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e l atollade ro©Luis FeLipe Torres Torres

Registro de propiedad intelectual Nº 217.597

©Chancacazo Publicaciones Ltda.Santa Isabel 0545, Providencia, Santiago de Chile

[email protected]

Editor: Ignacio AguirreDiseño y diagramación: Alejandro Palacios

Imagen de la cubierta: Casa piloto de Bernardita Arís

ImPRESo EN ChILE / PRINtED IN ChILE

I.S.B.N: 978-956-8940-38-6

La reproducción textual y digital de esta obra depende del previo consentimiento de su autor o la editorial, conforme a las leyes 17.036 y 18.443 de Propiedad Intelectual.

Chancacazo Publicaciones es una editorial expresiva, cuyo objetivo primordial es la publicación y divulgación de escrituras significantes, tanto textuales como gráficas. El criterio de lo significante radica en el ser humano, en su urgencia creativa y de comunicación. Chancacazo Publicaciones, bajo esta enseña, se incrusta en el medio cultural como una plataforma de participación y realización individual y colectiva.

Torres, Luis Felipe (1987)El atolladero [texto impreso]1a ed. – Santiago: Chancacazo Publicaciones, 2014.214 p.: 20,1 x 13 cm.- (Colección Narrativa)

ISBN: 978-956-8940-38-6

1. Narrativa chilena 2. Novela

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A Anna Alexandrovna Lyutaya, mi esposa.

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«Enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde.»

-Roberto Bolaño

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sanTiago de ChiLe

Viernes, Tres de juLio de 1980 00:01 a.m.

Lo único digno de ser recordado aquella noche son los espas-mos con que la mujer de los ojos grises se aferraba a la vida: la remoción del saco vitelino, la placenta y el feto por parte de la abortista estaba a punto de costarle el útero, el pulso y los demás signos vitales. La hemorragia no cesaba, una efusión de sangre había vuelto el blanco de la ropa color rojo intenso y una sucesión de espasmos acabó ungiendo a las dos mujeres en un manantial de bilis. Lo demás era digno de olvidar: un lavamanos viejo y corroído, la humedad que se esparcía por las paredes y un tubo fluorescente idolatrado por una legión de moscas.

La mujer de los ojos grises cerró sus puños hasta lastimarse.–Por favor ayúdame –dijo–. me muero.–Lo sé –respondió la abortista con voz de piedra.–¿hay algo que podamos hacer? –No.El alma de la mujer se rehusaba a morir. Le dijo:–Entonces llévame a un hospital. –me denunciarías –dijo la abortista y abrió las ventanas

de par en par. Más allá de aquel edificio, en la oscuridad de

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la noche, los carteles de neón y las luces de las oficinas com-ponían dibujos asimétricos. El rumor de miles de vidas y sus conflictos retumbaba como si perteneciera a una colmena en-venenada con amoniaco. La soledad nunca abandonaba el rincón santiaguino del mundo, enquistado en las fauces de Sudamérica.

–me muero –repitió quejumbrosa mientras el polvo, el aire y las moscas probaban su sangre.

–Ya te oí –dijo la abortista y, sosteniendo el bolso con sus cosas, abandonó la habitación. tendría unos cincuenta años, mirada circunspecta y la férrea decisión a no dejarse atrapar por la justicia, incluso si ello costaba algunas vidas. La mujer de los ojos grises, a solas con su destino, intentó astringir sus caderas y cubrirse con una bata, había abandonado ya toda esperanza. Su mirada escrutó el horizonte, despidió un par lágrimas y se quedó en aporía; pálida y quieta.

Para siempre.

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Amanece en los suburbios citadinos. Llueve y no. El viento barre el asfalto santiaguino y se escabulle por sus entresijos como si lo persiguiera el Demonio. Las ratas se refugian en las cloacas y algún lector insomne de Nietzsche se pregunta si acaso Dios habrá muerto. Con el frío calándole los huesos, el Prefecto Inspector Domingo Cienfuegos sintió nostalgia de su juventud, del internado de los jesuitas y de su veleidosa caldera central de agua caliente. Pensó en regresar hasta la prefectura, no tenía sentido lo que estaba haciendo. En cam-bio, se abotonó el abrigo y se ciñó la bufanda al cuello. No llevaba guantes, se contentó con mantener las manos en los bolsillos, palpar su pistola y desterrar de su mente la idea de encender un cigarro. Levantó su cabeza y miró hacia arriba. La bóveda celeste se dilataba y contraía, como si respirara.

