el cazador de serpientes

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7/23/2019 El Cazador de Serpientes http://slidepdf.com/reader/full/el-cazador-de-serpientes 1/22  El cazador de serpientes Vicente Fernández Saiz  1 EL CAZADOR DE SERPIENTES "¿Qué objeto tiene marchar por este camino que se hace tan estrecho? Se ha informado que los enemigos esperan allí y cada vez serán más numerosos" De los anales de Tutmosis III (Templo de Amón en Karnak) I Un viento tórrido y seco barría la llanura del Valle de las Serpientes. Con el paso de los años, una espesa capa de arena, arrastrada hasta lo que se consideraba el pasillo del desierto, iba depositándose en los alrededores de las rocas y limándolas poco a poco hasta que se iban quedando sin aristas. Desde los tiempos más remotos, cuando reinaba el dios Atum, padre de la creación, ya existía el valle. El dios de la perfección, como significaba su nombre, debió de olvidarse de este lugar cuando se engendró a través del caos y lo dejó tal y como debía estar antes de su aparición en el bajo Egipto: inhóspito y plagado de los seres más temidos de la tierra. Adentrarse en él era el atajo más corto para atravesar el desierto, pero suponía, sin duda alguna, la forma más segura de encontrar una muerte lenta y dolorosa para la mayoría de las personas. De lejos todo parecía sin vida, inerte. Un observador avezado habría percibido, a lo sumo, el ligero oleaje que se producía en la arena en los momentos de mayor fuerza del aire. Ni siquiera al acercarse habría descubierto un bulto inmóvil que se alzaba apenas unas cuartas por detrás de una pequeña roca. Hatec llevaba allí más de una hora. Tumbado, cubierto el torso completamente de arena, parecía formar parte del mismo paisaje. Sabía como nadie en el mundo que cualquier fallo echaría a perder todo su trabajo, o lo que es peor, podría acabar con su vida en pocos

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 El cazador de serpientes Vicente Fernández Saiz  

1

EL CAZADOR DE SERPIENTES

"¿Qué objeto tiene marchar por este camino

que se hace tan estrecho?Se ha informado que los enemigos esperan allíy cada vez serán más numerosos"

De los anales de Tutmosis III(Templo de Amón en Karnak)

I

Un viento tórrido y seco barría la llanura del Valle de las Serpientes. Con el paso de

los años, una espesa capa de arena, arrastrada hasta lo que se consideraba el pasillo del

desierto, iba depositándose en los alrededores de las rocas y limándolas poco a poco hasta

que se iban quedando sin aristas. Desde los tiempos más remotos, cuando reinaba el dios

Atum, padre de la creación, ya existía el valle. El dios de la perfección, como significaba su

nombre, debió de olvidarse de este lugar cuando se engendró a través del caos y lo dejó tal y

como debía estar antes de su aparición en el bajo Egipto: inhóspito y plagado de los seres

más temidos de la tierra. Adentrarse en él era el atajo más corto para atravesar el desierto,

pero suponía, sin duda alguna, la forma más segura de encontrar una muerte lenta y

dolorosa para la mayoría de las personas. De lejos todo parecía sin vida, inerte. Un

observador avezado habría percibido, a lo sumo, el ligero oleaje que se producía en la arena

en los momentos de mayor fuerza del aire. Ni siquiera al acercarse habría descubierto un

bulto inmóvil que se alzaba apenas unas cuartas por detrás de una pequeña roca.

Hatec llevaba allí más de una hora. Tumbado, cubierto el torso completamente de

arena, parecía formar parte del mismo paisaje. Sabía como nadie en el mundo que cualquier

fallo echaría a perder todo su trabajo, o lo que es peor, podría acabar con su vida en pocos

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2minutos. Ni un músculo de su cuerpo se movía. Mantenía la mirada clavada en la piedra

mientras aferraba en su mano un bastón acabado en una horquilla. Su gran experiencia

como cazador de serpientes le había dotado de un conocimiento sin igual para saber con

certeza dónde encontrar una pieza y cómo conseguirla. La técnica era muy sencilla pero

sumamente arriesgada: al amanecer, antes de que el viento de la mañana borrara toda señal

de vida a ras de tierra, buscaba las marcas ondulantes que delataran el regreso de alguna

serpiente al refugio en donde se guardaba de las extremas temperaturas diurnas; sólo había

que retener en la memoria, hasta el atardecer, el lugar exacto en donde se había escondido,

algo que para cualquier mortal era prácticamente imposible pues la inmensidad del lugar

parecía estar hecha de infinitas parcelas clónicas. Aproximadamente una hora antes de que

las sombras tomaran posesión de sus dominios había que estar en el lugar exacto. Alrededor

de la piedra no había ninguna señal que predijera por dónde iba a salir, pero Hatec sabía que

lo haría por el mismo sitio por el que entró. Sólo cabía esperar. Si levantaba la piedra la

serpiente se pondría en guardia y además no conocería con seguridad dónde estaría su

cabeza. Ese segundo de desconcierto, por parte del cazador, podría ser decisivo para el

ofidio que adquiriría una ligera ventaja sobre su adversario y en ese caso las posibilidades de

ganar en aquella pelea, que podía ser a muerte, se reducirían en gran número. Estaba claro

que no saldría hasta casi la puesta de sol, pero nunca se conocía el momento exacto. Esto

traía consigo un nuevo riesgo añadido: el ruido. Si la serpiente se apercibía de que algo

extraño sucedía fuera, retrasaría su salida y si se echaba la noche no habría luz suficiente

para ver con claridad.

