su

descubrimiento, nadie más lo tenga.

Rodrigo se revolvió incómodo en su silla. Entendía los razonamientos de su jefe y temía

escuchar lo siguiente, que ya imaginaba claramente qué iba a ser.

- Siempre he pensado que la solución más sencilla es, normalmente, la mejor solución-

continuó- así que irás atrás en el tiempo y matarás a Ernesto Trebiño antes de que descubra

ninguna cosa.

- ¿Iré solo?- le preguntó, casi con resignación.

- No. Necesitarás apoyo, para asegurarme de que todo salga sin incidencias.

- ¿Con quién iré?

- Aún no lo he decidido.

- Señor Elizalde, últimamente me cuenta las cosas de forma muy escueta, y me encomienda

tareas sin darme toda la información que necesito, o dándomela con poco tiempo para su

análisis. Ya le he advertido de los riesgos que eso supone...

- Lo sé, Rodrigo, pero de nuevo te pido lealtad... la lealtad que siempre me has mostrado.

Cuando acabemos con esto, cuando elimines a Ernesto Trebiño en el pasado y regreses aquí

con éxito, haremos público el invento de Jaime de la Fuente. De esta manera, Palotex será

por fin la número uno, pues ya nada podrá hacer sombra a nuestra máquina del tiempo.

Rodrigo reflexionó durante un rato. En el fondo siempre supo que algún día llegaría este

momento, el momento en que su jefe, dominado por la ambición, se convertiría en alguien

imprudente y temerario, capaz de hacer cualquier cosa. ¿Cuántas veces, a lo largo de su

vida, había contemplado la misma escena? Hombres y mujeres que se convertían en bestias

al cruzar la delgada línea que separa un lado del otro. ¿Cuántas veces, a lo largo de su vida,

esa línea se le había presentado, clara y visible, ante sus ojos? Él siempre había intentado no

cruzarla bajo ningún concepto; "soy un profesional", pensaba, "hay cosas que nunca debo

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hacer", y, aun así, su conciencia le atormentaba y sus noches se le presentaban siempre

largas e interminables. De nuevo, la perspectiva de matar otra vez, no le producía mayor

sentimiento que una especie de triste resignación, como la que produce un deber

desagradable que inevitablemente se tiene que realizar. A pesar de sus diferencias de

opinión con Alfonso Elizalde, siempre se había negado a sí mismo el hecho de que la

ambición que un día comenzó a devorarlo, pudiera llegar alguna vez a hacerlo por

completo. Pero, viendo a su jefe contemplarle con ojos brillantes y con la mandíbula

apretada en una especie de sonrisa, empezó a comprender que Alfonso Elizalde ya se había

convertido en esa clase de hombres que, parados justo en el filo de esa línea, debaten en su

interior si cruzarla o no, y temía que su jefe, con su fiera determinación, se decidiera a

avanzar con paso firme arrastrándoles a todos hacia un mundo sin reglas.

- No apoyas mi plan, ¿verdad, Rodrigo?- le preguntó, al rato.

- No.

- Si todo sale bien, será lo último que te pida. Cuando regreses y patentemos la máquina,

seremos millonarios.

- ¿Cuándo estará lista?

- Aún falta un poco. Confío en que, con la ayuda del señor Márquez, nuestro astrofísico

acabe antes.

- ¿Se fía usted de él?

- ¿Del señor Márquez?

- Sí.

- Por supuesto, si no, no le habría contratado. Conozco a su tío. Si llevamos todo de forma

discreta, como siempre, no debemos temer nada de nuestros trabajadores. Cuando la

máquina funcione, le diremos a Jaime que necesitamos hacer una prueba. Nadie debe saber

con qué fin viajas.

- Me gustaría elegir a mi acompañante.

- Eso no podrá ser.

Rodrigo volvió a callar un momento, y la pregunta que interiormente se le había aparecido

hace ya un tiempo asomó a sus labios.

- ¿No se fía usted de mí, señor Elizalde?

El director de Palotex se revolvió molesto en su sillón, y su rostro se ensombreció. Sin duda,

la pregunta le había incomodado.

- ¿Qué tiene que ver mi decisión con que me fíe o no de ti? No confundas mi cordialidad

contigo, Rodrigo. No olvides que soy el director de esta empresa, y que tú tienes que

obedecer mis órdenes.

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- No se preocupe, señor Elizalde, no lo olvido- alegó, tranquilo.

- Entonces, ¿a qué viene esa pregunta?

- Verá... con todos mis respetos, me gusta hacer las cosas a mi manera, y usted, últimamente,

no me da muchas opciones. Corre usted el riesgo de encontrarse, algún día, con mi negativa.

Esta vez fue el director de Palotex el que enmudeció ante lo que él consideraba una autentica

osadía. "¿Será este hombre capaz de discutir mis órdenes?", pensó.

- No te preocupes, Rodrigo- repuso, intentando aparentar indiferencia- Se muy bien cómo te

gusta hacer las cosas, yo nunca te pondría a un mal compañero. En cuanto a tu posible...

hipotética... futura negativa, eres libre de hacerlo cuando quieras, pero piensa que en el

mundo en que tú te mueves no existen contratos, ni Recursos Humanos, ni

indemnizaciones... ni nada de eso. Así que, si te quieres marchar de buenas, tendrás que

quedar bien conmigo. Me comprendes, ¿verdad?

- Sólo era una hipótesis, señor Elizalde.

- Por supuesto... Yo te aprecio, Rodrigo, y sé que tú a mí también. No te preocupes, cuando

todo esto termine seremos millonarios, y podrás disfrutar de una vida tranquila junto a tu

mujer y a tu hijo. Entonces, mirarás atrás y recordarás con gracia esta conversación.

- Y, ¿qué quiere que haga ahora?

- Pegarte como una lapa a Jaime de la Fuente y a Diego Márquez. Sus vidas son ahora

mismo lo más valioso que existe. No debe de ocurrirles nada, tú serás el encargado de su

protección, sin que ellos se enteren. Si algo les pasa, tú serás el responsable.

- Descuide, señor Elizalde, me ocuparé de ello ahora mismo.

Rodrigo de Zúñiga se levantó lenta y pausadamente, con su elegancia característica, bajo la

mirada reflexiva de su jefe. Cuando salió de su despacho, el director de Palotex se quedó

solo, sumido en sus pensamientos.

XIV

A estas alturas de su vida, Alfonso Elizalde ya estaba más que acostumbrado a toda clase de

situaciones desagradables. Nada había en el mundo que pudiera alterar su ritmo cardíaco,

nada excepto una cosa: que su abogado predilecto no aceptase sus órdenes a la primera.

Page 90: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Acostumbrado desde hace mucho tiempo a que nadie le cuestionase ni lo más mínimo, le

acaloraba comprobar cómo Rodrigo de Zúñiga sufría, de vez en cuando, esos arrebatos de

"insolencia". Paradójicamente, fue esa facultad de pensar por sí mismo con tanta

independencia lo que le llamó la atención cuando se conocieron en el ejército, fue ese

carácter rebelde lo que le llevó a contar con él para su empresa, años más tarde. "Con esta

clase de gente es con la que se construyen los imperios", se repetía Alfonso Elizalde, una y

otra vez, pero aun así no dejaba de sorprenderle y, a la vez, de asustarle, la manera de

expresarse de su hombre de confianza. Se recostó en su sillón mientras resoplaba

preocupado, a la vez que volvía a recordar la imagen de Rodrigo de Zúñiga saliendo de su

despacho, minutos atrás, con gesto sombrío. "Tiene gracia", pensó, "así es como nos

conocimos, en un despacho, y así acabó nuestra primera conversación; yo sentado en una

silla y él saliendo por la puerta con rostro serio", y comenzó a recordar aquella mañana del

año 2000, cuando él era Coronel en la base militar de Sarajevo y le tocó recibir en su

despacho a un joven y recién ascendido Alférez de Infantería que acababa de tener un

altercado en un control de carretera: había disparado sobre dos civiles causándoles la

muerte. Le asombró que ninguno de los hombres que pertenecían a la compañía de aquel

Alférez lo acusara de nada, ni estuviese dispuesto a declarar en su contra. Era raro observar

tanta lealtad hacia un superior, pero por los informes recogidos sobre el terreno no parecían

existir muchas dudas sobre lo ocurrido: el Alférez Rodrigo de Zúñiga y algunos de sus

hombres se encontraban realizando un control en una carretera local. De una furgoneta que

se encontraba parada a unos metros de distancia bajaron cuatro civiles que se acercaron

andando hacia ellos. Los militares les dieron el alto y, al hacer caso omiso, el Alférez Rodrigo

de Zúñiga abrió fuego sobre dos de ellos. El acababa de llegar la noche anterior y, pese a que

ya tenía mucha experiencia en conflictos bélicos, no dejaba de fascinarle la facilidad y la

rapidez en que se sucedían los problemas en esa clase de situaciones. Así, en su primer día

de estancia en aquel lugar, sin conocer todavía apenas a nadie, debía de investigar a fondo lo

sucedido para emitir el correspondiente informe. Tendría, obviamente, que conocer al

Alférez y hablar con él, aunque sabía de sobra quien era. Era el hijo de Alejandro de Zúñiga,

antiguo compañero suyo y muerto en Colombia, en extrañas circunstancias. Había conocido

a su padre, pero no pensaba decírselo a él, por lo menos no en ese momento. Había llegado a

la conclusión de que, probablemente, Rodrigo de Zúñiga sería un hombre colapsado por la

presión y al que debería de apartar inmediatamente del servicio, pero no fue esa la

impresión que le dio cuando le vio atravesar con paso firme, lento y tranquilo, la puerta de

su despacho. Recordaba que por aquel entonces Rodrigo, al igual que ahora, parecía más

joven de lo que era, pero en sus rasgos y en su mirada llamaba la atención una especie de

resignación sombría más propia de un anciano que está harto de todo. Se preguntó, de la

misma manera que se seguía preguntando hoy en día, que clase de cosas puede ver una

persona para que en su joven rostro se instale para siempre una expresión semejante.

- Siéntese, Alférez de Zúñiga. Póngase cómodo- le había dicho, después de saludarse.

- Como guste, mi Coronel.

No tenía ninguna gana de afrontar el tema. De hecho, por esa época, Alfonso Elizalde había

empezado a cuestionarse su vocación de servicio militar. Cada vez le costaba más

Page 91: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

despedirse de su mujer y de sus dos hijos, y cada vez deseaba con más fuerza cambiar de

vida. A decir verdad, le importaba bien poco aquel Alférez, aquella guerra, y aquellos dos

civiles muertos sobre una carretera.

- Alférez, su situación, por lo que tengo entendido, no pinta muy bien- había comenzado,

lenta y pausadamente, mientras intentaba analizar todos y cada uno de los gestos de

Rodrigo de Zúñiga.

- Es una forma de verlo- había respondido, encogiéndose de hombros y casi con indiferencia.

Le sorprendió, eso lo recordaba bien. No parecía la clase de hombres que perdían el control

sobre sí mismos y apretaban el gatillo. Había visto su historial, y por eso y por lo que veía

ante sí, estaba convencido de que el Alférez era profesional. Por eso, optó por preguntárselo

directamente, sin dar rodeos de ninguna clase.

- Iré al grano, Alférez Usted abrió fuego esta mañana a primera hora sobre dos civiles

desarmados provocándoles la muerte en el acto, ¿me puede usted dar una explicación

razonable? ¿Por qué lo hizo?

- Por supuesto, mi Coronel. En ese momento yo me encontraba revisando la documentación

del primer vehículo parado en el control, junto con cuatro de mis hombres. De una

furgoneta que se encontraba tres vehículos más atrás bajaron cuatro hombres, los cuáles se

dirigieron hacia nosotros increpándonos algo en un idioma que ninguno conocíamos.

Inmediatamente yo les di el alto para que pararan, y, al seguir ellos hacia adelante, cargué el

arma y les apunté con ella. Cuando eso sucedió, se pararon unos segundos, pero siguieron

increpándonos en voz alta, gesticulando cada vez más. Al cabo, dos de ellos comenzaron de

nuevo a caminar hacia nosotros mientras gesticulaban más aún con los brazos. Uno de ellos

se metió la mano por debajo del abrigo y fue en ese instante cuando abrí fuego.

Alfonso Elizalde había escuchado atentamente mientras intentaba buscar en su interior

alguna explicación a la frialdad de aquel hombre. ¿Acaso sería un psicópata? No podía serlo,

los test psicológicos lo habrían detectado, así que, ¿de dónde podía venir semejante calma?

- Y a usted, Alférez... ¿le parece razonable esa explicación?

- Sí, mi Coronel.

- ¿Por qué le parece razonable?

- Porque estamos en territorio hostil. Mi obligación, por encima de cualquier otra, es

proteger a los hombres que tengo bajo mi mando. En aquel momento no vi a cuatro civiles,

vi a cuatro hombres que se dirigían hacia nosotros en actitud agresiva. Les di dos

oportunidades para que se detuvieran y no lo hicieron, así que no me quedó más remedio

que abrir fuego, no podía permitir que llegaran a nuestra posición, podían llevar algún arma

oculta.

- Pero no la llevaban.

- No. No la llevaban.

Page 92: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Sabe que es lo que aquel hombre iba a sacar de debajo de su abrigo?

Rodrigo de Zúñiga quedó unos segundos en silencio.

- ¿Lo sabe, Alférez?- volvió a repetirle- ¿Sabe lo que aquel hombre llevaba debajo del abrigo?

- Llevaba la foto de una niña de cinco años.

- ¿Y sabe que ese hombre había perdido a su hija de cinco años una semana antes, durante

un bombardeo?

- Sí, lo sé. Aquel hombre me iba a enseñar la foto de la niña. Supongo que estaba indignado.

- Así que no eran enemigos... ¿verdad? Simplemente eran cuatro civiles enfadados e

irritados por la presencia militar.

- Sí, eso es lo que eran. Pero podían no haberlo sido. Debieron de detenerse al recibir el alto,

y debieron de hacerlo más aún cuando me vieron encañonarles con el arma.

Alfonso Elizalde se quedó pensativo. No, no era un loco. Ese hombre estaba preparado para

el mando, y así lo indicaba toda su trayectoria militar. Sin embargo, no podía saberse lo

ocurrido. El asunto no debía llegar más lejos.

- Por lo que a mí respecta, Alférez de Zúñiga- le había dicho, después de meditar un rato-

este... incidente, por llamarlo de alguna manera, no debe ir más allá. Ha sido una acción

legal, un acto de defensa propia ante un ataque en zona hostil... me comprende, ¿verdad?

- Le comprendo perfectamente, mi Coronel.

- Pero, para mí, que soy su superior, usted ha dejado de ser un oficial más. No voy a

perderle ojo mientras esté aquí, así que ándese con cuidado. No quiero más problemas, y, en

cuanto pueda, me encargaré personalmente de mandarle de regreso a España. De este

asunto, como le digo, no voy a hablar más, así que puede usted retirarse cuando desee.

- A sus órdenes, mi Coronel.

Rodrigo de Zúñiga , aquel día, se había levantado también con aquella elegancia y

parsimonia tan característica suya, y le había lanzado a su Coronel una mirada que ni el

mismo Alfonso Elizalde, tan experto en materia de personas, fue capaz de descifrar.

- Un momento Alférez- le ordenó, justo cuando estaba a punto de abrir la puerta para salir

del despacho.

- Usted dirá- contestó mientras se giraba lentamente.

- Ha matado usted a dos civiles esta misma mañana. Acaba usted de dejar a dos mujeres

viudas, a dos madres sin sus hijos, y a varios niños huérfanos. Eran dos hombres normales,

desarmados y probablemente pobres como ratas, con sus casas destruidas por la guerra.

Nadie le va a juzgar por ello, sin embargo, ¿qué va a hacer cuando se mire al espejo por las

mañanas?

Page 93: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga ensombreció su rostro y su mirada más de lo habitual, y sus ojos

comenzaron a reflejar un destello de amargura que volvió a desconcertar a su Coronel, pero

su voz y su rostro permanecieron fríos y templados al contestar.

- Tendré que vivir con ello, mi Coronel.

- Gracias Alférez Puede retirarse.

Cuando salió, dejándole solo, Alfonso Elizalde tuvo un único pensamiento: "me gusta este

hombre".

XV

Recordaba muy bien el día en que conoció a Rodrigo de Zúñiga, aquel Alférez de rostro

sombrío y de mirada enigmática, aquel hombre que escondía bajo una máscara de frialdad

una lucha interna que muy pocos podrían comprender. "El piensa que yo no puedo

entenderle, y por eso nunca me habla de sí mismo", era la conclusión a la que había llegado

Alfonso Elizalde después de varios años, pero, ¿acaso no parecían comprenderse

mutuamente, sin necesidad de palabras, mediante aquellos silencios que a veces se

establecían entre ellos? "Él no se fía de mí", era, sin embargo, la conclusión a la que había

llegado en ese mismo instante. "Él no se fía de mí, y sabe que yo tampoco me fío de él". Esa

era la verdad. El director de Palotex había empezado a desconfiar de su abogado predilecto.

Si le hubiesen preguntado por qué, no habría podido responder, pues Rodrigo no había

dado ningún motivo para la desconfianza, pero Alfonso Elizalde no había perdido su olfato

para las personas, y había algo en el abogado últimamente que le hacía desconfiar de él, por

pura intuición. En otros tiempos habría preferido engañarse a sí mismo apartando ese

sentimiento de su mente, por el cariño que sentía hacia él, pero ahora, perro viejo que era,

prefería actuar con frialdad y, si desconfiaba de él, tomar todas las medidas de precaución

necesarias y afrontar la realidad de frente y sin engaños, pese a todas sus simpatías por

Rodrigo de Zúñiga.

No obstante, el pensar que Rodrigo pudiera traicionarle en algún momento, le producía un

hondo pesar. "¿Por qué tuve que cogerle simpatía?", pesaba. "No debo fiarme de nadie,

nadie es de fiar", y, mientras estos negros pensamientos se cernían sobre él, alargó su mano

para abrir el primer cajón de su escritorio. Allí guardaba una foto enmarcada de su ex mujer,

una foto que durante muchos años colocó orgulloso encima de las mesas de sus diferentes

despachos de oficial, una foto que, cuando soldado, llevó en el bolsillo a lo largo y ancho del

Page 94: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

mundo conocido. Aparecía en ella una mujer de cabellos negros, un tanto rizados, de rostro

juvenil y ojos marrones brillando de alegría. La cara redondeada mostraba unas facciones

muy suaves, una nariz pequeña y puntiaguda y unos labios carnosos, a los cuales asomaba

una sonrisa seductora. Ella era la madre de sus dos hijos, y durante muchos años ella fue su

refugio.

"Tú tienes la culpa", pensó, con cierto rencor, mientras observaba la foto con nostalgia. "Tú

me has convertido en lo que soy ahora, ¿por qué te sigo recordando?" Él tenía dinero, mucho

dinero, y, si todo salía bien, pronto sería multimillonario. Todo era fruto de su carácter y de

su determinación, y eso le causaba un orgullo indescriptible, pero, pese a todo ello, no era

feliz, y por mucho que se lo intentase ocultar a sí mismo, en el fondo de su alma sabía que

así era. En aquellos momentos en que la infelicidad le invadía, invitándole a reflexionar,

Alfonso Elizalde sacaba aquella foto de su cajón y se ponía a observarla, alimentando con

recuerdos el motivo de su tristeza. Incapaz de pasar página, incapaz ni tan siquiera de

proponérselo, el nombre de la única mujer que había querido en este mundo resonaba en su

mente haciendo eco en su corazón: Elena.

Mejor le hubiera ido si hubiese sido capaz de retener en su memoria cualquiera de los

muchos y bellos recuerdos que junto a ella tenía, pero, presa del rencor y del orgullo, sólo

consiguió grabar a fuego en su corazón el momento en que ella se lo rompió en mil pedazos.

Acababa de regresar de Bosnia, en lo que él consideraba su última misión en el extranjero.

Estaba harto, y ya no podía ocultarlo más. Comenzaba a cuestionarse los valores que le

habían llevado a servir en el ejército durante tanto tiempo, y había decidido dejarlo. Ardía

en deseos de volver al lado de su mujer, de compartir sus dudas con ella, de tomar una

decisión firme y definitiva. Ardía en deseos de ver a sus dos hijos adolescentes, de pasar más

tiempo con ellos. Eran su familia, su refugio, su pensamiento único cada vez que estaba

fuera, lo único que él consideraba bueno y puro en un mundo que cada vez entendía menos,

o, mejor dicho, que cada vez entendía mejor. No obstante, había algo que eclipsaba su

alegría: Elena estaba rara. Llevaba así un tiempo, lo había notado las últimas veces que habló

con ella desde Bosnia en conversación vía satélite. Lo notaba en sus gestos, en su forma de

hablar. Estaba distante, esquiva... pero Alfonso intentaba quitarle importancia a aquello, no

quería que ningún mal pensamiento estropease su felicidad. Se ocultaba a si mismo esa

realidad, sin darse cuenta de que con ello a si mismo se engañaba. La realidad, por mucho

que la esquives, tarde o temprano sale a tu encuentro, y aquella tarde, cuando entró en su

casa después de una larga misión en el extranjero, la realidad salió al encuentro del Coronel

Elizalde.

Elena le esperaba con la puerta abierta. Había oído el ascensor, y se había preparado para

recibirle. Estaba radiante, con vaqueros, botas, y una camisa blanca. Su cabello negro y

rizado caía hasta los hombros dándola un aspecto muy juvenil. Hacía tanto tiempo que no la

veía que no la tenía tan cerca... estaba deseando besarla, tenerla entre sus brazos, y así lo

hizo, con alegría y pasión, en cuanto llegó al rellano. Pero ella no le correspondió con la

misma intensidad. Sus labios le resultaron fríos, su abrazo casi forzado, y en sus ojos pudo

detectar un brillo que nada tenía que ver con la pasión; sus ojos brillaban, pero más parecía

que lo hicieran de culpa, de vergüenza o de miedo. Su sonrisa era cálida, sin duda sincera,

Page 95: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

pero en el extremo de sus labios asomaba un ligero temblor, imperceptible para la mayoría

de la gente, pero no para Alfonso, tan experimentado en materia humana. "Mi mujer me

engaña", pensó al instante, a la vez que intentaba apartar ese sucio pensamiento de su

mente.

- Me alegro de verte- le dijo ella, mientras le acariciaba suavemente los hombros.

Llegaron al salón, mientras ella le preguntaba por su salud, por su ánimo, por sus

preocupaciones, por él... y, al cabo, comenzó a ponerle al día de las cosas de la casa. Pablo, el

mayor, había suspendido matemáticas y comenzaba a salir con una chica que, según ella, no

le convenía. Jesús, el pequeño, había sacado sobresaliente en todo y estaba deseoso de verle,

pues siempre preguntaba por él. Alfonso escuchaba, pero cuanto más lo hacía, más se iba

desmoronando su alegría. Había algo, lo notaba, estaba claro. No sentía estar escuchando a

su mujer, a su querida Elena, le parecía más bien estar escuchando a una amiga. Estaban el

uno junto al otro, sentados en el sofá, pero intuía que un abismo infranqueable se había

interpuesto entre ellos. Se sentía lejos, muy lejos. Le agarró la mano, acariciándola

suavemente, pero ella no hizo movimiento alguno. Se dejó acariciar, pero en su mano quieta,

en sus ojos tristes y en el silencio que provocó aquel gesto, Alfonso Elizalde descubrió el

pozo oscuro al que estaba a punto de caer.

- Alfonso, quiero hablarte- le dijo, lenta y tristemente.

- ¿De qué quieres hablarme?- preguntó, y su voz tembló por primera vez en su vida.

- Quiero hablarte de mis sentimientos.

El soltó su mano al instante, y se revolvió incómodo en el sofá. Su corazón comenzó a latir

vertiginosamente y en su garganta empezó a formarse un nudo que le impedía respirar.

"Vengo de un lugar horrible, y nunca allí se me aceleró el pulso por nada", pensó, "lo que no

ha conseguido la guerra, lo va a conseguir mi mujer".

- Alfonso, ¿te encuentras bien?- le preguntó, preocupada al ver la palidez de su rostro.

- ¿Qué quieres decirme, Elena? ¿Qué es lo que pasa?

- Siento algo... Alfonso... siento algo por una persona.

Su voz tembló al final, casi se quebró en un dolor contenido. Su rostro se ruborizó y en sus

ojos comenzó a aflorar la humedad y el brillo previo a las lágrimas.

- ¿Desde cuándo, Elena?

- Desde antes de que te marcharas.

- ¿Quién es él?

- Trabaja en un banco. Es... es el director de un banco.

- ¿Del nuestro?

Page 96: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Sí. Empezamos a vernos hace poco, cuando tú estabas... cuando estabas... cuando estabas

fuera, en Bosnia.

Alfonso enmudeció. Su corazón, casi desbocado, le oprimía el pecho causándole un dolor

casi insoportable. La voz de su mujer, la voz que tantas veces le había dicho "te quiero", la

voz que siempre había escuchado feliz cada vez que se encontraba lejos de casa, esa voz le

hablaba ahora desde muy lejos, le decía que aquellos momentos nunca más volverían. Esa

misma voz le susurraba ahora al corazón de otro hombre.

- Quiero el divorcio, Alfonso- le dijo, o más bien le suplicó, en un tono suave y bajo, cargado

de culpa y de temor.

- ¿Qué?

- Por favor. Quiero... necesito el divorcio.

- Y... ¿y nuestros hijos?

- Son adolescentes. Hablaremos con ellos... lo comprenderán. Podrás verles siempre que

quieras. Por favor, no pongas las cosas más difíciles.

Volvió a enmudecer. El rostro compungido de su mujer, pese a todo, le conmovía. Sentía

deseos de consolarla, de compartir su dolor, pero no podía. Él estaba lejos. Él era la causa de

su dolor. Ella sería feliz cuando él desapareciera. "¿Cuántas veces?", pensó, "¿cuántas veces

su rostro se apareció ante mí, cuando yo estaba lejos de casa? ¿Cuántas veces he estado a

punto de perder la vida? Y todo el horror que han visto mis ojos, toda la suciedad que sentía

en mi alma desaparecía cuando pensaba en mi mujer y en mis hijos... en mi familia. ¿Dónde

queda ahora todo eso?"

- Alfonso... ¿no dices nada?

El la miró y vio en sus ojos deslizarse las lágrimas que con tanto esfuerzo había intentado

contener. Elena lloraba por el silencio de él, porque el silencio, algunas veces, causa mucho

más daño que las palabras.

- Me marcharé esta misma noche. Me marcharé, de hecho, ahora mismo. No te preocupes,

tendrás el divorcio.

El rostro de ella reflejó sorpresa y angustia a la vez, y fue su mano la que esta vez agarró la

suya, casi con desesperación, y esta vez fue la mano de Alfonso la que quedó muerta y sin

respuesta.

- Por favor, Alfonso... dome algo... ¿no me dices nada?

Él fue plenamente consciente de su súplica. Sabía lo que quería su mujer, y pensó un

momento en decirla algo, en expresarse con sinceridad, pero el dolor que le causaba esa

situación, la amargura que le provocaba el saber que la había perdido para siempre le hizo

enmudecer. "¿Para qué hablar con el corazón?", pensó, "¿Para qué decirla que la quiero, para

qué decirla que me está destrozando? Ella ama a otro hombre, y con otro hombre será feliz."

Page 97: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Me marcharé ahora mismo, Elena- repitió, con voz lenta y firme, mientras se levantaba del

sofá- No te preocupes, tendrás el divorcio.

Ella le siguió, desesperada, a través del pasillo, rogándole que se quedara, diciéndole que no

tenía por qué marcharse en ese mismo instante, que tenían muchas cosas de las que hablar,

que quería sincerarse enteramente con él, que aunque ya no le quisiera no pretendía acabar

mal, que tenían que hablar con sus hijos... pero él ya no la escuchaba. Su rostro permanecía

serio e inescrutable, petrificado, ocultando así un sufrimiento y una angustia que le

destrozaba por dentro. La indiferencia que tan bien aparentaba destrozaba el ánimo de su

mujer, y su silencio provocaba en ella una especie de histeria que la hizo acabar llorando a

lágrima viva. Cuando Alfonso Elizalde cerró la puerta de su casa casi en las narices de su

mujer y se quedó en el rellano, pudo sentir como ella caía de rodillas al otro lado de la

puerta mientras exhalaba un gemido largo y profundo, y aquel mismo llanto amargo siguió

resonando al otro lado de la puerta cuando, desconsolado y abatido, comenzó a bajar las

escaleras.

XVI

Alfonso Elizalde tenía una cosa en común con Rodrigo de Zúñiga. Ambos eran de la clase de

personas que no pueden conciliar el sueño en paz, personas cuyos recuerdos, vivos e

intensos, acuden en la noche para atormentar el espíritu. Cada vez que así sucedía, Alfonso

Elizalde se dedicaba a contemplar la silueta de su mujer dormida junto a él, y cuando no

estaba con ella la imaginaba al detalle. "Ella es lo único bueno y puro que he encontrado en

el mundo. Ella y los dos hijos que me ha dado. Mi familia es lo único por lo que vale la pena

luchar." Aquel pensamiento tan noble y tan alto se fue elevando cada vez más a medida que

sus ojos contemplaban el lado oscuro y cruel del ser humano. El rostro de su mujer, cálido y

dulce, se le aparecía como antídoto ante cada horror nuevo que descubría, y su nombre

comenzó pronto a resonar en su cabeza como ejemplo de virtud y de honestidad. Poco a

poco, su amor se convirtió en adoración, y después en obsesión. Su mujer perdió para él

toda clase de humanidad. Se había convertido en una especie de diosa, alguien sin ningún

tipo de defecto, alguien perfecto. Y se fue su error. Por eso fue incapaz de prever lo que poco

a poco comenzó a generarse en el corazón de una mujer que se sentía insatisfecha y

desatendida. Fue incapaz de ver a tiempo que su matrimonio hacía aguas, perdido como

estaba en fantasías que nada tenían que ver con su realidad o con la realidad de Elena.

Aquella noche, en el hotel, apenas una hora después de su ruptura y con el petate aún sin

Page 98: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

deshacer, todavía no había asimilado que otro hombre pudiera estar adorando a su diosa, y

aquella noche, tumbado en la cama boca arriba y rígido, con las botas puestas y vestido

todavía, cuando sus fantasmas comenzaron a visitarle como de costumbre, al no tener a su

mujer a su lado y al no poder consolarse con el recuerdo de su imagen perfecta, el Coronel

comenzó a enloquecer. Su corazón comenzó a acelerarse, de nuevo, su pecho se oprimió y su

garganta se cerró impidiéndole respirar. En su mente resonaban las palabras de su mujer y

sus llantos tristes y desconsolados. Sus manos, que siempre habían estado firmes y serenas

en cualquier situación, comenzaron a temblar. Su vista se nubló, y el vacío que ella le había

dejado empezó a inundar su alma. Estaba solo. No era la primera vez, pues su oficio le había

hecho dormir fuera de casa infinidad de veces, pero aquella noche era distinta. Estaba solo y,

además, se sentía solo. La luz de la mesita de noche estaba encendida, la habitación se

encontraba en silencio y, al otro lado de la puerta, el sonido lejano de unos pasos que iban y

venían a lo largo del pasillo enmoquetado resonaba como un eco lejano. Era una pareja de

novios, que reían discreta y silenciosamente antes de entrar en su habitación. Después se

hizo el silencio, un silencio insoportable. "No puedo más, me ahogo", pensaba, a la vez que,

desesperado, buscaba el mando a distancia para encender la televisión. El ruido de fondo de

aquel aparato logró relajarle unos minutos, pero al rato comenzó a sentir indiferencia hacia

aquel cuadrado animado. Había varias personas discutiendo en un debate acalorado, pero él

no parecía concentrarse en lo que decían. Volvió a producirse ruido de pasos en el pasillo,

pero esta vez no supo distinguir de quién o quiénes se trataban. Estaba ausente, y el ruido

exterior se le presentaba ajeno, como retales de un mundo al que no pertenecía, acordes de

una música en la que él no participaba y que escuchaba como simple espectador. Los ojos,

ausentes, eran el reflejo de unos sentimientos negros y oscuros, y su mente sólo repetía un

pensamiento, al abrigo de los celos que se producían en su corazón: "ella está con él. En este

preciso instante. Ahora mismo. Ella le estará mirando, con ojos llorosos y suplicantes, con

gesto de dolor, deseando que alguien la consuele, y él lo hará. La consolará. En este preciso

instante la estará agarrando de la mano. Ella no se mostrará esquiva ante ese gesto, como

hizo conmigo. Al contrario, le aceptará, le corresponderá... mientras yo estoy aquí... ahora...

ellos estarán juntos. Sus ojos se encontrarán... se mirarán el uno al otro... sus labios, su

cuerpo... me ahogo". Su pensamiento se volvía cada vez más oscuro, y cuanto más era así,

más era la sensación de falta de aire, y cuanto menos respiraba más loco su corazón

comenzaba a latir apresurado. Cuanto más intentaba apartar ese pensamiento de su mente,

con más fuerza volvía a aparecer al cabo de un rato, y el sonido del televisor, junto con el

sonido lejano de unos pasos en el pasillo y el de las voces en las otras habitaciones, lejos de

tranquilizarle, más le recordaban su soledad.

"Ayer no estaba así", continuaba, "ayer era feliz. Hoy debería serlo también. Ahora debería

estar en casa, hablando con mi mujer y con mis hijos. Viendo por la tele este mismo

programa. Luego dormiría con ella... pero no es así. Estoy solo, en esta habitación... y ella

está con él, en este preciso instante..."

¿Cuánto tiempo estuvo así? Quizás fueron horas, no podía recordarlo, pero sí recordaba lo

que sobrevino después. Recordaba que, de pronto, en un atisbo de cordura, otro

pensamiento le asaltó: "si dejo que esto me afecte tanto, me perderé". Y así, con ese

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pensamiento nuevo, fue del todo consciente de que necesitaba con urgencia llenar con algo

el vacío que su mujer le había dejado, y poco a poco comenzó a despertarse en él un

sentimiento que había tenido siempre, oculto en algún lugar recóndito de su alma, y que en

ese momento renacía con fuerza deseoso de ocupar todo el terreno que había quedado

despoblado: la ambición. El deseo de tenerlo todo, de ser el mejor, de no tener rival... el

deseo que todo ser humano lleva dentro se desató en él con furia feroz, de una manera casi

perversa, borrando casi por completo cualquier huella del hombre que era sin ningún

obstáculo, ya que ningún otro sentimiento se le interponía, y dejando tras de sí un fuego de

rencor y de odio. Aquella noche, mientras daba vueltas en la habitación del hotel, Alfonso

Elizalde se encontró a sí mismo y, a la vez, se perdió por completo, y cuando a la mañana

siguiente salió de allí, con ojeras profundas y rostro serio, sus ojos reflejaban la calma y la

determinación que refleja un tiburón cuando nada por el fondo del océano, la calma y la

determinación que refleja un depredador perfecto, alguien que cree que nada ni nadie podrá

pararle. Esa misma mañana Alfonso Elizalde abandonó el ejército y comenzó un nuevo

camino, con el objetivo claro de hacerse millonario.

Lejos quedaba ya todo aquello, pero a pesar de los años transcurridos, de vez en cuando la

sombra del hombre que fue se aparecía ante el antiguo Coronel. Desde aquel marco, desde

aquella antigua foto, su ex mujer parecía mirarle preguntando: "¿dónde estás Alfonso? ¿Por

qué no me dices nada?" Aquel rostro seductor y sonriente le recordaba que un día fue

amado, que un día alguien le quiso. Aquel rostro le recordaba que un día fue feliz, y por eso

odiaba aquel rostro y aquella foto. Y sin embargo, era incapaz de romper con él. Era incapaz

de deshacerse de aquella imagen que con tanto cuidado guardaba en el cajón de su

escritorio. "Tú tienes la culpa. Ojalá no te hubiera conocido nunca", pensó mientras guardaba

de nuevo la foto en su sitio, y, al instante, se arrepintió de sus pensamientos. La obsesión y la

locura volvían a invadirle, y los negros pensamientos de aquella noche de hotel acudían a su

mente. "Necesito pensar en otra cosa. Mi máquina... he de hacer que funcione. He de

patentarla. Si hubiera negociado con el doctor, ahora no estaría así... maldito traidor... no

podría haberlo conseguido sin mí, y así me lo paga... traidor. Y Rodrigo... ¿qué le pasará a

Rodrigo? Algo le pasa, lo sé... se lo noto en sus gestos y en su mirada... Rodrigo me va a

traicionar... no puedo fiarme de nadie... estoy solo, pero no necesito a nadie... todos son unos

traidores..." pero, de nuevo, nada más pensarlo se arrepintió, y agarrándose la cabeza con

ambas manos volvió a sumergirse en aquel pozo negro, oscuro y profundo.

XVII

Page 100: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Al amanecer del lunes, Diego se encontraba radiante, lleno de energía. Su vida había

cambiado, y lo había hecho a mejor. Se encontraba en una nube, y sabía que eso no era

bueno; debía bajar a la tierra pronto. Con el tiempo había aprendido a ser paciente, a saber

esperar y a tomarse las cosas con calma. "Todo es pasajero", pensaba, "lo bueno y lo malo,

todo pasa, tarde o temprano. Un día estas arriba y otro abajo... arriba y abajo, arriba y abajo",

pensaba, pero lo pensaba con alegría infinita porque se encontraba arriba, muy arriba. Tan

alto se encontraba que le parecía imposible bajar algún día. La causa de semejante estado no

era el estupendo trabajo que había encontrado, que, aunque le colmaba de dicha, no era

nada en comparación con la grandeza de sentimiento que había experimentado aquel fin de

semana. Estaba enamorado de Isabel, y el saberse correspondido por ella le hacía sentirse el

hombre más importante de la faz de la tierra. "¿Cómo podrán ser felices los demás

hombres?", pensaba, "ella está conmigo, y eso convierte a los demás hombres en seres

desgraciados y tristes. Sólo yo puedo ser feliz, pues sólo yo recibo su amor". Pese a todo, la

razón seguía haciendo esfuerzos por hacerse oír, diciéndole que aquello era normal, que no

era la única persona del universo y que el mundo seguía su curso... pero, ¿por qué ninguna

otra persona había conseguido hacerle volar tan alto? Ella era maravillosa, era guapa,

inteligente, dulce y trabajadora. Y, además, escribía en sus ratos libres. Qué mujer tan

interesante, seguro que tendría algún defecto, pero ¿cuál? A él le parecía perfecta. Nada más

levantarse, encendió el teléfono móvil, presintiendo que tendría algún mensaje. Y en efecto,

así era: "he estado pensando mucho en ti. Te deseo que pases un buen día. Un beso." ¿Cómo

era posible que un simple mensaje le produjera tanta alegría? Un simple mensaje fue

suficiente para salir a la calle sintiéndose el hombre más feliz del mundo, para contemplar a

todo el que se cruzaba con él casi con compasión. "Ellos no son felices como yo. Es imposible

que lo sean. No pueden serlo". Estaba en la inopia. En ese estado en que se encontraba no era

capaz de comprender que esa misma mañana, con toda seguridad, muchas más personas

habrían recibido también un mensaje similar de algún ser querido. Que ese mismo fin de

semana muchos hombres, al igual que él, habrían amanecido al lado de la mujer de sus

sueños. Estaba muy lejos de entender que millones de mujeres distintas provocan en

millones de hombres distintos el mismo efecto que Isabel provocaba en él. No podía

entenderlo porque estaba tremendamente enamorado, y en su cabeza y en su corazón sólo

podía resonar el nombre de su amada.

Cuando esa misma mañana llegó a Palotex nada había cambiado, pero él lo miraba todo con

ojos diferentes.

- Hola Diego, ¿qué tal tu fin de semana?

Le pareció que Jaime de la Fuente gesticulaba más de lo habitual en él, incluso le pareció que

hablaba más de prisa.

- Bien, ¿y tú?

Page 101: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Eres tranquilo o eres nervioso?- le preguntó mientras se sentaban en unas sillas del

despacho desordenado del astrofísico, haciendo caso omiso de la contestación de Diego.

- ¿Perdona?

- Bueno, es igual. Tienes pinta de ser tranquilo. Lo que quiero saber es... ¿aguantas bien el

estrés?

Efectivamente, Jaime parecía más nervioso de lo habitual, cosa que tenía mucho mérito. De

hecho, ahora que se fijaba más en él, por la forma de hablar y de gesticular el hombre parecía

al borde de un infarto.

- Pues... creo que sí, ¿por qué?

- Porque esta mañana, antes de que tú llegaras, ha venido a verme Alfonso Elizalde.

Diego se quedó extrañado. Sabía que el director era un hombre imponente y persuasivo,

pero no dejó de sorprenderle que pudiera poner a una persona en semejante estado de

agitación y de nervios. El nombre de Isabel seguía sonando en su cabeza y en su corazón, así

que lo apartó de inmediato para escuchar atentamente lo que iba a decirle el astrofísico, y al

voz de la razón, que llevaba en rebeldía toda la mañana, acudió fuerte y resonante: "te lo

dije, Diego. No eres el único hombre del universo, y el mundo sigue su curso".

- Alfonso Elizalde quiere que termine ya la máquina- dijo, recalcando el ya.

- Bueno Jaime, eso no es nada nuevo

Diego le había hablado sonriendo tranquilamente, pero sin querer provocó con ese gesto el

enfado de su compañero.

- ¿Por qué te sonríes? Como soy un hombre nervioso, no te tomas en serio mi agitación.

Tendrías que haber estado aquí esta mañana y haberlo visto con tus ojos, y entonces sabrías

lo que es de verdad un hombre agitado. Alfonso Elizalde daba miedo, porque sus nervios no

estaban a flor de piel, como los míos, sino que estaban contenidos en una especie de cólera

que se le escapaba por los ojos. Me dijo algo que me hizo temblar las rodillas.

- ¿Qué te dijo?

- Me dijo: Jaime, quiero que termines la máquina, pero quiero que la termines ya".

- Bueno Jaime, no te enfades pero... a lo mejor le estas dando demasiada importancia. Estará

impaciente, y eso es todo.

- ¡¿Tú estás bien de la cabeza?!- preguntó, casi gritando- No. Es evidente que no lo estás-

continuó, bajando la voz mientras negaba con resignación- Necesariamente has de estar mal

de la azotea, si no, no te habrían contratado. He de informarte, ya que trabajas con nosotros,

que cuando Alfonso Elizalde te dice "quiero esto ya", significa eso mismo en el sentido

literal. Y desde que te lo dice hasta que lo acabas, el estrés adquiere un significado para ti

como nunca en tu vida.

- Bueno, pero... las cosas llevan su tiempo, su cariño, su proceso...

Page 102: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Ese es un pensamiento muy grande y muy bueno, Diego. Haces bien en descargarlo de tu

mente estando yo solo para escucharlo, así no se te escapará estando en presencia de

Alfonso Elizalde.

El punto irónico de Jaime le sorprendió. No sabía si era parte de su carácter o si era fruto de

del estado de alteración en que se encontraba. Sea como fuere, el astrofísico parecía haberse

tomado muy en serio la petición de su director, y aquella semana resultó, a efectos laborales,

de las más duras que recordaba Diego en su vida. Aun así, disfrutaba con lo que hacía.

