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Gil-Manuel Hernández i Martí es profesar del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de Valencia. Henri Matisse, ilustración de «Pasiphaé>> ( 1944) utilizada, a su vez, por John Pawson en su obra «Minimum>> (1996) El error trascendente. La cultura en el laberinto existencial del ser humano Gil-Manuel Hernández i Martí Los ENFOQUES DE JUNG Y FREUD TEMAS A raíz de la lectura de Laftmción trascendente de Carl Gustav Jung, escrito en 1916, y de El malestar en la cultura de Sigmund Freud, escrito en 1929, se nos plantean dos impor- tantes cuestiones que de alguna manera han marcado trayectorias diferentes de la psicolo- gía moderna. Por un lado un joven Jung, discípulo aventajado de Freud, formula la cuestión de lo que él denomina la «función trascendente », que no es otra cosa que la manera de hacer consciente aquello que está en el inconsciente, mediante un trabajo procesual, de asimila- ción y de autoconocimiento, que es casi tanto como una labor de iniciación y transforma- ción personal, traducción psicológica de la vieja metáfora alquímica medieval, tan cercana al espíritu del gnosticismo al que Jung estaba tan cercano, por otra parte. Jung insiste en que la clave es el paso orgánico y altamente saludable de la actitud inconsciente a la consciente, sin perjuicio de lo inconsciente, paso que requiere de una «transferencia », en parte mediante el cultivo de la imaginación activa, que ha de posibi- litar y estimular el terapeuta, aun con los riesgos que ello entraña de una posible depen- dencia futura del paciente de su terapeuta . La función trascendente (que no es intelec- tual sino psíquica) se articula mediante la creación de símbolos y la comprensión de sus significados (comprensión del sentido), situación en la que los arquetipos impresos en lo inconsciente (a modo de órganos psíquicos vehiculados por la cultura, según Jung) proporcionan la clave interpretativa para el diálogo interno, y tienen como finalidad faci- litar una nueva relación del yo con el inconsciente que posibilite una progresivo redes- cubrimiento del Self o individuación del sujeto. En suma, en Jung hallamos la referencia a una realidad más trascendente y compleja que desborda (e incluso conforma) la reali- dad material y sensorial más inmediata. Por otra parte, un viejo Freud, maestro ya muy distanciado de Jung, elabora en El malestar en la cultura una interpretación totalmente diferente de la anteriormente rese- ñada, pues se ubica, en su propio leitmotiv, en la negación del «se ntimiento oceánico >> que el escritor Romain Rolland evocara en su admirador Freud. Este mismo comienza su ensayo refiriéndose a dicho sentimiento y admitiendo que jamás lo ha experimentado, y tras excusarse en que « no es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de la ciencia >>, emprende un trabajo fundamentalmente cientifista, mecanicista y intelectualista orien- tado a desmontar cualquier veleidad de trascendencia. Este enfoque confiere a la obra de Freud un tono desencantado, desnudo y un tanto pesimista (realista quizás para algunos), prefiriendo llevarlo todo al terreno fenoménico de la cultura. Para Freud, que constata un extendido y persistente malestar profundo en los individuos de la sociedad moderna, el supuesto sentimiento oceánico no sería más que la manifestación (con un matiz casi pato-

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Gil-Manuel Hernández i Martí es profesar del Departamento de

Sociología y Antropología Social de la Universitat de Valencia.

Henri Matisse, ilustración

de «Pasiphaé>> ( 1944) utilizada, a su vez, por

John Pawson en su obra «Minimum>> (1996)

El error trascendente. La cultura en el laberinto existencial del ser humano

Gil-Manuel Hernández i Martí

Los ENFOQUES DE JUNG Y FREUD

TEMAS

~

A raíz de la lectura de Laftmción trascendente de Carl Gustav Jung, escrito en 1916, y

de El malestar en la cultura de Sigmund Freud, escrito en 1929, se nos plantean dos impor­

tantes cuestiones que de alguna manera han marcado trayectorias diferentes de la psicolo­

gía moderna. Por un lado un joven Jung, discípulo aventajado de Freud, formula la cuestión

de lo que él denomina la «función trascendente», que no es otra cosa que la manera de hacer

consciente aquello que está en el inconsciente, mediante un trabajo procesual, de asimila­

ción y de autoconocimiento, que es casi tanto como una labor de iniciación y transforma­

ción personal, traducción psicológica de la vieja metáfora alquímica medieval, tan cercana

al espíritu del gnosticismo al que Jung estaba tan cercano, por otra parte.