El grosor del rastro dejado y la forma de zigzaguear le habían dado la pista para saber

que se encontraba ante una víbora cornuda de casi un metro de longitud. Su veneno era

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3mortal e inmediato si no se disponía al instante de un antídoto, pero también muy valioso si

lograba arrebatárselo. Conseguiría que el jefe de los médicos de Menfis le diera, al menos,

un valor en cereales equivalente a cinco deben  de cobre. Con las capturas que llevaba

hechas podría disponer de pan y cerveza para una buena temporada.

De pronto, un ligero movimiento de unos granos de arena puso en guardia al cazador

de serpientes. La víbora no apareció inmediatamente; esperó aún unos minutos. Fue

entonces cuando salió a la luz y dos diminutos cuernos parecían brotar amenazadores de su

frente. Antes de que sacara del todo su cuerpo, Hatec clavó la horquilla por detrás de su

cabeza. Mientras estaba prisionera le acercó un pequeño recipiente de madera asido por un

mango alargado y tapado por un fino velo de lino; dejó que el animal lo mordiera y echara

en él todo su veneno. Luego la agarró con los dedos por detrás de la cabeza, la sacó al

exterior, contempló toda su belleza y la metió por la cola en una bolsa de cuero. La espera

había merecido la pena. Al amanecer iniciaría su regreso a casa.

II

Hatec durmió ocho horas seguidas. Al despertarse estaba acalambrado y dolorido

como un viejo con las coyunturas agarrotadas. Siempre le pasaba igual; necesitaba varios

días para quitarse el síndrome del desierto. Siva, su mujer, todavía no se había despertado

pero el olor a natrón, que había utilizado para evitar que las pulgas invadieran la casa, aún

permanecía. La luna llena inundaba todo con una claridad blanquecina y su palidez de

azafrán parecía quererse introducir por el ventanal del dormitorio. Eso le permitió admirarla

con orgullo; era preciosa, con una piel de color de pan y los ojos azules como retazos del Nilo

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4en la estación de la cosecha. Su avanzado estado de gestación no había diluido ni un ápice

su belleza.

Tomó un poco de queso de cabra y unas tortas de pan frías, que habían sobrado del

día anterior, y dejó que su paladar disfrutara de aquel manjar tan apetitoso y en nada

comparable a los higos y dátiles secos con los que había tenido que conformarse en los

últimos días del desierto. Después se dirigió a la estancia contigua para preparar los

recipientes con el veneno que llevaría al jefe de los médicos de Menfis y algunas serpientes

que intercambiaría por productos en el mercado.

Caminó rápidamente hasta las primeras casas blancas y tras ellas se desparramaban

los diferentes santuarios. Heliópolis le gustaba; era tranquila y silenciosa. Sus principales

habitantes, los sacerdotes y los artesanos de los templos, permanecían la mayor parte del

tiempo dedicados al culto y a sus labores de ornamentación. Allí nadie se preocupó de

averiguar quién era y de dónde venía cuando decidió establecerse con su esposa en las

afueras de la ciudad. Además, era el lugar más cercano al desierto y a la patria de su mujer

de origen sirio. A ambos les pareció el sitio idóneo para iniciar una nueva vida.

Estaban en el primer día Epagómeno, dedicado a Osiris, pero las fiestas en su honor

se habían suspendido debido al luto oficial por la muerte del joven faraón. A medida que se

acercaba al río, un ligero viento del norte traía ya el adelanto de lo que iba a ser la llegada

inminente de la estación de la inundación. Ese olor fuerte, terroso, daría paso dentro de

cuatro días a la fetidez que provocaba la llegada de las turbias aguas que anegarían los

campos y prados de la ribera.

Durante el trayecto en la barcaza, algunos campesinos dormitaban sobre las banastas

vacías que llevaban al mercado para traer después legumbres frescas, mientras dos

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5cuidadores de los templos discutían sobre el posible elegido de la reina para ser el próximo

faraón.

Antes de alcanzar la otra orilla ya se adivinaba el ajetreo que a esas horas tan

tempranas se traía el puerto. Menfis, encrucijada de las civilizaciones mediterráneas y

puerta de Asia, se había convertido en la capital del Alto Egipto y numerosos barcos

surcaban el puerto. Nada más atracar se dirigió hacia los puestos del mercado. Cambió dos

cobras por una pieza de lino y varios recipientes de alabastro con forma de oca, que

contenían maquillaje realizado a base de antimonio y malaquita. Sería todo un detalle y una

sorpresa para Siva que, a su vuelta del desierto, le anunció que el saquito de cebada que

había regado con orina había germinado; no había la más mínima duda: el primogénito que

esperaban sería un varón.

