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Educación 3 in Henry A. Giroux Pedagogía y política de la esperanza Teoría, cultura y enseñanza

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Educación 3 in Henry A. Giroux Pedagogía y política de la esperanza Teoría, cultura y enseñanza

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Como en toda su obra, la preocupación central, el eje en torno del cual se alinean los artículos que com­ponen esta antología de Henry Giroux, es la lucha por una democracia radical en todo el mundo. Ex­presión que para el educador norteamericano impli­ca el combate por las posibilidades de la justicia so­cial, la libertad y las relaciones sociales igualitarias en todos los ámbitos, y muy en particular en el ámbi­to de la enseñanza. Según Giroux, este es el lugar en que los grupos dominantes ponen sus mayores es­fuerzos, en una tarea de reproducción que no aspira sino a perpetuar, aunque lo haga por caminos ses­gados y no siempre conscientes de su meta, las rela­ciones de poder que caracterizan el orden social en general.

Con el aporte de la teoría crítica de la Escuela de Francfort aplicada al ámbito educativo, Giroux pone al desnudo los discursos que pretenden mostrar una enseñanza expurgada de toda referencia a la opre-s i ^ j que, . . . » « « h . . ^ « ^ . ^ . ^ « t o ^ ^ i . i ñ ^

asimiladora» de la escuela, someten a los alumnos pertenecientes a las «minorías» -cualquiera sea el pa­rámetro que se utilice para calificarlas de ese modo: la raza, la clase, el género, la orientación sexual, la nacionalidad, etc.- a una transmisión del conoci­miento constituido por una «herencia común» que, en realidad, no es más que el legado conformado de generación en generación por los grupos dominan­tes. Un legado que, en las sociedades occidentales, es fundamentalmente blanco, patriarcal y sexista.

I

Giroux sostiene que tanto en el microcosmos del au­la como en el macrocosmos de la sociedad las pautas de la conducta por seguir, el conocimiento que debe transmitirse, los modos de ejercicio de la autoridad y los criterios de recepción acrítica del saber están de­terminados por las relaciones de poder. Pero si bien las circunstancias presentes parecen ser propicias pa­ra que se perpetúe la relación de subordinación y so-juzgamiento, Giroux plantea que el desarrollo de un lenguaje de la posibilidad y la esperanza puede in-

(Continúa en la segunda solapa.)

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Pedagogía y política de la esperanza

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Pedagogía y política de la esperanza Teoría, cultura y enseñanza Una antología crítica

Henry A. Giroux

Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

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Colección Agenda educativa. Directora: Edith Lilwin Pedagogy and the Politics of Hope. Theory, Cullure, and Schooling: a Criti­cal Reader, Henry A. Giroux © Westview Press, una división du Perseus Boolts, L.L.C., 1997 Traducción, Horacio Pons

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyendo foto­copia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola dere­chos reservados.

© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7" piso (lO,")?) Buenos Aires www.amorrortueditores.com

Amorrortu editores Elspafla SL CA^eíázqucz, 117- 6" izqda. - 2S006 Madrid

Queda hecho el depósito que i^rcviene la ley n" 11.723 Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 950-518-829-3 ISBN 0-8133-3274-5, Nueva York, edición original

370 .1 Giroux, H e n r y A. GIR Pedagogía y política de la e s p e r a n z a : teoría ,

c u l t u r a y e n s e ñ a n z a : u n a antología crítica.- 1" ed.-Buenos Aires : Amorror tu , 2003.

384 p. ; 23x14 cm.- (Agenda educat iva)

Traducción de: Horacio Pons

I S B N 950-518-829-3

I. Tí tulo - 1. Pedagogía-Teor ía

Impreso en los Talleros Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro­vincia de Buenos Aires, en octubre de 2003.

Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

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Para los niños

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2. Cultura y racionalidad en el pensamiento de la Escuela de Francfort: fundamentos ideológicos de una teoría de la educación social

Historia y antecedentes

El Instituto de Investigación Social (Institut für Sozial-Corschung) se creó oficialmente en Francfort, Alemania, en febrero de 1923, y fue la sede original de la Escuela de Francfort. Establecido por un acaudalado comerciante de granos llamado Felix Weil, en 1930 el Instituto quedó final­mente bajo la dirección de Max Horkhcimer. Mientras ejer­ció ese cargo, se unieron al Instituto la mayoría de los miem­bros que más adelante conocerían la fama. Entre ellos se contaban Erich Fromm, Herbert Marcuse y Theodor Ador­no. Como lo señala Martin Jay (1973) en su hoy célebre liistoria de la Escuela de Francfort:

«Si puede decirse que en los primeros años de su historia el Instituto se consagró principalmente a un análisis de la in­fraestructura socioeconómica de la sociedad burguesa, lue­go de 1930 el interés primordial estuvo en su superestructu­ra cultural» (pág. 21).

La modificación del interés teórico del Instituto fue pron­to seguida por un cambio geográfico en su ubicación. Ame­nazado por los nazis debido a la confesa orientación marxis-ta de su trabajo y a que la mayoría de sus miembros eran judíos, en 1933 el Instituto se vio obligado a mudarse por corto tiempo a Ginebra. Al año siguiente se trasladó a Nue­va York, donde funcionó en las instalaciones de la Universi­dad de Columbia. La emigración a Nueva York fue seguida por una estadía en Los Angeles, California, en 1941; por úl­timo, hacia 1953 el Instituto volvió a establecerse en Franc­fort, Alemania.^

' Es importante señalar que Erich Fromm y Herbert Marcuse permane­cieron en Estados Unidos. En realidad, esta separación geográfica puede

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Los puntos fuertes y débiles del proyecto de la Escuela de Francfort sólo resultan inteligibles si se los ve como parte del contexto social e histórico en que se desarrolló. En esen­cia, los interrogantes a los que se dedicó, junto con las for­mas de investigación social que apoyó, representan tanto un momento particular en el desarrollo del marxismo occi­dental como una crítica de este. En reacción al ascenso del fascismo y el nazismo, por un lado, y al fracaso del marxis­mo ortodoxo, por el otro, la Escuela de Francfort tuvo que reconfigurar y repensar el significado de la dominación y la emancipación. El ascenso del estalinismo, el fracaso de la clase obrera europea u occidental en impugnar la hegemo­nía capitalista de una manera revolucionaria, y la capaci­dad del capitalismo para reconstruir y fortalecer su control económico e ideológico, obligaron a la Escuela de Francfort a rechazar la lectura ortodoxa de Marx y Engels, en particu­lar tal como se había desarrollado según el saber convencio­nal de la Segunda y la Tercera Internacionales. Horkhei-mer. Adorno y Marcuse intentaron construir un fundamen­to más amplio de la teoría social y la acción política en el marco del rechazo de ciertos supuestos doctrinales marxis-tas, elaborados a la sombra histórica del totalitarismo y de la aparición de la sociedad de consumo en Occidente. Era indudable que ese fundamento no podría encontrarse en su­puestos marxistas convencionales como: a) la noción de inevitabilidad histórica; b) la primacía del modo de produc­ción en la constitución de la historia, y c) la idea de que la lucha de clases, así como los mecanismos de dominación, se producen primordialmente dentro de los límites del proceso de trabajo. Para la Escuela de Francfort, el marxismo orto­doxo suponía demasiadas cosas, a la vez que ignoraba los beneficios de la autocrítica. No había logrado elaborar una teoría de la conciencia, y con ello expulsaba al sujeto huma­no de su cálculo teórico. Así, no es sorprendente que las in­vestigaciones de la Escuela de Francfort desdeñaran el área de la política económica y se concentraran, en cambio, en la cuestión de la constitución de la conciencia, así como en el examen de las esferas de la cultura y la vida cotidiana como un nuevo terreno de dominación. Planteado ese marco his-

haber contribuido en parte a la divergencia de perspectivas que alejaron a Marcuse de Adorno y Horkheimer desde 1955 en adelante.

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lorico y teórico, podemos empezar ahora a abstraer catego­rías y modos de análisis que se refieren a la naturaleza de la enseñanza tal como es en la actualidad, y a sus posibilida­des de convertirse en una fuerza favorable al cambio social.

La racionalidad, la teoría y la crítica de la razón instrumental

El análisis que la Escuela de Francfort hace de la heren­cia de la racionalidad de la Ilustración es fundamental para comprender su punto de vista sobre la teoría y su crítica de la razón instrumental, (^omo un eco a la advertencia de Nietzsche (1957) sobre la fe ilimitada que la humanidad de­positaba en la razón, Adorno y Ilorkheimer (1972) divulga­ron una punzante crítica de la confianza inmutable de la modernidad en la promesa de la racionalidad iluminista de rescatar al mundo de las cadenas de la superstición, la igno­rancia y el sufrimiíínto. La naturaleza problemática de esa promesa marca las líneas iniciales de Dialectic of Enligh­tenment (1972):

«En el sentido más general del pensamiento progresista, la Ilustración siempre aspiró a liberar a los hombres del temor y establecer su soberanía. Sin embargo, la tierra plenamen­te iluminada irradia triunfante el desastre» (pág. 3).

La fe en la racionalidad científica y los principios del jui­cio práctico no constituían un legado exclusivamente de­sarrollado en los siglos XVII y XVIII, cuando los hombres de la razón se unieron en un vasto frente intelectual a fin de dominar el mundo mediante una apelación a los títulos del pensamiento razonado. De acuerdo con la Escuela de Francfort, el legado de la racionalidad científica representa­ba uno de los temas centrales del pensamiento occidental y se remontaba hasta Platón (Horkheimer, 1974, págs. 6-7). Habermas (1973), miembro tardío de la escuela, sostiene que la noción progresista de la razón llega a su punto culmi­nante y su expresión más compleja en la obra de Karl Marx, tras lo cual deja de ser un concepto omniabarcativo de la ra­cionalidad para reducirse a un instrumento particularizado

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al servicio de la sociedad industrializada. Ajuicio de Haber-mas (1973):

«En el plano de la autorreflexión histórica de una ciencia con intención crítica, Marx identifica por última vez la ra­zón con un compromiso respecto de la racionalidad en su acometida contra el dogmatismo. En la segunda mitad del siglo XIX, mientras la ciencia se reducía a ser una fuerza productiva en la sociedad industrial, el positivismo, el histo-ricismo y el pragmatismo, cada uno a su turno, aislaron una parte de este concepto oniniabarcativo de la racionalidad. Los intentos de las grandes teorías, hasta entonces indiscu-tidos, de reflexionar sobre la complejidad de la vida como un todo quedan, en lo sucesivo, desacreíditados como dogmas (. ..) la espontaneidad de la esperanza, el arte de tomar una posición, la experiencia de la significación o la indiferen­cia y, sobre todo, la respuesta al sufrimiento y la opresión, el deseo de la autonomía adulta, la voluntad de emancipa­ción y la felicidad de descubrir la propia identidad, quedan apartados para siempre del interés vinculante de la razón» (págs. 262-3).

Es posible que Marx haya utilizado la razón en nombre de la crítica y la emancipación, pero se trataba todavía de una idea que se limitaba a hacer excesivo hincapié en el pro­ceso de trabajo y la racionalidad de los intercambios, que era a la vez su fuerza impulsora y su mistificación última. En contraste con Marx, tanto Adorno y Horkheimer como Marcuse creían que «el fatídico proceso de la racionaliza­ción» (Wellmer, 1974, pág. 133) había impregnado todos los aspectos de la vida cotidiana, ya fueran los medios masivos de comunicación, la escuela o el lugar de trabajo. El punto crucial aquí es que ninguna esfera social estaba libre de la intrusión de una forma de la razón en la que «todos los me­dios teóricos de trascender la realidad se convirtieron en sinsentido metafísico» (Horkheimer, 1974, pág. 82).

