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El imperialismo y sus enemigos internos

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Introducción al tercer bloque del ensayo "Insurgencias invisibles" de Luis Martín-Cabrera www.laovejaroja.es/insurgencias.htm

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empezar, sin persona no hay palabra, quién le va a poner palabras a lo que le ha pasado a Cristina.

—Importa ponerle palabras a lo de Cristina, pero importa también cómo ponerlas, porque el cómo, el qué y el quién son inseparables. Por eso, esta conversación no puede tener cierre ni resolución, no podemos huir del con-flicto ni suturar el lenguaje, porque lo que verdaderamente añoramos es otra escritura, otra forma de enunciación en la que el nosotros no oblitere las di-ferencias entre tú y yo.

* * *

Ensayemos esa escritura del futuro ahora, no esperemos, tratemos ahora en el límite, rompamos las fronteras del lenguaje. Somos un río desbordado, un error del sistema, un cuerpo lleno de palabras y gritos, un árbol carnal, gene-roso y cautivo, bocas que sueñan espadas como labios, pero sobre todo somos un silencio en lucha, el silencio de los miles de deportados, de las y los muertos de la frontera, el ruido y la furia de los cuerpos rotos en la maquiladora, en los jardines de La Jolla. Habitamos este silencio, esperamos que por él pueda volver un día Cristina, ponemos en él todo lo que no cabe en este papel, todo lo que no podemos decir colectivamente...

todavía.

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E sta sección es en todo deudora y producto del Discurso sobre el colonialismo (1955) del poeta martiniqués Aimé Césaire, un texto que sigo leyendo ávida-

mente como un fogonazo deslumbrante en medio del corazón de las tinieblas del imperio yankee, la fuerza de una poética insurgente, anticolonial y comu-nista. Tras varias décadas de estudios postcoloniales, subalternos y decoloniales confieso que sigo encontrando en este panfleto (y lo digo como elogio) de Césai-re los mimbres imprescindibles para tejer una crítica del imperio estadouniden-se y sus ecos internos de violencia, sometimiento y muerte. La vigencia de este texto electrizante tiene que ver, pienso, con el modo en que Césaire somete a un máximo de tensión dialéctica la relación del humanismo burgués con el des-pliegue de la violencia colonial en los territorios sometidos por el capitalismo occidental. Y es precisamente el ocultamiento de esta tensión irresoluble lo que sostiene todavía los cimientos conceptuales de las nuevas guerras «humanita-rias en defensa de la democracia» que Estados Unidos y sus aliados occidentales desplegaron primero en la antigua Yugoslavia y más tarde en Oriente Medio.

Contra esta solidaridad entre humanismo burgués y colonialismo, una de las primeras cosas que hace Césaire es someter a una crítica devastadora tanto la excepcionalidad del Holocausto como la idea de la maldad congénita y sobre-humana de Hitler como ejecutor de la violencia genocida de la «solución final». Situar el nazismo fuera de la historia y transformar a Hitler en una especie de medida universal de la barbarie —el patrón oro del horror— es una maniobra interesada que vuelve impensable el holocausto mismo y que, conveniente-mente, sitúa al líder del nazismo fuera de las entrañas del occidentalismo, en lugar de pensarlo como un producto abyecto de esa misma razón occidental que justificó tanto la «solución final» como la esclavitud y el colonialismo. Es-cuchemos a Césaire:

«Sí, valdría la pena estudiar, clínicamente, con detalle, las formas de actuar de

Hitler y del hitlerismo, y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy

cristiano burgués del siglo XX, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora,

«My name is Vieques. I am a Puerto Rican girl. My stepfather is the United States. He comes into my room at night to do his business. (...) I look at my body and see the devastation. Lagoons, like self-esteem, have dried up to nothingness. My womb is wilting with radiation from illegally used uranium ammunition. Where my skin was once lush and soft, I am scarred. Old tanks, like cigarette burns, dot my flesh. Unexploded bombs, like memories, may detonate in the future when chosen lovers touch me in the wrong spot or without warning. (…) My door is barred. I have burned the clingy, itchy dress. The encampment grows stronger. The lizards, the grass, the fish, the butterflies stand with me. I’ll never be the same, but I’ll never be yours again to do your dirty business. My name is Vieques and I will be free.»

