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---------------- C u n q u e i ro -------------------- EL DIA QUE ENTERRAMOS A CUNQUEIRO Francco Carantoña I D ebieron de pasar semanas, como si en el viaje hubiesen encontrado los mensaje- ros engañosos «caminos de quita y pon», hasta que llegó a Koenisberga la noti- cia aquella que anunciaba un cambio mayor en la crónica del mundo, y que condujo a don Manuel Kant a quebrantar la norma suya, suprimiendo, por excepción, el puntual paseo diario; porque aquel parte de París, o sea, el anuncio de que había comenzado la Revolución ancesa, era no- ved suficientemente grave como para hacer ol- vidar el ritual de la vida, en país de protestantes, y para quebrantar el disciplinado seguimiento del ordinario de la misa, en tierra de católicos roma- nos. (Otra versión de la leyenda dice que no fue la noticia de que había comenzado la Revolución el · estímulo que trastornó la disciplina deambulatoria del señor Kant, sino la llegada del «Emilio», de Rousseau. La ventaja de las leyendas bices re- side en que, según aconseje la ocasión, se puede seleccionar l a cara que más convenga). Don Manuel Kant estuvo, también, preso, hasta que el último concilio levantó los rigores y vigi- lcias tradiciones, en el seminario de Mondo- ñedo, dentro de una cámara cerrada con gruesa vea de hierro, en compañía del espíritu y de las obras de otros filósos igualmente sospechosos de descreimiento. Los barrotes no pueden en- claustrar el pensamiento -«va pensiero», cantaba, según Verdi, el pueblo judío esclavizado en Babi- lonia- y hay que sospechar que al Cunqueiro jo- ven le llegaron por los aires, mezclados con el aroma del pa fresco, efluvios de los textos kan- tianos cautivos a dos pasos de su casa, pues es una especie de crítica de la razón pura aquello que le replica el estudiante tercero a Polonio, en «Don Hamlet», y que dice: «Fuera del alma y de su redención por el Señor Jesús, no hay otras certe- zas que las adivinaciones de la poesía.» A través de la poesía, en la semilla sembrada por Fray Antonio de Guevara sobre la huerta lite- raria de su palacio episcopal de Mondoñedo, en- contró, quizá, Cunqueiro el arranque de su propio estilo. El afirmaba, por lo menos, que coincidía con el obispo supraescrito en la afición al «decir solazado y sabroso, con cierto regodeo en los meandros». Las grandes y las pequeñas noticias nos llegan ahora -y vuelvo así al hilo de una historia que nunca hubiese querido contar-, nos llegan las grandes y pequeñas noticias en nuestros días con la subitaneidad de las muertes por angina de pe- 2 cho. Corren tanto las nuevas en estos tiempos como las Dominaciones, «ángeles que según los bizantinos tienen dos pares de alas», y le ganan en celeridad a la luz. Digo que yo desperté, el 28 de febrero, de 1981, y puse la radio -según es costumbre en épocas ag itadas y abundantes en convulsiones- llegán- dome entonces, de repente, el anuncio de que a Alvaro Cunqueiro se le habí a parado el corazón, y de que se habían de enterrar los restos del escritor muerto en su ciudad natal, la Mondoñedo «rica en pan, en aguas y en latín», con lo que uno sintió, a la vez, una repentina congoja y una no menos súbita necesidad de acudi al sepelio «do homiño que morrera». No es hombrecito buen equivalente en castellano del vocablo gallego «homiño», pues puede llamarse con prop iedad «homiño» en lengua galaica a un g i gante -o a un hombre corpulento y gallardo, como Cunqueiro era-, si hay necesid de referirse a él con tristeza, o con recuerdo me- lancólico, o con ternura, o para volcar sobre su cueo presente el sentir apenado. «Morreu o ho- miño de Mondoñedo», me dije yo, al oír la radio, como si a mí mismo me diera un empujón, o como si me autodirig i ese una convocatoria tan inde- seada como inesquivable. Se me atropellaron entonces los recuerdos en una consión semejante a la que nacería si la memoria se hubiese convertido en una biblioteca desordenada, abiertos la totalidad de los libros del finado, mostrando simultáneamente el universo de sus páginas, y como s i la vida de Cunqueiro fuese también un volumen magroso, de hojas a la vez cosidas y sueltas, visibles en el haz y en el envés; digo que se me apareció entonces Cunqueiro en- tero, en sus hechos y en sus letras, como pi ntura de cantar de ciego, o en forma de cap i tel romá- nico, con iinito número de cetas. Allí se veía la imagen auroral de la «Cantiga nova que chaman riveira»- «Toda a casa estaba chea, de espellos para soñar. ai amante»-, y la figura juvenil y fina del escritor, en el retrato que de mozo le pintara Maside, y el rostro de los tiempos de madurez, con el óvalo más lleno, marcado, eso sí, por las mismas cejas bien pobladas, e idénticos ojos, inte- ligentes y maliciosos, y también se contemplaban en la visión· caleidoscóp ica estos despojos de ahora, a dos pasos de pudrirse en el camposanto. «Yo no podía con mi prop i o olor a podredum- bre, y le quedé muy agradecido al difunto caba- llero de Combourg, que también me trajo aquí, camposanto de Kernarcleden, a echarme en la cera vieja», l e decí a , en «Las crónicas del So- chantre», el escribano de Dome al finado de Guelven, irónica meditación cunqueirana, propia de un miércoles de ceniza que todaví a no hubiese perdido la contaminación del martes de carnaval, otra faceta más para el hipercapitel que resumiese ta vida y las imaginaciones de un escritor que también fue predicador a ratos, aunque adicto a encontrar cierto gusto en las añ a gazas del demo- nio, del mundo y de la carne.