Desde el punto de vista de la Escuela de Francfort, la razón no quedó despojada de manera permanente de sus dimensiones positivas. Marcuse, por ejemplo, creía que contenía un elemento crítico y aún era capaz de reconstituir la historia, o, tal como él lo expresaba, «la razón representa la potencialidad más elevada del hombre y la existencia; una y otro se pertenecen recíprocanicnte» (Marcuse, 1968,

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pág. 136). Pero si la razón quería mantener su promesa de crear una sociedad más justa, tendría que demostrar su poder de crítica y negatividad. Ajuicio de Adorno (1973), la crisis de la razón se produce cuando la sociedad alcanza xina mayor racionalización, porque en esas circunstancias pier­de su facultad crítica en la búsqueda de la armonía social y, como tal, se convierte en un instrumento de la sociedad existente. En consecuencia, la razón como discernimiento y crítica se transforma en su opuesto, es decir, en irracio­nalidad.

Para la Escuela de Francfort, la crisis de la razón está vinculada a la de la ciencia y la crisis más general de la so­ciedad. Horkheimer (1972) sostuvo que el punto de partida para entender «la crisis de la ciencia depende de una teoría correcta de la presente situación social» (pág. 9). En esencia, esta afirmación se refiere a dos aspectos cruciales del pen­samiento de la Escuela de Francfort. En primer lugar, sos­tiene que la única solución a la crisis actual radica en desa­rrollar una idea más plenamente consciente de la razón, que abarque tanto la noción de crítica como el elemento de voluntad humana y acción transformadora. Segundo, impli­ca encomendar a la teoría la tarea de rescatar a la razón de la lógica de la racionalidad tecnocrática o el positivismo. A juicio de la Escuela de Francfort, el positivismo había surgi­do como la expresión ideológica final de la Ilustración. Su victoria no representaba el punto culminante del pensa­miento iluminista, sino su punto más bajo. En vez de ser el agente de la razón, se convirtió en su enemigo y apareció en el siglo XX como una nueva forma de administración y do­minación sociales. Friedman (1981) resume la esencia de esta posición:

«Para la Escuela de Francfort, el positivismo filosófico y práctico constituía el punto final de la Ilustración. La fun­ción social de la ideología del positivismo consistía en negar la facultad crítica de la razón, ya que le permitiría actuar únicamente en el terreno de la más completa facilidad. Al hacerlo, negaba a la razón un momento crítico; bajo el régi­men del positivismo, la razón siente una admiración reve­rencial por los hechos (. ..) Bajo el régimen del positivismo, la razón se detiene inevitablemente antes de la crítica» (pág. 118).

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En su crítica del pensamiento positivista, la Escuela de Francfort pone de relieve los mecanismos específicos de con­trol ideológico que impregnan la conciencia y las prácticas de las sociedades capitalistas avanzadas. En esa crítica ela­bora también una noción de la teoría que tiene grandes im­plicaciones para los críticos educativos. Pero el camino ha­cia la comprensión de este último aspecto pasa necesaria­mente y ante todo por el análisis de la crítica del positivismo planteado por la escuela, en particular porque la lógica del pensamiento positivista (aunque en diversas formas) repre­senta el impulso teórico fundamental que hoy modela la teoría y la práctica educativas.

La Escuela de Francfort definió el positivismo en el sen­tido general como una amalgama de diversas tradiciones, que incluían la obra de Saint-Simon y Comte, el positivismo lógico del Círculo de Vienfi, el jirimcr Wittgenstein y las for­mas más recientes de empirismo lógico y pragmatismo que dominan las ciencias sociales en Occidente. Si bien la histo­ria de estas tradiciones es compleja y está repleta de desvíos y excepciones, todas aj3oyaron el objetivo de desarrollar for­mas de investigación social según el patrón de las ciencias naturales y basadas en los dogmas metodológicos de la ob­servación de los sentidos y la cuantificación. Marcuse (1964) proporciona tanto una definición general de la noción de positivismo como un punto de partida para algunas de las reservas que la Escuela de Francfort planteó con referencia a los supuestos más básicos de aquel:

«Desde la primera vez que se usó, probablemente en la es­cuela de Saint-Simon, el término "positivismo" abarcó: 1) la convalidación del pensamiento cognitive por medio de la experiencia de los hechos; 2) la orientación del pensamiento cognitive hacia la ciencia física como un modelo de certi­dumbre y exactitud, y 3) la creencia en que el progreso del conocimiento depende de esta orientación. Por consiguien­te, el positivismo es una lucha contra todas las metafísicas, trascendentalismos e idealismos como modos de pensa­miento oscurantistas y regresivos. En tanto la realidad da­da se comprende y transforma científicamente, y la socie­dad se convierte en industrial y tecnológica, el positivismo encuentra en la sociedad el instrumento para la realización (y convalidación) de sus conceptos: la armonía entre la teo-

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ría y la práctica, la verdad y los hechos. El pensamiento filo­sófico se convierte en pensamiento afirmativo; la crítica fi­losófica critica dentro del marco societal y estigmatiza las nociones no positivas como meras especulaciones, sueños o fantasías» (pág. 172).

Ajuicio de Horkheimer (1972), el positivismo presenta­ba una visión del conocimiento y la ciencia que despojaba a ambos de sus posibilidades críticas. El conocimiento se re­ducía a la incumbencia exclusiva de la ciencia, y esta misma se subsumía en una metodología que limitaba «la actividad científica a la descripción, clasificación y generalización de fenómenos, sin interés alguno en distinguir lo no importan­te de lo esencial» (pág. 5). Acompaña este juicio la idea de que el conocimiento deriva de la experiencia de los sentidos y que el ideal que persigue se concreta «en la forma de un universo matemáticamente formulado y deducible de la me­nor cantidad posible de axiomas, un sistema que asegura el cálculo de la ocurrencia probable de todos los acontecimien­tos» (Horkheimer, 1972, pág. 138).

Para la Escuela de Francfort, el positivismo no represen­taba una denuncia de la ciencia; antes bien, hacía eco a la idea de Nietzsche (1966) de que «la marca distintiva de nuestro siglo XIX no es la victoria de la ciencia, sino la del método científico sobre la ciencia» (pág. 814). En esta pers­pectiva, la ciencia quedaba apartada de la cuestión de los fi­nes y la ética, considerados insignificantes porque desafia­ban «la explicación en términos de estructuras matemáti­cas» (Marcuse, 1964, pág. 147). De acuerdo con la Escuela de Francfort, la eliminación de la ética en la racionalidad positivista suprime la posibilidad de autocrítica o, más es-jiecíficamente, el cuestionamiento de su propia estructura normativa. En la visión positivista del mundo, los hechos ae separan de los valores, la objetividad socava la crítica, y la idea de que la esencia y la apariencia pueden no coinci­dir carece de sentido. Este último punto resulta particular­mente claro en el pronunciamiento del Círculo de Viena: «La concepción de que el pensamiento es un medio de cono­cer el mundo más apto que la observación directa (...) nos parece completamente misteriosa» (Hahn, 1933, pág. 9). Se­gún Adorno, la idea de librarse de los valores se ajustaba perfectamente a la perspectiva positivista, que iba a insistir

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en una forma universal de conocimiento al mismo tiempo que se negaba a indagar en su propio desarrollo y función socioideológicos en la sociedad.

De acuerdo con la Escuela de Francfort, el resultado de la racionalidad positivista y su concepción tecnocrática de la ciencia representaba una amenaza a las nociones de subje­tividad y pensamiento crítico. Al actuar en un contexto ope­rativo exento de compromisos éticos, el positivismo casaba con lo inmediato y «celebraba» el mundo de los «hechos». La cuestión de la esencia, o la diferencia entre el mundo tal como es y el que podría ser, se reduce a la tarea meramente metodológica de recoger y clasificar lo que es, el mundo de los hechos. En este esquema, «el conocimiento sólo se rela­ciona con lo que es y su recurrencia» (Horkheimer, 1972, pág. 208). La génesis, el desarrollo y la naturaleza normati­va de los sistemas conceptuales que seleccionan, organizan y definen los hechos parecen quedar al margen del interés de la racionalidad positivista.

Puesto que no reconoce factor alguno detrás del «hecho», el positivismo congela tanto a los seres humanos como a la historia. En el caso de esta, la cuestión del desarrollo histó­rico se deja a un lado, ya que la dimensión histórica contie­ne verdades que no pueden asignarse «a una rama especial recolectora de hechos de la ciencia» (Adorno, citado en Gross, 1979, pág. 340). Desde luego, el positivismo no es im­permeable a la historia por ignorarla, es decir, por descono­cer la relación entre historia y comprensión. Al contrario, sus nociones clave en lo tocante a la objetividad, la teoría y los valores, al igual que sus modos de indagación, son tanto una consecuencia de la historia como una fuerza que la con­figura. En otras palabras, el positivismo puede ignorar la historia pero no escapar de ella. Lo importante es señalar que las categorías fundamentales del desarrollo histórico social están en discrepancia con el acento positivista en lo inmediato o, en términos más específicos, en lo que pue­de expresarse, medirse y calcularse según fórmulas mate­máticas precisas. Russell Jacoby (1980) apunta de manera concisa a este problema cuando afirma que «la realidad na­tural y las ciencias naturales no conocen las categorías his­tóricas fundamentales: la conciencia y la autoconciencia, la subjetividad y la objetividad, la ;ii)ariencia y la esencia» (pág. 30).

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Como no reflexiona sobre sus premisas paradigmáticas, el pensamiento positivista ignora el valor de la conciencia liistórica y, por consiguiente, pone en peligro la naturaleza del pensamiento crítico. Vale decir que, en la estructura misma del pensamiento positivista, con su énfasis sobre la objetividad y su falta de fundamentos teóricos con respecto a la fijación de tareas (Horkheimer, 1972), hay una serie de supuestos intrínsecos que parecen impedirle juzgar las complejas interacciones de poder, conocimiento y valores, y reflexionar críticamente sobre la génesis y la naturaleza de sus propios presupuestos ideológicos. Por otra parte, situa­do dentro de una serie de falsos dualismos (hechos versus valores, conocimiento científico versus normas y descripción versus prescripción), el positivismo disuelve la tensión en­tre potencialidad y actualidad en todas las esferas de la existencia social. Así, bajo la apariencia de la neutralidad, el conocimiento científico y cualquier teoría son racionales con la condición de ser eficientes, económicos o correctos. En este caso, una noción de corrección metodológica subsume y devalúa el complejo concepto filosófico de verdad. Como lo señala Marcuse, «el hecho de que un juicio pueda ser correc­to y, pese a ello, no ser verdadero, fue el punto crucial de la lógica formal desde tiempos inmemoriales» (citado en Arato y Gebhardt, 1978, pág. 394). Por ejemplo, un estudio em­pírico que concluya que en un país colonizado los trabaja­dores nativos trabajan a menor velocidad que los trabajado­res extranjeros que realizan la misma tarea puede aportar una respuesta correcta, pero poco nos dice sobre el concepto de dominación o la resistencia de los trabajadores bajo la férula de esta. Aquí no se considera la posibilidad de que los trabajadores nativos puedan aminorar su ritmo como un ac­to de resistencia. Por ello, las nociones de intencionalidad y contexto histórico se disuelven dentro de los confines de una metodología cuantificadora limitante. Para Adorno, Mar-cuse y Horkheimer, el fetichismo de los hechos y la creencia en la neutralidad valorativa representaban algo más que un error epistemológico; más importante aún: esa postura actuaba como una forma de hegemonía ideológica que in­fundía a la racionalidad positivista un conservadurismo po-h'tico que la convertía en sostén del statu quo. No debe en­tenderse con ello un apoyo intencional al statu quo por parte (le los individuos que adhieren a una racionalidad positivis-

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ta. La afirmación sugiere, en cambio, una relación particu­lar con el statu quo, que en algunas situaciones es conscien­temente política, mientras que en otros casos no lo es. En otras palabras: en la postura mencionada, la relación con el statu quo es conservadora, pero no es conscientemente re­conocida por quienes contribuyen a reproducirla.

