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En la madrugada del sábado 28 de mayo de 2016, la alcaldía mayor de Bogotá realizó un gigantesco operavo, con más de 2.500 hombres de la Policía y el Ejército, acompañados por funcionarios de las secretarías de Salud e Integración Social del Distrito y miembros de la Fiscalía, el Instuto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), para acabar con la Calle del Bronx y con la presencia en ese lugar de alrededor de 5000 seres humanos en condiciones lamentables de consumo de drogas y práccas de varios delitos, como prostución infanl y corrupción. Edición Extra No. 19 Junio de 2016 ISSN 2344-8067 EXTRA EXTRA EXTRA POR FIN SE ACABA LA CALLE DEL BRONX

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En la madrugada del sábado 28 de mayo de 2016, la alcaldía mayor de Bogotá realizó un gigantesco opera�vo, con más de 2.500 hombres de la Policía y el Ejército, acompañados por funcionarios de las secretarías de Salud e Integración Social del Distrito y miembros de la Fiscalía, el Ins�tuto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), para acabar con la Calle del Bronx y con la presencia en ese lugar de alrededor de 5000 seres humanos en condiciones lamentables de consumo de drogas y prác�cas de varios delitos, como pros�tución infan�l y corrupción.

Edición Extra No. 19 Junio de 2016ISSN 2344-8067

EXTRA EXTRA EXTRA

POR FIN SE ACABA LA CALLE DEL BRONX

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Editorial

Va una semana, desde la madrugada del sábado 28 de mayo de 2016, que la Alcaldía Mayor de Bogotá, ordenó el opera�vo para erradicar la Calle del Bronx, del lugar donde aproximadamente hacía cuarenta años exis�a, la olla más grande de la ciudad simultáneamente con la ex�nta Calle del Cartucho. En un acto de tecnocracia neoliberal de construcción del acontecimiento inmediato, dando un paso adelante en el plan de recuperación del centro de la ciudad, el alcalde Enrique Peñaloza, manifestó que lo importante era rescatar a los seres humanos de ese infierno.

El equipo de trabajo de Página 13, manifiesta, que habiendo leído todos los puntos de

vista, opiniones escritas, visto los videos, alrededor de la calle del Bronx, producidos para la ciudadanía ante tan importante decisión, por la Revista Semana, el diario El Tiempo, El Espectador, así como la mayoría de los grandes medios, que hace recordar lo sucedido hace 13 años con la zona del Cartucho; aún hace falta con esta campaña hacer memoria de lo sucedido e invita a la ciudadanía a no aceptar con su silencio las men�ras y las responsabilidades históricas, por la criminalidad sucedida desde hace más de tres décadas a escaso metros de todos los poderes de la ciudad y el país. Las autoridades nos liberan de la amenaza de “terribles sayayines”, y convencen a la opinión publica de que esos desdentados y enfermos, son los capos del microtrafico, pero, los banqueros, constructores, inversores, paramilitares, que realmente se benefician de esos millones y su lavado, no están en ninguna parte del discurso oficial, ni de la acción policial.

Observando la magnitud e importancia de los hechos, que han logrado a la administración de la ciudad, desviar la atención sobre el actual plan de desarrollo, aprobado recientemente por el Concejo de Bogotá, se prueba por segunda vez una medida, que pone en evidencia las limitaciones de la polí�ca de intervención social de los gobiernos anteriores.

Esta EDICIÓN EXTRA, de PÁGINA 13, publica en exclusiva uno de los temas más controver�dos de la condición humana en todos sus estratos, clases y responsabilidades polí�cas y sociales, aportando desde la literatura, a la construcción de opinión en tan controver�do tema, desde que por la década del 70, llegó como por arte de magia el bazuco a la capital, al país y a toda la región y los responsables con�núan en la impunidad. Publicamos la crónica bogotana NAYIBE Y LA VIDA CARTUCHERA, escrita por el director de esta revista de la prensa alterna�va y comunitaria de la ciudad, como uno de los graves problemas de las localidades de Santafé y Mar�res y todas las localidades del sur de la ciudad, trabajo finalista en el PREMIO CRÓNICA BOGOTÁ IDARTES 2104.

Director: JOSE ACELASDiseño: SUSANA ROBAYORep. LegalCorpotayrona: JAIRO PINILLAColaboradores: EDUARD CURREA

Edición Extra No. 19 Junio de 2016ISSN 2344-8067

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estudiantes comenzaron a llamarlo por su nombre y un buen día del mes de marzo de 2.008, se atrevió a volver a pisar el edificio de Sociología. Esta vez se duchó y afeitó acicalándose con el mayor cuidado. Se terció una mochila arahuaca que le compró a un estudiante indígena de la Sierra Nevada de Santa Marta, de primer año de derecho, y con las cartas en la mano no vaciló en solicitar del archivo académico su sábana de notas de los tres semestres cursados y diligenciar su reintegro a la carrera de Sociología.

En una primera instancia la respuesta del Consejo Directivo de la facultad fue negativa. Dado su convencimiento y decisión de regresar a sus estudios, reiteró la petición el semestre siguiente. Esa carta que tuve la oportunidad de leer, tenía unas reflexiones de motivos y una justificación que me parecieron dignas de un ensayo sociológico. Entre otras cosas, argumentaba en ese documento su decisión consciente de abandonar la carrera para incorporarse a las guerrillas del M19, la disolución de la organización y su posterior recorrido de largos años por las calles de la ciudad en calidad de habitante de calle. Esta vez la respuesta fue favorable, su reintegro fue aprobado para reiniciar cuarto semestre en el año 2.009. Una colecta de los estudiantes, en solidaridad suya, le deparó un guardarropa de siete prendas para cambiarse los siete días de la semana.

Nayibe regresó a su casa. Su madre, entre lágrimas, lo apoyó en su decisión. El lunes 2 de febrero de 2009, cuando ya tenía que tomarse la foto del carnet, terminó de arreglarse la dentadura. No pudo sonreír del todo. Tenía proyectada una tesis que versaba sobre el vocabulario cartuchero. La carga histórica de su pasado le ayudaba a elaborar su presente, a buscar salir por todos los medios de su condición de habitante de la calle. Su experiencia de vida era observada por otros, de una manera casi morbosa. Se sabe que en algún momento tuvo una recaída, pero que salió de ella con la ayuda de Juliana, su novia, quien desempeñó un papel importante en ese momento de su vida. Juliana era morena, bajita, de ojos claros y cejas pobladas. Estudiaba enfermería y trabajaba en el Hospital San Rafael. Se conocieron en una de las fotocopiadoras de la calle 45. En alguna oportunidad los vi en el romance. Se besaron bailando al ritmo del Joe Arroyo, cuando departimos en uno de los bares de la 26. Cuando se presentó la oportunidad ella lo contrastó con los hechos, fue la referencia para hacer de sus sueños algo cotidiano y regular. También le enseñó que el amor es una permanente reinvención, como lo expresa el poeta Arthur Rimbaud. Junto a ella aprendió la importancia de amanecer en un mismo sitio todos los días.

No nos volvimos a ver. Siento un profundo regocijo por la experiencia de Nayibe, quien es apenas un sobreviviente de otra guerra urbana. Otros de su condición no logran tal proeza. Siguen caminando por las calles con su saco al hombro en ese mundo de las drogas. Viven incomunicados y girando en el círculo sin salida de su propio gueto. Se hacen ceniza con su vicio. Es necesario construir miradas solidarias con estos seres humanos para recuperar su propia fe en la vida y su lugar socioeconómico en la ciudad. Es de esperar un giro en sus destinos, un encuentro casual, una experiencia de vida que les cambie su rumbo para siempre.

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“NAYIBE Y LA VIDA CARTUCHERA”

FINALISTA CRÓNICA CIUDAD DE BOGOTÁ IDARTES 2014

Por: JOSÉ ACELAS

Una noche del 17 de julio de 1999, siendo cajista compositor de una imprenta, profesión hoy ya desaparecida, terminé mi jornada de trabajo y, aprovechando el día de quincena, me dirigí al centro comercial Nutabes, para ese entonces “un nodo de la rumba” en el centro de Bogotá. Luego de haber departido con unos amigos de ocasión, salí y presté atención al comportamiento de la gente que concurría a la Avenida 19. Observé un hombre de ojos negros, de aproximadamente 32 años. Hacía una pausa sentado en el suelo, mirando cuatro bultos de botellas que había reciclado de la rumba del Nutabes. El saludo fue espontáneo, como si fuéramos amigos desde hace mucho tiempo. Me contó que esa carga de botellas iba para el Cartucho, a las bodegas de material reciclable que por allí existían, donde haría con ellas trueque por papeletas de bazuco.