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---------------- Cunqueiro --------------------

EL DIA QUE ENTERRAMOS A CUNQUEIRO

Francisco Carantoña

I

Debieron de pasar semanas, como si en el viaje hubiesen encontrado los mensaje­ros engañosos «caminos de quita y pon», hasta que llegó a Koenisberga la noti­

cia aquella que anunciaba un cambio mayor en la crónica del mundo, y que condujo a don Manuel Kant a quebrantar la norma suya, suprimiendo, por excepción, el puntual paseo diario; porque aquel parte de París, o sea, el anuncio de que había comenzado la Revolución francesa, era no­vedad suficientemente grave como para hacer ol­vidar el ritual de la vida, en país de protestantes, y para quebrantar el disciplinado seguimiento del ordinario de la misa, en tierra de católicos roma­nos. (Otra versión de la leyenda dice que no fue la noticia de que había comenzado la Revolución el

· estímulo que trastornó la disciplina deambulatoriadel señor Kant, sino la llegada del «Emilio», deRousseau. La ventaja de las leyendas bifaces re­side en que, según aconseje la ocasión, se puedeseleccionar la cara que más convenga).

Don Manuel Kant estuvo, también, preso, hastaque el último concilio levantó los rigores y vigi­lancias tradicionales, en el seminario de Mondo­ñedo, dentro de una cámara cerrada con gruesaverja de hierro, en compañía del espíritu y de lasobras de otros filósofos igualmente sospechososde descreimiento. Los barrotes no pueden en­claustrar el pensamiento -«va pensiero», cantaba,según Verdi, el pueblo judío esclavizado en Babi­lonia- y hay que sospechar que al Cunqueiro jo­ven le llegaron por los aires, mezclados con elaroma del parr fresco, efluvios de los textos kan­tianos cautivos a dos pasos de su casa, pues esuna especie de crítica de la razón pura aquello quele replica el estudiante tercero a Polonio, en «DonHamlet», y que dice: «Fuera del alma y de suredención por el Señor Jesús, no hay otras certe­zas que las adivinaciones de la poesía.»

A través de la poesía, en la semilla sembradapor Fray Antonio de Guevara sobre la huerta lite­raria de su palacio episcopal de Mondoñedo, en­contró, quizá, Cunqueiro el arranque de su propioestilo. El afirmaba, por lo menos, que coincidíacon el obispo supraescrito en la afición al «decirsolazado y sabroso, con cierto regodeo en losmeandros».