Cuando llegó a casa del médico el sol ya calentaba con fuerza, por eso le encontró a

la sombra de un sicómoro situado junto al porche. Preparaba una mistura de olor

desagradable que iba trasvasando de unas redomas a otras. Al verle se alegró y le ofreció

una silla baja para que se sentara junto a él.

 _ Esta vez has tardado más de la cuenta -le dijo a modo de saludo y mientras miraba

los recipientes que Hatec sacaba de un cesto de mimbre de papiros.

 _

Es que he tenido que estar varios días de brazos cruzados. El viento parecía estar

empeñado en madrugar más que yo y borraba las huellas que las serpientes dejaban al

ponerse a cubierto de los primeros rayos de sol. Pero, a pesar de todo, no me puedo quejar.

Mira -decía con orgullo después de abrir los tarros de barro que contenían los venenos-; los

tienes de todas clases: cobras, serpientes amarillas y víboras cornudas.

El médico echó una ojeada y quedó satisfecho con la mercancía.

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 _ Me alegro de que se te haya dado bien porque andaba ya escaso de ellos y mañana

mismo, sin ir más lejos, los necesito para preparar un medicamento que alivie los dolores de

un soldado al que le ha pasado por encima la rueda de un carro. Cada vez son más los

beneficios que vamos encontrando en este mortal líquido, así que todo lo que puedas traer

será bien recibido. Pero sabes que te aprecio y no me gustaría que te arriesgases demasiado;

los antídotos que te he proporcionado no te servirán de mucho si sufres una mordedura en

medio del desierto. Con ellos aminorarás la velocidad de la sangre y el veneno tardará más

tiempo en hacer efecto, diluyendo en gran medida su poder de emponzoñamiento; pero si

estás a tres días de camino del ser humano más cercano, dudo mucho que tengas alguna

posibilidad de salvarte. Antes de veinticuatro horas, la fiebre, que se habrá apoderado de ti,

no te dejará ni ponerte en pie.

 _ No te preocupes. Soy precavido y no arriesgo más de lo necesario. Las invocaciones

que hemos hecho al dios Thoeris han dado su fruto y Siva va a darme por fin un hijo; no me

gustaría que la pobre criatura se quedase sin conocer a su padre.

 _  Pues... ¡Enhorabuena! Invocaré a Bes para que el parto tenga lugar en una

completa dicha. Y hablando de dicha... Hace varios días que ha venido a preguntar por ti un

policía. ¿No te habrás metido en algún lío? No me quiso dar explicaciones del motivo de tu

búsqueda pero parecía tener mucho interés en encontrarte. _ Una de las cosas buenas que tiene el desierto es que allí no te puedes enojar con

nadie -respondió el cazador de serpientes en tono sarcástico- y Heliópolis es una ciudad

dedicada al culto de los dioses; en ella no tienen cabida las malas acciones. Seguramente

querrá adquirir alguno de mis codiciados animalitos. No veas lo efectivos que son para sacar

la verdad a los que intentan engañar a la justicia.

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 _ Ya veo que no has perdido el buen humor -aseguró el médico que había acogida con

una sonrisa la ocurrencia de Hatec-. Seguro que al ver a una cobra cerca de su pellejo

recordarán con toda celeridad hasta el más mínimo de los detalles. Pero bueno... ya me

contarás la próxima vez qué es lo que quería de ti ese policía. Ahora, tengo mucho trabajo y

me temo que no me quedará más remedio que dar por terminada tu amable visita.

El médico dio un par de palmadas y al instante el joven escriba que le habían

designado apareció con una caña de punta fina y un óstracon  en las manos. En cuanto

terminó de anotar en el calcáreo la cantidad de cereales que le correspondía, Hatec se

despidió.

En poco tiempo llegó hasta el barrio donde estaban enclavados la mayoría de los

talleres. Necesitaba encargar un odre nuevo porque el que tenía se había desgastado y el

agua se rezumaba por las costuras. A la entrada del taller de curtido se quedó observando

varias pieles de cabra que estaban tensadas sobre caballetes de tres patas y expuestas al sol.

Tocó una de ellas y por la flexibilidad y el raído parecían de buena calidad. Al ver a un

hombre de aspecto rudo y fuerte que se acercaba pensó que era el jefe y al irle a preguntar

cuánto tiempo tardarían en hacerle el odre, se percató de que portaba un puñal y se dirigía

hacia él con aspecto amenazador. Casi instintivamente le arrojó uno de los caballetes y

mientras echaba a correr oyó un ruido estremecedor. Aquel grandullón, en un intento de

esquivar lo que se le venía encima, cayó sobre una de las cubas que contenía el líquido que

se utilizaba para suavizar las pieles y al sentirse empapado de una mezcla de orines, estiércol

y tanino de vaina de acacias empezó a gritar desaforadamente. Para cuando salieron los

trabajadores del taller, Hatec estaba ya a una distancia considerable de allí. Al verse fuera de

peligro, aminoró la carrera y al doblar la esquina de un almacén de papiros sintió como si el

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8mundo se le viniera encima. El golpe que había recibido en la cabeza le dejó completamente

aturdido. Lo último que vieron sus ojos, antes de que su vista se nublase del todo, fue a un

policía con un garrote en la mano que observaba indolente cómo se desplomaba contra el

suelo.

