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REALIZADO POR MAKANO

http://mkepubpeli.blogspot.com.es/

En memoria de Sina Baum(1917-1958)

«Dijo [Peter] que después de laguerra se aseguraría de que nadiesupiera que es judío».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,16 de febrero de 1944

«Tenemos datos sobre lo que fuede todos los habitantes del anexosecreto, excepto de Peter».

Visita guiada por la Casa de Ana Frank,enero de 1994

Prólogo

13 de agosto de 1946 Nada lo diferenciaba de la multitud,excepto el hecho de que no queríadestacar. Pero mirándolo, nadie habríadicho precisamente eso. Sólo se veía unjoven esquelético de ojos lobunos, muyparecido a los demás componentes deltropel de jóvenes que, finalizada laguerra, avanzaban dando empellonesbajo el resplandor publicitario de las

luces de los neones y el reclamo de lasllamativas marquesinas. Se adivinabaque no era de la ciudad por su forma demirar los anillos de humo que salían delanuncio de Camel que tenía por encimade su cabeza, pero eso no lo hacíaespecial. Era una apacible noche deverano y Times Square estaba llena deturistas.

Había necesitado un año para llegarhasta allí. Mucho tiempo, aunqueparecía como si sólo hubiesetranscurrido una semana desde que vieraaquel sobado ejemplar de la revista Lifeen la que aparecía la fotografía de unchico norteamericano vestido demarinero, borracho después de que elpresidente Truman anunciara que los

japoneses se habían rendido, abalanzadosobre una enfermera con uniformeblanco para darle un orgásmico beso depaz. En cuanto la vio, supo dónde teníaque ir. Aquél era un país en el que losuniformes eran tan inocentes como laropa infantil. Aquélla era una ciudaddonde la gente podía lanzar gritos dealegría desde los tejados. Aquél era unlugar donde el amor se inclinaría sobreél para darle la bienvenida.

El halo inmaculado de la ingenuidadnorteamericana seguía elevándose porencima de la «O» perfecta que formabala boca del fumador. Sabía cómofuncionaba el tema porque habíaentablado amistad con un compañero de

tripulación del barco, a quien habíamachacado a preguntas durante todo eltrayecto. Los anillos tenían un diámetrode tres metros y no eran de humo, sinoresultado del vapor acumulado por elsistema de calefacción del edificio, quequedaba almacenado en un contenedorsituado detrás del anuncio. Cada cuatrosegundos, un diafragma accionadomediante un pistón empujaba el vaporpara que saliera a través del orificio.¡Vaya país, vaya gente, poniendo suingenio al servicio de esos fines!

Y ahora él era uno de ellos. Habíapisado el muelle después de descenderpor la pasarela aquella misma mañana,un inmigrante, un novato, un refugiado.Había emergido del barracón de

aduanas una hora después, cien por ciennorteamericano. Y ni siquiera habíatenido que mentir. Lo único que habíatenido que hacer era guardar silencio.Había pasado casi veinticinco meses,setecientos cincuenta y tres días para serexactos, guardando silencio.

Silencio. No hables. No te muevas.Podrían oírnos.

EL CHICO QUE AMÓ A ANA FRANK

1952

LIBRO PRIMERO

Uno

«Se ruega hablar siempre en vozbaja. Utilizar únicamente unalengua civilizada, es decir, quequeda excluido el alemán».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,17 de noviembre de 1942

El médico se llamaba Gabor. Como lashermanas húngaras cargadas de joyas yde maridos, le dije a mi mujer. Zsa Zsa,Eva y… siempre me olvido de la última.

Intentaba bromear. Intentaba ser un tíocompetente. Si vas siempre con laespina clavada no llegarás a ningúnlado, me habían alertado, aunque de esohacía ya muchos años.

Ahora ya no tenía ninguna espinaclavada. Cuando el doctor Gabor abrióla puerta que separaba la sala de esperade su consulta, era ya un hombre de lomás integrado. El médico movió supequeña cabeza, cubierta de pelo negroaceitoso y brillante, indicándome con ungesto que me tocaba a mí. Entré.

Las tablillas de las persianas daban laespalda al bochorno de la tarde. Lasesquinas de la habitación quedabanengullidas por las sombras. Detrás de laventana, un aparato de aire

acondicionado murmuraba amenazasininteligibles. Junto a la pared, un divánde cuero negro acurrucado. Lo esquivé ytomé asiento en la silla situada en ellado de la mesa de despacho que mequedaba más próximo. El doctor Gaborrodeó el escritorio y se sentó en unasilla de mayor tamaño, delante de mí.No era un hombre alto, un palmo másbajo que yo y unos doce kilos menos,diría. Me imaginé sus pies debajo de lamesa, balanceándose varios centímetrospor encima del suelo, garbosos ydesvalidos a la vez. Podría doblegarlosin problemas.

Cogió un bloc de notas amarillo yeligió un bolígrafo de entre los varios

que llenaban un jarrón etrusco. Elescritorio se encontraba tan abarrotadoque parecía una casa de empeño.Estaban los artilugios típicos de suoficio: el bloc y el bolígrafo que habíacogido, un teléfono, media docena delibros con los lomos mirando hacia él,un reloj, que también miraba hacia él.Luego estaban las curiosidades, o quizáfueran simplemente otros artilugiostambién de su oficio: una reproducciónde Los burgueses de Calais de Rodin—extraño, a tenor de su profesión, queno se hubiese decantado por El beso—,varias cabezas precolombinas con ojosvacíos y bocas entreabiertas, dosesculturas africanas, una de ellas con elvientre distendido y los pechos

colgantes como berenjenas, la otra conun pene que recordaba unaametralladora. El doctor Gabor lo teníaapuntando hacia mí. Me habría gustadodecirle que de eso no había ningúnproblema. Hubo un tiempo en el quepudo, pero ya no.

Se recostó en su asiento y me miró através de unas gafas con monturametálica. Tenía la mirada amplia y fatuade un búho. Los demás médicos mehabían dicho que él era mi últimaesperanza, aquel caballero húngaro consu traje cruzado entallado en la cinturaque insinuaba largas tardes perdidas encafés de bulevar y lánguidas horas encompañía de esos pastelillos rubios que

compartían su apellido. El traje nopodía ser casualidad. La ropa es elcamuflaje más simple. Antes dedescender por la pasarela aquellamañana de agosto yo iba vestido comoun norteamericano, o al menos como unsoldado. A lo mejor era eso. El doctorGabor, que llevaba más tiempo aquí queyo, desde unos cuantos años antes de laguerra según los diplomas enmarcadosque colgaban de la pared, anunciaba deeste modo su conexión con el ViejoMundo, o tal vez sólo estuvieraresistiéndose a las vulgaridades delNuevo. Estaba seguro de que lasconsideraba vulgaridades.

—Y bien, señor Van Pels —dijo, y sebalanceó un poco en su gran silla de

cuero—, ha perdido usted la voz.«¿Habéis perdido las manoplas?

¡Gatitos traviesos!», lee en el cuento miesposa a nuestra hija.

Moví afirmativamente la cabeza,aunque por entonces ya podía susurrar.Durante tres semanas no había podidosiquiera hacer eso. Abría la boca,formaba las palabras, pero era incapazde emitir un solo sonido. Ahora lograbaemitir un gemido patético, débil como elde un bebé. No, los bebés aúllan.Tendría que haber oído rugir a mi hijacuando el médico le arreó el primercachete. Su alarido reverberó hasta darla vuelta al mundo. Yo abrí la boca paracelebrarlo, pero al verla, sujeta boca

abajo por sus resbaladizos pies llenosde mucosidad, cruda y ensangrentadacomo un pedazo de carne, el grito que sehabía formado en mi garganta seinterrumpió. Me la imaginé deslizándosehasta el suelo y salpicando los dibujosdel linóleo. Visualicé al médicodándose por vencido ante las náuseas ya mi hija volando por los aires yestampándose contra la pared de colorblanco hueso. Mi esposa duda de misrecuerdos de nuestra hija recién nacida.Dice que yo no estaba allí. Pero ella seencontraba sedada en aquel momento, yyo sé que no me equivoco. A lo mejorestaba fisgoneando junto a la sala departos y vi algo de refilón en elmomento en que se abrió la puerta. La

visión de mi hija me silenció entonces, yalguna cosa me ha robado la voz ahora.Nadie es capaz de diagnosticar de quése trata.

Acudí a un montón de médicos. Meintrodujeron tubos por la garganta, mehicieron radiografías del cuello,empujaron, sondearon y formularoninfinitas preguntas. Tenía que escribirleslas respuestas en un bloc. ¿Qué come?De todo. ¿Bebe mucho? Poca cosa.¿Fuma?

Me lo preguntaron todos, y a todos lesrespondí que no. ¿Había fumado?Parecían las audiencias del Senado quesalen en los periódicos. ¿Fuma ahora oha fumado alguna vez? Nunca, les

escribía, aunque de jovencito fumé algúnque otro cigarrillo. Y me sigue gustandoel aroma. Por algún motivo me resultarelajante. Pero con el placer indirectome basta. Nunca me enganché. Pero todoeso no se lo cuento. Ya tenía bastanteque escribir sin incluir los detalles mássuperfluos.

Pasaban después a las alergias. ¿Esalérgico a alguna cosa? No que yo sepa,escribía en el bloc. ¿Y de pequeño?¿Recuerda alguna alergia infantil? No,garabateaba. Ningún recuerdo dealergias infantiles. Ningún recuerdo dela infancia. Estaba confiscada,expulsada de mi existencia. Estabaescondida en un lugar secreto, tansecreto que soy incapaz de recordarlo.

Eso tampoco lo escribí.—¿Ha sido una pérdida gradual? —

me preguntaba ahora el doctor Gabor—.¿Sucedió de repente o notó que la voziba debilitándose?

—De la noche a la mañana —dije conmi hilo de voz ronca—. En el sentidomás literal. Me acosté con voz y medesperté sin ella.

—¿Sucedió algo anormal duranteaquella noche?

Negué con la cabeza.—¿Algún sueño?—Yo no sueño.Se quedó mirándome fijamente.—No sueño —le repetí.Se recostó aún más en su asiento y me

miró por encima de una nariz ancha quebiseccionaba una cara tan plana como laGran Llanura húngara.

—Cuénteme cosas sobre usted, señorVan Pels.

—Soy constructor de profesión —susurré—. Tengo mujer y dos hijas, detres y dieciocho meses de edad. Vivo enIndian Hills. Es una promoción nuestra,de mi socio y mía. —Gabor levantó lavista de su bloc—. Eso es todo —dijecon voz áspera.

—¿Dónde nació? Detecto un ligeroacento.

¿Detecta un ligero acento, doctor?¿Usted, con ese hablar cantarín queparece una bandera húngara ondeando alviento? Todavía tengo que encontrar a

uno solo de sus compatriotas que hayaconseguido librarse de esa cadencia. Miacento delata menos. No es exactamentealemán, empieza a decir la gente cuandotrata de identificarme. Ciertos indiciosde holandés, suponen. Aprendiste elinglés británico, no el norteamericano,apuntó mi mujer la primera vez quehablé con ella. Dice que se enamoró demi acento francés, aunque le digo que noes tan bueno como se imagina.

Tal vez yo sea mejor en francés,Peter, pero tú eres mucho mejor eninglés.

—Osnabrück —susurré.—De modo que es alemán.—Soy ciudadano estadounidense.

—Alemán de nacimiento, me refiero.—Mi padre era holandés. Y su padre

también. Nací en Alemania porcasualidad.

—¿Y eso cuándo fue?—El 8 de noviembre de 1926 —le

dije, aunque el 13 de agosto de 1946 sehabría acercado más a la verdad.

—¿Y llegó aquí…?—El 13 de agosto de 1946.—¿Así que estuvo en Alemania

durante la guerra?Nadie sabrá que estamos aquí. Ni

siquiera se ve desde el exterior.—Estuve en Europa.—¿Es usted judío, señor Van Pels?—¿Lo es usted, doctor?

—Aquí mi persona no tiene ningunaimportancia. Es simplemente unaherramienta para comprenderlo mejor austed.

—No hay nada que comprender.—Se trata de comprender por qué ha

perdido la voz. Ha dicho que nació enAlemania, pero que durante la guerraestuvo en otro lugar de Europa. Por esole he preguntado si era judío.

—No. Pero mi esposa lo es.Normalmente, son cosas que no

cuento a la gente, pero me pareció unabuena idea explicárselo si es queíbamos a hablar sobre lo que yo habíaestado haciendo en Europa durante laguerra. Serviría también para evitar

posibles momentos incómodos en unfuturo. Hace unos meses, el tipo con elque trato en First Mutual me preguntó sime interesaba apuntarme al club decampo, y luego no volvió a mencionarlonunca más. No me habría apuntado enningún caso, pero el hecho de que desdeentonces él no haya sido capaz demirarme a los ojos cuando sale a relucirel tema del golf es malo para el negocio.

—Entonces ¿estuvo usted en elejército? Debía de tener… —echó unvistazo al bloc de notas amarillo— treceaños cuando empezó la guerra;dieciocho al final.

—Pasé la mayor parte de la guerra enÁmsterdam.

Me di cuenta de que el médico iba

pensando a la par que escribía. ¿Quéhacía usted en Ámsterdam, señor VanPels? ¿Acorralando judíos, ya que no esusted miembro del grupo de loselegidos, o simplemente machacandociudadanos holandeses? No era el únicoque se hacía esa pregunta. Por lo visto,las sospechas eran el únicoinconveniente de no ser judío. ¿Quién,teniendo en cuenta la historia recientedel mundo, habría pensado que pudieraexistir algún inconveniente?

—¿Y su familia? ¿Vino con ella a estepaís?

Consulado de los Estados UnidosRóterdamPor la presente se certifica que el 10

de febrero de 1939, Hermann, Augustey Peter van Pels han sido incorporadosa la lista de espera para emigrar a losEstados Unidos.

—Mis padres están muertos. —Siguiómirándome—. Víctimas de la guerra. —Las palabras fueron un susurro sibilanteen el siniestro despacho.

—¿Hermanos o hermanas?Será como tener dos hermanas.Será como tener dos novias… en

casa. Mira cómo se sonroja, Kerli.—Ni hermanos ni hermanas.—¿Algún familiar que haya

sobrevivido?¿Quería acaso una lista? El abuelo

Aaron, arrestado después de la

Kristallnacht[1] y muerto antes de quenos escondiéramos, tía Hetty enAuschwitz, tía Klara en Sobibor.

Negué con la cabeza.—Lo siento —murmuró, y vi que se

lo repensaba. Fuera lo que fuese lo quehubiera hecho yo durante la guerra, y elhombre seguía preguntándose alrespecto, no había sido un camino derosas. Muy prácticos estos anglicismos.Desde el principio sirvieron paradiferenciarme de otros desplazados ynovatos, de los greenies, que era comonos llamaban los que llevaban ya unageneración en este país, o incluso sólouna década—. Debe de haber sidodifícil.

Difícil. Ah, las palabras que se nosocurren para mantener a raya loimpensable. Sí, doctor, fue difícil. Perotambién, me avergüenza decirlo, útil. Deno haber estado solo, es muy posibleque ahora no estuviera aquí sentado.Conocí a un tipo en el campo derefugiados, un polaco, que no perdió atoda su familia en un abrir y cerrar deojos, ni siquiera en el transcurso de unaño. Su mujer sobrevivió, y tres de suscinco hijos. Pensándolo bien, lo conocíantes del campo, cuando creía que loshabía perdido a todos. Por aquelentonces vivíamos al aire libre,sobrevivíamos de la tierra, cogíamos loque necesitábamos donde podíamos.

Ya es suficiente, Peter. Ya nos hemosdivertido bastante por esta noche.Además, el viejo no tiene nada. Duermeen el cobertizo con sus animales.

Pero entonces se enteró de que sumujer y sus tres hijos habíansobrevivido. En el campo de refugiadostuvieron otro bebé. En aquel campo, laprisa por llenar los vacíos dejados porlos muertos era algo a tener en cuenta.Lo comprendía, pero conocía también larealidad de la vida. No pensaba repetirel error cometido por mi padre en elconsulado de los Estados Unidos enRóterdam. Un hombre joven y rico sinpersonas a su cargo representaba lamejor oportunidad para obtener un

visado. Si a eso le sumabas una esposaperdías unos cuantos puntos. Y si lesumabas además cuatro hijos, lasesperanzas eran mínimas. Pero el polacoera operario industrial. Consiguió salirapto, a pesar de tener mujer y cuatrohijos. Logró llegar con toda la familiahasta la revisión médica. Eso fue en loúnico que no consiguió afinar. Y allí fuedonde a su esposa le encontraron lasmanchas en los pulmones. No podíaimaginarme de qué se sorprendían. Laverdadera sorpresa era que la gente quevivía en el campo no tuviera manchas enlos pulmones, o tuberculosis, o docenasde otras enfermedades o deficiencias.Mi cuerpo albergaba como un recuerdoolvidado la memoria de los años en los

que había permanecido encerrado en unabuhardilla, viviendo de patatas podridasy judías mohosas, aunque en aquelmomento aún no lo sabía. Pero la mujerdel polaco tenía manchas. Le dijo que sefuera sin ella. Que cuando las manchasdesaparecieran, ella lo seguiría con losniños. Él dijo que ni hablar. Llevabaunos meses perfeccionando su ingléscoloquial. Ni hablar, o se marchaban deallí como una familia o no se iban. Perola cosa no acabó así. Mientrasesperaban a que las manchasdesaparecieran, las autoridadesclausuraron el campo y repatriaron atodo el mundo. Entonces, el tío JoeStalin bajó el telón y el polaco, su mujer

y sus cuatro hijos viven ahora atrapadosen un pozo negro comunista, si es quesiguen con vida. Así que ya ve, doctorGabor, no tener a nadie tuvo susventajas, aunque no esté bien decirlo.

—¿Y en este país? ¿Tenía usted algúnfamiliar cuando llegó?

Él me había firmado los documentosde patrocinio y enviado el dinero, peroni él había preguntado cuándo llegaba niyo le había escrito para decírselo.Apenas recordaba al hermano de mipadre, el que estaba en los primerospuestos de la lista del consulado de losEstados Unidos en Róterdam. «Tío» eraotra palabra sin significado.

Negué con la cabeza.—Debe de haber sido difícil. —

Repitió la palabra universal paradescribir un mundo más allá de suimaginación, pero esta vez seequivocaba. Antes de los EstadosUnidos fue difícil, si había queadjuntarle un calificativo. Los EstadosUnidos fueron, de hecho, un camino derosas.

—Me sentía feliz de haber llegadoaquí.

—Cuénteme cosas.¿Por dónde empiezo, doctor? ¿Por

aquella primera mañana en el muelle?Supongo que no. Eso ni siquiera se lo hecontado a mi esposa. ¿O tal vez debieraintentar explicar el improbableencuentro casual entre un millón que se

produjo después de aquello, cuandopensé que el juego había terminadoincluso antes de empezar?

—Ámsterdam… —dijo el hombre delmuelle cuando vio la etiqueta en mimaleta—. A lo mejor conociste a mipadre.

Nos habíamos convertido enciudadanos norteamericanos, libres de irdonde nos apeteciera, pero seguíamosjuntos por miedo, o por costumbre, o porrecelo. O, al menos, es lo que los demáshacían. Yo tenía prisa por largarme.Pero él se había plantado delante de mí,un vestigio de mi pasado, aun sinsaberlo yo en ese momento. Había oídohablar de él, pero nunca habíamoscoincidido, y allí en el muelle, frente a

frente, simplemente pensé que se tratabade un refugiado más. Por toda Europa, lagente atravesaba alambradas, paísesenteros, preguntando constantemente,con el objetivo de regresar a susantiguos barrios bombardeados.¿Estuviste en tal campo? ¿Conociste atal persona? ¿Oíste hablar de éste?¿Tienes noticias de aquél?Inspeccionaban las listas de la CruzRoja, publicaban anuncios enperiódicos, acosaban a cualquiera queles concediera su tiempo. Y cuanto mástiempo pasaban formulando preguntas,más aterrorizados se quedaban con lasrespuestas.

—A lo mejor conociste a mi padre —

repitió el hombre, aun dándose cuenta deque yo intentaba eludirlo—. FritzPfeffer. Era dentista en Ámsterdam.

De modo que ése era Werner, el hijosólo un año menor que yo a quien Pfefferhabía tenido la sensatez de enviar aInglaterra a través delKindertransport[2] después de laKristallnacht. Acababa de cruzar mediomundo para tropezarme con el chico aquien había estado envidiando durantedos años. No le debía nada, ni siquierainformación. Le sugerí que preguntara enla Cruz Roja.

—Ya lo he hecho. Mi padre murió enNeuengamme. Simplemente busco genteque lo conociera con vida. Después demi partida. —Bajó la vista un instante,

pero no lo compadecí. Él había pasadola guerra en Inglaterra—. Tengoentendido que estuvo escondido con unafamilia apellidada Frank —añadió.

Le dije que no sabía nada de undentista apellidado Pfeffer, ni de unafamilia apellidada Frank. La verdad nole habría servido de consuelo.Seguramente no estará usted de acuerdo,doctor, pero no se encuentra en posiciónde poder juzgar. No conoce lamalevolencia de los recuerdos.

—No hay nada que contar —le dije aldoctor—. Llegué en barco. Atracó enNueva York. Como ya le he dicho, mesentí feliz de estar aquí.

—¿Dónde estuvo viviendo cuando

llegó al país? ¿Con una familia? ¿En unainstitución?

Institución. Otra palabra anodina,pero ¿cómo llamar sino al Marseilles?Pese al membrete de la fachada, ya noera un hotel, tan sólo un apeadero en ellargo recorrido de la tristeza; unaruidosa y deteriorada escala de cortaduración para personas mayores, decuarenta o cincuenta años, que nuncaaprenderían a hablar inglés porquetenían miedo de las historias que podíanllegar a contar; y para niños quetemblaban cuando tenían que formar filaindia para entrar en el comedor, o ir almédico, o a la ducha; y para hombres yniñas de mirada cauta y sonrisa frágil yuna respuesta a punto para cualquier

pregunta, una docena de respuestas, tansólo dime cuál quieres oír. Cuandoatravesábamos el vestíbulo, una niñacon una larga melena rubia que seacariciaba constantemente solíaofrecerme sonrisas tan ligeras como lasnuevas monedas de diez centavos quellevaba en el bolsillo. Yo le devolvía lasonrisa, pero siempre seguía andando.

¿O tendría que hablarle del tango delMarseilles, doctor? ¿Cómo describiraquel lastimero baile de desesperación aalguien como usted, con una pared tanllena de credenciales que a buen seguropodría ser el pilar sustentante decualquier comunidad? Aunque hubierapresenciado el baile, nunca habría

logrado comprender los pasos.Se colocaban delante del mapa. «ASÍ

ES AMÉRICA», rezaban las grandes letrasescritas con caligrafía infantil que locoronaban. Un hombre, una mujer o unniño señalaban un punto. Un gesto ciegoy fortuito, como si aquello fuera unjuego de niños. Los demás bailarines —una esposa, un padre, una anciana tíacon algunas gotas de la misma sangrebombeando en su roto corazón—seguían el avance del dedo hastadetenerse en un punto. Greensboro.Cleveland. Detroit. Entonces, uno deellos cogía entre los dedos pulgar eíndice la cinta roja, blanca o azul quecolgaba de ese punto y la acercaba a laimagen correspondiente pegada en la

pared, junto al mapa. Y allí era dondeempezaban las discusiones. Como todoslos tangos, el que bailaban en elvestíbulo del Marseilles estaba cargadode pasión.

—Se parece mucho a Lodz.—¡Pero qué dices! No se parece para

nada a Lodz.—Hay demasiada nieve. Moriremos

congelados.—Mirad esas palmeras. Parece que

están enviándonos a la selva.Se deslizaban de un lado a otro,

señalando el mapa, mirando lasfotografías, viendo presagios en lafamiliaridad de una fachada gótica, en elsonido dulce del nombre de una calle, en

la mirada feliz de una multitud dedesconocidos, hasta que un violinistaque había tocado en un cuarteto decuerda en Budapest llegaba a laconclusión de que el hogar de laPhiladelphia Orchestra no podía ser unlugar tan horroroso, y una mujer quenunca había salido de un pequeñopueblo de Rumanía creía por fin a latrabajadora social, que le prometía queen Indianápolis no había indios. Yosabía que tenía que salir de allí, pero noa través del tango.

—Encontré una habitación —le dijeal doctor.

Todo el mundo decía que eraimposible. ¿Acaso no me había enteradoyo de que había escasez de viviendas?

En todo el país la gente vivía enantiguos barracones del ejército, y en elinterior de coches, y en porches de casasajenas. Una pareja se había instalado enel escaparate de una tienda con laesperanza de que alguien se percatara desu situación y les alquilase un piso. Peroyo conseguí encontrar una habitación, untúnel en realidad, con una única ventanasituada al nivel de la acera. Costabanueve dólares al mes, y tuve suerte dedar con ella. Ni siquiera me importabasu vista subterránea. Por la noche, o aprimera hora de la mañana, permanecíaacostado en la cama viendo pasar pies.De vez en cuando pasaba un par contacones altos y dedos al aire. Las uñas

pintadas titilaban y mi imaginaciónlevantaba un viento huracanado queabsorbía a la inconsciente portadora delos poco inocentes zapatos,alborotándole el cabello, arrancándolela ropa, arrastrándola hacia la ventanahasta mi estrecha cama metálica.

—Encontré trabajo. Primero decamarero. Cuando me saqué el permisode conducir, me dediqué además al taxi.

—Impresionante —dijo el doctorGabor, aunque incapaz de resistirse amirar de reojo los diplomas y loscertificados que empapelaban lasparedes, como para asegurarse de queseguían allí.

No me tomé la molestia de decirleque aquello no tenía nada de

impresionante. Todos habíamospracticado el pluriempleo. Algunosasistían además a la escuela nocturna,pero yo no tuve la paciencia necesariapara eso. Ni siquiera podía quedarmequieto sentado y leer. Lo intenté. Iba a labiblioteca y pedía libros prestados. Loslibros habían sido nuestra válvula deescape en aquel escondrijo fétido.Habíamos salido adelante gracias aGoethe, Schiller, Dickens y Thackeray.Pero en los Estados Unidos ya nonecesitaba ninguna válvula de escape.¿A quién se le ocurriría huir de la TierraPrometida? Después de leer un par depáginas de esos libros de la biblioteca,los dejaba de lado, cogía mi sombrero y

mi abrigo y ascendía los tres peldañosque separaban mi habitación en elsótano del mundo real que existía al otrolado de la puerta, completamente a mialcance de repente.

Merodeaba por Fulton Street yBorough Hall y Grand Army Plaza,atravesaba el puente de Brooklyn, subíapor Broadway y bajaba por ParkAvenue, cruzaba desde el East River alHudson y regresaba. Me entretenía enlos parques de Prospect y Riverside, yen el Central Park, donde espiaba a lasmadres jóvenes con sus pequeños y a lasniñeras paseando con aquellos enormescochecitos ingleses, me detenía en lacalle para ver a los chicos jugando alstickball,[3] y seguía, a distancia

discreta, a las mujeres elegantessubiendo por la Quinta Avenida ybajando por Madison. En una ocasiónme subí a la parte superior de unautobús de dos pisos, porque en elperiódico había leído que iban asustituirlos por vehículos de un solopiso, pero me agobiaron el atasco detráfico y las prolongadas paradas en lasque los pasajeros subían y bajaban yhurgaban en sus bolsillos en busca demonedas. Para desplazarme, prefería elferrocarril elevado, el «El».[4] Megustaba la velocidad, y entrever ensecreto la vida de los demás. Mesentaba en los vagones iluminados conun resplandor ictérico y observaba las

ventanas de los bloques de Harlemrepletos de chiquillos, y losapartamentos de Tudor City, donde veíaa las mujeres en la cocina mientras loshombres leían tranquilamente elperiódico, y las típicas brownstones deBrooklyn, donde familias enterasllevaban vidas independientes perounidas en un tablero de ajedrez decuadrados iluminados. A veces, cuandoiba sentado en el El y el vagón seestremecía, traqueteaba y se escoraba altrazar las curvas, me entraban deseos deabrir la boca y liberar todo aquel vacíoen un prolongado y penetrante aullido.Pero incluso eso era mejor que leer. Notenía paciencia para historias que nofueran reales o para la información que

no pudiera utilizar de inmediato.Las películas eran harina de otro

costal. Con las películas podíaperfeccionar mi inglés. Una vez, unamujer sentada delante de mí llamó alacomodador porque yo hacía demasiadoruido murmurando los diálogos unadécima de segundo después de que lospronunciaran los actores, aunquenormalmente conseguía repetir laspalabras para mis adentros. Y con laspelículas me sentía menos solo. Laoscuridad bullía de actividad con laproximidad de otros cuerpos. Lasestrellas de cine eran como viejosamigos.

Tengo más fotos de estrellas de cine,

Peter, por si quisieras alguna más paracolgar encima de la cama.

—Y ahora se dedica a construir casas—dijo el doctor Gabor—. Una historiade éxito.

Sabía perfectamente lo que estabapensando. Cómo un greenie como yohabía llegado hasta donde había llegado.Yo no me había aprovechado de Harry.La idea fue mía, pero fue Harry quien selanzó a por ello. Nadie tuvo queconvencerlo.

—Cuénteme cosas sobre su esposa,señor Van Pels. Cuénteme, cuénteme…—seguía insistiendo. ¿Acaso no se habíaenterado de que me había quedado sinvoz?—. ¿La conoció aquí o en Europa?

Si viera su dentadura, doctor, no me

preguntaría eso. Es un testamento de unavida entera bebiendo leche pasteurizada,comiendo verduras frescas yfrecuentando dentistas caros. La primeravez que me sonrió, me quedédeslumbrado. Y lo mismo me sucediócon su hermana.

—La conocí aquí. Ella nació aquí.—¿Y dice usted que es judía?¡Llegará un día en el que volveremos

a ser personas, no sólo judíos!Moví afirmativamente la cabeza.—¿Es ése un motivo de fricción entre

ustedes?Por ahí iba bien, pero la fricción no

era entre nosotros, sino que era unacuestión interna mía. Nunca pretendí

casarme con una judía, estabadecididamente en contra de ello, pero elhombre no puede evitar enamorarse.

—Me casé con ella.—De modo que le atrajo el hecho de

que ella fuese judía.¡Atraerme! Fue amor a primera vista,

pero no porque ella fuese judía. Meencapriché de ella, de su hermana, de supadre —a quien le costaba ocultar lasatisfacción que sentía por tener otrohombre sentado a la mesa aquellaprimera noche en que empecé ainsinuarme en el seno de la familia—,de su madre, que no confiaba mucho enmí. Una mujer muy sagaz, mi suegra.

—Lo siento, doctor, pero no veohacia dónde nos lleva todo esto. He

perdido la voz. En mi vida no tengootros problemas. —Me incliné haciadelante y golpeé la mesa con losnudillos. Lo hice en plan de broma. Nosoy supersticioso.

—¿Había tenido alguna vez unincidente de este tipo? —me preguntó.

—No había perdido la voz jamás —musité.

—¿Algún otro problema de salud queno tenga aparentemente un origenfisiológico?

—¿Se refiere a enfermedadespsicosomáticas?

Encogió sus hombros cubiertos conhombreras.

—Al poco de llegar aquí, tuve un

problema de temblores en manos ypiernas. El primer médico al que acudíme dijo que era un caso de«institucionitis».

—¿Perdón?De verdad, doctor. No le culpo. Ese

hombre era un imbécil, pero acudí a élporque tenía buena reputación. Todo elmundo en el Marseilles sabía lo muchoque odiaba Europa. El cementerio de losjudíos, la llamaba. No era muy probableque un hombre como ése fuera amandarme a nadie de vuelta, ni siquieraa un gentil. Ése era mi mayor temor. Sipodían mantenerte fuera del país porenfermedad, ¿no podrían tambiéndeportarte por ese mismo motivo? Noestaba dispuesto a permitir que mi

propio cuerpo me traicionase.Oirán la tos.Dale más codeína.¿Quieres matarlo?Si los trabajadores de abajo oyen

esa tos, estamos todos muertos.La posibilidad me había llevado a

eludir durante semanas la consulta de unmédico. Me acostaba en la cama, laestructura metálica traqueteando contrala pared por culpa de mis temblores, micabeza obnubilada por el miedo yalucinando con la idea de otrashabitaciones malolientes. Al final no mequedó otra alternativa. Fui a ver a esemédico que tanto odiaba Europa.

—Dijo que me daba miedo estar solo

y que lo que yo quería era regresar alcampo de refugiados —le expliqué aldoctor Gabor—. Había pasado variosmeses en uno de esos campos antes deobtener el visado. Dijo que yo queríaque los demás se ocuparan de mí.«Institucionitis».

Y así fue como me enteré de que mistemblores no eran psicosomáticos. Loúltimo que deseaba era estar a mercedde los demás.

—¿Desaparecieron los temblores osigue padeciéndolos?

—Desaparecieron. Después fui a vera otro médico. Resultó que teníahipertiroidismo.

El doctor Gabor anotó algo más, dejódespués el bolígrafo y volvió a

recostarse en su asiento.—Hábleme de la noche en que perdió

la voz, señor Van Pels. ¿Recuerda algúndetalle destacable? —Negué con lacabeza—. ¿Qué hizo aquella noche?

—Volví a casa en coche después deltrabajo, jugué con mis hijas, cené con miesposa, leímos el periódico y vimos latelevisión, nos acostamos. Comocualquier otra noche.

—¿Es satisfactorio el aspecto sexualde su matrimonio?

—Totalmente.—¿Con cuánta frecuencia hace el

amor? ¿Una vez al mes, una vez a lasemana, más que eso?

—Más —susurré.

—¿Hizo el amor aquella noche, lanoche que perdió la voz?

Miré la estatuilla africana queapuntaba hacia mí. Asentí.

—¿Y llegó satisfactoriamente alclímax? ¿Ningún problema?

Una oleada de lujuria sacudió lamesa.

—Ningún problema —musité.—¿Y su esposa? ¿Llegó ella al

orgasmo?Mi esposa, doctor, le importa a usted

un comino. Igual que la dulce ventosa desu boca, o la exuberancia arqueada de sutrasero, tal y como lo llamaríamos simontara a caballo, o el misteriosogemido que siempre me recuerda las

notas finales de la trompeta de BunnyBerigan cuando termina I Can’t GetStarted. Ella puso esa canción la nocheen que me sacó a pasear pararecomponer mi corazón roto. Aún puedoverla echando monedas a aquellarobusta máquina tocadiscos, llena delucecitas, típicamente americana. Aveces, cuando ahora emite ese sonido,me pregunto si sabía, en su agitadavirginidad, que ése sería precisamenteel sonido que emitiría para mí a modode promesa de todas las cosas queestaban por llegar. Me lo pregunto,doctor, pero todo eso realmente a ustedle importa un comino.

Volví a asentir, y mantuve la mano,cerrada en un puño, detrás de mí.

—¿Y después? ¿Hubo algunadiscusión, alguna recriminación?

—Le suceda lo que le suceda a mivoz —susurré—, no tiene nada que vercon el sexo.

—Simplemente estoy intentandoaveriguar qué sucedió aquella noche.¿Hablaron? ¿Durmieron enseguida?

—Yo me dormí.—¿Y su esposa?Los burgueses de Calais tenía un

brillo apagado en la penumbra. Debía depesar casi medio kilo. El brazolevantado de Pierre de Wissant podíasacarle el ojo a cualquiera.[5]

—Leyó. Siempre lee antes dedormirse.

—¿Y eso le molesta a usted?—¿Que lea?—Que lea después de hacer el amor.—¿Por qué debería molestarme?—Hay quien lo percibiría como un

abandono emocional.¿Llama usted abandono a acostarse

entre sábanas calientes que huelen asexo, sudor y jabón de la colada, con losnervios a flor de piel, las niñasdurmiendo en la habitación contigua, lasespaldas bien cubiertas? A lo mejor seha equivocado usted de profesión,doctor. O tal vez es que ha pasadodemasiado tiempo en esos cafés debulevar.

—A mí no me molesta.

—¿Qué estaba leyendo su esposaaquella noche?

Era una pregunta absurda, pero todoel mundo decía que era mi únicaesperanza. Intenté imaginarme a miesposa sentada en la cama, cogiendo ellibro de la mesilla de noche,acomodándose entre las almohadas.Traté de ver el libro apoyado sobre laribete de seda azul de la manta eléctrica.No era uno de esos libros gruesos ysobados de su época universitaria que aveces leía en la cama. Madame Bovary.Ana Karenina. El libro de Thackeraysobre el coronel. Ése me lo conocíabien. Lo leímos durante la segundaprimavera que pasamos escondidos. El

libro que ella leía aquella noche eranuevo, recién salido de la estantería dela tienda o recién sacado del envoltoriode cartón del Libro del Mes. Entrecerrélos ojos para enfocar bien lasobrecubierta. Letras negras gruesas.Una fotografía.

—¿Se encuentra bien? —preguntó eldoctor.

—¿Qué?—Es que acaba de agarrarse a la

silla, como si fuera a caerse.Le dije que se equivocaba. Que

simplemente estaba cambiando depostura.

—Estábamos hablando sobre quéestaba leyendo su esposa la noche enque usted se quedó sin voz.

—Un libro, eso es todo.—¿Recuerda cuál era?—¿Tiene alguna importancia?Gabor sonrió por vez primera.—Seguramente no. Sólo sentía

curiosidad por sus gustos.—Lee de todo. Pero aquella noche no

me fijé en lo que leía.

Dos

«No tiene sentido consumirnos enlamentaciones, ni tampoco darlemás vueltas. Hay que seguirviviendo, seguir construyendo».

Otto Frank en una carta a su hermano,16 de marzo de 1946,

citado en The Hidden Life of OttoFrank,

de Carol Ann Lee Salí del edificio del doctor Gabor, un

bloque bajo de hormigón convertido enguarida de despachos profesionales, ychoqué contra un muro de calor. Hacíamás denso el ambiente y calentaba elsuelo del aparcamiento bajo mis pies.De camino hacia el coche, me quité lachaqueta y me aflojé la corbata, aunqueno me desabotoné las mangas de lacamisa. No es que me avergüence. Esque no veo motivos para alardear deello.

—¿Qué es eso, papá? —pregunta mihija mayor, su manita cerniéndose sobreello, temerosa de tocarlo, muriéndose deganas de poner el dedo en ese punto.

—Sólo algo que le sucedió a papácuando era pequeño —le digo, y larespuesta aleja su atención. No quiere

pensar en mí como alguien más pequeñode quien ahora soy. Necesita toda laaltura, el peso y la sustancia que puedaobtener de mí. Mi hija no es tonta.

Había dejado las ventanillas abiertas,pero el interior del coche era sofocantede todos modos. A través de la camisanotaba el asiento de cuero ardiendo. Elvolante se me pegaba a las manos. Loúnico que no quemaba era la llave, quehabía permanecido en el interior de unbolsillo durante el rato que había pasadoen la consulta del doctor Gabor.

Puse en marcha el motor y alcancé elbotón de la radio. El metal me escaldólos dedos. Incluso la voz del locutorestaba sobrecalentada, claro que

entonces seguía aún con la cabezasintonizada con los presentadores de losnoticiarios de la BBC. Se mostraban delo más flemático. Los norteamericanoseran unos petulantes. Quinientos avionesde las Naciones Unidas habíanbombardeado Corea del Norte. ElParlamento había aprobado de nuevo elproyecto de ley de inmigración, o mejordicho, el proyecto de ley deantiinmigración, lo que había obligadoal presidente Truman a ejercer suderecho a veto. Treinta y seis grados ysin perspectivas de mejora a la vista.

Entré en la caravana de tráfico que searrastraba penosamente por la AutopistaUno. ¿Había algo a destacar de aquellanoche?, me había preguntado el médico.

Todo, doctor, todo lo de aquella noche,y de la noche anterior, y de la nocheposterior, y de la noche de hoy. Lospedacitos de sol fragmentándose ysaliendo disparados del capó del cochecomo diamantes; las vallas publicitariaspalpitando en el calor y prometiéndome«26 CENTAVOS EL GALÓN » y «DOS PORUNO» y «APARCAMIENTO GRATUITODETRÁS»; el conductor ceñudo queesquiva coches despreocupadamentedelante de mí y el que me indica con lamano que avance con un gesto denobleza obliga; la imponente sombra delos árboles a lo largo de la carreterasecundaria moteada por la luz del sol, yel olor embriagador a hierba recién

cortada a medida que voy acercándomea casa. Todo es destacable, doctor, yqué extraño resulta que después de todopueda aún seguir partiéndome elcorazón. O tal vez sea precisamente eso.

Giré por Indian Hills Road. Mi pieizquierdo descendió sobre el freno,mientras el derecho soltaba elacelerador. La mía es una costumbrepeculiar, aunque no lo sabía hasta quemi esposa me lo hizo notar. Entoncesaún no era mi esposa.

—Conduces con los dos pies —dijo,con el mismo tono de fascinación con elque destacaba los diversos idiomas queyo hablaba o los muchos libros que yohabía leído antes de abandonar lalectura.

—¿A qué te refieres?—La mayoría pasa el pie del pedal

del acelerador al del freno. Túmantienes un pie en cada uno.

Miré el suelo del coche.Efectivamente, tenía un zapato de pielmarrón reluciente descansando en cadapedal.

—¿No has tenido nunca la sensaciónde que querías irte y a la vez lasensación de que querías quedarte? —preguntó con sonsonete, parodiando aJimmy Durante. Le sorprendía tambiénla familiaridad que yo tenía con losartistas y las estrellas de cinenorteamericanas—. Es un signo deambivalencia —dijo, comentando aún

sobre mis pies.—Es mi manera de conducir —le

expliqué, aunque durante un tiempodespués de aquella conversación tratéde utilizar un solo pie, como ella decíaque hacía todo el mundo. Pero, pasadasun par de semanas, recuperé mi viejacostumbre. Me sentía más seguro así.

En estos momentos conducía conambos pies, y tenía ambas manos en elvolante. La aguja del indicador develocidad temblaba entre cuarenta ycincuenta kilómetros por hora. Harry, misocio, dice que si algún día tuviera quecomprar un coche de segunda mano, algoque Dios le libre de tener que hacer, melo compraría a mí. A mí o a unaancianita que lo utilizara sólo para ir a

la iglesia los domingos, añade, porquequiere dejarme claro que simplementebromea. Harry puede bromear todo loque le venga en gana, pero sigue sincomprender lo fácilmente que seproducen los accidentes. Incluso aquí.Sobre todo aquí, donde los aspersoresproyectan arco iris sobre los jardinesrecién plantados, y los relucientesventanales convierten la vida de todo elmundo en un libro abierto, y los niñospedalean en bicicletas, no las bicicletasnegras de carga que atestaban las callesde Ámsterdam hasta que los alemanes selas llevaron también, sino bicicletas delos colores de las piedras preciosas delas joyas que mi suegra exige como

prueba de amor a mi suegro, quien,como muchos hombres de negocios, hizofortuna durante la guerra. Los niños enbicicleta son mi mayor temor. Me losimagino rebotando sobre el capóencerado de mi Buick. Los veodeslizándose debajo de los neumáticoscon franjas blancas.

Dejé atrás Algonquin y continué porOroquois. Fue un giro instintivo. De noser por el miedo a atropellar a esosniños, podría encontrar el camino devuelta a casa con los ojos cerrados. Aveces, cuando conduzco por estas calles,me imagino la vista desde arriba. Mirohacia abajo y veo los ranchos, y CapeCod, y las diversas colonias dispuestasa lo largo de calles de formas curvas,

unidas a la carretera de acceso,conectadas a la autopista, un apéndicede la ciudad, en el condado deMiddlesex, en el Estado de NuevaJersey, en los Estados Unidos deAmérica. Y me veo a mí, ambos pies ensendos pedales, ambas manos al volante,conduciendo por ellas. Los árboles, adiferencia del doctor Gabor cuando meformulaba todas esas preguntas molestassobre sexo, sí me dejan ver el bosque.

Cuando giré a la derecha para tomarSeminole, sentí aquel fogonazo depánico tan familiar. La casa no estaríaallí. En su lugar habría unas ruinashumeantes. Peor que eso, en su lugarsólo encontraría una simple extensión de

hierba y árboles. La casa no habríaexistido nunca. La habría soñado. Y encualquier momento me despertaría yestaría de nuevo en ese otro mundo.Pero la casa estaba allí. Respiréaliviado y entré en el camino de acceso.

Un manchón azul y blanco se avecinóa mi visión periférica. Mi pie izquierdodescendió sobre el freno. No paré enseco, simplemente ralenticé un poco lamarcha. Volví la cabeza para ver qué mehabía llamado la atención. ScottieWiener en su jardín, la cara reciénlavada, el pelo húmedo pegado a lacabeza, vestido con un pantalón depijama de rayas azules y blancas que lequedaba un par de tallas grande. Estabaa cierta distancia del camino. Tendría

que haberlo hecho a propósito paraatropellarlo.

Le saludé con la mano y Scottie medevolvió el saludo.

—Hola, señor Van Pels —dijo através de la mella de sus dientes. Loshijos de los vecinos me aprecian. Soypaciente con ellos. No levanto la voz,como hacen algunos padres. Nuncapierdo los nervios. O, al menos, nuncame han visto hacerlo. Hace unassemanas, dejé que Scottie me ayudara ainstalar el columpio en nuestro jardín.

Me alejé del pequeño delgaducho dedientes mellados, transformado en unanciano arrugado gracias al enormepijama de rayas de su hermano mayor, y

metí el coche en el garaje,estacionándolo a la distancia adecuadade la ranchera, que mi esposa habíaaparcado pegada a la pared paradejarme espacio. La máquinacortacésped, los rastrillos, las palas ylas demás herramientas para mantener araya el caos estaban ordenadamentecolgadas y guardadas.

Salí por la puerta delantera, cogí lacorbata y la americana que había dejadoen el asiento de atrás y me deslicé entrelos dos vehículos hacia la puerta trasera.Diez días de temperaturas récord habíandilatado la madera, y me vi obligado aempujar con el hombro para abrirla. Lacasa estaba bien construida, por tratarsede un modelo prefabricado, y yo había

reparado todo lo que había podido,aunque nunca sería lo sólida que a míme habría gustado.

El muro de aire frío me golpeó contanta fuerza como el de calor al salir dela consulta del doctor Gabor. Habíainstalado un aparato de aireacondicionado en el salón y otro ennuestro dormitorio. Cerré la puerta a misespaldas, abrí la boca, recordé el estadode mi voz y volví a cerrarla. Entonces,incapaz de resistirme, murmuré laspalabras: «Ya estoy en mi hogar».

«Hogar». Una de mis palabrasfavoritas en inglés. La «o» redonda, la«g» pastosa. Es más sólida que laevasiva «casa», mejor que la sibilante

«seguridad», que en cualquier caso noes más que un cuento de hadas. La únicaseguridad en la que confío es la de lacaja fuerte que instalé con mis propiasmanos detrás del armario de la ropablanca en cuanto nos trasladamos a estacasa. «Hogar», sin embargo, es uncaballo, o más bien una palabra, dedistinto color.

Atravesé el salón. El parquecitoinstalado en el medio ocupaba muchoespacio, pero aún quedaba lugar a sualrededor para transitar. La estancia eramás grande que sus homólogas enPineview, o en Devon, o en cualquierotra urbanización vecina. Era idea mía.Mi idea luminosa, como aún la llamaHarry, aunque el concepto era tan simple

que todavía me costaba creer que no sele hubiera ocurrido a nadie antes que amí.

Y mientras cruzaba la habitación, lacara gris ceniza del televisor medevolvió mi reflejo. Un hombre alto conpelo corto sujetando sobre el hombrocon un dedo una americana de milrayasde algodón, un hombre de negocios, unnorteamericano. Me di cuenta de queotro hombre se habría palpado losbolsillos para asegurarse de que llevabaencima la cartera, las llaves y elencendedor, en el caso de que fumara,que no era el mío.

Subí los cinco peldaños hasta lacocina. Sobre el mostrador, La felicidad

de cocinar, el libro abierto y manchadocon las expectativas y los ingredientesde unas doscientas cenas. En un rincón,la trona embadurnada con lasconsecuencias de la tensión y el puré deuna batalla campal. En un extremo de lamesa de formica, macarrones con quesocongelados en un plato. Tenía que habersido una cena complicada. Mi esposasiempre tira a la basura las sobras de lasniñas antes de que yo llegue a casa. A lomejor fue al ver aquello, tal vez fue porel doctor Gabor, pero de repente meencontré de nuevo en el Marseilles.Nunca, ni siquiera antes de la guerra,había visto yo tanta comida. Cubas desopa y abrevaderos de ensalada, mesasexpositoras calientes con carne,

pescado, pollo y verduras, y rascacielosescalonados soportando bandejas detemblorosos pasteles de los colores delas piedras preciosas y tartas coronadascon nata montada. Había toda la comidaque me apeteciese, tanta que casi creíaque algún día llegaría a tener suficiente.En el poco tiempo que permanecí en elMarseilles, me convertí en una leyenda.«Aquí llega el glotón», murmuraban concara de asco entre ellas las pechugonasvoluntarias, encorsetadas en susvestidos negros, en cuanto me veíanavanzar en la fila con mi bandejametálica. Al otro lado de las mesasexpositoras calientes, sus rostros,surcados por el sudor y el carmín,

forzaban sonrisas caníbales mientrascompetían para llenar mi plato. Y yo lesdejaba, prácticamente estabahaciéndoles un favor.

Cogí el vaso de leche que habíadejado mi hija a medias y lo acabé. Nisiquiera lo que pedí la primera noche enel Marseilles manchó mi reputación.«Quiere un vaso de leche con carne».Movieron la cabeza y chasquearon lalengua horrorizadas. «¿Acaso no teenteras de nada?». La que me hablabaera una mujer menuda con escasocabello blanco que hacía cola detrás demí. «Míralo, come carne con leche. Noes kosher». Levantó su ojos ansiosos yempujó un puño casi infantil endirección al cielo. El número tatuado en

su brazo centelleó bajo la luz del techo.«Hazle alguna cosa. Si no se lo hashecho ya, hazle alguna cosa por esto».La mujer que había detrás de lastoneladas de comida bajó la vista. Ladiminuta furia abrió el puño y se marchócon su bandeja a una mesa, como si nohubiese dicho ni una palabra.

Dejé el vaso y el plato de mi hija enel fregadero y miré por la ventanamientras los enjuagaba. Las mimosasque había plantado el año anteriorestaban creciendo mucho. Mi esposahabría preferido un castaño, pero no sépor qué no me gustaba la idea de mirarpor la ventana y ver un castaño. No se locomenté. ¿Qué tipo de hombre podría

tener prejuicios contra los castaños?Insinué amenazadoramente las posiblesplagas de los castaños y dije que lasmimosas resultarían más exóticas. A miesposa le gusta lo excepcional. Soy unaprueba viviente de ello.

Una estrecha franja de bosque separaIndian Hills del campo de golf del clubde campo, aquel al que el tipo de FirstMutual me dijo que me apuntara, hastaque descubrió que mi mujer era judía. Elbosque y el campo de golf resultanatractivos comercialmente, pero yoprefiero la vista a las casas de misvecinos, o mejor dicho, al interior desus casas. En las cocinas y los salonesde Indian Hills nadie cierra laspersianas ni corre las cortinas. La

privacidad está permitida en la plantasuperior, pero abajo se exige ausenciacompleta de secretismo. Mi esposa diceque se siente incómoda cuando mira porla ventana y, en una cocina que es unaimagen especular de la nuestra, ve a unavecina cortando cebollas, o batiendohuevos, o lavando los platos como ella.Pero a mí me encanta estar en mi casamirando las de los demás, viendo cómola gula más simple ilumina sus carasmientras mastican sus sangrientos filetesy engullen sus verduras de congeladorápido, y la complacencia de suindefensa expresión cuando serepanchingan delante del televisor, y laconmovedora inocencia de sus abrazos y

sus besos cuando apremian a sus hijospara que se vayan a dormir, seguros deque seguirán allí a la mañana siguiente.

Mientras miraba por la ventana de micocina, Jane Wiener apareció en laventana de la suya. Estaba de pie junto ala encimera, la cabeza inclinada haciaabajo, sus estrechos hombros de niñamoviéndose al ritmo de sus labores.Levantó un brazo para retirarse elmechón de cabello negro y liso que lecaía sobre la frente y miró el jardín consus enormes ojos oscuros. De pronto, surostro, de huesos delicados, se arrugópara formar una sonrisa pensando enalgún chiste íntimo o por pura felicidad,y me imaginé, aun sin poder verlosdesde esta distancia, los hoyuelos.

¿Por qué siempre quieres quesonría?

Porque se te forman hoyuelos en lasmejillas.

Le tengo cariño a Jane, aunque sé queno es mejor que cualquiera de las demásesposas de la calle, lo cual no es decirmucho. Pero, por algún motivo, siento unvínculo especial que me une a ella.

Cerré el agua, atravesé la estancia ysubí otro breve tramo de peldaños hastallegar al vestíbulo de arriba. A medidaque me acercaba, se hizo más fuerte elsonido de gritos y risas, y una vozfemenina que canturreaba desafinando:«Mi barco tiene velas que están hechasde seda». «¿A qué tipo de madre se le

ocurre cantarle música de Kurt Weill aun bebé?», se pregunta mi suegra.Cuando lo que en realidad quiere decires a qué tipo de chica se le ocurrecasarse con un recién llegado del que noconoce nada, con un desconocido quepodría ser un ladrón, un asesino o unnazi, a pesar de ese número que llevagrabado en el brazo, cuando todossabemos lo que hicieron algunos parasobrevivir. Se huele algo respecto a mí.

Abrí la puerta del baño. Mi esposaestaba de rodillas, inclinada sobre ellateral de la bañera dando la espalda ala puerta y mostrando al mundo lasblancas plantas de sus pies. ¿Cómopuede andar por ahí de esta manera,exponiendo una superficie vulnerable a

cristales rotos, clavos oxidados ycentenares de trampas bobasescondidas? Mi vista ascendió por sucuerpo, abandonando aquellasinvitaciones a problemas en forma deestrechas suelas de bailarina paradirigirse a los pantalones cortos decolor morado que la convertían en unaciruela madura. Mi mano se dobló paraadaptarse a la forma.

Detrás de ella, dos cuerpecillosbronceados y resbaladizos por el jabónsalpicaban por todos lados locos dealegría. Mi hija mayor se levantó paratocarme, resbaló y desapareció pordebajo del borde de la bañera. El brazode mi esposa, bronceado y resbaladizo

como el cuerpo de las niñas, se extendióy Abigail apareció de nuevo, su cabellochorreando, la boca abierta para darpaso a unas carcajadas escandalosas.

