el arte sacro de víctor delhez

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El arte sacro de Víctor Delhez * Leonardo Castellani El arte ha sido siempre uno de los medios de decir la verdad; y es por cierto actualmente uno de los pocos que van quedando. Pero el arte puede ser también un medio de buscar la verdad, aunque no el más directo y seguro. Hará unos diez años, el naciente Convivio de los Cursos de Cultura Católica presentó un conjunto de xilografías de un joven artista belga recién llegado, que llamaron poderosamente la atención. Dos de ellas se me repiten alucinantes ahora mismo, atornilladas desde aquel tiempo en mi magín: una cabeza del entonces arzobispo fray José María Bottaro, y una sombría estampa titulada El mal monje. 1 Desde entonces acá Delhez ha trabajado tenazmente, y según opino, en altura. Pero aquellas dos maderas muestran ya los dos rasgos salientes de su arte: una técnica perfectísima, refinada y fuerte, sabia y simple a la vez; y un poder excepcional de expresar estados de alma y realidades psíquicas por medio de visiones poderosa y pesadamente concretas, que se cargan por lo mismo de un magnético vibrar simbólico: visiones secas, si se quiere, en el sentido de la carencia de azúcar, pero que se van derecho a la cabeza. El mal monje, por ejemplo, que es la ilustración de un poema de Charles Baudelaire, me trajo a las mientes fulgurantemente el alma de un sacerdote (Dios nos libre), que viviese en estado de desgracia de Dios. En efecto, el soneto bodleriano sugiere el estado de un alma irremediablemente encerrada en una tumba sin colores ni formas, deslumbrada por una luz frígida que no se puede 1 De más está decir que no puede haber aquí ninguna asociación por semejanza (como dicen los profesores), sino en todo caso por contraste. 1

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El arte sacro de Víctor Delhez*

Leonardo Castellani

El arte ha sido siempre uno de los medios de decir la verdad; y es por cierto actualmente uno de los pocos que van quedando. Pero el arte puede ser también un medio de buscar la verdad, aunque no el más directo y seguro.

Hará unos diez años, el naciente Convivio de los Cursos de Cultura Católica presentó un conjunto de xilografías de un joven artista belga recién llegado, que llamaron poderosamente la atención. Dos de ellas se me repiten alucinantes ahora mismo, atornilladas desde aquel tiempo en mi magín: una cabeza del entonces arzobispo fray José María Bottaro, y una sombría estampa titulada El mal monje.1 Desde entonces acá Delhez ha trabajado tenazmente, y según opino, en altura. Pero aquellas dos maderas muestran ya los dos rasgos salientes de su arte: una técnica perfectísima, refinada y fuerte, sabia y simple a la vez; y un poder excepcional de expresar estados de alma y realidades psíquicas por medio de visiones poderosa y pesadamente concretas, que se cargan por lo mismo de un magnético vibrar simbólico: visiones secas, si se quiere, en el sentido de la carencia de azúcar, pero que se van derecho a la cabeza. El mal monje, por ejemplo, que es la ilustración de un poema de Charles Baudelaire, me trajo a las mientes fulgurantemente el alma de un sacerdote (Dios nos libre), que viviese en estado de desgracia de Dios. En efecto, el soneto bodleriano sugiere el estado de un alma irremediablemente encerrada en una tumba sin colores ni formas, deslumbrada por una luz frígida que no se puede amar, y rodeada de cruces negras que no se puede sino pisar. Es una estampa lancinante.2

Después de aquella muestra y otras recientes (1931, 1936), Delhez ha viajado por Chile, Perú y Bolivia, ha mirado y trabajado muchísimo, y se ha domiciliado en un pueblo de 1 De más está decir que no puede haber aquí ninguna asociación por semejanza (como dicen los profesores), sino en todo caso por contraste.2 Aquellos viejos claustros en sus piedras hurañas

Levantaban en cuadros la infrangible Verdad.Su vista, calentando las piadosas entrañas,Templaba un poco el frío de tanta austeridad.Tiempos en que de Cristo brillaban las hazañas, Más de un ilustre monje, hoy ignoto en verdad, Por atelier tomando sus exequias extrañasCantábale a la Muerte en su simplicidad.Mi alma es una tumba, donde, mal morabitoDesde una eternidad yo discurro y habito.Nada embellece el muro de esa cárcel de enojos.¡Oh fraile haragán! ¿cuándo haré, pues infecundoDe la visión viviente de mi tormento inmundoLa labor de mis manos y el amor de mis ojos?