Jung insiste en que la clave es el paso orgánico y altamente saludable de la actitud

inconsciente a la consciente, sin perjuicio de lo inconsciente, paso que requiere de una

«transferencia », en parte mediante el cultivo de la imaginación activa, que ha de posibi­

litar y estimular el terapeuta, aun con los riesgos que ello entraña de una posible depen­

dencia futura del paciente de su terapeuta. La función trascendente (que no es intelec­

tual sino psíquica) se articula mediante la creación de símbolos y la comprensión de

sus significados (comprensión del sentido), situación en la que los arquetipos impresos

en lo inconsciente (a modo de órganos psíquicos vehiculados por la cultura, según Jung)

proporcionan la clave interpretativa para el diálogo interno, y tienen como finalidad faci­

litar una nueva relación del yo con el inconsciente que posibilite una progresivo redes­

cubrimiento del Self o individuación del sujeto. En suma, en Jung hallamos la referencia

a una realidad más trascendente y compleja que desborda (e incluso conforma) la reali­

dad material y sensorial más inmediata.

Por otra parte, un viejo Freud, maestro ya muy distanciado de Jung, elabora en El

malestar en la cultura una interpretación totalmente diferente de la anteriormente rese­

ñada, pues se ubica, en su propio leitmotiv, en la negación del «sentimiento oceánico >>

que el escritor Romain Rolland evocara en su admirador Freud. Este mismo comienza su

ensayo refiriéndose a dicho sentimiento y admitiendo que jamás lo ha experimentado, y

tras excusarse en que «no es cómodo elaborar sentimientos en el crisol de la ciencia >>,

emprende un trabajo fundamentalmente cientifista, mecanicista y intelectualista orien­

tado a desmontar cualquier veleidad de trascendencia. Este enfoque confiere a la obra de

Freud un tono desencantado, desnudo y un tanto pesimista (realista quizás para algunos),

prefiriendo llevarlo todo al terreno fenoménico de la cultura. Para Freud, que constata un

extendido y persistente malestar profundo en los individuos de la sociedad moderna, el

supuesto sentimiento oceánico no sería más que la manifestación (con un matiz casi pato-

lógico) de la separación traumática que acompaña al nacimiento del sujeto tras su fusión

prenatal con la madre, de modo que, en última instancia, el deseo de «Unidad» no sería

más que una manifestación, todo lo sublimada y sofisticada que se quiera, de un trauma

infantil que la cultura intentará remediar sin conseguirlo satisfactoriamente. Para Freud,

la abrupta separación infantil y el proceso de crecimiento son inseparables del sufrimiento

humano, bien por impacto de la naturaleza, de las limitaciones del propio cuerpo físico

o de las exigencias de las relaciones sociales, que por otra parte son inherentes al pro­

pio animal social que es el hombre. Pues bien, según Freud, para aliviar dicho sufrimiento

aparecería la cultura, pero lamentablemente dicho alivio no sería gratuito, sino que com­

portaría el pago de un alto precio: la civilización como doblemente represora tanto de las

exigencias instintivas de la líbido (Eros) como de la agresividad (TanatosL que se conden­

sarían en un SuperYo, configurado como un hábil policía interno capaz de instrumen­

talizar la conciencia de culpa. En este sentido, la cultura -y las propias religiones como

derivados suyos- actuaría como una especie de sucedáneo de la felicidad o remedo de

la añorada Unidad, cuando en realidad no haría más que comportarse como el perro del

hortelano, o como un callejón sin salida, pues en último término aliviaría el sufrimiento

pero a costa de crear más. Al final de su ensayo, Freud cifra sus motivos de esperanza

en una especie de ética que confíe más en la potenciación de las fuerzas de Eros que las

de un Tánatos agigantado por el desarrollo de las fuerzas de la modernidad, pero sin que

el desenlace del conflicto esté en modo alguno asegurado.