—¡Pa-pá, pa-pá, pa-pá! —voceabaBetsy como una sirena. No, más biencomo una señal de fin de peligro.

Mi esposa se volvió hacia la puerta.El calor y la humedad habíantransformado su oscuro cabello en unanube despeinada. Su rostro se iluminócon su sonrisa de haber bebido muchaleche.

Esto, doctor Gabor, es la definiciónde destacable.

* * *

—Cuéntame qué tal el médico —dijo miesposa.

Yo retiraba los platos de la cena y losdejaba en la encimera de la cocina,mientras ella seguía la rutina habitual.Fregar, aclarar, escurrir, fregar, aclarar,escurrir. Lavaba los platos antes deintroducirlos en la máquina concebidapara lavarlos, igual que hacían todas lasesposas que habitaban estas anchas ysinuosas calles. Habitualmente me río deella por eso, igual que todos los maridosse ríen de sus esposas por lo mismo, y lanormalidad de ese intercambio me dejasiempre satisfecho, pero esa noche nome reí de ella, porque sabía lo muchoque le había costado esperar tanto rato

antes de preguntarme por el doctorGabor.

Esa misma mañana me habíaasegurado que respetaría laconfidencialidad de la relaciónterapéutica. Mi esposa había asistido avarios cursos de psicología en elBarnard College aunque, a diferencia desu hermana, no se había especializadoen la materia. Pero había obtenido lainformación suficiente como para estarpreocupada. Temía lo que el médicopudiera llegar a descubrir de malo enmí. Le corroía que pudiera llevarme adecidir que lo malo era ella. De modoque, a pesar del respeto que sentía porla relación terapéutica y de que casarseconmigo había acabado con su

costumbre de indagar en exceso sobrecualquier tema, no pudo evitarpreguntarme por él.

—Me ha hecho muchas preguntas.—¿Sobre qué?—Sobre todo. Sobre mí. Sobre ti.Sin apartarse del fregadero, se volvió

hacia mí. Se había lavado la cara ypeinado, pero no iba maquillada. Teníala piel dorada de pasar las tardes en eljardín con las niñas. Sus grandes ojos,de color avellana salpicados de puntitosverdes y de un exceso de confianza parasu desgracia, se entrecerraron depreocupación.

—¿Qué de mí?—No es necesario que hables en voz

baja —dije—. Tú no te has quedado sinvoz.

Se volvió hacia el lavavajillas.No pretendía mostrarme irritable,

pero no me gustaba hablar sobre eldoctor Gabor. Era casi tan terrible comotener que hablar con él. Quince dólaresla hora para comentar los libros queestaba leyendo mi mujer.

—También quería conocer cosassobre mi familia. Sobre antes.

Continuó dándome la espalda. Ésaseran las preguntas que ella querríaformular. «Cuéntame», solía decir alprincipio, «quiero saber».

No querría saber, aunque ésa era unacosa más que no le dije.

—Y sobre sexo.

—Estaba segura de que lo haría. —Sevolvió de nuevo de cara a mí y su gruesolabio superior aumentó de tamañocuando sus dientes marcaron conpreocupación su labio inferior.Recelaba de su falta de experiencia.Nunca le dije lo agradecido que mesentía de que fuera así.

—Le expliqué que lo que puedaocurrirle a mi voz no tiene nada que vercon eso.

—¿Y con qué piensa que tiene quever?

—No tiene ni idea. Por eso me hizotodas esas preguntas. Quería inclusoconocer tus gustos lectores.

No tenía intención de sacar aquello a

relucir aunque, cuando había subidoarriba antes de cenar, me había sidoimposible no acercarme a la mesilla desu lado de la cama. Pero la voz la habíaperdido semanas atrás. Seguramentehabría leído docenas de libros desdeentonces. Lo que tenía ahora en lamesilla era El abogado del diablo, deTaylor Caldwell.

—Vaya cosa curiosa de preguntar.—Fue como ir a pescar. No tiene ni

idea de qué anda buscando.—Lo que tú puedas recordar. Es la

técnica de la libre asociación.Como dije, había asistido a unos

cuantos cursos.—Pero no consigo recordar.No era ninguna mentira. Hay cosas

que podría explicarle, pero que decidíno hacerlo. Pero hay otras de las que noestoy tan seguro. El pasado reciente norepresenta ningún problema. Nuncaolvido su cumpleaños, o nuestroaniversario, o el momento en que supeque iba a casarme con ella, que, ellainsiste, fue casi un año después de queella hubiese tomado ya la decisión decasarse conmigo. Recuerdo el peso demis hijas al nacer, y el día en quellegaron a casa del hospital, y la primeranoche que pasé sentado junto a la cunade Abigail. Soy capaz de salir de unareunión en el despacho y repetir todo loque se ha dicho y recordar quién lo hadicho, puedo enumerar el coste de los

materiales del año pasado y del anterior,y recordar los detalles concretos alrespecto. Soy toda una autoridad en loque a mi vida actual se refiere. Pero miexistencia anterior es un misterio.Incluso cuando intento recordarla, tengodificultades. Pero a veces, cuando no lointento, cuando juego con las niñas, ocuando estoy sentado en mi despacho, opensando sobre asuntos que no tienennada que ver con el pasado, se produceuna explosión, como las bombas de losaviones aliados volando por encima delchapitel de Westertoren, y vislumbro elmundo como lo hacía durante aquellosataques aéreos, penetrante, blanco ycegador. Escucho incluso las sirenas yhuelo los incendios. Hace unos meses,

tuvimos un incendio en la oficina, yHarry sigue aún quejándose del mal olorque ha quedado, pero nadie sabe cómohuele el fuego hasta que no se hainhalado una ciudad en llamas. Esosflashes de recuerdos son así de reales.Pero antes de que pueda aferrarme aellos, el mundo vuelve a tornarseoscuro, igual que durante losbombardeos aéreos. Conozcodeterminados hechos sobre mi vida.Puedo incluso ordenarlos en secuencia,porque debieron de producirse en eseorden. Pero no recuerdo cuándosucedieron cosas, o dónde, o incluso sime sucedieron a mí o a otra persona.Nací hace seis años en un barracón de

aduanas junto al río Hudson. Fuiconcebido un año antes que eso duranteuna noche de truenos y relámpagos en ungranero que olía a estiércol en algúnlugar de Alemania. Cualquier existenciaprevia es un rumor que he oído porcasualidad. En lugar de recuerdos, tengoinstintos; en lugar de un pasado, tengoeste inexplicable, ilícitamente adquiridoy completamente destacable presente.

Tres

«Hay quien considera al refugiadocomo un ser humano, y no lo es, yesto se aplica especialmente a losjudíos, que son inferiores a losanimales, […] una especieinfrahumana sin los refinamientosculturales o sociales de nuestrostiempos».

General George S. Patton En el área de Nueva York murieron

doce personas por causas relacionadascon el corazón, un trabajador de la obrase desmayó por deshidratación, eltiempo cambió finalmente y yo seguívisitando al doctor Gabor. ¿Qué otraalternativa tenía? No podía pasarme lavida sin voz.

—Volvamos a la guerra —dijo alempezar la siguiente visita.

—No recuerdo muchas cosas.—Dijo que pasó la mayoría del

tiempo en Ámsterdam.Asentí.—¿Formaba parte su padre de la

ocupación?—Ya le dije que mi padre era

holandés. Nos trasladamos allí antes dela guerra. En junio de 1937.

—¿Por qué?—Una oportunidad de negocio.—¿Y cuando llegó la guerra?No cesaría en su empeño. ¿Qué hacía

durante la guerra un holandés que habíavivido en Alemania en Ámsterdam?

—Estuve en Auschwitz. —Mi vozraspó como una llave que entra en unacerradura oxidada.

Levantó la vista del bloc de notasamarillo.

—¿Como vigilante o comoprisionero?

El jodido hijo de puta.—Como prisionero.El hijo de puta pestañeó. Las

facciones se reorganizaron hasta

componer «la mirada». Ya llevabatiempo sin verlo. La guerra habíaterminado hacía ya siete años. No era elúnico con ganas de olvidarlo. Pero huboun tiempo en que conocía esa miradacomo la palma de mi mano, o como elnúmero que llevo grabado en el brazo.Estaba llena de compasión, y devergüenza, y de una cosa más. Deaversión. No me odiaba como lo habíahecho cuando me imaginó entregandojudíos y dando palizas a los holandeses,pero yo no le gustaba porque habíaestado allí.

Sólo recuerda que donde has estado,lo que has visto, no te granjeará lassimpatías de la gente.

—Pensé que me había mencionado

que estuvo en Ámsterdam.—Y estuve allí. Hasta agosto del 44.

El 4 de agosto, para ser exactos. Fuiarrestado y enviado a Westerbork, luegoa Auschwitz.

—¿Por qué motivo?—¿Cree que necesitaban algún

motivo?—Si fuera usted judío, no, pero si no

lo era, habría normalmente algúnpretexto. Activismo político.Homosexualidad.

—Nada de eso.Soltó el bolígrafo y se recostó en su

asiento.—¿Activismo político?Habían hecho una redada y capturado

a treinta o cuarenta combatientes de laresistencia y se corrió la voz de quehabía un judío entre ellos. La SSirrumpió en los vagones del tren,agitando sus rifles, utilizando los puños,gritando: «Abajo los pantalones, abajolos pantalones». Solamente en alemán,que me niego a hablar, inclusomentalmente.

—Activismo político —concedí.—Cuéntemelo.Me encogí de hombros.—La verdad es que no consigo

recordarlo. Me crea o no.—Le creo. Es un fenómeno común

entre la gente que ha estado en loscampos.

—Yo no soy como ellos —dije con

voz ronca.—¿Se refiere a que no es judío?—Me refiero a que me niego a vivir

en el pasado. No hablo sobre ello.Nunca pienso en ello. Cuando mi menteviaja hacia el pasado, se detiene en lapasarela del barco a bordo del cualllegué aquí.

—De acuerdo, cuéntemelo.No podría entenderlo, doctor. Usted,

que llegó antes de la guerra con su títulode médico y su equipaje cargado encontenedores, y con sus libros. ¿O acasotuvo que abandonar contenedores ylibros? ¿Acaso iba sólo un paso pordelante de Hitler? Pero aun así, diablohúngaro listillo, lo consiguió justo a

tiempo. La historia fue completamentedistinta para los que llegamos después.

El sol azotaba desde un cielo blanco ydesencadenaba chispas sobre el ríoaceitoso. Las gaviotas chillaban comoviejas locas, la sirena del barco rompíaun ambiente que olía a sal y la gente segritaba entre ella en una babel deidiomas. Incluso sin comprender lo quedecían, interpretabas la excitación, ytambién el terror. Estaba seguro de quealguien acabaría cayendo por la borda oatrapado entre la marabunta de piesansiosos por cruzar la pasarela y pisarsuelo americano.

Peor aún fue en el barracón deaduanas. El sonido de neumáticoschirriantes, el de las maletas cayendo

pesadamente con un ruido sordo y el delas voces humanas hacían tambalearselas finas paredes. Los hombres semovían entre el calor como nadadoresbajo el agua. Las mujeres se abanicabancon sombreros, pañuelos y documentos.Los niños lloraban. Un anciano sedesmayó. Y en el extremo del barracón,un rayo de sol se filtraba por unaabertura de la pared metálica. Eracegador. Aquello era América.

La multitud estaba agitada. La gentebuscaba la cola que le correspondía.Los funcionarios señalaban aquí y temandaban allí, y pedían intérpretes.Voluntarios de decenas de institucionesdistintas intentaban ayudar, perdían la

paciencia y gritaban a las personasaterrorizadas a quienes habían ido asocorrer. Encontré mi lugar al final deuna cola. Avanzaba unos centímetros yluego se detenía cuando hombres ymujeres buscaban documentos enmochilas, bolsillos y forros de abrigosdemasiado pesados para una mañana decalor mareante como aquélla. De pronto,una mujer inició un lamento fúnebre.Buscaba a su hijo. ¿Dónde estaba suhijo? Las mujeres gritaron. Los hombresempezaron a correr hacia las aberturasde las pasarelas y a mirar frenéticamentelas aguas agitadas por el motor. Sonó unchillido en el otro extremo del muelle.¡Aquí está! ¡Aquí está! La mujer corrióhacia su hijo, lo cogió en brazos, lo dejó

en el suelo, lo zarandeó, lo abrazó,volvió a zarandearlo. La gente se alejóde allí. Cada cual tenía sus propiosproblemas.

La cola siguió avanzando lentamente.Cuanto más tiempo llevaba esperando,más nervioso me sentía. Siempre podíasalir algo mal. Las reglas cambiaban.Los documentos que eran correctoscuando el barco partió de Bremenpodían ser insuficientes cuando atracaraen Nueva York. Yo sacaba misdocumentos y los miraba sin cesar. Nohabía podido impedir hacerlocontinuamente en el barco, y losdocumentos tenían manchas de dedos yestaban arrugados de haberlos llevado

todo aquel tiempo tan pegados a micuerpo. El Certificado de IdentidadSustituto del Pasaporte era lo que estabaen peor estado. Mire, doctor, algunos denosotros no teníamos el documentooriginal. En aquel momento loconsideraba aún un inconveniente.Nunca se me pasó por la cabeza queacabaría siendo una ventaja.

Por la presente certifico que Petervan Pels…

Había contenido la respiraciónmientras la secretaria del campo ibamecanografiando la información quefaltaba en el formulario.

… Nacido en Osnabruck, Alemania,el 8 de noviembre de 1926, varón,soltero, tiene intención de emigrar a los

Estados Unidos de América.Altura: Un metro y ochenta y siete

centímetros.Cabello: Castaño. Ojos: Azules.Marcas o facciones diferenciadoras:

Cicatriz en el brazo derecho porencima de la muñeca.

Habían apuntado la cicatriz que teníaen el brazo derecho como consecuenciade un mordisco de rata, pero no elnúmero del brazo izquierdo. De ésoshabía tantos que había dejado de ser unhecho diferenciador.

El solicitante declara no haber estadonunca en la cárcel ni haber infringido lasleyes.

Las bisagras de la puerta del

granero chirrían. Los animales seagitan, bufan y mueven las patas. Elviejo ronca.

Pero nunca había estado preso.Guardé de nuevo los documentos en

el bolsillo superior de la chaqueta, asalvo, listos para sacarlos de nuevo encuanto me los solicitaran.

Quedaba aún media docena depersonas por delante de mí. A lo mejorhabía contraído alguna enfermedad abordo del barco y algún signo reveladorla delatara. Quizá alguien habíainterpuesto una demanda contra mí. Lagente siempre andaba inventándosehistorias. Éste había sido un capo. Éseotro era comunista. Fulano habíadirigido una boyante operación en el

mercado negro. Lo hacían paraprosperar, y para ganar puntos, y porquetenían que encontrar un lugar dondedescargar la rabia agotadora quellevaban encima.

Estaba ya acercándome. Sólo quedabauna persona delante de mí. Elfuncionario de aduanas cogió elpasaporte y el visado del hombre y sequedó mirando los documentos.«Wishwzzz…». Su voz se interrumpióen un amasijo de consonantes. Movió lacabeza. «Eso no es un apellido, es unapalabrota». Escribió algo en losdocumentos, les puso el sello y se losdevolvió al hombre. «Bienvenido a losEstados Unidos, señor». La última

palabra la dijo entre dientes, pero elhombre se limitó a recoger ladocumentación, a mover la cabezaafirmativamente varias veces en señalde agradecimiento y a largarse. Me tocóentonces a mí el turno de acercarme a lamesa y entregué mis documentosrápidamente, no demasiado rápidamente.Ni el mínimo indicio de una postura defirmes o de un saludo enérgico. Noquería que el funcionario se llevase unaidea equivocada.

Me arrancó el Certificado deIdentidad de la mano, que, para miasombro, no estaba temblando, y lomiró. «Van Pels. Un apellido muyamericano. Tan americano comoStuyvesant. Nueva York fue en sus

tiempos Nieuw Ámsterdam, ya sabe.Brooklyn era originariamenteBreuckelen. Harlem, Haarlem».Murmuró alguna cosa más. Seguíamirando el certificado, y había habladoentre dientes, pero yo conocía aquellaspalabras. Las sabía en inglés, en francés,en holandés y en alemán. Yprobablemente las reconocería en mediadocena de idiomas más que ni siquierahablo.

—No es uno de los elegidos —habíamascullado.

Me pregunté si sería un chiste, o unaprueba. Lo observé mientras seguíaexaminando el Certificado. Cuando yolo vi por primera vez, me quedé

sorprendido. Y seguía sin comprenderlo.En los documentos alemanes yholandeses, incluso en los documentosdel campo de refugiados, siempreaparecía la religión del portador. ElCertificado de Identidad Sustituto delPasaporte emitido por el ConsuladoGeneral de los Estados Unidosinformaba solamente de mi altura, de sitenía marcas distintivas en mi cuerpo yde si había sido encarcelado por algúncrimen. ¡Vaya país!

El funcionario levantó la vista deldocumento. Esperé que se diera cuentade su error. En el barco todos me habíantomado por uno de ellos.

—Ya lleva el tiempo suficiente eneste lugar, señor Van Pels, como para

empezar a pensar si no somos más queun vertedero de la basura del mundo.Todo esto hace que te preguntes por quélucharon nuestros chicos. —Puso elsello en el Certificado de Identidad—.Debo de llevar ya un centenar deinmigrantes esta mañana, y usted es elprimero al que le permitiría casarse conmi hermana. —Me guiñó el ojo y meentregó la documentación. Cójalo, señorVan Pels. Coja su estupendo apellidoholandés-americano y su Certificado deIdentidad donde no consta religiónalguna y entre en América como uno delos no elegidos.

Llevaba años pensándolo. Me habíahecho a la idea una docena de veces, tal

vez un centenar. Había calculado lasprobabilidades y considerado lospeligros, e imaginado también lascuestiones prácticas. Pero nunca mehabía planteado la posibilidad de queme lo entregaran tan fácilmente. Nohabía prueba alguna de lo que yo era.No había rastro de quién había sido. LaCruz Roja ni siquiera me había anotadoen la lista de supervivientes. Según susarchivos, seguramente había fallecido enel transcurso de las marchas forzadas, osimplemente después de eso, enMauthausen. Y podían haber tenidorazón, si el soldado alemán, que no teníaun aspecto menos ario que cualquiera delos oficiales de la SS que nos llevabanhacia el oeste, ni más humano que aquel

granjero hijo de puta del granero, no mehubiera dado, por algún antojo quenunca comprenderé y que no comprendíen su momento, aquel pedazo de panmohoso. O quizá él sí lo comprendiera.Se vislumbraba el fin de la guerra. Talvez estuviera cerrando su propio tratocon el futuro. Pero todo eranespeculaciones, sobre los motivos deaquel hombre, sobre el destino de unchico llamado Peter van Pels.

Levanté el brazo para recoger elCertificado. La manga retrocediósolamente un par de centímetros, no losuficiente como para revelarle elnúmero al funcionario, pero yo sabíaque estaba allí. No lo habían anotado en

el Certificado por no ser unacaracterística diferenciadora, pero aunasí podía delatarme. Me pregunté quéhabría dicho el sonriente funcionarioque murmuraba entre dientes calumniasantisemíticas si me hubiese quitado lachaqueta, subido la manga y enseñadoque yo no era más que un pedazo más dela basura del mundo. Pero no todos losque habían estado en los campos eranjudíos. El número revelaba dónde habíaestado, pero no lo que era. Algún díaincluso podría hacer que me lo borrasen.Había oído decir que había médicos quepracticaban esa pequeña intervención.

Me quedé mirando la sobadadocumentación que el funcionario teníaen la mano. Yo no creía en Dios. ¿Cómo

creer después de estar donde habíaestado y ver lo que había visto? Nisiquiera recordaba la parafernaliarelacionada con el culto.

El sudor rezumaba por mi labiosuperior, inundaba mis axilas yresbalaba por los costados. Tenía lacamisa empapada. Mi ropa interior eraun trapo mojado pegado a mi estómago,a mis nalgas y al verdadero problema.La prueba de quién era. El corte deAbraham, la señal del pacto, la incisiónde mi infancia, el prepucio ausente, laprueba irrefutable de quién era.

Me quedé mirando al hombreuniformado que me había confundidocon un gentil, recordando a otros

hombres uniformados que habían sidoigual de ineficientes. No, no recordando,porque la historia no me pertenecía a mí,sino que con tanto contarla y conservarlahabía terminado siendo mía.

El hombre que contó esa historiahabía sido hecho prisionero durante unaredada en contra de los combatientes dela resistencia polaca —algunoscomunistas, otros católicos, todosantisemitas, había jurado el hombre quela contaba— y los habían obligado asubir a un tren. Por los vagones habíacorrido el rumor de que había un judíoentre ellos. Y el rumor había llegadohasta los oficiales, que empezaron agritar obscenidades, a atizar golpes conla culata de sus rifles, a gritarles a los

hombres que se bajaran los pantalones.El hombre que había explicado lahistoria se había adelantado y habíaempezado a manosear los botones. Laculata de un rifle le había aplastadoentonces el pecho. Había caído al sueloy rodado hasta confundirse con elmontón de combatientes de la resistenciamagullados, golpeados, incircuncisos,sin que lo descubrieran.

Pero yo ahora estaba en América.Aquí, los hombres uniformados noordenaban a los demás hombres que sebajaran los pantalones. Aquí loshombres uniformados sonreían, aunmurmurando insultos por lo bajo, ydecían bienvenido y buena suerte y

enseguida se sentirá usted como en casa.Pero tarde o temprano acabaría

bajándome los pantalones. Seguíaviendo aquella fotografía de la revistaLife en la que aparecía el marineroabalanzándose sobre la enfermera.Tarde o temprano me delataría. El odioa los judíos no conocía sexo. En elcampo había un hombre que había sidotraicionado por su amante aria.Probablemente había más de uno, peroése era el único que yo conocía.

Y eso era lo que estaba pensando laprimera vez que vi a Susannah. O tal vezestuviera pensándolo porque ya la habíavisto por el rabillo del ojo.

¿Cuánto tiempo tendremos que estarleyendo la Biblia hasta llegar a la

historia del baño de Susana?¿Y a qué se refieren con eso de

Sodoma y Gomorra?¡Ana, Peter, un poco de seriedad,

vosotros dos!En lo primero que me fijé fue en su

pelo. Me había llevado más tiempoacostumbrarme a ver mujeres con peloque sin él. ¿Qué puede extraer de eso,doctor? El pelo de Susannah era rubiooscuro y sedoso. Entonces lo llevabalargo y le caía sobre uno de sus ojos conpestañas de terciopelo, como en lasfotografías de Veronica Lake de antes dela guerra. Había leído, de nuevo en Life,que al principio de la guerra la estrellade cine, en un gesto patriótico, se había

cortado aquella cortina de seda quetodos los hombres deseaban tocar.Desde Sansón no había habido otrocorte de pelo con consecuencias tangraves. De la noche a la mañana,Veronica pasó a convertirse en una viejagloria. Pero Susannah tenía el pelo comoVeronica antes de cortárselo, y unadulce naricilla que se detenía justo antesde pasar a ser respingona, y aquellosdientes blancos y bien puestos quehabrían hecho llorar de felicidad aldoctor Pfeffer. La dentadura, como dije,era de familia. Estaba sonriéndole a unniño, a quien reconocí del grupo dehuérfanos del barco, y en esa sonrisa viun clan grande y cariñoso que le habíaestado sonriendo desde su infancia.

Llevaba una insignia de identificaciónsobre su pequeño y puntiagudo pechoizquierdo, pero yo no estaba lo bastantecerca como para leer su nombre ni el dela institución para la que trabajaba comovoluntaria. Posteriormente discutiríamossobre eso. No, discutir no, más biendiscrepar.

Debió de notar que la miraba, pueslevantó la vista. Nuestras miradas seencontraron. Vi el rubor coloreando susmejillas.

¿Mouschi es niño o niña?Es un gatito, Ana.Y fue ahí cuando se me ocurrió.

Cualquier amante se enteraría. Cualquierprostituta se enteraría. Pero una buena

chica no sospecharía nada. Podríabajarme los pantalones y seguirmanteniendo mi secreto.

Le cogí al funcionario de aduanas elCertificado de Identidad Sustituto delDocumento que habría sido el correcto,lo guardé en el bolsillo de mispantalones empapados de sudor y medirigí hacia el cuadrado de sol cegadorque había en el otro extremo delbarracón. Cuando emergí a mi nuevavida, me sentí curiosamente liviano. Mesentí tan ligero que casi podía irmeflotando de allí. Y eso fue lo que hicecuando Werner Pfeffer me pidióinformación sobre su fallecido padre.

—No sé nada de un tal Fritz Pfeffer nide una familia apellidada Frank —dije,

y desaparecí por la Duodécima Avenidapara adentrarme en América.

Cuatro

«El 23 de octubre —un día despuésdel decreto de “arianización”—solicitamos […] a un notario, poriniciativa de Otto, que registraseuna nueva empresa. […] Kugleraparecía como su director general yJ. A. Gies […] como director desupervisión. […] El desembolso deacciones […] se emitió a nombrede Kugler y Gies. De este modo, elnegocio era completamente “ario”,

al menos oficialmente, aunque en lapráctica la propiedad de laempresa seguía en manos de OttoFrank».

Diario de Ana Frank, Ana Frank:edición crítica

Cuando se abrió la puerta del despachode Harry y éste salió al vestíbulo, supeque el momento no había sido escogidopor casualidad. Había estado esperandoa que también saliese yo de midespacho. Quería hablar conmigo, perosin dar la sensación de quererlo. Sihubiese querido aprovecharme de Harrycuando empezamos, algo quedefinitivamente no quise hacer, no mehabría resultado difícil.

Se puso a mi altura, un hombre concalvicie incipiente, una eterna sombraviolácea en la mandíbula y un cuerpovoluminoso y culón que me recordaba elShmoo[6] de goma de mi hija. El juguetetiene un peso en los pies y cada vez queAbigail lo tira al suelo se levanta denuevo de un salto.

—¿Qué tal la garganta, colega? —Cuando conocí a Harry solía llamarmeboychick,[7] pero cuando descubrió queyo no era judío pasó a llamarme colega.Dejó también de salpicar susconversaciones de expresiones enyiddish, al menos en mi presencia. Pesea que se dirigía a mí en un tonoesmeradamente despreocupado, sabíaque estaba preocupado. Ni a los bancos

ni a las empresas les gusta dar crédito aminusválidos. Nadie quiere comprarleuna casa a un hombre que hoy está ymañana ya no.

—Mejorando día a día —respondímientras salíamos del edificio yllegábamos al aparcamiento.

—Estupendo, estupendo. —Me dio ungolpecito en el hombro—. ¿De modoque ya han descubierto dónde está elproblema?

No puede decirse exactamente que lohayan descubierto, colega. Simplementele han puesto título. «Afasia», lo llamóel doctor Gabor. No tenía ningunaintención de explicárselo a Harry. Nisiquiera le había comentado la

existencia del doctor Gabor. Harry no esun hombre insensible. Más bien diríaque las enfermedades le inspiran temor.Cuando habla de infartos y embolias lohace a media voz. Jamás utiliza lapalabra «cáncer». «La gran C» es lo másque se acerca a nombrarlo. Harry creeen el poder de las palabras. Incluso legustaría el término «afasia», tan musicaly médico a la vez. Pero entonces tendríaque explicarle que no se trata de unaenfermedad física, sino que essimplemente la descripción de laausencia de una enfermedad de ese tipo.Eso le inquietaría. Prefiereenfermedades observables almicroscopio, o detectables porradiografías, o que se puedan medir con

una máquina.—No tienes por qué preocuparte —le

dije—. No es contagiosa. No escomunicable —dije comocorrigiéndome, y reí para darle aentender que era un chiste.

Se pasó la mano por el pelo oscuroque desde el pasado año habíaempezado a peinarse de tal modo que lecubriera la coronilla.

—Sólo te lo pregunto, colega, porquela gente me lo pregunta a mí. Estamañana me he encontrado con GeorgeJohnson. Quería saber cómo estaba misocio, y yo no he sabido qué demoniosdecirle.

—Dile a George y a todo el mundo

que estoy bien. Mejorando día a día. Yaves que tengo la voz mucho mejor —grazné en la oscuridad.

Habíamos llegado al coche de Harry,un Coupe deVille color azul huevo depetirrojo, recién salido de la cadena demontaje, y sólo ver aquel tono cromadocegador y aquellos parachoquescurvilíneos que no quedarían enabsoluto desplazados en el escenario deun vodevil hizo que desaparecieran desu cabeza todos los problemasrelacionados conmigo.

—¿Es o no es una belleza? —preguntó. Le confirmé que efectivamentelo era. Abrió la puerta y se dobló paraacomodarse en la suave tapicería que delo bien que olía daban ganas de

comérsela—. A lo mejor tendrías quefumar esto —dijo, y sacó de su bolsilloun paquete arrugado de Lucky Strikemientras pulsaba el encendedorinstalado en el centelleante salpicadero—. A tu garganta no le haría ningúnfavor, pero como mínimo tendrías unaexcusa.

Acercó la punta brillante delencendedor al cigarrillo, inhalóprofundamente y exhaló. El aroma atabaco se acercó flotando hacia mí, másdulce que el olor a cuero nuevo, másfuerte que los humos acres del tráfico.Me sujeté a la puerta azul celeste delcoche de Harry para no doblegarme denáuseas.

¿Sabes por qué no tenemos dineropara comida, Putti? Porque se va enhumo. En el humo de tus asquerososcigarrillos.

El dolor desapareció tanrepentinamente como había llegado,pero sabía que no me lo habíaimaginado. Permanecí inmóvil bajo lapenumbra del anochecer temblando demiedo. El doctor Gabor y los demásmédicos se equivocaban. El dolor habíasido demasiado agudo como para serpsicosomático. Tenía que ser el síntomade una enfermedad grave.

* * * Llegué a la cita con el doctor Gabor con

diez minutos de retraso. Le eché la culpaa Harry.

—Mi socio tenía algunos asuntos quecomentar —dije.

—¿Problemas?—Simplemente asuntos de negocios.—¿Se lleva bien con su socio?Moví afirmativamente la cabeza.—¿Cómo empezaron a hacer negocios

juntos?Cuando alguna vez en el campo de

refugiados alguien hablaba sobre elpasado, siempre lo hacía empezando con«si». Si aquella mañana hubiera estadoen la vanguardia y no en la retaguardia.Si me hubiese quedado rezagado enlugar de avanzar. Si no hubiera sido elprimero en desabrocharme los

pantalones cuando los de la SSirrumpieron en el tren. Poco a poco, los«si» acababan desembocando en teorías.Sobreviví porque fui con cuidado. Viveporque corrí riesgos. Pero debajo deesas convicciones respecto a laefectividad de un determinadocomportamiento, dándose unacontradictoria mano con ellas, estaba untemeroso respecto al azar. El azar fue loque me unió a Harry Wolfe —«Como elanimal,[8] pero con una “e”», dijocuando se presentó—, pero yo meaproveché de él. Mejor dicho, meaproveché de la situación.

—Harry tenía una parcela enpropiedad —dije con voz ronca—. Yo

había ahorrado un poco de dinero yestaba buscando un negocio dondeinvertirlo.

No era mentira. Había ahorradodinero, hasta el último penique. Habíatrabajado como camarero sirviendomesas y conducía además un taxi. Perono fue por eso por lo que Harry empezóconmigo. Él no necesitaba mi dinero.Me necesitaba a mí. Y yo no tenía laculpa de ello.

—Fue el primer amigo que hice en losEstados Unidos.

Harry era un cliente habitual en elrestaurante donde yo trabajaba. Antes deque se casara. Solía acudir allí tres ocuatro veces por semana, de vez encuando acompañado por alguna chica o

por otro hombre, pero normalmentesolo. Siempre venía con sus papeles, ysus documentos, y sus folletos. Yosiempre les echaba un vistazo cuando leservía la comida o retiraba los platos.«Reglamento de la AdministraciónFederal de la Vivienda». «Métodos deprefabricación y porcentaje deviviendas nuevas». «La financiación conhipoteca como clave de la producciónen masa».

Una noche, me sorprendió mirando.«La tendencia del futuro». Él empezó adar golpecitos al folleto con el cuchillo.

—La escasez de viviendas no va adesaparecer a corto plazo.

Yo asentí y seguí atendiendo otras

mesas.—Desde que terminó la guerra —dijo

cuando regresé—, todo quisqui quieretener una vivienda en propiedad. Y paradecirlo sin rodeos, el gobierno afirmaque todo quisqui tiene derecho a teneruna vivienda en propiedad. Así estáescrito en la Declaración de DerechosEmitida por el Gobierno para losveteranos de guerra.

Yo conocía la Declaración deDerechos. Había empezado a estudiarpara pasar mi examen de ciudadanía,aunque no podría presentarme al mismohasta que hubiesen transcurrido más decuatro años. Pero por extraño que ahorame parezca, no había oído hablar nuncade esa Declaración de Derechos en

concreto.—¿Y sabes dónde quieren sus

viviendas? —dijo Harry cuando regresépara servirle su café y su tarta. Yo noestaba revoloteando por allí,simplemente hacía mi trabajo—. Noaquí en la ciudad, donde los niñoscrecerían sin conocer ni siquiera elaspecto de una brizna de hierba, a menosque sus padres cargaran con ellos hastaProspect Park. Tampoco en sus ciudadesde origen, donde las casas son viejas,necesitan reformas y no tienen más queun baño de mala muerte con tuberías enpésimo estado para compartir toda lafamilia. Las quieren en las afueras.Casas nuevas para estrenar en barrios

nuevos y hermosos. Donde los niñostengan un jardín para jugar. Y donde lamujercita tenga una cocina nueva yreluciente con todos loselectrodomésticos a la última. Y dondeno tener que preocuparse por el valortasado de tu propiedad, porque todas lascasas son iguales que la tuya, y todos losvecinos son como tú o, como mínimo,son hombres blancos, libres y deveintiún años de edad.

Le dije que había leído que un par dehombres apellidados Levitt estabanplaneando hacer algo así en Long Island.Sus ojos, tal vez demasiado juntos comopara inspirar confianza, seentrecerraron, como si estuvieseviéndome por vez primera, y me di

cuenta de que lo había sorprendido. Yono era un simple greenie sirviendomesas. Tal vez fuera incluso más listode lo que parecía.

¿Te acuerdas de cuando llegamos,Ana, de la primera mañana quedesayunamos todos juntos? Vayapelmazo, dijiste. No vale mucho.

¡Yo nunca dije eso, Margot!Una semana después, Harry me dijo

que le sobraba una entrada para ir a verel encuentro entre los Yankees y losDodgers en el Yankee Stadium, y mepreguntó si estaría interesado enacompañarle. No me gustaba la idea defaltar una noche entera al trabajo, perohabía algo en Harry que olía a

oportunidad. Mi jefe me decíacontinuamente que, si seguía así, podíacontar con seguir sirviendo mesas elresto de mi vida. Le dije a Harry quenunca había asistido a un partido debéisbol y que me gustaría mucho ir.

—Bien —dijo—, sólo que no esbéisbol, sino fútbol americano. No tepreocupes, boychick, es un error muyhabitual. Lo comete cualquiera.

Después de aquello, Harry tomó lacostumbre de quedarse por elrestaurante hasta que todos los demásclientes se iban. Entonces me decía quesirviera una taza de café y me cortara unpedazo de tarta, que él invitaba, y quedescansara un poco después de tantorato de pie. No era necesario ser un

greenie que vivía solo en un sótanobuscando que se le presentase laoportunidad como para darse cuenta deque Harry Wolfe era un hombresolitario. Yo le hacía caso, yhablábamos. O mejor dicho, Harryhablaba y yo escuchaba. Harry fue paramí lo que la escuela nocturna era paralos camareros y los taxistas que teníanmenos prisa que yo. Gracias a él meenteré de que la Declaración deDerechos Emitida por el Gobierno hacíaposible que los veteranos de guerrapudieran cursar estudios universitarios,montar negocios y, ésta era la mejorparte, comprar casas o, según loexpresaba Harry, convertirse en

propietarios. Me enteré de que elgobierno daba incentivos a los bancospara que emitiesen hipotecas conintereses bajos para los veteranos, y deque el gobierno garantizaba que losbancos recuperarían una parte de suinversión si los veteranos no cumplíancon sus pagos. Me enteré de laspeculiaridades de las normativas de laconstrucción, que llegaban a dictarle aHarry incluso la inclinación que debíatener un tejado o el grosor de una pared,y del egoísmo de las juntas deplanificación urbanística del condado,que estaban más interesadas en atraerempresas que pagasen impuestoselevados que a veteranos honrados ybuena gente que después necesitarían

colegios, alcantarillas y otros costososservicios. Me enteré de más detallessobre los Levitt, que eran los héroesprofesionales de Harry y que seconvertirían en su justo castigo personal.Los Levitt, explicaba Harry, eran judíos.Yo tomé nota de aquella información,pero no reaccioné al respecto. Y lo másimportante de todo, me enteré de que,gracias a los programas del gobierno,los bancos adelantaban dinero a losconstructores a medida que las obrasiban necesitándolo, de modo que alguiencomo Harry —incluso alguien como yo,añadió Harry guiñándome un ojo— nonecesitaba contar con mucho dinero paraempezar su propio negocio.

Pero poco a poco la palabra«cuando» empezó a introducirse en elesquema de Harry, y después el «si»sustituyó al «cuando». Pero no se tratabade ese «si» instructivo relacionado conexperiencias pasadas al que se aferrabanlos que vivían en los campos derefugiados como si de un amuleto enforma de pata de conejo se tratase, sinodel «si» arrepentido de la oportunidaddesperdiciada. Los banqueros lecontestaban con evasivas. Las juntas deplanificación urbanística locales no leprestaban atención. Cada vez quecambiaba los planes arquitectónicos olas especificaciones para cumplir conalguna normativa, aparecía algún hijo de

puta con otra de la que ni siquiera habíaoído hablar.

—Al final esto te lleva a preguntartepara qué libramos una guerra —le dijoHarry una noche mientras caminábamospor Fulton Street. El viento que soplabadesde el East River cortaba como uncuchillo. Las persianas de acerotraqueteaban contra los escaparates delas tiendas cerradas. Un demacradoárbol de Navidad brotaba de un cubo debasura metálico.

—¿A qué te refieres?—Me refiero a que enviamos a

millones de chicos para acabar conHitler, pero nadie levanta un dedo paracombatirlo en casa.

—¿Combatir qué?

—El antisemitismo, boychick. El odiohacia los judíos, el acoso a los judíos,fuera los perros y los judíos, sacad deaquí a esos brillantes asesinos decristianos.

—¿Y los Levitt? A ellos les danpréstamos. Tienen la aprobación de lasjuntas de planificación. —Intentéparecer indiferente, como un hombre queaborrecía las injusticias, más que comouna víctima con intereses personales.

—Ése es precisamente el problema.Los Levitt han comprado la mitad de lasgranjas de patatas de Long Island. Yoquiero construir veinte o treinta casas.Ellos hablan de dos mil o tres mil. Quizámás.

Aquella noche, Harry infravaloró asus héroes. De hecho, su primerapromoción era de más de diecisiete milviviendas. Debería habérselomencionado al doctor Gabor. Así mislogros no le habrían inspirado tantorespeto. Pero no tenía la más mínimaintención de contarle el acuerdo al quehabía llegado con Harry. Ni siquiera miesposa conocía el motivo por el cualhabíamos empezado a hacer negociosjuntos.

—El tema es —continuó Harry— quelos Levitt no hacen más que complicarlas cosas a tipos pequeños como yo. Lagente los ve y dice: «Caray, los judíosestán haciéndose los dueños del sector

de la construcción». «Ojo, los judíosestán comprando la zona». Y luegoempiezan a practicar el obstruccionismocon gente como yo.

Seguimos recorriendo un par demanzanas más. Le pregunté si estabaseguro de que todo aquello no eran sóloimaginaciones suyas. Me dijo que sabíaperfectamente cuándo se le presentabauna oportunidad. Le pregunté sobre lascuatro hectáreas que tenía la posibilidadde adquirir en Nueva Jersey. Volvió adescribirme el lugar. Le preguntéalgunos detalles más, aun sabiéndomelosya de memoria. Pero mientras yo leinterrogaba, también estabadiscutiéndolo conmigo mismo. No podíahacerlo. No estaba bien. Aunque había

otros que ya lo habían hecho.Van a venir los caballeros de

Fráncfort.Kugler tendrá que verlos.Kugler no está a la altura.Pero sólo tenemos a Kugler.

Recuerda que ahora somos unaempresa aria.

Nos detuvimos en una esquina a laespera de que cambiara el semáforo.Otro árbol de Navidad brotando de otrocubo de basura. El espumillón de plataaferrándose desesperadamente a susramas.

Por otro lado, asociarme no le haríadaño a nadie. Sería prestarle un servicioa Harry. Sería también asestar un golpe

a favor de la justicia. A favor de losjudíos. O de un judío. Como mínimo,pondría a nuestro favor lasprobabilidades que él tenía en contra.Cuanto más lo pensaba, más acertado meparecía. Cuantas más vueltas le daba alplan en mi cabeza, más infalible meresultaba. Seguimos caminando, Harryaplastado por el peso de suspreocupaciones, yo galopando a su ladoa lomos de un caballo blanco, mientrasmi armadura emitía un sonido metálicobajo el viento invernal.

—A lo mejor podría ayudarte —dije.Él dejó de andar en cuanto empecé a

explicarle el plan. Me sorprendiórecordar los detalles que mi padre y elseñor Frank habían elaborado con los

empleados. Había olvidadoprácticamente todo lo demás. Harryconstituiría la sociedad y yo compraríaparte de las acciones con el dinero queya tenía ahorrado, y V&W Construction(de Van Pels, y Wolfe) tendría un sociono judío, yo, que podría serextremadamente visible, y otro judío,Harry, que desaparecería entre lassombras cuando fuera necesario.

—De acuerdo, seré un hijo de puta —fue repitiendo bajo la pálida luz delneón que anunciaba salchichas deFrankfurt de la marca Hebrew National—. De acuerdo, seré un hijo de puta.

»Podrías haberme engañado —dijo élmedia hora después, mientras estábamos

sentados en una mesa grasienta de unrestaurante de esos que abrían toda lanoche. Bajo el resplandor de las lucesdel techo, su mandíbula con barbaincipiente parecía inflamada, su miradacautelosa. ¿Por qué culparlo de ello? Unhombre no cede la mitad de su sueño sinpensárselo dos veces. Pero yo ya habíarepasado el plan en diversas ocasiones,y él no le había encontrado fallo alguno.

—¿Engañarte en qué? —pregunté—.¿En que un greenie recién bajado delbarco pudiera elaborar un plan comoéste? —Ahora que empezaba aretroceder en mi pasado ya podíautilizar la palabra.

—No, siempre supe que eras un chicolisto. Tal vez por eso me imaginé que

eras judío. Pensé que habías cambiadotu apellido, pero tendría que haberlosabido. Una cosa es pasar de Moscowitza Miller, pero Van Pels es demasiadofardón. Tal vez puedas empezar en lavida como Rabinowitz, pero noconvertirte de repente en Roosevelt.Aunque tampoco importa. Al menos amí.

Y tal vez a él no le importara, pero depronto ya no hubo más chistes de judíos.«Había tres rabinos que se encontraronen un prostíbulo…». No hubo másdifamaciones. «Si ese tipo se cree quepuede menospreciarme como unjudío…». No hubo más valentonadas.«Tendrías que haberme visto tratando a

ese tipo como un judío». Seguía siendode su agrado. Tenía que confiar en mí.Pero se sentía menos cómodo conmigo.

Los hombres de los que había estadoquejándose fueron otra historia. Losbanqueros estuvieron encantados deotorgar préstamos respaldados por elgobierno a Peter van Pels, y losconcejales y los ediles localesatendieron mis llamadas y seembolsaron mis pagos. Algunos de ellosse preguntaban cómo me había vistoatrapado en todo aquel lío en Europa,pero nadie quiso hacer preguntas. Sesentían aliviados por haber encontrado aun buen cristiano que se había mantenidofirme frente a Hitler y que había sidocapaz de tratar con él en lugar de con los

otros. Yo era una prueba viviente de queellos no tenían nada en contra de losextranjeros. Era, como dijo bromeandoGeorge Johnson después de quefirmáramos los documentos del primerpréstamo, como su Plan Marshallprivado.

—Tenía dinero para invertir —leexpliqué al doctor Gabor—, pero fuemás que eso.

—¿A qué se refiere?—Siempre he sido bueno en los

oficios manuales.—Por lo que veo ha progresado más

allá de eso.—Fue una idea mía la que nos puso

por delante de la competencia. —Si

algún día Harry lo olvidaba, allí estabayo para recordárselo. Yo era algo másque una simple fachada.

—¿Y cuál fue esa idea?—Construir una casa más grande y

venderla por el mismo precio. Y sinrecortes en lo que a la calidad serefiere.

—¿Y cómo lo consiguió? —Los ojosde búho me miraban con interés. Teníael respeto secreto de los intelectualespor la experiencia práctica.

—Fue sencillo —le respondí. Y,como le dije, fue tan sencillo que mequedé asombrado de que no se leshubiese ocurrido a los demás. Aunquelos demás no tenían a Susannah. O almenos no la tenían en aquella época—.

El espacio en el interior de una casa esbarato. Un tercio del coste total pormetro cuadrado. Y no requiere nifontanería, ni cableado, ni ventanas. Losdemás empiezan a hacerlo ahora, peronosotros fuimos los primeros.

—¿Y dice que la idea simplemente sele ocurrió?

—Sí, fue una idea llovida del cielo—respondí.

Más concretamente, del cielo de losojos de Susannah, pero Susannah era untema más que no tenía intención de sacara relucir con el doctor.

—El negocio va bien —continué—.La empresa es sólida. Lo que le sucedaa mi voz no tiene nada que ver con eso.

El médico siguió sentado mirándome.El momento de curiosidad había pasado.El equilibrio entre nosotros se habíaalterado de nuevo.

—¿Ha recibido alguna vez ayudapsiquiátrica, señor Van Pels?

Negué con la cabeza.—¿Ni cuando tuvo los temblores?—Sabía que el médico se

equivocaba. Lo último que yo quería eraregresar a ese campo de refugiados.

—¿Y en el campo? Normalmente,solían realizar una evaluaciónpsicológica como parte del proceso parala obtención del visado.

Era listo ese demonio, de acuerdo. Lollamaban evaluación. Pero quizá habría

sido mejor llamarlo carrera deobstáculos. El examen psicológico eraincluso más traicionero que el físico. Almenos en este último sabías lo quebuscaban. Una lesión en el pulmón. Unaespiroqueta en la sangre. ¿Pero quiénsabía qué andaban buscando aquellosciviles con títulos tan incomprensibles(trabajador social psiquiátrico, másteren Trabajo Social, doctor enPsicología)? ¿Quién podía imaginarsequé respuesta te dejaría fuera, quépalabra te delataría? ¿Quién podíaconcentrarse en las preguntas en undespacho donde en su día habíanemitido sus órdenes y habían guardadosus archivos los oficiales de la SS?Justo allí es donde llevaban a cabo las

evaluaciones. A menudo me preguntéquién habría tenido la brillante idea deinstalar un campo de refugiados en unosbarracones que habían pertenecidoantiguamente a la SS. ¿Sería idea de unfanfarrón con un malicioso sentido de laironía o de un simple pragmático quehabía detectado que allí había unainfraestructura básica? Probablementesería esto último. La Agencia para laAyuda y la Rehabilitación de lasNaciones Unidas era la que dirigía laoperación, pero la voz cantante lallevaba Estados Unidos.

Cuando entré en el despacho, oí elfogonazo de las botas poniéndosefirmes. Tomé asiento en el lugar que me

habían indicado y escuché el gruñidogutural de amenazas y el susurrosibilante de planes secretos letales. Peroel hombre que aquella mañana estabasentado al otro lado de la mesa no era unoficial alemán. Era un civilnorteamericano. «STANLEY MINTZ, M. S.W.», rezaba la placa de latón que habíaen la mesa. Y mientras me formulaba laspreguntas, no cesó de acariciar ladichosa placa.

—¿Te sientes culpable?—¿Culpable? —repetí.—Culpable. —Mintz separó los

dedos de la placa, cogió un diccionarioinglés-alemán y se puso a hojearlo.

—Sé lo que significa esa palabra. —La rabia de mi voz me asustó. Era un

lujo que no podía permitirme.Mintz dejó el diccionario en la mesa y

se recostó en su asiento.—No conseguirás llegar a ninguna

parte si vas cargado de resentimiento,jovencito. —No respondí—. Y bien, ¿tesientes así? ¿Te sientes culpable? Nohay nada de lo que avergonzarse. Es unarespuesta perfectamente normal.

Permanecí sentado con la mirada fijaen la placa. Era un triángulo de metalcon la base ancha y la punta superiorafilada. Sentía el peso en mi mano. La vipartiéndose contra la cabeza de Mintz.La sangre brotó como una flor. Mintzabría los ojos, grandes y muertos comoun par de monedas, igual que los del

hombre del granero.Olvídese de culpabilidad, hablemos

de venganza, debería haber dicho.—No —le dije a Stanley Mintz.—No —le repetí ahora al doctor

Gabor—. Nunca consulté con ningúnpsiquiatra. ¿Por qué debería haberlohecho?

Cinco

«No es necesario que diga que esguapo [Peter], pues cualquiera quelo vea lo sabe. Tiene un pelomaravilloso… rizado, castaño,abundante. Tiene los ojos de colorazul grisáceo».

Cuentos del escondite secreto: fábulas,recuerdos

personales y relatos breves, Ana Frank

«Ahora entiendo mejor por qué

[Peter] siempre abraza tan fuerte aMouschi. Es evidente que tambiénél necesita cariño».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,16 de febrero de 1944

«Entretanto, una sombra se hacernido sobre mi felicidad. Durantemucho tiempo había tenido lasensación de que a Margot le gustaPeter».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,20 de marzo de 1944

Susannah estaba sentada en el salóncuando llegué a casa después de lavisita con el doctor Gabor. No mesorprendió encontrarla allí. Mi esposa y

su hermana siempre están entrando ysaliendo de sus respectivas casas.

—Madeleine está arriba con las niñas—dijo—. Yo estoy matando el tiempo.El coche de Norman está en el taller ytengo que ir a recogerlo más tarde.

Sin levantarse del sofá donde estabasentada con una revista en el regazo,ladeó una mejilla para que le diera unbeso. Cumplí. Fue un gesto inocente,privado de recuerdos, como tantas cosasen mi vida.

—¿Qué tal la voz? —me preguntó—.Creo que va mejorando.

Yo sólo había dicho hola, y en unsusurro ronco además, pero mi cuñadaes buena mujer. Por eso sucedió lo quesucedió entre nosotros.

—Madeleine me ha contado lo delmédico.

Me había preguntado si Madeleinehabría mencionado a Gabor a su familia.Me imaginaba que no lo habría hechocon su madre, que ya me encontrababastante peculiar sin necesidad de undiagnóstico profesional, pero que habríaalardeado de las visitas con su hermana,la titulada en Psicología, que no podríamás que envidiar un marido tanintrépido como para ser capaz deahondar en las profundidades de supropia persona.

—Me parece muy valiente por tuparte. La mayoría de hombres moriríaantes que acudir a un psiquiatra. —Se

pasó la mano por su sedoso cabello yme pregunté, aunque casi nunca lo hago,cómo habría sido yo de haberme casadocon ella en lugar de haberlo hecho consu hermana.

Nos conocimos en una fiesta unosmeses después de que Harry y yoiniciáramos nuestra colaboración. Nuncahabría tenido la valentía necesaria paraabordarla, ni el valor de ir a la fiesta, sihubiera estado aún sirviendo mesas yconduciendo un taxi. Y aquella noche,mientras caminaba por Broadway pordebajo de las coronas de neblina queproyectaban las farolas y escuchaba elrechinar de los neumáticos en elpavimento húmedo, aún me planteécambiar de parecer. No iba a conocer a

nadie, excepto al hombre de las clasesnocturnas de administracióninmobiliaria a las que finalmente estabaasistiendo, y eso que a él apenas loconocía. El lugar estaría lleno deuniversitarios, veteranos de guerra ydesconocidos que o bien querrían saberquién era y de dónde venía, o noquerrían saber nada de mí. Me sentiríaatrapado o condenado al ostracismo.Pero el hombre de las clases nocturnashabía dicho que habría chicas. Ymuchas.

Me abrí camino en la sala. Era comosumergirse en un sueño de abundancia.A mi alrededor, los cabellos brillaban,las pestañas aleteaban y las lenguas

disparaban entre labios maquillados concarmín. Estaba tan abarrotado que eraimposible moverse sin colisionar conuna cadera de dulce contoneo o sin verde refilón un pecho bailarín. Tenía lasensación de que acabaría ahogándomeen él. Y entonces la vi.

De hecho, la reconocí. Era la chicadel barracón de aduanas, aunque no selo dije. Quería pasar por un hombre demundo, no como un inmigrante queacababa de bajar del barco.

—¿Quieres saber qué pensé laprimera vez que te vi? —me preguntaríaella más adelante, abrazados en el sofáde tapicería dorada del salón de suspadres. Estábamos tan seguros de queteníamos un futuro que empezábamos a

construir un pasado.—¿Qué? —le dije jadeante,

superando el incordio de ese traidor quetenía en el interior de mis pantalones.

—Que eras diferente.No le dije que no me apetecía en

absoluto ser diferente. Cuando ella lodijo de aquel modo, se lo ratifiqué. Peroseguí sin decirle nada respecto a que lahabía visto en el barracón de aduanas.Ser diferente estaba bien. Pero ser ungreenie era otro cantar. Ser greenie erael beso de la muerte, o al menos eso eralo que yo pensaba en aquellos tiempos.

A nuestro alrededor la gente seenamoraba. La gente siempre andaenamorándose, pero aquel año era

distinto. Durante la guerra la gente seenamoraba porque no existía el mañana.Ahora se enamoraban porque había unmañana, y un año siguiente, y otro añodespués.