Se presentó como Nayibe y me invitó a su faena del Cartucho, a llevar la carga de botellas. Me pareció muy responsable su invitación y acepté como un nuevo reto, ante la cotidianidad de mi vida de trabajador de la imprenta antigua. En el camino conversamos y me hizo saber que alguna vez fue estudiante de Sociología en la Universidad Nacional. Le ofrecí ayudarlo con algo de la carga, pero no lo permitió. Eran las dos y media de la madrugada y nos dirigíamos a la zona más sórdida y disidente del país: La calle 9, conocida como Calle del Cartucho. Sabía que esta era una acción muy peligrosa, pero mi decisión ya estaba tomada.

Un ñero diferente

Su propuesta era que yo lo acompañara a conocer su familia cartuchera, unas cuarenta personas que vivían en un sopladero, ubicado en una casa de la carrera 12 con calle 9. Allí consumían bazuco día y noche, durmiendo a intervalos. No puedo negar que, bajando por la calle 11, al llegar a la carrera 10, en pleno San Victorino, sentí miedo. No obstante, continué, entendiendo que era la única manera de conocer por experiencia propia ese sitio. Me gustó que la oportunidad se diera sin planearla. Tenía la posibilidad de conocer de primera mano, la considerada durante algo más de dos décadas como la “zona urbana más dantesca del país”. Para ese entonces un periódico nacional había publicado una crónica donde se hablaba de 10.000 personas viviendo en 602 inmuebles y otras 3.000 que frecuentaban sus negocios, según un censo elaborado por la Empresa de Renovación Urbana de la Alcaldía Mayor.

Seguimos caminando y llegando a la Carrera Décima, la guardia policial que cuidaba la primera sede de la Fiscalía Regional, nos detuvo para practicar una requisa. No nos encontraron nada, luego de una búsqueda pormenorizada en todos los bolsillos de

gruesa de manga larga y botas de cuero. Un morral le escurría de la espalda y una bufanda verde le enrollaba el cuello en tres vueltas, tan solo los ojos despuntaban en su rostro. Daba la impresión de ocultar algo en su cara. No llevaba consigo sacos de reciclaje, pensé que estaba enfermo o que había abandonado su oficio. Lo primero que le pregunté fue de dónde había sacado las flores, a lo cual me respondió que en la vecina iglesia de San Diego, después de las honras fúnebres de un hombre adinerado, su familia había decidido cremarlo, de manera que no necesitaban flores para los hornos. Las lanzaron a la calle, entre las coronas y los ramos de condolencia. Él se apresuró a recoger las flores más frescas, escogiendo los claveles entre las magnolias, rosas y cartuchos. Después se internó por la Carrera Séptima hacia el sur. No imaginaba que se iba a encontrar metido dentro de una obra de teatro.

Hablamos de muchas cosas vagas, pero entre todas, recuerdo el brillo de sus ojos cuando me preguntó por la Universidad Nacional. Recordé que para él era un sueño regresar a las aulas. Pedí otras dos cervezas frías sin consultarle. Cuando la mesera las trajo a la mesa, él le solicitó fue un trago de aguardiente con limón. Se descubrió la cara y dejó ver su mejilla izquierda inflamada, refiriéndose a una muela cordal que hacía quince días lo estaba matando.

Sin pensarlo dos veces, pagué la cuenta y salimos. El primer taxi que pasó nos llevó por la calle 26. A los 10 minutos estábamos pidiendo la cita en la Facultad de Odontología. La muchacha de bata blanca y anteojos levantó la mirada, evaluó su mejilla y nos dieron atención de urgencias. Subimos despacio las escaleras de baldosas blancas. En la tercera puerta, al fondo, tropezamos con Ariadna Vázquez. Ese rostro me pareció familiar desde el primer momento. Era una estudiante opita, rebelde, y estaba haciendo sus prácticas de clínica. Celebramos la coincidencia y, a renglón seguido, ella nos condujo hasta un consultorio del final del pasillo. Después de media hora, estábamos del otro lado. Un estudiante alto, de pelo crespo y aspecto costeño, le había extraído la muela y cosido la cavidad con tres puntos.

A la salida nos estaba esperando Ariadna Vázquez. Se veía muy entusiasmada. No sólo quería saber más acerca de la vida de mi amigo, sino que nos propuso hacer una jornada de atención odontológica primaria para los habitantes de la calle focalizados en la Ele. Sin dejar de sonreír, le pregunté el motivo por el cual veía a Nayibe como un sujeto de la calle. La bella mujer enrojeció visiblemente y guardó silencio. Fue cuando él tomó la iniciativa. Articulando con dificultad las palabras, un poco retorcidas por efecto de la anestesia, le hizo saber el estado de desprotección de esa población. Sin embargo, se ofreció a servirle de guía, tal como lo había hecho antes conmigo.

La vida en La Nacho y Juliana

Su vida cambió a partir de ese día. Sin que yo tuviera que mediar, tuvo varios encuentros de trabajo de campo con Ariadna y Juan Pablo Palacios, ahora frecuentaba la universidad. En cuanto se afianzaron sus lazos de amistad, fue sintiéndose útil en su alma máter. Los

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pantalones, camisas y chaquetas. Avanzamos y, dos cuadras más adelante, se interpusieron dos vigilantes de una firma privada de seguridad. Nos atravesaron las motos, y nuevamente una requisa minuciosa. Los celadores no encontraron nada. Lo insultaron y maltrataron, ofendiéndolo en su condición de reciclador y bazuquero. Pudimos avanzar, pero antes braveó a los policías privados, diciéndoles “he tenido que enfrentar a barones más barones, que ustedes dos juntos”. Sobre la marcha sacó, como por arte de magia, dos pipas de consumir el bazuco, hechas con una copa plástica de licor y un tubo de esfero kilométrico incrustado en la mitad de la copa, cubiertas con papel aluminio fijado con una banda de caucho. Pipas que ni los policías oficiales ni los privados le encontraron. Nayibe era un ñero diferente, mantenía sus prendas completas, como si fuera el uniforme de su trabajo diario, aun cuando cargara la mugre de la calle. Una extraña dignidad lo acompañaba.

El negocio funcionaba a la perfección

Eran las tres de la mañana cuando llegamos a la Calle del Cartucho. En medio del frío amanecer bogotano, completamos una hora y media de diálogo con el nuevo amigo. Me contó de su militancia con el Movimiento 19 de Abril, desde antes de ingresar a la universidad. Fue combatiente en las montañas caucanas y regresó a Bogotá luego de la desmovilización en 1990. Quedó al garete cuando la dirigencia de este grupo insurgente negoció su ideario por beneficios legales de participación en política durante el gobierno de César Gaviria. De nuevo en Bogotá, hizo las diligencias para reintegrarse a la universidad. Pasó solicitud a la Facultad de Ciencias Humanas en busca de su reingreso a la carrera de Sociología, sin tener respuesta favorable.

Después su vida es algo más confusa. Vuelve a vivir a la casa de su mamá en el barrio Juan Rey, al suroriente de la ciudad. La mamá se encontraba más desesperada que antes, pues él era la expectativa para salir adelante. Buscó trabajo y nunca lo encontró, soportando en silencioso complejo de culpa la cantaleta diaria de su mamá, por la falta de disciplina en los estudios. Ella siempre esperó que Nayibe fuera un profesional, pues creía que de esa manera saldrían adelante con los recursos económicos que ganaría su hijo como sociólogo.