Las grandes y las pequeñas noticias nos lleganahora -y vuelvo así al hilo de una historia quenunca hubiese querido contar-, nos llegan lasgrandes y pequeñas noticias en nuestros días conla subitaneidad de las muertes por angina de pe-

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cho. Corren tanto las nuevas en estos tiempos como las Dominaciones, «ángeles que según los bizantinos tienen dos pares de alas», y le ganan en celeridad a la luz.

Digo que yo desperté, el 28 de febrero, de 1981, y puse la radio -según es costumbre en épocas agitadas y abundantes en convulsiones- llegán­dome entonces, de repente, el anuncio de que a Alvaro Cunqueiro se le había parado el corazón, y de que se habían de enterrar los restos del escritor muerto en su ciudad natal, la Mondoñedo «rica en pan, en aguas y en latín», con lo que uno sintió, a la vez, una repentina congoja y una no menos súbita necesidad de acudii: al sepelio «do homiño que morrera». No es hombrecito buen equivalente en castellano del vocablo gallego «homiño», pues puede llamarse con propiedad «homiño» en lengua galaica a un gigante -o a un hombre corpulento y gallardo, como Cunqueiro era-, si hay necesidad de referirse a él con tristeza, o con recuerdo me­lancólico, o con ternura, o para volcar sobre su cuerpo presente el sentir apenado. «Morreu o ho­miño de Mondoñedo», me dije yo, al oír la radio, como si a mí mismo me diera un empujón, o como si me autodirigiese una convocatoria tan inde­seada como inesquivable.

Se me atropellaron entonces los recuerdos en una confusión semejante a la que nacería si la memoria se hubiese convertido en una biblioteca desordenada, abiertos la totalidad de los libros del finado, mostrando simultáneamente el universo de sus páginas, y como si la vida de Cunqueiro fuese también un volumen milagroso, de hojas a la vez cosidas y sueltas, visibles en el haz y en el envés; digo que se me apareció entonces Cunqueiro en­tero, en sus hechos y en sus letras, como pintura de cantar de ciego, o en forma de capitel romá­nico, con infinito número de facetas. Allí se veía la imagen auroral de la «Cantiga nova que chaman riveira»- «Toda a casa estaba chea, de espellos para soñar. ai amante»-, y la figura juvenil y fina del escritor, en el retrato que de mozo le pintara Maside, y el rostro de los tiempos de madurez, con el óvalo más lleno, marcado, eso sí, por las mismas cejas bien pobladas, e idénticos ojos, inte­ligentes y maliciosos, y también se contemplaban en la visión· caleidoscópica estos despojos de ahora, a dos pasos de pudrirse en el camposanto.

«Yo no podía con mi propio olor a podredum­bre, y le quedé muy agradecido al difunto caba­llero de Combourg, que también me trajo aquí, al camposanto de Kernarcleden, a echarme en la calera vieja», le decía, en «Las crónicas del So­chantre», el escribano de Dome al finado de Guelven, irónica meditación cunqueirana, propia de un miércoles de ceniza que todavía no hubiese perdido la contaminación del martes de carnaval, otra faceta más para el hipercapitel que resumiese ta vida y las imaginaciones de un escritor que también fue predicador a ratos, aunque adicto a encontrar cierto gusto en las añagazas del demo­nio, del mundo y de la carne.

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Alvaro Cunqueiro

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Cunqueiro había tenido ya otra muerte, muerte civil, como quien dice, o destierro de la república de las letras, más que mediada la década de los años cuarenta. Terminó entonces, de mala ma­nera, su primera vida literaria, su bullir de escritor joven llamado, según todos los signos, a deslum­brar, convirtiéndose en hoguera y faro.

A él le venía, por una de las ramas de su árbol genealógico, sangre de Cambados, en las Rías Ba­jas, donde la gente es fina aunque, también -en algunos casos- alucinada y libertaria. Tardan los

- señalados por ese gen anómalo, portador de fan­tasías y de inclinaciones a la carnavalada, enadaptarse a las reglas del mundo, y transitan por élcomo a ciegas, antes de subordinarse, al madurar,a las normas mostrencas, si en el trance de laadaptación no se desgracian.