Recordaba cosas que ya tenía olvidadas y aprendía de aquel hombre brillante cosas que

nunca habría creído poder aprender. A pesar del estado de agitación mental en que pronto

comenzó a encontrarse, a pesar de todos los números y teorías que llenaban su cerebro, el

nombre de Isabel seguía resonando en su corazón, y sus palabras y su presencia le daban la

paz de espíritu necesarias para que su mente pudiera funcionar a toda máquina sin riesgo de

cortocircuito. Ella le contemplaba feliz, le gustaba verle concentrado, le gustaba verle

trabajar con tanta dedicación, aunque no sabía realmente en qué trabajaba, pues Diego se

había tomado muy en serio lo de no decir nada a nadie. Además, ¿cómo decirla que

trabajaba en la construcción de una máquina para viajar a través del tiempo? Sin duda

habría pensado que le tomaba el pelo. Ella, no obstante, comprendía que Diego no pudiese

hablar de las cosas que se inventaban en aquel edificio, y lo respetaba. Nunca le presionaba,

a pesar de sentir una curiosidad lógica.

De vez en cuando, mientras estaban juntos, el móvil de Isabel sonaba en mitad de una

conversación, y ella ensombrecía levemente su rostro al ver el número que aparecía en el

teléfono. Al ser cosa ya rutinaria, y al no poder ella ocultar el desagrado que le provocaban

aquellas llamadas, tardó poco en hablarle de aquel chico. "Lo dejamos hace un año, pero no

lo lleva bien". Al principio Diego no le dio importancia, pues pensaba que su amor por

Isabel era puro y generoso y nada ni nadie podrían enturbiarlo, pero a medida que pasaban

las semanas y las llamadas continuaban, a medida que iba escuchando hablar de ese chico,

un sentimiento nuevo comenzó a invadirle lentamente. Poco a poco, los celos comenzaron a

hacerse presentes en su espíritu enamorado, pues veía que otro hombre deseaba a la

causante de su felicidad, y, tan pronto como empezó a sentirlos, comenzó también a sentirse

culpable por albergar en su corazón aquel sentimiento que él consideraba sucio y oscuro.

Diego siempre había criticado los celos, porque los consideraba propios de hombres

inseguros y autoritarios, pero un día, viendo cómo el móvil de su amada sonaba sin

descanso provocando en ella una expresión de sufrimiento, descubrió que eran celos lo que

el sentía al presenciar la escena, y al sentirse invadido por esa negra sensación descubrió

también que muy pocas personas estaban libres de las miserias humanas, y mucho menos él,

y tomó conciencia de que lo único que podía hacer era intentar tener dominio sobre esa

oscuridad que amenazaba con apagar la luz que hasta entonces había brillado en su corazón.

Ella lo pasaba mal, no sólo porque no era capaz de dejar atrás el pasado, sino porque veía

que aquel pasado enturbiaba su presente, ya que aquella situación incomodaba a Diego,

aunque él no lo dijera, y eso la hacía sufrir. Diego, a su vez, contemplaba impotente su

sufrimiento, y no sabía contra quién cargar las culpas, si contra sí mismo o contra aquel

hombre que no era capaz de continuar adelante con su vida. Pese a todo ello, ambos seguían

Page 103: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

intentando hacer todo lo posible por alimentar la llama del amor que tan rápidamente les

había unido, pensando con esperanza que tarde o temprano aquel antiguo novio

abandonaría su loca obsesión, y Diego hacía todo lo posible por no permitir que unos celos

tontos e infundados gobernaran su ánimo; y lo consiguió. Quizás fuese porque el contacto

con personas decididas, como las que se encontraban en Palotex, impregnaban en su carácter

una seguridad que hasta entonces no había tenido, o quizás porque el amor que ella le daba

parecía tan sincero y honesto que no podía quedar lugar a la duda. Sea como fuere, los celos,

una vez fue consciente que los tenía, no tardaron en desaparecer con apenas un poco de

esfuerzo, y fueron sustituidos pronto por otro sentimiento más normal y razonable en

aquellas circunstancias: la preocupación. ¿Por qué ese hombre la agobiaba tanto, después de

tanto tiempo? ¿Acaso no sería malo para ella, o peligroso? ¿Sería capaz de cometer alguna

locura, fruto de esa obsesión que parecía dominarle? Isabel quiso tranquilizar a Diego, una

vez fue consciente de sus preocupaciones. Le decía que no pasaba nada, que ese hombre no

era peligroso en absoluto, que incluso era buena persona. Sólo estaba pasando por un mal

momento, se sentía solo y no podía encajar bien la ruptura. Más tarde o más temprano se le

acabaría pasando, quizás cuando encontrase un nuevo amor... aunque ella no podía evitar

pasarlo mal, pues pensaba que eso podría enturbiar su relación con Diego, pero, nada más

lejos de la realidad, él siguió haciendo honor a su costumbre de no hacerla preguntas

incómodas, de esperar paciente a que las respuestas surgiesen en el momento propicio, de

no querer conocer de ella más que los detalles presentes y futuros, y no los pasados. Así,

cuando él se encogió de hombros y la dijo: "no te preocupes, no podemos olvidar el pasado,

ni mucho menos deshacernos de él. Simplemente hemos de aceptarlo tal cuál ha sido", ella

no pudo sino sentir una necesidad que nunca antes había sentido con nadie, excepto con su

padre antes de morir; la necesidad de contárselo todo, de contárselo todo a él. Y fruto de

aquel sentimiento nuevo y sincero los dos comenzaron a hablar y a escucharse como nunca

antes lo habían hecho con nadie, y mientras sus almas comenzaban a fusionarse de una

forma más profunda aún, ella le dijo por primera vez las palabras que desde hacía tiempo

albergaba en su corazón: "te quiero". Diego no supo qué decir, pues nunca había tenido

facilidad para exteriorizar sus emociones, pero a Isabel no le hizo falta escuchar nada. En su

rostro serio y tranquilo y en su mirada honesta y serena, pudo apreciar un pequeño y breve

resplandor, y así supo que él sentía por ella exactamente lo mismo.

XVIII

Page 104: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

El despertador sonó a las seis de la mañana y Diego se levantó rápido para detenerlo, por

temor a despertarla. Era viernes, y para el fin de semana habían preparado una escapada.

Era el primero que los dos tenían libre en mucho tiempo, y el primero que tenían después de

seis meses que llevaban saliendo. Isabel había conseguido tomárselo libre en el restaurante y

a Diego le habían dicho que desconectara por completo esos dos días. "La máquina ya casi

está", le había dicho Jaime el día anterior, "lo hemos conseguido. Trabajaremos el viernes, el

fin de semana no pensaremos en nada, lo aprovecharemos para descansar la mente al cien

por cien, y la semana que entra la terminaremos seguro. Así que renueva energías, porque

las necesitarás". Jaime ya no parecía tan nervioso, quizás porque Alfonso Elizalde estaba

satisfecho y tranquilo, por fin. Rodrigo de Zúñiga, sin embargo, parecía más distante de lo

habitual en él. No había tenido oportunidad de conocerle a fondo, porque el abogado

mantenía mucho y muy bien las distancias con todo el mundo, pero desde muchos meses

atrás su presencia en el proyecto era notoria e importante. De vez en cuando les preguntaba

y se interesaba, y cuando le respondían escuchaba silencioso y atento, sin perder detalle y

son sumo interés. Todos los días bajaba a verles y Diego intentó en alguna ocasión entablar

alguna conversación con él, pero el abogado, sin perder su elegancia y cortesía habitual, no

le daba pie a ello. Sin embargo, pese a que ese parecía ser a simple vista su carácter con todo

el mundo, algo le decía que Rodrigo de Zúñiga escondía bajo su tono distante algún tipo de

preocupación, y estaba seguro de que tendría que ver, forzosamente, con la máquina que

estaban a punto de terminar.

Cuando salió de la ducha dispuesto a vestirse se encontró a Isabel despierta. Ella le dio los

buenos días con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba deseosa de marcharse y esa mañana sólo

saldría un rato para hacer unas compras y volvería rápido para hacer la maleta. Le

encantaba la forma que tenía ella de mirarle, lo hacía como si pudiera ver todas las partes de

su alma sin esfuerzo. Ella sacaba lo mejor de sí mismo, y lo hacía casi sin esfuerzo alguno.

Desde que se marchó de casa, largos años atrás, se había cruzado con muchas personas, la

mayoría de ellas malas. Sin embargo, la voz de Isabel, dulce y comprensiva, también llena de

heridas y dolor, había penetrado poco a poco en todos los rincones de su corazón. Su mirada

limpia llegaba hasta lo más profundo de su ser, haciéndole sentir completamente desnudo,

completamente desarmado, completamente indefenso... ¿cómo luchar contra eso? No podía

hacerlo, no sabía cómo hacerlo, y tampoco sentía deseos de hacerlo. Sólo quería dejarse

llevar, y cuando la voz de la razón, en la lejanía, le preguntaba: "¿dónde vas Diego?", él

intentaba hacer caso a esa voz y, a la vez, callarla para siempre. Isabel estaba frente a él,

sentada en la cama, mirándole con esos ojos que parecían verlo todo, con esos ojos que se

adentraban en lo más profundo de su alma y de sus recuerdos, y él, en ese instante, sentía

que su única preocupación consistía en ser capaz de producir en ella el mismo efecto.

- ¿En qué piensas?- le preguntó ella, intrigada por su silencio.

- Me preguntaba por qué estás conmigo.

Isabel se sonrió y se acercó lentamente hasta él, para besarle. No fue un beso intenso y largo,

producido por la pasión. Esta vez fue algo más corto, más lento y suave, fruto de un

Page 105: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

sentimiento más profundo. Ella apoyó sus manos en las mejillas de él antes de contestar, y

en su rostro se reflejó la sonrisa más alegre que jamás había visto en alguien.

- La respuesta es obvia- le dijo, sin dejar de sonreír- Porque me encantan tus ojos verdes.

XIX

Aquella mañana trabajó junto a Jaime con alegría inusual. Estaba feliz, sentía que la vida le

sonreía en todos sus aspectos. Mientras estudiaba concentrado unos libros, mientras hacía

cálculos, mientras apuntaba fórmulas en el cuaderno... daba igual lo que hiciera, un rincón

de su mente lo tenía reservado para pensar en su pequeña escapada de fin de semana. Tenía

ganas de desconectar por fin, y tenía ganas de hacerlo junto a la persona que en esos

momentos era la causa de su felicidad. Jaime estaba a su lado, compartiendo datos con él,

haciéndole preguntas de vez en cuando y revolviéndolo todo, como era natural en él.

Habían sintonizado bien, se complementaban y formaban un buen equipo. Pronto todo

estaría listo, la fama y el éxito les esperaban a la vuelta de la esquina, pero aun así, el rostro

de Jaime hacía entrever algún tipo de preocupación.

- ¿Qué te ocurre, Jaime?- le preguntó Diego, al cabo de un rato.

- No es nada, tranquilo.

- Bueno. No me lo cuentes, si no quieres, pero das la impresión de que algo te preocupa.

El astrofísico le miró unos segundos, concentrado. Parecía no saber bien cómo expresar lo

que le pasaba por la cabeza. Se notaba que llevaba mucho tiempo encerrado en su proyecto

sin hablar con nadie, se notaba que hacía tiempo que nadie le preguntaba algo personal.

- Verás, Diego... - comenzó- No sé si habrás pensado en ello, pero, si esto sale bien, vamos a

revolucionar el mundo. Seremos famosos.

- Tú serás famoso, Jaime, no yo. El mérito es tuyo.

- Vamos Diego, deja de ser tan modesto. Sabes que tú también te llevarás tu parte de fama, y

además merecida. Nuestras vidas cambiaran de la noche a la mañana, así que intento

prepararme para poder asimilarlo.

- Y, ¿qué es lo que tendremos que asimilar?

Jaime le miró entre desconcertado e incrédulo.

Page 106: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Ya veo que no has pensado en ello ni por un segundo, ¿verdad?

- Pues no, no lo he hecho.

- ¿Cómo crees que será tu vida si el invento tiene éxito?

- Igual que ahora, supongo.

- Por el amor de Dios, no seas ingenuo hombre. Ahora mismo eres un perfecto desconocido,

al igual que yo. Si triunfamos, saldremos en todas las noticias y nos conocerá un montón de

gente. Todos se acercarán, todos intentarán halagarnos en busca de algún tipo de interés.

Mucha gente, a la que ahora no se le ocurre ni mirarte a la cara, se acercará a ti dentro de

poco. Tú y yo estamos a punto de sumergirnos en un océano nuevo y desconocido, lleno de

paisajes bellos e impresionantes, pero también lleno de tiburones y tentaciones. Todos esos

nuevos peligros me preocupan.

- Lo de los tiburones lo entiendo, y no esperaba otra cosa. A fin de cuentas, seas o no famoso,

los tiburones siempre están ahí. Pero, ¿a qué te refieres con que te preocupan las

tentaciones?

- Me refiero al efecto que tendrá en mí el nuevo porvenir. No me gusta la fama, no quiero

que nadie me conozca, pero Alfonso Elizalde va a por todas. Siempre pensé que Alfonso

Elizalde era un hombre discreto, y él siempre así me lo ha demostrado. Pero con este invento

va a por todas. Una vez fuimos portada en las noticias de España, pero creo que ahora no

piensa parar hasta que lo seamos en las noticias de todo el mundo. Tengo miedo, Diego,

tengo miedo porque la fama es peligrosa. Estar solo es malo, y es muy duro pensar que

nadie quiere ser tu amigo, pero lo contrario también es malo. Que todos quieran acercarse a

ti... si todos de repente quieren ser tus amigos es porque buscan algún tipo de interés, ya que

casi nadie quiere acercarse a un muerto de hambre. Y eso es lo que nos va a pasar, por eso

intento estar centrado y mantener los pies sobre la tierra, y te aconsejo que tú hagas lo

mismo.

- Yo tengo todo lo que necesito, Jaime. La fama no me asusta.

- Pues debería de asustarte. Mira si no a Alfonso Elizalde- y, al pronunciar su nombre, de

repente Jaime de la Fuente bajó el tono de voz y miró hacia todas partes, nervioso, como si el

director de Palotex tuviera el don de la ubicuidad y pudiera estar oyéndoles en ese instante-

Alfonso Elizalde estoy seguro de que en su día fue un hombre normal, pero mírale ahora.

Tiene mucho poder, y es el poder lo que le ha consumido. Si algún día ese hombre perdiese

su imperio, estoy convencido de que acabaría suicidándose. La fama ejerce una influencia

semejante en las personas.

- ¿Y qué me dices de Rodrigo de Zúñiga? El sí parece centrado.

- Efectivamente. Rodrigo de Zúñiga ignora y detesta la fama. Tampoco es que yo le conozca

mucho, porque no es un hombre demasiado accesible, pero lo cierto es que nunca le he visto

perder los nervios. Si esto me sobrepasa, puede que acuda a él para pedirle consejo.

- ¿Crees que te lo daría?

Page 107: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Bueno, supongo que si le pido consejo de forma sincera, me lo dará. En el fondo, los

hombres como Rodrigo de Zúñiga son los que tienen más humanidad.

- ¿Por qué lo dices? ¿No me has dicho antes que apenas le conoces?

- Lo digo porque ese hombre ha visto de todo. Todo el mundo lo sabe y lo comenta. El jefe

de los abogados es más duro que una piedra y, probablemente, la persona más equilibrada

de esta guarida de locos.

Jaime de la Fuente se sonrió con ironía, y, al rato, sus ojos comenzaron a brillar alegres. Ante

él tenía su cuaderno de notas abierto por la última página, y se lo mostró a Diego cambiando

así de tema de conversación.

- ¿Qué es eso, Jaime?- le preguntó, aunque ya imaginaba la respuesta.

- Aquí está todo. Lo hemos conseguido... las últimas instrucciones para terminar la máquina.

Los ingenieros trabajarán a destajo este fin de semana, para ultimar los detalles. Si el lunes

ha acabado, sólo tendremos que meter estos datos en el ordenador y... y ya está.

Diego sonrió con alegría y satisfacción. Lo que estaban construyendo en la planta baja de ese

edificio era algo asombroso, y él había tomado parte en ello. Aún no podía creérselo.

- Enhorabuena. Eres un genio- le felicitó al astrofísico.

- ¿Estás de broma?- contestó asombrado- Tú me has sido de gran ayuda. Déjame que te

invite a una cerveza, esto hay que celebrarlo.

Y, mientras se palmeaban el hombro el uno al otro, felicitándose ambos por el éxito, salieron

rumbo a la cafetería, contentos y orgullosos por el trabajo bien hecho.

Rodrigo de Zúñiga se había convertido en un hombre tan precavido que, algunas veces,

parecía caer en la paranoia. En cuanto supo que un hombre llamado Diego Márquez iba a

trabajar en Palotex, se puso a funcionar de forma rápida y eficaz. En menos de una semana

se sabía su vida al detalle, y conocía su entorno más cercano casi a la perfección, aunque no

parecía haber mucho que conocer, pues la vida social y familiar de aquel nuevo fichaje no

parecía ser demasiado amplia. Hacía lo mismo con todos los que formaban parte de la

empresa, pero últimamente había extremado sus precauciones con Jaime y Diego. Ellos

lideraban el proyecto que tanto absorbía a Alfonso Elizalde, el proyecto del que muy pronto

él mismo pasaría a formar parte. "Te ocuparás de que no les pase nada a ninguno de los

dos", le había dicho el director, pero debía ocuparse de algo más. Debía ocuparse de

controlar sus vidas a la perfección, para asegurarse de que ninguno de ellos ni nada de su

entorno pudiera perjudicarle a él. El astrofísico era cosa sencilla, porque estaba más solo que

la una; su vida solo se reducía al proyecto por el cual parecía haber consagrado su alma,

igual que Ernesto Trebiño. Sin embargo, el nuevo fichaje era distinto. Diego no estaba solo,

sino que compartía su tiempo con una mujer, y Rodrigo de Zúñiga se veía en la obligación

de controlarla, solo por seguridad. Así, en cuanto tuvo constancia de la existencia de Isabel

Page 108: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

en la vida de Diego, tardó poco en averiguar todo sobre ella. Así pues, les controlaba a

ambos con la máxima discreción, sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

Aquel amanecer del viernes Diego había salido pronto de casa de Isabel, bajo la atenta

mirada de Rodrigo de Zúñiga , que se encontraba sentado en la cafetería de enfrente. La

chica tardó casi tres horas en bajar, y, cuando lo hizo, el abogado estaba ahí para seguirla a

una distancia prudencial. No sabía lo que Diego podía estar contándola acerca de su trabajo

o de las personas con las que trabajaba, así que le interesaba especialmente conocer los

movimientos de ella cuando Diego no estaba. Se la veía feliz, muy feliz. En sus ojos residía el

brillo intenso de las personas enamoradas y Rodrigo lo sabía bien, pues era hombre de

mundo. Parecía una buena persona, una mujer sencilla ilusionada con un nuevo amor, pero

debía asegurarse al cien por cien, así que aquel día decidió seguirla. "A saber lo que este

hombre le ha contado sobre Palotex", pensaba, "he de asegurarme de que no representa

ningún peligro". Comenzó a preocuparse cuando a ella le empezó a sonar el teléfono móvil

en mitad de la calle. No le gustó la cara que puso al ver el número que le llamaba. Había

puesto cara de rechazo, y eso era raro. Era sospechoso, pero más sospechoso le parecía que

el móvil continuara sonando una y otra vez. Ella se detuvo un momento en el banco de una

plaza, y su rostro comenzó a reflejar desesperación, tristeza y rabia, todo a la vez. Rodrigo se

encontraba confuso, ¿quién podía llamarla? ¿Quién era la persona que le provocaba

semejantes sentimientos? Se apartó un poco y se pegó a la pared mientras abría el periódico

que llevaba con él y fingía leerlo. El gesto de ella seguía siendo el mismo, incluso cada vez

más exagerado. Podía observarla bien, pues la tenía frente a sí, a poco más de veinte metros.

El móvil no paraba de sonarle, una y otra vez, y ella comenzó a moverse inquieta en el

banco, hasta que finalmente lo cogió. A partir de ese momento todo sucedió muy rápido.

Ella hablaba con la persona que le había llamado empleando un tono de voz muy nervioso,

lo que provocó que Rodrigo pasara inmediatamente al estado de alerta. Agudizó sus

sentidos al máximo y su mente comenzó a funcionar a toda máquina, como acostumbraba a

hacer en cualquier situación que se saliese de lo normal. Intentaba analizar el lenguaje

corporal de ella al detalle, mientras ponía atención en escucha todo lo que decía. Era muy

difícil, a pesar de su buen oído. Solo conseguía escuchar frases sueltas, las frases que ella

pronunciaba en voz más alta fruto del ataque de nervios que poco a poco parecía ir

invadiéndola. "¿Por qué no dejas de llamarme?", "déjame empezar de cero", "no puedo

ayudarte", "así lo único que haces es estropear el recuerdo de lo que un día tuvimos"... esas y

un sinfín de palabras tales como "por favor", "Dios santo", "no"... aparecían perfectamente

audibles, no sólo a los oídos de Rodrigo de Zúñiga sino también a los de todos los

viandantes que pasaban cerca de ella. La mente de Rodrigo procesó toda esa información en

un santiamén y la cotejó, como un ordenador perfecto, con toda la información que tenía de

ella. Sabía, por sus averiguaciones, que ella había estado saliendo con un hombre hasta hace

un año atrás; así que entonces el que llamaba debía de ser él, casi con toda seguridad.

Sabiendo eso, se relajó un poco, pues veía que aquella discusión en nada podía afectarle a él,

ni tampoco a Palotex. "Esto ya no es asunto mío", pensó, y se dispuso a abandonar el

seguimiento quedando seguro de que Isabel y Diego en nada podían afectarle, ni tampoco

los problemas personales que cada uno de ellos pudiera tener, pero justo cuando estaba

plegando su periódico ocurrió algo inesperado. Ella, presa de los nervios, se levantó del

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banco mientras hablaba y gesticulaba con exageración. La llamada le estaba afectando

mucho, y ella perdió el control. Caminaba sin rumbo y sin ver, y en ese estado abandonó la

plaza en dirección a la calle. Rodrigo de Zúñiga tuvo una intuición, un mal presagio, y corrió

hacia ella para sacarla de ese estado en que se encontraba, pero no llegó a tiempo. Ella llegó

a la calle y, para cruzarla, no se detuvo ante el semáforo en rojo como todos los demás, sino

que dio un fatal paso hacia adelante, absorta como estaba en sus gritos desesperados.

Ninguna de las decenas de personas que se encontraban pasando por su lado o paradas ante

el semáforo fueron capaces de detenerla, de evitar que siguiera adelante, a pesar de que

todos la habían estado mirando como si fuese un bicho raro, pues con su actitud había

llamado la atención de todo el mundo. Ninguno de ellos, gente normal e indiferente, fue

capaz de mover un dedo para intentar evitar lo que cualquier observador avispado habría

podido imaginar. Sólo Rodrigo de Zúñiga, hombre detestable para muchos, corría hacia ella

dando gritos que nadie parecía escuchar. Él estaba lejos y no pudo evitarlo. El estado de

nervios en que se encontraba la tenía tan turbada que cruzó la calle sin mirar, y la furgoneta

la arrolló sin piedad delante de todo el mundo.

XX

La cafetería de Palotex, situada en la planta baja, al lado de los jardines, era un sitio muy

agradable y relajante. Alfonso Elizalde puso en su día mucho interés en habilitar una parte

del edificio para uso exclusivo de descanso, para que todas las mentes brillantes que

trabajaban en la empresa pudieran tomarse un respiro en un momento de ofuscación. Al

igual que todo el edificio, estaba muy iluminada por luz natural, ya que en el lado que daba

a la calle tenía grandes ventanales. Constaba de una barra con asientos y muchas mesas,

todas ellas con sofás o sillones, y, al fondo, junto a los cristales, una mesa de billar y una

máquina de tirar dardos. Dos camareros se encargaban de servir cualquier tipo de bebidas,

cafés, y algún que otro sándwich o bocadillo. Diego y Jaime se fueron a la barra, a petición

de este último, ya que el astrofísico se sentía mal por ocupar una mesa grande si sólo iba a

consumir una cerveza, a pesar de que en la cafetería había espacio de sobra. Era la primera

vez que tomaban algo juntos, y Diego observó que su brillante compañero se sentía más

inseguro cuanto más se alejaba de su despacho. Le pidió dos cervezas al camarero de la

forma más torpe y tímida posible, y, cuando lo hizo, Diego se preguntó cómo era posible

que aquel hombre hubiese podido descubrir la forma de viajar en el tiempo si era incapaz de

pedir dos cervezas correctamente. Le parecía una contradicción, pero así era. Aquel hombre,

tan torpe en lo cotidiano, era sin embargo una autentica máquina de procesar datos. Pero

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Jaime, a pesar de su timidez casi enfermiza, era un hombre tremendamente abierto una vez

se le empezaba a dar confianza. Comenzó a hablar con Diego sobre sus cosas, de menos a

más; le gustaban mucho las novelas, sobre todo las de aventuras, pues decía que le

ayudaban a evadirse. Le gustaban también las películas de acción, con muchos efectos

especiales, pues también le ayudaban a desconectar de su rutina, aunque también sabía

apreciar la profundidad de una buena historia. Continuó hablando, después de la segunda

cerveza, de un accidente que le ocurrió en casa de sus padres cuando él tenía ocho años:

estuvo a punto de quemar la casa intentando hacer un experimento, y terminó, al cabo de un

rato, mencionando sus dichas y desdichas con una novia que tuvo cuando estaba en la

facultad. Era un hombre muy afable, y una vez cogió carrerilla no paró de hablar. Se notaba

a mil leguas que aquel genio estaba abandonado y dejado de la mano de Dios, más solo que

la una, observado y controlado por el director, que le mimaba y cuidaba como a un tesoro

sólo por un fin lucrativo. Se acordó entonces de Ernesto Trebiño, el doctor que, según le

habían dicho, permanecía en paradero desconocido. "Quizás le pasó lo mismo que a Jaime",

pensó, "la empresa le exprimió hasta el límite". Sí, debía de ser eso. El tal Ernesto Trebiño

habría acabado harto y optó por escapar corriendo. Aunque a pesar de todo, a Jaime se le

veía feliz y contento. Disfrutaba con lo que hacía, y eso saltaba a la vista. "Mejor no pensar

en esas cosas. Lo que cuenta es que yo estoy bien", y continuó escuchando la perorata del

astrofísico con sumo interés, hasta que una llamada a su teléfono móvil le interrumpió. El

número le era desconocido, así que dudó en cogerlo. Nunca acostumbraba a coger las

llamadas de los teléfonos que no tenía identificados, a no ser que esperase que alguien le

fuera a llamar. Podría ser alguien del restaurante, o alguno de sus hermanos a los que hacía

años que no veía. Quizás su padre... quizás alguien perteneciente a su pasado, al pasado que

con tanto ahínco intentaba dejar atrás. Por eso no le gustaban las llamadas de números no

identificados.

- ¿No lo vas a coger?- le preguntó Jaime, extrañado.

Diego dudó durante un instante, pero al final optó por pulsar la tecla verde del teléfono.

- ¿Sí, dígame?

- ¿Buenas tardes, es usted Diego Márquez?- preguntó una voz grave al otro lado. Le pareció

oír también mucho ruido de fondo, como pasos corriendo de un lado a otro y voces de

diferentes personas.

- Sí, soy yo- respondió, un tanto confuso.

- Buenas tardes señor. Le llamo del hospital Gregorio Marañón. Tenemos una paciente,

Isabel Núñez, en cuya cartera hemos encontrado sus datos para ser avisado en caso de

accidente. Siento mucho ser tan directo, pero debe usted venir cuanto antes. Ella ha tenido

un accidente y se encuentra muy grave.

Diego se quedó bloqueado. También debió de quedarse blanco, pues el rostro del astrofísico,

que continuaba a su lado, comenzó a mostrar preocupación.

- ¿Señor? ¿Me oye?- le reclamó la voz al otro lado del teléfono.

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- Sí... sí, le oigo- respondió aturdido.

- ¿Me ha entendido? ¿Puede usted venir?

- ¿Qué es lo que ha ocurrido?

- La atropelló un vehículo al cruzar la calle. Le recomiendo que venga cuanto antes, su

estado es muy grave.

- No se preocupe, ahora voy para allá.

Diego colgó, y se quedó aún medio bloqueado, con el móvil en la mano.

- ¿Estás bien Diego? ¿Quién era? Pareces un fantasma- le preguntó Jaime, preocupado.

La voz del astrofísico resonaba como un eco en su cabeza. Todo empezaba a darle vueltas,

estaba en una nube. "Céntrate, por el amor de Dios", pensó mientras hacía acopio de fuerzas

para reaccionar con toda la energía de la que fue capaz.

- Me tengo que ir, Jaime- le dijo- Lo siento, me tengo que ir corriendo. Ya te contaré.

- Pero Diego, ¿estás bien? ¿Ocurre algo?

- No. No estoy bien, pero ya te contaré.

Ni siquiera le miró a la cara. Ni siquiera reconoció a los compañeros de otras plantas que en

ese momento entraban en la cafetería con intención de tomar algo. Salió de allí como un toro

de lidia que sólo ve ante sí el capote rojo que le incita a correr hacia adelante. Le pareció oír

alguna que otra voz conocida preguntarle a sus espaldas, le pareció oír a su tío gritarle algo

desde la consejería, pero no era capaz de distinguir ninguna palabra. Corría. Simplemente

corría, y cuando llegó a la calle su pensamiento se centró en una única cosa: buscar un taxi.

Algunas veces ocurre que, en la ciudad, cuando buscas un taxi con mucha prisa, parece que

no hay ninguno y que los pocos que están libres no te ven cuando les haces la señal. Esta vez

no fue el caso. Diego gesticuló con tanto ímpetu al taxista que venía de lejos al otro lado de

la calle, que consiguió pararle casi invadiendo el tráfico. Le pareció oír a alguien reclamarle

que ese taxi era suyo, que estaba él primero, pero no prestó atención. Se subió al taxi antes

de que el vehículo se detuviera por completo, ante el asombro de los transeúntes y la

indignación del propio taxista.

- ¡Pero hombre de Dios!, ¿¡qué hace!? ¿¡Qué maneras son esas de subirse!?

- ¡Al Gregorio Marañón! ¡Rápido, por favor!

No hizo falta más. Aquel hombre antipático enmudeció al oír aquellas palabras y apretó el

acelerador como si le fuese la vida en ello, mientras de vez en cuando observaba, a través del

espejo interior, el rostro pálido y amargo de su cliente.

Page 112: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

XXI

A Diego nunca le habían gustado los hospitales. Le parecían todos edificios fríos y tristes.

Había acudido alguna que otra vez, para hacerse alguna prueba médica, y los tenía

asociados a algo malo. Sin embargo, nunca se le ocurrió pensar que podría entrar en uno por

el motivo que le llevaba ahora. Cuando el taxi le dejó a las puertas del Gregorio Marañón,

Diego entró como una exhalación sin saber muy bien a dónde acudir. Un montón de gente

entraba y salía, algunos se agarraban el brazo recién pinchado, otros ojeaban un dossier con

los resultados de alguna prueba, muchos miraban los letreros del hall intentando averiguar

qué dirección tomar. Enfermeros y médicos iban y venían, todo el mundo estaba serio, pero

ninguno llevaba en el rostro la palidez de Diego. Le preguntó a un enfermero que pasaba

por allí, pero éste, de muy malas maneras, le indicó el mostrador de recepción. "¿Por qué

tiene que ser tan desagradable? ¿Dónde queda la humanidad de este desgraciado?" Pensó, a

la vez que le dedicaba al susodicho una mirada de desprecio.

- Discúlpeme, señor. No es por nada, es sólo que en recepción le indicarán a la primera y sin

ninguna duda- añadió de prisa, al ver la cara de Diego.

Pero Diego no estaba ya frente a él cuando terminó la frase. Se marchó directo a la recepción,

dejando a aquel enfermero con la palabra en la boca. Hacía muchos años que había tomado

la determinación de no perder ni un segundo de su tiempo con esa clase de gente. En el

mostrador le atendieron con mejores maneras. La chica era amable, y le indicó que subiera

por el ascensor a la primera planta y preguntase por el doctor Fuentes. Subió raudo, dejando

tras de sí el alborotado tránsito de gente que puebla la planta baja de la mayoría de los

hospitales, pasando a un lugar más tranquilo y silencioso y, quizás por eso, más tétrico. El

silencio, en las situaciones tensas, es lo que más inquieta el corazón de una persona normal,

y Diego, nervioso como estaba, sintió su pulso acelerarse más que nunca al salir del ascensor

y ver la planta en silencio y con apenas gente. Él se temía lo peor, y el silencio lo único que

hacía era afirmarle más en sus pensamientos y en su nerviosismo.

- Hola, ¿el doctor Fuentes, por favor?- le preguntó al hombre del mostrador, que se

encontraba nada más salir del ascensor.

- ¿Quién le busca?

- Soy Diego Márquez. Hace veinte minutos me llamaron por teléfono desde aquí. En

recepción me han dicho que pregunte por él en esta planta.

- ¡Ah!, sí...- exclamó el hombre- es verdad. Le está esperando. Pase por este pasillo hasta la

sala de espera y siéntese un segundo. Enseguida aviso al doctor.

Pasó por el pasillo hasta llegar a una pequeña sala cuadrada llena de sillas. Allí había unas

diez personas esperando, algunas esperando, algunas sentadas y otras de pie, paseando de

Page 113: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

un lado a otro con nerviosismo visible, todas ellas con rostro compungido. Diego no sabía si

sentarse o no. Sus rodillas le temblaban un poco, pero intuía que si se sentaba el efecto del

temblor se haría más acusado. Así, optó por permanecer de pie, quieto, apoyado contra la

pared, intentando pensar que todo saldría bien, y que no se trataba más que de un susto.

Había un pasillo al final de la sala, con varias puertas a los lados. Allí estaban los médicos

yendo de un lado a otro. Sabía que, de un momento a otro, alguien saldría de allí para

preguntar por él. Sabía que sus dudas pronto quedarían resueltas, y eso le hacía la espera

aún más tensa. A su corazón loco no le dio tiempo a seguir con ese ritmo, pues el doctor

Fuentes no tardó mucho en aparecer. Vestía un uniforme azul claro, perfectamente limpio, lo

cual puso aún más nervioso a Diego. El uniforme del doctor sólo quería decir una cosa: el

médico estaba preparado para la acción. No obstante, su apariencia le proporcionaba cierta

tranquilidad a pesar de todo, pues era un hombre de mediana edad, con el pelo lleno de

canas y una barba y bigote muy cuidados. Se notaba que era un hombre tranquilo y

experimentado, y su rostro expresaba una gravedad y una seriedad que nada tenía que ver

con el enfermero joven, borde y con el pelo lleno de greñas que se había encontrado en la

planta de abajo. En apariencia, el doctor Fuentes parecía un hombre de fiar.

- ¿Diego Márquez, por favor?- preguntó, interrogando con la mirada a todos los que estaban

en la sala de espera.

- Soy yo- contestó, sobresaltado e impaciente.

El doctor se acercó hasta él, manteniendo su rostro grave. Llevaba entre sus manos un

dossier con muchos datos.

- Mucho gusto, señor Márquez- le dijo el doctor- Me alegra que haya acudido tan pronto. Le

mandé llamar hace un rato. ¿Es usted familia de Isabel Núñez?

- No, yo... es mi novia.

El doctor Fuentes le miró con rostro triste. Aquel hombre tenía humanidad, pues sus ojos

reflejaban una pena sincera.

- Señor Márquez... lamento ser tan directo, imagino que ya se lo dijeron por teléfono. Su

novia ha sufrido un grave accidente.

- ¿Qué ha ocurrido exactamente?

- La atropelló una furgoneta al ir a cruzar la calle. Llegó aquí en estado crítico. Después de

varias intervenciones hemos conseguido estabilizarla, pero me temo que su estado es muy

grave. Ha perdido mucha sangre.

- ¿Cómo de grave?

- Se muere. Ahora está consciente, y valoramos la posibilidad de intervenirla otra vez, pero

sus posibilidades son muy escasas. Lo siento, señor Márquez, querría decirle otra cosa, pero

no me gusta crear falsas esperanzas. Es muy probable que ella muera esta noche.

Page 114: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

El corazón se le heló al oír aquellas palabras. Lo que sintió en aquellos instantes fue lo peor

que había sentido nunca, no había nada que pudiera compararse a aquello. Venía preparado

para lo peor, pero aun así había guardado esperanzas. El doctor, con su voz calmada, con la

serenidad propia de quien ya está acostumbrado a dar noticias semejantes, había terminado

con la pequeña esperanza que aún tenía. Lejos, en un rincón de la sala, un hombre de más o

menos la misma edad que él se encontraba sentado con la cabeza entre las manos, medio

doblado en la silla en una postura que denotaba la desesperación más absoluta. De vez en

cuando se medio incorporaba y se podía ver en sus mejillas el brillo de algunas lágrimas

recientes. Diego le observó un segundo con la mirada perdida, mientras intentaba asimilar lo

que acababa de escuchar. Probablemente a aquel hombre también le habrían dado una mala

noticia. El doctor Fuentes apreció al instante hacia dónde miraban sus ojos.

- Ese hombre vino aquí, al poco de ingresar la señorita Isabel, preguntando por ella.

- ¿Perdón?- preguntó Diego, un tanto perplejo.

- Se presentó en un alto estado de nervios, preguntando por ella. Dice que se encontraban

hablando juntos por el teléfono móvil justo cuando el accidente ocurrió. Se lo comenté a ella

hace un momento, cuando recobró la consciencia, pero su presencia aquí pareció alterarla

mucho, así que no le he permitido pasar a verla. Por eso estaba deseando que llegase usted,

señor Márquez, parece que es usted al único que quiere ver, aparte de a su madre.

- ¿Han hablado con su madre?

- Sí. La policía que realizó el atestado se encargó de localizarla. Ella está en Galicia, y viene

para acá. Me temo que tardará en llegar.

Diego miró un instante al hombre del rincón. Aquel era el tipo, aquel era el hombre que se

negaba a desvincularse de ella. Tenía el cabello muy corto, moreno como su piel. No era

muy alto, un tanto regordete quizás, y su rostro estaba pálido. Vestía muy bien, con

pantalones de vestir y chaqueta sin corbata, pero aun así parecía un pobre hombre. No le

prestó más atención.

- ¿Puedo verla? - le preguntó al doctor.

- Por supuesto. Pero, por favor, tenga en cuenta que su estado es muy crítico. Procure que no

se altere, no sería bueno para ella.

Caminaron juntos por el pasillo, dejando atrás la sala de espera. Nunca le habían gustado los

hospitales, pero en ese momento los odiaba. Le costaba asimilar que esa mañana se hubiese

despedido de ella y en ese instante se encontrara en aquel lugar, blanco y azul, lleno de

camillas, médicos y enfermeros en continuo movimiento. Cada habitación que dejaba a un

lado mientras avanzaba por el pasillo aumentaba aún más su desasosiego. El trayecto se le

hacía eterno, pero al final llegaron a su destino. Tras girar hacia la derecha y caminar por

otro pasillo, se encontró con las últimas habitaciones al final de este. Estas estaban

acristaladas y se podía ver a los pacientes desde fuera, ya que todos los que se encontraban

allí estaban en estado crítico, vigilados constantemente. El doctor se paró justo al lado del

Page 115: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

cristal. Allí estaba ella, en aquella zona del hospital donde más reinaba el silencio, roto sólo

por el continuo ir y venir del personal, cuya presencia en esa zona se intensificaba.

- Tiene heridas internas en los pulmones y en los riñones, y varias costillas rotas... ha sufrido

serios daños en el abdomen, el brazo izquierdo roto en varios sitios y amputación de la

pierna izquierda. La derecha está completamente destrozada, puede que también la pierda.

Por alguna razón milagrosa, no ha sufrido ningún tipo de daño cerebral, pero la pérdida de

sangre ha sido masiva y ñas hemorragias internas muy graves. Se le han realizado varias

transfusiones... en fin, lo siento señor Márquez.

Diego respiró hondo, mientras miraba a través del cristal donde se habían detenido. Ella

estaba ahí, tumbada en la cama, conectada a varios aparatos y recibiendo la atención de una

enfermera. Tenía el brazo izquierdo completamente escayolado y la silueta de su única

pierna, que se encontraba tapada por una sábana, se atisbaba pequeña y débil. La habían

pinchado un suero en su brazo derecho, que estaba lleno de moratones, y su cara... la mitad

de su cara estaba tapada con una venda y la otra mitad inflada y con un tono morado que en

nada tenía que ver con el tono de su piel. Parecía consciente, incluso le parecía que sonreía a

la enfermera, pero la visión de aquel ser tan querido para él en semejante estado le turbó.

- Si sobrevive, probablemente pierda también el ojo izquierdo- continuó el doctor- El golpe

ha sido brutal.

El doctor abrió la puerta y le hizo un gesto a la enfermera. Ella salió y él se quedó en el

umbral, indicándole a Diego que pasara con un gesto de la cabeza.

- Les dejaré a solas- dijo- Si necesita cualquier otra cosa no se preocupe, nosotros estaremos

por aquí en todo momento.

Diego entró ansioso y, después de que el doctor cerrase la puerta, se quedó en mitad de la

habitación, observando la cama donde se encontraba ella. Isabel le miraba desde ahí, y, a

pesar de la situación, le sonrió.

- Hola- le dijo él suavemente, mientras se ponía a su altura- ¿Cómo te encuentras?

- Hola, Diego- le contestó, pero su voz no era la misma. Parecía muy débil, parecía casi un

susurro. Debían de haberla dado un millón de calmantes.

- ¿Cómo estás, Isabel?- le volvió a preguntar.

- Como si me hubiera atropellado una furgoneta- contestó, sonriendo.

El no pudo por menos que sonreír también ante aquel comentario, aunque su sonrisa reflejó

la desesperación mayor que puede reflejar un ser humano.

- ¿Lo ves?- continuó ella, casi susurrando- Sonríes. No es tan difícil sonreír... ahora sólo

tienes que cogerme la mano... necesito tu mano.

El la hizo caso al instante, y al instante le agarró la mano, de la forma más delicada que

pudo, como si fuera un cristal precioso que en cualquier momento pudiera hacerse añicos.

Page 116: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Te vas a poner bien, ya lo verás. Tienes que ser fuerte.

- No... Les he escuchado hablar. No tiene buena pinta... me muero, Diego.

- No. Te vas a poner bien. Tienes que luchar y ser fuerte.

Ella le miró con rostro condescendiente, como si fuera un niño que acabara de decir una

tontería. Después su rostro, o mejor dicho, la mitad de su rostro que no estaba vendado,

pareció estremecerse bajo los moratones.

- Contra estas cosas no se lucha. Sólo hay que aceptarlo...- y a su único ojo azul asomó una

pequeña lágrima- ¿Te conté que mi padre murió con mucha dignidad?

- Tú no vas a morir Isabel. Te pondrás bien, ya lo verás.

- Mi padre murió con mucha dignidad...- continuó ella, como si no hubiese escuchado a

Diego- Él era un gran hombre. Dime, ¿crees que yo lo he hecho bien?

- Por supuesto que sí- le contestó, casi desesperado- El estaría orgulloso. Y lo seguirá

estando cuando salgas de aquí.

- No... no Diego, no saldré de aquí- y por su mejilla inflada cayó su pequeña lágrima- No te

engañes. No saldré de esta. ¿Te conté también que le mentí durante años? ¿Sabías que soy

una mentirosa?