La zona del Cartucho hervía a esa hora de la madrugada. Lo acompañé primero a salir de la carga que llevaba. Entramos a una bodega atendida por un hombre con cara de matón y un abultado reloj de acero en su muñeca. “Es el cacique”, me dijo en voz baja. Este oficio es propio del dueño de alguna línea de expendio de psicoactivos, alguien que además controla un grupo de trabajadores del microtráfico. Allí simultáneamente confluían de un modo estratégico los dos negocios: el reciclaje y el expendio de drogas. El reciclador, en ese tour delirante de las drogas, no necesita el dinero sino el espejismo concreto del bazuco en unas papeletas. Llaman “taquilleros” a quienes responden por la venta en una “olla”, y quienes venden en la calle son los “jíbaros”. El negocio funcionaba a la perfección. Las drogas estaban a la vista, sin rejas ni compartimentos, en un ambiente de tensa confianza pues quien rompe las reglas es castigado en forma severa y emblemática. Allí mismo operaba la recicladora. Tres ayudantes organizaban y empacaban las botellas en sacos, con mucha

Regresé a casa disfrutando de la lluvia y en el camino vi algunas personas reciclando, similares a él. Al día siguiente volví a mi trabajo con entusiasmo. Las noticias mostraban que el tema de las basuras seguía por fuera de la agenda del alcalde de turno. En cambio, ya habían empezado las obras para demoler el Cartucho y construir el Parque Tercer Milenio. Los medios de comunicación eran pesimistas. Se llegó a decir que sacarlos de allá era una situación muy difícil por la respuesta armada que iban a recibir de parte de todas esas bandas y mafias de maleantes. Cuando por el año de 2.003, vi por la televisión la operación de los buldócer tumbando las paredes, rodeada de tres tanquetas, la demolición ya era un hecho. A continuación se cerraron las calles de acceso y sólo quedó una puerta de salida, por donde paulatinamente fueron saliendo, hasta el último de los más veteranos habitantes del Cartucho. La nube de humo negro que por años fue la señal del sector, se disolvió a la vuelta de unos días.

La solución fue apenas parcial. El Cartucho se volvió muchos cartuchos dispersos por toda la ciudad, y la oferta y demanda de drogas y el mercadeo del crimen se trasladó, pasando la Avenida Caracas, a la olla del Bronx, unos metros más cerca del Comando de Policía de Bogotá y a un costado del Batallón Guardia Presidencial. Allí se da la confluencia de las calles novena y décima y las carreras 15 y 15ª, dando lugar a un espacio arquitectónico ruinoso en forma de Ele, como popularmente se conoce.

Un reencuentro inesperado

Me costó trabajo creerlo, pero todo esta renovación significaba cambiar para seguir igual. De otra parte, debo decir que la tecnología tipográfica de los moldes de plomo y linotipia con la cual yo me ganaba la vida, entró en desuso. A riesgo de quedarme sin trabajo, me tocó entrar a los sistemas digitales de impresión y abordar otras profesiones relacionadas con la escritura y los libros. No dejó de preocuparme la suerte de mi amigo en las pausas de mis labores cotidianas.

Un lunes de abril del año 2005, cuando a mediodía recorría el centro de la ciudad, aprovechando el septimazo, detuve mis pasos al observar una pareja que discutía, rodeada de más gente. Me acerqué y no era una pelea real sino un dúo de teatreros. Llevaban a la escena un cuadro de casados discutiendo por celos y ella reclamaba al marido el cuidado de sus hijos. De pronto una persona se acercó a los actores con un manojo de claveles rojos e interrumpiendo el acto, invitándolos a que no pelearan, se lo entregó a la actriz en las manos. Ella lo recibió, entre sorprendida y sonriente. Lo incorporó todo hábilmente a la escena. Luego las entregó a su marido y teatralmente se abrazaron y besaron. Al ver el desenlace, el donante espontáneo de las flores soltó una carcajada que todos los espectadores miramos y al fijar mi atención, ¡qué sorpresa!, era Nayibe. Parecía otro actor. Mientras el público se disolvía, caminamos al encuentro y nos abrazamos. Lo invité a un café en el Bar Mercantil.

Pedimos, en cambio, dos cervezas frías. Lo encontré notablemente cambiado. Tenía corto el cabello y limpias las manos. Vestía de pantalón negro, luciendo una camisa roja

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exactitud, pues el empleado en esta labor debe ser capaz de ordenar muy bien en un solo costal docenas ajustadas de botellas, previamente establecida su cantidad y sus características. Otros materiales como el papel, el cartón y los metales se iban embalando apenas llegaban. Dos ayudantes más hacían esa labor. Otros pesaban y depositaban en recipientes el vidrio roto. Otros más, se encargaban de cargar camiones, utilizando las “zorras” para desplazar los bultos de reciclados. Los ñeros hacían cola en silencio para cambiar sus bultos de materias primas por unas pocas monedas, pues el valor era muy inferior, comparativamente con su peso en kilos. Finalmente era el turno de Nayibe. Le recibieron cuatro bultos de botellas, y medio de latas de cerveza estrujadas. En monedas, le pagaron dos mil trescientos pesos. Se volvió a mirarme con la sonrisa satisfecha de haber coronado su tarea. En la misma puerta, un jíbaro muy atento nos abordó: “¡Tengo de todas: gancho rojo y gancho verde, también gancho ciego, buena merca! ¡Es puré!”. Sin pensarlo dos veces, le compró cinco “bichas”, a cuatrocientos pesos y le quedaron trescientos. A otro vendedor de una “chacita” del lado le compró unos fósforos. Le quedaron doscientos pesos: “Dos gambas”. Hecha esta diligencia de rigor, dimos la vuelta y sobre la calle 9, me dijo con complicidad: Vamos a buscar a un amigo.

Rostro color barro y abundante barba blanca

Dimos la vuelta a la manzana. Miró sobre la acera unos plásticos negros que cubrían varios arrumes indeterminados, se detuvo en el último de ellos y se anunció. Por allá atrás alguien refunfuñó con voz gruesa. “Allá voy”, se le escuchó en un ronquido. Empezaron a moverse los plásticos y estos se elevaron al tiempo con las manos, hasta que el amigo se destapó. Era un hombre abandonado, como quien sale del fondo de la tierra. Su rostro color barro, de abundante barba y cabellos blancos, mostraba una vejez prematura. Saludó al amigo por su nombre, Raúl, con mucho afecto. Se sentía que eran “parceros”. “Le presento a un compañero, don Raúl”, le dijo. Ahí mismo lo saludé. Apenas escuché su voz, me dio la impresión de que ese resuello rondaba por allí hacía años.

Nayibe le puso en la mano media botella de aguardiente. Más tarde le pregunté de donde había sacado el licor. Me dijo que él se ponía en la tarea de llenar una botella, cunchito tras cunchito, de todas las botellas que había reciclado de las bodegas de Nutabes, hasta extraerles las últimas gotas de aguardiente, con destino a su mejor amigo. A don Raúl le gustaba el aguardiente y él se lo conseguía por amistad. El viejo ya no salía del Cartucho. Se quedaba en la carpa de plásticos, con su arrume de corotos y cachivaches. En el día destapaba a ver quién le compraba algo de todas esas mercancías caóticas, partes y residuos viejos y cosas en desuso. Por ejemplo, guardaba gran cantidad de esferos en una lata de leche grande, en su gran mayoría dañados o alguna parte de ellos. Y si alguien necesitaba o le preguntaba por un esfero, él rebuscaba y le armaba uno de manera inmediata.

Hablaron en clave, que cómo estaban “esos animales” que estaban vendiendo. “Claro que a mí me gusta es el coctel que yo preparo”, dijo Raúl. Entonces sacó varias papeletas, cada una con algunos residuos de bazuco y los echó en un cigarrillo, al que le sacó el tabaco

Con mi libreta en la mano

Me fui a dormir y a reponer fuerzas en mi casa del barrio de La Candelaria. Me había tomado el día libre en la imprenta, y no era para menos. Antes de quedar dormido en mi cama, con la libreta en la mano, logré plasmar las notas que daban cuenta de mi larga jornada con Nayibe. Nos habíamos reído de buena gana, cuando él me dijo que yo parecía un sociólogo, no sólo por mi facha, sino por actitud investigativa. Le recordé entonces que yo también había pasado por la Nacional y aún tenía unas materias pendientes en la carrera de antropología.