Obsérvese, pues, cómo ante el laberinto existencial que es la vida humana cons­

ciente, en el joven Jung la cultura aparece como una herramienta indirecta de acceso a

unas vías de crecimiento personal, de autoconocimiento y de trascendencia del propio

ego. Por el contrario, en el viejo Freud la cultura es una suerte de mecanismo que si bien

promete alivio contra el sufrimiento exis tencial del individuo, también lo acaba gene­

rando por otros lados. Para Jung, pues, la cultura es un campo abierto de posibilidades

y potencialidades, mientras que para Freud es un campo tramposo y casi cerrado de con­

tradicciones que acaban atrapando al sujeto en una angustiosa maraña. Por ello, segui­

damente, hemos creído oportuno realizar algún acercamiento al propio concepto de cul­

tura, al menos como se entiende desde las ciencias sociales, para ver si así podemos

obtener alguna luz para emprender una reflexión propia a partir de lo visto en los

referidos textos de Jung y Freud.

LA EXPERIENCIA HUMANA Y LA CULTURA

Desde la antropología y la sociología existe hoy en día cierto consenso en definir

esencialmente la cultura como la producción simbólica de significados existencialmente

significativos (ver Geertz, 1987; Tomlinson, 2001). Ello implica que la cultura define una

condición ontológica común a los seres humanos, pues todos ellos son capaces de produ­

cir cultura, es decir, de producir complejos simbólicos que contienen significados diver­

sos y más o menos codificados que deberán ser decodificados en función del acceso a

cada sistema cultural específico. Además, dichos sistemas simbólicos son existencialmente

significativos, pues determinan las diversas áreas de nuestra existencia humana. Dicho

de otro modo, la cultura se puede escribir en singular, atendiendo a su nivel ontológico

(todos los seres humanos en tanto seres sociales somos seres culturalesL como en plural,

TEMAS

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atendiendo a su nivel fenomenológico, es decir, que la capacidad cultural universal se tra­

duce en cada ámbito en culturas específicas, en sistemas de códigos concretos que solo

pueden ser descifrados si el sujeto los conoce, bien porque haya sido socializado en

ellos (enculturación) o bien porque haya accedido a ellos con posterioridad (aculturación).

Cierto es que la cultura también se manifiesta en tecnologías capaces de transformar el

entorno material y de generar aquello que la modernidad ensalza como «progreso», pero

en última instancias las producciones tecnológicas de la cultura están imbuidas del pro­

pio significado simbólico que hemos atribuido a la cultura como elemento esencial.

Pero es que, además, el propio concepto de cultura ha experimentado una impor­

tante evolución histórica. Desde el punto de vista occidental, hasta el siglo XVIII predo­

minó una forma de entender la cultura elitista, jerárquica y etnocéntrica, pues los que

definían qué era y qué no era cultura eran los que tenían el poder para hacerlo, de modo

que la definición de cultura era una especie de ideología de la excelencia que actuaba

como estrategia de distinción social, esto es, como un mecanismo para legitimar simbó­

licamente la dominación social (Ariño, 1997). Fuera quedaban, por ejemplo, las culturas

populares, la cultura de las mujeres o las culturas no occidentales, y sólo la alta cultura

occidental y masculina era la «auténtica» cultura. El tránsito definitivo a la modernidad

trajo consigo la revolución antropológica, con un nuevo concepto de cultura que afirmaba

la dignidad equivalente de todas las culturas, lo que comportaba su democratización y

consideración en pie de igualdad. Ya en el siglo XX, se incorporó el concepto sociológico

de cultura, que añadía al antropológico la constatación del carácter históricamente cam­

biante y construido de la cultura (de las culturas) y su relación constante con las asime­

trías y desigualdades de la estructura social.

Asimismo, y en un contexto de globalización acelerada donde las culturas se trans­

nacionalizan y desterritorializan cada vez más, creando hibridaciones de todo tipo y

reafirmando su carácter fluido y móvil (Tomlinson, 2001), se replantea la relación entre

la natura y la cultura. En este sentido, el filósofo Rüdiger Safranski (2004) sostiene que

la cultura es una especie de «segunda naturaleza» humana. Para Safranski, el hombre

como animal es un producto fabricado a medias, no completamente acabado, con una

insuficiente dotación instintiva y graves defectos naturales por lo que se refiere a aptitu­

des físicas de supervivencia en comparación con el resto del reino animal. Sin embargo,

y aunque parecería que la naturaleza lo ha dejado en la estacada, son las mismas caren­

cias naturales del hombre las que le habrían proporcionado la libertad para hacerse él

mismo cargo de su evolución para sobrevivir. Como señala el ensayista: «por naturaleza,

el hombre está abocado a lo artificial, o sea, a la cultura y la civilización. Así pues, el ani­

mal no fijado engendra la "segunda naturaleza" cultural por cuanto configura su natura­

