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DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

FACULTAD DE FILOSOFÍA

UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

TESIS DOCTORAL

DEMOCRACIA Y EUROPA EN J. ORTEGA Y GASSET

UNA PERSPECTIVA ÉTICA Y ANTROPOLÓGICA

SONIA CAJADE FRÍAS

Directora de Tesis

ESPERANZA GUISÁN SEIJAS

Septiembre 2007

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INDICE

INTRODUCCIÓN 7

I. ORTEGA Y SU CIRCUNSTANCIA 9

II. LA DEMOCRACIA Y SUS LÍMITES 29

1. Modelo de democracia 33

1.1. Democracia, liberalismo y socialismo 33

1.2. Los totalitarismos 131

1.3. Conclusiones 143

2. La rebelión de las masas y el hombre-masa 151

2.1. Hiperdemocracia o rebelión de las masas 151

2.2. El hombre-masa 163

2.3. Causas, consecuencias y perspectivas de futuro 183

3. Precedentes 211

3.1. Platón 215

3.2. Alexis de Tocqueville 265

3.3. John Stuart Mill 311

III. EUROPA Y LA IDEA DE NACIÓN 349

1. Nación, nacionalización y nacionalismos 353

2. Concepción de Europa: el ethos europeo 377

3. El futuro de Europa y la construcción de la Unión Europea 399

IV. CONCLUSIONES 439

BIBLIOGRAFÍA 449

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7

INTRODUCCIÓN

El objetivo de esta investigación consiste en analizar, desde una

perspectiva ética y antropológica, el modelo de democracia que defiende

Ortega, su concepción de Europa y su propuesta de creación de la Unión

Europea. El análisis se dirige en este sentido a tratar de explicitar las

ideas y conceptos orteguianos por medio de los cuales se articula su

reflexión en torno a estas cuestiones, a través de una doble perspectiva

ética y antropológica que dé cuenta de las diferentes dimensiones

presentes en el pensamiento político orteguiano: su teoría cultural y

social, su ética y su concepción del ser humano, dentro del contexto

histórico español y europeo de la primera mitad del siglo XX.

En el primer capítulo de la tesis, titulado “Ortega y su

circunstancia”, se abordarán algunos aspectos clave tanto de la biografía

personal e intelectual de Ortega como del contexto histórico en el que se

gesta y enmarca su obra. Si bien el objeto de esta tesis no consiste en

dilucidar la interrelación entre el pensamiento político orteguiano, sus

influencias intelectuales y su vida pública, considero que determinados

aspectos biográficos e históricos son relevantes para la comprensión de

los temas centrales de esta investigación.

En el siguiente capítulo, “La democracia y sus límites”, será objeto

de análisis el modelo de democracia propuesto por Ortega, estudiando

los diversos principios que lo integran (libertad, igualdad, excelencia,

participación, felicidad, voluntad de convivencia, etc.) y las relaciones

que estos mantienen entre sí. Posteriormente, el análisis se centrará en

las dos formas de organización social y política que se contraponen al

modelo de democracia defendido por Ortega: por una parte, la

hiperdemocracia o rebelión de las masas –atendiendo también al

individuo dominante en ella, el hombre-masa– y, por otra, los

totalitarismos en sus diversas formas. Finalmente, analizaré las ideas de

tres importantes autores precedentes a Ortega en la reflexión sobre la

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8

democracia y sus límites: Platón, Alexis de Tocqueville y John Stuart

Mill.

El tercer capítulo, “Europa y la idea de nación”, se centra en la

concepción orteguiana en torno a Europa y su propuesta de construcción

de una Europa Unida, en relación con el fenómeno de la “rebelión de las

masas” y dentro del contexto de la crisis europea de primera mitad de

siglo. Será también objeto de análisis el significado de los conceptos de

nación, nacionalización, particularismos y nacionalismos dentro del

pensamiento político orteguiano.

Finalmente, en el cuarto capítulo serán expuestas las principales

conclusiones derivadas de esta investigación. Se señalan por último las

fuentes bibliográficas utilizadas en la elaboración de esta tesis.

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9

I. ORTEGA Y SU CIRCUNSTANCIA

La mitad de nuestro ser radica en lo que sean los demás,

y no se debiera olvidar que nuestro perfil depende

en buena parte del hueco que los demás nos dejen.

Yo soy yo y mi circunstancia,

y si no la salvo a ella no me salvo yo.

J. Ortega y Gasset

A propósito de su análisis sobre el fascismo, señalaba Ortega que,

para definir claramente un fenómeno histórico, es necesario estudiar tanto

su “dintorno” –o forma interior– como su “contorno” –o ambiente–, puesto

que:

En rigor, todo perfil es doble, y la línea que lo dibuja es, más bien, sólo la frontera entre ambos. Si de la línea miramos hacia dentro de la figura, vemos una forma cerrada en sí misma, a lo que podemos llamar un dintorno. Si de la línea miramos hacia fuera, vemos un hueco limitado por un espacio infinito en derredor. A esto podemos llamar el contorno.1

Podemos aplicar también esta distinción a la biografía de un

individuo, en este caso a la del propio autor, planteándolo además en los

términos de su propia filosofía:

¿Cuál fue el “contorno” peculiar de Ortega, esa parte

complementaria e inseparable de su “dintorno”, configurando entre

1 “Sobre el fascismo” (1925), II, 498. Las referencias a los escritos de José Ortega y Gasset se dan por la edición en doce volúmenes de sus Obras Completas(Alianza Editorial, Madrid, 1983), indicando en números romanos el volumen y en cifras arábigas la página correspondiente.

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ambos el perfil singular del filósofo? ¿Cuál fue ese “hueco” que su

circunstancia concreta dejó a Ortega para desarrollar su vida intelectual y

personal, tratando así de llevar a cabo su particular vocación, en tensión

constante –como en la figura del arquero– por dar en el blanco de su

propio destino, de su auténtico proyecto vital? ¿En qué medida su

circunstancia actuó como tal, esto es, de acuerdo con la propia filosofía

orteguiana: imponiéndole dificultades y limitaciones, a la vez que

proporcionándole facilidades y posibilidades? ¿Cómo aceptó Ortega esa

dimensión de “fatalidad”, inherente a toda vida humana y, de modo

paralelo, qué esfuerzos hizo para intentar ensanchar los límites de ese

“hueco” que le dejó su circunstancia, empujando así los límites de su

propio destino? En definitiva, ¿cuál fue la trayectoria biográfica que

recorrió el filósofo en busca de sí mismo, para cumplir la tarea ética

señalada por Píndaro y asumida por Ortega, sintetizada en el imperativo

de “llega a ser el que eres”? ¿A través de qué secuencias o escenas

vitales se fue conformando la estructura dramática de su vida?

Resuena en las anteriores cuestiones la concepción orteguiana de la

vida como drama, como quehacer y preocupación, como trayectoria

biográfica e imperativo ético de cumplir la auténtica y original vocación,

en interacción –o más bien en lucha constante– con las condiciones tanto

favorables como desfavorables que impone en cada momento el

“contorno” o circunstancia; la vida como conjunción de libertad y fatalidad,

de esfuerzo y voluntad de perfeccionamiento para llegar a ser plenamente

el que uno es –o quiere llegar a ser: en definitiva, el imperativo de

excelencia, la tarea ética de llegar a ser mejor que uno mismo. Se trata

de cuestiones éticas, políticas, sociológicas y antropológicas que

recorrerán desde el principio, entreverándose –aunque al mismo tiempo

siempre incompletas–, las distintas partes de esta investigación.

Como se comentó en la introducción, si bien el objetivo central de

esta tesis no consiste en analizar la interrelación entre el pensamiento

ético-político de Ortega –concretamente sus ideas sobre Europa y la

democracia– y el marco histórico y biográfico en el que se gestaron,

considero que es conveniente contextualizar su pensamiento,

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comenzando por abordar algunos puntos clave o “hitos” de la

circunstancia orteguiana que en mi opinión contribuyeron de manera

relevante a conformar ese “contorno” o “hueco” y a partir de los cuales

tuvo Ortega que desarrollar su vida personal e intelectual2.

La circunstancia familiar

José Ortega y Gasset nació en Madrid el 9 de mayo de 1883, dentro

de una familia de la burguesía ilustrada madrileña, de tradición

periodística y liberal. Hijo de Dolores Gasset Chinchilla y de José Ortega

Munilla, su abuelo materno, Eduardo Gasset y Artime, fue el fundador y

propietario del periódico El Imparcial, dirección que pasó a ocupar más

tarde el padre de Ortega. Esta tradición periodística familiar –el hecho de

haber nacido sobre la rotativa de un periódico, como decía el propio

Ortega– tendrá gran importancia en la trayectoria de Ortega y en la

elección del periodismo como uno de los medios fundamentales para la

expresión y difusión de sus ideas –así, sus primeros escritos aparecen en

la prensa, y gran parte de sus libros salieron a la luz a través de

publicaciones periódicas3. Por otra parte, además de la actividad

2 Para ampliar estas cuestiones, pueden verse los estudios de J. Zamora Bonilla: Ortega y Gasset, Plaza y Janés, Barcelona, 2002; V. Cacho Viu: Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000; J. Lasaga Medina: José Ortega y Gasset (1883-1955). Vida y filosofía, Biblioteca Nueva, Fundación José Ortega y Gasset, Madrid, 2003; Rockwell Gray: José Ortega y Gasset. El imperativo de la modernidad. Una biografía humana e intelectual, Espasa Calpe, Madrid, 1994; José Ortega Spottorno: Los Ortega, Taurus, Madrid, 2002; Miguel Ortega Spottorno: Ortega y Gasset, mi padre, Planeta, Madrid, 1983 y Soledad Ortega Spottorno: José Ortega y Gasset: imágenes de una vida, 1883-1955, MEC, Fundación Ortega y Gasset, Madrid, 1983.

3 “Aunque soy muy poco periodista, nací sobre una rotativa. Tal vez por este género de natividad me he sentido impulsado a desplazar algún esfuerzo hacia esta forma de labor literaria” (“El señor Dato, responsable de un atropello a la Constitución” (1920), X, 654). Pero en la elección de Ortega del medio periodístico como una de las fundamentales vías de expresión también tuvo mucho que ver la consideración, compartida asimismo por otros miembros de su generación, acerca de que en esos momentos el periódico constituía el medio idóneo para poder comunicar sus ideas a un amplio número de españoles. De acuerdo con M. Menéndez Alzamora, se trata de una característica común a los miembros de la generación del 14: “Los hombres del 14 depositan su confianza en tres elementos de transformación: la prensa, la conferencia o la acción divulgativa y, en tercer lugar, la agrupación cívica de carácter extrapartidista (...) La Generación se vertebra a través de la prensa entendida como instrumento de cultura y, por ende, de política”, convirtiendo “al periódico en instrumento de educación, en el primer eslabón de la activación culturalista, previo a otros instrumentos superiores” (M.

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periodística, varios familiares de Ortega desempeñaron cargos políticos

en la vida pública española, pues tanto su abuelo Eduardo Gasset como

su tío Rafael Munilla ocuparon carteras ministeriales, mientras que José

Ortega Munilla, padre de Ortega, fue diputado por el distrito de Padrón

(La Coruña) y también académico de la Real Academia de la Lengua en

1920.

La circunstancia española: La España de la Restauración

José Ortega y Gasset nació así en plena época de la Restauración,

durante el reinado de Alfonso XII (1875-1885) y posterior Regencia de

María Cristina, después de la “Revolución Gloriosa” de 1868 y del ensayo

de democracia y libertad que supuso la I República Española en 1873. El

final de siglo estuvo marcado por el denominado “Desastre del 98”,

acaecido por la pérdida de las colonias españolas de Cuba, Puerto Rico y

Filipinas.

La España de la Restauración se caracteriza por un atraso

generalizado, sobre todo en comparación con Europa Occidental: una

economía fundamentalmente agraria y con escasa industrialización, una

estructura social basada en fuertes diferencias entre los grandes

propietarios y la clase trabajadora, con un proletariado creciente pero sin

recursos y una débil burguesía insuficiente para promover un cambio

social. A esto se suma la alta tasa de analfabetismo y pobreza y el

desmesurado poder que la Iglesia católica poseía en todos los ámbitos

de la vida. En cuanto a la política, predominaban las estructuras

caciquiles, con sus características relaciones clientelares, su corrupción

y falta de respeto hacia la legalidad vigente. El poder político se repartía

Menéndez Alzamora, “Pensamiento político español del siglo XX. La generación del 14”, en F. Vallespín: Historia de la Teoría Política VI, Alianza, Madrid, 1996, pp. 479-480). Así lo explica el propio Ortega: “En nuestro país, ni la cátedra ni el libro tenían eficiencia social. Nuestro pueblo no admite lo distanciado y solemne (...) Quien quiera crear algo –y toda creación es aristocracia– tiene que acertar a ser aristócrata de plazuela. He aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote en la plazuela intelectual que es el periódico. No es necesario decir que se me ha censurado constantemente por ello” (“Prólogo a una edición de sus obras” (1932), VI, 353, cit. en M. Menéndez Alzamora, Op. Cit., p. 480).

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entre los dos partidos turnantes (el partido liberal conservador y el

partido liberal fusionista, liderados respectivamente por Cánovas y

Sagasta), movidos ambos por un particularismo dirigido a favorecer

únicamente los intereses particulares del propio partido,

desentendiéndose de los intereses nacionales, así como a mantener los

privilegios de las clases más favorecidas, olvidándose de las

necesidades de la clase trabajadora y de la urgencia de poner en marcha

amplias reformas sociales con el fin de solucionar los graves problemas

que planteaba la circunstancia española del momento –en definitiva, se

trata de la “vieja política” que critica duramente Ortega4, característica de

la “España oficial”, a la que contrapone la “nueva política” a la que

apunta la “España vital” emergente, dirigida a transformar la sociedad

española a través de la cultura y la ciencia, de acuerdo con los intereses

comunes de toda la nación5. Así, en la España de comienzos de siglo, la

gobernación pública se reducía, como describe V. Cacho Viu,

(...) a un triángulo mágico que podría acotarse así: los dos partidos turnantes, con los intereses sociales a los que respondían; la Corona, suscitadora aún de antiguas lealtades; y el Ejército como guardián externo del sistema, pronto siempre a saltar sus bardas. Ese es el panorama frente al cual Ortega excitaba a sus coetáneos a “buscar, en todo momento, las brechas que nos ofrezca la política vigente para insertar nuestro influjo, aunque sea mínimo”.6

Ante este estado de corrupción y estancamiento, el resultado es la

agudización de los problemas y conflictos en los distintos los órdenes y

un creciente descontento social. Con el fin de salir de esa situación de

inmovilismo, comienzan a organizarse en esta época los primeros

movimientos obreros y reivindicaciones progresistas por parte de los

grupos de izquierda (PSOE, CNT, UGT), las cuales cobrarán gran

protagonismo en los años siguientes. Al mismo tiempo, surge también un

grupo de intelectuales, escritores y artistas preocupados por la llamada

4 Especialmente en Vieja y nueva política (1914), X, pp. 268-307. 5 A esto se refería Ortega con los términos “nacionalizar” o “nacionalización” –

muy diferente del significado de “nacionalismo”, como él mismo aclara (por ejemplo, en “Miscelánea socialista” (1912), X, 203)–; así, la nacionalización de determinada institución implica la utilización de todos sus recursos para satisfacer las necesidades de todos los ciudadanos y no sólo de un grupo en particular.

6 V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, p. 59.

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regeneración de España, que fueron conocidos como la generación del

987 –Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Pío Baroja, Azorín, Emilia

Pardo Bazán, Antonio Machado, Ramón del Valle Inclán, Joaquín Costa,

entre otros. Ésta fue la generación intelectual que precedió a Ortega, con

la que dialogó y convivió, pero también de la que posteriormente se

diferenció, liderando precisamente la posterior generación del 14. Por otra

parte, ambas generaciones estuvieron influidas por la Institución Libre de

Enseñanza8, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos, con quien

Ortega mantuvo una estrecha amistad.

Años de Formación

En 1891 Ortega comienza sus estudios en el colegio de jesuitas de

El Palo, en Málaga. En 1897 inicia la carrera de Derecho y Filosofía y

Letras en la Universidad de Deusto, pero en 1898 se traslada a la

Universidad Central de Madrid y en 1901 abandona definitivamente los

estudios de Derecho, obteniendo en 1902 la licenciatura en Filosofía y

Letras. En ese mismo año publica su primer artículo, “Glosa. A Ramón del

Valle-Inclán” en Faro de Vigo. Obtiene el doctorado dos años después en

la Universidad Central de Madrid con la tesis titulada “Los terrores del año

Mil: Crítica de una leyenda”.

7 Parece que fue el propio Ortega quien acuñó el término “generación del 98” en sus artículos “Competencia I y II” (X, 226-231, El Imparcial, 8 y 9 de Febrero de 1913), pero para aplicarlo a él mismo y a sus coetáneos, quienes vivieron siendo adolescente el desastre del 98 y en esos momentos rondaban los treinta años. Pocos días después de la publicación de estos artículos de Ortega, Azorín escribió una serie titulada “La Generación del 98” (ABC, 10, 13, 15 y 18 de Febrero de 1913), en la cual utilizó el término para referirse con él a su propia generación. Ortega guardó silencio al respecto y el término “generación del 98” pasó así a designar a la generación finisecular (Cf. V. Cacho Viu, Repensar el 98, Biblioteca Nueva, Madrid, 1997, pp. 117-171).

8 De inspiración krausista, la Institución Libre de Enseñanza fue impulsora de una pedagogía moderna y laica, promoviendo la coeducación y la “educación integral” del estudiante en el desarrollo armónico de sus distintas capacidades cognoscitivas, artísticas, críticas y creadoras. En 1910 se creó la Residencia de Estudiantes, aneja a la Institución, de la que Ortega fue vocal y colaborador durante más de veinte años. De acuerdo con V. Cacho Viu, Francisco Giner “acertó a ver en Ortega el continuador esencial, antes incluso que los discípulos inmediatos, de su empeño por implantar en España la moral de la ciencia como fundamento (...) de un nuevo patriotismo” (V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, p. 53).

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En febrero de 1905 Ortega emprende su primer viaje a Alemania,

estudiando durante un año en las universidades de Leipzig y Berlín.

Amplía sus estudios durante 1907 en la Universidad de Marburgo, en

donde tendrá como profesores a H. Cohen y P. Natorp, a través de

quienes conocerá la filosofía neokantiana y la fenomenología de E.

Husserl, los que tendrán una importante repercusión en el pensamiento

orteguiano9. En 1911 volverá a Marburgo durante casi un año.

Actividad académica, periodística y editorial

Después de su segunda estancia en Alemania, en 1907 Ortega

vuelve a Madrid y comienza a escribir con frecuencia en El Imparcial, en

donde seguirá publicando con asiduidad hasta su ruptura con el periódico

familiar en 1913 a raíz de la publicación de su artículo “De un estorbo

nacional”10. En 1910 es nombrado profesor de Psicología, Lógica y Ética

de la Escuela Superior de Magisterio de Madrid y se casa con Rosa

Spottorno Topete. En ese mismo año gana la cátedra de Metafísica de la

Universidad Central de Madrid y pronuncia en la sociedad Sitio de Bilbao

la conferencia “La pedagogía social como programa político”.

Dentro de su labor como editorialista destacan su contribución en la

fundación de las revistas Faro (1908), Europa (1910) y España (1915). De

su colaboración con el ingeniero y empresario Nicolás María de Urgoiti

9 Para un estudio de las relaciones de Ortega con la fenomenología, véase principalmente la obra de J. San Martín, Fenomenología y cultura en Ortega. Ensayos de interpretación, Tecnos, Madrid, 1998. De acuerdo con este autor, “la filosofía de Ortega representa una cima del pensamiento filosófico dentro del continente de la fenomenología, que ha contribuido a clarificar en múltiples facetas. Ortega entendió inmediatamente qué pretendía la fenomenología: detener teóricamente la vida para describirla, evaluarla, reorientarla, tomar nuevo impulso y lanzarla conscientemente a un futuro en el que nos jugamos nuestro destino. Pero además, esto no como persona individual, sino como miembro de una colectividad. El filósofo es un funcionario del pueblo y, por él, de la humanidad” (Op. Cit., pp. 243-244).

10 “De un estorbo nacional. I” (1913, X, 232-237, El Imparcial 22-IV-1913). En este artículo, Ortega afirmaba que si el partido conservador de Maura constituía un peligro nacional, el partido liberal de Romanones era un estorbo para el progreso de España, ya que ni era liberal ni poseía doctrina política alguna, al tiempo que señalaba la necesidad de su disolución y de la formación de un partido auténticamente liberal que integrase los ideales socialistas. La segunda parte del artículo fue publicada al mes siguiente en El País (“De un estorbo nacional. II”, X, 241-245, El País 13-V-1913).

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surgió la fundación de El Sol en 1917 y de la editorial Calpe en 1919. En

1923 Ortega funda y dirige la publicación mensual Revista de Occidente y

crea un año más tarde la editorial de la revista.

El reinado de Alfonso XIII

En 1902 Alfonso XIII cumple la mayoría de edad y accede al trono.

Durante la monarquía parlamentaria que constituyó su reinado tuvieron

lugar dos intentos regeneracionistas, uno de tipo conservador, dirigido

por Antonio Maura (1904-1909), y otro de signo progresista, liderado por

José Canalejas (1910-1914). En 1909, durante el gobierno de Maura se

produjeron en 1909 los graves sucesos de la “Semana Trágica” de

Barcelona, en donde la huelga general dio paso a una dura represión de

los anarquistas por parte del gobierno, lo que provocó la caída del

gobierno de Maura. José Canalejas tomó el testigo en 1910 e intentó

recuperar parte de los principios de la revolución de 1868, iniciando una

política de descentralización y actuando contra el clericalismo, pero su

asesinato en 1912 por un anarquista frustró la posibilidad de

regeneración del sistema y agravó los conflictos entre la corona, la

burguesía, el ejército y el proletariado, lo que condujo finalmente a la

grave crisis de 1917.

La generación del 14

El 23 de marzo de 1914 Ortega pronuncia en el Teatro de la

Comedia de Madrid la conferencia “Vieja y nueva política”, que supuso el

manifiesto fundacional de la generación del 14 y la presentación pública

de la Liga de Educación Política Española (LEP), liderada por Ortega y

formada por Ramón Pérez de Ayala, Manuel García Morente, Manuel

Azaña, Antonio Machado, Pedro Salinas, Fernando de los Ríos Urruti,

Salvador de Madariaga, Francisco Bernís, etc. Como portavoz de la nueva

generación emergente, en esta conferencia Ortega critica duramente la

“vieja política” de la España de la Restauración y defiende la necesidad

de una “nueva política” que represente un nuevo liberalismo en

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conjunción con un socialismo humanista, en la que uno de los principales

objetivos sea la educación intelectual y moral de todos los ciudadanos a

través de la cultura y la ciencia. La Liga de Educación Política Española

se definía a sí misma como un “partido de la cultura”, aclarando que no se

identificaba con un partido político al uso –como tampoco lo hará la

posterior Agrupación al Servicio de la República–, pues, como precisa

Ortega:

Los fines de nuestra Asociación (...) necesitan abrirse vías nuevas y distintas de las acostumbradas por nuestra vieja política (...) Nos aproximaremos, pues, como contingente auxiliar a aquellos partidos de gobierno que circunstancialmente coincidan con nuestras opiniones o que menos las contradigan.11

Por otra parte, la fecha de 1914 coincide también con la publicación

del primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, así como con el

inicio de la primera guerra mundial (1914-1918), la cual, como sostiene

J.E. Pflüger, “marcó en gran medida el desarrollo ideológico del grupo”12.

Como apunté anteriormente, la relación de la generación del 14 con

la del 98 fue tanto de diálogo y colaboración como de posterior

enfrentamiento y oposición. De acuerdo con V. Cacho Viu, Ortega actuó

en este sentido como líder intergeneracional13, actuando de gozne de

unión entre las generaciones contiguas, la generación antecedente del 98

11 “Vieja y nueva política” (1914), I, 305. 12 De acuerdo con J.E. Pflüger, “la elección de la fecha vendría a ser reforzada

posteriormente con el desencadenamiento de la primera guerra mundial y el debate en la sociedad española entre aliadófilos y germanófilos” (“La generación política de 1914”, Revista de Estudios Políticos, nº 112, abril-junio 2001, Nueva Época, Madrid, p. 184 y p. 186 respectivamente).

