el 10º círculo - cráneos y calaveras

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El 10º Círculo Capítulo de muestra Autor: Juan Carlos Sánchez Para conocernos mejor, visita: www.feartheripper.com facebook.com/destripadordemundos

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Primer capítulo de la novela "El 10º Círculo". Más información en www.feartheripper.com

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Page 1: El 10º Círculo - Cráneos y calaveras

El 10º CírculoCapítulo de muestra

Autor: Juan Carlos Sánchez

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“Esto es lo que hay después. Algu-nos se niegan a llamarlo vida, y en realidad no estamos vivos, pero al fin y al cabo tam-poco estamos muertos. Seguimos aquí. Tu-vimos una madre que nos dio a luz, vivimos nuestro tiempo y, llegada la hora, Muerte se convirtió en nuestra nueva madre. Nos dio lo que tenemos ahora. Llámalo como quie-ras, hijo. Esto es sencillamente lo que hay después.”

Cráneos y calaveras1.

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En uno de esos bares, en una de aquellas calles, Terry Simmons se terminó la cerveza de un sólo trago. Llevaba las típicas botas de motero, los típicos pantalo-nes de motero y la típica chaqueta de cuero de motero. En su cabeza rapada, el tatuaje de un cráneo humano del que salían unos humeantes tubos de escape lo iden-tificaba como “Calavera”. Al fin y al cabo, las aparien-cias eran muy importantes para alguien cuya forma de vida eran la extorsión, la tortura y el asesinato. Había dos hechos muy característicos en la vida de Calavera, tremendamente personales por lo singular de su natu-raleza. El primero era su secreto: que había muerto dos semanas atrás y sin embargo respiraba; el segundo le era totalmente desconocido: que iba a morir una segunda vez, trece minutos y dieciséis segundos más tarde exac-tamente, empapado de sudor, aterrado y balbuceando.

Al salir al frío helado de la noche, cerró la puerta tras de sí, convirtiendo la música que dejaba atrás en una maraña de graves incomprensibles. Escupió al sue-lo, se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió antes de echar a andar calle abajo, entre las sombras que cubrían toda aquella parte de la ciudad. El silencio urbano llena-ba el ambiente; una brisa helada pasó entre los edificios muertos; pequeños charcos esperaban y se agitaban al paso de sus botas; un hombre encapuchado permanecía inmóvil, con la espalda apoyada en la pared y las manos en los bolsillos.

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-Hola, Terry -le dijo cuando pasó frente a él.

Estaba esperando encontrarse con él tarde o temprano, pero no esperaba que tuviera ese aspecto. Llevaba unas botas de trabajo, pantalones vaqueros y una chaqueta de corte militar sobre una sudadera. La iluminación del callejón no permitía adivinar su edad, pero era claramente joven, de no más de veinticinco, o veintiséis años. El motero no se lo pensó demasiado, echó mano a la pistola que llevaba bajo la chaqueta y la desenfundó con rapidez. Ambos quedaron callados unos segundos.

-No es la primera vez que me apuntan con un arma, ¿sa-bes? -continuó el desconocido.

-¿Me tomas el pelo, tío? -rió Calavera con el cigarro en-tre los labios -Después de aquellos bichos apestosos es-peraba algo mucho más intimidante, no a un puto crío.

-Sí, de eso vengo a hablar. En el último medio mes he perdido la pista a veintiuno de esos... “bichos”. Unos apestosos cabroncetes como de un metro-veinte, san-guinarios, despiadados y completamente adorables -el desconocido se separó de la pared y comenzó a caminar hacia el centro de la calle, manteniendo siempre unos metros de distancia entre él y el motero, que seguía con la pistola alzada -. Ambos sabemos de qué va esto,

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Terry. Suelta la maldita pistola y empecemos de una vez. ¿Dónde demonios están mis diablillos?

