el hijo del almacenero · 2018. 9. 9. · el hijo del almacenero el almacén de mi padre era...
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El Hijo del Almacenero
El almacén de mi padre era discreto, sin carteles de neón ni lustrosas gavetas. Era un
negocito pequeño y, a veces, algo lúgubre. La precariedad nunca fue impedimento para
las ventas. Mi viejo tenía algo de visionario, él quería sobresalir por su buen trato y
surtido inmejorable.
El local estaba ubicado en plena Avenida Matta, muy cerca de nuestra casa. A la salida del
colegio, a mí me encantaba pasar unos minutos a saludarlo. Realmente yo encontraba que
él tenía mucha suerte de trabajar en un lugar donde pudiera saborear los deliciosos panes
amasados de mi madre o sacar con sus propias manos ―y sin cuotas― los caramelos que
guardaba en unos delicados frascos de vidrio. Pero, lo que realmente a mí me cautivaba
era observar cómo y cuánto disfrutaba compartir las dichas y desdichas de sus clientes. A
falta de cura ―el sacerdote del barrio desapareció extrañamente un día― Leonidas
Gómez ―mi padre― se había vuelto en una suerte de confesor vecinal.
La gente conversaba con mi papá de manera destemplada. Mi ocasional presencia no los
cohibía. Tal vez imaginaban que un chico de nueve años jamás entendería conceptos
como infidelidad o cesantía. Y era cierto, pero yo me encargaba de memorizar las palabras
y, al llegar a casa, acudía a mi ajado pero útil diccionario. No se imaginan cuánto amplié mi
vocabulario…
― ¿Qué tanto lees ahí? ¿Qué buscas?, preguntaba mi madre.
―Nada mamá, algo que escuché mientras caminaba a casa, mentía.
Todos los caseros eran muy cercanos y dicharacheros, salvo uno. Aquel hombre delgado,
de abultada barba y ojos tan claros como penetrantes, tenía un acento extraño.
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Se trataba de un ser enigmático, sobrio y poco comunicativo. Era uno de los mejores
clientes de mi padre, pero de él sabíamos muy poco. Claramente no era chileno, tenía
una forma extraña de hablar, cambiaba el orden de las palabras y éstas brotaban de su
boca con un notorio acento extranjero.
― ¿Por qué habla así?, pregunté a mi padre.
―Cosa de él, es judío, recalcó.
Me causaba cierta fascinación ver y escuchar a este caballero cada semana. Uno de los
primeros productos de la lista de don Abraham ―así se llamaba― era un paquete de
velas. Me costaba entender las razones por las que requería tantas e imaginaba algunos
motivos: “puede ser que necesite para algún corte de luz; tal vez sus lámparas sufrieron
algún desperfecto o… ¡ya sé, prefiere iluminar su casa con velas para no pagar la cuenta
de la electricidad!
Esto último me hacía mucho sentido, pues mi padre solía reclamar en casa porque
dejábamos las luces prendidas y el monto de la cuenta mensual era elevadísimo.
Por años, el señor judío de barba abultada nos benefició como cliente fiel. Un día ―yo ya
estaba en el Liceo―mi padre me pidió que lo cubriera en el negocio:
―Hijo, por favor, será solo una hora. Asegúrate de sumar bien y de extender la boleta.
Yo me sentí en las nubes, tamaña responsabilidad me convertía en todo un hombre. La
adrenalina corría al máximo, mientras esperaba a que llegara el primer comprador, ensayé
la forma en que atendería a mi primer cliente.
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Ya había pasado media hora y comenzaba a aburrirme. Nadie, absolutamente nadie entró
al almacén. De pronto, apareció don Abraham, quien ni siquiera reparó en la ausencia de
mi padre:
―Por favor, dame una paquete de vela, una arroz, una aceite, uno harina…
El pedido yo casi me lo sabía de memoria, así que fue fácil encontrar la mercadería. El
único problema es que no veía los cirios. Pensé que mi papá los podría tener abodegados
en una pequeña despensa en la trastienda, pero no. Tal vez en la cajonera de productos
poco demandados, tampoco. Entonces mis ojos recorrieron estante por estante y
repasaron varias veces los anaqueles de la estrecha tienda. Fue inútil:
―Señor, aquí está todo, menos las velas, me disculpé.