13 En opinión de V.Cacho Viu: “Para llegar a ser un líder auténticamente intergeneracional, una personalidad intelectual tiene forzosamente que haber llegado a desempeñar las tres funciones (...): conformar la generación propia, dotándola de un ideal público; captar a la inmediatamente anterior, para que se sume de alguna manera a ese ideal colectivo; y, llegado el momento, seducir a la generación emergente con tal de que continúe, sin más revisiones que las estrictamente indispensables, la propuesta recibida de sus ancestros intelectuales” (Los intelectuales y la política. Perfil público de Ortega y Gasset, p. 52). De acuerdo con el propio Ortega, “la realidad histórica de una generación consiste en ser el punto de intersección de una generación anterior que la ha preparado y de otra subsecuente que mana y deriva de ella: cada generación es discípula de una más vieja y maestra de otra más joven” (“Los problemas nacionales y la juventud” (1909), X, 108).

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y las posteriores generaciones del 27 y del 3014. La generación del 14

hereda de la generación anterior el problema de la regeneración de

España, pero su actitud, sensibilidad y objetivos generacionales van a

diferenciarles claramente de la generación precedente. Como señala P.

Cerezo Galán, en la generación del 14 se produce un “giro culturalista”

que implica un importante cambio de orientación; en relación a la

generación del 98, el énfasis se traslada de la religión a la cultura, del

romanticismo a la ciencia, del individualismo y subjetivismo al objetivismo;

de una postura pesimista y escéptica con respecto a las posibilidades de

cambio a una actitud optimista hacia el futuro; de la inacción y

desesperación a una reacción positiva con proyectos de futuro e

iniciativas concretas para transformar la realidad; del casticismo al

proyecto de europeización de España. La generación del 14 va a

interpretar de este modo la problemática española desde nuevas

directrices, cuyos elementos clave serán el neorregeneracionismo y la

europeización15.

Primer viaje a Argentina (1916)

En 1916 Ortega viaja con su padre por primera vez a Argentina,

invitado por la Junta para la Ampliación de Estudios y la Institución

Cultural Española de Buenos Aires, donde permanecerá

aproximadamente durante seis meses16. En Buenos Aires Ortega

pronunciará una serie de conferencias tituladas “Introducción a los

problemas de la filosofía actual”, en donde plantea la necesidad de

ruptura con el positivismo del siglo XIX y la superación del idealismo y del

subjetivismo, anunciando así la apertura del siglo XX hacia la formación

de una “nueva sensibilidad”. En estas conferencias Ortega expondrá

14 Para un estudio de las relaciones entre la generación del 14 y la del 30 y el surgimiento de esta última a partir de la separación de un grupo de jóvenes dentro del grupo de colaboradores de Ortega en la Revista de Occidente, puede consultarse el estudio de Francisco José Martín, “De una escisión en el orteguismo de los años veinte” (Revista de Estudios Orteguianos, nº 2, 2001, pp. 91-101).

15 Cf. P. Cerezo Galán, “Ortega y la generación de 1914: un proyecto de ilustración”, Revista de Occidente, nº 156, Mayo 1994, pp. 5-32.

16 Estos viajes de Ortega a Argentina aparecen ampliamente documentados en Carmen Asenjo e Iñaki Gabaráin, en Revista de Estudios Orteguianos, nº 1-4.

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importantes aspectos de su propia filosofía, que serán desarrollados por

el filósofo en años posteriores17. Ortega volverá a Argentina en dos

ocasiones más, 1928 y 1939, este último viaje ya dentro de la etapa del

exilio. También en 1916 comienza Ortega a publicar El Espectador, un

proyecto de revista unipersonal donde publicará artículos como “Verdad y

perspectiva” (1916), “Democracia morbosa” (1917), “No ser hombre

ejemplar” (1925), “Sobre el fascismo” (1927), “Revés de almanaque”

(1934) y “Socialización del hombre” (1934).

La crisis de 1917

Los graves problemas del período constitucional español iniciado en

1876 con el régimen de la Restauración se ponen claramente de

manifiesto a través de la crisis de 1917, a través de la reunión de la

“Asamblea de parlamentarios” en Barcelona para reclamar una reforma de

la Constitución, la protesta del sector militar mediante las “Juntas

Militares de Defensa” y la convocatoria de una huelga general promovida

por UGT y CNT. La solución a la crisis se basó en la organización de

unos “gobiernos de concentración”, los cuales tampoco fueron capaces de

lograr la estabilidad política.

La situación española se ve también influida por los

acontecimientos que en esos momentos se están desarrollando en el

contexto europeo. En 1917 tiene lugar la revolución rusa, que supone el

triunfo de la primera revolución socialista del mundo, primero en Febrero,

a cargo de los socialistas moderados o “mencheviques”, dando paso el

absolutismo monárquico del zar Nicolás II a un régimen político

republicano liberal; y después en Octubre, cuando los socialistas

radicales o “bolcheviques” toman el poder y, bajo el mando de Lenin,

Rusia se convierte en un régimen comunista y pasa a denominarse Unión

de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Las esperanzas de

implantar un régimen socialista crecen en los demás países de Europa, al

17 Cf. J.L. Molinuevo (Ed.): Meditación de nuestro tiempo. Las conferencias de Buenos Aires, 1916 y 1928, FCE, México, 1996.

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20

tiempo que aumenta también el apoyo popular hacia gobiernos de tipo

carismático y autoritario, como reacción ante una posible expansión del

comunismo hacia otros países europeos. En España, en 1921 un sector

del partido socialista se escinde del PSOE y se crea el Partido Comunista.

La dictadura de Primo de Rivera y el gobierno Berenguer (1923-1930)

La crisis de 1917 se agravó en los años siguientes y la conflictividad

social aumentó de forma significativa. A esto se sumó el desastre militar

de Annual (Marruecos, 1921), en donde murieron más de doce mil

soldados españoles y cuya responsabilidad alcanzó también al rey. Entre

1917 y 1923 hubo tres crisis totales de gobierno y, finalmente, el general

Primo de Rivera toma el poder en 1923 mediante un Golpe de Estado,

poniendo fin así a la Constitución de 1876 y dando inicio a un régimen

dictatorial. Durante estos años Ortega publica algunas de sus más

importantes obras: España invertebrada (1922), El tema de nuestro

tiempo (1923), La deshumanización del arte (1925), La rebelión de las

masas (1930) y Misión de la Universidad (1930).

En 1928 Primo de Rivera prohíbe la publicación en El Sol de un

artículo de Ortega, por considerar que suponía una amenaza a la unidad

nacional; en dicho artículo, recogido posteriormente en La redención de

las provincias (1931), Ortega defendía la necesidad de participación de

todos los ciudadanos en los asuntos públicos y proponía la organización

de España a través de un Estado autonómico de nueve o diez grandes

comarcas o regiones18. En marzo de 1929 los estudiantes universitarios

protagonizaron una protesta contra el régimen de Primo de Rivera, que

fue duramente reprimida por el gobierno, produciéndose el cierre de la

Universidad y la persecución policial de algunos estudiantes. Ante este

hecho, varios profesores universitarios renunciaron a sus cátedras, entre

ellos Ortega.

18 “La idea de la comarca o región”, en La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 257-261.

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21

Pero lo que en un principio iba a ser un régimen provisional para

restablecer el orden se prolongó hasta que los problemas sin resolver,

agravados por la crisis económica mundial que supuso el Crack de 1929,

produjeron la pérdida de apoyos y finalmente en 1930 Primo de Rivera

presenta su dimisión al rey, quien encarga al general Berenguer la

formación del nuevo gobierno. Ese mismo año Ortega publica “El error

Berenguer”, en donde se posiciona a favor del republicanismo,

concluyendo el artículo con la sentencia “Delenda est Monarchia”19.

II República española (1931-1936) y Agrupación al Servicio de la República

En agosto de 1930 tiene lugar el “Pacto de San Sebastián”, en el

que republicanos, socialistas y grupos catalanes de izquierda llegan a

acuerdos con el fin de establecer un gobierno republicano. En febrero de

1931, Ortega, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala crean la

Agrupación al Servicio de la República (ASR). Tras las elecciones de abril

de 1931, se proclama la Segunda República española, con Niceto Alcalá

Zamora como presidente y Manuel Azaña como jefe de gobierno. En junio

de ese mismo año Ortega es elegido diputado por León.

Sin embargo, a pesar de su firme adhesión a la República, Ortega

pronto se decepciona de los cauces radicales por los que discurre el

gobierno republicano durante los primeros meses en el poder. Poco

tiempo después, Ortega publica Rectificación de la República20 (1931), en

donde advierte de la necesidad de emprender las reformas urgentes que

reclama la circunstancia española, aunando los principios liberales y

socialistas dentro de un mismo modelo democrático, en donde los

cambios sean progresivos, no violentos ni revolucionarios –tal como fue el

19 “El error Berenguer” (1930), XI, 279. 20 En Rectificación de la República (1931), Ortega recoge los artículos

periodísticos y los discursos parlamentarios del autor, desde el 23 de abril de 1931 con el artículo “Contraseña del día. Saludo a la sencillez de la República”), pocos días después de la proclamación de la República, con la conferencia “Rectificación de la República”, pronunciada el 6 de diciembre del mismo año en el Cinema de la Ópera de Madrid.

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22

de acuerdo con Ortega origen de la II República: pacífico, espontáneo, y

con el apoyo de la gran mayoría de los españoles–, sino a través de los

cauces legales y parlamentarios, atendiendo a los intereses de todos los

españoles, de acuerdo con su programa de nacionalización21, eludiendo

así todo tipo de particularismos22. Otra cosa sería para Ortega falsificar la

República, desvirtuar el sentido original con el que ésta nació y traicionar

como consecuencia a “la realidad profunda de la nación”, a las extensas

fuerzas sociales que apoyaron su advenimiento y depositaron en ella su

esperanza. Ortega sostiene que esto es lo que ha comenzado ya a

suceder y la causa de la pérdida de adhesión de muchos ciudadanos al

proyecto republicano; de ahí la urgencia, señala Ortega, de rectificar la

dirección que ha llevado hasta el momento la República23. El filósofo

critica el intento de apropiación de la República por parte de algunos

grupos radicales, que no son representativos de la nación y cuya

influencia amenaza la estabilidad de la República. Ortega defiende en

este sentido la necesidad de “ir sin vacilación a una reforma pero sin

radicalismo –esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista–”24:

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron en el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»

La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.25

21 Ortega entiende por “nacionalización” aquella política que atiende a los intereses de todos, del conjunto de la nación, sin exclusiones de ningún tipo. Este será el significado con el que utilizaré dicho término en lo sucesivo.

22 Ortega reclama en este sentido la “nacionalización de la República, que la República cuente con todos y que todos se acojan a la República”, sin excluir a nadie, con el fin de llevar a cabo, mediante la participación de toda la ciudadanía, el proyecto colectivo que constituye una nación (Rectificación de la República (1931), XI, 410). Ortega propone en este sentido ir más allá de las divisiones dicotómicas entre políticas de “izquierdas” y de “derechas”, por considerar que es un error plantear la política republicana en estos términos, y tratar de aunar todos los esfuerzos con el fin de construir “una política unitaria, nacional”. En caso contrario, señala Ortega, la República sucumbirá (“Hay que reanimar la República” (1932), XI, 492). “Se trata, señores, de innumerables cosas egregias, que podríamos hacer juntos” (Rectificación de la República (1931), XI, 417).

23 Así sostiene Ortega: “Desde que sobrevino el nuevo régimen no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la República! ¡Guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad...(...) la República en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión” (Ibid., 385).

24 Ibid., 386. 25 Ibid., 387.

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23

En 1932 se produce la disolución de la Agrupación al Servicio de la

República, al considerar que ya había cumplido con el objetivo propuesto

de impulsar la República26. A partir de entonces Ortega publica sus

últimos artículos políticos –el último de ellos, titulado “En nombre de la

nación, claridad”, publicado en El Sol el 9 de diciembre de 1933– y

anuncia el comienzo de una “segunda navegación”, para dedicarse por

entero a la actividad filosófica27. En 1932 publica Goethe desde dentro y

el curso académico 1932-1933 lo dedica a “Unas lecciones de metafísica”.

En estos mismos años aparecen las primeras traducciones al inglés y al

alemán de La rebelión de las masas.

La inestabilidad del régimen republicano se pone de manifiesto a

través de las reivindicaciones por parte de los obreros y campesinos,

descontentos por la lentitud de la puesta en práctica de las medidas

adoptadas por el gobierno, las frecuentes huelgas, ocupaciones de

latifundios (sobre todo en Extremadura y Salamanca), disturbios callejeros

y quema de iglesias, así como por acontecimientos como la sublevación

militar fracasada al mando del general Sanjurjo en 1932 y las revueltas

anarquistas en Cataluña y Casas Viejas (Cádiz), duramente sofocadas

26 De este modo se explica en el “Manifiesto disolviendo la Agrupación al Servicio de la República” (1932): “La Agrupación al Servicio de la República nació con estos dos propósitos exclusivos: combatir el régimen monárquico y procurar el advenimiento de la República en unas Cortes Constituyentes (...) La índole de ambos propósitos eliminaba todo intento de dar a la Agrupación el carácter estricto de partido político. Por eso llamamos (...) muy especialmente a los que no eran políticos, invitándoles a suspender provisionalmente las tareas de su vocación personal para acudir a una urgencia nacional de histórico rango (...) La Agrupación ha laborado en el Parlamento cuanto ha podido. Su obra y esfuerzo efectivos han sido mayores de lo que las apariencias han revelado, porque procuró afanarse con modestia y sin ruido (...) La República está suficientemente consolidada para que pueda y deba comenzar en ella el enfoque de las opiniones. Más la Agrupación, por su génesis misma, por su espíritu e intento inicial, no puede ser una fuerza adecuada para combatir frente a otras fuerzas republicanas. Nació para colaborar en el advenimiento de la República, sin adjetivos ni condiciones. Firme el nuevo régimen sobre el suelo de España, la Agrupación debe disociarse sin ruido ni enojos, dejando en libertad a sus hombres para retirarse de la lucha política o para reagruparse bajo nuevas banderas y hacia nuevos combates” (XI, 516-518).

27 Ortega comienza entonces un “silencio político” que mantendrá hasta el final de su vida. Como él mismo declara, Ortega sintió que, de alguna manera, su palabra había dejado de ser escuchada, y de ahí su silencio: “En una conferencia dada en diciembre de 1931 [“Rectificación de la República”] reclamé un deslinde de responsabilidades y me hice insolidario de la manera como se entendía por los gobernantes la República. Hice un llamamiento a la opinión y a ciertos grupos políticos (...) Pero ni la opinión ni los grupos políticos me hicieron el más ligero caso. Este fracaso rotundo y perfecto me da derecho a un silencio cuando menos transitorio” (“Carta” (1933), XI, 520).

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24

por el gobierno republicano. Las elecciones de 1933 dan el poder al

Partido Centrista Radical de Lerroux y a la CEDA (Conferencia Española

de Derechas Autónomas), al mando de Gil Robles. En 1934 se produce la

entrada de la CEDA en el gobierno, lo que supone la paralización de

diversas políticas iniciadas por el gobierno anterior, como la reforma

agraria, el desarrollo de las autonomías, la separación entre Iglesia y

Estado y la eliminación de los privilegios eclesiásticos. En ese mismo año

se produce una huelga revolucionaria obrera en Asturias, brutalmente

reprimida bajo la coordinación del general Franco, y la CNT proclama el

“comunismo libertario” en pueblos de Aragón, Cataluña y la zona minera

de León.

La Europa de entreguerras (1918-1939), hostigada por las

consecuencias de la primera guerra mundial, el Desastre económico de

1929 y la crisis de los gobiernos liberales, incapaces de dar solución a

los problemas sociales emergentes, vivió en ese período el auge de los

movimientos fascistas, que promovían el desarrollo de un nacionalismo

expansionista y la negación de instituciones democráticas fundamentales

tales como el pluralismo político y los derechos y libertades individuales,

a la vez que tendían a concentrar el poder en torno a un líder

carismático, ejemplificado en el caso de Italia con B. Mussolini (1922-

1943) y en el de Alemania con A. Hitler (1933-1945).

La Guerra Civil española (1936-1939) y el exilio

En las elecciones españolas de 1936 gana el Frente Popular,

agrupación constituida por partidos de izquierda, con Manuel Azaña

como presidente y Casares Quiroga como jefe de gobierno. Pero el 18 de

julio se produce una sublevación militar coordinada por el general Mola.

Tras el fracaso del golpe, se inicia la guerra civil entre los dos bandos

enfrentados, la España republicana y la España sublevada, llamada a sí

misma “nacional”. El 30 de agosto de 1936 Ortega, gravemente enfermo,

parte al exilio, temiendo por su vida y por la de su familia. En noviembre

del mismo año llega a París, donde permanecerá hasta principios de

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25

1939. En 1937 aparece su “Prólogo para franceses”, incluido en la

primera edición francesa de La rebelión de las masas y, un año después,

el “Epílogo para ingleses” y “En cuanto al pacifismo”, reunidos también

en la misma obra. A finales de 1938 es operado quirúrgicamente con

éxito de una grave enfermedad biliar.

En abril de 1939 finaliza la guerra civil española con la victoria del

bando “nacional” y se establece una dictadura bajo el régimen del

general Franco, que durará hasta su muerte en 1975. En agosto de 1939

Ortega se traslada con Rosa Spottorno y su hija Soledad a Argentina,

instalándose en Buenos Aires. En ese mismo año publica

Ensimismamiento y alteración y Meditación de la técnica y, al año

siguiente, en 1940, Ideas y creencias. En el contexto europeo, en

septiembre de 1939 estalla la segunda guerra mundial.

Ortega permanece en Buenos Aires hasta febrero de 1942, cuando

parte junto con su familia hacia Lisboa, donde transcurrirán los últimos

años de su exilio. En 1943 escribe “Introducción a Velázquez” y al año

siguiente imparte en la Universidad de Lisboa un ciclo de conferencias

sobre “La razón histórica”.

La vuelta a la España franquista en 1946 y el semiexilio

Después de nueve años de exilio, Ortega vuelve por primera vez a

España en 1945 y a partir de entonces vivirá entre Lisboa y Madrid. En

1946 da su primera conferencia en España tras la guerra con el título

“Idea del teatro”, en el Ateneo de Madrid. En 1947 escribe La idea de

principio en Leibniz, y al año siguiente funda con Julián Marías el Instituto

de Humanidades.

En los últimos años de vida, Ortega imparte numerosos cursos y

conferencias fuera de España, sobre todo en Alemania, con gran

reconocimiento internacional. Participa en las conmemoraciones en torno

al centenario de Goethe, en julio de 1949 en Aspen (Colorado) y en

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26

agosto del mismo año en Hamburgo. También en 1949 imparte en el

Instituto de Humanidades el curso sobre “El hombre y la gente” y

pronuncia en la Universidad Libre de Berlín la conferencia “De Europa

meditatio quaedam”. En 1951 da una conferencia en Londres sobre “La

rebelión de las masas” y es nombrado doctor honoris causa por la

Universidad de Glasgow. Ese mismo año asiste a los encuentros de

Darmstadt, donde imparte la conferencia “El mito del hombre allende la

técnica” y tiene un encuentro con Heiddeger. En 1951 se instala en

Munich, invitado para impartir las conferencias “La idea de nación y la

juventud alemana”, y en septiembre de ese mismo año participa en las

Rencontres Internationales de Ginebra, donde hablará del “Pasado y

porvenir para el hombre actual”. En 1953 Ortega vuelve a Madrid tras su

larga estancia en Munich. En los meses siguientes dará conferencias en

Edimburgo, Londres y Munich. En 1954 es nombrado doctor honoris

causa por la Universidad de Marburgo y en mayo de 1955 da en Venecia

su última conferencia, “El Medioevo y la idea de nación”.

Muere en Madrid el 18 de octubre de 1955.

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29

II. LA DEMOCRACIA Y SUS LÍMITES

Si hubiera un pueblo de dioses estaría gobernado

democráticamente. Un gobierno tan perfecto no

conviene a los hombres.

J.J. Rousseau, Del contrato social

Como hemos visto, la vida de Ortega se sitúa dentro de una

importante encrucijada en el contexto europeo: crisis del liberalismo,

primera y segunda guerra mundial, ascenso del movimiento obrero y del

socialismo, auge de los movimientos totalitarios (fascismo y comunismo

soviético), etc. Durante esos años, en España tiene lugar el

establecimiento de la II República, tras la cual se produce la guerra civil

y la posterior dictadura franquista.

Ésta es la circunstancia o “contorno” en el cual Ortega va a

desarrollar su modelo de democracia, mediante el cual da respuesta a

los problemas y conflictos que plantea su época, pero siempre

atendiendo a una visión de futuro, tratando de anticiparse en la medida

de lo posible al “por-venir” y construyendo un modelo de organización

social y política deseable para las sociedades europeas. Así pues, si

bien Ortega se muestra atento en todo instante a las condiciones de

posibilidad que ofrece la circunstancia en orden a promover su

transformación –esto es, partiendo del contexto social y cultural, en

coherencia por otra parte con su teoría de la razón vital, que otorga

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30

prioridad a lo que “es” y “puede ser” sobre lo que “debería de ser”28–, el

filósofo no deja de indicar continuamente la necesidad de orientar la

acción hacia la consecución de unos ideales éticos y políticos válidos

para toda sociedad humana, que configuran ese horizonte ideal en el que

ha de incardinarse la acción política, y que en última instancia se

fundamenta, como veremos, en su concepción del ser humano y su

teoría de la vida humana. Como se irá mostrando a lo largo de la

presente investigación, el pensamiento político orteguiano, su modelo de

democracia y su concepción de Europa, tienen su fundamento en sus

ideas éticas y antropológicas.

La orientación de la reflexión política y social de Ortega hacia el

futuro constituye una constante en el pensamiento orteguiano, en

consonancia con el carácter de futurización que este pensador atribuye a

la propia vida humana. Ejemplos de esta visión de futuro son sus

anticipaciones acerca de la instauración de fórmulas políticas

intermedias entre el liberalismo y el socialismo, reguladas por la

intervención estatal y con aplicación de criterios de justicia distributiva

(socialdemocracia y Estado de Bienestar), el advenimiento de la

sociedad de masas y del fenómeno de globalización, el auge y declive de

las formas totalitarias de gobierno dentro del contexto europeo, así como

la necesidad de estructurar el Estado español en grandes comunidades

autónomas y la organización de Europa en una entidad supranacional, a

la cual Ortega denominó en un primer momento los “Estados Unidos de

Europa” –anticipando de este modo la España de las Autonomías y la

creación de la Unión Europea.

A continuación será objeto de análisis el modelo de democracia

propuesto por Ortega, estudiando los distintos principios que lo integran

(libertad, participación, desarrollo de capacidades, igualdad, excelencia,

voluntad de convivencia, etc.) y el modo en que estos se articulan entre

28 Prioridad en el sentido de que para transformar la realidad en dirección al ideal, para Ortega es necesario atender a “lo que hay”, a lo que “es”, es decir, a las condiciones de posibilidad de cambio que ofrece ese contexto social y cultural. Esta prioridad a lo real, consecuente con el raciovitalismo orteguiano, imprime una permanente orientación a su pensamiento ético y político hacia una antropología de las sociedades complejas.

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31

sí. Posteriormente, el análisis se centrará en las dos formas de

organización social y política que se contraponen al modelo de

democracia defendido por Ortega: por una parte, la “hiperdemocracia” o

“rebelión de las masas” –atendiendo también al individuo dominante en

ella, el “hombre-masa”– y, por otra, los totalitarismos en sus diversas

formas. Finalmente, se analizan las teorías de tres importantes autores

precedentes a Ortega en la reflexión sobre la democracia y sus límites:

Platón, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill.