Bang, las palabras fueron interrumpidas por el estallido de la pólvora. Haría falta una percepción mu-cho mayor que la del propio Calavera para poder calcu-lar la trayectoria de una bala a esa distancia, con aquella pobre iluminación y con la dificultad añadida de llevar puesta una capucha, pero el desconocido no se movió ni un sólo centímetro. El proyectil atravesó el cañón del arma y cortó el frío aire con ímpetu, recorriendo la dis-tancia entre el tirador y su objetivo en un parpadeo, pa-sando junto a la cabeza del segundo y perdiéndose tras él. Bajo la capucha, el joven no pudo evitar un pestañeo.

-Sí... tienes razón -dijo Calavera lanzando el arma a un lado, tras un segundo de respiración -, una pistola no es el arma indicada para esto. No siendo lo que somos -el hombre del tatuaje se miró a las manos, viendo como algo en el aire ondulaba a su alrededor. Él no lo enten-día. Para él era simplemente magia -. No con este... poder. ¿Quieres ver a tus monstruitos? ¡Pues salúdales! ¡Venid, monstruitos!

Retrocedió un par de pasos alzando ambos brazos. A su alrededor, un aura entre púrpura y ver-de comenzó a agitarse. El encapuchado sí sabía de qué se trataba. Aquella emisión que venía de dentro de su cuerpo, esa fuerza indisciplinada que se agitaba como

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azotada por el viento, era el aura de un nigromante; de alguien que, por naturaleza, tenía control sobre la vida y la muerte. Al encapuchado le gustaban los nigroman-tes. Eran presas fáciles. Calavera comenzó a emitir pe-queños destellos plateados aquí y allá a su alrededor, al son de los cuales, desde el suelo, comenzaron a brotar pequeñas zarpas afiladas. Aquellas arrastraron consigo huesudos brazos, con sus hombros, sus torsos y el resto de sus pequeños cuerpos. En unos segundos, diecinueve pequeñas criaturas y otras dos no tan pequeñas, todas ellas cornamentadas, de colmillos afilados y miradas perdidas, se agolparon alrededor del motero.

-¿Son estos tus diablillos? -dijo con sorna el nigromante -Son unos hijos de puta muy obedientes, ¿verdad?

Como si se tratara de una formalidad, el gesto de respuesta del desconocido fue echarse una mano a la espalda y desenvainar una pequeña daga, hecha de un metal imposible de determinar que no brillaba en abso-luto, más vieja que el tiempo mismo y con aspecto de ser más una herramienta que una verdadera arma. El aura negra que desprendía su alma no se agitó, sino que siguió ondeando con tranquilidad. Nadie había avisado al hombre del tatuaje que un aura negra como aquella era digna de temor.

-Ríndete ahora, Terry. Es mi último aviso -dijo el joven de la daga.

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-¡Matadle! -ordenó Calavera ignorando la advertencia.

Las criaturas cargaron al unísono, pero a dife-rentes velocidades. El primero en alcanzar al extraño fue Fink, que salió despedido cuando éste giró sobre sí mismo, propinándole un codazo que lo lanzó unos metros en el aire. Otros dos siguieron el ataque des-de el suelo, casi agazapados, pero vieron cómo el en-capuchado se escurría de un salto, pasando sobre ellos y aprovechando el impulso para patear al siguiente de los diablillos que esperaba con la boca abierta, casi fa-cilitándole la tarea. Cuatro de veintiuno. Otros dos tre-paban ahora por las cañerías a ambos lados de la calle, mientras tres cubrían el paso; la estrechez del callejón podía resultar tanto una ventaja como un inconvenien-te. Con la daga en alto, el desconocido esperó a que las cinco criaturas se lanzaran contra él al mismo tiempo y, en el momento exacto, de alguna manera, hizo que to-das ellas salieran despedidas con un simple gesto de su mano libre; lo único que Calavera vio fue el aura negra del asaltante agitarse en un movimiento rápido, como si tuviera vida propia, y apartando de un latigazo a cinco de sus defensores. Uno más de los monstruos dudó por un momento, y el joven que cada vez parecía más peli-groso lo aprovechó para pasar junto a él en una pirueta. Lo mejor estaba por llegar: los dos de los diablillos que no tenían el tamaño de un chimpancé medían lo que un gorila, y bufaron entre colmillos al ver llegar a su rival. Éste volvió a detenerse, apuntó con los brazos al conte-