Aya de León, «Grito de Vieques».

* [Me llamo Vieques./ Soy una niña puertorriqueña./ Mi padrastro, Estados Unidos,/ Viene a mi habi-

tación pr las noches a hacer sus cosas/ (…)/ Miro mi cuerpo y veo la devastación/ Las lagunas, como la

autoestima, se han secado hasta quedar en nada/ Mi útero se marchita con la radiación/ De la munición

ilegal de uranio que usaron./ Donde mi piel era antaño exuberante y suave, quedan cicatrices./ Viejos

tanques, como quemaduras de cigarrillos, salpican mi piel./ Bombas sin explotar, como memorias, pue-

den detonar en el futuro,/ Cuando mis amantes me toquen en la zona equivocada/ O sin avisarme./ (...)/

Mi puerta está trancada/ He quemado el vestido ceñido e irritante./ El campamento crece más fuerte/

Los lagartos, el pasto, el pescado, las mariposas me apoyan./ Nunca seré la misma,/ Pero nunca seré tuya

otra vez para que hagas tus sucias cosas.// Mi nombre es Vieques/ Y seré libre.]

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E sta sección es en todo deudora y producto del Discurso sobre el colonialismo (1955) del poeta martiniqués Aimé Césaire, un texto que sigo leyendo ávida-

mente como un fogonazo deslumbrante en medio del corazón de las tinieblas del imperio yankee, la fuerza de una poética insurgente, anticolonial y comu-nista. Tras varias décadas de estudios postcoloniales, subalternos y decoloniales confieso que sigo encontrando en este panfleto (y lo digo como elogio) de Césai-re los mimbres imprescindibles para tejer una crítica del imperio estadouniden-se y sus ecos internos de violencia, sometimiento y muerte. La vigencia de este texto electrizante tiene que ver, pienso, con el modo en que Césaire somete a un máximo de tensión dialéctica la relación del humanismo burgués con el des-pliegue de la violencia colonial en los territorios sometidos por el capitalismo occidental. Y es precisamente el ocultamiento de esta tensión irresoluble lo que sostiene todavía los cimientos conceptuales de las nuevas guerras «humanita-rias en defensa de la democracia» que Estados Unidos y sus aliados occidentales desplegaron primero en la antigua Yugoslavia y más tarde en Oriente Medio.

Contra esta solidaridad entre humanismo burgués y colonialismo, una de las primeras cosas que hace Césaire es someter a una crítica devastadora tanto la excepcionalidad del Holocausto como la idea de la maldad congénita y sobre-humana de Hitler como ejecutor de la violencia genocida de la «solución final». Situar el nazismo fuera de la historia y transformar a Hitler en una especie de medida universal de la barbarie —el patrón oro del horror— es una maniobra interesada que vuelve impensable el holocausto mismo y que, conveniente-mente, sitúa al líder del nazismo fuera de las entrañas del occidentalismo, en lugar de pensarlo como un producto abyecto de esa misma razón occidental que justificó tanto la «solución final» como la esclavitud y el colonialismo. Es-cuchemos a Césaire:

«Sí, valdría la pena estudiar, clínicamente, con detalle, las formas de actuar de

Hitler y del hitlerismo, y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy

cristiano burgués del siglo XX, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora,