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33

1. MODELO DE DEMOCRACIA

¿Cuál es la mejor forma de gobierno posible? ¿Quién debería

gobernar? ¿Cómo conjugar los principios de libertad e igualdad,

participación y excelencia, competencia y equidad, dentro de un mismo

modelo democrático, teniendo en cuenta además las características

particulares de cada sociedad? Ortega dará respuesta a estas cuestiones

clásicas en ética y política a través de un modelo determinado de

democracia, cuyos puntos clave se abordan a continuación.

1.1. Democracia, liberalismo y socialismo

Ortega es un firme defensor de la democracia liberal, a la que

considera “el tipo superior de vida pública hasta ahora conocido”29, de tal

modo que cualquier otra forma de vida “que imaginemos mejor tendrá

que conservar lo esencial de aquellos principios”30. De entre todas las

alternativas políticas posibles, para Ortega “lo único que queda como

inmutable e imprescindible son los ideales genéricos, eternos, de la

democracia; y todo lo demás, todo lo que sea un medio para realizar y

dar eficacia en cada momento a esos ideales democráticos es

transitorio”31. La democracia constituye así para Ortega un ideal a

realizar32, por tanto, un proceso –por definición siempre inacabado–

dirigido al progreso y perfeccionamiento de las sociedades, tanto a nivel

colectivo como individual. El objetivo de la política es, según el filósofo,

“mejorar la salud moral y material, individual y colectiva de nuestro

pueblo”33, de acuerdo con una ética perfeccionista que ha de alcanzar a

29 La rebelión de las masas (1930), IV, 173-174. 30 Ibid., 174. 31 Vieja y nueva política (1914), I, 289. 32 Ortega define el “ideal” como “cualquier posible mejora espiritual o material

de la sociedad” (“De re politica” (1908), X, 65). 33 “Liga de Educación Política” (1912), X, 249.

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34

todos los ciudadanos, sin exclusión de ningún tipo, puesto que para

Ortega la política consiste básicamente en “formar un estado social y

político en el que sean una cosa misma la vida próspera de la nación y el

bienestar de todos y cada uno de los ciudadanos”34. Así pues, Ortega se

aleja de la “ética de mínimos” que con frecuencia suele caracterizar a las

ideologías liberales –especialmente a través de las actuales corrientes

neoliberales, ejemplificadas en teorías como las de R.Nozick y

F.A.Hayek– y apuesta por una ética y una concepción de la democracia

exigentes, donde, como veremos, los valores de libertad, igualdad,

excelencia, participación, bienestar moral y material para todos ocupan

un lugar central.

Ortega defiende un modelo de democracia que integra distintos

valores y principios que guardan estrecha conexión entre sí: libertad,

igualdad, excelencia, desarrollo, participación, vitalidad. La combinación

de estos principios en un mismo modelo democrático da lugar a un

complejo sistema de equilibrio, regulado por la ponderación recíproca

que ejerce cada principio sobre los demás, en donde posee una especial

relevancia definir los límites legítimos entre los cuales debe moverse

cada principio, con el fin impedir que el exceso de alguno de ellos impida

el necesario despliegue de los otros35. Así lo advierte Ortega: “Cuántas

veces acontece esto: la bondad de una cosa arrebata a los hombres, y

puestos a su servicio olvidan fácilmente que hay otras muchas cosas

buenas con quienes es forzoso compaginar aquélla, so pena de

convertirla en una cosa pésima y funesta”36. Se trata de una política de

integración y de no exclusión y, en última instancia, de voluntad de

convivencia, valores que constituyen una constante en el pensamiento de

Ortega, y que para este filósofo se corresponden además con la

sensibilidad de su tiempo –en contraposición con la sensibilidad

característica del siglo XIX y su tendencia a la unilateralidad:

34 Ibid., 248. 35 Se advierte aquí la presencia –como también veremos en Platón, J.S. Mill y

A. Tocqueville– de la tradición ética griega que identifica la virtud con la medida, la templanza o moderación (sophrosýne), lo que implica la necesidad de evitar la desmesura (hýbris), en la búsqueda de un equilibrio o punto medio entre el exceso y el defecto, tal como se pone en evidencia en el caso paradigmático de la ética aristotélica.

36 “Democracia morbosa” (1917), II, 135.

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35

La sensibilidad de nuestra hora parece dirigida por un afán de integrar y no de excluir. En vez de «o lo uno o lo otro», aspira a «lo uno y lo otro». Política de muchas dimensiones, cada una de las cuales regula y modera a las demás.37

Este planteamiento integrador de distintos principios dentro de un

mismo modelo de democracia aproxima a Ortega a los posteriores

planteamientos característicos de la socialdemocracia y del Estado de

bienestar, que comenzaron a gestarse a finales del siglo XIX y se

implantaron de manera generalizada en Europa después de la segunda

guerra mundial.

Ortega entiende la democracia primeramente como “soberanía

popular”, como autogobierno o “gobierno de la sociedad por la

sociedad”38. De ahí la importancia que adquiere la idea de participación

de la ciudadanía en el modelo democrático de Ortega, si bien mediada,

como veremos, por el principio de excelencia. Ortega define la soberanía

afirmando que “un Poder es soberano cuando es el Poder supremo y

fundamental del cual emanan todos los demás y que, por ser el primero,

no nace a su vez de otro Poder anterior y previo, sino que nace de sí

mismo, es autógeno”39. De este modo, dentro de una democracia “el

pueblo, la comunidad de los ciudadanos es la única fuente originaria del

Poder civil. Todas las demás son secundarias y derivadas”40.

El principio liberal ocupa un lugar destacado dentro del modelo

democrático orteguiano. Ortega sostiene que la democracia y el régimen

de libertades se encuentran “indeleblemente inscritas en la sensibilidad

europea”41 y que el liberalismo es para las sociedades europeas “algo

ineludible, inexorable, que el hombre occidental de hoy es, quiera o no

(...) ese imperativo de ser políticamente libre, inscrito en el destino

europeo”42.

37 “Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 97. 38 Mirabeau o el político (1927), III, 635. Cf. IX, 113. 39 El Estatuto catalán (1932), XI, 478. 40 “La polémica parlamentaria” (1920), X, 619. Cf. IX, 113; XI, 479ss. 41 “Entreacto polémico” (1925), XI, 66. 42 La rebelión de las masas (1930), IV, 211-212. Cf. IV, 122ss y 594ss.

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36

Ortega distingue entre democracia y liberalismo, señalando que

cada uno se refiere a un problema distinto del derecho político: la

democracia da una respuesta a la cuestión que gira en torno a la

titularidad del poder político, resolviendo ésta a favor de “la colectividad

de los ciudadanos” (concepción de la democracia como “soberanía

popular”), mientras que el liberalismo responde al problema de los límites

del poder político (independientemente de quién ejerza la soberanía),

tomando como base los derechos y libertades individuales: “El Poder

público, ejérzalo un autócrata o un pueblo, no puede ser absoluto, sino

que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado”43.

De este modo, en el modelo democrático orteguiano existe un área

protegida de no intervención arbitraria por parte del poder público, y que

tiene por objeto la protección de las libertades y derechos del individuo,

teniendo en cuenta que “el Poder público tiende siempre y dondequiera a

no reconocer límite alguno”44. Se trata de un aspecto esencial dentro del

liberalismo clásico, que de acuerdo con Ortega es imprescindible

conservar en las futuras reformulaciones del liberalismo. La revisión del

liberalismo decimonónico implica para Ortega la conservación de “su

parte de verdad”, puesto que “el pasado tiene razón, la suya. Si no se le

da esa que tiene, volverá a reclamarla, y de paso a imponer la que no

tiene. El liberalismo tenía una razón, y ésa hay que dársela per saecula

saeculorum. Pero no tenía toda la razón, y ésa que no tenía es la que

hay que quitarle. Europa necesita conservar su esencial liberalismo. Ésta

es la condición para superarlo”45.

Ortega insiste desde sus primeros escritos en la necesidad de

superar el “viejo liberalismo” del siglo XIX, un liberalismo individualista46,

basado esencialmente en la protección de los derechos individuales y

defensor de un capitalismo de laissez faire. De acuerdo con Ortega, los

43 “Ideas de castillos: liberalismo y democracia” (1926), II, 425. Cf. VI, 79; X, 594.

44 Id. Ortega se refiere a ese “área de no interferencia” afirmando que “yo necesito, desde luego, sin distingos, equívocos ni reservas, mantener mi personalidad intacta, saber que, mande quien mande –el Príncipe o el pueblo– nadie podrá mandar sobre lo que hay en mí de inalienable.” (“¡Libertad, divino tesoro!” (1915), X, 329).

45 La rebelión de las masas (1930), IV, 206. 46 Vieja y nueva política (1914), I, 303.

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derechos individuales poseen un “valor puramente negativo; no son

principios de organización, de construcción social; fueron liberales

porque liberaron del antiguo régimen, y su sentido perdurará como

precauciones ante su posible retorno. La democracia aporta esos

principios constructivos y orgánicos. Consérvesele la ilustre

denominación de liberal si se quiere; pero cuidando de acentuar la

ampliación doctrinal que contiene el nuevo liberalismo”47. Ortega señala

en este sentido la necesidad de revisar el liberalismo clásico, de limitarlo

mediante su combinación con otros principios democráticos, con el fin de

adaptarlo a las nuevas necesidades del contexto histórico, construyendo

de este modo un “nuevo liberalismo”, “un liberalismo de estilo

radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un

liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer, en la línea

misma del horizonte”48. Como veremos, este nuevo liberalismo tendrá

necesariamente que integrar los ideales socialistas, los cuales

constituyen para Ortega el nuevo imperativo moral y político inscrito en el

horizonte histórico europeo.

Para Ortega el auténtico liberalismo es instrínsecamente reformista,

presto siempre a adaptarse a las circunstancias cambiantes de la

realidad social, dispuesto a reformular sus objetivos, a revisar

periódicamente sus ideales y a ensayar nuevas soluciones que den

respuesta a las necesidades sociales emergentes:

Por liberalismo no podemos entender otra cosa sino aquella emoción radical, vivaz siempre en la historia, que (...) espera siempre, y en todo orden, de nuevas formas sociales, mayor bien que de las pretéritas y heredadas. Más esta perenne emoción necesita en cada jornada de su histórico progreso un cuerpo de ideas claras e intensas donde encenderse. Cuando se desplazan los problemas materiales y jurídicos de la sociedad, cuando varía la sensibilidad colectiva, quedan obligados los verdaderos liberales a trasmudar sus tiendas, poniendo en ejercicio un fecundo nomadismo doctrinal. Por esta razón, es hoy ineludible para el liberalismo hacer almoneda de aquellas ideologías que le han impulsado durante un siglo. Otra cosa sería buscar su propio engaño y condenarse a la esterilidad.49

47 “Sencillas reflexiones” (1910), X, 170. 48Vieja y nueva política (1914), I, 127. 49 Ibid., 302-303.

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De ahí la afirmación orteguiana de que “los partidos liberales son

partidos fronterizos de la revolución o no son nada”50. Así, para Ortega el

liberalismo se caracteriza por su talante genuinamente progresista,

anticonvencional, radicalmente crítico con las instituciones establecidas y

con los prejuicios y tópicos al uso51. De este modo, el liberalismo se

opone frontalmente al conservadurismo y al tradicionalismo, puesto que

consiste, contrariamente a estos últimos, en la “superación de todos los

instintos sociales”52. Por la misma razón, el liberal se contrapone al

reaccionario, puesto que para Ortega “el liberalismo es cultural”, esto es,

construcción de cultura, mientras que el espíritu reaccionario es, por el

contrario, “el enemigo nato de la cultura”:

El reaccionario (...) nos propone que aceptemos una antigua forma social, intelectual, literaria, etc, por ella misma, para quedarnos en ella definitivamente sin aspiración a cambiar, con aspiración más bien a no cambiar. Por eso la reacción me parece la enemiga nata de la cultura, del espíritu. El espíritu no es una cosa quieta y cristalizada, sino una fluencia y un cambio, un superarse incesantemente a sí mismo, un morir para renacer. El espíritu reaccionario es suicida (...)53

Ortega sostiene que “el liberalismo es la política generosa por

excelencia”, en este sentido para Ortega el auténtico liberalismo significa

libertad para todos –también para los que opinan y actúan de manera

diferente–, lo que implica una actitud de tolerancia, de respeto a la

diferencia y a la pluralidad..., en definitiva, una política de no exclusión,

basada en una decidida voluntad de convivencia, principios ya

50 “Lerroux, o la eficacia” (1910), X, 157. 51 En esta misma línea Ortega se presentaba junto con los demás miembros de

la Liga de Educación Política (LEP) afirmando: “Los miembros de la Liga de Educación Política (...) somos liberales, es decir, nos consideramos libres de toda traba dogmática en el más amplio sentido de la palabra” (“Liga de Educación Política” (1912), X, 248, cursivas mías). De acuerdo con P. Cerezo Galán, en Ortega “el liberalismo queda así definido como liberación de toda heteronomía, tanto en la vida personal como en la pública” (“Ortega y la regeneración del liberalismo: tres navegaciones y un naufragio”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, p. 635).

52 “Imperialismo y democracia” (1910), X, 130. Cf. VI, 227ss. Ortega opone el espíritu liberal al conservadurismo, sosteniendo que “cada cual lleva en la mente una ordenación ideal de la sociedad: para el conservador –es decir, el hombre sin imaginación– ese orden mental coincide con el orden real. Mas para los demás existe un grave desequilibrio entre lo que quisiéramos y lo que padecemos” (“Lerroux, o la eficacia” (1910), X, 157-158), esto es, entre el ideal – “lo deseable” – y la realidad.

53 “De puerta de tierra” (1912), X, 208.

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mencionados y sobre los cuales tendremos ocasión de volver más

adelante.

El liberalismo es el principio de derecho político según el cual el Poder público, no obstante ser omnipotente, se limita a sí mismo y procura, aun a su costa, dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la mayoría. El liberalismo –conviene hoy recordar esto– es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla (...) ¡Convivir con el enemigo! ¡Gobernar con la oposición!54

En su concepción sobre la libertad, Ortega distingue –en

consonancia con la diferenciación de I. Berlin55 en “libertad de” y “libertad

para”– entre una acepción negativa de libertad, esto es, la condición de

que el individuo se encuentre libre de todo tipo de trabas y obstáculos

para desarrollar su libertad, y su acepción positiva, entendida ésta como

la oportunidad real y efectiva del individuo para ejercer su libertad: “para

nosotros libertad debe significar dos cosas: con respecto al individuo,

licitud extrema de sus acciones, libertad negativa; con respecto al

Estado, obligación de poner al individuo en condiciones cada vez más

perfectas para usar de esa libertad”56.

54 La rebelión de las masas (1930), IV, 191-192. En virtud de ese respeto a la diferencia, de la necesidad de aprender a “convivir con el enemigo”, sostiene Ortega que el liberalismo “tiene esta nativa elegancia: no sabe luchar si no es regalando antes la propia arma al enemigo” (X, 594); en la misma línea afirma que “los principios liberales obligan por sí mismos a legislar para todos, muy especialmente para el enemigo” (X, 556). Por eso el liberalismo constituye para Ortega “la política magnánima”: “Las leyes liberales no se han conquistado para los ortodoxos, para los conformes, para los pacíficos (...) los liberales genuinos, los del siglo XIX, han sido unos hombres que formando mayorías han legislado para minorías. Eso es el liberalismo: la política magnánima” (“Sencillas reflexiones” (1910), X, 169).

55 I. Berlin, Dos conceptos de libertad y otros escritos, Alianza, Madrid, 2001. 56 “Los problemas nacionales y la juventud” (1909), X, 113. De acuerdo con F.

Salmerón, “la tradición socialdemócrata a que Ortega se acoge, está profundamente ligada a esa segunda noción de libertad [libertad positiva], a la convicción de la igualdad de todos los hombres en materia política, y a las ideas de evolución y progreso” (F. Salmerón, “El socialismo del joven Ortega”, en F. Salmerón, A. Rossi, L. Villorro y R. Xirau (Eds.): José Ortega y Gasset, FCE, México D.F., 1984, p. 192).

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En el pensamiento de Ortega, el concepto de libertad está

íntimamente relacionado con los valores de autonomía, autenticidad y

vocación. El individuo libre es aquel que es dueño de su propio destino y

esto requiere que “el individuo se encuentre con que en ciertos sectores

de su actividad pueda existir desde su personalísimo fondo, conforme a

su propia inspiración o vocación”57. Ortega sostiene que “la libertad ha

significado siempre en Europa franquía para ser el que auténticamente

somos”58, puesto que “el liberalismo, antes que una cuestión de más o

menos en política, es una idea radical sobre la vida; es creer que cada

ser humano debe quedar franco para henchir su individual e

intransferible destino”59.

De acuerdo con Ortega, en la vida humana se da una combinación

de libertad y fatalidad. La vida humana es fundamentalmente elección,

pues en todo momento estamos enfrentados a un repertorio de

posibilidades entre las cuales hemos que elegir60. En esta constante

elección entre las diferentes opciones que la circunstancia nos presenta

radica la doble dimensión de libertad y fatalidad. Cada individuo –y cada

sociedad– es libre para elegir entre esas distintas posibilidades, de

acuerdo con su sistema de preferencias y su carácter particular. Pero

sobre ese acto de libertad gravita permanentemente la dimensión de

fatalidad o necesidad, en diferentes estratos: en primer lugar, estamos

obligados a elegir –no podemos “no elegir”, pues incluso esto último

constituye en sí mismo una elección, entre otras posibles–, lo que

supone por otra parte renunciar al resto posibilidades, al menos por el

momento61; en segundo lugar, no podemos elegir sobre un repertorio

57 “Tocqueville y su tiempo”, IX, 330. 58 La rebelión de las masas (1930), IV, 122. 59 “Socialización del hombre” (1930), II, 746. 60 De ahí que la vida humana sea permanente encrucijada y constante

perplejidad, ante las diferentes posibilidades que se presentan en nuestro entorno, y entre las cuales tenemos que decidir (Cf. Unas lecciones de metafísica (1933), XII, 75-76).

61 De acuerdo con la teoría antropológica orteguiana, el ser humano está fatalmente obligado a ejercitar su libertad, “de suerte que es libre el hombre...a la fuerza. No es libre de no ser libre” (Ideas y creencias (1940), V, 495). “El hombre es libre, quiera o no, ya que, quiera o no, está forzado en cada instante a decidir lo que va a ser” (“A una edición de sus obras” (1932), VI, 349), pues “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser” (¿Qué es filosofía?, VII, 419): “Si no nos es dado escoger el mundo en que va a deslizarse nuestra vida –y ésta es su dimensión de fatalidad– nos encontramos con un cierto margen, con un horizonte

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infinito de posibilidades, sino estrictamente en relación al conjunto

concreto y delimitado de opciones que la circunstancia nos ofrece en

cada instante determinado62; en tercer lugar, de entre esas posibilidades

que se nos ofrecen, no podemos elegir cualquiera, sino –y aquí aparece

la dimensión ética, la esfera del “deber ser”– precisamente aquella que

concuerda con nuestra personal vocación –aquello que tenemos que

ser– y nuestro particular destino, pues de ello depende que nuestra vida

sea auténtica –coincidencia del individuo consigo mismo, con su

vocación– o, por el contrario, que falsifiquemos nuestra vida63. De

acuerdo con Ortega, “cada hombre tiene un programa vital que es el

único auténticamente suyo” 64:

vital de posibilidades –y ésta es su dimensión de libertad–; vida es, pues, la libertad en la fatalidad y la fatalidad en la libertad” (Ibid., 418). “Después de todo –afirma Ortega–, no tiene sentido hablar de libertad sino junto a la fatalidad. En un mundo donde no existiese la necesidad, el fatum, no habría de qué libertarse. La libertad es siempre la evasión de una necesidad, el abandono de una cadena” (“Abenjaldún nos revela el secreto” (1934), II, 682).

62 La circunstancia imprime, siguiendo la teoría orteguiana, una “determinación relativa” respecto a la capacidad de libertad en la vida humana, tanto a nivel individual como colectivo: “La vida se encuentra siempre en ciertas circunstancias, en una disposición en torno –circum– de las cosas y demás personas. No se vive en un mundo vago, sino que el mundo vital es constitutivamente circunstancia, es este mundo, aquí, ahora. Y circunstancia es algo determinado, cerrado, pero a la vez abierto y con holgura interior, con hueco o concavidad donde moverse, donde decidirse (...) Vivir es vivir aquí, ahora –el aquí y el ahora son rígidos, incanjeables, pero amplios (...) Vida es, a la vez, fatalidad y libertad, es ser libre dentro de una fatalidad dada. Esta fatalidad nos ofrece un repertorio de posibilidades determinado, inexorable, es decir, nos ofrece diferentes destinos. Nosotros aceptamos la fatalidad y en ella decidimos por un destino. Vida es destino (...) la vida es, a la par, fatalidad y libertad, es posibilidad limitada pero posibilidad, por tanto, abierta” (¿Qué es filosofía? (1929), VII, 431).

63 Pues, según Ortega, “la vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo” (IV, 426): “Toda vida humana es la lucha, el esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son, precisamente, lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmagórica” (IV, 208-209). “Porque corremos siempre el riesgo de preferir un «sí mismo» que no es el auténtico, y en tal caso nuestra decisión equivale a un suicidio, a una suplantación. (...) la libertad no puede consistir en elegir entre posibilidades equivalentes, es decir, que ellas, las posibilidades, sean también libres. No; la libertad adquiere su propio carácter cuando se es libre frente a algo necesario (...) El hombre (...) advierte en todo momento que no le basta con elegir, sino que tiene que acertar, esto es, que su libertad tiene que coincidir con su fatalidad (...) Tiene que descubrir cuál es su propia, auténtica necesidad; tiene que acertar consigo mismo y luego resolverse a serlo. De aquí su consustancial perplejidad. De aquí también que sólo el hombre tenga «destino». Porque destino es una fatalidad que se puede o no aceptar, y el hombre, aun en la situación más apretada, tiene siempre un margen –este margen es la libertad– para elegir entre aceptarla o dejar de ser” (VI, 349-350).