Caminan, pues, por el mundo, los adolescentesque portan el gen alucinante de las Rías Bajas-como les sucede a muchos personajes de Valle­Inclán-, con una notable falta de sentido de lo quecomúnmente se llama mal. Ese virginal balbuceoen el reino de los valores establecidos es capaz deprovocar una especie de implosión, que convierteel destino del inocente en el resultado de un juegode azar, donde se discierne, a cara o cruz, laposibilidad de que el mozo llegue a ser lo quepuede llegar a ser. Fue lo que le ocurrió al Cambajoven, y lo que les sucede a otros adolescentes deFinisterre para abajo, menos conocidos, común­mente, en el mundo de las letras -aunque huboalguno que llegó a la española de la Lengua- perofamosos casi todos en las crónicas de los periódi­cos.

Se derivó, probablemente, de la influencia del gen alucinante la causa de la reclusión en Mondo­ñedo de Cunqueiro, a finales de la década de los años cuarenta. Vivió allí, el hombre, a la sombra de su hermano el farmacéutico, aislado el narrador de los editores, y separado de la prensa el escritor de periódico, enclaustrado en la casa familiar, con el silencio, y el tiempo, y la lectura, y la entrega sin esperanza al arte de escribir como únicos cau­dales. Estaba Cunqueiro entonces en una situa­ción ucrónica, vinculado tan solo al microcosmos mindoniense, que quizá fuese para él, en aquellas circunstancias, algo semejante a una ciudad asola­gada, sumergida, oculta, de la que no hay más salida que la adivinación de un conjuro oportuno. Ese conjuro fue el «Merlin e familia», libro pre­cioso del que quizá sólo don Melchor Fernández Almagro diese noticia en Madrid, en 1955, cuando apareció. Para mí, ahora, es esa obra, a la vez, símbolo, y resumen, y carta de identidad del Cun­queiro maduro, anuncio de su resurrección como escritor con lectores, exposición viva de su esté­tica, proclamación, en fin, de su derecho a ser leído, y admirado, y a recibir el nombre de maes­tro.

Tengo ante mí, amarillo por el tiempo y picado de la humedad, el «Merlin e familia», en la edición

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primera de «Galaxia», con una corza, dibujada por dicado a residencia, con lo que es preciso recorrer P'rego de Oliver, en la cubierta, y con una dedica- un laberinto de escaleras interiores hasta que se toria en letra menudita, aislado cada signo y ver- llega al cuarto antes descrito, cámara mortuoria tebrado el conjunto de la ofrenda con el orden y el hoy, lugar de duelo, solitario refugio de la congoja ritmo de una escritura epigráfica, que hubiera sido y la evocación. trazada sobre la piedra para señalar el titular de un No sonaban tampoco las campanas a muerto, ni monumento. hubo funeral en domingo. Celebraba ese día la

¿Por qué los monumentos han de ser grandes? diócesis la fiesta de su patrón, San Rosendo, inte-¿Por qué no han de caber en ciento cincuenta lectual y pastor de hace mil años, lo que hacía páginas, aparentemente mal aprovechadas, abun- natural dedicarle a él la liturgia del día y el sermón dantes en blancos, ornadas de estampas, impresas del oficiante, en el templo catedralicio, durante la con letra amplia y descansada, el espíritu de un misa de doce, aunque hubo una coda en la homi-pueblo, el alma de un idioma, el secreto de una lía, con referencias a don Alvaro, que también fue geografía, las fantasías de mil generaciones, la fiel devoto de San Rosendo, y se había ofrecido sombra de todos los castaños, la grandeza de to- para colaborar en la preparación de los actos dos los robles, el candor de todas las princesas conmemorativos del milenario del Santo. transfiguradas en corzas, el saber de todas las San Rosendo fue sabio y rico, y poderoso, y raposas, el gregoriano de todos los sacerdotes, la mecenas, y pastor, casi un rey de Galicia en los malicia de todos los campesinos, la labia de todos alrededores del año mil. El creó el monasterio de los mercaderes, el ingenio de todos los construc- Celanova, y esa increíble capillita, resumen del tores de relojes, el gozo de todos los niños, el arte mozárabe, o de la arquitectura de la repobla-sonido de todos los vientos, la melancolía de to- ción cristiana, que en Celanova se conserva. Cabe dos los hombres que, recordando al rey David, en un puño el templo, breve, proporcionado, sienten que algún día les huirá el calor de las grandioso en sus reducidas dimensiones, con un manos, y el brillo de los ojos, y se atenuará el riquísimo espacio interior construido por la luz. aliento en sus gargantas? Es breve, pero está hecho de esencias; constituye,