(Trad. J. del R. Comparar con la traducción de E. Marquina. A nuestro juicio Marquina no es poeta para sentir a Baudelaire.)

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la provincia de Córdoba. Una buena parte de su obra se puede admirar (“admirar” prefiero decir mejor que gustar) en un gran volumen editado con 64 grabados del artista y una asaz larga introducción del notable escritor boliviano Fernando Díez de Medina, biografía, crítica y comentario que personalmente yo preferiría menos rozagantes. Delhez tiene todavía muchos trabajos inéditos, algunos verdaderamente pasmosos, que piensa exponer este año 1940. Uno de ellos, La señal de Jonás, ha sido premiado como el mejor grabado en el reciente 16° Salón de santa Fe, en una de esas pequeñas y sensatas exposiciones organizadas por el museíto modelo “Rodríguez Galisteo”, donde el poeta Caillet-Bois y el ministro Juan Mantovani están realizando un trabajo cultural muy interesante. Recientemente (Navidad de 1939), tres xilografías bolivianas que son alardes de técnica, en el discreto Panorama del grabado, II, del Concejo Deliberante, son para mi gusto lo mejor que hay allí en xilografía, sin agravio de Sergio Sergi.

Acabo de contemplar por amistoso privilegio las últimas composiciones de Delhéz (el acento en Delhéz indica la prosodia argentina del apellido), que completan una especie de emotivo comentario al Evangelio, compuesto nada menos que de 86 grabados, algunos de ellos verdaderas obras maestras de dibujo, y todos de un calibre y una conciencia artística excepcionales. Dentro de mi poco conocimiento, yo no hallo entre los modernos una obra similar que se le pueda anteponer en importancia y aliento: Gustavo Doré me parece pueril al lado de esta ilustración del Nuevo Testamento; el alemán Hoffmann, de igual maestría técnica y mayor amenidad sensitiva, me parece menos poderoso y, desde luego, mucho menos personal. La fuerza es la cualidad característica de este dibujante de la gubia, fuerza proveniente de un hondo sentimiento religioso de sabor exótico, a la vez arcaico y tocantemente moderno.

Esta colección de estampas sacras me parece un don regio hecho por la cristiandad europea (y por una de las más nobles que existen, Flandes) a la patria argentina, que ojalá esta querida y atolondrada señora sepa valorar y agradecer, lo mismo que ese otro gran artista sacro, belga también, que tenemos en Perceval.

Dueño del dominio de sus útiles, actualmente Delhez puede hacer con el buril y la gubia simplemente lo que quiere. Con ese poderoso blanco y negro, con esos rudos y pacientes surcos paralelos que el grabado de leño presta, Delhez hace desde la traslucidez del cielo estival en noche de luna, hasta la empedernida taciturnidad del granito o la alegría del follaje, sin contar el mundo infinito del rostro, gesto y porte humano, ese vicario enigmático del interior del yo. Pero más allá todavía del fondo y la figura, en cada estampa, Delhez consigue hacer hablar al conjunto (y quizá ésta es la más valiosa de sus victorias), aunque sea a costa de dislocarlo rudamente, dándole un ambiente psíquico, un tono emocional y una especie de vibración afectiva que lo vivifica todo. Con todas estas palabras ¿qué he dicho? He dicho que Delhez es también poeta… quizá un dibujante al servicio de un poeta.