64 En torno a Galileo, (1947), V, 138.

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42

Pero aquí viene lo más importante: esos diversos proyectos vitales o programas de vida que nuestra fantasía elabora, y entre los cuales nuestra voluntad (...) puede libremente elegir, no se nos presentan con un cariz igual, sino que una voz extraña, emergente de no sabemos qué íntimo y secreto fondo nuestro, nos llama a elegir uno de ellos y excluir los demás. Todos, conste, se nos presentan como posibles –podemos ser uno u otro–, pero uno, uno sólo se nos presenta como lo que tenemos que ser. Éste es el ingrediente más extraño y misterioso del hombre. Por un lado es libre: no tiene que ser por fuerza nada, como le pasa al astro, y, sin embargo, ante su libertad se alza siempre algo con un carácter de necesidad, como diciéndonos: «poder puedes ser lo que quieras, pero sólo si quieres ser de tal determinado modo serás el que tienes que ser». Es decir, que cada hombre, entre sus varios seres posibles, encuentra siempre uno que es auténtico ser. Y la voz que le llama a ese auténtico ser es lo que llamamos «vocación». Pero la mayor parte de los hombres se dedican a acallar y desoír esa voz de la vocación. Procura hacer ruido dentro de sí, ensordecerse, distraerse para no oírla y estafarse a sí mismo sustituyendo su auténtico ser por una falsa trayectoria vital. En cambio, sólo se vive a sí mismo, sólo vive, de verdad, el que vive su vocación, el que coincide con su verdadero «sí mismo». Ahora bien, este verdadero «sí mismo» de cada cual, este programa de vida que es el vocacional comprende, claro está, todos los órdenes de la existencia, no se refiere sólo a la profesión u oficio que vamos a elegir.65

65 Ibid., 137-138. La libertad se presenta así en última instancia dentro de la teoría orteguiana como la capacidad para hacer lo que tenemos que hacer, destacando así el concepto de “deber”, de un modo que recuerda al “imperativo categórico” kantiano. En un sentido similar se expresa F. Lasalle al señalar que “ése es, sencillamente, el asunto de la vida: que todo hombre no pueda hacer, ni más ni menos que lo que es su verdadero deber” (“Discurso renano” (1863) en F. Lasalle, Manifiesto obrero y otros escritos políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 240). Ortega se declara sin embargo muy alejado de la filosofía kantiana: “Yo no creo mucho en la obligación, como creía Kant; lo espero todo del entusiasmo. Siempre es más fecunda una ilusión que un deber. (Tal vez el papel de la obligación y del deber es subsidiario; hacen falta para llenar los huecos de la ilusión y el entusiasmo). Para Europa, hoy, la gran cuestión no es un nuevo sistema de deberes, sino un nuevo programa de apetitos” (“Galápagos, el fin del mundo” (1926), III, 527). De acuerdo con J. Lasaga, una de las críticas que Ortega dirige a Kant es la de “haber elaborado un ideal de virtud que no sólo no da, sino que impide la ilusión” (Figuras de la vida buena. Ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset, Enigma Editores, Fundación de José Ortega y Gasset, Madrid, 2006, p. 141), teniendo en cuenta que para Ortega “no es el deber el motor del quehacer humano, sino la ilusión” (Ibid., p. 140). E. Bonete considera que la ética orteguiana es claramente antikantiana, puesto que “Ortega no admite la unicidad del deber, el criterio de universalizabilidad ni el rechazo a las inclinaciones que Kant promovió. El único imperativo, el único criterio de moralidad que ofrece Ortega coincide con el que en la Antigüedad proponía Píndaro: «Llega a ser el que eres». Aceptar este imperativo equivale a considerar como único deber la fidelidad a nosotros mismos y no a una pretendida ley universal. En el fondo piensa que el criterio de universalizabilidad propio del imperativo categórico kantiano encierra la aceptación de una actitud dogmática y rígida, nada acorde con la dinamicidad de la vida; y acusa al imperativo kantiano de ser un arma simplificadora de la riqueza y complejidad del vivir (...) Para Ortega, una ética como la kantiana que margina todas las facetas sensible e instintivas presentes en las inclinaciones y tendencias naturales de los hombres, es falaz y «mágica». Lo que una realidad –en nuestro caso el hombre– deba ser, no puede consistir, según Ortega, en olvidar su contextura real, sino más bien en perfeccionarla (...) Ortega parece acusar a la ética kantiana (rigorista y ascética) de atender sólo a la moral expresada en el deber olvidando las tendencias, impulsos y necesidades reales” (E. Bonete, “La

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En este sentido, para Ortega nuestra libertad radica en elegir

precisamente aquello que debemos elegir, de acuerdo con nuestra

particular vocación, si queremos que nuestra vida sea auténtica. Y este

imperativo de autenticidad es también un imperativo de excelencia,

puesto que, desde el punto de vista de Ortega, la opción que debemos

escoger de entre todas las demás que nos ofrece la circunstancia es,

precisamente, aquella que representa “lo mejor”66, el ideal de

perfeccionamiento respecto a la circunstancia que nos es dada, dentro

de sus posibilidades y limitaciones determinadas. De acuerdo con

Ortega, todo lo anterior es válido tanto para la vida individual como para

la vida colectiva.

La vida, que es, ante todo, lo que podemos ser, vida posible, es también, y por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida. La circunstancia –las posibilidades– es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse, desde luego, en un mundo determinado e incanjeable: en este de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo –el mundo es siempre éste, este de ahora– consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza... a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir. Es, pues, falso decir que en la vida “deciden las circunstancias”. Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.

Todo esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y, luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella.67

Además del principio liberal, el modelo orteguiano de democracia

reclama también la incorporación de los ideales socialistas dentro de su

ética en la filosofía española del siglo XX”, en V. Camps (Ed.), Historia de la Etica III, Crítica, Barcelona, 1999, pp. 392-394).

66 Cf. VIII, 28; IX, 330. 67 La rebelión de las masas (1930), IV, pp. 170-171.

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núcleo normativo68. La concepción orteguiana del socialismo está influida

especialmente por Saint-Simon, por la socialdemocracia de F. Lassalle,

E. Bernstein y J. Jaurès, y por el socialismo neokantiano de sus

maestros de Marburgo, H. Cohen y P. Natorp69. El socialismo constituye

para Ortega la fuerza ascendente en la historia, “la única esperanza

abierta en la política”70, el “nuevo «poder espiritual» capaz de organizar

las nuevas posibilidades sociales, fecundo en nuevas instituciones”71,

pues sólo “merced a él los problemas políticos actuales son susceptibles

de solución”72.

68 El socialismo de Ortega ha dado lugar a muchas controversias y variedad de interpretaciones, desde aquellos que niegan directamente la vinculación de Ortega con el socialismo o lo circunscriben únicamente a una etapa de juventud (I. Sánchez Cámara, P. Cerezo, T. Mermall, J.L. Abellán, A. Elorza, E. Aguilar), hasta aquellos que lo identifican como un elemento fundamental y constante a lo largo de su obra (J. Carvajal Cordón, J.L. Molinuevo, F. López Frías, J. Fernández Lalcona, A. Peris Suay, S.M. Tabernero del Río). En esta investigación defiendo esta última interpretación. Pienso que una lectura atenta e imparcial de la obra de Ortega revela la ausencia de variaciones importantes en cuanto a su concepción del socialismo, al tiempo que muestra una sorprendente continuidad en lo que se refiere a sus ideales políticos –al menos hasta diciembre de 1933, fecha del último artículo político escrito por Ortega, a partir de la cual sólo caben especulaciones sobre una posible evolución de su pensamiento político, puesto que el filósofo no dejó escrito en sus obras nada al respecto. Otra cuestión diferente son las relaciones que mantuvo Ortega con el Partido Socialista español y sus diferencias con el socialismo marxista, como veremos más adelante. No han faltado interpretaciones del pensamiento político orteguiano que lo han acusado de protofascista y de supuestas vinculaciones con el franquismo (G. Morán, El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, Tusquets, Barcelona, 1998; A. Elorza, La razón y la sombra: una lectura política de Ortega y Gasset, Anagrama, Barcelona, 1984).

69 Cf. X, 80; X, 118; X, 123; X, 141; X, 194; X, 201; X, 203ss; ; “El socialismo del joven Ortega”, en F. Salmerón, A. Rossi, L. Villorro y R. Xirau (Eds.): JoséOrtega y Gasset, FCE, México D.F., 1984; L. Pellicani, “El liberalismo socialista de Ortega y Gasset”, Leviatán, nº 12, 1983, pp. 57-58; M. Bizcarrondo, “Enanos y gigantes: El socialismo español, 1835-1936”, en F. Vallespín, Historia de la Teoría Política IV, Alianza, Madrid, 1995, pp. 341-342; V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 89-90; P. Cerezo Galán, “Ortega y la regeneración del liberalismo: tres navegaciones y un naufragio”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, p. 633; T. Mermall, “Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 25. J. Zamora Bonilla, Ortega y Gasset, Plaza y Janés, Barcelona, 2002, p. 136; E. Aguilar, “Nacionalidad y nacionalismo en el pensamiento de José Ortega y Gasset”, en J.L. Molinuevo: Ortega y la Argentina, FCE, Madrid, 1997, p. 71.

70 “Pablo Iglesias” (1910), X, 142. Para Ortega, “los socialistas (...) son los guardadores del Santo Grial de la política futura” (“El recato socialista” (1908), X, 81).

71 Id.72 Id.

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45

En su artículo “Entreacto polémico”, sostiene Ortega que “el

socialismo, ultimogénito del pasado, es el primer partido donde aparecen

algunas facciones de la política futura”73. Así, el socialismo constituye

para Ortega el proyecto político del porvenir, una fuerza social que va

más allá de los partidos y teorías socialistas particulares; en este

sentido, Ortega señala que “sería un error afirmar que ha fracasado el

movimiento socialista. Tanto valdría decir que ha fracasado el

movimiento de los astros. Se quebrarán las teorías, perderán su eficacia

los conductores de la masa obrera, pero el torrente societario seguirá

oprimiendo los cauces de las instituciones hasta ensancharlos bien. Hay

en él una potencia infinita e indestructible que proviene de las más

profundas bases sociales”74. “Es hoy –sostiene Ortega– una verdad

científica adquirida para in aeternum que el único estado social

moralmente admisible es el estado socialista”75.

De acuerdo con Ortega, el liberalismo clásico debe ser reformado

con el fin de integrar en él los principios del socialismo, pues sólo en

este último puede encontrar el liberalismo el impulso renovador que

necesita para volver a constituir un proyecto de futuro para las

sociedades europeas. En su apuesta por la combinación de los principios

liberales y socialistas dentro de un mismo modelo democrático, Ortega

anticipa la evolución social del Estado liberal de derecho, que se

plasmará posteriormente en los sistemas políticos socialdemócratas y en

el establecimiento del Welfare State.

El Estado actual no puede ser sólo liberal como el de aquellos tiempos [del siglo XIX]. El liberalismo tiene que integrarse (y por lo tanto limitarse) con el Estado social. Cada nueva época acierta cuando encuentra la ecuación exacta correspondiente al tiempo, en el reparto de fronteras que siempre hay que hacer de nuevo entre el individuo y la sociedad.76

73 “Entreacto polémico” (1925), XI, 60. 74 “La fiesta del trabajo” (1915), X, 309. 75 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 518. Cf. “Ante el

movimiento social” (1919), X, 574; Rectificación de la República (1931), XI, 405ss; “Discurso en Oviedo” (1932), XI, 441ss.

76 “Puntos esenciales” (1931), XI, 140.

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46

El socialismo significa ante todo para Ortega justicia social,

cooperación, convivencia, construcción de la paz y de la cultura desde la

racionalidad y la ciencia. Su política “se resume así: libertad, justicia

social, competencia, modernidad”77:

Socialismo, la palabra más grave y noble, la palabra divina del vocabulario moral moderno (...) Para mí, socialismo es la palabra nueva (...) que simboliza todas las virtudes novísimas y fecundas, todas las afirmaciones y todas las construcciones. Para mí, socialismo y humanidad son dos voces sinónimas, son dos gritos varios para una misma y suprema idea (...) Para mí, socialismo es cultura. Y cultura es cultivo, construcción. Y cultivo, construcción, son paz. El socialismo es el constructor de la gran paz sobre la tierra (...) los socialistas (...) tenemos un ideal de ubres inagotables en torno al cual se agrupan, se aúnan, comulgan, comunican y se socializan los hombres; antes y nada y más que nada, somos un principio de amistad.78

Ortega identifica ante todo el socialismo con una nueva moral: “una

moral que no se limita a vivir dentro de los individuos, sino que lleva a

reformar y hacer más justas las ciudades. El socialismo, antes y más que

una necesidad económica, es un deber, una virtud, una moral: es la

veracidad científica, es la justicia”79. Para Ortega el socialismo “supone la

equiparación del obrero con las demás clases sociales, no sólo en el

orden jurídico, sino en el económico, en el moral y en el intelectual”80, así

como el control por parte de los trabajadores de los medios de

producción. Ortega sostiene que “paralelamente a la reivindicación

parlamentaria de la fuerza socialista, es preciso ir rápidamente a la

habilitación del obrero para gobernar por sí mismo la industria”81, para lo

cual es necesaria la educación intensiva del obrero82 y la elevación de su

77 “En el momento de paz” (1918), X, 456. De acuerdo con A. Peris Suay, “el socialismo es valioso para Ortega, precisamente como un ideal moral de justicia y humanización, por eso defendió en repetidas ocasiones que era necesaria una transformación de las instituciones que haga más justa la economía para que los hombres puedan alcanzar mayor plenitud personal” (A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral, Universitat de Válencia, 2001 (inédita), pp. 472-473).

78 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 120. 79 Ibid., 126. 80 “Los movimientos supremos IV. Idea de un programa mínimo” (1918), X, 470. 81 “Ante el movimiento social” (1919), X, 590. 82 De manera similar se expresa E. Bernstein cuando afirma que la

socialdemocracia “es una tarea a largo plazo, es organizar políticamente a la clase obrera y formarla para la democracia y para la lucha en el Estado por todas las reformas que conduzcan a la elevación de la clase obrera y a la transformación del Estado en el sentido de la democracia” (E. Bernstein, Las premisas del socialismo y

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nivel de vida (bienestar material, cultural), tareas de las que ha de

hacerse responsable el Estado83.

Otra misión capital del socialismo consiste para Ortega en “hacer

laica la virtud”84, puesto que “para un Estado idealmente socializado lo

privado no existe, todo es público, popular, laico”85. A juicio de Ortega,

“el poder educador de las religiones, su energía socializadora ha

cumplido su tiempo: no puede esperarse de ellas unas renovación del

hombre. Por otro lado, la edad moderna ha traído sus nuevas virtudes,

los deberes públicos y sociales. Son virtudes terrenas, virtudes

municipales, virtudes laicas. Aquí se nos ofrece la cuestión de la moral

española: hay que hacer laica la virtud”86.

Por otra parte, Ortega coincide con Unamuno en que el socialismo

es “un partido cultural”87, un partido constructor de cultura y, por tanto, de

paz y voluntad de convivencia. Cultura significa para Ortega

las tareas de la socialdemocracia. Problemas del socialismo. El revisionismo en la socialdemocracia, Siglo XXI, México, 1982, p. 75).

83 En este sentido J. Fernández Lalcona señala que la reforma socialista que propone Ortega se basa en la convicción de que “la sociedad necesita ser reconstruida, pero debe serlo para que todos los hombres puedan llegar a ser más cultos o, lo que es lo mismo, más virtuosos, más perfectos, más cerca del fin ideal que significa llegar a ser hombres. Las conquistas económicas, las reivindicaciones laborales que pide el partido socialista, al que el mismo Ortega llama «nuestro», van dirigidas a la conquista de un derecho que es la cultura integral humana. Junto a la jornada mínima, Ortega insta a que se forme la escuela única, junto a las reivindicaciones sociales, las reivindicaciones culturales” (El idealismo político de Ortega y Gasset, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1974, p. 52).

84 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 126. 85 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 519. 86 “La cuestión moral” (1908), X, 77. 87 “Nuevas glosas” (1908), X, 88. Cf. X, 120. Ortega se adhiere a la siguiente

concepción unamuniana del socialismo: “Con palabras que no habrá de mudarse una tilde formula Unamuno así el socialismo: «El partido socialista es un partido cultural. El mejoramiento de la condición económica del obrero y hasta la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción no es un fin, sino un medio. El que pueda llegarse a que cada uno obtenga el producto íntegro de su trabajo y a que ese producto se reparta equitativamente es un medio para una cultura más intensa y más profunda (...) El fin no es vivir más cómodamente todos. Podríamos ser todos ricos y todos desgraciados, porque la mayor desgracia es limitar nuestras aspiraciones a lo que los materialistas de la historia llaman pasarlo bien (...) El socialismo es un movimiento cultural, y es, además, un método más bien que una doctrina. No es un partido de dogmas, sino de tendencias, de propósitos. No puede haber en él ortodoxia, ni heterodoxia, ni excomuniones. Pero sí disciplina, pues sin disciplina no hay métodos. El socialismo es un método para el gradual mejoramiento de las condiciones del trabajo humano, tendente a ponerle al hombre en condiciones de ahondar más y más en la cultura, en el conocimiento de la vida y del universo».” (“Nuevas glosas” (1908), X, 88).

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humanización, “elaboración y henchimiento progresivo de lo

específicamente humano”88, que el filósofo identifica con la ciencia, la

moral y el arte. En ese sentido, “cultura es labor, producción de las cosas

humanas; es hacer ciencia, hacer moral, hacer arte. Cuando hablamos

de mayor o menor cultura queremos decir mayor o menor capacidad de

producir cosas humanas, de trabajo”89. La cultura es a juicio de Ortega

esencialmente creadora, pues “es creación de pasiones nuevas e ideas

nuevas”90, construcción de un modo de vida original, invención de un

estilo de vida particular que “abarca todo, desde cavar la tierra hasta

componer versos”91.

A lo largo de toda su obra, Ortega defiende con convicción la idea

de que liberalismo y socialismo están, a partir de ese momento histórico,

obligados a entenderse, a conjugarse dentro de un mismo modelo

político, puesto que ambos principios son necesarios y ninguno de los

dos es suficiente para afrontar las demandas sociales de la época y

construir un orden social justo. “No se puede vivir sin libertad –afirma

Ortega–, pero tampoco se puede vivir de libertad. Ahí está: para vivir

hacen falta muchas cosas y es preciso que la libertad se haga maleable

a fin de poder coexistir con ellas. Libertad y todo”92. La libertad sola

resulta, pues, insuficiente: “la libertad solitaria es una forma vacía, un

vaso inane. Hablar de ella a secas es un formalismo (...) vano y estéril”93.

De esta forma parece apuntar Ortega a la necesidad de otra clase de

libertad, en lugar de una libertad solitaria, una libertad solidaria, la cual

sólo será posible aunando el principio liberal con los ideales socialistas.

Ortega ve claramente que sólo el socialismo, respetando el principio de

88 “Sobre los estudios clásicos” (1907), I, 65. 89 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 516. 90 “Alemán, latín y griego” (1911), I, 208. 91 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 517. 92 “Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 97, cursivas mías. 93 “Vaguedades” (1925), XI, 53. Ortega se pregunta por qué “los hombres

liberales cometen el error de hablar sólo de libertad (...) Yo no veo por qué el que es liberal ha de ser sólo liberal” (Id.); “¿La libertad ante todo?...Yo no la deseo, porque con ella sola no se hace nada” (Ibid., 53-54). Y es que para Ortega “tampoco el socialismo quiere la libertad ante todo, la libertad sola, porque ha aprendido de Carlos Marx, el cual lo aprendió de Hegel, que la libertad sin más no es más que un abstracto (...) La libertad es una cosa que no se puede querer sola”(“Entreacto polémico”, 1925, XI, 60, cursivas mías).

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libertad, a través de un “liberalismo socialista” o “socialismo liberal”94

puede corregir las consecuencias perversas de un liberalismo

individualista y de una economía de libre mercado que han llevado por sí

mismas, al no encontrar en su desarrollo ningún obstáculo, a la

explotación de “unos pocos” –los propietarios– sobre el resto –la clase

trabajadora. Por ello Ortega percibe en el socialismo la continuidad del

antiguo liberalismo95 y sostiene que “no es posible hoy otro liberalismo

que el liberalismo socialista”96. En este sentido sostiene Ortega que

“vamos (...) a todo socialismo con toda la libertad por medio de toda la

democracia”97:

(...) el socialismo se hace solidario de todos los principios democráticos y liberales, creando un poder público en que todos los ciudadanos intervengan por igual (democracia), y que, a la vez, se imponga a sí mismo límites, garantizando ciertos derechos individuales (liberalismo).98

94 “Alrededor de un discurso” (1919), X, 614-615. 95 “Disciplina, jefe, Estado” (1908), X, 69. 96 “La reforma liberal” (1908), X, 37. Cf. “La pedagogía social como programa

político” (1910), I, 518; “De un estorbo nacional” (1913), X, 236. También para Bernstein el socialismo es el heredero legítimo del liberalismo, tanto desde el punto de vista cronológico como desde el punto de vista del contenido social (E. Bernstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, Siglo XXI, México, 1982, p. 223.

97 “Ante el movimiento social” (1919), X, 592, cursivas mías. Algunos autores han calificado el socialismo de Ortega como un “socialismo ético” (J.L. Molinuevo, Para leer a Ortega, Alianza, Madrid, 2002, pp. 44-45; J. Carvajal Cordón, “Liberalismo y socialismo en el pensamiento político de Ortega”, en VVAA: El primado de la vida (Cultura, estética y política en Ortega y Gasset), Universidad de Castilla-La Mancha, Colección Estudios, Cuenca, 1997, p. 87) o próximo a un “socialismo humanista” (E. Díaz, “Ortega y la Institución Libre de Enseñanza”, Revista de Occidente, nº 68, Enero 1987). De acuerdo con J. Carvajal Cordón, “el socialismo, tal como lo entiende Ortega, desborda los límites del socialismo marxista y se configura como un socialismo ético, cuyo objetivo es hacer participar a todos los hombres de la cultura, esto es, la conquista del derecho a la cultura integral humana” (Op. Cit., p. 87), de modo que en Ortega “el socialismo ético es el fin para el cual la política demócrata liberal debe ser medio” (Ibid., 88). En opinión de B. Fonck, el liberalismo de Ortega se corresponde con “un liberalismo humanista y social que pretende conciliar la libertad individual y económica con la convivencia social y cultural” (B. Fonck, “El reto europeo de Ortega”, en El Madrid de José Ortega y Gasset, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 2006, p. 357). Según J. Zamora Bonilla, “el liberalismo era traducido por Ortega en humanismo y progreso o, si se prefiere, progreso humanista, una política que desde el propio individuo y desde las distintas organizaciones se esforzara por mejorar constantemente la condición individual y social del hombre. El componente ético de ese liberalismo tenía, sin duda, una base krausista” (J. Zamora, Ortega y Gasset, Plaza y Janés, Barcelona, 2002, p. 135).

98 “Ante el movimiento social” (1919), X, 585, cursivas mías.

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Democracia, liberalismo y socialismo conforman de este modo el

núcleo ideológico del pensamiento político orteguiano. De acuerdo con

Ortega, “el socialismo quiere llegar a la socialización del capital; pero,

entiéndase bien, quiere llegar por medio de la democracia y asegurando

las libertades individuales. Dicho de otro modo, el socialismo, además de

socialista, es democrático y es liberal. El Estado que proyecta no permite

ninguna dictadura y garantiza la libertad del ciudadano”99. Desde su

concepción del socialismo, Ortega propone la organización de la

sociedad conforme al principio del trabajo:

El problema es el problema obrero (...) Consiste en la aspiración universal de los trabajadores, no sólo de ganar mayores jornales, sino a que la sociedad se organice legalmente según el principio del trabajo; esto es, a que no exista más riqueza individual que la obtenida con el propio trabajo. Este es el ideal (...) Este movimiento obrero no es exclusivo a los trabajadores manuales. La mayor parte de los trabajadores intelectuales simpatiza con él en una u otra manera. Defiende una norma en lo esencial tan justa a todas luces, que sólo pueden oponerse a su triunfo pequeñas minorías privilegiadas.100

Con resonancias en Saint-Simon y su defensa de la “clase

industrial”101, Ortega entiende “por gente del trabajo, trabajadores de la

mente y trabajadores de la mano (...) porque la vida de un pueblo es

sustancialmente esas dos cosas: manufactura y mentefactura”102. La

organización de la sociedad según el principio del trabajo implica para

Ortega la construcción de “un Estado social en que nadie deje de ganar

un cierto mínimun y nadie gane más que lo que su trabajo valga”103.

Como es evidente, la concepción orteguiana del principio del trabajo

supone, al igual que en Saint-Simon, una fuerte crítica hacia aquellos

rentistas, empresarios y propietarios que viven, sin necesidad de

trabajar, a través de las rentas que les proporcionan sus propiedades

99 Ibid., 583. 100 Id.101 La “clase industrial” constituye para Saint-Simon la clase más importante

para la sociedad, y comprende a todos aquellos individuos creadores, inventores y productores de bienes de distinto tipo: trabajadores, savants, artistas, industriales, inventores, científicos, campesinos, artesanos, comerciantes, etc; de ella estarían por tanto excluidas las clases no productivas (rentistas, militares, clero, nobleza hereditaria), consideradas por Saint-Simon como clases ociosas, inútiles y parasitarias (Saint-Simon, El sistema industrial (1820), Ed. Revista del Trabajo, Madrid, 1975).

102 Rectificación de la República (1931), XI, 416. 103 “Ante el movimiento social” (1919), X, 588.

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básicamente heredadas, o mediante la explotación de los obreros que

trabajan para ellos, de acuerdo con la teoría marxista de la plusvalía. De

ahí que Ortega sostenga que el nervio central de la acción obrera, aquel

“que la hará incontrastable (...) es la justicia de su aspiración radical. La

idea de que la sociedad actual se halla injustamente organizada porque

no está organizada según el principio del trabajo; la idea simplicísima,

pero terriblemente palmaria, de que unos trabajan mucho y comen poco y

otros comen mucho y no trabajan nada (...) esa idea es justa, y por tanto,

da en lo decisivo la razón a los obreros”104.