III

La espaciosa sala del templo de Maat estaba abarrotada de gente que consideraba

las sesiones de los juicios como una de las mayores atracciones de la ciudad. Hatec era

custodiado por un par de policías armados que le habían atado las manos con una cuerda de

fibras de papiro muy resistente. Sentía su cabeza más machacada que si fuese el pellejo de

un tambor. Aún estaba dolorido del golpe recibido el día anterior y no tenía ni la más mínima

sospecha de por qué le habían encarcelado y los motivos por los que se le iba a juzgar.

Estaba seguro de que todo era una equivocación, pero a pesar de ello no podía disimular la

intranquilidad que le dominaba. Sólo al darse cuenta de la presencia de su mujer entre el

público, intentó dar una apariencia más sosegada. No le habían dejado verla desde su

detención y tenía miedo de que ni siquiera supiera lo que le había pasado. Por un instante

sus miradas se cruzaron y se atrevió a esbozar una leve sonrisa que pudiera transmitirle el

ánimo que en ese momento a él mismo le faltaba.

El juez de Menfis, al ver que el jurado y el reo estaban presentes, salió a la cabecera

de la sala y declaró abierta la audiencia. De pie, vestido con una túnica de lino blanca y

adornado con un collar de lapislázuli pronunció las palabras típicas en estos casos: "El que

navega con la mentira no descansará y su barco no llegará a su puerto; no llegará a Maat". A

continuación se sentó en una silla con los apoyabrazos y las patas terminados en tallas de

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 _ Señor, cuando se dieron las listas con las personas seleccionadas yo estaba en el

desierto cazando serpientes, pues como usted conoce, es mi medio de vida.

 _ Esa disculpa no te servirá para nada -le respondió el juez-. Tú también conoces las

normas que existen desde hace muchos años. Cuando se acaba la época de la crecida de las

aguas que nos aportan el limo germinador, todos los hombres jóvenes y que no sean

imprescindibles en el trabajo de ayuda a sus padres tienen que colaborar en la siembra. En

caso contrario, los graneros del estado estarían semivacíos y el pueblo pasaría por una época

de penurias. Tú eras el segundo hijo de Viroe y la ley sólo exime de este trabajo al

primogénito.

 _  Señor -siguió mintiendo Hatec intentando que sus palabras hicieran mella en la

rigidez de un juez que no estaba dispuesto a dejarse convencer-, yo estaba entonces fuera

de la tutela de mi padre. Quería construir una casa para casarme y necesitaba con premura

trabajar para poder dar a la que hoy es mi esposa un techo que sirviera para que se

reconociera nuestra unión. Cuando regresé del desierto y me enteré de que me habían

llamado, me entró el pánico y huí a Siria. Mi mujer es de allí y vivimos durante un tiempo en

aquel país. Fue un error de juventud que..

El juez, no le dejó terminar. Las acusaciones venían directamente del representante

del faraón y aunque él no comprendía por qué el visir se había hecho cargo de un caso que

no parecía ser de su incumbencia, por no atentar directamente contra la seguridad del

estado, no se detuvo a analizar las razones y lo único que quería era acabar rápidamente con

el juicio.

 _ Sé perfectamente que sin una casa en la que poder convivir con tu mujer, no se da

por válido tu matrimonio, pero antes de todo eso está la obligación impuesta por las leyes

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11de Egipto. Tus explicaciones no te librarán de la pena correspondiente y como veo que no

puedes presentar pruebas inculpatorias, no merece la pena seguir perdiendo el tiempo. Me

temo que el tribunal no encontrará motivo para declararte inocente. Mañana mismo

comunicaré al visir las conclusiones del juicio y será él quien dé el visto bueno a la sentencia,

pero de aquí te aseguro que vas a pasar unos cuantos años trabajando y sudando para

redimir tus culpas. Ordeno, por tanto, que seas devuelto a prisión y allí puedas meditar,

hasta la hora de tu traslado a la cantera que se te asigne, sobre la falta que has cometido.

Que esta sentencia sirva de ejemplo para aquellos a los que se les pase por la imaginación

semejantes actos de deserción.

IV

Hatec rehusó la comida que le habían servido en la prisión del acuartelamiento de

Sile: guisantes, estofado de pato y cerveza fría. No tenía hambre. Pese a ello, el guardián,

que no comprendía el porqué de tantas atenciones con aquel recluso, se la dejó a su lado

por si cambiaba de opinión y retiró la de la noche anterior que estaba sin tocar.

Se sentía solo; dolorosamente sólo. La soledad era algo a lo que sobradamente

estaba acostumbrado, pero allí, entre esas cuatro paredes, echaba de menos uno de los

mayores placeres que conocía en el mundo: descubrir desde lo alto de una duna cómo

amanecía; cómo el sol, aposentado majestuosamente sobre el trono del horizonte, iba

repartiendo la luz a un paisaje, que pese a su monotonía aparente y a la dureza del clima,

cada vez le entusiasmaba más. Al menos, ante las adversidades de la naturaleza, incluso ante

las más severas como eran las del desierto, sabía cómo actuar; había unas normas lógicas

que si las conocías y respetabas te dejaban subsistir. Era la ley del más fuerte, pero se

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12luchaba y se mataba por una cuestión de supervivencia. En cambio, en el mundo de los

humanos de muy poco servían las reglas si constantemente eran mancilladas en aras de los

caprichos de los poderosos: no peleaban por sobrevivir; lo hacían por dominar, por ser más

que los demás. Por eso mismo en su cabeza sólo había lugar para una pregunta sin

respuesta: ¿por qué ahora alguien denunciaba lo que pasó hace ya tanto tiempo y le

condenaba a no ver a su mujer y a su futuro hijo? Nada tenía sentido. El incidente por el que

se le juzgaba había quedado zanjado por su padre al sobornar al encargado del

reclutamiento de los trabajadores con media docena de sacos de cebada de seis granos.