La noción de teoría de la Escuela de Francfort

De acuerdo con la Escuela de Francfort, cualquier idea sobre la naturaleza de la teoría tenía que empezar por com­prender la relación existente en la sociedad entre lo particu­lar y lo general, lo específico y lo universal. Esta postura pa­rece contradecir de manera directa la afirmación empirista de que la teoría tiene que ver primordialmente con la clasi­ficación y el ordenamiento de los hechos. Al rechazar la ab-solutización de estos, la Escuela de Francfort sostenía que en la relación entre teoría y sociedad en general existen me­diaciones que contribuyen a dar significado no sólo a la na­turaleza constitutiva de un acto, sino también a la natura­leza y sustancia mismas del discurso teórico. Como señala Horkheimer (1972):

«Los hechos de la ciencia y la ciencia misma no son más que segmentos del proceso vital de la sociedad, y a fin de enten­der la significación de unos u otra, en general es preciso po­seer la clave de la situación histórica, la teoría social apro­piada» (pág. 159).

Con ello se alude a otro elemento constitutivo de la teoría crítica. Si la teoría pretende trascender el legado positivista de la neutralidad, debe desarrollar la capacidad de una me-tateoría. Esto es, debe reconocer los intereses normativos que representa y ser capaz de reflexionar críticamente so­bre el desarrollo o génesis histórica de esos intereses y sobre las limitaciones que pueden mostrar en ciertos contextos históricos y sociales. En otras palabras, la «corrección me­todológica» no representa una garantía de verdad ni plan­tea el interrogante fundamental de por qué una teoría actúa de una manera determinada en condiciones históricas espe-

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cíficas, en beneficio de algunos intereses y no de otros. Así, la noción de autocrítica es esencial para una teoría crítica.

Un tercer elemento constitutivo de una teoría crítica se guía por la máxima de Nietzsche de que «una gran verdad quiere ser criticada y no idolatrada» (citado en Arato y Geb-hardt, 1978, pág. 383). La Escuela de Francfort creía que el espíritu crítico de la teoría debía representarse en su fun­ción de desenmascaramiento. La fuerza movilizadora de esa función se encontraría en los conceptos de crítica inma­nente y pensamiento dialéctico. La crítica inmanente es la afirmación de la diferencia, la negativa a fundir apariencia y esencia, es decir, la voluntad de analizar la realidad del objeto social en comparación con sus posibilidades. Como escribieron Adorno eí a/. (1976):

«La teoría (. . .) debe transformar los conceptos que, por de­cirlo así, trae desde afuera, en los que el objeto tiene de sí mismo y en lo que este, librado a su suerte, procura ser, y confrontarlo con lo que es. Debe disolver la rigidez del objeto expulsado del tiempo y el espacio en un campo de tensión de lo posible y lo real: para existir, cada uno depende del otro. En otras palabras, la teoría es indiscutiblemente crítica» (pág. 69).

El pensamiento dialéctico, por su parte, alude a la crítica y la reconstrucción teórica (Giroux, 1980). Como modalidad de crítica, pone al descubierto valores que el objeto social bajo análisis a menudo niega. La noción de dialéctica es crí­tica porque revela «las insuficiencias e imperfecciones de los sistemas "terminados" de pensamiento (...) Revela la falta donde se proclama la plenitud. Abraza lo que es en términos de lo que no es, y lo que es real en términos de potencialida­des aún no realizadas» (Held, 1980, pág. 177). Como modo de reconstrucción teórica, el pensamiento dialéctico apunta al análisis histórico en la crítica de la lógica conformista, y describe la «historia interna» de las categorías de esta y la forma en que son mediadas dentro de un contexto histórico específico. Adorno (1973) creía que con la consideración de las constelaciones sociales y políticas contenidas en las cate­gorías de cualquier teoría se podría trazar la historia de es­tas, para revelar de ese modo sus limitaciones concretas. El pensamiento dialéctico pone de manifiesto el poder de la ac-

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tividad y el conocimiento humanos a la vez como un produc­to y una fuerza en la configuración de la realidad social, pe­ro no lo hace simplemente para proclamar que los seres hu­manos dan significado al mundo, una posición que siempre abundó en la sociología del conocimiento (Adorno, 1967). En lugar de ello, el pensamiento dialéctico, como forma de crí­tica, sostiene que hay un lazo entre conocimiento, poder y dominación. De ese modo se reconoce que algún conocimien­to es falso y que el propósito último de la crítica debería ser el pensamiento crítico en beneficio del cambio social. Por ejemplo, como ya lo mencioné, se puede ejercer el pensa­miento crítico y no caer en la trampa ideológica del relativis­mo, en el cual el supuesto de que hay que atribuir igual peso a todas las ideas niega la noción de crítica. Marcuse (1960) señala la conexión entre pensamiento y acción en el pensa­miento dialéctico:

«El pensamiento dialéctico se inicia con la experiencia de que el mundo no es libre; vale decir, que el hombre y la natu­raleza existen en condiciones de alienación, existen como "distintos de lo que son". Cualquier modo de pensamiento que excluya esta contradicción de su lógica es lógica defec­tuosa. El pensamiento "correspondo" a la realidad sólo cuando la transforma comprendiendo su estructura contra­dictoria. En este aspecto, el principio de la dialéctica hace que el pensamiento trascienda los límites de la filosofía. Comprender la realidad significa comprender lo que las cosas realmente son, y esto, a su vez, implica rechazar su mero carácter fáctico. El rechazo es tanto el proceder del pensamiento como el de la acción (. ..) De tal modo, el pen­samiento dialéctico se vuelve negativo en sí mismo. Su fun­ción consiste en quebrar la autoconfianza y el autoconfor-mismo del sentido común, socavar la siniestra fe en el poder y el lenguaje de los hechos, demostrar que la falta de liber­tad está a tal extremo en el núcleo de las cosas, que el de­sarrollo de sus contradicciones internas conduce necesaria­mente al cambio cualitativo: la explosión y la catástrofe del estado establecido de las cosas» (pág. ix).

Según la Escuela de Francfort, todo pensamiento y toda teoría están atados a un interés específico en pro del desa­rrollo de una sociedad sin injusticia. La teoría, en este caso.

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se convierte en una actividad transformadora que se ve a sí misma como explícitamente política y se compromete con la proyección de un futuro todavía incumplido. Así, la teoría crítica contiene un elemento trascendente en el que el pen­samiento crítico pasa a ser la precondición de la libertad hu­mana. En vez de proclamar una noción positivista de neu­tralidad, la teoría crítica se alinea abiertamente en favor de la lucha por un mundo mejor. En uno de sus primeros y más famosos artículos, en que compara la teoría tradicional y la teoría crítica, Horkheimer (1972) expresa con claridad el va­lor esencial de la teoría como empeño político:

«No es sólo una hipótesis de investigación que muestra su valor en el afán constante del hombre; es un elemento esen­cial en el esfuerzo histórico por crear un mundo que satisfa­ga las necesidades y facultades de los hombres. Por amplia que sea la interacción de la teoría crítica y las ciencias espe­ciales, cuyo progreso aquella debe respetar y sobre las cua­les ejerció durante décadas una influencia liberadora y es­timulante, la teoría nunca aspira simplemente a un aumen­to del conocimiento como tal. Su meta es la emancipación del hombre de la esclavitud» (pág. 245).

Por último, tenemos la cuestión de la relación entre la teoría crítica y los estudios empíricos. En el permanente de­bate sobre la teoría y el trabajo empírico aparecen los mis­mos viejos dualismos, aunque en formas recicladas, en las que uno presupone la exclusión del otro.^ Una manifesta­ción de este debate es la crítica que la Escuela de Francfort lanzó contra muchos críticos educativos que abrevaron en su obra.^ Tanto unos como otros parecen haber errado el blanco. Es verdad, sin lugar a dudas, que para la Escuela de Francfort la cuestión del trabajo empírico era problemática, pero lo que se ponía en entredicho era su universalización a expensas de una noción más comprensiva de la racionali­dad. Al escribir sobre su experiencia como investigador en Estados Unidos, Adorno (1969) expresó con claridad una vi-

^ En Arato y Gebhardt (1979) «A critique of methodology», especial­mente págs. 371-406, se encontrará un excelente análisis de esta cuestión.

"* Véase, por ejemplo, el debate entre Tanner y Tanner (1979) y Pinar (1980) en torno de esta cuestión.

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sión de los estudios empíricos que era representativa de la Escuela de Francfort en general".

«Puedo resumir mi posición en la controversia entre la so­ciología empírica y teórica (...) diciendo que las investiga­ciones empíricas no sólo son legítimas sino también esencia­les, aun en el ámbito de los fenómenos culturales. Pero no hay que conferirles autonomía ni considerarlas como una clave universal. Sobre todo, deben culminar en un conoci­miento teórico. La teoría no es un mero instrumento que se torna superfluo cuando tenemos los datos a nuestro alcan­ce» (pág. 353).

Con la introducción de la primacía del conocimiento teó­rico en el reino de las investigaciones empíricas, la Escuela de Francfort también quería destacar los límites de la no­ción positivista de experiencia, en la que la investigación te­nía que reducirse a las experiencias físicas controladas que cualquier investigador realizara. En esas condiciones, la ex­periencia de investigación queda limitada a la simple obser­vación. Gomo tal, la metodología generalizable y abstracta sigue reglas que impiden cualquier comprensión de las fuer­zas que dan forma tanto al objeto del análisis como al sujeto que investiga. En contraste, una concepción dialéctica de la sociedad y la teoría sostendría que la observación no puede tomar el lugar de la reflexión y la comprensión críticas. Vale decir que en el inicio no tenemos una observación, sino un marco teórico que la sitíia en reglas y convenciones que le dan significado, al mismo tiempo que se reconocen las limi­taciones de esa perspectiva o marco. Debemos hacer aquí una salvedad más. La postura de la Escuela de Francfort en cuanto a la relación entre la teoría y los estudios empíricos contribuye a echar luz sobre su visión de la teoría y la prác­tica. Una vez más, la teoría crítica insiste en que ambas es­tán interrelacionadas, pero advierte en contra de invocar una unidad especiosa. Como lo señala Adorno (1973), «la in­vocación de la unidad de la teoría y la práctica rebajó de ma­nera irresistible a la primera al papel de sirviente y eliminó los caracteres que debería haber aportado a esa unidad. El sello con el visto bueno de la práctica que exigimos a cual­quier teoría se convirtió en una forma de censura. Sin em­bargo, mientras la teoría sucumbía a esa elogiada mesco-

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lanza, la práctica se volvía no conceptual, una aliada de esa política de la que supuestamente debía liberarnos; el [KKk;r hacía presa de ella» (pág. 143). La teoría, en este caso, debe­ría tener como meta la práctica emancipatoria, aunque al mismo tiempo requiere cierta distancia con respecto a esa práctica. Teoría y práctica representan una alianza específi­ca, no una vinidad en la que una se disuelva en la otra. Po­dría entenderse mejor la naturaleza de esa alianza si se es­clarecieran los inconvenientes inherentes a la postura anti­teórica tradicional de la educación estadounidense, que sos­tiene que la experiencia concreta es la gran «maestra».^

La experiencia, ya sea la del investigador o la de otros, no brinda de por sí ninguna garantía de que suscitará las ideas necesarias a ñn de hacerla transparente para sí mis­ma. En otras palabras, si bien es indiscutible que la expe­riencia puede proporcionarnos conocimiento, también lo es que este puede distorsionar, más que iluminar, la naturale­za de la realidad social. Lo central en este punto es que el valor de cualquier experiencia «no dependerá de la expe­riencia del sujeto sino de las luchas para determinar cómo se interpreta y define esta» (Bennett, 1980, pág. 126). Por otra parte, la teoría no puede reducirse a ser la dueña de la experiencia, autorizada a dar recetas a la práctica pedagó­gica. Su verdadero valor reside en la aptitud para establecer las posibilidades del pensamiento y la práctica reflexivos por parte de quienes la usan; en el caso de los docentes, se convierte en un instrumento invalorable de crítica y com­prensión. Como modo de crítica y análisis, la teoría actúa como un conjunto de herramientas ineluctablemente afec­tadas por el contexto en que se aplican, pero nunca puede reducirse a ese contexto. Tiene su propia distancia y finali­dad, su propio elemento de práctica. El elemento crucial, tanto en su producción como en su uso, no es la estructura a la que apunta, sino los agentes humanos que la utilizan pa­ra dar sentido a su vida.