Nos sentábamos en cines oscuros, sussuaves hombros encajando en lacurvatura de mi brazo, mi rodilla defranela gris —siempre he dicho que lasprendas son el mejor camuflaje—presionando contra su muslo con mediasde nailon. Paseábamos por las calles,los dedos entrelazados, una cerradura aprueba de ganzúas contra el mundo. Nosencerrábamos en las diminutas cabinasinsonorizadas de las tiendas de discos yescuchábamos los nuevos discos delarga duración, ella derritiéndose por

Beethoven y chasqueando los dedos alson de Stan Getz tocando con la WoodyHerman Band, y yo explicándole lamagia escondida detrás de las treinta ytres revoluciones por minuto. Hacíamoscosas que ella nunca había hecho, ysentíamos cosas que creíamos que nadieen el mundo había sentido, ymurmurábamos nuestros nombres, y«oh» y «si» y «por favor», y finalmente,porque ella era una buena chica y teníapensado seguir siéndolo hasta que secasara, «no».

Dice mi padre que en estascuestiones es el hombre quien siempreadopta el papel activo, mientras que lamujer es quien tiene que establecer los

límites.Ahora me alegraba de que dijera que

no. Sé que hay hombres a quienes lesexcita la idea de acostarse con lahermana de su mujer, pero yo no soy deésos. Para mí sería simplemente caótico.

Un domingo fuimos a Nueva Jerseycon el Chevy del 39 que me habíavendido Harry después de que ledeslizara un par de los grandes alvendedor por debajo de la mesa paraconseguir uno de los que acababan desalir nuevos de la cadena de montaje.Quería enseñarle a Susannah las casasque estaba construyendo.

Cuando aparcamos en el sueloenfangado, empalado con marcos demadera que surgían de la tierra roturada,

ella sofocó un grito. Le pregunté quésucedía. Dijo que la escena le recordabalas fotografías de las ciudadesbombardeadas que seguían llenando laspáginas de Life cada semana. Tendríaque haber sabido entonces a qué meenfrentaba. A mi chica no le iba lo de«escondamos la basura de la guerra bajola alfombra y sigamos adelante con lavida frívola». Le recordé que aquellosesqueletos eran restos de la destrucción,y que los que tenía enfrente estaban enconstrucción.

Caminamos por las planchas demadera dispuestas sobre el barrizal, ycuando nos situamos debajo de un tejadoinacabado abierto a un cielo metálico,

solos en aquella especie de privacidadque proporcionaban los andamios,incluso ella dio la espalda a la tarde deprimavera envuelta en nubes para mirarhacia delante y vislumbrar un porvenirprometedor.

—El sofá va allí —dijo,deambulando por el futuro salón—, ydos sillones, uno para ti y otro para mí,allá. —Se interrumpió—. No hayespacio para una mesita auxiliar.Necesitarás una mesita auxiliar con unabuena lámpara para leer el periódicopor la noche. Y tus libros. —Como suhermana después de ella, no podía pasarpor alto el hecho de que yo había leídono sólo a Dickens y Thackeray, sinotambién a Goethe y Schiller, en su

idioma original, resaltaban además—.Siento tener que decírtelo, Peter, perotendrás que construir un salón másgrande.

No le conté que el esqueleto deaquella estancia era del mismo tamañoque las estancias equivalentes de casassimilares en urbanizacionescomparables a ésa. Era demasiadopequeño para Susannah, habría tenidoque ser más grande. De pronto, supecómo hacerlo sin que por ello tuvieranque incrementarse los costes. Y en estemomento nos encontrábamos en uno delos resultados.

Mi cuñada miró su reloj, se levantó,se alisó la falda con el sedoso gesto

egoísta del gato que se acicala y supeque sólo un instante atrás, cuando mehabía preguntado cómo habría sido todode haberme casado con ella en lugar dehacerlo con su hermana, ella estabarecordando que me había roto elcorazón. En aquella época casi creí apies juntillas en esa frase, aunque porentonces ya tendría que haber sabidoque ninguno de mis órganos era tanfrágil como para romperse.

Era el verano después de que ella selicenciara en Barnard. Vivía en la sólidacasa de estilo Tudor de sus padres, enuna frondosa calle no muy lejos dedonde ahora nos encontrábamos, ytrabajaba en un campamento de veranopara niños refugiados. Cuando se apuntó

a ese trabajo, habría dicho que teníavocación, o al menos cierta debilidad,por esos niños.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, yahí fue cuando finalmente le hablé de laprimera vez que la había visto mesesantes de la fiesta. Por aquel entonces,me sentía lo suficientemente alejado delbarracón de aduanas como para sercapaz de confesarlo del todo, o al menosen parte.

—Yo nunca estuve allí —dijo ella.—Debes de haberlo olvidado.—Realicé algunos trabajos de

voluntariado para la Sociedad de Ayudaa Inmigrantes Hebreos —insistió—,pero nunca bajé a los muelles para la

recepción de los barcos.Lo dejé correr. Lo último que me

apetecía era discutir con Susannah,aunque aquella misma noche de veranodiscutimos.

Habíamos ido al cine, y como lanoche era agradable y sus padres novivían en una urbanización sin acerasdel extrarradio, sino en una ciudaddonde la gente aún podía ir andando a latintorería, a la farmacia y al cine,aquella noche fuimos caminando.Estábamos volviendo a casa cuando ellalo mencionó. Por encima de nuestrascabezas, un dosel de robles, olmos yarces medio ocultaba las estrellas, y aambos lados casas oscuras soñaban ensilencio bajo el calor veraniego.

Nuestras sombras gemelas salíanproyectadas de nuestros pies,aumentando en tamaño yenflaqueciéndose cuandoabandonábamos el arco formado por laluz de una farola, y encogiéndoseproporcionalmente cuando entrábamosdentro de la esfera de otro.

—Hoy me he enterado de una cosamuy graciosa. —Habló en un tono devoz tan bajo que apenas importunó a lanoche.

—¿Qué cosa?—Hay una chica en el campamento de

verano que conoce a Harry, tu socio. Meparece que le gusta.

—Estupendo —dije. Deseaba que

Harry fuese feliz. Le debía muchascosas.

—No sé si le gusta hasta ese punto,pero lo gracioso no fue eso.

—¿Qué fue?—Harry le dijo que tú no eras judío.No había levantado la voz, pero sentí

la vibración del aire. Caminamos unospasos más. Nuestras sombras empezabana desvanecerse frente a nosotros y aextenderse detrás.

—Le dije que no debía de haberloentendido bien. —El volumen de su vozno había aumentado, pero había unacorriente subterránea molesta—. O queHarry estaría refiriéndose a otro.

En aquel momento quedamos porcompleto debajo de la luz de una farola,

sin sombra alguna. Ella levantó la carapara mirarme. Justo por encima delpuente de su naricilla respingona, que enaquel momento desconocía que eraresultado de la cirugía, su pálida frentequedó atravesada por una única arrugade preocupación.

—Se refería a otro, ¿no?—¿Tiene alguna importancia?Me soltó la mano.—No seas tonto, Peter. Por supuesto

que tiene importancia.Le cogí de nuevo la mano e intenté

seguir caminando, pero ella no semovió.

—¿Estás diciéndome que no eresjudío?

—No estoy diciendo nada. Tú lo eres,y Harry, y la chica del campamento deverano.

Ella retiró la mano con fuerza.—Esto no es ninguna broma.—Claro que lo es.Me cogió de la mano y

reemprendimos la marcha.—Gracias a Dios. Por un minuto me

habías preocupado.Caminamos en silencio, intentando

seguir el ritmo de nuestras sombras.—Aun así, pienso que no deberías

bromear con este tipo de cosas. NiHarry.

Seguimos andando. Yo sin decir nada.Ella volvió a detenerse.

—¿Es una broma o no lo es?Me volví hacia ella. Volvíamos a

estar equidistantes entre dos farolas y elrostro de ella quedaba oculto entre lassombras. Confiaba en que el míotambién.

—Me ha parecido gracioso que ledieras tanta importancia.

—Por supuesto que es importante.—Yo soy el mismo, de una forma o

de la otra.—No se trata de eso.—¿De qué se trata?—¿Por qué no me lo dijiste?—¿Decirte qué?—Que no eres… —se interrumpió—.

Peter, ¿me engañas? Si me engañas,

nunca te lo perdonaré.—Seguro que sí —dije, e intenté

cogerle la mano, pero ella dio un pasoatrás.

—Dímelo. ¿Lo eres o no lo eres? —Ahora sí su voz interrumpió la paz deaquella calle frondosa y en silencio.

Intenté reemprender la marcha, peroella estaba clavada en el suelo.

—Dime la verdad, Peter.Sólo podía contarle la verdad. La

amaba, pero aún amaba más a mipellejo. Cuando volvieran otra vez, yono estaría allí.

—No lo soy.Cuando ella cogió aire fue como si el

viento agitara las hojas de los árboles.—Pero no hay ninguna diferencia. —

Traté de nuevo de cogerle la mano. Ellavolvió a dar un paso atrás—. Jamás meentrometería en tus creencias. Inclusocriaría a los niños en la fe judía —leprometí, aún sabiendo que no lo haría.Cuando ellos volvieran otra vez, mishijos tampoco estarían allí. No podríaevitar el hecho de que su madre fuesejudía. Nunca había pretendidoenamorarme de una judía. Lo que eraevidente era que no me había enamoradode ella porque fuese judía, por muchoque dijera el doctor Gabor. Perodespués de que nos casáramos, despuésde que nacieran nuestros hijos,encontraría la manera de borrarcualquier vestigio. En aquel momento no

se lo dije.Ella echó andar, la cabeza vuelta para

no mirarme, los hombros cuadrados, susaltos tacones comiéndose la acera enpasitos furiosos. Los tacones estilizabansus pantorrillas y, observándola alejarsede mí, la visión de aquellos músculos,tensos como el arco de un arquero,taladró mi corazón.

—No puedo volver a verte —dijo—.Lo siento, pero no puedo.

Alargué mis pasos para poderalcanzarla.

—Esto es ridículo.—No lo entiendes.—No, y tampoco comprendía las

leyes raciales nazis que impedían quejudíos y no judíos pudiesen juntarse.

—Es horrible que digas eso.—Tal vez, pero cierto.Se detuvo y se volvió hacia mí.—Les partiría el corazón a mis

padres.—Sé que a tus padres les gusto —

dije, aunque sabia que aquellaafirmación sólo era cierta a medias. Legustaba a su padre. Pero no era tan fácilganarse a su madre, como ya he dicho.Una cosa era traerse a un par de primosdespués de la guerra y otra muy distintapermitir que tu hija, tu primogénita, unachica preciosa, una chica inteligente, unachica que podría tener al hombre quequisiera, se casase con uno de ellos.

—No puedo hacerlo. No puedo

casarme con alguien que no sea judío.Me quedé atrapado en el círculo de

luz blanca sepulcral. No había salida.Aun contándole la verdad, aunque mecreyera, sólo serviría para empeorar lascosas. Ahora era simplemente unhombre no judío, alguien con quien ellano podía casarse. Si confesaba, sería unjudío que lo había negado, alguien aquien ella sólo podía despreciar.

Estaba llorando.—No puedo evitarlo, Peter. A lo

mejor podría haberlo hecho antes de laguerra —dijo, mostrándome su carabañada de lágrimas como una ofrenda—. Entonces era como si no tuvieratanta importancia. Pero ahora la tiene.—Cogió un pañuelo de su bolsillo y se

sonó su dulce nariz mejorada por elcirujano—. Hitler me ha hecho judía.

Qué coincidencia, me habría gustadogritarle a la noche y despertar con ello atodo aquel vecindario engreído. A míme pasó lo mismo.

7 de enero de 1941: los judíos nopodrán ir al cine.

15 de abril de 1941: los judíos debenentregar sus receptores de radio.

31 de mayo de 1941: los judíos nopodrán utilizar las piscinas ni losparques públicos.

15 de septiembre de 1941: los judíosno podrán visitar zoológicos, cafés,restaurantes, hoteles, pensiones, teatros,cabarés, conciertos, bibliotecas ni salas

de lectura.23 de enero de 1942: los judíos no

podrán utilizar automóviles.29 de mayo de 1942: los judíos tienen

prohibido pescar.6 de julio de 1942: los judíos no

podrán utilizar teléfonos.Nos había convertido en judíos a

todos, a los devotos y a los dudosos, alos religiosos y a los laicos, a los que loeran por parte de sus dos progenitores, alos que lo eran por parte de sus cuatroabuelos, a los que lo eran al cien porcien y a los que sólo tenían una pequeñagota de sangre por parte de algúnantepasado medio olvidado. Pero aquí,en los Estados Unidos, era otra historia.Aquí podías jugar a ser el fondo de la

historia. Aquí, una chica cuyo brillantepelo nunca había sido rasurado, cuyatierna piel nunca había sido tatuada ycuyo cuerpo blanco y mimado nuncahabía sido arrojado contra el fango paraservir a modo de pasarela para que losoficiales no echaran a perder suslustrosas botas, podía afirmar quetambién Hitler la había convertido enuna judía. En aquella tranquila calle,viendo cómo se alejaba de mí, creífinalmente en un pueblo elegido. No erael de los judíos.

* * * Su hermana Madeleine me llamó al díasiguiente. Nunca había hablado con ella

por teléfono, o si lo había hecho habíasido para preguntar por Susannah y nome había ni fijado en la voz de suhermana. Era gruesa y rica como elchocolate, no como el chocolatenorteamericano de Hershey Bars yKisses, sino como una sustancia másoscura y más rica que mis sentidos casirecordaban de una lejana yaparentemente segura infancia. Me dijoque si me sentía la mitad de triste queSusannah, podía animarme un poco. Dijoque me sacaría a emborracharme. Noera el tipo de cosas que se suponía quedebía decir una buena chica, mesorprendió y me ofendió un poco, perola perdoné. Estaba ya empezando acambiar mis lealtades. Ni siquiera tuve

que cambiarlas. Aquella noche queSusannah me había llevado por vezprimera a su casa, me había enamoradode toda la familia. Incluso antes. Mehabía convertido en su esclavo desdeque la vi sonreír en el barracón deaduanas aquella mañana, por mucho queella dijera, e imaginé que su familiahabía estado devolviéndole aquellasonrisa durante todos esos años.

Madeleine y yo nos casamos elverano siguiente, justo después de sugraduación. A ella no le importaba queyo no fuera judío. Hitler, decía, la habíaconvertido en atea.

Y en cuanto al secreto oculto en mispantalones, había tenido razón al pensar

que una buena chica no se enteraría.Llevábamos tres meses casados cuandose dio cuenta de que estaba circunciso.A aquellas alturas ya me había enteradode que, a diferencia de lo que sucedía enEuropa, en los Estados Unidos habíatambién hombres no judíos circuncisos.Le expliqué que mis padres habíanvisitado los Estados Unidos con motivode su luna de miel y que, ya que yo habíasido concebido aquí, decidieron rendirun homenaje a esa costumbre local. Yonunca hablaba de mi padre o de mimadre, motivo por el cual aquellahistoria le entusiasmó.

—Dile a Madeleine que la llamarémañana —me dijo ahora Susannah. Sepuso de puntillas para darme un casto

beso de despedida en la mejilla y depronto conocí la respuesta a mi inútilpregunta. Si me hubiera casado con ellaen lugar de hacerlo con su hermana, conquien mantenía una rivalidad amorosaque se prolongaría toda su vida, ladiferencia habría sido mínima. Eso nosignificaba que no amara a mi esposa.

Seis

«Sería terrible que mi diario seperdiese».

Ana Frank, citado en The Stolen Legacyof Anne Frank: Meyer Levin, Lilian

Hellman and the Staging of the Diary,Ralph Melnick

El doctor Gabor rara vez preguntaba pormi voz, pero aquella tarde lo hizo:

—¿Ha notado alguna mejoría?Aquí el médico es usted, me habría

gustado decirle, dígalo usted. Llevabaya un mes acudiendo a su consulta dosveces por semana, sentándome en lapenumbra, contemplando el desorden desu escritorio, respondiendo suspreguntas estúpidas lo mejor que podía,y pagando quince dólares la hora portener ese placer. Ya me había hartado.

—Un poco —mentí.Se recostó en aquella silla grande que

le hacía parecer más pequeño ydesabrochó la chaqueta de otro de suspulcros trajes. La tenue luz de lalámpara de la mesa hizo destellar lacadena dorada que colgaba de suchaleco. Y el reflejo iba y veníasiguiendo el balanceo del médico.

—Puedo darle una cosa… —empezó

a decir.No podía creer lo que oían mis oídos.

Aquel hombre era un imbécil. Peor aún,un charlatán. Me había hecho perder unmes de mi vida preguntándome sobrecosas que no tenían nada que ver con mivoz cuando todo lo que tenía que haberhecho era recetarme un medicamentogracias al cual podría volver a hablar.Habría cogido Los burgueses de Calaisy se lo habría estampado en la cabeza.Pero conseguí mantener un tono de vozsosegado. Había ganado una cantidad dedinero considerable desde el día en queme había sentado para superar miexamen psicológico en el antiguodespacho de la SS, pero la rabia era

todavía un lujo lejos de mi alcance.—¿Y a qué estamos esperando? —

pregunté.—Es un procedimiento muy sencillo.

Administro una pequeña dosis deamobarbital sódico. Cuando esté bajo suinfluencia, podrá hablar con normalidad.Empezará además a recordar los hechosque llevaron a la pérdida de su voz.

—¿Se refiere a la droga de la verdad?—Un término desafortunado.Desafortunado, doctor, pero preciso.

Sangrientamente preciso. Pretendeinyectarme algo en las venas que lograráque empiece a hablar.

—No hay nada que temer —dijo.¿Cómo demonios lo sabe usted?—El tratamiento ha demostrado ser

efectivo en casos como el suyo.¿Casos como el mío? No hay casos

como el mío, doctor, o si los hay sonunos pocos. Eso es lo que no le entra ensu maldita cabeza de alcornoque. No soyuno de los millones que entraron. Soyuno de los pocos que salieron. ¿Cómo selo explica? ¿Cómo lo justifica?

Cogí un pañuelo del bolsillo parasecarme el sudor que se me estabaacumulando en el bigote. Retiré la sillaunos centímetros hacia atrás. Necesitabaespacio para estirar las piernas. Seguíamirándome con aquellos ojos de búho,pero yo no podía mirarlo. Mi miradarebotaba por la estancia, buscando algoa lo que agarrarse. Notaba las sogas de

Los burgueses de Calais apretándosealrededor de mi cuello. Y entonces fuecuando lo vi. Estaba encima de unalibrería baja, al lado del escritorio. Nome imagino cómo pudo pasárseme antes,aunque tampoco entiendo cómo lo borréde mi memoria la noche en queMadeleine lo cogió de la mesilla denoche y yo perdí la voz. Era el mismolibro. Estaba seguro, aunque no podíacomprender el porqué de su existencia.

La sobrecubierta era de un color rojooxidado, el color de la sangre seca. Sufotografía ocupaba media cubierta. Susenormes ojos me miraban. Eran negros,llenos de acusaciones. Sus gruesoslabios cerraban su boca. ¿Por qué?Juzgándome. Era una cara pequeña, los

hombros estrechos e imposiblementefrágiles. Había olvidado que era unaniña. Jamás sería otra cosa.

¿Cómo era posible? Ella murió.Todos murieron, todos excepto Otto. Losabía por las listas de la Cruz Roja. Yoera el único del que no había constancia.

Su nombre aparecía debajo de lafotografía. Letras blancas gruesas sobreuna caja rectangular negra y estrechacomo un ataúd.

ANA FRANK

Y debajo, el título manuscrito:

Diario de Ana Frank

Está sentada escribiendo en eldespachito de su habitación. El doctorPfeffer quiere utilizar la mesa, pero ellale suplica un poco más de tiempo. Estáencorvada sobre la mesa de la cocinaanotando alguna cosa. Mammichenbromea con ella. Déjamelo ver, Ana,sólo una página. Está acurrucada en unasilla, escribiendo furiosamente en elcuaderno que tiene en su falda. Margotocupa otra silla, escribiendo también sudiario. Escriben para la posteridad, tal ycomo les ha pedido el señor Bolkestein,el ministro, a través de una emisiónradiofónica desde Londres. Después dela guerra, promete, se recopilarán losdiarios y las cartas para mostrar al

mundo qué tipo de vida se llevaba aquí.Será publicado, dice Ana, seré famosa.Margot no realiza predicciones sobre elfuturo de su diario, aunque el suyo,suponemos, será el que llamará laatención. Margot es la hermana seria.

Pero es el diario de Ana el que tira alsuelo el cerdo de la Grüne Polizeiaquella calurosa mañana de verano enque vienen a apresarnos. ¿Vería algúnvecino una sombra detrás de unapersiana? ¿Oiría un sonido algúnhombre de los que trabajaban abajo, apesar del sigilo con que nos movíamosdurante el día? ¿Sospecharía algúntendero de la cantidad de comida queMiep, la antigua secretaria de Ottoconvertida ahora en nuestra línea de

vida con el mundo, lograba recuperargracias a las cartillas de racionamientofalsificadas, sus sonrisas vencedoras yal acuerdo al que había llegado mi padrecon el carnicero antes de que pasáramosa la clandestinidad? Alguien tiene quehaberse chivado a los de la PolicíaVerde, pues sabían muy bien dónde iban.Suben las escaleras con las armasdesenfundadas, retiran la librería queesconde la entrada al anexo y asciendenel otro tramo que lleva hasta nuestrasestrechas dependencias. Van vestidos decivil, excepto uno que va uniformado.Pregunta dónde guardamos los objetosde valor. Su grueso puño se cierra sobreun fajo de florines. Echa un vistazo a las

joyas, pero no puede cogerlas sin soltarantes el dinero. Busca algún lugar dondeguardar su botín, agarra el maletín conuna mano y lo pone boca abajo. Loscuadernos de Ana se desparraman por elsuelo. Las hojas revolotean tras ellos.Revolotean, oscilan y navegan a travésdel rayo de luz melosa que penetra poruna de las ventanas. Ninguno denosotros, ni siquiera Ana, las miramientras abandonamos el anexo ysalimos por primera vez en más de dosaños a aquella luz dorada. Un momentodespués, la oscuridad del furgón policialse cierne sobre nosotros.

—Creo que merece la pena intentarlo—dijo el doctor Gabor.

—No hay ninguna necesidad. —Mis

palabras sacudieron las paredes delpequeño despacho.

El doctor Gabor se enderezósorprendido. No había oído nunca miverdadera voz.

* * * Tan pronto como llegué a casa, inclusoantes de subir las escaleras paracontarle a Madeleine que habíarecuperado la voz, fui directamente a lasestanterías del salón. Tardé un poco endar con el libro. Fui de un lado a otro,mi cabeza ladeada para leer los lomos,agachándome para mirar los estantesinferiores, estirando el cuello para verlos superiores. Faulkner, Fitzgerald,

Forster, Frank. Me detuve. Lo habíaarchivado con las novelas.

Cogí el libro de la estantería, aunqueno tenía ni idea de lo que pensaba hacercon él. Ana me miraba. Los ojos senegaban a pestañear. Los ojos eranindecentes. Deseaba cerrar aquellospárpados. Pero alargué el brazo ycoloqué el libro en el estante superior,donde no pudieran alcanzarlo mis hijas,demasiado alto incluso para Madeleine.

* * * —¿Qué pasó? —preguntaba sin cesarMadeleine.

—No tengo ni idea —le repetía yo.—Tal vez fue algo que dijo el doctor

Gabor —sugirió ella durante la cena.—Tal vez —coincidí.Cuando después de cenar bajé al

salón, el libro seguía en la estanteríaelevada donde lo había colocado. Nopodía evitar mirarlo mientrasdeambulaba de un lado al otro del salón.Lo sentía acechándome mientrasveíamos la televisión. Oía el levemurmullo que desprendía. Cuéntanos lasnoticias, Peter. Cuéntanos cómo va elmundo sin nosotros.

Estaba allí cuando bajé a la mañanasiguiente, y cuando volví a casa aquellanoche, y el día después. Era como unviejo amigo o como un pariente lejanoen racha de mala suerte, a quien llevas atu casa con la mejor de las intenciones y

luego acabas arrepintiéndote. E igualque ese huésped inoportuno, me seguíapor todas partes, suplicando que lehiciese caso, hambriento de consuelo,desesperado buscando algo, aunque nopodría decir qué.

Me tenía echado el ojo aquel sábadopor la tarde cuando Madeleine me dejócon las niñas para ir a comprar unatostadora que sustituyera la que yo habíasido incapaz de reparar. Ésa era otra.De repente me había convertido en unmanazas en todas las cuestiones de lacasa. Madeleine se reía de mí: «Dehaber querido alguien incapaz dearreglar las cosas, me habría buscado unmarido judío». Se acercaba por detrás

mientras yo estaba en mi banco detrabajo, me abrazaba rodeándome por elcuello y me besaba en la coronilla. Latostadora le importaba un comino yestaba eufórica porque había recuperadola voz. Su pérdida le había preocupadomás de lo que había estado aparentando.

La tarde en que ella se marchó decompras yo me encontraba sentado en elsofá, con un ojo en el periódico y el otroen las niñas. Abigail estabapreparándome un pastel imaginario en elhornillo de color rosa que mi suegra lehabía regalado por su cumpleaños.Betsy canturreaba un cuento tambiénimaginario a un grupillo de juguetes. Lapresencia de mis hijas seguíaasombrándome. Mi respeto hacia ellas

no era menor ahora que el que sentí lanoche en que llegué a casa con Abigaildespués de salir del hospital.

Aquella noche Madeleine se acostótemprano. Estaba agotada y tendría quelevantarse pocas horas después paradarle el pecho a la pequeña. Pero entréen la habitación que aún olía a reciénpintada para una última comprobaciónantes de acostarme. Tenía que verla unavez más. Tenía que asegurarme de queseguía allí.

Había planeado mirarla un instante eirme, pero la visión de mi hija me atrajohacia la cuna como la fuerza de lagravedad. Me quedé mirándola durantevarios minutos. Finalmente, acerqué la

mecedora a la cuna, me senté y pasé elbrazo entre los barrotes. ¿Era normalque la piel estuviese tan caliente? Teníasus piernecillas dobladas contra elpecho. Emitía ruiditos. Cerró la mano entorno a mi dedo. Era como si hubieseintroducido una llave en la cerradura dela puerta. No podía salir de lahabitación. No podía ni siquiera retirarel dedo. Incluso después de que elpuñito se relajase, yo seguía siendo unprisionero. Aquel pequeño trozo dehumanidad, aquel ser vivo, estaba hechode la misma materia que yo. No habíasido capaz de superar ese milagro. Yseguía sin serlo. La llegada de Betsysólo sirvió para intensificar laexperiencia. Estaba conectado.

Aquella tarde, mientras estabasentado vigilando a mis hijas, me llamóla atención un movimiento en laestantería más alta. Era como si el librovibrase.

Permanecí clavado en mi asientoobservándolo, incapaz de moverme.Daba vueltas hacia ambos lados. Setambaleó en el borde. Empezó a caer. Ladistancia entre la estantería y el suelodisminuyó. El libro adquirió fuerza yvelocidad. No servía para nadarepetirme para mis adentros que estabaimaginándome cosas. El libro seguíaacercándose. Era una roca a punto decaer, un meteorito proyectándosedirectamente hacia mis hijas.

Me liberé del agarre del sofá y corríhacia mis hijas. Abigail levantó lacabeza de repente, su rostroaterrorizado. Betsy se puso a chillar.Las cogí en volandas, una en cada brazo,y abracé con fuerza sus cuerpossorprendentemente sólidos. Levanté lavista. El libro seguía en la estantería.

* * * Tenía que sacarlo de la casa, pero no seme ocurría qué hacer con él. No podíaquemarlo. Eso era lo que ellos habíanhecho con los libros. No iba a tirarlo ala basura. Eso era lo que ellos habíanhecho con nosotros.

El lunes por la mañana, lo cogí de la

estantería y me lo llevé al coche. No megustaba conducir con él a mi lado en elasiento del acompañante, el pasajero noinvitado, mi molesto pasado, pero yapensaría qué hacer con él.

Seguía allí cuando salí del despachoaquella tarde. Los grandes ojos negrosme miraron fijamente. Le di la vuelta allibro. La contracubierta estaba ocupadapor una caligrafía pequeña y prieta.ÉSTA ES UNA PÁGINA DEL DIARIO DE ANAFRANK. Las palabras en holandéspululaban por la página como insectos.Abrí la guantera, metí el libro dentro yla cerré con fuerza.

La idea se me ocurrió cuando pasabapor delante de la estación de tren. Girébrusca y temerariamente hacia el

aparcamiento. No lo destruiría. Se loprestaría a alguien.

A un lado había aparcados varioscoches vacíos. La zona más cercana alas vías, donde las esposas permanecíansentadas detrás del volante limándoselas uñas, o leyendo revistas, odiciéndoles a los niños del asientotrasero que dejaran de pelearse,mientras esperaban el regreso de susmaridos, estaba vacía. En el andén nohabía nadie. Era un momento entretrenes.

Aparqué en una de las plazaspróximas a las vías, cogí el libro de laguantera y salí del coche. No pude evitarmirar a mi alrededor, por mucho que

dejar un libro para que lo recogieraalgún pasajero aburrido o algún viajerocurioso no tuviera nada de ilegal. Subícorriendo las escaleras hasta el andén.Me sentía ligero como no me habíasentido en muchos días. Cuando lleguéal final de la escalera, era un seringrávido. Debió de ser por eso por loque lo hice. No se me ocurre otra razón.No era lo que pretendía.

Avanzaba a paso ligero, con el libroen mi mano derecha, pero en lugar dedirigirme hacia uno de los bancos, giréhacia las vías. Me coloqué de lado,como el lanzador que se prepara para sudisparo, eché el brazo hacia atrás, lovolteé hacia delante y dejé volar ellibro. Planeó por encima de las vías,

ingrávido y libre como yo, golpeó conun ruido sordo el bordillo del otro andény cayó. Oí el golpe al chocar contra lasvías. Quedó entre ellas, despatarradosobre las traviesas.

Me quedé mirándolo. No pretendíadestruirlo. Simplemente quería sacarlode casa. Regresé furtivamente al coche,los hombros caídos, la cabeza gacha.Cuando estaba saliendo delaparcamiento, un vagón lo aplastó.Aparté la vista.

* * * Cuando veinte minutos después entré enel salón, mi mirada se dirigiódirectamente hacia la estantería más

alta. El ligero hueco entre los libros eraun vacío profundo. El espacio fuehaciéndose más ancho a medida que lanoche avanzaba. Sentía el vacío como elhambre físico, que pensé que nuncadesaparecería.

No fue hasta las diez cuando melevanté y le dije a Madeleine que mehabía olvidado unos papeles en eldespacho y que tenía que ir a buscarlos.

—¿Por qué no te levantas mañana mástemprano? —Su voz no escondíasospechas. Yo era un buen marido, unpadre cariñoso, un hombre decente, nadaque ver con los tipos dados a correríasnocturnas. Todo lo que yo quería lotenía en mi casa.

Le dije que estaría de vuelta

enseguida, subí a buscar las llaves delcoche y antes de salir cogí una linterna.

—Para encontrar los interruptores dela luz del edificio —dije antes de queella pudiera preguntármelo.

Esta vez el aparcamiento estabacompletamente vacío. Estacioné denuevo junto al andén. La apertura y elcierre de la puerta sonaron como ungemido en la oscuridad.

Subí las escaleras de dos en dos. Notenía tiempo que perder. Encendí lalinterna y proyecté el haz hacia las vías.Necesité varios barridos para dar conél, aunque seguía donde habíaaterrizado, sobre las traviesas, entre lasvías.

Caminé hasta el borde del andén. Laaltura hasta las vías no era muy elevada.Salté. Me torcí el tobillo al impactarcontra el suelo. Se me doblaron lasrodillas. Recuperé el equilibrio justoantes de caer.

Empecé a caminar por las vías,siguiendo el haz de luz de la linterna.Los zapatos crujían sobre la gravilla. Laluz rebotaba y trazaba círculos en laoscuridad. Saltó una forma. Ojosbrillantes. Una cola deslizándose. Lacicatriz del mordisco de rata que teníaen el brazo palpitaba, aunque no mehubiera dado jamás problemas en elpasado.

Pese al dolor en el tobillo, avanzaba

deprisa. A esta hora había pocos trenes,y aunque viniera uno, lo oiría a lo lejosy vería las luces, pero aun así lo queestaba haciendo no era un actointeligente, ni para un padre y esposo nipara nadie.

Una nueva rata atravesó el haz de luz.La seguí con la linterna hasta quedesapareció por un agujero debajo delandén. Cuando volví a enfocar las vías,el libro había desaparecido. Agité lalinterna a mi alrededor. El haz blancoalargado trazó círculos. Condenada rata.Condenado libro. De no ser por eso,estaría en casa, mi mujer leyendo a milado, mis hijas durmiendo al otro ladodel vestíbulo. La linterna repasó una víay luego la otra, inspeccionó las

traviesas, ascendió por los laterales delandén, se arrastró lentamente hacia atrásy acabó descansando a escasoscentímetros de donde yo estaba. Losojos negros me miraban. ¿Dónde hasestado, Peter? He estado esperándote.

Me agaché junto al libro. Mi mano seahuecó para cogerlo, palpando lasuciedad y las cenizas como unasensación arenosa. Inicié el camino devuelta. La luz de la linterna bailabasobre las vías.

Cuando llegué al andén, deposité ellibro y la linterna sobre el suelo decemento para tener las manos libres ylas posé en el bordillo para hacerpalanca. Doblé los brazos, luego los

tensé y lancé las piernas hacia arriba,pero el andén estaba más alto de lo quepensaba. Golpeé el suelo de cementocon la rodilla. Mis piernas se doblaronbajo el peso de mi cuerpo al caer a lasvías. Me imaginé a Betsy acurrucada enla cuna. Visualicé a Abigail en su cama,su aterciopelado brazo abrazando confuerza un osito de peluche. Vi aMadeleine mirando el reloj.

Doblé de nuevo los brazos, volví atensarlos, lancé las piernas hacia arribaotra vez, y otra vez volví a caer.Necesité tres intentos más para subir alandén. Tenía las manos raspadas yllenas de sangre, y las rodillas y lasespinillas magulladas de los golpes queme había dado contra el cemento.

Cuando volví a entrar en el coche, me dicuenta de que tenía un agujero en lapernera de los pantalones.

Al llegar a casa, Madeleine meesperaba sentada en la cama, leyendo.Levantó la vista de la página, se percatóde que llevaba las manos ensangrentadasy los pantalones rotos y me preguntó quédemonios me había pasado. Le expliquéque había tropezado al bajar lasescaleras del edificio al aparcamiento.Me preguntó qué había sido de lalinterna que me había llevado. Le dijeque se habían acabado las pilas. Encomparación con mis demás mentiras,ésta no era nada.

* * *

Durante la semana siguiente seguímoviendo el libro de un lado a otro.Igual que muchos de los que habíanpasado a la clandestinidad habían idoescondiéndose en sótanos, armarios ycuevas cuando había cundido el miedoentre sus benefactores, o los vecinoshabían empezado a sospechar, o eldinero para pagar el silencio se habíaagotado, yo fui encontrando nuevoslugares donde esconder mi carga. Locogí de la guantera del coche y lodevolví a la balda de la estantería delsalón que estaba fuera del alcance detodo el mundo excepto del mío. Loescondí en el sótano detrás de mi bancode trabajo. Lo encerré en la caja fuerte

que teníamos en la parte posterior delarmario de la ropa blanca. La caja noera grande, y apenas había espacio parael libro, el pasaporte y el sobre de papelde estraza con dinero que allí guardaba.Lo saqué de la caja fuerte. No queríaque contaminase las demás cosas. Loencerré en el cajón superior de la mesade la oficina. No tenía intención deleerlo, pero no podía abandonarlo.

Continuaba siguiéndome por todaspartes. Había logrado no percatarme deél cuando descansaba sobre la mesillade noche en el lado opuesto de la camadonde yo dormía. La publicidad y lascríticas no me habían llamado laatención, porque nunca leía esa sección

en los periódicos. Pero ahora queconocía la existencia del libro, resultabainevitable. Por la calle veía mujeres quelo llevaban apretado contra su pechocomo una insignia al honor. Detrás de lacaja registradora del restaurante donde aveces comíamos Harry y yo, la chica memiró con ojos acusadores cuando lainterrumpimos para pagar con cheques.Una tarde, al volver a mi despacho, vide refilón la cara de Ana antes de quemi secretaria la guardara de nuevo en suescondite en la mesa. Me sentía como unhombre en busca y captura que ve suscarteles colgados por todas partes.

Siete

«No puedes imaginarte lo que estosignifica. El diario se publicaría enalemán y en inglés, contando todolo que fue de nuestra vida mientrasestuvimos escondidos —todos losmiedos, las disputas, lo quecomíamos, la política, la cuestiónjudía, el tiempo que hacía, losestados de humor, los problemas dehacerse mayor, los cumpleaños ylos recuerdos—; en resumen,

todo».Otto Frank en una carta, 11 de

noviembre de 1945,citado en The Hidden Life of Otto

Frank,Carol Ann Lee

«Aunque me han golpeado, notengo cicatrices».

Otto Frank en una carta, 26 de enero de1975,

citado en The Hidden Life of OttoFrank,

Carol Ann Lee No tenía planeado leerlo, pero al finallo hice. ¿Cómo no hacerlo? Lo leí en mi

banco de trabajo en el sótano, cuandosupuestamente tenía que estarconstruyendo un baúl para los juguetesque tenía que ir destinado a lahabitación de Abigail; y en el baño amedianoche, mientras Madeleine dormíaal otro lado de la puerta cerrada conpestillo; y en el aparcamiento de unsupermercado donde ella no comprabaporque pensaba que si los precios eranmás bajos significaba que los productoseran de calidad inferior; y en elaparcamiento de la estación de tren,hasta que una noche ella me preguntó siera mi coche el que había visto al pasarpor delante aquella tarde. Las estacionesde tren le preocupaban. Su hermanahabía contado la historia de un

superviviente de uno de los muchosvagones de ganado que se había lanzadoa las vías y esperado a que un trenpasase sobre él. El accidente, si asíquiere llamársele, detuvo durante horaslos trenes en ambas direcciones. Le dijea Madeleine que no era mi coche y dejéde ir allí, pero no dejé de leer el diario.No podía. Era como un niño con unvicio secreto, como lo había sidoentonces, acostado en aquel camastroestrecho como un féretro, aferrándome amí mismo, sin importarme si podíanoírme mis padres, que dormían al otrolado de la pared húmeda por el sudor, osi me volvería ciego, o loco, o mecrecería pelo en las palmas de las

manos, porque seguramente estaríamuerto antes de que pudiera sucedercualquiera de estas cosas.

Cuando no lo leía, pensaba en él.Ésta, como habría destacado el doctorGabor si hubiera continuado visitándolo,es la naturaleza de un vicio secreto. Seconvirtió en mi mundo real, más real queel sótano donde fabricaba cosas para mimujer y mis hijas; que el baño dondeintentaba huir bajo el chorro de unaducha, aunque no logro imaginar por quétendría que pensar que podía huir deaquellos recuerdos precisamente bajouna ducha; que el aparcamiento delsupermercado donde las mujerespasaban rápidamente por mi lado concarros de la compra obscenamente

llenos. La humedad del canalillo quecaía por las paredes era real, y el hedora moho y sudor y pedos y meados ymierda, y el sabor de las patataspodridas y las judías mohosas, y el fríoque le ponía a mi madre las manosblancas como el hielo bajo unos guantescomidos por las polillas, y el calor queazotaba desde el cielo y ascendía enforma de vapor desde las calles queteníamos prohibido pisar, y el terror, yla degradación de ese terror. Estabaatrapado en aquel libro igual que habíaestado atrapado en aquella casa. Peroademás —y esto era lo que no lograbacomprender— lo echaba de menos.Añoraba aquellas habitaciones con olor

a rancio donde las paredes seempañaban con el vapor en verano ygoteaban aquella especie de sudor fríoen invierno. Ansiaba aquellos padres.Echaba de menos a Ana. Sufría por mí.

De vez en cuando me enfadaba. No setrataba únicamente de que ella hubiesecambiado los nombres, aunque eso yaera malo de por sí. Cuando en el anexoapodamos a Pfeffer Dussel, «idiota» enalemán, sin que él se enterara, fue unabroma inocente de dos personas jóvenese impacientes, pero resultaba que elpobre Pfeffer pasaría a la posteridadcomo Dussel. Había también maltratadoy manipulado a mi madre y a mi padre.Aquellos a quienes había renombradocomo Van Daan no eran mis padres,

deseaba gritarle, pero no podía, porqueel aroma de los cigarrillos de mi padreme cerraba la garganta y el sonido de larisa de mi madre me ahogaba la voz. Noestaba preparado para los recuerdos queme traía el diario. No podía resistir laatracción de aquellos fantasmas. Surgíande las páginas sobadas y arenosas, meabrazaban, y jadeando, riendo y llorandome devolvían a su vida, a la época enque ellos estaban vivos.

Mi madre dobla un dedo en el quelleva un anillo. ¿Recuerdas la noche quete corté el pelo?, susurra, y bailamos porla habitación, yo en bañador y zapatillasdeportivas, ella con un vestidoestampado zurcido, mis manos en sus

muñecas, sus brazos sacudiéndose ypeleándose en broma. Ella ríe, grita ychilla que la deje, y yo la empujo y lapersigo por la habitación, medio enbroma, medio en serio, lleno de terrorpor la potencia de mi fuerza, que por unmomento supera el otro terror, el terrorcon el que todos vivimos.

Mi padre me grita que le dé el libro,no el libro sobre el que estoy encorvadoen el interior de un coche aparcado en lapenumbra, sino otro libro, porque soydemasiado pequeño para saber de esascosas —aunque no para bajar con él y elseñor Frank a las oficinas, con unmartillo en mi mano por si acaso nostropezamos con los cacos—, y mearranca ese otro libro de las manos, el

que iba de penes, vaginas y relacionessexuales, y nos empujamos, nos pegamosy nos damos patadas, y él me maldice yme envía castigado sin cenar al desván,donde escucho el retumbar del terremotoen mi estómago vacío y los sonidos deellos abajo, comiendo, charlando ytrajinando con platos, y deseo que semueran, aunque sé que es unpensamiento desmesurado en esascircunstancias. Es un tonto, vociferomentalmente, un dussel peor que Pfeffer.Al menos, Pfeffer consiguió embarcar asu hijo hacia Inglaterra.

Pero en otra ocasión estamos mipadre y yo arrodillados, hombro conhombro, colocando las mosquiteras en la

fresquera para guardar la comida queestamos fabricando, y el señor Frank,que me ayuda con mi inglés pero que esincapaz de elaborar nada práctico, selimita a mirarnos. Mi padre habla en vozbaja, como si fuese un secreto quetenemos que ocultar a los que nocomprenden cómo hacemos las cosas:Bien hecho, Peter, bien hecho.

Me encontraba sentado en elaparcamiento del supermercado, oyendoa mi padre murmurarme al oído, lamirada clavada en el libro apoyadocontra el volante. Era como un inválido,la cubierta destrozada después de habersido arrojado a las vías del tren, laspáginas maltrechas como resultado de lacaída. Alargué el brazo, abrí la guantera

y saqué de ella un rollo de cintaadhesiva. E igual que vendaría la rodillaa Abigail o besaría la pequeña heriditade Betsy, me dispuse a curar las heridasdel libro. Mientras lo hacía canturreaba.Dice Madeleine que suelo tararear porlo bajo mientras trabajo, aunque no soyconsciente de ello. Pero de pronto me dicuenta de que estaba haciéndolo. Estabatarareando Mozart. El coche rebosabade Eine Kleine Nachtmusik, y yo estoyde nuevo en el desván con Ana. Es lanoche del domingo de Pascua, elsegundo domingo de Pascua quepasamos allí, el último día quepasaremos allí, y estamos escuchandomúsica en la radio, mientras el castaño

que se ve por la ventana prometemaliciosamente la primavera.

Terminan los rituales del libro yempiezo de nuevo a hojear el libro.

Es el cumpleaños de mi madre, y mipadre le da dinero a Miep con laesperanza de que encuentre clavelesrojos, su regalo tradicional. Mi madregrita de placer al ver aquella emociónencarnada que iluminaba el gris denuestra vida, y se lanza a los brazos demi padre, y lo besa prolongadamente enla boca, pero ahora, en lugar devolverme asqueado, como hice entonces,entrecierro los ojos para verlos con másclaridad. Qué jóvenes son; mi madrepechugona y activa con una boca grandedispuesta a darle un mordisco a la vida;

mi padre alto, atildado, envuelto enhumo de tabaco y chistes malos. ¿Qué eslo que hace noventa y nueve veces clic yuna vez clac? Un ciempiés con una patade palo. ¿Se aman? ¿Hacen el amor eneste putrefacto anexo falto de intimidad?

Los oigo gritándose.—No pienso vender el abrigo.—De acuerdo, este invierno

comeremos piel de conejo.—Sólo quieres el dinero para

dilapidarlo en tus cigarrillos.—Tú lo quieres para comprarte más

ropa después de la guerra. ¡Después dela guerra! ¿Qué comeremos hastadespués de la guerra?

Pero hacen las paces. Siempre hacen

las paces. Él se desliza detrás de ellamientras está en el fregadero, la abraza,abarca sus pechos de melón dentro desus manazas manchadas de nicotina.

—¡No! —grita ella, y en su boca lapalabra se transforma en un «sí».

—Kerli —le canturrea él al oído. Ybailan el vals en el dormitorio.

Ambiciosos, les llama Ana. Oh, sí,son ambiciosos.

Sigo volviendo páginas, hambrientode noticias sobre nosotros. Un párrafome detiene en seco.

Peter es muy tímido, pero no lobastante como para admitir que estaríaperfectamente bien sin ver a sus padresdurante un par de años.

Me tambaleo por el anexo, reboto de

una pared húmeda y descascarillada aotra. Me estoy asfixiando, soydemasiado grande para los techos bajosy las habitaciones abarrotadas,demasiado fuerte para mi aterrada eindefensa madre y para mi rabioso eimpotente padre, demasiado mayor paraque ella me derribe y él me pegue. Misenormes pies hacen demasiado ruido.Mis brazos largos tiran las cosas. Metemo que acabaré haciéndolos pedazos atodos. Sueño con hacerlos pedazos atodos.

Cogí un paquete de tabaco. Harry selo había dejado en el asiento delacompañante. Sujetando el libro con unamano, extraje un cigarrillo y pulsé el

encendedor. Ni siquiera me di cuenta delo que hacía hasta que lo inhalé. El olorde mi padre se cernió sobre mí. Apenaspodía respirar. Abrí la puerta del cochepara que entrase aire fresco. El librocayó de mi regazo al suelo. Ana me miródesde el asfalto negro del aparcamiento.La recogí, la limpié, cerré la puerta delcoche. Su mirada fija seguíaobservándome desde su eterno rostroinfantil.

—Los mayores están celosos denosotros porque somos jóvenes —susurro, mientras subimos las escalerasde mi dormitorio hacia el desván.

Pero ellos son más jóvenes quenosotros, o al menos más inocentes.Fuera del anexo caen las bombas, los

asesinos marchan por las calles y losvagones de mercancías transportan sucarga hacia el este, mientras que dentro,los padres, que nunca están de acuerdoen nada, coinciden en que Ana y yo nodeberíamos pasar las noches solos en laoscuridad, y Otto, que sigue confiandoen la vieja decencia —fui oficial delejército alemán durante la última guerra,le dirá al hombre de la Grüne Polizei,mientras el muy bruto va metiendonuestros objetos de valor en el maletín—, me coge por su cuenta y me habla decaminos de rosas, y de que una cosalleva a la otra, y de que nos reservemos,o al menos que Ana se reserve, para elfuturo. ¿Qué futuro? Quiero

preguntárselo, pero no lo hago, porquenecesito creer que tiene razón. De todosmodos, Ana y yo seguimos subiendo lasescaleras para ir al desván, donde nossentamos a oscuras, inhalando lasprimeras emociones maduras de laprimavera y los repugnantes vapores quesuben desde el canal que hay delante denuestra casa, aferrándonosdesesperadamente el uno al otro. SiDios le permite vivir, dice ella bajo elcobijo de la noche, conseguirá hacermás cosas que su madre, y hará oír suvoz, y trabajará para la humanidad. Siyo sobrevivo, le digo, iré a las IndiasOrientales holandesas y me convertiréen un hombre importante. Pero poco apoco dejamos de hablar y empezamos,

con paso vacilante, a encontrar nuestrotrayecto por el camino de rosas de Otto.Siento su cuerpo infantil haciéndosemayor entre mis brazos, y la vida gritaen mis oídos, o tal vez no son más quelas sirenas alertando del próximobombardeo aéreo.

Cierro los ojos, pero Ana, mi padre ymi madre, y todos ellos, incluso el pobrePfeffer, siguen impresos en el interior demis párpados. No hay forma de alejarsede ellos. Abro los ojos. Gotas de aguasalpican la cara de Ana en la cubiertadel libro. Ha empezado a llover. Subo laventanilla. Ya está cerrada. Miro haciaarriba. El sol se cierne como unamoneda deslustrada encima del

supermercado.Cojo un pañuelo del bolsillo, me

sueno la nariz y miro a mi alrededor.Las mujeres pasan apresuradamente pormi lado, sus cuerpos doblegados haciadelante por el esfuerzo de empujar susatiborradas cestas, sus miradasdirigiéndose afiladas hacia mí, luegodesviándose. Un niño se detiene a mirar.Su madre lo agarra de la mano y loarrastra. Otra mujer ni siquiera permiteesa oportunidad. Mientras sujeta al niñocon una mano, tira del carro y traza ungran círculo para rodearme. Me quedomirándolos desde la jaula de mi coche.Leo sus sospechas con la mismaclaridad que si las llevasen encima desu cabeza dentro de un globo con

palabras. Loco. Criminal. Asesino.

* * * Aquella noche, mientras Madeleinedormía a mi lado, salté de la cama ybajé de puntillas a la cocina. Después dela mullida moqueta, el suelo de linóleoresultaba frío y resbaladizo bajo mispies. Cerré las puertas de persianillaantes de encender la luz y pestañeédebido al repentino resplandor. Decamino a la nevera, me incliné hacia laventana, protegiéndome los ojos con lasmanos para evitar el reflejo y podervislumbrar las casas de los vecinos. Laluna llena volcaba un brillofantasmagórico sobre los jardines, pero

no había luces encendidas. Indian Hillsdormía, en paz, me imaginé.

Crucé la cocina en dirección a lanevera, abrí la puerta y empecé a sacarcosas. Una tras otra, fui transportándolashacia la mesa. Dos muslos de pollo, unpedazo de pastel de carne, media tarta,un tarro de mantequilla de cacahuete,una botella de leche, un recipiente conespaguetis cubierto con papel de plata,un tarro a medias de comida para bebé.Había dado ya buena cuenta de un muslode pollo y de los espaguetis cuandoMadeleine abrió las puertas depersianilla. Pestañeó por la luz. Sus ojospasaron del plato al recipiente y a labotella de mi obsceno banquete, paraacabar finalmente clavados en mí.

—¿Te encuentras bien? —mepreguntó con delicadeza.

—Sólo un poco hambriento.Sus ojos se detuvieron en el tarro de

comida para bebé.—Debía de estar medio dormido. —

Me levanté y guardé el tarro de nuevo enla nevera—. Lo había confundido consalsa de manzana normal y corriente.

Seguía mirándome cuando regresé dela nevera, su cariñoso rostro hecho unnudo de preocupación. Mi pobre esposaempezaba a sospechar lo que yo siemprehabía sabido. Que después de todo no sehabía llevado el premio gordo.

Ocho

«Él [Peter] decía que la vidahabría sido mucho más fácil dehaber sido cristiano o de poderconvertirse en uno de ellos despuésde la guerra. Le pregunté si es quequería bautizarse, pero tampoco serefería a eso. Dijo que nunca seríacapaz de sentirse como uncristiano».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,16 de febrero de 1944

Pensé en regresar a Ámsterdam una odos semanas. Me dije que de ese modoacabaría con los fantasmas. Lo que enrealidad quería era devolverles la vida.Estoy acostado en la cama a las tres dela mañana, esa hora traidora en la quetodo vuelve, oyendo a mi madreamenazar con suicidarse por el miedotan grande que tiene a morir; y a mipadre enfadarse porque no nos quedadinero para que Miep nos comprecomida; y a mí pidiendo perdón porhaberme olvidado de descorrer elpestillo de la puerta de la calle. Denoche, cuando los trabajadores se hanido, salimos del estrecho anexo ybajamos a las oficinas y al almacén de

las plantas inferiores. Durante unashoras, tenemos el edificio a nuestraentera disposición, pero siemprecerramos la puerta de la calle para estarseguros. Mi trabajo consiste endescorrer el pestillo antes de regresar anuestro escondite, pero aquella nocheme olvidé y a la mañana siguiente loshombres no podían entrar. Ahora,acostado en la cama, juraba quevolvería. Que descorrería el pestillo.Que solucionaría todo lo que habíahecho mal. Que los salvaría.

Pero cuando el amanecer golpeó lasventanas, supe que no regresaría nunca.No podía volver a aquel mundo. Miep, ysu marido Jan, y Kleiman, y Kugler

habían arriesgado su vida por salvar lanuestra, pero había otros. Recordé laspalabras que algún buen ciudadanoholandés había garabateado en el puenteque cruzaba el canal que se veía desdelas ventanas por las que se suponía nodebíamos mirar. «Apartad vuestrassucias manos de nuestros sucios judíos».Por lo que había oído en el campo derefugiados, la situación no habíamejorado desde la guerra. La gente queal salir de los campos regresaba a sucasa encontraba vecinos durmiendo ensu cama, y comiendo en su mesa, yolvidando que los habían conocido en sudía, y mucho menos que habían accedidoa cuidar de sus preciadas posesioneshasta que ellos pudieran reclamarlas.

¿No habéis causado ya suficientesproblemas?, preguntaba la buena gentede Ámsterdam. Nosotros tambiénpasamos nuestras penurias, insistían. Simataron a tantos en los campos, ¿cómoes que regresan también tantos? Losjudíos alemanes tenían lo peor de ambosmundos. El gobierno holandés revocólas leyes nazis contra los judíos y luegonombró enemigos nacionales a losjudíos alemanes. Nunca regresaría a eso,ni siquiera como no judío.

Se me ocurrió en el transcurso de otrapesadilla estando despierto, a las tres dela mañana. Iría a la iglesia. Abrazaríamás plenamente mi nuevo yo.

Seleccioné episcopalianos,

presbiterianos, luteranos, católicos yseguramente media docena deconfesiones más de cuya existencia nisiquiera me había percatado paseandopor la zona. Madeleine lo vería extraño.Ninguno de los dos era creyente.Habíamos acordado criar a las niñas sinsupersticiones. Pero ella me había vistoregresar de una excursión a la oficinacomo si me hubiera tropezado con unabanda de matones, me había sorprendidorobándole la comida de la boca de lapequeña y había visto mi cocheaparcado en la estación, aunque yo se lohubiese negado. Seguramente podríatomarse también con calma una visitaexcepcional a la iglesia.