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que Hitler lo habita, que Hitler es su demonio que si lo vitupera es por falta de

lógica, y que en el fondo lo que no le perdona a Hitler no es el crimen en sí, el

crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen

contra el hombre blanco, la humillación del hombre blanco, y haber aplicado

en Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora solo concernían a los

árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África.»40

De este modo, Césaire pone al hombre europeo occidental, al civilizador, al buen burgués y al colonialista frente al espejo y les devuelve su imagen super-puesta sobre la de Hitler y su herencia. Esta operación es fundamental porque impide colocar al padre del nazismo en el infierno, au-dessus de la mêlée, lo vuelve humano, demasiado humano, y definitivamente europeo de los pies a la cabeza; un buen burgués cuyo único pecado es haber confundido el lugar en el que desataba su ira genocida y el color de la piel de los cuerpos sobre los que daba rienda suelta a su pulsión de muerte. Desde esta perspectiva, es imposible volver a utilizar a Hitler como medida universal del horror, porque si lo situa-mos en el corazón de la Europa occidental, no por encima ni por debajo, sino, mal que nos pese, dentro del viejo continente y del mundo occidental capitalis-ta, ya no puede ser más la medida universal y excepcional del horror.

Al ponerle zapatillas a Hitler, Césaire no banaliza la violencia del holocausto o de los fascismos europeos, simplemente vuelve inservibles las analogías que se usaban ayer y hoy para acercar/alejar a los enemigos de Estados Unidos y Europa a este patrón universal del mal que mantiene el holocausto fuera de la historia y de la representación con el objetivo de fomentar la proliferación de pequeños tiranos sobre los que ejercer la soberanía imperial, es decir, el derecho a decidir sobre la vida y la muerte de los sujetos coloniales. Nótese, en este sen-tido, cómo Milosevic o Bin Landen son casi como Hitler, pero nunca pueden ser exactamente igual que él, porque destruirían esta especie de ley universal de las equivalencias del horror. Esta lógica ha producido una interminable teratología, folletinesca y de opereta, que, por un lado, opaca —más allá de la ignominia moral de estos personajes— la complicidad de los imperios en la construcción de estos enemigos de paja y humo y, por otro, fomenta la arrogancia y la supe-rioridad moral de un occidente capitalista que sigue celebrando el haber dado muerte a Hitler y su proyecto fascista, olvidando, como nos recuerda Césaire, que Hitler es, en todo caso, un monstruo que nació de sus entrañas.

40 Aimé Césaire, Discurso sobre el colonialismo, Akal, Madrid, 2006, p. 15 [trad. Marta Viveros].

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Esta paradójica matriz narrativa imperial se desarrolla, por ejemplo, en el asesinato extra-legal de Bin Laden, un monstruo terrorista que originalmente fue financiado y apoyado por Reagan y la monarquía saudita. Cabe decir, por tanto, que estos experimentos para la creación de nuevos Frankenstein cada vez más inhumanos, monstruosos y violentos sirve también para opacar los pro-blemas internos del imperio. Este es, de hecho, el otro gran hallazgo filosófico e histórico de Aimé Césaire: haberse percatado de que la violencia imperial es como una especie de boomerang de ida y vuelta que más temprano que tarde termina por volver a casa.

«¿A dónde quiero llegar?, a esta idea: que nadie coloniza inocentemente, que

tampoco nadie coloniza impunemente; que una nación que coloniza, que una

civilización que justifica la colonización y, por tanto, la fuerza, es ya una civi-

lización enferma, moralmente herida, que irresistiblemente, de consecuencia

en consecuencia, de negación en negación, llama a su Hitler, quiero decir, su

castigo. Colonización: cabeza de puente de la barbarie en una civilización,

de la cual puede llegar en cualquier momento la pura y simple negación de

la civilización.»41

Desde esta perspectiva es claro que el holocausto no solo es la excepción, sino que es la regla que se le va a aplicar antes y después de la Segunda Guerra Mun-dial a todos los pueblos sometidos por el imperialismo y que, por lo tanto, su repetición con mayor o menor intensidad es inevitable en las políticas internas de los imperios. Estados Unidos necesita de la «guerra buena» —la Segunda Guerra Mundial— y del mal encarnado en la figura de Hitler —el monstruo de-rrotado para bien de la Humanidad— como origen no original de una narrativa maestra a partir de la cual desglosar y derivar otras narrativas, otras «guerras buenas» (Vietnam, Irak, Afganistán, Yemen...) y otros tiranuelos monstruosos (Sadam Husein, Osama bin Laden...) que justifiquen la expansión exponencial del complejo industrial militar estadounidense en el extranjero y del complejo industrial de prisiones dentro del país.