- Sí... sí, me lo contaste. Pero eso es pasado, ya lo arreglaste. No te atormentes.

- He ido siempre dando tumbos... ¿crees que lo he hecho bien? Siempre dando tumbos,

perdida...

Los calmantes la estaban haciendo desvariar, y el continuo pitido corto de la máquina a la

que estaba conectada estresaba a Diego constantemente, y, sin embargo, rezaba con todas

sus fuerzas para que ese pitido no dejase de sonar nunca. Él sabía la historia de ella, pues

llegado el momento se lo contó, pero no comprendía cómo podía atormentarla tanto.

- Isabel. Tú no eres una mentirosa. Todos hemos estado perdidos en algún momento de

nuestras vidas. Lo importante es que en estos momentos no lo estás.

- ¿Tú crees?- le preguntó, casi exaltada, y a su destrozado rostro volvió a asomar una

sonrisa.

- Claro que sí.

- ¿Crees que lo he hecho bien, Diego? Dime, ¿crees que he merecido la pena?

Diego quiso responderla en seguida, pero de `pronto sintió como si se ahogara. Tenía ganas

de llorar. Por primera vez en su vida sentía esa necesidad, pero la contuvo. "Tienes que ser

fuerte", pensó, "tienes que ser fuerte por ella".

- Eres... Isabel, tú...- respondió, aunque su voz se quebró durante un instante- Isabel, eres la

persona más buena y honrada que jamás he conocido. Estás muy lejos, para mí al menos, de

ser una mentirosa. Yo... yo estaba perdido cuando tú me encontraste.

Page 117: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Te equivocas- dijo ella, ya con más calma- Tienes muy mala memoria. Eres tú quien me

encontró a mí.

Diego se sonrió tristemente. Sentía sus débiles dedos entre la mano, sentía cómo la mano de

ella intentaba agarrarse a la suya en un frágil intento, pues las fuerzas comenzaban a fallarla.

- Me despisté, Diego- continuó, con voz cada vez más débil- El me llamó por teléfono... no

debí cogerlo. Me alteré mucho y me despisté... crucé sin mirar.

- No pasa nada... no pasa nada.

- ¿Te acuerdas de nuestro primer café?

- Sí.

- Tú estabas más nervioso que un estudiante haciendo un examen.

- Sí. Sí lo estaba. Tú me ponías nervioso.

- ¿Sabías que yo también estaba nerviosa?

- No. Lo disimulabas muy bien.

- Siempre intuí que había algo grande en ti. Siempre intuí que serías el hombre de mi vida.

Diego calló al oír aquellas palabras. El nudo que tenía en la garganta parecía apretarle aún

más. El oír aquello aumentaba su desesperación, parecía una despedida.

- Tú también significas eso para mí- la dijo- Eres la mujer de mi vida.

- ¿En serio? No... no es verdad.

- Sí, sí lo es. Tú has cambiado mi percepción del mundo y de las cosas. Has despertado en mí

sentimientos que jamás pensé que pudiera llegar a tener nunca. Has llenado mi vida de

felicidad y me has hecho creer que cualquier cosa que me proponga merece la pena. El

mundo es un lugar maravilloso... ha de serlo, si estás tú en él.

Isabel intentó contenerse. Su carácter era así, como Diego, una persona contenida, pero aun

así las palabras de él la conmovieron totalmente y su rostro no pudo por menos que

reflejarlo.

- Es lo más bonito que me han dicho nunca, ¿lo sabías?

- Eso lo dudo.

- ¿Sabías que de pequeña me gustaba salir al jardín de mi casa y contemplar la luna durante

días?

- Sí... sí, ya me lo contaste. También yo solía hacer lo mismo de pequeño.

- Me hubiese gustado verla contigo. Esta noche tú y yo deberíamos haber estado viéndola...

de haber sido así, nos habríamos tumbado en algún lugar de la montaña para ver el cielo...

Page 118: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Nunca será tarde para eso. Cuando salgas de aquí te llevaré a algún lugar bonito. Haremos

lo que tú quieras, nos tumbaremos y miraremos el cielo estrellado que tanto te gusta...

- No...

De repente, el pitido de la máquina comenzó a acelerarse, mientras Isabel hacía un leve

gesto de dolor. Sintió cómo su débil mano se agarraba a la suya, esta vez con una fuerza

inusitada.

- Diego- dijo- Diego, dile a mi madre que la quiero, y tú... no te dejes vencer nunca... sigue

adelante, como siempre lo has hecho... recuérdame con cariño, por favor... recuerda lo

mucho que te he querido... y no te pierdas nunca más.

De pronto, su único ojo azul comenzó a mostrarse ausente, vidrioso... y su mano comenzó a

perder fuerza a la vez que el pitido de la máquina aumentaba más aún. Diego se asustó, y

soltó la mano con la intención de ir a buscar al médico, pero no hizo falta. Justo en ese

momento el doctor Fuentes entraba raudo y veloz por la puerta, acompañado de dos

enfermeras.

- ¡Doctor!

- ¡Señor Márquez, salga de aquí rápido, se lo ruego!- exclamó, casi sin mirarle.

Salió de la habitación, mientras el doctor y las dos enfermeras comenzaban a pincharla.

Todo fue muy rápido, y apenas le dio tiempo a pensar. La sacaron de la habitación a toda

velocidad, empujaron su cama hasta el final del pasillo y entraron por una puerta que él

supuso conduciría al quirófano. El rostro de ella parecía ausente mientras la llevaban por el

pasillo, y la angustia de Diego aumentaba mientras se dirigía hacia la sala de espera, de

donde había venido. Cuando llegó allí se encontró con que el antiguo novio de ella seguía en

la sala. Ya no estaba sentado, sino que estaba de pie dando vueltas de un lado a otro. Diego

le observó fijamente, y en sus ojos se reflejó una ira intensa, tan intensa que el hombre

detuvo su caminar y le miró durante unos segundos. Incapaz de aguantar el odio de su

mirada, volvió a sentarse adoptando la misma postura de desesperación que había tenido

antes, mientras Diego seguía echando chispas por los ojos. "Tú tienes la culpa", pensó, "tú

tienes la culpa de todo. De no ser por ti, ella no se encontraría en esta situación". La espera se

alargaba, se hacía interminable. Los minutos parecían transcurrir lentamente mientras su

angustia aumentaba, pero, al mismo tiempo, la tardanza le preparaba para aceptar lo peor.

Cuando el doctor Fuentes terminó por aparecer al final del pasillo, el corazón de Diego ya

no latía apresuradamente. Mientras le veía caminar despacio y con rostro serio, su corazón,

simplemente, parecía no existir. No sentía su palpitar, no sentía nada, y cuando al llegar a su

altura le vio negar lentamente con la cabeza, aquel músculo inerte ya estaba perfectamente

preparado para albergar dentro la tristeza más grande.

- Lo siento, señor Márquez... lo siento.

Las palabras del doctor resonaron en su cabeza como un eco extraño y lejano, mientras la

rabia comenzaba a crecer en su interior.

Page 119: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¡Doctor, doctor! ¿Qué ha ocurrido doctor? ¿Ella está bien?

El antiguo novio de Isabel se había aproximado hasta ellos, y preguntaba con la cara casi

desencajada. Cuando le vio, Diego no pudo más.

- ¡¡Tú!!- exclamó, con una rabia tan profunda que hizo palidecer hasta al propio doctor- ¡Tú

tienes la culpa de todo! ¡Maldito seas!

Y, en su descontrol, se abalanzó sobre él dándole golpes por todas partes. Su único

pensamiento era darle una paliza memorable, golpearle por donde pudiera, y así lo hizo. Le

golpeó con furia inusitada, y siguió golpeándole cuando los dos cayeron al suelo. Nadie era

capaz de detenerle. Perdió la noción del tiempo y del espacio, ni siquiera sentía sus puños

cuando golpeaban la cara de su abatido adversario. De haber seguido así, perfectamente

podría haber acabado con su vida a golpes, tal era el estado de su enajenación, pero aquel

hombre tuvo suerte. La pareja de policías que se ocupaba del accidente de Isabel aparecieron

por el ascensor, con la intención de confirmar unos datos que les habían quedado

pendientes, y se encontraron con el alboroto. Se abalanzaron sobre Diego sin pensarlo dos

veces, y, sin pensarlo dos veces, le pusieron las esposas, mientras los enfermeros se llevaban

al pobre desgraciado, cuya cara estaba completamente inflada.

XXII

Los policías no se anduvieron con muchas zarandajas. Pese a los razonamientos del doctor

Fuentes, que les intentaba hacer ver que podía tratarse de una enajenación mental

transitoria, que debía de observar también la salud de Diego para ver si se encontraba bien,

no dudaron ni un instante en hacerle caso omiso y llevárselo de allí con paso firme en

dirección al coche patrulla.

- Lo siento doctor- le decía uno de ellos, el que aparentaba más seguridad y que debía ser

jefe del otro- Yo sólo sé que mis ojos han visto lo que han visto. Nos lo llevamos a comisaría,

le ruego que me mantenga informado del estado del otro hombre.

Diego no intentó resistirse apenas. Empezaba a ser consciente de lo que había hecho y

supuso que agredir a los agentes de policía no mejoraría su situación, así que se dejó llevar

intentando aparentar la calma más absoluta, pero destrozado en el fondo, no por haber

golpeado a aquel hombre que consideraba detestable, sino por haber perdido a quien tanto

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quería. La consciencia de lo que había hecho le recordaba también los motivos de por qué lo

había hecho: Isabel estaba muerta, y eso le destrozaba el corazón.

Salieron a la calle. Ya era de noche y hacía un poco de frío, ¿qué hora sería? ¿Cuánto tiempo

había transcurrido? El no debería de estar ahí, todo eso no debería de estar pasando. A esas

alturas deberían de estar disfrutando de la escapada que habían planeado. La realidad le

golpeaba una vez más con dureza, con tanta dureza que le tenía aturdido. "Ella no se

merecía ese final", pensaba, "ella era buena, no merecía eso". Esos pensamientos provocaban

que volviera a sumergirse, una vez más, en ese estado de inconsciencia en que se sumerge

una persona cuando se niega a aceptar la realidad, y sólo la presencia del coche de policía

enfrente del Hospital le recordaba su situación. Hacia allí iban, sin remedio, esposado y

escoltado por dos policías que apenas hablaban, y observado con curiosidad por todos los

que en la calle se encontraban. Cuando llegaron al coche, el policía que parecía más veterano

se dispuso a abrir la puerta trasera, pero justo antes de que lo hiciera una voz que a Diego le

resultó familiar habló a sus espaldas.

- Un momento, agentes.

Había sonado tranquila y serena, pero en su tono grave se translucía un ligero toque

imperativo que no gustó nada a los agentes. Los agentes se volvieron, y Diego pudo hacer lo

mismo, para ver la silueta alta y enjuta de un hombre de traje azul oscuro que se encontraba

embuchado bajo un abrigo gris de piel de camello. En la oscuridad de la noche no se le veía

bien el rostro, pero cuando se dirigió hacia ellos Diego reconoció al instante el andar tan

característico de Rodrigo de Zúñiga.

- Lo que están haciendo no es legal, agentes- comenzó con mucha calma y lentitud, una vez

que llegó a su altura- Si le meten en ese coche y se lo llevan, pueden tener un problema muy

serio.

Diego notó, sorprendido, cómo las palabras de Rodrigo de Zúñiga provocaban en el policía

veterano un ligero y apenas perceptible temblor. El más joven, sin embargo, se creció ante la

velada amenaza del abogado.

- ¿Pero qué dice este hombre? A ver, ¿quién es usted? ¡Documentación!

- Soy su abogado- respondió Rodrigo, mientras señalaba a Diego con el dedo- Y les exijo a

ustedes que le suelten ahora mismo. Lo que van a hacer no es legal.

- Pero, ¿será posible? ¡A ver, la documentación!- prosiguió el policía.

- Javier, por favor, ¿te quieres callar?- le cortó de inmediato su compañero, el más veterano-

Lo siento, señor de Zúñiga, este hombre ha agredido violentamente a otro delante nuestro.

Nos lo tenemos que llevar.

Diego contemplaba la escena con asombro. Se conocían. Rodrigo de Zúñiga y el policía se

conocían, pero, ¿de qué? ¿Tanta influencia tenía? El policía novato tampoco parecía

comprender demasiado bien, y enmudeció al escuchar hablar a su compañero. De repente,

un silencio frío y cortante se estableció entre el abogado y los policías, y el rostro del primero

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comenzó a mostrar una expresión seria e inescrutable. Sus ojos comenzaron a brillar de una

forma violenta, y el policía veterano comenzó a mover las manos de forma nerviosa, ante el

asombro de Diego y de su compañero.

- Pero, ¿quién demonios se cree que es usted?- le increpó el policía joven- ¿De qué le

conoces?- preguntó a su compañero.

Rodrigo de Zúñiga ni siquiera le miró a los ojos. Continuó observando fijamente al veterano.

- Se muy bien lo que ha hecho este hombre- dijo, sin perderle la mirada- Yo me ocuparé de

defenderle ante quien haga falta. Ahora, suéltale inmediatamente. Y dile a tu compañero que

no quiero volver a oír nunca más su voz. ¿Me has entendido bien?

- Por supuesto que sí, señor de Zúñiga. Le he entendido perfectamente.

- ¿Y a qué esperas para quitarle las esposas?

Diego vio con asombro cómo el policía le quitaba las esposas rápidamente mientras

fulminaba con la mirada a su joven compañero, que parecía querer decir algo.

- Lo siento señor de Zúñiga. Nosotros nos vamos.

- Pero... - replicó el joven, incapaz de refrenar su lengua.

- ¡Cállate, maldito estúpido!- le increpó su compañero en voz muy baja y con violencia

inusitada- Súbete en el maldito coche y olvida cuanto has visto y oído. Vámonos.

El compañero obedeció por fin, y los dos policías arrancaron el coche marchándose de allí.

Cuando Diego quiso reaccionar, la mirada del abogado ya llevaba tiempo sobre él,

observándole de manera inquisitorial.

- Señor Márquez- le dijo, con el mismo tono que había empleado con el policía- veo que no

es usted tan discreto como aparenta.

XXIII

Rodrigo de Zúñiga le dejó en su casa, permaneciendo mudo durante todo el trayecto en

coche. Diego tampoco hizo demasiados esfuerzos por hablar, ya que no se encontraba

demasiado bien. "No se preocupe por la chica, su madre llegará por la noche para hacerse

cargo. Intente descansar, mañana por la mañana nos veremos en las oficinas"; era todo

Page 122: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

cuanto le había dicho antes de que se bajara del coche. ¿Cómo sabía esas cosas Rodrigo de

Zúñiga? ¿Cómo sabía que la madre de Isabel estaba en camino? ¿Por qué el policía le tenía

tanto miedo? ¿En qué clase de empresa se había puesto a trabajar? Nos veremos por la

mañana, le había dicho, en un tono que no admitía réplica. No era normal, desde luego,

hablarle así a un trabajador que acaba de perder a un ser querido, como tampoco era normal

que el abogado hubiese aparecido de la nada para librarle de ese modo de los policías. De

haberse dado cuenta antes, se habría preocupado, pero en esos momentos nada le

importaba. "¿Qué más me da ya quiénes sean? ¿Qué más me da si los de Palotex son un

puñado de locos que van por ahí amenazando a la gente?", pensaba, "ella está muerta, y ya

todo me da igual".

Cuando entró en su piso todo le pareció distinto, aunque todo seguía igual. De repente le

pareció que las bombillas iluminaban menos, que los muebles eran más feos, que el silencio

era mayor de lo habitual a esas horas... y daba igual a que parte del piso se dirigiera, daba

igual en qué habitación estuviese, pues la sensación era la misma: una sensación de vacío,

una sensación de falta, una sensación que no desaparecía y que él sabía que tardaría en

desaparecer, si es que algún día lo hacía. Intentó dormir, pero no pudo. Cada vez que

cerraba los ojos, la mirada honesta y azul de ella se le aparecía en la mente. Toda su esencia,

desde sus mayores virtudes hasta los más grandes defectos, impregnaba su habitación

solitaria. Recordaba hasta el más mínimo detalle, como si ella estuviese allí en ese instante,

como si esos recuerdos pudieran resucitarla. La realidad le golpeaba duro y si pausa, y,

como casi siempre que ocurre con las personas que se ven envueltas en combate semejante,

Diego se encontró aquella noche con que no podía dormir, y mientras daba vueltas y vueltas

sobre la cama asumió con triste resignación que aquella noche bien podría ser la primera de

un millón de noches más...

A la mañana siguiente, cuando el despertador sonó, los párpados le pesaban y la cabeza le

dolía tremendamente. Había podido dormir algo menos que un par de horas y, a pesar de

que era sábado, se aseó rápidamente para acudir a Palotex. Tenía que aclarar muchas cosas

con Rodrigo de Zúñiga e imaginaba que era por eso por lo que el jefe de los abogados

requería su presencia. Ahora que ya habían pasado las horas, y que su breve "enajenación"

había terminado, se daba perfecta cuenta de lo que había hecho: había agredido brutalmente

a un hombre que después necesitó asistencia médica. Podía perfectamente haber pasado la

noche en comisaría de no haber sido por la intervención de Rodrigo de Zúñiga, y a pesar de

ello no sabía la clase de problemas legales que podría tener por ese suceso. Esa parte era la

única que le preocupaba de ese asunto, ya que el estado de salud el hombre al que había

agredido le traía sin cuidado. "Se lo merece", pensaba, "se merece eso y más". La rabia que

sentía por la muerte de Isabel, el hecho de considerarle a él culpable de todo, le hacía tener

esos sentimientos, y nada ni nadie podría haberle convencido de lo contrario. Pese a todo, se

dio cuenta mientras se duchaba de que su estado actual no era quizás el más indicado para

pensar en nada de manera objetiva. Necesitaba serenarse. Serenarse y ordenar sus

Page 123: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

pensamientos. Así que lo primero que debía hacer era acudir a Palotex, donde le estarían

esperando. Después ya se vería.

Cuando llegó a las puertas de la empresa, su tío Francisco salió como un rayo de la

conserjería para abrirle. Su cara reflejaba preocupación y susto a la vez.

- Dios mío, Diego- le dijo, alarmado- ¿En qué lío te has metido? Alfonso Elizalde está en su

despacho esperando que llegues. Me ha dicho que en cuanto te vea entrar te mande para allá

enseguida. Creo que con él está Rodrigo de Zúñiga.

- No pasa nada tío, no te preocupes. Está todo bien, sólo que ayer tuve un pequeño percance

con la policía, eso es todo.

- ¿Eso es todo, dices? Hijo, aquí los percances con la policía no gustan nada. Yo siempre les

dije que eras una persona seria, respetuosa y responsable. No llevas aquí ni diez meses y ya

te has metido en líos con la policía. Pero, ¿cómo es posible Diego? A ti no te pegan esas

cosas, nunca pensé que tú pudieras tener algún lío con alguien... Jesús, nunca pensé que

pudieras dejarme en mal lugar, Pero bueno, eso no importa, tú... ¿tú estás bien?

Diego nunca le había contado a su tío que salía con una chica. Tampoco tenía pesado

contárselo ahora, pero lo cierto es que hasta ese momento no había caído en un detalle: su tío

tenía razón. Él le había recomendado para entrar en la empresa y estaba allí gracias a él. Le

había dejado en mal lugar.

- Lo siento- le dijo- Lo de ayer fue un incidente aislado. No te preocupes, subiré y aclararé

con ellos la situación.

- Eso es. Tú ve y habla con el director. En el fondo aquí son gente comprensiva. Si ha sido

algo aislado, seguro que no pasará nada... pero sube rápido, por favor, y no les mientas.

Alfonso Elizalde huele una mentira desde antes incluso de que asome a tus labios... así que

ya sabes, no se te ocurra ocultarles nada.

Subió resignado, pensando que quizás lo que le esperaba arriba era un despido. No estaba

nervioso. Lo cierto es que le daba igual. Nada podría ser peor que el intenso dolor que

albergaba en su corazón, y en ese estado llegó hasta la puerta del despacho del director,

como un boxeador medio noqueado que, en el último asalto, aguanta los últimos golpes sin

apenas sentirlos. Como era fin de semana la secretaria no estaba, así que entró directamente

a la antesala sin llamar. Estaba vacía, pero tras la puerta entornada que daba al despacho se

intuía un ligero movimiento. El director estaba con alguien, y ese alguien seguro que sería

Rodrigo de Zúñiga, tal y como le había dicho su tío. No le dio tiempo a pensar mucho, pues

apenas cerró la puerta tras de sí la voz del director sonó desde dentro.

- Señor Márquez, ¿es usted?

Diego se acercó hasta la puerta y la abrió para pasar al despacho. Alfonso Elizalde se

encontraba en su silla y el abogado estaba frente a él, con las piernas cruzadas una sobre la

Page 124: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

otra, atusándose su perilla rubia con los dedos índice y pulgar de la mano derecha. Ambos le

miraban fijamente mientras él, quieto en el umbral, no sabía bien qué decir.

- Señor Márquez, ¿se encuentra usted bien?- le preguntó el director, preocupado- Pero pase,

por favor, pase. Póngase cómodo.

El director se levantó señalándole la silla que estaba vacía junto a Rodrigo de Zúñiga El

abogado hizo lo mismo, y no se sentaron hasta que Diego se acomodó en la silla. "Desde

luego hay que admitir que la educación de esta gente es exquisita", pensó Diego, mientras se

sentaba. Después se dio cuenta de que él no había correspondido. No le había dado las

gracias a Rodrigo de Zúñiga por haberle librado de las garras de la policía.

- Lo siento, señor de Zúñiga- dijo, dirigiéndose al abogado- Ayer no le di las gracias por lo

que hizo. Supongo que estaba un tanto confuso. Disculpe mi despiste y... gracias por

prestarme su ayuda.

Diego le tendió la mano y él se la estrechó. Su apretón era firme y duro, y sus ojos azules le

miraron fijamente. Su expresión era inescrutable, "cara de póker", como se suele decir.

- No hay de que, señor Márquez- respondió tranquilo- No hay de qué.

- Tuvo mucha suerte de que Rodrigo pasara por allí casualmente- dijo el director- Él me ha

contado todo lo que pasó, y me gustaría transmitirle en nombre de toda la empresa nuestras

más sinceras condolencias. La pérdida de un ser querido siempre es algo duro, muy duro.

Por eso comprendo perfectamente su reacción, señor Márquez, aunque he de admitir que

me sorprende un poco. Nunca le creí capaz de cometer un acto violento, pero ya ve... nunca

se termina de conocer a una persona, ¿verdad?

- Lo de ayer no es algo habitual en mí, señor Elizalde. Estaba... estaba ofuscado.

- No se preocupe, por favor... no tiene que darme ningún tipo de explicación. Por lo que

Rodrigo me ha contado, aquel canalla recibió su merecido. Incluso menos, diría yo.

Diego se quedó confuso, de nuevo. Parecían saberlo todo, pero... ¿cómo?

- Rodrigo es muy bueno recogiendo información- le dijo el director apenas vio su rostro

interrogante- Aunque, si hay algo que quiera contarme, si algo le preocupa, si quiere

desahogarse... aquí me tiene.

- Bueno, ya que lo dice... no sé exactamente cuál es mi situación en estos momentos. Quiero

decir, mi situación con la justicia, después del altercado de ayer.

El director de Palotex se sonrió con complacencia antes de responder.

- Señor Márquez, le voy a decir una cosa. En confianza. Hace muchos años que llegué a una

conclusión: en este mundo no eres nadie a no ser que tengas un buen abogado, y Rodrigo de

Zúñiga es el mejor. Si la policía quiere presentar cargos contra usted, que lo haga. Si ese

memo al que usted agredió quiere denunciarle, que lo haga... si eso sucede, usted no debe

preocuparse en absoluto. Rodrigo de Zúñiga y su equipo no han perdido jamás ningún caso,

y le puedo asegurar que se han ocupado de cosas mucho más importantes que una simple

Page 125: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

agresión. No creo que pase nada, pero si por algún casual usted acaba teniendo que dar

algún tipo de explicación, Rodrigo convencerá a todo el mundo de que fue en realidad aquel

sujeto el que le agredió a usted. No fue su puño el que golpeó a aquel sujeto, fue la cara de

ese hombre la que golpeó su puño con furia inusitada, ¿me entiende?

Diego enmudeció unos instantes. En realidad, tampoco era tan extraño lo que le estaban

diciendo. Ellos eran la parte poderosa y eso era lo que contaba. Tenía gracia, por primera vez

en su vida la parte poderosa estaba de su lado.

- Lamento haberles dejado en mal lugar, señor Elizalde. Quiero que sepa que mi tío no...

- Alto, alto, señor Márquez- le interrumpió el director- Ya le he dicho que no quiero

disculpas. La vida es muy complicada y el camino de un ser humano se ve rodeado muchas

veces de sucesos que no son ni agradables ni pacíficos... no está usted hablando con ningún

cura de seminario. Para mí lo de ayer fue una tontería. Lo verdaderamente grave es que

usted ha perdido a un ser querido, y eso es lo que me preocupa... quiero que sepa que nos

preocupamos por usted, y quería hacerle una pregunta... una pregunta importante que

quisiera me respondiera con total sinceridad.

El director era claro y directo. No podía serlo más, y eso le gustaba. Rodrigo de Zúñiga

también parecía ser del mismo estilo, pero, a diferencia de su jefe, él no había abierto la boca

todavía. Le observaba fija y concentradamente. Su mirada no era la mirada de alguien

normal, parecía más bien la mirada de un hombre que se adentra en los rincones más

profundos del alma de otro, buscando cualquier sentimiento oculto.

- Pregúnteme lo que quiera, no faltaba más- respondió sereno.

- Mi pregunta es la siguiente: ¿se encuentra bien para seguir trabajando o necesita algún

tiempo para recuperarse?

- No tengo ningún problema, no necesito tiempo. Es más, necesito trabajar cuanto antes.

- Sí. Sin duda eso es lo mejor que puede hacer. El trabajo mantendrá su mente ocupada y le

ayudará a superar su dolor. Me alegra que lo vea así. Por mi parte no tengo nada más que

decirle, señor Márquez. Sabe que en Palotex estamos a su disposición para cualquier cosa

que necesite, me gusta preocuparme personalmente por todos mis trabajadores y

asegurarme de su bienestar. Le animo a que siga colaborando con el astrofísico, y si necesita

ayuda para superar su terrible pérdida no dude en pedírmela. Conozco muchos psicólogos

prestigiosos, o si es usted creyente, conozco muchos buenos sacerdotes...

- No necesito nada señor Elizalde, muchas gracias- le interrumpió Diego en tono amable- Se

lo agradezco mucho, pero lo superaré solo.

- Está bien, está bien... sólo quería que lo supiera, y, si algún día cambia de opinión, no dude

en decírmelo. Por cierto, no vuelva al hospital. No conviene que le vuelvan a ver por ahí.

Sabemos que la madre de su novia se la llevará a Galicia para enterrarla, así que le

recomiendo que vaya directamente hasta allí. Nosotros estaremos encantados de verle a su

regreso...

Page 126: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Alfonso Elizalde se levantó y le tendió la mano. Diego hizo lo mismo y se la estrechó

sorprendido. El director notó su gesto al momento.

- ¿Hay algo más que quiera decirme, señor Márquez?- insistió.

- No... yo... pensé que iba a usted a despedirme.

Alfonso Elizalde le miró durante unos segundos y, al rato, adoptó una expresión de sorpresa

como la que tenía Diego. Después miró a Rodrigo, que se sonreía desde su sillón. En unos

segundos el director y el abogado rompieron a reír. Rodrigo de Zúñiga se levantó en

dirección a la puerta y la abrió, señalándosela a Diego.

- Aquí no se despide a nadie por temas personales, señor Márquez- le dijo con una sonrisa

irónica- No sé en qué clase de trabajos habrá estado usted antes, pero aquí no juzgamos la

vida personal de los trabajadores, sólo juzgamos su talento. Lo único que se le pide es que

trabaje bien y que no hable mal de su empresa, el resto es asunto suyo.

Diego se marchó del despacho mientras se despedía de los dos. Alfonso Elizalde se quedó en

su sillón sonriendo mientras Rodrigo de Zúñiga le cerraba la puerta al tiempo que lanzaba

sobre él aquella mirada que parecía buscar cualquier cosa que no se viera a simple vista. Y

así, entre sorprendido y aliviado al mismo tiempo, abandonó el despacho. Cuando bajó y le

contó a su tío que no pasaba nada, que todo seguía bien, este pareció respirar por primera

vez en todo el día, y al salir a la calle el ruido de los coches y de la gente que pasaba a su

alrededor quedó sepultado por la angustia de sus pensamientos y por el dolor de su

corazón. "Ella está muerta", se repetía, una y otra vez, "ella está muerta, y nunca más estaré a

su lado. Nunca más volveré a ver su malhumor al despertar, ni sus manías, ni sus malos

sueños en la noche. Nunca más volveré a oír su voz, dulce y tranquila, dándome ánimo en

mis proyectos. Nunca más la escucharé leerme los relatos y cuentos que ella escribía, y

nunca más volveré a verla sentada en su habitación, concentrada, escribir esas historias que

luego me leía. Nunca más la veré llorar, y nunca más la veré reír... ella ya no está..." Aquellos

pensamientos se grababan en su mente, intentaba quitárselos de encima, pero no podía.

Intentó controlarse, y así lo hizo, pero, en el fondo de su corazón, intuyó que aquellos

pensamientos le acompañarían durante mucho tiempo, si es que no lo hacían durante el

resto de su vida.

XXIV

Page 127: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Cómo le ves, Rodrigo?- le preguntó el director a su abogado predilecto, una vez se sentó

de nuevo en su silla.

- Le veo mal, señor Elizalde. Es lógico, acaba de perder a su novia.

- Sin embargo, él está entero.

- Está destrozado, señor Elizalde, al borde de la rotura. No obstante, he de reconocer que

sabe guardar bien las apariencias.

- ¿Y crees que no podrá seguir trabajando?

- Sí, sí podrá. Como le digo, es lógico que no esté bien. Perder a un ser querido siempre es

duro, pero el trabajo le vendrá bien. Aunque habrá que vigilarle de cerca, no vaya a ser que

cometa alguna locura.

- Bueno, de todas formas la máquina ya está lista. Si al señor Márquez se le ocurriera tirarse

por alguna ventana, en poco ya podría afectarnos.

- Eso también es cierto.

- Pero... de todas formas... ¿le ves capaz de tirarse por una ventana?

- Es posible... pero no lo creo. Se le pasará con el tiempo, lo más probable, como a todo el

mundo.

- ¿Tú crees?- le preguntó el director, sorprendido, a la vez que se acordaba de su ex mujer-

¿Se te pasaría a ti, Rodrigo, si estuvieses en su lugar?

- Si yo estuviese en su lugar, señor Elizalde, su antiguo novio estaría muerto, y no en el

hospital recuperándose de sus heridas.

- No has contestado a mi pregunta.

- Yo creo que estas cosas nunca se superan. Intentar olvidar es un error, simplemente hay

que hallar la manera de vivir con ellas y continuar adelante. No sé si el señor Márquez será

capaz de ello, pero no creo que vaya a tirarse por una ventana para poner fin a su vida, si

eso es lo que le preocupa.

- Ya... eso espero, en fin... bueno, aparte de por este incidente con el señor Márquez, imagino

que sabrás por qué estás aquí hoy, ¿no, Rodrigo?

- Me lo imagino perfectamente.

El director comenzó a removerse en su sillón, mientras contemplaba a Rodrigo de Zúñiga

con aire solemne. "Tanto tiempo esperando este momento", pensó, "y ahora no sé qué decir".

Al ver su indecisión, Rodrigo comenzó a sonreírse irónicamente desde la silla.

- Ya he preparado la maleta, señor Elizalde- dijo, en tono socarrón.

Page 128: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Me duele mucho que nunca te hayas tomado este asunto en serio- replicó ofendido- Me

sorprende que hables así ante algo que te puede llevar la vida. Nunca hemos probado la

máquina con seres humanos.

- Ardo en deseos de meterme dentro de esa cosa... usted ya lo sabe.

- Cuando seamos millonarios no hablarás así.

- No venda la piel del oso antes de cazarlo. Y ahora, ¿me puede decir cuando tiene pensado

darle al botón de encendido?

- El jueves. El astrofísico terminará los últimos detalles con el señor Márquez. Hoy mismo he

hablado con él y le he comunicado mi decisión de activarla para hacer una prueba con

personas.

- ¿Él sabe que yo me meteré en la máquina?

- Sí, ya se lo he dicho.

- ¿Y con quién más iré? ¿Me lo va a decir ya?

- A su debido momento, aún no lo tengo claro.

Rodrigo supo inmediatamente que su jefe mentía. El director desconfiaba de él, eso era ya

algo evidente.

- El miércoles por la tarde nos reuniremos con el señor de la Fuente y con nuestro dolido

señor Márquez para ultimar los detalles previos al viaje. Después, te explicaré a ti y a tu

compañero todo lo que tendréis que hacer cuando lleguéis a vuestro destino. Hasta ese día,

no hablaremos más del tema. Tómate libre hasta entonces, aprovecha para estar con tu

mujer... relájate un poco.

Rodrigo de Zúñiga se levantó con su elegancia característica y se abrochó el botón de la

chaqueta para disponerse a salir. Cogió su abrigo gris de piel de camello que había dejado

colgado en una percha de madera, al lado de la puerta de salida, y lo dobló cuidadosamente

sobre su antebrazo izquierdo. Se despidió de su jefe antes de salir, y, una vez más, Alfonso

Elizalde se quedó admirado ante su exquisito saber estar y buena presencia. "Habría sido un

gran político", pensó, "o un gran presidente..." pero, justo antes de cerrar la puerta, detectó

en su sombrío rostro una expresión distinta, algo raro... el director de Palotex también era

bueno en materia de personas, y conociendo a Rodrigo como le conocía sabía que aquel

gesto, apenas imperceptible, era nuevo en él. No era resignación, ni odio, ni agresividad...

tampoco era su acostumbrada ironía o el breve destello de amor que traspasaba su mirada al

mencionar a su mujer... no, era algo nuevo, era cansancio, agotamiento, y eso descuadró a su

director. Nunca había visto un gesto de cansancio en Rodrigo, y su actitud nunca había

demostrado algo ni tan siquiera parecido. Tampoco ahora lo demostraba, pero Alfonso

Elizalde estaba muy seguro de lo que había percibido durante un breve instante, y segundos

después ya había sacado una conclusión rotunda: Rodrigo de Zúñiga estaba quemado.

Page 129: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

XXV

Diego nunca había visto Galicia, y lamentó profundamente verla por primera vez en tan

penosas circunstancias. El entierro fue bonito, y por la actitud de los allí presentes, pocos,

pero tremendamente afligidos, supuso que Isabel era una persona muy querida. Su madre

estaba realmente destrozada; había perdido a su marido y a su hija en poco menos de dos

años, pero aun así le sorprendió la entereza con que afrontaba la situación. Era una mujer

recia, y se notaba, como también se notaba el profundo e intenso dolor que debía comerle el

corazón. "Para lo que usted quiera, aquí me tiene", le había dicho, sin saber bien que más

podría decirle a una madre desconsolada. Ella se había mostrado con él muy cariñosa, sabía

que su hija le había hablado de su relación, y esperaba algún día poder conocerla. Al igual

que aquella tierra hermosa, también lamentó conocer a la madre de Isabel en tan penosas

circunstancias. Durmió en un hotel, a pesar del ofrecimiento de la madre de dormir en su

casa. Pues sabía que le resultaría muy duro entrar en la que fue su casa, así que prefirió

dormir en un sitio más impersonal. Al día siguiente, después de asistir a su funeral, fue a la

estación para tomar el tren de vuelta a Madrid. Debía volver y terminar su trabajo, y aquel

lugar no hacía sino atormentar más su dolorido corazón. Estaba en una nube, todo le

recordaba a ella. Cada vez que veía una calle, una montaña a lo lejos... cuando vio su casa...

ese era el lugar donde ella creció, el lugar de donde venían muchos de los recuerdos que

compartió con él, la tierra que tanto quería y que nunca más volvería a ver... ella estaba

muerta, y no era capaz de asimilarlo. Quiso preguntarle a su madre cómo lo hacía, cómo

hacía para conservar la entereza después de perder a un marido y a una hija, pero, ¿cómo

hacerlo? ¿Cómo preguntarle eso a una persona que acaba de enterrar a un ser querido?

Necesitaba hallar la respuesta, y, a pesar de que sabía que no la encontraría en el trabajo,

marchó de prisa hacia Madrid, hacia Palotex, intentando huir de esa angustia que no le

abandonaba.

Jaime de la Fuente se lamentó de lo ocurrido en cuanto le vio. Parecía sinceramente afectado.

Era martes, y la semana se le presentaba incierta y triste. La máquina estaba terminada, sólo

quedaba supervisar los últimos detalles de su construcción, pero lo cierto es que todo le

daba igual.

Page 130: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Mañana Alfonso Elizalde nos ha convocado a reunión. Tiene pensado probar la máquina

con Rodrigo de Zúñiga- le dijo el astrofísico, una vez se acomodaron en la oficina.

- ¡¿Qué!?- exclamó Diego - Eso es una imprudencia. Aún no sabemos qué puede pasar con

un ser humano. Se podría desintegrar, en el sentido literal.

- Ya, pero... está dispuesta a probarla con él, sí o sí. Así es Alfonso Elizalde.

Diego se quedó un rato callado. La idea del director le parecía loca e insensata, pero a pesar

de todo no le sorprendía tanto. No le sorprendía porque en ese momento todo le daba igual.

- Si consigue viajar hacia atrás, no podrá regresar- dijo Diego- El pasillo de vuelta a la época

actual se generará en un lugar y en un instante concreto que ellos deberán calcular una vez

llegue allí, y para ello debe de realizar una serie de operaciones aritméticas que tendrían que

coincidir con las que realicemos nosotros aquí. No creo que él tenga esos conocimientos.

- Eso mismo le dije yo al director, pero me contestó que Rodrigo de Zúñiga había sido oficial

en el ejército, y que como tal entiende de matemáticas avanzadas y de cálculo de

coordenadas.

- Sí, pero... puede que no sea suficiente, él no es ni físico ni matemático. Es un riesgo muy

alto.

- Eso mismo también le dije yo... - replicó Jaime, dubitativo.

Diego observó la actitud temerosa de su compañero, y adivinó algo raro en él.

- ¿A dónde quieres llegar, Jaime?- le preguntó, serio- Espero que comprendas que no estoy

de mucho ánimo para andar con misterios.

- Alfonso Elizalde nos ha pedido a uno de los dos que vaya también- dijo rápidamente,

como si llevara tiempo intentando quitarse de encima aquella frase.

- ¿Que ha pedido qué?- replicó Diego, esta vez sorprendido de verdad- Pues yo no pienso ir-

añadió al rato- que vaya él si quiere.

- Mira Diego... eh... Alfonso Elizalde está obsesionado con esa máquina y está decidido a

probarla. También se le ha metido en la cabeza meter ahí dentro a Rodrigo de Zúñiga, y eso

es lo que hará, sin duda... y yo maldigo la hora en que le dije que Rodrigo de Zúñiga no

podría hacer esos cálculos porque, ante la duda, para asegurarse de que no existan fallos, de

improviso se le ha ocurrido meter dentro también a uno de nosotros dos. Es voluntario,

claro, y ofrece al que vaya con Rodrigo una cantidad enorme de dinero, pero...

- ¿Y por qué no vas tú, entonces?- le interrumpió Diego, cabreado- Parece un chollo, ¿no?

Pues métete ahí con él.

- Ya Diego, pero tú sabes tan bien como yo que es algo nuevo, que pueden existir fallos... ¡A

lo mejor nos morimos ahí dentro, vete tú a saber! Por Dios, que ese hombre está como una

cabra...

- Bueno, pues si es voluntario, dile que no iremos y fin del asunto.

Page 131: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Al pronunciar esas palabras el astrofísico palideció.

- Pero Diego... si Alfonso Elizalde lo quiere así, es mejor no contradecirle... aunque sea

voluntario, si le decimos que no nos despedirá seguro.

- Ya he estado antes en el paro.

- Sí. Pero él no se quedará ahí. Nos pondrá una "equis", nos marcará de por vida... se

encargará de decirle a todas las empresas del mundo que no nos contraten, y no lo harán.

No podremos volver a trabajar nunca el resto de nuestra vida.

- Hablas como si él fuera Dios. Pues nada, ve tú, y asunto arreglado.

- Yo no... yo estoy... estoy muerto de miedo, lo reconozco. No soy un hombre valiente, sino

todo lo contrario. La idea de meterme ahí dentro me pone de los nervios.

- Pues es tu invento.

- Sí. Paradójico, ¿verdad?

Se estableció un silencio, y la mirada suplicante de Jaime no obtuvo respuesta en Diego.

Este, a su vez, contemplaba a su compañero con rostro grave y contenido. De pronto, la

figura del astrofísico se le presentó cargante, y pensó que no podría llenar su vacío con aquel

trabajo. Empezó a estar harto de todo aquello, del sumiso Jaime, del frio Rodrigo de Zúñiga

y del obsesivo y controlador Alfonso Elizalde. Comenzó a ver todo con ojos demasiado

críticos, y, cuando su mente estaba a punto de echar humo, decidió poner el freno. "No estoy

siendo objetivo. Esto me está afectando demasiado", pensó, mientras el astrofísico seguía

frente a él, mirándole con ojos de cordero degollado.

- No voy a meterme dentro de la máquina, Jaime- dijo al cabo de un rato, ya más calmado-

No voy a arriesgar mi vida sólo por los delirios de un loco. Si quiere contar conmigo, que lo

haga cuando tengamos la certeza absoluta de que su funcionamiento es seguro, y para eso

aún necesitamos más tiempo. Tú haz lo que quieras.

- Yo no voy a meterme ahí dentro, Diego.

- Pues entonces ya está, asunto arreglado. No te preocupes, a ti no te va a despedir, te

necesita. En cualquier caso, seré yo quien pague las consecuencias de la negativa, yo valgo

menos que tú.

Diego se levantó y comenzó a pasear por el despacho, como si presintiese que aquel día iba a

ser su último día de trabajo. Su presencia allí, por lo menos, había contribuido al orden de

las cosas. Los libros ya no estaban apilados en el suelo, sino que se encontraban

debidamente ordenados en sus correspondientes estanterías. Habían comprado una mesa

adicional para apilar ahí todos los cuadernos con apuntes recientes y un tablón de corcho

para colgarlo en la pared, y así clavar ahí los informes y los cálculos más importantes. Hacia

allí se dirigió, pues un mapa se encontraba clavado con chinchetas, y eso era algo nuevo

para él. No recordaba haberlo puesto ahí. El astrofísico seguía sus movimientos con ojos

tristes, como si pensase que su compañero fuera a marcharse para siempre. Al llegar a la

Page 132: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

altura del tablón, observó que se trataba de un mapa de España en papel, de bastante

tamaño, clavado en el corcho mediante cuatro chinchetas. Se preguntó qué diablos hacía ahí

puesto, y su corazón dio un vuelco cuando observó, en la parte superior izquierda, un

círculo rojo rodeando varias poblaciones, en la provincia de La Coruña. Dentro del círculo

había un punto rojo señalando un lugar, y fuera de él varias ecuaciones matemáticas.

- ¿Qué diablos es esto?- le preguntó a Jaime, mientras se daba la vuelta sobresaltado, a la vez

que señalaba el mapa con el dedo índice, casi en actitud acusadora.