Recordaba Hatec que el trato fue hecho unos días antes de desplazarse hasta Siria para

visitar a la familia de la que pronto sería su esposa. La impresión que su padre había sacado

de aquel hombre era la de un funcionario culto pero altivo y sin escrúpulos y del que se

rumoreaba que pronto ocuparía un alto cargo en Sile, al este del delta, como jefe del

acantonamiento de tropas en las campañas que el ejército desarrollaba en el desierto de la

zona asiática.

Únicamente su familia y aquel personaje mezquino y ávido de riquezas y poder eran

los conocedores del soborno. No había lugar a dudas; éste último tenía que ser quien estaba

interesado en sacar a la luz lo ocurrido. Pero las cosas no le cuadraban del todo. ¿Qué

conseguía con ello? Seguramente, a estas alturas, el corrupto funcionario gozaría de una

posición privilegiada en la administración del estado y no parecía lógico que el desvelar sus

propias faltas le beneficiase en algo. Pero estaba seguro de que debía tener sus buenos

motivos para hacer que le procesaran y esos motivos, que le resultaban desconocidos,

tenían que ser muy poderosos.

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13Alguien le había tendido una trampa tan retorcida y diabólica que no veía la forma de

salir de ella. Si contaba toda la verdad lo único que lograría sería que a su anciano padre le

quitaran el arrendamiento de las aruras de tierras que le habían concedido. El estado no iba

a consentir que una persona que había conseguido favores a través del soborno gozara de

privilegios. Por su avanzada edad se libraría de las canteras, pero nadie le salvaría de una

buena tunda de bastonazos como mandaba la ley.

El ruido del cerrojo le sacó de sus pensamientos. Al abrirse la puerta dos personas

entraron en la celda. Hatec se fijó en el más joven. Parecía un alto mando del ejército;

llevaba atavío de campaña: paño corto, grebas y cota de malla. Tras él se escondía un

anciano tocado con una túnica larga anudada a un lado del cuello. No recordaba haberlos

visto nunca, pero tenía una ligera sospecha de la identidad del primero.

El militar fue quien, sin presentarse, se dirigió al cazador de serpientes:

 _

Tu situación no parece que sea muy favorable dados los cargos por los que se te ha

condenado. Las nuevas canteras de Asuán dicen que son las más duras de Egipto. Tengo

entendido que los capataces de grupo designan a los esclavos y a los desertores a los

trabajos de arrastre en las rampas de traslado de los bloques de piedra. Con un poco de

suerte podrás aguantar dos años antes de que tu espalda sea despellejada a bastonazos o

acabes arrollado por alguna de las enormes moles de granito rojo. Pero no te preocupes, la

reina es ,en este momento, más compasiva que nunca. Aún quedan algunos días para que se

cumplan los setenta estipulados del periodo de momificación del faraón y no quiere que,

durante este tiempo, haya en Egipto más dolor que el que se deba a la aflicción por la

muerte de su esposo.

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 _ Te ofrecemos una posibilidad de redimir tu pena de una manera digna -habló ahora

el anciano que presentaba un tono más cordial que el de su acompañante-. Puedes ofrecerte

voluntario para una misión sumamente arriesgada y comprometida. Si aceptas, el visir

considerará pagada tu deuda y podrás volver de nuevo a Heliópolis junto a tu mujer. Como

sabes, los sirios y palestinos han firmado un tratado de lealtad eterna al faraón. Ahora que

ha muerto, algunos jefes de tribus sirias se están poniendo nerviosos y quieren hacer la

guerra por su cuenta. El problema es que nuestro ejército no puede intervenir por la fuerza,

ya que en tal caso, las otras tribus ajenas a la sublevación considerarían el ataque como un

abuso de poder y acabarían violentándose. Si esto fuese así, las consecuencias serían

nefastas: el odio y la venganza son fetos que comparten el mismo vientre y no conviene

dejar que nazcan, porque se convertirían, antes de lo deseado, en gigantes rabiosos con el

raciocinio de un niño. Emisarios de las bases asiáticas nos han informado de que uno de esos

 jefes tiene intención de adentrarse en nuestras tierras; de hecho, ya está de camino con una

escolta de una docena de soldados. Dentro de siete días acamparán junto al pequeño oasis

que está en el extremo oriental del Valle de las Serpientes. Sus intenciones son las de

atravesar la frontera, aprovechando el tratado de amistad, y hacer acopio de datos para

organizar la estrategia y logística de un posterior ataque junto a otras tribus que ahora están

indecisas. Como supondrás, es de vital importancia que ese rebelde no llegue a pisar el suelo

egipcio.