Por eso, la cuestión no es antiimperialismo o anticapitalismo, sino justa-mente descubrir la secreta solidaridad entre ambos, poner la mirada crítica en los modos en los que uno implica al otro en una relación siniestramente simbiótica. Y ahí es exactamente donde Martin Luther King puso el acento y

41 Op. cit., p. 17.

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la fuerza moral de su famoso discurso contra la guerra del Vietnam —A Time to break silence (Es hora de romper el silencio)— el cuatro de abril de 1967 en Nueva York, un año antes de ser impunemente asesinado. «De alguna mane-ra», clamaba Martin Luther King, «esta locura tiene que parar. Tiene que parar ahora. Hablo como hijo de Dios y como hermano de los pobres que sufren en Vietnam. Hablo por aquellos cuya tierra está siendo transformada en desperdi-cios, cuyas casas están siendo destrozadas, cuya cultura está siendo subvertida. Hablo por los pobres en América que están pagando el precio doble de ver sus aplastadas esperanzas en casa y de la muerte y la corrupción en Vietnam»42. Si-guiendo con esta línea de argumentación, una de las muchas contradicciones que señalaba Martin Luther King en este discurso es la cruel ironía que suponía que en Vietnam actuaran tropas de soldados integrados cuando en el país seguía persistiendo la segregación y la discriminación racial. En sus propias palabras:

«Quizá el reconocimiento más trágico de la realidad ocurrió cuando se me

hizo meridianamente claro que la guerra estaba haciendo mucho más que

devastar las esperanzas de los pobres en casa, estaba mandando a los hijos,

los hermanos y los maridos de estos mismos pobres a luchar y morir en can-

tidades totalmente desproporcionadas en relación al resto de la población.

Estamos agarrando a hombres negros jóvenes que han sido mutilados por

nuestra sociedad y los estamos mandando a 8.000 millas de distancia para

garantizar unas libertades en el Sudeste Asiático de las que ellos no gozan

en el Sudeste de Georgia o en el Este de Harlem. De este modo, nos hemos

visto confrontados repetidamente con la cruel ironía de ver a jóvenes blan-

cos y negros en las pantallas de nuestra televisión matando y muriendo

juntos por una patria que ha sido incapaz de sentarlos juntos en las mis-

mas escuelas; los hemos contemplado en brutal solidaridad quemando las

cabañas de una aldea pobre, aunque sabemos que nunca podrían vivir en el

mismo bloque en Detroit.»43

42 «Somehow this madness must cease. We must stop now. I speak as a child of God and brother

to the suffering poor of Vietnam. I speak for those whose land is being laid waste, whose homes are

being destroyed, whose culture is being subverted. I speak for the poor of America who are paying

the double price of smashed hopes at home and death and corruption in Vietnam.» A time to break

silence, http://www.informationclearinghouse.info/article2564.htm

43 «Perhaps the more tragic recognition of reality took place when it became clear to me that the

war was doing far more than devastating the hopes of the poor at home. It was sending their sons and

their brothers and their husbands to fight and to die in extraordinarily high proportions relative to

the rest of the population. We were taking the black young men who had been crippled by our society