- Es el lugar escogido por Alfonso Elizalde para el viaje- respondió, sorprendido ante el tono

de Diego.

- ¿Y por qué ese sitio?

- No lo sé, Diego, tranquilo. Sólo es un camping situado entre dos pueblos, escogido al azar.

Aunque, tratándose del Director, seguro que habrá escogido ese lugar por algún motivo.

- Y, ¿cuántos años quiere retroceder?

- Quince, ni más ni menos, así me lo ha comunicado. En un principio, me pidió retroceder

dos años y situar el destino en Madrid, pero, como sabes, no es posible de momento. Le

comuniqué que, debido a la densidad y el tamaño del agujero que íbamos a crear,

necesitábamos un mínimo de diez años de retroceso. Se quedó un tiempo pensativo, subió a

su despacho y, a las dos horas, bajó diciéndome que quería retroceder quince años, y no a

Madrid, sino a esa zona de La Coruña. Concretamente quiere situar a los viajantes en el mes

de julio de 1993.

Diego se volvió a dar la vuelta, y se quedó un rato mirando el mapa, mirando aquel círculo

rojo. El pulso se le aceleró y la cabeza comenzó arderle mientras, en su interior, la voz de la

razón entraba en fiero y desigual combate con el corazón.

- Diego, ¿te encuentras bien?- le preguntó Jaime, preocupado al ver que su compañero se

había puesto rojo.

- Ha escogido este lugar para que yo me ofrezca voluntario- pensó Diego, en voz alta.

- Qué va, hombre, no digas tonterías. Si cuando escogió ese lugar no tenía pensado que

fuésemos ninguno de los dos... y además, al principio me propuso retroceder dos años y en

Madrid... creo que te equivocas, no tiene sentido, ¿qué demonios se te perdió a ti en Galicia

hace quince años?

Jaime se había puesto a la altura de Diego, y le miraba asustado. Le encontraba muy raro.

- Diego, ¿te encuentras bien?- insistió el astrofísico, al ver que su compañero permanecía en

silencio, mirando serio y pensativo aquel punto rojo. Al rato, Diego giró la cabeza y miró a

Jaime con expresión dura.

- Me encuentro perfectamente. Dile a Alfonso Elizalde que me meteré en esa máquina.

Page 133: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Jaime enmudeció al oír aquel cambio repentino de opinión, mientras Diego se dirigía hacia

la puerta del despacho con la intención de salir.

- Pero Diego... y esto, ¿a qué viene ahora? ¿A dónde vas?

- Me voy abajo, a tomar un café- respondió mientras abría la puerta- Y dile que iré- repitió

secamente, justo antes de cerrar la puerta con brusquedad.

XXVI

Cuando Rodrigo de Zúñiga entró en el despacho del director, y vio a aquel hombre de pie,

mirando a través de la cristalera que daba a la calle, comprendió enseguida que ese sería su

acompañante en aquel viaje a lo desconocido. ¿De quién podría tratarse si no? Alfonso

Elizalde se encontraba de pie junto a él, y los dos se voltearon rápido cuando entró Rodrigo.

- ¡Rodrigo!- exclamó el director con una sonrisa- Tan puntual como siempre, me alegro de

verte. ¿Qué tal tus días de descanso?

- Muy bien señor Elizalde, gracias- contestó mientras miraba rápida y discretamente al

hombre que acompañaba a su jefe. Era de mediana estatura, casi como el director, y

aparentaba unos cuarenta años. No tenía pelo, y su calva parecía literalmente una bola de

billar ya que su cara era casi completamente redonda. Iba perfectamente afeitado, de piel

blanquecina y ojos pequeños, oscuros y avivados que lo observaban todo con atención a

través de unas gafas redondas. Tenía las facciones poco marcadas y estaba en forma; ni muy

delgado ni muy gordo, mucho más en forma que cualquier hombre normal de cuarenta años

con apariencia de oficinista informal, pues eso era lo que aparentaba ser. También su

vestimenta acompañaba a aquella imagen: pantalón gris oscuro y mocasines negros de

vestir, camisa azul y chaqueta del mismo color que el pantalón, sin corbata. A ojos de un

espectador cualquiera, aquello bien podría tratarse de una reunión cualquiera entre tres

hombres de negocios normales, pero el ojo clínico de Rodrigo de Zúñiga detectó, en sus

gestos y en su mirada, que se encontraba frente a un hombre de acción.

Nadie le habría considerado un ser peligroso, pero Rodrigo, más conocedor del mundo de

las sombras que del mundo de la luz, supo enseguida que aquel hombre cumpliría bien su

trabajo sin apenas llamar la atención, sin salir de su apariencia de normalidad. Le gustaba

trabajar con gente así, pero las preguntas que tenía instaladas en su mente desde hacía

Page 134: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

tiempo volvieron a repetirse nada más entrar en el despacho: ¿por qué no puedo elegir yo a

mi compañero, como siempre? ¿Desconfía de mi Alfonso Elizalde?

- Ven aquí, Rodrigo, acércate. Quiero presentarte a tu nuevo compañero.

Rodrigo se acercó y le estrechó la mano. Cortés, educado, formal y elegante... como siempre.

Al instante, sus maneras llamaron la atención de aquel hombre que, siendo también

educado, no llegaba a ese nivel. Silencioso y atento escuchó los breves detalles que, a modo

de introducción, le daba Alfonso Elizalde acerca de su compañero: se llamaba Raúl Muñoz y

había sido, hasta hace unos años, Capitán del cuerpo de Artificieros del ejército. Ahí es

donde conoció a Alfonso Elizalde. Llevaba años realizando trabajos esporádicos para la

empresa con muy buenos resultados, habiendo demostrado máxima discreción y fiabilidad.

Rodrigo había oído hablar de él por boca de su director, pero nunca le había visto en

persona. Y se acabaron los detalles, nada más había que saber, salvo que no cabía ninguna

duda de que se trataba de un compañero eficaz.

- Y ahora, por favor, os voy a pedir que os sentéis y miréis bien esta mesa- dijo el director,

dando por acabada la presentación y llevándoles hasta su mesa.

Los dos hombres se sentaron y se inclinaron un poco hacia adelante para observar bien el

mapa de España que Alfonso Elizalde desplegaba sobre su mesa, a la vez que se sentaba él

también.

- Bien- continuó, mirándoles a los dos- Como ya sabéis, el doctor Ernesto Trebiño se halla en

paradero desconocido y no hay manera humana de dar con él.

Rodrigo de Zúñiga reflejó sorpresa en su rostro. El director hablaba como si Raúl Muñoz

estuviera al corriente de todo. Alfonso Elizalde detectó su gesto enseguida, y se apresuró a

darle una explicación.

- Raúl está al tanto de todo, Rodrigo. Le he explicado todo lo que debe saber mientras tú

descansabas.

- No se preocupe, señor de Zúñiga- añadió su nuevo compañero- Quiero que sepa, desde el

principio, que mi única intención es cumplir con el trabajo, y mi trabajo es ayudarle a usted a

eliminar a ese hombre. Ni más, ni menos.

- Rodrigo, sé que para esto querías elegir tú a tu compañero, pero conozco a Raúl desde hace

muchos años, su fiabilidad es comprobada, has de saber que puedes confiar plenamente en

él. Hasta hoy siempre habíais trabajado los dos por separado, sin saber nada el uno del otro,

pero ya verás cómo después de todo esto querrás volver a trabajar con él.

- Estoy totalmente convencido de ello- repuso Rodrigo, con un tono de ironía que ninguno

de los dos cogió- Pero, por favor, señor Elizalde, no se interrumpa dándome explicaciones

innecesarias y continúe con su plan.

- Estupendo. Como os decía, Ernesto Trebiño ha desaparecido, llevándose con él algo de

incalculable valor para mí. No tengo ya ninguna esperanza de encontrarle, de hecho, si

nuestras averiguaciones son correctas, nuestro joven doctor se encuentra criando malvas en

Page 135: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

alguna parte. Estoy seguro de que su descubrimiento ha caído en manos desconocidas, y las

personas que lo patenten y lo exploten se convertirán en multimillonarias... Palotex perderá

notoriedad e influencia, y eso es algo que no estoy dispuesto a que ocurra jamás.

Se interrumpió un momento para sacar dos fotografías, en una de las cuales se mostraba a

un hombre de unos treinta años con el pelo corto, rubio y rizado, con gafas y expresión

abstraída, y en la otra a un chico de idénticas facciones y expresión ausente.

- Este es el doctor Ernesto Trebiño, con treinta años en esta foto actual, y quince años en esta

otra. Viajareis atrás en el tiempo, con la máquina de Jaime de la Fuente, encontrareis al

doctor en ese tiempo pasado, cuando Ernesto Trebiño era tan sólo un adolescente, y le

eliminareis sin contemplaciones. Cambiareis la historia, ese hombre no vivirá para inventar

nada, ni siquiera llegará a trabajar jamás, ni en Palotex ni en ningún lado. Sus hallazgos

nunca verán la luz, pues nunca llegarán a producirse, y la máquina del tiempo de Jaime de

la Fuente, bajo la patente de Palotex, se convertirá en el descubrimiento más importante

realizado por el hombre en el siglo veintiuno. Ocuparemos el lugar que nos corresponde en

el mundo y en la historia.

- Y, ¿a dónde iremos?- preguntó Raúl.

- A dónde... y a cuándo- apuntilló Rodrigo.

- Iréis a Galicia, al mes de julio de 1993. Iréis a un km de este pueblo de La Coruña- dijo el

director, señalando el mapa- Aquí hay un camping. Mejor dicho, había un camping. Allí

podréis pernoctar como si fueseis montañeros comunes. La máquina sólo nos permite de

momento viajar con un mínimo de diez años, así que teniendo en cuenta esa limitación he

elegido este sitio y este tiempo porque, estudiando la vida de Ernesto Trebiño a fondo, es el

mejor momento para acabar con él con la máxima discreción.

- ¿Por qué?- preguntó Rodrigo.

- Porque es una zona muy tranquila. A dos km de este pueblo la familia Trebiño compró una

pequeña extensión de terreno con una casa dentro de ella, concretamente aquí- dijo

señalando el mapa con una equis a boli- La zona está rodeada de pequeños pueblos y aldeas,

entre los cuáles está también el camping adonde iréis vosotros. Sin embargo, el terreno de

los Trebiño se encuentra un tanto aislado. Me consta que lo emplearon como residencia de

verano durante cinco años antes de venderlo, y que 1993 fue su primer año, así que en esa

época todavía no eran conocidos por la gente. Vosotros iréis tres días antes de que la familia

Trebiño llegue para inaugurar su nueva residencia de verano. Estudiareis el terreno y, en

cuanto llegue el joven doctor, que por aquel entonces tendrá quince años, lo eliminareis con

la mayor discreción posible.

- ¿Tiene hermanos?- preguntó Raúl Muñoz.

- Sí. Estará con sus dos hermanos mayores y con sus padres.

- Y... ¿qué hacemos con ellos?

Page 136: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga miró a su compañero al oír la pregunta, y en sus ojos se reflejó una

expresión de repudio. Alfonso Elizalde lo notó enseguida.

- Sí... buena pregunta. ¿Qué hacemos con su familia, Rodrigo?- le preguntó a su abogado,

con una sonrisa cómica.

- No veo ninguna necesidad de matar a una familia que se encuentra de vacaciones, señor

Elizalde- contestó Rodrigo, en tono seco y cortante.

- Tienes razón... sería algo malo, ¿verdad? Pero, ¿no lo es también matar a un jovencito de

quince años?

- Matar a su familia no es necesario, señor Elizalde- volvió a repetir Rodrigo, esta vez en un

tono imperativo que no admitía réplica ninguna, y que sorprendió a su nuevo compañero.

El director se sonrió aún más, antes de volver su rostro hacia Raúl.

- A Rodrigo no le gusta que bromee con estas cosas- comenzó a decirle, mientras volvía a

poner su rostro serio- Nadie matará a su familia, ¿acaso piensas que somos vulgares

asesinos?

- Yo sólo lo decía porque sería más seguro para nosotros.

- Le mataremos sin que nadie se entere, y sin que nadie nos vea- le recriminó Rodrigo, con

tono de asco- Así es como lo hace un profesional, si tiene tantas ganas de matar, se ha

equivocado usted de sitio.

Raúl Muñoz le devolvió la mirada, pero no contestó. El director le había dejado bien claro

antes que el abogado mandaba sobre él.

- Por cierto, Rodrigo- prosiguió Alfonso Elizalde- Jaime de la Fuente me ha llenado de dudas

acerca de la probabilidad de éxito en el viaje de retorno. No quisiera perderos en un tiempo

que no es el nuestro, así que he tenido que improvisar...

Rodrigo de Zúñiga le miró con serio disgusto y con gesto interrogante.

- ¿A qué se refiere usted con improvisar?

- Verás, para regresar, como sabes, tendréis que situaros en un lugar concreto a una hora

concreta, para, desde aquí, volver a generar el pasillo que os llevará de vuelta a casa. Yo

respeto y admiro tu inteligencia, pero, al no ser éste tu campo, existe una mínima

probabilidad de que tú no seas capaz de hacer desde allí los cálculos aritméticos requeridos

para identificar el lugar concreto y el momento propicio, así que tendrás otro compañero.

- Ya... - dijo Rodrigo, casi meditando para sí. Lo cierto es que a esas alturas no le sorprendía

nada- Y, si Jaime de la Fuente viene con nosotros, ¿quién manejará la máquina?

- La máquina la manejará Jaime de la Fuente, ya que no será él el que vaya con vosotros. El

señor Márquez se ha ofrecido voluntario.

Page 137: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo pegó un pequeño respingo, e inmediatamente pensó en aquel lugar, en aquel

tiempo y en aquella chica que acababa de morir en el hospital. Alfonso Elizalde no sabía

nada, pero Rodrigo sí, pues se había informado de ella cuando les estudiaba a los dos por

precaución.

- No me parece buena idea que venga el señor Márquez- añadió, al rato.

- Bien, me lo suponía. Irá, de todas formas. Además, es mejor que sea el astrofísico el que

maneje la máquina, a fin de cuentas él es su artífice.

Rodrigo optó por no pelear más y, en cierto modo, sabía que en el fondo era más prudente y

sensato que Jaime de la Fuente manejase su invento desde allí.

- Ni que decir tiene- continuó el director- que vuestra tarea allí ha de ser desconocida para

ellos. Les he dicho que se trata de un viaje experimental. Sois dos hombres discretos, así que

confío en que el señor Márquez no se enterará de nada.

- Descuide- contestó Raúl- Eso se da por supuesto.

- ¿De veras?- le preguntó Rodrigo con ironía- Quizás tengamos que matarle también, ¿no?

Por si acaso.

Raúl Muñoz enrojeció de rabia ante la retranca del abogado, mientras escuchaba la risa

contenida del director de Palotex.

XXVII

Diego se encontraba en la cafetería de la empresa cuando el director le mandó llamar. Fue

Jaime de la Fuente el que bajó hasta allí, con sus ademanes nerviosos habituales en él, para

decirle que subiera rápido al despacho de Alfonso Elizalde. Al entrar, le presentaron a su

nuevo compañero de viaje.

- Este es Raúl Muñoz- le dijo el director- Es médico. Irá para asegurarse de que no existan

complicaciones físicas.

Alfonso Elizalde le agradeció sinceramente el haberse presentado voluntario y le explicó que

ruta seguirían y dónde dormirían, lo cual desconcertó a Diego. Pensaba que el director de

Palotex había escogido adrede aquel lugar para forzarle a ir, pero su actitud parecía sincera.

Se comportaba como si de verdad agradeciese su gesto de presentarse voluntario, como si

Page 138: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

ello le sorprendiera de verdad. Sin embargo, era la actitud de Rodrigo de Zúñiga la que le

descolocaba por completo y, a la vez, le ponía de los nervios. Raúl Muñoz estaba levantado

junto a él, escuchando las explicaciones del director y mirando el mapa, pero el abogado se

limitaba a permanecer sentado en su silla, con las piernas cruzadas una sobre la otra y los

dedos índice y pulgar atusándose la perilla, gesto que Diego ya había identificado como

muy característico de él. No le veía, pero sentía su mirada silenciosa fija sobre él, mirada que

contempló claramente cuando se apartó un poco de la mesa al acabar el director su

explicación. Rodrigo de Zúñiga esta vez no se cortaba un pelo. No le perdía ojo, y en su

rostro figuraba una expresión de escrutinio que Diego jamás había visto antes en un hombre.

Parecía que estuviera analizando no sólo cada palabra que pronunciaba, sino también cada

latido de su corazón, cada pensamiento que su mente producía... Semejante "invasión" hizo

que se sintiera muy incómodo y violento, aunque al abogado no pareció importarle lo más

mínimo. Antes al contrario, siguió mirándole con más descaro y con los ojos aún más fijos en

él. Raúl Muñoz comenzó de pronto a inquietarse un poco, ya que por un segundo no debió

de tener muy claro a quién observaba Rodrigo de Zúñiga, si a Diego, a él, o a los dos al

mismo tiempo, y mientras tanto, Alfonso Elizalde, que lo conocía más que a su propio hijo,

les observaba a los tres con sonrisa divertida durante el breve pero tenso silencio que se

estableció entre ellos.

- Por mi parte ya está todo dicho, de momento- dijo el director, sin abandonar su rostro esa

sonrisa- Si tenéis alguna duda...

- Por ahora está todo claro, señor Elizalde- le contestó el abogado, levantándose lentamente

sin dejar de mirarles.

Raúl Muñoz salió del despacho un tanto tenso y desconfiado pero, hombre frío como era, su

desconfianza tenía mayor disimulo que la de Diego. Este, sin embargo, no había podido

esconder su inquietud ante el escrutinio descarado de Rodrigo de Zúñiga y, de repente, el

educado y tranquilo abogado se le presentó como un hombre enigmático y contradictorio,

imposible de predecir. ¿Por qué le había estudiado de semejante manera, si hacía un año que

trabajaba en Palotex? ¿Por qué apenas mostraba nervios ante un acontecimiento tan

importante como era el que estaba a punto de suceder? ¿Qué demonios pasaba por la cabeza

de Rodrigo de Zúñiga?

- Señor Márquez, un momento, por favor.

La voz había sonado tranquila y grave, pero con un tono tremendamente autoritario.

Rodrigo de Zúñiga se encontraba cerrando la puerta del despacho del director, y le miraba

desde allí con sus ojos fríos y calculadores. A Diego la frase le había pillado justo a punto de

salir de la antesala, con la mano sujetando la puerta abierta.

- Cierre esa puerta un momento, por favor.

Diego cerró en el acto, dejando a Raúl Muñoz, que acababa de salir justo delante de él, solo

en el pasillo. La antesala se encontraba vacía, pues la secretaria no estaba, y el abogado no

había abandonado la expresión de antes, y no parecía que tuviera intención de hacerlo en

ningún momento.

Page 139: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Ocurre algo, señor de Zúñiga?- le preguntó Diego, incómodo.

- ¿Sabe usted a qué lugar vamos?

Diego pegó un respingo. Pensó en Isabel, y pensó también que demonios sabría de ello

Rodrigo de Zúñiga, si es que acaso sabía algo.

- Vamos a Galicia- respondió lo más rápido y firme que pudo- A la provincia de La Coruña.

- ¿Me toma usted por idiota, señor Márquez?- semejante pregunta agresiva fue formulada de

la manera más tranquila y natural, lentamente y sin apenas inmutarse- ¿Se cree usted que

soy un vulgar niñato al que se le puede engañar fácilmente?

Tamaña ofensiva soltada a bocajarro y sin preámbulo ninguno hizo que Diego comenzase a

entrar en un estado de visible nerviosismo imposible ya de ocultar. Nunca se había

encontrado en situación semejante. Siempre había pensado que los hombres violentos eran

gente tremendamente apasionada y ruidosa, sin embargo, observando la calma del abogado,

su educación incluso a la hora de hacer preguntas agresivas, el brillo intenso de sus ojos... de

repente intuyó que aquel hombre sería capaz de saltar sobre él en cuestión de segundos y

descuartizarle a puñetazos, y lo más curioso de todo es que ni siquiera sabría por qué.

- Señor de Zúñiga, yo...- contestó, cada vez más tenso- No era mi intención ofenderle... la

verdad es que no sé a qué se refiere.

- Me refiero- continuó, sin dejar de mirarle fijamente- a que yo tengo muy claro a dónde voy

y para qué voy. Voy a ir a Galicia, al año 1993, en una máquina que espero funcione

correctamente, por el bien de todos nosotros. Mi viaje es experimental, única y

exclusivamente experimental. No voy a entablar contacto con las personas de ese año más

que el estrictamente necesario para nuestro propósito. Se trata de pasar desapercibidos

totalmente, señor Márquez, porque lo contrario podría traer consecuencias impredecibles.

No se lo voy a ocultar, de buena gana iría solo, detesto ir con ustedes dos pues pienso que

solamente van a provocarme quebraderos de cabeza, pero, como no tengo opción, le voy a

dejar una cosa bien clara: si usted viaja conmigo, se comportará exactamente igual que yo, y

ya sabe cuáles van a ser mis pautas de comportamiento.

- Yo... yo no tengo problema... por mí no tiene que preocuparse.

Rodrigo de Zúñiga permaneció un rato en silencio, de pie frente a él. Diego no sabía si iba a

decir algo más o si, por el contrario, ya había terminado.

- Las personas de esa época...- continuó- Las personas que viven en aquella zona, en 1993...

Esas personas vivían sin nosotros... nosotros no estuvimos allí nunca... sus vidas... en fin, no

sé muy bien cómo explicarlo... ni que decir tiene que cualquier interferencia por nuestra

parte en la vida de cualquier persona que nos crucemos podría resultar fatal e impredecible.

¿Me he explicado con claridad, señor Márquez?

- Se ha explicado usted perfectamente.

Page 140: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Bien- terminó, con una sonrisa malévola- Estoy convencido de que se comportará usted

como el hombre prudente y sensato que es. Le recomiendo que tome fuerzas para el viaje.

Rodrigo de Zúñiga llegó a casa al anochecer, como era su costumbre. Su natural inquieto le

habría impedido regresar a ningún hogar, pues no hay lugar en el mundo capaz de alojar

dos noches seguidas a los hombres como él. Sin embargo, ella estaba dentro. Teresa le

esperaba tranquila y serena, dispuesta a recibirle siempre con una sonrisa apacible y dulce.

Ella era la única persona que le conocía de verdad, la única que le comprendía, la única que

aplacaba su ira y su espíritu atormentado. Su amor le llenaba de calma y se consideraba

afortunado; sin embargo, pese a tener esa estabilidad, Rodrigo sabía que el mundo se regía

por una serie de verdades no escritas que había que tener siempre en cuenta aunque no te

afectaran, y una de ellas era que cualquier hombre, por muy cabal y recto que pareciera,

podría perder el norte en cuestión de segundos por una mujer, y por esta cometer las locuras

más impensables. El señor Márquez no le caía mal en el fondo, incluso le parecía un hombre

sensato, pero, quizás por eso, temía que su juicio se nublara al llegar a aquella zona de

Galicia, si es que no lo había hecho ya sólo de pensarlo. Sabía que la chica estaría allí, en uno

de los pueblos cercanos, viviendo su vida, la vida que tenía en aquel año de 1993. Calculaba

que por entonces debería de tener dieciséis o diecisiete años y, aunque no sabía a ciencia

cierta la clase de emociones que les habían movido a ambos, temía que la visión de ella

pudiera hacerle perder la cabeza, en base a esa verdad universal. La mirada y la actitud del

señor Márquez le hacían pensar que algo tramaba, y eso le daba aún más trabajo y

quebraderos de cabeza. No se molestó en decírselo a Alfonso Elizalde porque compartía con

él la idea de que era mejor y más seguro que el astrofísico manejara la máquina, pero estaba

decidido a impedirle hacer lo que fuera que se había propuesto. Eso era lo que más

detestaba; además de todo su trabajo, debía evitar también que Diego cometiera alguna

tontería, algo que pudiera poner todo el plan en peligro. Debía evitar a toda costa que

entrase en contacto con ella y, por tanto, no debía quitarle ojo de encima en todo momento.

Cuando entró dentro de casa, sumido en sus pensamientos, se encontró a Teresa en el salón.

Estaba sentada, mirando algo en el ordenador portátil. Ella no había reparado en él todavía,

así que aprovechó para observarla un rato. La imagen le recordaba a aquel atardecer en

Afganistán, cuando la observó por vez primera mientras tomaba notas en un cuaderno bajo

la tenue luz del crepúsculo. Teresa mostraba la misma expresión de calma y concentración

que aquel día. A su lado, sobre el sillón, tenía una cuna pequeña y blanca, acolchada y

portátil, donde metía al hijo de ambos mientras hacía sus cosas, para no perderle de vista. La

imagen le llenó de ternura, pero también de pena. Eran su familia y en breve tendría que

dejarles. "Ya estoy harto", pensó, "sólo una vez más, un último trabajo, y podrás estar con

ellos". Ella, de pronto, reparó en su presencia.

- Hola- dijo con voz suave- ¿Qué tal tu día?

Rodrigo avanzó hacia ella, pero un ruido le detuvo justo al llegar a la altura de la cuna. Su

hijo apenas contaba un año, y se revolvía ligeramente mientras emitía gemidos ininteligibles.

Page 141: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Antes de que se diera cuenta, antes incluso de que el niño comenzara a moverse, Teresa ya

estaba a su lado, movida por ese instinto maternal que parece predecir todo lo que el bebé

va a hacer.

- Ea, ea...- le dijo al niño, mientras le acariciaba la mejilla- Sigue durmiendo, cielo.

Rodrigo se acercó hasta él y le miró. Tenía los ojos de color avellana, como su madre, y

miraba a su alrededor con gesto avispado. Al verle, le sonrió.

- ¿Has visto eso? Ya sonríe- le dijo a su madre.

- Eso es porque no te conoce bien todavía- respondió ella en tono burlón.

Rodrigo acercó su mano hasta él, sin saber bien qué hacer. No era un hombre dado a las

muestras de cariño, así que no sabía muy bien cómo tratar con el pequeño. De pronto, su

hijo le agarró en dedo índice con la mano, rodeándoselo completamente, mientras emitía

otro sonido ininteligible. Sus ojitos pequeños parecían observarle fijamente, y de nuevo su

boquita pequeña se curvó hacia arriba en lo que a él le pareció una sonrisa.

- Es su forma de decirte hola- dijo Teresa, mientras le miraba con un brillo de felicidad en

sus ojos.

Rodrigo no sabía bien qué decir. Había matado a muchos hombres, y sin embargo aquel

pequeño representaba una vida, una vida nueva. Era el hijo de la mujer que amaba, era su

hijo, y toda la oscuridad que había visto a largo y ancho del mundo parecía alumbrarse ante

la visión de esa imagen. Había visto el odio en estado puro, había visto la muerte y la

destrucción, y había tomado parte en ello. Incluso ahora, al lado de Alfonso Elizalde, seguía

haciendo las mismas cosas, envuelto en el mismo ambiente. Sin embargo, amaba a su mujer

y a su hijo, de eso estaba seguro, pero nunca se lo había dicho a ella. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo

puede decir "te quiero" un hombre cuya profesión es la muerte? Ella pareció adivinar sus

pensamientos, pareció comprender una vez más sus emociones, y le sonrió mientras le

agarraba la mano que le quedaba libre.

- Yo también te quiero- le dijo ella, sin esperar a que él hablara.

Y, justo en ese instante, supo que la vida que siempre había querido tener estaba ahí mismo,

delante de sus ojos, pero también supo que aún le quedaba un último trecho para legar hasta

allí, y que aún tendría que pelear muy duro para ganarse el derecho de descansar junto a su

mujer y su hijo.

XXVIII

Page 142: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Aquella noche Diego la pasó en vela. Llevaba casi un año ayudando a Jaime de la Fuente a

construir la máquina del tiempo, y no fue realmente consciente de lo que estaba haciendo

hasta unos días atrás. Ni siquiera pensó en ello cuando Isabel murió, pero ahora lo tenía

claro. Si conseguían viajar hacia atrás en el tiempo, él tendría la oportunidad de cambiar las

cosas. Sabía perfectamente qué debía hacer, sólo necesitaba reunir el valor suficiente, aunque

había un problema: Rodrigo de Zúñiga. Él sabía algo. Por qué o cómo, eso daba igual, pero

tras la última conversación Diego tenía claro que el abogado sabía que Isabel estaría allí, así

que tendría que buscar el momento propicio para llevar a cabo sus planes sin que ninguno

de sus acompañantes se diera cuenta. Era difícil, pero debía intentarlo, para eso iba

voluntario. Ninguna persona había probado la máquina, así que las dudas estaban ahí: ¿y si

morían en aquel trasto antes de llegar a ninguna parte? ¿Y si aparecían en algún tiempo

remoto que nada tuviese que ver con el tiempo al que querían ir? ¿Y si no podían regresar?

Daba igual. Mientras existiese la mínima probabilidad de evitar el triste destino de Isabel,

merecía la pena intentarlo.

- Buena suerte, Diego.

Jaime de la Fuente se despidió de Raúl y de Rodrigo dándoles la mano, pero a Diego le dio

un caluroso abrazo, lleno de emoción. Iban los tres vestidos con ropa de montaña, y todos

llevaban mochila además de una tienda de campaña y tres sacos de dormir, ya que fingían

ser excursionistas y dormirían en un camping. A Diego se le hacía muy raro ver de esa guisa

al abogado, ya que siempre le había visto con traje, aunque lo cierto es que no le quedaba

nada mal. "Elegante hasta para hacer senderismo", pensó, con cierta ironía. Alfonso Elizalde

les había conseguido tres DNI falsos acordes con el tiempo al que iban, y él prefirió no

preguntar de dónde habían salido esas tres identidades. El director estaba con ellos, en la

habitación, mirando la máquina con expresión de triunfo. No parecía en absoluto nervioso.

De hecho, su expresión traslucía que estaba totalmente convencido de la eficacia de aquel

invento. No parecía creer lo mismo el astrofísico, que por el contrario no se molestaba ni lo

más mínimo en ocultar sus nervios, y, aunque todos sabían que ese era su carácter natural, el

verle en ese estado no provocaba ninguna confianza en los tres "exploradores".

- Señor de la Fuente. Espero que este cacharro funcione correctamente- dijo Rodrigo de

Zúñiga, con la boca torcida en una mueca socarrona- Le veo un tanto nervioso... y la verdad

es que no me haría mucha gracia explotar en mil pedacitos, ni nada parecido ¿sabe usted?

El astrofísico palideció, y Diego y Raúl no pudieron evitar sonreírse, aprovechando así para

descargar un poco sus nervios. El cacharro, como siempre lo había llamado el jefe de los

abogados, se erguía ante ellos con aire imponente y siniestro, desde el suelo hasta el techo de

Page 143: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

la habitación, y los tres viajantes estaban frente a él, frente a la puerta de entrada, mirando

con aire ausente. Aquel experimento podría llevarles a la gloria o a la muerte, y ninguno

quería dar el primer paso.

- Vuestra hora y fecha de regreso está fijada para hoy, dentro de un minuto- dijo Jaime de la

Fuente, mientras se ponía frente al ordenador- Una vez lleguéis a vuestro destino, Diego

hará los cálculos sobre el terreno para deciros en qué lugar situaros y cuándo hacerlo.

Los tres permanecieron callados, sin dejar de mirar la máquina. Alfonso Elizalde se dio la

vuelta y se puso junto a Jaime.

- Bien- dijo Rodrigo de Zúñiga, rompiendo el silencio de los tres- Entonces, nos veremos

dentro de un minuto.

Y, con paso decidido, abrió la puerta de entrada, metiéndose dentro sin mirar hacia ninguno

de sus compañeros, despidiéndose del astrofísico y del director con un leve gesto de la

cabeza. Como un resorte, Raúl Muñoz reaccionó entrando inmediatamente después del

abogado, dejando a Diego el último. Al cerrar la puerta, una vez dentro, lo último que vio

fue la mirada de Jaime de la Fuente, llena de miedo.

El interior era simple, tan simple que provocaba más miedo aún. Se trataba de un tubo de

acero, alargado y estrecho, iluminado tenuemente por ocho luces de emergencia, situadas

cuatro a cada lado. Al fondo del tubo se encontraba un ventilador circular gigante cubierto

por una rejilla del mismo tamaño. La estancia estaba herméticamente cerrada, perfectamente

aislada, lo cual provocaba un silencio claustrofóbico que sólo se rompía mediante el eco que

producía en la estructura cualquier movimiento de los tres ocupantes.

- No sé a ustedes, pero a mí esto me da muy mala espina- dijo Raúl Muñoz, y su voz

retumbó por todas partes.

Rodrigo de Zúñiga se volvió hacia Diego. Esta vez su rostro no mostraba ningún aire

socarrón, por el contrario, su expresión reflejaba cierta preocupación.

- Señor Márquez- dijo- usted ha participado en esto. No quisiera parecer incrédulo pero,

¿qué demonios va a ocurrir ahora?

Diego intentó contestar de la manera más tranquila posible, aunque en su voz se notaba

cierto nerviosismo. Con el brazo derecho señaló hacia la rejilla del fondo de la estructura que

estaba frente a ellos, y al hacerlo notó que su mano temblaba.

- ¿Ven esa especie de ventilador gigante? Cuando Jaime ponga la máquina en

funcionamiento, de ahí saldrá un micro agujero negro que ocupará todo el tubo. Eso es lo

que nos llevará a nuestro lugar de destino.

- Esa cosa está a unos veinte metros de distancia, señor Márquez- replicó Raúl Muñoz,

preocupado.

- Sí. ¿Y qué?

- Eso es mucho espacio.

Page 144: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Es el espacio necesario. No se preocupe por ello, el agujero ocupará toda la estructura.

- ¿Y lo hará poco a poco, o de golpe?- preguntó Rodrigo de Zúñiga, pero, justo cuando

terminó, antes de que el eco de su voz se extinguiera, el ventilador fruto de la atención de

todos comenzó a emitir un ruido atronador. Inmediatamente se hizo entre ellos el silencio

más absoluto, y Diego notó cómo sus dos compañeros se tensionaban levemente. Aunque el

gesto fue conjunto, le volvió a llamar la atención el abogado. Volvía a tener esa postura,

apenas perceptible, rígida y tensa, como un depredador a punto de saltar sobre su presa. Sus

ojos fueron de un lado para otro en apenas una décima de segundo, observándolo todo de

nuevo, para después posarse en el ventilador que tenían frente a ellos. Estaba oscuro, pero

pudo notar cómo, a pesar de ello, sus pupilas se contraían en un gesto agresivo. De repente,

el ruido fue en aumento, y la estancia se empezó a oscurecer aún más. Al cabo de un rato el

ventilador desapareció de su vista.

- ¿Por qué hemos dejado de ver ese ventilador?- preguntó Raúl Muñoz, visiblemente

nervioso.

- Ya viene. Estén tranquilos- respondió Diego, aunque su voz temblaba- Toda esa materia

negra pronto cubrirá toda la estancia. Ese es el micro agujero negro.

Rodrigo de Zúñiga estaba mudo. No parecía dar crédito a lo que veía ante sí. La nube negra

se acercaba desde el extremo final del tubo. Ya no escuchaban nada, el ventilador había

dejado de sonar, parecía como si ya no existiera. Diego comenzó a asustarse, los músculos se

le tensionaron y la saliva se le secó. No podía hablar. Parecía como si el espacio infinito se

extendiera ante ellos.

- Puede que esa cosa nos mate, ¿no es así, señor Márquez?

Rodrigo de Zúñiga se lo había preguntado tranquilamente, mientras el espacio entre ellos y

esa nube negra era ya de apenas un metro. Diego no pudo responderle, pero lo cierto era

que sí. Esa cosa podría matarles. A fin de cuentas, ellos iban a ser los primeros seres

humanos en probar semejante invento. ¿Quién sabía lo que podría ocurrir?

- Bueno- continuó el abogado, después de mirar con una sonrisa a sus dos compañeros- Si

voy a morir, mejor que sea caminando.

Y, sin más dilación, pegó un salto hacia esa nube negra, que lo absorbió al momento, ante la

mirada incrédula de Diego y de Raúl. Este último, al contrario que antes, no siguió a

Rodrigo. Permaneció de pie junto a él, en tensión visible, esperando a que la nube ocupara

toda la estancia. Mientras eso ocurría, Diego cerró los ojos. En el silencio más absoluto, notó

cómo todos sus miembros se relajaban completamente. Jamás se había sentido así, tan

relajado... era como estar volando. "¿Será así la muerte?", pensó, "¿será que todo ha salido

mal? ¿Será que todo ha acabado?", y abrió los ojos, para comprobarlo, pero no vio nada. No

era oscuridad lo que tenía ante sí, era más que eso, era algo indescriptible. El negro más

absoluto se extendía ante él, mientras sentía la sensación de estar flotando. De repente, algo

ocurrió. Primero la cara le empezó a doler tremendamente, después los brazos, las piernas y

el resto del tronco. Era como si le estirasen por los cuatro miembros hasta tal punto de que

Page 145: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

parecía que iba a romperse. El dolor era terrible, tan terrible que quiso gritar con todas sus

fuerzas, pero no pudo. Era como si algo le impidiera hablar. Después, cuando el dolor era

insoportable, cuando estaba en su punto más álgido y la cabeza comenzaba a darle vueltas,

justo en ese instante, se desmayó.

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* 2ª PARTE. GALICIA, JULIO 1993 *

I

"He muerto. Todo ha salido mal. He muerto y esto debe de ser el paraíso."

Se encontraba en el cauce de un río, en medio de dos colinas verdes y húmedas. Apenas

entraba la luz del sol, y cientos de robles, sauces y helechos le rodeaban por todas partes. No

se oía sino el leve rugir del agua y el canto de los pájaros, y no había nada ni nadie alrededor

que pudiera alterar esa estampa.

"Y si esto es el paraíso, ¿por qué estoy mojado? ¿Por qué me duele todo el cuerpo?"

Diego estaba aturdido. Se encontraba tumbado sobre unas piedras con casi toda la ropa

mojada o húmeda. A duras penas se puso de pie, y al hacerlo notó que se tambaleaba. El

paisaje era hermoso, lo más hermoso que jamás había visto, pero estaba completamente

desorientado. La cabeza le dolía tanto que pensaba que le iba a estallar. No sabía bien que

rumbo tomar, así que optó por seguir el cauce del río hacia abajo. Al poco de caminar

escuchó un ruido que provenía del bosque a su izquierda, y se detuvo en seco. Intentó ver

algo, pero la vegetación era tan espesa que se lo impedía. De repente se puso nervioso, y

optó por esconderse detrás de una roca grande que se encontraba un poco más adelante.

- ¡Márquez, no sea estúpido! ¿Quiere venir de una vez?

La voz era familiar. Alguien le estaba gritando en voz baja, justo donde el cauce acababa y

comenzaba la vegetación.

- ¿Quién es?- preguntó Diego, desde el otro lado de la piedra.

Page 147: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Shhh- oyó - Más bajo, por el amor de Dios. ¿Quién voy a ser? Venga para acá.

Rodrigo de Zúñiga le hacía señas desde detrás de un arbusto, y Diego caminó hacia él

tropezando con las piedras. Al llegar a su altura, se desmayó.

- ¿Está usted bien?

Rodrigo de Zúñiga se encontraba sentado al pie de un árbol. Se le veía tranquilo y relajado, y

le observaba con curiosidad. Diego estaba tumbado boca arriba, así que se incorporó.

- Despacio. No tenga prisa- le advirtió el abogado- Si se levanta de golpe, volverá a caer.

Estese sentado el tiempo que sea necesario.

Diego le hizo caso y apoyó su espalda en el árbol que había junto a él, quedándose en la

misma postura que Rodrigo de Zúñiga. Echó un vistazo rápido y vio las tres mochilas

agrupadas frente a él. Entonces se dio cuenta de que el viaje había salido bien.

- ¿Dónde está Muñoz?- le preguntó al abogado.

- Ha ido a buscar un periódico. Necesitamos comprobar la fecha.

- ¿Qué me ha pasado?

Rodrigo de Zúñiga se encogió de hombros.

- No le ha pasado nada. Supongo que no está hecho para emociones fuertes, eso es todo.

- ¿Ustedes dos no perdieron el conocimiento?

- No

Diego suspiró un segundo, y después se levantó.

- ¿Ya se encuentra mejor?

- Sí. Por un momento pensé que esto era el paraíso. Supongo que me he equivocado.

El abogado comenzó a reír por lo bajo, con ironía, y Diego se sorprendió de su reacción.

- ¿Por qué se ríe? No era una idea tan descabellada. A fin de cuentas, esto es precioso.

Rodrigo de Zúñiga se levantó con decisión. Su mirada se endureció mientras se sacudía unas

ramitas que habían quedado sobre su pantalón de montaña.

- Mucho me temo, Márquez, que si esto fuese el paraíso usted no se habría encontrado

conmigo.

- ¿Por qué dice eso?

Rodrigo de Zúñiga volvió a mirarle con semblante serio. Se notaba que no le gustaba que le

hicieran preguntas.

Page 148: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Siempre es usted tan pesado, Márquez?- le inquirió, en un tono muy cortante.

- Sólo intentaba ser amable, eso es todo.

De repente, el abogado se volteó de golpe y comenzó a mirar a través de la espesura del

bosque, mientas con una mano le hacía un gesto a Diego para que se estuviese quieto.

- Alguien viene- susurró despacio. Después, se dio la vuelta hacia él- Escúcheme, Márquez.

Agradezco su amabilidad, pero aquí venimos a lo que venimos. Somos excursionistas,

tenemos que pasar lo más desapercibidos posible, y lo mejor para ello es tener una actitud

normal. No vamos a escondernos porque no estamos haciendo nada raro, si nos cruzamos

con alguien o alguien nos ve, no pasa nada, pero mientras podamos evitar cualquier

contacto visual lo evitaremos. ¿Está claro?

- Sí señor- respondió Diego enseguida, pues el tono imperativo del abogado le salía tan

natural que no admitía dudas.

- Por favor, llámeme Rodrigo, llámeme Zúñiga... pero no me llame señor.

- Está bien, eh... Zúñiga.

- Estupendo. En cuanto a lo que le he dicho antes, ¿lo tiene claro?

- Sí.

- De acuerdo. El que viene debe de ser Muñoz. Le esperaremos aquí tranquilamente, y, si

por cualquier cosa no es él,

nos comportaremos de la forma más natural del mundo, como dos excursionistas que están

dando un paseo por la montaña, sin ponernos nerviosos.

- No se preocupe, está todo claro señor de Zúñiga, esto... Zúñiga.