El rostro de don Abraham pareció desfigurarse y se retiró descompuesto del negocio.
Parecía que hubiese escuchado una noticia muy, muy grave. Me pareció extraña su
reacción y se la narré a mi padre una vez que regresó a trabajar al local. Él no le dio mucha
importancia y admitió que la falta de existencias obedecía a demoras en la línea de
producción del fabricante:
―La próxima semana tendremos varios paquetes para don Abraham, me confirmó.
Nuestro fiel aunque misterioso cliente ―por lo demás, el único judío que había conocido
hasta entonces― nunca más apareció; aquel hombre se fue sin dar pistas ni rastros de su
existencia.
Me sentí culpable y responsable, estaba seguro que él se había sentido traicionado por
nosotros y la mentada falta de velas. Siempre tuve la ilusión de volver a verlo; su
desaparición generó un vacío en mí.
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Con cierta ingenuidad fui reservando un paquete de cirios cada semana y los escondía en
unas cajoneras de la trastienda. Me propuse tener la máxima cantidad para cuando don
Abraham, supuestamente, regresara.
Yo no veía nada anormal en esta iniciativa: “si algunos chicos coleccionan estampillas,
otros piedras y hasta mariposas, ¿por qué yo no podría tener mi propia compilación?”, me
trataba de convencer.
En un momento el espacio se me hizo chico y comencé a ocupar otros espacios de la
bodega. Un día, mi padre descubrió el infartante acopio de velas. Él no llevaba un control
muy estricto de su inventario y esta montaña de cirios le daban la razón a mi madre, quien
solía decirle que tenía que ser más ordenado con las cuentas:
―Siempre veo a don Moisés, el dueño del negocio de telas, que siempre está anotando
cada metro de género y chucherías que vende. Mira cómo le ha ido…llegó sin un peso y ya
tiene dos locales, reclamaba mi mamá.
Es cierto, este señor fue el segundo judío que conoció mi familia, pero, a diferencia de don
Abraham, éste parecía más comunicativo:
―Puede ser, creo que estos gringos tienen algo que enseñarnos, admitió mi padre.
Mi papá no era amigo del conflicto, así es que calmó a mi mamá y le aseguró que le
pediría asesoría al “judío de las telas”. Pero yo siempre supe que no lo haría. Y lo
comprobé semanalmente, pues pude seguir acumulando velas sin ningún tipo de reparos.
Lo más increíble es que ya habían transcurrido un par de años y yo seguía con esta suerte
de inexplicable manía; una energía o fuerza misteriosa me unían a este señor y, como no
tenía argumentos para justificarla, siempre mantuve en secreto mi insólita rutina.
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Inesperadamente, mi padre falleció ―no resistió un coma diabético―. Su deceso provocó
en mí un dolor profundo, fue la primera gran pérdida de mi existencia. Fui el único hijo de
Leonidas y me sentí llamado a continuar con su tradicional negocio.
Tras su muerte, yo me hice cargo del almacén, fue una forma de sentirlo cerca y el único
modo de nutrir nuestro escuálido presupuesto; pero yo aspiraba a más. Los resultados del
Bachillerato me dieron la opción de ingresar a la Universidad para estudiar Ingeniería
Comercial.
Mi mamá me cubría durante las horas de clases y luego yo me hacía cargo de todo. No lo
puedo negar, fueron años duros de esfuerzo y sacrificio. No tenía otro camino.
En la “U” se me abrió un mundo nuevo. No solo académico, aquí conocí gente de los más
diversos idearios, orígenes y tradiciones. Una joven de ojos claros, cabello color azabache
y crespos algo enredados, pero muy bien definidos, destacaba en el grupo. Ester ―así se
llamaba esta chica― era una muchacha de figura exótica, caderas algo prominentes y
discretos pechos que poco lucían en sus trajes y ropa francamente aseñorados.