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Y sin embargo, la contradicción es solo aparente, pues si seguimos la lógica descrita anteriormente por Aimé Césaire en su Discurso sobre el colonialismo, los imperios están abocados a repetir internamente las mismas políticas que apli-can en sus territorios coloniales. Esta repetición nunca es exactamente idénti-ca, pero contiene elementos similares, es una repetición en diferencia. En este sentido, uno de los elementos fundadores de cualquier proyecto imperial es la devaluación de la vida de sujetos coloniales, la sujeción no se puede dar sin cier-ta animalización. Para poder someter a la población autóctona a las altas dosis de violencia, explotación y muerte que requiere cualquier proyecto imperial es necesario deshumanizarlos completamente o en distintos grados mediante la creación, por ejemplo, de castas. Esta fue sin duda la razón de ser de los debates que sostuvieron en Salamanca Sepúlveda y Las Casas sobre la existencia o no del alma en las poblaciones indígenas de América Latina. En plena hegemonía de la cristiandad la existencia del alma en los indios era lo que garantizaba ser o no ser hijo de dios y, por tanto, el pasaporte de entrada en el concepto de hu-manidad occidental. De lo contrario, los indios eran simplemente animales a los que se podía someter en la encomienda, en las minas de oro o exterminar-los sin pecar contra la autoridad de dios. Obviamente, no todos los imperios deshumanizan de la misma manera o racionalizan esta deshumanización del mismo modo o con los mismos criterios.

En el caso de Estados Unidos se trata además de una sociedad fundada pri-mero sobre el expolio de tierras y recursos autorizado por el genocidio de las poblaciones indígenas norteamericanas y, más tarde, perpetuada por la acumu-lación de capital generada por la esclavitud como grado máximo de deshuma-nización de una población viva. Se trata aquí literalmente de un proceso de ida y vuelta entre la tanatopolítica interna y la tanatopolítica aplicada después en los territorios coloniales como Vietnam.

Este proceso de colonización interna y externa lo vio muy claramente el movimiento chicano como se puede ver en la entrevista con los militantes de Unión del Barrio. Más allá de sus errores y aciertos, era claro para el movimien-to chicano que la población de origen mexicano y latinoamericano que vivía

and sending them eight thousand miles away to guarantee liberties in Southeast Asia which they had

not found in southwest Georgia and East Harlem. So we have been repeatedly faced with the cruel

irony of watching Negro and white boys on TV screens as they kill and die together for a nation that

has been unable to seat them together in the same schools. So we watch them in brutal solidarity

burning the huts of a poor village, but we realize that they would never live on the same block in De-

troit», http://www.informationclearinghouse.info/article2564.htm

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al norte del Río Grande estaba sometida a una forma de colonización interna desde la firma del tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848 que no difería mucho cualitativamente, aunque sí en intensidad, de las políticas genocidas de ocupa-ción en Vietnam. Este análisis tuvo su expresión más potente en la organización de la Marcha para la Moratoria Chicana (The Chicano Moratorium March) organizada en Los Ángeles en 1970 para pedir el fin de la guerra del Vietnam y la liberación de los chicanos del racismo estructural y la ocupación interna.

Esta guerra, que se extiende hasta nuestros días, estalla la tarde del 29 de agosto de 1970 cuando la policía decide reprimir a los más de 30.000 manifes-tantes —la protesta más grande contra la guerra dentro de Estados Unidos— que se habían congregado en Laguna Park y, en el momento de la interven-ción policial, escuchaban pacíficamente un corrido sobre Pancho Villa. Hoy ya está demostrado que la marcha fue infiltrada por agentes del FBI a sueldo del programa Couterintelpro para provocar disturbios que justificaran la brutal represión de los manifestantes y el asesinato todavía impune a día de hoy del periodista Rubén Salazar, quien, no por casualidad, había dedicado su carrera periodística a denunciar los abusos de poder de Estados Unidos dentro y fuera de sus fronteras —concretamente Salazar había documentado la invasión nor-teamericana de la República Dominicana (1965), la masacre de los estudiantes mexicanos en la Plaza de Tlatelolco (1968) y la misma guerra del Vietnam—.