leza mediante la cultura» (Safranski, 2004:9). En su primera naturaleza el hombre es un

ser acuñado por la angustia, y desbordado por ella la fantasía acaba desarrollándose más

que el instinto y el hombre «inventa» el conocimiento. Por ello Safranski defiende que la

cultura como segunda naturaleza es una especie de pararrayos o protector contra el miedo,

los riesgos y los peligros que nos proporciona la naturaleza primigenia. Sin embargo, la

paradoja de las sociedades modernas y globalizadas, como reconocen tantos sociólogos

actuales, es que esta segunda naturaleza cultural también acaba generando miedos y ries-

gos artificiales que ponen no solo en peligro la cultura como segunda naturaleza sino la

primera naturaleza que nos acoge como especie (Beck, 1986; Lovelock, 2007).

En la misma línea está la postura defendida por el teólogo Maria Corbí (2007), quien

sostiene que la cultura es un invento biológico, o lo que sería más preciso, una dotación

biológica de supervivencia. Para Corbí, la cultura es la manera específicamente humana

de adaptación al medio, por lo que posee una función biológica. Es la forma que tiene la

vida humana para acelerar su adaptación a un medio en principio hostil. Ello deter­

mina dos niveles de existencia. En primer lugar la de los animales, encarcelados en una

interpretación dual de la realidad: por un lado el sujeto de necesidades y por otro el mundo

correlato a ese cuadro de necesidades. Están encarcelados en esa lectura necesaria que

la vida hace de la realidad, cada especie tiene su cárcel específica y para todos el cerrojo

es genético. Por contra, en nuestra especie, argumenta Corbí, la vida encontró una solu­

ción más hábil y rápida, consistente en sustituir la estructura binaria de la relación con

la realidad por una estructura ternaria: sujeto de necesidades/lengua o cultura/mundo

correlato a las necesidades.

Como consecuencia de esta estructura ternaria se produce una doble experiencia de

la realidad: una configurada en función de nuestras necesidades (biológica), como sucede

con los demás animales; y otra que no está en función de nuestras necesidades (cultural),

no relativa a ellas. De modo que por ese segundo acceso a la realidad, ésta se nos presenta

como independiente de toda relación con nosotros, estando ahí autónomamente como abso­

luta. Ello significa que la experiencia relativa de la realidad tiene un valor de supervivencia

pero que la experiencia absoluta de la realidad tiene valor por sí misma. A partir de esa expe­

riencia absoluta de la realidad, que es la de la experiencia de nuestro mundo y la de la cul­

tura, es posible adentrase en un vasto territorio en el que se hace posible la ciencia, el arte,

la filosofía y la espiritualidad (es decir, la trascendencia). Como concreta Corbí, nuestra

última naturaleza distintiva es no tener fijada nuestra naturaleza, por lo que poseemos una

naturaleza no-naturaleza (la cultura) que nos permite una doble experiencia de la realidad,

que es nuestra cualidad específica y trascendente como seres vivientes.

EL LABERINTO DE LA EXISTENCIA

A partir de lo señalado hay tres elementos que merece la pena retener porque a

través de su articulación es probable desarrollar algún tipo de reflexión más profunda.

Esos tres elementos, que de alguna manera están flotando en la propia idea de cultura y

en los textos de Freud y Jung, son el problema del sufrimiento humano, la cuestión del

sentimiento oceánico y la interesante idea de la cultura como un «error de diseño» ins­

crito en la naturaleza humana.

Para abordar entrelazadamente estos tres factores habría que tratar, en primer lugar,

el problema del sufrimiento humano, y remontarse, como señala Erich Fromm (2002), al

esquema básico de la visión de Buda sobre la realidad humana, plasmado en la articula­

ción lógica de las cuatro nobles verdades: la primera de ellas supone la constatación irre­

futable del sufrimiento humano (detección y aceptación del problema); la segunda apunta

al establecimiento de la causa del sufrimiento (causas del problema); la tercera afirma

que es posible hacer cesar el sufrimiento (solución del problema); y la cuarta describe el

camino hacia la cesación del sufrimiento (método o camino para solucionar el problema).