Solía sentarse en la primera fila de la sala, se sacaba muy buenas notas, pero compartía
poco con los compañeros. Todo eso me intrigaba, quería conocerla más, pero ella era
hermética e insondable.
Yo no era precisamente una lumbrera, pero sí gracioso y desprejuiciado. En los recreos
mis amigos me pedían que les contara algunas anécdotas de fin de semana ―las que no
viene al caso a revelar hoy día, pero les aseguro que eran muy sabrosas― y también me
pedían que les convidara alguna golosina o pancito recién horneado por mi madre.
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Todos sabían que yo trabajaba y estudiaba. Ester también. Por eso, mi atractiva
compañera no tenía mucho problema en convidarme sus pulcros y exactos apuntes
cuando se los pedía; parece que le llamaba la atención mi historia de esfuerzo. Fueron
varias las ocasiones en las que me salvó con sus escritos; me sentía en deuda con ella, así
es que una tarde la invité a almorzar a casa.
Mi madre se esmeró en prepararnos un delicioso pebre cuchareado que podríamos untar
en el puré y carne recién salidos del horno. Mi pecho ya no podía estar más inflado de
orgullo, sabía que Ester caería rendida frente a los encantos culinarios de mi vieja, pero su
rostro apretado y confuso, decían otra cosa:
― Doña Celia, le agradezco su gentileza; se ve que usted preparó todo esto con tiempo…de
seguro está delicioso…pero debo contarle que no puedo comer esto, lanzó Ester.
― ¿Por qué? ¿Estás enferma del estómago? ¡Mi hijo no me contó nada! ¿O tal vez no te
gusta el pebre? ¡No es necesario que lo pruebes! La carne está blandita y el puré muy
cremoso, comentó mi madre.
Yo no entendía nada, absolutamente nada de lo que ocurría. Ester venía a almorzar y
resulta que ahora no quiere comer nada: “Claro, tal vez los platos y el servicio no sean muy
lindos, pero, al menos por norma de educación, uno debe comer calladito…qué niña más
mal criada”, pensé.
Mi amiga cerró los ojos, respiró profundo y comenzó a hablar:
―Disculpen, ha sido mi error. Yo nunca le comenté a su hijo que soy judía, no
extremadamente religiosa, pero en mi hogar comemos solo comida kosher…
― ¿Kosher? ¿Qué es eso?, consultamos.
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― Es una palabra que deriva del hebreo Kashrut que significa “puro” “apto” o “adecuado”.
Las leyes judías establecen cómo deben ser los alimentos, cuáles están permitidos y cuáles
no, explicó.
Con mi madre nos quedamos mirando. No dijimos ninguna palabra, pero yo sentía que
estábamos hablando con una extraterrestre. Ester lo presintió:
― Sé que es difícil de entender, pero la Torá indica que solo se pueden comer animales de
ganadería y caza que tengan pezuñas y sean rumiantes y que sean sacrificados por un
Schochet, prosiguió.
― ¿Un qué?, pregunté.
―Un Schochet es un matarife ritual. El procedimiento del faenado es realizado por esta
persona quien sabe cómo causar el menor dolor posible a los animales, respetando la
dignidad de la obra de D´s, argumentó.
Claramente, nosotros no podíamos garantizar aquello, pero aún quedaba algo más:
―Tampoco los judíos podemos cocinar o comer juntos carne con productos lácteos. En
este caso, el puré contiene este ingrediente, comentó Ester con entusiasmo.
― ¿En serio? ¿Y por qué?, consultó mi madre.
―Bueno, esto es más difícil de explicar. Según lo que me han ensañado, la carne
representa un animal que se ha matado y la leche es una fuerza de vida esencial…
―En fin, no puede comer esto no más, la interrumpí algo triste.