Pasé por delante de la iglesia de

Cristo, que estaba a escasos minutos decasa, pero no me detuve. Aparquédelante de la de San Miguel, pero laescultura de Jesús en la cruz, donde alparecer lo había colocado yo, en el casode que acabara creyéndome las mofasque había sufrido en mi juventud, meaconsejó alejarme de allí. Cuando,sentado enfrente de Todas las Almas, vipor el retrovisor que se acercaba uncoche de policía, introduje la llave en elcontacto, metí primera y casi choqué conotro coche con las prisas por largarmede allí.

* * * Apenas había amanecido cuando, a la

mañana siguiente, estaba ya dandomarcha atrás con el coche por el caminode acceso a casa. Madeleine seguíadurmiendo. Le había dado un beso a supelo enredado y susurrado que tenía unareunión a primera hora que habíaolvidado mencionarle.

—No despiertes a la pequeña —murmuró, y se entregó a unos cuantosminutos más de dulce inconsciencia.

Las resbaladizas hojas caídasconvertían el camino en una superficietraicionera bajo los neumáticos. Cuandollegué a la autopista, bajé la vista haciael cuentakilómetros. Iba a cuarentakilómetros por hora por encima dellímite de velocidad. No frené. Dejéatrás los cenagales de color pardusco y

los voluminosos tanques de petróleo deNueva Jersey, atravesé el puente deGoethals y continué en dirección este.Llevaba años sin volver por allí, peroaún recordaba el camino. Cuando enaquellos tiempos pasaba por delante deledificio, siempre aceleraba el paso parapasar lo más rápido posible.

Encontré aparcamiento un poco másallá de la manzana en cuestión. La lluviase había transformado en neblina. Sealzaba desde el suelo transportando elolor maduro y rancio de lasalcantarillas. Un hombre paseaba unperro con tres patas. Dos niños saltabanen un charco. Una mujer, envuelta en unchubasquero y un pañuelo, lo rodeaba.

No me miró ninguno de ellos. Laspuertas echaban a la calle las carassospechosas. Un cartel de «No se metadonde no le llaman» colgaba delhúmedo aire matutino. Estaba muy lejosde Indian Hills.

La fachada de ladrillo rojo, veteadade negro por la lluvia, necesitaba unareparación, y el hueco de una de lasventanas estaba tapado con un cartón. Lapesada puerta de madera cedió confacilidad, aunque por su aspecto habíapensado que se atascaría. Me asaltó elolor a libros viejos, a alcanfor y a col.No comprendí lo del olor a col.

Desde donde estaba situado podía verun pasillo estrecho que conducía hasta laparte delantera de la sinagoga. Se abría

entre filas de bancos, separados hacia untercio del recorrido por una cortina decolor granate cubierta de polvo. Habíaolvidado por completo la cortina. Lacorrían los viernes por la noche, lossábados y las festividades, pues servíapara separar a los hombres de lasmujeres.

Avancé por el pasillo, pasé de largola cortina y me acerqué poco a pocohacia la parte delantera de la estancialarga y estrecha. El arca estaba abierta.La Torá expuesta sobre una mesa alta demadera. Un grupo de hombres, vestidoscon el taled de oración, se apiñaba a sualrededor, entonando cánticos. Aunqueno comprendía sus palabras, algo en mi

interior respondió a la inconsolablecadencia, aunque ¿qué alma no lo haceante un canto lúgubre en tono menorcomo aquél? Mientras iban cantando, searrodillaban para enderezarse acontinuación y empujar el cuerpo haciadelante. Pese a que nunca lo habíaemulado, también el movimiento meresultaba familiar. La idea de que podíallevarlo en la sangre me dejó helado.Eso demostraría que ellos tenían razón.¿Pero no era acaso por eso por lo queestaba yo allí?

Uno de los hombres se separó delgrupo y empezó a retroceder por elpasillo hacia mí, sin dejar de agachar lacabeza, hacer reverencias y canturrear.Cuando llegó donde yo estaba y se

volvió, me quedé sorprendido. De lejos,envueltos en sus taleds, coronados consus casquetes, parecían hombresmayores, pero el hombre que teníaenfrente sería de mi edad. Su casquetenegro se asentaba con garbo sobre unaabundante mata de pelo rizado de colorzanahoria. Bajo las tiras de cuero quesujetaban a su frente una cajita negra, supiel lechosa aparecía salpicada depecas oxidadas. El cabello, pensé, debíade haberlo salvado, de lo contrario lohubieran matado en primera instancia.Habrían realizado experimentos, por elbien de la ciencia, para descubrirdetalles sobre una curiosidad menor: unjudío pelirrojo. Volvió a agacharse. No

estaba muy seguro de si el gesto formabaparte de su danza o si se trataba de unsaludo dirigido a mí. Me ofreció unlibro con cubiertas negras. Al extenderel brazo, el taled cayó al suelo. Las tirasde cuero que sujetaban otra caja decuero negro a su brazo se clavaron en supiel y distorsionaron la imagen de unnúmero tatuado. Seguía ofreciéndome ellibro, igual que el funcionario deaduanas aquella mañana en el muelle mehabía ofrecido mis documentos. Lo cogí.

Me empujó suavemente hacia elbanco y hacia allí fui. Aunque llevaba unlibro abierto en la mano, no estabamirándolo. Seguía rezando, pero teníalos ojos clavados en mí. Yo enfoqué losmíos hacia delante. Extendió el brazo,

pasó las páginas del libro que me habíaentregado y yo sujetaba, me miró e hizoun ademán en dirección al texto. Bajé lavista. Por la superficie correteaban unoscaracteres raros. Reconocí las formas,pero era incapaz de captar susignificado. Ni siquiera conocía lossonidos que debían tener. Levanté lavista y miré el arca abierta. Mi miradase elevaba, pero no mi espíritu. Nosentía nada. Cerré los ojos y meconcentré en el lamento de los hombresen oración. Doblé las rodillas e intentéempujar los hombros hacia delante, perohabía algo, fuerte como un cable deacero, que me mantenía erguido. Quedéa la espera de una reacción. Deseé que

mi estómago se revolviera de hambre.Esperé a que se me erizara el pelo de lanuca. Pero no había manera. La visióndel diario de Ana me había dejadomudo. Los objetos y los rituales quemedio recordaba ni siquiera me poníanla piel de gallina.

Esperé a que los devotospronunciaran su último amén yempezaran a despojarse de sus taledspara desfilar hacia el pasillo. Elpelirrojo me siguió, como sabía que loharía. Se puso a mi altura cuando yollegaba a la puerta y se inclinó paradecirme algo. Recibí una bocanadaintensa de olor a bolas de naftalina.Galletas de naftalina, las llamaba Anacuando mi madre las sacaba de la lata,

porque guardaba esas galletas en unarmario a prueba de polillas. Y enaquella sinagoga desconocida saboreéde nuevo esa dulzura pegajosa que sedeshacía en mi lengua.

—¿Eres judío? —me preguntó.Me quedé mirando al joven con

aspecto de viejo. El pelo se le levantabade la cabeza como si acabara deatravesarlo una corriente eléctrica. Suraído jersey sin mangas colgaba conholgura por encima de una deshilachadacamisa de franela, mientras suspantalones grisáceos caían sobre unoszapatos llenos de rozaduras.

—Soy americano —respondí.—Yo también. De ser otra cosa,

¿crees que podría estar aquí en unasinagoga? En Varsovia no lo habríatenido tan fácil. En Alemania ni siquierahabría podido hablar de ello. Sé queeres americano, señor Yanqui Dandi, [9]pero ¿eres judío?

No le respondí.—Es una pregunta muy sencilla.

Como esa canción que dice: ¿Lo eres ono lo eres?

No se lo había dicho a mi esposa, ni asu hermana antes que ella, ni a mi socio.Nunca se lo diría a mis hijas. En parte,lo había hecho por ellas. De modo que¿por qué debería decírselo a esedesconocido, a ese greenie que teníapegado a mí como una mosca?

—Lo soy.

Movió la cabeza afirmativamente.—Pero no eres creyente.Separó sus finos labios para esbozar

una sonrisa animal.—Respecto a las creencias, no hago

preguntas. —Se inclinó más aún haciamí. Capté de nuevo el olor a bolas denaftalina y saboreé otra vez las galletas—. Y cuéntame, ¿volverás?Necesitamos hombres como tú.

—¿Hombres como yo?—Un minyan.Pensé por un momento que se refería

a un acólito.[10] A punto estuve dedecirle que yo no era eso. Pero entoncesme vino a la cabeza otra palabra quehabía olvidado. Me quería para

conseguir un minyan, el quórum de diezhombres necesario para poder llevar acabo las oraciones rituales.

Le dije que volvería, aunque estabaseguro de que no lo haría.

EL CHICO QUE AMÓ A ANA FRANK

1955-1980

LIBRO SEGUNDO

Nueve

«Nunca olvidaré el momento, enAuschwitz, cuando Peter van Pels,de diecisiete años de edad, y yovimos a un grupo de seleccionados.Entre ellos estaba el padre dePeter. Marchaban en fila india. Doshoras después llegó un camióncargado con su ropa».

Otto Frank, citado en Ana FrankMagazine, 1998

«Las familias Frank y Van Pels, (*)y Friedrich Pfeffer [llegaron] a laestación [de Auschwitz] la nochedel 5 al 6 de septiembre. […] Laselección tuvo lugar en el andén[…]. 549 personas —entre ellaslos niños menores de quince años— fueron pasadas por las cámarasde gas aquel mismo día, 6 deseptiembre. Entre ellos estaba[Hermann] Van Pels».

Diario de Ana Frank, Ana Frank:edición crítica, basado

en el informe 103586 de la Cruz Rojaholandesa

El médico se apellidaba Miller. DoctorJoseph Miller. Parecía tan normal como

sonaba su nombre. Y ya me iba bien. Noquería más doctores Gabor, queahondaran en los recuerdos del ViejoMundo, apestando a las miserias delViejo Mundo. No estaba aquí porquealgo fuera mal. Esta vez había pedidocita con el médico porque todo ibaestupendamente bien. Mi voz estabaperfecta. Ni siquiera había vuelto apensar en aquel incidente. El diario mehabía desconcertado al principiosimplemente porque había asumido quese había evaporado, como todo lodemás. La idea de su supervivenciadespués de todo aquello resultaba encierto sentido obscena. Pero habíalogrado poner la situación en

perspectiva. No era más que un libro. Nisiquiera me sentí molesto cuando leí queiban a representar una obra de teatro apartir de él. Si eso era lo que queríaOtto, ¿quién era yo para ponerobjeciones? Me daba lástima por él, portener que revivir el pasado, pero a míme traía sin cuidado.

Tenía una esposa, a la que amaba yque me amaba, dos hijas sanas y otrobebé en camino. Una noche, tres mesesatrás, cuando llegué a casa del trabajo,Madeleine me había anunciado que elconejo había muerto. Era un códigosecreto, pero lo entendí de inmediato.Cualquier marido de Indian Hillsconocía su significado, probablementecualquier marido de los Estados Unidos.

Me pregunté si a alguno de ellos, apartede a mí, no le resultaría peculiar queutilizáramos el lenguaje de la muertepara anunciar la llegada de una vida. Nose lo comenté a mi esposa. Hice lo quecualquier marido de Seminole Road, deIndian Hills, de los Estados Unidosharía en esas circunstancias, todos, esdecir, excepto los mujeriegos, losborrachos y los hombres que no eranmuy de familia. Crucé la cocina, laabracé, la besé y le dije lo feliz que mesentía. Hice todo lo correcto que debehacerse en estos casos. No quiero decircon esto que lo único que quería erahacer lo correcto que debe hacerse enestos casos. Mi alegría era sincera. Pero

no soy muy dado al comportamientoefusivo. De haber montado un numerito,Madeleine habría pensado que algo ibamal.

Ella quería un niño, no sólo porque yatuviéramos dos niñas, sino porqueestaba segura de que yo, como cualquierhombre, pensaba, deseaba un hijo varón.Pero se equivocaba al respecto. Pormucho que me hubiese gustado un hijovarón, confiaba en que fuera otra niña.Una niña me permitiría seguir saliendoairoso del atolladero.

Los negocios también marchabanbien. Harry había tenido razón al decirque el hombre normal y corrientequerría poseer una casa nueva en lasafueras. Habíamos iniciado ya la tercera

fase de la urbanización. La AsociaciónNacional de Constructores de Casas noshabía concedido un premio. Alprincipio, había sido reacio a aceptarlo.No me gustaba la idea de llamar laatención hacia mi persona.

Harry levantó la vista en dirección altecho del despacho cuando se lo dije.

—La gente paga sumas asombrosas aagentes de prensa para conseguir que sunombre aparezca en los periódicos yahora resulta que a mi socio no le gustallamar la atención hacia su persona.

Tenía razón. Este miedo a sobresalirera el último vestigio de mi mentalidadde greenie. Mejor que regresara alMarseilles si seguía pensando así. El

premio no podía hacerme nada más quebien. Incluso dejé que me convencierade que fuese yo el encargado de dar eldiscurso de agradecimiento durante lacomida, aunque yo pensara que era élquien debería darlo.

—Yo tengo acento —dije.—Y yo. Un acento puro de Brooklyn.

Reconócelo, colega, tú eres el motivopor el que nos han dado este premio sinsentido. Hemos construido una casabonita, pero también las construyenotros. Incluso empieza a imponerse esode hacer espacios más grandes al mismoprecio. Pero entre ellos y nosotros existeuna diferencia. Tú. Peter van Pels. Unaprueba viviente de que los EstadosUnidos siguen siendo el país de las

oportunidades. De que cualquiera puedesubir como la espuma hasta lo más alto.Naturalmente, a nadie le hace ningúndaño que no sea un miembro más de latribu. —Guiñó el ojo.

Acepté lo de dar el discurso en lacomida. Después, se acercaron unmontón de hombres, me estrecharon lamano y me ofrecieron sus tarjetas devisita. El periódico local publicó unartículo con una fotografía. El JournalAmerican publicó un párrafo. Cuandoaquella noche llegué a casa, Madeleinelo tenía colgado sobre la encimera de lacocina.

—Échale un vistazo. —Hizo unademán en dirección al periódico y se

retiró de la frente un mechón de pelo. Laprimera vez que se cortó el pelo con esoque llaman un corte al estilo «caniche»me quedé horrorizado. Prefiero lasmujeres con pelo largo. Pero he acabadoacostumbrado a ese peinado juvenil.Pese a recibir su nombre de un perro,les otorgaba un aspecto verdaderamentefelino a sus enormes ojos y a suspómulos afilados. Parecía a la vez alertay satisfecha, aunque podía ser por elembarazo.

—¿Qué es?—Un artículo sobre mi famoso

marido.—¿En un periódico de Nueva York?

—Eso era más de lo que me esperaba. Abuen seguro alguien lo vería, aunque no

me imaginaba quién.Cogí el periódico, leí por encima el

artículo y luego volví a leerlo másdespacio una segunda vez. Era unpárrafo inocuo sobre un hombre denegocios norteamericano normal ycorriente. Sólo un greenie podría tenerlealgún miedo.

Madeleine compró tres ejemplaresdel Journal American y del periódicolocal, recortó los artículos y los hizoplastificar. Le dio uno a su madre y otroa su hermana. Yo no estaba presentecuando lo hizo, pero la visualizosonriendo, deslumbrante, satisfecha,como si estuviese relamiéndose la lecheque podía haberle quedado en los

bigotes. Aunque nadie lo admitía, lafamilia iba anotando los tantos en elmarcador. Norman había ido a launiversidad y estudiado medicina, peroyo había leído a Goethe y Schiller «enidioma original». Él era un profesional,pero yo había ganado más dinero. Laprimera persona a quien llamóMadeleine cuando se enteró de lo delpremio fue a su padre. Mi suegroadmiraba las credenciales de mi cuñado,Norman Fine, doctor en Medicina,miembro del Colegio de Médicos de losEstados Unidos, pero le gustaba lo queél denominaba mis «agallas». Leimponía respeto la íntima relación queNorman mantenía con cuestiones sobrela vida y la muerte, pero desdeñaba en

parte que Norman ignorara lo que eratrabajar duro de verdad. Me queríacomo a un hijo, decía de vez en cuando,aunque fuera un shagetz.[11]¿Hemencionado ya que mi suegro era unhombre hecho a sí mismo?

El premio me hizo desear podermencionárselo a mi propio padre,aunque en esta época apenas si pensabaen él o en mi madre. ¿Qué sentido teníapensar en ellos? Se habían ido. Esaparte de mi vida estaba muerta yenterrada.

Creía en el futuro. Por eso estaba enla consulta del doctor Joseph Miller, poreso y por mi hija Abigail. Abigail teníaseis años, era ya lo bastante mayor como

para sentir vergüenza. Ésa era laexpresión que había visto en su caracuando una tarde levanté la vista delbanco de trabajo que tenía en el sótano.

Estaba dando los toques finales a lacasa de madera que le había construido.La hija de Susannah, Debbie, estaba connosotros. Debbie era cinco meses mayorque Abigail y, para los grandes ojos azulgrisáceo de mi hija, la fuente de toda lasabiduría y del mejor criterio. Yo veíaen mi sobrina cierta tendencia alsadismo, pero tal vez se debiera a queera un padre sobreprotector. Ése era eltérmino que utilizaba Madeleine.

Estaba pegando el último rollo depapel pintado en el diminuto comedorvictoriano. Era un trabajo delicado,

sobre todo para unas manos tan grandescomo las mías, y estaba encorvado,prestando toda mi atención a la casita,concentrado en el trabajo que tenía entrelas manos. Las dos niñas se encontrabanjunto al banco de trabajo,observándome. Llevaban toda la tardecharlando, riendo y contándose cosas aloído, y al principio no me percaté delsilencio. Sólo cuando alisé el papelsobre la pared y me recosté paraobservar el efecto me di cuenta de queme estaban mirando. No, a mí no, sino ami brazo izquierdo. La boca de Debbiese había convertido en un pimpollito derepulsión. Pero lo que me llegó al almafue la expresión de mi hija. Era la

expresión de nuestras caras, no cuandonos sometían a aquellos horrores, sinocuando éramos obligados a ser testigosde los que se perpetraban a otros. Eravergüenza. Y no tenía cabida en elrostro de mi hija.

A la mañana siguiente llamé parapedir una cita con el doctor Miller.Había estado posponiéndolo durantemeses, años quizá, pero ahora ya estabapreparado.

—Es una intervención muy sencilla—me explicó el médico al tiempo quese recostaba en su asiento, que,pensándolo bien, no se diferenciaba engran cosa del modelo giratorio deGabor, aunque las similitudes acababanahí. El corte de pelo al rape, tan escaso

y rubio que parecía el de un pollito, ledaba un aspecto de improbableingenuidad. Era imposible que unhombre adulto fuese tan inocente. Suamericana blanca almidonada parecíaesterilizada. Sus ojos, detrás de unasgafas con montura de concha, estabancentrados un par de centímetros porencima de mi cabeza. A lo mejor ése erael secreto de su inocencia. No examinarminuciosamente al hombre que teníaenfrente—. Lo que hacemos, señor VanPels, es extirpar el número, como loharíamos con un tumor o un lunar.Después, tiramos de los extremos de lapiel estropeada para cerrar. Si la zonaes demasiado grande para esto,

realizamos un injerto de piel, pero estoyseguro de que no será necesario en sucaso. El suyo no es más que un tatuajenormal y corriente, del montón.

Un tatuaje normal y corriente, delmontón, como millones de tatuajes más.Como mínimo, en su tiempo habíahabido millones de tatuajes iguales queel mío. Actualmente eran cada vez másescasos, y no gracias precisamente aldoctor Miller y sus colegas. Pero ahorano iba a ponerme a pensar en eso. Elhecho de que otros hubieran muerto conel suyo no significaba que yo tuviera quevivir con el mío. Más concretamente, nosignificaba que mi hija tuviese que vivircon el mío.

—Si está decidido a seguir adelante

con esto…—Lo tengo ya decidido.—Bien. —El médico se levantó—. La

chica le programará una visita. —Rodeóla mesa de despacho hasta llegar dondeestaba yo y empezó a avanzar hacia lapuerta—. En nuestros tiempos ya no haymotivo para andar por ahí con undefecto tan desagradable como éste. —Un defecto. Nunca lo había consideradoasí—. Le sorprenderían los avances quehemos hecho. Tampoco quiero decir conesto que juguemos a ser Dios. —Se pasóla mano por la pelusa amarilla de lacabeza—. Pero podemos deshacermuchos errores de la naturaleza. Ytambién del hombre. He eliminado

docenas de números como el de usted.No había otros números como el mío.

Ése era el tema. Los números eran laúnica individualidad que nospermitieron. Uno tras otro fuimosacercándonos a la mesa, el señor Frank,el doctor Pfeffer, mi padre, yo, ypresentamos los brazos, tal y como nosordenaron. Tuvimos suerte. Entendíamosel alemán. Los que no lo entendían, losque no tenían ni idea de lo que debíanhacer, recibían patadas, golpes y cosaspeores. Pero aquel día sólo nosnumeraron, números consecutivos. Elmío se diferenciaba del de mi padre porun único dígito. Mi legado imborrable.

—Existe cirugía plástica para lo suyo—dijo el doctor Miller mientras me

abría la puerta y se hacía a un lado paradespedirme—. Borramos el pasado.

* * * Lo sentía sentado a mi lado en el cochede camino a casa, su brazo izquierdodescansando sobre la tapicería de cuerode color castaño del asiento delacompañante. El número negro como elhollín, idéntico al mío exceptuando eseúltimo dígito, palpitando contra la piel,desvaída después de dos años sin ver laluz de sol.

Encendí la radio. Ike estabarecuperándose bien de su trombosiscoronaria y Roy Campanella habíalogrado un doble home run en el primer

tiempo que resucitaba la esperanza deque los Dodgers acabaran ganando untítulo de la World Series, y varios milesde personas habían asistido a unamanifestación en el Carnegie Hall afavor de la liberación de Morton Sobell,que estaba cumpliendo una condena deveinte años por su participación en elcaso de espionaje de Julius y EthelRosenberg.[12] A pesar de que losRosenberg habían acabado en la sillaeléctrica hacía ya más de dos años, aúnseguía sin pasar un mes sin que algunaorganización jurara solventar losantiguos errores. La gente debería tenermás cabeza. Es imposible solventar losantiguos errores. Aun así, lo de ejecutara una pareja normal y corriente era un

asunto lamentable, a una madre y unpadre, judíos, como siempre subrayabami suegro, como si su filiación religiosahubiera sido responsable no sólo de lacomplicada situación de ellos, sinotambién de la vergüenza de él. No setrata de un asunto en dos sentidos, mehabría gustado decirle. Si resulta queellos son chivos expiatorios e inocentes,tú no puedes ser culpable por simpleasociación.

¿Pero sabe a quién culpo yo en elcaso Rosenberg? A Julius y a Ethel. Nopor espionaje. No tengo ni idea de si locometieron o no. Los culpo de haberacabado en la silla eléctrica. Los culpode haber dejado huérfanos a dos niños.

Todavía veo perfectamente la fotografíade los pequeños que apareció en losperiódicos, con sus chaquetas decuadros y sus gorras de visera. Michaely Robert. Buenos nombresnorteamericanos. Michael y RobertRosenberg aparecen sonriendo en lafotografía. El abogado defensor losacompaña a su salida de Sing Sing,seguramente la última vez que vieroncon vida a sus padres, y los pobresniños, que nada sospechan, salen de allísonriendo. No tienen ni idea de la queles espera. Pero yo puedo decírselo. Losveo caminando en esa fotografía, elmayor pasando el brazo por encima delhombro de su hermano menor, y soycapaz de predecirlo todo. Siento la lana

áspera de la chaqueta de cuadrosrozándome el cuello y las muñecas. Veoel lustre negro aceitoso de las armas delos vigilantes reluciendo bajo el sol.Oigo los gritos pidiendo piedad,pidiendo salvación, pidiendo algún actode interferencia. Da lo mismo que losperiódicos cuenten que sus padres sedirigieron hacia la muerte con un dignosilencio. ¿Qué saben los periódicos deestas cosas? Aquellos pequeños oiránlos gritos de sus padres durante el restode su vida. Por esa razón echo la culpa aJulius y Ethel Rosenberg. Ellos podríanhaber detenido las ejecuciones encualquier momento. La línea telefónicacon Washington se mantuvo abierta hasta

el último minuto. Lo único que teníanque hacer era confesar y sus sentenciashabrían quedado conmutadas por untiempo en la cárcel. Los dos pequeñoshabrían podido ir a visitarlos. Cuandohubieran llegado a hombres, cuandohubieran alcanzado mi edad, sus padreshabrían sido puestos en libertadcondicional. La mayoría de la gente notiene tanta suerte. La mayoría de la genteno tiene la oportunidad de salvarse, nitampoco de salvar a su familia.

Apagué la radio. Los Rosenberg notenían nada que ver conmigo. Nisiquiera me sentía salpicado porasociación religiosa, como mi suegrocreía sentirse, aunque tengo que admitirque a las viejas costumbres les cuesta

morir. Mi instinto seguía dividiendo elmundo entre judíos y gentiles. La únicadiferencia era que ahora yo meencontraba en el lado seguro de ladivisión.

Giré por Seminole Road.Últimamente ya no esperabaencontrarme con ruinas humeantes obosques donde nunca había habidoedificios. Daba por sentado que la casaestaría allí, recién pintada, con loscanalones limpios y los arbustoscuidados, casi entre las sombras de losárboles que crecían a su alrededor casitan rápidamente como mis hijas.También había dejado de conducir conambos pies. A veces, incluso apartaba

una mano del volante. Y dentro de pocassemanas no tendría grabado ningúnnúmero, ni siquiera una cicatriz, mehabía prometido el doctor Miller,mientras miraba fijamente el espacio porencima de mi cabeza.

* * * No le comenté a Madeleine mi visita aldoctor Miller. ¿Qué sentido teníapreocuparla antes de tiempo? Además,sabía que se sentiría aliviada.Antiguamente le daba reparo tocar eltatuaje. Incluso trataba de evitarlocuando hacíamos el amor. Hoy en día yano se andaba con esos remilgos, peroeso no significaba que fuera a sentirlo si

desaparecía. ¿Qué tipo de personaquerría aferrarse a una cosa así? Ellanunca decía nada. Mi pasado leinspiraba tanto respeto que ni sugeríahablar de él. Era demasiadoimpresionable como para correr elriesgo de herirme. Pero aquello iba ahacerlo por los dos.

Esperé a mencionárselo hasta lanoche anterior a la intervención. Elmédico había dicho que tendría quebuscar a alguien para conducir el cochede vuelta a casa. Le dije que podíaconducir yo mismo, pero el hombre selimitó a sonreír y a decir que el médicoera él. La candidez de Miller medisgustaba tanto como me habíadisgustado en su día lo retorcido de

Gabor.Estábamos preparándonos para

acostarnos cuando saqué el tema. Noquería mencionarlo delante de las niñas.Se darían cuenta de que llevaba unvendaje, pero en cuanto la vendadesapareciera, se olvidarían porcompleto de que allí había existido unnúmero. Los niños tienen poca memoria.Por suerte, hay adultos a quienes lessucede lo mismo.

—He ido a ver al médico. —Estabadesatándome los zapatos y hablé con lamirada fija en el suelo. Aquello era unaafirmación, no una invitación a unadiscusión.

—¿Te encuentras bien? —Su voz

ascendió media octava de alarma.—Me encuentro bien. Es una cuestión

de cirugía facultativa.La noté a mis espaldas, de pie al otro

lado de la cama, esperando. En su lugar,yo habría sabido de qué iba, pero yonunca podría estar en su lugar, igual queella no podía estar en el mío.

—Voy a ir a que me eliminen elnúmero. El del brazo —dije, como sihubiera algún otro.

Ella no respondió de inmediato, perosabía lo que le estaba pasando por lacabeza. Se alegraba de quedesapareciera, pero no podía admitiralegrarse, porque eso equivaldría aconfesar que le repelía.

—¿Es peligroso? —preguntó por fin.

De modo que yo tenía razón.—Es pan comido. —Era una

expresión de Harry, y el tono jocoso mepareció adecuado para la ocasión.

Levanté la vista a tiempo de verlaquitarse el pantalón. Su vientre setensaba contra unas medias virginales dealgodón blanco. La piel que asomabapor encima era fina y pálida como unpergamino, un fuerte contraste con lobronceado de sus brazos y piernas.

—El médico lo hace en la mismaconsulta. Con anestesia local.

—¿Estás seguro de que quiereshacerlo?

—Ya he tomado la decisión.—¿Cuándo?

—Hace dos semanas.—Me refiero a cuándo te lo harán.Me levanté para guardar los zapatos

en el cuarto vestidor.—Mañana por la mañana a primera

hora.—¡Mañana por la mañana! —Las

palabras quedaron amortiguadas por lapuerta que me escondía de su vista.

—Si te lo hubiese dicho antes —expliqué desde el vestidor—, no habríashecho más que preocuparte. La verdades que tenía pensado no mencionártelohasta tenerlo ya hecho, pero dice elmédico que alguien tendrá queacompañarme luego a casa.

—Me habría gustado que me hubieses

avisado con un poco más de antelación.¿Qué habría hecho si no fuera uno de losdías de la señora Goralski?

La señora Goralski venía tres vecespor semana a limpiar la casa, hacer lacolada y a cuidar de las niñas mientrasMadeleine asistía a sus reuniones parabuenas causas, iba de compras con sumadre y su hermana y, de vez en cuando,se arreglaba e iba en tren a Nueva Yorkpara visitar algún museo o asistir aalguna función de teatro por la tarde.Siempre decía que se sentía culpablepasando una tarde entretenida mientrasyo trabajaba tanto, pero yo no veía conmalos ojos que se lo pasara bien. Mealegraba de poder proporcionárselo.

—Pero resulta que es uno de los días

de la señora Goralski —dije—. Por esoquedé para mañana.

Salí del vestidor con una sonrisatranquilizadora, que ella se perdióporque en aquel momento estabametiéndose el camisón por la cabeza.Antes de que descendiera, capté undestello de miembros color miel, carneblanca como la luna y vello púbicooscuro.

Al principio de nuestro matrimoniome daba miedo mirar el cuerpo de miesposa. Estaba seguro de que iba a sercastigado por aquel placer. Seguíaimponiéndome respeto. Mi asombrotenía que ver con el volumen delembarazo, pero era algo más que eso.

Me maravillaban su suavidad y suintegridad. Estaba perfectamente intacta.Ni siquiera se había agujereado lasorejas, como su madre y su hermanahabían hecho. Contemplando el destellode aquella momentánea desnudez, penséde nuevo que sería mucho mejor que elbebé que llevaba en su vientre fueraniña.

* * * Madeleine y yo estábamos solos en lasala de espera, aparte de larecepcionista, que era lo que Harryhabría llamado una «tía buena». Miré elreloj. La tía buena nos había dicho queel doctor nos atendería enseguida. Eso

había sido hacía ya diez minutos.—Si la visita es a las diez en punto,

tendría que atender a las diez en punto—le murmuré a Madeleine.

Ella levantó la vista del libro, miró ala recepcionista y se inclinó hacia mí.

—Son sólo un poco más de las diez—susurró.

—Las diez en punto no significa unpoco más de las diez. ¿Dónde estaría yosi me dedicara a hacer perder el tiempoa la gente en mi despacho?

—Lo que pasa es que estás nervioso.—No estoy nervioso. Pero no me

gusta que me hagan esperar.—A lo mejor le ha surgido alguna

urgencia.—O a lo mejor es que le gusta que la

gente espere. Seguramente pone más deuna visita a la misma hora. Así es comohacen dinero estos médicos.

Madeleine me miró de reojo y luegohizo un ademán con la cabeza endirección a la recepcionista paraalertarme de que podía oírnos.

—Es lo que hay.Me repitió que estaba nervioso. Le

dije que dejara ya de decir aquello. Queno tenía motivos para estar nervioso.

Se abrió la puerta que daba hacia eldespacho. Otra tía buena, ésta no tanguapa pero con mejor tipo, o tal vezfuera sólo el efecto del uniforme deángel blanco de la misericordia, echó unvistazo a la sala. ¿Esperaría encontrar

una multitud? Su mirada se clavó en mí.—¿Señor Van Pels?Me levanté. Madeleine también.—Espera aquí —dije.—¿No te gustaría tener apoyo moral?Le dije que estaría tranquilo.—Sólo hasta que empiece.—Quédate aquí.Se la veía picada, entonces recordé

las dos tías buenas. Mi esposa tiene suorgullo. Y se enorgullece también de susentido del humor, sobre todo ensituaciones difíciles.

—Ya —dijo, y las miró a la una y a laotra con una sonrisa consciente,maternal, de «los hombres son comoniños», aunque sabía a la perfección quea mí de niño me quedaba muy poco.

Crucé la sala y empecé a andar por unpasillo siguiendo al ángel blanco. Mecondujo hasta una pequeña habitación alfinal del pasadizo, me entregó uncamisón blanco y me dijo que medesnudara de cintura para arriba y mepusiera el camisón.

—El doctor estará enseguida conusted.

Me quité la americana, la camisa, lacorbata y la camiseta, lo colgué todo enuna percha que había detrás de la puertay me puse el camisón. En la esquinahabía una silla de respaldo recto. Habíatambién una mesa larga cubierta con unasábana blanca. No quise sentarme allí.Me decidí por la silla. Miré el reloj. Las

diez y veinticinco. De no habermequedado medio desnudo, me habríalargado. No estaba nervioso, comoMadeleine insistía. No estabarepensándomelo. Simplemente no megustaba que me hiciesen esperar. Se lodiría en cuanto llegara.

Se abrió la puerta. Entró el médico.La enfermera le seguía como una velablanca ondeando al viento de suimportancia. No se disculpó por elretraso. Ni lo mencionó. Yo tampocoquería discutir con un hombre que estabaa punto de acercar un cuchillo a micarne.

Mientras me daba los buenos días, mecomentaba lo benigno de la temperaturaotoñal y me preguntaba qué tal estaba, se

lavó las manos, se puso un par deguantes quirúrgicos y verificó elinstrumental que estaba preparando laenfermera. Me explicó de nuevo que setrataba de una intervención sencilla.Repitió que no existía razón alguna en elmundo por la que tuviera que andar conuna cosa que ofendiera a la vista comoésa. Dijo que había realizado laintervención docenas de veces. Tomóasiento en el pequeño taburete de pielnegra y con la ayuda de los pies searrastró hacia mí.

—También he eliminado alguno delos otros. Hace unos años tuve un casofascinante. —Levantó la vista de minúmero y la dirigió hacia el espacio por

encima de mi cabeza—. Un tatuaje en laparte interna del antebrazo. —Levantó lamano derecha y la dirigió hacia la parteinterna de su antebrazo izquierdo paraindicarme el lugar—. Así de largo. —Alzó entonces la mano y dejó un espaciode un par de centímetros entre sus dedospulgar e índice—. Me imagino que de laSS.

Había olvidado que también era en laizquierda. SS o prisionero, todosllevábamos la señal en el mismo lado.Volvió a mí entonces mi infancia latina.Lo llevábamos en el lado siniestro.

El médico empezó a frotarme el brazocon un trozo de algodón, no sobre elnúmero, sino por la parte superior. Lasensación era tonificante, como loción

para después del afeitado.—Por lo que tengo entendido, era una

cuestión funcional. —Cogió con la manoizquierda la jeringa que sostenía laenfermera. También él era siniestro—.Lo utilizaban para indicar el gruposanguíneo. Por si resultaban heridos ynecesitaban una transfusión. —Seinclinó sobre mi brazo—. Se lo eliminépor completo. —Noté la agujatraspasando mi piel—. Ni un solo rastro.Ni cicatriz. Nada. —Vi el líquidodesapareciendo en la jeringa—. Hoy endía, señor Van Pels, podría ver a esehombre por la playa y no tener la másmínima sospecha de lo que llegó ahacer. —Retiró la aguja—. Como

siempre digo, la cirugía plásticamoderna significa eso para ustedes.Eliminamos el pasado. —Sentí unasensación peculiar propagándose por micuerpo.

Sin apartar la vista de mi brazo,volvió a extender la mano izquierda endirección a la enfermera.

—Naturalmente, esto son simplessuposiciones por mi parte. —Ella dejócaer en la mano de él el instrumento—.No mencionó que fuese un tatuaje de laSS y, por supuesto, yo tampoco se lopregunté. —Sonrió afectadamente frentea mi número. El nazi que también pasópor allí se convirtió en nuestrochistecillo.

Intenté retirar el brazo.

Me sujetó con más fuerza.—No hay nada que temer —dijo sin

levantar la vista—. No sentirá nada.Volví a tirar.—Tiene que mantenerse quieto, señor

Van Pels.Tiré del brazo y me solté.—He cambiado de idea.—Es una intervención menor. Como

le he dicho, no sentirá nada.—He cambiado de idea. —No

pretendía gritar—. No quiero que loelimine. No tiene derecho a eliminarlo.

El médico dejó el bisturí y se levantó.Por un instante me miró a la cara, eltiempo suficiente para que laindignación se reflejara en la suya.

—Como usted quiera. —Se volvió yse dispuso a abandonar la estancia.

La enfermera salió volando tras él.Sus palabras llegaron flotando hasta míantes de que se cerrara la puerta:

—Esta gente es muy inestable.

* * * Insistí en ser yo quien condujera hastacasa. Madeleine no puso impedimentos.No tenía ni idea de que tenía el brazoizquierdo medio dormido. Ni siquieracomentó el hecho de que estuvieraconduciendo con una sola mano. Aaquellas alturas ya se habíaacostumbrado a ello. Sin embargo nopudo evitar preguntarme, mientras yo

forzaba el motor para adelantar a uncoche que andaba despacio por el carrilrápido, e iba desfilando a todavelocidad por delante de vallaspublicitarias que anunciaban gasolina ydentrífico y tiendas de coches desegunda mano, qué era lo que me habíahecho cambiar de idea.

—Simplemente me ha parecido unamala decisión.

—Anoche no te lo parecía. Ni durantelas últimas dos semanas. ¿No fueentonces cuando fuiste a visitar a esemédico por primera vez?

Ya estábamos otra vez con eso.—No quería preocuparte. Por eso no

te conté que había ido a visitarlo. —Norespondió—. ¿Estás diciéndome con

todo esto que te sientes defraudada?—¿Porque no me lo contaras?—No, por no haberme eliminado ese

número.—Para empezar, yo ya no quería que

te lo borrases.La miré de reojo. Estaba sentada en el

extremo del asiento del acompañante,con la espalda apoyada en la puerta delcoche. Nunca dejaba que las niñas sesentaran así. Era peligroso.

—No te apoyes en la puerta. —Cambió de posición—. Si no queríasque lo hiciera, ¿por qué no me lodijiste?

—¿Cuándo? ¿El día antes a las oncede la noche? ¿Esta mañana cuando

íbamos hacia allí?—Tendrías que habérmelo dicho.—Y tú tendrías… —empezó a hablar,

pero se interrumpió.—¿Por qué no querías que lo hiciera?—No es que no quisiera que lo

hicieras.—A ver si te aclaras. ¿No querías que

lo hiciera o querías que lo hiciera?—Quería que lo hicieras si tú querías

hacerlo. Pero no lo considerabanecesario.

—¿Necesario?—No tiene nada de malo.—¿La mujer que ni siquiera se

agujerea las orejas está diciéndome queandar por la vida con un número tatuadoen el brazo no tiene nada de malo?

—A lo que me refiero es a que ya mehe acostumbrado a él.

—Te has acostumbrado a él. Entoncestodo cobra sentido. Entonces escondenadamente maravilloso andar porla vida con un número tatuado en elbrazo.

—Tampoco he dicho eso. Lo únicoque he dicho es que forma parte de ti. —Dudó. Pasamos volando junto a unnuevo muro de vallas publicitarias.Bujías, cereales para el desayuno yneumáticos para coche—. Sin él, ya noserías tú.

Qué estupidez, me habría gustadogritarle.

—Deja de apoyarte en la puerta —le

dije.

* * * Esperé a que Madeleine se durmiera.Ella conocía la existencia de la cajafuerte en la parte posterior del armariode la ropa blanca. Me había vistoinstalarla con mis propias manos pocodespués de que nos mudáramos a lacasa. Nunca le había dado lacombinación, no porque no confiara enella, sino simplemente porque siempreme olvidaba de anotársela. En la cajafuerte, no obstante, no había nada quefuera un secreto para mi esposa. Todo loque había allí era para ella, para ella ypara las niñas.

Escuché hasta que su respiración sevolvió suave y regular, y a partir de ahícalculé cinco minutos más mirando elreloj de la mesilla de noche. Cuandoestuve seguro de que no la despertaría,abandoné la cama, caminé de puntillaspor la habitación, dando un ampliorodeo al recogedor de colillas que habíajunto al vestidor y también a la silla quehabía en una esquina, y cerré la puerta amis espaldas. No quería que la luz lamolestara. También cerré la puerta de lahabitación de las niñas. Aunque nada delcontenido era malo para ellas, erantodavía demasiado pequeñas paraenterarse de ciertas cosas.

Encendí la luz del recibidor y abrí la

puerta del armario de la ropa blanca. Elolor a limpio asaltó mis pulmones.Saqué con cuidado las toallas que habíaen el estante delante de la caja fuerte, noporque me preocupara que Madeleine sediese cuenta de que había estadomerodeando de nuevo en la caja, sinosimplemente porque no queríadesbaratar su pulcritud, o la de la señoraGoralski.

Tiré de la puerta falsa recortada en elfondo del armario. La caja metálicalanzó destellos al proyectarse sobre ellala luz del aplique que había colocado enlo alto. Empecé a girar la rueda. Ocho ala derecha, cuatro a la izquierda, seis ala derecha. El mes y el año de millegada a los Estados Unidos. Palpé con

los dedos los números. El simple hechode abrirla me daba placer.

Abrí la portezuela. Ver el pasaporteoficial y el sobre grueso de papel deestraza tenía en mí el mismo efecto queun buen trago de whisky: mitadadrenalina, mitad relajación. Saqué elpasaporte. Palpé entre mis dedos lasuavidad de la cubierta de cuero deimitación. Me guiñaron el ojo el sello yla inscripción dorada: Estados Unidosde América. Lo abrí con veneración,como un libro de oraciones. Letrasnegras impresas en el grueso papel.«Van Pels, Peter; esposa, Madeleine;hija, Abigail; hija, Elizabeth». En cuantonaciera el bebé, sumaría allí otro

nombre.Lo devolví a la caja y levanté el

sobre de papel de estraza. Pesaba másque el pequeño documento azul.Desenrollé la cuerdecilla del cierre ylevanté la tapa. El dinero seguía dentro,clasificado en montoncitos, cada unocon dos gomas elásticas. Lo saqué, lodispuse ordenadamente sobre laestantería y dejé el sobre para tenerambas manos libres y poder contar. Elmédico se equivocaba. Tú no puedesdeshacer el pasado. Por eso me marchéde su consulta. Al principio, el incidenteme hizo sentir incómodo, pero aquellasensación duró poco. Había hecho locorrecto. No porque sin el númerodejara de ser yo. Madeleine se

equivocaba al respecto. Erasimplemente que tratar de deshacer elpasado no era más que otra forma devivir en el pasado. Y a mí me interesabael futuro. Por eso mantenía el pasaporteactualizado y añadía dinero al sobre deforma regular. Mi vida era mejor que loque podía haber visualizado en missueños más descabellados en el campode refugiados. Pero me gusta estarpreparado para cualquier eventualidad.

Guardé de nuevo el sobre en la cajafuerte, la cerré y regresé al dormitoriotan silenciosamente como había salidode él.

Estaba adormilándome cuando noté aMadeleine apretándose contra mi

espalda. Su brazo se insinuaba debajodel mío, su mano se posó en mi pecho,el bebé presionaba mi trasero.

—¿Sigue todo allí?—¿A qué te refieres?—A la caja fuerte. ¿No era eso lo que

hacías?—Sólo quería comprobar una cosa.Me acarició el oído con la nariz.—Era una broma, no una queja.—He intentado no despertarte.—Tú no me has despertado. Ha sido

tu ausencia.Enredé mi pierna con la suya. Ella

trasladó la mano de mi pecho a mibrazo. Acarició el número con losdedos. Al principio pensé que eracasualidad, pero después me di cuenta

de que sabía lo que estaba tocando.Había apuntado directamente allí.

Diez

«¿Hasta qué punto tenemos unaobligación con el mundo cuandoincluso nos han expulsado de él?».

Hombres en tiempo de oscuridad,Hannah Arendt

No escuché el grito que anunció lallegada de mi hijo. La zona de espera delos familiares estaba a cierta distanciade la sala de partos, adonde se habíanllevado a Madeleine en una silla de

ruedas hacía menos de una hora. Llegóasí de rápido. Mi hijo, como yo, eraimpaciente.

Antes me tenía por un hombreafortunado. Ahora no podía ni creer enmi buena suerte. En el momento en quelo vi, antes de eso, en el instante en queel médico me dijo que era un niño, seesfumaron todas mis reservas respecto atener un hijo. No era un problemainsuperable. ¿Pero qué estaba yodiciendo? No era ningún problema.Tenía que tomar una decisión alrespecto, y ya la había tomado. Nopermitiría que nada interfiriera en estaalegría.

Igual que yo había sido numeradocomo mi padre, el mismo número con la

única diferencia de un dígito, tambiénme habían cortado como a mi padre, elmismo corte de Abraham, el signo delpacto. Yo no creía en el pacto. Ya noera judío. No había motivos paracircuncidar a mi hijo. Por otro lado,tampoco había motivos para no hacerlo.En los Estados Unidos había muchoshombres no judíos circuncisos, incluidoGeorge Johnson, que pertenecía al clubde campo donde jamás permitirían a miesposa cruzar el umbral de la puerta. Losabía, porque antes de que Georgedescubriera lo de Madeleine, me habíainvitado a jugar al golf allí y yo habíaechado un vistazo detallado al vestuario.Estaba en buena compañía. O como

mínimo, no estaba solo. El humeantesótano, rebosante de desodorantealmizclado, whisky añejo y bromascampechanas, estaba a años luz de serun vagón de ganado lleno decombatientes de la resistencia polaca,pero el sonido seguía ahí. «Abajo lospantalones, abajo los pantalones».Había centenares de historias comoaquélla. Jóvenes rubios pasando comoarios, niños de tres años escondidos conmonjas católicas, italianos, franceses,griegos y holandeses pasando pornacionales, todos inferiores a la razadominante, eso sí, pero no judíos, hastaque llegó a gritos la orden de bajarse lospantalones. ¿Qué diría mi hijo cuando selo dijesen? ¿Que en los Estados Unidos

no sólo se circuncidaba a los judíos?¿Que incluso George Johnson, que eraantisemita como ellos, aunque másdiscreto al respecto, también estabacortado? No creo que la respuestatuviera mucha importancia. No estabadispuesto a correr ese riesgo.

Había tomado la decisión. Nocircuncidaría a David. Madeleine habíasugerido en los inicios que si el bebéera niño lo llamaríamos como a supadre. Después recordó con quiénestaba tratando. Los judíos ponen elnombre de familiares fallecidos, los nojudíos de ellos mismos.

—A menos, naturalmente, que quierasllamarlo Peter. Mis padres se volverían

locos. —Para mis suegros, poner a unbebé el nombre de un individuo vivosería tentar al destino para que eseindividuo muriera en el acto, peroMadeleine no era supersticiosa y yo, aaquellas alturas, sabía que laperspectiva de volver locos a sus padresno le disgustaba del todo.

Dije que no quería que mi hijo sellamase como yo. Ningún hombre teníapor qué cargar con el peso de su padre.En cuanto al nombre de mi padre, le dijea Madeleine que sería una crueldadtener un Hermann, o un Herman incluso,viviendo en Indian Hills rodeado deMarks, Scotts y Barrys. Decidimosponerle David. Me gustaba cómosonaba. Y era un nombre ecuménico.

Estaba el David del AntiguoTestamento, por supuesto, pero tambiénel David que era el santo patrón deGales. El David del Antiguo Testamentopudo con Goliat. San David solíarepresentarse con una paloma posada enel hombro. De este modo asegurabatodas mis apuestas.

* * * La primera vez que lo vi fue a través deuna ventana de cristal. Estaba llorando.Sus brazos agitaban el aire de la sala ysus piernas se retorcían bajo la tensamantita; su boca era un agujero oscuro ydiminuto dibujado en su furiosa caracolorada. Esperé a que una enfermera lo

cogiera. Nadie parecía oírlo. No loentendía. Yo estaba en el otro lado delcristal y oía sus gritos. Era inmoral. Erasádico. Cerré la mano en un puño ygolpeé con los nudillos la ventana.Levantó la vista una enfermera cuyocabello amarillo oxigenado salíadescuidadamente de su cofia. Un ligerogolpecito en la ventana llamaba suatención, pero no los berridos de unbebé. Le señalé a mi hijo. Se quedómirándome. Por favor, dije moviendolos labios. Tal y como a mi suegro legusta decir, puedes atraer más moscascon miel que con hiel. La enfermeranegó con la cabeza en señal dedesaprobación, pero recorrió los pasosque la separaban de la cunita y cogió a

David. Fue necesario cerca de un minutode palmaditas suaves y balanceos paraque los aullidos decrecieran. Realicé unademán dándole las gracias. Ella volvióa negar con la cabeza, aunque en estaocasión sonrió. Le estaría bienempleado que informara de su actitud,pero no lo haría. No pensaba arruinaraquel día memorable con quejasinsignificantes. Y lo último que deseabaera molestar a mi esposa. Habría caídoarrodillado y le habría dado las graciaspor el regalo que era nuestro hijo dehaber sido de ese tipo de hombres, perono lo soy. En cambio, le había compradoun detalle para demostrarle miagradecimiento. Un broche de diamantes

no es moco de pavo. Era más caro quela pulsera de oro que le regalé cuandonació Abigail y que las perlas de Betsy,no porque el nacimiento de David fueramás importante, sino porque estabaganando más dinero.

Recorrí el pasillo que conducía hastala habitación de Madeleine. La cajita dela joyería que llevaba en el bolsillo merozaba la pierna a cada paso que daba.Confiaba en que el broche le gustara. Alfinal me daba pena no haber compradotambién los pendientes. El joyero medijo que comprar pendientes dediamantes para una mujer que no teníaagujeros en las orejas era temerario,pero me sentía temerario. Tenía un hijo.No había nada que no fuera a hacer por

él y sus hermanas. No había nada que nopudiera regalarle a su madre. Lo únicoque tenía que hacer era pedírmelo.

Madeleine estaba sentada en la cama,sus cortos rizos pegados a su cabeza, unmatiz verde insalubre en su piel, aunquedebía de ser el reflejo de las paredesdel hospital. No se encontraba en sumejor momento, y yo la amaba más quenunca. Naturalmente, no se lo dije. Notenía por qué hacer comentarios sobre suaspecto a las pocas horas de dar a luz. Yella ya sabía que yo la amaba.

Atravesé la habitación hasta llegar ala cama. Cuando se empujó con lasmanos para incorporarse más, su bocase torció en una mueca de dolor. Cambió

de posición para hacerme sitio en lacama. Me senté y le cogí la mano. Teníala piel seca como un pañuelo de papel.Me incliné para besarla. Olía amedicamentos y leche.

Preguntó si había visto a David y sino pensaba que era el bebé más guapode toda la sala, y le dije que lo habíavisto y que sí que lo era, y no lemencioné que había tenido que aporrearla ventana para conseguir que laenfermera lo cogiera en brazos. Noquería preocuparla. Y no le gustaba queyo fuera con exigencias que ellaconsideraba irrazonables, aunque yo novea en absoluto irrazonable pedirle auna enfermera que consuele a un bebéque llora. Es su trabajo, por el amor de

Dios.—Vino el pediatra —dijo

recostándose en los almohadones—.Quería preguntarme sobre lacircuncisión. Le dije que nada deceremonia religiosa. Que simplementequeremos una intervención médicasencilla realizada por él o por alguno desus acólitos.

—¿Alguno de sus acólitos?—A veces se encarga un residente. A

mí me parece bien. Mientras sea unmédico con la formación necesaria. Noestoy por la labor de permitir quealguien que no tiene ni idea de medicinamoderna le acerque un cuchillo a nuestrohijo. Por mucho que digan mis padres.

—Ya lo discutiremos.—Eso significa que papá ha estado

machacándote de nuevo. No hay nadaque discutir. Es nuestro hijo, y tú y yo lohemos acordado. Nada de ceremoniareligiosa.

No habíamos acordado nada, pero noquería pelearme con ella en aquelmomento. Estaba demasiado débil.Estaba demasiado excitable.

—Me refiero a que ya discutiremos sivamos a hacerle algo o no.

—¿Qué quieres decir? Tiene queestar circunciso.

—¿Por qué?—Porque es lo que se les hace a los

niños pequeños hoy en día. Es una

práctica médica aceptada.—También lo eran las sanguijuelas en

su época.—Hablo en serio, Peter. Todos los

libros dicen que es más sano.—Ah, los libros. —¿Qué sabían los

libros? ¿Dónde estaban los libroscuando entraron los hombres en el trengritando: «Abajo los pantalones, abajolos pantalones»?

—Y el pediatra opina lo mismo.—El pediatra se apellida Caneglio.—¿Y eso qué tiene que ver?—La señora Caneglio va a misa todos

los domingos.—Aún no te sigo —dijo ella, aunque

por su manera de entrecerrar los ojostenía la sensación de que sí me seguía.

—El doctor Caneglio no tiene quepreocuparse de que puedan confundir asu hijo con un judío.

Echó la cabeza hacia atrás, como siacabara de darle un bofetón.

—¿Confundir?—Ya sabes a qué me refiero.—Si no querías que confundiesen a tu

hijo con un judío, no haberte casadoconmigo.

—Creía que estábamos de acuerdo.Ninguno de los dos es creyente.

—No hablo de creencias. Hablo deser judío. Eso es lo que soy. Lo quesignifica que David es medio judío.Según la ley judía, que me dejaindiferente, pero según eso, es

completamente judío. Si la madre lo es,el niño lo es. De modo que es un pocotarde para empezar a preocuparse por laposibilidad de que confundan a tu hijocon un judío.