El principio del trabajo se funda además en la concepción

orteguiana de nación, entendida como un proyecto común en el que es

necesaria la colaboración de todos. Ello implica para todo individuo la

“obligación elemental humana, de hacer algo”105, en orden a contribuir

con su esfuerzo a esa vida en común106:

¿Qué es un hombre como ciudadano, como entidad política, hoy, si no es un trabajador, un labrador, un colaborador de la «facienda» de la nación que hay que hacer? La nación es, pues, el perfil de lo que hay que hacer; el trabajo es, pues, el instrumento con lo que hay que hacerlo...107

104 Ibid., 574. Esta afirmación de Ortega recuerda a la definición de Marx y Engels de sociedad burguesa o capitalista como aquella en la que “los que en ella trabajan no ganan, y los que en ella ganan no trabajan” (K. Marx y F. Engels, Manifiesto comunista (1848), Alianza, Madrid, 2003, pp. 62-63). También los socialistas fabianos insistían en la importancia del principio del trabajo, donde veían la piedra angular de la dominación de los propietarios capitalistas sobre los trabajadores: “La idea fundamental de este sistema [capitalista], que el hombre puede vivir sin trabajar, como los ángeles del cielo, es (afortunadamente) contradictorio consigo mismo: en la sociedad humana ninguna clase puede vivir de esa manera excepto gracias al trabajo doble de otra u otras clases. Una sociedad que quiere vivir como ángeles en la tierra tiene que tener esclavos o ser una casta militar a la que se paga tributo, o una clase parásita o explotadora, que obtiene rentas e interés gracias al sistema de trabajo [capitalista]” (Sidney Oliver, “Las bases del socialismo. Moral”, en Ensayos fabianos. Escritos sobre el socialismo(1889), Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1985, p. 138).

105 “Discurso en Oviedo” (1932), XI, 441. 106 “Circular” (1932), XI, 426. 107 “Discurso en Oviedo” (1932), XI, 441. En este sentido afirma también Ortega:

“Si la sociedad es cooperación, los miembros de la sociedad tienen que ser, antes que otra cosa, trabajadores. En la sociedad no puede participar quien no trabaja. Esta es la afirmación mediante la cual la democracia se precisa en socialismo. Socializar al hombre es hacer de él un trabajador en la magnífica tarea humana, en la cultura” (“La pedagogía social como programa político” (1910), I, 517).

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Como para Marx, también en opinión de Ortega el trabajo

constituye un medio fundamental para el desarrollo y la autorrealización

del ser humano108. Esta idea tiene su fundamento en la teoría

antropológica orteguiana: la vida humana consiste esencialmente en

tener un “quehacer”, en desarrollar una tarea con sentido. Estas ideas

conectan así directamente con la ética orteguiana y sus valores de

vocación, autenticidad y vitalidad. Ortega muestra “hasta qué punto es

esencialmente dramático, para que el hombre viva de verdad, el tener

que hacer algo –un quehacer propio, que le salga del ser, ese quehacer

que se llama vocación”109. La organización de la sociedad en pueblos de

trabajadores es en opinión de Ortega, antes que un tema económico, un

cuestión moral o, más aún, “algo simplemente humano”110. La

convivencia que supone la vida social necesita de la cooperación de

todos en la vida de los demás. A juicio de Ortega, el individuo que no

hace nada, que no tiene un verdadero “quehacer”, pierde la oportunidad

de desarrollar sus capacidades humanas, de acuerdo con un proyecto

vital auténtico, acorde con su íntima vocación. En consecuencia, su vida

se falsifica y pierde plenitud vital. Ortega señala que la falta de estima en

el individuo que no se ocupa de nada “no procede de razones morales,

sino que estas consideraciones entran a jugar su papel por la convicción

de que un hombre o una mujer que no se ocupa de nada pierde su

energía íntima, se esfuman sus dotes, su talento y su capacidad”111.

La verdad es que el hombre europeo ha llegado a la íntima madurez en la concepción de la vida que no le permite estimar la existencia de quien no trabaja. Y no sólo por razones morales sino por la convicción de que sólo el trabajo da autenticidad y plenitud a la persona. Todas las aristocracias y clases privilegiadas del pasado murieron porque al no trabajar perdieron sus individuos toda existencia vital.112

108 Como también era importante para Fourier y Saint-Simon, para quien “el trabajo es la fuente de todas las virtudes” (Saint-Simon, Catecismo político de los industriales, Aguilar, Buenos Aires, 1960, p. 85), y como lo será también en el movimiento anarquista.

109 “Discurso en León” (1931), XI, 309. 110 Ibid., 308. 111 Id.112 “Puntos esenciales” (1931), XI, 138. Ésta fue para Ortega “la tragedia de las

aristocracias, las que conquistaron sus privilegios y sus títulos trabajando incansablemente; más luego sestearon en el ocio, fueron perdiendo todas las dotes y se fue venteando su energía y perdiendo fuerzas de seres vivientes” (“Discurso en León” (1931), XI, 308-309).

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Por ello, para Ortega el trabajo supone la salvación del individuo:

“El hombre europeo ha descubierto que el trabajo es la salvación del

hombre y lo que presta firmeza a su personalidad, siempre fácil de

descomponerse”113. El trabajo –como auténtico quehacer– impide al

individuo naufragar en su circunstancia, perderse en el contorno de las

cosas y encontrar así, al menos, una apariencia de sentido.114

De manera similar a F. Lassalle, E. Bernstein y otros pensadores

socialdemócratas revisionistas del marxismo, Ortega considera que el

objetivo de la socialización del Estado no requiere necesariamente la

eliminación del capitalismo, sino que éste se puede reorientar hacia la

consecución de fines sociales. Como señala Ortega, debido a sus crisis

cíclicas de superproducción, el capitalismo pone incluso en peligro la

propia estabilidad económica: “El capitalismo ha delinquido, no sólo

explotando al obrero, sino violentando la producción”115. Siguiendo de

cerca a Marx, Ortega critica la deshumanización que el capitalismo

produce al tratar de reducir lo humano a términos puramente

cuantitativos. Desde el punto de vista de Ortega, el sistema capitalista

tiende a producir, de modo inevitable, la degradación tanto de los

obreros como de los capitalistas, los dos únicos tipos humanos que el

capitalismo deja a los individuos para que estos puedan desarrollar su

identidad:

Hoy rigen en el mundo los capitalistas. La aristocracia actual consiste, no en cualidades internas a los hombres, sino en un poder material anónimo, cuantitativo: el dinero. Ésta es la clara y honda visión de Marx: lo humano, que es pura cualidad, yace oprimido por la cuantidad, que es una fuerza física. Hoy el hombre no puede dedicarse a adquirir las virtudes interiores, impalpables, sabrosas que aumentan la humanidad. El régimen capitalista le obliga a consumir sus energías en la conquista del dinero, de un tanto para vivir. Un extremo de la sociedad está compuesto de obreros, es decir, de hombres cuya existencia se resuelve en puro trabajo, trabajo que se mide por la producción, producción que se valora por el precio de la mercancía en el mercado. El obrero, como individuo, como cualidad, como corazón, desaparece; queda sólo la cantidad. El obrero no sólo vive del jornal, sino que es un jornal.

113 Ibid., 309. 114 De ahí también la afirmación de Ortega acerca de la necesidad de salvarnos

en el mundo, de “salvarnos en las cosas” (¿Que´es filosofía? (1929), VII, 411). Cf. I, 311ss; III, 340ss; V, 86ss; VIII, 56.

115 “Ante el movimiento social” (1919), X, 593.

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Al otro extremo de la sociedad tampoco hay individuos–cualidades; hay el capitalista. En el capitalista el hombre es un soporte del capital, un siervo del dinero.

Ahora bien; toda renovación del panorama histórico que no suponga la reforma de la estructura económica actual será ilusoria.

Las viejas, venerables categorías sociales (...) murieron trituradas bajo la presión del capitalismo. El capitalismo creó en su lugar al capitalista y al proletario; ambas categorías, según hemos visto, son incapaces de producir hombres que se ocupen de sí mismos, que aumenten la calidad humana, que perfeccionen el tipo hombre.

El Socialismo sirve al progreso histórico para demoler esta cárcel del imperialismo cuantitativo. El día que, si no cese, disminuya la preocupación por el pan cotidiano, el día en que ganar unos dineros deje de ser la faena central de la vida, se abrirá la posibilidad de que el género humano ensaye nuevas categorías de individuos.116

El capitalismo ha producido además, a juicio de Ortega, la

desmoralización de los individuos, el empequeñecimiento y

angostamiento de sus ideales éticos, al establecer como único objetivo a

perseguir la obtención de bienes materiales:

El capitalismo del siglo XIX ha desmoralizado a la humanidad. Sin duda que creó una fabulosa riqueza material; pero ha empobrecido la conciencia ética del hombre. Cultivando con insensato exclusivismo el nervio del interés y el dogma de la utilidad, ha embotado en los individuos todas las emociones propiamente morales. Hoy recoge la cosecha de su venenosa simiente.117

El objetivo es, en opinión de Ortega, reformar el capitalismo para

que éste se ponga al servicio del bien común, de las necesidades del

116 “Socialismo y aristocracia” (1913), X, 239-240. De modo similar, para Marx el capitalismo tiende a convertir a los trabajadores en mercancías, en sujetos intercambiables cuyo único valor es su fuerza de trabajo y su rendimiento laboral, entrando como consecuencia de ello en el círculo de la alienación: alienación respecto al producto de su trabajo y respecto a su propia actividad, respecto a la naturaleza y a la relación con los otros individuos. Así surge de acuerdo con Marx la paradoja del trabajo alienado: “en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo (...) la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo. De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano, y lo humano en lo animal” (Marx, Manuscritos de economía y filosofía, Alianza, Madrid, 2005, pp. 109-110).

117 “Política social” (1920), X, 673.

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conjunto de la nación –en términos de Ortega, “nacionalizar” el

capitalismo. El ideal es para este filósofo aunar Trabajo y Capital,

trabajadores y capitalistas, en un mismo proyecto común, que haga

justicia a las demandas e intereses de ambos. Este ideal de integración

pone de relieve una vez más el principio de voluntad de convivencia y la

política de no exclusión que caracteriza al pensamiento político

orteguiano: “Creemos que el porvenir trae la superación de los

exclusivismos y el triunfo del todo sobre las partes. Capitalistas y obreros

tienen que aprender a integrarse bajo el imperio del interés nacional. Por

eso llamamos conjuntamente a unos y a otros pidiendo a ambos el fértil

sacrificio de su particularismos”118. Dentro del contexto español, Ortega

propone una urgente reforma del capitalismo “para esa gran obra de

enriquecimiento nacional”, para la cual:

Se llama al capitalista para que denodadamente sirva a la nación, y no al revés. No se le llama para poner un partido al servicio del interés particular de la clase capitalista; se le llama como una forma de trabajo, para trabajar en la plenificación de España. Quede claro, pues, que hoy el capitalista en España tiene que aprender una disciplina de sacrificio; pero bien entendido que también es menester que se le tranquilice sobre el sentido, límites y fertilidad en ese su sacrificio. De aquí que sea de extrema urgencia un magno proyecto, un plan íntegro de reformas en la economía nacional.119

En orden a reformar el capitalismo y reconducirlo hacia fines

sociales, Ortega propone un sistema de “economía organizada”, que

implica mecanismos de redistribución de la riqueza para compensar las

desigualdades generadas por el sistema capitalista, así como la

intervención por parte del Estado en la economía, con el fin de regular

las consecuencias negativas y desequilibrios del capitalismo:

Por eso yo propongo un régimen que puede llamarse de la “Economía Organizada”; es decir, que en vez de dejar a la total libertad de los individuos el movimiento de la producción, sea planeado por el Estado mismo, como si la nación fuera una única y gigante empresa. Todo ello sin aplastar al individuo productor, al capitalista, al empresario particular; antes bien, embarcándole, interesándole en el gran negocio colectivo. 120

118 “Circular (de la ASR)” (1932), XI, 426. 119 Rectificación de la República (1931), XI, 414-415. 120 “Discurso en León” (1931), XI, 310.

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De acuerdo con Ortega, el capitalismo es necesario para producir

riqueza pública, pero los hechos han constatado claramente que por sí

mismo no tiende a redistribuir equitativamente en la sociedad los

beneficios que genera, sino que, por el contrario, estos tienden a

concentrarse en unas pocas manos, las de los empresarios capitalistas,

privando así a los trabajadores del disfrute de su parte proporcional en

los beneficios del trabajo e intensificando de este modo las

desigualdades sociales. De ahí la necesaria intervención del Estado, que

ha de dirigir la economía “en sus grandes líneas y aprovechando todos

los medios, incluso el propio capitalismo”121. Para ejercer esta función

eficazmente, Ortega defiende la necesidad de un Estado fuerte en la

línea de Lassalle122. Ortega advierte al mismo tiempo la necesidad de

que esta intervención estatal se mantenga dentro de unos límites

razonables y que la acción del Estado permanezca en todo momento

bajo el control de los ciudadanos; en caso contrario, se corre el peligro

de “estatismo”, esto es, de la absorción íntegra de la vida de los

individuos por parte del Estado. Ortega señala de este modo:

(...) lo que es característico de la nueva democracia frente a la antigua: la necesidad de construir un Estado fuerte (...) edificar un Estado muy distinto del viejo Estado liberal (...) no es que seamos menos liberales; es que la vida pública se ha hecho demasiado compleja y difícil y obliga al Estado, quiera o no, a intervenir allí donde antes practicaba abstención, o mejor dicho, fingía practicarla. Porque el viejo liberalismo, aunque brotaba de una aspiración generosa (...), concluía, por la forzosidad de los hechos, comportándose con grave hipocresía. Esta ha sido la causa de la decadencia padecida por la pura democracia liberal. Medios de gobernación, que el Poder público ha menester, no le eran reconocidos en la Constitución, pero luego él, forzado por los hechos, hacía de ellos un uso fraudulento, y nada desprestigia tanto al Poder público como negarse a sí mismo un uso del cual luego hace un abuso. Esta es la indecencia instalada en el Poder público. De aquí que para la nueva democracia sea cuestión de limpieza y de cuentas claras dotar al Estado de todos aquellos instrumentos y facultades que es previsible necesitará emplear, pudiendo así mantenerse aquel siempre con pulcritud dentro de su cauce y dentro de su ley (...) Esto, como todo, tiene su riesgo: (...) esto puede llevar al estatismo, a la estatolatría y a que el Poder público aplaste al individuo (...) El estatismo es el riesgo del Estado fuerte,

121 Id.122 Lassalle defendió la necesidad de un Estado nacional fuerte y centralizado

con el fin de que el socialismo pudiese alcanzar sus objetivos, puesto que “la verdadera mejora de la condición del obrero –la que en justicia tiene que exigir– y la de la clase obrera en general sólo puede generarse por la ayuda del Estado” (F. Lassalle, “Manifiesto obrero” (1863), en Manifiesto obrero y otros escritos políticos,Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, p. 95).

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pero –repito– que no hemos acertado todavía los hombres a vivir sin riesgo.123

De acuerdo con Ortega, otras reformas que el Estado debe

emprender son “el predominio de la enseñanza estatal”124, el

establecimiento de una sanidad pública125, la elevación del nivel de vida

(bienestar material, cultural) de los trabajadores, así como la

expropiación progresiva de las tierras de manos improductivas a manos

productivas, esto es, a la clase trabajadora. De este modo, al tiempo que

la producción debe ir pasando a estar bajo el control de los trabajadores,

“habrá el Estado –señala Ortega– de desvirtuar paulatinamente el capital

inmóvil, gravar progresivamente las rentas y reducir, poco a poco, dentro

de los términos vitalicios, la riqueza privada, cargando imposiciones

sobre las herencias”126. Ortega propone así criterios teóricos y medidas

prácticas de justicia distributiva que anticipan el sistema de prestaciones

sociales y la extensión de los derechos sociales y económicos

característicos del Estado de Bienestar.

En conformidad con tales orientaciones, la reforma agraria debe encaminarse al acrecentamiento de la riqueza nacional, sin detenerse ante el interés de cualquier clase o sector. La tierra debe pasar, sin atropellos, de manos parásitas e infecundas, a manos activas, expertas y eficaces. Al efecto, ha de alentar y dar seguridades para el porvenir a la gran masa de cultivadores directos que con su capital y su esfuerzo inteligente, han elevado a gran altura las producciones más importantes del agro nacional, alentándolos para que bajo la dirección del Estado y colaborando con él lleven a cabo las magníficas posibilidades de la Agricultura española. Simultáneamente y como condición esencial para el logro de tales fines es indispensable elevar el nivel de vida (bienestar material, cultural) de los obreros de la tierra, pequeños propietarios y colonos o simples braceros, aplicando al campo, con las adaptaciones necesarias, todos los requisitos de la legislación social y entregándoles además, las explotaciones agrícolas de tipo activo (predominio absoluto del trabajo sobre el capital) especialmente las parcelas de regadío en las extensas zonas de las obras hidráulicas construidas o por construir.127

Si bien es evidente la afinidad de Ortega con los ideales socialistas,

existen también importantes diferencias entre el socialismo orteguiano y

123 “Rectificación de la República” (1932), XI, 375-376, cursivas mías. 124 “Circular (de la ASR)” (1932), XI, 430. 125 Ibid., 431. 126 “Ante el movimiento social” (1919), X, 591. 127 “Circular (de la ASR)” (1932), XI, 428-429.

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el socialismo marxista128. Ortega considera que el socialismo marxista

constituye un tipo de socialismo, entre otros posibles. El filósofo español

no está de acuerdo con el marxismo en que el factor económico sea el

primer principio explicativo de la historia, puesto que, desde su punto de

vista, la economía sólo constituye una dimensión de la cultura, en el

sentido de que “la economía toda es un puro medio para algo que no es

la economía”129, y “nuestra reforma no ha de ser económica, sino que

primero necesitamos la reforma intelectual y moral”130. Tampoco acepta

Ortega que la lucha de clases constituya el principal factor de cambio

histórico: “Yo sospecho que esa historia, para la cual la realidad es

lucha, y sólo lucha, es una falsa historia, que se fija sólo en el pathos y

no en el ethos de la convivencia humana; es una historia de las horas

dramáticas de un pueblo, no de su continuidad vital; es una historia de

128 Sin embargo, a pesar de sus discrepancias con el marxismo, Ortega admite que “cualquiera que sea la distancia a que yo esté de la totalidad de esta teoría [el marxismo], son mis comunidades con ella muy sobradas para que podamos marchar juntos mucho tiempo” (Rectificación de la República (1931), XI, 352). Además, de acuerdo con Ortega, una cosa es Marx, y otra sus intérpretes y seguidores que se declaran a sí mismos marxistas: “Marx, señores, no es marxista; como Jesús de Nazareth no fue un católico, apostólico, romano” (“La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 123). De acuerdo con J.L. Molinuevo, “el socialismo nacional, tal como lo expone Ortega, es un liberalismo no dogmático, socialista pero no marxista, nacionalista pero europeo, aristocrático pero sin lucha de clases, para el pueblo pero no obrero ni sindicalista, una idea política e histórica no de partido; en definitiva, una propuesta ética antes que económica y política. Se trata de construir el ideal de humanidad a través de la cultura” (J.L. Molinuevo, Paraleer a Ortega, Alianza, Madrid, 2002, pp. 44-45).

129 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 121. Sin embargo, Ortega no niega la importancia de la dimensión económica en orden a la transformación de la sociedad, y así señala que “toda renovación del panorama histórico que no suponga la reforma de la estructura económica actual será ilusoria” (“Socialismo y aristocracia” (1913), X, 240), por lo que “lo primero que hay que procurar e hacer más justa la economía social” (“La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 124). En cualquier caso, Ortega advierte que Marx “no dijo jamás que la historia humana se compusiera sólo de realidades económicas: ¿Cómo iba a decirlo si para él lo económico era sólo el reino de los medios? Cierto que él se interesó únicamente por el reino de los medios, pero no negó nunca el reino de los fines (...) Lo que interesaba a Carlos Marx era dejar para siempre determinado que todo lo demás que compone la historia social humana, religión, política, moral son siempre formas de la realidad económica, que no tienen sentido sino referidas a lo económico” (Ibid., 121). Siguiendo a Saint-Simon, a Lassalle y a Bernstein, entre otros, señala Ortega la importancia que posee, frente al factor material, el pouvoir spirituel en términos de Saint-Simon, el poder de las ideas para la transformación de la realidad. Una vez quebrado el poder hegemónico de la religión como agente socializador, el nuevo “poder espiritual” inaugurado por la modernidad se identifica con la cultura (Ibid., pp. 124-125). De ahí la afirmación de Ortega de que “el socialismo de Marx es, como veis, sólo el medio para conquistar el socialismo cultural” (Ibid., 125).

130 “La cuestión moral” (1908), X, 78.

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sus frenesíes, no de su pulso normal”131. Ortega también está en

desacuerdo con la proyección fundamentalmente internacionalista que

tiende a adoptar en su tiempo el socialismo marxista, concretamente en

el contexto español, puesto que, a su juicio, esto lleva finalmente a una

“táctica abstencionista de lo nacional”132, a la despreocupación de los

problemas nacionales que reclaman una solución urgente. Ortega

sostiene que “lo internacional no excluye lo nacional, lo incluye”133. El

filósofo español se muestra también contrario a la “dictadura del

proletariado” –pues, como hemos visto, Ortega no concibe el socialismo

separado de la democracia y del liberalismo, excluyendo cualquier forma

de tiranía–; Ortega advierte en este sentido sobre el peligro de que, bajo

la ideología marxista, el movimiento obrero caiga en graves

particularismos, excluyendo de la causa socialista a los que no son

obreros, al considerar que la construcción del Estado social solamente

compete a la clase obrera, intentando convertir así el socialismo en un

mero movimiento de clase, que persigue por tanto únicamente sus

propios intereses particulares134. Ortega coincide además con los

131 “La interpretación bélica de la historia” (1925), II, 529. Además, el énfasis en la confrontación social entre burgueses y obreros no constituye en opinión de Ortega una política constructiva, al tener como base la lucha y la oposición, en lugar de la integración y reconciliación de las distintas posturas, el diálogo y la voluntad de convivencia. El énfasis marxista en la lucha de clases se contrapone también al concepto orteguiano de “nación”, entendida como empresa común colectiva que necesita la colaboración de todos los ciudadanos. Fernando de los Ríos se expresa de manera similar en su crítica al concepto marxista de “lucha de clases”: “La vida es lucha, más también es acuerdo y concordancia: ni podemos concebir una sociedad entregada de continuo al combate entre sus elementos; ni es dable imaginar la paz social sin que haya algo vivo a que aplicarla; lucha y concierto son dos necesidades vitales (...) Nuestra oposición a la fórmula «lucha de clases» se basa, por consiguiente, en que mediante ésta se subraya en términos tales los elementos reales de la oposición y se aviva con tal energía la antítesis, que (...) la lucha de clases llama a la pelea, no al armisticio (...) De la «lucha de clases» no puede, directa y congruentemente, derivarse una política social (...) y sólo cabe la política belicosa, la guerra social” (F. de los Ríos, El sentido humanista del socialismo, Castalia, Madrid, 1976, pp. 203-204). De todos modos, Ortega no niega la existencia de la lucha de clases, pero, en lo que está en desacuerdo es en ponerla en primer plano, como tienden a hacerlo los marxistas (“La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 122).

132 “Miscelánea socialista” (1912), X, 205. 133 Ibid., 206. Ortega se apoya también en este punto en Lassalle: “para

Lassalle no quiso decir «internacionalismo» un principio que excluyera de la táctica socialista la actuación nacional positiva, sino todo lo contrario” (Ibid., 204).