Cunqueiro, Cunqueiriño, bardo sin odio. En ti, como los pequeños libros de Cunqueiro, lo contra-como en Merlín, «amecíanse talas liñas dunxastre rio del estilo epigráfico, o aforístico. En prosa o

---�in-v�i�si .. b_r _e _, -t�ó�d -o.-cl o_ s_c_a _m_m=--o-s�a-o�tr_a _s_m_ u_ n_d�o-,-, .�v�o�r-- ___ e_n_ p-1edra se puede construir apretadamente pero viste a Mondoñedo, como Ulises a Haca. Mondo- con largos períodos, en envolvente melodía, que ñedo, «la tierra carnal, el país a que se sueña dice como la música con el ir y el volver. Es ésta regresar. Todos los humanos tenemos una isla una de las magias de Cunqueiro: apretar los rela-semejante en la nostalgia, que cuando en ella tos que parecen llamados a ser oceánicos y a llueve, llueve en nuestro corazón». verse desarrollados en los cientos de páginas del

A esa Haca tuya acudiremos mañana todos los Quijote, dejándolos completos y rematados en fieles, para compartir el luto y la lluvia que ya menos de doscientos folios, con la plenitud de la humedece el alma antes de iniciar el viaje. contemplación del absoluto. Tiene, pues, el escri-

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Estaba el pobre Alvaro de cuerpo presente, en su ataud vitrina, amortajado en blanco, la cabeza un poco ladeada hacia la izquierda, en una estan­cia vacía y en semipenumbra, ornada únicamente por un gran espejo, con marco arquitectónico de color caoba. No era capilla ardiente aquélla, pues faltaban los candelabros, y los cirios, y el olor a cera ardiendo, y el rumor de rezos y de conversa­ciones que se alza como una aureola sonora de los velatorios. Velatorio había, pero en el piso de abajo, lejano del ataud, junto al cual se mantenía., erguido y silencioso, el hijo notario del escritor; el otro, el que enseña matemáticas en América del norte, y está casado con una dama haitiana, no había llegado, y sería difícil que pudiese llegar.

Me dijo un guardia urbano, cuando a las once, a mi llegada a Mondoñedo, le pregunté por el lugar donde se velaban los despojos del escritor, que por voluntad del muerto no habían sido llevados aquéllos a las Casas Consistoriales, dejándolos en la casa de la familia. Es éste un viejo edificio, frente por frente de la catedral, unitariamente de-

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tor mindoniense el secreto del mandala, de la infi­nitud encerrada en la esfera del reloj, de la eterni­dad definida por el ir y el retornar de la Tierra en su órbita.

Compró una vez Cunqueiro, cuando era joven, allá en los años cuarenta, tiempo en que disfrutó de uniforme y ceremonia en el protocolo de Asun­tos Exteriores, un barriobajero tiovivo madrileño, y lo envió a su Mondoñedo para que alegrase las ferias de San Lucas, amenazadas, en aquellos tiempos de hambre y necesidades, de carecer de la alegría rotatoria y multicolor de los caballitos. No se sabe cómo pagó Cunqueiro aquella compra, ni cómo abonó el transporte del juego mecánico, ni tampoco deja claro la leyenda si siquiera pasó por su mente la ocurrencia de satisfacer tales facturas. Lo esencial es que el escritor envió a Mondoñedo lo que pudiera servir de símbolo de su sentido de la historia, eterna huida y eterno retomo, estando siempre en el mismo sitio, contemporáneo el es­critor de ahora del rey Cíntolo mítico, y del Conde Santo de Lorenzana, cuyas reliquias curan los lamparones, y de San Gonzalo, el de la vieja cate­dral de San Martín, que hundió una flota nor­manda sólo con el rezo de la Salve, y de San

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Investidura de Cunqueiro como doctor «honoris causa» por la Universidad de Santiago de Compostela.