Estaba viejo y lo sabía. Éste sería su último caso, se lo había prometido a su ancia-

na madre y a sí mismo.

Una llamada anónima lo había privado del sueño cuando aún era de noche, arrancándolo del lecho en que yacía con la mis-ma prostituta de siempre. Era una cincuentona que se hacía llamar Violeta. No era fácil ignorar sus implantes de silicona

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colgando por debajo de la línea de la última costilla. El te-léfono sonó cuando ambos estaban desparramados sobre la cama, entre sudoración y perfume barato. ¿Ya te vas, papito?, preguntó ella. Sí, me voy, respondió él.

Violeta plantó sus ojos sobre el arma. Probablemente le llamó la atención alguna de sus mil cin-

cuenta y seis partes, sin incluir la pólvora ni sus ocho balas.–¿Está cargada? –dijo mientras la manipulaba.–Déjala ahí.–¿Estás seguro de que la necesitas? –Sí.Domingo Cienfuegos intentó entregarle dinero pero Vio-

leta, en conocimiento de la importancia de tener cerca a un detective, no lo aceptó.

–Como quieras –dijo él.

El Prefecto Inspector Domingo Cienfuegos nunca había ce-dido a ningún tipo de presión durante su carrera policiaca y eso lo volvía diferente. Era dueño de un temple inque-brantable, o así lo creía. El bullado Caso Narcos estaba por llegar a su fin pero aún había algo que no calzaba. Dos años persiguiendo fantasmas. todo se había iniciado con unos ovoides de cocaína incautados peligrosamente cerca de la Base Aérea El Bosque. había recibido decenas de llamadas anónimas. Primero le recordaban que ya no era un agente de campo, luego le ofrecían dinero y finalmente le prometían

balas. Surgieron habladurías de pasillo y escrituras en los baños. Rata indeseable, le decían.

La derrota era inminente.Domingo Cienfuegos carecía de elementos de juicio y de

posibilidades de acción.hasta hoy, cuando el teléfono sonó y una voz le susurró la

dirección de aquella casa.Llegó.La cabaña era de adobe, y estaba a un tiro de piedra del

sendero principal. A un costado se desparramaban un sauce, un horno de barro, un cobertizo y dos jovencitos ojerosos y malhumorados. No tenían insignias a la vista, serían zánganos de Carabineros de Chile.

Domingo Cienfuegos se acercó a ellos y les enseñó su placa. –Adelante, señor prefecto –le dijeron. Pero él no caminó, sino que se detuvo a mirarlos. El pri-

mero era un pobre imbécil, uno de esos veinteañeros con el fracaso enquistado en el cerebro. Si no era alcohólico esta-ba en camino de serlo. El segundo era distinto, su uniforme estaba impecable, su torso proyectaba seguridad y sus ojos brillaban.

–Nombre y grado –le dijo Cienfuegos.–Lucas Pizarro, teniente primero. –Venga conmigo –dijo y despachó al otro pobre diablo.Entraron.Cienfuegos encendió la luz, aguzó la mirada y contempló

la escena. Una maleta a medio llenar. Un par de calcetines

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usados. Una estufa y su inconfundible olor a parafina. Un escritorio. Una lapicera y un revólver. Nadie.

–Vámonos –dijo mirando a Pizarro.Éste estaba hurgando entre una bolsa con ropa sucia y le

hizo una seña con la mano, pidiéndole más tiempo. –¿Encontraste algo? –lo urgió Cienfuegos.–Papeles. Basura.–o sea nada. Esto huele a mierda. –¿Es de vida o muerte la situación?Domingo Cienfuegos apretó sus dientes, para controlar

su rabia.–¿Qué tan simple te lo puedo plantear? –dijo–. Los casos

se ganan con evidencia. Allanamos el domicilio y no incauta-mos nada. El derecho penal no habla acerca de las tincadas del inspector a cargo.

–Deme un poquito de tiempo, prefecto.–tienes cinco minutos, aprovéchalos –dijo Domingo

Cienfuegos.Enseguida se ubicó frente al rellano de la puerta, como un

cancerbero.Lo primero que Pizarro hizo al verse solo en el lugar fue

sacarse los guantes de goma y encender un cigarro. El equi-po de dactilografía pondría el grito en el cielo si se enteraran. Qué imbéciles, pensó. Solían vanagloriarse de su capacidad de extraer huellas digitales susceptibles de presentarse como evi-dencia ante un tribunal, sin embargo, la mayoría de las veces, la secuencia coincidía con la de alguno de ellos. Idiotas. En me-

dio del boato propio del diletante, contaminaban todo aquello que manipulaban. A su lado, midas era una alpargata. Dio una extensa bocanada de humo y sintió algo raro, un aroma prieto que trepaba por su nariz, sólo entonces lo mordió la idea.