Sin embargo, los eventos de esa tarde de agosto de 1970 no son una excep-ción sino que son la norma del «estado de excepción», la lógica soberana e im-perial de Estados Unidos que se asientan sobre una «ley de la biodevaluación» que jerarquiza entre «vidas que merece la pena ser vividas» y vidas que pueden «extinguirse sin que ello constituya un homicidio». Ahora bien, exponer las operaciones necrofílicas del imperio dentro y fuera de sus fronteras como hi-cieron las y los chicanos/as en 1970, Martin Luther King o Malcolm X era y es una operación riesgosa que tiende a intensificar la razón de ser de una soberanía imperial que al verse amenazada y descubierta se arroga con más intensidad el derecho a dar muerte a quiénes denuncian este «secreto abierto».

Sin embargo, el ruido y la furia de las protestas contra la guerra del Viet-nam, la resistencia armada negra, el movimiento chicano y su denuncia de la guerra en casa y en el Sudeste Asiático, los magnicidios de Martin Luther King, Malcolm X, Rubén Salazar, JFK, Bobby Kennedy, Fred Hampton y tantos otros hombres y mujeres que cayeron directa o indirectamente bajo las fauces de un Estado terrorista en casa e imperialista en el extranjero, van a ir poco a poco desapareciendo bajo la espesa niebla despolitizadora de los duros años de ajuste neoliberal de Reagan. El crack introducido en los barrios negros y latinos para

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doblegar la resistencia de las minorías raciales y las clases oprimidas va a servir para financiar las guerras contra la insurgencia en Centroamérica y, a pesar de las protestas y las muestras de solidaridad, vamos a llegar a los años noventa con una clase media anestesiada por el consumo y la lógica de la publicidad y los medios.

Son los años de la violencia soterrada del final de la historia, años que han generado una sociedad en la que las predicciones de los situacionistas sobre la sociedad del espectáculo y la sustitución de la realidad por imágenes se quedan simplemente demasiado cortas. No solo es que todo lo sólido se desvanezca en el aire como anunciara Marx en el Manifiesto comunista sino que todo lo que esté mediado por una pantalla simplemente no existe. Esta falsa paz de los se-pulcros producida por la lógica incesante de imágenes y su temporalidad, no ya acelerada, sino directamente instantánea, despedaza la historicidad, la po-sibilidad misma de pensar el tiempo y el espacio, reduce la materialidad de las cosas y de los seres humanos a una especie de ilusión óptica y evanescente. En este sentido Josefina Ludmer ha escrito, «cuanta más velocidad más desdiferen-ciación; cuanta más velocidad más división social; cuanta más velocidad más grande es la intensidad de la fragmentación. El tiempo cero divide la sociedad de otro modo porque el acceso a la instantaneidad es crucial en las nuevas divi-siones sociales». Pero esta fantasía omnipotente del tiempo cero del cibercapi-talismo financiero se enfrenta a sus propios límites con la muerte y la violencia, el tiempo interrumpido de la muerte —«lo real» lacaniano— es lo único, o tal vez el extremo máximo de lo que no puede ser contenido ni simbolizado por la lógica de las mercancías y la producción de imágenes incesantes e instantáneas. Según Josefina Ludmer ese «tiempo cero, ese producto tecnológico, incluye experiencias instantáneas como el estallido, el accidente y el atentado: todos puntos sin tiempo o que cortan el tiempo»44.

El 11 de septiembre del 2001 lo real llamó a las puertas de los norteamerica-nos. Ese día las pantallas goteaban sangre y la incesante gramática de imágenes sucesivas quedó detenida, el tiempo quedó cortado por una violencia que ya estaba ahí, que seguía operativa dentro y fuera de las fronteras de Estados Uni-dos, pero no se veía o no se quería ver, porque estaba subsumida bajo el espec-táculo del intercambio permanente e instantáneo de imágenes y mercancías. Nunca olvidaré que todavía no se había caído la segunda torre gemela cuando los comentaristas de las televisiones que retransmitían en directo ya estaban

44 Josefina Ludmer, Aquí América Latina: una especulación, Eterna Cadencia, Buenos Aires,

2010, p. 19.