Hay aquí, por ejemplo, una talla humana de espaldas en primer plano, saliéndose del cuadro, figura enorme que representa La mujer adúltera frente a Cristo: no sólo la masa maciza y sana del cuerpo se toca casi, sino que la vergüenza y el arrepentimiento han salido fuera, están allí derribando un hombro y convulsionando los músculos de la espalda como una batería eléctrica; tour de force, asombroso de expresar un afecto sin contar ni con los gestos convencionales (manos cubriendo el rostro), ni siquiera con el rostro mismo, espejo de los sentires. Hace contrapeso a la izquierda la figura simétrica de un fariseo que le escupe el rostro, pero con gesto que se parece al de besar (quizá

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porque el presto condenador suele ser desaprensivo corruptor), una figura demoníaca; y de fondo Cristo grave y severo entre dos brazos armados de piedras.

Una dramática Resurrección de Lázaro inaugura una nueva manera más accesible, en Delhez; cuadro lleno de poderoso movimiento, en que solamente el dulce escorzo que ocupa al pie de la lámina –el ex muerto que se despereza con un estirón gozoso y suave-bastaría a enorgullecer a un dibujante. La Parábola de la higuera infructuosa, de una terrible intención moderna, muestra un esbelto y elegante pituco (perdón otra vez por la gramática, se dice, en español, petimetre), irrecusablemente argentino vestido como un figurín de sastrería, visto al trasluz y en contrapeso de dos recias siluetas: la una de un obrero con hoz y martillo presto al derribo y la otra de espaldas, en que se adivina al jardinero Cristo deteniéndolo por un año, mientras en medio los enlaza a todos la laberíntica ramazón de una higuera chuya de estilizadas guías, viñeta refinada que sola ella vale un cuadro. Hay una Marta y María, la agitación y la contemplación. Marta en el centro –lámina vibrando como una hélice o como una danzarina, María acurrucada de perfil en el rincón derecho ante un hierático Cristo imberbe, con unas figuras de smoking almorzando en el fondo. Hay un Padre Nuestro en que está toda la humanidad (mar de cabezas en que hay más de cien estudiadas una a una) en torno a la mancha luminosa del Mayorazgo apretujado, todo ello trabajado rudamente, con una honradez, una paciencia, una sencillez robusta que no retrocede, como Péguy, ni ante la repetición abrumadora. Hay… En fin, cerremos el libro del fresco recuerdo. Hay 86 estampas en que el autor no se repite ni una vez ni repite a nadie, a no ser que repita la anhelosa obsesión del hombre moderno ante el Evangelio y el Cristianismo.

Ahora, antes de seguir adelante, me apresuro a decir, para no inducir a engaño a nadie, que estas composiciones son raras; y que aunque todas son artísticas, y también, según creo, ortodoxas, algunas no son propiamente devotas. Todo esto se puede decir con esta palabra: son modernas, reduplicativamente modernas. ¿Modernistas? Según lo que usted entienda por eso.

Todo artista bueno que viva hoy es por el mismo caso moderno, está claro; pero existe una cosa especial que es el arte moderno, o más propiamente esa poesía moderna que ha ocasionado tantos disgustos a los profesores de retórica y tantas disputas y tantas teorías; a la que Jacques Maritain acaba de consagrar su libro Situation de la poésie. La poesía actual, una parte de ella, aquella parte que Claudel atribuye más a Anima que a Animus, se distingue de sus antepasadas en ser no sólo didáctica y estética, sino también ontológica, por pretensión al menos. Para hablar con precisión, ella es reflejamente ontológica: no ya una mera expresión, la cual supone un previo conocer, sino un obscuro intento de conocer elaborándose juntamente, en causalidad recíproca, con la expresión. Adrede puse arriba pues comentario y no ilustración del Nuevo Testamento. No es una ilustración para el pueblo creyente, más o menos bonita, agradable o bella, como las acuarelas de William Hole, este robusto y tormentoso trabajo de Delhez. El artista con él proyecta el Evangelio sobre la vida de hoy y su propia vida, filosofa con la punta experta del cuchillo sobre la tabla de cedro o arce, investiga su personal cristianismo. No solamente dice lo que él sabe, sino ansiosamente eviscera lo que él siente, y por tanto también lo que él es anímicamente. Porque en el fondo secreto de lo que sentimos, sabed que allí yace lo que individual y específicamente somos.