¿Por qué no le conté en aquelmomento la verdad? Se habría sentidoaliviada, no porque yo fuera judío, sinoporque yo no era nada de las otras cosasque empezaba a temerse. Se habríaemocionado. Y no era un judíocualquiera. Era el judío de Ana Frank.Pero decirle eso habría sido volver alpasado. No podía hacerlo.

—Tú no has visto lo que yo he visto—fue todo lo que dije.

Me miró como si le hubiese dado otrobofetón, pero esta vez no respondió. No

podía discutir con mi pasado.—Ya lo discutiremos —repetí,

aunque había tomado la decisión de queno lo haríamos. Si yo no protegía a mihijo, ¿quién lo haría?

Extraje de mi bolsillo el estuche deterciopelo y se lo mostré. No hizoningún ademán de ir a cogerlo.

—Ábrelo —le dije. Se quedómirándolo. Estaba tan agotada que nisiquiera tenía fuerzas para abrir lacajita. Abrí la tapa. El broche dediamantes pestañeó desde el fondo deseda negra. Se sintió tan abrumada quese echó a llorar.

* * *

La casa estaba oscura. Nunca me habíadado cuenta de lo siniestra que llegaba aser de noche. Echaba de menos losagujeros ambarinos que las ventanasiluminadas taladraban en la negritud.Echaba de menos saber que mi esposa ymis hijas estaban dentro.

Cuando enfilé el camino de acceso,los faros delanteros barrieron losarbustos. Algo, el gato de un vecino, unmapache, cruzó corriendo el haz de luz ydesapareció en la oscuridad.

Aparqué el coche junto a la rancherade Madeleine, salí del vehículo y entrépor la puerta trasera. El silencio era tandenso como la oscuridad. Susannah sehabía llevado a las niñas para quepasaran la noche con ella. Y ahora me

sabía mal haber accedido a ello. Cuantoantes tuviera bajo mi techo a Madeleine,las niñas y David, más feliz me sentiría.

Recorrí la casa encendiendo lasluces. Colgué el abrigo en el armario dela entrada, me despojé de la americana yla corbata y cogí un vaso del armario yuna bandeja de cubitos de hielo delcongelador. No soy de los que beben.Puedo tomarme un whisky en una salidade trabajo si la situación lo requiere. Seme conoce por achisparme un poquito enlas bodas y otras reuniones familiares.No soy contrario a un cóctel cuandosalimos a cenar en ocasiones señaladas.Pero no soy del tipo de hombre quecuando llega a casa por la noche va

directo al mueble bar. Aquella noche,sin embargo, tenía un motivo paracelebrar. Tenía un hijo, un hijo nocircunciso que nunca sería confundidocon un judío, por mucho que dijeraMadeleine. Había tomado la decisióncorrecta.

Me acerqué al aparador del comedor,cogí la botella de Chivas Regal que misuegro siempre trae cuando viene devisita, aunque sea tan poco bebedorcomo yo, y llené el vaso hasta la mitad.Cuando volvía a la cocina, vi de refilónmi reflejo en los ventanales que habíajunto a la mesa. La oscuridad lostornaba escurridizos. Levanté el vasopara brindar por mi hijo. La figura de laventana lo levantó a su vez. Bebimos.

Dejé el vaso sobre la encimera ysaqué de la nevera la cazuela con elasado y las bandejas Corning Ware conpatatas y judías tiernas. Del mismomodo que Madeleine llevaba variassemanas con una bolsa de viajepreparada, también se había aseguradode que en la nevera hubiera siempresobras para alimentarme durante suausencia. Mi hambre se había moderado,pero su reputación prevalecía.

Los distintos recipientes y bandejasllevaban instrucciones pegadas con cintaadhesiva explicándome cómo calentarlos contenidos. Seguí las indicaciones yregresé al comedor para volver a llenarel vaso mientras esperaba a que se

calentase todo. Cuando la comida estuvolista, la volqué en un plato y me instaléen un extremo de la mesa de la cocina.Rara vez comía solo en esta mesa.Había comido solo algunas nochesdespués del nacimiento de cada una demis hijas. Y también en otra ocasión.Tardé un momento en situarla. Habíabajado a media noche y tras habervaciado la mitad de la nevera me habíainstalado en la mesa. Madeleine habíaaparecido poco después. Vi suexpresión cuando abrió la puerta depersianilla que da acceso a la cocina.Pestañeó por culpa de la luz. Se llevóuna mano a su rostro somnoliento ydespeinado para protegerse delresplandor. Entrecerró los ojos cuando

empezó a fijarse en la composición delabsurdo banquete. Repasó la mesa conla mirada. Y se detuvo al llegar al tarrode comida para bebé. Le dije algo asícomo que pensaba que era salsa demanzana normal y corriente y lo guardéde nuevo en la nevera, pero erademasiado tarde. Sabía qué estabapensando. ¿Qué tipo de hombre es el quequita la comida de la boca de sus hijas?No podía imaginárselo. La nevera de suinfancia debía de estar llena de frutamadura, leche cremosa y sobrasestropeándose hasta tener que tirarlas.En el anexo, podríamos haber vividouna semana entera de las sobras que setiraban a diario de la nevera de mi

suegra. Para mi esposa, el hambreequivalía a saltarse una comida, lainanición al nombre de una dieta deadelgazamiento. Verme martirizado porel hambre aquella noche la habíaescandalizado. Había entrecerrado losojos, su boca se había torcido en unamueca de repugnancia y me habíamirado como si fuera un desconocido.Me había mirado igual que en lahabitación del hospital aquella mismatarde cuando le dije que nocircuncidaríamos a nuestro hijo porqueyo no podía correr el riesgo de que loconfundieran con un judío.

Me levanté y recogí el plato. Creíaque no tenía hambre, pero de pronto meapetecía comer más. Tenía la sensación

de ser capaz de devorar el pedazo decarne entero, el sustento de toda unasemana. Al volverme, vi otra vez derefilón mi reflejo en los ventanales.Momentos antes un hombre joven, unnuevo padre, había brindado conmigodesde las ventanas. Ahora era un viejode hombros redondeados y rostromancillado por la necesidad el que memiraba con los párpados entrecerrados.¿Cuándo había empezado a parecerme ami padre?

Enderecé la espalda y levanté labarbilla, pero seguía viendo lospárpados caídos de mi padre en elcristal oscuro. También era suya aquellaexpresión de terquedad en la boca. Di un

nuevo trago al vaso. El hombre que separecía a mi padre bebió también.Felicidades, dije, y lo saludé inclinandola cabeza. Me devolvió el saludo. Unabuena noticia, le dije, y él se mostró deacuerdo. Un hijo. Para continuar elapellido, el apellido que no me habíacambiado, le dije para tranquilizarlo. Elque yo no tuve que cambiarme, merecordó él.

David van Pels, insistí.David van Pels, repitió la figura del

cristal. Los dos levantamos la mano ynos secamos un ojo con el dorso.

Exceptuando un detalle.Sabía lo que pasaría. Pero no había

cedido ante mi mujer y no iba a capitularante esta invención de mi imaginación.

Sabía que no era más que eso. Yo no erauno de los afectados, uno de esosindividuos marcados que cruzan la callecuando ven policías, que se quedanparalizados por el terror cuando suenauna sirena y alucinan la presencia de losmuertos. El término para estaenfermedad, en alemán, por supuesto, esverfolgungsbedingt. Significa que elproblema, sea el que sea, es el resultadode lo que ese individuo tuvo que sufriren manos de los nazis. Significa tambiénque el pobre desdichado tiene derecho auna miserable compensación económicapor parte del gobierno alemán. Por esola existencia de la verfolgungsbedingtresulta tan difícil de demostrar. He leído

acerca de la normativa que rige loscomités de psiquiatras alemanes. ¿Sufredepresión? ¿Qué tiene esto que ver conel hecho de que semanalmente, durantemeses interminables, estuvieras en unafila con otras chicas de quince años,contando números, ocho, nueve, diez,once, sin saber si ese día estaríanseñalados para la muerte los pares o losimpares? ¿Sufre alucinaciones?Seguramente eso no tiene nada que vercon ser testigo del fusilamiento de tupadre, tu madre, tu hermano mayor y tustres hermanas.

No puedo hacerlo, dije. Es demasiadopeligroso.

Creía que estabas en los EstadosUnidos. El país de las oportunidades. El

hogar de los libres y los valientes. Elpaís de los penes circuncisos.

Lo soy. Soy ciudadanoestadounidense. Lo somos todos. Lafamilia al completo.

Pues entonces, cuéntame, ¿qué tieneeso de bueno si vives como si estuviesesde nuevo en aquel hediondo anexo?Cuéntamelo, exitoso hijo mío, con tupreciosa casa, tu próspero negocio y tucaja fuerte llena de dinero en metálicopara la huida.

No quise que me eliminaran elnúmero. Lo conservé por ti.

¿Crees que es por eso? ¿Queconservando el número puedes lavartelas manos en lo que a mí concierne? ¿En

lo que concierne tanto a mí como a tumadre?

No me lavo las manos respecto a ti.Simplemente trato de proteger a mi hijo.Eso es lo que los padres hacen por sushijos.

¿Qué quieres decir? ¿Que yo no teprotegí? Te lleve a Ámsterdam, ¿no? Enla última guerra Holanda se mantuvoneutral. ¿Cómo podía yo saber que estavez no sucedería lo mismo?

Había otros que sí lo sabían.Os apunté a todos en la lista de

inmigración. Incluso antes de queestallara la guerra.

Pues no fue lo bastante pronto.¿Qué pretendes decir con eso? ¿Que

esperé demasiado?

Así es, maldita sea.No me hables así. Sigo siendo tu

padre. Los nazis no pudieron anular eso,y tampoco puedes tú.

No es lo que intento hacer. El hechode que no vaya pregonando que soyjudío no significa que te hayatraicionado.

¿Pregonando? ¿Llamas pregonar adecírselo a tu esposa y a tus hijos? Peroeso me da lo mismo. Lo que me importaes mi nieto. Tendría que ser como yo, ycomo tú, y como mi padre. Eso es loúnico que pido. Un poco de respeto. Unalínea de conexión. Es lo mínimo quepuedes hacer por mí.

Estás muerto, por el amor de Dios.

Mi padre seguía mirándome desde laventana. Tienes que hacerlo por mí.

* * * Un joven muy pulcro, vestido con unachaqueta blanca almidonada, fue elencargado de cortarle el prepucio a mihijo sin ningún ritual adicional, y aunqueDavid lanzó un grito de protesta, nohubo otras consecuencias inmediatas,exceptuando quizá la atención excesiva,aunque subrepticia, que no podía evitarprestar a otros recién nacidos mientrasles ponían el pañal y a los hombresadultos en los urinarios. Los númeroseran tranquilizadores. Si en los EstadosUnidos subían a algún tren, la mitad de

la población quedaría seleccionada.

* * * La noche antes de que Madeleine y elbebé regresaran a casa una vezfinalizada su estancia en el hospital,deposité seiscientos dólares más en elsobre de papel de estraza que guardabaen la caja fuerte del armario de la ropablanca. Había añadido ya el nombre deDavid al pasaporte. El dinero no teníanada que ver con el hecho de que leshubiera permitido circuncidar a mi hijo.Cada pocos meses ponía dinero en elsobre. Ahora éramos cinco. El coste dela vida subía, aunque cuanto más dineroponía en el sobre más seguro estaba de

que nunca tendría que sacarlo de allí.

Once

«Él [Pfeffer] era un hombre guapo,una personalidad encantadora querecordaba al cantante francés debaladas románticas MauriceChevalier. […] Era una personamuy atractiva».Mis recuerdos de Ana Frank, Miep

Gies,con Alison Leslie Gold

«Seguía existiendo el problema de

que el segundo acto [del Diario deAna Frank] flojeaba. […] El 8 deseptiembre, después de larepresentación […] [los guionistas,el director y el productor]encontraron la solución: el señorVan Daan robaría un pedazo depan».The Real Nick and Nora: Frances

Goodrich and Albert Hackett, Writersof Stage and Screen Classics, David L.

Goodrich Cuando aquella noche llegué a casa,Madeleine llevaba un vestido de lananegra, tacones altos que estilizaban suspantorrillas y les daban el aspecto de lascuerdas de un arpa y un collar de perlas,

no el de doble vuelta que le habíaregalado con motivo del nacimiento deBetsy, que reservaba para las veladasnocturnas, sino el de una sola vuelta quele regalaron sus padres cuando cumpliólos dieciséis. Venía de algún lado, peropor nada del mundo conseguía recordarde dónde, aunque estaba seguro de queme lo había comentado.

—Ha sido estupendo —dijo.Yo aún ni me había quitado el abrigo.—¿El qué ha sido estupendo?—La obra.Lo recordé entonces. No se me

ocurría cómo podía habérsemeolvidado. Ella y Susannah habían ido entren a Nueva York para ver larepresentación en sesión de tarde del

Diario de Ana Frank. No tenía nada deexcepcional. Mi esposa y su hermanasolían asistir a sesiones de tarde sin susmaridos. Ni a Norman ni a mí nosgustaban los atascos para entrar en laciudad, ni tener que comer corriendopara llegar justo cuando sube el telón, nisentarnos en un teatro con la calefaccióna tope con las rodillas pegadas a labarbilla —Norman es casi tan alto comoyo— y los abrigos en el regazo, ni tenerque soportar durante dos horas y mediaa un tipo lanzándonos en la nuca el olora ajo de su comida de cocina francesa.Susannah había intentado conseguir queNorman hiciese una excepción para estaobra, pero éste insistió en que ningún

hombre en su sano juicio querría pasarun sábado por la noche viendo a ochoactores fingiendo estar encerrados en unpar de habitaciones mal ventiladas,esperando la muerte. Respaldé aNorman. A ninguno de los dos nosgustaba Tennessee Williams, otro de losfavoritos de nuestras esposas. Nosoportábamos ver a toda esa genteinfeliz torturándose los unos a los otrossin ningún motivo y hablando con unosacentos ininteligibles.

A diferencia de su hermana,Madeleine no había intentadoconvencerme para ver Diario de AnaFrank. No conocía los detalles de mivida durante la guerra, sólo que habíalogrado sobrevivir en Ámsterdam, una

cuestión complicada pero no imposiblepara un no judío, y que luego habíaacabado en Auschwitz por habermenegado a firmar la promesa de lealtad alReich alemán exigida a todos losestudiantes holandeses. Nunca le dijeque ése fuera el motivo, a pesar dehaberle mencionado lo de la promesa,pero poco a poco, a medida que lasaudiencias de McCarthy fueronindignándola cada vez más, acabócreyéndoselo. Mi valentía la conmovía,mi temeridad la preocupaba, y lacombinación de ambas cosas sirvió paraconvencerla de que una obra queversaba sobre Ámsterdam en tiempos dela ocupación era demasiado arriesgada

como para que me sintiese cómodo. Seequivocaba. Admito que el libro metrastornó cuando lo vi por vez primera,pero de eso hacía ya años. La obra teníapoco que ver. Apenas reconocería lospersonajes. Sólo podía albergarantipatías hacia el puñado de actoresque los representaba. Unos añosdespués, cuando se representó enBroadway una obra sobre FranklinRoosevelt titulada Amanecer enCampobello, un periodista le preguntó aEleanor Roosevelt qué opinaba alrespecto. La señora Roosevelt dijo queera un espectáculo de entretenimientoque no tenía nada que ver con nadie queella conociera. Y yo sentía lo mismorespecto al Diario de Ana Frank, sin

siquiera haberlo visto.—Ha sido maravillosa —dijo

entonces Madeleine. «Maravillosa» noes una palabra que mi esposa suelautilizar habitualmente, y por esoadivinaba, y también por la manera enque había separado las sílabas de lapalabra y su forma de sentarse con laespalda muy erguida en la mesa de lacocina mientras las niñas cenaban, queparte de ella seguía aún en el CortTheater viendo a Joseph Schildkraut enel papel de Otto Frank, a Gusti Huber enel papel de la señora Frank y a SusanStrasberg en el papel de Ana. El papelde Peter lo representaba un actorllamado David Levin. Yo no quería ver

la obra, pero había conseguido reuniruna cantidad considerable deinformación sobre ella. Incluso habíapasado por delante del teatro en unaocasión que estuve en la ciudad. Norecuerdo qué me llevó allí aquellanoche. Las letras negras desfilaban porla marquesina de neón. Cuando medetuve a mirarlas, se me acercó unhombre.

—Qué tal, colega. —Mis manos secerraron en un puño antes incluso devolverme hacia él. Tenía por nariz unhocico de cerdo—. Veinte billetes —mesusurró—. Quinta fila, centro. Un chollo.

Abrí los puños. El hombre no era unmatón, sino un simple reventa. Le dijeque no me interesaba, pero cuando me

volví y proseguí mi camino por la callecuarenta y ocho, no pude evitar reírmepor aquella locura. Veinte dólares poruna entrada de cuatro con ochenta. Anase habría sentido orgullosa.

Dejé el abrigo en el armario delrecibidor. Madeleine se levantó y mesiguió.

—Te encoge el corazón. —Otraexpresión que no utiliza cada día de lasemana.

—Seguro —dije, y regresé a lacocina. Ella me siguió.

—Pero también había partesdivertidas.

De modo que era una comedia.Cogí un vaso del armario, abrí el

congelador y saqué una bandeja decubitos de hielo. Como he dicho, no soyde los que beben, pero aquella nochetenía necesidad de una copa. Elsindicato de pintores volvía a amenazarcon ir a la huelga por el tema de lapintura en spray.

Puse dos cubitos en el vaso, me fuicon él hasta el aparador del comedor, lollené hasta la mitad de whisky y volvícon él a la cocina. Mi mujer me seguíacomo un perrito.

—Es lo mejor que he visto en muchosaños.

Me senté en la mesa entre mis hijas ycoloqué el vaso delante de mí.

—Me alegro de que te lo pasarasbien.

—No estoy segura de que pasárselobien sea la expresión más adecuada,pero me hizo comprender ciertas cosas.

Por ciertas cosas se refería a mí. Noiba a decirle que estarse dos horas ymedia sentada en un teatro viendoactores que fingían tener hambre, estarasustados y condenados a muerte no ibaa ayudarla a comprenderme. Ni siquieraiba a explicarle que no quería que mecomprendiese. La amaba por nocomprenderme. Ése era el motivo por elque había seguido andando cuando lachica del Marseilles me lanzabaaquellas sonrisas finas como lasmonedas nuevas de diez centavos. Hacíamuchísimos años que no pensaba en

aquella chica. Y no volvería a pensar enella en cuanto Madeleine dejase dehablar sobre la obra.

—Y bien —le dije a Abigail—, ¿quénovedades ha habido en clase de laseñorita Gleckler?

Extendió un brazo para que loexaminara. Su fragilidad seguíaasustándome. Llevaba una tirita en elcodo.

—Si prefieres no oír hablar deltema… —dijo Madeleine.

—Te estoy escuchando —le dije—.¿Qué ha pasado? —le pregunté aAbigail.

—Laurie me empujó.—Al final lloré —dijo Madeleine—.

Todo el público estaba llorando.

—¿Y tú le devolviste el empujón aLaurie? —le pregunté a Abigail.

Abigail sonrió y movióafirmativamente la cabeza.

—¡Buena chica!—Estuvo escondida durante dos años

—dijo Madeleine—, y murió en uncampo de concentración. —Bajó la vozal pronunciar las últimas palabras, comosi no fueran adecuadas para oídosinfantiles, como si nuestras hijaspudieran comprenderlas más que ella—.Pero nunca perdió la fe en el serhumano.

Me volví hacia Betsy. Tenía la cara ylas manos sucias de comida, pero elplato seguía lleno. La negativa de mis

hijas a comer siempre me dejabaconfuso. ¿Acaso no sabían lo que era elhambre? Gracias a Dios no lo sabían.

—Caramba, qué buena pinta tienenesas zanahorias. —Me relamí los labios.

—Si no quieres oír hablar del tema,dímelo —dijo de nuevo Madeleine.

No tendría que habérselo tenido quedecir otra vez.

—Te estoy escuchando —repetí, ycogí la cuchara del plato de Betsy.

—La parte más asombrosa, lo que lasalva de ser insoportable, es el triunfodel espíritu humano.

Ahora resulta que era espírituhumano.

—El padre, Otto Frank, sigue convida. Así empieza la obra. Cuando él

encuentra el diario.Di un trago.—No puedo imaginarme lo que debió

de sentir —prosiguió Madeleine.Tenía razón. No podía imaginárselo.

¿Por qué demonios insistía en hablarsobre el tema? Acerqué la cuchara a laboca de Betsy. Ésta la cerró con fuerza.

—¿Y sabes qué otra cosa me haresultado fascinante? La forma en quelos distintos personajes responden a lasituación. En el escondite había dosfamilias y un hombre soltero. El hombre,Dussel se llamaba, era un idiotarematado.

—Eso es lo que significa dussel. —No quería hablar. No lograría impedir

que dejara de hablar de ello, pero nodeseaba fomentar la discusión.

—No lo sabía.—No hablas alemán.—Vaya coincidencia. Que sea un

idiota y se apellide así.—Por el amor de Dios, Madeleine. El

nombre se lo inventó ella. —Presioné lacuchara contra la boca cerrada de mihija. Betsy movió la cabeza haciadelante y hacia atrás—. O eso meimagino.

—Naturalmente. Debería haberlopensado. Bueno, da lo mismo, elpersonaje de ese tal Dussel es un bufón,pero el tercer hombre, el otro padre, elseñor Van Daan, es peor.

—¿Peor en qué sentido? —Podía

haberme mordido la lengua.—Era un ladrón.Forcé la cuchara entre los labios de

mi hija. Su voz se abrió para soltar surabia, la oportunidad que yo estabaesperando. Le introduje la cuchara.

—Es la escena más horrible. Unanoche, la señora Frank escucha un ruidoy se levanta, y allí está el señor VanDaan, el padre del chico del que estáenamorada Ana, robando el pan delarmario. Todo aquel tiempo habíancreído que eran las ratas, pero enrealidad era él. Él. Robando la comidade sus propios hijos. ¿Te lo imaginas?

—Eso no sucedió nunca —dije,subiendo el volumen de mi voz por

encima de los gimoteos de mi hija.—¿Qué?Le introduje una nueva cucharada de

comida.—Me refiero a que no puedo

imaginarme que sucediera. A lo mejorno sucedió. No es más que una obra deteatro.

—Pero basada en un diario.Mi hija chillaba. Yo seguí dándole de

comer.—El diario era de verdad —insistió

Madeleine—. De modo que el padredebió de hacerlo.

La cuchara cayó al suelo con un ruidometálico. Yo no la había tirado. Se mehabía resbalado de la mano.

—Maldita sea, Madeleine, tienes

estudios universitarios. ¿No has oídohablar nunca de una licencia artística?—Me aparté de la mesa y me levanté—.Y mientras te preocupas por quiéncomió qué, ¿por qué no prestas un pocode atención a tu propia hija? ¿Por qué nointentas que coma decentemente en lugarde preocuparte por un puñado de actoresgordos y felices que nunca han conocidoel hambre?

De haberme detenido ahí ya habríasido bastante malo. Tal vez si mehubiera tomado la molestia de mirar suscaras atentas, la de mi hija manchada decomida, las tres llenas de sorpresa ymiedo, lo habría hecho. Pero no estabamirando a mi esposa y a mis hijas.

Estaba mirando más allá de sus finasespaldas, por encima de susresplandecientes cabezas, a otro gruporeunido en torno a otra mesa, caras conmejillas hundidas, el cabello apagadopor la suciedad y la desnutrición, losestómagos doloridos por el hambre.Pestañeé para ahuyentar a esa gente,pero no se iban.

—Como tú. Como toda estacondenada familia. Picoteando losplatos, tirando a la basura comida enperfecto estado. Me provoca náuseas —grité al salir de la cocina.

Bajé al salón y encendí el televisor.Me miraron unos rostros grises ysonrientes. Las bocas se abrían ycerraban. Las voces rebuznaban. Me

levanté y bajé el volumen. Ahora las oíaen la cocina.

Madeleine llevaba la melodíamientras los sollozos de mis hijasmarcaban el ritmo.

—Papá no hablaba en serio. Mamá hadicho unas cuantas tonterías, eso estodo. Mamá tendría que habérselopensado antes de hablar. Papá no estáenfadado con vosotras.

Me levanté y volví a subir el volumende la televisión.

Cuando unos minutos más tardelevanté la vista, mis hijas estaban en loalto de la escalera. Sus ojos erancanicas de desconfianza, sus bocasrendijas de recelo.

—Venid —dije—, venid a hacermecompañía.

Betsy, la aventurera, bajó dubitativaun único peldaño. Abigail, que no eratonta, se quedó donde estaba.

—Venid —repetí. Betsy avanzó unpeldaño más. Abigail no se movió.

—Por favor, preciosas —supliqué.Betsy avanzó otro paso.—Os dejaré que pongáis nata por

encima.Descendió los dos últimos peldaños,

se arrastró por el salón y se sentó en elsofá. Abigail esperó a que su hermana sehubiera instalado bajo mi brazo. Miprimogénita era cautelosa. Cuandoestuvo convencida de que no era un

truco, de que no volvería atransformarme en un monstruo, siguiólos pasos de su hermana por el salón yse sentó también a mi lado. Las abarquépor los hombros y las atraje hacia mí.

—Todo va bien —canturreé porencima del sonido del televisor—. Todoirá bien. —Eran palabras de padre,aunque mi propio padre nunca hubieramentido diciéndomelas.

* * * Cuando media hora después entré en lacocina, Madeleine estaba atareada en elfregadero, de espaldas a la puerta. Sehabía quitado la chaqueta del traje ypuesto un delantal por encima de la

falda y la blusa. Uno de los zapatos detacón estaba de costado en el suelo. Supeso descansaba sobre el pie cubiertopor la media, quedando de este modouna cadera más alta que la otra. Era unapostura picaresca, aunque sabía que noera ésa su intención.

—¿Quieres que te traiga laszapatillas?

Negó con la cabeza. Los rizos de sucorte al estilo caniche acariciaron elcuello de la blusa.

—Lo siento.No respondió.—No sé qué me ha pasado.Cerró el grifo, cogió un trapo de

cocina para secarse y se volvió haciamí. Tenía la mejilla manchada de rímel.

—Si querías que dejase de hablar deltema, deberías haberlo dicho. Tepregunté si te importaba. Te dije siquerías que lo dejara.

—No es eso.—Entonces ¿qué es? No lo entiendo.Eso es precisamente. No lo entiendes.

No puedes. No quiero que lo entiendas.—Olvidémoslo y ya está.Se quedó mirándome; el zumbido de

los electrodomésticos llenaba la cocina.—Tienes rímel en la mejilla.Se restregó la mejilla izquierda.—En la derecha.Se restregó la otra mejilla. La línea

negra se convirtió en un borrón. Podríahaber cruzado la cocina para

limpiárselo. Me quedé donde estaba.Ella se volvió de nuevo hacia elfregadero.

—Hazme un favor, nada más —dijo.—El que quieras. —Lo decía en

serio.—Mañana no me vengas con flores.

No me traigas flores, y tampoco lestraigas nada a las niñas.

—¿A qué te refieres?—Me refiero a que es lo que siempre

haces después de que suceda algo así.—¿Algo así? Lo dices como si

sucediese de forma habitual.No respondió. Ni siquiera se volvió,

pero por el movimiento rítmico de sushombros, muy similar al de aquelloshombres que rezaban en la sinagoga a la

que acudí después de recuperar la voz,me di cuenta de que estaba llorando otravez. No era justo. Esto no era algohabitual, nunca nos peleábamos.

* * * De vuelta a casa la noche siguiente, medetuve a comprar una camelia. Me habíadicho que no le comprara flores, perosabía que no lo decía en serio. Además,no se trataba de un ramo que semarchitaría en unos pocos días, sino deuna planta que seguiría floreciendo.

Doce

«Gusti [Huber] fue la primeraactriz austriaca autorizada por elgobierno militar norteamericano».

Joseph Besch, antiguo capitán Besch delejército de los Estados Unidos, esposo

de Gusti Huber, citado en la columnaperiodística titulada «Broadway

Discovers»

«Gusti Huber […] representa a laseñora Frank. […] Destacada

estrella del teatro y la pantalla enla Alemania nazi durante la guerra,apareció en numerosas películas.[…] En 1943, mientras laverdadera señora Frank vivía enconstante temor por la vida de susseres queridos, Gusti Huberencandilaba a los alemanes en unapelícula titulada GabrielleDambrone. […] En 1944, mientrasla familia Frank era transportada envagones cerrados, la señoritaHuber entretenía a los ciudadanosdel Tercer Reich con sus papelesprotagonistas. […] Y mientras Anaera asesinada en Bergen-Belsen,Gusti estaba ocupada rodando unacomedia para la pantalla. […] Me

pregunto si habría pronunciado lapalabra “Sholom” en elescenario… de haber ganado Hitlerla guerra».

Herbert G. Luft, American JewishLedger,

Newark, Nueva Jersey, 28 de marzo de1956

Madeleine estaba sentada en la mesacuando aquella noche entré en la cocina,sus gafas de concha sobre la nariz,delante de ella la vieja máquina deescribir portátil que había utilizado en launiversidad. Solía sacar la máquina deescribir del armario del recibidor parahablar en nombre de la Liga de MujeresVotantes, de la Liga de Mujeres para la

Paz y la Libertad y de otras buenascausas. Durante los meses previos a laejecución de los Rosenberg, apenas ladejó descansar. Últimamente aparecíacon menos frecuencia, pero aquellanoche la había sacado.

Le dije que sentía llegar tarde y, sindejar de escribir, me dijo que Davidestaba dormido pero que acababa deacostar a las niñas, que tenía tiempo dedesearles buenas noches. Sus dedosvolaban sobre el teclado. Era unamecanógrafa excelente, gracias a misuegro, que había insistido en que susdos hijas dominaran alguna técnicavendible, por si acaso la fortuna lesdaba algún día un golpe inesperado y se

veían obligadas a ganarse la vida. Yoenvidiaba esa definición de «golpeinesperado».

Subí a desear buenas noches a mishijas. Madeleine debía de estar tanconcentrada en lo que tenía entre manosque había perdido la noción del tiempo.Ya estaban dormidas. Me quedé en elumbral de la puerta observándolas bajola tenue luz que se alzaba como unaneblina rosa y azul de la lamparita enforma de mariposa conectada a unenchufe en una esquina. Abigail dormíarígida y compacta como una momia, losbrazos pegados a sus costados, su carauna luna reluciente cerniéndose sobre elpaisaje de su colcha floreada. Betsyestaba extendida en la cama como si

hubiese caído desde una gran altura.Boca abajo, brazos y piernas formandoángulos agudos con su cuerpecito, merecordaba algo concreto. Parecía unaesvástica humana. Entré en eldormitorio, me incliné sobre la cama yle enderecé brazos y piernas. La tapé yvolví a bajar.

Madeleine seguía en la mesa. Susmanos continuaban volando sobre elteclado. Tenía prisa por terminar. A miesposa no le gustaba estar ocupadacuando yo llegaba a casa por las noches.McCall’s, Ladies’ Home Journal y sumadre le habían advertido que la faltade atención era el primer paso en elcamino hacia esposos juerguistas y

arpías destrozahogares dispuestas aconvertirse en segundas esposas. Ella nocreía ni a las revistas ni a su madre,pero tampoco estaba tan segura en susconvicciones como para poner a pruebala veracidad de la hipótesis.

Me acerqué por detrás, me inclinépara besarle la cabeza y pasé las manospor debajo de sus brazos en movimientopara abrazarla. Había dejado de darlede mamar al bebé, pero aún tenía lospechos hinchados.

Se encogió de hombros paraapartarme.

—Termino en un minuto.—¿De qué va ahora? ¿De niños que

se mueren de hambre en Grecia o dehostigadores rojos en Washington? —

Bromeaba con ella por sus causas, perolas envidiaba o, como mínimo,envidiaba la fe que depositaba en ellas.Qué reconfortante pensar que una cartaairada podía enmendar los errores, queuna petición repleta de firmas podíasalvar el mundo.

—Échale un vistazo. —Hizo unademán en dirección a un periódicoabierto sobre la mesa. En la partesuperior, el título, Newark Star-Ledger.En casa no recibíamos el Newark Star-Ledger. O se lo había dado alguien oalguien le había dicho que fuera acomprarlo. Podía ser una campaña.

Cogí el periódico. El titular de lacolumna de la izquierda me llamó la

atención.

EL PAPEL DE GUSTI HUBER EN ELDIARIO DE ANA FRANK

Me quedé sorprendido. Madeleine no

había vuelto a mencionar la obra desdela noche en que les había gritado a ella ya las niñas por desperdiciar la comida.El hecho de que ahora lo sacara arelucir indicaba lo encendida que debíade estar. No quería molestarme, pero nopodía hacer oídos sordos a unainjusticia, fuera la que fuera en estecaso.

«Este documento, en forma de libro yde obra teatral, ha conmovido el corazónde miles de personas», leí.

Seguía sin comprender por qué.Muchísima gente se había escondido.Habían muerto millones de personas. Anadie le había importado. O al menosnadie había hecho nada para detenerlo.Y ahora nadie quería oír hablar de ello.El lugar donde hayas estado y lo quehayas visto no te ayudará a ganarte lassimpatías de la gente. Y eso era así hacediez años. Y sigue siendo así ahora.Excepto para Ana. El mundo no secansaba de Ana. Susan Strasberg nosmiraba desde las páginas satinadas demedia docena de revistas, incluida laportada de Life, su cutis blanquecino,sus luminosos ojos, su brillante cabello.Ana estaría igual de espléndida

actualmente. Todos deberíamos estarlo.Los miembros del reparto certificandolas potentes emociones queexperimentaban seis noches por semanay dos veces al día los miércoles y lossábados. Las adolescentes recortabanfotografías del joven que representaba elpapel de Peter y las colgaban en lapared de su habitación, igual que Anacolgaba fotografías de estrellas de ciney de personajes de la realeza encima desu cama. Si Abigail tuviera unos añosmás, tendría colgada sobre la cama lafotografía de un chico que representabaal chico que supuestamente tenía que serel chico que yo fui en su día. Estabapreparado para que la gente se volvieseloca por algunos actores, pero no podía

permitir este otro tipo de entusiasmo,esta esclavitud con la penuria y elsufrimiento. Tenía que parar.

Madeleine, le diría.¿Sí?, respondería ella sin levantar la

vista del teclado.Con respecto a esta obra.Mmm.Yo soy Peter.¿Levantaría la cabeza de la máquina

de escribir? ¿Me diría que dejase debromear porque no era una cuestión paratomarse a risa? ¿Me creería? Y si lohacía, entonces ¿qué? ¿Me estrecharíacontra su pecho? ¿Respaldaría misufrimiento? ¿Introduciría la llaveplateada de su amor, pulida y brillante

como toda la plata de la casa, en lacerradura de mi pasado y la giraría? Esono podía permitirlo.

Miré de nuevo el periódico y leí porencima el resto de la columna. Era sobreGusti Huber, la actriz que representabaen Broadway el papel de la madre deAna Frank, pero se centraba en sucarrera antes de que llegara a losEstados Unidos. Explicaba cómo sehabía negado a trabajar con actores ydirectores judíos en Viena antes de laguerra y cómo había seguido haciendopelículas para los nazis hasta el final dela misma. «Mientras Ana era asesinadaen Bergen-Belsen, Gusti estaba ocupadarodando una comedia para la pantallatitulada Wie ein Dieb in Der Nacht

(Como un ladrón en la noche)».Ésta era otra cosa que me encantaba

de los Estados Unidos. Cosas asíseguían siendo noticia.

—¿Has escrito una carta al director?Madeleine se levantó, guardó la

máquina de escribir en su estuche y locerró.

—Algo más que eso. —Cogió una delas cartas y me la entregó.

Señor Kermit Bloomgarden1545 BroadwayNueva York 36, N. Y.

Bloomgarden era el productor de la

obra. Otro retazo de información quehabía adquirido sin darme cuenta.

Leí por encima la carta. Mi esposa ycentenares de mujeres más amenazabancon boicotear la obra si Gusti Huber noera sustituida.

—Pero tú ya has visto la obra.—Él eso no lo sabe.Miré la mesa. Estaba llena de

papeles.—¿A quién más has escrito?—Al director. A los guionistas. Al

sindicato de actores. A la asociación deactores.

Miré a mi esposa, de pie al otro ladode la mesa. Tenía las mejillasencendidas, la mirada comodesquiciada. Volví a mirar la mesa. Nocreía que un puñado de cartas escritas agente que seguramente ni se las leería

pudiera hacer algún daño. El productory el director eran famosos. Los dosguionistas habían hecho una fortunaescribiendo películas sobre una parejade detectives con un terrier, y con JamesStewart decidiendo no suicidarse enNochebuena. No tenía ni idea de dóndehabía sacado yo tanta información inútil.La obra ganaba dinero. A todos ellos lesimportaría un comino que la actriz querepresentaba el papel de la señora Frankhubiera actuado delante de Hitler enpersona.

—Y a Otto Frank. —Las mejillas deMadeleine ardían en llamas. El calor dela rectitud echaba chispas en sus ojos.

—¿Qué?

—Forma parte de la campaña.Tenemos una lista de gente a la queescribir. El padre de Ana Frank apareceen ella. Ya te conté que sigue con vida.Vive en Suiza.

—En Suiza —repetí. Había visto sunombre en la lista de supervivientes dela Cruz Roja. Había leído acerca de élen artículos sobre la publicación deldiario. Pero eran artículos tan pococonvincentes como un rumor. Sinembargo, ahora estaba en mi cocina. Yano podía seguir fingiendo que no creíaque existiera. Eres como un hijo paramí, solía decir cuando le llevaba comidaen el hospital de Auschwitz.

—En Basilea —dijo Madeleine.

Cogió una carta de la mesa y leyó—:Herbstgasse, 11, Basilea, Suiza.

Le arranqué la hoja de papel.«Querido señor Frank». Recorrí elpapel con la vista. Era una cartaeducada, respetuosa incluso. Estabasegura de que el señor Frank no losabía. Estaba segura de que nopermitiría que continuara un sacrilegiocomo aquél para el recuerdo de su hija.Le aseguraba que el diario de su hijaocupaba un lugar especial en su corazóny en su conciencia. Llegué al final de lapágina.

Atentamente,Madeleine van Pels(Sra. de Peter)

Mi suegra, la Emily Post[13] de la

zona norte-central de Nueva Jersey,había formado muy bien a sus hijas.Pese a toda la rebeldía reprimida de miesposa, jamás firmaría una carta sin el«Sra.» oficial y mi nombre propiodebajo del suyo, igual que nunca sesonaría la nariz con una servilleta ni iríaal teatro sin guantes.

Yo no podía permitirlo. Cuando Ottome había reclamado como hijo, yo habíadeseado tener un padre. Pero en estosmomentos no podía permitirme un padre,al menos no un padre como Otto, unapersona esclava del pasado. De habervivido mi padre, la cosa habría sidodistinta. Nunca le habría dado la

espalda. Lo juro. No se puede juzgar aun hombre por cómo se comporta en unandén de estación con perrosmordiéndole las piernas y oficiales de laSS golpeándole la cabeza, o en undestacamento de trabajo en el punto demira del rifle de un vigilante del campo.Pero Otto no era mi padre. Lo admiraba.Me daba lástima. Pero no loacompañaría en su sensiblero viaje alpasado. No quería arrastrarme por lasescaleras que conducían hacia un mundode oscuridad. Me negaba a poner enpeligro mi persona y a mi familia porsus recuerdos.

—No pretenderás de verdadenviárselo.

—¿Por qué no?

—Porque es cruel.—Es necesario que lo sepa. Estoy

segura de que querría saberlo. Yoquerría saberlo en su lugar.

Ya estaba otra vez, esa fe temerariaen el poder de la experiencia.

—¿Y crees que Otto Frank no losabe? ¿Crees que el hombre queescribió este artículo lo sabe, que lagente que está organizando esta campañade cartas lo sabe, que ahora tú y yo losabemos, pero que el padre de la chicaque escribió el diario no lo sabe?

—No puedo creerme que fuera apermitirlo si lo supiera.

Tal vez tenía razón. Quizá Otto no losabía. O tal vez lo sabía y aún no se

había enterado. Cuando el hombre de laPolicía Verde vino a arrestarnos y vio lavieja taquilla de la Primera GuerraMundial con el nombre de Otto impreso,acompañado por su rango en el ejércitoalemán, prácticamente se puso firmes yen el rostro de Otto se dibujó una miradade alivio. Eso estaba mejor. Ésta era laAlemania que él conocía. Minutosdespués nos empujaban escaleras abajoy nos obligaban a entrar en el furgón queestaba aguardándonos.

—A lo mejor no depende de él. Estascosas se disponen por contrato. La gentecompra y vende derechos, igual que sehace con las propiedades. Si yo vendouna casa, no puedo impedir que el nuevopropietario la pinte de un color

horroroso o construya añadidosantiestéticos. Si este hombre… ¿Cómodijiste que se llamaba? Si Otto Frankvendió los derechos para representaruna obra, es muy probable que no tenganada que decir sobre quién actúa en ella.

Madeleine se quedó mirándome. Susmejillas empezaban a perder color. Susdientes otorgaban un aire depreocupación al labio inferior. Miesposa es una mujer bondadosa.

—¿Tú crees?—Creo que si no lo sabe y lo

descubre y ve que no puede hacer nadaal respecto, será una tortura para él. Mástortura. Si otros quieren atormentarle,allá ellos. Pero no creo que tú y yo

queramos tomar parte en eso.—Nunca lo había considerado bajo

ese punto de vista.—Pues ahora puedes considerarlo. —

Partí en dos la carta, que seguía en mimano. Ella se encogió al oír el sonido,pero no protestó.

Mi esposa no envió ninguna de lascartas que con tanta rabia habíamecanografiado, aunque nunca lo supo.Me las entregó para que yo las echara alcorreo al día siguiente. Cogí de susmanos los sobres con todas lasdirecciones pulcramente escritas y lasdejé en el asiento del acompañante delcoche. Unos minutos después, mientrasesperaba en la gasolinera a que meatendieran, partí en dos los sobres, igual

que había hecho con la carta de Otto lanoche anterior. Arrojé la mitad en elcubo de la basura de la gasolinera y laotra mitad en una gran papelera deldespacho. El señor Bloomgarden, elseñor Kanin y el resto seguramente nosabían que la gente a la que Ana llamabalos Van Daan eran en realidad los VanPels. Pero no quería correr ese riesgo.

* * * La obra se representó durante un año ymedio. Me acostumbré a ver losanuncios y a escuchar los elogios degente que era más dura de mollera quemi esposa y su hermana y, en lasexcepcionales ocasiones en las que

dejaba que Madeleine me arrastrara aver algún espectáculo, a pasar pordelante de las fotografías de actoresvestidos con prendas raídas y cara desufrimiento, miedo o risa mirando desdelos paneles acristalados colocadosenfrente del Cort Theater. No tenían,como he dicho, nada que ver conmigo.Pero de todos modos, cuando vi elartículo, un párrafo en realidad, en elperiódico, no me pude resistir. No erapor mí. Lo hacía por mis hijos.

Cuando crucé el umbral del salón, mishijas apartaron la vista del televisor,vieron que llevaba una caja en la mano yse levantaron en un abrir y cerrar deojos. Corrieron hacia mí. Las siguióDavid, tambaleándose de puntillas como

un pequeño borracho. Se me echaronencima los tres, tratando de ver elcontenido de la caja, gritando ychillando. Madeleine oyó el alboroto ybajó las escaleras justo a tiempo de verel gato saliendo de la caja.

—¿Y eso qué es? —preguntó.—¿A ti qué te parece?No se pegó a los perímetros de la

estancia, como haría la mayoría de losgatos en presencia de desconocidos,sino que se dedicó enseguida amerodear por el centro. Era un ejemplarintrépido, acostumbrado a los focos, alos aplausos y a los desconocidos.Caminó hacia el sofá, saltó, se paseópor encima del respaldo y volvió a

saltar al suelo. Los niños le seguíanpegados a su cola.

—Vaya sorpresa —dijo Madeleine.—Llevábamos tiempo hablando de

una mascota.—¿Ah, sí?—Claro que sí, cuando los Wiener

compraron su caniche.—De eso hace ya más de un año.—Si no lo quieres… —empecé a

decir, y mis hijas protestaron a voz engrito, como sabía que harían.

Madeleine me miró y movió lacabeza.

—¿Crees que voy a pedir a los niñosque elijan entre su madre y esteanimalito peludo? No, me gusta la idea,pero ¿cómo es que no nos has traído un

cachorro?—Éste necesitaba un hogar.—¿Por qué?No había motivo alguno para contarle

la verdad. Según el artículo delperiódico, cuando el Diario de AnaFrank terminara sus representaciones,ninguno de los actores, ni lostramoyistas, ni nadie relacionado con laproducción quería quedarse con el gatoque había representado el papel deMouschi. No había nada que pudieragustarle más a Madeleine que tener ungato con pedigrí. Ya me la imaginabacontando la historia. Y nunca osimaginaréis de dónde viene…

—Uno de los trabajadores lo trajo a

la oficina —dije—. Resulta que sumujer es alérgica.

—¿Es niño o niña? —preguntóAbigail.

—Es niño.Betsy estaba intentando que el gato se

subiera a su falda.—¿Podemos ponerle nombre?—Podéis intentarlo, pero ya tiene

uno. Responde al nombre de Mouschi.Al oír el sonido, el gato se alejó de

Betsy y saltó a mi regazo.

Trece

«El ser humano tiene un impulsodestructivo, el impulso de montaren cólera, asesinar y matar».

Diario de Ana Frank, Ana Frank, 3 demayo de 1944

«Si todos los hombres fueranbuenos en el fondo de su corazón,Auschwitz nunca habría existido; nila posibilidad de que pudierarepetirse».

«The Ignored Lesson of Anne Frank»,Bruno Bettelheim, en Anne Frank:

Reflections on Her Life and Legacy,editado por Hyman A. Enzer y Sandra

Solotaroff-Enzer Sabía que habría una película. ¿Cómopodía no haberla? La obra había ganadoel premio Pulitzer. Cada noche, por todoel país, los Ottos de las compañíasitinerantes saltaban a los anexosmontados en el escenario y descubríanel diario de su hija, y las distintas Anasy Peters se enamoraban, y una docena deversiones de mi padre, alto, bajo, gordo,delgado, robaba el pan de mi boca. Portodo el mundo. En Ámsterdam, la reinaasistió a una representación y se

emocionó, y los plebeyos salieronennoblecidos del teatro. Ellos no erannazis. Habían intentado salvar a susjudíos. No importaba que, para empezar,hubieran tenido menos y en proporciónhubieran delatado a más en relación acualquier otro país. En Alemania, losespectadores teatrales expresaban suconmoción y su repugnancia. De habersabido lo que sucedía, lo habríandenunciado. Una mujer se sintió tanprofundamente afectada por la causa deAna que insistió en que debería habersepermitido que esa pequeña judía, enparticular, siguiese con vida. Otros seidentificaban con las penurias que veíanen escena. También habían sufrido bajo

su Führer. Pero una obra teatral nopuede llegar a mucha gente. Una películaes un fenómeno de distinta dimensión.Hollywood quedaría en un entredichomoral si no plasmaba en una película eldiario de Ana.

Mirara por donde mirara, siempreencontraba historias relacionadas con lapelícula. El actor Joseph Schildkrautrepetiría representando el papel de Otto.La actriz nazi volvería a encarnar a laseñora Frank. Ya hemos habladobastante de la indignación de mi esposay de otros miles de mentesbiempensantes. Pero habría una nuevaAna. Y también un nuevo Peter, aunqueeso era menos relevante. La búsquedade actriz para la nueva Ana fue la gran

noticia. Lo leí todo al respecto. ¿Quéafortunada señorita ganaría el sorteo?¿Quién sería la afortunada que seconvertiría en Ana Frank?

El mismo equipo de guionistas decomedia que había convertido a Pfefferen un torpe payaso y a mi padre en unladrón —siento seguir incidiendo en eltema, pero aún no comprendo de dóndesacaron eso— escribiría el guión,aunque el director, un hombre llamadoGeorge Stevens, era conocido por serautor de películas más serias. Habíaformado parte de las tropasnorteamericanas que liberaron Dachau,de modo que sabía de qué hablaba,decían los periódicos. Tenía además

reputación de realista. En cuestiones deverosimilitud, el dinero no era problemapara George Stevens y los señores de20th Century Fox. Cuando en la películacayeran las bombas sobre el anexosecreto, leí, el señor Stevens no daríagolpes a la cámara para hacerla temblar,como haría la mayoría de directores. Éltendría un plató especial construidosobre pilares de madera y resorteselásticos. En el momento adecuado, lostrabajadores menearían el artilugio ydarían un susto de muerte a los actores.Me interesaban los detalles de laconstrucción. Al fin y al cabo, soyconstructor. Pero no quedé convencidode que pudieran conseguir el mismoefecto que la RAF. El señor Stevens

insistía también en que la señoritaShelley Winters, la actriz querepresentaba el papel de la señora VanDaan, tenía que engordar dieciochokilos. Yo no recordaba que mi madreestuviera gorda, pero a lo mejor eraporque al final estábamos todosdesnutridos. La señorita Winters,informaban los periódicos, era unapersona competente y una auténticaprofesional. Estaba engordando pararepresentar el papel de mi madre, comosi tuviese la tenia.

Cuando Madeleine me dijo que iría aver la película con su hermana, supe queno había olvidado mi explosión de rabiade la noche en que acudió a ver la obra

de teatro. Las esposas cogían el trenpara Nueva York y asistían a sesionesde primera hora de la tarde sin lacompañía de sus maridos. Pero no ibanal cine local sin nosotros. Si alguna deellas lo hacía, tendría un buen motivopara ello.

—Sé que no quieres verla. —Hablósin levantar la vista, no porque quisieraevitar mi mirada, sino porque estabaconcentrada en el pastel que estabacocinando. Ella hablaba de «cocinar»,aunque ese pastel no exigía más cocinaque derretir el chocolate. Era un mejunjeque se preparaba vertiendo el chocolatesobre lenguas de gato, que ellacompraba previamente en elsupermercado, y luego metiendo el

conjunto en la nevera unas cuantashoras. No estaba mal, pero no era lo queyo llamaría un pastel de verdad, aunquea lo mejor mi gusto estaba demasiadoconsentido después de años de pocaalimentación y exceso de imaginación.Recordaba cuando la comida era elmaterial de los cuentos, la sustancia delos mitos. El babka[14] de mi madre,nos susurrábamos los unos a los otros, elstrudel de hojaldre de mi abuela, elgoulash de carne de mi esposa, y se noshacía la boca agua y se nos llenaban losojos de lágrimas, aun estandodeshidratados además de desnutridos.Quién sabe de dónde salían esassecreciones.

—¿Qué te hace pensar que no quieroverla?

—La reacción que tuviste por la obrade teatro.

—No tuve ninguna reacción por laobra de teatro. Ni siquiera la vi.

Ella no me respondió de inmediato.Estaba resultándole complicado colocarlas lenguas de gato en posición verticalen torno al molde metálico.

—Si quieres que te diga la verdad —dijo mientras colocaba la última lenguade gato (una frase que no me gusta: ¿porqué empezar una frase jurandosinceridad?)—, ni siquiera estoy segurade querer verla. Pero iré igualmente.

—¿Y por qué ir a ver una película

que no te apetece ver?Retiró del fuego la cacerola con el

chocolate fundido y lo repartió acucharadas por encima de las lenguas degato.

—Es una obligación moral. —Levantó la vista del pseudopastel—. Lagente como yo, la gente que lo ha tenidofácil, no tiene derecho a cerrar los ojos.

Tendría que haber mantenido la bocacerrada. Era una característica de la queme enorgullecía. De haber tenido quedecir algo, debería haberle dicho que nofuese tonta. Que ir a ver una película notenía implicaciones morales. Pero laconvicción que ardía en sus ojos cuandohabló de no cerrarlos me enardeció. Nosé por qué. Me había casado con ella

por su ceguera.—Cuando estaba en el campo de

refugiados, me destinaron una temporadaa trabajar en el hospital. —Se enderezó,la cacerola suspendida en el aire, susojos concentrados no en un remotoimperativo moral, sino en mi persona.Yo jamás hablaba de mi pasado. Noquería perderse ni una sola palabra—.Había un hombre a quien le habíanvolado la mitad de la cara. Me pareceque había pisado una mina.

La vi encogerse. La verdad es quetendría que haber parado allí.

—Al menos, eso era lo que contaban.¿Quién sabía lo que había debajo deaquellos vendajes? Tenía toda la cabeza

vendada. Sólo había dos agujerosabiertos para los ojos. Los ojos los teníabien. Excepto los párpados. No teníapárpados. —Cayó sobre la encimera unamancha de chocolate. Depositó lacacerola. Me dije que tenía que parar—.Sin párpados —continué— no podíacerrar los ojos. Evidentemente. —Seguía mirándome. No tenía ni idea dedónde quería ir yo a parar. ¿Cómo podíatenerla?—. ¿Sabes qué sucede cuandono puedes cerrar los ojos?

—¿Que no puedes dormir?—No, se puede dormir con los ojos

abiertos. Lo hace mucha gente. —Habíavivido en demasiados barraconesinfernales como para no saberlo—.Cuando no tienes párpados, no puedes

dejar de llorar. Si no puedes cerrar losojos, lloras constantemente.

Esta vez no pedí perdón. Estabademasiado enfadado. Me había hechoromper mi voto de silencio. Para unhombre como yo, el único honor que mequedaba, la única decencia posible, eraproteger a los demás del horror.

* * * Madeleine no habló sobre la películacuando llegó a casa, aunque yo sabíaque estaba pensando en ella. Durante losdías siguientes, deambuló por lasestancias enmoquetadas y aterciopeladasde la casa con un aire de tiernadistracción. Era algo más que pena por

los pobres desgraciados que había vistopersonificados en la pantalla. Eraanhelo. Quería conocer el sufrimiento,por un rato.

* * * Mi esposa había visto la película en elenorme cine que habían instalado en elnuevo centro comercial ubicado aescasos minutos de Indian Hills. Yo tuveque conducir media hora para verla.

La verde tarde de primavera estaballena de luz. No era un día parapermanecer sentado en un cine oscuro.Le dije a Madeleine que tenía que ir a laoficina y que luego pasaría por la obra.De hecho, fui hasta la oficina. Estacioné

en el aparcamiento, luego volví a salir ycontinué mi camino por la autopista.Según el horario del periódico, teníatiempo.