–mierda –dijo. Domingo Cienfuegos tardó una centésima de segundo en

comprenderlo todo.–hijos de puta –dijo y se arrojó de cara al suelo.En ese instante concluyeron los prolegómenos y se inició

la balacera. Domingo Cienfuegos, en el umbral de la puerta, tenía una inmejorable perspectiva de las cosas. Sus enemigos eran dos: un francotirador apostado en el techo de un coberti-zo aledaño, quien pese a su inmejorable ángulo de tiro no re-presentaba una gran amenaza, y un pistolero agazapado tras un horno de barro. Éste último estaba expuesto, era hombre muerto. La mano de Cienfuegos empuñó su arma de servicio, le apuntó al corazón y disparó.

La bala no abandonó la recámara. Sólo entonces escucharon un ruido metálico y seco.–Un granada –alcanzó a decir Cienfuegos.Sus retinas vieron inflamarse el mobiliario como si estuvie-

ran en el infierno. ¿Y luego? El material incandescente cegó su mirada y abrasó los alveolos de sus pulmones. El aire se calentó hasta volverse irrespirable, él y Pizarro estuvieron a punto de perder la conciencia. Los vidrios, los proyectiles y el fuego pasaron por sobre sus cuerpos. El estruendo azotó sus tímpanos, provocándoles sordera temporal y desorientación.

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La onda expansiva casi no tocó al teniente Pizarro; Cien-fuegos, en cambio, la absorbió de costado, casi por completo, tardó varios minutos en percatarse de que una esquirla incan-descente le había arrancado el ojo izquierdo.

2

La pareja se adentró a paso firme sendero arriba, en dirección a la cumbre, dejando atrás el llano y su bosque de aromos. La bóveda celeste atiborrada de estrellas se cernía sobre ellos. La brisa silbaba entre las rocas puntiagudas y se confundía con los siseos de las inocuas serpientes de campo que pernoctaban bajo ellas. La mujer caminaba adelante, tendría unos veinti-dós años y la piel blanca y tersa. Las facciones de su rostro eran finas, sus ojos eran verdes y sus cabellos lisos. El vestido color azul oscuro y sus zapatos con tacones altos delataban el carácter improvisado de la travesía. Un par de pasos más atrás caminaba el hombre, cuarenta años, piel curtida, pelo sucio y un par de ojos inyectados de sangre. Vestía un uni-forme militar ajado, unas botas de cuero negras y un morral atestado de trapos; una cantimplora y un rifle de asalto Kalas-hnikov le colgaban de la cintura.

El guerrillero alzó la vista al cielo. –Lluvia –dijo.El rostro de la cautiva expresó desconcierto, una neumo-

nía podía costarle la vida. –Por hoy llegamos hasta aquí –continuó él–. Ya veremos

mañana.La cautiva solicitó permiso para ir al baño.–Imposible.

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–Por favor –sus ojos imploraban compasión.–Simplemente orina –dijo–, te prometo que no me ofendes. –No puedo si me miras.–Si te dejo escapar me fusilan.Las primeras gotas de lluvia se dejaron caer sobre la pareja

y el sendero, al instante una bandada de aves ondeó el hori-zonte en dirección al llano.

–No huiré –prometió la cautiva–, más aún, ni siquiera me moveré, pero por favor no me mires.

El guerrillero asintió con la cabeza y se dio media vuelta.–De acuerdo –dijo–. Pero no te acostumbres, la privacidad

es un lujo que no tenemos.–Lo sé.Sin perder más tiempo, la cautiva se bajó las pantaletas,

se encuclilló y dio curso a una edificante micción. –A propósito –añadía momentos después–. Es hora de que

nos conozcamos, ¿cuál es tu nombre?–Eso no es importante –dijo él.–Depende por dónde se lo mire –dijo ella.–okey, puedes llamarme Engendro –dijo–. Y tú, ¿cómo

te llamas?El rostro de la cautiva se tiñó de desconcierto.–Espera, ¿acaso no sabes mi nombre?–No tengo la menor idea.–¿Entonces por qué me secuestraste? –dijo, enseguida se

incorporó, se acercó hasta él, lo sujetó del cuello y repitió la pregunta.