Hatec escuchaba atónito y con voz queda se atrevió a preguntar:

 _ ¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?

 _ Queremos que alguien que conozca a la perfección el valle se adentre en él

y digamos ... le proporcione al jefe una muerte natural.

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 _ ¿Una muerte natural? -se extrañó Hatec.

 _ Sí; algo que parezca dado por la propia naturaleza y ... ¿qué más natural que morir en

el desierto de una mordedura de serpiente?

El militar tomó el relevo al anciano y comentó:

 _  Tu misión será llegar a través del valle hasta el oasis y por la noche burlar la

vigilancia de la guardia e introducir una de tus serpientes en su tienda. Debes asegurarte de

que el animal ha hecho su trabajo. Te conviene no fallar porque no sólo esta en juego tu

libertad sino la de tu mujer. Ella es siria y en caso de conflicto todos los sirios perderían los

derechos de los que ahora gozan. Necesitamos una respuesta inmediata. ¿Qué dices?

 _ Lo haré -contestó Hatec convencido de que no le quedaba más opción que aceptar.

 _ Bien. Daremos las órdenes pertinentes para que te preparen todo lo que necesites,

ya que mañana al amanecer nos pondremos en marcha. No podemos retrasarnos más a no

ser que queramos llegar tarde a la cita. Las tropas del acuartelamiento te trasladarán en

carro hasta la entrada del valle. A partir de allí irás únicamente acompañado por un hombre

de nuestra confianza porque los soldados no está preparados para atravesarlo. Su misión

será la de ser testigo de lo que ocurre. Cuando terminéis el trabajo debéis esperar a que la

escolta del rebelde se marche y os resguardaréis en el oasis. Allí, un grupo de nuestros

soldados destinados en la frontera siria os recogerán.

Los dos hombres hicieron ademán de retirarse pero, antes de llegar a la puerta, el

militar se volvió y ordenó:

 _ Una última cosa: olvida esa absurda manía de despreciar la comida; dentro de poco

estarás harto de pescado seco y dátiles.

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 El cazador de serpientes Vicente Fernández Saiz  

16Para el final de aquella reunión el cazador de serpientes se había dado cuenta de que

todo lo ocurrido en los últimos días estaba vilmente planeado. La pregunta que se hacía

tenía ya una respuesta diáfana. Todo había sido maquinado por aquellos hombres. Al militar

le había reconocido: se trataba del general Horemheb, condecorado por el faraón con el oro

de honor por sus campañas en Asia, y apostaría su brazo derecho a que era la misma

persona que se dejó sobornar por su padre. Al otro no le pudo identificar pero daba igual.

Entre los dos habían decidido trasladarle a Sile, la prisión más cercana al desierto, porque

sabían de antemano que no le quedaría más alternativa que aceptar su propuesta y le

habían colocado en la salida de una carrera en la que no había elegido participar; una carrera

en la que le esperaba la salvación o la muerte, pero incluso esta última era preferible al

suplicio de las canteras.

V

El día estaba siendo más caluroso que los dos anteriores de travesía por el valle. Atrás

había quedado la extensa llanura en donde se detuvieron los carros porque los caballos,

sudorosos y resollando por los ollares, no tenían ya fuerzas para mover las ruedas que cada

vez se pegaban más a un terreno reseco y polvoriento.

Rubot tenía la sensación de estar dando vueltas en el interior de un horno. Estaba

acostumbrado al desierto, no en vano era uno de los soldados preferidos del general

Horemheb en sus campañas por Asia, pero en ningún momento pensó que aquella maldita

travesía pudiera resultar tan infernal. El suelo, castigado por los rayos solares, se vengaba

devolviendo multiplicada la fuerza de sus destellos hasta el punto de hacer que todo lo que

se divisaba a más de una docena de metros se tornara vidrioso. A aquellas temperaturas el

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17andar se le hacía imposible; tropezaba con sus propios pies y se caía continuamente

renegando y maldiciendo. Ya no sudaba; ni siquiera sudaba. El calor había resecado

cualquier rastro de agua que pudiera quedar en su cuerpo y la sangre debía de estar tan

espesa que amenazaba con detenerse y reventar los conductos por los que circulaba. Pero si

todo eso parecía inhumano, no era lo peor; lo que más le enervaba era ver cómo un mísero

cazador de serpientes, al que le habían encomendado seguir, parecía no inmutarse ante

aquel sudario en el que estaban envueltos.

De repente, cuando ya creía que no le quedaría más remedio que suplicarle que

detuvieran un rato la marcha, Hatec, que siempre iba por delante, se paró, miró al cielo y

como si el calor le hubiera revenido la sesera, gritó:

- ¡Nubes! ¡Hay nubes detrás de aquellas dunas! No podemos arriesgarnos a seguir. Lo

más normal es que nos topemos con los hijos de nubes y si nos ven solos e indefensos nos

cogerán como esclavos. Lo mejor será que vaya a echar un vistazo. Mientras tanto puedes

descansar un poco.