No dejaba de admirarle la total naturalidad con la que Rodrigo de Zúñiga se manejaba en

una situación que pondría nervioso a la mayoría de la gente, y que a Diego en particular le

tenía un tanto estresado. Acababan de hacer algo realmente increíble, estaban en una época

que no era la suya, tenían todavía la incertidumbre del viaje de vuelta, y sin embargo aquel

hombre conservaba su semblante tranquilo y daba instrucciones como si tal cosa, como si

estuviese hecho para ello. Quizás era así de sencillo, simplemente. No sabía mucho del

abogado, pero viéndole intuía que ese hombre había nacido para mandar, lo llevaba en la

sangre. Se acordó de los comentarios de Jaime de la Fuente, que en su día le parecieron un

tanto exagerados, "¿sabes, Diego? Dicen que Rodrigo de Zúñiga tuvo en el ejército muchas

personas a su cargo, y dicen que cualquiera de ellas habría estado dispuesto a seguirle hasta

las puertas del mismísimo infierno". Siempre había pensado que el astrofísico tenía una

manera un tanto exagerada de expresarse, con ese lenguaje tan particular suyo que

acompañaba con una gestualidad también exagerada. Sin embargo ahora, exagerado o no, se

daba cuenta de que esos comentarios no debían ir tan mal encaminados. Aquel hombre no

era un hombre al uso, y hacía falta algo más que una formación intensiva para reaccionar de

esa manera: había que llevarlo dentro. "¿Qué le habrá pasado?", se preguntó para sí, "un

Page 149: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

hombre así, si es verdad lo que cuentan de él, debería de haber llegado a General. ¿Por qué

se fue?" De repente sintió el impulso de preguntárselo, pero prefirió guardar silencio.

"Quizás no sea muy prudente preguntarle eso ahora mismo, dadas las circunstancias", pero,

mientras veía al abogado volver a la roca para sentarse sobre ella, mientras veía su mirada

atravesar las aguas del río que estaba a su lado, mientras veía su gesto, entre medio ausente

y medio cansado, se juró a sí mismo que, más tarde o más temprano, le haría esas preguntas.

II

- Catorce de julio de 1993, esto es increíble... realmente increíble.

Raúl Muñoz mostraba el periódico, entre alegre y asustado. A pesar de que sabía en dónde

se había metido, comprobarlo con sus propios ojos le sorprendía. Igual que Diego. El único

que parecía medianamente tranquilo era Rodrigo de Zúñiga.

- Esa es la fecha correcta- dijo el abogado - El astrofísico ha hecho bien su trabajo. Es algo

que se agradece, dados los tiempos que corren.

Muñoz acababa de regresar con el periódico y se encontraban los tres de pie, haciendo un

círculo. Había ido a comprarlo a un pueblo cercano, y todo había salido sin ningún

incidente.

- Nadie se ha fijado en mí. Podemos andar por ahí como simples excursionistas sin

problema. Distinto habría sido de haber parado en una época mucho más futura o mucho

más pasada. He preguntado a un transeúnte por la situación del camping y...

- ¿Que ha hecho usted qué?

Rodrigo de Zúñiga le interrumpió con un tono seco y cortante, mucho más de lo habitual en

él. Su rostro y su mirada habían pasado, de golpe, de la tranquilidad a la cólera contenida.

Page 150: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Raúl Muñoz se interrumpió y miró al abogado con sorpresa e inquietud. Diego, como simple

espectador, inconscientemente dio un paso hacia atrás mientras observaba la cara de los dos.

- Sí, eh... le he preguntado a un transeúnte por la situación del camping- continuó, con un

ligero temblor en la voz- Así podremos llegar más rápido y sin problemas, tenemos que...

No le dio tiempo de acabar la frase. Rodrigo de Zúñiga le propinó un puñetazo en la boca

del estómago y le dobló completamente. En apenas unas décimas de segundo, Muñoz cayó

al suelo de rodillas, apoyando una mano en la hierba y otra en el estómago, haciendo

esfuerzos para poder respirar. Diego se quedó paralizado, la escena había tenido lugar en

apenas unos segundos, el abogado permanecía de pie, sin inmutarse, junto a la silueta

deshecha de su compañero, que se retorcía a sus pies. Diego pensó que jamás había visto a

nadie golpear a otro con tanta rapidez. Rodrigo de Zúñiga le miró, tenía las pupilas

contraídas, gesto que ya le había observado en otras ocasiones, cuando se irritaba. No le

hacía falta hablar, todo en él decía la misma cosa: no se le ocurra hacer nada. No se le ocurra

acercarse hasta aquí.

A Diego, por supuesto, no se le ocurrió hacer nada, pues ya había catalogado a aquel

hombre como "hombre peligroso".

Al cabo de un rato, y a duras penas, Raúl Muñoz se incorporó haciendo esfuerzos casi

sobrehumanos. Daba la impresión de que el puñetazo le había partido en dos, prácticamente

en sentido literal, pues aún de pie era incapaz de respirar con normalidad o de emitir

palabra alguna. Estaba colorado y con los ojos inflados, como si toda la sangre del estómago

le hubiese subido de golpe a la cara.

- ¿Qué?... ¿Qué demonios?- Alcanzó a preguntar, al fin- ¿Por qué me ha hecho usted esto?

- Porque esto es lo mínimo que le va a ocurrir si vuelve a hacer algo que yo no apruebe-

respondió Rodrigo de Zúñiga, con una calma que helaba el corazón.

- Pero, ¿qué es lo que he hecho mal? He ido a por el periódico, como usted me ordenó.

- Habíamos acordado, antes de emprender el viaje, que no hablaríamos con nadie de esta

época a no ser que fuese totalmente imprescindible. Conocíamos de sobra la ubicación del

camping, preguntarle a alguien ha sido una estupidez innecesaria, algo que no debe de

volver a ocurrir, ¿ha quedado claro?

Muñoz quedó pálido y con la boca abierta. Parecía no entender la reacción de su compañero,

y Diego palideció también cuando el abogado se giró lentamente hacia él.

- ¿Le ha quedado claro a usted también, Márquez?- le preguntó, endureciendo aún más su

rostro.

De pronto Diego lo comprendió todo. Raúl Muñoz había obrado mal, pero no había causado

ningún perjuicio. Rodrigo de Zúñiga lo sabía, y sin embargo había reaccionado con él de una

manera extrema y desmedida. No era la actitud de ese hombre la que le preocupaba, era

Diego. Le estaba mandando un mensaje muy claro, el mismo mensaje que le había dado

justo antes de emprender el viaje, solo que ahora se lo mostraba de una forma gráfica y

Page 151: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

sencilla. Había utilizado a Muñoz como ejemplo, aunque este último no lo sabía, desde

luego. Había aprovechado un error de su compañero para dejarle a Diego una cosa bien

clara. Sus pupilas volvieron a contraerse al instante. A Rodrigo de Zúñiga no le hacía falta

hablar, pues la expresión de su rostro lo decía todo la mayoría de las veces. Diego volvió a

retroceder un poco, de manera inconsciente. Aquel hombre últimamente solo le producía un

aumento de su instinto de defensa. Le hacía sentir como si estuviese delante de un

depredador salvaje y el fuese un simple animalito cuya única salvación consistiese en

intentar huir. Aquel depredador temible le miraba a él, sin decir ni hacer nada, y su mensaje

era claro: si se acerca usted a ella, le destrozaré.

El abogado permaneció en completo silencio durante todo el trayecto hasta el camping.

Había organizado la ruta intentando pasar por los sitios menos poblados, aunque de vez en

cuando se encontraban con alguien en el camino. Pasaban totalmente desapercibidos, pues

daban la impresión de ser simples montañeros dando un paseo, como tantos otros. Diego se

fijaba en todo cuanto le rodeaba, y también en todas las personas con las que se cruzaban. A

parte del periódico que acababan de ver, ninguna otra cosa hacía indicar que estuviesen en

otro tiempo, aunque a fin de cuentas, así debía de ser. Sólo habían retrocedido quince años

y, hasta el momento, apenas habían visto algo más que nubes, montañas y unos cuantos

paseantes, a excepción de Muñoz que había visto un pueblo.

- No espere encontrar nada extraño, Márquez- le dijo el abogado, que había notado la

mirada observadora de Diego hacia todo cuanto le rodeaba- No nos hemos ido a la Edad

Media; por aquí todo lo que ve probablemente seguirá igual en la época actual.

Rodrigo de Zúñiga había hablado por primera vez desde el incidente del puñetazo, pero su

tono no era excesivamente amistoso. Más bien parecía querer decir: "deje de mirarlo todo

como un idiota".

A Diego le molestaba que le tratasen de esa forma, pues no estaba acostumbrado, y no

terminaba de comprender por qué aquel hombre se mostraba tan irascible. "¿Será por mí?",

pensaba, "seguro que está convencido de que les voy a meter en algún lío". Sea como fuere,

Rodrigo de Zúñiga se mostraba más distante de lo habitual en él, que ya era mucho, y tanto

Diego como su compañero, Muñoz, poco a poco iban cayendo en un estado de nerviosismo

provocado por el impredecible carácter de su nuevo "jefe". Jaime de la Fuente le había dicho

millones de veces que el abogado, cuando fue oficial en el ejército, era respetado y querido

por todos los que estaban a su cargo, algo que a él siempre le había llamado la atención pues

no es normal que un jefe despierte esos sentimientos en un subordinado. Sin embargo no era

respeto lo que despertaba en él aquel hombre, era miedo. Y, viendo la cara de su compañero,

supo que en él también producía el mismo efecto. De nuevo volvieron a aparecer las mismas

preguntas en la mente de Diego: ¿qué ocurrió? ¿Por qué cambió? ¿Cómo era antes Rodrigo

de Zúñiga? Y esas mismas preguntas asomaban a su mente constantemente junto con el

deseo y la curiosidad de preguntarle, pese al miedo que le transmitía. No fue capaz sin

embargo de hablar nada, permaneciendo todos en silencio hasta llegar al camping, así que

Page 152: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego tuvo que conformarse por el momento con observar su rostro serio e inescrutable

mientras caminaban, con la esperanza de atisbar en sus ojos tristes algún tipo de respuesta.

III

Lo único que conocía de Galicia era el pueblo de Isabel, que se encontraba a pocos

kilómetros del camping. Sin embargo, a pesar de la cercanía, lo que veía le parecía

completamente distinto. Le llamaba la atención un paisaje tan montañoso y tan abrupto a

tan pocos kilómetros de la costa. El clima era templado, a pesar de ser verano, y el cielo

estaba lleno de nubes blancas. El sol aparecía y desaparecía casi como por arte de magia, y

todo cuanto veía a su alrededor le parecía realmente hermoso. Volvió a pensar lo mismo que

pensó nada más atravesar el túnel del tiempo: he muerto, y esto debe de ser el paraíso.

Habían caminado diez kilómetros a través de un camino montañoso. Las montañas allí no

eran picudas y escarpadas, sino más bien redondeadas y llenas de gran vegetación. A cada

paso que daba se encontraba con algún caracol o alguna babosa, fruto de aquel ambiente tan

húmedo, y había helechos por doquier. La vegetación era muy espesa y, en algunos tramos

del bosque, los robles impedían el paso de la luz del sol. Abundaban los ríos, y de cuando en

cuando lloviznaba suavemente durante unos minutos para después volver a parar. El

camping se encontraba en una pequeña llanura, donde el bosque se abría, y estaba

conectado por el camino que habían seguido y por otro más grande de tierra que, se supone,

debía de conducir a la carretera. Había un río a unos cuatrocientos metros, el mismo río que

bajaba de la montaña, el mismo donde ellos habían "aterrizado". Por esa zona los

excursionistas se multiplicaban.

- Ese será nuestro hogar los próximos días- dijo Rodrigo de Zúñiga, señalando el camping-

Nos instalaremos allí ahora mismo y después iremos en busca de suministros.

El abogado hizo todas las gestiones para entrar. Era la primera vez que Diego iba a un

camping, y la verdad era que no sabía muy bien cómo actuar. Le pareció que todo estaba

muy desordenado, algo que él no aguantaba muy bien, y también le pareció un poco sucio.

Había gente de todo tipo, desde familias con niños hasta grupos de amigos, pero no le gustó.

No se sentía cómodo entre tanta gente y tanto desorden, pero algo le sorprendió una vez

más: Rodrigo de Zúñiga estaba como pez en el agua. ¿Cómo era posible que un hombre que

llevaba siempre encima ropa por valor de cientos de euros se encontrase así de bien en un

camping desordenado? Le llamaba la atención, sin duda, ver a aquel hombre siempre aseado

Page 153: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

y elegante vestido ahora con ropa de montañero y desenvolviéndose con tanta naturalidad

en un ambiente tan distinto al habitual suyo. Muñoz tampoco parecía hacerlo mal, aunque

con él no se sorprendía ya que apenas le conocía de antes. "Supongo que yo soy el raro del

grupo", pensó, pues se veía incapaz de controlar su incomodidad.

- ¿Qué ocurre, Márquez? ¿Acaso pensaba usted que nos alojaríamos en un hotel de cinco

estrellas?- le dijo el abogado, en tono sarcástico, cuando se fijó en su cara- Parece mentira

que sea usted de pueblo. En el fondo se nota que es usted el hijo de un cacique, por lo visto

lo lleva usted en los genes.

Muñoz se sonrió con sorpresa al oír aquel comentario, y sus ojos brillaron brevemente con

aire burlón a través de sus lentes redondas. Diego se quedó semibloqueado al oír aquello y

no supo cómo reaccionar. La franqueza de Rodrigo de Zúñiga comenzaba a tocarle las

narices.

- Yo no soy un cacique, Zúñiga- le respondió secamente.

El abogado le miró manteniendo la sonrisa sarcástica en su rostro. Diego le mantuvo la

mirada, dispuesto a seguir así todo el tiempo, para demostrarle que no le tenía ningún

miedo, aunque no era así. El pareció tomárselo en serio, y mantuvo la expresión de su rostro

y la misma mirada penetrante fija en él hasta que Diego comenzó a mirar para otro lado.

- Caramba Márquez- dijo, cuando Diego apartó su mirada- Parece que ya he encontrado uno

de sus puntos débiles, se avergüenza usted de sus orígenes, al contrario que yo.

Casi al momento, se quitó la mochila y la arrojó a los pies de Diego. Este se le quedó

mirando con ojos interrogantes.

- Ahí va nuestra tienda de campaña- le dijo, endureciendo su rostro de nuevo- Móntela.

Muñoz y yo iremos al pueblo más cercano a por suministros.

- Pero yo nunca he montado una...

- ¡¡Móntela!!- le gritó, mientras le señalaba con el dedo.

Hasta el propio Muñoz se sobresaltó al oír aquel grito, y Diego no pudo por menos que

coger la mochila y ponerse a ello inmediatamente, a pesar de no tener ni pajolera idea de

cómo se montaba una tienda de campaña. Se habían situado lo más apartado posible de las

caravanas y de los coches, pero aun así estaba convencido de que alguien habría escuchado

el grito de aquel hombre al que él ya empezaba a considerar perturbado. Mientras abría la

tienda pudo escuchar cómo Muñoz le preguntaba al abogado: "¿qué le ocurre? ¿Tiene algo

personal contra Márquez?" La respuesta de Rodrigo de Zúñiga apenas le fue audible, pues

respondió muy bajo y con algún tipo de monosílabo, pero por su actitud y su tono dedujo

que andaba jurando en arameo. Empezaba a tener sentimientos encontrados por aquel

hombre: por un lado, le admiraba y le respetaba, pero por otro comenzaba también a

odiarle. ¿Por qué la tenía tomada con él, de repente? ¿Por qué le trataba así? Con Muñoz no

parecía ser excesivamente cordial, pero con él sin duda se superaba. Intentó no darle más

Page 154: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

vueltas al asunto y se centró en el montaje de aquella tienda, mientras los dos hombres se

alejaban lentamente dejándole solo.

- Así que esta es la casa de los Trebiño. Es aquí adonde llegarán dentro de unos días.

Raúl Muñoz no le gustaba. No por nada en especial, pero algo había en él que no terminaba

de convencerle. Él tenía buen ojo para las personas, y así como Márquez no le parecía un

tipo torcido, este sí que le daba malas vibraciones. "Un hombre de verdad se habría

defendido del puñetazo", pensó Rodrigo, recordando el incidente anterior, "éste seguro que

es de los que atacan por la espalda". No quería juzgarle tan rápido, y tampoco quería sacar

una conclusión errónea sólo por un incidente, pero su intuición le prevenía contra aquel

sujeto.

- Llegarán dentro de tres días, concretamente- respondió, serio y cortante, mientras seguía

analizando todo el entorno.

La casa se encontraba en lo alto de una pequeña colina, y se accedía a ella a través de un

camino que bajaba hasta la carretera. Allí había una verja de hierro con dos pilares de

mármol. Era una pequeña finca, rodeada de bosque y con el mar enfrente. Se encontraba

entre dos pueblos comunicados entre sí por aquella carretera.

- No es tan solitario como nos había dicho el señor Elizalde- dijo Muñoz, al observar los

coches que pasaban por la carretera.

- Tenemos que ver más. Y luego hemos de esperar a que lleguen para observar su rutina.

- ¿Tendremos tiempo para eso?

- No. Márquez tiene que calcular el lugar y la hora donde se abrirá el túnel para que

podamos regresar, pero me temo que tendremos poco tiempo. Intentaremos hacerlo lo más

discretamente posible, a pesar de las circunstancias.

Se encontraban en una pequeña área de descanso al lado de la carretera, comiendo algo.

Habían ido al pueblo contiguo a comprar provisiones y, de momento, todo parecía ir bien.

No llamaban la atención de nadie.

- Quisiera decirle una cosa, Zúñiga- comenzó Muñoz, después de un rato de silencio- No he

venido aquí a causarle ninguna molestia. Mi único interés es hacer las cosas bien y volver a

casa sano y salvo.

- Ya...

- Quiero que sepa, con respecto a nuestro incidente anterior, que...

- Escuche, escuche, Muñoz...- le interrumpió el abogado a la vez que le hacía un pequeño

gesto con la mano- No soy un hombre especialmente sensible, así que no tiene que darme

Page 155: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

ningún tipo de explicación. Simplemente haga todo lo que yo le ordene, y las cosas

marcharán bien entre nosotros.

- Entendido... ¿y qué quiere que haga ahora?

- Que vuelva con Márquez- respondió mientras se levantaba de la roca en la que estaba

sentado- Yo me iré al pueblo.

- ¿Al pueblo otra vez?

- No. A ese pueblo no. Al otro pueblo- y señaló a la dirección en que la carretera conducía

hacia el mar- Quiero seguir analizando el terreno, y prefiero que vuelva usted con Márquez,

no sea que ese inútil no haya sido capaz de montar la tienda.

Muñoz se sonrió, aunque Rodrigo pensó que en su sonrisa había cierto aire de "peloteo", y

tomó la dirección del camping mientras él comenzaba a caminar en dirección al otro pueblo,

al pueblo costero, a la vez que veía el sol comenzar a ponerse sobre la línea azul del

horizonte marino.

IV

No le costó mucho encontrarla en la plaza central del pequeño. Estaba con tres amigos de su

edad, dos chicas y un chico. Era un pueblo sencillo y humilde, y la plaza daba directamente

a la playa. Desde los bancos de mármol se podía ver el horizonte azul y se escuchaba

perfectamente el ruido de las olas. Rodrigo no se sentía tan cómodo en aquel pueblo, ya que

al ser más pequeño que el anterior era menos turístico y, por tanto, cualquier extraño

llamaba más la atención. No obstante había gente del camping o de otros lugares que se

acercaban por allí a visitar la lonja, que era lo único que atraía a la gente de fuera. Apenas

tenía un par de restaurantes, un bar y algunas tiendas. La gente de allí vivía casi única y

exclusivamente de la pesca y no tenían escuela. Rodrigo supuso que la escuela principal

estaría en algún pueblo más grande adonde irían en autobús los niños de las aldeas de

aquella zona. Aunque no era el único turista, allí todo el mundo le miraba y eso no le hacía

ninguna gracia, pero debía de estar allí para cerciorarse. Debía de verlo con sus propios ojos.

Debía de comprobar que, efectivamente, la chica vivía en aquel lugar.

Aparentaba tener unos dieciséis o diecisiete años y, por la manera que tenía de contemplar

el atardecer y relacionarse con sus amigos, daba la impresión de ser una chica romántica e

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inocente. Él les observaba desde la playa, casi a la orilla del mar, mientras fingía dar un

paseo.

"Maldito Márquez", pensó, "Por eso ha venido, ahora lo tengo claro". Había adivinado algo

extraño en la mirada de Diego desde antes de meterse en aquella máquina, cuando

estuvieron hablando con el señor Elizalde. Intuía qué debía ser pero, hombre prudente y

cabal como era, quiso comprobarlo con sus propios ojos, por si acaso. Efectivamente, ella

estaba allí, y el mínimo porcentaje de duda que podía tener se disipaba claramente ante

aquella visión. "Es por eso el brillo de sus ojos. Él va a venir a buscarla. No sé qué tramará

exactamente, pero seguro que vendrá a verla. Maldito sea, todo esto complica mis planes".

Ahora tenía claro que su trabajo sería doble: debía de vigilar a Ernesto Trebiño, y también

debía de vigilar a Diego Márquez. ¿Quién sabe lo que podrían provocar si se relacionaban

demasiado con la gente de aquella época? No tenía claro las intenciones de Diego, pero

pensaba que nada bueno podría ocurrir si entraba en contacto con la que iba a ser su novia

en el futuro. "Ese hombre es un loco y un insensato", continuó para sí, pero, pese a todo, una

sonrisa irónica asomó a sus labios mientras se sentaba en la playa para ver la puesta de sol,

dejando detrás de él a aquel pequeño grupo de amigos. Rodrigo de Zúñiga, en el fondo, le

comprendía. Como hombre vivido que era, sabía que las cosas que mueven el mundo tienen

su origen inicial en lo más profundo del corazón de un ser humano. No había cálculos

posibles para predecir lo que podría hacer Diego, no había manera de saber lo que tramaba,

pero una cosa tenía clara: pese a que comprendía sus impulsos, estaba decidido a impedir

que entrara en contacto con ella porque iba contra sus intereses. Ernesto Trebiño era lo

fundamental en el viaje, y cualquier cosa que pudiera enturbiar el motivo de ese viaje debía

de ser neutralizada. "El corazón para mi familia", volvió a pensar mientras contemplaba la

puesta de sol, "y el cerebro para los demás. Nada ni nadie estorbará mis propósitos", y la voz

de su padre volvió a resonar una y otra vez... mantén las distancias Rodrigo... mantén las

distancias.

- Caramba Márquez. Es usted más inteligente de lo que creía.

Ya era de noche, y el camping estaba iluminado sólo por el amarillo de las luces de sus

inquilinos y el blanco de la luna creciente. Diego había conseguido instalar la tienda y

habilitarla para pernoctar en ella. Había colocado una linterna potente dentro para iluminar

la estancia y había preparado y encendido el hornillo. Los tres sacos de dormir estaban

perfectamente colocados y todo estaba listo para preparar la cena. Muñoz le caía como una

patada en la espinilla, casi tanto como últimamente Rodrigo de Zúñiga, y pensar que ellos

dos dudaran de sus habilidades le hería el orgullo. Por eso Diego lucía en su rostro una

sonrisa triunfal.

- No ha sido tan difícil- le dijo, con cierto aire de suficiencia- ¿Vuelve usted solo?

- Sí. Llevo ya bastante rato observándole, y usted no se ha dado ni cuenta. Zúñiga ha ido a

visitar el otro pueblo, para ver si veía algo de interés. Nosotros iremos preparando la cena.

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A Diego le dio el corazón un vuelco al escuchar aquello.

- ¿Al otro pueblo? ¿Y qué espera encontrar en el otro pueblo?- le preguntó inquieto.

Muñoz arqueó las cejas levemente, no tanto por la pregunta como por el tono en el que fue

formulada. Diego se arrepintió entonces de no haberse mordido la lengua. La expresión de

su compañero indicaba que también él era un hombre perspicaz, al igual que Rodrigo de

Zúñiga.

- ¿Qué le ocurre, Márquez? Le noto especialmente nervioso... ¿Acaso hay algo en ese pueblo

que no quiera que vea el señor Zúñiga?

- No lo sé...- contestó encogiéndose de hombros, intentando aparentar indiferencia- Pero

imagino que será igual que cualquier otro, no entiendo el porqué de tanta urgencia en

analizarlo todo. Al fin y al cabo, ya deberíamos de estar cenando.

- Tiene razón- y al decir eso, Muñoz le lanzó con fuerza la bolsa con la comida- Pues puede

empezar por preparar la cena. Según me han dicho, usted era camarero.

Definitivamente, Muñoz era insoportable. Parecía del tipo de hombres que pagaban sus

frustraciones con aquellos a los que consideraba más débil. Parecía que estaba dispuesto a

tratar mal a Diego, de la misma manera que Rodrigo de Zúñiga le había tratado mal a él.

- Efectivamente, yo he sido camarero- le contestó, en un tono duro, mientras le devolvía la

bolsa de la comida de la misma manera que había hecho él- pero nunca he sido cocinero.

Cocine usted si quiere, yo ya he montado la tienda.

Raúl Muñoz se quedó blanco al escuchar aquella contestación. Le había descolocado por

completo, y en su rostro se reflejó una expresión de rabia y de odio contenido.

- No creo que Muñoz sea buen cocinero, Márquez- se oyó decir en la penumbra.

El abogado estaba allí, junto a un árbol, camuflado por la oscuridad y observando la escena

con aire divertido.

- ¿Cuánto tiempo lleva usted ahí?- le preguntó Muñoz- ¿No estaba usted en el pueblo?

Rodrigo de Zúñiga comenzó a andar hacia ellos con su elegancia característica, sin perder de

su rostro esa mueca burlona y divertida.

- Acabo de llegar, pero llevo el suficiente tiempo como para comprobar dos cosas: que no es

usted tan bravo como quiere aparentar, y que trabajar no es lo suyo. En vez de observar a

Márquez montar la tienda debería de haberle ayudado usted, maldito vago.

Pasó de largo junto a Muñoz y se dirigió directo a Diego. Cuando se detuvo frente a él,

manteniendo esa sonrisa burlona, en sus ojos detectó un leve destello de simpatía, lo cual

confundió aún más a diego; ¿sería posible que Rodrigo de Zúñiga, pese a sus bruscas

maneras, no le tuviese en tan baja estima?

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- Márquez- continuó el abogado, mirándole fijamente- Es la segunda vez que me sorprende

usted. Siempre le tuve por un hombre pacífico en exceso, pero ya veo que me he

equivocado. Es usted una bomba capaz de explotar en cualquier momento...

- Sólo trato mal a los que me tratan mal a mí- repuso Diego- Me gusta devolver el cambio

con la misma moneda.

- Eso está muy bien... pero preferiría que fuese usted quien cocinara, ¿le importaría?

- No.

- Entonces hágalo... hemos de tomar fuerzas para mañana. Mañana usted y yo

averiguaremos dónde y cuándo se abrirá la puerta de regreso, así que intente estar centrado

y no pierda el tiempo discutiendo tonterías.

El abogado hablaba siempre con un tono que indicaba que daba por hecho la ejecución de

todas sus órdenes sin posibilidad de réplica, y eso hacía que ni a Diego ni a Muñoz se les

ocurriese formular comentario o sugerencia alguna. Diego pensó que aquel hombre

misterioso en apariencia, se tornaba más misterioso aún según te ibas acercando a él. Era

capaz de mantener las distancias aunque pasases con él todo el día, era capaz de levantar

ante él un muro férreo, invisible e infranqueable, y era capaz de hablarle a alguien de tal

manera que no se sabía a ciencia cierta si lo que sentía era animadversión o simpatía.

Mientras Diego sacaba el hornillo y comenzaba a cocinar parte de lo que habían traído del

pueblo, Rodrigo de Zúñiga se fue a sentar a los pies de un Roble, de nuevo en la penumbra,

mientras se dedicaba a contemplar todo lo que le rodeaba. Muñoz se fue hasta él con la

intención de sentarse cerca, pero el abogado le hizo un gesto con la mano para indicarle que

se detuviera.

- Déjeme tranquilo. Quiero estar solo. Vaya con Márquez y ayúdele.

Muñoz se encogió de hombros y se dio media vuelta. Cuando llegó hasta Diego, le hizo un

comentario en voz baja.

- Menudo mal genio que tiene este hombre. Estoy deseando regresar...

Diego no le dijo nada, pero compartió su opinión. No obstante, siguió convencido de que

detrás de aquel muro levantado por el abogado había algo más que un mal carácter; quizás

algún tipo de sabiduría por encima del común de las personas, quizás algún tipo de

desengaño o de vivencia extrema... sea lo que fuere, en el brillo de sus ojos se traslucía la

visión de un mundo que no estaba al alcance de las personas normales, y estaba convencido

de que su mal carácter no era sino el reflejo de una lucidez que, tanto Muñoz como él,

estaban muy lejos de alcanzar.

Mientras cenaban ninguno de ellos habló en exceso. Estaban cansados y el carácter agrio de

Rodrigo de Zúñiga no ayudaba a relajar el ambiente, así que cada uno de ellos comió en

silencio mientras pensaban en sus cosas. Diego pensó en Isabel. En aquellos momentos ella

estaba viva, estaba a pocos kilómetros de él. Tendría dieciséis años, lo había calculado, y

estaba a punto de conocer al hombre al que hacía culpable de su muerte en el futuro.

Page 159: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

También lo había calculado, por las averiguaciones que hizo de él antes de emprender el

viaje. El que iba a ser su novio estaba a punto de llegar a uno de los pueblos de la zona para

ejercer de enfermero en el centro médico. Le encontraría y le mataría, de esa forma Isabel

viviría, pues nunca se llegarían a conocer y la llamada fatídica nunca se llegaría a producir.

Mientras esos negros pensamientos pasaban por su mente, observó la mirada penetrante del

abogado fija en él. Había terminado de cenar y comenzaba a morder una manzana, y

mientras lo hacía le miraba de tal manera que parecía adivinar sus pensamientos. "Él lo

sabe", dedujo, "él sabe que tramo algo, pero es imposible que sepa el qué, ya que no se lo he

dicho a nadie. Seguro que se ha propuesto vigilarme durante todo el viaje, así que tendré

que escabullirme de él". Terminó su cena y se metió a dormir en la tienda, dando las buenas

noches a sus compañeros. Se metió en el saco y se tapó, mientras intentaba relajarse. No

tardó mucho en dormirse, ya que estaba agotado, y mientras tanto, afuera de la tienda, sus

dos compañeros continuaron sin emitir entre ellos el más mínimo sonido.

V

A pesar de ser verano, el amanecer era un tanto húmedo y ligeramente frío. Debían de ser

las siete o las ocho cuando salió de la tienda, después de observar que los dos sacos de sus

compañeros estaban vacíos. Ellos se habían levantado antes que él, y al no verles en los

alrededores de la tienda supuso que estarían en el bar del camping. A esas horas rebosaba la

actividad, la gente iba y venía por todas partes y muchos se preparaban en sus tiendas para

un día de excursión. Ellos se habían instalado cerca de la arboleda, un poquito apartados,

muy cerca de una de las lindes del camping. Los baños estaban en el otro extremo, cerca del

bar, pero Diego no quería ir hasta allí a pesar de que sentía unas ganas tremendas de orinar.

"Yo ahí no entro", pensó, "seguro que están asquerosos". Ante semejante conclusión optó por

adentrarse un poco en la arboleda y buscar un sitio donde poder hacer pis sin que nadie le

viera. Se adentró un poco en la espesura, perdiendo de vista la tienda de campaña, hasta

encontrar un árbol lo suficientemente grande como para ponerse detrás y orinar

discretamente.

- Uff... madre mía, que alivio- exclamó mientras descargaba todo lo que llevaba dentro.

Pero, antes de que el chorro llegara a su fin, escuchó unos pasos en la lejanía acercándose

hacia él desde el fondo de la espesura.

Page 160: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

"Mierda, viene alguien. He de acabar pronto", pensó sobresaltado, mientras intentaba acabar

cuanto antes.

El chorro, sin embargo, parecía no acabar nunca y le resultaba, a esas alturas, incontenible.

Había esperado mucho tiempo para orinar y a aquello, una vez empezado, no había manera

humana de ponerle freno alguno. Empezó a sentir una angustia terrible, ya que empezaba a

escuchar los pasos cada vez más cerca junto con las voces que los acompañaban. "Joder, me

van a pillar de lleno, que vergüenza", e intentó girar de medio lado, para no sorprender a

quien viniera con semejante visión a bocajarro. Pero, justo cuando estaba a punto de

terminar, comenzó a distinguir claramente las dos voces que acompañaban a esos pasos

cada vez más cercanos, y distinguió también un aire familiar en ellas. Mantenían una

conversación en voz baja, una conversación cuyas palabras y contenido eran apenas

audibles para Diego en esa distancia, sin embargo, un nombre que pronunció uno de ellos sí

se le hizo claro a sus oídos, tan claro que su corazón se sobresaltó un poco: Ernesto Trebiño.

Esas dos personas hablaban de Ernesto Trebiño, dos personas cuyo tono de voz le era tan

familiar como el de Rodrigo de Zúñiga y Raúl Muñoz. Cuando aparecieron tras unos

árboles, a pocos metros de él, y le vieron en semejante guisa, se pararon de golpe con cara de

sorpresa.

- Caramba Márquez- exclamó Muñoz, al cabo de un rato- un poco más y nos mea usted

encima. Podría haber escogido un lugar más apartado.

- No sabía que por aquí pasara gente- le dijo Diego mientras se subía la cremallera del

pantalón.

- Pues ya ve que sí. Está usted un poco lejos de la tienda, no debería de haber dejado

nuestras cosas solas sin el cuidado de nadie.

- ¿Cuánto tiempo lleva por aquí?- inquirió Rodrigo.

- Acabo de llegar, ¿por qué? ¿He hecho algo malo?

Muñoz y Zúñiga se miraron brevemente. A Diego le pareció que quizás le preocupase el

hecho de que el pudiera haber escuchado algo de la conversación que mantenían antes de

toparse con él.

- No debería de haber dejado nuestras cosas solas- le recriminó el abogado, con mal genio,

mientras volvía a andar de nuevo.

Pasó de largo junto a él, sin apenas mirarle, mientras Raúl Muñoz le observaba

detenidamente desde su posición. Al rato él comenzó de nuevo a moverse en dirección a la

tienda, dejando a Diego allí plantado. ¿Por qué estaban hablando de Ernesto Trebiño? ¿Tenía

algo que ver el desaparecido doctor con ese viaje experimental? ¿Sabían Raúl Muñoz y

Rodrigo de Zúñiga lo que él había escuchado por accidente? Diego les siguió de vuelta hasta

la tienda, preocupado por todas esas preguntas que de repente se agolpaban en su cabeza,

mientras comenzaba también a cuestionarse los motivos oficiales de su viaje.

Page 161: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- La puerta se abrirá aquí, dentro de doscientos sesenta y cinco minutos, exactamente a las

cinco de la madrugada del veinticinco de julio, o, lo que es lo mismo, dentro de diez días.

A Diego no le costó demasiado hacer los cálculos pendientes sobre el terreno y, a juzgar por

la cara de Rodrigo de Zúñiga, intuyó que el abogado también habría sido capaz de hacerlos.

Se encontraban en mitad de un bosque, a un par de kilómetros del río adonde les llevó el

pasillo de entrada. Había caminado hasta allí en compañía de Rodrigo de Zúñiga,

orientándose con un mapa, mientras Raúl Muñoz se quedaba por la zona del camping

recogiendo muestras orgánicas para su análisis al regreso, según le habían dicho. Habían

empleado prácticamente todo el día y el sol comenzaba ya a caer cuando Diego dio con el

lugar exacto donde se abriría la puerta de regreso a casa.

- ¿Está usted seguro, Márquez? El cálculo ha de ser exacto, no habrá segundas

oportunidades- le preguntó el abogado.

- Estoy completamente seguro. Será aquí.

- Bien. Entonces volvamos.

No dejaba de sorprenderle la aparente indiferencia con la que Rodrigo de Zúñiga asumía

algo que a cualquier persona normal le pondría de los nervios. La puerta podría no abrirse,

el cálculo podría estar mal hecho a pesar de la seguridad de Diego... la posibilidad de

quedarse atrapados en esa época era algo real, y todos lo sabían. Sin embargo, el abogado

permanecía siempre tranquilo e impasible. Parecía aceptar cualquier cosa que se le viniera

encima sin apenas inmutarse, sin apenas pestañear. Le asustaba esa aparente sangre fría en

aquel hombre, que contrastaba con los breves momentos en los que su mirada y su silencio

parecían perderse en el infinito dándole esa otra apariencia de hombre profundo. ¿Cómo

sería en realidad Rodrigo de Zúñiga? ¿Cómo era el hombre detrás de la máscara? La

curiosidad de Diego iba en aumento a medida que transcurría el tiempo en su compañía,

como también lo iban el miedo y la incertidumbre que aquel viaje empezaba a producirle.

- ¿Conocía usted Galicia?- le preguntó, intentando romper un poco el hielo.

El abogado paró en seco y se detuvo un instante, mirándole con gesto interrogante. Al cabo,

volvió a caminar.

- Sí- le respondió secamente, sin dejar de andar.

Después de aquello volvió a establecerse el silencio entre ellos. Rodrigo de Zúñiga parecía

haber dado por terminada la "conversación".

- Yo no la conocía- continuó Diego mientras caminaba mirando los árboles.

- Bien. Pues ya la conoce usted- le cortó en seguida con un tono más cortante que el anterior.

- Verá... no pretendo ser su amigo, ni nada de eso, no se preocupe. Sólo intento ser amable.

Page 162: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga se volvió a parar en seco, y le miró con gesto serio y contenido. Su

expresión parecía reflejar que no daba crédito a lo que acababa de oír.

- ¿Usted se piensa, Márquez, que hemos venido aquí de excursión y que esto es un paseo por

el campo? ¿Cree que hemos venido aquí a ver margaritas y flores silvestres?

Le había escupido prácticamente las preguntas a la cara, aunque a Diego ya no le sorprendía

para nada el tono arisco de aquel hombre.

- Se muy bien para qué estamos aquí, o eso creo... pero pienso que se nos haría más

llevadero si pudiésemos mantener un mínimo de conversación. A fin de cuentas...

- Un momento, cállese- le interrumpió el abogado.

Diego paró y observó cómo Rodrigo de Zúñiga le miraba con gesto más grave aún.

- ¿Qué ha querido decir con "o eso creo"?

- ¿Perdón?- le preguntó, pues no sabía a qué se refería.

- Me acaba de decir: "sé por qué estamos aquí, o eso creo..." ¿por qué ha dicho eso último?

Diego se puso blanco al instante. Le había traicionado el subconsciente. Las dudas que le

habían asaltado esa mañana al escucharles mencionar a Ernesto Trebiño se habían visto

reflejadas en aquellas tres fatídicas palabras y Rodrigo de Zúñiga se había dado cuenta.

Pero, ¿cómo era posible? ¿Es que aquel hombre analizaba todas las palabras que salían de su

boca?

- No he querido decir nada especial, Zúñiga... tengo dudas acerca de cómo acabará todo

esto, la incertidumbre del regreso a casa... supongo que habrá sido por eso.

- ¿Para qué estamos aquí, Márquez?- le preguntó, como si se tratase de una pregunta de

examen.

- Para comprobar que la máquina funciona. Una vez aquí, recogeremos muestras orgánicas

del terreno y nos las llevaremos con nosotros, y eso es lo que estamos haciendo...

- Bien. Pues no tenga dudas. Todo saldrá bien, le recomiendo que no se coma usted la

cabeza.

Rodrigo de Zúñiga continuó su camino, aunque en su rostro se instaló una expresión de

desconfianza. Diego se quedó inquieto, pues por la mirada inquisitiva del abogado había

intuido que sospechaba algo. "Maldita sea", pensó, "él sabe que los he escuchado", y,

mientras volvía a caminar en silencio junto a él, esta vez sin intención alguna de buscar

conversación, pensó que ese hombre, sin duda alguna peligroso, había viajado con otro

propósito que no era el que a él le habían dicho. Pensó que le habían mentido, y que Rodrigo

de Zúñiga y Raúl Muñoz tramaban hacer algo, quizás por orden de Alfonso Elizalde o

quizás por cuenta propia. Sea lo que fuere, él estaba en medio y no le hacía ninguna gracia.

"Bueno", pensó "que hagan lo que tengan que hacer, a mí no me importa. A fin de cuentas,

yo también he venido aquí escondiendo un propósito..."

Page 163: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

VI

- Tenemos que matarle. Nos ha escuchado, y usted lo sabe.

Rodrigo escuchaba a Raúl Muñoz con gesto serio y pensativo. Sólo a él le correspondía

tomar esa decisión, pero en el fondo sabía que no le faltaba razón.

- No sabemos lo que ha podido escuchar- le contestó, casi meditando para sí.

- Por favor, Zúñiga, sea razonable. Aunque no haya escuchado nuestra conversación entera,

es seguro que nos ha escuchado hablar de Ernesto Trebiño. Ese hombre trabaja en Palotex,

estoy seguro de que allí el nombre del doctor está en boca de todos... ya sabe cómo son los

trabajadores, que si rumores por aquí, que si rumores por allá...

- ¿A dónde quiere llegar, Muñoz?

- Adonde quiero llegar es a que Márquez, aunque nunca conociera personalmente a Trebiño,

es seguro que habrá escuchado hablar de él, sabrá que trabajaba en la empresa y que luego

desapareció... Por el amor de Dios, si salió en las noticias de todo el país. Si nos ha escuchado

mencionarle, ahora se estará preguntando para qué demonios hemos venido aquí.

Rodrigo continuó meditando en silencio. Era de noche y habían dejado a Diego en el

camping con la excusa de ir a buscar más provisiones. Raúl Muñoz le había pedido hablar a

solas, así que Rodrigo se lo llevó a un área de descanso de la carretera para conversar

tranquilamente. Los razonamientos de él no le sorprendieron, de hecho se los esperaba. Sin

embargo, la idea de matar a un hombre normal y corriente que nada tenía que ver con el

asunto de Ernesto Trebiño se le hacía bastante tormentosa. Recordaba a aquellos civiles que

abatió en Bosnia y las largas horas de insomnio que le sobrevinieron después. Aquellos

fueron los primeros fantasmas, a los que años posteriores se fueron sumando otros tantos. Si

había sobrevivido cuerdo hasta el momento era porque siempre se había mantenido fiel a

una de sus máximas principales: hacer daño sólo cuando era necesario. Así que, ¿realmente

era necesario acabar con la vida de Diego Márquez?

- Usted ya sabe dónde se abrirá el túnel de regreso a casa- continuó Raúl Muñoz- él ya ha

hecho su trabajo. De aquí en adelante, sabiendo que nos ha escuchado, Márquez sólo nos

puede traer problemas.

Page 164: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Le veo a usted con muchas ganas de matar, Muñoz. Ya le dije antes de venir que si tan

sediento estaba de sangre, ésta no era la misión más indicada para usted.

Muñoz negó lentamente con la cabeza, en un gesto de resignación.

- Zúñiga, por favor... - insistió, con el respeto más absoluto, pues a esas alturas ya cuidaba

muy bien el tono que empleaba con él- A mí me gusta matar tanto como a usted, pero sabe

también como yo que si nos ha escuchado no tenemos otra salida. Por lo menos dígame que

hablará con él para comprobar si sospecha algo o no.

- No hace falta. Sé que él sospecha algo.

- Y, entonces... ¿qué piensa hacer?

Rodrigo meditó largo y tendido mientras Muñoz le observaba paciente. Entendía

perfectamente lo que le decía su compañero y sabía que tenía razón. ¿Cuánta gente no había

muerto por ahí por escuchar lo que no debía? Aunque en el fondo no había demasiado que

pensar, su situación no cambiaba mucho. Su misión y sus propósitos no cambiaban en

exceso. Márquez lo único que había hecho era adelantar los acontecimientos. Para Rodrigo

había llegado la hora de actuar.

- Le mataremos, Muñoz - le dijo, con rostro grave, mientras se levantaba del banco de

piedra- Le mataremos mañana, antes del mediodía.