–Solamente cumplo órdenes.–Dime de quién.–De nadie que te interese. mientras menos sepa cada uno,

mejor –dijo el guerrillero. Por primera vez desde el secuestro, la cautiva sonrió.–Pues me llamo Dolores Ponce de León. Y ahora, toma las

estacas y arma la carpa, me está dando frío.El guerrillero, resignado a su destino, agachó la cabeza y

se dedicó a levantar la tienda. Ésta era pobre y mal ventilada, similar a las que se encuentran en los campamentos gitanos. El Engendro esperó a que Dolores ingresara y sólo entonces entró él. Luego cerró la puerta, le advirtió que tenía el sueño ligero y se quedó dormido. Dolores se acomodó entre los tra-pos húmedos y apoyó su cabeza sobre uno de esos cojines que se obtienen en las ferias libres a cambio de una limosna. Pare-ce relleno con ladrillos, o huesos de pollo, pensó. Le quedaba cometer el último error de la jornada: se durmió.

Apenas llegaron al campamento el Engendro se dirigió a la tienda de sus superiores, dejando a la cautiva en manos de José de las heras, un treintañero fornido a quien llamaban el Buitre. también lo llamaban Zopilote o Cuervo de Alas Caídas o Perro muerto, pero en general se lo conocía como el Buitre, entre otras razones porque cuando se emborrachaba, lo que solía ocurrir, gustaba hablar de su viaje iniciático al Asia, a los dieciocho años, donde tuvo oportunidad de visitar

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el cementerio colgante de Sagada y de familiarizarse con aque-llas fascinantes aves. Es notable cómo la muerte alimenta la vida, solía decir ante la incomprensión de sus pares.

A Dolores no le pareció un mal tipo.El Buitre la miró, se encogió de hombros y extendió una

silla plegable.–Siéntese, compañera.Ella obedeció.Él hurgó entre unos trastos, extrajo un estuche y se lo en-

tregó.–Ábralo, compañera.Ella lo abrió: contenía un corta-uñas, jabón, un cepillo y

una pasta dental, algunos artículos de cuidado femenino y unas tabletas para purificar el agua.

–muchas gracias –dijo.–Estamos para servirla –dijo él mientras observaba a una

rata arrojarse a las fauces de una madriguera. Luego le indicó el camino hasta una salita en donde guardaban un mazo de cartas, un ajedrez y unas paletas para jugar ping-pong.

–Para que no se aburra, compañera.

El Engendro encontró al comandante Ónix sumido en sus pensamientos.

Era un hombre ya maduro, hacía largo tiempo que había traspasado el umbral de los cincuenta. Era fornido, pero de entre su camisa ya escapaba la barriga. Su rostro estaba sur-

cado por arrugas, las que le otorgaban un aire de sabiduría y rigor. Vestía uniforme de campaña, tal como todos los ha-bitantes del poblado paramilitar, pero el suyo se encontraba prácticamente sin uso. Estaba sentado frente a su escritorio, donde tenía desplegado un mapa de la zona que miraba de reojo. En sus manos sostenía una libretita en donde plasmaba sus intempestivas ideas. Le dedicó una mirada de resquemor a su subalterno antes de preguntarle a qué venía.

–Le traigo la cama caliente, mi comandante.El comandante Ónix asintió en silencio y bajó la mira-

da, regresando a sus apuntes. Luego de unos minutos de cavilaciones, mandó a llamar a la cautiva. Dolores Ponce de León se presentó ante él, sin proyectar miedo.

Él sonrió, como aceptando el desafío.–Puede que vivas aquí durante un buen tiempo –dijo.–Lo sé –dijo ella.–Por tu propia comodidad, sacúdete de la cabeza toda hos-

tilidad hacia nosotros. –Dejémosla donde está.–Podría acarrearte problemas.Dolores Ponce de León le regaló una sonrisa irónica. En-

seguida escupió como no lo hacía desde sus tiempos en la escuela.

Ónix protruyó el mentón y lo acarició con sus dedos.La cautiva le provocaba sentimientos encontrados. Apa-

rentaba ser una burguesa mal criada, asidua a los placeres del sexo, el vino y la buena mesa; pero, y aquello era una

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intuición, parecía ser una ferviente defensora de sus ideas. Bajo su piel vibraba la convicción de una sociedad libre, rica e igualitaria. El comandante le entregó un par de botas y le prometió que regresaría a su hogar en Las Condes sana y sal-va. Ella se encogió de hombros, no parecía importarle. Antes de despacharla le preguntó si le gustaría conocer su biblioteca.