Yo quería complacer a mi compañera, sentí que la había defraudado. Pero mi mamá lo
solucionó todo; le preparó un plato surtido de ensalada que saboreó por completo.
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Antes de irse, Ester nos agradeció todo el esmero y se excusó por el mal rato que nos
pudo ocasionar:
― ¡No! ¡Ya sabremos para la próxima!, la tranquilizamos.
Desde ese día nos unió cierto aire de complicidad. En la Universidad, Ester era de pocas
palabras y nadie conocía esta parte de su vida. Y yo la guardaba como un trofeo.
Me interesaba estar más tiempo con ella, así es que quise aprender un poco más de
judaísmo. Compré algunos libros usados en un par de librerías de San Diego y la
sorprendía en algunas conversaciones al comentar mis incipientes conocimientos sobre
esta milenaria religión.
Mi interés era genuino y fue creciendo conforme avanzaban los meses. Con Ester
sentíamos una conexión muy especial. Mi madre la quería mucho, solía invitarla a comer a
casa y se preocupaba de preguntar si el menú era el adecuado.
No sabía por qué, pero ella nunca me invitaba a su hogar. Yo tampoco le exigía nada,
hasta aquí solo éramos buenos amigos. Nuestros intereses se fueron complementando, en
clases comenzamos a sentarnos juntos ―ella siguió prestándome sus inmejorables
apuntes― y durante los recreos yo le pedía que me contara algo más sobre sus
tradiciones.
Jamás lo planeamos ni lo imaginamos, pero de pronto ambos nos sentimos enamorados.
Nos convertimos en pololos clandestinos, solo mi madre conocía esta situación. A estas
alturas yo sabía que los papás de mi novia no verían con buenos ojos que un chico no
judío pololeara con su princesa; claro que no podía dimensionar qué tanto…
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Nuestra relación era muy carnal, aunque en la cama compartíamos también los más
intensos y sinceros diálogos. Un día sentí que había llegado el momento de confesarle mi
gran secreto de niñez y le revelé mi fuerte conexión con el señor judío de mi infancia y el
acopio de velas semanal que llevé adelante por un par de años:
―Todavía las tengo, las guardo como un tesoro, admití algo sonrojado.
Tras mi confidencia, Ester se largó a llorar; acaso era la emoción y la angustia de sentir que
había llegado su turno, la hora de hablar con sus padres y contarles sobre nuestra
relación. Y lo hizo ese mismo viernes.
Quedamos en vernos el sábado; mi polola llegó con su rostro demacrado, sus ojos
vidriosos y marcadas ojeras fueron la antesala de una conversación amarga y dolorosa:
―Andrés, mis papás no aprueban lo nuestro. Fueron categóricos…espero que me
entiendas, nosotros no podemos seguir juntos, me dijo casi sin aliento ni voz.
Sequé sus lágrimas y me despedí con un beso. Prometí no acercarme a ella nunca más.
Y se acabó. Desde ese momento, solo debí conformarme con verla en clases. Era un
tormento y sacrificio que asumí con hidalguía, aunque ambos sabíamos que estábamos
con el corazón derrotado.
La verdad es que el tormento duró un par de meses. Con Ester nos reconciliamos, claro
que bajo la consabida oposición familiar. Las reglas, muy a mi pesar, ya eran conocidas.
A la salida de clases, me devolvía en un furgón que compramos con mi mamá y que nos
servía para trasladar las existencias hasta el almacén. Yo acercaba a Ester hasta el
paradero de micros que la dejaba a poco menos de una cuadra de su casa. Pero una tarde,
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ella me advirtió que su padre la iría a buscar en un auto azul, después de un sesudo
examen de fin de semestre.
Terminé antes que ella la prueba y me dirigí hasta el utilitario. Atrás yo llevaba las cajas
con los paquetes de cirios. El día anterior, en un arranque de madurez había querido
torcer el destino y terminar con los absurdos vestigios de mi niñez y los empaqué para
llevarlos hasta la casa de tía Irene. De seguro le servirían a la hermana de mi madre, quien
se dedicaba a hacer masajes y acostumbraba a prender candelas en sus terapias.