^ En mi respuesta a Linda McNeil (1981), Giroux (1981cí), se encontrará un ejemplo de las cuestiones implícitas en este debate.

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Conclusión

En síntesis, Adorno, Horkheimer y Marcase nos sumi­nistraron formas de análisis históricos y sociológicos que se­ñalaban la premisa y las limitaciones de la actual raciona­lidad dominante, tal como se desarrolló en el siglo XX. Ese análisis tomó como punto de partida la convicción de que para que los seres humanos autoconscientes actuaran co­lectivamente contra los modos de racionalidad tecnocrática que impregnaban el lugar de trabajo y otras esferas socio-culturales, su comportamiento tenía que estar precedido y mediado por un modo de análisis crítico. En otras palabras, la condición previa para una acción semejante era una for­ma de teoría crítica. Pero es importante destacar que al vincular la teoría crítica a las metas de la emancipación social y política, la Escuela de Francfort redefinió la noción misma de racionalidad. Que ya no era simplemente ejercicio del pensamiento crítico, como había sido su anterior contra­partida iluminista. Ahora, la racionalidad se convertía en el nexo de pensamiento y acción en pro de la liberación de la comunidad o la sociedad en su conjunto. Como racionalidad más elevada, contenía un proyecto trascendente en el que la libertad individual se fusionaba con la libertad social. Mar-cuse (1964) enunció la naturaleza de esa racionalidad al afirmar que:

a. ofrece la perspectiva de preservar y mejorar las con­quistas productivas de la civilización;

b. define la totalidad establecida en su propia estructu­ra, tendencias básicas y relaciones;

c. su realización brinda una mayor posibilidad a la pa­cificación de la existencia, dentro del marco de insti­tuciones que, por su parte, ofrecen más oportunida­des al libre desarrollo de las necesidades y facultades humanas (pág. 220).

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El análisis de la cultura de la Escuela de Francfort

El análisis de la cultura ocupaba un lugar central en la crítica que la Escuela de Francfort hizo de la racionalidad positivista. En contra de la definición y el papel de la cultu­ra hallados en las descripciones sociológicas tradicionales, como también en la teoría marxista ortodoxa, Adorno y Horkheimer (1972), en particular, elaboraron una concep­ción que le asignaba un lugar clave en el desarrollo de la ex­periencia histórica y la vida cotidiana. Por otro lado, la Es­cuela de Francfort rechazaba la noción sociológica predomi­nante, que sostenía que la cultura existía de manera autó­noma, sin relación con los procesos de la vida política y eco­nómica de la sociedad. Ajuicio de la Escuela, esa perspec­tiva neutralizaba la cultura y, de ese modo, la abstraía del contexto histórico y societal que le daba significado. Para Adorno (1967), en el valor de verdad de esa concepción ha­bía una contradicción que reducía la cultura a ser el mero elemento de una taquigrafía ideológica, dado que:

«Pasa por alto lo decisivo: el papel de la ideología en los con­flictos sociales. Suponer, aunque sólo sea metodológica­mente, algo así como una lógica independiente de la cultura es colaborar en la hipóstasis de esta, e\ proton pseudos ideo­lógico. La sustancia de la cultura (. ..) no reside sólo en ella, sino en relación con algo externo, el proceso vital material. La cultura, como lo señaló Marx con respecto a los sistemas jurídicos y políticos, no puede ser plenamente "entendida en términos de sí misma (...) o bien en términos del llamado desarrollo universal del espíritu". Ignorarlo es (. ..) hacer de la ideología la materia primordial y establecerla firmemen­te» (pág. 29).

Por otra parte, si bien la teoría marxista ortodoxa esta­blecía una relación entre la cultura y las fuerzas materiales de la sociedad, lo hacía reduciendo a aquella a mero reflejo del mundo económico. Según esa concepción, la primacía de las fuerzas económicas y la lógica de las leyes científicas tenían precedencia sobre cualquier interés en cuestiones concernientes al terreno de la vida cotidiana, la conciencia o

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la sexualidad (Aronowitz, 1981). Para la Escuela de Franc­fort, el cambio de las condiciones socioeconómicas había he­cho insostenibles las categorías marxistas tradicionales de las décadas de 1930 y 1940. Estas ya no eran adecuadas pa­ra entender la integración de la clase obrera en Occidente o los efectos políticos de la racionalidad tecnocrática en el ám­bito cultural.

Desde la óptica de la Escuela de Francfort, el papel de la cultura en la sociedad occidental se había modificado con la transformación que convirtió a la racionalidad iluminista crítica en las formas represivas de la racionalidad positivis­ta. Como resultado del desarrollo de nuevas capacidades técnicas, mayores concentraciones de poder económico y modos más sofisticados de administración, la racionalidad de la dominación expandía cada vez más su influencia has­ta esferas exteriores a la sede de la producción económica. Bajo el signo del taylorismo y la gestión científica, la racio­nalidad instrumental extendía su influencia de la domina­ción de la naturaleza a la dominación de los seres humanos. De tal modo, instituciones culturales de masas como las escuelas asumieron un nuevo papel en la primera mitad del siglo XX, como «un determinante y un componente funda­mental de la conciencia social» (Aronowitz, 1976, pág. 20). De acuerdo con la Escuela de Francfort, esto significaba que el ámbito cultural constituía ahora un lugar central en la producción y transformación de la experiencia histórica. Como Gramsci (1971), Adorno y llorklieimer (1972) soste­nían que la dominación había adoptado una nueva forma. En vez de ejercerse primordialmente mediante el uso de la fuerza física (el ejército y la policía), el poder de las clases di­rigentes se reproducía ahora por una forma de hegemonía ideológica; es decir, se establecía principalmente mediante el imperio del consenso, y se transmitía por conducto de ins­tituciones culturales como las escuelas, la familia, los me­dios masivos de comunicación, las iglesias, etc. Para expre­sarlo brevemente, la colonización del lugar de trabajo se complementaba ahora con la colonización de todas las otras esferas culturales (Aronowitz, 1973; Enzensberger, 1974; Ewen, 1976).

A juicio de la Escuela de Francfort, la cultura, como to­dos los otros aspectos de la sociedad capitalista, se había

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convertido en un objeto. Es decir que bajo la racionalidad dual de la administración y el intercambio se habían perdi­do los elementos de crítica y oposición, que la Escuela de l'Vanfort creía inherentes a la cultura tradicional. Por otra |)arte, la objetivación de la cultura no derivaba simplemen­te en la represión de los elementos críticos en su forma y su contenido: también representaba la negación del pensa­miento crítico. En palabras de Adorno (1975),

"la cultura, en el verdadero sentido, no se adaptaba simple­mente a los seres humanos (. ..) siempre elevaba al mismo tiempo una protesta contra las relaciones petrificadas bajo las cuales vivían, y de esa manera los honraba. En la medi­da en que la cultura se asimila e integra por completo a esas relaciones petrificadas, los seres humanos quedan degrada­dos una vez más» (pág. 13).

En lo que concernía a la Escuela de Francfort, el ámbito cultural se había convertido en un nuevo lugar de control para ese aspecto de la racionalidad iluminista en el que la dominación de la naturaleza y la sociedad avanzaba bajo cíl disfraz del progreso técnico y el crecimiento económico. I^ara Adorno y Horkheimer (1972), la cultura había pasado a ser otra industria, que no sólo producía bienes sino que también legitimaba la lógica del capital y sus instituciones. I ia expresión «industria cultural» fue acuñada por Adorno como respuesta a la reifícación de la cultura, y tenía dos fi­nalidades inmediatas. En primer lugar, Adorno la creó para desenmascarar la idea de que la «cultura surge espontá­neamente de las masas mismas» (Lowenthal, 1979, págs. IÍ88-9). Segundo, apuntaba a la concentración de determi­nantes económicos y políticos que controlan la esfera cul­tural en beneficio de la dominación social y política. En la metáfora, el término «industria» representaba un elemento de análisis crítico. Esto es, no sólo señalaba una concentra­ción de grupos políticos y económicos que reproducían y le­gitimaban la creencia y el sistema de valores dominantes; también se refería a los mecanismos de racionalización y estandarización en cuanto impregnaban la vida cotidiana. Ahora bien: como decía Adorno (1975), «la expresión "indus­tria" no debe tomarse al pie de la letra. Alude a la estandari-

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zación del producto —como las películas del Oeste, fami­liares para cualquier espectador de cine— y a la racionali­zación de las técnicas de distribución (. . .) [y] no estricta­mente al proceso de producción» (pág. 14).

En el núcleo de la teoría de la cultura propuesta por Horkheimer, Adorno y Marcase había un intento de desen­mascarar, mediante una invocación y una demostración de la crítica, la forma en que la racionalidad positivista se ma­nifestaba en el reino cultural. Por ejemplo, estos autores criticaban ciertos productos culturales, como el arte, por­que excluían los principios de resistencia y oposición que otrora habían impregnado su relación con el mundo, al mis­mo tiempo que contribuían a desenmascararlo (Horkhei­mer, 1972). De igual modo, para Marcuse (1978), «la verdad del arte radica en su poder de romper el monopolio de la rea­lidad establecida (esto es, de quienes la establecieron) para definir qué es real. En esta ruptura (. . .) el mundo ficticio del arte aparece como verdadera realidad» (pág. 9). La Es­cuela de Francfort sostenía que en la sociedad unidimensio­nal el arte deshace, en vez de destacar, la diferencia entre la representación y la posibilidad de una verdad más elevada o un mundo mejor. En otras palabras, en el verdadero espíri­tu de la armonía positivista, el arte se convierte simplemen­te en un espejo de la realidad existente, y al hacerlo la afir­ma. En el ultrarrealismo del cuadro de las latas de sopa Campbell, de Warhol, o en las pinturas estajanovistas del realismo socialista, el recuerdo de una verdad histórica o la imagen de un mejor modo de vida quedan sumidos en la im­potencia.