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nedor que tenía unos pasos a su derecha y giró el torso de lado a lado; al tiempo, el aura negra que manaba su alma agarró la enorme masa de metal y la utilizó para atropellar a los dos gigantes, incrustándolos contra la pared opuesta. Doce de veintiuno, y a Calavera se le es-capó el cigarrillo de entre los labios. El resto de los dia-blillos se lanzó de forma desordenada, indisciplinada, e igualmente ineficaz. A destiempo, fueron saltando con-tra el encapuchado y fueron saliendo despedidos por el movimiento fluido de sus golpes, que se convirtió en un avance lento pero continuado. Veintiuno de veintiuno.

Al ver la escena resultante, Calavera experimen-tó por primera vez una sensación que iba a ser el centro de lo que le quedaba de existencia. Aquel desconocido, daga en mano, rodeado de pequeñas criaturas que se incorporaban entre quejidos y sacudían sus pequeñas cabezas sobre los charcos de la calle, no parecía en ab-soluto humano. Desde sus ojos, pudo verlo como lo que era realmente: una silueta apenas visible por la oscuri-dad total que lo rodeaba, que salía de su mismo interior. No era como ninguna sombra que hubiera visto nunca, ni siquiera como la vaga imagen de una habitación a os-curas; era más bien una ausencia total de materia que manaba de lo más profundo de su alma. Ahora, no que-daban líneas de defensa entre aquél asaltante terrible y él mismo. Por primera vez comprendió la diferencia en-tre miedo y terror. El miedo es un sistema de defensa, una alerta temporal ante una posible amenaza. Aquella

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sensación, en cambio, aquél frío que no le impedía sen-tirse acalorado, la pesadez de su respiración y el vértigo que le invadían de repente; aquello era sin duda terror. Sin pedir permiso, su cerebro le ordenó al resto de su cuerpo que saliera corriendo.

Tuvo que recorrer varias calles antes de estar seguro de la dirección que debía seguir, pero en unos pocos minutos estaba al pie del edificio al que se diri-gía. La pequeña ventana, al nivel del suelo, seguía abier-ta, y con un poco de suerte no se habría colado ningún indeseable. El plan funcionaría mucho mejor sin inte-rrupciones inesperadas. Se escurrió por la abertura y cayó torpemente en una habitación alargada, atestada de muebles olvidados. La cruzó a saltos y miró hacía la entrada. ¿Quizás había corrido demasiado? No se había parado para mirar si aún le seguía, y de eso dependía el éxito de todo aquello... Oyó voces en la habitación con-tigua y fue hacia ellas.

La trampa estaba preparada en una estancia completamente cuadrada, bordeada de estanterías metálicas sobre las que esperaban el fin del mundo un sinfín de objetos inservibles. Entre aquellos se habían dispuesto gran número de velas, que estaban ahora en-cendidas y eran la única iluminación del lugar. Calavera sintió un escalofrío al pisar el suelo, compuesto única-mente de tierra removida. En el centro de la habitación

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estaban las dos personas que le habían enseñado el lugar y lo habían preparado todo.

-Al fin llegas, Terry. Toma, ya sabes cómo funciona -el hombre que le entregó el pequeño amuleto verde era la cabeza pensante, el primero al que había visto tras mo-rir y el que le había enseñado los pocos trucos que co-nocía. Siempre hablaba con amabilidad y calma, como quien sabe que todo está saliendo según lo planeado in-cluso cuando no está para comprobarlo.

-¿Qué... qué hacéis aquí? -se sorprendió Calavera -¿Sa-bíais cuándo iba a llegar?

-Tenemos que irnos -dijo el otro, uno corpulento, fiero, con la voz destrozada por mil rugidos de batalla y una densa melena rojiza.

-No te alteres, está todo controlado -contestó el prime-ro, poniéndole una mano sobre el hombro a Calavera -. ¿Estás aquí? Tranquilo, verás como todo funciona a la perfección.