El cine estaba lleno de niños y deviejos. Yo era el único hombre adulto enla flor de la vida dispuesto adesperdiciar la tarde de un modo tanpoco efectivo. Cogí una entrada depasillo. No quería molestar a nadiecuando me fuera. No tenía intención dequedarme hasta el final. Simplementesentía curiosidad y con ver unos minutosme bastaba.

Tuve que ver tres o cuatro tráilers defuturas películas antes de que empezase.Mi pie comenzó a dar golpecitos alsuelo pegajoso por los refrescos caídos

en la oscuridad. No estaba nervioso.Simplemente quería acabar con el tema.

El nombre del estudio cobró forma enla pantalla. El ambiente se llenó con loque parecían varios centenares deinstrumentos de cuerda. Letras blancascomo las nubes sobre un fondo de cieloazul: Diario de Ana Frank. Eso lehabría gustado. La cámara tomaba unavista panorámica desde el cielo hacia laiglesia de Westerkerk y de allí hacia elcanal. Mi cabeza dio vueltas por unmomento, pero era sólo el vértigoinducido por la toma. Por la callepasaba un camión lleno de refugiados,algunos aún con sus uniformes a rayas.Joseph Schildkraut bajaba de él. Un

aplauso para el actor. No sólo seasemejaba a Otto —el parecido eraextraño—, sino que incluso se movíacomo él. Un actor inferior se habríaencorvado hasta formar un signo deinterrogación lastimero, pero eraevidente que Schildkraut habíaestudiado a Otto. Se movía como unhombre con el espíritu destrozado, perocuya compostura, gracias al ejércitoalemán, seguía aún intacta.

Uno tras otro, los personajes fueronapareciendo en pantalla. Me vi obligadoa sonreír. La encantadora y pálida actriz—antigua modelo, según había leído—no guardaba relación alguna con nadieque yo conociera, pero quizá fuera que alos aficionados al cine no les apetecía

pagar dinero por ver a una chica condentadura irregular y una sombra oscurasobre su labio superior. Había un chicollamado Peter. Era pulcro y de porteatlético, pero con lo que se conoce comoun lado sensible. Sentí un destello deenvidia, aunque no podría decir si erahacia el chico rubio que aparecía enpantalla o hacia el personaje del guiónque le tocaba representar. ShelleyWinters se levantaba la falda, retozabapor el plató y agitaba sus rubias ondasoxigenadas. Me habría gustado que no lahubieran puesto rubia oxigenada. Sumarido gruñía y refunfuñaba desdedebajo de un hirsuto bigote oscuro.Dussel, el dentista, se sumaba al grupo y

la historia daba un giro cómico. Losguionistas habían creado un idiotagracioso. No pude evitar reír. Elpúblico reía también viendo lastonterías de Dussel y a Ana poniendo losojos en blanco y sonriendo dulcemente asu costa, y yo reía más fuerte que nadie,tanto que la mujer de cuello estrecho queestaba sentada delante de mí acabóvolviéndose y lanzándome una de esasmiradas que matan. Me disculpé, peroun minuto después ya estaba riendo denuevo. No podía evitarlo. Se volvió otravez y me dijo que si no podíacontenerme, me marchara y dejara quelos demás disfrutaran de la película.Conseguí calmarme. No me apetecía enabsoluto llamar la atención hacia mi

persona. Además, había empezado laescena del bombardeo y no queríaperdérmela. Sentía curiosidad por ver siel plató del señor Stevens habíafuncionado. Siento decir que no sacó elrendimiento esperado al dineroinvertido. Lo sabía sin conocer siquierael coste de la mano de obra y la materiaprima. La escena representaba elconcepto de un bombardeo que pudieratener un niño, o un civil norteamericano.

El chico llamado Peter dejó demeterse con Ana, y ésta dejó de gastarlebromas, y empezaron a lanzarse miradasardientes. Ana subía las escaleras queconducían a la habitación de él y suspadres se preocupaban y discutían al

respecto, pero se trataba de una pulcrapelícula norteamericana con pulcroschicos norteamericanos, aunque sesuponía que eran judíos alemanesescondidos en Ámsterdam y, adiferencia de sus padres, todo el mundoen el público sabía que no había nada dequé preocuparse, al menos en lo que alsexo se refería. Cuando finalmente sebesaron, la chica sentada a mi ladosuspiró agónicamente.

Miré el reloj. La película era máslarga de lo que imaginaba. Cuando volvía dirigir la vista a la pantalla, todoestaba oscuro menos la llamatemblorosa de una vela. Había gritos ypeleas. ¡Ladrón! ¡Ladrón! Los gritos dela señora Frank. Robas el pan de la boca

de los niños, gimotea. He oído a tupropio hijo lloriqueando en sueños porculpa del hambre, aúlla. Otto se adelantay toma la palabra:

—No necesitamos a los nazis paraque nos destruyan. Nos destruimossolos.

—Por el amor de Dios —murmuré.La mujer sentada delante volvió a

girarse.—Lo siento —musité, pero Otto

debería tener más cabeza. Cualquieraque hubiera pasado por lo que habíapasado Otto habría dicho otra cosa antesque una frase como aquélla. Y entonceslo recordé, no era Otto quien habíapronunciado la frase, sino el actor. Otto

nunca había pronunciado aquella fraseporque nunca habíamos tenido aquellapelea, porque mi padre nunca habíarobado el pan.

Estaba a punto de terminar. Lo sabíapor la sirena, aunque cuando llegó laPolicía Verde no hubo sirenas. Perocomprendía por qué el director habíainsertado aquel efecto especial. A pesarde que hacía muchos años que no loescuchaba, el chillido agudo de la sirename taladró los nervios. La chica sentadaa mi lado, que seguramente no lo habíaoído nunca, se echó a llorar. Cuando lapolicía hizo añicos el cristal de lapuerta de entrada, otra cosa que noocurrió, la mujer de cuello fino sentadadelante de mí empezó a gimotear. La

oscuridad vibraba con el sonido dequejidos, gemidos y narices aspirando.

La cámara retrocedió hacia el cielo.Las nubes se agitaban. Las gaviotaschillaban y volaban en picado. Lapelícula había terminado, pero el finalno era así. Faltaban aún Westerbork yAuschwitz. Habían rodado inclusoescenas de eso, pero habían acabado enel suelo de la sala de montaje. En algunaparte había leído que el director habíafilmado una escena final en unAuschwitz simulado, pero que en lassesiones de preestreno el público habíamontado en cólera y así lo habíareflejado en los cuestionarios deopinión. La Ana que conocían y amaban

no había muerto en un campo deconcentración. O, al menos, no queríanverla morir en un campo deconcentración.

La fina voz cantarina de la actriz depálida piel flotaba entre los envoltoriosde caramelos, las cajas de palomitasaplastadas y la gente que se amontonabaya en el pasillo de camino hacia la luz.

A pesar de todo, sigo creyendo que,en el fondo de su corazón, la gente esbuena.

Un suspiro sacudió el cine. Eso era loque el público quería. El triunfo delespíritu humano, según había dicho miesposa. El consuelo de que a pesar detodo, a pesar de que la gente muriera amillones por la simple casualidad de su

nacimiento, de otra gente dispuesta yansiosa por hacerse con los empastes deoro de las bocas antes de que arrojaranlos cadáveres a los hornos crematorios,de los macabros experimentosrealizados sin anestesia por el bien de laciencia médica, de la sanguinariacomplicidad de un pueblo entero paraeliminar del mundo otro pueblo entero, apesar de todo eso, el ser humano esbueno en el fondo de su corazón.

Me alegraba, de todos modos, dehaber visto la película, pese a su neciofinal. Por fin me había desahogado.

Catorce

«Lou Jacobi aparecefastidiosamente flojo ypatéticamente indolente como elcobarde Van Daan».Crítica de la película Diario de Ana

Frank,Bosley Crowther

«¿Es necesario que la señora VanDaan diga de mí que soy un santo?Comprendo que quieran

representarla como una histérica yuna exagerada, pero me siento unpoco avergonzado».

Otto Frank en sus notas para losguionistas

Madeleine había apuntalado la granfotografía a la pared del salón y habíacolocado un paño de cocina detrás delmarco de madera clara para que norayara. Yo le había ayudado a elegir laimagen, pero era la primera vez que veíael producto terminado.

—Ha salido bien —dijo ella—. ¿Note parece?

—Muy bien —coincidí.Nos situamos el uno junto al otro para

mirar el retrato enmarcado. Nuestros

tres hijos nos miraban a su vez. Elfotógrafo había venido a casa variassemanas antes. No había sido una tardefácil, dijo Madeleine. David habíaestado pesado. Betsy empezaba unresfriado. Y elegir entre las distintaspruebas había sido casi igual decomplicado. Cuando Abigail salía bien,Betsy tenía los ojos cerrados. CuandoBetsy estaba estupenda, David salíallorando. Al final habíamos elegido unaque casi hacía justicia a los tres, aunqueno captaba muy bien el carácter deBetsy. Mi hija mediana era una niñallena de energía, y aunque a vecesllegaba a frustrarnos a Madeleine y a mí,me alegraba por ella. No quería queninguno de mis hijos fuera demasiado

dócil. Tampoco es que pretendiese quefuesen gente problemática. Esperaba quesupieran cuándo presentar pelea ycuándo permanecer en la sombra. Queríaque fuesen astutos.

En la fotografía, se sientan por ordende tamaño, David recostado contraBetsy, Abigail pasando el brazo porencima del hombro de Betsy. El marcotambién quedaba muy bien. Madeleinehabía pasado media tarde en una tiendaeligiéndolo. Lo único que faltaba porhacer era colgar el retrato en la pared,sobre el sofá.

Rodeé a Madeleine por la cintura sindejar de mirar a mis tres hijosnorteamericanos, limpios, bien

alimentados, que sonreían a la cámaracomo si por nacimiento tuviesen yaderecho a la felicidad. No soysupersticioso, pero allí de pie,contemplando la fotografía, comprendí alas campesinas que atan cintas rojas asus hijos para protegerlos del mal de ojoy a los habitantes de pueblos primitivosque hablan en voz alta de la fealdad desu descendencia para engañar a losdioses celosos.

—Unos diablillos preciosos,¿verdad? —dijo Madeleine. Me habríagustado decirle que hablase en voz másbaja—. Me alegro de haber elegido estevestido para Abigail. —Una cinta rojano le habría sobrado—. Lo que megustaría saber es de dónde ha sacado

David ese pelo —dijo—. De ninguno denosotros dos. Tú lo tienes más claro queyo, pero ninguno de los dos lo tienetanto como para tener un hijo tanrubiales.

—Mi madre era rubia.Madeleine me miró sorprendida.—Nunca me lo mencionaste —dijo,

como si yo se lo hubiese contado todosobre mis padres. Me encogí dehombros—. Me gustaría que hubiesenconocido a sus abuelos —prosiguió,dándole la espalda a la fotografía—. Porlas razones evidentes, claro está, perotambién por otra cosa. Tengo lasensación, y sé que es una tontería, puesnunca conocí a tus padres, pero tengo la

sensación de que haber tenido otrosabuelos, unos abuelos distintos, habríahecho a los niños, no sé cómo decirlo,menos pueblerinos.

No respondí. Estaba demasiadoocupado pensando en el pelo de mimadre. Era castaño oscuro, salpicado decanas la última vez que la vi. Noentendía de dónde había salido elcomentario de que era rubia, pero no ibaa retractarme ahora.

* * * Había confundido el color de pelo de mimadre. No era ningún delito. Los añospasan. Los recuerdos se difuminan.Gracias a Dios. A lo mejor habría sido

distinto de haber tenido fotografías,aunque incluso las fotografías mienten.Recuerdo una tomada en el patio de laescuela, en Osnabrück, en la queaparecía una hilera de niños de ocho ynueve años, cada uno con los brazosrodeando los hombros de suscompañeros a ambos lados. Yo estoy enel centro, uno de los más altos delgrupo, el que tiene el aspecto de ser elmás fuere, el que tiene la expresión másmezquina. Si miras la fotografía, dirías:Vaya matón. Pero yo no era el matón dela fotografía. Los demás chicos habíanestado burlándose de mí. Judío, mellamaban. Yid. Asesino de Cristo. Poreso pongo aquella cara de mezquino.Porque sé que voy a llorar. Pero no

lloraré. No les daré esa satisfacción. Yno lo hice. ¿O sí? ¿Cómo puedo estarseguro?

* * * Volvió a suceder una semana después,en casa de los padres de Madeleine. Eraun domingo por la tarde. Susannah yNorman también se encontraban allí.Estábamos sentados comiendo y losniños entraban y salían del comedor, unasituación que nada tenía de excepcional.Incluso la conversación era cotidiana.Mi suegra intentaba convencer a misuegro de que se afeitara el bigote.

—Mira a Norman —dijo. Todos nosvolvimos para mirar a mi cuñado—.

Mira lo guapo y suave que está.—Como el culito de un bebé —dijo

mi suegro.—Incluso Peter —continuó mi suegra,

utilizándome claramente como su últimorecurso. Mi suegro me quiere como a unhijo. Mi suegra sigue considerándome unladrón que robó a su hija de manos decualquier pretendiente más adecuado. Alo mejor en mi familia hay un historialde latrocinio—. Ves, sin pelo en la cara.

—Soy demasiado mayor para esecambio —insistió mi suegro.

—No digas eso, papá —dijoSusannah—. Además, mamá tiene razón.—Mi esposa y su hermana siguenllamando a sus padres como cuando eranpequeñas. Creía que dejarían de hacerlo

cuando tuvieran sus propios hijos, perome equivocaba—. Sin bigote pareceríasmás joven.

—¿Lo ves? Susannah está de acuerdo—dijo mi suegra—. Si te quitas esebigote grisáceo, te quitarás tambiéncinco años de encima. A lo mejorincluso diez. ¿A que tengo razón,Norman?

—Cinco años seguro —convinoNorman.

—Y si se lo afeitara —dijoMadeleine—, si apareciera una nochesin el bigote, te pondrías a gritarpreguntando quién es ese desconocidoque tienes en casa.

En el momento en que Susannah se

puso del lado de su madre, supe queMadeleine apoyaría a su padre. Elcambio constante de alianzas en lafamilia de mi esposa siguesorprendiéndome. Discrepan, conspirany maniobran entre ellos como si elmañana no existiera, o como siestuviesen seguros de que existirá.Jamás se plantean que no pudiese habertiempo suficiente para reparar el daño.

—¿Y tú, Peter? —preguntó mi suegro—. Eres el único que aún no ha opinadosobre el tema.

Todos se volvieron hacia mí. Yo eraun miembro de la familia, a pesar de noser exactamente uno de ellos.

—Yo admiro el bigote —dije.Mi suegra me lanzó una mirada desde

el otro extremo de la mesa. A menudopensaba que habría sido un oficialmilitar excelente.

—Mi padre llevaba bigote —proseguí.

Mi padre nunca había llevado bigote,igual que mi madre nunca había sidorubia. La cara afligida y larga, capaz detorcerse por humor o por rabia en unmomento, estaba desprovista de pelodesde su despejada frente hasta suprominente barbilla.

Estábamos en el coche de vuelta acasa cuando me percaté de dónde habíasacado la idea. Lou Jacobi, el actor dela película, el que roba el pan, llevababigote. Era negro e hirsuto, y un poco

parecido al de Hitler, pensándolo bien.

* * * El incidente que se produjo aquellatarde en la obra no tuvo importancia,aunque en su momento me dio un buensusto. Creí estar perdiendo la vista,igual que años atrás había perdido lavoz.

Me encontraba en el interior de unade las casas sin terminar. Eran casi lascinco y los obreros ya se habíanmarchado. Se suponía que habíaquedado en reunirme allí con Harry. Mellamó la atención a lo lejos un grupo deárboles, cómo sus contornos negroscontrastaban con la expansión clara del

cielo al atardecer. Los árboles hacíanque el terreno yermo de mi alrededorpareciera más desolado aún de lo que enrealidad ya era. Lo primero quehacíamos cuando nos instalábamos en unnuevo terreno era coger la excavadora yllevarnos por delante todo lo que allípudiera haber. No me gustaba hacerlo,pero hacía ya un tiempo que habíadejado de pelearme con Harry por ello.A cualquiera le sorprendería lo pocoque esto le importa a la gente. Mientrastengan una cocina con una buenaencimera y horno, un baño con doslavabos y un salón con puertascorrederas acristaladas que se abran alexterior, les da lo mismo lo que vean através de dichas puertas. Les da igual

ver mimosas, castaños, robles o unterreno desolado. El único motivo por elque aquel grupo de árboles a lo lejos sehabía librado de la criba era porque noentraba dentro de los lindes de nuestrapropiedad.

Los lejanos árboles me recordaban elparque al final de la Hunzestraat, el queestaba cerca del piso donde vivíamosantes de desaparecer. O, al menos, asíera como nuestros vecinos cristianos loverían, desaparecer, sin formularpreguntas. Cuanto menos supieras de losdemás, mejor. Antes del decreto queprohibía a los judíos el acceso a losparques públicos por miedo a que susuciedad contaminase los bancos, a mis

padres les gustaba pasear por allí. Yoseguía en la casa a medio terminar y vi ami madre y a mi padre paseando bajolos lejanos árboles. Se acercaban haciamí lentamente, la mano de ella posadaen el ángulo formado por el brazo de él,el larguirucho cuerpo de espantapájarosde él inclinándose hacia el de ella. Amedida que iban aproximándose,reconocí el cigarrillo que casi se le caíade la boca. Ella lucía su sombrero negrobueno, el que llevaba una cinta deadorno de gorgorán y estaba rematadopor una garbosa ala estrecha. Seaproximaban a través de un mosaico deluz y sombras hasta pararse a escasoscentímetros de mí. La cara de mi padrequedaba a la altura de la mía, pero no

podía distinguir sus facciones. El humoera demasiado espeso. Echó la cabezahacia atrás, abrió la boca y formó unanillo perfecto. Ése era el padre que yorecordaba.

Me volví hacia mi madre. Era másbaja que mi padre y que yo, y el ala delsombrero me impedía verle la cara.Doblé las rodillas y me incliné paraverla. La visión me hizo retrocederhacia los puntales de madera. Parecíasalida de una película de terror. La carade mi madre era una mancha de carneblanca informe. No tenía facciones. Noera nada.

Me dejé caer en el suelo enconstrucción y me quedé sentado con la

espalda apoyada en los puntales, laspiernas recogidas, la cara apoyada entremis rodillas, los brazos cruzados porencima de la cabeza. Era la postura quesolía adoptar cuando nos encogíamos demiedo bajo los bombardeos.

—Hola, colega. —La voz me llegó através de las explosiones que sesucedían en mi cabeza—. ¿Te encuentrasbien? —Me separó los brazos de lacabeza—. ¿Te encuentras bien, colega?

Abrí los ojos. Mi visión quedóocupada por una mandíbula con sombraviolácea, unos ojos excesivamentejuntos, una cabeza calva cruzada porescasos mechones de cabello oscuro.Jamás me había sentido tan feliz de verel rostro tan poco atractivo de Harry. Al

final resultó que no me había quedadociego.

* * * No convertí en costumbre ir a la cajafuerte del armario de la ropa blancapara contar el dinero que habíaacumulado allí. No era un avaro. Nitampoco sufría verfolgungsbedingt, esanociva palabra alemana que sirve paradefinir una triste patología. Simplementeme tranquilizaba comprobar, de vez encuando, que todo seguía en orden. Nuncase sabe cuándo puede surgir unaemergencia. La visión de mis padrespaseando por la Hunzestraat me habíahecho pensar en ello. Y como tenía

problemas para conciliar el sueño,decidí que podía aprovechar aqueltiempo productivamente. No teníasentido permanecer acostado en la cama,imaginando el caos en las sombras enmovimiento que formaba en el techo elárbol situado junto a la ventana. Si meponía de cara a la mesilla de noche, meponía nervioso el lento avance de lasmanecillas luminosas del relojdespertador. Si me volvía hacia el otrolado, ver a mi esposa, durmiendomientras yo no podía, me irritaba aúnmás. Dormía de lado, con las rodillasencogidas, de espaldas a mí. Levantécon cuidado el edredón. Su piel parecíade cera bajo la tenue luz de la luna. Sucolumna vertebral formaba una línea

delicada. Con qué facilidad podríaromperse. Casi podía oír su sonido alpartirse. La tapé con cuidado, melevanté de la cama y salí de lahabitación. Cerré despacio la puertaantes de encender la luz del vestíbulo.El olor a ropa limpia era tonificante.Escuché el clic de los números alintroducir la combinación. Se abrió lapuerta.

Cogí el pasaporte y verifiqué la fechade caducidad. Me la sabía de memoria,pero me gustaba verla escrita en blancoy negro. De haber sido descuidado nohabría llegado donde estoy. Lo guardéde nuevo en la caja fuerte y extraje lossobres de papel de estraza. Ya tenía dos.

No quería billetes grandes. Abrí elprimer sobre. Los billetes de veinte,cincuenta y cien, ninguno de ellossospechosamente nuevo y reluciente,estaban clasificados según su valor ysujetos con gomas elásticas. Repasé losmontones uno a uno, quitando la gomaelástica, contando los billetes,contabilizándolos mentalmente,volviéndolos a pasar por la gomaelástica y continuando con el siguiente.La suma cuadraba. Devolví losmontones al sobre, lo cerré y abrí elsegundo. Contenía la misma cantidad.Había dividido los billetes a partesiguales. Empecé a contar. Cuandoterminé, me faltaban ciento setentadólares. Empecé de nuevo. Esta vez me

faltaban doscientos veinte. No loentendía. Nadie más conocía lacombinación de la caja fuerte. Aún nohabía encontrado la ocasión de dársela aMadeleine, aunque me juré que sería loprimero que haría al levantarme. Repaséel dinero una tercera vez. Ahora mesalían trescientos más de lo que teníaque haber allí. Era una locura. No soymalo con los números, pero noconseguía cuadrar las cantidades. Bajé ala cocina. No quería correr el riesgo devolver al dormitorio y despertar aMadeleine. Cogí un bloc del despachitoque había en una esquina y un lápiz de lataza que Abigail había hecho en elcolegio y volví a subir al vestíbulo de la

planta superior. Me sorprendió verabierto el armario de la ropa blanca, lastoallas revueltas, la caja fuerte abierta.Sabía que nadie la había saqueado. Eldesorden era obra mía. Pero era elaspecto. Saqué el sobre que se negaba acuadrar, y cerré la caja fuerte del todo.Incluso coloqué en su debido lugar lastoallas y cerré la puerta del armario.Quería concentrarme en contar losbilletes, y ver lo que tenía todo elaspecto de ser una caja fuerte saqueadame resultaba inquietante.

Me senté en el suelo, justo bajo la luzdel techo, armado con el sobre, el bloc yel lápiz. Sabía que era una idiotez. Eldinero no podía haber ido a ningunaparte. El hecho de que cada vez me

saliera una cantidad distinta era culpamía. Pero tenía que salirme bien. Si nopodía confiar en esto, ¿en qué podíahacerlo?

Empecé de nuevo la cuenta. Esta vezanoté la cantidad de cada paquetedespués de contarlo. Llevaba ya tresmontones de billetes de veinte y uno decincuenta cuando se abrió la puerta de lahabitación de las niñas. Abigailapareció en el rectángulo enmarcado. Laoscuridad posterior perfilaba sucamisón blanco y su pálido rostro. Eraun fantasmagórico negativo fotográficode sí misma.

Pestañeó por culpa de la luz y serestregó un ojo con el puño cerrado.

—Quiero agua —dijo, y bostezó a lavez que hablaba.

Me levanté y fuimos juntos al baño, supelo alborotado de dormir acariciandomi pijama. En el lavabo, levantó lacabeza para beber del vaso de plásticocon dibujos de mariposas y su nuez latiócomo un corazón. Se secó la boca con eldorso de la mano y volvimos al pasillo.Sus piececitos rosas pisaron los billetesque había dejado sobre la alfombra. Losmiró.

—¿Qué es eso?Me quedé mirando su carita. Estaba

adormilada, pero su expresión meinterrogaba. Era lo bastante mayor comopara saberlo. Había niños menores que

ella que habían sobrevivido por supropia cuenta. Me senté en el suelo, lecogí la mano y la arrastré hacia mi lado.

—Es dinero —le expliqué—. Dineroque guardo por si alguna vez tenemosque huir.

Los ojos que me miraron estabanpegajosos de sueño.

—¿Huir?—Irnos de aquí. Ir a otro sitio.—¿Por qué?—Porque a veces la gente tiene que

hacerlo. Esto es para asegurarnos de quesi tuviéramos que hacerlo, mamá, tú,Betsy, David y yo, todos juntos, puespodríamos. Mi papá no lo pensó conantelación, pero yo sí. Así que no debestener miedo.

—¿De qué?—De nada.Cogió un billete de cien dólares y se

quedó mirándolo sin decir nada.—¿Quieres ayudarme a contarlo?Dejó caer la cabeza hacia delante. Lo

tomé como un gesto de asentimiento.—Vamos. Yo contaré y tú apuntas los

números que te diga.Dejó caer la cabeza sobre mi hombro.

Le puse el lápiz en la mano.—Tendremos que volver a empezar.

Cuando me he levantado he perdido lacuenta. —Dispuse los montones dedinero en distintas hileras, cogí elprimer montón de billetes de cien y lequité la goma elástica. Ella deslizó la

cabeza más hacia abajo—. Vamos, serádivertido. —Levantó la cabeza. Empecéa contar—. Tres mil —dije cuandoterminé con el primer montón. Tuve quesacudirla con delicadeza para queescribiera la cifra en el bloc—. Escribeun tres y tres ceros. —Cuando cogí otromontón de billetes, oí una puerta que seabría a mis espaldas.

—¿Qué estáis haciendo? —Los piesdescalzos de Madeleine aparecieronsobre la alfombra, a mi lado. Se agachóy cogió un montón de billetes—. ¿Quédemonios estáis haciendo?

—Tenía sed —dijo Abigail. Miprimogénita era leal, y quizásimplemente no entendió bien a sumadre y pensó que su enfado iba

dirigido a ella.—Se levantó para beber un vaso de

agua y pensé que le divertiría ayudarme.—¡Que le divertiría ayudarte! ¿A

contar dinero? ¿A la una y media de lamañana? ¿Estás…? —Se interrumpió yse quedó mirándome. No dije nada. Nopensaba defenderme por pensar en ella yen los niños. Cogió la mano de Abigail yla obligó a incorporarse—. Vamos,cariño, a la cama.

Yo seguía en el suelo con losmontones de dinero cuando Madeleinesalió del dormitorio de las niñas y cerróla puerta.

—En un minuto termino —le dije,antes de que ella pudiera hacer

cualquier comentario.Atravesó el vestíbulo, entró en

nuestra habitación y cerró la puerta sindecir palabra. Sentía que se hubieraenfadado, pero tenía que contarcorrectamente el dinero. Volví aempezar desde el principio. Y esta vezcuadró por fin.

* * * La noche siguiente le regalé a Madeleineuna docena de rosas. Me dio las gracias,dijo que eran muy bonitas y me pidióque le bajara el jarrón alargado delarmario superior para colocarlas. Mesentí aliviado. Temía que hubiese estadodándole vueltas a lo de la noche

anterior, aunque aún seguía sin ver quétenía de malo que un hombre tratara decuidar a su familia.

Mientras ponía agua en el jarrón yarreglaba las flores, inspeccioné lamontaña de correo que ella tenía entrelas manos cuando llegué a casa. Setrataba del misceláneo habitual, unascuantas facturas, un folleto de una tiendaespecializada en limpieza de moquetas yotro de una empresa de fumigación, yuna carta del cabildo local de unaorganización judía agradeciéndome unacontribución. Ni siquiera esto se salíade lo normal. Realizaba donacionesregulares a organizaciones cristianas, alos Boy Scouts, al United Fund y a laUnited Jewish Appeal, por sólo nombrar

unas pocas, y los diversos receptores meenviaban cartas de agradecimiento pormi generosidad. Esta carta en particularhablaba sobre las buenas obras para lasque serviría mi dinero y nos deseaba amí y a mi familia la bendición de G-D.[15] Al leerla comprendí a qué sedebía el buen humor de Madeleine.

La primera vez que vi la palabradestripada fue en un folleto informativoque había sobre una mesa en casa de lospadres de Madeleine, aunque en aquellaépoca pensaba en ella aún como la casade los padres de Susannah. Fue en esemomento, me contaría posteriormenteMadeleine, cuando supo que Susannahnunca se casaría conmigo y que ella, en

cambio, sí.—¿Qué quiere decir esto? —

pregunté, señalando a uno de los muchos«G guión D» repartidos por la hoja.

—Dios —dijo Susannah.No podía tratarse de un error

tipográfico. Aparecía con demasiadafrecuencia.

—¿Y por qué no escriben la palabracompleta?

—Porque se supone que no tiene quedeletrearse.

—¿Y por qué se supone que no tieneque deletrearse esa palabra? —Nopretendía discutir con ella. Era simplecuriosidad.

—Es una blasfemia.—Será una blasfemia si dices por

ejemplo: «Me cago en Dios». Pero no esuna blasfemia si —miré una de lasfrases— escribes sobre «dar gracias aDios».

—Pues es así porque es así —insistióSusannah.

—Eso no es una respuesta —dijoMadeleine. Hasta aquel momento habíaolvidado por completo su presencia enla estancia. En aquellos tiempos,Susannah ejercía ese efecto sobre mí.

Dejé de mirarla entonces y dirigí lavista a Madeleine. Movía la cabezacomo molesta consigo misma.

—Llevo toda la vida leyendo «Gguión D» y nunca me lo había planteado.Ni siquiera después de haber leído

Anthropology 101. Pero ahora me hashecho ver lo absurdo que es.

Sentía haber empezado con aqueltema. Susannah podía escribir la palabra«Dios», al revés y de arriba abajo, medaba lo mismo. No lo había dicho por lode deletrearlo.

—¿Y qué tiene que ver Anthropology101 con todo esto? —preguntóSusannah.

—Explícaselo, Peter.No tuve necesidad de explicárselo a

Susannah. Sabía adónde queríamos ir aparar su hermana y yo. A la superstición,a las prácticas primitivas y las imágenesesculpidas. Las palabras, suspendidasen el aire, esperando a ser recogidas deallí, asustaban a Susannah. Intrigaban a

Madeleine. El hecho de que yo lashubiera citado le emocionó. Por eso nopuso objeciones a las flores que le habíatraído. La noche anterior había salidodel dormitorio y se había tropezado conun marido cuyo universo empezaba aencogerse hasta alcanzar el tamaño deuna caja fuerte de treinta centímetros delado. Pero hoy había abierto una carta yredescubierto al chico que le habíaprometido, y amenazado con, un mundomás grande. El recuerdo aún debía deguardar en su interior un halo de vida,porque cuando pasó por mi lado decamino al salón para dejar el jarrón conlas rosas en la ventana, se puso depuntillas para darme las gracias con un

beso, o quizá simplemente porque sí.

* * * Había hecho bien llevándole flores aMadeleine el día después de que mesorprendiera contando dinero conAbigail, pero a la semana siguientevolví a casa con las manos vacías. Estavez no me dijo que no le llevara nada,pero yo lo sabía.

Las niñas nunca estuvieron en peligro,por mucho que ella dijera, aunque meimagino que no debería haberlas dejadosolas en el coche. Pero calculé que sientraba solo en Korvettes para comprarel rollo de película, estaría de vuelta entres minutos. En cambio, si tenía que

cargar con ellas, tardaría media horacomo mínimo. Betsy intentaríaarrastrarme hacia los pasillos de losjuguetes de plástico y Abigail se pararíacodiciosamente delante de la bisutería.Sería más fácil entrar corriendo, cogerla película y regresar en un momento.Las niñas ya no eran bebés. Y estábamosa plena luz del día.

Encontré un hueco para aparcar a dosfilas de distancia de la entrada, les dijeque volvería enseguida, salí del coche ycrucé el aparcamiento. Una vez en elinterior, fui directamente a buscar lapelícula. En el mostrador no había másclientes. Salí por la puerta casi sindarme cuenta. Me detuve únicamentepara sujetarle la puerta a una mujer que

cargaba con dos pequeños. ¿Cómo nohacerlo?

El resto de la historia es tan estúpidoque me avergüenza incluso recordarlo.Fue como una comedia, de verdad. Latontería que habría hecho típicamenteDussel si los guionistas lo hubierantransportado a los barrios de las afuerasde las ciudades de los Estados Unidos.Dussel habría perdido los nervios en laenorme extensión que ocupaba elaparcamiento del nuevo E. J. Korvettes,y el público se habría reído, y al finaltodo habría salido bien, como sucedió.Pero yo no soy un tonto como Dussel, yaquella tarde no habría perdido losnervios de no haber sido por las niñas.

Madeleine se equivocaba cuando meacusó de irresponsabilidad. De hecho,utilizó una palabra más fuerte que ésa,pero estaba enfadada y no sabía lo quedecía. Si no hubiera estado tantremendamente preocupado por lasniñas, no me habría vuelto medio lococuando vi que no encontraba el coche ytodo lo demás nunca habría sucedido.

Crucé el aparcamiento. Había quequitarse el sombrero ante aquellaempresa. No se trataba sólo de losdescuentos, sino también de lasfacilidades. El aparcamiento debía detener cabida para ochocientos coches,quizá mil. Recorrí rápidamente la hilerabuscando mi Cadillac. Al final Harry mehabía convencido. Estaba ya casi en el

extremo de aquella hilera de cochescuando caí en la cuenta de que me habíaequivocado de fila. Acorté entre loscoches estacionados y empecé arecorrer la siguiente.

El resto es la historia de siempre.Sucede a diario. La gente sale por unapuerta distinta a la que entró, confundeel lugar donde aparcó el coche yempieza a dar vueltas maldiciendo suestupidez hasta que finalmente loencuentra. Aquella tarde maldije unmontón. Y corrí otro montón, fila arriba,fila abajo. Me detuve delante de todocoche marrón que veía, incluso delantede los que no eran Cadillac. Miré en elinterior oscuro de todos los Cadillac. En

ninguno había dos niñas dentro.Dejé de correr y me quedé un minuto

quieto. El sol presionaba mi cabezacomo un casco de acero. El sudor meescocía en los ojos. Me quité las gafasoscuras para secármelo. La luz quereflejaban los brillantes parachoques ylos relucientes capós resultabacegadora. Volví a ponerme las gafas.

Tenía que mantener la calma. Mishijas estaban allí, en alguna parte, sanasy salvas dentro del coche. Intentérecordar si había dejado las ventanillasabiertas. Pero no eran bebés. Si teníancalor, bajarían una ventanilla. Aunque elcoche tenía esas ventanillas nuevas quese accionan pulsando un botón.Visualicé a mis dos hijas yaciendo

inertes en el asiento. Con el calor y elresplandor del sol, la imagen setransformaba en miles de cuerpos deniña sin vida extendidos sobre unpaisaje gris. Eché a correr de nuevo.

En aquel momento pasaba un coche depolicía. Levanté el brazo para detenerlo,y entonces vi a los hombres de suinterior. Sus caras eran máscarasimplacables. En lugar de ojos, teníandiscos plateados que proyectaban la luzdel sol. Me imaginé las armas sujetas asus brutales cinturones. Bajé la mano yeché a correr de nuevo.

Sentía cómo el desayuno gigante queme había preparado Madeleine me subíaa la boca. Escupí saliva. El sabor a

grasa de tocino rancia me inundó laboca. Volví a escupir. Notaba que lasrodillas se me doblaban y busqué elcapó de un coche para mantenerme enpie, pero fui incapaz de controlar miinterior. Mi cuerpo se convulsionó.Vomité el desayuno. Me sentía como lostontos que, cuando liberaron los campos,se negaron a entrar en razón y seatiborraron de comida que su cuerpo eraincapaz de aceptar.

El coche se detuvo a mi lado. Mevolví. Cuatro discos plateados memiraban desde debajo de sus gorras devisera. Uno de los policías tenía unbigote en forma de manillar. Letemblaba al hablar.

—¿Se encuentra bien, señor?

Lo de «señor» no me engatusó. Ledije que estaba bien.

—¿Está seguro de que no necesitaayuda?

Moví la cabeza hacia delante y atrás.Temía vomitar de nuevo si abría la bocapara hablar, o para decirles que semetieran en sus propios asuntos.

El policía con bigote miró al queestaba sentado detrás del volante. Elconductor del vehículo se encogió dehombros. El coche se largó.

Esperé a que desapareciera de mivista para echar a correr de nuevo. Sólodespués de recorrer por completo elaparcamiento de lo que todo el ratohabía considerado la parte delantera del

edificio, recordé que había otroaparcamiento en la trasera. Mis hijasestaban donde las había dejado, casi alprincipio de la segunda hilera decoches.

—Has tardado una eternidad. —Betsyalargó la última palabra.

Les dije que me había liado. Se lodije de modo que sonase como un chiste.¿A que era tonto papá? Lo encontrarongracioso. Entraron en casa gritando:«¿Sabes lo que ha hecho papá?». Y asífue como se enteró Madeleine. Habíasido tan tonto que ni siquiera tuve quecontárselo yo.

* * *

El siguiente incidente fue incluso másabsurdo. Nunca habría sucedido de nohaber sido por aquellos condenadospolicías que la semana anterior estabandando vueltas por el aparcamiento deKorvettes. ¿Se encuentra bien?, mepreguntaron, como si fuera aimportarles. Señor, me llamaron, comosi no estuvieran dispuestos a encerrarmeen un periquete en una celda maloliente,en cuanto recibieran una orden desdearriba o simplemente por divertirse.

Soy consciente de lo que parezco,pero no sufro verfolgungsbedingt. Deser así, ¿habría sido capaz de fundar unaempresa de éxito, crear una familia yconvertirme en un pilar de la

comunidad? La Asociación Nacional deConstructores de Casas no concedegalardones a hombres obsesionados porel pasado. No pretendo condenar conesto a los pobres que sufren estosproblemas. Les deseo toda la ayuda ylas compensaciones que puedan obtener,aunque me cuesta imaginarme qué es loque podría llegar a compensar esosactos. Pero yo no soy uno de ellos.

Aquella tarde, estaba solo en casa conDavid. Ésa es otra. Nadie deja a un bebéa solas con alguien a quien podríarelacionarse con la palabraverfolgungsbedingt. Si yo estuvieracomportándome peligrosamente,Madeleine nunca se habría ido de casacon las niñas dejándome a mí solo con

David. De haber pensado que podríahaberle hecho daño al pequeño, yo no lehabría permitido que lo hiciese.

David se encontraba arribadurmiendo la siesta. Yo estaba sentadoen la mesa de la cocina con un vaso decafé helado que había sobrado despuésde comer y entreteniéndome con elcrucigrama del Times. La gente quemuestra la sintomatología de laverfolgungsbedingt tampoco seentretiene resolviendo crucigramas. Yohabía empezado recientemente con ellos,aunque no les había hecho ni caso desdelas horas interminables que pasé en elanexo. Sin duda alguna, mi viejo amigoGabor habría encontrado algo especial

en esto. Pero se habría equivocado, pueslo que sucedía simplemente era queúltimamente tenía más tiempo libre. Ésefue también el motivo por el que volví acoger el diario para releerlo. Ése y elhecho de que quería asegurarme de queno se mencionaba nada acerca de que mipadre robara pan. Y no se mencionabanada, naturalmente. La ausencia fue unconsuelo para mí. La película pasaría demoda. De hecho, ya no estaba ni encartelera. La obra de teatro acabaríatambién. Las compañías europeas noseguirían representándola eternamente.Si algo sobrevivía en el tiempo, sería ellibro. Tal vez el punto de vista de unachica de trece años no fuera tan de fiarcomo la Enciclopedia Británica, pero

no tenía nada que ver con el montón dementiras que la obra y la película sehabían inventado.

Sin embargo hubo una secuencia dellibro que me dejó inquieto. Era la de lanoche en que olvidé descorrer elpestillo y a la mañana siguiente Kugler ylos trabajadores no pudieron entrar.Había olvidado por completo elincidente. No tenía importancia. No noshabía delatado. Pero había vuelto a mí.A veces, cuando estaba sentado en unareunión o conduciendo por la autopista,me costaba mucho no poner mala cara alrecordarlo. Una noche, cuando bajé acerrar con llave la puerta de la casa deSeminole Road, vi las caras acusadoras

de los habitantes del anexo mirándomedesde las ventanas oscuras.

—Lo siento —murmuré—. Queríadejarlo abierto. Pensaba que lo habíadejado abierto.

—¿Qué has dicho? —me dijoMadeleine desde el pasillo de arriba.

Le dije que no era yo quien habíahablado. Que era el televisor, que noshabíamos olvidado de apagarlo.

Se escuchó un golpe producido por lapesada aldaba de latón de la puertaprincipal. Levanté la cabeza por unmomento del crucigrama. Nadie enIndian Hills utilizaba la puerta principal.La gente prefería tomar el camino deacceso y entrar en la casa atravesando elgaraje, que se comunica con el salón. La

mañana que olvidé descorrer el pestillode la puerta tampoco Kugler llamó.Supuestamente, no había nadie dentro.Fue a la casa de al lado y rompió elcristal de la ventana de la cocina quedaba a la oficina. ¿Quién sabe si no lovio alguien? Sólo porque esa mañana nose presentara nadie no significaba queyo no fuera culpable de haber podidodelatar nuestra presencia la nocheanterior. La Policía Verde no habíaaporreado la puerta, aunque lo que todosesperábamos era que echasen la puertaabajo. El director de la película teníarazón al respecto. Por la noche,dormidos, soñamos con ese ruido.Durante el día nos lo imaginamos. Shhh,

decíamos. ¿Qué ha sido eso?, nospreguntábamos mutuamente. ¿Habéisoído algún ruido en la puerta?

Volvió a sonar la aldaba de latón. Mealegré de que Madeleine y las niñas noestuvieran en casa. Sólo podía confiaren que viera de lejos el camiónaparcado en la calle y tuviera el sentidocomún suficiente para dar la vuelta opasar de largo. Tendríamos que haberloensayado. Yo lo había repasadomentalmente una y otra vez, pero nuncale había dicho a ella lo que tenía quehacer. No había querido asustarla.

Eso era ridículo. Nadie nosperseguía. Yo no estaba escondido.Vivía en una casa limpia, bienconservada, pagada, en los Estados

Unidos, no en un anexo secreto lleno debichos sobre un lóbrego canal deÁmsterdam. La nevera zumbaba. Lachica holandesa con forma de lata degalletas sonreía. El gato al quellamábamos Mouschi dormíaplácidamente en una silla a mi lado. Nisiquiera este Mouschi era el de verdad,sino un gato que había adoptado cuandose acabaron las representaciones de laobra, un gato entrenado para pasearsepor el escenario y tumbar un platillo conleche, y hacer todo tipo de graciascuando se lo ordenaban. Los niñosestaban locos con él.

La aldaba golpeó de nuevo la placade latón. Las orejas de Mouschi se

transformaron en dos triángulos gemelosbordeados de color rosa. Estrellasamarillas para los judíos, triángulosrosas para los maricas. Para ya, meavisé, pero no pude evitar levantarme.Lo hice con cuidado para no rayar elsuelo de linóleo con las patas de la silla.Atravesé la cocina de puntillas. Cuandollegué a la alfombra del salón, evité elpunto justo al pie de las escaleras quesiempre cruje, y a continuación memantuve pegado a la pared de laizquierda para quedar fuera del ángulode visión de la ventana alargada quehabía junto a la puerta.

Tuve que encorvarme para mirar porla mirilla. Desde debajo de una gorracon visera me miraba una cara blanca,

sus facciones aplastadas, planas yvirulentas como consecuencia de ladistorsión del cristal de la diminutaapertura. No podía discernir lo queponía en la gorra. Daba lo mismo. Laúltima vez habían venido vestidos decivil, excepto el que había sacado eldiario de Ana del maletín para guardaren él el dinero y las joyas. Era el únicoque iba de uniforme. El tosco tejido decolor verde estaba manchado deporquería. En aquella época, ni siquierala Policía Verde iba sobrada de jabón.

Continué mirando por la mirilla. Eraun uniforme azul. Una nueva división.Viejos trucos, uniformes nuevos.

Levantó la mano. La mirilla se volvió

oscura. La puerta me vibró en la caracuando el hombre utilizó de nuevo laaldaba. Retrocedí de un salto.

Habría preferido bajar al sótano. Mibanco de trabajo estaba bien surtido conmartillos, sierras y herramientaspesadas. Cuando bajé y descubrimos alladrón con mi padre y Otto, iba armadocon un martillo. En el granero habíautilizado un hacha. Pero ahora no teníatiempo de bajar al sótano.

Volví a pegarme a la pared, regresé ala cocina y hurgué en el cajón de al ladodel fregadero, donde Madeleine guardael pan, el cuchillo de trinchar la carne yotros cuchillos grandes. El de trinchar lacarne entraría fácilmente, pero sería másefectivo el filo aserrado del cuchillo del

pan. Cogí uno en cada mano, para estarmás seguro. Al pasar de nuevo por elsalón fui con cuidado para no pisaraquel punto delatador.

El hombre había bajado al pie de losdos peldaños y estaba mirando hacia elgaraje. La noche anterior había dejadola puerta abierta. Vería el coche. Sabríaentonces que estaba dentro. David y yo,los dos. Maldita sea, ¿acaso nuncaaprendería? Tenía que haber cerrado elgaraje. Igual que tenía que haberdescorrido el pestillo de la puerta delanexo para que pudieran entrar Kugler ylos trabajadores.

Volvió a subir los dos peldaños hastallegar a la puerta. Cuanto más se

aproximaba, más deformada se volvía sucara. Éste quería algo más que el dineroy las joyas. Éste era un asesino.

Volvió a levantar la mano. Esta vezno me bloqueó la visión. Vi que sedirigía al timbre. El ruido retumbó entoda la casa. El sonido se extinguió. Lacasa contuvo la respiración. El hombrevolvió a levantar el brazo, pero antes deque pudiera pulsar el timbre, un nuevoruido rasgó el silencio. Mi hijo aullabaen señal de protesta.

Subí las escaleras de dos en dos eirrumpí en su habitación. El niño estabaacostado boca arriba en la cuna, susbrazos y sus piernas boxeando contra elaire, su pecho temblando como sisufriera un pequeño terremoto, la boca

abierta soltando toda su rabia.—Shhh —le supliqué, metiendo la

cabeza en la cuna—. Shhh. —Perosiguió berreando.

Todo el mundo conocía esas historias.La madre que tapó con la mano la carade un niño para amortiguar sus lloros eintentar que la SS no lo oyera y queluego descubrió su cuerpo inerte entresus brazos. El padre que ahogó a unbebé que lloraba para salvar a sus doshijos mayores. Pero no quería pensar enesas historias.

Me abalancé sobre la cuna, con uncuchillo en cada mano.

—Cállate —le dije entre dientes.Mi hijo me miró. Un pestañeo de

sueño cubrió sus ojos azul tinta. Elsonido se interrumpió. Contuve larespiración. Volvió a pestañear. Solté elaire. Abrió la boca. El sonido sacudiólas paredes.

Metí las manos en la cuna. La luzprocedente de la ventana se reflejaba enel cuchillo de trinchar la carne,luminoso y plateado como si fuese dejuguete. La mirada de mi hijo fue a parardirectamente allí. Alargó la mano paracogerlo. Lo retiré enseguida. Chilló.Sonó el timbre. El cuchillo sebalanceaba sobre él. Berreó y tensó sucuerpecillo furioso en dirección alcuchillo. Lo aparté. Volvió a sonar eltimbre. Más rato esta vez. El hijo deputa se había apoyado en él. David

chilló. Levanté el cuchillo por encimade la cuna.

El timbre cesó. Mi hijo pestañeó.Cerró la boca. La casa se estremeció enmedio de aquel silencio. Intuí algunacosa por encima de la cuna, algo que semovía brillante. Levanté la vista y vi elcuchillo en mi mano. Eché el brazohacia atrás, dejé caer el cuchillo alsuelo, me di cuenta de que en la otramano llevaba otro cuchillo y lo dejécaer también. Cogí a mi hijo en brazos.Seguía con él cuando oí el coche deMadeleine en el garaje. Cogí amboscuchillos con una sola mano, y me fuicon ellos y con David hacia la cocina.Los guardé en el cajón, con cuidado

para colocarlos exactamente dondeestaban. Madeleine nunca sabría quehabían salido de allí.

De camino hacia la cocina, vi unsobre sobresaliendo por debajo de lapuerta principal. Sin soltar a mi hijo, meagaché, lo cogí y lo rasgué. La LigaDeportiva de la Policía, que quería unapequeña contribución.

Quince

«Me siento mal durmiendo en unacama caliente cuando sé que ahífuera las amigas que más queríacaen de extenuación o sederrumban».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,19 de noviembre de 1942

«Me he preguntado una y otra vezsi no habría sido mejor que no noshubiésemos escondido, si

estuviésemos muertos y nohubiéramos tenido que pasar portantas miserias».

Diario de Ana Frank, Ana Frank,26 de mayo de 1944

Me desperté de repente. En la mesilla denoche, las manecillas blancas del relojiluminaban una reducida rendija de lanoche. Las cinco y veinticinco. Volví lacabeza sobre la almohada. Madeleinedormía como siempre últimamente, deespaldas a mí, las rodillas replegadashacia su cuerpo, abrazándose como paraconsolarse. ¿Soñaría con el chico quehabía entrado en casa de sus padreshablando idiomas que ella nocomprendía, diciendo cosas a las que el

resto de la familia hacía oídos sordos,portando mensajes de un mundo másamplio del que ella anhelaba formarparte? Sería agradable pensar queexistía algún terreno en el que seguíahaciéndola feliz.

Levanté las sábanas. Ver su columnavertebral no me asustó. Me sentía mástranquilo que nunca en muchos meses.Ya no tenía miedo de lo que yo pudierahacerles a ella o a los niños. Sabíacómo protegerlos de mí.

Abandoné la cama sin hacer ruido.Palpé a tientas el interior del armarioropero en busca de un par de pantalonesde algodón y me calcé los mocasines. Enel vestidor, abrí un cajón, saqué un poloy me lo pasé por la cabeza. Guardé en el

bolsillo las llaves del coche y la cartera;entonces me lo pensé mejor: cogí denuevo la cartera, saqué el carné deconducir y la copia en tamaño pequeñode la fotografía de mis hijos que habíasobre el sofá y los guardé en el bolsillo.Necesitaría el carné de conducir comoidentificación. Quería la fotografía demis hijos. Sólo me quedaba una cosamás por hacer.

Regresé a mi lado de la cama ygarabateé una nota bajo la luz deldespertador.

Madeleine, querida:La combinación de la caja fuertees ocho a la derecha, cuatro a laizquierda, seis a la derecha. Dales

un beso a los niños de mi parte.Te quiere,Peter

Dejé el trozo de papel apoyado en el

despertador. Sería lo primero que veríacuando abriera los ojos.

* * * El aparcamiento de la estación estabavacío. Era demasiado temprano para lagente que iba a trabajar. Pero estabaseguro de que enseguida pasaría unexpreso fuera de las horas punta, de losque transportan a la gente importanteentre Nueva York, Filadelfia yWashington. No tendría que esperar

mucho.Estacioné cerca del andén y apagué el

motor, pero dejé las llaves en elcontacto. El coche estaba aparcado endirección este. Me había decidido por ellado que iba hacia el sur. En el horizontese veía una línea fina de mañanagrisácea. La previsión del tiempo habíaacertado. Sería un día cubierto ypegajoso. Esa perspectiva me agradó.Un día soleado habría resultadoexcesivamente cruel. Y ya llevaba untiempo siéndolo.

Cogí la fotografía del bolsillo. Mishijos me miraron. No sonreían tanabiertamente como me había parecidocuando vi la fotografía por vez primera.Abigail estaba ojerosa. No me había

percatado de que Betsy tuviera el puñoapretado. Daba la impresión de queDavid iba a echarse a llorar de unmomento a otro. Sabían que la vida noera de color de rosa. No podía darlesseguridad, pero sí protegerlos de mipersona. Guardé de nuevo la fotografía ysalí del coche. Años atrás, cuandoestuve allí para librarme del diario,había corrido por el andén, seguro depoder superar mi pasado. Tendría quehaber sabido que acabaría atrapándome.

Me dirigí hacia las escaleras, lacabeza inclinada, los hombros hundidos,los pies arrastrándose. Caminaba comoun viejo. Caminaba como mi padre laúltima vez que lo vi, cuando quiera que

eso fuera; como la vez en que no hicenada para salvarlo. Crees que puedeslavarte las manos respecto a tu madre ya mí, me había gritado desde la ventanala noche en que nació mi hijo. Laacusación era justa, aunque yo la habíanegado. Pero repararía los daños.Aunque no creyera en la vida después dela muerte.

Me arrastré por las escaleras hasta elandén sujetándome en la barandilla. Mepesaban las piernas. El agotamiento mecargaba los hombros y me provocabatemblor en las piernas. Años atrás, elmédico se había equivocado respecto alos temblores. No eran psicosomáticos.Pero acertó en cuanto a mí. Meresultaría imposible existir en el mundo

exterior.Llegué al final de la escalera y

empecé a andar por el andén. Con mishijos sólo había ido en tren una vez.Éramos ciudadanos norteamericanos.Íbamos a todas partes en coche.Mientras esperábamos en el andén,Abigail había permanecido a mi lado,pero Betsy había flirteado con elpeligro. Se aproximaba constantemente alas vías. Vuelve aquí, había tenido quedecirle más de una vez. Al final, laagarré de la mano y no la solté hasta quellegó el tren.

Las vías se extendían a lo lejos comolas suturas de una herida inmensa.Cuando cogimos el tren de Osnabrück a

Ámsterdam iba en pantalones cortos. Laáspera felpa de los asientos me habíaarañado la parte trasera de las piernas.Deja de moverte, me había espetado mipadre. Tenía los nervios a flor de piel.¿Era una idea inteligente jugársela deaquella manera y llevarse a su esposa,que no quería marcharse, y a su hijo conla intención de empezar de cero en otropaís? Él era holandés de nacimiento,pero había vivido toda la vida enAlemania. ¿Era decente dejar allí a suanciano padre? Era un hijo másobediente y respetuoso que yo. Deja demoverte, me había espetado, y mi madrehabía bajado la cesta del maletero yhabía sacado de ella un pedazo de sumilagroso babka.