En especial recordé su amplio discurso, en el delirio de la droga, acerca de la manera de resolver el problema de las basuras en Bogotá. Su propuesta no era fantasiosa ni romántica. Partía de reconocer como seres humanos a los habitantes del Cartucho, iniciando convenios de asociación y trabajo con la administración distrital y dotándolos de seguridad social, en una campaña para instalar contenedores industriales de materias primas en la calle 9 y otras zonas estratégicas de la ciudad. Tales recipientes debían estar dotados con compartimentos para hacer de una vez la selección (vidrio, metales, papel, sintéticos, etc.). Estos contenedores recibirían los residuos previamente separados para su reutilización. ¡Qué buena idea! Tiempo después, cuando redactaba el primer borrador de esta crónica, vine a saber que comprendía muy bien la teoría ambiental sostenible de Gunter Pauli, a saber, las 3R: reutilización, reducción y reciclaje en la fuente.

Otro de los temas que abordó, desde su perspectiva de trabajo, fue el de la cultura ciudadana. Reflexionaba -como hablando para sí mismo- quienes tratan la basura en las diferentes sociedades son colectivos humanos. Si no se saca la basura de la vivienda durante una semana, lo más probable es que los insectos y los roedores lo saquen a uno de la casa o se propague fácilmente una epidemia. Como conocedor del problema de los residuos sólidos -negocio y problema que ha sido trascendental para Bogotá-, veía cómo, entre los desperdicios botados por la ciudad, estaba también mezclada la vida de muchos prestadores de un servicio social, necesitados de reconocimiento, seres anónimos como Nayibe.

Le conocí su sinceridad, enfrentado a tanta contaminación. Alguien que ejerce esta actividad despreciada, un “desechable”, horrible expresión que muestra nuestra insensibilidad. Y como bien lo trata Jorge Amado en su literatura acerca de la cultura negra brasilera, las sociedades producen desechos y desechados, de modo que el estigma que se les impone los hace desechables, a fin de trasladar culpas y naturalizar el egoísmo. De esas y otras cosas hablamos cuando empezamos a comunicarnos. Mucha tela quedaba aún por cortar, en tan singular amistad con este ser humano.

Otros Cartuchos, a la vuelta de la esquina

Durante un tiempo no supe más de Nayibe. Por su estilo de vida, era de esperarse que no cumpliera la cita de la noche. Estuve allí puntual en la Calle 19, hasta que empezó a llover.

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en segundos. Nayibe también aportó de las papeletas que había comprado. Luego encendieron y fumaron sin mostrar ningún asombro. Le dieron varias aspiradas al cigarrillo, hasta que quedó rápidamente consumido. Durante la conversación, observé que Raúl sacaba varias partes de esfero y pronto me tenía uno, de buen aspecto, que sonriente me pasó a las manos, pidiéndome una liga. Le di a cambio una moneda de 500 pesos. Muy agradecido, me manifestó que le había dado mucha plata. Luego nos despedimos de Raúl y ahora sí nos dirigimos a la familia cartuchera de Nayibe.

Un asesino buena persona

Entramos por un zaguán oloroso a lixiviados y vi que de todas partes salía humo. A los tres metros tocó a una puerta ubicada a la izquierda. Alguien allá adentro le respondió y él en voz alta pronunció su nombre. Entonces un tipo armado con macheta cruzada en la espalda nos abrió un portón improvisado con alambres que amarraban varias latas oxidadas con pedazos de madera. El portero era un joven negro al que le hacía falta un ojo. “Niche”, lo saludó, y me presentó. Pasamos por el frente de un baño destruido con un tubo que chorreaba agua sin parar. Fuimos a dar a un salón rectangular de unos cinco metros de largo, por tres de ancho. Apostadas a la pared en todo su contorno, había unas cuarenta personas, todas en cuclillas y a su alrededor cada uno con dos y tres pipas, cuidadosamente paradas, con fósforos y con encendedor al lado, como si fueran herramientas de artesano. Algunos limpiaban con dedicación estos artefactos como sus utensilios vitales, sacándoles hasta el último hollín, el “cochorno”, para preparar otra soplada.

Por todas las esquinas se sentía el viento de los cerros orientales. En el centro de la sala, permanecía un hombre flaco, alto y desgarbado, sentado en el suelo, con una macheta pequeña de acero inoxidable y un cuchillo largo, de esos que utilizan los carniceros para despostar la carne. Aparentaba unos cuarenta años y todos, cuando se dirigían a él, le decían “Apá”, pues era el jefe de la familia cartuchera.

Más tarde me dijo: “Es quien impone la norma, porque es un asesino; claro que es buena persona, desde que uno sea correcto”, concluyó Nayibe. Todos los presentes le pagaban su tributo ofreciéndole pequeñas cantidades del bazuco que compraban para su consumo personal. Me presentó como un estudiante amigo y durante esa madrugada pude compartir con ellos, escucharlos con detenimiento y mirarlos detalladamente. Me respetaron esa curiosidad por conocerlos. Al rato llegó otro participante de la velada. Traía dos cabezas de lechona envueltas en papel aluminio, y los vi compartir una cena colectiva que alcanzó para todos. Apá ordenaba la labor del aseo a quien él escogiera. Así, un tipo de camisa negra que se hallaba tirado en el suelo, barría con una escoba sin cabo en forma diligente las colillas y cerillas quemadas. Cuando me sorprendió el sueño y el cansancio me ganó, Nayibe me sugirió que durmiera, así que recosté la cabeza en un viejo cojín y descansé. Luego me desperté indemne y me sorprendió algo en particular. Era el gesto común de angustia traslucido en las bocanadas de humo que todos aspiraban. Ninguno quería perder ni una sola partícula del químico en combustión que se alejaba confundido con el aire. Ya había

amanecido. Unos se habían ido, otros habían llegado a la familia cartuchera. Él con el codo me dio a entender que era el momento de la retirada y se puso de pie. Levantó la mano en señal de despedida. Los ñeros dijeron algo incomprensible para mí. Las bichas se habían ido de sus manos. Era tiempo de regresar a la calle. Pensé a dónde podíamos dirigirnos después de semejante recorrido y se me ocurrió una idea.

De paso por La Nacional

Le hice una propuesta extraña y a la vez familiar, que no vaciló en aprobar. Lo invité a desayunar a la Universidad Nacional, a la cafetería de Sociología, donde Rosita. Serían las 6 y 30 de la mañana cuando nos sirvieron el caldo de costilla. Luego de tomar jugo de lulo y completar con un par de empanadas con ají, nos dedicamos a conversar y a tomar café. Suspiró varias veces sintiendo que había regresado a la universidad, en algún momento pensó que no volvería. Eso me dijo con la mirada fija en los edificios blancos del campus. Los grafitis abundaban sobre los muros.

En medio de la charla, rememoró sus tiempos de estudiante en 1983, cuando inició estudios de Sociología a sus 16 años. Estando sentados en un rincón de la cafetería, vimos pasar a varios de los profesores históricos de la carrera, con el tinto en la mano y algún cigarrillo encendido. Se conservaba una nómina casi toda de antiguos y pensé que podíamos tener una conversación con alguno de sus exprofesores, pero se les notaba muy ocupados.

Nayibe quería hablar. Miraba a los alumnos con detenimiento. Se fijó en una mochila wayuu que una muchacha de pelo negro y crespo llevaba terciada sobre su camisa blanca de hilo. La vimos besarse con su novio, antes de abrir un grueso libro de Max Weber. Todo el tiempo estuvo siempre dispuesto a conversar. Respiraba como un conejo a la intemperie. De mis profesores amigos, ninguno llegó esa mañana. Como a las 11:30 am, vi entrar a Helena Rico, profesora de la carrera de Sociología que trabajaba el tema ambiental. Me levanté de la mesa y la invité a sentarse con nosotros para presentarle a un reciclador real, de carne y hueso.

Desde el primer momento se vivió una tensa situación. Era evidente que la mugre y la pulcritud, la calle y la academia se enfrentaban, aun cuando había aprobado el examen de admisión y haber cursado unos semestres en la Universidad en otros tiempos. Ella le hizo un barrido con su vista al reciclador, olfateó el aire, lo escuchó con curiosidad y lo miró con un poco de extrañeza. Encendió un cigarrillo y ligeramente nos hizo unos planteamientos muy teóricos y se marchó. No tenía tiempo para la sociología real ni para el “trabajo de campo” con sus actores naturales. Nayibe terminó de beber su café y se quedó pensativo. Se le veía a leguas la fatiga del insomnio y la bohemia callejera. Nos despedimos sobre el medio día y quedamos de encontrarnos a las ocho de la noche, en la entrada de la Calle 19, del Centro Comercial Nutabes, donde por primera vez nos vimos.