Y comenzó a andar carretera abajo, en dirección al camping, mientras su compañero le

observaba desde el banco. Las pequeñas dudas que le habían asaltado minutos antes le

quedaron disipadas al momento, mientras veía su espalda alejarse lentamente. "Ahí va un

hombre malvado y siniestro", pensó Muñoz, "que Dios se apiade de nuestras almas".

Diego se levantó antes de la salida del sol, con cuidado de no despertar a ninguno de sus dos

compañeros. Tenía pensado marcharse en ese mismo instante y volver después de acabar

con la vida de ese hombre. Sabía que estaba a punto de llegar a un pueblo costero situado a

cinco kilómetros de donde vivía Isabel, así que sólo tendría que caminar por la carretera

siguiendo la línea del mar. Sin embargo, sabía que Rodrigo de Zúñiga sospechaba algo, así

que de repente aquel itinerario tan sencillo le resultó imprudente. "Tengo que buscar

caminos", pensó, "caminos menos transitados y más ocultos que una carretera comarcal. Así

Zúñiga no podrá encontrarme si le da por perseguirme". Sus dos compañeros ya sabían

cómo volver a casa, así que él podría dedicarse por completo a su propósito sin importarle lo

que pudiera pasarle. "En el fondo les hago un favor", continuó pensando mientras se metía

por un sendero que había a la salida del camping, "así podrán hacer tranquilamente lo que

sea que han venido a hacer, sin preocuparse de que yo les sorprenda".

Cuando el sol comenzó a salir, él ya llevaba un buen rato mascullando. Estaba nervioso por

lo que iba a hacer, aunque no le importaban las consecuencias. Compraría una navaja en

alguna tienda de algún pueblo y se la plantaría de sorpresa en todo el gaznate. Lo que

Page 165: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

pasara después, le daba igual. Pese a esos pensamientos y la aparente decisión que

acompañaba en su proceder hasta el momento, él no era un asesino, así que las rodillas

comenzaron a temblarle un poco apenas se puso en marcha. Al cabo de una hora de

caminata, el temblor le había llegado también a las manos. "Maldita sea", pensó, "no podré

hacerlo. Tengo que relajarme un poco". Decidió sentarse en una roca, al lado del camino,

para ver si así conseguía tranquilizarse. Intentó apreciar el paisaje tan maravilloso que le

rodeaba; se encontraba subiendo por un camino de arena y piedra, que subía ladeado por

una pequeña montaña que estaba frente a la costa, justo detrás del pueblo de Isabel. A

ambos lados del camino le rodeaba un inmenso bosque de helechos y de robles por donde

apenas se colaban los finos rayos del sol y desde allí podía divisar, si miraba a su derecha, el

mar, que por aquella zona se veía bravo y lleno de rompientes. Aquel paisaje relajaba, sin

duda, pero no era capaz de quitarle el temblor que de repente se había adueñado de él.

Debía sobreponerse y seguir adelante, pues no había llegado hasta ese punto para volverse

atrás, pero parecía que lo que había empezado como un pequeño alto en el camino iba a

convertirse en un descanso mayor. No pensaba que Zúñiga y Muñoz fuesen capaces de dar

con él en mitad de aquel camino tan agreste, pero aun así se sobresaltó cuando oyó unas

voces que se dirigían hacia allí. Provenían de unos metros más abajo, del mismo camino que

él estaba siguiendo, y parecían las voces de dos personas que conversaban tranquilamente.

Eso le calmó un poco, pues supuso que si sus dos compañeros iban tras él, su conversación,

si es que se produjese alguna entre ellos, no sería precisamente tranquila. Por si acaso, optó

por pecar de prudente y apartarse rápidamente del camino, escondiéndose detrás de unos

helechos. El camuflaje era perfecto, pues era tanta la espesura que nadie repararía en él, y él

sin embargo sí podía ver el camino entre las hojas de los helechos. Pasados casi cinco

minutos empezó a escuchar el sonido de unos pasos que ascendían por el camino, y

distinguió mejor el sonido de las voces. Eran dos personas, un chico y una chica, con tonos

de voz muy suaves, así que debían de ser jóvenes. Mantenían una conversación cálida y

amable, y el corazón se le aceleró un poco al detectar en la voz de la chica un aire familiar.

Antes de que llegaran a su campo de visión él ya sabía que era ella, pero aun así se emocionó

aún más al tenerla ante sus ojos. Parecía una chica feliz, muy feliz... qué lejos quedaba el

triste destino que le deparaba el futuro. A pesar de ser más joven, no era muy distinta

físicamente de la Isabel que conoció, si acaso un poco más delgada y con la mirada más

inocente. Mantenía, no obstante, ese brillo inquieto y curioso en sus ojos, característica de

ella que tanto le había atraído. El chico debía ser un amigo suyo del pueblo, y parecía buena

persona. "Qué fácil parece todo cuando uno tiene diecisiete años", pensó Diego, "Todos

pensamos a esa edad que el mundo se rendirá a nuestros pies, y eso nos da una felicidad

ignorante." Se pararon justo al lado de la pequeña roca en donde él había estado sentado

minutos antes. Isabel se sentó justo en el mismo sitio mientas el chico permanecía de pie, a

su lado. Estaban contemplando el paisaje que había frente a ellos. Estaban contemplando el

mar y los pueblecitos que había abajo, los cuales se veían perfectamente desde aquella

posición. Diego permaneció agazapado, sin hacer el más mínimo ruido, mientras intentaba

escuchar de qué hablaban. Iban los dos de excursión por aquel sendero y se habían detenido

un momento para contemplar el paisaje, y hablaban de ello hasta que el chico comenzó a

rogarla que no se fuera a Madrid. A ella le quedaba poco más de un año para marchar, pero

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el chico intentaba convencerla de que lo hiciera, y ella parecía dudar. Diego dedujo entonces

quién sería él; Isabel le había hablado de un chico que le gustaba antes de conocer al que iba

a ser su novio. Se trataba de un chico de otro pueblo cercano que, a juzgar por lo que estaba

diciendo, debía de estar loco por ella. "Es un buen amigo. Nos gustábamos, si no le hubiese

conocido a él probablemente habríamos acabado juntos", le había dicho hace tiempo,

hablándole de su infancia en Galicia. Pasado un tiempo, la pareja de amigos reanudó su

marcha y Diego, ante semejante visión, recibió fuerzas y valor para continuar con su plan.

"He de hacerlo", pensó, "aunque yo me pierda para siempre, ella tendrá un futuro mejor", y,

cuando ya había pasado un tiempo prudencial, se levantó dispuesto a reanudar su marcha,

pero justo en ese instante tuvo la sensación de que un muro de hormigón caía sobre él.

Rodrigo de Zúñiga era un hombre más bien enjuto, pero su peso parecía multiplicarse por

cuatro cuando caía sobre ti como una losa. Si a ello se le añadían puñetazos repetidos en los

riñones, la sensación de aplastamiento aumentaba considerablemente. Así las cosas, Diego

se encontraba medio inconsciente cuando aquel hombre le agarró por debajo de los sobacos

y comenzó a arrastrarle bosque adentro. Medio aturdido como estaba perdió durante unos

minutos la noción del espacio- tiempo, aunque no lo bastante cómo para apreciar que otras

manos se unían a las del de Zúñiga para ayudarle en su labor de "remolque". No pudo

calcular bien cuánto tiempo estuvieron arrastrándole, debieron de ser cinco minutos largos

los que transcurrieron hasta que le dejaron postrado como un guiñapo al pie de un roble.

Cuando su visión se hizo más clara, vio que Raúl Muñoz y Rodrigo de Zúñiga estaban de

pie frente a él, el primero con una sonrisa burlona y el segundo con rostro grave. Intentó

incorporarse, pero el dolor que sentía en los costados, como pinchazos agudos e

intermitentes, se lo impidió.

- Guarde la navaja, Muñoz. Lo pondrá usted todo perdido de sangre.

Diego se sobresaltó al oír aquel comentario, y se fijó mejor en Muñoz. Llevaba en su mano

derecha una navaja abierta, con el filo de un palmo de largo.

- ¡¿Qué?! ¿Para qué demonios tiene usted eso en la mano?- alcanzó a preguntar, entre

sorprendido y asustado.

- Usted sabe cosas que no debería saber, Márquez- le contestó Muñoz, mientras cerraba y

guardaba la navaja- Siento mucho lo que le va a ocurrir dentro de unos momentos, pero no

nos deja usted otra salida. Las palabras de él entraban en contradicción con la sonrisa

burlona que seguía instalada en su rostro. Parecía que ese hombre disfrutaba viéndole en

semejante situación, aunque Diego no terminaba de entenderla del todo.

- ¿A qué se refieren con que se muchas cosas?- preguntó, mirando a Rodrigo de Zúñiga ,

pero este permanecía en silencio con rostro grave e inescrutable.

- Usted nos escuchó hablar de Ernesto Trebiño- le contestó Muñoz- En realidad, no ha hecho

usted nada malo, simplemente estar en el lugar y el momento equivocados.

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- ¿Y a mí qué me importa que hablen ustedes de Ernesto Trebiño? Yo no sé qué es lo que

tiene que ver el doctor en este viaje, pero sea lo que sea no me importa.

- Eso está muy bien- repicó, encogiéndose de hombros- pero eso no cambia su situación.

Aunque no se lo hubieran dicho directamente, era evidente que su situación consistía en que

aquellos dos bestias iban a matarle. Muñoz parecía estar encantado con ese hecho, quizás

porque desde el primer momento no se llevaron demasiado bien, pero Rodrigo de Zúñiga

no parecía sentirse demasiado cómodo.

- Por cierto- continuó Muñoz- ¿Adónde iba usted? ¿Intentaba huir de nosotros?

Diego no le contestó, más bien le miró con desidia. Por increíble que le resultara, no sentía

miedo ante la idea de morir. Sólo lamentaba profundamente no haber podido conseguir su

objetivo en ese viaje.

- ¿Quién era esa chica?- le preguntó Zúñiga, abriendo la boca por primera vez en todo ese

tiempo.

Diego le miró extrañado, y Muñoz también, pues la pregunta no la había formulado en el

tono imperativo que había estado empleando durante todo el viaje. Era un tono más bien

curioso. Rodrigo de Zúñiga le miraba ahora con un gesto de curiosidad inusual en él.

- ¿De qué chica habla usted?- le preguntó Muñoz volteándose hacia el abogado, sorprendido

por su actitud. Zúñiga, sin embargo, no pareció escucharle y continuó mirando a Diego con

el mismo gesto.

- Era su novia, ¿verdad, Márquez?- continuó, sin variar las formas.

Diego no estaba muy predispuesto a responder, pues si su destino ya estaba decidido ¿qué

sentido tenía mantener ahora una conversación con el hombre que iba a acabar con su vida?

Sin embargo, el tono del abogado revelaba una curiosidad sincera, y tanto era así que hasta

el propio Raúl Muñoz estaba completamente descolocado.

- Sí, lo era- le contestó al fin.

- Y, ¿por qué se escondía usted de ella?

- Bueno...- respondió encogiéndose de hombros- Me crucé con ella por accidente, y usted se

encargó muy bien de dejarme claro en todo momento que no debíamos entablar contacto

con nadie.

Rodrigo de Zúñiga se sonrió levemente ante el tono sarcástico de Diego. Este le había

contestado de semejante manera pensando que ya nada tenía que perder, pero no provocó

en el abogado ninguna reacción violenta.

- Siempre tuve claro que usted se ofreció a venir voluntario con un propósito oculto, y

siempre supe que, fuera lo que fuese, tendría que ver con ella. Lo lleva usted escrito en los

ojos, Márquez, sin embargo he de admitir que me ha sorprendido verle hace apenas diez

minutos agazapado detrás de unos matorrales, escondiéndose de su objetivo...

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- ¿Y qué esperaba usted que hiciera?- le preguntó Diego, mientras su sorpresa iba cada vez

más en aumento, ante tan inesperada conversación- ¿Esperaba usted que me acercase hasta

ella y le dijese algo así como: hola, tú no me conoces todavía, pero me conocerás en un

futuro? ¿Esperaba usted que le dijera: ten cuidado cuando estés en Madrid, porque en

Madrid morirás?

Rodrigo de Zúñiga se quedó callado unos segundos mientras le observaba con gesto

reflexivo.

- He de admitir que sí- contestó al cabo de un rato- Esperaba algo parecido.

Diego negó lentamente con la cabeza mientras agachaba la mirada y se palpaba con las

manos sus riñones doloridos. Raúl Muñoz le observaba a los dos con rostro incrédulo.

- Zúñiga- le dijo Muñoz al abogado, intentando expresarse con el máximo respeto, aunque

en su tono predominaba la impaciencia- No se lo tome usted mal, pero... lleva todo el viaje

casi en silencio, ¿no le parece este el momento menos oportuno para entablar una

conversación?

El abogado hizo caso omiso a lo que le dijo su compañero y continuó de pie observando a

Diego.

- Un momento...- continuó- ya lo tengo. Esta fuga suya tan inesperada... usted no ha venido

aquí en busca de la chica... usted está buscando al hombre que hablaba con ella en el

momento de su accidente, al hombre al que pegó una paliza en el Hospital.

Diego volvió a levantar la mirada y le observó con sorpresa. Los procesos deductivos de la

mente de Rodrigo de Zúñiga le parecían tan buenos como los de un adivino.

- Ha dado usted en el clavo- le dijo- Su inteligencia es realmente admirable, no hay detalle

que se le escape.

- Y, ¿qué pretendía hacer, si no le importa contármelo?

- Zúñiga, por favor- volvió a interrumpir Muñoz- Esto no es serio, ya tendríamos que haber

acabado.

- Cállese- le increpó mientras le lanzaba una mirada de desprecio- Márquez, ¿le importaría

contármelo?- volvió a preguntarle a Diego, mirándole fijamente- ¿Me puede decir para qué

demonios ha venido usted aquí?

- Ese hombre está a pocos kilómetros de este lugar- le respondió secamente- Iba a buscarle

cuando ustedes dos me interceptaron. Mi intención era matarle.

El abogado abrió los ojos de par en par, y le faltó poco para abrir también la boca, tal fue sus

sorpresa al escuchar aquello. Al cabo de un rato, Muñoz comenzó a reírse por lo bajo,

mientras el abogado seguía contemplándole con gesto de asombro.

- Usted no se cree lo que está diciendo- sentenció, casi enfadado- Usted no sabe lo que está

diciendo. Usted sólo es un necio que dice tonterías, no sería capaz de matar ni una mosca.

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- Tiene razón, no creo que hubiese sido capaz, aunque de haber conocido antes esa faceta

suya, le habría pedido a ustedes dos que le matasen por mí. Ya veo que son aficionados a

este tipo de prácticas. De hecho, cuando acaben conmigo, podrían hacerle una visita, si me

conceden ustedes ese último deseo...

Raúl Muñoz rio aún más al escuchar el tono irónico de Diego, pero calló al instante en

cuanto el abogado se giró para mirarle. En su cara se veía claramente que a él no le hacía

ninguna gracia.

- ¿Y por qué quiere hacer eso?- le preguntó, mirándole de nuevo, una vez que Muñoz estuvo

totalmente en silencio- ¿Qué gana usted matando a ese pobre desgraciado? ¿Hasta tal punto

llegan sus ansias de venganza? ¿No comprende que fue un accidente, y que los accidentes

ocurren? Además, si lo que quiere es matarle, ¿por qué no lo hizo en el presente? ¿Por qué

en esta época? No tiene sentido.

- Si él muere ahora, ella vivirá- respondió Diego, sorprendido de nuevo por escuchar tantas

preguntas seguidas de la boca de aquel hombre- Ellos nunca se llegarán a conocer y, por

tanto, esa llamada nunca se producirá.

- Así que ese hombre muere en el pasado y usted puede seguir disfrutando de la compañía

de su novia en el presente. ¿No le parece a usted algo egoísta por su parte?

- No... yo tengo asumido desde hace tiempo que nunca más volveré a verla. Si ese hombre

no aparece nunca en su vida, ella acabará saliendo con el chico que la acompañaba hace un

momento. Quizás ella y yo nunca nos lleguemos a conocer.

El tono de Diego era resignado y triste a la vez, algo que desconcertó a Rodrigo de Zúñiga.

Parecía sincero; insensato y loco, pero sincero.

- ¿Cómo sabe usted que ocurrirá eso? ¿Es usted adivino?

- Lo sé, Zúñiga. Sé que eso será lo que ocurrirá. Ella tendrá un futuro mejor, y no será

conmigo.

- ¿Y está usted dispuesto a hacer todo eso? ¿A cambiar las cosas de esa manera, a que

ustedes dos no se conozcan nunca? ¿A perder sus vivencias con ella? ¿Quiere hacer eso para

que ella tenga un destino mejor?

- Sí. Aunque ella nunca me llegue a conocer, siempre me quedarán los recuerdos. Pero

supongo que he fallado, no conté con ustedes dos. Por lo menos lo intenté.

- ¿Lo ve, Zúñiga? Siempre supe que este tío era un cursi, lo supe en cuanto le vi. Menudo

loco insensato, menos mal que no le hemos dejado ir muy lejos.

Muñoz habló con desprecio mientras volvía a abrir su navaja de forma brusca. Rodrigo se

giró hacia él y le observó fijamente.

- Sí. Tiene razón- le dijo- Es un loco y un insensato.

- Tenemos que acabar ya con esto. ¿Lo hace usted o lo hago yo?

Page 170: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga volvió a mirar a Diego, y su expresión esta vez fue más indescifrable que

nunca. En sus ojos y en sus formas no había el desprecio de Raúl Muñoz. Parecía como si

reflexionase sobre lo que acababa de escuchar, como si en su fuero interno se hubiese

establecido un pequeño debate.

- Lo haré yo- respondió con firmeza- Guarde la navaja.

Raúl Muñoz quedó en silencio detrás de él, sin hacer un solo gesto. Su expresión reflejaba

también la existencia de un pequeño debate en su interior.

- Prefiero no guardarla Zúñiga, si a usted no le importa... por si acaso.

De pronto, el abogado se giró hacia él quedándose frente a frente.

- ¿Por si acaso qué, Muñoz?- le preguntó con un ligero tono amenazante.

Raúl Muñoz le observó fijamente, sin soltar la navaja y sin mover un solo músculo. Parecía

indeciso, desconcertado y asustado al mismo tiempo. La mirada de Rodrigo de Zúñiga le

estaba produciendo, de golpe y de improviso, todos esos sentimientos, hasta que de pronto

algo ocurrió.

Todo fue muy rápido, tan rápido que a Diego no le dio tiempo ni a entenderlo siquiera. El

gesto amenazante de Rodrigo de Zúñiga terminó provocando que Raúl Muñoz se

abalanzase hacia él blandiendo la navaja, en un movimiento más fruto del miedo que de otra

cosa. El abogado, que sin duda se lo esperaba, reaccionó con una maestría de movimientos

que Diego jamás había visto, ni tan siquiera en una película de artes marciales. Rodrigo de

Zúñiga hizo saltar la navaja de sus manos con un manotazo casi imposible de ver para, acto

seguido, situarse detrás de él a la velocidad del rayo, haciéndole una llave que lo derribó al

suelo en menos de dos segundos. Ya en horizontal, sus piernas se enredaron rápidamente a

las de Muñoz, inmovilizándole por esa parte completamente, mientras que con un brazo le

inmovilizaba a parte de arriba y con el otro le estrangulaba el cuello. Muñoz comenzó a

ponerse de todos los colores mientras intentaba, sin éxito alguno, zafarse de su captor. Diego

contemplaba la escena atónito y con un nudo en la garganta, pues jamás en su vida había

visto algo semejante. No era algo limpio, al contrario; la cara de los dos era un poema

mientras se restregaban por el suelo. Rodrigo de Zúñiga tenía los ojos inyectados en sangre

y su expresión era como la de un auténtico demonio que ha subido desde el infierno. Muñoz

tenía hinchadas las cuencas de los ojos y la cara roja, y la mano que a duras penas podía

mover lo hacía cada vez con menos fuerza. En su jadeo impotente translucía la amargura y

la desesperación de alguien que se resiste a morir pero sabe que, pese a su lucha, morirá en

cuestión de segundos. Su cuerpo se convulsionaba cada vez más, a pesar de la rigidez de la

llave mortal que le estaban aplicando, y en los ojos de Zúñiga comenzaba a producirse con

cada vez más fuerza un brillo intenso, producto de un sentimiento imposible de descifrar.

Cuando Muñoz dejó de moverse, con los ojos aún abiertos y la boca babosa, el abogado

permaneció aún un largo tiempo más aferrado a él haciendo fuerza. Cuando le soltó, su

cuerpo rodó sobre el suelo como un fardo hasta quedar inerte en postura ladeada. Rodrigo

de Zúñiga se levantó, por increíble que le pareciera a Diego, con su parsimonia habitual, y

cuando se sacudió de encima los trozos de hojas y de hierbas que tenía alrededor de su ropa,

Page 171: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

le pareció incluso que lo hacía con elegancia. Diego estaba en "shock", completamente

paralizado por algo que no sabía si era miedo, asombro, o las dos cosas a la vez, pero su

mente aún funcionaba lo bastante bien como para entender perfectamente lo que acababa de

ver: el abogado había terminado en menos de tres minutos con la vida de Raúl Muñoz, y

ahora se encontraba frente a él, poniendo su dedo índice en el cuello del cadáver, intentando

ver si había algún rastro de pulso. Después de ello, cerró con sus dedos índice y corazón los

ojos del pobre desgraciado, que aún estaban abiertos de par en par, y se giró lentamente

para mirarle.

- ¿Está usted bien, Márquez?- le preguntó tranquilo.

Diego no le respondió, pues aún no había salido de su estado, y Rodrigo de Zúñiga pareció

comprenderlo, pues siguió a lo suyo sin darle más importancia. Desplazó el cadáver unos

metros de donde estaba hasta situarlo en terreno llano, y pareció hacerlo con más dificultad

de la esperada, pues en su cara se reflejó sorpresa.

- Caramba- dijo, una vez le había movido, mientras miraba a Diego con una sonrisa que a él

le pareció medio amistosa- El maldito Muñoz resulta más pesado muerto que vivo.

Aquel comentario hizo que Diego reaccionara un poquito.

- ¿Qué? ¿Qué dice usted?- le preguntó aturdido.

- Digo que Muñoz ha resultado ser más pesado muerto que lo que era en vida.

Diego se incorporó del suelo donde estaba sentado, ayudándose con el tronco del árbol que

tenía detrás, mientras el abogado le observaba curioso.

- ¿Va a matarme?

Rodrigo de Zúñiga parpadeó sorprendido.

- ¿Matarle a usted? He de admitir que por un momento estuve tentado, pero... ¿por qué iba a

hacer yo eso?

- Pues porque acaba de matar a un hombre. Y porque hace apenas cinco minutos estaba

usted hablando con ese hombre de matarme a mí.

- No sea estúpido Márquez. Yo no estaba hablando con ese hombre de matar a nadie.

- Pero estaban ustedes dos aquí... con una navaja...

- Él estaba con la navaja, no yo.

- Usted me golpeó.

- Sí. Y lo volveré a hacer si no se tranquiliza. No voy a matarle Márquez, mucho me temo

que matarle a usted sería un crimen imperdonable.

- ¿Y él?- le preguntó, señalando el cadáver de Muñoz- ¿Él no es un crimen imperdonable?

Page 172: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga miró el cadáver de su compañero durante un rato, y después volvió a

mirar a Diego con rostro sereno.

- Este hombre era un miserable sediento de sangre. El mundo no se pierde nada sin él,

aunque supongo que yo no soy quién para decir esto. Lo que sí tengo claro es que no me ha

dejado otra salida. Él estaba empeñado en matarle a usted.

- ¿Y por qué no le ha dejado? ¿Qué le importo yo a usted?

Rodrigo de Zúñiga volvió a mirarle con ese rostro impenetrable que hacía imposible

distinguir cualquier tipo de emoción. La figura del hombre que le había salvado la vida, o

mejor dicho, que se había negado a quitársela, se le hacía cada vez más enigmática.

- Usted a mí no me importa nada. Pero si tengo que elegir entre matar a un romántico

estúpido o a un asesino, prefiero cargar con la muerte de un asesino.

Le había respondido secamente, pero en su tono detectó cierta molestia.

- Lo siento- le dijo Diego- No pretendía ofenderle. Le agradezco lo que ha hecho, pero he de

admitir que me sorprende.

- Su causa me ha conmovido, eso es todo- respondió con ironía- En el fondo soy un

sentimental, no le dé más vueltas.

El abogado le dio la espalda de golpe y se quedó un tiempo largo observando el cadáver de

Muñoz. Parecía reflexionar sobre algo, así que Diego no quiso interrumpirle. Se preguntó

qué clase de sentimientos podrían estar abordándole en aquel instante, teniendo en cuenta

que acababa de sesgar la vida de un hombre. Cuando Zúñiga se giró de nuevo hacia él, con

ese brillo particular y enigmático en sus ojos, Diego se preparó para escuchar algún tipo de

reflexión sobre lo humano y lo divino.

- Hay que deshacerse del cadáver de este desgraciado- dijo al fin, con tono áspero.

Y Diego, que por fin salía completamente de su leve estado de shock, se fijó de nuevo en el

cuerpo sin vida de su compañero, sintiendo de repente un mareo y unas náuseas

incontenibles. No sabía exactamente qué esperaba ahora de él Rodrigo de Zúñiga, pero lo

único que pudo hacer fue darse la vuelta y vomitar con fuerza al lado del árbol en el que

estaba.

VII

Page 173: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

"Está bien Márquez. Regrese al camping y deje que yo me ocupe, no necesito su ayuda.

Cuando termine volveré y hablaremos de su asunto".

El abogado se lo había dicho tranquilo, dándole al "tema" una apariencia de normalidad que

no dejaba de asombrarle. Parecía que hacer desparecer un cadáver formaba parte de la

rutina de aquel hombre peculiar, y éste lo afrontaba como una tarea más carente de

complicación. Por su actitud supuso que estaba dispuesto a ayudarle en su particular

"misión", así que regresó despacio y sin prisa, intentando tranquilizarse. No sabías qué

intenciones tenía Rodrigo de Zúñiga con el cadáver de Muñoz, pero tampoco tenía la menor

intención de preguntarle después. Llegó al camping al mediodía, cuando el sol lucía en lo

más alto, y esperó en la tienda. No había probado bocado en todo el día, pero no tenía nada

de hambre y su estómago aún se le revolvía. No era capaz de vomitar, pues no tenía nada

dentro, pero la sensación de náuseas era constante. Así pues, se sentó en medio de la tienda

y se dedicó a esperar a que el abogado regresase, y a las dos horas así ocurrió. Rodrigo de

Zúñiga entró dentro con tranquilidad absoluta y, después de observarle durante un instante,

se sentó cerca de él. Permaneció en silencio durante un tiempo, mirando al suelo, silencio

que Diego fue incapaz de romper, hasta que finalmente alzó los ojos.

- Voy a ayudarle, Márquez- dijo- Le ayudaré a conseguir lo que quiere.

- ¿Por qué?- le preguntó, confuso- ¿Por qué va a hacerlo?

- Porque usted no será capaz de ello, y lo sabe.

- No me refiero a eso. Me refiero a por qué va usted a ayudarme, no gana nada con esto.

El abogado volvió a observarle de nuevo con expresión impenetrable, y al cabo de unos

instantes de reflexión respondió.

- Usted ha venido aquí con un sentimiento noble, y su causa también lo es. Hace tiempo que

no participo en algo así, si es que alguna vez lo hice... por eso quiero ayudarle.

La respuesta le pilló a Diego por sorpresa, pues no era el tipo de respuesta que uno podía

esperar de un asesino, y, a su vez, le hizo pensar en los motivos que podían haber

provocado el viaje del abogado.

- ¿Y usted?- le preguntó- ¿Por qué está usted aquí? Creo que ya es obvio que nuestro teórico

viaje experimental es mucho más que eso...

- ¿Y por qué quiere saberlo? Ya le he dicho que voy a ayudarle, ¿qué más le da lo demás?

- Ustedes dos han venido aquí a matar a Ernesto Trebiño, ¿verdad?- insistió Diego- Ese era

su secreto, ¿no es así?

- Si fuese así, ¿por qué iba yo a contárselo?

- Porque podría haberme matado y no lo ha hecho.

Page 174: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Rodrigo de Zúñiga se revolvió un poco, incómodo, y volvió a quedarse un tiempo

pensativo.

- Esta bien, Márquez- le dijo al final- Estoy seguro de que es usted un hombre discreto, y ya

que estamos juntos en este viaje se lo contaré. No tiene sentido guardar secretos a estas

alturas, tal y como se ha desarrollado todo... Usted trabaja para Alfonso Elizalde, y ha de

saber que Alfonso Elizalde no es un hombre normal.

- ¿Es un asesino?

Rodrigo de Zúñiga pareció molestarse al escuchar esa palabra, pero disimuló bien su enojo y

continuó.

- Yo no lo llamaría así exactamente, pero es cierto que ha matado hombres. Él nos encargó a

Muñoz y a mí acabar con la vida de Ernesto Trebiño en esta época y para eso vinimos. Usted

es un hombre normal... bueno, ahora que lo pienso, no es usted tan normal- y sonrió

sarcásticamente al decir esto último- pero lo que está claro es que no debería de seguir usted

trabajando en Palotex, o por lo menos ese es mi consejo, si quiere tomarlo. Aléjese de esa

empresa, no le traerá nada bueno permanecer allí.

Diego no se sorprendió demasiado al escuchar aquello, pues a esas alturas ya tenía claro que

Palotex no era una empresa al uso.

- Ernesto Trebiño descubrió algo, algo que Alfonso Elizalde quería y que no tendrá jamás-

continuó el abogado- Por eso planeó su muerte aquí, en este tiempo, para que nadie se

beneficiara de sus logros.

- Así que ustedes dos le mataban y así él nunca podría descubrir nada. Si no lo podía tener el

director de Palotex, no lo podría tener nadie...

- Sí. Así es... en teoría.

- ¿En teoría?- preguntó Diego, ahora sí extrañado.

- Yo, al igual que usted, también vine aquí con un propósito oculto. Mi intención era

proteger la vida de Ernesto Trebiño a toda costa. Y eso es lo que he hecho.

- Y... ¿para qué?

- Para poder matarle luego en un futuro, una vez haga su descubrimiento.

- ¡¿Qué?!- exclamó Diego- Pero ese Doctor desapareció, lo dijeron en todas las noticias,

¿cómo va a encontrarle?

- No desapareció, Márquez. Se lo acabo de decir. Yo maté a Ernesto Trebiño. Lo hice antes de

que la dichosa máquina de Jaime de la Fuente funcionara, antes de que usted entrara a

trabajar con nosotros. Yo me encargué de hacer desaparecer su cuerpo muerto, por eso

nunca le encontraron... ni le encontrarán jamás.

Diego volvió a sorprenderse. Aquel hombre hablaba de la muerte con una tranquilidad que

le helaba el corazón.

Page 175: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Y por qué le mató?

- El doctor era un genio. Descubrió él solo la cura contra el Alzheimer. Intentó negociar con

Alfonso Elizalde un buen precio, pero a éste le pareció muy caro. Al joven doctor le entró de

repente una ambición y un ánimo de lucro desmesurados, y empezó a chantajearle con

acudir a otras empresas. Nuestro director lo tenía muy en secreto, pero yo me enteré del

asunto y, en cuanto lo hice, maté al doctor para quedarme con lo que él descubrió. Tengo

contactos con una multinacional que está interesada en comprar el prototipo del

medicamento, será una venta millonaria... lo suficiente como para retirarme.

Diego permaneció un tiempo con la boca abierta de la sorpresa, que a esas alturas ya era

permanente. La desaparición del doctor salió en las noticias durante un tiempo, y él

compartió en su día la opinión de mucha gente que pensó que Ernesto Trebiño pudiera

haber sido asesinado, como tanta gente desaparecida en extrañas circunstancias. Pero nunca

pensó que algún día llegaría a mantener una conversación con su asesino, ¿quién podría

haber pensado algo así?

- ¿Y no teme que le pase a usted lo mismo que al doctor? ¿No teme que aquellos a los que

quiere vender el medicamento intente matarle para robárselo?

Esta vez fue Rodrigo de Zúñiga el que pareció sorprenderse ante esa pregunta.

- Caramba Márquez- dijo- Es usted un hombre perspicaz. Es una buena pregunta.

- ¿No había caído en ella?

- ¿Usted qué cree?

- Creo que lo tiene todo controlado.

El abogado se sonrió con ironía. La palabra "asesino" no parecía agradarle mucho, sin

embargo, no tenía reparos en hablar con Diego acerca del asesinato de un hombre que él

había llevado a cabo, y lo hacía justo después de quitarle la vida a otro delante de sus

narices. Pese a todo, por increíble que le pareciera, le agradaba la conversación e incluso

aquel hombre comenzaba a producirle cierta simpatía. ¿Cómo era posible aquello?

- Tengo información acerca de esa multinacional- continuó Rodrigo de Zúñiga- Información

que podría mancharles de arriba a abajo y enviarles directamente a la ruina, pues no es una

empresa limpia. Esa información se la he pasado a una familia gallega con la cuál tuve tratos

en el pasado y que me debían un par de favores. La multinacional sabe que si algo me

pasase a mi o a mi familia, esa información saldrá a la luz... de esta forma me aseguro de que

ninguna idea rara se les pase por la cabeza.

- ¿Y si esa familia de la que me habla vende la información y acaba saliendo a la luz

igualmente?

- Eso no pasará nunca- respondió seguro- Me han dado su palabra.

- ¿Y ya está? ¿Sólo con su palabra está tranquilo?

Page 176: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Mi mundo, Márquez, no es como el suyo. En mi mundo la palabra cuenta más que ninguna

otra cosa. Si me han dado su palabra es porque la van a cumplir. Es lo único positivo que

veo en mi forma de vida... porque por lo demás estoy deseando jubilarme. Jubilarme vivo,

claro.

De pronto se estableció un pequeño silencio entre ambos, pero no fue un silencio tenso como

otros anteriores, sino más bien un silencio cómodo. Por increíble que le resultara a Diego, las

confesiones de aquel hombre aparentemente malvado no le producían miedo. Había algo en

la mirada y el comportamiento del abogado que le alejaban de la palabra "asesino", pese a

que sus obras no parecían ser precisamente las de un hombre honrado.

- ¿Y qué me dice de lo suyo?- le preguntó a Diego al cabo de un rato- ¿Está usted dispuesto a

que yo le ayude?

- Pues... sí, no me vendría mal.

- ¿Quién es el hombre al que busca?

- Se llama Antonio Castellano García. Trabaja en la ciudad de Cedeira, en un centro de

salud. Se acaba de instalar allí ahora mismo por motivos profesionales.

- ¿Tiene usted su dirección? ¿Alguna descripción? ¿Gustos, aficiones, usos, costumbres...?

- No... no, yo... tan sólo se dónde trabaja y cómo es él físicamente... bueno, cómo será dentro

de quince años. Imagino que no tendré problemas en reconocerle.

Rodrigo de Zúñiga se sonrió irónicamente.

- ¿Y qué pensaba hacer?- le preguntó- ¿Presentarse en su lugar de trabajo y decirle: cuidado

que te mato?

A Diego no le gustó mucho el tono sarcástico del abogado, pero no podía negar que tenía

razón.

- No tenía pensado nada- le dijo- Tenía pensado todo menos eso. Cuando usted me encontró

en el bosque estaba bloqueado. Pensaba que esa parte iba a ser la más fácil.

- Esa parte siempre es la más difícil... pero claro, usted ¿cómo iba a saberlo? En fin, ¿en qué

centro médico trabaja?

Diego sacó de su mochila un mapa de la ciudad y se lo entregó al abogado. Este lo miró de

forma detenida.

- Imagino que no tendrá fotos, así que... ¿descripción del sujeto? Aunque sea dentro de

quince años...

- Pues... moreno de pelo y piel, un poco regordete, estatura media, nariz puntiaguda, ojos

castaños... aunque, de todas formas, cuando le vea estoy seguro de que le reconoceré.

- ¿Quiere venir conmigo?

Page 177: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Sí. Es lo correcto. Es un asunto personal mío, yo debo participar. No puedo cargárselo a

usted solo.

- He cargado con cosas peores, créame.

- Igualmente insisto en que debo ir.

- Esta bien- dijo el abogado encogiéndose de hombros para, acto seguido, levantarse de

golpe- Entonces nos vamos ya mismo, coja su mochila, rápido- y señaló a Diego la mochila

que tenía a pocos centímetros de él.

Diego se levantó inmediatamente, pues Rodrigo de Zúñiga se lo había dicho con ese tono

imperativo que tan natural le salía y que provocaba que todo el mundo le hiciera caso al

momento, como por instinto. Le dio la espalda mientras se agachaba al lado de su mochila,

para cogerla, pero justo en ese instante el abogado se abalanzó por detrás tapándole la boca

y la nariz con un pañuelo. Intentó respirar a duras penas mientras intentaba sin éxito zafarse

de aquel ataque inesperado, pero un olor dulzón le invadía cada vez que intentaba inhalar.

Ese mismo olor, que provenía del pañuelo, comenzó a provocarle una relajación extrema en

todos sus músculos y una sensación de sueño cada vez mayor que mermaba

considerablemente sus intentos de resistencia. Finalmente, al cabo de unos segundos más,

Diego comenzó a perder el conocimiento, aunque, justo después de perder el sentido de la

vista, pudo escuchar de forma casi lejana las palabras graves del abogado: "nunca le des la

espalda a un hombre malvado", y esa frase, escuchada en la oscuridad, fue el último sonido

que oyó antes de caer en una profunda inconsciencia.

VIII

Antonio Castellano no había salido nunca de su casa en Cáceres, por eso, cuando le

ofrecieron la plaza de enfermero en ese centro médico de Cedeira, en Galicia, le costó

decidirse. Sin embargo, sus ansias de emanciparse y de progresar se impusieron frente al

deseo de permanecer junto a su familia, y terminó por aceptarlo. Era la primera vez en su

vida que ponía los pies en aquella tierra tan verde y hermosa, y, cuando lo hizo, sus nervios

por el viaje se aplacaron un poco ante tan hermosa visión. Llegar allí, instalarse en su piso de

alquiler y comenzar a trabajar fue prácticamente la misma cosa, así que tampoco le dio

tiempo a comerse demasiado la cabeza. "Hijo mío, llámanos en cuanto llegues. Llámanos si

tienes cualquier problema. Llámanos a todas horas si quieres", le había dicho su madre con

ojos llorosos antes de darle un abrazo, y así lo hizo en cuanto llegó. Su primer día de trabajo

Page 178: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

había transcurrido con éxito y sin problemas, y se disponía a regresar a casa, dispuesto a

pasar su segunda noche en Cedeira. Había alquilado un pequeño piso cerca de la playa, no

necesitaba más espacio, porque estaba solo, aunque albergaba en su corazón la posibilidad

de encontrar a alguien allí. Había dejado a sus amigos y a su familia en Cáceres, y en Galicia

no conocía a nadie, aunque en su primer día de trabajo ya había hecho buenas migas con la

gente del centro médico. "Quizás aquí pueda construir mi vida", pensaba ilusionado, "quizás

pronto haga buenos amigos, quizás incluso conozca alguna chica... este sitio parece un buen

lugar. Creo que he hecho bien en aceptar el trabajo".

Cuando entró en su piso, le pareció que había poca luz, teniendo en cuenta que era final de

tarde de verano y el día había sido poco nuboso. Caminó extrañado hasta el final del pasillo,

cerrando la puerta tras de sí, en dirección a la salita de estar. Las persianas estaban medio

bajadas. "Caramba", pensó, "no recuerdo haber bajado las persianas..." pero, justo cuando

entraba en el salón, la figura negra de un hombre en medio de la sala hizo que se detuviera

de golpe, paralizado por el susto.

- Buenas tardes, Antonio- le dijo, con voz grave y tranquila.

El hombre era alto y enjuto, llevaba un pasamontañas negro, y un jersey y un pantalón

negros también. Se fijó en su calzado; lo llevaba cubierto con bolsas de plástico. Lo único que

podía verse, además de su silueta negra, era su boca través del pasamontañas, y sus ojos,

azules como el mar.

Sintió deseos de gritar para pedir auxilio, pero no pudo; sintió deseos de darse la vuelta y

correr por todo el pasillo en dirección a la puerta, pero no pudo. Sus músculos estaban

agarrotados y, no sabía por qué, pero apenas podía moverse.

- Es el miedo- le dijo el hombre de negro, sin moverse de su sitio, adivinando sus

pensamientos- unido a la sorpresa... está usted en un pequeño shock, procure relajarse un

poco.

- ¿Cómo? ¿Qué?...- alcanzó a balbucear- ¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo sabe dónde vivo?

¿Cómo...?

- Antonio Castellano...- continuó, mientras se acercaba hasta él- Es usted Antonio Castellano,

y es usted enfermero...

El hombre de negro se puso frente a él, y pudo ver cómo sus pupilas se contraían

completamente, dándole un aspecto agresivo que jamás había contemplado en un ser

humano. De repente estuvo seguro de que aquel hombre iba a matarle, y reaccionó de golpe

dándose media vuelta rápido para poder salir corriendo a lo largo del pasillo, pero antes de

que su cuerpo girase por completo, el hombre de negro le dio un rodillazo con fuerza en el

costado, haciéndole perder el equilibrio.

Su visión se nubló parcialmente y quedó sin respiración durante unos segundos. Sintió los

brazos de aquel hombre agarrarle por la cintura mientras le llevaba hasta el sofá, y allí

quedó sentado durante un tiempo mientras se recuperaba del golpe.

Page 179: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Está usted mejor?- le preguntó el hombre de negro, que seguía frente a él.

- Por favor...- le suplicó- No sé quién es usted ni qué es lo que quiere. Apenas no conozco a

nadie todavía, acabo de llegar... es imposible que me esté pasando esto.

De pronto, el hombre de negro se llevó la mano al bolsillo y sacó una navaja. La abrió a

pocos centímetros de su cara, en un movimiento rápido, fuerte y ruidoso. Antonio se echó

hacia atrás en el sofá, y sus músculos se agarrotaron de la tensión.

- No... Por favor, no. No me haga daño... yo no he hecho nada.

- ¿Sabe por qué estoy aquí?

- No... acabo de llegar... llegué ayer... es un error, seguro.

- No. No lo es.

- Seguro que hay otro Antonio Castellano... seguro que...

- Cállese. No es un error, se lo aseguro. Usted es quien yo busco.

- ¿Por qué? ¿Qué es lo que he hecho?... yo no he hecho nada.

- Estoy aquí para darle un recado.

El rostro de Antonio quedó blanco. Aquella frase pronunciada en los labios de aquel hombre

de aspecto siniestro terminó por quitarle la respiración.

- ¿Recado? ¿Recado de quién? Yo no conozco a nadie aquí... por favor, es un error seguro.

El hombre de negro se acercó más hasta él. Sus pupilas reflejaban tanta agresividad que dos

lágrimas contenidas terminaron por caer a lo largo de las mejillas de Antonio. Estaba tan

asustado que su miedo se estaba transformando en parálisis.

- Cállese y deme la mano derecha, con la palma hacia arriba.

- No... no, por favor- balbuceó.

- Si no lo hace, le mataré... y si grita, también le mataré. No tiene opción.

Antonio hizo lo que le ordenaba, y al hacerlo vio cómo su palma temblaba completamente.