-Me... me dijiste que era negra -el motero respiraba con dificultad y temblaba de pies a cabeza -. Dijiste que su alma era negra, pero no lo era. Es como estar mirando a un pozo sin fondo... como si miraras al infinito, tío. Esa alma no es negra, es...

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El ruido de unas botas aterrizando en la peque-ña habitación por donde había venido le hizo darse la vuelta en un respingo. Oyó un sonido áspero, como de arena cayendo pesadamente sobre la tierra, y para cuan-do volvió a darse la vuelta estaba solo. Cruzó la sala, re-pitiendo en voz baja lo que tenía que hacer, y esperó. El desconocido tardó unos pocos segundos en reaparecer. Cuando lo hizo, se detuvo y miró en derredor.

-El lugar está bastante bien escogido -dijo, no como el que acaba de entrar, sino como alguien que lleva varios minutos hablando -. En una zona poco recomendable y apartado de la gente. Aquí podría caerse un árbol sin que nadie lo oiga. Dime, Terry, ¿eres de los que contes-tan que con toda seguridad el árbol hace ruido, o de los que dicen que es imposible saberlo?

-¿Qu... de qué coño estás hablando? -contestó Calavera con voz temblorosa, notablemente irritado pero indu-dablemente aterrado.

-Yo tiendo a creer que hace ruido -siguió divagando el desconocido, con indiferencia, mientras se quitaba la chaqueta y la colocaba doblada sobre un estante. De-bajo llevaba una camiseta negra sin estampado, ligera-mente holgada -, tiendo a creer que es imposible que nadie en absoluto oiga algunas cosas. No sé, ¿qué hay de las ardillas o de los pájaros, Terry? Están como... en todas partes, ¿no? Igual que en esta habitación. Hagas lo

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que hagas aquí, siempre hay alguien que está en todas partes -hizo una pausa y cambió a un tono mucho más dramático -. Y no hablo de Dios, Terry; ni te imaginas dónde está Dios. Hablo de los vagabundos. ¿Dónde es-tán los vagabundos que dormían aquí, Terry? ¿Qué co-jones les has hecho?

Calavera no pudo evitar que, entre toda aque-lla ansiedad que sentía, se escurriera una sonrisa, como aquella que no pueden evitar las personas cuando se les descubre una mentira. Retrocedió hasta que estuvo de espaldas contra una de las estanterías y levantó en la mano el objeto que le acababan de entregar. De un cor-del de cuero colgaba una esfera perfecta, del tamaño de una pelota de golf, hecha de algún tipo de piedra verde. Por toda ella había una serie de grabados tintados en negro, en un idioma imposible de reconocer y trazados con una sola línea que daba toda la vuelta y unía la úl-tima letra con la primera. Aunque Calavera no tenía ni idea de ello, aquello era un claro signo de que se trataba de una creación nigromántica, representando el ciclo eterno de la energía vital. Y es que la vida no es para los nigromantes más que un recurso inagotable que se recicla una y otra vez, pura energía; por lo que podía contenerse en un viejo amuleto como aquél. Pronunció las palabras que le habían enseñado en un murmullo y notó cómo el suelo se removía bajo sus pies. El hombre del alma negra, ahora con la cara descubierta, frunció el entrecejo. Cinco marañas de huesos y tela raída emer-

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gieron de entre la tierra. Algunos de los esqueletos con-servaban aún restos de los que hubieran sido sus mús-culos y presentaban una visión horripilante, nada que ver con los descritos en cuentos y leyendas, limpios de todo rastro de una vida anterior. Al ver a aquellos seres muertos quedaba patente que hubieron sido hombres y mujeres vivos, no hacía mucho. Al borde de la locura y ante tal visión, el motero dejó escapar una carcajada histérica.