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en segundos. Nayibe también aportó de las papeletas que había comprado. Luego encendieron y fumaron sin mostrar ningún asombro. Le dieron varias aspiradas al cigarrillo, hasta que quedó rápidamente consumido. Durante la conversación, observé que Raúl sacaba varias partes de esfero y pronto me tenía uno, de buen aspecto, que sonriente me pasó a las manos, pidiéndome una liga. Le di a cambio una moneda de 500 pesos. Muy agradecido, me manifestó que le había dado mucha plata. Luego nos despedimos de Raúl y ahora sí nos dirigimos a la familia cartuchera de Nayibe.

Un asesino buena persona

Entramos por un zaguán oloroso a lixiviados y vi que de todas partes salía humo. A los tres metros tocó a una puerta ubicada a la izquierda. Alguien allá adentro le respondió y él en voz alta pronunció su nombre. Entonces un tipo armado con macheta cruzada en la espalda nos abrió un portón improvisado con alambres que amarraban varias latas oxidadas con pedazos de madera. El portero era un joven negro al que le hacía falta un ojo. “Niche”, lo saludó, y me presentó. Pasamos por el frente de un baño destruido con un tubo que chorreaba agua sin parar. Fuimos a dar a un salón rectangular de unos cinco metros de largo, por tres de ancho. Apostadas a la pared en todo su contorno, había unas cuarenta personas, todas en cuclillas y a su alrededor cada uno con dos y tres pipas, cuidadosamente paradas, con fósforos y con encendedor al lado, como si fueran herramientas de artesano. Algunos limpiaban con dedicación estos artefactos como sus utensilios vitales, sacándoles hasta el último hollín, el “cochorno”, para preparar otra soplada.

Por todas las esquinas se sentía el viento de los cerros orientales. En el centro de la sala, permanecía un hombre flaco, alto y desgarbado, sentado en el suelo, con una macheta pequeña de acero inoxidable y un cuchillo largo, de esos que utilizan los carniceros para despostar la carne. Aparentaba unos cuarenta años y todos, cuando se dirigían a él, le decían “Apá”, pues era el jefe de la familia cartuchera.

Más tarde me dijo: “Es quien impone la norma, porque es un asesino; claro que es buena persona, desde que uno sea correcto”, concluyó Nayibe. Todos los presentes le pagaban su tributo ofreciéndole pequeñas cantidades del bazuco que compraban para su consumo personal. Me presentó como un estudiante amigo y durante esa madrugada pude compartir con ellos, escucharlos con detenimiento y mirarlos detalladamente. Me respetaron esa curiosidad por conocerlos. Al rato llegó otro participante de la velada. Traía dos cabezas de lechona envueltas en papel aluminio, y los vi compartir una cena colectiva que alcanzó para todos. Apá ordenaba la labor del aseo a quien él escogiera. Así, un tipo de camisa negra que se hallaba tirado en el suelo, barría con una escoba sin cabo en forma diligente las colillas y cerillas quemadas. Cuando me sorprendió el sueño y el cansancio me ganó, Nayibe me sugirió que durmiera, así que recosté la cabeza en un viejo cojín y descansé. Luego me desperté indemne y me sorprendió algo en particular. Era el gesto común de angustia traslucido en las bocanadas de humo que todos aspiraban. Ninguno quería perder ni una sola partícula del químico en combustión que se alejaba confundido con el aire. Ya había

amanecido. Unos se habían ido, otros habían llegado a la familia cartuchera. Él con el codo me dio a entender que era el momento de la retirada y se puso de pie. Levantó la mano en señal de despedida. Los ñeros dijeron algo incomprensible para mí. Las bichas se habían ido de sus manos. Era tiempo de regresar a la calle. Pensé a dónde podíamos dirigirnos después de semejante recorrido y se me ocurrió una idea.

De paso por La Nacional

Le hice una propuesta extraña y a la vez familiar, que no vaciló en aprobar. Lo invité a desayunar a la Universidad Nacional, a la cafetería de Sociología, donde Rosita. Serían las 6 y 30 de la mañana cuando nos sirvieron el caldo de costilla. Luego de tomar jugo de lulo y completar con un par de empanadas con ají, nos dedicamos a conversar y a tomar café. Suspiró varias veces sintiendo que había regresado a la universidad, en algún momento pensó que no volvería. Eso me dijo con la mirada fija en los edificios blancos del campus. Los grafitis abundaban sobre los muros.

En medio de la charla, rememoró sus tiempos de estudiante en 1983, cuando inició estudios de Sociología a sus 16 años. Estando sentados en un rincón de la cafetería, vimos pasar a varios de los profesores históricos de la carrera, con el tinto en la mano y algún cigarrillo encendido. Se conservaba una nómina casi toda de antiguos y pensé que podíamos tener una conversación con alguno de sus exprofesores, pero se les notaba muy ocupados.

Nayibe quería hablar. Miraba a los alumnos con detenimiento. Se fijó en una mochila wayuu que una muchacha de pelo negro y crespo llevaba terciada sobre su camisa blanca de hilo. La vimos besarse con su novio, antes de abrir un grueso libro de Max Weber. Todo el tiempo estuvo siempre dispuesto a conversar. Respiraba como un conejo a la intemperie. De mis profesores amigos, ninguno llegó esa mañana. Como a las 11:30 am, vi entrar a Helena Rico, profesora de la carrera de Sociología que trabajaba el tema ambiental. Me levanté de la mesa y la invité a sentarse con nosotros para presentarle a un reciclador real, de carne y hueso.

Desde el primer momento se vivió una tensa situación. Era evidente que la mugre y la pulcritud, la calle y la academia se enfrentaban, aun cuando había aprobado el examen de admisión y haber cursado unos semestres en la Universidad en otros tiempos. Ella le hizo un barrido con su vista al reciclador, olfateó el aire, lo escuchó con curiosidad y lo miró con un poco de extrañeza. Encendió un cigarrillo y ligeramente nos hizo unos planteamientos muy teóricos y se marchó. No tenía tiempo para la sociología real ni para el “trabajo de campo” con sus actores naturales. Nayibe terminó de beber su café y se quedó pensativo. Se le veía a leguas la fatiga del insomnio y la bohemia callejera. Nos despedimos sobre el medio día y quedamos de encontrarnos a las ocho de la noche, en la entrada de la Calle 19, del Centro Comercial Nutabes, donde por primera vez nos vimos.

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exactitud, pues el empleado en esta labor debe ser capaz de ordenar muy bien en un solo costal docenas ajustadas de botellas, previamente establecida su cantidad y sus características. Otros materiales como el papel, el cartón y los metales se iban embalando apenas llegaban. Dos ayudantes más hacían esa labor. Otros pesaban y depositaban en recipientes el vidrio roto. Otros más, se encargaban de cargar camiones, utilizando las “zorras” para desplazar los bultos de reciclados. Los ñeros hacían cola en silencio para cambiar sus bultos de materias primas por unas pocas monedas, pues el valor era muy inferior, comparativamente con su peso en kilos. Finalmente era el turno de Nayibe. Le recibieron cuatro bultos de botellas, y medio de latas de cerveza estrujadas. En monedas, le pagaron dos mil trescientos pesos. Se volvió a mirarme con la sonrisa satisfecha de haber coronado su tarea. En la misma puerta, un jíbaro muy atento nos abordó: “¡Tengo de todas: gancho rojo y gancho verde, también gancho ciego, buena merca! ¡Es puré!”. Sin pensarlo dos veces, le compró cinco “bichas”, a cuatrocientos pesos y le quedaron trescientos. A otro vendedor de una “chacita” del lado le compró unos fósforos. Le quedaron doscientos pesos: “Dos gambas”. Hecha esta diligencia de rigor, dimos la vuelta y sobre la calle 9, me dijo con complicidad: Vamos a buscar a un amigo.