Los dictados de la racionalidad positivista y la mutila­ción concomitante del poder de la imaginación también se encarnan en las técnicas y formas que modelan los mensa­jes y el discurso de la industria cultural. Ya sea en el hartaz­go de tramas, gags o historias intercambiables o en el acele­rado ritmo del desarrollo de un filme, la lógica de la estan­darización reina suprema. El mensaje es el conformismo, y el instrumento para alcanzarlo es la distracción, que se pre­senta orgullosamente como un escape de la necesidad del pensamiento crítico. Bajo la férula de la industria cultural, el estilo subsume la sustancia, y el pensamiento se convier­te en una ocurrencia tardía con la entrada prohibida al tem-

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|)lo de la cultura oficial. Marcuse (1972) expone este argu­mento mejor que nadie en el siguiente comentario:

•Al convertirse en componentes de la forma estética, las pa­labras, los sonidos, las formas y los colores quedan aislados (le su uso y función conocidos y corrientes (. ..) Ese es el lo-j 'ro del estilo, que es el poema, la novela, la pintura, la com-|)osición. Al someter la realidad a otro orden, el estilo, en­carnación de la forma estética, la somete a las leyes de la belleza. Verdadero y falso, bien y mal, dolor y placer, calma y violencia se convierten en categorías estéticas dentro del marco de la obra. Así, privadas de su realidad (inmediata), ingresan en un contexto diferente, en que aun lo horrible, lo cruel y lo enfermo son partes de la armonía estética que go­bierna el todo» (págs. 98-9).^

En la reducción de la cultura a la distracción hay un sig­nificativo mensaje intrínseco, que apunta a la raíz del ethos de la racionalidad positivista, esto es, la división estructural entre trabajo y juego. En ella, el trabajo se confina en los im-|)erativos de la faena monótona, el tedio y la impotencia pa­ra la vasta mayoría, mientras que la cultura se convierte en el vehículo mediante el cual se puede huir de esa fatiga. La fuerza del análisis de la Escuela de Francfort estriba en su desenmascaramiento del fraude ideológico que constituye esta división del trabajo. En lugar de ser un escape del pro­ceso laboral mecanizado, el reino cultural se convierte en

^ Es importante la implicación que la idea de Marcuse tiene para la crí­tica educativa, en particular los análisis de las ideologías implícitas en el diseño de libros de texto. Frances Fitzgerald (1979) ilustra este uso al ana­lizar algunos manuales recientes de estudios sociales: «El uso de todo este arte y diseño de alta calidad encierra cierta ironía. Las fotografías decimo­nónicas de niños trabajadores o de los bajos fondos urbanos son tan hermo­sas que trascienden su tema. Mirarlas, o mirar la pintura de Victor Gatto sobre el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist, no es ver la miseria o la fealdad sino un objeto de arte. En los capítulos modernos, el contraste entre los depósitos de chatarra y los ríos contaminados luce tan tentador como las fotos de comida de Gourmet. El libro tal vez más riguroso en su descripción de los problemas modernos ilustra los horrores de las pruebas nucleares con una linda foto del cuadro de Ben Shahn sobre la explosión en Bikini, y la posibilidad de un desastre ecológico global, con una fotografía en colores del planeta, sobre el que se arremolina su manto de nubes blan­cas» (págs. 15-6).

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su extensión. Adorno y Horkheimer (1972) escriben lo si­guiente:

«En el capitalismo tardío, el esparcimiento es la prolonga­ción del trabajo. Se busca un escape del proceso laboral me­canizado a fin de ganar fiíerzas para poder volver a hacerle ñ'ente. Pero, al mismo tiempo, la mecanización tiene tal po­der sobre el tiempo libre y la felicidad del hombre, y deter­mina tan profiíndamente la producción de bienes de espar­cimiento, que las experiencias de aquel son imágenes resi­duales de ese mismo proceso. El contenido ostensible no es más que un desdibujado telón de fondo; lo que se graba es una sucesión automática de operaciones estandarizadas» (pág. 137).

Entre los tres teóricos que estudiamos, la crítica de la división del trabajo encuentra su expresión más radical en la obra de Herbert Marcuse (1955, 1969). Este afirma (1969) que el marxismo no fue suficientemente a fondo en su intento de producir una nueva sensibilidad que se desa­rrollara como «barrera instintiva contra la crueldad, la bru­talidad y la fealdad» (pág. 3). Su argumento (1955) es que una nueva racionalidad que considere como meta la eroti-zación del trabajo «y el desarrollo y satisfacción de las nece­sidades humanas» (pág. 205) requerirá nuevas relaciones de producción y estructuras organizativas en las cuales pueda llevarse adelante el trabajo. No habría que entender con ello que Marcuse abandona todas las formas de autori­dad o que equipara las relaciones jerárquicas con el reino de la dominación. Al contrario, sostiene que el trabajo y el jue­go pueden interpcnetrarse mutuamente sin perder su ca­rácter primario. Como señala Agger (1979):

«Marcuse (.. .) dice que (. . .) el trabajo y el juego convergen, pero no omite el carácter "laboral" del trabajo mismo. Man­tiene la organización racional del trabajo sin hacer a un lado la meta marxiana de la praxis creativa. Como señala (.. .) "las relaciones jerárquicas no carecen de libertad per se". Es decir que las cosas dependen del tipo de jerarquía que impregne las relaciones (...) Marcuse (...) sugiere dos cosas: en primer lugar, alude a una teoría del trabajo que descanse sobre la fusión de los componentes laborales y lú-

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dicos. Sus concepciones al respecto se recogen en la visión de la "erotización del trabajo". En segundo lugar, se refiere a una forma de racionalidad organizativa que no sea domi­nadora» (pág. 194).

Según la óptica de Marcuse (1964), la ciencia y la tecno­logía se integraron bajo la impronta de una racionalidad do­minadora que penetró el mundo de la interacción comunica­tiva (la esfera pública), así como el mundo del trabajo. Vale la pena mencionar que Habermas (1970), en contraste, afir­ma que, dentro de la esfera del trabajo, la ciencia y la tecno­logía están necesariamente limitadas a consideraciones téc­nicas, y que la posterior organización del trabajo representa el precio que un orden industrial avanzado debe pagar por su confort material. Esta posición fue puesta en tela de jui­cio por varios teóricos, entre ellos Aronowitz (1980), quien sostiene sagazmente que Habermas separa «del proceso del trabajo comunicaciones y juicios normativos» (pág. 80), y que al hacerlo «cede a la conciencia tecnológica toda la esfe­ra de la acción deliberada racional [trabajo]» (págs. 81-2). En oposición a Habermas, Marcuse (1964) afirma que el cambio radical significa algo más que la mera creación de condiciones que fomenten el pensamiento crítico y la compe­tencia comunicativa. Ese cambio también entraña la trans­formación del proceso del trabajo y la fusión de la ciencia y la tecnología bajo la apariencia de una racionalidad que subraya la cooperación y la administración de sí mismo en beneficio de una comunidad democrática y la libertad social.

Si bien entre Adorno, Horkheimer y Marcuse hay sig­nificativas diferencias en lo que se refiere a su denuncia de la racionalidad positivista y sus respectivas ideas sobre lo que constituye una sensibilidad estética o radical, sus pun­tos de vista convergen en el carácter represivo que subyace a esa racionalidad y la necesidad de desarrollar una con­ciencia y una sensibilidad críticas colectivas que adopten un discurso de oposición y no-identidad como condición previa de la libertad humana. Así, la crítica representaba para ellos un elemento indispensable en la lucha por la emanci­pación, y es precisamente en su invocación de la crítica y de una nueva sensibilidad donde encontramos un análisis de la naturaleza de la dominación que contiene ideas invalora­bles para una teoría de la educación social. El análisis, en

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este caso, incluye la teoría de la psicología profunda de la Escuela de Francfort, que a continuación abordaré breve­mente.

El análisis de la psicología profunda de la Escuela de Francfort

Como antes señalé, la Escuela de Francfort enfrentaba una contradicción fundamental cuando intentaba desarro­llar una tradición crítica en el interior de la teoría marxista. Por un lado, desde la época de Marx la historia daba fe del crecimiento de la producción material y de la continuada conquista de la naturaleza, tanto en los países industriales avanzados de Occidente como en los del bloque socialista. En ambos campos, y pese al crecimiento económico, pare­cían haberse profundizado las condiciones objetivas que promovían la alienación. En Occidente, por ejemplo, la pro­ducción de bienes y el resultante fetichismo de la mercancía se burlaban del concepto de la vida buena, reduciéndolo a la cuestión del poder adquisitivo. En el bloque socialista, la centralización del poder político conducía a la represión in­terna y no a la libertad política y económica, como se había prometido. No obstante, en ninguno de los dos casos la con­ciencia de las masas lograba mantenerse a la par de esas condiciones.

Para la Escuela de Francfort resultaba evidente que se necesitaba una teoría de la conciencia y la psicología pro­funda para explicar la dimensión subjetiva de la liberación y la dominación. Marx había proporcionado la gramática política y económica de la dominación, pero relegaba la di­mensión psíquica a una jerarquía secundaria y creía que se­ría arrastrada por cualquier cambio significativo en el mun­do económico. Así, correspondió a la Escuela de Francfort, especialmente a Marcuse (1955,1964,1969,1970), analizar la estructura formal de la conciencia a fin de descubrir có­mo era posible que una sociedad deshumanizada siguiera manteniendo el control sobre sus habitantes y, de manera similar, cómo los seres humanos podían participar volun­tariamente, en el plano de la vida cotidiana, en la repro­ducción de su propia deshumanización y explotación. Para

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encontrar las respuestas, la Escuela de Francfort se consa­gró a un estudio crítico de Freud.

Si bien con las herramientas de los análisis sociológico e histórico se había dado forma a una teoría general de la cultura, todavía restaba fusionar a Marx con Freud a fin de completar la tarea. Pero la noción de psicología profunda como categoría social y política no apareció por primera vez en la obra de la Escuela de Francfort; sus raíces históricas, políticas y teóricas se establecieron en los primeros trabajos de Wilhelm Reich (1949, 1970, 1971, 1972). La obra de Reich es importante porque ejerció una fuerte influencia so­bre figuras como Erich Fromm, que fue uno de los primeros miembros de la Escuela de Francfort en mostrar un inte­rés serio en la obra de Freud. Por otra parte, los trabajos de Reich y Fromm influyeron tanto positiva como negativa­mente en la forma en que Adorno, Horkheimer y Marcuse elaboraron sus propias perspectivas sobre la psicología fi-eudiana.

Antecedentes históricos de la psicología profunda

Wilhelm Reich (1949, 1970) iniciaba su análisis con el supuesto de que el ascenso del autoritarismo en Europa, en la década de 1920, y la voluntad de sectores de la clase obre­ra de participar en ese movimiento no podían explicarse mediante la descomposición de las relaciones sociales en ca­tegorías meramente económicas y políticas. Si bien estas últimas eran claramente importantes en cualquier discu­sión sobre la dominación, no mostraban cómo esta era inter­nalizada por los oprimidos. En otras palabras: esas catego­rías no podían dar una respuesta al interrogante de cómo era posible que los oprimidos participasen activamente en su propia opresión.