El hombre de negro le agarró la muñeca fuertemente con la mano izquierda, y con la

derecha situó la navaja en el extremo de su palma.

- Conténgase- le ordenó- no haga usted ningún ruido, no se queje, no grite... si lo hace,

recuerde, le mataré sin contemplaciones.

Y dicho esto, le rajó la palma con la navaja de extremo a extremo, en un corte profundo,

lento y doloroso que le hizo retorcerse en el sofá con gesto de contención. La amenaza le

había llegado hondo, ya que sólo se limitó a emitir un leve bufido mientras se retorcía en el

sofá. Un sudor repentino le acompañó en su dolor, pues de repente pensó que aquel hombre

le mataría por emitir aquel pequeño sonido. Sin embargo, el hombre de negro permaneció

quieto frente a él agarrándole la muñeca con fuerza, hasta que al cabo de un rato se la soltó.

Page 180: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Le duele?

- Mucho.

- En la cama de su dormitorio encontrará aguja e hilo sanitario para coser la herida.

- ¿Cómo?... ¿qué?

- Usted no va a ir a ningún hospital ni a ningún médico para que le miren la mano, no quiero

que nadie le haga preguntas, se la coserá usted solo con el material que yo le he

proporcionado. Se pondrá una venda y le dirá a todo el mundo que fue un simple corte. Le

quedará una cicatriz para toda la vida, una cicatriz que siempre le recordará este momento y

lo que yo le voy a decir ahora.

El hombre de negro limpió tranquilamente el filo de la navaja con un pañuelo y lo guardó

todo en el bolsillo. De pronto, le agarró fuertemente del cuello de la camisa con una mano y

acercó su cara hasta la de él, medio incorporándole. En ese instante la parálisis de Antonio

fue ya completa.

- Hay alguien que no le quiere ver a usted por aquí- comenzó, con voz grave y pausada, con

una frialdad que helaba el corazón- Usted ha hecho mal en aceptar un trabajo en Cedeira, de

hecho, al venir a Galicia, usted ha cometido el mayor error de su vida... un error que podría

resultarle mortal.

Un millón de preguntas invadieron la mente de Antonio, pero estaba tan confundido y tan

bloqueado que no era capaz de ordenarlas y, por tanto, no fue capaz de emitir sonido

alguno.

- Pero, no obstante, aún está a tiempo de solucionar su error. Haga sus maletas y márchese.

No vuelva aquí nunca más, ¿me ha oído bien? No estoy diciendo que se tome un tiempo, le

estoy diciendo que nunca más en lo que le resta de vida vuelva a poner un pie en Galicia. Si

lo hace, yo me enteraré, y si me entero... se me entero no sólo le mataré a usted; primero

mataré a su madre, luego a su padre, a sus amigos... a todo el que tenga que ver con usted.

Usted será el último de una larga lista de asesinatos... a no ser que se marche de aquí.

El hombre de negro hablaba con un tono que no admitía lugar ni a la réplica ni a la duda, y

en ese momento todas las ilusiones que había depositado en su nueva vida se desmoronaron

por completo. Sea lo que fuere lo que el destino le tenía reservado en aquellas tierras jamás

llegaría a producirse, pues se marcharía de allí enseguida sin pensárselo dos veces.

- No se preocupe, eso es lo que haré, se lo juro. Me marcharé ahora mismo si quiere. No

permaneceré aquí ni un segundo más- respondió, en el fondo aliviado por poder conservar

la vida.

- Sin duda eso es lo mejor que puede hacer- le dijo el hombre de negro, soltándole de golpe-

y confío en que así lo hará.

Se dio la vuelta y le dejó, aturdido como estaba, en el sofá, pero antes de salir del salón en

dirección al pasillo se paró y volvió a mirarle.

Page 181: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Por cierto... si alguna vez el tiempo se encarga de borrar la huella de este amargo

recuerdo... si alguna vez el tiempo le hace olvidar lo que me acaba de decir... si alguna vez

en el futuro siente ganas de volver... mire la palma de su mano derecha, eso le ayudará a

recordar. El mundo es muy grande, si siente deseos de viajar, ya sabe a qué lugar no debe de

ir nunca.

En ese instante desapareció de su vista, sin apenas hacer ruido. No escuchó los pasos

recorrer el pasillo, ni tampoco escuchó la puerta abrirse y cerrarse, pero supo que se

encontraba solo. Aquella última amenaza realmente no habría sido necesaria, pues Antonio

Castellano ya había decidido marcharse de allí esa misma noche, regresar con sus padres y

no volver a pisar Galicia nunca más.

IX

Cuando Diego abrió los ojos, se encontraba tan desorientado que había perdido la noción del

espacio- tiempo. Estaba tumbado, pero no podía mover ni las manos ni los pies. Al cabo de

un rato, con la mente ya más despejada, se percató de su situación.

- Maldito sea- murmuró- Me ha atado de pies y manos. No puedo salir de aquí.

Estaba dentro del saco de dormir, dentro de la tienda. No sabía ni qué hora era ni qué le

había ocurrido exactamente, pero sí sabía que el abogado era el culpable. "¿Adónde habrá

ido?", pensó, "¿qué demonios habrá tramado para dejarme aquí en semejante estado?" No

podía gritar para pedir ayuda, pues si lo hacía estarían perdidos. Debía limitarse a esperar a

que Rodrigo de Zúñiga regresase, mientras por su mente pasaban toda clase de insultos y

frases apocalípticas referentes a la persona del abogado. Al cabo de un par de horas, éste

apareció abriendo la cremallera de la tienda. Al hacerlo, Diego comprobó que era de noche.

- ¿Ha dormido bien?- le preguntó nada más entrar, no sabía si en serio o con sorna.

- No- respondió secamente- Me duele la cabeza.

- Efectos secundarios, supongo- dijo, encogiéndose de hombros mientras se acercaba hasta él

para desatarle.

Diego sintió un alivio tremendo cuando el abogado cortó las cuerdas de sus muñecas y

tobillos. Tenía los músculos agarrotados.

- ¿Qué es lo que me ha hecho?

Page 182: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Le he dormido con cloroformo, no se preocupe, eso no mata.

- ¿Y por qué me ha dormido con cloroformo, si puede saberse?- le preguntó mientras se

incorporaba un poco, bastante enojado.

- Tenía que decirle a su... amigo, que se marchase de aquí. Eso es lo que usted quería, ¿no?

Diego se quedó estupefacto al escuchar a aquello.

- ¿Le ha visto? ¿Ha ido usted a buscarle? ¿Ha ido sin mí?

- Tranquilícese, Márquez, pues claro que he ido solo... ¿de verdad pensaba que iba a dejar

que me acompañase? Usted no está hecho para estas cosas... sólo me faltaba acabar en la

cárcel en una época que no es la mía.

- ¿Y por qué no le ha matado? ¿Todo esto sólo para decirle que se marche? ¡Eso no servirá!

Volverá, se conocerán y...

Rodrigo de Zúñiga no tardó ni medio segundo en lanzar su puño contra el rostro de Diego,

que cayó semi inconsciente antes de acabar lo que estaba diciendo. El abogado se abalanzó

rápido sobre él y le agarró fuertemente de las solapas de la camisa, estrangulándole un poco.

Sus ojos y la expresión de su rostro eran el vivo retrato de la agresividad.

- Escúcheme bien ahora, maldito loco insensato- le dijo, casi escupiéndole las palabras a la

cara- Cuando un hombre como yo le dice a otro que se vaya, créame, el otro se va sin

dudarlo, a no ser que se trate de un hombre con los suficientes arrestos, y mucho me temo

que su amiguito no es de esos. Ahora mismo estará llorando en un rincón, intentando

curarse del susto... ¿por qué iba yo a matar a un hombre así, si con asustarlo puedo

conseguir el objetivo? Todos los que hablan de muerte con tanta facilidad, en realidad no

saben nada ni de la muerte ni de la vida... usted no es más que un pobre loco ignorante e

insensato, pero aun así ya tiene lo que buscaba... ella nunca le conocerá a él, y

probablemente nunca le conozca a usted tampoco... lo sabrá en cuanto volvamos a nuestro

tiempo. Y ahora prepare sus cosas, el túnel se abrirá dentro de veintitrés horas.

Rodrigo de Zúñiga le soltó casi con desprecio y se giró para preparar su mochila. No

dejaban de sorprenderle los arrebatos de cólera de aquel hombre, aunque este último llegó a

provocarle cierta vergüenza. El abogado le había ayudado, y Diego con sus comentarios sólo

le demostraba ingratitud.

- Lo siento Zúñiga- le dijo- Tiene razón, he hecho mal en dudar de ello.

Rodrigo de Zúñiga se limitó a emitir una especie de gruñido mientras terminaba de recoger

su saco de dormir. Diego hizo lo mismo con sus cosas, mientras le observaba de reojo.

- ¿Cuándo nos vamos?- le preguntó.

- Ahora mismo. Llegaremos pronto al lugar señalado y esperaremos. Como entenderá, no

podemos llegar tarde.

- ¿Qué hora es?

Page 183: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Está amaneciendo.

Recogieron todo y lo metieron en las mochilas de la misma manera que hicieron al

emprender el viaje. Después recogieron la tienda. Diego cargó también con la mochila de

Muñoz, y Rodrigo de Zúñiga con la tienda, aparte de sus respectivas cosas. El abogado

pareció sumergirse en otro de sus silencios y volvió a rodearse de aquella frialdad

inescrutable que por un breve instante pareció haber roto, como si se hubiese dado cuenta

de ello y, al momento, se hubiese arrepentido.

Caminaron durante horas en silencio, hasta que llegaron al lugar donde debía abrirse el

"túnel" que les conduciría de regreso, el mismo lugar que habían localizado diez días atrás.

Ya era mediodía y el sol despuntaba luminoso en lo más alto, dejando entrever sus rayos a

través del interior del bosque. Se sentaron en una roca y comenzaron a almorzar su último

sándwich. Rodrigo de Zúñiga seguía en silencio, serio y reflexivo, mientras Diego le

observaba de reojo con renovada curiosidad. Hace poco había matado a un hombre delante

de sus narices, sin embargo aquel "asesino" había hecho más por él que mucha gente. Aquel

hombre malvado le había salvado la vida a Isabel sin pedirle nada a cambio. El abogado se

encontraba terminando de comer una manzana, con la mirada observando la profundidad

del bosque, cuando de pronto su gesto cambió y se levantó despacio. Su cara reflejaba

curiosidad, y caminó hacia la espesura como quien desea comprobar alguna cosa que le ha

parecido ver. Pasó al lado de Diego sin decirle nada, sin mirarle siquiera, y se perdió entre

los helechos. Diego se quedó extrañado al principio, pero en seguida se levantó para ir tras

él, preocupado por lo que aquel hombre impredecible pudiera hacer, a tan pocas horas de

que el túnel se abriera. Caminó a través de la espesura, donde los rayos de sol eran más

tenues y la vegetación más intensa. Llevaba en Galicia diez días, y no dejaba de sorprenderle

la dificultad para caminar en muchos tramos; parecía una selva inexpugnable. Al poco rato,

cuando ya llevaba un par de arañazos, encontró a Rodrigo de Zúñiga parado al pie de un

árbol realmente hermoso. Era un Sauce Llorón, que se erguía majestuoso y decadente al

mismo tiempo en medio de los helechos y los robles. Un Sauce cuyas ramas colgaban casi

hasta el suelo, las cuales alcanzaba a tocar el abogado con la yema de los dedos, con

expresión ausente, como si se encontrara en una especie de meditación. Diego contempló

aquella imagen bucólica durante un tiempo, con admiración y sorpresa, preguntándose qué

demonios estaría pasando por la mente de aquel hombre en ese instante.

- ¿Le gustan los Sauces?- le preguntó, al cabo de un rato.

Rodrigo de Zúñiga giró la cabeza lentamente para observarle, y después volvió a observar el

árbol. Sus dedos acariciaban suavemente las hojas de las ramas colgantes, y su mirada

parecía recorrer cada fibra del Sauce, de arriba a abajo.

- Sí- contestó, sin dejar de observar el árbol- De todos los árboles, éste es el que más me

gusta. Sólo se encuentran en lugares húmedos... como este lugar.

- ¿Por qué le gusta tanto?

Page 184: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Porque... tiene "algo".

No supo exactamente a que "algo" se refería Rodrigo de Zúñiga, pero sí tuvo claro que el

árbol provocaba en él un efecto que nunca antes había observado. Por primera vez desde

que le conocía le vio disfrutar. Disfrutaba observando cada rama, cada hoja... disfrutaba

viendo su figura triste alzarse hacia el cielo para caer lánguidamente hasta el suelo,

acompañado por los rayos de sol que conseguían atravesar el follaje del bosque. Aquel

Sauce, que por su forma parecía llorar en silencio, entraba en sintonía con la figura del

abogado, que acariciaba sus hojas como si sólo él pudiera comprender su lacónico lamento.

Entonces la pregunta que había rondado por la cabeza de Diego al inicio del viaje volvió a

aparecer en su mente, y de pronto tuvo la corazonada de que, si la formulaba en ese preciso

instante, sería respondida.

- ¿Qué le ocurre a usted, Zúñiga?- le soltó a bocajarro, arrepintiéndose al momento de no

haber adornado la pregunta un poco.

El abogado se giró lentamente, aparentemente perplejo por haber escuchado aquello.

- ¿Qué dice usted?- le replicó, soltando la rama del árbol que tenía entre sus dedos.

El tono volvía a ser un tanto áspero, pero la pregunta ya estaba hecha.

- Le he preguntado algo que me lleva llamando la atención desde el inicio de este viaje-

insistió Diego- Me dijeron que hace años usted era un hombre tremendamente carismático y

vital, pero ahora yo sólo veo a un hombre gris, a un hombre... cansado.

Rodrigo de Zúñiga no se inmutó al escuchar aquello, pero sus ojos recorrieron la figura de

Diego de arriba a abajo, al igual que había hecho con el Sauce antes.

- ¿Usted me dice a mí que soy un hombre gris? Pero... ¿se ha visto usted, Márquez? No es

usted precisamente la alegría de la huerta...

- Yo siempre fui así. Usted no.

- Y, ¿cómo lo sabe? ¿Desde cuándo se fía usted de las habladurías?

- No he llegado a esa conclusión por las habladurías. Me llevo fijando en usted desde que le

conozco. Su manera de observar las cosas, su carácter... sus arrebatos repentinos de cólera...

todo indica que usted no siempre fue así.

- ¿Es usted psicólogo?

- No. Pero no soy tan tonto como aparento a primera vista.

El abogado se sonrió ante la ironía de Diego. Después volvió a darle la espalda para

contemplar el árbol.

- Tiene razón- le dijo, mientras volvía a acariciar sus hojas- No siempre he sido así. Hace

muchos años era un idealista, un pobre ingenuo que creía en los buenos sentimientos... como

usted.

Page 185: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego se sorprendió de nuevo. No esperaba esa respuesta de un hombre casado.

- Pero... usted tiene mujer... tiene un hijo... ¿no le provoca eso buenos sentimientos?

- Por supuesto que sí... mi familia es la excepción. Dos personas, Márquez... dos personas en

todo el globo terráqueo. Para mí todo lo demás, a excepción de eso, no significa nada... no

creo en nada ni en nadie más... en esta vida.

- Entonces... ¿por qué me ha ayudado?

- Ya se lo dije, porque su causa es una causa noble. Usted ha actuado movido por un

sentimiento que hacía mucho que no contemplaba en un ser humano. Pero usted, más tarde

o más temprano, llegará a la misma conclusión que yo. Conozco parte de su vida, de su

pasado... arrastra usted una historia triste y amarga, y ha perdido lo único bueno que tenía...

nunca más volverá a estar con la mujer a la que quiere, y lo sabe... usted está solo en un

mundo que no entiende, y acabará como yo, pero con otro estilo diferente. Los mismos

ideales que tanto ensalza acabarán por destruirle, porque esos ideales no tienen cabida en

este mundo.

Rodrigo de Zúñiga hablaba con un tono amargo y triste, y por primera vez se le mostraba

sincero. Había dejado de acariciar las ramas del árbol y se había situado justo debajo,

apoyando la espalda junto al tronco. Ahora miraba a Diego con unos ojos que parecían la

viva imagen de la resignación.

- ¿Alguna vez ha tenido buenos sentimientos por alguien, y le han pagado con la moneda

contraria?- continuó, casi hablando para sí- ¿Alguna vez ha esperado algo de alguien, y se

ha quedado así... esperando? ¿Alguna vez ha sido amable, obteniendo por respuesta el más

absoluto de los desprecios?

Diego tardó en responder, pues no tenía claro si las preguntas del abogado eran o no

retóricas.

- Pues... supongo que a todos nos ha pasado ese tipo de cosas... forman parte de la vida.

- La vida... ¿y qué sabe usted de la vida?

- Sé que no es lo que uno espera.

- No. Eso es lo típico que dicen todos. Usted, en realidad, no sabe nada de la vida. Usted no

ha matado a nadie, ni ha sentido la incertidumbre de no saber si las cosas que está viendo

hoy, mañana seguirán en pie o habrán sido destruidas completamente... usted ha odiado,

seguro, pero no ha sentido el odio invadir todos los rincones de su ser, ni ha visto a seres

humanos consumidos completamente por ese sentimiento... seguro que ha sufrido, pero no

ha contemplado el sufrimiento en toda su extensión, ni ha visto a seres humanos

consumidos completamente por ese sentimiento... no ha visto las cosas que yo he visto, ni las

verá jamás, por suerte para usted. Usted intuye lo que puede ser la vida, porque no es usted

un estúpido mediocre como la mayoría que le rodea, pero usted no ha contemplado la vida

directamente, como yo. Cada vez que un hombre ve los hilos que mueven el mundo, algo

dentro de él muere para siempre. Llámelo desengaño, si quiere, desilusión... pero lo cierto es

Page 186: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

que si yo sigo viendo luz es gracias a mi familia... mi mujer me salvó de convertirme en un

auténtico tiburón, aunque en muchas cosas llegó tarde.

Rodrigo de Zúñiga volvió a darle la espalda, y continuó acariciando las ramas del árbol

mientras volvía a observarlo con detenimiento.

- He visto lo peor del ser humano... - continuó- y me he convertido en un hombre malvado.

Quizás lo fui siempre, no lo sé... pero eso también tiene su otra cara de la moneda, su lado

positivo... y es que se distinguir lo bueno en cuanto lo veo. Aunque, nos guste o no, lo bueno

es la excepción.

Diego permaneció en silencio, enmudecido por la sinceridad repentina de aquel hombre que

siempre había sido tan distante, analizando cada palabra que había escuchado como si todas

formaran parte de un tesoro, pues sabía que cada una de ellas había salido de lo más

profundo del corazón de un hombre que parecía haber visto y sentido de todo. El abogado

siguió contemplando el árbol, como ensimismado, hasta que al final pareció salir de aquel

pequeño trance en el que el solo se había metido y, dándose la vuelta, comenzó a andar de

regreso a donde estaban con paso lento.

- Me encantan los Sauces- murmuró, cuando pasaba a su lado, mientras le daba una

palmada amistosa en el hombro.

Diego le observó alejarse a través de aquella pequeña selva de helechos, y mientras

meditaba en lo que acababa de escuchar descubrió cosas que cambiaron su percepción del

mundo para siempre: Rodrigo de Zúñiga tenía las manos manchadas de sangre, pero no era

un asesino, y llegó a una terrible conclusión. Dentro de las muchas desgracias que pueden

rodear a un ser humano, el perder a un ser querido... perder la casa... todo lo malo que le

puede ocurrir a alguien, todas las cosas malas que habían ocurrido en su propia vida... él las

sabía, pero el abogado le había mostrado una desgracia nueva, que él nunca antes había

contemplado en nadie... y se dio cuenta de cuál era su dolor, se dio cuenta de que una de las

cosas que más destroza el corazón de un hombre es perder la fe en sus semejantes.

X

A las cuatro y media de la madrugada Diego fue despertado por el abogado. "Queda media

hora", le había dicho con total tranquilidad. Habían pasado el resto de la tarde en el mismo

lugar, haciendo tiempo pacientemente, y Diego aprovechó luego para echar un pequeño

Page 187: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

sueño sabiendo que Rodrigo de Zúñiga tenía pensado permanecer despierto en todo

momento. No habían hablado mucho en todo ese tiempo, pero parecía que el abogado había

derribado parte de ese pequeño muro invisible que le había rodeado durante todo el viaje.

Le había vuelto a recomendar, y de una forma bastante y honesta, que dejara la empresa y se

buscase otro trabajo. Le había preguntado por su futuro, pero Diego no le supo responder.

Llevaba mucho tiempo sin pensar en el futuro... y ahora que había cumplido su propósito

tendría tiempo para ello, aunque el futuro se le volvía a presentar incierto otra vez. Al

devolverle la misma pregunta al abogado comprobó que éste, por el contrario, lo tenía todo

bastante claro. Aún le quedaba una última cosa por hacer, además de vender la patente, y

después se marcharía con su mujer y con su hijo a un lugar tranquilo, apartado de todo; "yo

ya he visto todo lo que tenía que ver en este mundo. Todo lo que deseo ahora es que el

mundo no me vea a mí", le había dicho, para justo después avisarle de la coartada que iba a

emplear con Alfonso Elizalde: "cuando lleguemos allí, si es que llegamos, le diré que Muñoz

murió nada más llegar, que cayó encima de una roca y abrió la cabeza... él no me creerá,

pero eso no importa mucho. Eso es lo que le diré y usted lo secundará. No se preocupe por

usted, a usted no le preguntará nada." Diego no sabía el qué, pero estaba seguro de que el

abogado tramaba algo con Alfonso Elizalde, y estaba seguro de que a eso se había referido al

decirle que aún le quedaba una última cosa por hacer, pero prefirió no preguntar. A esas

alturas ya se había dado cuenta de que cuanto más seguro se estaba era cuanto menos se

sabía.

Quedaban cuatro minutos para las cinco y los dos permanecieron de pie, en silencio,

esperando que algo sucediera. Los cálculos eran exactos, así que el túnel debería de abrirse a

las cinco en punto; ni un segundo antes, ni un segundo después, pero la espera comenzó a

hacerse más angustiosa que en el viaje de ida.

- Espero que el astrofísico no falle- le dijo el abogado, rompiendo el silencio- Si no, soy capaz

de ir a buscarle en esta época y ahogarle en el primer lago que encuentre.

No sabía si el comentario era en broma o en serio, pero lo cierto es que estaba tan tenso que

no fue capaz de añadir nada. La hora se aproximaba, y nada raro parecía ocurrir, con lo cual

Diego empezó a preocuparse.

- Esto no va bien- le dijo a Rodrigo de Zúñiga- ¿No se supone que tendría que haber un

preámbulo? Queda un minuto para las cinco y no ocurre nada.

Las palabras de Diego fueron proféticas, pues nada más pronunciarlas un ligero viento

comenzó a mover las copas de los árboles que les rodeaban. De repente el bosque pareció

quedar en completo silencio, un silencio que sólo permitía apreciar el sonido del viento que

cada vez iba más en aumento.

- No se mueva de aquí- le dijo el abogado, agarrándole fuerte del antebrazo- Permanezca

junto a mí, parece que ya viene. Si yo no le digo nada, no se mueva ocurra lo que ocurra.

Diego asintió mientras observaba hacia todas partes intentando localizar el túnel, mientras

Rodrigo de Zúñiga hacía lo mismo. De pronto la tierra comenzó a temblar ligeramente,

durante el tiempo para que los dos comprendieran al instante lo que iba a ocurrir. Era inútil

Page 188: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

mirar hacia arriba, o hacia la derecha, o hacia la izquierda... era inútil dar vueltas sobre sí

mismos para intentar ver algo, porque por allí no verían nada. El túnel se estaba abriendo

bajo sus pies, y bajo sus pies la oscuridad más negra y absoluta comenzó a formarse a las

cinco en punto de la madrugada, y en unos segundos esa oscuridad les envolvió a los dos,

de la misma manera y con la misma intensidad que lo había hecho diez días atrás, y, en

cinco segundos, el viento cesó y el bosque volvió a su normalidad, tal y como estaba el 25 de

julio de 1993.

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* 3ª PARTE. MADRID, JUNIO 2009 *

I

- ¡Diego! ¡Diego! ¿Te encuentras bien? ¡Diego!

La voz le resultaba familiar, pero la escuchaba en la lejanía. Lo veía todo negro, y no sabía si

era porque tenía los ojos cerrados o porque se había quedado ciego. Estaba desorientado...

tan desorientado que no sabía si todo había sido un sueño.

- Déjele tranquilo, ya despertará. Le pasó lo mismo en la ida. Lo importante es que está vivo,

dele tiempo y no le agobie.

Le pareció reconocer las voces de Jaime de la Fuente y Rodrigo de Zúñiga, y poco a poco

comenzó a vislumbrar de forma borrosa todo cuanto le rodeaba. Estaba en una sala

acristalada, tapada con cortinas y con poca luz. Estaba en el suelo, tumbado de medio lado, y

poco a poco fue distinguiendo la figura del astrofísico arrodillada junto a él. Al poco, lo vio

todo con claridad; la máquina del tiempo se encontraba frente a él, con la puerta abierta.

Jaime de la Fuente estaba a su lado, gritando su nombre, y Alfonso Elizalde junto a Rodrigo

de Zúñiga, de pie, al lado de la máquina.

- ¡Diego!- exclamó el astrofísico- Menos mal, me has dado un susto de muerte.

- ¿Qué ha pasado?- preguntó Diego, aún desconcertado, mientras se incorporaba.

- Cuando hemos abierto la puerta estabas inconsciente- le dijo, señalando la máquina-

Rodrigo de Zúñiga estaba junto a ti. Nos dijo que era normal, que a la ida también te

desmayaste, pero aun así me preocupé...

Page 190: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Cuánto tiempo ha pasado?

- Un minuto- respondió Alfonso Elizalde muy serio- Tal y como habíamos previsto. Un

minuto para nosotros, y diez días para ustedes.

- Sólo volvéis dos... - le dijo el astrofísico, mientras le ayudaba a levantarse- Rodrigo de

Zúñiga ya nos ha contado... Muñoz no sobrevivió a la ida. Para mí eso es un fracaso

enorme... no me lo explico, Diego, ¿qué pudo salir mal?

- No te preocupes Jaime, fue un accidente.

- Un terrible accidente, sin duda- repuso el director de Palotex, manteniendo el semblante

serio- Cayó encima de unas rocas y se rompió el cuello... una tragedia.

Diego aún estaba un poco desorientado, pero por la actitud y el tono de Alfonso Elizalde

supo que no se creía la historia que le había contado el abogado. Se acordó de sus palabras:

"él no me creerá, pero eso no importa mucho", y se volvió a preguntar qué demonios tendría

tramado. Él estaba ahí, junto al director, también con gesto serio. Parecía rodeado de nuevo

por esa máscara de frialdad impenetrable.

- ¿Se encuentra bien, Márquez?- le preguntó.

- Sí... ya se me está pasando... sólo necesito un poco más de tiempo.

De pronto, Alfonso Elizalde se dirigió hacia él, provocando con ello que el astrofísico diera

un paso atrás, tal era la gravedad de su rostro. Cuando le tuvo frente a él, Diego observó

algo que nunca había visto en su director... observó un odio y una desconfianza contenidos

y, a la vez, descarados... todas las buenas maneras que habían precedido al viaje parecían

haber desaparecido una vez concluida la misión.

- Es una pena, lo de Raúl Muñoz...

Diego no supo qué responder, pero intentó mantener la mirada en los ojos de Alfonso

Elizalde, pues sabía que si justo en ese momento le lanzaba alguna mirada al abogado, le

estaría acusando de forma indirecta.

- Así que... unas piedras... qué desgracia.

El director casi escupía las palabras con un resentimiento a duras penas controlado.

Desconfiaba de lo que le había ocurrido a Muñoz, eso saltaba a la vista, y Diego no podía ver

cuál era la reacción del abogado porque no quería mirarle directamente, pero veía su silueta

de reojo al lado de la máquina, y no parecía estar muy nervioso. De nuevo, Rodrigo de

Zúñiga parecía tenerlo todo previsto y bajo control, a pesar de que su jefe estaba rojo de la

rabia.

- Aun así les felicito- añadió, sin suavizar su semblante- el viaje ha sido un éxito y la

máquina funciona, a pesar de contar con una baja... considérese usted un privilegiado,

Márquez, ha formado parte de un experimento grandioso... y me alegro de verle sano y

salvo.

Page 191: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Le dio una palmada en el hombro y se marchó sin girar la cabeza, cerrando la puerta con un

poco más de brusquedad que la habitual en él. Jaime de la Fuente estaba a su lado,

ligeramente alejado, con el rostro pálido de miedo, aunque eso ya no le sorprendía. Miró a

Rodrigo de Zúñiga, que estaba frente a él, al lado de la máquina, y éste le sonrió provocando

con ello más asombro en la cara del astrofísico. El abogado estaba tranquilo, incluso parecía

disfrutar de la situación... sabía que su jefe estaba en ese instante rojo de la rabia, pero no

parecía importarle... su sonrisa reflejaba la confianza y la calma más absoluta; reflejaba la

satisfacción y la tranquilidad que da el conseguir lo que te propones... reflejaba la victoria.

Rodrigo de Zúñiga había vencido y, fuera cual fuese su último propósito, Diego supo en ese

instante que, necesariamente, tendría que ver con Alfonso Elizalde.

II

"Es un traidor, lo sabía... no quería creérmelo, pero así es. No ha matado a Ernesto Trebiño y

Muñoz no ha regresado... Rodrigo es un traidor". Alfonso Elizalde estaba rojo de la ira

mientras buscaba en el internet de su ordenador portátil todo lo relacionado con el doctor.

Seguían hablando de su desaparición y de su búsqueda por las autoridades... seguían

hablando del médico que trabajó en Palotex... el mismo, las mismas noticias, los mismos

interrogantes... todo igual que antes de emprender el viaje en la máquina del tiempo. Así

pues, estaba claro; esas noticias no podrían figurar si Ernesto Trebiño hubiese muerto a los

quince años, si Rodrigo de Zúñiga hubiese cumplido con la misión encomendada. Pero, ¿por

qué? Esa era la pregunta que se hacía en esos momentos Alfonso Elizalde. ¿Por qué no le

había matado? ¿Qué había ocurrido realmente con Raúl Muñoz? y, lo más importante, ¿por

qué Rodrigo le mentía tan descaradamente? Se encontraba en su despacho, solo, pues no

quería que nadie le viera en semejante estado de irritación, intentando calmarse para poder

ordenar sus pensamientos con claridad. Cuando por fin eso sucedió, avisó a su secretaria

para que mandase llamar al abogado, pero esta regresó al cabo de un cuarto de hora

diciéndole que Rodrigo de Zúñiga había abandonado el edificio. "Maldito sea", pensó, "¿qué

andará tramando? ¿Por qué se ha ido sin avisar?" Sabía que se la había jugado, que fuera lo

que fuese lo que tramaba el abogado iba contra sus intereses. Ahora sí que estaba totalmente

convencido de ello, y eso le producía un enojo difícil de controlar. El director de Palotex

estaba a punto de explotar, por eso decidió marcharse, también sin decir nada, para dar una

vuelta con el fin de despejarse.

Page 192: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Cuando regresó al edificio era ya de madrugada. Llevaba todo el día meditando, sin sacar

nada en claro excepto que su abogado predilecto, su hombre de confianza, se la había

jugado. Era tarde, y lo más sensato hubiera sido marcharse a casa, pero a esas alturas de su

vida Palotex era su casa. Francisco, el conserje, el tío de Diego Márquez, se encontraba en la

cabina, y, cuando le vio llegar en su coche, su rostro reflejó preocupación y alivio al mismo

tiempo. Le abrió las puertas y se acercó hasta él mientras entraba. Alfonso Elizalde, al verle,

bajó la ventanilla.

- Señor Elizalde, por Dios, estábamos preocupados. No sabíamos dónde se había metido. Le

he llamado, pero su móvil estaba apagado...

- Sí- le cortó- Necesitaba meditar un rato. ¿Queda alguien en el edificio?

- No señor. Ya salieron todos desde hace tiempo. Mi sobrino... mi sobrino le anduvo

buscando todo el día.

- ¿Tu sobrino? ¿Márquez?- le preguntó extrañado- ¿Para qué?

- Bueno... él quiere decírselo en persona, así que ya lo sabrá usted mañana.

- ¡Déjate de gilipolleces, Francisco!- le increpó de repente, provocando su sorpresa- No estoy

para estas tonterías ahora. Si lo sabes dime qué carajos le pasa a tu sobrino.

- Lo siento señor Elizalde, no era mi intención alterarle. Él quiere marcharse de Palotex, y

pensó que lo correcto era decírselo a usted personalmente...

- Um... ya veo. Muy considerado por su parte. Entonces ya hablaré con él mañana. ¿Sabes

algo de Rodrigo?

- No señor. Rodrigo de Zúñiga se marchó por la mañana antes que usted, y desde entonces

nadie le localiza.

- Bien. Me voy a mi despacho, Francisco. Si entra alguien más, avíseme.

- Sí, señor Elizalde... ¿se encuentra usted bien?

- Perfectamente. Únicamente quiero estar solo. No me molestes a no ser que venga alguien,

¿de acuerdo?

- Sí señor. Aquí estaré, por si me necesita.

Aparcó el coche en su plaza, justo al lado de la entrada, y se dirigió hacia uno de los

ascensores atravesando lentamente el patio central. Las farolas estaban encendidas,

acompañando con su luz artificial al alumbrado natural que provenía del cielo, de la luna

llena que se vislumbraba al llegar al centro, donde estaba la fuente. Alfonso Elizalde se

detuvo allí un momento y giró despacio sobre sí mismo para contemplar toda su obra, todo

su edificio, toda su empresa... el edificio acristalado de Palotex iluminado por una noche

clara y por la tenue luz de unas farolas de tinte amarillento. "Todo esto es obra mía", pensó,

"no estaría aquí de no haber sido por mí... este es mi hogar". Se dirigió al ascensor y subió a

la última planta, hacia su despacho, mientras observaba al subir la luz de la cabina del

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conserje, que se iba haciendo cada vez más pequeñita por la altura. No tenía muy claro qué

es lo que iba a hacer, pero por lo menos su estado de tensión ya había disminuido

notablemente, y se encontraba en condiciones para afrontar el problema. Tarde o temprano

Rodrigo tendría que aparecer para darle una explicación, y si no lo hacía le mandaría

localizar. Aunque no descartaba la posibilidad de que el abogado hubiese desaparecido para

siempre y, siendo él como era, las posibilidades de localizarle serían pocas. Salió del

ascensor y atravesó el pasillo, que a esas alturas estaba iluminado por la luz blanquecina de

la luz de la luna que atravesaba los cristales, hasta llegar a la puerta de su despacho.

Atravesó la antesala y entró dentro, y al hacerlo, pese a toda la experiencia de vida que tenía,

su corazón le dio un vuelco; los estores estaban cerrados y el despacho oscuro, pero no lo

suficiente como para poder vislumbrar la silueta enjuta y elegante de un hombre de traje

negro sentada en la silla, frente a su mesa. A través de la puerta abierta entraba un ligero

hilo de luz natural que le permitía ver bien la silueta, y, a pesar de no poder distinguir quién

era, la posición de aquel hombre era inconfundible para Alfonso Elizalde: la pierna

izquierda cruzada sobre la derecha y el dedo índice y pulgar atusándose lo que se adivinaba

como una perilla. Rodrigo de Zúñiga estaba ahí sentado, esperando tranquilo, esperándole a

él, y, dado que había entrado sin que nadie se enterara, Alfonso Elizalde intuyó que sus

intenciones no podían ser nada buenas. Hacía muchos años que el director de Palotex no

sentía miedo, pero en aquel momento lo sintió.

- Rodrigo... - dijo, desde el umbral de la puerta, aún quieto por el susto- No te esperaba aquí,

eres una caja de sorpresas.

El abogado le observó tranquilo durante un tiempo corto. Después, encendió la luz de su

mesita de noche con un movimiento lento y discreto. La habitación quedó por fin

ligeramente iluminada por la suave luz de la lámpara de su escritorio.

- Por favor, señor Elizalde, pase usted y cierre la puerta.

Cerró la puerta, tal y como el abogado le "pidió", y se acercó lentamente hasta su escritorio,

observándole con detenimiento. El abogado vestía un traje negro completamente, con una

camisa azul oscura que parecía también negra. No llevaba corbata, pero sí guantes de cuero

y un arma corta en su mano derecha, con silenciador.

- Rodrigo... - se sorprendió de nuevo- Rodrigo por Dios. ¿Qué haces con un arma en mi

despacho?

El abogado no respondió, mientras le observaba sentarse en su sillón. El arma que llevaba

era desconocida para Alfonso Elizalde, y eso hizo que su preocupación fuese más en

aumento. Sabía que Rodrigo nunca usaba dos veces la misma arma, y la mayoría de ellas se

las proporcionaba él mismo, pero aquella era nueva... nunca la había visto antes, y desde

luego él no se la había facilitado. Entonces, en ese preciso instante, viendo aquel arma y la

mirada sombría de su hijo predilecto, salió de su estado de confusión y se dio cuenta de que

no volvería a ver más la luz del sol.

- ¡Rodrigo!- exclamó- ¿Te has vuelto loco? ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué cable se te ha

cruzado?

Page 194: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- He venido a matarle, señor Elizalde.

El director de Palotex se quedó blanco. Una cosa era suponerlo, y otra escucharlo

directamente de la boca de Rodrigo de Zúñiga.

- ¿Así, sin más?- le replicó, ahora más con enojo que con miedo- No has matado a Ernesto

Trebiño... no has hecho lo que yo te pedí... y supongo que te has llevado por delante a Raúl

Muñoz. ¿No tienes bastante con eso, que ahora pretendes matarme?

- El doctor Ernesto Trebiño está muerto. Yo le maté.

- ¡Mientes! Llevo todo el día viendo las noticias. La policía sigue buscándole, y eso es porque

no le has matado. El viaje ha sido en balde.

- No miento, señor Elizalde. Yo maté a Ernesto Trebiño.

De pronto, el director de Palotex comprendió lo que su abogado le estaba diciendo, y su

rostro pasó directamente al rojo de la ira.

- ¿Qué? ¿Qué estás diciendo?- le recriminó, casi escupiendo las palabras- Fuiste tú, ¿verdad?

Tú asesinaste al doctor... por eso nadie es capaz de encontrarle... aquel rufián tenía razón...

tú fuiste el hombre que asaltó su casa... ¡Maldito seas! Entonces tú tienes la vacuna.

- Sí. La tengo yo.

Alfonso Elizalde se inclinó hacia adelante apoyando parte de su cuerpo sobre la mesa. Su

indignación era visible, pero el abogado continuaba impertérrito en su sitio.

- Eres un ladrón y un asesino, Rodrigo de Zúñiga- le increpó el director, lentamente y con

una voz contenida que le salía directamente de las entrañas, de lo más profundo de su ser-

eso siempre lo supe. Lo tuve claro desde el primer momento en que te vi... pero jamás pensé

que fueses un sucio traidor. Al contrario, siempre te he tenido por un hombre de palabra.

Robarme a mí... a quien tanto te ha dado...

- Yo no le he robado a usted nada, señor Elizalde. Se lo robé al doctor.

- ¡Ja! Valiente excusa peregrina. Pero no es suficiente para justificar tu inmundicia. ¡Traidor!

El abogado ensombreció su rostro ligeramente, como si los comentarios despectivos del

director le causaran un hondo pesar.

- Por favor, señor Elizalde. Mire la carpeta negra que he dejado sobre su escritorio. Quizás

eso le ayude a entender- le dijo, después de un pequeño silencio.

El director de Palotex se percató entonces de que sobre su escritorio, al lado derecho, se

encontraba una carpeta negra de oficina, de tamaño folio, con un adhesivo donde ponía

"Colombia". Alfonso Elizalde no sabía qué podía ser aquello, pero, al ver aquella palabra

escrita en el adhesivo de la carpeta, su corazón dio un vuelco de nuevo.

- ¿Qué es esto?- le preguntó mientras la cogía- ¿Qué demonios me has traído?- aunque, en el

fondo de su corazón, empezaba a intuir de qué podría tratarse.

Page 195: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Tómese su tiempo, se lo ruego- le dijo el abogado, que permanecía inmóvil en su sitio.

Alfonso Elizalde abrió la carpeta y comenzó a leer los numerosos documentos que en ella

había, y a ver las fotos que los acompañaban. Al momento comprendió por qué iba a ser

asesinado por su hijo predilecto.

- ¿Cómo?- preguntó, pero casi en un susurro- ¿Cómo ha llegado esto a tus manos? ¿Cómo

sabes tú?...

Rodrigo de Zúñiga permaneció en su sitio, inmutable, aunque su mirada fría fue sustituida

por otra un poco más sentida, mezcla de resignación y de pena.

- La última vez que vi a mi padre se disponía a viajar a un lugar que no quiso decir a nadie-

comenzó a hablar, lento y tranquilo, sin perderle la mirada a Alfonso Elizalde- Por aquel

entonces no sabía muy bien qué es lo que hacía ni dónde. Regresó muerto, y nadie fue capaz

de reconocerle nada... nadie fue capaz de decirme que fue lo que ocurrió... pero con los años

me convertí en un hombre de recursos, y pude enterarme de todo, aunque tuve que invertir

en ello mucho tiempo y dinero... y correr muchos riesgos.

El director de Palotex le escuchaba atentamente, paralizado no tanto por el miedo como por

el asombro.

- Mi padre estuvo viajando constantemente a Colombia. Consiguió un contacto con la

guerrilla, y a través de él comenzó a pasar información al Gobierno. Sus informes eran muy

valiosos, fruto de un trabajo laborioso de muchos años. En su último viaje estaba a punto de

descubrir una localización importante de un grupo de guerrilleros que tenían prisioneros

europeos... pero algo falló. Alguien le delató, alguien le vendió. Pasó su nombre a aquellos a

los que estaba descubriendo, y estos acabaron con su vida y con la de su informador. Esa

persona cobró un alto precio por semejante traición... una cantidad que viene reflejada en

uno de los documentos que tiene usted entre sus manos, si no recuerdo mal eran...

- No hace falta que me lo digas, Rodrigo- le cortó el director, con la voz agarrotada- No hace

falta que me lo digas. Me acuerdo perfectamente de esa cantidad... nunca pude olvidarla...

ese número se me quedó instalado en la mente para siempre.

Rodrigo de Zúñiga hizo un breve silencio mientras observaba a su jefe con rostro grave.

- Esa cantidad...- continuó el abogado- esa cantidad... desde que lo supe siempre significó

una cosa para mí: el precio de la amistad.

Alfonso Elizalde volvió a observar los documentos, mientras su mirada se volvía cada vez

más ausente. Muy poco a poco, el fracaso y la derrota se fueron instalando en el rostro de

aquel hombre tan enérgico.

- Sí, tu padre y yo éramos buenos amigos... -comenzó, una vez cerró la carpeta- Tu padre

confiaba en mí más que en nadie.

Hizo una pausa para observar al abogado. Este le escuchaba atentamente, a pesar de que ya

lo sabía todo.

Page 196: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- El y yo participábamos en aquella misión en Colombia- continuó- Yo era uno de sus

superiores... Antes de ello habíamos pasado ya por muchos lances, nos unía una buena

amistad, o eso pensaba yo... pero nunca subestimes el poder del dinero. Tardé muy poco en

cobrar esa cantidad; de hecho, creo que traicionarle y llenarme los bolsillos fue todo al

mismo tiempo... y en el mismo momento en que lo hice me arrepentí. Siempre supe que, más

tarde o más temprano, pagaría por ese pecado... pero nunca imaginé que fueses tú el

encargado de ello.