Rosendo, vecino en cantería de Cunqueiro muerto, que con su mirada de piedra contempla hoy la casa en duelo del escritor desde la cima del frontón de la catedral.

IV

Trae el viento del oeste nubes densas y blancas, que se hacen y deshacen entre resplandores, como en un techo pintado por el Tiépolo. Otras veces las nubes se cargan de oscuridades, con tenebrismo romántico, y los árboles, donde apuntan ya las yemas anunciadoras de la primavera, se doblan, y hacen signos, como llamando a duelo. Los niños pasan enmascarados, con bigotes anacrónicos, príncipes de la China o compañeros de navegación de Simbad, cumpliendo el rito del Antroido o Car­naval. No se ha quebrantado el ritmo de la vida en la ciudad, y tampoco Cunqueiro hubiese querido que su muerte se convirtiese en goma de borrar

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que privase a su pueblo de la huella de las carnes­tolendas.

A dos pasos de la Casa mortuoria, Jesús López, impresor, sucesor de Mancebo, iba componiendo a mano unos versos de Pepe Díaz Jácome, su primo, poeta de la tierra. Llamábase el poema, escrito de madrugada, e imaginado en el viaje desde Oviedo, «O silenzo de Mondoñedo.-Lem­brando a Alvaro Cunqueiro». Jesús López tiene en su imprenta una maquiniña de estampar casi tan ingeniosa como las bolas de nieve de «o mosiú Simplón», igual que el material de la casa Heidel­berg, aunque costó menos porque vino de un país del Comecón, con lo que salió favorable el cambio de la moneda. Jesús López es también, lo dejó escrito Cunqueiro en un libro, «el más extraño, casi mágico, flautista del mundo. Sopla, natural­mente, en el agujero de la parte superior de la flauta, pero suelta gotas de saliva por la parte infe­rior en lenta lluvia». Cunqueiro ponía en sus pro­sas a los convecinos distinguidos, pero no a to-

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dos. Hay que jerarquizar, y por eso le dijo a un menciñeiro sin preparación, que le pidió un sitio en sus historias: A tí no te pongo, que no sabes el arte. Jesús López llegaba ya a las tres últimas líneas del poema de Pepe Díaz Jácome:

«Agora, meu amigo, compañeiro, xa está pra sempre en ti o profundo silenzo que louvaches».

Mondoñedo es ciudad callada. Sólo se sienten en sus rúas los ruidos de las voces, y de los pasos, recortados ambos en la falta de los otros sonidos, dejando percibir en las pausas el transparente le­cho del silencio. Sobre los aleros se alzan como civiles almenas los picos que ornamentan el case­río, construido en piedra, cubierto de pizarra, ar-

, mónico y sin desmesuras. El silencio de la piedraenmarca las alegrías, y los duelos, y la espera, la calmosa espera, a que llegue la hora del entierro.

La forma estaba completa y pronto la automá­tica maquiniña de imprimir se pondrá a andar, para tener la hoja dispuesta y poder repartirla entre los presentes cuando el cortejo fúnebre ini­cie la marcha.