El desconocido volvió a desenfundar su daga y caminó hacia el centro de la habitación moviendo los hombros y el cuello, separó ligeramente las piernas, flexionó las rodillas y esperó, dedicándole una sonrisa de sorna a Calavera. Cuando los cinco esqueletos hubie-ron emergido por completo se agitaron, comenzaron a caminar en círculos alrededor del asaltante de la daga. Éste los siguió con la mirada, uno a uno, sin moverse del sitio. El silencio se apoderó de la sala durante cinco eternos segundos, interrumpido tan sólo por el sonido apagado de una ráfaga de aire que se adentró por la pe-queña ventana del cuarto contiguo, se coló entre el mo-biliario abandonado, entró en la habitación e hizo tem-blar la llama de una de las velas. Uno de los esqueletos lo tomó como una señal de salida.

La acometida fue corta, pero falló de lleno cuan-do el joven de la daga pivotó sobre sí mismo, dejando pasar al primero de sus contrincantes y empujándolo

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con el hombro hacia otro de ellos. Dos de los restantes dibujaron un arco largo con los brazos en un intento de atacarle y, aunque detuvo uno de ellos con la daga, partiendo un cúbito por la mitad, el segundo ataque le alcanzó en el costado. El desconocido emitió un queji-do apagado y se repuso con rapidez, arrancando la daga del hueso en el que la tenía atascada y aprovechando el impulso para propinar un codazo al cráneo a su es-palda, que salió disparado y se estrelló contra una de las paredes de ladrillo. El esqueleto al que pertenecía se agitó inútilmente antes de desplomarse. Al que le había partido ya un brazo le lanzó una patada con la punta de la bota derecha que le acertó en las costillas, destrozan-do varias de ellas pero sin empujarlo en absoluto. Mien-tras tanto, la mole de huesos que aún no había atacado buscaba la ventaja y se había situado detrás del extra-ño. Alargó los huesudos brazos en un gesto rápido y lo capturó por el cuello y los hombros, mientras los otros tres se disponían a aprovechar que estaba ahora inmobi-lizado. Sin embargo, el asesino del alma negra se lanzó hacia atrás con fuerza y fue a estrellarse contra una de las estanterías metálicas con todo el peso, haciendo ex-plotar la caja torácica hueca en mil astillas de hueso y dándose él mismo un contundente golpe en la espalda. Ahora estaba literalmente entre los huesos y la pared. Calavera vio en ese momento un indicio de luz, una esperanza de que todo estuviera saliendo según debía. Después de todo, el hombre que venía a matarlo estaba arrinconado, cansado y probablemente herido. Una bri-

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sa de aire se filtró entre sus temores y se convirtió en un suspiro. Pero el desconocido no estaba acabado, nada más lejos. De forma similar a como lo había hecho an-tes, el alma negra que desprendía pareció agitarse, sólo que esta vez aumentó de tamaño en un parpadeo, como si una bestia terrible apareciera de la nada e inundara la habitación de oscuridad. El asaltante hizo un gesto con el brazo, como si agarrara el aire frente a sí, y la criatu-ra hizo lo propio con los tres esqueletos, que le cabían ahora en la palma de la mano, haciéndolos añicos en el propio puño.

Lentamente, la llama de las velas se calmó de nuevo. Entre la bestia despiadada y Calavera sólo que-daba ya una habitación vacía, repleta de huesos desper-digados. El suspiro del segundo volvió a su garganta y comenzó a ahogarlo.

-¿Algún truco más, Calavera, o hemos terminado con los preliminares?

Sintió cómo la vista se le nublaba y sólo pudo ver ya al joven de la daga. En ese momento compren-dió que, de hecho, no era tal cosa. Según comenzaba a caminar hacia él, la temperatura de la estancia pare-ció caer en picado. Calavera vio el aire de sus pulmo-nes convertirse en un vaho denso y mortecino de un segundo para el siguiente. El que venía hacia él no era un joven con una daga, ni siquiera uno de aspecto ame-

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nazador; era una túnica que ondeaba suspendida en el aire, que no mostraba bajo la capucha negra más que una calavera vieja y gris, que sostenía una guadaña de aspecto feroz. Y es que aquella herramienta tenía más bien el aspecto de un arma, con todo el mango hecho de algún tipo de metal imposible de identificar y coronado por el reflejo de una hoja afilada que parecía no estar ahí más que por su brillo fantasmagórico, bailando, como emitiendo reflejos sobre un lago helado. Casi flotando, la figura caminó hasta estar a un paso de él. El aura de fría oscuridad envolvió su mundo.