TEMAS

~

Como Fromm ha indicado con una enorme penetración, el esquema básico budista es

el mismo que después intentó aplicar tanto el psicoanálisis de Freud como el socia­

lismo humanista de Marx. Pero mientras Buda señala un camino básicamente espiri­

tual (aunque conectado con el mundo material), Freud y Marx actúan desde el materia­

lismo. Sin embargo, la liberación de la alienación en Marx, que éste considera posible y

plena, en Freud queda, como podemos constatar en El malestar en la cultura, seriamente

limitada por el peso de su propio escepticismo y pesimismo. En ese sentido, y pese a las

diferencias entre ellos, Jung se halla mucho más cerca del optimismo de Marx y por

supuesto plenamente acorde con el camino indicado por Buda.

Aplicando al psicoanálisis el esquema de las cuatro nobles verdades, como hace

Fromm, advertimos las diferencias entre Freud y Jung: el primer paso es constatar el sufri­

miento psíquico, el segundo saber las causas del malestar o del sufrimiento psíquico, con

la ayuda del terapeuta; el tercero, también con su ayuda, mostrar al paciente que existe

una solución de su sufrimiento, siempre que se eliminen las causas que lo generan; y

cuarto, buscar el método y los pasos para eliminar el sufrimiento. Pues bien, Fromm señala

que Freud se habría quedado en la fase de alivio de la represión de ciertos sucesos esen­

ciales de la infancia sin que ni él ni el psicoanálisis tradicional confiasen demasiado en

el cuarto paso, que para Fromm, y también para Jung, pasa por una modificación más

profunda del carácter y de las condiciones de vida del sujeto sufriente, lo que en resu­

midas cuentas equivale a una autotransformación o individuación del individuo. A mi

juicio, la clave está en que en el planteamiento de Freud no existe un elemento esencial

que actúe como puerta abierta hacia la liberación. En Marx -a quien Fromm (2003) llama

«místico ateo »- existe por la vía social y política, y aun por la vía personal (la consecu­

ción de un «hombre nuevo», que nada tenía que ver con el posterior autómata militari­

zado del socialismo real) . En Jung existe gracias a la función trascendente que posibilita

una cierta liberación individual, si bien independiente del proceso de individuación como

proceso activo dirigido al equilibrio de los contarios en la vida personal, ajeno a los exce­

sos materiales o espirituales.

En segundo lugar, y tras constatar las diferencias entre Freud y Jung por lo que se

refiere al problema del sufrimiento humano, debe abordarse la cuestión del sentimiento

oceánico, que actúa como divisoria básica ante la constatación del sufrimiento. Así, mien­

tras para Freud tal sentimiento es una especie de epifenómeno, para Jung es un fenómeno

absolutamente central. De hecho, resulta cuanto menos sorprendente la obstinación de

Freud en librarse de ese problema -que parece que en el fondo le atormentaba- por la

vía del cientifismo (que no es más que una teología y una teodicea secular de la idea

moderna de ciencia, aunque ello suene a paradoja) . De hecho, el sentimiento oceánico no

sólo no parece ser un epifenómeno sino que ha rebrotado con fuerza en la contempora­

neidad, como lo demuestra el hecho de que diversos autores, de diversas procedencias y

disciplinas, lo aborden como algo digno de ser tenido en cuenta: así, y por citar sólo algu­

nos ejemplos, Frédéric Lenoir (2005) se refiere a él como un «reencantamiento del mundo »;

Abraham Maslow (2007) se acerca a él cuando habla de las «experiencias cumbre», Dee­

pak Chopra (2oo8) lo equipara a la «consciencia cósmica», Michel Hulin (2007) lo plasma

como un conjunto de experiencias de «mística salvaje», Mihaly Csikszentmihalyi (2007)

lo bautiza como «experiencias de flujo », e incluso un ateo convencido como André Comte­

Sponville (2oo6) lo considera como la expresión de una «inmanensidad» que se tradu­

ciría en lo que él denomina como una «espiritualidad sin Dios », tan cerca al concepto

de «espiritualidad laica» de Corbí (2007), que en el fondo conecta con algo que Jung señala

a menudo, como es el anima mundi de la cosmovisión medieval occidental. Obsérvese

que en los planteamientos de estos autores, como en el de los místicos, no se habla tanto

de creencias en doctrinas, en dogmas y en jerarquías religiosas, como de la constatación

de unas experiencias propias, de modo que al hablar del tema de la «fe », el «tener fe »

de las religiones dominantes se convierte en el «dar fe », por la experiencia, configurán­

dose así toda una fenomenología de la espiritualidad. No debe sorprender, por tanto, que

el cierre de Freud ante las potencialidades del sentimiento oceánico se articule a través

de un refugio en la «tramposa » cultura como manera de huir de un tema inquietante,

capaz de hacer temblar los cimientos de su propia obra.