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construyendo este acontecimiento como un «acto de guerra», como un suceso excepcional que ni siquiera podía ser comparado con el otro 11 de septiembre, el del golpe de estado que termino en 1973 con la experiencia de la Unidad Popular en Chile. A partir de ese momento y como explico en la primera de las crónicas de esta sección, los ciudadanos norteamericanos han sido interpelados com-pulsivamente para aceptar una especie de complejo melancólico agresivo que justifique la expansión infinita del complejo militar industrial y de las nuevas guerras imperiales en Oriente Medio. A los norteamericanos se les ha obligado a introyectar todos los muertos de las torres gemelas, a preservar sus cuerpos y sus memorias en una especie de duelo patológico e infinito cuyo imperativo ca-tegórico promueve constantemente intervenciones militares en nombre de los caídos de ese día aciago de 2001. De este modo, el 11 de septiembre es, paradó-jicamente, excepcional e impensable históricamente; el complejo melancólico agresivo que promueven las políticas de memoria estatales lo mantiene encrip-tado, fuera de la historia y del tiempo, para poder seguir justificando la milita-rización de la vida pública y reiniciar así el software imperial militar en nuestras pantallas. Como ha explicado brillantemente Henry Giroux estas transforma-ciones han dado lugar a un cambio epocal, un giro cuasi-copernicano en las relaciones entre civiles y militares. «Depués de los acontecimientos del 9/11», escribe Giroux, «Estados Unidos pasó de ser un Estado militar a ser una so-ciedad militarizada». En parte este cambio se puede explicar aludiendo a la diferencia entre «militarismo» y «militarización». Tal como explica Giroux, «el militarismo hace visibles los frecuentemente contradictorios principios de las instituciones militares y los valores liberales y democráticos de la sociedad civil. El militarismo como ideología tiene raíces profundas en la sociedad ame-ricana, aunque nunca ha tenido suficiente fuerza como para transformar una tambaleante y autoritaria democracia en una dictadura militar. La militariza-ción, en cambio, sugiere más que una ruptura total con el militarismo —con su celebración de la guerra como la medida más segura de la salud de una nación y el soldado como su expresión más noble—, una intensificación y expansión de sus valores subyacentes, su prácticas, sus ideologías, sus relaciones sociales y sus representaciones culturales»45.

45 «After the events of 9/11, the United states shifted from a militarizad state to a militarizad so-

ciety […] Militarism makes visible the often contradictory principles and values between military

institutions and the more liberal and democratic values of civil society. Militarism as an ideology has

deep roots in American society, though it has never had enough force to transform an often faltering,

often illiberal democracy into a military dictatorship. Militarization, on the other hand, suggests less

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La militarización tiene al menos dos caras bien visibles: por un lado, racio-naliza el número creciente de guerras, la expansión del complejo industrial militar a través de sus más de 700 bases militares en más de 130 países o la producción de armas y material militar tanto para consumo interno como para la exportación y, por otro, contamina todas las esferas de la sociedad, incluida la universidad, promoviendo los valores hipermasculinos, heterosexistas y el culto a la muerte de una ideología militarista que cada vez se distingue menos del credo neoliberal del libre mercado. Según Henry Giroux, «el atractivo de la cultura militar resuena afuera de las escuelas, tanto en populares páginas web, eventos deportivos, programas de música y video juegos organizados alrededor de valores militares, como en los medios de comunicación de masas en los que películas de Hollywood y programas de televisión como Perl Harbor, JAG, Over There, Saving Private Ryan y Flags of our fathers legitiman perpetuamente una visión romántica de los soldados como guerreros y de la guerra como la máxima expresión del honor de una nación»46.