En su intento de responder a esas preguntas, los prime­ros trabajos de Reich significaron tanto una crítica del mar­xismo ortodoxo como una elaboración del papel que el pen­samiento freudiano podía cumplir en la profundización y extensión de una perspectiva marxista crítica. Para Reich, lo mismo que para la Escuela de Francfort, el marxismo «vulgar» había suprimido la noción de subjetividad y de tal

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modo había cometido un desatino tanto teórico como políti­co. En efecto: en el plano teórico, el marxismo europeo de la década de 1920 no había logrado elaborar una muy nece­saria psicología política debido a su indiferencia hacia las cuestiones de la subjetividad y la política de la vida cotidia­na. Por otro lado, cometía un error político porque, al pasar por alto el interés de cuestiones como la motivación huma­na, la naturaleza del deseo del hombre y la importancia de sus necesidades como componentes fundamentales de una teoría del cambio político, había «entregado» a Hitler y al fascismo la oportunidad de movilizar a grupos obreros y de clase media comprometiendo sus emociones y apelando por técnicas propagandísticas a importantes necesidades psí­quicas, como la solidaridad, la comunidad, el nacionalismo, la identidad, etc. Vale la pena citar a Reich (1971) sobre esta cuestión:

«Un elemento en la causa fundamental del fracaso del so­cialismo —sólo un elemento, pero importante, que ya no de­be ignorarse ni considerarse como secundario— es la ausen­cia de una teoría válida de la psicología política (. ..) Esta debilidad de nuestra parte se convirtió en la mayor ventaja del enemigo de clase, el arma más poderosa del fascismo. Mientras nosotros ofrecíamos a las masas soberbios análi­sis históricos y tratados económicos sobre las contradiccio­nes del imperialismo. Hitler despertaba las raíces más pro­fundas de su ser emocional. Tal como lo habría dicho Marx, dejamos la praxis del factor subjetivo a los idealistas; ac­tuamos como materialistas mecanicistas y economicistas» (pág. 19).

Para Reich, los obstáculos al cambio político podían su­perarse, en parte, si se establecía «el lugar exacto del psico­análisis dentro del marxismo» (Jacoby, 1975, pág. 90). En términos reichianos (Reich, 1972), esto significaba revelar cómo contribuían las mediaciones concretas —ya se plan­tearan en forma de discurso, de relaciones sociales o de pro­ducciones de los medios masivos— a generar la intemaliza-ción de valores e ideologías que inhibían el desarrollo de la conciencia social individual y colectiva. En su precoz insis­tencia en la explicación del papel del psicoanálisis dentro de una perspectiva marxista, era central para Reich (1970,

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1971) poner el acento sobre la estructura del carácter, el rol de la familia como agencia opresora de socialización y la im­portancia de la represión sexual como base del autorita­rismo.

En síntesis, Reich (1949) sostenía que, sometida a las re­laciones sociales capitalistas, la familia patriarcal «crea las formas de carácter que necesita para su preservación» (pág. xxii). En este caso, Reich creía que la familia era un micro­cosmos de la sociedad dominante y que mediante la perpe­tuación de la represión sexual generaba estructuras de la personalidad receptivas a las ideologías y movimientos au­toritarios. Así lo decía (Reich, 1970):

«El combate de la sociedad autoritaria contra la sexualidad de niños y adolescentes, y la lucha consiguiente en nuestro propio yo, se producen dentro del marco de la familia auto­ritaria, que hasta ahora ha demostrado ser la mejor insti­tución para librar esa batalla con éxito (...) la familia auto­ritaria representa la primera y más esencial fuente de re­producción de toda clase de pensamientos reaccionarios; es una fábrica en la que se producen la ideología y las estructu­ras reaccionarias. Por lo tanto, la "salvaguarda de la fami­lia", es decir, de la familia autoritaria y amplia, es el primer precepto cultural de cualquier política reaccionaria» (págs. 56, 60).

Si bien los miembros de la Escuela de Francfort vieron tanto el papel de la familia como la importancia de la repre­sión sexual en el origen del fascismo en términos más am­plios y dialécticos, sufrieron una fuerte influencia de las for­mulaciones de Reich sobre el rol y la naturaleza de la psico­logía profunda como base para un marxismo más crítico.

Erich Fromm

Por ser uno de los primeros integrantes de la Escuela de Francfort que mostró un interés sostenido en la obra de Freud, Erich Fromm ocupa un importante lugar en el inten­to de situar el psicoanálisis dentro de un marco marxista. Como Reich, Fromm se interesó en las tentativas de Freud

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por dar relieve a los vínculos entre el individuo y la sociedad que iluminaban la dinámica de la represión psicológica y la dominación social. En ese aspecto, sus primeros trabajos (Fromm, 1970) sobre la familia patriarcal, así como las mo­dificaciones que impuso a la concepción freudiana ahistóri-ca del inconsciente, ejercieron una significativa influencia en Adorno, Horkheimer y Marcase. De igual importancia es la influencia negativa que este autor tuvo sobre teóricos ulteriores. Más adelante, cuando Fromm (1941, 1947) re­chazó muchas de sus formulaciones originales con respecto a la obra de Freud, y en particular cuando desplazó su inte­rés de una psicología de lo inconsciente a una psicología de lo consciente, de la sexualidad a la moralidad y de la repre­sión al desarrollo de la personalidad (Jacoby, 1975), la Es­cuela de Francfort comenzó a dar forma a diversas versio­nes de la teoría freudiana como reacción contra la lectura revisionista que aquel hacía del psicoanálisis.

La psicología profunda según Adorno, Horkheimer y Marcuse

Para la Escuela de Francfort, la metapsicología de Freud representaba un importante fundamento teórico para reve­lar la interacción del individuo con la sociedad. En términos más específicos, el valor de la psicología freudiana estriba­ba, en este caso, en su demostración del carácter antagónico de la realidad social. Como un teórico de las contradiccio­nes, Freud proponía una atrevida idea de la forma como la sociedad reproducía sus poderes tanto en el individuo como sobre él. Tal como lo expresa Jacoby (1975):

«El psicoanálisis muestra su fortaleza; desmitifica las pre­tensiones de valores, sensibilidades y emociones liberadas rastreando su origen en una dimensión reprimida psíquica, social y biológica (.. .) mantiene el pulso del subsuelo psí­quico. Como tal, es más capaz de captar la intensificación de la sinrazón social que las psicologías conformistas reprimen y olvidan: la barbarie de la civilización misma, la apenas abolida infelicidad de los seres vivos, la locura que ronda a la sociedad» (pág. 18).

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Los teóricos de la Escuela de Francfort creían que la pro­fundidad y magnitud de la dominación, tal como se daba dentro y fuera del individuo, sólo podían ser pasibles de mo­dificación y transformación si se comprendía la dialéctica entre el individuo y la sociedad. Así, para Adorno, Horkhei-mer y Marcuse, la insistencia de Freud en las constantes luchas entre el deseo individual de gratificación instintual y la dinámica de la represión social representaba una pista indispensable para entender la naturaleza de la sociedad y la dinámica de la dominación y liberación psíquicas. En los siguientes comentarios, Adorno (1967) apunta a ello:

«La única totalidad que el estudioso de la sociedad puede tener la presunción de conocer es el todo antagónico, y si pretende acaso alcanzarla, sólo puede hacerlo en la contra­dicción (. ..) Los elementos discrepantes que constituyen al individuo, sus "propiedades", son invariablemente momen­tos de la totalidad social. En sentido estricto, él es una mó­nada que representa el todo y sus contradicciones sin ser, pese a ello, conísciente en ningún momento de ese todo» (págs. 74-7).

A fin de explorar la profundidad del conflicto entre el in­dividuo y la sociedad, la Escuela de Francfort aceptaba con algunas modificaciones significativas la mayoría de los su­puestos más radicales de Freud. Más específicamente, el es­quema teórico freudiano contenía tres elementos importan­tes para desarrollar una psicología profunda. En primer lu­gar, Freud proponía una estructura psicológica formal con la que los teóricos de la Escuela de Francfort podían traba­jar. Esto es, el esbozo freudiano de la estructura de la psique —lucha subyacente entre Eros (el instinto de vida), el ins­tinto de muerte y el mundo exterior— representaba una concepción clave en la psicología profunda elaborada por aquella escuela.

Segundo, los estudios psicopatológicos de Freud, en par­ticular su percepción de la capacidad humana para la auto-destrucción y su énfasis en la pérdida de la estabilidad del yo y la declinación de la influencia de la familia en la socie­dad contemporánea, hacían un aporte significativo a los análisis de la Escuela de Francfort sobre la sociedad de ma­sas y el ascenso de la personalidad autoritaria. Para esa es-

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cuela, la creciente concentración del poder en la sociedad capitalista, junto con la intervención ubicua del estado en los asuntos de la vida cotidiana, habían modificado el papel dialéctico de la familia tradicional como un ámbito a la vez positivo y negativo de formación de la identidad. En efecto: tradicionalmente, la familia había proporcionado, por una parte, una esfera de calidez y protección para sus miem­bros, mientras que, por la otra, también funcionaba como un repositorio de represión social y sexual. Pero con el de­sarrollo del capitalismo industrial avanzado, esa función dual cedía gradualmente el paso a su funcionamiento exclu­sivo como ámbito de reproducción social y cultural.

Por último, gracias a su examen de la teoría de los instin­tos y la metapsicología freudiana, la Escuela de Francfort elaboró un marco teórico para descifrar y revelar los obs­táculos objetivos y psicológicos que se oponen al cambio so­cial. Esta cuestión es importante porque aporta ideas signi­ficativas para establecer cómo podría utilizarse la psicología profunda en el desarrollo de una teoría más general de la educación social. Como había algunas diferencias de impor­tancia entre Adorno y Horkheimer, por un lado, y Marcuse, por el otro, en lo tocante a la teoría de los instintos de Freud, así como a su concepción de la relación entre el individuo y la sociedad, trataré por separado sus contribuciones respec­tivas.

La psicología profunda según Adorno y Horkheimer

Adorno (1968) se apresuró a señalar que si bien la de­nuncia de Freud sobre la «falta de libertad del hombre» se identificaba en exceso con un período histórico específico y de ese modo «se petrificaba en una constante antropológica» (pág. 81), no ponía seriamente en duda la grandeza de aquel como teórico de las contradicciones. Adorno y Horkheimer creían firmemente que el psicoanálisis representaba un só­lido bastión teórico contra las teorías psicológicas y sociales que exaltaban la idea de la «personalidad integrada» y las «maravillas» de la armonía social. Concordante con la opi­nión de Adorno (1968) de que «toda imagen del hombre es

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ideología, excepto la negativa» (pág. 84), la obra de Freud parecía trascender sus propias deficiencias, porque en cier­to nivel personificaba el espíritu de la negación. Adorno (1967,1968) exaltaba claramente los rasgos negativos y crí­ticos del psicoanálisis y los veía como armas teóricas funda­mentales que podían usarse contra cualquier forma de teo­ría de la identidad. Las metas de esta y de la psicología revi­sionista eran de naturaleza tanto política como ideológica, y [)odían desenmascararse como tales precisamente con el uso de la metapsicología de Freud. Así lo expresaba Adorno (1968):

«La meta de la "personalidad bien integrada" es objetable porque supone que el individuo debe alcanzar un equilibrio entre fuerzas conflictivas que no existe en la sociedad ac­tual. Ni debería existir, porque esas fuerzas no son de igual mérito moral. Se enseña a la gente a olvidar los conflictos objetivos que se repiten necesariamente en cada individuo, en vez de ayudarla a enfrentarse a ellos» (pág. 83).