Sin embargo, el tercer elemento al que queremos hacer mención tiene un intere­

sante huella en El malestar en la cultura de Freud. Nos referimos a la idea de «error de

diseño » o trampa inscrita en la cultura, que resuena plenamente en Safranski (2004)

cuando nos dice que el hombre es un «animal no fijado » o acabado a medias, que debe

completarse con la cultura. El «error de diseño» se aprecia en Freud cuando nos dibuja

la cultura como la solución y el problema al mismo tiempo, como una especie de salva­

dor tramposo o bombero pirómano que se ocupa del problema del sufrimiento humano.

Lo expresa con claridad meridiana cuando declara que «gran parte de la culpa por nues­

tra miseria la tiene lo que se llama nuestra cultura; seríamos mucho más felices si la resig­

náramos y volviéramos a encontrarnos en condiciones primitivas. Digo que es asombrosa

porque, como quiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aque­

llo con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del

sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura», para seguidamente atestiguar

las represiones, los sentimientos de culpa y la infelicidad que produce la misma cultura.

Así, mientras en Safranski la cultura actúa como corrector del «error de diseño », en Freud

constituye el error mismo, inherente a la propia vida humana, una suerte de pecado ori­

ginal irredimible, solo parcialmente aliviable. Por el contrario, para las corrientes místi­

cas, de las que bebe y participa Jung, el pecado original, el «error de diseño » original de

la especie humana, es más bien un reto o un juego que plantea un enorme campo de

potencialidades liberadoras y trascendentes. En Freud, pues, el error original de diseño

nos introduce en un laberinto existencial sin aparente salida, mientras la función tras­

cendente enunciada por Jung se perfila como el dispositivo básico para emprender el apa­

sionante juego de intentar salir del laberinto (que actuaría como una suerte de Matrix o

realidad aparente), para acceder a una realidad más profunda y absoluta, esencialmente

liberadora. Al fin y al cabo, la diferencia vislumbrada entre Jung y Freud es, esencial­

mente, una diferencia epistemológica, de concepción básica de la realidad.

DEL ERROR DE DISEÑO A LA SALIDA DEL LABERINTO

A partir de lo indicado estamos en condiciones de avanzar una reflexión que tiene

mucho más de tentativa especulativa que de otra cosa, y que parte del factor esencial

del error de diseño en el centro de la cultura. La cuestión es que debemos admitir como

TEMAS

~

premisa que la cultura es la segunda naturaleza que confiere especificidad y distintivi­

dad a la especie humana. Es a través de la cultura - de las culturas- que los seres huma­

nos podemos cultivar -eso es lo que significa literalmente la cultura- nuestras poten­

cialidades como seres autoconscientes (hamo sapiens sapiens, o seres que saben que saben).

La cultura, por tanto, es una potencia canalizadora, traductora o conversora de la cons­

ciencia humana, capaz de hacer que construyamos y percibamos la realidad como seres

individuales y sociales (realidad autocreada o autorecreada). O dicho de otro modo más

conectado con el lenguaje de la física cuántica, a través de la cultura podemos hacer que

la consciencia pueda hacer colapsar como nuestra realidad el magma de energía-materia

existente en el cosmos.

Sin embargo, nuestro equipamiento natural como seres culturales (la facultad de tra­

ducir la consciencia a través de la cultura) contiene un defecto de diseño, aunque distinto

al que formulaba Freud, que apuntaba a nuestro desvalimiento primigenio para crear una

cultura tramposa, y también al que formula Safranski, es decir, al hombre como ser a

medio acabar que ha de terminar la cultura. Dicho defecto de diseño o «pecado original»

se esconde en el centro mismo de la cultura. Se oculta, paradójicamente, en su enorme

potencia como configuradora de la realidad, hasta el punto de que es a través de la cul­

tura -que es lo que nos hace definitivamente humanos- como podemos llegar a creer que

la realidad es lo que la cultura dice que es, y esto serviría tanto para la definición del

mundo material como del mundo sobrenatural (la idea de Dios). En este sentido, la cul­

tura actúa doblemente, por un lado como una brújula que nos orienta en la vida, y por

otro como una fuerza constructora de la realidad de la vida, como una especie de com­

plejo juego en el que la cultura, como bien señala Ariño (1997), es información plasmada

tanto en el conjunto de reglas que organizan las relaciones sociales y la misma configu­

ración de la realidad social, como en los recursos específicamente culturales (el mundo

del arte, por ejemplo) o incluso en los aspectos latentes de la cultura que están impreg­

nando todo el mundo social (nuestra capacidad para producir e interpretar significados

a través de sistemas simbólicos).