134 Se trata del particularismo que Ortega denomina “beatería obrerista” (“Ante el movimiento social” (1919), X, 592ss. Cf. “A todos los trabajadores” (1920), X, 651). También Bernstein rechaza el exclusivismo obrero en el movimiento socialista: “No es ni histórica, ni lógica, ni conceptualmente correcto decir que la empresa de la transformación socialista de la sociedad es asunto exclusivo de la

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revisionistas socialdemócratas y con los socialistas fabianos en varios

puntos más de desacuerdo con el marxismo: por un lado, en el rechazo

de la vía revolucionaria y de los medios violentos, optando por el

contrario por vías reformistas, legales y progresivas; por otro lado, en la

defensa de un fuerte intervencionismo estatal que corrija las injusticias

económicas sin la abolición del mercado y la propiedad. Así, a juicio de

Ortega, “ante el problema obrero no hay más defensa que la reforma

continua y, aunque mesurada, hecha en grande escala”135, pues “el

obrerismo fracasaría si quisiese mágicamente, mitológicamente, convertir

el capitalismo actual en un socialismo súbito”136. Ortega critica además

duramente la utilización de la violencia (“acción directa”) para

supuestamente alcanzar los fines socialistas137.

clase obrera. El socialismo nunca fue algo privativo de los obreros. En cuanto ideología, no ha nacido de la clase obrera, si bien es indiscutible que movimientos e ideologías obreras han contribuido a su configuración. En el origen del socialismo moderno hay pensadores y luchadores procedentes de la clase burguesa, movidos por motivos ideológicos las más de las veces de índole ética” (E. Bernstein: Socialismo democrático, Tecnos, Madrid, 1990, p. 5). Bernstein se refiere al caso –y cita los ejemplos de Owen y Fourier, Saint-Simon y Leroux, Louis Blanc y Cabet–, de aquellos que se adhieren al movimiento socialista “por motivos éticos (...) por compasión o sentido de la justicia, y en contra de su propio interés personal o de clase, ponen sus energías y recursos al servicio del movimiento por la liberación de la clase obrera de su indigencia y dependencia” (Ibid., p. 8). De acuerdo con Bernstein, “la clase obrera es la principal fuerza personal en la empresa de la transformación socialista, pero no es ni seguirá siendo la única. En esta lucha recibe el apoyo de los más diversos estratos sociales” (Ibid., p. 12), si bien “la socialdemocracia se dirige principalmente a los obreros, pues la liberación de los obreros tiene que ser ante todo la obra de los propios obreros” (Ibid., p. 128). Por su parte, la Agrupación al Servicio de la República liderada por Ortega aspiraba a fundir a intelectuales y obreros en un mismo movimiento político (“Puntos esenciales” (1931), XI, 143). Ortega señala que en España se da la circunstancia de que los intelectuales han estado por lo general ausentes en el movimiento obrero. Por el contrario, en otros países europeos como Alemania e Inglaterra, “comenzó el socialismo a crecer, como una planta política de nueva especie, en los libros científicos y en las cátedras universitarias” (“El recato socialista” (1908), X, 79), los intelectuales sirvieron de elemento aglutinante en el proceso de maduración del socialismo en la conciencia nacional, de tal manera que “su credo se apoyaba y se apoya todavía en la idea de clase trabajadora, pero el partido estaba compuesto por individuos de todas las clases sociales. En España ha acontecido lo contrario: el socialismo ha prendido en las mentes de los obreros antes que en la de ningún profesor de Economía y aún no se ha dado el caso de que se declare socialista –no ya que ingrese en el partido– algún político, pensador o literato de fuste. El socialismo que hay hoy en España es, pues, obra exclusiva, intelectual y materialmente, de los obreros” (Ibid., 80).

135 “En el horizonte político” (1920), X, 644, cursivas mías. Ortega sostiene en este sentido que las reformas socialistas han de ser llevadas a cabo “sin prisa y sin pausa” (“Discurso en León” (1931), XI, 309).

136 “Ante el movimiento social” (1919), X, 589. 137 Por esta razón, desde la Asociación al Servicio de la República, Ortega

critica gravemente los actos violentos cometidos durante la II República: “Quemar, pues, conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu

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En definitiva, el socialismo de Ortega está inspirado especialmente

en las ideas de Saint-Simon, en la socialdemocracia alemana de Lassalle

y Bernstein, en los socialistas fabianos ingleses y en el socialismo

neokantiano138. Compartía con ellos un socialismo reformista y no

revolucionario, que confiaba en los medios legales y democráticos para

alcanzar progresivamente los ideales socialistas, rechazando las

medidas violentas, la “dictadura del proletariado” y el énfasis en la

confrontación social de la “lucha de clases”. Otros puntos en común son

la importancia que adquiere la educación como factor fundamental para

el progreso social, así como la propuesta de soluciones moderadas,

conservando los principios liberales pero mediante un liberalismo

reformado que incluyese una fuerte intervención estatal, con el fin de

compensar los efectos negativos y desestabilizadores del capitalismo e

introducir medidas de justicia redistributiva. De acuerdo con F. Salmerón,

los revisionistas de la socialdemocracia y el neokantismo marcaron el

encuentro de Ortega con la obra de Marx:

Al lado del socialismo de Unamuno, que por caminos propios había dejado atrás la dialéctica hegeliana y el marxismo, Ortega encontró en su experiencia alemana una opción diferente: una opción filosófica y

de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas. El hecho repugnante avisa del único peligro grande y efectivo que para la República existe: que no acierte a desprenderse de las formas y las retóricas de una arcaica democracia en vez de asentarse desde luego e inexorablemente en un estilo de nueva democracia. Inspirados por ésta, no hubieran quemado los edificios, sino que más bien se habrían propuesto utilizarlos para fines sociales” (“Agrupación al Servicio de la República” (1931), XI, 297-298). Ortega defiende así la incompatibilidad entre los ideales socialistas y la utilización de medios violentos: “Fuera, sobre todo –señala Ortega–, una vileza en los que, como nosotros, creen en la misión histórica del socialismo, permitir el equívoco entre socializar y asesinar. El que mata no es ni más ni menos socialista que otro; es una bestia infrahumana (...) No concebimos la tibieza con que el partido obrero reacciona contra este ensangrentamiento de la idea socialista. Distraídamente asiste con frecuencia de estos crímenes, que, para escarnio de su idea, se han llamado sociales. Crimen y social, ¿no son las dos palabras que más se embisten en el diccionario? Parece increíble que en esta vejez de los siglos en que nos toca vivir vuelva nadie a creer en la eficacia del terror. No se ha dado una sola vez en la historia el caso de que consiga su propósito (...) El terrorismo ha concluido siempre por ser, a su vez, aterrorizado” (“Política social” (1920), X, 674-675).

138 Cf. “El socialismo del joven Ortega”, en F. Salmerón, A. Rossi, L. Villorro y R. Xirau (Eds.): José Ortega y Gasset, FCE, México D.F., 1984; L. Pellicani, “El liberalismo socialista de Ortega y Gasset”, Leviatán, nº 12, 1983, pp. 57-58; M. Bizcarrondo, “Enanos y gigantes: El socialismo español, 1835-1936”, en F. Vallespín, Historia de la Teoría Política IV, Alianza, Madrid, 1995, pp. 341-342; V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset,Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 89-90.

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laica que, sin renunciar a los fundamentos morales de la acción humana, se presentaba a sí misma con pretensiones científicas y daba razones en favor del socialismo. Halló además una orientación práctica que se ofrecía como complementaria de aquel punto de vista filosófico, que favorecía un rescate de los valores liberales y una evolución sin conflicto –en la que creyó ver una coincidencia mayor con la historia política española.

Aquellas dos corrientes intelectuales: el neokantismo, que hemos querido ilustrar con Vorländer; y el revisionismo de la socialdemocracia, que se puede ejemplificar con el libro de Bernstein, marcan el encuentro indirecto de Ortega con la obra de Marx. Ambas contribuyen a dibujar las características del socialismo que defiende.139

Ortega participó en el intento de creación de una sociedad fabiana

en España, que finalmente no llegó a cristalizar140. Sin embargo, tanto la

Liga de Educación Política como la Agrupación al Servicio de la

República guardan importantes similitudes con los fabianos ingleses:

integradas en su mayoría por intelectuales procedentes de la clase media

ilustrada, sin pretender constituirse en principio en un partido político al

uso (aunque la sociedad fabiana inglesa acabó teniendo una fuerte

vinculación con el Partido Laborista); unidos por motivaciones éticas y

por el sentimiento del deber de contribuir con sus conocimientos a la

regeneración y al progreso de su nación, hacían especial hincapié en la

divulgación de las ideas socialistas, con el fin de educar a la ciudadanía

y contribuir a la toma de conciencia sobre las cuestiones sociales (a

través, por ejemplo, de conferencias, artículos en los periódicos, etc). En

todo caso, el lema fabiano de “educar, agitar, organizar” se ajusta

bastante bien a la actividad filosófica y política llevada a cabo por

Ortega, tanto de modo individual como a través de la Liga de Educación

Política y de la Agrupación al Servicio de la República, al centrar sus

esfuerzos en impulsar en España una pedagogía política, en despertar la

139 Op. Cit., pp. 188-189. 140 Ortega conoció el fabianismo a través de Ramiro de Maeztu, que había

frecuentado los ambientes fabianos durante su estancia en Londres. La Sociedad Fabiana fue creada en Madrid en 1907 y muy ligada al Partido Socialista. Estaba compuesta por doce miembros, la mayoría de los cuales firmará posteriormente el manifiesto de la Liga de Educación Política Española liderada por Ortega: J. Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Luis del Valle, Sánchez Ocaña, Constancio Bernaldo de Quirós, García Cortés, Meliá, Martín Robles, Tomás Elorrieta, Ormaechea y Núñez Arenas. La Sociedad Fabiana fracasó al parecer por la división interna entre dos corrientes, una de índole más intelectual, en la que estaba Ortega, y otra más orientada a la acción (Cf. J.E. Pflüger, “La generación política de 1914”, Revista de Estudios Políticos, nº 112, Nueva Época, Junio 2001, Madrid, p. 182; J. Zamora Bonilla, Ortega y Gasset, Plaza y Janés, Barcelona, 2002, p. 138; M. Bizcarrondo, “Enanos y gigantes: El socialismo español, 1835-1936”, en F. Vallespín, Historia de la Teoría Política IV, Alianza, Madrid, 1995, pp. 340-341).

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energía vital española –claramente puesto de manifiesto en La redención

de las provincias, donde el propósito consiste en estimular al ciudadano

a la participación en la vida pública–, teniendo como fin último organizar

España –de ahí la insistencia de Ortega en construir una “economía

organizada”, una “democracia organizada”, etc.

Dentro del contexto español, Ortega apoyó al Partido Socialista,

desde sus primeros artículos de 1908 hasta sus últimos escritos políticos

de 1932-1933, asistiendo a los congresos del partido y pronunciando

conferencias sobre el tema del socialismo en la Casa del Partido

Socialista de Madrid, en la Escuela Nueva creada por Nuñez de Arenas y

la Sociedad El Sitio de Bilbao. Sin embargo, Ortega nunca llegó a

afiliarse al PSOE, y él mismo explica sus razones, dirigiéndose a los

miembros de este partido: “a vosotros se os ha enseñado que la fórmula

central del socialismo es la lucha de clases. Por ello yo no estoy afiliado

a vuestro partido, aun siendo mi corazón hermano del vuestro. Sólo un

adjetivo nos separa: vosotros, sois socialistas marxistas; yo, no soy

marxista. Para vosotros socialismo equivale a marxismo”141. Como hemos

visto, para Ortega el marxismo constituye solamente un tipo de

socialismo, de entre otros posibles. A este respecto es importante

atender a la distinción que establece Ortega dentro del Socialismo entre

partidos, teorías e ideologías particulares y fines del socialismo. Mientras

los dos primeros constituyen para Ortega medios, y son por tanto

variables y contingentes, dependientes del momento histórico

determinado en el que surgen, la última dimensión del socialismo, la que

se refiere a sus fines u objetivos, es universal y tiene carácter de

necesidad histórica, comparable para Ortega con “la grandeza e

incoercibilidad de los hechos geológicos” o el “avance de nuestro sistema

141 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 120. Como él mismo declara, Ortega no se considera un socialista de partido (“Miscelánea socialista” (1912), X, 200). Soledad Ortega, hija del filósofo, recuerda una anécdota vivida en los años veinte, cuando siendo ella pequeña y motivada por las conversaciones con sus compañeros, que clasificaban a sus padres en “socialistas”, “republicanos”, “monárquicos”..., le preguntó a su padre “¿Tú qué eres en política?”, a lo que él le contestó: “Yo soy socialista, lo que pasa es que no puedo entrar en ningún partido político como otros padres de tus compañeros, porque ninguna idea política me convence suficientemente y yo necesito ser absolutamente libre” (“Intervención de S. Ortega” en A. Rodriguez Huéscar, E. Merigó y S. Ortega, “El liberalismo de Ortega”, en Homenaje a Ortega y Gasset/Federación de los Clubs Liberales, Imp. Hijos de Minuesa, Madrid, 1984, pp. 78-79).

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solar hacia la constelación de Hércules”142; en cuanto a estos valores

permanentes del socialismo, Ortega confiesa que “la sospecha de esos

resultados maravillosos ha sido quien, en definitiva, me conquistó hace

años para el Socialismo”:

El Socialismo es una realidad tan profunda que contiene en sí varios pisos o estratos y sería empequeñecerlo creer que todo él se reduce a uno solo de ellos. El estrato del Socialismo que más se ve porque ocupa la superficie es el Partido Socialista. Bajo este (...) se halla el Socialismo como teoría socialista, como proyecto ideal de reforma humana. No conviene, en mi entender, confundir estos dos órdenes de Socialismo, so pena de renunciar al valor incalculable que encierra el Socialismo en su integridad. El Partido Socialista es el instrumento del Socialismo, y está constituido por no pocas afirmaciones que le son tal vez necesarias, pero que huelgan en el Socialismo como proyecto de solución a las enfermedades actuales de la sociedad. Así, el Partido Socialista pone al frente de su ideología la lucha de clases, que el Socialismo, es decir, la organización socialista de la comunidad, comienza por excluir. Hay, pues, de un lado el Socialismo como idea política, y de otro el Socialismo como táctica consciente de unos hombres férvidos para llevar aquella al triunfo. Pero aún hay otra tercera calidad en el Socialismo. Así como el Partido Socialista es sólo un medio para la organización socialista del mundo, es esta a su vez un medio, una táctica que sigue la historia para obtener ciertos resultados maravillosos (...) Y como el Socialismo puede irse sin desdoro por cien caminos distintos, yo no vacilo en declarar que la sospecha de esos resultados maravillosos ha sido quien, en definitiva, me conquistó años hace para el Socialismo. 143

En este sentido, Ortega nunca cuestionó los ideales o fines

socialistas –antes al contrario, trató de impulsarlos, a través de su

concepción del socialismo–, pero sí dirigió, como él mismo afirma, “una

crítica amorosa” a los otros dos planos del socialismo, referentes al

142 Ortega señala a este respecto que “desde hace sesenta años, el más enérgico factor de la historia universal es el magnífico movimiento ascensional de las clases obreras. Se trata de una corriente tan profunda y sustancial, que tiene la grandeza e incoercibilidad de los hechos geológicos. Toda política, pues, inspírela uno u otro temperamento, tendrá que ir, a la postre, inscrita dentro de ese formidable flujo; tiene que contar con él y aceptarlo como se acepta el avance de nuestro sistema solar hacia la constelación de Hércules (...) no cabe tampoco confundir ese movimiento ascensional de la humanidad obrera, con el laborismo, socialismo, sindicalismo o comunismo, que son meras fórmulas, propagandas, ensayos, todo lo importantes que se quiera, pero que a la postre no representan sino interpretaciones transitorias y relativamente superficiales de aquella realidad mucho más profunda e inexorable. De modo que no es hoy posible, imaginable, política alguna que en una de sus dimensiones no sea política obrerista, que en su sesgo no acompañe a esa tremenda corriente marina que empuja la historia actual. Pero, a la par, ningún credo o partido obrerista puede pretender significar la modulación única, definitiva e infalible de esa realidad sustancial de nuestro tiempo” (Rectificación de la República (1931), XI, 405-406).

143 “Socialismo y aristocracia” (1913), X, 238-239.

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partido y a la ideología o teoría particular, ya que, además de pensar que

ése era su deber como intelectual144, estaba convencido de que aquellos

“eran capaces de mejores consecuencias”:

Mi inaptitud para el socialismo militante procede de que entendemos esa palabra de distintas maneras. Y mi crítica del socialismo español se reduce a mostrar que los conceptos de Marx solicitan otro régimen político del que sigue. Es, pues, una crítica amorosa, en que no se pide al criticado que abandone sus principios; en que no se niegan estos; sino, al contrario, se corroboran, mostrando que son capaces de mejores consecuencias. 145

144 También la revisión que hace Bernstein de algunas tesis del marxismo tenía por objeto extraer de éste sus mejores consecuencias, con la convicción de que “el desarrollo ulterior y el perfeccionamiento de la teoría marxista deben empezar por su crítica” (Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, Siglo XXI, México, 1982, p. 126). En opinión de Bernstein, la frase de Proudhon “No demos nunca una cuestión por concluida” “podría ser, en verdad, un buen lema para el socialismo, si es que puede y quiere ser científico” (Socialismo democrático,Tecnos, Madrid, 1990, p. 60), puesto que la “libertad en la crítica es uno de los requisitos fundamentales del conocimiento científico” (Ibid., pp. 60-61). Al igual que para Ortega, según Berntein “ningún «ismo» es ciencia. Lo que denominamos «ismos» son modos de ver las cosas, tendencias, sistemas de ideas o reivindicaciones, pero no ciencias” (Ibid., p. 60). También J.S. Mill hace énfasis en la importancia de la crítica constructiva, afirmando que deberíamos estar agradecidos a aquellos que critican nuestras ideas, puesto que nos hacen el favor de tomarse el trabajo de mostrarnos las debilidades de nuestras propias teorías (J.S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 113).

145 “Miscelánea socialista” (1912), X, 203. Sin embargo, como ya mencioné anteriormente, se han dado diferentes interpretaciones acerca del pensamiento socialista de Ortega. Así por ejemplo, de acuerdo con J. Carvajal Cordón, “el socialismo formula (...) el ideal que ha de conducir, según Ortega, la política de su tiempo. Esta es una convicción política de Ortega, que éste no abandonó jamás en los muchos años que duró su actuación política en sentido amplio; convicción que defendió con especial vigor durante la breve etapa de su dedicación a la política en sentido estricto los años 1931 y 1932” (Op. Cit., p. 86). Según F. López Frías, “Ortega se había definido socialista durante una larga etapa de su vida que podemos cifrar entre 1908 y 1914. Posteriormente será siempre un defensor de la idea socialista aunque le separa del partido el hecho de no compartir ni su marxismo ni su internacionalismo” (Ética y política. En torno al pensamiento de Ortega y Gasset, Promociones Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1985, p. 51). De manera similar, J. Fernández Lalcona sostiene que “Ortega se confesará socialista en distintas ocasiones a lo largo de su vida. Socialista en un sentido amplio, nunca encuadrado dentro de la ideología de un grupo político determinado, encerrado dentro de un dogma” (Op. Cit., p. 207), y señala también las posibles causas de distanciamiento de Ortega respecto al partido socialista: “El recelo contra los intelectuales, el dogmatismo de la doctrina socialista y, sobre todo, la conciencia de que Ortega pertenecía a una clase social diferente –con las consecuencias que esto lleva implícito–, influyeron en el distanciamiento para con él [partido socialista español], aunque es preciso señalar que entre ambos siempre hubo una coincidencia básica en el planteamiento y resolución de los problemas sociales fundamentales” (Ibid., p. 117). En opinión de S.M. Tabernero del Río, “Ortega se aparta del partido socialista español, no del socialismo; o, si aún se quiere mayor precisión, afirmemos que en nuestro filósofo se mantiene intacto su intenso «sentido social»” (Filosofía y educación en Ortega y Gasset, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1993, 56). Sin embargo, para V. Cacho Viu la actitud de Ortega hacia el socialismo es “de simpatía y distanciamiento a la vez” y el papel que le asigna Ortega al socialismo es “meramente instrumental” (Los

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Otro principio fundamental en el modelo democrático orteguiano es

el principio de excelencia, al que se aludió al comienzo de este capítulo

al hablar sobre los ideales de progreso y perfeccionamiento, los cuales

constituyen para Ortega el fin último que debe guiar toda organización

social y política deseable. Ortega insiste a lo largo de toda su obra en

que el fin de la ética y de la política consiste en el progreso moral,

intelectual y material de la sociedad, tanto a nivel colectivo como

individual. De acuerdo con Ortega, democracia y excelencia han de ir

indisolublemente unidas en la “nueva democracia” que él propone: “una

nueva España sólo es posible si se unen estos dos términos: democracia

y competencia. La instauración de la democracia sólo es posible en

intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 90ss). En la misma línea, para T. Mermall “el socialismo es quizá el concepto más vago del ideario político orteguiano y el que más pronto pasa a consideraciones secundarias” (“Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, 1998, p. 26). Por su parte, para L. Pellicani, Ortega no fue un socialista, “sino sólo «un compañero de viaje» del movimiento obrero. Ello se debe a que Ortega fue, ante todo y sobre todo, un liberal” (Op. Cit., 56), si bien “la cuestión obrera o, en términos más generales, el problema de la justicia social siempre ocupó un puesto central en sus reflexiones políticas” (Id., 61). También para Sánchez Cámara Ortega fue en primer lugar un liberal: “En Ortega la temprana y algo efímera adhesión al socialismo depende de su adecuación al liberalismo y nunca al revés” (“El liberalismo de Ortega y Gasset”, Revista de Occidente, nº 108, Madrid, Mayo 1990, p. 79). De la misma opinión es Cerezo Galán, quien considera que “más que liberalizar el socialismo, lo que se propone Ortega es socializar o dar sentido social al liberalismo. La primacía corresponde al radical liberal, por más hondo y permanente” (“Ortega y la regeneración del liberalismo: tres navegaciones y un naufragio”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, p. 632). En las interpretaciones sobre el pensamiento político de Ortega se ha tendido generalmente a destacar su componente liberal, en detrimento de su ideal socialista, cuando en realidad Ortega deja claro que ambos principios son imprescindibles para la construcción de un modelo democrático deseable –y que la cuestión no radica en elegir entre uno u otro principio, sino en hallar el modo de combinarlos adecuadamente dentro de un mismo modelo democrático. Por otro lado, algunos autores como G. Morán, A. Elorza y J. Zamora han señalado la existencia de determinados documentos privados en los que supuestamente Ortega se mostraría a favor de la victoria del bando “nacional” en los inicios de la guerra civil –según J. Zamora, al considerar Ortega que la victoria del bando republicano daría lugar a una dictadura comunista de tipo estalinista, en la que los verdaderos republicanos serían apartados–; sin embargo, considero que una interpretación filosófica rigurosa de estos posibles datos requeriría una investigación historiográfica y documental pormenorizada e imparcial sobre la circunstancia biográfica e histórica de Ortega a partir de 1933 y sobre todo de 1936, la cual desde mi punto de vista está todavía pendiente de realizarse. En todo caso, esa supuesta vinculación de Ortega con el franquismo entra en contradicción directa con el pensamiento ético y político de Ortega y con la ausencia de Ortega en España tras la victoria de Franco, así como con la animadversión sostenida por parte del régimen hacia el filósofo, que hizo que, como señala J.L. Aranguren, Ortega llegase a ser considerado por la ideología oficial del nacionalcatolicismo como “el veneno” (La ética de Ortega, Taurus, Madrid, 1959, p. 43).

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España mediante la revolución de la competencia”146. El propio concepto

de “organización”, presente en la concepción orteguiana de “democracia

organizada” o “nueva democracia”, implica asimismo el ideal de

excelencia, puesto que, de acuerdo con Ortega, “organizar algo quiere

decir ponerlo en condiciones de que llegue a su máxima potencia, que dé

el mayor rendimiento posible dentro de lo que es”147.

Ortega entiende el principio de excelencia como la necesidad de

mejora y perfeccionamiento de todos los individuos a través del

desarrollo de sus capacidades en sentido amplio (capacidades morales,

culturales, intelectuales). Como señala E. Bonete, para Ortega “la vida

no sólo es una tarea a realizar, sino fundamentalmente la tarea de

realizarnos a nosotros mismos, hacernos plenamente”148. Este imperativo

de excelencia está estrechamente relacionado con los ideales de

libertad, autenticidad y vitalidad. Como se comentó anteriormente, la

concepción orteguiana de la libertad y la autenticidad implican el

principio de excelencia, puesto que la opción que cada individuo y cada

sociedad debe elegir, al ejercitar su libertad de acuerdo con el criterio de

autenticidad, es precisamente aquella opción que representa “lo mejor”,

esto es, lo excelente, que adquiere de este modo carácter de necesidad.