Si bien la Escuela de Francfort comprendía con claridad que el psicoanálisis no podía resolver los problemas de la re­presión y el autoritarismo, creía que aportaba ideas impor­tantes sobre la forma en que «la gente se convierte en cóm­plice de su propio sojuzgamiento» (Benjamin, 1977, pág. 22). No obstante, debajo de los análisis sobre el psicoaná­lisis presentados por Adorno (1967, 1968, 1972, 1973) y Horkheimer (1972) acechaba una paradoja perturbadora. Aunque ambos teóricos no escatimaron esfuerzos para ex­plicar la dinámica del autoritarismo y la dominación psico­lógica, dijeron muy poco sobre los aspectos formales de la conciencia que podían dar una base a la resistencia y la re­belión. En efecto: si bien la psicología freudiana representa­ba, a su juicio, una poderosa crítica de la sociedad existente, puesto que desenmascaraba su carácter antagónico, Hork­heimer y Adorno omitían situar o bien en los individuos o bien en las clases sociales los fundamentos psicológicos o po­líticos para reconocer dichas contradicciones y actuar con el fin de transformarlas. Por consiguiente, ambos autores pre­sentaban una perspectiva de la psicología freudiana que de­jaba a Freud en la ambigua condición de ser a la vez un radi­cal y un profeta del abatimiento.

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Marcuse y su búsqueda de Freud

Si Adorno y Horkheimer veían a Freud como un pesi­mista revolucionario, Marcuse (1955) lo leyó como un revo­lucionario utópico. En efecto; aunque aceptaba sus supues­tos más polémicos, la interpretación que hacía de ellos era a la vez única y provocativa. En cierto sentido, el análisis de Marcuse (1955,1968,1970) contenía un original giro dialéc­tico, en la medida en que apuntaba a una integración utópi­ca de Marx y Freud. Si bien aceptaba la concepción de este último sobre las relaciones antagónicas entre el individuo y la sociedad como una intuición fundamental, Marcuse (1955), no obstante, modificaba algunas de sus categorías básicas y al hacerlo situaba su pesimismo dentro de un con­texto histórico que revelaba a la vez sus puntos fuertes y sus limitaciones. De ese modo, podía resaltar la importancia de la metapsicología de Freud como base del cambio social. Es­te aspecto resulta particularmente claro si examinamos có­mo reelaboró Marcuse (1955, 1968, 1970) las afirmaciones básicas de Freud en lo concerniente a los instintos de vida y de muerte, la lucha entre el individuo y la sociedad, la rela­ción entre la escasez y la represión social y, por último, las cuestiones de la libertad y la emancipación humana.

Marcuse (1955, 1964) empieza por suponer que en las teorías freudianas del inconsciente y los instintos podían encontrarse, de manera inherente, los elementos teóricos de una concepción más generalizada de la naturaleza de la do­minación individual y social, y señala esta posibilidad cuan­do escribe (Marcuse, 1955):

«La lucha contra la libertad se reproduce en la psique del hombre como autorrepresión del individuo reprimido, y esa autorrepresión sostiene a su vez a sus amos y las institucio­nes de estos. Freud despliega en la dinámica mental la di­námica de la civilización (...) La metapsicología freudiana es un intento constantemente renovado de poner al descu­bierto, de cuestionar, la terrible necesidad de la conexión in­terna entre civilización y barbarie, progreso y sufrimiento, libertad e infelicidad, una conexión que, en última instan­cia, se revela como la existente entre Eros y Tanates» (págs. 16-7).

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Para Marcuse (1955, 1970), la psicología freudiana sen­taba, como resultado de su análisis de la relación entre civi­lización y represión instintual, las bases teóricas para com­prender la distinción entre la autoridad socialmente nece­saria y el autoritarismo. En efecto: en la interacción de la necesidad de trabajo social con la necesidad igualmente im­portante de sublimación de la energía sexual, comienza a resultar indiscernible la conexión dinámica entre domina­ción y libertad, por un lado, y autoridad y autoritarismo, por el otro. Freud presentaba el conflicto entre la necesidad ins­tintiva individual de placer y la demanda de represión de la sociedad como un problema insoluble, enraizado en una lu­cha transhistórica; como tal, señalaba la transformación continuamente represiva de Eros en la sociedad, junto con la creciente tendencia a la autodestrucción. Marcuse (1970) creía que la «concepción freudiana de la relación entre la civilización y la dinámica de los instintos requería una corrección decisiva» (pág. 20). En efecto: mientras Freud veía la creciente necesidad de represión social e instintual, Marcuse (1955, 1970) sostenía que cualquier comprensión de la represión social debía situarse dentro de un contexto histórico específico y juzgarse considerando si esos sistemas de dominación superaban sus límites. Ignorar una distin­ción semejante era cancelar la posibilidad de analizar la diferencia entre el ejercicio de la autoridad legítima y las formas ilegítimas de dominación. Para Marcuse (1955), Freud había omitido recoger en su análisis la dinámica his­tórica de la dominación organizada, por lo que le asignaba la jerarquía y la dignidad de un desarrollo biológico univer­sal y no históricamente contingente.

Si bien Marcuse (1955) acepta la noción freudiana de que el conflicto central en la sociedad es el que existe entre el principio de realidad y el principio de placer, rechaza la idea de que el segundo tiene que ajustarse al primero. En otras palabras, Freud (1949) creía que «el precio de la civili­zación se paga confiscando la felicidad mediante la inten­sificación del sentimiento de culpa» (pág. 114). Este aspecto es importante porque en el núcleo de la idea de Freud de que la humanidad estaba condenada para siempre a des­viar el placer y la energía sexual en un trabajo alienante, había una apelación a una «verdad» transhistórica: la que sostenía que la escasez era inevitable en la sociedad y que el

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trabajo era intrínsecamente alienante. En oposición a él, Marcase (1955) afirmaba que el principio de realidad se refería a una forma particular de existencia histórica, en que la escasez dictaba legítimamente la represión de los instintos. Pero en el período contemporáneo esas condicio­nes ya no tenían vigencia y era la abuTidancia, y no la esca­sez, la que caracterizaba o informaba como tal el principio de realidad que gobernaba a los países industriales avanza­dos de Occidente.

A fin de sumar una dimensión más plenamente histórica al análisis de Freud, Marcuse (1955) introdujo las nociones de principio de rendimiento y i-ej:)reñión excedente. Al sos­tener que la escasez no era un aspecto universal de la condi­ción humana, Marcuse (1955,1970) aducía que el Occidente industrial había llegado a una etapa en que ya no era ncíce-sario someter a hombres y mujere.s a las exigencias del trabajo alienante. El principio de realidad existente, que él caracterizaba como principio de rendimiento (Marcuse, 1955), había dejado atrás su función histórica, esto es, la su­blimación del Eros en beneficio del trabajo socialmente ne­cesario. El principio de rendimiento, con su énfasis en la ra­zón tecnocrática y la racionalidad del intercambio, era, en palabras de Marcuse (1955), a la vez históricamente contin­gente y socialmente represivo. Como modalidad relativa­mente novedosa de dominación, ataba a la gente a valores, ideas y prácticas sociales que bloqueaban sus posibilidades de gratificación y felicidad como fines en sí mismos.

En resumen, Marcuse (1955) creía que en la concepción de Marx de la abundancia societal y la teoría de los instintos de Freud estaba, de manera inherente, la base para un nue­vo principio de rendimiento, que estuviera regido por los principios del trabajo socialmente necesario, así como por los aspectos del principio de placer que integi'aban trabajo, juego y sexualidad. Esto nos lleva a la segunda noción im­portante de nuestro autor, es decir, el concepto de represión excedente. Esta podía utilizarse para apreciar el carácter excesivo de la naturaleza de la dominación vigente. Con una distinción entre la represión socialmente útil y la represión excedente, Marcuse (1955) afirma:

«Dentro de la estructura total de la personalidad reprimida, la represión excedente es la fracción que resulta de condicio-

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nes societales específicas sostenidas en el acto específico de la dominación. La extensión de esa represión excedente proporciona el patrón de medida: cuanto más pequeña, me­nos represiva es la etapa de la civilización. La distinción es equivalente a la que se hace entre las fuentes biológicas e históricas del padecimiento humano» (págs. 87-8).

De acuerdo con Marcuse (1955, 1970), en esta interac­ción dialéctica de la estructura de la personalidad y la re­presión históricamente condicionada existe un nexo para poner al descubierto la naturaleza histórica y contemporá­nea de la dominación. En ese sentido, esta es dos veces his­tórica: en jirimer lugar, tiene sus raíces en las condiciones socioeconómicas históricamente desarrolladas de una so­ciedad dada; en segundo lugar, está enraizada en la historia sedimentada de la estructura de la personalidad de los indi­viduos. Cuando hablaba de la dominación como un fenóme­no psicológico y político, Marcuse (1955, 1970) no concedía un cheque en blanco a la gratificación masiva. Al contrario, coincidía con Freud en que algunas formas de represión eran generalmente necesarias; lo que objetaba era la re­presión innecesaria que se encarnaba en el ethos y en las prácticas sociales que caracterizaban a instituciones socia­les como la escuela, el trabajo y la familia.

Para Marcuse (1969), las señales más penetrantes de la represión social se generan en la historia interna de los individuos, en las «necesidades, satisfacciones y valores que reproducen la servidumbre de la existencia humana» (pág. 6). Como tales, las necesidades son mediadas y se refuerzan por obra de los patrones y rutinas sociales de la vida cotidiana, y las «falsas» necesidades que perpetúan las fatigas, la infelicidad y la agresividad quedan ancladas en la estructura de la personalidad como una segunda natura­leza. «Se olvida», entonces, su carácter histórico, y quedan reducidas a patrones de hábito.

En definitiva, Marcuse (1955) funda incluso la impor­tante noción freudiana de instinto de muerte (la pulsión autónoma que conduce cada vez más a la autodestrucción) en una problemática radical. Al afirmar que la pulsión pri­maria de la humanidad es el placer, en efecto, Marcuse (1955) redefine el instinto de muerte, sosteniendo que no es­tá mediado por la necesidad de autodestrucción —aunque

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esta sea una forma que puede adoptar—, sino por la de re­solver la tensión. Enraizado en una perspectiva semejante, el instinto de muerte no sólo se redefine: también se politi­za, en la medida en que Marcuse (1955) sostiene que en una sociedad no represiva se subordinaría a las demandas de Eros. En ese aspecto, Marcuse (1955, 1969) termina apo­yando la idea de pensamiento negativo de la Escuela de Francfort, pero con una importante salvedad. Insiste en su valor como un modo de crítica, pero también en que está fundada en condiciones socioeconómicas que pueden trans­formarse. Así, no es la desesperación suscitada por la natu­raleza actual de la sociedad, sino la promesa de un futuro mejor, lo que informa tanto el trabajo de Marcuse como sus potencialidades como instrumento de crítica para los educa­dores sociales.

La significación de su análisis para la teoría educativa resulta obvia en los trabajos más recientes de Pierre Bour-dieu (1977 [con Passeronl, 1979), quien sostiene que la escuela y otras instituciones sociales legitiman y refuer­zan, mediante conjuntos específicos de prácticas y discur­sos, los sistemas de comportamiento y disposiciones do base clasista que contribuyen a reproducir la sociedad dominan­te existente. En ese sentido, Bourdieu amplía las ideas de Marcuse destacando una noción de aprendizaje en la que el niño internaliza los mensajes culturales de la escuela no só­lo por conducto del discurso oficial de esta (dominio simbóli­co), sino también por medio de los mensajes encarnados en las prácticas «insignificantes» de la vida diaria en el aula. Vale la pena citarlo iii extenso con respecto a esta cuestión (Bourdieu y Passeron, 1977):

«[Las escuelas] asignan una importancia semejante a los detalles aparentemente más insignificantes de la ropa, el porte, los modales físicos y verbales (...) Los principios así encarnados se sitúan más allá del alcance de la conciencia y, por lo tanto, no pueden ser afectados por una transforma­ción voluntaria y deliberada y ni siquiera es posible explici-tarlos (.. .) Toda la jugarreta de la razón pedagógica radica, precisamente, en la forma en que usurpa lo esencial mien­tras parece demandar lo insignificante: el respeto de las for­mas y formas de respeto que constituyen las manifestacio-

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nes más visibles y mejor ocultas del orden establecido» (págs. 94-5).