* Publicado en: Crítica literaria; Ediciones Penca, Buenos Aires, 1945, páginas 290-300.

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Así como los ensueños, dicen hoy los psicólogos, son una expresión psíquica inconsciente del revés de nuestro yo, mucho más penetrante a veces, aunque siempre más obscura que la luz lógica del discurso vigil, así el arte moderno no se contenta con expresar bellamente las cosas averiguadas, sino que se desvive por arrojar la entraña allí sobre la mesa de mármol en autovivisecciones que no son deporte ni broma, sino desafío y aventura.

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Todo esto parece medio música celestial. Y lo es. Vamos a probar a decirlo en serio, a ver si se hace más claro.

Comparando la poesía con la teología, Tomás de Aquino (S. Th., I, IIæ, 101, 2) se encuentra que coinciden ambas en su instrumento de expresión, que es el modo simbólico (y en el caso de los ritos, el modo factivo), pues ambas necesitan revestir sensibles figuras, como se reviste el preste en la misa, y se reviste el actor en el teatro, desde el momento que el Aquinense no teme esta comparación… (Facere aliqua facta ad alia repræsentanda videtur essse theatricum vel poeticum…) La razón que se da es que las dos disciplinas versan en materias que son extra-conceptuales o fuera del ámbito del raciocinio abstractivo, si bien el objetivo de la teología es supra-conceptual y el objeto de la poesía infra-conceptual para el severo intelectualismo del teólogo napolitano: el un objeto es obscuro por exceso de cognoscibilidad, y el otro por defecto de ella. En suma, teología y poesía son necesariamente existenciales, como dicen los doctos de hoy, por versar en material que de suyo es inefable, como todo lo particular lo es, necesariamente, para el intelecto abstractivo del hombre.

Esta coincidencia en el atuendo de las princesas del cielo y de la tierra la conocemos los hispanos sin saber latín desde que el Maestro Fray Luis la notó en el prólogo de sus poemas a don pedro Portocarrero, al alegar en loa de la poesía: “…Dios mismo haber usado della en muchas partes de sus sagrados libros, como es notorio.” En todas partes de los Sagrados Libros usó Dios de esa lengua vital, es notorio hoy gracias a los trabajos de Marcel Jousse. Pues bien; esta coincidencia en el atuendo da ocasión a un encuentro más íntimo: desde el momento que ambas se exteriorizan por figuras, que son umbra futurorum (Coloss., II, 16) y argumentum non apparentium (Hebreos, XI, 1), es decir, sombra y cifra de lo no visible y venidero, qué puede impedir que una misma figura sea a la vez el medio bífido y el vaso duple de las dos disciplinas?

Esto es justamente lo que de hecho ocurre con los grandes místicos que son a la vez poetas (creo que basta para eso que sean intelectuales), supuesto que todo místico, aun sin el don nativo de la expresividad poética, tiende de suyo a expresarse imagineramente. Así en el caso del supracitado Fray Luis de León, y sobre todo en el caso de San Juan de la Cruz, tenemos en la misma estrofa esa poesía comparable a “los frutos más deleitosos y maduros del renacimiento” para Menéndez y Pelayo, junto con una revelación y confidencia de la más alta doctrina teológica acerca del camino espiritual y la vivencia del Ser Divino.

Y ahora viene el tercer paso de la relación de poesía y teología, la inversión de términos… San Juan de Yepes, santo y poeta, o como él decía

Religioso y estudiante,religioso por delante,

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primero alcanzó la unión con Dios, y después la poetó (como diría Dante) por un movimiento natural, sí, pero no por eso deja de ser distinto del primero, y más todavía, seprable. Aunque el cantar sea propio de ella, si Juan de Yepes, a pedido de las carmelitas de Beas y en el duro vagar de su prisión de Toledo, no hubiese puesto su mística en solfa, no por eso dejara de tenerla. Ahora bien: ¿no será posible reversar el camino, llegar a la contemplación no ya estética (que ésa es también previa al poema), sino ontológica o teológica a fuerza de ahondar en la raíz de la poesía?