Encendí el motor, estaba a punto de partir, cuando de pronto mis ojos se clavaron en el
auto azul; sí, el vehículo del padre de Ester.
Al volante figuraba un hombre de rostro y figura demasiado familiar para mí: ojos claros,
barba abultada y traje oscuro. Mi mente activó los recuerdos de mi infancia; no había
lugar a confusión, el padre de mi novia era nada menos que don Abraham, el mismo que,
sin saberlo, me torturó por años con su ausencia. Su inesperada aparición agitó mis
entrañas y, sin mayor cálculo ni ponderación, decidí presentarme. Pensé que él merecía
conocer parte de mi historia ―que en parte era también la suya―.
Entonces me acerqué hasta el punto de tocar el vidrio de su auto. Y me presenté:
― ¿Es usted el padre de Ester? Yo soy Andrés…
― ¿Qué quieres, Andrés? Ya me quitaste a mi hija, qué más deseas ahora…
Sin duda, era el momento de hablar de un tema ajeno para él. Y en terreno neutral:
― ¿Usted vivió en Avenida Matta, don Abraham?
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Sus eternos ojos claros parecieron coronar la memoria de su pasado. La sorpresa evidente
y sin disimulo abrió los canales bloqueados hasta ese momento por el miedo y profundo
repudio. Por fin, había logrado capturar su atención:
―Efectivamente, viví muchos años allí junto a mi mujer, ¿cómo lo sabes?, preguntó muy
intrigado.
Le contesté con otra pregunta:
― ¿Usted siempre compraba en el almacén de don Leonidas? ¿Cierto?
―Creo que efectivamente el dueño se llamaba Leonidas, pero nunca me atreví a conversar
con él. Yo no sabía hablar mucho español, relató.
― ¿Por qué dejó de ir a su negocio? ¿Acaso porque no le vendieron velas un día?,
cuestioné.
― No, en realidad no. Yo adquiría toda la mercadería donde don Leonidas, pero eso
ocurrió hasta el día en que nos mudamos de barrio. No alcancé a despedirme de él, solo
recuerdo que la última vez me atendió un niño, explicó.
¿Qué? ¿Entonces nunca estuvo enojado por la falta de velas en nuestro local? ¿Su
abandono se justificaba tan solo por el cambio de domicilio?
― Por favor, tengo algo que mostrarle, no le quitará mucho tiempo, le supliqué.
El padre de Ester era inflexible en sus convicciones, pero sí, muy educado, así que accedió
a mi petición. Cuando llegamos al auto, abrí la maletera y le pedí que abriera las cajas:
― ¿Velas? ¿Por qué me pides que me desvíe de mi camino para ver un lote de velas?,
inquirió.
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―Don Abraham. Yo soy hijo de don Leonidas, fui el pequeño que lo atendió aquella última
vez en el almacén…
El padre de Ester no lo podía creer. Su sorpresa fue aún mayor cuando revelé la cantidad
de tiempo que estuve guardándolas para él.
― ¿Cómo fuiste capaz de realizar esta locura? ¿Qué te motivaba?, curioseó.
Increíblemente, nunca me di el tiempo para procesar las razones y ahora, claramente, no
había espacio para idear algo muy concreto. Me sentí fracasado, pero me aferré a los
recuerdos e hilvané los trozos de mi memoria:
― ¿Me pide razones? No las tengo ni creo que sean realmente interesantes para usted.
Todo lo que puedo decir, es que las junté con paciencia, ahínco y persistencia. Ocuparon un
lugar especial en mi vida y no permití que nadie se atreviera a cuestionarlo….algo similar
ocurre con los judíos, ¿cierto? Celebro la manera en que han preservado sus tradiciones a
lo largo de la historia. Algunas me cuesta entenderlas, pero no por ello dejo de valorarlas…
Mi interlocutor bien pudo considerarme un loco. De su bolsillo sacó un pañuelo que me
sirvió para secar el copioso sudor que brotaba desde mi alma. Luego, sobrevino un
pequeño silencio, solo acallado por la precipitada llegada de Ester:
― ¿Por qué están ustedes dos acá…? preguntó muy confundida.