Se configura así en Ortega una “ética de la elegancia”, puesto que se

trata, de acuerdo con los principios de libertad, autenticidad y excelencia,

de elegir lo mejor: “Elegancia –sugiere Ortega– debía ser el nombre que

diéramos a lo que torpemente llamamos Ética ya que es ésta el arte de

elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer”149.

La condición del hombre es, en verdad, estupefaciente. No le es dada e impuesta la forma de su vida como le es dada e impuesta al

146 “Competencia” (1913), X, 231. En opinión de Ortega, “la organización nacional (...) no puede fundarse más que en la competencia” (Vieja y nueva política(1914), I, 304).

147 La redención de las provincias (1931), XI, 245 (cursivas mías). 148 E. Bonete, Op. Cit., p. 411. 149 Origen y epílogo de la Filosofía (1960), IX, 349-350. Según esta acepción,

elegir se opone al “capricho”: “El capricho es hacer cualquier cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra int-eligentia”(Ibid., 349).

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astro y al árbol la forma de su ser. El hombre tiene que elegirse en todo instante la suya. Es, por fuerza, libre. Pero esa libertad de elección consiste en que el hombre se siente íntimamente requerido a elegir lo mejor y qué sea lo mejor no es ya cosa entregada al arbitrio del hombre. Entre las muchas cosas que en cada instante podemos hacer, podemos ser, hay siempre una que se nos presenta como la que tenemos que hacer, tenemos que ser; en suma, con el carácter de necesaria. Esto es lo mejor. Nuestra libertad para ser esto o lo otro no nos libertad de la necesidad. Al contrario, nos complica más con ella. La necesidad cósmica consiste en que el astro no puede eludir su trayectoria. Pero, en cambio, ésta le es regalada, no tiene que hacérsela él. Su conducta –su ser– le llega ya decidida (...). El pobre ser humano, por el contrario, se encuentra colocado en una posición dificilísima. Porque es como si se le dijera: “si quieres realmente ser tienes necesariamente que adoptar una muy determinada forma de vida. Ahora: tú puedes, si quieres, no adoptarla y decidir ser otra cosa que lo que tienes que ser. Mas entonces, sábelo, te quedas sin ser nada, porque no puedes ser verdaderamente sino el que tienes que ser, tu auténtico ser”. La necesidad humana es el terrible imperativo de autenticidad. Quien libérrimamente no lo cumple, falsifica su vida, la desvive, se suicida. Resulta, pues, que se nos invita a lo que se nos obliga. Se nos deja en libertad de aceptar la necesidad. ¡Qué cortesía la del cruel destino!150

Ortega propone así una ética exigente, comprometida y

responsable, en la que el fin último consiste en el progreso y

perfeccionamiento de la vida humana, tanto a nivel colectivo como

individual: “Precisamente el acto en que más radicalmente se siente el

hombre libre es aquel en que por íntima decisión se liga y entrega a una

ley o norma, a una religión, a una doctrina filosófica o política, a una

disciplina moral, a las exigencias de una profesión. En cambio, cuando el

hombre sigue un capricho le queda en el fondo un sabor de

servidumbre”151. De acuerdo con J. Lasaga, la ética de Ortega es

fundamentalmente una “ética de la ilusión”152, entendiendo por “ilusión”

“promesas de realidad, perfección incoada en la cosa o situación”153.

150 “Prólogo para alemanes”, VIII, 28. En el mismo sentido afirma Ortega que “nuestra existencia es, en todo instante, una circunstancia fatal dada que nuestra voluntad puede tomar en sus manos y empujarla en el sentido de la perfección. No hay vivir si no se acepta la circunstancia dada, y no hay buen vivir si nuestra libertad no la plasma en el camino de la perfección” (“Discurso en el Parlamento chileno” (1955), VIII, 378).

151 “Tocqueville y su tiempo”, IX, 330. Y es que, de acuerdo con Ortega, “al hacer algo por capricho, se elude precisamente lo que hay que hacer por necesidad, y el que no es lo que necesariamente tiene que ser, aniquila su propia sustancia. (...) la paradójica condición del hombre radica en que no puede ser lo que quiera, sino lo que tiene necesariamente que ser” (“A una edición de sus obras” (1932), VI, 349).

152 Figuras de la vida buena. Ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset, Enigma Editores, Fundación de José Ortega y Gasset, 2006, p. 141.

153 Ibid., p. 140.

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Ortega defiende de este modo una “ética de máximos”, en contraposición

con las actuales “éticas de mínimos” propuestas por determinadas

corrientes de corte neoliberal. La ética de Ortega es una invitación a la

autenticidad, a la excelencia y a la felicidad posible.

Ortega concibe el ideal de excelencia como la necesidad de llevar a

cada realidad –sean individuos o colectividades– a la realización de sus

más altas posibilidades, hacia la plenitud de su significado. Este

imperativo ético responde al deseo de alcanzar un orden superior154, de

llevar las cosas hacia lo mejor de sí mismas, a una mayor plenitud vital

que la precedente: “Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible

plenitud. Un alma abierta y noble sentirá la ambición de perfeccionarla,

de auxiliarla, para que logre esa plenitud. Esto es amor –el amor a la

perfección de lo amado”155.

Imaginen ustedes por un momento que cada uno de nosotros cuidase tan sólo un poco más cada una de las horas de sus días, que le exigiese un poco más de donosura e intensidad, y multiplicando todos estos mínimos perfeccionamientos y densificaciones de unas vidas por las otras, calculen ustedes el enriquecimiento gigante, el fabuloso ennoblecimiento que la convivencia humana alcanzaría. Eso sería vivir en plena forma (...). No se diga tampoco que la fatalidad no nos deja mejorar nuestra vida, porque la belleza de la vida está precisamente no en que el destino nos sea favorable o adverso –ya que siempre es destino–, sino en la gentileza con que le salgamos al paso y labremos de su materia fatal una figura noble.156

De ahí también la importancia que posee para Ortega la educación

de los ciudadanos, en continuidad con los ideales ilustrados, con el fin de

lleguen todos a ser unos ciudadanos excelentes, a través del

desenvolvimiento de sus distintas capacidades157.

154 Rectificación de la República (1931), XI, 363. 155 Meditaciones del Quijote, I, 311. Ortega relaciona el ideal de excelencia o

perfección con el eros platónico: “Me ha poseído siempre una fe profunda, en que todas las cosas son susceptibles de ilimitada mejora y que nos basta con fijar los ojos en el más humilde objeto para que aparezcan sobre sus flancos prodigiosas reverberaciones. (…) es esta fe en que el universo es susceptible de infinita mejora el sentido radical que da Platón a la Filosofía cuando hace nervio de ella el «Eros», la aspiración de amor. (…) es el afán de lo mejor y el esfuerzo de mejoramiento, la actitud afirmativa ante el «cosmos». El amor verdadero es el amor a la perfección de lo amado” (Meditación del pueblo joven (1958), VIII, 364).

156 ¿Qué es filosofía? (1929), VII, 436. 157 La educación en la excelencia, compatible con el pluralismo y la autonomía

del individuo, conforma de acuerdo con V. Camps el ideal de ciudadano al que debe

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(...) hay otra serie de actos humanos que tienden asimismo a transformar la realidad dada en el sentido de un ideal. A esta acción de sacar una cosa de otra, de convertir una cosa menos buena en otra mejor, llamaban los latinos eductio, educatio. Por la educación obtenemos de un individuo imperfecto un hombre cuyo pecho resplandece de irradiaciones virtuosas. Nativamente aquel individuo no era bondadoso, ni sabio, ni enérgico (...) ¡Tal es la divina operación educativa merced a la cual la idea, el verbo, se hace carne! (...) La pedagogía, en cuanto ciencia, puesto que se trata de modificar el carácter integral del hombre, halla ante sí dos problemas: es el uno determinar aquella forma futura, aquel tipo de hombre en cuyo sentido ha de intentarse variar al educando: éste es el problema del ideal educativo (...) La ciencia pedagógica tiene que comenzar por ser la determinación científica del ideal pedagógico, de los fines educativos. El otro problema que le es esencial consiste en hallar los medios intelectuales, morales y estéticos por los cuales se logre polarizar al educando en dirección de aquel ideal (...) así la pedagogía anticipa lo que el hombre debe ser, y después busca los instrumentos para hacer que el hombre llegue a ser lo que debe.158

De acuerdo con Ortega, la educación de la ciudadanía constituye

una de las principales tareas de la democracia: “La política democrática

es sin duda algo que se hace por el pueblo. Toda la verdadera política

democrática tiene que ser educación y enseñanza del pueblo”159. Como

se ha aludido anteriormente, para Ortega el Estado es responsable de la

educación de los ciudadanos –de ahí también su defensa de la

enseñanza pública: “El Estado tiene un deber primario, la cultura; un

crimen primario, la ignorancia de sus miembros”160; “¡Educación, cultura!

Ahí está todo. Esa es la reforma sustancial”161. De aquí parte la

concepción orteguiana de la política como pedagogía social:

aspirar la democracia: “Educar es intentar que lo mejor de cada uno aflore a la superficie. No matar las individualidades ni las diferencias y, sin embargo, permitir que éstas no sólo convivan en paz –no la barbarie–, sino que estén dispuestas a aceptar los principios sociales que han de permitir que todas las individualidades puedan expresarse. Ésa es la idea de persona emancipada y autónoma que la democracia necesita, el ideal de ciudadano de este fin de siglo” (V. Camps, “Educación y cultura democrática”, en S. Giner (Coord.), La cultura de la democracia: el futuro, Ariel, Barcelona, 2000, p. 103).

158 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 508-509. 159 “Discurso en León” (1931), XI, 302. 160 “La moral visigótica” (1908), X, 58. De acuerdo con A. Peris Suay, Ortega

defiende una concepción de “la política no sólo como mecanismo de gestión social, sino como instrumento de desarrollo y elevación de los individuos” (A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral, Universitat de Válencia, 2001 (inédita), p. 10). Según este autor, Ortega elabora una “concepción humanista de la política que toma como objetivo de justicia el desarrollo de la autonomía y plenitud de todos los hombres” (Ibid., p. 471).

161 “Ideas políticas” (1924), XI, 49.

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Si educación es transformación de una realidad en el sentido de cierta idea mejor que poseemos y la educación no a de ser sino social, tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las sociedades. Antes llamamos a esto política: he aquí, pues, que la política se ha hecho para nosotros pedagogía social y el problema español un problema pedagógico.162

De acuerdo con Ortega, el progreso y perfeccionamiento de la

sociedad depende de la asunción del ideal de excelencia por parte de los

ciudadanos163. Para lograr una España mejor, Ortega sostiene que es

preciso que “cada español se resuelva a elevar unas cuantas atmósferas

la presión de sus potencias espirituales. Y antes que ninguna otra, la

inteligencia. Todo español está muy especialmente obligado a ser

mañana más inteligente que hoy, a avergonzarse de sus prejuicios, de

sus tópicos, de sus cegueras, de sus angosturas mentales”164. De este

modo, para Ortega no puede haber sociedad excelente sin ciudadanos

excelentes, de ahí la íntima conexión existente entre ética y política en el

pensamiento orteguiano y su defensa de un modelo de democracia como

forma de vida, que implica, lejos de los modelos procedimentales de

democracia, la extensión de los valores y principios democráticos a todos

los ámbitos de la vida. Así pues, la existencia y permanencia de los

valores democráticos sólo pueden sostenerse a través de su realización

por parte de los individuos en su vida cotidiana. En este sentido insiste

Ortega en que para reformar España hay que comenzar por mejorar el

“tipo medio de individuo”, hasta el punto de que “toda otra reforma que

no cale hasta ese estrato profundo, que no llegue a punzar al español en

el nervio de su vida individual y le hostigue a complicar su existencia,

será inoperante”165.

162 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 515. 163 Dentro del contexto español, Ortega señala en este sentido la necesidad de

construir “una sociedad moderna donde cada español pueda dar el máximum de su rendimiento humano, que aproveche toda fuerza existente, fomente solícita las que germinan y prevenga las que faltan” (“La paz y España” (1918), X, 453). Cf. “Pleamar filosófico” (1925), III, 348; “Vaguedades” (1925), XI, 51; “Selección” (1926), XI, 100; “Asociación al Servicio de la República” (1931), XI, 128; “Antitópicos” (1931), XI, 154.

164 “Hacia una mejor política” (1917), X, 368-369. 165 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 259. De

hecho, para Ortega “un pueblo es y vale en la historia lo que sea y valga el tipo medio de sus hombres” (Ibid., 197), de ahí la necesidad de promover la perfección del tipo medio de español, con el fin de “elevar al español medio hasta el nivel de los tiempos” (Ibid., 198).

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Dentro del modelo democrático orteguiano, el ideal de excelencia

se establece en relación a cada realidad, individual o colectiva: “Toda

cosa concreta –una nación, por ejemplo– contiene, junto a lo que hoy es,

el perfil ideal de su posible perfección”166. En este sentido, el objetivo es

llegar a ser mejor que sí mismo, a través del desarrollo de las diversas

capacidades y cualidades, de acuerdo con la particular vocación (en esto

consistirá la “vida noble”, en contraposición con la “vida vulgar”): “No

midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad

con lo que es como proyecto. «Llega a ser lo que eres». He aquí el justo

imperativo...”167:

Aprendamos a no medir cosa alguna con una unidad de medida que no sea ella misma. Midamos lo que algo es con la perfección posible que, a la vez, nos muestra como un perfil etéreo que lleva siempre sobre el que, en efecto, toda realidad nos enseña, a la par, lo que es y lo que debe ser, su norma y su enormidad.168

Ortega recoge así la tradición griega de la excelencia o areté, ya

presente en la ética homérica –moral competitiva o agonal, de culto al

héroe, donde la excelencia constituye una cualidad heredada a través de

la pertenencia a algún linaje aristocrático– pero, a diferencia de ésta, el

ideal de excelencia que promueve el modelo democrático orteguiano se

extiende a todos los individuos sin excepción. De este modo, el principio

de excelencia actúa en el modelo de democracia de Ortega como un

criterio de igualdad, pues la medida de la excelencia para cada realidad,

sea ésta colectiva o individual, reside en ella misma, al tiempo que el

ideal de excelencia se extiende a todos los individuos y sociedades sin

exclusión; pero, a la vez, el principio de excelencia se convierte también

en un criterio generador y legitimador de desigualdades, al introducir el

término comparativo a la hora de tener que elegir a los individuos más

adecuados para desempeñar las tareas más importantes de la sociedad

166 “Entreacto polémico” (1925), XI, 64. En la misma línea afirma Ortega que “toda circunstancia y toda realidad contiene una posible perfección, y este margen de perfeccionamiento de la circunstancia es lo que el buen artífice vital llama ideal y se esfuerza en henchir” (“Reforma de la inteligencia” (1926), IV, 494).

167 “Estética en el tranvía” (1916), II, 38. 168 “Meditación de la criolla” (1939), VIII, 439.

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en sus diferentes ámbitos169. En este último punto, el ideal de excelencia

entra en contacto y sirve de fundamento, como veremos a continuación,

a otro principio fundamental de la ética y política orteguianas, el principio

aristocrático, y, en conexión con éste, a la distinción entre “masas” y

“minorías”.

En el pensamiento orteguiano, el principio aristocrático es utilizado

en su sentido etimológico (procedente del griego, aristokratía, la “fuerza”

o “el poder” –krátos– de “los mejores” –áristoi) 170 y es definido por

Ortega como aquel “estado social donde influyen decisivamente los

mejores”171. Este principio dividirá inevitablemente a los individuos entre

“mejores” y “peores”, entre más aptos y menos aptos en orden a

desempeñar determinadas actividades, de acuerdo con el criterio de

excelencia172. La justificación moral del principio aristocrático reside de

169 Desde el punto de vista de Ortega, la excelencia es siempre relativa a una determinada actividad o dimensión social: “la excelencia de estas personalidades óptimas es de tipo muy diverso. Dentro de cada clase o grupo se destacan ciertos individuos en quienes las calidades propias a la clase o grupo aparecen extremadas. Una nación no podría nutrir sus necesidades históricas si estuviese atenido a un solo tipo de excelencia. Hace falta, junto a los eminentes sabios y artistas, el militar ejemplar, el industrial perfecto, el obrero modelo y aun el genial hombre de mundo (...)” (España invertebrada (1922), III, 106).

170 Y no en el sentido de las aristocracias hereditarias o de sangre, como señala Ortega: “La aristocracia social no se parece nada a ese grupo reducidísimo que pretende asumir para sí íntegro el nombre de «sociedad», que se llama a sí mismo «la sociedad», y que vive simplemente de invitarse o no invitarse. Como todo en el mundo tiene su virtud y su misión, también tiene las suyas dentro del vasto mundo este pequeño «mundo elegante», pero una misión muy subalterna e incomparable con la faena hercúlea de las auténticas aristocracias” (Rebelión de las masas(1930), IV, 150). De acuerdo con J. San Martín, la aristocracia a la que se refiere Ortega no es heredable, pues “la virtud no se hereda, y la aristocracia es una virtud; por eso es de entrada incompatible con la herencia. Más aún, (...) la aristocracia hereditaria representa un modelo de perversión de la sociedad en la opinión de Ortega” (J. San Martín, “La crítica cultural en Ortega y Gasset. Un guión radiofónico sobre La rebelión de las masas”, en J. San Martín, Fenomenología y cultura en Ortega. Ensayos de interpretación, Tecnos, Madrid, 1998, p. 203).

171 “Socialismo y aristocracia” (1913), X, 239, cursivas mías. Ortega sostiene que la sociedad humana es esencialmente aristocrática: “la sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de que es sociedad en la medida en que sea aristocrática, y deja de serlo en la medida en que se desaristocratice” (La rebelión de las masas (1930), IV, 150).

172 A. Peris Suay describe así la desigualdad que introduce el principio aristocrático a través del ideal de excelencia: “Alcanzar la plenitud humana coincide con ser plenamente libre, pero entonces el hombre no es libre de elegir lo que quiere, sino libre para ser lo que tiene que ser. Por eso ante este reto surge la desigualdad humana fundamental, la aristocracia moral. Pero la aristocracia hay que entenderla por tanto en Ortega, como una invitación a la felicidad que se extiende a todos los hombres como tal propuesta de ir más allá de los mínimos morales exigibles” (“El liberalismo de Ortega más allá del liberalismo”, Revista de

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acuerdo con Ortega en que el fin del progreso y perfeccionamiento de la

sociedad requiere que se reconozca socialmente el valor de ejemplaridad

en la excelencia que encarnan aquellos individuos más cualificados en

cada ámbito social, de tal modo que los demás los verán como modelos

de excelencia y se sentirán motivados a su vez a realizar este ideal en

sus propias vidas173. Si esto no se cumple, ante la ausencia de ideales se

produce un vacío moral y sobreviene un proceso de desmoralización y de

degradación moral174, pues “el corazón del hombre no tolera el vacío de

lo excelente y supremo”175 –como ocurre en el fenómeno de la “rebelión

de las masas” y también en los totalitarismos, como veremos

posteriormente.

De este modo, el principio de excelencia introduce una dimensión

de desigualdad y división social –legítima para este filósofo– dentro del

modelo democrático orteguiano, en la cual se basa la distinción entre

Estudios Orteguianos, nº 6, Mayo 2003, p. 192). Por su parte, J. Fernández Lalcona precisa el significado de “aristocracia” en Ortega del siguiente modo: “La estructura que propone Ortega se basa en una jerarquía de calidades personales que se deriva originaria y exclusivamente de unos derechos adquiridos por la propia individualidad y no por la herencia de unos «privilegios» aristocráticos. La aristocracia que propugna Ortega no es de sangre, no es tampoco de casta o de raza; tiene su único origen en la calidad humana del individuo, en su categoría de «mejor»” (Op. Cit., p. 190).

173 Cf. España invertebrada (1922), III, 104. Esto no quiere decir que tengan que imitar a los individuos considerados como ejemplares, puesto que, de acuerdo con Ortega, la imitación supone siempre algún grado de falsificación, lo cual está en contradicción con el ideal de autenticidad: “La vida como imitación es la vida como falsificación” (“Antitópicos” (1931), XI, 147), pues “una vida que se imita, es una vida que se falsifica” (Rectificación de la República (1931), XI, 335). Pues, a juicio de Ortega, “toda vida humana tiene que inventarse su propia forma (…) Elimperativo de autenticidad es un imperativo de invención. Por eso la facultad primordial del hombre es la fantasía (…) La vida humana es, por lo pronto, faena poética, invención del personaje que cada cual, que cada época tiene que ser. El hombre es novelista de sí mismo” (“Prólogo para alemanes” (1934), VIII, 29). Aparece así en Ortega la concepción de la vida humana como una obra de arte, que cada individuo y cada colectividad tienen la obligación moral de llevar a cabo, a partir de su propia realidad o circunstancia particular, de una manera original, de acuerdo con su íntima vocación, pues sólo de ese modo podrá alcanzar la plenitud vital y la felicidad, en la medida en que ésta es posible. Para Ortega el grado de cualificación no depende de modo exclusivo de las capacidades naturales del individuo, sino principalmente del esfuerzo continuado por desarrollar éstas: “Mas el talento (dotes) aunque se origina en una capacidad nativa del individuo no consiste sólo en ella: implica que ese don gratuito ha sido con grande y constante esfuerzo desarrollado y educado” (“Las profesiones liberales” (1954), IX, 693).

174 Cf. España invertebrada (1922), III, 106-107. 175 Meditaciones del Quijote (1914), I, 338. Así, para Ortega “el hombre es,

tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. Si logra por sí mismo encontrarla, es que es un hombre excelente” (Larebelión de las masas (1930), IV, 221).

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“minorías” y “masas” 176. Ortega define a las “minorías” como aquellos

individuos “especialmente cualificados” y a las “masas” como aquellos

individuos “no especialmente cualificados” para desarrollar determinadas

actividades, relativas a un sector concreto de la sociedad177. De acuerdo

con la teoría social orteguiana y su concepción aristocrática de la

sociedad, “masa” y “minoría” constituyen elementos recíprocos e

interdependientes, pues ambos forman parte de una relación dialéctica

fundamental de la dinámica social: “La sociedad es siempre una unidad

dinámica de dos factores: minorías y masas. Las minorías son individuos

o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el

conjunto de personas no especialmente cualificadas (...) Masa es «el

hombre medio» (...) es la cualidad común, es lo mostrenco social, es el

hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en

sí un tipo genérico”178. Como en el caso del término “aristocracia”, para

Ortega las “masas” y las “minorías” no se adscriben a ninguna clase

social concreta ni tienen carácter hereditario: “La división de la sociedad

en masas y minorías excelentes no es, por tanto, una división en clases

sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la

jerarquización en clases superiores e inferiores (...) en rigor, dentro de

cada clase social hay masa y minoría auténtica”179.

176 Ortega defiende en este sentido la necesidad de reconocer las desigualdades legítimas que existen entre los individuos, de acuerdo con el criterio de excelencia (Cf. II, 207; III, 356). Desde su posición socialdemócrata E. Bernstein se expresa de manera semejante a Ortega, afirmando que, al lado de las desigualdades ilegítimas e injustas, existen otro tipo de desigualdades entre los individuos que son legítimas, basadas en el criterio de excelencia: “Diferencias de posición social las habrá siempre. ¿Y por qué no habría de haberlas? Mientras no desemboquen en explotación, mientras no sean causa de opresión, bien puede decirse que constituyen un enriquecimiento de la vida social. La desigualdad de clases debe desaparecer. Las desigualdades personales, las diferencias de actividad y categoría profesional pueden, por mí, durar todavía mucho” (E. Bernstein, Socialismo democrático, Tecnos, Madrid, 1990, p. 165).