Esta es la gran aventura de la poesía moderna, desde que el pobre Baudelaire soñó (justamente en aquel soneto del Mauvais Moine que cité de suso) fabricarse con su alma –cautiva cruenta de un cuerpo tarado, transida de la visión intelectual de la belleza, y en donde Dios mismo reside por operación y cooperación constante- una especie de esfera trascendente donde vivir análogamente al santo una vida suprahumana.

— Mon âme est un tombeau que, mauvais cénobite,depuis l'éternité je parcours et j'habite;rien n'embellit les murs de ce cloître odieux.Ô moine fainéant! quand saurai-je donc fairedu spectacle vivant de ma triste misèrele travail de mes mains et l'amour de mes yeux?

Toda la historia psicológica de esta aventurada salida de la poesía en Hija Pródiga está escondida en los poemas del poeta maldito (cuyo solo título, Las flores del mal, constituye un hallazgo poético de primer orden), conocedor recalcitrante de que la Belleza, a cuyo implacable imperio se había entregado con transporte, aunque sea el resplandor mismo de las manos de Dios y el terrible cachet de sus operaciones creativas ad extra, no es la substancia misma de Dios; y su culto incondicional no puede llevar al fin sino a una más terrible variedad de idolatría.3 Luchando como Jacob con Dios toda la noche de su vida, Baudelaire se agarraba a la convicción desesperada de que si el Mal mismo, el mal trascendente que sentía en sí y en todo lo que es del hombre, ¡oh, trágico denunciador del primigenio pecado!; y si la misma ciega y opaca culpa llegaba, a través de un intelecto de hombre, a hacerse flores, él estaba salvado como por milagro, y llegaba a Dios por un camino nuevo que no exigía abandonar todas las cosas y el propio yo, sino solamente intelectualizarlos. Pero él tenía en contra esta palabra: “En verdad os digo que el que no es capaz de dejar cuanto posee por mí no es digno de mí.” Baudelaire quedó a mitad de camino, y aun parece que intentó al fin de su vida refugiarse en la oración. Rimbaud vendría más tarde a hacer la completa experiencia de romperse contra esa piedra.

Pero “Deus escreve direito per linhas tortas”, dicen los brasileños; y a mí me place imaginar a San Juan de la Cruz en el cielo intercediendo por su negro hermano Baudelaire con las mismas palabras con que en el drama de Claudel, el jesuíta brasileño atado al mástil reza, mientras el barco se hunde, por su defectivo hermano Rodrigo…

Dice así el mártir Ignacio:

Pero, Dios mío, no es fácil escapar de ti.Y si él no va a ti por donde es claro, que vaya por donde es oscuro.

3 Ver el terrible Hymne à la Beauté.

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Y por lo que es directo, que vaya por lo que es indirecto.Y por lo que hay de simple,¡que vaya por lo que hay en él de numeroso y laborioso y entreverado!Y si él desea el mal, que sea aquel mal que está condicionado al Bien.Y el desorden, que sea aquel desorden que implica el temor y el resquebraje de esos muros en su torno que le trancan la vida…Él ya aprendió el deseo, pero ni sueña todavía qué cosa sea el ser deseado.¡Haced de él un hombre herido, porque una vez en la vida ha visto el rostro de un ángel…!Y lo que él tentará decir míseramente en la tierra, allá estoy yo a traducirlo en el cielo.

Así dice Claudel, o Ignacio de Azevedo, aunque suena mejor en francés. Y si de Víctor Delhez hemos llegado por Claudel a San Juan de la Cruz a través de Baudelaire, eso depende de que tienen algo que ver entre sí todo eso, aunque el que esto escribe, no siempre sea capaz de ponerlo muy en limpio.

Buenos Aires, 1940.

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