En el siguiente tren ya no hubo babka,aunque mi padre había logrado rescatarun mendrugo de pan que compartimosentre todos. A aquellas alturas habíadejado de sufrir angustiosamente por lasdecisiones tomadas para empezar atorturarse por sus errores. ¿Cómo nohabía visto la que nos venía encima?Tenía que haber sabido que laprohibición de sentarse en los bancos delos parques, la obligación de lucir laestrella amarilla y las palizas a ancianosen plena calle no eran más que lasprimeras medidas. Pero lashumillaciones habían ido en aumentohasta convertirse en auténticos ataques yél se había confiado en exceso. Todos lo

habíamos hecho. Tampoco es que estosea tan malo. Nuestros antepasadossufrieron males peores. Si la situaciónno empeora podremos sobrevivir. Tardeo temprano entrarán en razón. Lo únicoque tenemos que hacer es esperar. Demodo que nos mudamos de Osnabrück aÁmsterdam; y del piso en Zuider-Amstellaan, justo detrás del de los Franken la plaza Merwedeplein, al anexo del263 de Prinsengracht; del anexo alcampo provisional de Westerbork. Yaun así intentaba engañarse, o a lo mejornos engañaba sólo a mi madre y a mí.Incluso cuando pronunciaron nuestrosnombres para transportarnos hacia eleste, sabedores todos de lo que ellosignificaba, siguió intentando simular.

Van Pels, gritó el oficial cuandollegaron a la «P». Era el ladrido de unperro loco. Hermann. Contuvimos larespiración. Auguste. Mi madre se echóa llorar. Peter. Al menos estaremosjuntos, dijo mi padre, aunque no me mirómientras hablaba. No me había salvado,tal y como Pfeffer había salvado a suhijo. Pero tampoco lo había salvado yoa él.

Me senté en el andén. Me colgabanlas piernas unos metros por encima delas vías. Poca altura para saltar. Abigaildudaría, pero a Betsy le resultaría fácil.Me pregunté por David. Me lo imaginécon siete años, con diez, con trece. ¿Lehabría hecho pasar Madeleine por el bar

mitzvah?[16] Suponía que no. Sufamilia la presionaría, pero ella semantendría firme. Diría que Peter no lohabría querido. Perdonaría los secretos,las mentiras y los enfados, incluso elcomentario que hice respecto a noquerer que confundieran a David con unjudío, y recordaría lo mucho que loshabía querido, a ella y a los niños. Leshablaría de mí. Papá decía esto. Papápensaba aquello. Papá habría queridoque tú hicieses eso. Sería mejor en mitoque en persona. Como Ana, seríacanonizado después de mi muerte. Eraextraño pensar que si ella hubierasobrevivido, el diario no lo habríahecho.

Amanecía. Las vías aceitosas me

guiñaban el ojo bajo la luz grisácea. Meincliné un poco más y oí el chirriar delos frenos. Las mujeres lloraban. Loshombres gritaban. Las vías de toda lazona quedarían inmovilizadas durantehoras. La gente no iría a trabajar. Loshombres no llegarían a tiempo a susreuniones. Las mujeres perderían su díade compras y su comida en elrestaurante. Les estaría bien empleado aesos desgraciados, por creer que lo suyoeran penalidades.

Oí de nuevo el rechinar de los frenos,pero esta vez detrás de mí. El ruido dela puerta de un coche cerrándose confuerza.

—¡Peter! —El grito de Madeleine

rasgó el aire. Pero, naturalmente, todoeran también imaginaciones mías. Ellaseguía durmiendo junto a la tenue luz deldespertador, amortiguado por el trozo depapel con la clave de la caja fuerte quehabía dejado apoyado delante de él.

Posé las palmas de las manos en elandén, dispuesto a saltar hacia delante.El abrazo por detrás era potente. Nosabía que mi esposa fuera tan fuerte.Empujó hacia atrás la parte superior demi cuerpo. Mi cabeza chocó contra elandén. Tiró de mis piernas, hizo rodarmi cuerpo hasta alejarlo del borde y seabalanzó sobre mí. Ni siquiera unhombre vigoroso podría haber tirado demí con tanta fuerza.

—¿Qué es esto? —Me acercó a la

cara la nota con la combinación de lacaja fuerte—. ¿Qué demonios es esto?

Le dije que era la combinación de lacaja fuerte.

—Por si acaso me sucedía algunacosa.

—¡Por si acaso! —gritó—. ¡Por siacaso!

A aquellas alturas, los niños yahabían salido del coche, aunqueMadeleine debió de decirles que sequedaran quietos en el asiento trasero.Estaban en lo alto de las escaleras quebajaban hasta el andén, Abigailsujetando a David de la mano, Betsy conel pulgar metido en la boca, aunquehacía años que habíamos conseguido

quitarle esa costumbre. Iban con suspijamas de verano y estaban tiritando.Había querido salvarlos de mí. Y nisiquiera podía protegerlos de una suavemañana de primavera.

Dieciséis

«La biografía de un hombre estambién historia».

«La historia americana del Diario deAna Frank», Judith E. Doneson, en Anne

Frank:Reflections on Her Life and Legacy,

editado por Hyman A. Enzer y SandraSolotaroff-Enzer

Madeleine no explicó a su familia elincidente de la estación de tren. Me era

fiel. Además, delante de ellos semostraba orgullosa. Pero me suplicó quevolviera a ver al doctor Gabor. Le dijeque no había necesidad. El episodio dela estación había sido una aberración.

—Una cita, Peter. Por favor. Una horano puede hacerte ningún daño.

—Ya te lo he dicho. No volverá asuceder.

—Sólo para estar más tranquila.—No es necesario.—Por los niños, entonces.—Maldita sea, Madeleine, ¿qué

pretendes hacer? ¿Llevarme otra vez a laestación de tren? —Su rostro seconvulsionó. La tenía arrinconada—. Nonecesito al doctor Gabor —le dijeamablemente. Lo que quería decir era

que él no podía ayudarme. La psiquiatríano conoce cura para los instintosasesinos.

No podía tapar a mis hijas por lanoche por miedo a asfixiarlas. No podíalevantar a mi hijo en brazos y darlevolteretas mientras él chillaba de placerpor miedo a perder el control yestamparlo contra la pared. Lo deconducir era lo peor. Ponerme detrás delvolante de un coche con mis hijos en elasiento trasero era como montarme enuna montaña rusa de pánico asesino. Mipie se quedaba insensible y caíapesadamente sobre el acelerador. Misbrazos se retorcían por la necesidad degirar el volante. Veía el coche

precipitándose contra el tráfico quellegaba de frente. Lo veía saltando unpuente. Las barreras de acero se partían,el aire entraba por las ventanillas y elagua se cerraba sobre nosotros. Elcabello de mis hijas flotaba envolviendosus caras de asombro. Las sólidaspiernecitas de mi hijo agitaban lasnegras aguas. Yo luchaba por salvarlos,pero la corriente los arrastraba y nolograba alcanzarlos. Siempre habíapensado que aquella noche en el granerohabía sido una anomalía. Pero ahorasabía que era el destino. Volvería ahacerlo.

* * *

Años atrás había dicho que volvería,aunque ya entonces sabía que estabamintiendo. Si alguna vez había pensadoen el hombre con pecas oxidadas y pelorojo y estropajoso que podía o no habersalvado su vida, había sido solamentecomo un error que no había cometido.Era el peatón que había logradoesquivar a tiempo para no atropellarlo,el objeto que caía y no me había dado,la piel de plátano sobre la que no habíaresbalado. El suyo era el mundo al queme había negado a entrar. Era el hombreen quien yo no me había convertido. Demodo que no podía comprender quéestaba haciendo buscando un lugar paraaparcar en una calle llena de baches de

un barrio decadente que todavía, pese alos años que habían transcurrido desdeque terminara la guerra, apestaba aparanoia. El sol de primera hora de lamañana destacaba cada persiana bajaday toda puerta cerrada.

La sinagoga de piedra se alzaba comoun anciano encorvado que daba laespalda al mundo. Empujé la puerta paraabrirla y entré. El ambiente bochornososeguía oliendo a comida rancia y a otracosa igual de desagradable, aunquemenos concreta. De haber sido unromántico, lo habría llamadodesesperación. Me dije para misadentros que lo mejor que podía hacerera dar la vuelta y salir corriendomientras aún estuviera a tiempo de

hacerlo. Años atrás no había encontradonada. Tampoco había nada ahora.Empecé a caminar por el pasillo.

El pelirrojo no estaba allí. Ningunode los hombres me resultaba familiar o,más bien, todos me lo resultaban.Inclinados bajo sus taleds, entramadoscomo armazones sobre sus filacterias,ancianos independientemente de la edadque tuvieran, eran reconocibles alinstante por ser quienes eran y pordónde habían estado. Había ocho. Lacifra me exculpó. Aunque me quedara,no supondría ninguna diferencia.Seguiría faltándoles uno para lograr elquórum necesario. ¿Por qué diez, detodos modos? ¿Por qué no una fácil

docena o un sencillo triunvirato? ¿Quésabio bíblico o erudito del Talmudhabía determinado que Dios seguía elsistema decimal?

Me volví para desandar el pasillo. Seacercaba hacia mí. Sabía que estaríaallí. Los hombres como él no cambian.

—Y bien, señor Yanqui Dandi —dijo, me cogió por el brazo,obligándome a dar la vuelta y a iniciarde nuevo el recorrido por el pasillo—.Cuánto tiempo sin vernos.

Me entregó un solideo. Se aposentóde manera precaria sobre mi cabeza. Mecolocó un taled de oración por encimade los hombros. La prenda levantó unanube de polvo que bailó en el haz de luzque entraba por la ventana. Me dio un

libro de oraciones con tapas negras. Ledije que no sabía leerlo.

Él movió la cabeza.—Vaya, tenemos un problema

peliagudo. Te pregunto si eres judío yme dices que no crees. Te doy un libro yme dices que no sabes leer. ¿Quién hadicho que tuvieras que leer? Lo únicoque tienes que hacer es presentarte parapoder ser contado.

Los ocho hombres se acercaron.Retrocedí. Extendió él una mano pecosay me arrastró de nuevo. Se pusieron arezar. No había diferencia algunarespecto a la última vez. Yo seguía sincomprender qué decían. Tampoco sabíaresponder al salmo. A mi alrededor, los

hombres doblaban las rodillas einclinaban el cuerpo hacia delante,doblaban rodillas y se volvían ainclinar, mientras yo seguía con lasrodillas rectas y el cuerpo rígido. En unaocasión, no obstante, ya hacia el final,las rodillas cedieron por un momento y,durante ese fragmento de recuerdo, meencontré de nuevo en laSynagogengemeinde Osnabrück, de piejunto a mi padre, jugando con el fleco desu taled, el que me corresponderíallevar a mí cuando cumpliera los treceaños, pero que nunca llegué a vestir.Cuando cumplí los trece, ya habíamosabandonado Osnabrück y nos habíamosinstalado en Ámsterdam. Cuando cumplílos trece, nadie podía permitirse ser

judío.Se elevó entonces al cielo un coro de

voces diciendo amén, como una bandadade aves levantando el vuelo desde unaciénaga. Serían blancos fáciles. Medespojé del taled y del solideo, los dejéen un banco de madera y me dirigí alpasillo, pero el pelirrojo era muyrápido.

—¿Cómo es que has tardado tanto? —me preguntó, mientras caminaba a milado a paso ligero. No le respondí—.Han pasado muchas mañanas en las quepodrías habernos sido útil. Noalcanzamos el minyan, no podemosrezar.

Me detuve y me volví hacia él.

—¿Por qué?—¿A qué te refieres con eso de por

qué? Diez hombres forman un minyan.Para rezar se necesita un minyan. Es laley.

—Pero ¿por qué es la ley? ¿Quién lainventó? ¿Quién la escribió? Conozco laConstitución y los padres fundadores. Sécómo se crean las leyes estatales yfederales. Pero ¿qué autoridad dice quese necesitan diez hombres para rezar? Yno me respondas que Dios.

—Ya estamos otra vez con Dios y lafe.

—Lo único que quiero saber es quiéndice que nueve creyentes no son mejoresque nueve creyentes y un apóstata como

yo.—¿Apóstata?—No practicante.—Sé muy bien lo que significa esa

palabra. Muy ampulosa. Como una grancatedral con cristaleras de colores.

—¿O por qué no uno solo? ¿Qué pasasi quiero venir aquí a rezar solo?

—Si ni siquiera quieres rezar connosotros, ¿cómo pretendes rezar solo?

—¿Y qué pasaría si lo hiciese?—Haz lo que te venga en gana.—¿Te refieres a que no necesitaría

nueve hombres más?—Sólo para determinadas oraciones.—Pero ¿por qué? Eso es lo que

quiero saber.—Si supieses hebreo, lo sabrías. En

hebreo, nunca se dice «yo rezo», sino«nosotros rezamos».

—¿Y?—De modo que si nosotros rezamos,

eso significa que no estás solo. Significaque tienes una responsabilidad hacia losdemás. Significa, en respuesta a lapregunta de Caín, sí, lo eres.

—¿El guardián de mi hermano?—De tu hermano, de tu padre, de tu

hijo, de tu primo segundo, del tonto de tuvecino que ni siquiera es de tu familia.

—¿Y si están todos muertos?—Muertos, vivos, ¿dónde está la

diferencia? Sigues teniendoobligaciones.

—¿Y por eso vienes aquí?

Se encogió de hombros y sonrió.—¿Encuentras una razón mejor?Siguió sonriéndome. Sus dos dientes

delanteros —el trabajo de un dentista deun campo de refugiados, me arriesgaríaa apostar— resplandecían como farosblancos cegadores en el interior de unaboca amarilla. El cabello rojo brillabacomo un clavo ardiente. ¿Qué demonioshacía yo ahí? Aquel hombre iba a lasinagoga porque no tenía otro lugaradonde ir. Iba porque le daba miedo noir. Pero yo vivía en otro mundo. Notenía miedo. Solamente estos últimosdías.

—¿Qué es lo que te consume, señorPantalones Elegantes que lo sabe todo

sobre los padres fundadores, y no merefiero a Abraham, Isaac y Jacob?Además, te paseas por ahí con zapatosque no son propios de un judío.

—¿Cómo lo supiste?—La última vez que viniste, te vi

marchar. Tenías matrícula de Jersey enel coche. Nadie cruza la frontera delEstado para ir a la sinagoga a menos queesté escondiendo alguna cosa. Por loque me imagino, la ocultación ha idodemasiado lejos, por eso vienes aquí.

—Yo no me oculto. Tomé unadecisión. He construido una vida nueva.

—Mazel tov.[17] Así que, repito,¿qué haces aquí?

El sol traspasaba su pelo rojo. Tuveque pestañear para protegerme del

resplandor.—¿Has oído hablar de Ana Frank?—¿Conoces a alguien que no?—Soy Peter van Pels. Van Daan en el

diario.Esperé la sonrisa de incredulidad.

Cada pocos años aparecía alguienafirmando que era la princesa Anastasia.Seguía habiendo mujeres que insistíanen haber visto a Rodolfo Valentino.Había Houdinis[18] a puñados.

—¿Y?—¿Me crees?—¿Por qué no creerlo? El mundo está

lleno de nazis que nunca lo fueron. ¿Porqué no iban a poder desaparecer unoscuantos judíos?

—No todo el mundo lo ve así.—¿Lo has sometido acaso a votación?—El mundo entero me toma por

muerto, y a Pfeffer por tonto, y a mipadre por ladrón.

—Ahora sí que me he perdido.—En la obra de teatro y en la

película.—La verdad es que no soy muy

aficionado a esas cosas.—Mi padre nunca robó el pan a

nadie. Pero en la obra y en la películaaparece robando pan. ¿Sabes por qué?Para que el público no se aburra. LaPolicía Verde pisándonos los talones;los buenos ciudadanos holandesesdispuestos a delatarnos a cambio de

setenta y cinco florines por cabeza, ysubiendo; los hijos de puta nazis, aquienes ni siquiera importa el dinero,que lo hacen por diversión, no sonsuficientes para mantenerlos sentados alborde de sus asientos. Necesitan quesalga un padre robando el pan de laboca de su hijo. Necesitan a mi padrequitándome el pan de mi boca.

—¿Y?—Pues que me está volviendo loco no

poder hacer nada al respecto.Movió la cabeza. La mata en llamas

se agitó en aquel ambiente avinagrado.—Ahora entiendes lo del minyan.

* * *

Alquilé un apartado de correos en laciudad de al lado. No quería que genteconocida pudiera verme recogiendo elcorreo en un lugar distinto a mi casa o laoficina. George Johnson se pensaría queme traía entre manos algo extraoficial,bien romántico o económico. Harry sepreguntaría qué pasaba. El hombre queme atendió en la oficina de correoscogió mi dinero y me dio una llave y unpapelito con una serie de númerosescritos. Otra vez un número.

Aquella noche cerré la puerta de midespacho y me senté en mi mesa paraescribir una carta.

Señor Otto FrankHerbstgasse 11

Basilea, Suiza

No estaba interesado enindemnizaciones ni derechos de autor, nien reconocimiento, le expliqué. Sobretodo, nada de reconocimiento. Lo únicoque quería era la verdad, como él y yola conocíamos. Él era famoso. Cuandohablaba, la gente le prestaba atención.Incluso había creado la Fundación AnaFrank. Ahora ella era una institución,además de una leyenda y una santa. Mimano volaba sobre el papel. Justicia,escribí, y decencia; conciencia y honor;la reputación de un hombre, la vida deun hombre. Le pedía acción. Mirándoloahora en retrospectiva, no sé muy bienqué esperaba que hiciese Otto.

¿Contratar hombres que pasearan conbocadillos delante de los teatros y loscines diciéndole al público que noconfundiese la película con la realidad?¿Publicar anuncios en el periódicoproclamando que Hermann van Pels noera un ladrón? Había un hombre quehabía demandado a Otto y que habíapublicado un anuncio en el periódico.Lo había visto y había leído sobre eljuicio. Era un asunto desagradable y notenía intención de verme mezclado enello. Pero había otros métodos. Unadeclaración pública de Otto. Unaexención de responsabilidades antes dela película. Un párrafo en las entradasde la obra en todo el mundo. Terminé la

carta, la eché en el buzón que habíadelante de la oficina de correos de miciudad y volví a casa conduciendo conuna sola mano al volante.

No esperaba tener noticias de Ottodurante algún tiempo, pero eso no meimpidió desplazarme a diario a laoficina de correos de la ciudad vecinapara mirar si tenía respuesta. Me deteníaallí cada noche antes de volver a casa,sacaba la llave, la introducía en laportezuela de cristal con elcorrespondiente número, la abría ymiraba en el interior. Noche tras noche,me encontraba con una cajita vacía.Pasó una primera semana, luego unasegunda y una tercera. El día en quetenía que pagar el alquiler del apartado

de correos para el mes siguiente, abrí laportezuela de cristal, me incliné y miréel interior. Había un sobre apoyado enun lado de la caja. Lo saqué. Un bultorígido y pesado. Me quedé mirando ladirección. «Señor Peter van Pels», porencima del número de apartado decorreos. Una serie de nombres, como unpequeño ejército legal, marchaba en laesquina superior izquierda del sobre.

Abrí la solapa. En el interior habíauna única hoja de papel del mismo colorcremoso del sobre. La desplegué. Otravez mi nombre por encima del número.Mi vista recorrió la hoja a todavelocidad. El autor, que representaba alseñor Otto Frank, deseaba informarme

de que en los listados oficiales desupervivientes de la Cruz Roja noconstaba ningún Peter van Pels. Loúltimo que supo el señor Frank del talPeter van Pels que había estadoescondido con él en el 263 dePrinsengracht era que estaba en elhospital de Auschwitz. Era un recuerdoextremadamente doloroso para el señorFrank. Le había suplicado al chico quese quedara. El chico había dicho queaprovecharía la oportunidad de lamarcha forzada. El señor Frank seguíaculpándose por no haber sido capaz deconvencer al chico, que había sido comoun hijo para él.

Había un párrafo más. Otro intento deacosar al señor Frank o de personificar

a cualquiera relacionado con la historiade Ana Frank se enfrentaría a una acciónlegal.

Seguí sentado en el gastado banco demadera del centro de la sala y leí denuevo la carta. No esperaba que elpelirrojo de la sinagoga me creyera.Sabía que los desconocidos semostrarían escépticos. Pero Otto meconocía. Habíamos vivido durante dosaños y veintitrés días en una proximidadfétida y sofocante. En el campo, le habíallevado comida y, tal como decía lacarta, había intentado convencerme deque me quedara con él en el hospital.Me había dicho que era como un hijopara él. Y ahora no creía en mi

existencia.

* * * Llevé a cabo un intento más. Escribí ami tío, el que me había enviado dineroal campo de refugiados. Él sabía que yohabía sobrevivido a la guerra.Refrendaría mi persona. Me ayudaría acorregir los errores que Otto habíacometido.

Su respuesta llegó en menos de unasemana, aunque, a diferencia de Otto, notuvo que remitir el tema a los abogados.«A quien pueda interesarle», decía.Nada de «Querido Peter», ni siquiera«Señor Van Pels». Quienquiera que yofuera, y mi nombre podía, de hecho, ser

Peter van Pels, no era el niño que élrecordaba, el hijo del hermano al quetanto quería. Ese Peter van Pels no lehabría timado para viajar hasta este paísy luego desaparecido. Ese Peter vanPels tenía cierto sentimiento familiar.

Diecisiete

«Si Ana Frank pudiera regresar deentre los asesinados, se quedaríahorrorizada ante la malversación ala que ha sido sometido todo lo queescribió en su diario».

«La utilización —y la malversación—del diario de una joven», Lawrence L.

Langer, en Anne Frank: Reflections onHer Life and Legacy, editado por

Hyman A. Enzer y Sandra Solotaroff-Enzer

«El Diario de Ana Frank, el éxitode Broadway basado en la novelaganadora del premio Pulitzer, se havisto implicado en un proceso porquebrantamiento de la leycontractual en la Corte Suprema.[…] El señor Levin declara que suadaptación ha sido discriminadapor ser “excesivamente judía”. […]El señor Bloomgarden […] hacalificado el argumento, de“carácter declaradamente judío”,de absurdo y completamente falso».

New York World-Telegram and Sun,18 de marzo de 1957

«Si me quisieses de verdad,

cogerías un arma y matarías a OttoFrank».Meyer Levin a su esposa, citado en

The Hidden Life of Otto Frank, CarolAnn Lee

No quería verme implicado en el juiciocontra Otto. Pero mi padre exigía unaexoneración. Mis hijos me suplicabanser abrazados, que les comprarachucherías y los llevara de paseo. Teníaque hacer algo. Escribí una terceracarta. La dirigí a un hombre llamadoMeyer Levin. Levin había escrito unaobra basada en el diario de Ana. Habíaemprendido el proyecto, decía, pordeseo expreso de Otto Frank. Suversión, reivindicaba, era fiel a sus

intenciones. Hablaba, insistía, con laverdadera voz de Ana Frank. Yo nocomprendía cómo un escritornorteamericano de mediana edad, cuyaúnica experiencia en los campos eracomo corresponsal vinculado al novenoregimiento de las fuerzas aéreas de losEstados Unidos cuando liberaronBuchenwald, podía llegar a creerse quehablaba por boca de una chica confiebres tifoideas que había exhalado suúltimo aliento en Bergen-Belsen, peroeso era irrelevante. Levin juraba que laobra que se representaba en Broadway yen todo el mundo era un puñado dementiras. Era el hombre que daba voz ami corazón.

Levin me respondió inmediatamente.

Leí su respuesta en el mismo banco demadera de la oficina de correos dondehabía leído las cartas de los abogadosde Otto y de mi tío diciéndome que yono existía. Levin no dudaba de miidentidad. O, al menos, no lo expresabaasí en su carta. Quería saber cuándopodíamos vernos. Estaba impaciente porenseñarme un dossier que daba aentender que Otto Frank habíasobrevivido en Auschwitz sólo gracias asus conexiones comunistas y, comoprueba de ello, detallaba los viajes deOtto a través de territorio soviético parair del campo de concentración aÁmsterdam. Acusaba a Otto de matar suobra, igual que los nazis habían matado

a Ana, y por el mismo motivo. Su obralatía con un corazón judío y ardía con unalma judía, y Otto era antisemita ysimpatizante comunista, además de serun judío que se odiaba a sí mismo.Incluía su número de teléfono y mepedía que lo llamase de inmediato.Hablaba de un libro que relataba milado de la historia, y después de eso, deuna obra que relataba la verdaderahistoria de Ana Frank, y de mí, Peter vanDaan —el «van Daan» que había escritoestaba tachado y encima habíagarabateado con lápiz «van Pels»—, elchico que la había amado. Como cierre,me animaba a no perder ni un minuto. Elmundo entero estaba esperando mihistoria. Se la debía a Ana. Se la debía a

la historia. Se la debía a él, una voz dela judería, el contador de la verdad, unartista. Me avisaba también para que nocomunicara a nadie esta cuestión tantrascendental hasta que nos viéramos ycerrásemos todos los contratosnecesarios. Había muchos asuntosrelacionados con la publicación, lapublicidad y los derechos subsidiariosque una persona no profesional como yono podía pretender prever nicomprender. No hablaba sólo deacuerdos económicos. Aun sin ser unhombre rico, su actual novela,Compulsión, estaba funcionandotremendamente bien. Para decirloclaramente, no estaba en esto por dinero.

Como prueba de ello, había prometidodestinar hasta el último penique queganara en su juicio, gastos legalesaparte, a obras benéficas judías. Loúnico que le importaba era la memoriade Ana Frank y de seis millones depersonas más. Quería simplemente quese escuchara por fin su verdadera voz.Estaba seguro de que yo sentía lomismo. Esperaba con impaciencianuestro encuentro, me deseaba lo mejordel mundo y firmaba, muy atentamente,Meyer Levin.

Había una posdata. Me preguntaba sitenía familia, tal vez una hija, y queríasaber si tenía la edad suficiente paraaparecer en televisión.

Hice pedazos la carta, los arrojé en

un gran cubo de basura lleno a rebosarde folletos y anuncios indeseados y meacerqué al mostrador de la oficina decorreos. Le entregué al empleado lallave de mi cajita. Me dijo que aún mequedaban dieciocho días de alquiler yme comentó que no podía devolverme eldinero. Le dije que no pretendía cobrarningún tipo de reembolso. Me preguntósi quería dejar otra dirección dondeenviar el correo que se recibiese. Lerespondí que no. Y añadí que no estaríalocalizable en ninguna parte. Cuando yasalía, le dije que iba a estar fuera delpaís durante un largo tiempo.

* * *

Unas semanas después, me encontrabaconduciendo hacia el norte por la NewJersey Turnpike, en dirección al bajoManhattan. No quería verme implicadoen los descaminados planes de MeyerLevin, pero sí ser testigo del juicio.Cuando presentara la obra como unasarta de mentiras, estaría allí para oírcómo mi padre quedaba exonerado porun tribunal norteamericano.

Había mucha gente escandalizada porlo del juicio. ¿Qué tipo de hombre podíaser capaz de entablar una demandacontra el padre de una santa? Lacomunidad judía estaba especialmentefuriosa. «La comunidad judía» es una delas expresiones favoritas de mi suegro,como si nosotros o, mejor dicho, ellos

fueran una gran familia feliz; sin capos,sin mercado negro, sin sombrías figurasmoviéndose por la zona gris de lasupervivencia; no, en este caso, hombresadultos peleándose por el cadáver deuna niña muerta. Algunos pilares de estasupuesta comunidad defendían la causade Levin. Otros exigían dejar en paz alpobre Otto. Un tercer contingentelevantaba la voz para que se guardarasilencio. No exhibáis en público lostrapos sucios. No aireéis las diferenciasdelante de los no judíos. Era evidenteque se trataba de dos hombres llenos debuenas intenciones que llegarían aencontrar un terreno común. Pero no fueasí. El juicio se inició en la Corte

Suprema del Estado de Nueva York, enel bajo Manhattan, un viernes por lamañana a mediados de diciembre.

Otto fue la primera persona que vicuando entré en los juzgados, y lasegunda, y la quinta. Ésa era la nuca deOtto entrando en un ascensor, y su perfilmientras conversaba con otro hombre, ysus andares precediéndome por elpasillo. Entonces lo vi. Me detuve yforcé la vista para examinar la sala. Nopodía creerlo, aunque él era el motivopor el que yo estaba allí.

Venía hacia mí, caminando despacio,su mano sujetando el codo de la mujerque iba a su lado, su nueva esposa, meimaginé, la cabeza inclinada hacia elsuelo, la espalda aún recta. Otro

hombre, éste con un abrigo de cachemirade aspecto carísimo, lo flanqueaba alotro lado y le susurraba algo al oído. Medetuve y esperé. El corazón me latía contanta fuerza que estaba seguro de que seveía incluso debajo de la camisa, lachaqueta del traje y el abrigo. Estabaacercándose. Quería que levantase lavista. Levantó la mirada del maltrechopavimento de mármol. Contuve larespiración. Me repasó con la mirada.Como si yo no existiese.

Noté que en mi boca se formaba sunombre, pero fui incapaz depronunciarlo. Pasó de largo. Observé suespalda con el típico aspecto rígido delejército alemán. Vuélvete, le desafié.

Vuélvete, mentiroso hijo de puta. Pero nihablé yo ni Otto se volvió.

¿Qué me esperaba? La última vez queme vio, yo era un niño, devastado por elhambre, cubierto de costras y lleno depiojos, encogido de miedo. La carta delabogado tenía razón. Ese Peter habíamuerto al final de la guerra. Me volví,seguí a Otto por el pasillo y entré en lasala del juzgado junto con el resto deespectadores.

En el extremo opuesto a la entrada seencontraba el banco del juez, flanqueadopor la bandera del Estado y la banderanacional. Alexander Hamilton, DwightD. Eisenhower y Averell Harrimancontemplaban muy serios la escenadesde sus marcos dorados. La sala

transpiraba solemnidad y rectitud. Elambiente me pareció alentador.

Tomé asiento en la parte posterior dela sala, me quité el abrigo y lo doblésobre mi regazo, pero justo cuandoacababa de instalarme hizo su entrada eljuez y todo el mundo se puso en pie.Normalmente no me gusta la pompa,pero en este caso me resultóreconfortante. Volvimos a sentarnos ydispuse de nuevo el bulto del abrigosobre mi regazo. De no haber estado enla sala de un tribunal, me habríadespojado también de la chaqueta. Laestancia era solemne, pero calurosa.

Mientras el juez y los abogados seocupaban de los preliminares, estudié a

los doce componentes del jurado.Parecían avergonzados y aturdidos portener que estar allí sentados. Ninguno deellos tenía el aspecto de ser unalumbrera. Pero eso también estaba bien.El sistema legal norteamericano estabaconstruido sobre la base de un jurado deiguales. ¿Hasta qué punto tenían que serinteligentes para discernir la verdad dela mentira? Mi hija de diez años de edadjugaba constantemente a ello conpapelitos salpicados de estrellasdoradas.

Levin estaba sentado en una de lasdos mesas de la parte frontal de la saladel juzgado. Lo reconocí por lasfotografías y sus apariciones entelevisión. Era un hombre de cuello

grueso y espaldas anchas, una caragrande sombreada por unas cejassuperpobladas. Tenía entradas y elcabello rizado, parecían muelles.Cuando el abogado lo llamó al estrado,cruzó la sala de puntillas, como unboxeador.

El abogado empezó a interrogarleacerca de sus primeros contactos conOtto Frank. Carecía de un contratoescrito para la adaptación del diario,admitió Levin, pero habían llegado a unacuerdo.

—Confié en el señor Frank.El hombre sentado delante de mí se

inclinó hacia delante en su asiento. A sulado, un hombre de más edad, un

refugiado, no me pregunté por qué losabía, simplemente era así, se acercó lamano al oído para captar mejor lo quedecía Levin. Mi mirada siguiórepasando la fila. Se detuvo en la mujerque ocupaba el último asiento. Me laimaginaba todavía en Ámsterdam, o talvez de nuevo en Alemania. No era judía.No tenía nada que temer. Pero no podíaser otra persona. Estaba seguro, pensé.

Me incliné hacia delante para poderapreciar mejor su perfil. Su barbilla sehabía convertido en un bultito de formaredondeada. Una arruga, oscura como siestuviera pintada al carboncillo, colgabade su boca como una tilde infeliz.Debajo de un deprimente sombreromarrón, sus rubios rizos habían cobrado

un deslustrado tono amarillo plateado.Iba vestida también de marrón, con uncollar de piel comido por las polillas.No había visto nada igual desde que salídel Marseilles. Aquel traje me hacíapensar que no vivía en los EstadosUnidos, que estaba sólo de visita. Habíavenido para asistir al juicio. Habíavenido por su esposo, aunque, como mimadre solía advertirle a mi padre, ytambién a Pfeffer, no era en realidad suesposo. Mi padre siempre hacía callar ami madre cuando le decía aquello. Sólolas leyes raciales habían impedido aPfeffer casarse con Charlotte. No sepodía culpar a Lotte por ello, insistía.Mi padre siempre había tenido

debilidad por Charlotte. ¿Y por qué no?Era tipo Jean Harlow. Las pocas vecesque la vi antes de escondernos debía detener treinta años, pero una de mismuchas noches bajo sábanas con olor aagrio —incluso cuando teníamos jabóndespués de haber pasado a laclandestinidad, nunca había suficientepara borrar toda la porquería denuestras vidas— los años de diferenciaentre Charlotte Pfeffer y yo seesfumaron. Sentado en una sala de losjuzgados del Estado de Nueva York,bajo la severa mirada de AlexanderHamilton, Dwight D. Eisenhower yAverell Harriman, oigo el eco de misgemidos sofocados en el camastro quetenía debajo de las escaleras

emparejándome con el recuerdo deCharlotte que me había llevado conmigoal anexo. Después, los gritos de mipadre ahogando el sonido.

—Vamos todo el día de puntillasandando en calcetines, ni siquierapodemos hacer pis por miedo a que nosoigan, y aquí tenemos a nuestro Romeoenviando cartas de amor a través deMiep. ¿Por qué no cuelgas un cartel enla ventana que diga «judíosescondidos»?

La voz de Pfeffer, tensa por sudignidad herida, lastimera por todas laslágrimas reprimidas, regresa por fin.

—Para vosotros es fácil decirlo, parati y para Frank, con vuestras esposas y

vuestros hijos. Yo llevo más de un añosin ver a mi mujer. ¿Quién sabe dóndeestá mi hijo? Lo último que supe es queestaba en algún lugar de Inglaterra.

Afortunado él, solía pensar yo,afortunado Werner Pfeffer, que está enalgún lugar de Inglaterra. Afortunado elchico cuyo padre tuvo la visión de futurosuficiente como para mandarlo justo atiempo al extranjero a través delKindertransport.

Seguí mirando a Charlotte mientrasescuchaba la declaración de MeyerLevin. Hablaba de tergiversación.Utilizó la palabra engaño. Habló de faltade respeto. La barbilla castigada por laedad de Charlotte subía y bajaba dandosu conformidad.

Cuando el lunes siguiente llegué a losjuzgados, ella estaba sentada en elmismo lugar que había ocupado elviernes anterior. A su lado había unasiento vacío. No pude resistirlo. Queríaverla mejor. Sentía curiosidad por sabersi ella me reconocería. Me parecía pocoprobable. Otto, que había vividoconmigo aquellos años, no me habíaidentificado. Charlotte había coincididoconmigo sólo unas cuantas veces,cuando era un niño, además.

Me detuve al final de la fila dondeestaba sentada y le pregunté si estabaocupado el asiento libre que tenía a sulado. Levantó la vista. Esperé. Me dijoque no. Murmuré mis excusas, pasé por

delante de ella y me senté a su lado.El martes volvimos a los mismos

asientos e intercambiamos un saludo debuenos días. El miércoles la ayudé ya aquitarse y ponerse el abrigo. Tenía unaspecto tan lastimoso como el traje quellevaba el primer día. Había trasladadoal abrigo el cuello de piel apolillado. Eljueves, cuando el tribunal hizo un altopara ir a comer, le pregunté si leimportaría comer conmigo. Dudóprimero, luego sonrió. Era la sonrisa deuna mujer que ha olvidado por unmomento que es una señora mayor, y mealegré por ello. La sonrisa significabaque los recuerdos que tenía de ella noeran mentiras.

Me dijo que le gustaría mucho, me

tendió la mano protegida por un guantezurcido y se presentó como la señoraPfeffer. Le dije que yo me llamabaHarry Wolfe.

—Como el animal —añadí—, peroacabado en «e».

Salimos de los juzgados a la luzinvernal y nos abrimos paso entre unamultitud de gente que andaba condecisión, cargada con abultadas bolsasllenas de compras. Faltaban únicamenteseis días para Navidad. Los peatonespasaban entre nosotros y tuve que cogera Charlotte por el brazo para nosepararnos. En un momento dado, sedetuvo delante de un escaparate dondehabía un Santa Claus de tamaño mayor

que el natural.—Cuando mi marido vivía,

celebrábamos tanto el Chanukah[19]como la Navidad. —Apartó la vista delescaparate para mirarme—. ¿Sabe loque es el Chanukah, señor Wolfe? —Lerespondí que sí—. Es otra cosa que nopuedo perdonar. Lo representan como siignorara su religión, cuando era unmaestro del idioma hebreo. Lorepresentan como un niño que nisiquiera conoce sus propiasfestividades.

—¿Perdón? —dije, pero ella selimitó a mover la cabeza y a retirarsedel escaparate. Seguimos andando.

En el interior del restaurante,conseguí que nos sentaran en un pequeño

reservado. No reinaba precisamente elsilencio, pero era menos ruidoso que lasmesas del centro del comedor. Losgritos de las comandas, el repicar de losplatos y el eco de varias docenas deconversaciones llovían sin cesar desdeel alto tejado de hojalata. Pedí disculpaspor el ruido y le expliqué que a esahora, en aquel barrio, las comidas eransiempre ajetreadas.

—Los americanos siempre andan conprisas —dijo.

—¿No es usted de aquí?—Vivo en Ámsterdam. Estoy aquí

sólo unas semanas. Mientras dure eljuicio.

Apareció el camarero, lápiz y papel

en mano, pero Charlotte me dijo a mí loque quería y yo fui el encargado detransmitirle el mensaje.

—¿Y viene usted de tan lejos sólopara el juicio? —le pregunté cuando sehubo ido el camarero.

—¿Ha visto la obra de la que hablanen el juicio? ¿La causa de todos losproblemas? —Asentí—. ¿Conoce elpersonaje del dentista?

—Dussel —dije, consciente de queera una crueldad.

—No se llamaba Dussel. Se loinventó la niña. —Movió la cabeza. Susrizos se agitaron bajo el melancólicosombrero—. Una cosa más que no puedoperdonar. Una jovencita se dedica allamar dussel a un adulto y no significa

nada. Un libro dice que un hombre estonto y así queda etiquetado para todo elmundo. Una niña escribe en su diarioque a un hombre adulto, a un hombre aquien debería respetar, le falta untornillo, y es una impertinencia. Unhombre publica esa impertinencia paraque el mundo la considere una verdad, yse convierte en una humillación. Mimarido decía que era una niña dulce einteligente, pero indisciplinada. Yo noopino. No debía de ser fácil, unajovencita y un hombre mayor, un hombreque echa de menos a su propia familia,compartiendo todos una habitaciónminúscula.

Le dije que no la entendía.

—El hombre de la obra, el dentistaque comparte habitación con Ana Frank,no se llamaba Dussel, sino Pfeffer. FritzPfeffer. Soy su viuda.

—La obra no menciona que estuvieracasado —dije, a sabiendas de que eraotra crueldad.

—Éramos marido y mujer. —Lasuave barbilla se tornó enérgica—. Lasleyes raciales de los nazis impedían elmatrimonio entre judíos y gentiles, peroéramos igualmente marido y mujer.Después de la guerra, el gobiernoholandés reconoció el matrimonio.Tengo el certificado.

Ya ves, Mammichen, al final laconvirtió en una mujer honesta, o más

bien fue el gobierno holandés.—Ésa es una de las muchas cosas

sobre las que miente la obra. Muestra ami querido esposo como un hombre sinfamilia, pero tenía esposa, y un hijo desu primer matrimonio. Estaba criando asu hijo, pero inmediatamente después dela Kristallnacht comprendió el peligroque se avecinaba y tuvo la buena vistanecesaria para colocar a Werner en elKindertransport. No es fácil enviar a unpaís lejano a un hijo que adoras. Ledolió mucho. Pero Inglaterra, él losabía, sería mejor para el niño. Habríabombas, pero no nazis. De modo queenvió a Werner al extranjero.

Afortunado Werner, volví a pensar, yme sorprendió que la envidia pudiera

seguir viva después incluso de quehubiera desaparecido el peligro.Recordé cuando me tropecé con él en elbarracón de aduanas el día de millegada a los Estados Unidos. Élbuscaba a alguien que hubiera conocidoa su padre. Estaba en el mercado enbusca de recuerdos. Yo fingí no conocera nadie apellidado Pfeffer. Estabaprotegiéndome a mí mismo, perotambién robándole a él. La última vezque vio a su padre, Pfeffer se encontrabaen el andén de una estación diciéndoleadiós con la mano a un tren lleno deniños que partía rumbo oeste en buscade seguridad. Vi a Pfeffer apretujado enun vagón de ganado marchando en

dirección este, hacia Auschwitz. Élrecordaba unos brazos fuertes sacándolode un esquife. En el reverso de lafotografía que Pfeffer guardaba en suhabitación estaban escritas las siguientespalabras: «El primer viaje en barco deWerner, domingo de Pentecostés, 1932».Yo vi aquel mismo brazo, magullado yensangrentado por el descuidado perono falto de intención culatazo del riflede un vigilante, cuando Pfeffer loextendió para que se lo tatuaran. Vivesmejor tú solo, debería haberle dicho aWerner en el barracón de aduanas. Novayas buscando recuerdos que nuncaserás capaz de olvidar.

—¿Y no ha venido al juicioacompañada por su hijo?

Frunció el entrecejo y negó con lacabeza.

—Le habría resultado más fácil a élque a mí. Werner está aquí, en losEstados Unidos, en California. Pero yano es Werner Pfeffer. Ahora se hacellamar Peter Pepper. Es un hombreadulto y puede hacer lo que le apetezca,pero yo no puedo fingir felicidad.Debería haber conservado el apellidoPfeffer. Le debe mucho a su padre.

Estaba de acuerdo con ella. Yo no mehabía cambiado el apellido, a pesar dedeberle menos. Naturalmente, no habíatenido que hacerlo. Tenía un buenapellido norteamericano, me había dichoel funcionario de aduanas.

—Mejor no remover el asunto, es loque me dice Werner. —De modo queWerner, ahora Peter, había acabadoaprendiendo—. Pero no puedo. Por esoescribí al señor Frank. Somos viejosamigos. Mi marido y yo conocimos alseñor Frank y a su esposa antes de laguerra. Después, también se mostróamable conmigo. Muchos sábados por lanoche nos reuníamos con Miep y Jan, lagente que les ayudó a esconderse, parajugar a las cartas. Antes de queempezaran a pasarme la pensión de mimarido, el señor Frank me prestó dineromuy generosamente. De modo quecuando quiso publicar el diario de suhija, no dije nada. Si encontraba

consuelo dejando que el mundo enteroleyera las palabras escritas por su hija,yo no era nadie para prohibírselo. Perolo de la obra es otra historia. Le dije queno apoyaría la obra. Le dije que pondríauna demanda. ¿Y sabe qué me dijo?

Dejó el tenedor sobre la mesa y seinclinó hacia mí. Toda emoción teníauna manifestación física. Se encogió dehombros, ladeó la cabeza y no pudoevitar abrir los brazos en un gesto deinterrogación. Tal vez ese gesto, igualque su aspecto de Jean Harlow, fuera loque nos atrajo tanto a mi padre como amí.

—Que no tenía que ser tan infantilcomo para pensar que esa gente tanpoderosa no sabía lo que podía escribir

desde un punto de vista legal. —Oh,Otto, eso no era digno de ti. ¡Y pensarque me acusaste de no tener un carácterfuerte!—. Intentó asustarme. Nocomprendió que a mí ya no me quedabanada que temer. Ya había perdido a miquerido esposo. Lo único que me quedaes su recuerdo. Y es por eso por lo quelucho. De modo que escribí a los autoresde la obra de teatro, esos que se llamanseñor y señora Hackett. —Se encogió dehombros y volvió a mover la cabeza,como alertándome de que no esperarademasiados resultados—. Al principiono respondieron. Pensé que tendríanmiedo. Sabían que lo que habían hechono estaba bien. Sabían que incluso una

pobre viuda podía demandarlos, pormucho que Otto Frank hablara de lo delpunto de vista legal. Al final recibí unacarta. Peor que la de Otto. Una locura.Decían que debían representar a mi Fritzcomo un payaso para que el mundo noolvidara todas las cosas terribles quesucedieron. Decían que si la gente notenía un estúpido de quien poder reírse,nadie iría a ver la obra ni escucharía elmensaje tan importante que los Hacketttenían que comunicar. No comprendínada. ¿Millones de personas muertas ynadie lamentaría su desaparición amenos que convirtieran a mi Fritz en unestúpido? —Las palabras la habían idoempujando sobre la mesa. Estabasentada en el extremo de la silla—.

Perdóneme, señor Wolfe. Estoy muysusceptible. Pero esto no es justo. QueOtto Frank sea un héroe para todo elmundo y mi querido Fritz sea unhazmerreír. Por eso he venido. Paraescuchar a Otto Frank admitir la verdad.

Me quedé sentado mirándola. Hoy ibavestida con el raído traje azul quealternaba con el andrajoso marrón. Mepregunté dónde habría encontrado eldinero para realizar el viaje. No de lapensión de Pfeffer, me atrevería aapostar. ¿Lo habría pedido prestado asus amistades? ¿Habría empeñadoposesiones? No llevaba más joyas queun sencillo anillo dorado de casada.

—¿Ha venido hasta aquí sólo por

eso?Enderezó los hombros y levantó la

barbilla.—¿No lo considera suficiente

motivo? ¿Cree que oír la verdadpronunciada en voz alta, ver limpio elnombre de mi querido marido, sumemoria recuperada, su bondadrespetada, es poca cosa? —Volvió aacercarse a mí por encima de la mesa.Me chamuscó con la mirada—. Dígame,señor Wolfe, si fuera un ser queridosuyo, si fuera su padre en lugar de mimarido, ¿no habría atravesado mediomundo, no habría removido cielo ytierra para deshacer equívocos?

Hice saltar la mesa al levantarme. Elagua de los vasos se agitó como un

borracho de un lado a otro.—Tenemos que darnos prisa —dije

—. No quiero perderme la sesión de latarde.

* * * Cada pocos días encontraba una nuevapropiedad, a cierta distancia, que teníaque visitar. Ésa era mi excusa paraausentarme de la oficina.

—¿Estás seguro de que te encuentrasbien, colega? —me preguntó Harry unanoche cuando lo llamé por teléfono.

—Estoy bien —le dije—, pero siquieres ir tú a verla, adelante. Si noconfías en mi opinión…

No me dejó terminar. Sabía que no lo

haría. De todos modos, empezaba apreguntarme cuánto tiempo seprolongaría el juicio. Estábamos haciael final de la segunda semana y nadiehabía abordado aún los problemasreales. Charlotte y yo seguíamossentándonos, codo con codo, a la esperade que Meyer Levin, el hombre quehablaba en boca de la verdadera AnaFrank, declarara que Fritz Pfeffer no eraningún tonto y que mi padre no habíasido un ladrón. Cuanto más tiempo semantenían las mentiras, más empezabayo a dudar de mi memoria. Si recordabaa mi padre con bigote y a mi madre casinada, a lo mejor también me habíaequivocado en esto, a pesar de haberreleído el diario. A lo mejor Ana había

excluido de su diario el robo cometidopor mi padre y Otto se lo habíarecordado a los guionistas. Un día,comiendo con Charlotte, saqué el tema.

—Estaba preguntándome —empecé adecir— que si la obra calumnia a suesposo, también es posible que seainjusta con alguno de los demás.

Movió afirmativamente la cabeza yposó en mis brazos sus dedosencarnados.

—Es usted un joven muy inteligente,señor Wolfe. La obra es una parodia. Lapelícula también. ¿Sabe usted la madre,no la señora Frank, sino la otra, laseñora Van Pels, la mujer a la quellaman señora Van Daan? —Asentí—.

Era una mujer encantadora. Y generosa.El día del cumpleaños de Miep, la chicaque trabajaba en la oficina del señorFrank y que les ayudó a esconderse, laseñora Van Pels le regaló un anillo deónice y diamantes. Miep no queríaaceptarlo. Ya había tenido que vender elabrigo de pieles de la señora Van Pels ysabía que el dinero y los objetosvendibles empezaban a escasear. Pero laseñora Van Pels insistió. Dijo que ella ysu marido querían hacerle un regalo aMiep como muestra de suagradecimiento.

Había olvidado por completo elanillo. Visualicé a mis padres repasandolas pocas piezas de joyería que lequedaban a mi madre. Esto no era lo

bastante bueno. Eso era demasiadobueno y nos daría para comer variassemanas. Al final, acordaron que seríael anillo que mi padre le había regaladoa mi madre con motivo de unaniversario, varios años atrás. Mi madrese había mostrado reacia a separarse deél por su valor sentimental, pero mipadre había dicho que para Miep elvalor sería aún mayor.

—¿Y el marido? El señor Van Daan.—Querrá usted decir el señor Van

Pels. Un caballero encantador. —Mirómás allá de donde estaba yo sentado,como si el pasado estuviera justoencima de mi hombro, y en su boca sedibujó un cuarto creciente de nostalgia.

De modo que sabía que le gustaba a mipadre. Volvió a mirarme—. Nunca habíavisto una nariz tan cultivada. —Diogolpecitos a la suya con su dedo índice—. No había especia que no fuera capazde identificar. Una única bocanada deuna salchicha, o de cualquier plato, y loadivinaba. Pimentón, tomillo, romero,cardamomo. Daba lo mismo la cantidadde especias que hubiera o lo exóticasque fuesen. El señor Van Pels lasconocía todas. Era muy sensible. Nadaque ver con el palurdo que sale en laobra.

También había olvidado su olfato.¿Acaso recordaba alguna cosa?

—Pero por sensible que fuera, y conuna nariz tan cultivada como la suya,

robó el pan de la boca de los demás.Ella negó con la cabeza.—Imposible.—¿Está diciéndome que tampoco eso

es verdad?—Es inventado, igual que inventaron

todo lo de mi marido.—¿Y cómo está tan segura? Usted no

estaba allí.—Conocía al señor Van Pels. Jamás

habría hecho una cosa así. De haberlohecho, mi marido me habría escritocontándomelo. Es otra verdad que eljuicio debe dejar clara.

Pero aunque la declaración seprolongó, nadie hasta el momento habíamencionado los nombres de mi padre y

del esposo de Charlotte, ni siquiera susnombres de ficción. Un rabinonorteamericano, que había pasado laguerra en una sinagoga no muy lejos deHollywood, se quejó de que la obra, queOtto había permitido producir a partirdel diario de su hija, no erasuficientemente judía. Un eruditotestificó que, según cálculosmatemáticos, menos del veinte porciento del diario de Ana tenía que vercon cuestiones judías. Acusaciones ycontraacusaciones volaron de un lado aotro de la bochornosa sala del juzgado.La amargura chisporroteaba en el airecaliente. Hombres adultos alzaban lavoz para pronunciar palabras quehabrían querido oír en boca de una niña

muerta. Pero nadie se acercaba a laverdad. Cuando llegaron a larecapitulación, supe que tenía queactuar. No pensaba montar una escena.Simplemente quería dejar las cosasclaras. Quería explicar que Ana era unaniña. Que a veces creía y otras dudaba.Que un día creía que la gente era buenay que al siguiente odiaba a todo elmundo, incluidos sus padres y suhermana, sobre todo encerrados en aquelapestoso anexo. Era una niña que estabahaciéndose mayor, que escribía sussentimientos en un diario de tapas rojasque había recibido como regalo decumpleaños, hasta que se le agotó elespacio y tuvo que empezar a escribir en

cada pedazo de papel que conseguíaencontrar. Y quería hablarles sobre mipadre, que no había robado el pan, sinoque lo había preparado todo antes deescondernos para que el carnicero levendiera carne a Miep sin pedir cartillade racionamiento, sin formularpreguntas, para que todos los del anexopudiéramos comer. Quería explicar quemi madre no era una desvergonzada ydesconcertante buscona, sino una mujeranimada y con un corazón enorme, quecocinaba babkas con todo su amor yregalaba joyas cargadas de valor.Quería decirles que dejaran de discutirsobre lo que Ana creía, que no era másque los dolores crecientes de una chica,y prestaran atención a lo que mis padres

habían hecho, que proclamaba a gritosquiénes eran.

Me puse en pie. Estaba de frente aljuez, pero noté que las caras se volvíanhacia mí. La atención se propagó comolas ondas en torno a un guijarro deverdad que yo estaba a punto de lanzar.

—Señoría —empecé a decir. Comose ve, no me mostré irrespetuoso. Eljuez golpeó con su martillo. La palabra«orden» flotó por encima de mi cabeza—. Señoría —repetí—, simplemente megustaría…

Todas las cabezas de la sala sevolvieron hacia mí. La gente estiró elcuello para ver quién estaba montandoaquel alboroto. Sólo que no era un

alboroto. Si el juez paraba de dar golpescon su martillo, yo realizaría mideclaración, tranquilamente,razonablemente, respetuosamente, yvolvería a sentarme.

—¡Señoría! —grité, porque aaquellas alturas no me quedaba másalternativa que levantar la voz. Por elrabillo del ojo vi cómo los guardias deseguridad se acercaban, dos por elpasillo desde la parte delantera de lasala, dos por detrás. No disponía demucho tiempo—. Tengo una declaraciónque hacer —dije. A mi lado, noté queCharlotte se encogía. Intenté sujetarme aella. Haríamos un frente común.Limpiaríamos el nombre de su marido yde mi padre de un solo plumazo. Pero

uno de los vigilantes se interpuso entrenosotros. Un segundo me agarró desde lafila de atrás—. ¡No comprende nada! —le grité al juez. Los guardias mearrastraban lejos de la fila de asientos—. Soy Peter van Pels —insistí,mientras me llevaban hasta el pasillo—.Ella es Charlotte Pfeffer, y yo soy Petervan Pels. —Estaba agarrándome a lasdos últimas filas de asientos. Nopensaba permitir que me expulsaran dela sala. Tenía que hacerme oír—.Díselo, Charlotte —le supliqué, peroella estaba negando con la cabeza eintentando alejarse lo máximo posiblede mí—. ¡Díselo, Otto! —Pero Ottohabía desaparecido de mi vista y había

quedado rodeado por el círculoprotector de sus abogados defensores.

Los guardias de seguridad mecogieron las manos.