-¿De qué persona o lugar has obtenido el amuleto que portas, Terry Simmons, llamado Calavera? -preguntó el retumbar tras la capucha.

-U... un hombre me lo dio... un nigromante -respondió a duras penas Calavera, que no era ahora más que una presa asegurada -. Dijo que me ayudaría a usar mi po-der y... y me enseñó este sitio y la forma de levantar los esqueletos y... -cada vez le costaba más hablar, lo que quedaba de su psique se estaba desmoronando rápida-mente.

-¿Fue ese hombre el que doblegó las almas de los diabli-llos que te protegían, Terry Simmons, llamado Calave-ra? -volvió a preguntar la voz de un terremoto.

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-¡Sí! ¡Sí! -la voz de la presa se quebró en un agudo gallo -Me dijo que podía llamarlos en cualquier momento. Me dijo que vendría alguien para intentar llevarme de vuelta, y tú... y tú... -la presa comenzó a balbucear y pronto perdió completamente el norte. Con su cordu-ra derrumbada sin remedio, sólo quedaba una cosa por hacer.

No había habitación. La tenue luz de las velas estaba ahora a un millón de kilómetros de donde se en-contraba, totalmente fuera de sí, Terry Simmons. Todo cuanto podía ver era oscuridad, una completa ausencia del mundo entero que lo rodeaba, y a aquél ser. Aún sin ojos, el cráneo le miró directamente al centro de su alma; sintió cómo se adentraba en lo más profundo de su ser. Pero, en contra de lo que pudiera parecer, aque-lla fue una sensación reconfortante. Vio entonces que la oscuridad no lo atrapaba, sino que le abrazaba como una madre cariñosa, protegiéndolo del frío mundo de los vivos. La voz volvió a retumbar en su cabeza, pero esta vez sonó a seguridad.

-Has perturbado el equilibrio, Terry Simmons, y por ello has de buscar la redención. Que lo más puro de tu alma permanezca para pagar tu último pecado, an-tes de ser sometido al juicio final -en algún lugar de la existencia, las palabras fueron pronunciadas por un ser antiguo, ataviado con una túnica polvorienta y sentado en un trono de piedra. La infinitud de sus ojos fue lo

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último que Terry Simmons vio antes de dejar de existir -. Hasta que llegue ese día, me perteneces.

El ser en la túnica sujetó con fuerza el mango de la guadaña y alzó los brazos lentamente, con solemni-dad. Calavera sintió cómo todas sus emociones se des-vanecían por completo, dejando tan sólo una plácida e inocente calma, justo antes de que el terrible filo se pre-cipitara sobre él y partiera su alma, sin una sensación física concreta, en dos mitades imperfectas. Su mente se evaporó. Pudo ver sus recuerdos alejarse lentamente, como el humo de un cigarrillo que se eleva hasta per-derse en lo alto. Pronto no quedó más que lo básico, el lenguaje, algunas órdenes para su sistema motor y sus instintos más primales. Pero ya no recordaba su sensa-ción inmediatamente anterior; era como caminar hacia atrás y detenerse en algún punto de una infancia inexis-tente. Ya ni siquiera era negrura aquello que le rodeaba; no había nada. Excepto aquella calma. No creía haberla sentido nunca antes. Desde algún lugar oyó un sonido seco, como un chasquido de dedos, y trató de seguirlo. Se despertó de golpe, incorporándose de un salto junto a un cadáver extrañamente familiar.

-¡Qué feo! -dijo con una voz más rasgada de lo normal y curiosamente aguda.

-Todos decís lo mismo al despertar -contestó su nuevo amo sonriéndole mientras se ponía la chaqueta.