Rostro color barro y abundante barba blanca

Dimos la vuelta a la manzana. Miró sobre la acera unos plásticos negros que cubrían varios arrumes indeterminados, se detuvo en el último de ellos y se anunció. Por allá atrás alguien refunfuñó con voz gruesa. “Allá voy”, se le escuchó en un ronquido. Empezaron a moverse los plásticos y estos se elevaron al tiempo con las manos, hasta que el amigo se destapó. Era un hombre abandonado, como quien sale del fondo de la tierra. Su rostro color barro, de abundante barba y cabellos blancos, mostraba una vejez prematura. Saludó al amigo por su nombre, Raúl, con mucho afecto. Se sentía que eran “parceros”. “Le presento a un compañero, don Raúl”, le dijo. Ahí mismo lo saludé. Apenas escuché su voz, me dio la impresión de que ese resuello rondaba por allí hacía años.

Nayibe le puso en la mano media botella de aguardiente. Más tarde le pregunté de donde había sacado el licor. Me dijo que él se ponía en la tarea de llenar una botella, cunchito tras cunchito, de todas las botellas que había reciclado de las bodegas de Nutabes, hasta extraerles las últimas gotas de aguardiente, con destino a su mejor amigo. A don Raúl le gustaba el aguardiente y él se lo conseguía por amistad. El viejo ya no salía del Cartucho. Se quedaba en la carpa de plásticos, con su arrume de corotos y cachivaches. En el día destapaba a ver quién le compraba algo de todas esas mercancías caóticas, partes y residuos viejos y cosas en desuso. Por ejemplo, guardaba gran cantidad de esferos en una lata de leche grande, en su gran mayoría dañados o alguna parte de ellos. Y si alguien necesitaba o le preguntaba por un esfero, él rebuscaba y le armaba uno de manera inmediata.

Hablaron en clave, que cómo estaban “esos animales” que estaban vendiendo. “Claro que a mí me gusta es el coctel que yo preparo”, dijo Raúl. Entonces sacó varias papeletas, cada una con algunos residuos de bazuco y los echó en un cigarrillo, al que le sacó el tabaco

Con mi libreta en la mano

Me fui a dormir y a reponer fuerzas en mi casa del barrio de La Candelaria. Me había tomado el día libre en la imprenta, y no era para menos. Antes de quedar dormido en mi cama, con la libreta en la mano, logré plasmar las notas que daban cuenta de mi larga jornada con Nayibe. Nos habíamos reído de buena gana, cuando él me dijo que yo parecía un sociólogo, no sólo por mi facha, sino por actitud investigativa. Le recordé entonces que yo también había pasado por la Nacional y aún tenía unas materias pendientes en la carrera de antropología.

En especial recordé su amplio discurso, en el delirio de la droga, acerca de la manera de resolver el problema de las basuras en Bogotá. Su propuesta no era fantasiosa ni romántica. Partía de reconocer como seres humanos a los habitantes del Cartucho, iniciando convenios de asociación y trabajo con la administración distrital y dotándolos de seguridad social, en una campaña para instalar contenedores industriales de materias primas en la calle 9 y otras zonas estratégicas de la ciudad. Tales recipientes debían estar dotados con compartimentos para hacer de una vez la selección (vidrio, metales, papel, sintéticos, etc.). Estos contenedores recibirían los residuos previamente separados para su reutilización. ¡Qué buena idea! Tiempo después, cuando redactaba el primer borrador de esta crónica, vine a saber que comprendía muy bien la teoría ambiental sostenible de Gunter Pauli, a saber, las 3R: reutilización, reducción y reciclaje en la fuente.

Otro de los temas que abordó, desde su perspectiva de trabajo, fue el de la cultura ciudadana. Reflexionaba -como hablando para sí mismo- quienes tratan la basura en las diferentes sociedades son colectivos humanos. Si no se saca la basura de la vivienda durante una semana, lo más probable es que los insectos y los roedores lo saquen a uno de la casa o se propague fácilmente una epidemia. Como conocedor del problema de los residuos sólidos -negocio y problema que ha sido trascendental para Bogotá-, veía cómo, entre los desperdicios botados por la ciudad, estaba también mezclada la vida de muchos prestadores de un servicio social, necesitados de reconocimiento, seres anónimos como Nayibe.

Le conocí su sinceridad, enfrentado a tanta contaminación. Alguien que ejerce esta actividad despreciada, un “desechable”, horrible expresión que muestra nuestra insensibilidad. Y como bien lo trata Jorge Amado en su literatura acerca de la cultura negra brasilera, las sociedades producen desechos y desechados, de modo que el estigma que se les impone los hace desechables, a fin de trasladar culpas y naturalizar el egoísmo. De esas y otras cosas hablamos cuando empezamos a comunicarnos. Mucha tela quedaba aún por cortar, en tan singular amistad con este ser humano.

Otros Cartuchos, a la vuelta de la esquina

Durante un tiempo no supe más de Nayibe. Por su estilo de vida, era de esperarse que no cumpliera la cita de la noche. Estuve allí puntual en la Calle 19, hasta que empezó a llover.

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pantalones, camisas y chaquetas. Avanzamos y, dos cuadras más adelante, se interpusieron dos vigilantes de una firma privada de seguridad. Nos atravesaron las motos, y nuevamente una requisa minuciosa. Los celadores no encontraron nada. Lo insultaron y maltrataron, ofendiéndolo en su condición de reciclador y bazuquero. Pudimos avanzar, pero antes braveó a los policías privados, diciéndoles “he tenido que enfrentar a barones más barones, que ustedes dos juntos”. Sobre la marcha sacó, como por arte de magia, dos pipas de consumir el bazuco, hechas con una copa plástica de licor y un tubo de esfero kilométrico incrustado en la mitad de la copa, cubiertas con papel aluminio fijado con una banda de caucho. Pipas que ni los policías oficiales ni los privados le encontraron. Nayibe era un ñero diferente, mantenía sus prendas completas, como si fuera el uniforme de su trabajo diario, aun cuando cargara la mugre de la calle. Una extraña dignidad lo acompañaba.

El negocio funcionaba a la perfección

Eran las tres de la mañana cuando llegamos a la Calle del Cartucho. En medio del frío amanecer bogotano, completamos una hora y media de diálogo con el nuevo amigo. Me contó de su militancia con el Movimiento 19 de Abril, desde antes de ingresar a la universidad. Fue combatiente en las montañas caucanas y regresó a Bogotá luego de la desmovilización en 1990. Quedó al garete cuando la dirigencia de este grupo insurgente negoció su ideario por beneficios legales de participación en política durante el gobierno de César Gaviria. De nuevo en Bogotá, hizo las diligencias para reintegrarse a la universidad. Pasó solicitud a la Facultad de Ciencias Humanas en busca de su reingreso a la carrera de Sociología, sin tener respuesta favorable.

Después su vida es algo más confusa. Vuelve a vivir a la casa de su mamá en el barrio Juan Rey, al suroriente de la ciudad. La mamá se encontraba más desesperada que antes, pues él era la expectativa para salir adelante. Buscó trabajo y nunca lo encontró, soportando en silencioso complejo de culpa la cantaleta diaria de su mamá, por la falta de disciplina en los estudios. Ella siempre esperó que Nayibe fuera un profesional, pues creía que de esa manera saldrían adelante con los recursos económicos que ganaría su hijo como sociólogo.