- ¿De verdad pensaba que nunca iba a enterarme?

- Lo preguntas cómo si cualquiera pudiese tener acceso a esto. No, Rodrigo, nunca pensé que

pudieras enterarte... nunca pensé que nadie pudiera saberlo. Cuando te conocí sabía

perfectamente quién eras, y a medida que fueron pasando los años me fui dando cuenta

cada vez más de tu potencial, pero he de reconocer que me sorprendes. Jamás pensé, pese al

talento que tienes, que pudieses acceder a esa información. ¿Desde cuándo lo sabes?

- Al poco de dejar el ejército- respondió tranquilo- Poco antes de empezar a trabajar para

usted. Siempre me gustó informarme de la gente que forma parte de mi entorno.

Alfonso Elizalde pareció sorprenderse más aún. Desde que entró en el despacho si rostro

había ido pasando de la indignación más absoluta a la perplejidad total.

- ¿Y has estado esperando todo este tiempo para ajustar cuentas conmigo? ¿Has trabajado

para mí durante todo este tiempo, sabiendo lo que sabías?

- No tenía prisa. Siempre he sido un hombre paciente.

El director de Palotex comenzó a negar lentamente con la cabeza, más como reproche a sí

mismo que a su abogado. En el fondo sabía que Rodrigo de Zúñiga se iba a salir con la suya

por tener, entre otras más cosas, una virtud de la cual él carecía completamente. Resignado,

se inclinó un poco para abrir un cajón de su escritorio.

- Su arma no está ahí. No intente resistirse, es inútil- le dijo el abogado, al ver el gesto.

Alfonso Elizalde se sonrió con ironía mientras continuaba hurgando bajo su escritorio. Al

rato, sacó una botella de whisky, un vaso y la foto enmarcada de su ex mujer.

- ¿Qué te hace pensar que voy a resistirme?- le preguntó, mientras se servía el vaso

lentamente- Tarde o temprano un hombre ha de pagar por sus errores... es inútil resistirse.

Rodrigo de Zúñiga le observaba tranquilo y en silencio. Una vez más, parecía no tener

ninguna prisa. Podría haber acabado ya, pero su jefe, por su actitud, parecía pedirle unos

minutos más de reflexión, y él respetaba eso.

- ¿No quieres saber por qué lo hice? ¿No me lo vas a preguntar?

El abogado negó con la cabeza.

- Eso nunca me interesó.

Page 197: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Te lo contaré igualmente, creo que por lo menos te debo eso. Lo hice por ella- dijo,

señalando la foto de su ex mujer, que había puesto frente a él, sobre el escritorio- Estaba

harto de no estar nunca en casa, estaba harto de estar siempre lejos... aquel dinero me iba a

ayudar a cambiar de vida... cobrada esa cantidad sólo tendría que aguantar un par de

misiones más para poder retirarme sin llamar la atención... pero no me sirvió de nada.

Apuró el whisky y volvió a servirse otro poco. En su mirada poco a poco se fue reflejando el

terrible peso del dolor y del remordimiento.

- Quizás debí de buscarme otra... quizás debí de intentar rehacer mi vida, pero... ¿cuántas

veces puede amar un hombre a lo largo de su vida?

Rodrigo de Zúñiga no tenía pensado responder a eso, pues pensaba que era una pregunta

retórica, pero el director de Palotex se quedó mirándole fijamente desde su escritorio, como

si esperase escuchar de él la respuesta a todas sus dudas.

- Yo... -respondió el abogado- yo no tengo respuestas para todo, señor Elizalde.

El director se sonrió de nuevo desde su escritorio. Después, volvió a contemplar con gesto

ausente la foto frente a él.

- Siempre te he envidiado, Rodrigo. Tú has sido capaz de amar sin perder la cabeza... ¿tan

difícil es?

- Supongo que sólo es cuestión de disciplina... de hallar el equilibrio entre el corazón y la

mente... no dejar que ninguno de los dos predomine sobre el otro.

Alfonso Elizalde volvió a sonreír con ironía, mientras observaba a su abogado.

- Así de sencillo, ¿verdad?

La pregunta esta vez sí fue retórica, porque el director de Palotex enmudeció después de

formularla y quedó ensimismado, de nuevo, mirando la foto y bebiendo tragos lentos de

whisky. Rodrigo de Zúñiga esperaba paciente, respetando su silencio como si se encontrase

ante un ritual sagrado. Al cabo de un rato Alfonso Elizalde apartó de sí la botella y el vaso, y

colocó boca abajo la foto de su ex mujer. Después, miró al abogado con sobriedad.

- Tu padre era un gran hombre, Rodrigo. Era el hombre más valiente y digno que jamás he

conocido; sin embargo yo... yo he perdido mi dignidad. La perdí cuando le traicioné a él, y la

he ido perdiendo más aún cada vez que recordaba a la mujer que me engañó... nada de lo

que he ido ganando ha sido capaz de llenar los vacíos de mi vida, y sólo yo he sido el

culpable de meterme en un pozo del que jamás fui capaz de salir... ni siquiera lo intenté. No

voy a suplicarte piedad, porque prefiero conservar algún pedazo de mi dignidad rota, y

porque no me la merezco, tan sólo voy a pedirte una cosa, Rodrigo; no les hagas daño.

Respeta a mi familia, una vez que yo no esté.

- Su familia heredará su imperio, señor Elizalde- respondió enseguida- Yo me ocuparé de

que así sea, no les faltará de nada.

Page 198: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Alfonso Elizalde asintió, y Rodrigo de Zúñiga se levantó lentamente con el arma a punto

para dispararle.

- Una última cosa...- le dijo el director, muy tranquilo- Lo creas o no, yo te he querido como a

un hijo, y siempre pensé que era recíproco... siempre pensé que yo era como un padre para

ti. Dime, ¿fue eso un engaño? ¿Lo fingiste? ¿Fingiste que era así?

El abogado pareció meditar profundamente. Sin duda, le había pillado desprevenido. Su

arma apuntaba directa al pecho de su jefe, y en sus brillantes ojos azules se reflejaba una

pequeña lucha interna provocada por esa pregunta. Alfonso Elizalde, que tan bien le

conocía, se sonrió desde su sillón, pero esta vez sin ironía, adivinando la respuesta en su

mirada. El rostro grave e inexpresivo de Rodrigo de Zúñiga comenzó a reflejar tristeza y

resignación, y su voz sonó más áspera de lo usual en él cuando le contestó.

- Eso es demasiado personal, señor Elizalde. Eso... me lo reservo para mí.

Y fue lo último que escuchó, antes de sentir el fuego abrasador de las balas en su pecho.

III

Diego llegó a la calle del restaurante poco antes de las cinco, calculando que más o menos

sobre esa hora terminaría el turno de comidas. Volver allí le producía una emoción especial.

Hacía mucho tiempo que no se acercaba por allí, y aquel día era distinto. No sabía muy bien

qué es lo que se iba a encontrar, no sabía muy bien qué tenía que decir, ni siquiera sabía

realmente si hacía bien en estar allí. Podrían haber ocurrido muchos cambios por su

"intervención" en Galicia, o podría ser que no... ¿Habría conseguido salvar su vida? ¿Estaría

ella en el restaurante? Y, de ser así, ¿cómo reaccionaría ella al verle? ¿Serían amigos, simples

conocidos?... Los trabajadores debían de estar a punto de salir, y los nervios de Diego iban

cada vez más en aumento. Alguien se acercó a la puerta y se intentó fijar en quién iba a salir.

Él estaba en la acera de enfrente, junto a una farola, distancia suficiente para distinguir a

través del cristal la figura corpulenta de Gregorio. Este salió sin aparentemente fijarse en él

aunque, al cabo de comenzar a andar por la calle, comenzó a mirarle unas cuántas veces.

Gregorio no veía muy bien de lejos, pero pareció reconocerle. Diego levantó la mano para

saludarle, y él se acercó hasta donde estaba sonriente.

- ¡Diego!- exclamó desde el otro lado de la calle- ¡Diego! ¡Qué alegría verte!

Page 199: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

No se habían visto desde que Diego fue despedido del restaurante, y desde eso hacía casi un

año. Habían hablado por teléfono un par de veces, pero nada más. Gregorio parecía igual

que siempre, igual de gordo e igual de bruto. Cuando llegó a su lado empezó a palmearle la

espalda con tanta fuerza que casi le rompe.

- ¡Diego! Cuánto tiempo sin verte, ¡que sorpresa! ¿Cómo anda todo?

- Gregorio, sigues igual que siempre. Se te ve bien...

Comenzaron a hablar de sus cosas, sobre todo Gregorio, que solía ser siempre bastante

expresivo y hablador, y en eso no había cambiado nada. Diego le escuchaba con interés,

aunque permanecía siempre mirando de reojo la puerta del restaurante por si salía alguien

más. Gregorio, al rato, se dio cuenta del detalle.

- ¿Qué miras con tanto interés? No estarás esperando a que salga Adolfo, ¿verdad? ¿Has

venido a saldar cuentas con él?- le preguntó sonriendo, mientras le daba un pequeño

codazo- Si has venido a darle una paliza, cuenta conmigo ¿eh? Yo te lo sujeto y tú le pegas.

Diego se sonrió ante la broma de Gregorio. Le alegraba comprobar que no había perdido su

sentido del humor.

- Sólo miraba si salía alguien más, eso es todo.

- Bueno... Adolfo nunca se suele ir por la tarde, se queda ahí dentro hasta el turno de las

cenas, y el único que queda por salir es Fernando, el chico de la barra, que tarda años en

recoger, y el hijo de Adolfo... el "enchufao" ese.

- ¿Fernando? ¿Entró después que yo?

Gregorio se le quedó mirando extrañado.

- No... Fernando, el de la barra. Entró poco antes de que te despidieran, ¿no te acuerdas de

Fernando? Nunca te cayó demasiado bien.

- Y, ¿qué fue de Isabel?

Gregorio volvió a mirarle con cara de alcachofa.

- ¿Quién es Isabel?

- Isabel, ¿no trabajó aquí una chica que se llamaba Isabel?

- Aquí no ha trabajado nunca ninguna Isabel, Diego... ¿estás de broma? Tú has trabajado

conmigo un montón de años, ¿ya te has olvidado de todos los nombres? Pues sí que

empiezas pronto, siendo tan joven. Por lo menos no te has olvidado del mío...

- No, yo... sólo pensé que... supongo que me habré confundido.

Gregorio continuó mirándole sorprendido. No sabía el qué, pero notaba algo en Diego. Le

notaba cambiado.

Page 200: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Nos tomamos un café, Diego?- le preguntó- Así nos pondremos al día y refrescarás tu

memoria.

- De acuerdo...- contestó- ¿Por qué no?

Diego pasó cerca de una hora charlando con su antiguo compañero en una cafetería de la

zona. Gregorio no paraba de hablar, pero él no era capaz de centrarse mucho en las cosas

que le contaba. Aparentaba escucharle con atención e interés, pero su cabeza sólo le daba

vueltas a la misma cosa: ella nunca había trabajado en el restaurante, luego su plan había

tenido éxito. No obstante, la idea de no saber qué podía haber ocurrido, cuál había sido su

destino, le atormentaba un poco. ¿Su vida sería buena? ¿Se habían cambiado las cosas para

mejor? La ignorancia de todo ello comenzó a provocarle ciertas dudas sobre su actuación, y

empezó a pensar que quizás hubiera sido mejor haber dejado las cosas como estaban.

Necesitaba respuestas, necesitaba saber que ella estaba bien, pero no sabía cómo hacerlo.

Quizás tendría que ir a Galicia, a su pueblo, e indagar, pero ¿cómo hacerlo sin llamar la

atención? Todas esas inquietudes le invadían mientras fingía escuchar los eternos culebrones

que le contaba su amigo acerca de todos los que trabajaban en el restaurante y de todos los

clientes que acudían a comer en él. Cuando terminaron se despidieron afectuosamente,

quedando en volver a verse, aunque Diego en el fondo sabía que llegaría un momento en

que perderían el contacto definitivamente, a base de ir perdiéndolo poco a poco. Decidió ir a

la calle donde ella vivió, aunque sabía que no encontraría nada, y estuvo dando vueltas por

ahí un rato con la esperanza de verla aparecer, pero nada ocurrió. Volvió a su casa,

pensando en cómo podría saber de ella, y se tumbó un rato en el sofá, pero tan cansado

estaba que sin querer se quedó profundamente dormido.

Cuando el timbre sonó no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido dormido, pero

sabía que era de noche porque todo estaba oscuro. Se levantó de golpe y escondió la luz de

la mesita que tenía al lado del sofá y se fue directo hasta la puerta, encendiendo las luces que

iba encontrando en el trayecto. "¿Quién será a estas horas?", pensó mientras miraba por la

mirilla, y, tan pronto como miró, se echó hacia atrás de la sorpresa.

- ¿Márquez? ¿Está usted ahí?

La voz de Rodrigo de Zúñiga era más inconfundible todavía que la visión de su cara a través

de la mirilla. Por un momento dudó si abrirle o no, dado el tipo de hombre que era, pues su

primer instinto natural al verle frente a la puerta de su casa fue temer por su vida, pero, a fin

de cuentas, si le quisiera matar ya lo habría hecho hace tiempo, así que optó por abrirle.

El abogado volvía a lucir traje, aunque esta vez iba un poco más informal, sin corbata y sin

chaleco. Iba de negro, con camisa azul marino, y la perilla un más cuidada y aseada de cómo

le había visto últimamente, en su viaje a Galicia.

Page 201: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Zúñiga... me sorprende verle aquí- le dijo- He estado esta mañana en las oficinas y no

estaba usted por ningún lado.

- Sí, tenía un asunto pendiente... lo cierto es que... um...

Por primera vez Diego vio al abogado indeciso, como si no tuviese claro si hacía bien en

estar allí.

- Por favor, entre- le dijo Diego, apartándose ligeramente para dejarle la entrada libre- Está

usted en su casa.

Rodrigo de Zúñiga entró dándole las gracias, observándolo todo de arriba a abajo de forma

discreta, como era habitual en él. El piso de Diego era pequeño y el salón se encontraba

prácticamente frente a la puerta de entrada. Diego le señaló un sillón y le invitó con ese

gesto a sentarse. Él se sentó a su lado, en el sofá. El abogado observó que estaba arrugado y

algunos cojines se encontraban en el suelo; después miró a Diego, y su aspecto no debía ser

muy bueno porque Rodrigo de Zúñiga dedujo enseguida que se acababa de despertar.

- Lo siento- le dijo- Le he despertado... no pensé que se encontraría durmiendo.

- No, yo... me quedé dormido por accidente, ni siquiera sé qué hora es. Sólo sé que es de

noche.

- Son las once.

- Vaya. Normalmente suelo estar despierto a estas horas. ¿Le apetece tomar algo? ¿Una copa,

quizás?

- No, gracias, no se moleste.

- Por favor... insisto.

El abogado se quedó pensativo un instante. Diego sabía que sus modales tan correctos le

impedirían rechazar una invitación.

- ¿Tiene usted Pacharán?

- Claro. Espere un momento

Se levantó presto para ir a la cocina. Allí preparó dos copas y volvió con ellas en la mano. Le

dio una al abogado y se volvió a sentar en el sofá.

- Puede apoyarla en la mesita, si quiere- le dijo, señalando la mesa baja de cristal que tenían

en frente a la vez que ponía en ella dos posa vasos.

- Gracias- le contestó- muy amable.

Los dos se quedaron en silencio un rato. El abogado lo observaba todo con detalle mientras

Diego se preguntaba internamente para qué había venido.

- Tiene usted un piso muy acogedor- le dijo al fin- muy... ordenado.

- Muchas gracias.

Page 202: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- Se estará usted preguntando qué hago aquí a estas horas, supongo...

- Pues sí- le dijo Diego, con una sonrisa irónica- Esa es la última pregunta de la lista de un

día lleno de preguntas para mí...

El abogado asintió desde su sitio, como si pareciese comprender todas las preguntas a las

que le hacía referencia.

- Antes de que empiece a decirme nada, ¿sabe usted que ya no trabajo en Palotex?

Rodrigo de Zúñiga pareció sorprenderse ligeramente antes de responder.

- No. Ha seguido usted mi recomendación... y ha hecho bien.

- No me han puesto ningún problema, ni siquiera me han pedido que les dé tiempo para

buscar un sustituto... me dijeron que podía irme cuando quisiera, que no me preocupase...

así que me he ido esta misma mañana, después de firmar la baja. Intenté hablar con el

director para decírselo personalmente, creí que era lo correcto... pero ha desaparecido y

nadie sabe dónde está.

Rodrigo de Zúñiga se sonrió brevemente mientras hacía girar suavemente el pacharán en su

copa, y, por alguna extraña intuición, Diego supo que el abogado tenía algo que ver con la

desaparición de Alfonso Elizalde.

- Es lo mejor que ha podido hacer- volvió a repetir, obviando la parte de la desaparición del

director.

- Y, dígame, ¿por qué ha venido a verme?

Rodrigo de Zúñiga volvió a guardar silencio durante un instante mientras le miraba con aire

enigmático. No parecía tener muy claro qué palabras escoger.

- He venido porque imagino que usted la ha estado buscando- comenzó al fin- Imagino que

ha ido usted a su antiguo trabajo, imagino que probablemente haya estado rondando por su

calle... ¿me equivoco?

- No. No se equivoca. Supongo que mi reacción era previsible...

- Bueno... yo también habría hecho lo mismo. Usted querrá saber si lo que ocurrió en Galicia

ha servido para algo... es normal.

- Y ¿qué sabe usted?- le preguntó, nervioso e impaciente.

- Ella está viva.

- ¿Cómo? ¿Cómo sabe usted eso? ¿Cómo puede saberlo tan pronto?

- Cálmese, Márquez, esas preguntas sobran... soy un hombre de recursos y se me dan bien

estas cosas. Se lo que necesita saber, tengo la respuesta a las preguntas que llevan

invadiéndole todo el día, y por eso he venido. Supuse que querría usted saberlo, e imaginé

que habría ido a buscarla a ella... sin éxito, supongo, porque ella no está aquí.

Page 203: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Dónde está?

- En Galicia, en Santiago de Compostela. Usted tenía razón, acabó casándose con aquel chico

de su pueblo. Se mudaron a Santiago y allí viven los dos... con su hijo de cinco años. Él es

profesor en un colegio y ella escribe libros infantiles en una editorial local... nunca pisó

Madrid.

Diego le escuchó atentamente. Por un lado, se sentía satisfecho y contento por comprobar

que ella estaba viva y que su plan había funcionado, pero, por otro lado, la sensación de

saber que ellos dos nunca se habían conocido era difícil de describir.

- Ella... ¿ella está bien?- le preguntó al abogado.

- Hasta ahí no llego, Márquez. Tiene familia, trabajo, casa... no sé si será feliz, lo que sí sé es

que está viva y su vida es estable... mucha gente no tiene eso, y seguro que es mejor que ser

atropellada ferozmente por una furgoneta.

- ¿Nunca vino a Madrid?

El abogado volvió a hacer un pequeño silencio antes de contestar con un cierto tono de

comprensión, como alguien que da una mala noticia.

- No. A veces... es curioso, pero es así... algunas veces un pequeño detalle puede cambiar por

completo la vida de una persona... creo que lo llaman el efecto mariposa. Usted y ella no se

conocen, Márquez. Usted y ella nunca han coincidido en ningún sitio, nunca se han visto...

pero eso usted ya lo sabía. Por más que en el fondo se empeñase en alimentar esa esperanza,

usted ya se lo imaginaba. Ese era su plan, y así ha sucedido.

Diego se quedó un rato reflexionando mientras le daba un sorbo a su copa. Rodrigo de

Zúñiga respetó su silencio permaneciendo callado.

- Tiene razón- le dijo- Yo lo sabía... cuando decidí ir a Galicia en esa máquina sabía que, si

salía bien, era esto lo que iba a ocurrir, pero siempre alimenté la estúpida esperanza de que

no fuese así, no sé por qué... usted parece conocer muy bien la naturaleza humana porque

siempre parece adivinar lo que va a ocurrir... pero bueno, así está bien. Me alegra saber que

ella está viva y que lo que hicimos allí tuvo su resultado.

- Y, ¿qué va a hacer ahora?

- No lo sé. Buscar trabajo, supongo.

- ¿No va a ir a comprobar que lo que le digo es verdad? ¿No va a ir a ver que está viva?

- No. ¿Por qué iba a hacer eso? Si usted me lo dice seguro que es verdad.

El abogado se sonrió con cierto aire de ironía.

- Usted ha dicho una gran verdad; yo conozco muy bien la naturaleza humana, por eso sé

que usted irá a Galicia. Sé que tiene usted la necesidad de verla, de ver que está viva, de

comprobar con sus propios ojos que ella está bien, aunque usted me crea. Estoy convencido

de quiere hacerlo, y por eso me gustaría decirle algo...

Page 204: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

Diego enmudeció ante las palabras de Rodrigo de Zúñiga. Ese hombre había dado en el

clavo y, aunque no era la primera vez que lo hacía, no dejaba de sorprenderle.

- Y... ¿qué quiere decirme?

El abogado ensombreció su rostro, como si comprendiese perfectamente el dolor de Diego,

como si él hubiese experimentado un millón de veces lo que él estaba experimentando.

- La mejor manera de olvidar a una mujer es no volverla a ver... es duro, pero es la única

manera. Usted ha hecho algo bueno, sus motivos han sido nobles, pero tenga cuidado. Ya se

lo dije en Galicia; los sentimientos, aunque sean buenos, pueden destruirnos. Olvídese de

esto y siga adelante sin mirar atrás. Todo ha salido bien... ha salido como usted predijo...

ahora acéptelo y no mire atrás. La vida que ella lleva ahora no es asunto suyo, usted ya está

fuera.

Diego permaneció en silencio mientras observaba a Rodrigo de Zúñiga. Este permanecía

tranquilo, bebiendo su pacharán con aquella elegancia extrema que le caracterizaba.

Después de todo lo que habían pasado juntos, después de todo lo que había visto, aquel

hombre, de repente, ya no le parecía tan malo.

- ¿Qué va a hacer usted ahora?- le preguntó Diego, cambiando de tema.

- Buscaré un lugar donde no haya mucha gente- respondió con una sonrisa torcida- Un lugar

tranquilo.

Apuró su último trago y se levantó del sofá. Diego hizo lo mismo, no sin antes experimentar

cierta pena; había llegado el momento de la despedida, aunque los ojos del abogado

parecían denotar que aún tenía algo más que decir.

- Verá, Márquez, una última cosa...- añadió mientras sacaba un papel del bolsillo- Umm... no

sé cómo decírselo... mi mujer... en fin, ella no es como y, es más... más amable... lo cierto es

que no es usted el tipo de personas con las que estoy acostumbrado a tratar, hace tiempo que

no invito a nadie a casa... la verdad es que podría usted venir a cenar con nosotros algún día,

si le apetece. No le voy a engañar, no somos gente normal pero... qué demonios... usted

tampoco es muy normal que digamos.

Le extendió el papel y Diego lo cogió, sorprendido de nuevo. En él figuraba su nombre y su

teléfono móvil.

- No hace falta que me llame enseguida... todavía tiene usted que hacer un último viaje- le

dijo, dando por hecho que no iba a seguir su consejo.

Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta para salir. Diego le acompañó, abrió la puerta y se

dio la vuelta extendiéndole la mano. Su apretón era firme y recio, y por primera vez desde

que le conocía se sintió cómodo en su compañía. Ya no le parecía tan frío ni tan distante, y

en sus ojos veía un sentimiento amistoso que parecía de verdad sincero.

- Tenga cuidado, Márquez- se despidió- Intente ser lo más prudente posible.

- Lo seré. Gracias por la información.

Page 205: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

El abogado marchó por las escaleras y Diego se quedó en el rellano mirando el papel que le

había dado. En aquel momento no tenía muy claro si quería aceptar la invitación amistosa

de aquel hombre, aunque en el fondo sabía que tendría que hacerlo aunque sólo fuera por

cortesía; Rodrigo de Zúñiga se había portado bien, y eso tenía un valor... aunque en aquel

instante no era capaz de pensar en ello. Su pensamiento volaba lejos de Madrid, hacia un

lugar que no conocía pero del que siempre le habían hablado muy bien. Su pensamiento

estaba en Santiago de Compostela, y, aunque en el fondo sabía que lo que le había dicho el

abogado era verdad, el impulso de ir hacia allí era más poderoso que cualquier fuerza de la

naturaleza. Su viaje aún no había acabado, el tren seguía en marcha y aún le quedaba una

última parada...

IV

Cuando llegas al centro de Santiago de Compostela la sensación es difícil de describir. El

trasiego de gente variopinta, vayas el día que vayas, es casi constante, casi tanto como el fino

chiribiri y el cielo encapotado. La luz del sol nunca termina por llegar claramente al suelo, y,

quizás por el sonido de una gaita bucólica que nunca tienes claro de dónde viene pero que lo

envuelve todo, quizás por la imagen romántica de los soportales que rodean sus calles,

quizás porque allí el tiempo parece trascurrir a un ritmo más lento... el caso es que cuando

ves la plaza del Obradoiro ya llevas largo camino intuyendo que algo grande y hermoso va a

aparecer ante tus ojos. En esa plaza puedes mirar al cielo, a la vez que escuchas el sonido de

esa gaita misteriosa, y sentir que estás en el centro del mundo, mientras ves que la inmensa

mayoría de los que te rodean parecen hacer y sentir lo mismo. Puedes levantar la vista y ver

la bellísima catedral y, tanto si eres hombre de fe como si no, sentir una especie de respeto

reverencial. No son sus curiosas escaleras, ni sus torres, ni sus grandes ventanales, ni la

grandeza y austeridad de su construcción; tampoco el color del edificio, que entona

perfectamente con el gris plomizo de las nubes que casi siempre tiene encima. Realmente es

la grandiosidad de todo el conjunto de la plaza, y, sobre todo, el entorno, lo que le

proporciona una especie de magia irracional y esa sensación de estar en un lugar especial.

Isabel la conocía de sobra, pues vivía allí desde hacía cinco años, en una casita a las afueras

de la ciudad, pero, a pesar de ello, no dejaban de producirse en ella esas sensaciones cada

vez que iba a la plaza. Aquella vez era un poco distinta, pues su hijo ya contaba cinco años y

pensaba que ya tendría edad suficiente para admirar y apreciar un poco todo aquello. No se

equivocaba, pues el chiquitín parecía disfrutar con cada paso que daba.

Page 206: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

- ¿Cuando viene papá?- la preguntó, mientras la tiraba del antebrazo- ¿Papá conoce esto?

- Papá está aparcando, no te preocupes. Ahora vendrá. ¿Estás disfrutando?

- ¡Vamos al centro de la plaza! ¿De dónde suena esa gaita?

Isabel sonreía contenta. El chiquillo parecía disfrutar más que nunca, no recordaba bien que

hace unos meses habían estado allí otra vez. Lo cierto es que se sentía feliz. Su padre había

muerto años atrás, dejando en ella un tremendo dolor, pero tenía a su madre, a su marido y

a su hijo. Hacía lo que le gustaba, escribir, y sentía un equilibrio en su vida que parecía iba a

ser largo y duradero. Había formado una familia con un hombre que le parecía la mejor

persona del mundo, y en su trabajo causaba sensación... Estaba contenta, las cosas le iban

bien... muy bien. Llegó al centro de la plaza, arrastrada literalmente por el pequeño, y,

cuando estuvo allí, mientras miraba la catedral, tuvo la sensación de que alguien la

observaba. Se giró lentamente, observando cuanto había a su alrededor. Era mediodía y era

verano, con lo cual la plaza estaba llena de gente; turistas de todas partes, peregrinos en

bicicleta y a pie, grupos organizados haciéndose fotos... todos estaban a la suya, sin embargo

se sentía observada.

- Mamá, mamá, ¿por qué se abrazan esas personas?- le preguntó el niño, mientras la

señalaba a un grupo de gente con mochilas en el suelo que estaban cerca de ellos.

- Son peregrinos, hijo. Vienen andando desde muy lejos... por eso se abrazan, porque han

llegado al final del camino.

“¿Y qué es un peregrino?", escuchó que la preguntaba, pero ella no le prestaba demasiada

atención. Seguía teniendo esa extraña sensación. Comenzó a mirar por todas partes hasta

que localizó a un hombre en los soportales, frente a la catedral, justo debajo de la estatua de

Santiago a caballo. El hombre estaba al lado de un pilar, en las sombras. No veía bien sus

rasgos, pero sabía que la estaba observando. Se dio la vuelta, nerviosa, mientras su hijo

seguía tirándola de la manga.

- ¿Qué es un peregrino, mamá? ¿Qué es?- insistió.

- Un peregrino... un peregrino...- repitió como ensimismada, pues su mente estaba pensando

en otra cosa y no había asimilado todavía la pregunta.

De pronto el fino chiribiri se hizo más fuerte, y se percató de que el pequeño no iba lo

suficientemente abrigado.

- Vámonos a cubierto- le dijo, mientras se lo echaba en brazos.

Muchos hicieron lo mismo, pues la lluvia cada vez era más intensa, y casi todos se fueron a

los soportales. Aprovechó que estaba allí para dejar al niño en el suelo y localizar al hombre.

El seguí allí, a pocos metros, al lado del pilar, y continuaba observándola. Esta vez pudo

verle más claramente, pues la distancia era menor; era alto, delgado y con unos bonitos ojos

verdes. Su expresión era triste... muy triste, y su rostro le era muy familiar. No sabía por qué,

pero tenía la sensación de conocerle. Él no la miraba de una forma directa y obscena, sino

más bien discreta, pero estaba claro que la miraba... ella estaba segura de no haberle visto

Page 207: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

nunca antes, sin embargo aquella sensación de familiaridad se le hacía cada vez más grande.

"¿Le conozco de algo?", pensó, y, al rato, su corazón comenzó a desbocarse de una forma

extraña. Comenzó a sentir algo que hacía mucho no sentía, y que empezó a ponerla muy

nerviosa. Lo sentía con mucha fuerza, con más fuerza que nunca. Era algo indescriptible que

provenía de lo más profundo de su ser, algo que su marido había sido capaz de provocarle

en muchos momentos de su vida, pero nunca con semejante intensidad. Su corazón terminó

de desbocarse por completo mientras observaba la mirada triste de aquel desconocido, y el

rubor invadió sus mejillas. Comenzó a sentirse culpable y extraña a la vez. "¿Cómo es

posible? ¿Por qué me pasa esto? ¿Por qué me provoca esta sensación un desconocido?",

comenzó a preguntarse mientras intentaba mirar hacia otra parte. Su hijo estaba allí, a su

lado, mirándola con gesto raro.

- ¿Estás bien, mamá?- la preguntó.

- Sí cariño, sí... ¿estás disfrutando?

- Mucho. ¿Cuándo viene papá?

- Papá... papá está aparcando, hijo. Ahora viene, vamos a esperarle aquí.

Volvió a girarse, pero el hombre ya no estaba. Le buscó, y le vio al rato atravesar la plaza en

dirección a una de las calles de salida. Caminaba lento y erguido, y no miraba atrás. La

lluvia caía fuerte sobre él, pero eso no le hacía aumentar su ritmo. No parecía importarle que

la lluvia le mojase. Atravesó la plaza lentamente hasta perderse en una de las calles

adyacentes, bajo la atenta mirada de Isabel, que sentía cómo, poco a poco y sin saber por

qué, su corazón acelerado volvía a su estado natural.

Page 208: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

* EPILOGO *

Galicia. Febrero 2057.

Muchos son los que hablan del mundo y de la vida. Muchos son los que hablan y presumen

de las cosas que han hecho, como personas experimentadas, como personas dignas de ser

admiradas... y la mayoría de ellos no son más que farsantes egocéntricos, ¡pobres de aquellos

que presten atención a sus palabras! Sólo la gente ingenua les hará caso... sin embargo, ¿por

qué no podrían pensar lo mismo de mí? ¿Qué derecho tengo yo a considerarme más

experto? Probablemente ninguno, lo único que sé es que, como ya les dije al inicio de esta

historia, soy muy viejo y ya no tengo la necesidad de mentir. Eso debería de ser suficiente,

que por el simple hecho de peinar canas me he ganado el derecho de hablar más que

cualquier joven imberbe, de estos que son tan escuchados en estos tiempos locos que corren.

Yo ya no busco eso, yo ya no busco demostrar mi valía, ni siquiera tengo claro por qué

escribo esto. Supongo que, como también les dije al inicio, desde que mi mujer murió me he

sentido bastante solo... quizás los años me han vuelto más blando. Podrán pensar que la

historia aquí contada es increíble y exagerada, pero puedo jurarles por mi honor que no es

así. Yo formé parte de ella y la recuerdo perfectamente. Tiene gracia, un hombre de acción

como yo, tan acostumbrado a matar, y ahora que me encuentro en la frontera de mi

existencia lo que más recuerdo es una historia de amor y de amistad. De amistad, sí, porque

¿quién me lo iba a decir a mí? al final Diego me llamó, y, lo he de reconocer, me pilló por

sorpresa. Nunca pensé que algún día pudiera llegar a tener un amigo, pero al final lo tuve.

Cuando escuché su voz al otro lado del teléfono, un mes después de nuestro último

encuentro, intuí que su viaje por fin había acabado, y supe, en cuanto le vi personalmente,

que su corazón había quedado marcado para siempre. Teresa, mi mujer, congenió muy bien

con él, y desde entonces mantuvimos una magnífica amistad, tanto que acabamos viviendo

juntos. Yo ya había conseguido mi objetivo, que era hacerme millonario, así que un día

pensé: ¿qué demonios? ¿Por qué no compartir mi fortuna con mi amigo? Así que le ofrecí

Page 209: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

irnos todos juntos a la tierra más hermosa del mundo; Galicia. Allí podríamos vivir

tranquilos y con mucho espacio, que era lo que yo siempre había buscado. El aceptó, y hasta

allí nos fuimos, y allí tuvimos Teresa y yo nuestro segundo hijo. Sin embargo, a pesar de que

había conseguido mi objetivo, a pesar de que por fin había encontrado la paz, algo ocurrió

en Galicia que fue totalmente inesperado para mí, y es que en cuanto llegué no era capaz de

acostumbrarme a los bellos paisajes y a la tranquilidad de mi nueva vida... era incapaz de

acostumbrarme al sonido de los pájaros y a la suave brisa del atardecer. Durante años no fui

capaz de dormir ante tanta tranquilidad, pues el tigre que llevaba dentro de mí, cada cierto

tiempo, comenzaba a rugir impaciente y enfadado. El tigre que llevaba dentro de mí me

pedía aquello que con tanto ahínco intenté abandonar, me pedía acción... y, ahora que soy

anciano y la muerte me ronda, ahora que reflexiono profundamente sobre mi vida, no tengo

claro si alguna vez llegué a matar por completo a aquel fiero animal. Pero lo que si se es que

con el transcurso de los años logré alcanzar cierta paz y tranquilidad, logré, por lo menos,

apaciguar a aquella fiera... ¿Fue por mi mujer? ¿Por mis hijos? ¿Por mi amigo? ¿Por la

montaña, que parece detener el tiempo? ¿Fue todo a la vez? Realmente, no lo sé, pero ahora

que estoy solo y al final, los fantasmas vuelven a torturarme por las noches y el insomnio

aparece de nuevo. Todas las cosas malas que hice aparecen ante mi... por eso me hace gracia

escuchar a estos jóvenes de hoy en día, fanfarrones e inexpertos, presumiendo de malos,

como si eso fuese la llave de la experiencia... yo, sin embargo, he sido un hombre malo; un

hombre malo de verdad, y en ningún momento de mi vida presumí de ello, ¿por qué iba a

hacerlo? No me siento orgulloso de las cosas que he hecho, y por eso ahora, en mi vejez, me

encuentro atormentado por mis recuerdos... mi vejez está siendo la antesala del infierno que

me espera, ¿acaso puedo esperar otra cosa? Tengo el consuelo de saber que mis dos hijos

para nada han tenido que ver con mi mundo... a ellos nunca les hizo falta hacer nada de lo

que yo hice. Ellos triunfan en Madrid como hombres honrados, cosa rara en los tiempos que

corren, si bien hay que matizar que la fortuna que gané les facilitó mucho las cosas... alegría

para mí, pues ese fue uno de los motivos que me llevaron a perderme más aún por el camino

de las sombras: que mis hijos jamás tuviesen la necesidad de transitar por esos lugares. Ellos

viven felices en la ciudad, ajenos al tormento de mis recuerdos, pensando que su padre es un

jubilado feliz. Se preguntarán ustedes que pasó después, durante los años siguientes al viaje,

pero me excusarán si no me extiendo demasiado... necesitaría un millón de páginas más

para contar las muchas cosas que nos sucedieron, y no quiero robarles más tiempo. Sólo me

permitiré el lujo de contarles lo que ocurrió con Isabel, pues tiene que ver con la historia que

nos ocupa y probablemente tendrán curiosidad por saber qué fue de ella. Ella murió, murió

de vejez, como lo hicieron mi mujer y mi amigo, y como lo haré yo... murió la primera de

todos nosotros hará unos diez años. Siempre conservé intacto mi don, siempre conservé la

habilidad para conseguir información... ella murió en su casa, al lado de su marido, de sus

hijos y de sus nietos, y fue enterrada en su pueblo natal. Dicen que todos lloraron

profundamente y que su tumba siempre estuvo cubierta de flores. Dicen que murió

tranquila, feliz y en paz, rodeada de sus seres amados. Cuando eso ocurrió dudé en

contárselo a Diego, pero, no se todavía cómo, él se enteró también, y creo que incluso lo hizo

antes que yo. Contaban en aquel pueblo que, de vez en cuando, una rosa aparecía sobre la

tumba de ella, sobresaliendo de entre todos los ramos de flores que la rodeaban. Nadie sabía

Page 210: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

de quién podía ser y, siendo esta tierra como es, no tardó en formarse pronto una historia

sobrenatural en torno a esa rosa. Aquella historia, de ámbito local, se propagó por todas las

aldeas de la zona cuando a un joven de por allí, en una prueba de hombría con sus amigos,

se le ocurrió pasar una noche en el cementerio: en mitad de la madrugada el chico salió

corriendo de allí blanco y pálido como una estatua de sal, jurando y perjurando que había

visto una sombra agachada frente a una tumba. Todo el mundo le tenía mucho respeto a

aquella historia, al igual que a otras que hablaban de seres del otro mundo, pero yo, cuando

la escuchaba, no podía evitar sonreírme: me imaginaba a mi anciano amigo saltando la valla

del cementerio por la noche para depositar una rosa en la tumba de su amada. Tenía que

atravesar una zona de zarzas antes de llegar hasta el muro, por eso muchas veces llegaba a

casa al amanecer, lleno de arañazos, sin quererme decir cómo demonios se había hecho esas

heridas. Pasó unos cuantos años haciendo esos viajes al cementerio, recorriendo en coche

por la noche la distancia que separaba nuestra casa de su pueblo, hasta que, casi al final de

su vida, los sustituyó por largas noches sentado a la intemperie del jardín mirando al cielo.

Yo pensaba que se había vuelto loco, pero ahora que a mí me está pasando lo mismo,

entiendo que lo hacía porque sentía que su muerte estaba próxima. Supongo que contemplar

la luna le recordaba algún momento pasado junto a ella, y supongo que, por algún extraño

motivo, aquellas noches de reflexión y de silencio le prepararon para morir en paz. A los dos

años le llegó el turno a mi mujer; murió también con una sonrisa en sus labios, mientras

apretaba mi anciana mano. Las últimas palabras que ella me dijo jamás se las conté a nadie,

ni siquiera a mis hijos, pero dejaron en mi corazón una profunda huella, tanto que hicieron

callar durante un tiempo a los fantasmas que ahora me atormentan. No sé realmente si

alguien leerá esta historia; espero que lo hagan mis hijos, para que así sepan la clase de

hombres y de mujeres que vivieron antes que ellos. Dejo ahora la pluma, que sustituyó a las

armas en mi última etapa, y me dispongo a morir. Sí, a morir, porque sé que eso es lo que va

a ocurrir en breve, quizás esta misma noche. Así que saldré ahora mismo al jardín, al igual

que hizo mi amigo, a contemplar la luna llena que hoy brilla más que nunca, a contemplar la

luz en medio del negro de la noche, mientras me hago una última reflexión: cuando muera

el Paraíso no estará a mi alcance. Me he permitido el lujo de imaginarme lo que vendrá

después, y me lo he imaginado con tanta fuerza e intensidad que creo firmemente que así

sucederá; cuando abandone este mundo lo haré solo, y cuando así suceda me iré a un lugar

mejor, donde me estará esperando el Creador de todas las cosas. No le imploraré clemencia,

pues me conozco demasiado bien y sé que mi carácter orgulloso y arrogante me lo impedirá.

No agacharé la mirada ni me arrodillaré ante su presencia, antes al contrario, le miraré

tranquilo y le diré que todo el daño que hice en el mundo de los vivos lo hice porque El me

dio un destino demasiado duro y no me dejó otra opción. Le diré que, pese a mis

remordimientos y mala conciencia, no me arrepiento de todo el mal que hice, ya que

siempre intenté emplearlo como último recurso en este mundo de locos. Puede que mi

arrogancia termine por condenarme, o puede que ello cause el efecto contrario, ¿quién sabe?

Lo que sí tengo claro es que, si la balanza de mis actos se decanta a favor de Lucifer, le

pediré a mi juez un único favor: le pediré que me deje entrar un momento en el Paraíso. Las

puertas del cielo se abrirán, permitiéndome contemplar aquello que no podré disfrutar.

Teresa, mi mujer, mi gran amor, mi salvación en el mundo de los vivos... Teresa estará allí

Page 211: El Lamento Del Sauce Arturo Enriquez

para recibirme con los brazos abiertos. Durante un breve instante volveré a sentir el calor de

sus besos y la tranquilidad de su voz, siempre conciliadora. Mi amigo, sin embargo, no

estará allí, así que tendré que buscarle. Caminaré a través de verdes bosques cruzados por

inmensos ríos, bajo un cielo azul y luminoso. Subiré y bajaré montañas hermosas, y no me

cansaré. Contemplaré bellos parajes, habitados por personas pacíficas y tranquilas que no se

harán daño entre ellas, y llegaré a la cima de una montaña desde donde veré un hermoso

páramo. Mi amigo estará allí; estará allí con ella. Les veré caminando juntos de la mano. El

me verá al cabo de un rato, y se acercará a mí con una sonrisa grande y sincera. Cuando

llegue hasta mí me dará un abrazo y me dirá: "¿qué tal viejo amigo? Me alegra volver a verte

de nuevo". Después desandaré el camino y volveré al inicio, dispuesto a afrontar mi

descenso a las sombras tenebrosas, con la pequeña esperanza de que mi Creador me

perdone en el último instante. Pero hasta que eso ocurra, permaneceré esperando en el

mundo de los vivos, ¿quién sabe cuánto tiempo más? Puede que sea dentro de un año, o

puede que sea esta misma noche, lo que sí sé es que, de ahora en adelante, a partir de este

mismo instante, abandonaré mi pluma y saldré todas las noches al jardín, a esperar mirando

al cielo... sí, eso es lo que haré. Simplemente... esperaré.

FIN

Otoño 2012

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