El defecto de diseño implica, pues, que debido a la enorme potencia de la cultura

para definir nuestra realidad podemos llegar a creer que la realidad culturalmente defi­

nida es la auténtica y última realidad. En última instancia, esta sería la verdadera fuente

del sufrimiento humano, pues es el apego del ego a esta realidad cultural (creída y cre­

ada) lo que acaba provocando fuentes de malestar e insatisfacción, como bien se ha encar­

gado de señalar el budismo, especialmente en su vertiente más agnóstica, bastante ale­

jada de un sistema dogmático de rituales y creencias sobrenaturales (Bachelor, 2008) .

El problema es que aunque la realidad relativa es ilusoria, esto es, cultural, sus

efectos son bien reales para nosotros. Como señaló el sociólogo William Isaac Thomas

en su famoso principio, «si los individuos definen las situaciones como reales, son rea­

les en sus consecuencias ». A partir de ahí el ser humano ha podido dedicarse a la depre­

dación, a la competición ecocida, al intelectualismo cientifista, a la visión dualista del

mundo, a las religiones doctrinarias o a la creación de un mundo desigual, injusto, vio­

lento y es túpido como el que progresa a marchas forzadas con los ritmos vertiginosos

de la modernidad y la globalización. El resultado ha sido el incremento del sufrimiento

y una sensación muy semejante a la que produce la lectura de El malestar en la cul­

tura: esto es, que la cultura es tanto la solución como el problema. Mediante este com­

portamiento cultural de la conciencia solo Matrix es el mundo real, hasta el punto de

que no hay ninguna conciencia de que «eso» sea Matrix, puesto que nadie cuestiona

que ese es el «único » mundo existente. Por esa razón, tanto desde el cientifismo y sus

respectivas manifestaciones como desde la religión doctrinaria y sus respectivas teo­

logías, los cuestionamientos emanados desde lecturas alternativas de la realidad, igual­

mente hijos de nuestra potencia cultural, capaces de poner en evidencia la existencia

de Matrix, han sido sistemática e históricamente laminados, ocultados o reprimidos,

dado que sus represores defienden las visiones dominantes, religiosas o laicas, de la

realidad relativa.

Sorprende constatar al respecto, cómo contemporáneamente se reproduce la dialéc­

tica entre las posturas de Freud y Jung ante la trascendencia espiritual del ser humano.

Recientemente dos autores han defendido tesis encontradas sobre el tema, que eviden­

cian la dialéctica mencionada. De una parte Matthew Alper, en su obra Dios está en el

cerebro (2oo8), señala que la espiritualidad humana es en realidad una manifestación de

impulsos heredados genéticamente que se originan en las conexiones neuronales del cere­

bro, una manifestación que en última instancia actúa como mecanismo de adaptación

que habría facilitado la capacidad de supervivencia de la especie humana frente a deter­

minadas presiones medioambientales. Por contra, Steve Taylor, en La Caída (2008), defiende

la tesis de que hasta hace 6.ooo años más o menos los seres humanos vivían en un estado

existencial de «perfección » natural, caracterizado por una espiritualidad en comunión

con la naturaleza y un modo de vida armónico ajeno al patriarcado, las desigualdades

sociales, la guerra y la destrucción de la naturaleza. Sin embargo, argumenta el autor, exis­

ten evidencias científicas de que probablemente un desastre medioambiental (un devas­

tador proceso de desertización) habría generado una progresiva psicosis colectiva respon­

sable del error o «caída» en el que habrían estado inmersas las sociedades humanas desde

entonces, con excepción de algunos «pueblos primitivos», situación pervertida que a gran­

des rasgos se correspondería con el cuadro de decadencia y angustia descrito en El males­

tar en la cultura e incluso con las tesis pesimistas del darwinismo social. Sin embargo,

argumenta Taylor, la propia aceleración de la degeneración humana potenciada por las

fuerzas de la modernidad habría generado los suficientes riesgos y síntomas de malestar

como para propiciar, paradójicamente, en las últimas décadas, un lento regreso, más cons­

ciente y maduro, a la naturaleza intrínsecamente positiva, natural y espiritual del ser

humano. De este modo, el error histórico de la «caída» en realidad habría potenciado su

propia superación y la mejora última de la condición existencial humana en lo que cons­

tituiría su proceso evolutivo integral.