La zona del Cartucho hervía a esa hora de la madrugada. Lo acompañé primero a salir de la carga que llevaba. Entramos a una bodega atendida por un hombre con cara de matón y un abultado reloj de acero en su muñeca. “Es el cacique”, me dijo en voz baja. Este oficio es propio del dueño de alguna línea de expendio de psicoactivos, alguien que además controla un grupo de trabajadores del microtráfico. Allí simultáneamente confluían de un modo estratégico los dos negocios: el reciclaje y el expendio de drogas. El reciclador, en ese tour delirante de las drogas, no necesita el dinero sino el espejismo concreto del bazuco en unas papeletas. Llaman “taquilleros” a quienes responden por la venta en una “olla”, y quienes venden en la calle son los “jíbaros”. El negocio funcionaba a la perfección. Las drogas estaban a la vista, sin rejas ni compartimentos, en un ambiente de tensa confianza pues quien rompe las reglas es castigado en forma severa y emblemática. Allí mismo operaba la recicladora. Tres ayudantes organizaban y empacaban las botellas en sacos, con mucha

Regresé a casa disfrutando de la lluvia y en el camino vi algunas personas reciclando, similares a él. Al día siguiente volví a mi trabajo con entusiasmo. Las noticias mostraban que el tema de las basuras seguía por fuera de la agenda del alcalde de turno. En cambio, ya habían empezado las obras para demoler el Cartucho y construir el Parque Tercer Milenio. Los medios de comunicación eran pesimistas. Se llegó a decir que sacarlos de allá era una situación muy difícil por la respuesta armada que iban a recibir de parte de todas esas bandas y mafias de maleantes. Cuando por el año de 2.003, vi por la televisión la operación de los buldócer tumbando las paredes, rodeada de tres tanquetas, la demolición ya era un hecho. A continuación se cerraron las calles de acceso y sólo quedó una puerta de salida, por donde paulatinamente fueron saliendo, hasta el último de los más veteranos habitantes del Cartucho. La nube de humo negro que por años fue la señal del sector, se disolvió a la vuelta de unos días.

La solución fue apenas parcial. El Cartucho se volvió muchos cartuchos dispersos por toda la ciudad, y la oferta y demanda de drogas y el mercadeo del crimen se trasladó, pasando la Avenida Caracas, a la olla del Bronx, unos metros más cerca del Comando de Policía de Bogotá y a un costado del Batallón Guardia Presidencial. Allí se da la confluencia de las calles novena y décima y las carreras 15 y 15ª, dando lugar a un espacio arquitectónico ruinoso en forma de Ele, como popularmente se conoce.

Un reencuentro inesperado

Me costó trabajo creerlo, pero todo esta renovación significaba cambiar para seguir igual. De otra parte, debo decir que la tecnología tipográfica de los moldes de plomo y linotipia con la cual yo me ganaba la vida, entró en desuso. A riesgo de quedarme sin trabajo, me tocó entrar a los sistemas digitales de impresión y abordar otras profesiones relacionadas con la escritura y los libros. No dejó de preocuparme la suerte de mi amigo en las pausas de mis labores cotidianas.

Un lunes de abril del año 2005, cuando a mediodía recorría el centro de la ciudad, aprovechando el septimazo, detuve mis pasos al observar una pareja que discutía, rodeada de más gente. Me acerqué y no era una pelea real sino un dúo de teatreros. Llevaban a la escena un cuadro de casados discutiendo por celos y ella reclamaba al marido el cuidado de sus hijos. De pronto una persona se acercó a los actores con un manojo de claveles rojos e interrumpiendo el acto, invitándolos a que no pelearan, se lo entregó a la actriz en las manos. Ella lo recibió, entre sorprendida y sonriente. Lo incorporó todo hábilmente a la escena. Luego las entregó a su marido y teatralmente se abrazaron y besaron. Al ver el desenlace, el donante espontáneo de las flores soltó una carcajada que todos los espectadores miramos y al fijar mi atención, ¡qué sorpresa!, era Nayibe. Parecía otro actor. Mientras el público se disolvía, caminamos al encuentro y nos abrazamos. Lo invité a un café en el Bar Mercantil.

Pedimos, en cambio, dos cervezas frías. Lo encontré notablemente cambiado. Tenía corto el cabello y limpias las manos. Vestía de pantalón negro, luciendo una camisa roja

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“NAYIBE Y LA VIDA CARTUCHERA”

FINALISTA CRÓNICA CIUDAD DE BOGOTÁ IDARTES 2014

Por: JOSÉ ACELAS

Una noche del 17 de julio de 1999, siendo cajista compositor de una imprenta, profesión hoy ya desaparecida, terminé mi jornada de trabajo y, aprovechando el día de quincena, me dirigí al centro comercial Nutabes, para ese entonces “un nodo de la rumba” en el centro de Bogotá. Luego de haber departido con unos amigos de ocasión, salí y presté atención al comportamiento de la gente que concurría a la Avenida 19. Observé un hombre de ojos negros, de aproximadamente 32 años. Hacía una pausa sentado en el suelo, mirando cuatro bultos de botellas que había reciclado de la rumba del Nutabes. El saludo fue espontáneo, como si fuéramos amigos desde hace mucho tiempo. Me contó que esa carga de botellas iba para el Cartucho, a las bodegas de material reciclable que por allí existían, donde haría con ellas trueque por papeletas de bazuco.

Se presentó como Nayibe y me invitó a su faena del Cartucho, a llevar la carga de botellas. Me pareció muy responsable su invitación y acepté como un nuevo reto, ante la cotidianidad de mi vida de trabajador de la imprenta antigua. En el camino conversamos y me hizo saber que alguna vez fue estudiante de Sociología en la Universidad Nacional. Le ofrecí ayudarlo con algo de la carga, pero no lo permitió. Eran las dos y media de la madrugada y nos dirigíamos a la zona más sórdida y disidente del país: La calle 9, conocida como Calle del Cartucho. Sabía que esta era una acción muy peligrosa, pero mi decisión ya estaba tomada.

Un ñero diferente

Su propuesta era que yo lo acompañara a conocer su familia cartuchera, unas cuarenta personas que vivían en un sopladero, ubicado en una casa de la carrera 12 con calle 9. Allí consumían bazuco día y noche, durmiendo a intervalos. No puedo negar que, bajando por la calle 11, al llegar a la carrera 10, en pleno San Victorino, sentí miedo. No obstante, continué, entendiendo que era la única manera de conocer por experiencia propia ese sitio. Me gustó que la oportunidad se diera sin planearla. Tenía la posibilidad de conocer de primera mano, la considerada durante algo más de dos décadas como la “zona urbana más dantesca del país”. Para ese entonces un periódico nacional había publicado una crónica donde se hablaba de 10.000 personas viviendo en 602 inmuebles y otras 3.000 que frecuentaban sus negocios, según un censo elaborado por la Empresa de Renovación Urbana de la Alcaldía Mayor.

Seguimos caminando y llegando a la Carrera Décima, la guardia policial que cuidaba la primera sede de la Fiscalía Regional, nos detuvo para practicar una requisa. No nos encontraron nada, luego de una búsqueda pormenorizada en todos los bolsillos de

gruesa de manga larga y botas de cuero. Un morral le escurría de la espalda y una bufanda verde le enrollaba el cuello en tres vueltas, tan solo los ojos despuntaban en su rostro. Daba la impresión de ocultar algo en su cara. No llevaba consigo sacos de reciclaje, pensé que estaba enfermo o que había abandonado su oficio. Lo primero que le pregunté fue de dónde había sacado las flores, a lo cual me respondió que en la vecina iglesia de San Diego, después de las honras fúnebres de un hombre adinerado, su familia había decidido cremarlo, de manera que no necesitaban flores para los hornos. Las lanzaron a la calle, entre las coronas y los ramos de condolencia. Él se apresuró a recoger las flores más frescas, escogiendo los claveles entre las magnolias, rosas y cartuchos. Después se internó por la Carrera Séptima hacia el sur. No imaginaba que se iba a encontrar metido dentro de una obra de teatro.

Hablamos de muchas cosas vagas, pero entre todas, recuerdo el brillo de sus ojos cuando me preguntó por la Universidad Nacional. Recordé que para él era un sueño regresar a las aulas. Pedí otras dos cervezas frías sin consultarle. Cuando la mesera las trajo a la mesa, él le solicitó fue un trago de aguardiente con limón. Se descubrió la cara y dejó ver su mejilla izquierda inflamada, refiriéndose a una muela cordal que hacía quince días lo estaba matando.

Sin pensarlo dos veces, pagué la cuenta y salimos. El primer taxi que pasó nos llevó por la calle 26. A los 10 minutos estábamos pidiendo la cita en la Facultad de Odontología. La muchacha de bata blanca y anteojos levantó la mirada, evaluó su mejilla y nos dieron atención de urgencias. Subimos despacio las escaleras de baldosas blancas. En la tercera puerta, al fondo, tropezamos con Ariadna Vázquez. Ese rostro me pareció familiar desde el primer momento. Era una estudiante opita, rebelde, y estaba haciendo sus prácticas de clínica. Celebramos la coincidencia y, a renglón seguido, ella nos condujo hasta un consultorio del final del pasillo. Después de media hora, estábamos del otro lado. Un estudiante alto, de pelo crespo y aspecto costeño, le había extraído la muela y cosido la cavidad con tres puntos.