Hatec dejó caer al suelo las bolsas con las provisiones y en la ladera de una pequeña

duna desplegó la estera que utilizaba para descansar. Introdujo la mitad en la arena y

acomodó la otra mitad a modo de visera para que Rubot se protegiera del sol. Mientras el

primero desaparecía en dirección hacia lo alto de una loma, el segundo rogaba a Set, dios del

desierto, para que por una vez los pronósticos de su acompañante no fuesen acertados.

Había oído hablar muchas veces de los hijos de nubes pero nunca se había encontrado con

ellos. Eran familias de beduinos nómadas que se dedicaban a perseguir las nubes por la

inmensidad del desierto; hombres, mujeres, niños y animales vivían permanentemente

atados al capricho del viento y del cielo. No paraban hasta que la lluvia hacía su aparición.

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18Entonces, allí donde la reseca tierra había recibido el don privilegiado, acampaban y

esparcían el grano. Después esperaban hasta la época de la recogida de la cosecha. Así que

como a aquellas malditas nubes se les ocurriera dejar caer todo su contenido en donde

estaban aposentadas, no llegarían nunca al final de su destino. Aquellos hombres, que

pasaban toda su vida en el desierto, eran capaces de divisar a una persona a varios

kilómetros de distancia.

Más de seis horas tardó en volver Hatec. Por la cara que puso al llegar al improvisado

lugar de descanso supo Rubot que no traía buenas noticias.

 _  Están acampados a la salida del valle -masculló con gesto rabioso-. No podemos

hacer otra cosa que esperar. Aquí no corremos peligro. Las nubes no penetrarán hasta

nuestra altura, pero como mañana no levanten sus tiendas no llegaremos al anochecer al

oasis.

VI

Fue un día muy largo y una noche interminable llena de silencios y sombras. Unas

horas antes de amanecer llegó la única señal de vida que podía oírse en el desierto: el

viento. Primero fue como un quejido lastimero y después... poco después cambiaba el

paisaje de arriba abajo a su real antojo: barría, limpiaba, ventilaba, amontonaba y

desplazaba la arena como si fuese una enorme escoba manejada por unas manos gigantes. Y

se llevó también las nubes. Y tras ellas se fueron los beduinos, con sus mujeres, con sus

niños, con sus camellos y con sus cabras.

Rubot procuraba no separarse ni un metro del cazador de serpientes pues más allá

de esa distancia la tormenta de arena hacía imposible percibir lo que ocurría y corría el

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19riesgo de perderse en aquel dédalo de dunas. No entendía cómo Hatec seguía empeñado en

proseguir la marcha si no había forma humana de orientarse. Además, el viento no se dignó

darles ni un minuto de tregua hasta bien entrada la tarde. Pero de repente, tal y como llegó

se fue. Y por primera vez aquellos dos hombres pudieron abrir totalmente los ojos sin miedo

a ser cegados. Y vieron que su estado era lamentable: una costra endurecida se había

adosado a su cuerpo y parecían estatuas andantes. Se pararon, intentaron quitarse la arena

de la cara, que se les había incrustado hasta la misma piel, y en tan solo unos instantes,

Hatec miró a su alrededor, fijó la vista en el horizonte y señalando con la mano frente a él

comentó:

 _ No nos hemos desviado mucho. Justo detrás de aquellas dunas está el oasis. Si nos

damos prisa podremos echar un vistazo antes de que anochezca.

VIl

Aún era de día. Apostados tras una roca distinguieron una áspera planicie de tierra

dura y yerma que daba paso a un pequeño palmeral. Los beduinos decían que las palmeras

tenían las raíces sumergidas en el agua y las hojas envueltas en el fuego. Quizá esta teoría

naturalista tan primitiva era la única válida para poder explicar el contraste tan increíble de

temperatura y paisaje que podía darse en tan exigua distancia. El caso es que los oasis

podían considerarse como un paraíso en medio del infierno y su ubicación era conocida por

todos aquellos que de una u otra manera andaban por el desierto. Por eso el grupo de

rebeldes había elegido aquel lugar para reponer las fuerzas de una jornada seguramente

agotadora. Y debían haber llegado hacía ya unas horas. En el centro tenían montada una

tienda amplia de tres paredes verticales y una a modo de techo y habían establecido sólo

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20dos puestos de guardia: uno a la entrada natural al oasis y otro junto a las provisiones. Por la

forma de actuar de los hombres que allí estaban establecidos, no parecía que temieran ser

atacados. Rubot comentó con el cazador de serpientes la forma en que éste podía llegar

hasta la tienda y ambos estuvieron de acuerdo en la estrategia a seguir.

A media noche Hatec tenía todo preparado. A pesar de las duras jornadas

transcurridas las dos víboras cornudas, que iban en cestas separadas, seguían vivas. No había

comprendido muy bien la insistencia de Horemheb para que llevasen una cada uno. A él

nunca se le había muerto ninguna y eso que las había tenido durante muchos más días en

sus largas travesías por el desierto. A la hora de decidirse, prefirió llevar la suya, porque las

correas que sujetaban la cesta a su espalda estaban ya graduadas a la medida de su cuerpo.

Antes de partir se embadurnó los brazos y manos con una mistura de cebolla y bayas de

alheña, cuyo olor repelía a las serpientes. De esta forma evitaría que el animal al salir de la

 jaula, aturdido por el tiempo que llevaba en cautiverio, se equivocara de presa y le mordiera

a él.