A diferencia de Bourdieu, Marcuse cree que las necesi­dades históricamente condicionadas que funcionan en inte­rés de la dominación pueden cambiarse. En efecto: sostiene (Marcuse, 1955) que cualquier forma viable de acción polí­tica debe empezar por una idea de la educación política en la que tendrían que actuar un nuevo lenguaje, relaciones sociales cualitativamente diferentes y un nuevo conjunto de valores con el objetivo de crear un nuevo ambiente «en el que las facultades no agresivas, eróticas y receptivas del hombre, en armonía con la conciencia de la libertad, se empeñaran en la pacificación del hombre y la naturaleza» (Marcuse, 1969, pág. 31). De tal modo, la noción de psicolo­gía profunda elaborada por la Escuela de Francfort no sólo proporciona nuevas ideas sobre la forma en que se constitu­yen las subjetividades o la ideología funciona como expe­riencia vivida, sino que también brinda herramientas teóri­cas para establecer las condiciones de nuevas necesidades, nuevos sistemas de valores y nuevas prácticas sociales que tomen en serio los imperativos de una pedagogía crítica.

Conclusión

Si bien es imposible establecer en detalle cuáles podrían ser las implicaciones de la obra de la Escuela de Francfort, para las teorías de la educación social, puedo indicar breve­mente algunas consideraciones generales. Creo que es evi­dente que el pensamiento de la Escuela de Francfort repre­senta un gran desafío y estímulo para los teóricos educati­vos que critican las teorías de la educación social atadas a paradigmas íuncionalistas basados en supuestos extraídos de una racionalidad positivista. Por ejemplo, contra el espí­ritu positivista que impregna la teoría y la práctica educati­vas existentes, ya tomen la forma del modelo de Tyler o de diversos enfoques sistémicos, la Escuela de Francfort pro­pone un análisis histórico, así como un penetrante marco filosófico, que denuncian la cultura más general del positi­vismo, a la vez que permiten discernir cómo esta se incorpo­ra al ethos y a las prácticas de las escuelas. Aunque hay una

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masa creciente de literatura educativa que critica la racio­nalidad positivista en las escuelas, carece de la refinada elaboración de la obra de la Escuela de Francfort. Por otra parte, aun algunas de las mejores historias de la teoría cu-rricular y la educación social omitieron analizar los pun­tales positivistas del desarrollo curricular dentro de un contexto histórico más amplio, un contexto que demostrara la relación entre la cultura dominante del (jositivismo y los mecanismos de la enseñanza (Giroux, 1981a; Wexler, 1996). De manera similar, la importancia de la conciencia histórica como componente fundamental del pensamiento crítico en el paradigma de la Escuela de Francfort croa un valioso terreno epistemológico para elaborar modos de crítica que esclarezcan la interacción de lo social y lo personal, por un lado, y la historia y la experiencia privada, i)or el otro. Me­diante esta forma de análisis, el pensamiento dialéctico reemplaza las formas positivistas de investigación social. Vale decir que la lógica de la predicción, la verificación, la transferencia y el operacionalismo es susti tuida por un modo dialéctico de pensamiento que destaca las dimensio­nes históricas, relaciónales y normativas de la investigación social y el conocimiento escolar.

Además, la teoría de la cultura de la Escuela de Franc­fort propone nuevos conceptos y categorías para analizar el papel que juegan las escuelas como agentes de reproducción social y cultural. Al arrojar luz sobre la relación entre poder y cultura, la Escuela de Francfort permite ver cómo se cons­tituyen y transmiten las ideologías dominantes por medio de formaciones culturales específicas. En este sentido, el concepto de cultura tiene una relación particular con la base material de la sociedad; y el poder explicativo de esa rela­ción debe encontrarse en la problematización del contenido específico de una cultura, su relación con los grupos sociales dominantes y subordinados, la génesis sociohistórica del ethos y las prácticas de las culturas legitimadoras y su papel en la constitución de relaciones de dominación y resistencia. Por ejemplo, cuando se señala que las escuelas son ámbitos culturales que encarnan valores y prácticas políticas con-flictivas, resulta posible investigar cómo se las puede estu­diar en cuanto expresión de la organización más general de la sociedad, particularmente en lo que se refiere a la natura­leza de clase y género del contenido, los métodos y los modos

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de investigación educativa que caracterizan a la vida esco­lar. El estudio del lenguaje de Marcuse (1964), el análisis de la sociología de la música de Adorno (1976) y las investiga­ciones de Horkheimer (1972, 1974) sobre el fundamento normativo de la teoría representan un conjunto de construc­ciones teóricas mediante las cuales se puede investigar la naturaleza socialmente construida de la experiencia escolar y sopesar las pretensiones de verdad de esas experiencias en comparación con la realidad de la sociedad vigente.

El tratamiento de la cultura como una entidad política en la obra de la Escuela de Francfort también apunta a un modo de análisis mediante el cual los educadores pueden elaborar teorías de la educación social que atribuyan un pa­pel central a la historia o el capital cultural que alumnos de diferentes grupos llevan consigo a la escuela. No es poca co­sa sostener que los alumnos necesitan afirmar sus historias por medio del uso de un lenguaje, un conjunto de prácticas y uj:a asigfjiatura que dignifiquen las construcciones y expe­riencias culturales que constituyen el tejido y la textura de su vida cotidiana. Una vez establecida la naturaleza afir­mativa de una pedagogía semejante, resulta posible que los alumnos, en especial aquellos que tradicionalmente care­cieron de voz en las escuelas, aprendan las aptitudes, el co­nocimiento y los modos de indagación que les permitirán analizar críticamente el papel cumplido por la sociedad ac­tual tanto en la formación como en la frustración de sus aspiraciones y metas. Por otra parte, es importante que esos alumnos afronten lo que esta sociedad ha hecho de ellos, la forma en que los incorporó material e ideológicamente y lo que necesitan afirmar y rechazar en sus propias historias a fin de comenzar el proceso de lucha en pro de una existencia autogobcrnada.

A diferencia de los modelos de orientación funcionalista, ya surjan de una tradición conservadora o radical, la teoría de la cultura de la Escuela de Francfort también subraya la importancia de la conciencia y la subjetividad en el proceso de aprendizaje y autoformación. Si bien es cierto que Ador­no, Marcuse y Horkheimer dieron mucho peso en sus análi­sis al concepto de dominación y a la integración de las ma­sas a la sociedad existente, me parece que con ello preten­dían poner de relieve las fuerzas de la dominación social y política en un momento en que era difícil entender e incluso

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reconocer su naturaleza. Su análisis no quería subestimar la importancia de la intervención humana o las posibilida­des de cambio social; de hecho, la idea de esperanza y la po­sibilidad de trascendencia se encarnaban en la noción de crítica de la Escuela de Francfort. Esto es, la idea de que un mundo mejor era posible, de que la gente podía hablar, ac­tuar y pensar en términos referidos a una vida cualitativa­mente mejor, era inherente a su concepción. Así, la Escuela de Francfort señalaba la noción de crítica y el desarrollo de una conciencia crítica activa, y se concentraba en ellos como condiciones previas de la movilización cultural y política.

Por último, es notorio que casi todas las teorías de la edu­cación social son demasiado cognitivas. Carecen de una psi­cología profunda, así como de la valoración de una sensi­bilidad que destaque la importancia de lo sensual y lo ima­ginativo como dimensiones centrales de la experiencia es­colar. La noción de psicología profunda de la Escuela de Francfort, en especial tal como se presenta en la obra de Marcuse, abre nuevos espacios para desarrollar una peda­gogía crítica. En otras palabras, alude a la necesidad de crear nuevas categorías de análisis, que permitan a los edu­cadores conocer mejor el modo en que docentes, alumnos y otros trabajadores de la educación se convierten en parte del sistema de reproducción social y cultural, especialmente tal como actúa mediante los mensajes y valores que se cons­tituyen por intermedio de las prácticas sociales del curricu­lum oculto (Giroux, 1981c). Si admiten la necesidad de una psicología social crítica, los educadores pueden comenzar a ver cómo se constituyen las ideologías e identificar y re­construir luego las prácticas y los procesos sociales que rom­pen las formas existentes de dominación social y psicoló­gica, en vez de prolongarlas.

La tarea de traducir la obra de la Escuela de Francfort en términos que informen y enriquezcan la teoría y la prác­tica educativas será difícil, en especial porque cualquier in­tento de usar esa obra tendrá que comenzar por comprender que tiene imperfecciones y que, además, no puede imponer­se como una grilla a una teoría de la educación social. Por ejemplo, los autores de la Escuela de Francfort no elabora­ron un enfoque teórico general para abordar los patrones de conflicto y contradicción que regían en diversas esferas cul­turales; además, nunca desarrollaron de manera adecuada

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la noción de conciencia dual. Y esto significa que los modos contradictorios de pensar que caracterizan a la forma en que la mayoría de la gente ve el mundo no fiíeron explora­dos apropiadamente ni analizados con suficiente detalle en relación con el valor que podrían tener para desarrollar lu­chas contra la hegemonía. En ese sentido, la Escuela de Francfort subestimó la noción de resistencia.

Cualquier intento de leer la obra de Adorno, Marcuse y Horkheimer, pues, debe hacerse críticamente y aplicarse a posteriori do manera selectiva dentro de la especificidad del contexto en que se utilizará. También habría que subrayar que más allá de la complejidad y las imperfecciones inhe­rentes a dicha obra, hay coacciones estructurales y políticas que pueden impedir que docentes y otras personas la in­corporen a sus experiencias educativas. Su utilización pre­supone el desarrollo de un modo de pedagogía radical que tal vez tropiece con enormes resistencias c incluso ponga en peligro nuestro empleo. Esas coacciones no pueden tomarse a la ligera, aun cuando riesgos similares están implícitos en todas las luchas planteadas en pro de una sociedad y un mundo mejores. Así, es preciso reflexionar seriamente sobre las condiciones en que debe usarse esa obra, so pena de caer en la trampa de esperar demasiado de ella o de intentar abstraería del contexto en que hay que utilizarla, y ser en­tonces incapaces de afrontar la manera en que dicho contex­to puede oponerse a un enfoque teórico semejante o mo­dificar su naturaleza. Si queremos evitar los escollos de un falso utopismo o de una desesperación igualmente falsa, las ideas teóricas espigadas en la obra de la Escuela de Franc­fort deben dirimirse en las condiciones ideológicas y mate­riales que dan significado a marcos y aulas escolares especí­ficos. Para terminar, es importante señalar que si bien las escuelas no son los únicos lugares para implementar el cambio social, representan de hecho un valioso terreno para proporcionar a las futuras generaciones nuevas maneras de pensar la construcción de una sociedad más justa. La obra de la Escuela de Francfort es un aporte fundamental para los educadores que quieren ayudar a los alumnos a pensar y luchar en favor de un mundo mejor.

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