A la salida nos estaba esperando Ariadna Vázquez. Se veía muy entusiasmada. No sólo quería saber más acerca de la vida de mi amigo, sino que nos propuso hacer una jornada de atención odontológica primaria para los habitantes de la calle focalizados en la Ele. Sin dejar de sonreír, le pregunté el motivo por el cual veía a Nayibe como un sujeto de la calle. La bella mujer enrojeció visiblemente y guardó silencio. Fue cuando él tomó la iniciativa. Articulando con dificultad las palabras, un poco retorcidas por efecto de la anestesia, le hizo saber el estado de desprotección de esa población. Sin embargo, se ofreció a servirle de guía, tal como lo había hecho antes conmigo.

La vida en La Nacho y Juliana

Su vida cambió a partir de ese día. Sin que yo tuviera que mediar, tuvo varios encuentros de trabajo de campo con Ariadna y Juan Pablo Palacios, ahora frecuentaba la universidad. En cuanto se afianzaron sus lazos de amistad, fue sintiéndose útil en su alma máter. Los

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Editorial

Va una semana, desde la madrugada del sábado 28 de mayo de 2016, que la Alcaldía Mayor de Bogotá, ordenó el opera�vo para erradicar la Calle del Bronx, del lugar donde aproximadamente hacía cuarenta años exis�a, la olla más grande de la ciudad simultáneamente con la ex�nta Calle del Cartucho. En un acto de tecnocracia neoliberal de construcción del acontecimiento inmediato, dando un paso adelante en el plan de recuperación del centro de la ciudad, el alcalde Enrique Peñaloza, manifestó que lo importante era rescatar a los seres humanos de ese infierno.

El equipo de trabajo de Página 13, manifiesta, que habiendo leído todos los puntos de

vista, opiniones escritas, visto los videos, alrededor de la calle del Bronx, producidos para la ciudadanía ante tan importante decisión, por la Revista Semana, el diario El Tiempo, El Espectador, así como la mayoría de los grandes medios, que hace recordar lo sucedido hace 13 años con la zona del Cartucho; aún hace falta con esta campaña hacer memoria de lo sucedido e invita a la ciudadanía a no aceptar con su silencio las men�ras y las responsabilidades históricas, por la criminalidad sucedida desde hace más de tres décadas a escaso metros de todos los poderes de la ciudad y el país. Las autoridades nos liberan de la amenaza de “terribles sayayines”, y convencen a la opinión publica de que esos desdentados y enfermos, son los capos del microtrafico, pero, los banqueros, constructores, inversores, paramilitares, que realmente se benefician de esos millones y su lavado, no están en ninguna parte del discurso oficial, ni de la acción policial.

Observando la magnitud e importancia de los hechos, que han logrado a la administración de la ciudad, desviar la atención sobre el actual plan de desarrollo, aprobado recientemente por el Concejo de Bogotá, se prueba por segunda vez una medida, que pone en evidencia las limitaciones de la polí�ca de intervención social de los gobiernos anteriores.

Esta EDICIÓN EXTRA, de PÁGINA 13, publica en exclusiva uno de los temas más controver�dos de la condición humana en todos sus estratos, clases y responsabilidades polí�cas y sociales, aportando desde la literatura, a la construcción de opinión en tan controver�do tema, desde que por la década del 70, llegó como por arte de magia el bazuco a la capital, al país y a toda la región y los responsables con�núan en la impunidad. Publicamos la crónica bogotana NAYIBE Y LA VIDA CARTUCHERA, escrita por el director de esta revista de la prensa alterna�va y comunitaria de la ciudad, como uno de los graves problemas de las localidades de Santafé y Mar�res y todas las localidades del sur de la ciudad, trabajo finalista en el PREMIO CRÓNICA BOGOTÁ IDARTES 2104.

Director: JOSE ACELASDiseño: SUSANA ROBAYORep. LegalCorpotayrona: JAIRO PINILLAColaboradores: EDUARD CURREA

Edición Extra No. 19 Junio de 2016ISSN 2344-8067

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estudiantes comenzaron a llamarlo por su nombre y un buen día del mes de marzo de 2.008, se atrevió a volver a pisar el edificio de Sociología. Esta vez se duchó y afeitó acicalándose con el mayor cuidado. Se terció una mochila arahuaca que le compró a un estudiante indígena de la Sierra Nevada de Santa Marta, de primer año de derecho, y con las cartas en la mano no vaciló en solicitar del archivo académico su sábana de notas de los tres semestres cursados y diligenciar su reintegro a la carrera de Sociología.

En una primera instancia la respuesta del Consejo Directivo de la facultad fue negativa. Dado su convencimiento y decisión de regresar a sus estudios, reiteró la petición el semestre siguiente. Esa carta que tuve la oportunidad de leer, tenía unas reflexiones de motivos y una justificación que me parecieron dignas de un ensayo sociológico. Entre otras cosas, argumentaba en ese documento su decisión consciente de abandonar la carrera para incorporarse a las guerrillas del M19, la disolución de la organización y su posterior recorrido de largos años por las calles de la ciudad en calidad de habitante de calle. Esta vez la respuesta fue favorable, su reintegro fue aprobado para reiniciar cuarto semestre en el año 2.009. Una colecta de los estudiantes, en solidaridad suya, le deparó un guardarropa de siete prendas para cambiarse los siete días de la semana.

Nayibe regresó a su casa. Su madre, entre lágrimas, lo apoyó en su decisión. El lunes 2 de febrero de 2009, cuando ya tenía que tomarse la foto del carnet, terminó de arreglarse la dentadura. No pudo sonreír del todo. Tenía proyectada una tesis que versaba sobre el vocabulario cartuchero. La carga histórica de su pasado le ayudaba a elaborar su presente, a buscar salir por todos los medios de su condición de habitante de la calle. Su experiencia de vida era observada por otros, de una manera casi morbosa. Se sabe que en algún momento tuvo una recaída, pero que salió de ella con la ayuda de Juliana, su novia, quien desempeñó un papel importante en ese momento de su vida. Juliana era morena, bajita, de ojos claros y cejas pobladas. Estudiaba enfermería y trabajaba en el Hospital San Rafael. Se conocieron en una de las fotocopiadoras de la calle 45. En alguna oportunidad los vi en el romance. Se besaron bailando al ritmo del Joe Arroyo, cuando departimos en uno de los bares de la 26. Cuando se presentó la oportunidad ella lo contrastó con los hechos, fue la referencia para hacer de sus sueños algo cotidiano y regular. También le enseñó que el amor es una permanente reinvención, como lo expresa el poeta Arthur Rimbaud. Junto a ella aprendió la importancia de amanecer en un mismo sitio todos los días.

No nos volvimos a ver. Siento un profundo regocijo por la experiencia de Nayibe, quien es apenas un sobreviviente de otra guerra urbana. Otros de su condición no logran tal proeza. Siguen caminando por las calles con su saco al hombro en ese mundo de las drogas. Viven incomunicados y girando en el círculo sin salida de su propio gueto. Se hacen ceniza con su vicio. Es necesario construir miradas solidarias con estos seres humanos para recuperar su propia fe en la vida y su lugar socioeconómico en la ciudad. Es de esperar un giro en sus destinos, un encuentro casual, una experiencia de vida que les cambie su rumbo para siempre.

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En la madrugada del sábado 28 de mayo de 2016, la alcaldía mayor de Bogotá realizó un gigantesco opera�vo, con más de 2.500 hombres de la Policía y el Ejército, acompañados por funcionarios de las secretarías de Salud e Integración Social del Distrito y miembros de la Fiscalía, el Ins�tuto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), para acabar con la Calle del Bronx y con la presencia en ese lugar de alrededor de 5000 seres humanos en condiciones lamentables de consumo de drogas y prác�cas de varios delitos, como pros�tución infan�l y corrupción.

Edición Extra No. 19 Junio de 2016ISSN 2344-8067

EXTRA EXTRA EXTRA

POR FIN SE ACABA LA CALLE DEL BRONX