V

La catedral de Mondoñedo queda como hundida respecto al caserío, de modo que ante su fachada se forma una pequeña plaza semejante a la escena de un anfiteatro. Enfrente, el Cantón, paseo aso­portalado; a la izquierda, una sucesión escalonada de espacios, tránsito ordenado hacia el nivel ur­bano; a la derecha, y esta vez al nivel de la plaza, una calle que conduce a la Fuente vieja, llamada, sin rótulo, pero en la voz pública, Fuente de Cun­queiro; siguiendo por ese camino se puede llegar a la puente «do Pasatempo», donde dicen que los canónigos entretuvieron a las hijas del Mariscal Pardo de Cela, que traían de Valladolid el indulto para su padre, haciéndolas esperar el tiempo que necesitaba el verdugo, asturiano, protegido con un amplio mandil de cuero, para llevar a cabo su trabajo. Albergue del cadalso, escenario para có­micos y titiriteros, solemne punto de partida y llegada para las grandes procesiones, la plaza de la catedral de Mondoñedo no resulta angosta, aun­que tengo encima los volúmenes de la urbe. Según se iban acercando las cinco y media de la tarde el teatro se llenaba, y quedaba la plaza rodeada de hileras de ciudadanos, superpuestos, en perspec­tiva plana, como en un cuadro japonés, deseosos todos los presentes de ver y participar. Comenzó a sonar «la Paula», en toque fúnebre, y llegó pri­mero que ninguno el «CX» azul oscuro, con ban­derín y radio-emisora, del presidente de la Xunta de Galicia. Fueron apareciendo luego autoridades e intelectuales, formándose corrillos de gente im­portante en el Cantón, más apretados ante la casa de Cunqueiro. Repartía el sobrino de Pepe Díaz

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Jácome el poema y los mozos de la_ radio acerca­ban el micrófono a García·Sabell, aFilgueira Val­verde, a Marino Dónega, a la flor de los ingenios galáicos. Yo miraba de reojo, en busca de Dioni­sio Gamallo Fierros, pues estaba seguro de que había de llegar aunque tuviese que venir del fin del mundo. Llegó y me quedé tranquilo, porque pre­sente él, ya no faltaba nadie de los que debían de estar.

Apareció, después, por la calle del general Franco, la corporación municipal bajo mazas, es­coltada por unos alguaciles que parecían vestidos de diplomáticos y le dieron al ambiente una cere­monia que se echaba de menos. Miré y remiré buscando la banda de música, pues en el entierro de Cunqueiro parecía normal que sonase la mar­cha fúnebre de Chopín, como en la procesión del Santo entierro del Viernes Santo, o en la comitiva fúnebre del rey de Inglaterra. No hubo música; fue entierro sencillo, sólo acompañado del rezo de los clérigos. Y o procuré oír las oraciones de lejos, para no poder distinguir si las preces se salmodia­ban en latín o en castellano. En latín tenían que haber sido, pues en las calles de Mondoñedo, al atardecer, como decía Cunqueiro, el latín litúrgico vuela -volaba, quizá, fuese más exacto- al par de los murciélagos. Caminaba la comitiva ya, con el duelo familiar y las consabidas presidencias de autoridades. La gente, a millares, discurría por las estrechas calles, como a oleadas, organizada en pequeños grupos por la fuerza de la amistad. Que­daba atrás el sonido de la Paula y se acercaba el cortejo al camposanto, invadido de deudos y ami­gos, haciendo inaccesible el nicho donde los res­tos de Cunqueiro descansarían. Yo me quedé algo alejado del centro de la fúnebre ceremonia, junto a la tumba del músico Veiga, autor de la célebre alborada. El arco iris, que al salir de la casa mor­tuoria el féretro de Cunqueiro trazaba un puente desde el caserío a la torre izquierda de la catedral, sobre el lugar por donde pasaría luego el cortejo, continuaba en el cielo, encima de nubes plomizas que cerraban el horizonte por el este. El monte Padornelo alzaba su maciza mole, como un gi­gante protector del sueño eterno de los difuntos. Las gentes se iban disgregando, en lentas despe­didas, de retorno calmoso al centro de la ciudad.

Y o echaba de menos el canto llano que es «como el mar o como un trigal mecido, olas vie­nen, olas van, por la brisa del verano». También por el viento de marzo, maestro ·Cunqueiro, com­pañero ahora, en las lejanías del más allá, de Gon­zalo Arias, y de Rosendo, y de Merlín, y del Mariscal, que seguirá diciendo «credo, credo, credo», mientras salta su cabeza sobre las losas celestiales, pues en tu honor, Cunqueiro, ha de repetir la ceremonia sin dramatismo, para expli­carte una curiosidad antigua, ahora que ya no hay ni para ti, ni para él, pasado ni efuturo. Todo es presente para los muer-tos.

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Entierro de Cunqueiro en Mondoñedo.