En todo caso, es la existencia minoritaria de tales cuestionamientos de las ideas

dominantes de la religión cientifista y de la religión convencional, lo que nos pone en

la pista del último y más crucial defecto de diseño a considerar, y que nos ha sorpren­

dido ver en cierta forma evocado en el texto de Taylor: el «microdefecto de diseño »

inscrito en el propio gran defecto de diseño que caracteriza la cultura humana. Y tal

minúsculo y casi indetectable microerror de diseño es que a partir de nuestra poten-

TE~IAS

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cia cultural (que nunca olvidemos que es natural) podemos llegar a señalar y a cues­

tionar el gran error de diseño que impregna la propia cultura, esto es, su enorme ten­

dencia a hacer creer que la realidad que ella crea es la única realidad, forjando así

un círculo infernal (la creencia genera la creación, que a su vez ratifica la creencia,

reafirmando el ego creyente y creador) . Si nos fijamos bien, a partir de la puesta en

paréntesis del ego (y ello también es un descubrimiento cultural), podemos encontrar

atisbos, vislumbres o pistas (momentos de «sentimiento oceánico ») de una realidad

absoluta que está conteniendo lo que nosotros creemos que es la realidad, es decir,

Matrix. Dicho de manera gráfica, es como si en medio del enorme bloque de la reali­

dad definida por nosotros -llevados por nuestra potencia cultural- como realidad

auténtica, apareciera una pequeña grieta o rendija a través de la cual podemos esca­

par del mundo que creemos real para acceder a otro mundo desconocido, que los más

diversos movimientos místicos, teologías apofáticas o filosofías perennes definen

como lo inefable e indecible (el reino del Tao), y que Jung describe en parte como el

inconsciente colectivo, poblado de arquetipos que son tanto culturales como natura­

les («órganos psíquicos »). En último extremo, es desde nuestro libre albedrío, que es

la clave para no quedarse atrapados en Matrix, como podemos trascender la cultura

operando desde ella.

Desde este punto de vista, el autoconocimiento que supone la función trascendente

actuaría como la brújula correcta capaz de orientarnos en el camino hacia el encuentro

de la pequeña rendija capaz de introducirnos más allá de nuestra realidad relativa, es

decir, más allá de Matrix. La ironía reside en que en el corazón mismo del gran error

de diseño inherente a la cultura humana aparece ese microerror de diseño, que los orien­

tales, especialmente la tradición zen, identifican con un pequeño gran tesoro o «perla» ,

capaz de provocar el «despertar » (que en realidad sería un recordar) para acercarse al

mundo de la Unidad. De este modo, la energía-consciencia de la realidad última se auto­

rreconocería (necesariamente) a través de las imperfecciones propias de la cultura

humana. Sin dichas imperfecciones, sin tal error de diseño estructural, que tiene mucho

de olvido, sería imposible el «despertar» porque en última instancia sólo desde la cul­

tura misma sería posible trascender la cultura. En este sentido, la cultura sería una gran

trampa o juego desafiante que contendría su propia solución: el camino hacia la sabi­

duría, o como diría Jung, hacia la individuación, sorteando un proceloso mar donde

resuenan los cánticos de sirena de la sombra (nuestro yo oculto), del animus (el com­

ponente masculino de las mujeres), del anima (el componente femenino del hombre)

y, en definitiva, de los complejos psicológicos que atenazan a los seres humanos. O como

parece desprenderse de los escritos de Zizek (2005), sólo el descenso crudo al «desierto

de lo real» puede permitir ponerse a su altura para trascenderlo, o como mínimo,

para convivir con él si sufrir inútilmente. Como el mismo autor señala: «Y si el des­

censo de Dios al hombre, lejos de ser un acto de gracia a favor de la humanidad, fuera

la única manera que tiene Dios de alcanzar la plena realidad y liberarse de las sofocan­

tes limitaciones de la eternidad? ¿Porqué no suponer que Dios se realiza sólo a través

del reconocimiento humano? » (Zizek, 2006) . Curiosa paradoja, que sin embargo podría

acercarnos a la clave del laberinto existencial del ser humano y ayudar a desvelar el

misterio de su característica condición cultural. •

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