De hecho, la industria cinematográfica cada vez se distingue menos de la industria militar. Hay películas como Zero Dark Thirty, la cinta sobre el asesi-nato de Bin Laden y a la sazón una apología muy poco sofisticada de la tortura, que han contado con la participación directa del pentágono en la concepción del guión; no se trata ya, por tanto, de estéticas que reproduzcan la ideología dominante, sino más bien de representaciones visuales producidas desde el interior mismo del aparato militar del Estado. En este sentido, la proliferación de tiroteos y masacres en escuelas, universidades y espacios públicos debe ser analizada a partir de esta expansión sin precedentes de la cultura militar y sus lúbricas relaciones con la supremacía blanca y el racismo. No es casual que los asesinatos en barrios y escuelas de blancos reciban por término medio muchí-sima más atención mediática que el asesinato a quemarropa de Trayvon Mar-tin o la historia de Christopher Dorner, un ex marine y ex agente de la fuerza

a complete break with militarism —with its celebration of war as the surest measure of the health of

the nation and the soldier as its noblest expression— than an intensification and expansion of its

underlying values, practices, ideologies, and social relations, and cultural representations.» Henry

Giroux, The University in Chains: Confronting the Military-Industrial-Academic Complex, Paradigm Pres-

ses, Boulder, 2007, pp. 30-31.

46 «The attractiveness of military culture resonates outside of the schools both in popular websites,

sport events, music programs, and videogames organized around military values and in the dominant

media in which Hollywood films and television shows, such as Pearl Harbor, JAG, Over There, Saving

Private Ryan, and Flags of our Fathers, perpetually legitimate a romanticized view of soldiers as wa-

rriors and war as the highest expression of a nation’s honor», ibidem, p. 47.

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policial de Los Ángeles, que decidió tomarse la justicia por su mano y asesinar arbitrariamente a sus antiguos colegas en febrero del 2013. Tras la publicación de un manifiesto en el que, entre otras cosas, se denunciaba la inacción de sus antiguos superiores frente a los abusos policiales contra minorías de color, Dor-ner empezó a operar clandestinamente en una especie de guerra de guerrillas contra sus antiguos colegas y sus familias. Una de las cosas más llamativas del «Manifiesto de Dorner» es justamente el uso de un vocabulario de ocupación militar para describir la situación de violencia a la que están sometidas las mi-norías de color en espacios urbanos como Los Ángeles. Que la policía haya podido presuntamente quemarlo vivo en unas cabañas en las montañas de San Bernardino, nos devuelve cuarenta años después las mismas imágenes de las aldeas de Vietnam ardiendo bajo el napalm. Por eso, la insurgencia invisible solo puede articularse, como cantan el rapero mexicano Bocafloja y los boricuas [puertorriqueños] de Intifada, entendiendo que Césaire no habla del pasado y que la guerra del Vietnam no termina aún. Sabemos que solo uniendo luchas y resistencias seremos capaces de liberarnos, sabemos que nuestros muertos habitan el presente e inspiran nuestras luchas. Bocafloja & Intifiada:

«Hay una guerra en un Vietnam que no termina

provocado por los bancos y puestos de gasolina

hay una guerra y en Kabul una trampa

Una rima sin verso la de Obama con Osama.

Hay un boicot que de Montgomery a Alabama

Coge pon en Puerto Rico en una guagua de la AMA

Cinco minutos en mi suelo borincano

y se lleva nuestros sueños en dólares americanos.

Hay una guerra civil que no se termina,

y Malcolm X ya no está por la tarima

Es una guerra dirigida en el pentágono

a que no cierran esa base de Guantánamo.

A que no sirve su edición del nuevo trato,

a que no acaba ni el racismo ni el maltrato

La voluntad no es suficiente si de arriba

los usureros, el smoking no se quitan.

Hay una guerra y no del norte contra el sur,

no me refiero ni a Bagdad ni de Kabul.

Hay una guerra de bolsillos e intereses

y son los pobres los que pagarán con creces.»