–Encantada –respondió.El comandante Ónix la condujo hasta la parte trasera de

su tienda, en donde acumulaba polvo una máquina de escribir marca Remington, un sofá-cama, una lámpara, una radio, una estantería atiborrada de revistas y una pila de libros viejos. La mayoría de los fascículos y magazines estaban en francés e incluían artículos de Lenin, trotsky, Jean Paul Sartre y Ju-les moch. Entre los autores que descansaban en los libros de lomo grueso se contaban James Joyce, Henry James, Kipling y Shakespeare.

–Aquí se lee a los clásicos –dijo con falsa modestia. Dolores Ponce de León frunció el ceño, ¿a quién pretendía

impresionar aquel perro con sarna?–Aborrezco toda creación intelectual inglesa.El comandante hizo una mueca.–Retírate.

Esa noche Dolores no durmió sobre los trapos a los que por poco se había acostumbrado, en cambio se vio dueña de un catre de campaña y su espalda lo agradeció. Despertó repues-

ta, con la mente despejada, lista para afrontar con entereza esta nueva etapa de su vida e incluso, Dios mediante, extraer algo positivo. Era cerca del mediodía cuando se acercó a una acequia y vio a un par de guerrilleros vaciar las entrañas de un cordero. La miraron y sonrieron satisfechos, como si Do-lores sospechara de que aquella era su cena. La semana fue vertiginosa y agotadora: aprendió a desollar gallinas y cerdos, a manipular la sangre animal sin contaminarla y a hervirles la grasa en amoniaco para tener jabón con que lavarse las manos y las axilas. Una noche llegó a soñar que habitaba una granja casi desierta, a la salida de su habitación veía a dos gallinas despellejadas pero vivas dentro de una jaula. Le preguntaba a la dueña cómo era posible que aún se mantuvieran en pie estando desolladas. La señora se encogía de hombros.

Los pollos caminando crudos me están volviendo loca, pensó y se volvió a dormir.

Dolores descubrió con sorpresa que no extrañaba mayor-mente la civilización, lo que tampoco significaba que estuviera cómoda durmiendo entre insectos y malezas. La única situa-ción que la hizo llorar y maldecir ocurrió cuando la autori-zaron a ir al bosque en busca de leña. hasta entonces había imaginado los setos, los árboles, la naturaleza en su conjunto, como un ente en estado de perfecta simbiosis, amistoso y ame-no, incapaz de hacerle daño; desde ese día prácticamente odió aquel conglomerado de insectos, líquenes, hongos y bacterias. Lo cierto es que bajó por el sendero, llegó hasta los árboles y caminó hacia adentro. Recogió los troncos sin guantes, con

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sus manos desnudas. Quizás los olvidó en su tienda, quizás no se lo advirtieron. Lo cierto es que un trozo de madera agu-zada le rasgó las yemas de sus dedos, uno de los lugares más sensibles de su cuerpo.

En el campamento absolutamente nadie le prestó atención.La soledad que sintió Dolores Ponce de León fue tremen-

da, pero también lo eran su juventud y su determinación a no ser ni sentirse víctima de las circunstancias. Por otra parte, el aire de las montañas le vino bien, poco a poco comenzó a sentirse como en casa. Pese a ser la única mujer en el campa-mento, Dolores no sufrió acosos, insinuaciones ni tratos inde-bidos; por el contrario, el grupo la acogió como si fuera una integrante más de la cuadrilla.

3

El inicio del régimen militar encabezado por el general Augus-to Pinochet Ugarte marcó el comienzo del vertiginoso ascenso que emprendió el comodoro José Luis Briceño hasta alcanzar el almirantazgo de la Invencible Armada de Chile. Era un hombre que sabía cómo lograr lo que quería: izó bandera en Callao, Londres y haifa. Estuvo a cargo de la Academia de Guerra, donde se granjeó el respeto de los altos mandos de la institucionalidad militar chilena.

Briceño era un hombre de recursos económicos, que gus-taba poner a disposición de sus conocidos. No era un simple financista de la política –estaba proscrita– sino de los antiguos políticos. Era un hombre ambicioso, que anhelaba el día en que sus tentáculos se ramificaran por el subsuelo democrático.

La disciplina era la impronta de su vida, la mayoría de las veces.

Pronto se volvió asiduo a las recepciones que tenían lu-gar en la Embajada de Francia, en la Casa de la Cultura de holanda y en el Centro Prusiano para el Desarrollo de Latinoamérica.

En un remate de objetos de arte en el Château de Luxem-burgo, según reportan los testigos, hubo escarceos con Su Alteza la Princesa Gracia de mónaco, pero la cosa no pasó a mayores. La revancha: durante un viaje relámpago a Cali-