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-¿Cómo me llamo, amo? -preguntó desperezándose el cabroncete de metro veinte, sanguinario y apestoso, que era ahora Calavera.

-Creo que Calavera está bien.

-¿Y qué sé hacer?

-Bueno -respondió el joven del alma negra-, creo que tenías una alerta muy desarrollada, serás un buen ras-treador. O a lo mejor sabes hacer alguna otra cosa, ya veremos -sacó un teléfono móvil de un bolsillo de la chaqueta, marcó el número y esperó respuesta -. Oye Raz, soy yo. ¿Han llegado Fink y los otros veinte? Vale, están todos bien, ¿no? Ok, pues envía... Raz, ¿me escu-chas? Raz... ¡Raz joder, atiende un momento! Que man-des a unos pocos a limpiar ésto, ¿me detectas? Perfecto. Sí, hay uno nuevo. Vale -presionó la tecla de finalizar llamada y guardó el teléfono de nuevo en su bolsillo -. Bueno, ahora vendrán a buscarte. Espéralos aquí, ¿vale?

-Ahá -asintió obediente él.

El joven no parecía ahora tan terrible como poco antes, aunque Calavera ni siquiera recordaba lo que ha-bía pasado un minuto atrás. Se miró las zarpas que eran ahora sus manos y pies y no le extrañaron en absoluto. Pudo ver por el rabillo del ojo cómo algo se movía a su espalda y trató de ver qué era, dando tres vueltas sobre

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sí mismo antes de intuir una cola. Aunque no pudo ver-lo, sobre la calva conservaba el tatuaje que lo seguiría identificando. Cuando alzó la cabeza vio al desconoci-do, a su nuevo amo, revisando las pertenencias del feo cadáver. Vació una cartera con algunos billetes, dejó de lado una cajetilla de tabaco y un juego de llaves, y echó un vistazo a un encendedor de gasolina plateado con un logotipo que rezaba “El 10º Círculo” antes de guardár-selo en un bolsillo. Era el primer encendedor de ese tipo que iba a encontrar.

-Me voy -dijo al fin levantándose el amo -. Ahora ven-drá el equipo de limpieza, te llevarán al Cubil. Te veré luego.

-Vale, tío -se despidió el diablillo con la zarpa en alto, preguntándose para qué demonios tenían que llevarlo a un cubil, fuera lo que fuera eso.

Cuando se hubo ido, Calavera miró alrededor por si pudiera haber alguien vigilando y se dejó llevar por el impulso de saquear él también el cuerpo. Agarró la chaqueta de cuero negro por el cuello y le dio pata-das al cadáver hasta que se hizo con ella, arrastrándolo así por media habitación. Después se la puso, movió los brazos para comprobar que, efectivamente, le venía un poco grande, y sonrió para sí.

-¡La chupa pa’ mi!

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El joven del alma negra trepó hasta la ventanilla de la habitación contigua y emergió a la calle. El frío intenso se le coló hasta los huesos, y él se cerró la cha-queta y se puso de nuevo la capucha en un intento inútil de combatirlo. Estaba agotado, magullado, y anímica-mente indeciso. Se concienció de que la caza de aquella noche había terminado y suspiró, agravando aún más su cansancio ahora que estaba libre de responsabilidades. Y es que el joven que había decidido llamarse Charlie Ripper era el emisario de la Muerte entre los vivos; una figura simbólica en un complejo entramado de socieda-des de segadores; un cazador de renegados, almas que se negaban a morir; el líder de un ejército de condena-dos dispuestos a luchar a su lado a la primera orden. Charlie Ripper era La Guadaña.

(Créditos en la página siguiente)

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Lo que acabas de leer es el primer capítulo de la novela El 10º Círculo. Esperamos que lo hayas disfrutado, de veras, y te vamos a pedir un pequeño favor: pásalo. Si crees que puede gustarle a alguien que conozcas comén-taselo, hazselo llegar. El nuestro es un proyecto pequeño, y necesitamos tanto apoyo como podamos conseguir. En cualquier caso, ¡gracias!

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