Don Abraham miró a su hija y luego clavó sus pupilas en las mías. Mi estómago acusó
recibo con severos retorcijones. Las más tranquilas eran los centenares de velas que
estaban ahí, tan presentes y tan testigos de esta improvisada charla. El padre de Ester las
miró de reojo, suspiró profundo y lanzó:
―Te espero este viernes para shabath.
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Un pequeño guiño de mi polola me alentó a aceptar la invitación. Era un pequeño triunfo,
pero no la victoria.
Yo nunca había participado de esta ceremonia, pero algún conocimiento tenía. Al llegar a
su hogar, una mujer, me abrió la puerta. Sus rasgos delicados y el pelo rizado color
azabache delataron que, evidentemente, se trataba de la madre:
―Buenas noches, Andrés. Te estábamos esperando, respondió con un tono educado, pero
muy, muy distante.
La casa de Ester estaba repleta de adornos y cuadros totalmente nuevos para mí. Me
gustó mucho la platería de una figura que aparecía tocando un violín sobre un tejado, una
colección de manos de cerámica colgadas en la muralla del comedor y unos receptáculos
rectangulares que estaban adheridos en los dinteles derechos de cada una de las puertas
de la casa. Incluso la que daba a la cocina:
― Son las mezuzot -susurró Ester- contienen un pergamino enrollado con dos plegarias
muy solemnes de la Torah, completó.
Por fin, nos dirigimos a la mesa. Un mantel perfectamente bordado y muy blanco
soportaba los siete puestos de la mesa. Claro, Ester era la primera de cuatro hermanas.
Una copa plateada, un jarro con vino y un pan trenzado lucían perfectamente junto a un
par de candelabros con velas recién encendidas. Estas últimas capturaron mi atención, se
trataba de las mismas que por tanto tiempo yo había coleccionado con tanto afán. Me
quedé como hipnotizado frente a su presencia.
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La cena transcurrió muy formal, con algunos rezos ininteligibles al principio y otro tan o
más complejo hacia el final. Hablé poco, más me dediqué a observar. Algunas miradas
cómplices con Ester me dieron aliento para continuar sentado con un gorrito en mi
cabeza, que muy pronto se encargaron de explicarme que se trataba de la kipá.
Aquel viernes fue el primero de muchísimos más que compartí con esta familia. Por cierto
yo me comprometí a llevar siempre las velas. No crean que fue fácil, pasó mucho tiempo
hasta que al fin aceptaran nuestra relación.
Finalmente, me casé con Ester, pero solo bajo las leyes chilenas ―aquí otro dolor para mis
suegros, quienes siempre soñaron con la jupá, que vería tantas veces en los matrimonios
de amigos y familiares de Ester―, pero en nuestra casa se respetaron las fiestas y
tradiciones judías.
Tuvimos tres bellos y hermosos hijos. Nunca me hice judío, no sentí el deseo ni nadie
nunca me lo solicitó. Un día, uno de mis retoños me preguntó:
―Papá, ¿Por qué no eres judío?
― ¿Acaso no me quieres como soy?, pregunté tranquilo aunque ansioso por la respuesta.
― Sí papi, te adoro tal cual eres. No deseo que cambies nada, aseguró orgulloso.
Mi esencia, la del hijo del almacenero, continuó siendo la misma, aunque confieso que me
fui enamorando de las tradiciones y conexión de este pueblo con D’s. Aprendí el respeto
por la historia, la importancia en la expresión de los afectos y la preminencia del valor de
la familia.
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Muchos me podrán decir que los chilenos no judíos pueden ser iguales. Puede ser, pero
esta es la prole que elegí y difícilmente encontraré otra con un sello tan distintivo y
honroso como éste.
AUTOR (PSEUDÓNIMO): CELINDA NARANJO.