El llegar hasta el oasis, a pesar de que la luna llena observaba impertérrita todo lo

que ocurría, no fue muy difícil para una persona que estaba acostumbrada a moverse

sigilosamente. Antes de penetrar en la tienda se aseguró de que su inquilino estaba

dormido. Una vez dentro comprobó con satisfacción que tenía luz suficiente para poder

actuar con seguridad. El jefe rebelde era un coloso barbudo con el cuerpo desnudo de medio

para arriba. Hatec se situó detrás de él, tomó un pequeño recipiente que llevaba atado a la

cintura, lo destapó y se lo acercó a la nariz. El gigantón inhaló el narcótico de raíz de

mandrágora que había preparado el médico del acuartelamiento y cuando el cazador de

serpientes creyó que la mordedura de la víbora no le despertaría, le puso la cesta a la altura

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21del pecho y quitó la tapa. En cuanto asomó la cabeza, Hatec dio un seco tirón del hirsuto

pelo del asiático y el reptil, al sentir que algo se movía, se asustó y atacó. La cesta y el

animal rodaron por el suelo, escapando este último por la entrada de la tienda. Fue entonces

cuando Hatec se fijó en el escudo y la espada curva que estaban a los pies de aquel hombre.

¡No eran armas sirias! Éstas las conocía bien por el tiempo que vivió en ese país. Aquel

coloso, que estaba en el umbral del sueño eterno a punto de rendir cuentas a Osiris, tenía

toda la pinta de ser un bárbaro hitita. No había la menor duda: le habían vuelto a utilizar; y si

lo habían hecho dos veces, podían hacerlo otra tercera.

Cuando estaba ya de regreso se dio cuenta de que se había olvidado de recoger la

cesta en donde iba la víbora y el pequeño tarro con el somnífero. En un primer instante

pensó en regresar, pero después se convenció de que no merecía la pena arriesgarse más. Al

fin y al cabo, como no sabía en realidad quién era aquel bárbaro, tampoco podía conocer, a

ciencia cierta, si el que quedase alguna pista del crimen cometido sería bueno o malo para

él.

Se arrastró hasta el escondite en donde le esperaba Rubot, le dio a entender con la

cabeza que todo había ido según lo planeado, desplegó su estera y se puso a dormir.

Le despertó una especie de silbido que conocía a la perfección. Echó un vistazo por

encima del brazo que tenía sobre la cara y un sudor frío le recorrió desde la base de la

médula hasta la nuca, mientras buscaba, en algún escondido rincón de su memoria, la

fórmula inmediata que le librara de la muerte. La víbora tenía medio cuerpo fuera de la

cesta que Rubot sostenía nerviosamente con las manos. El instinto le dijo que debía

permanecer inmóvil, quizás en un vano intento por retrasar la muerte unos segundos más.

Cuando el ofidio rozaba ya su cara y Hatec esperaba su ataque inminente, el animal debió

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22percibir el repelente latigazo de la mistura de cebolla y alheña del brazo e hizo un

inesperado requiebro. Rubot lanzó un chillido desgarrador al sentir la mordedura en su

muñeca. Se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas. Sus ojos, abiertos hasta la deformidad,

permanecían fijos en los dos minúsculos orificios que empezaban ya a adquirir un tono

rojizo. Pasados unos instantes, seguramente los necesarios para que se diera cuenta de que

aceptar la muerte de una manera digna no es fácil ni tan siquiera para un soldado del faraón,

miró a Hatec y dijo a modo de disculpa:

 _ Lo siento; mi serpiente también tenía una misión que cumplir.

A continuación cogió su puñal y aceleró el final.

Hatec comprendió que ya no podía volver a Heliópolis. Recogió los víveres que

quedaban y puso rumbo al sur de Siria. Siva, su mujer, seguramente estaría de camino a casa

de sus padres. Una vez juntos se irían a vivir al desierto. Sería duro, muy duro, especialmente

para su hijo, pero allí estaba seguro de que nadie les traicionaría, porque la naturaleza, al

contrario que el hombre, no entendía de poderes ni de venganzas. *

* Nota: Según los egiptólogos, Ankhesenamón, viuda del joven faraón Tutankhamón,

 fue quien escribió la carta al rey hitita Suppiluliuma en la que el pasaje principal del

documento conservado en los archivos hititas dice: “Mi marido ha muerto. No tengo

hijos. Se dice que tú tienes varios. Si me envías a uno de ellos, se convertirá en mimarido”. El rey hitita mandó a uno de sus hijos a Egipto con la intención de casarse con

la reina y que fuera así el futuro faraón. Antes de cruzar la frontera fue asesinado. El

anciano Eye -servidor de varios faraones y susesor de Tutankhamón al desposarse más

tarde con Ankhesenamón- y el general de los ejércitos Horemheb – que a su vez

destronó del reino a Eye-, sabedores de las intrigas de la reina, fueron las dos personas

que se encargaron de diseñar el crimen que no se conoce con claridad cómo se

cometió. Suppiluliuma, en represalia, invadió el norte de Siria.