—Diles la verdad sobre mi padre —supliqué, mientras me intimidaban paraque cruzase las puertas. Uno de losguardias me hizo una llave por el cuello—. Soy Peter van Pels. —Era un abrazode hierro. Le di un golpe en la cara. Meacorraló otro guardia. Intentó sujetarmemis dos brazos a un lado. Conseguíliberar el brazo derecho—. Soy Petervan Pels —le avisé mientras mi puño sedirigía directamente a su mandíbula.Sentí algo sólido y duro en el estómago—. Soy Peter van Pels —le confesé alsuelo de mármol, cuando vino a

recibirme.—¿Quién demonios es Peter van

Pels? —oí que preguntaba el guardia deseguridad justo antes de que mi cabezase estampara contra la dura superficie.

Dieciocho

«Recibió una paliza por parte de laSS y dijo que se había prometido así mismo que vengaría tanto lamuerte de sus familiares como supropio sufrimiento. […] Sabíadónde encontrar a un alemán quevivía solo. Se acercó sigilosamentea él y lo aporreó a puñetazos, peroseguía sin sentirse vengado.Encontró un hacha y describió condetalle cómo había matado al

hombre con el hacha a sangre fría ycon sus propias manos. Dijo quedespués de ver el cadáverdesgarrado se sintió mejor y volvióa casa. […] En ningún momento[desde entonces] ha indicado suconducta ninguna de las supuestascaracterísticas asesinas».

Informe psiquiátrico del campo deFohrenwald,Equipo 106

Estaba de nuevo en la consulta deldoctor Gabor. Esta vez no habíamotivos. No había perdido la voz. Mivisión era perfecta. Mi único síntomaera una explosión de sinceridad. Decirla verdad me había conducido a la

consulta de un psiquiatra. Sé que eso eslo que siempre dicen los pacientes, peroen este caso era exactamente así.

Cuando Madeleine vino a recogermedespués del incidente en los juzgados, lapolicía le explicó que habíainterrumpido la sesión insistiendo enque yo era Peter van Pels. Mi buenaesposa se enfadó de verdad.

—¿Y qué tiene eso de malo? Es Petervan Pels.

—Pero eso no significa que tenga queandar gritándolo en una sala del tribunaldel Estado de Nueva York, señora.

En el coche, de vuelta a casa, dijo quetendría que volver a ver al doctorGabor, o alguien del estilo.

—Sí, pero no existe nadie del estilo

de nuestro doctor Gabor —respondí.Quería demostrarle que no habíaperdido mi sentido del humor.

Se puso a llorar.—Si te niegas a pedir ayuda, Peter,

cogeré a los niños y me marcharé. Te lojuro por Dios, esta vez hablo en serio.

La creí. El recuerdo del chico por elque me había confundido había quedadoatrofiado. Las expectativas que teníarespecto a mí se habían marchitado. Ledije que lo primero que haría a lamañana siguiente sería pedir una cita. Nisiquiera le discutí que sería perder undinero estupendo. Ya no había nadaerróneo en mí. Los enfermos eran Otto, yese escritor loco que creía hablar por

boca de Ana, y el resto del mundo. Peroestaba demasiado agotado como paraponerme a discutir. Me dolían losmúsculos. Era el resultado de miencontronazo con los guardias deseguridad de los juzgados. Los nerviosme daban tirones. Tenía el cerebrodolorido. Claudicar sería muy fácil.Notaba cómo las palabras ascendían porel pecho. Hay algo que tengo quedecirte… sobre los años que pasé enÁmsterdam…, sobre Auschwitz…,sobre mi pene circunciso. La inocenciadesaparecería de los ojos que ellaestaba decidida a no cerrar. Una cataratade miedo empañaría su visión. Recordéla vergüenza que había visto en el rostrode Abigail cuando la sorprendí mirando

mi número. Cerré la boca con fuerza. Enel juzgado había actuado como unirresponsable, pero no había perdidopor completo el sentido de la decencia.

* * * A diferencia de mi amigo pelirrojo,Gabor necesitó refrescar su memoriapara recordar quién era yo. Estudió unacarpeta llena de papeles mientras yoesperaba sentado al otro lado de sumesa. Seguía atiborrada de herramientastípicas de su negocio, además desímbolos primitivos y la figura de lostristes mártires de Calais. Nada habíacambiado en el despacho, excepto eldoctor. Se le veía más próspero que

antes, pero tal vez fuera por el tonocaoba pulida de su cara y sus manos.

—¿Ha estado en el sur? —le preguntémientras él repasaba las notas que habíaescrito años antes sobre mí.

—Mmm... —fue toda su respuesta.Cerró la carpeta, se recostó en su

asiento, me miró fijamente con su fatuamirada de lechuza y me preguntó qué metraía de nuevo a su consulta.

Había tomado una decisión. Esta vezle diría la verdad. No era alguien contraquien tuviera que protegerme. Se locontaría todo, o casi todo. Pero había unasunto que no podía permitirmeconfesar. Era ciudadano estadounidense,un pilar de mi comunidad, pero eso nosignificaba que no pudieran deportarme

o extraditarme.Empecé con el chico del diario.—¿Me cree? —le pregunté después

de que lo hubiera anotado todo.—¿Por qué no?—Otto Frank no me creyó. O al

menos fingió no creerme. —Le expliquéla carta que le había escrito a Otto y larespuesta de sus abogados.

—A lo mejor no finge nada. Despuésde la guerra, cuando su nombre noapareció en la lista de supervivientes,llegó a la conclusión de que estaba ustedmuerto. Ha vivido con ese pesar durantemucho tiempo. Tal vez fuera demasiadodoloroso para él albergar algunaesperanza.

—Si tan destrozado está, ¿por quérazón denigró la memoria de mi padre?Tiene miedo de creer que estoy vivo.

—¿Tan claro tiene cómo y cuándosucedió todo?

Pensé en el pelo rubio de mi madre yen el bigote de mi padre.

—Recuerdo las cosas másimportantes.

Miró la carpeta que había dejadoabierta sobre la mesa.

—Su padre murió en Auschwitz,¿correcto?

—Eso ya lo habíamos repasado.—¿En la selección? ¿La primera

noche, en el andén de la estación?Asentí.

Hojeó las páginas que contenía lacarpeta. Estaban llenas de garabatos. Suescritura era tan desordenada como sudespacho.

—A menos que muriera unos mesesantes, cuando lo vio emprendiendo lamarcha con un grupo de hombres, yluego viera sus prendas en el camióncuando regresó.

No tenía constancia de haberlecontado ninguna de esas dos cosas,aunque las recordaba ambas.

—No intento cazarle, señor Van Pels.En su cabeza ambas muertes son reales.

En mi cabeza. Podría haber asesinadopor ello.

—¿Se trata de la muerte de mi padre y

me dice que no importa cómo lo maté?—¿Cómo lo mató?—Cómo lo mataron.Me observó de nuevo con esa mirada

de idiota.—No soy un asesino.—En ningún momento he sugerido que

lo fuera.—Lo de aquella noche en el granero

fue una aberración. —Esperó—. Fuejusto después de la guerra. Seguíamosmuertos de hambre, por el amor de Dios.Así era justo después de la guerra. —Siguió mirándome—. Sólo queríamosdivertirnos un poco. Y recuperar algo delo nuestro.

—¿De lo suyo?—Venganza. Nos lo merecíamos,

cojones, después de todo lo quehabíamos pasado. Él también se merecíalo que recibió. La guerra habíaterminado, y de repente quedaconvertido en un inocente granjero.Como si nunca hubiera oído hablar de laSS. Como si no tuviese ese jodidotatuaje que lo demostraba. El tatuaje, yaquellos ojitos malvados, y aquel morrode cerdo a modo de nariz.

—¿Tuvo algún tipo de encuentro conun miembro de la SS?

—Aquel hijo de puta simplementerecibió lo que le esperaba.

—Cuéntemelo —dijo.Pensaba que nunca iba a pedírmelo.Los demás ya habían tenido

suficiente. Vamos, dijeron. Ya noshemos divertido bastante. Hemos hechodaño a unos cuantos alemanes. Hemosconseguido algo de dinero. Pero yo nopodía parar. El hambre seguíacorroyéndome. Había dado una paliza aunos cuantos. Había roto ventanas,cogido un par de botas y una botella deschnapps, robado algo de dinero. Unospocos peniques. Migajas de venganza.Anhelaba un banquete. Y sabía dóndeencontrarlo. Todo el mundo había oídohablar del granjero, de lo que habíahecho durante la guerra, de lo que estabaesperando volver a hacer.

La madera sin pintar resplandecía a laluz de la luna, fina como el agua. Lapuerta del granero estaba abierta. El hijo

de puta era, además de todo lo otro, ungranjero pésimo.

El hedor a animales, estiércol, sudor,meados y alcohol me obligaba a hacerverdaderos esfuerzos para respirar. Laúnica fetidez que faltaba era la delmiedo. El granjero estaba inconsciente.Yo no tenía miedo.

Las ratas correteaban por laoscuridad. Me adentré un poco más. Unanimal bufó. Algo dio zarpazos en elsuelo. Los ronquidos aserraban elmareante ambiente. Las siluetasempezaron a tomar forma en laoscuridad. Distinguí un anca, un hocico,un montón de ropa asquerosa, un hacha.La ropa ascendía y descendía siguiendo

el ritmo de los ronquidos. La forma delhacha encajaba en mi mano como siestuviera hecha a medida.

Utilicé ambas manos para levantar elhacha, pero cayó por su propio peso. Lasangre salpicó la acuosa luz de la luna.Levanto de nuevo el hacha y cae unasegunda vez, una tercera, hasta que dejode contar. La sangre crea un charcooscuro en el sucio suelo. La luz de laluna centellea en el charco como unallama. Dejo caer el hacha sobre la pilade ropa pestilente. Mis botas robadasresbalan sobre la sangre cuando echo acorrer.

Cuando terminé el relato, cogí mipañuelo y me sequé la cara. El sudormanaba de mí como si estuviera aún

peleándome con aquella hacha. Gabor serepanchingó en su asiento, como si nada.

—¿De modo que entró en el granero ymató a ese hijo de puta de la SS con unhacha? Bien hecho. Si es que en realidadlo hizo.

—¿A qué se refiere con eso de si enrealidad lo hice? Hice lo que le acabode contar. Nunca se lo había contado anadie.

—¿Nunca se lo había contado anadie? ¿Ni siquiera a los que loacompañaban esa noche?

—Ya se lo he dicho, los demáshabían tenido suficiente. Ellos se habíanido.

—¿Y en el campo de refugiados? A lo

mejor lo mencionó en su evaluaciónpsicológica.

—¿Está usted loco? ¿Cree que habríaentrado en este país si les hubieracontado eso?

—¿De modo que nadie podía haberlerobado su historia?

—¿Qué quiere decir con eso derobarme mi historia?

Se enderezó en su asiento, se levantóy se dirigió a un archivador que había enun rincón. De espaldas a mí, tiró de uncajón y empezó a buscar. Aquel hombreera un auténtico hijo de puta. Leconfieso algo que jamás he contado anadie, admito que soy un asesino, ydecide ir a rebuscar en sus archivos.

Cuando regresó a la mesa, lo hizo

cargado con una carpeta de papel deestraza. La abrió, la hojeó y me entregóuna página.

—¿Qué es eso?—¿Por qué no lo lee?—Lo siento, doctor, pero no he

venido aquí a leer los problemas de losdemás.

—Creo que le interesará.Cogí el papel y empecé a leerlo. No

tuve que ir más allá de los primerospárrafos.

—¿Cómo ha hecho esto?—¿Cómo he hecho el qué?—Escribir mi historia con mis

palabras exactas mientras yo ibahablando. —Sabía que no lo había

hecho, pero necesitaba tiempo.—No es su historia, señor Van Pels o,

mejor dicho, sí que lo es, pero no esusted quien mató a ese hombre en elgranero. —Yo seguía con la hoja depapel en la mano. La dejé en la mesa—.¿Por qué piensa que le recomendaronque viniera a mí la primera vez, cuandose quedó sin voz?

—Los médicos no encontraban nada.Dijeron que mi única esperanza era unpsiquiatra.

—Sí, pero hay muchos psiquiatras.¿Por qué yo?

—No quería tener que ir hasta NuevaYork.

—No soy el único psiquiatra deNueva Jersey. —Esta vez no respondí

—. ¿No le contaron nada más sobre mí?—No lo recuerdo.—¿De manera que no sabía que

trabajaba con supervivientes de loscampos?

—Yo no tengo nada en común con esagente. Ellos están asustados. Viven en elpasado. Yo lo he dejado atrás.

—Tiene esta historia en común conellos. Ese papel que acaba de leer es deuna entrevista en un campo derefugiados.

—De acuerdo, no soy el único que secargó a machetazos a un cabrón nazi enun granero.

—Seguramente tiene razón en eso.Sucedieron muchas más cosas de ese

estilo de las que a todos nos gustaadmitir. Tal vez sea usted uno de esosasesinos, pero no lo creo. No mepregunte por qué. Es simplemente unacorazonada.

—Creía que los psiquiatras no teníanque tener corazonadas.

—Todos tenemos corazonadas, señorVan Pels. Pero lo que realmentedespierta mi curiosidad es saber por quéestá tan decidido a creer que es usteduno de esos asesinos.

—Porque lo recuerdo así. Inclusosueño con ello.

Esperé a que hojeara de nuevo esacondenada carpeta y que me recordaraque le había contado que yo no soñaba.De hacerlo, me levantaría y me largaría

de aquel despacho. Tendría que haberlohecho ya. Confieso el crimen más graveque he cometido en mi vida y él me diceque no soy culpable.

—Recuerda haber matado al alemánporque quería matarlo. Usted y muchosmás. Y cuando uno lo hacía, era como sitodos lo hiciesen.

—Un minyan de venganza.Ladeó la cabeza, confuso, como si

acabara de sorprenderlo.—Dijo usted que no conocía bien su

religión.—Nunca se puede evitar ir pillando

cosas, ahora de aquí, ahora de allí.

* * *

Cuando cerré la puerta del coche sabíaque andaba buscando problemas. Enesas calles llenas de baches,flanqueadas por edificios medio enruinas mutilados por la rabia, unCadillac era una invitación al robo.

Los hombres estaban doblando ya sustaleds y desenrollando sus filacteriascuando llegué. No me supo mal habermeperdido las oraciones.

El pelirrojo se acercó por el pasillopara recibirme.

—Pasan años y ni te acercas por aquí.Y ahora, de repente, te conviertes en unhabitual. ¿Estás tal vez planteándoteconvertirte de nuevo? No es tan malaidea. Tenemos que restituir a seismillones.

—Tengo tres hijos.—Mazel tov. ¿Estás criándolos como

judíos? —Negué con la cabeza—. Me losuponía. —Se adentró en uno de losbancos y, sujetándose al respaldo delasiento de delante, se sentó. Lamandíbula se le tensó del esfuerzo.Cuando me perseguía por el pasillo,estaba de pie, pero lo de doblar laespalda era un ejercicio lento y agónico.Había otro motivo por el que evitaba agente como él. No me gustaba que merecordaran el dolor. No quería saberqué lo había causado. Pero, de todosmodos, tomé asiento a su lado—.Apuesto a que tu esposa no es judía.

—Lo es.

Se volvió hacia mí. Arqueó aquellascejas claras, casi invisibles.

—Esto sí que no lo entiendo. Muevescielo y tierra para ser un goy y te casascon una judía. ¿Acaso no encontraste unabuena shiksa?

—Me enamoré de mi esposa.El pelirrojo levantó la vista hacia el

cielo.—Un romántico que cae en mis

manos. —Bajó entonces la vista paramirarme—. ¿Es el amor de tu vida? ¿Notuviste que pensártelo dos veces?

—A punto estuve de casarme con suhermana. —No tenía ni idea de por quéestaba explicándole todo aquello. Nuncahabía vuelto a pensar en ello.

—¿Crees que es una coincidencia?¿Resulta que todas las chicas que te laponen dura son judías? Y disculpa milenguaje dentro de la sinagoga… ¿Y quépasó con la hermana?

—Dijo que no podía casarse conalguien que no fuera judío.

—Si no estuviera escuchándolo conmis propios oídos, no me lo creería.Castigo divino, diría, si creyera en Dios,que no es el caso, como te sucede a ti.

—¿No crees en Dios?—¿Después de lo sucedido?—¿Y entonces qué haces aquí?—Ya te lo dicho. Alguien tiene que

venir.—¿Por qué?

—¿Cuántas veces tendré queexplicártelo? Caín. El minyan. Losmismos motivos por los que tú siguesviniendo.

—Yo he venido porque… —Meinterrumpí. No tenía ni idea de por quéestaba allí.

—¿Sí?Le conté lo de la noche en el granero,

y lo que había creído durante todos estosaños, y lo de Gabor. Me escuchó concara impasible.

—¿Y bien? —preguntó en cuantohube terminado.

—¿No te sorprende?—¿Dónde está la sorpresa?—Pero es tremendamente vívido.

Incluso en sueños.—Sueños. —Encogió sus huesudos

hombros—. Si alguien inventa unamanera de librarse de los sueños igualque pueden librarnos de esto —dio unosgolpecitos al número tatuado en su brazo—, hará una verdadera fortuna. ¿Así quees eso lo que te hace ir a ver al loquero?¿Las pesadillas?

—Un poco más que eso. —Le contéla escena del juzgado, lo de que grité laverdad y le dije a la gente quién era—.Nadie me creyó.

—Todos estos años fingiendo ser otrapersona, ahora nadie cree quién eres yresulta que eso te hiere los sentimientos.

—Me da lo mismo si no me creen.Pero podría matarlos por lo que le

hicieron a mi padre.—Ahora resulta que vuelves a ser un

asesino.—Han hecho creer a todo el mundo,

incluso a mi esposa, que mi padrerobaba el pan de mi boca.

—A lo mejor si no le hubierasmentido tanto a tu esposa, a ella no lehabría costado tanto distinguir lo que esverdad de lo que no lo es.

—¿Qué te hace suponer que le mientoa mi esposa?

Me lanzó esa sonrisa amarilla.—¿Sabe ella que vienes por aquí? —

Negué con la cabeza—. ¿Sabe que eresjudío? —No respondí—. ¿Le hascontado lo que acabas de contarme a mí,

y al loquero, y a ese tribunal lleno dedesconocidos?

—Tengo que protegerla. A ella y amis hijos.

—Con eso no voy a meterme. Estoyseguro de que has dado una buena vidatanto a ella como a tus hijos.

—Lo intento.—Una buena casa.—No está mal.—Moqueta de pared a pared.

Electrodomésticos último modelo. Unanevera enorme repleta de comida, meimagino. —No respondí—. Dime,¿tienes muchos espejos en esa casa tanbonita que posees?

De modo que era allí adonde quería ira parar.

—¿Te refieres a cómo puedo mirarmeen el espejo cuando miento y digo queno soy judío?

—Ya estamos otra vez con los judíos.Si la mitad de la gente que dice que loes se pasara la mitad del tiempopreocupándose igual que tú, que dicesque no lo eres, este lugar estaría cadamañana lleno hasta los topes. No merefiero a tener que andar por la vida conuna Estrella de David en el brazo. Conlos nazis ya tuvimos bastante en esesentido. Me refiero a ser un mensch.¿Sabes lo que es un mensch?

—Un hombre.—Un poco más que eso. Decente.

Responsable. Un tipo firme.

—¿Y?—Que si yo fuera tú, y estuviera tan

preocupado por el recuerdo de mipadre, me olvidaría de Otto Frank,volvería a casa y me miraría en todosesos espejos de la bonita casa que hasconstruido para mantener a todo elmundo sano y salvo.

Diecinueve

«Creo que el aplauso mundial a suhistoria no puede explicarse amenos que reconozcamos en élnuestro deseo de olvidar lascámaras de gas y nuestro esfuerzopor hacerlo glorificando lacapacidad de reacción en un mundoextremadamente íntimo, bondadosoy sensible, y aferrándose lomáximo posible a lo que han sidonuestras actitudes y actividades

diarias, aunque rodeados por untorbellino capaz de engullirnos encualquier momento».

«La lección ignorada de Ana Frank»,Bruno Bettelheim, en Anne Frank:

Reflections on Her Life and Legacy,editado por Hyman A. Enzer y Sandra

Solotaroff-Enzer Me gustaría poder decir que seguí suconsejo; que me fui a casa y le expliquéa Madeleine quién era y dónde habíaestado; que senté a mis hijos en miregazo y les pregunté qué era lo quehacía noventa y nueve veces clic y unavez clac, y que cuando se rindieron y yoles respondí que era un ciempiés conuna pata de palo, les expliqué que mi

padre también me había hecho reír conese chiste cuando yo tenía su edad.Desearía haberles contado que mi padretenía carácter, pero que era un buenhombre y no un ladrón; que a veces meavergonzaba de mi madre, y qué niño no,pero que la quería y que daría cualquiercosa por no haberme peleado con ella lanoche antes de que llegara la PolicíaVerde; que a veces aún le echaba laculpa a mi padre por no habernossacado de allí a tiempo y que me odiabapor haber salido sólo yo, finalmente. Alo mejor mis hijos habrían salidoganando de haberles contado la verdad.Tal vez Madeleine habría dejado deamenazarme con el divorcio. O a lomejor no habría habido ninguna

diferencia. Seguiría habiendo millonesde muertos, y yo continuaría vivo. Mipadre se habría dirigido igualmentehacia el lado malo de la selección, ohabría emprendido de todos modos lamarcha con ese grupo de hombres mesesdespués. Yo seguiría sin estar seguro alrespecto. Y seguiría sin haber hechonada para impedirlo. Pero no se loconté, y Madeleine no me abandonó, ylos niños crecieron ni más felices ni másinfelices que otros pequeños, por lo queyo podía apreciar.

Instalamos una piscina en la partetrasera de la casa de la que se habíamofado el pelirrojo, le añadimos unsolario, después la vendimos y nos

mudamos a una casa más grande quehabía construido antes de la guerra, conlos materiales sólidos y la estupendamano de obra que actualmente eraimposible conseguir. Abigail fuearrestada en una manifestación contra laguerra; y, gracias a Dios, Betsy saliósólo con un dedo roto de los restos delVolvo que Madeleine acababa deestrenar; y después de cuatro añosseguidos de Sobresalientes, Davidestuvo a punto de no graduarse en sucolegio privado porque él y dos amigosse presentaron desnudos a la ceremoniade graduación. Streaking, lo llamaban.Podía considerarme afortunado sicomparaba eso con lo que sucedía conalgunos jóvenes del vecindario: drogas,

cultos extraños, un accidente porconducir borrachos que resultó en dosjóvenes fallecidos. Madeleine regresó ala universidad para obtener un máster enLiteratura, encontró trabajo en el mismocolegio del cual estuvieron a punto deexpulsar a David y empezó a llenar lacasa, que ahora estaba vacía de nuestroshijos, de niñas adorables y sonrientesque se autodenominaban las animadorasde la señorita Van Pels. Creo que miesposa era feliz.

La guerra era una historia antigua, tanantigua que había gente diciendo que elHolocausto, como lo llamaban ahora,nunca había sucedido. Y si elHolocausto no había sucedido, Ana no

había escrito su diario. Era un engaño,insistían los que lo refutaban. Ana yPeter no eran nombres judíos. En ladécada de 1940 no había papel y tintadisponible para todo el mundo. Era unaescritura demasiado buena para habersalido de la pluma de una adolescente,sus puntos de vista excesivamenteperceptivos, las emociones demasiadoprofundas. El diario era el ingeniosoresultado de un escritor judíonorteamericano llamado Meyer Levin,decían. El pobre Levin siempre habíaafirmado ser la verdadera voz de Ana. Yyo seguía sin decir nada. Había habladogente más importante que yo. Ottodemandó a varios de esos nuevos nazis,y ganó, pero eso no los detuvo. El

Instituto del Estado Holandés para laDocumentación de la Guerra publicó loque denominó una edición crítica deldiario, complementada con testimoniosde expertos en caligrafía, historiadores yeruditos, pero los ataques continuaron.¿Qué bien podía hacer la protesta de unhombre de negocios norteamericanonormal y corriente cuyo nombrecasualmente coincidía con el de un chicoque llevaba décadas muerto?

* * * La mañana del 21 de agosto de 1980bajé a desayunar y encontré el café apunto, el pan tostándose y el periódicojunto a mi lugar habitual en la mesa. Me

senté y desplegué el Times. Madeleinesirvió el café. Había comido mi tostaday estaba terminando mi segunda taza decafé cuando llegué a las necrológicas.

OTTO FRANKPADRE DE ANA,

FALLECIDO A LOS 91 AÑOS DEEDAD

Dejé el tazón y me quedé sentado

observando el titular que acompañaba lafotografía de una cara que me resultabafamiliar, arrugada ahora como el troncode un árbol viejo. No pude evitar hacerlos cálculos. Mi padre había muerto concuarenta y seis. Más joven de lo que yoera ahora. Con un año más, Otto habría

vivido exactamente el doble que mipadre. Había vivido seis veces más queAna. Pero había mantenido vivo surecuerdo. Lo había pulido hasta hacerlobrillar como un faro, o, algunosempezaban a decir, como una lámparaklieg que cegaba a la gente y le impedíaver las sangrientas verdades del pasado.Fuera lo que fuese lo que le había hechoa mi padre, y a Pfeffer, y a los demás, aAna no le había fallado. Tenía queconcedérselo.

* * * Invité a Madeleine a viajar conmigo aÁmsterdam. La quería a mi lado,pensase lo que pensase. Pero si se

negaba a pedir permisos en el colegioque, al fin y al cabo, no servía parapagar las facturas, ¿cómo podía yopretender que lo dejase todo en elmomento de más trabajo? De modo queviajé a Ámsterdam solo.

Sentía curiosidad por ver cómo habíacambiado la ciudad, aunque no teníaintención de regresar al 263 dePrinsengracht. Era el único motivo porel que no sentía que Madeleine hubiesedeclinado la invitación a venir conmigo.Ella habría insistido en visitar la AnneFrank Huis. Éste era el nombre quedaban ahora al edificio. Madeleine no selo habría perdido por nada del mundo.

Debió de ser el jetlag. Nunca mehabría perdido de no haber estado

legañoso y desorientado. Cierto es queya no conocía la ciudad, pero disfrutabade un sentido de la orientaciónexcelente. Con los años, en mis viajescon Madeleine me había movido porciudades desconocidas y por carreterasforestales que ni aparecían en el mapasin perder nunca el norte. Pero aquellatarde lo perdí y acabé en laPrinsengracht, justo enfrente del número263.

Me senté en un banco para estudiar elpequeño mapa que el conserje me habíaentregado antes de salir del hotel. Loscanales parecían perfectas cintas azulessobre una ciudad color carne. Losnúmeros pequeños indicaban

restaurantes, hoteles y clubes llenos delas mujeres escasamente vestidas que seanunciaban en los márgenes del mapa.Los diversos símbolos indicaban lospuntos de interés. Lo que parecía unpequeño templo griego indicaba la AnneFrank Huis. Levanté la vista del mapa ymiré la casa que se alzaba al otro ladodel canal. La institución de Otto habíallevado a cabo un buen trabajo con larestauración, demasiado bueno. Lareluciente puerta negra estaba reciénpintada. Los marcos de las grandesventanas a las que no se nos permitíaacercarnos por temor a que alguienpudiera vernos desde el exterior ya noestaban pudriéndose. Detrás de la casa,las ramas desnudas del castaño

taladraban el cielo blanco invernal. Enmis tiempos, el árbol no asomaba porencima de la casa, o tal vez fuerasimplemente que nunca tuve laoportunidad de verlo desde la posiciónestratégica en la que ahora me hallaba.Guardé de nuevo el mapa en el bolsillo,me levanté y crucé el canal. No mehabía perdido, naturalmente. Habíapasado delante de media docena deseñales indicándome el camino.

¿Cómo describir mi visita a la casa?Mi pasado estaba por todas partes, y enninguna. Permanecía allí como laarenilla entre las tablas de madera delsuelo, gastado y liso después demillones de pisadas. Me miraba desde

el mapa donde habíamos seguido elprogreso de los Aliados, que llegarondemasiado tarde para mi madre y mipadre, y para Ana, Margot, la señoraFrank y Pfeffer. Me guiñaba el ojo desdelas vaporosas cortinas pintadas contenues figuras para que pareciera comosi la Policía Verde estuvieraconduciendo a los judíos hacia sumuerte en la calle, detrás de lasventanas. Un toque ingenioso. Esperabaagazapado arriba, donde tenías que estaragachado, allí donde había danzado conmi madre un loco jitterburg de amor yrabia que había acabadodesequilibrándonos a los dos. Bullía enel sofocante ataúd de habitación dondeyo había dormido, donde mi estómago se

doblegaba de hambre como un músculo,donde mi cabeza trabajabaaceleradamente en planes de venganzacontra el hombre que me había mandadoa la cama sin cenar, que nos había hechoterminar así. Todo estaba allí, pero máspequeño, naturalmente, visto a través delextremo erróneo del telescopio. Todoera exacto, las fotografías de lasestrellas de cine y de la realeza sobre ellugar donde estaba la cama de Ana, latetera en el hornillo, el trapo de lacocina colgado junto al fregadero. Ottohabía tenido tiempo suficiente antes demorir para supervisarlo todo. Y todoestaba equivocado. Estaba equivocadodel mismo modo que mis recuerdos

todos estos años, incluso cuando habíarecordado mal, habían sido acertados.En lugar del silencio que habíamosobservado estaba el sonido arrastradode zapatos fabricados en docenas depaíses distintos, los murmullos de«disculpe» y «gracias» en distintosidiomas, y los respetuosos susurros desobrecogimiento y consternación. Peroesa gente no sabía lo que era un susurro,porque no podía concebir el daño que unsonido inadvertido podía llegar aprovocar. En lugar del hedor agrio delmiedo humano, estaba el olor insípidodel sudor humano. El mal no era másque un juego de manos dibujado en lacortina de una ventana. Todo estabainteligentemente planeado y

expertamente forjado, pero nada eracierto. Nada era tan malo como lo queexistía en el interior de mi cabeza.

Salí de la casa y permanecí unmomento dándole la espalda,reorientándome. Caía sobre la ciudad unanochecer gris ceniza. Había olvidadolo temprano que se hace de noche enÁmsterdam en invierno. Un aire fríobufaba desde el grasiento y negro canal.Los últimos turistas pasaron por milado, sus máscaras de solemnidadrompiéndose con el aire frío, sus vocesalzándose gracias al alegre alivio quesuponía huir de allí.

Giré hacia la izquierda y eché a andarpor la Prisengracht. Cuando llegué a la

esquina que daba a la Westerkerk, lascampanas empezaron a tañer. En elanexo, el sonido había sidoensordecedor, hasta que fundieron lascampanas y el silencio se hizo aún peor,pero aquí en la calle, la reverberaciónapenas importunaba el ambiente. Elvendedor de arenques estaba cerrandosu puesto, pero la florista y el quioscode periódicos y tabaco seguíantrabajando intensamente. Los ciclistasvolvían a casa con maletines, compras yniños metidos en cajas de maderasujetas con correas a los manillares oencima de la rueda trasera. El ejércitode ciclistas iba mejor vestido de lo queyo recordaba y había más mujeres entresus componentes. En los viejos tiempos,

las mujeres habrían estado en casapreparando la cena.

Debo de tener diez u once años. Diez,pienso, porque es una tarde deprincipios de verano y cumpliré once enotoño. Mi padre y yo estamos de regresoen el piso donde mi padre siguedesembalando las escasas posesionesque conseguimos traer desde Osnabrück.Mi padre rebosa optimismo. Ha dejadoen la frontera el miedo y la indecisiónque le llevaron a pegarme en el tren. Esholandés de nacimiento, es una vuelta acasa para él. Hemos abandonadoAlemania y dejado atrás su dementenuevo gobierno. Los alemanesrecuperarán el sentido común algún día.

Mientras, estaremos mejor enÁmsterdam. En Ámsterdam estaremos asalvo. En la última guerra, Holanda semantuvo neutral.

Mientras mi padre y yo esperamos aque cambie el semáforo, él se palpaprimero un bolsillo, luego el otro,buscando sus cigarrillos.

—Un momento —me dice, mientrasse dirige ya hacia el quiosco. Le sigo,con la esperanza de un caramelo, pese aser consciente de la imposibilidad deesa esperanza. Estamos de camino acasa y nos aguarda la cena.

Delante del puesto, mi padre coge elpaquete de cigarrillos que le tiende elvendedor, lo abre, se lleva uno a la bocay le acerca una cerilla. Sólo entonces

coge el cambio de la pequeña bandejametálica. A punto está de guardarse lasmonedas en el bolsillo, cuando parecepensárselo mejor y vuelve a extender lamano, aún con las monedas. Misesperanzas resurgen. Se acerca al puestode flores.

—¿Qué opinas, Peter? ¿Lirios otulipanes? —No sugiere claveles. Ésosson para el cumpleaños de mi madre, unaño tras otro. Es una ocasión única.Tampoco menciona las rosas. Quedanfuera del alcance de nuestro bolsillo.Aunque todo volverá a ir bien cuandonos recuperemos; huir de las manos delos alemanes no había salido barato.Pero ¿quién necesita rosas, teniendo

lirios que brillan bajo la luz delatardecer y tulipanes ardientes como elfuego?

Cuando emprendemos de nuevo lamarcha, lleva la barbilla más alta y laespalda más recta. Levanta la mano y secoloca el sombrero formando un ángulomás elegante. Vuelve a ser un hombre, elhombre que llevaba tiempo sin ver.Apenas puedo mantener el ritmo de susgrandes zancadas. He olvidado elcaramelo. Estoy olvidando también losniños del patio del colegio que mellamaban asesino de cristianos. Intentoseguir el ritmo de mi padre, que corre enaquel rosado atardecer de Ámsterdam enbusca de mi madre, que abrirá la puertade nuestro recién aseado y oloroso piso

para encontrar allí a su esposo y a suhijo, con un ramo de espléndidostulipanes reluciendo entre los dos.

Un hombre chocó contra mi espalda,se disculpó y siguió caminando, pero depronto me di cuenta de la presencia deotro peatón a mi lado. Me miraban, y sealejaban rápidamente, incómodosaunque no sorprendidos. Estábamos a untiro de piedra de la casa de Ana Frank.Ver turistas llorando no es excepcional.Pero yo no lloraba por nada relacionadocon la casa. Lloraba por la inocencia deese padre que volvía a casa unresplandeciente atardecer deÁmsterdam, por la esperanza de aquellamujer que limpiaba su nuevo piso y

pensaba en una nueva vida, por el niñoque se consideraba a salvo. Lloraba porun mundo que veía acercarse una guerra,que temía lo peor, pero que no tenía niidea de lo malo que podía llegar a ser lopeor. Lloraba por un mundo que, pese atodas sus miserias, no había oído hablarde campos de concentración, ni deduchas en masa que rociaban la muerte,ni de chimeneas que expulsaban cenizashumanas, ni de experimentos médicos enhombres que casualmente tenían el pelorojo o niños que casualmente erangemelos. Lloraba por un paraíso quehabía intentado recrear para mi esposa ymis hijos, y para mí mismo. Y por mifracaso. Mientras las lágrimassilenciosas daban paso a sollozos, y la

gente se volvía y se quedabamirándome, porque era más de aquello alo que estaban acostumbrados, lloré porel segundo asesinato de mis padres, elque yo había cometido con mi silencio.

* * * Resulta gracioso observar las distintasreacciones de la gente cuando se sienteengañada. Algunos se lo toman como unasunto personal, aunque mi esposa, laúnica aparte de mis hijos que teníaderecho a hacerlo, no lo hizo. Sabía quelas mentiras no tenían nada que ver conella. Su reacción fue un consuelo.Siempre había sospechado algo. Fue unconsuelo, dijo, saber que lo que yo

escondía no era peor. No le preguntéqué quería decir con eso. Yo tenía mejoridea que ella de los crímenes que podíahaber cometido.

Mis hijos tampoco me culpabilizaron.A diferencia de su madre, sin embargo,no lograban imaginarse por qué mehabía mantenido en silencio durantetantos años. A lo mejor al final no habíafracasado en mi afán por protegerlos.

Los niños se tomaron a modo devenganza su nuevo pasado. Abigail tuvosu primer hijo, mi primer nieto, aquellamisma primavera, y le puso por nombreHerman, escrito con una sola «n» yabreviado como Hank. Dos añosdespués, llamó a su hija Augusta, por mimadre. Me quedé sorprendido, y

satisfecho. Cuatro años más tarde, Betsypuso el nombre de Peter a su primerhijo. No había cambiado de apellido alcasarse —yo no lo entendía, pero ellame explicó que su título de médicoestaba a nombre de Van Pels, y teniendoen cuenta que su marido no se habíaquejado, no tenía por qué hacerlo yo—,de modo que el niño recibió el nombrede Peter van Pels-Gallagher. Era, comohabía dicho aquel funcionario deaduanas hacía ya tantos años, un buennombre norteamericano.

Mi socio, Harry, estaba encantado.Nunca había logrado comprender porqué nos llevábamos tan bien. El que yofuese judío le había devuelto la fe en un

universo ordenado.Hubo otras reacciones más

silenciosas. No quiero decir con elloque me dedicara a realizar anuncios atodo el mundo, pero se corrió la voz. Oquizá sólo me lo imaginé. A lo mejornotaba la diferencia en la mirada de lagente y lo detectaba en su actitudconmigo porque era lo que yo meesperaba. La costumbre de dividir elmundo en dos campos no muerefácilmente. La verdad es que GeorgeJohnson siguió tratándome con la falsacordialidad profesional de siempre.

La que acogió peor la noticia fue micuñada Susannah. No podía perdonarmemi pecado cósmico. Como yo mismohabía descubierto años atrás, tal vez no

fuera capaz de amar a un no judío, peroa un judío que intentaba hacerse pasarpor no judío no podía hacer otra cosaque odiarlo, o, tal y como decía suesposo, que era igualmente críticoaunque no lo expresara, era como«comprar género rebajado». Me acusóde ser un judío que se odiaba a símismo. Me culpó de ser un antisemita ensecreto. Parecía Meyer Levinvociferando contra Otto Frank, aunqueahora me parece que Otto se sentía máscómodo dentro de su ligera vestimentajudía de lo que el pobre Levin llegó asentirse jamás dentro de su fina pieljudía.

Madeleine me defendió ante su

hermana. La pelea fue tan encendida quepasaron diez días sin telefonearse, unplazo de tiempo que significaba unauténtico récord en aquella familia.Madeleine insistía en que Susannahestaba enfadada porque si yo le hubieracontado la verdad treinta y tres añosatrás, sería ella, y no Madeleine, quiense habría casado conmigo. Era unargumento adulador, pero noconvincente. Susannah era feliz conNorman. Y tenía que saber que habíahabido momentos en los que su hermanalo había pasado muy mal conmigo. Perotal vez mi mujer estuviera tramandoalgo. ¿Acaso no es más ridícula la ideade que Susannah pudiera estarenamorada de mí que la de que pudiera

encontrar a Dios entre seis millones demuertos? ¿Acaso no es másdescabellada la posibilidad de que meguarde rencor que la de que cargue conun sufrimiento que jamás experimentó ennombre de gente con la que no teníaninguna conexión hasta quedesaparecieron? Yo no me tomo a malsu adhesión a la fe, sólo su maneraindirecta de lucir la estrella amarilla.Pero a ella no le dije nada al respecto.Era la hermana de Madeleine, y adiferencia del resto de la familia de miesposa, que se pelea y se reconcilia tancaballerosamente, sé que no siempre haytiempo suficiente para reparar agravios.

Epílogo

«¿Tenemos que hacer algo para pagarque estamos vivos?».

Meyer Levin, citado en The StolenLegacy of Anne Frank: Meyer Levin,

Lillian Hellman and the Staging of theDiary, Ralph Melnick

Ámsterdam, 2003

Esta vez Madeleine vino conmigo.Esperaba viajar con toda la familia, yésa era la razón por la que había

programado el viaje para el verano,pero mis hijos tenían ya su propia vida.E incluso los nietos. Los más pequeñosacudían a campamentos para practicar eltenis y actuar en obras de teatro y, en elcaso de la más pequeña de Abigail,Amanda, para adelgazar. Sigo sincomprender un campamento de verano,un campamento de veranoextremadamente caro, dedicado alhambre, pero soy lo bastante listo comopara mantener la boca cerrada. Losmayores realizan excursiones con gruposde estudiantes o viajan con sus amigos.De modo que Madeleine y yo acabamosyendo a Ámsterdam solos, y la primeratarde que estuvimos allí visitamos juntos

la casa del 263 de Prinsengracht.Después, nos sentamos en un banco alotro lado del canal.

El castaño se había acercado más alcielo desde mi última visita. Aunqueestábamos sólo a finales de agosto, lasramas tenían ya hojas de color marrónoxidado. Una castigadora ola de calorhabía dejado el oeste de Europa secocomo el barro, y un escándalo humanoestaba barriendo Francia a su paso:incapaces de renunciar a sus vacacionesde verano, las familias habían dejadosolos en París a sus mayores inválidos.Los titulares de los periódicos gritabana voces historias de gente mayor quemoría en sus calurosos pisos, mientrassus hijos y sus nietos retozaban en las

playas del Mediterráneo y nadaban enlos lagos alpinos. Sentí lástima por esagente mayor, que seguramente no eramayor que yo, pero lo que más mepreocupaba eran sus hijos. No tenían niidea de la que les esperaba.

Eran más de las cinco, pero el solseguía encharcado en lagunas doradassobre la superficie de los canales, que,según mi guía de viaje, estaban máslimpios que nunca. La ciudad entera seencontraba en proceso de desinfección.Las prostitutas habían quedado recluidasa sus escaparates o, como mínimo, albarrio designado para la labor. Podíascaminar manzanas enteras sin seracosado por individuos dispuestos a

venderte droga. «Empieza a parecersemás a lo que era antes», me había dichoel conserje aquella mañana. Erademasiado joven para saber cómo eraantes, y yo tampoco se lo dije. Me habíaconfesado ante mi mujer y mis hijos,ante su familia y mi socio, pero no veíamotivo alguno para realizar confidenciasa desconocidos. Actualmente, lasvíctimas del Holocausto, es así comonos llaman, son las celebridades demoda. Lo leí en una revista con motivodel estreno de La lista de Schlinder.Algunos, aunque no me encuentro entreellos, tenemos nuestros nombresimpresos en unas tarjetas deidentificación, que los visitantes a losmuseos de Washington D. C. recogen

cuando entran en la exposición. Lo séporque mi nieto Peter me trajo unacuando estuvo de visita allí. Yo meesperaba algo similar a mi Certificadode Identidad Sustituto del Pasaporte,aunque en mi certificado apenasaparecían datos, ni siquiera mi religión.La tarjeta, en cambio, relataba unahistoria. «Fulanito de tal fue el únicohijo de sus padres judíos. […] Su padreera vendedor. […] Hasta la guerra, lacomunidad judía fue la tercera enimportancia en Alemania. […] Estudióen un colegio católico masculino. […]Emigró a los Estados Unidos en…». Elchico que aparecía en la tarjeta de Peterhabía sobrevivido, pero muchas tarjetas,

la mayoría, explicaban historias demuertos. En la parte posterior aparecíauna frase muy peculiar: «Esta tarjetaexplica la historia de una persona realque vivió durante el Holocausto». ¿Porqué tendrían que decir eso?

No me malinterprete. Estoy a favordel museo, aunque no lo visitaré.Alguien tiene que asegurarse de que losniños se enteren de lo que sucedió, deque los adultos lo recuerden, de que losestudiantes lo estudien y de que loseruditos intenten dar sentido a lo quecarece de él. Mi hijo David, que imparteclases de Historia en una universidad deNueva Inglaterra, utiliza con frecuencialos archivos. Pero la tarjeta de identidadque cogen los turistas al entrar al museo

y que luego arrojan al salir en unapapelera de una acera del distrito deColumbia me ofende. Incluso queconserven la tarjeta como un recuerdode su visita me ofende. Es comedia. Escomo mi sentimental cuñada, quereclama la victimización porproximidad.

Sentada en el banco, a mi lado,Madeleine me preguntó si estaba listopara ir regresando al hotel. Le dije quesí, y nos ayudamos mutuamente alevantarnos. Cuando cruzábamos elpuente sobre el canal y llegamos a laplaza de la iglesia, las campanas de laWesterkerk agitaron el aire caliente.Pasamos luego junto a la estatua. No

pensaba mirarla.Ni siquiera guarda un parecido

decente. Es una imitación mala de unabailarina de Degas. Incluso Madeleine,que desconoce su aspecto, excepto porlas fotografías que han aparecido enlibros y revistas, en los pañuelos deseda que venden a modo de recuerdo, yen el lateral de una torre medieval enInglaterra donde fueron masacrados losjudíos durante la Edad Media, hadeclarado que la estatua es kitsch. Noquiero mirarla, pero cuando pasamospor su lado mi cabeza se gira. Entoncesme doy cuenta de que no es la estatua loque ha captado mi atención, sino elmovimiento que hay a su alrededor.

Una niña, de ocho o nueve años, más

joven que Ana pero más grande entamaño —esta niña no ha pasadohambre; esta niña se ha criado a base depizzas, helados y Big Macs, aunque notiene pinta de americana—, se colocajunto a la estatua, sus dedos entrelazadoscon la mano de bronce de Ana, suscoletas rubias descansando sobre lacabeza de Ana, su sonrisa tímida peroorgullosa.

—Lächeln —grita una voz de hombredetrás de mí, aunque si la niña sonrieramás, la cara se le rasgaría.

—Lächeln —repite una voz de mujer.Me vuelvo y veo una pareja, la

expresión del padre medio oculta detrásde una cámara digital, la madre con una

sonrisa casi tan ancha como la de lahija.

—¡Sonríe! —vuelven a gritar cuandosus cabezas se unen para ver la imagendigitalizada de su hija junto a la estatuade bronce de la pequeña judía.

Madeleine me coge del brazo y echa aandar. Mi carácter se ha suavizado conla edad y enfriado desde mi confesión.Yo no me salgo de mis casillas sinmotivo alguno. Ella sigue sin confiar enmí, sobre todo en situaciones como ésta.

—No es más que una estatua —dice,e intenta alejarme de allí.

Tiene razón, por supuesto. Es sólouna estatua de Ana, un homenaje,supuestamente. Es menos que la realidady, por su capacidad para convocar y

expurgar recuerdos, también más.Dejo que Madeleine me arrastre, pero

no puedo evitar volverme cada pocospasos para observar a la familia quesigue registrando de aquel modo lafelicidad de sus vacaciones. Se trata deuna pareja joven, más joven que mispropios hijos. Es probable que suspadres ni siquiera hubieran nacidocuando yo tuve que esconderme. La niñano es más que una niña. Pero no puedoevitarlo. Reconozco la ironía de lo queestoy a punto de decir, su absurdidad.¿Quién tiene la culpa aquí, la familiaalemana o yo? Pero ya hay bastantesculpabilidades en danza.

A medida que voy avanzando, digo en

un tono de voz lo suficientementeelevado como para que el alemán de lacámara, su ignorante esposa y suinconsciente hija puedan oírme; losuficientemente agudo como para quelos propietarios de los puestos de ventaambulante, la gente que compra flores decamino a casa e incluso algunos de losciclistas que están esperando a quecambie el semáforo vuelvan la cabeza;lo suficientemente rabioso como paraque me tiemble incluso el pecho:

—Dios mío, ¿acaso no tienenmemoria?

Agradecimientos

En invierno de 1994, durante una visitaa la Casa de Ana Frank, captó miimaginación un comentario de la guíaque explicó que existen documentossobre el destino de todos los habitantesdel anexo secreto excepto de Peter vanDaan, al que denominó siguiendo losnombres que Ana Frank utilizó en sudiario. Si aquel joven no murió comolos demás, especulé, ¿dónde podríahaber ido? Cuando inicié la

investigación para llevar a cabo estelibro, descubrí que la guía estaba malinformada o tenía ciertas inclinacionesrománticas. Según el dossier 135.177 dela Cruz Roja holandesa, Peter fallecióen el campo de concentración deMauthausen el 5 de mayo de 1945, tresdías antes de su liberación. Pero cuandodescubrí esto, Peter van Pels llevaba yavarios años existiendo en mi cabeza.

Esta novela es el resultado de la vidaque cobró Peter. Está basado en lo queconocemos sobre él, su familia, FritzPfeffer y los demás habitantes del anexosecreto, así como sobre los hechos de lasubsiguiente historia del diario, lapelícula y la obra de teatro realizadas apartir del mismo, y los juicios que se

desarrollaron en Estados Unidos y otrospaíses. Naturalmente, las cartasenviadas a Peter por los abogados deOtto Frank y Meyer Levin son fruto demi imaginación.

Por su ayuda en la investigación de lahistoria, quiero dar las gracias a lassiguientes instituciones: Anne FrankStichting de Ámsterdam, Anne FrankFonds de Basilea, Wisconsin StateHistorical Society, Boston UniversitySpecial Collections, United StatesHolocaust Memorial Museum, NewYork Public Library for the PerformingArts, Dorot Jewish Division de la NewYork Public Library, y a todo elpersonal de la New York Society

Library. Entre las grandes cantidades depersonas que tan generosas se mostraronen cuanto a su tiempo, experiencia yrecuerdos, estoy especialmente en deudacon Liza Bennett, Greg Gallagher, NancyHathaway, Nimet Habachy, JoanLeiman, Ralph Melnick, ArthurRosenblatt, Fred Smoler, MichaelSchwartz, Sharon Stein y Marie Stoess.Quiero dar también las gracias aRichard Snow y Fred Allen, editoresexcepcionales y buenos amigos, quesolicitaron tiempo libre en su trabajopara leer y comentar el mío. Y tambiénestoy especialmente agradecida a mieditor, Starling Lawrence, porespolearme, controlarme estrictamente yllevar a cabo ambas cosas con

amabilidad e ingenio; a mi agente,Emma Sweeney, por su inquebrantableapoyo y sus profundas opiniones, quesiempre invitan a la reflexión; y a miesposo, Stephen Reibel, que me presentóa Peter.

Notas

[1] «La noche de los cristales rotos», la noche del 9 al10 de noviembre de 1938, en la que en Austria yAlemania se produjo una matanza de judíos y gravesataques contra sus instituciones. (N. de la T.)[2] Misión de rescate que tuvo lugar nueve mesesantes del estallido de la Segunda Guerra Mundial y porel que Gran Bretaña consiguió sacar de la Alemanianazi cerca de diez mil niños judíos para instalarlos encasas de acogida e instituciones británicas. (N. de laT.)[3] Béisbol jugado en las calles con una pelota decaucho y el palo de una escoba. (N. de la T.)[4] Abreviatura de «Elevated Railroad». (N. de la T.)[5] Pierre de Wissant fue uno de los seis burguesesque en 1347, al inicio de la Guerra de los Cien Años, se

ofrecieron a dar su vida para salvar a los habitantes dela sitiada ciudad francesa de Calais. Es el suceso queconmemora la famosa escultura de Rodin. (N. de laT.)[6] Personaje de cómic famoso a finales de la décadade 1940, con forma de bolo, con piernas pero sinbrazos. (N. de la T.)[7] Forma cariñosa, hoy en día anticuada, de dirigirse aun joven o a un niño entre los judíos. (N. de la T.)[8] Wolf significa «lobo» en inglés. (N. de la T.)[9] Hace referencia a la película de 1942 de esemismo título (Yankee Doodle Dandy , en su versiónoriginal), una biografía de George M. Cohan, el padrede la comedia musical norteamericana, protagonizadapor James Cagney. (N. de la T.)[10] En inglés, la similitud entre minion, «acólito», yminyan, cuyo significado se explica a continuación enel texto, podría prestarse a confusión. (N. de la T.)(*) Cuando en 1989 se publicó la edición crítica deldiario, se utilizaron en los ensayos explicativos losnombres reales de los personajes, no los nombresinventados por Ana. (Nota a pie de página en eloriginal).

[11] Persona no judía. (N. de la T.)[12] Julius y Ethel Rosenberg, un matrimonio de judíosnorteamericanos, fueron ejecutados en la silla eléctricaen junio de 1953 acusados de espionaje. Ambosformaban parte del Partido Comunista de los EstadosUnidos. Él era científico, y la pareja fue acusada dehaber filtrado secretos nucleares a los rusos. (N. de laT.)[13] Emily Post (1873-1960) fue una autoranorteamericana que a través de su obra y suscolumnas fomentó lo que consideraba la «etiquetacorrecta». (N. de la T.)[14] Pastel tradicional del domingo de Pascua conrelleno de fruta, normalmente uva, y glaseado connaranja. (N. de la T.)[15] G-D: abreviatura de God, «Dios» en inglés. (N.de la T.)[16] Término hebreo utilizado para describir el alcancede la madurez de un adolescente (varón y mujer) judío.(N. del E.)[17] «Buena fortuna» en hebreo, aunque el origen de laexpresión vincula esa fortuna a la posición de lasestrellas en el momento del nacimiento del individuo.

(N. de la T.)[18] Harry Houdini (1874-1926), ilusionistaestadounidense de origen judío, famoso por sus dotespara la práctica del escapismo. (N. de la T.)[19] Fiesta de las Luminarias, festividad judía que seprolonga durante ocho días y celebra la victoria de losmacabeos sobre los helenos y la recuperación delTemplo de Jerusalén. (N. de la T.)

Biografía

Ellen Feldman, que recibió la becaGuggenheim en 2009, es autora deScottsboro, El chico que amó a AnaFrank y Lucy. Escribe tanto novelascomo historia social, y ha publicadoartículos sobre la historia del divorcio,la cirugía estética, Halloween,Normandía y otros muchos temas, asícomo numerosas críticas literarias.Asimismo ha dado multitud deconferencias por todo Estados Unidos,

Alemania y Reino Unido, y es unaoradora muy demandada para grupos delectura tanto en persona como porteléfono.

Se crió al norte de New Jersey yasistió al Bryn Mawr College, de la quees licenciada y tiene un máster enHistoria Moderna. Tras graduarsedespués en Historia por la Universidadde Columbia, trabajó para una editorialde Nueva York.

Vive en Nueva York con su marido ysu terrier.

Título original: The Boy Who LovedAnna Frank© 2005, Ellen Feldman© De la traducción: Isabel Murillo Fort© De esta edición:2011, Santillana Ediciones Generales,S. L.Torrelaguna, 60. 28043 MadridTeléfono 91 744 90 60Telefax 91 744 92 24www.sumadeletras.com ISBN ebook: 978-84-8365-986-1Diseño de cubierta: Romi SanmartíConversión ebook: Víctor Igual, S. L.

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