177 En opinión de T. Mermall, la distinción orteguiana entre “minorías” y “masas” obedece a una clasificación “de tipo ideal, no empírico, y se refiere explícitamente a las dotes intelectuales , morales y espirituales” (“Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 19); de acuerdo con T. Mermall, con esta distinción categorial “lo que Ortega se propuso fue retratar dos clases de persona de tipo ideal, dos estilos de vida contrapuestos, y no de indagar en cualidades humanas susceptibles de cuantificación sociológica” (Ibid., p. 56).

178 La rebelión de las masas (1930), IV, 145. 179 Ibid., 146-147.

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De acuerdo con la teoría orteguiana, las “minorías”, en virtud de su

mayor grado de excelencia o capacitación, deben desarrollar una función

de ejemplaridad con respecto a las “masas”, las cuales han de reconocer

esa ejemplaridad y actuar en consecuencia –siendo así, dóciles al

ejemplo180. Las “minorías” se distinguen así de las masas por el mayor

nivel de exigencia respecto al ideal de excelencia que se imponen a sí

mismas y, consecuentemente, por el mayor grado de responsabilidad que

tal capacitación conlleva, en orden a desarrollar las tareas sociales

correspondientes a su competencia: “las minorías selectas (...) son

selectas –entiéndase bien–, ante todo y sobre todo porque se exigen

mucho a sí mismas. El hombre que se impone a sí propio una disciplina

más dura y unas exigencias mayores que las habituales en el contorno,

se selecciona a sí mismo, se sitúa aparte y fuera de la gran masa

indisciplinada donde los individuos viven sin tensión ni rigor,

cómodamente apoyados los unos en los otros y todos a la deriva (...) La

nobleza en el hombre (...) es, ante todo, un privilegio de obligaciones” 181.

Así pues, las “minorías” orteguianas tienen la obligación y la

responsabilidad, como aquellos que en el mito platónico han logrado salir

de la caverna y ver la luz, de volver a la caverna y transmitir su

conocimiento y entusiasmo por el ideal de excelencia, a quienes todavía

permanecen en el mundo de las sombras –volveremos a este tema al

hablar sobre la “deserción de las minorías”, que para Ortega constituye

siempre el fenómeno anverso a la “rebelión de las masas”. En definitiva,

180 De acuerdo con J. Marías, la división entre minorías y masas se refiere fundamentalmente a funciones, en el sentido de que “todos los hombres pertenecen, en principio, a la masa, en cuanto no están especialmente cualificados, y sólo emergen de ella para ejercer una función minoritaria cuando tienen tal o cual competencia o cualificación pertinente, después de lo cual se reintegran a la masa” (J. Marías, “Introducción” a J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Editorial Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid 1999, p. 23).

181 “El deber de la nueva generación argentina” (1924), III, 257. En el mismo sentido sostiene Ortega que “a las minorías selectas no las elige nadie. Por la sencilla razón de que la pertenencia a ellas no es premio o sinecura que se concede a un individuo, sino todo lo contrario, implica tan sólo una carga mayor y más graves compromisos. El selecto se selecciona a sí mismo al exigirse más que a los demás. Significa, pues, un privilegio de dolor y de esfuerzo. Selecto es todo el que desde un nivel de perfección y de exigencias aspira a una altitud mayor de exigencias y perfecciones. Es un hombre para quien la vida es entrenamiento (...) Hay quien no se siente vivir si no es a máxima tensión de sus capacidades. Sólo le sabe el peligro y la dificultad. La existencia no tiene para él sentido sino es ascensión de lo menos a lo más perfecto” (Goethe desde dentro (1932), IV, 487-488).

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lo que diferencia a masas y minorías es su aspiración o no al ideal de

excelencia:

Delante de una persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales, sino que se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales –al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en algún orden– advierte que no posee ninguna calidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá «masa». (...) el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es indudable que la división más radical que cabe hacer en la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes y las que no se exigen nada especial, sino que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que van a la deriva.182

En este principio de excelencia se apoya también la diferenciación

de Ortega entre dos tipos fundamentales de vida: la vida noble y la vida

vulgar, que corresponden, respectivamente, a minorías y masas. El

filósofo español opone así “noble” a “vulgar”, e identifica “nobleza” con

“aristocracia” y “excelencia”:

Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta a la vida vulgar o inerte, que, estáticamente, se recluye en sí misma, condenada a perpetua inmanencia como una fuerza exterior no la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo de ser hombre –no tanto porque sea multitudinario, cuanto porque es inerte.183

De este modo, para Ortega la función principal de toda aristocracia

(en el sentido etimológico mencionado) es la ejemplaridad184. Sin esa

relación de ejemplaridad y docilidad entre minorías y masas, no es

posible el progreso y perfeccionamiento de la sociedad, puesto que, en

182 La rebelión de las masas (1930), IV, 146. 183 Ibid., 183. 184 “Preludio a un Goya”, VII, 525. Según Ortega, “todo otro influjo o cracia de

un hombre sobre los demás que no sea esa automática emoción suscitada por el arquetipo o ejemplar en los entusiastas que le rodean, son efímeros y secundarios. No hay, ni ha habido jamás, otra aristocracia que la fundada en ese poder de atracción psíquica, especie de gravitación espiritual que arrastra a los dóciles en pos de un modelo” (España invertebrada, (1922), III, 105).

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opinión del filósofo, “es indudable que para mejorar el tipo medio tiene

que existir una minoría excelente, superior, que con su ejemplaridad

contamine y atraiga hacia lo alto la masa menos dotada”185.

Múltiples datos, sobre todo etnológicos, fuerzan a pensar que la sociedad nace de la atracción superior que unos o varios individuos ejercen sobre otros. La superioridad, la excelencia de cierto individuo produce en otros, automáticamente, un impulso de adhesión, de secuacidad. Las maneras o usos de esa persona eminente son adoptados como normas sobreindividuales por los entusiastas atraídos. Si hay, pues, que hablar de instinto diríamos que el instinto social consiste concretamente en un impulso de docilidad que unos hombres sienten hacia otro en algún sentido ejemplar.186

Pero la verdadera ejemplaridad en la excelencia, de acuerdo con

Ortega, no es algo que se busca en sí mismo, idea que conecta con otra

cualidad característica de las “minorías”: su capacidad –y necesidad– de

creación, que constituye su destino y su verdadera vocación187:

(…) de calidad superior sólo es el hombre, que se siente irresistiblemente atraído por la delicia de creaciones objetivas. No le divierte más que eso. Va a la ciencia porque siente una voluptuosidad indecible en pensar sobre tal o cual problema teórico y hallar su solución. Va a las letras o a la industria por una necesidad ineludible de crear, de producir, de hacer cosas que se tengan en pie. El hombre inferior no siente esta inexorable atracción hacia lo objetivo, sino que piensa sólo en su persona. Si va a la ciencia, a la industria, no es a crear por crear, sino a fingir la creación para figurar él. Pues bien: una política sin tarea de creación histórica elimina a todo el que no sea puramente un ambicioso. La ambición por excelencia es la del poder. Quiere poder, no quiere hacer. Siempre en la política predominarán los ambiciosos (...) Pero lo más importante es que la política atraiga también a gentes que no son ambiciosas o que no lo son exclusivamente. La fecundidad de aquélla depende de la porción de hombres creadores que sepa enrolar a su servicio. El alejamiento de la política en que viven muchos españoles óptimos no tiene otro origen que la inanidad de los programas. Sólo se les puede atraer si se les propone una tarea de efectiva creación. Otra cosa no los divierte.188

185 Rectificación de la República (1931), XI, 198. 186 “No ser un hombre ejemplar” (1924), II, 355. 187 F. Fernández-Crehuet destaca esta capacidad de esfuerzo para la creación

como la característica definitoria de las “minorías” orteguianas: “Ortega interpreta que esa posibilidad de creación de valores de la minoría viene de la capacidad de esfuerzo, que es el elemento definitorio de la misma. La minoría (...) se caracteriza por no quedarse con lo establecido, por mirar siempre hacia el futuro y hacer todo lo posible para la conquista de nuevos valores” (F. Fernández-Crehuet, “Una reflexión filosófico-política sobre la idea de masa y elite en el pensamiento de Ortega y Gasset y Nietzsche”, Pensamiento, nº 220, Vol. 58, Enero-Abril 2002, p. 141).

188 Rectificación de la República (1931), XI, 193-194.

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De esta potencia creativa que caracteriza según Ortega a las

“minorías” surge también su capacidad para operar como agentes de

cambio social, para promover transformaciones sociales e introducir

nuevas perspectivas, nuevos modos de pensar y de actuar en el

mundo189. Puesto que se trata de una vocación, ésta no puede fingirse, a

riesgo de falsificarse, y de ahí parte la diferenciación orteguiana entre la

verdadera y la falsa ejemplaridad, que se distingue de la primera en que

únicamente busca la obtención de poder y prestigio social:

Frente a la auténtica ejemplaridad hay una ejemplaridad ficticia e inane. Una y otra se diferencian, por lo pronto, en que el hombre verdaderamente ejemplar no se propone nunca serlo. Obedeciendo a una profunda exigencia de su organismo, se entrega apasionadamente al ejercicio de una actividad –la caza o la guerra, el amor al prójimo o la ciencia, la religiosidad o el arte. En esta entrega inmediata, directa, espontánea, a una labor consigue cierto grado de perfección, y entonces, sin que él se lo proponga, como una consecuencia imprevista, resulta ser ejemplar para otros hombres. En el falso ejemplar, la trayectoria espiritual es de dirección opuesta. Se propone directamente ser ejemplar; en qué y cómo es cuestión secundaria que luego procurará resolver. No le interesa labor alguna determinada; no siente en nada apetito de perfección. Lo que le atrae, lo que ambiciona, es ese efecto social de la perfección –la ejemplaridad. No quiere ser cazador o guerrero, ni bueno, ni sabio, ni santo. No quiere, en rigor, ser nada en sí mismo. Quiere ser para los demás, en los ojos ajenos, la norma y el modelo. No advierte la contradicción que en este propósito hay. Porque la ejemplaridad es un resultado automático y como mecánico de alguna perfección, y ésta no se consigue si no existe un frenético amor y apasionada entrega a una labor determinada. Al proponerse, desde luego, aquélla, desvía su persona del entusiasmo ingenuo hacia toda actividad concreta, y se queda con la mera forma de una realidad que sólo se realiza mediante algún contenido. De aquí otra diferencia radical entre ambas suertes de ejemplaridad.190

189 En su estudio sobre la teoría social orteguiana y el proceso de constitución de los usos sociales en Ortega, I. Ferreiro destaca este carácter creador que este filósofo atribuye especialmente a las “minorías”, señalando que en la teoría orteguiana “el primer paso necesario para que un uso pueda darse no es otro que el descubrimiento por parte de algún hombre especialmente inspirado de cierta idea o valor capaz de hacer brotar nuevos ideales” (I. Ferreiro, La teoría social de Ortega y Gasset: los usos, Biblioteca Nueva, Fundación José Ortega y Gasset, Madrid, 2005, p. 133). Sin embargo, de acuerdo con esta misma autora, “el hecho de que llegue determinada idea nueva a ser aceptada por la sociedad generalizadamente es algo que excede con mucho las propias fuerzas del hombre excelente que la ha creado. De manera que se hace imprescindible que la innovación reciba de fuera del creador la fuerza suficiente como para lograr instituirse” (Ibid., p. 140). De ahí la interdepencia que existe para Ortega entre “masas” y “minorías” en el proceso de construcción de la realidad social.

190 “No ser un hombre ejemplar” (1924), II, 356.

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El “falso individuo ejemplar” descrito por Ortega guarda algunas

importantes semejanzas con el arquetipo orteguiano de “hombre-masa”,

un tipo degradado de “masa” que será objeto de análisis en el próximo

capítulo, centrado en el fenómeno de la “rebelión de las masas”. El “falso

ejemplar” finge poseer una excelencia de la cual carece para desarrollar

las tareas que corresponden a la posición social que ocupa –suplantando

así, como el “hombre-masa”, al verdadero individuo ejemplar–, y sin

poseer siquiera un genuino interés y una auténtica vocación para

desarrollar el grado de competencia que justifica su posición; de ahí,

señala Ortega, que su actividad se centre en “hacer que hace”, esto es,

en “no hacer” –ni dejar hacer– y en centrar sus esfuerzos en fingir la

posesión de tal excelencia:

El buen ejemplar no puede serlo si no es fecundo, creador de algo. El mal ejemplar no crea nada positivo ni valioso. No es verdaderamente hábil, ni sabio, ni siquiera bueno. El que se propone ser bueno a los ojos de los demás, no lo es en verdad. (...) La esterilidad del falso ejemplar es consecuencia inevitable de su propósito. Como no se siente originalmente arrastrado hacia ninguna labor positiva ni goza de aptitud esencial para ellas, tenderá a subrayar más en su vida la perfección en el no hacer que en el hacer. Yo he conocido y conozco algunos de estos hombres “ejemplares” y siempre me ha divertido sobremanera contemplar la astucia con que eluden todo lo que es creación, faena positiva, y se las arreglan para dar a la esterilidad un valor positivo. Así, en el orden intelectual, el falso ejemplar acentuará mucho la prudente abstención de juicio, insistiendo sobre lo difícil, lo aventurado que es toda afirmación o negación taxativas. (...) él mismo es un temperamento radicalmente vanidoso y todo lo hace en vista de los demás (...) y desconoce el amor generoso y directo al mero ejercicio de una potencia.191

En relación a la función de ejemplaridad que deben ejercer las

“minorías”, no se trata, de acuerdo con Ortega, de que éstas gobiernen,

que detenten directamente el poder político, sino de que ejerzan una

influencia relevante en la sociedad, a modo de autoridad moral o “poder

espiritual” –término saintsimoniano que Ortega utiliza–, para lo cual es

necesario que su valor de ejemplaridad en relación a sus respectivos

ámbitos sea reconocida socialmente. A este respecto P. Cerezo señala

acertadamente que en el modelo democrático orteguiano “no se le asigna

a tales minorías una función de dirección política o de gobierno sino de

191 Ibid., 356-357.

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orientación de la vida social”192; en la misma línea apunta G. Alonso que

“la actuación política de la minoría no busca obtener el poder público

sino ejercer su influencia ejemplar en las masas, influencia social y no

tanto política”193. Así lo clarifica Ortega al explicitar el significado de

“aristocracia”:

Aristocracia quiere decir estado social donde influyen decisivamente los mejores. No se entienda, desde luego, gobierno de los mejores, porque esto sería una manera pequeña de ver la cuestión. A mí no me importa que no gobiernen (...) Lo que me importa es que, gobernando o no, las opiniones más acertadas, más nobles, más justas, más bellas, adquieran el predominio que les corresponden en los corazones de los hombres.194

Ortega insiste en que, en condiciones normales, no es aconsejable

que las minorías excelentes pertenecientes a uno u otro campo de la

sociedad desempeñen cargos políticos, sino que lo adecuado es que se

192 “De la melancolía liberal al ethos liberal. En torno a La rebelión de las masasde José Ortega y Gasset”, Endoxa, vol. 12, nº 1, 2000, p. 335.

193 G. Alonso Dacal, “La rebelión de las masas: pronóstico de una realidad desafiante”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 2, 2001, p. 275. M.T. López de la Vieja señala en la misma línea que con su concepto de “minoría” Ortega “no se refería al poder que se ejerce desde el Estado, sino a aquella otra forma de poder que se ejerce de modo más difuso desde el ámbito cultural y desde la opinión pública” (“Democracia y masas en Ortega”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 1, 2000, p. 144): “Las minorías cultas a las que se refería Vieja y nueva política han de convertirse en mayorías, como precisará más tarde, en Sobre el fascismo. (...) como Ortega hace notar, los asuntos públicos no son, no han de ser conducidos según interés de un grupo minoritario. Contra la lógica de las elites, como grupo dominante. Pues las minorías desempeñan más bien una función moral, correctora de la «vieja política» –una política de intereses particularistas–, habiendo asumido la defensa de los ideales generalizable y del interés común. Lo cual legitima su misma función y posición de elite” (“Elites sin privilegio”, en M.T. López de la Vieja (Ed.): Política y sociedad en José Ortega y Gasset. En torno a “Vieja y nueva política”, Anthropos, Barcelona, 1997, p. 157). En opinión de esta misma autora, en el pensamiento político orteguiano “hay minorías, no privilegios”, de tal modo que “la peculiaridad de este autor reside en que la justificación de restricciones para la posible participación de las masas viene determinada por motivaciones morales y, claramente, por una expectativa generosa sobre la eficacia intrínseca de la educación, y los recursos propios de la esfera cultural. De ahí que la intervención política no sólo venga exigida por razones morales, sino que la minoría se somete de suyo a restricciones morales: no detentará privilegios ni recompensas materiales. Porque no hará un uso particularista del poder. Su tarea básica, de difusión de ideas, responde, como ya se indicó, a una concepción moralizante e ilustrada de la política como actividad del individuo (...) Esta pervivencia de los ideales de paideia o de humanitas (...) permiten entender la Pedagogía Política y sus pretensiones de reforma en profundidad de la política como forma de vida, e incluso como visión del mundo, más que como estrategias a aplicar según determinadas reglas”, si bien esta autora destaca también la dimensión no igualitaria del pensamiento de Ortega (Ibid., pp. 158-159).

194 “Socialismo y aristocracia” (1913), X, 239.

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dediquen a ejercer su profesión particular195. Ortega considera que la

política y la filosofía constituyen actividades diferentes e incluso

contrapuestas, ya que la función de la filosofía consiste en la búsqueda

de la verdad, de la definición rigurosa a través de ideas claras y precisas,

mientras que la política se orienta necesariamente hacia lo conveniente y

lo útil, lo cual no siempre coincide con la verdad, de ahí que Ortega

llegue a calificar el imperio de la política como el “imperio de la

mentira”196. La proclividad a la mentira que encuentra Ortega en el

político es posiblemente el rasgo que a su juicio entra en mayor

confrontación con el filósofo y su consustancial compromiso con la

verdad197. Del mismo modo, también se oponen en el pensamiento

195 “Dudo mucho –sostiene Ortega– que la intervención directa del intelectual aprovechase a la política. La historia arroja más bien la enseñanza de que los intelectuales sólo una cosa han solido hacer en política: estorbar. Ciencia y gobierno son, acaso, las dos más opuestas actividades humanas. El intelectual un poco consciente de sus destinos, en lugar de pedir al político un acta, debe pedirle que le lea con mediana atención. Si logra esto habrá influido en la política cuanto debe influir” (“Ideas políticas” (1922), XI, 19).

196 Por ello Ortega advierte la necesidad de diferenciar el espacio propio de la filosofía y de la política: “Situada en su rango de actividad espiritual secundaria, la política o pensamiento de lo útil es una saludable fuerza de que no podemos prescindir (...) Mas cuando la política se entroniza en la conciencia y preside toda nuestra vida mental, se convierte en un morbo gravísimo. La razón es clara. Mientras tomemos lo útil como útil, nada hay que objetar. Pero si esta preocupación por lo útil llega a constituir el hábito central de nuestra personalidad, cuando se trate de buscar lo verdadero tenderemos a confundirlo con lo útil. Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira” (“Verdad y perspectiva” (1916), II, 16. “Hay –señala Ortega– que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta, sin contradicciones; pero los actos que inspira son confusos, imposibles, contradictorios. La política, en cambio, es clara en lo que hace, en lo que logra y es contradictoria cuando se la define. Recuérdese el dicho de Einstein a propósito de la geometría, que es puro sistema de definiciones. «Las proposiciones matemáticas, en cuanto tienen que ver con la realidad, no son ciertas, y en cuanto que son ciertas, no tiene que ver con la realidad». La física se parece mucho a la política, porque en ambas lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual” (Mirabeau o el político (1927), III, 618).

197 Ortega analiza este rasgo a través el ejemplo de Mirabeau: “Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendemos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia encubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen. (...) Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servicio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. Esta mutua admiración de dos temperamentos contrapuestos es simpática, como todo lujo generoso; pero se funda en un error. Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye estos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la

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orteguiano las figuras del intelectual y del político, puesto que la

actividad propia de cada uno exige el desarrollo de capacidades y

virtudes diferentes, como analiza Ortega por ejemplo a través del

personaje de Mirabeau198. Sin embargo, matiza Ortega, el buen político

no sólo debe ser un “hombre de acción”, sino que debe poseer también

una “nota de intelectualidad”, la “intuición histórica” necesaria para saber

“lo que con el Estado hay que hacer en una nación”199.

Sólo en situaciones extraordinarias, de grave crisis social, puede

ser conveniente a juicio de Ortega, que las “minorías selectas” se sitúen

a modo de vanguardia en el primer plano de la vida pública, con el fin de

contribuir con sus conocimientos a solventar esa situación de crisis. Esta

idea se encuentra en conexión con la capacidad creadora que Ortega

atribuye de modo preferente a las “minorías”: en situaciones de crisis

social, de “vacío moral” –de “anomia” en términos de Durkheim–, cuando

mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición. El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones (...) La idea verdadera y la idea falsa acusan terriblemente ante la mirada interior sus contrarios perfiles. Es natural que mentir le suponga un enorme esfuerzo, porque tiene que negar lo innegable, tiene que cegar su propia evidencia, suplantar su realidad íntima por otra ficticia. El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de fuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad (...) Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior. No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos (...) Lo importante para él son los actos. Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscrito íntimamente a nada determinado. Las palabras, y dentro de ellas las ideas, son para él tan sólo instrumentos. De otro modo: él no es sus ideas; cuando las finge no las niega, porque él no consiste en ellas. Viceversa, no acertará a ver la realidad íntima de los demás; sólo percibirá de ellos su facción utilizable” (Ibid.,623-625). Cf. “Sensaciones parlamentarias” (1932), XI, 496-500.

198 Para Ortega, el político es fundamentalmente un “hombre de acción”, y de ahí su impulsividad, que le lleva a actuar antes de pensar, su activismo o necesidad constante de acción, su constante hallarse fuera de sí y por tanto su pobreza de intimidad. Por el contrario, “el intelectual no siente la necesidad de acción (...) Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y estos son los intelectuales (...) En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos (...) Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar” (Mirabeau o el político (1927), III, 620-621).

199 Ibid., 633-634. A este respecto advierte Ortega que “no se pretenda excluir del político la teoría; la visión puramente intelectual. A la acción, tiene en él que preceder una prodigiosa contemplación: sólo así será una fuerza dirigida” (Ibid.,637). Por ello sostiene Ortega que el buen político “es el tipo de hombre menos frecuente, más difícil de lograr, precisamente por tener que unir en sí los caracteres más antagónicos, fuerza vital e intelección, impetuosidad y agudeza” (Ibid., 633).

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los valores y normas tradicionales han perdido su legitimidad, y todavía

no se han inventado y legitimado otros nuevos que sean efectivos

socialmente en el nuevo contexto histórico, es para Ortega el momento

de actuación pública de las “minorías”. Éstas deben entonces aceptar “el

imperativo de la hora” y trabajar “en la forja de las nuevas normas”200.

En este sentido señala Ortega que “el ideal de un pueblo es que no

se vea obligado a que intervengan en su política los intelectuales, porque

ello quiere decir que en ese pueblo marchan bien las cosas”201. De este

modo, Ortega está en contra de la idea platónica de un gobierno de

reyes-filósofos, puesto que, en su opinión, “para que la filosofía impere,

no es menester que los filósofos imperen –como Platón quiso primero–,

ni siquiera que los emperadores filosofen como quiso, más

modestamente, después. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para

que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los

filósofos sean filósofos”202. De la misma manera, Ortega rechaza también

la idea de un gobierno tecnocrático compuesto por técnicos

200 Goethe desde dentro (1932), IV, 494; Cf. Ibid., 489-490. 201 Rectificación de la República (1931), XI, 378. “A mi juicio, el ideal fuera que

los «intelectuales» no se ocupasen de la política, sino que vacasen a sus menesteres literarios y científicos. Con que cumpliesen estos bien, habrían hecho por la sociedad tanto, que nadie tendría derecho a exigirles nada más. ¿No es incongruente que por estimar a un hombre como poeta o matemático le consideremos obligado a ser además político? Pero ya que las circunstancias en todo el mundo, y especialmente en España, hacen imposible la aproximación a aquel ideal, me parece forzoso supeditar la intervención política del literato y del científico a esta norma rigorosa: el intelectual, al hacer política, tiene que hacerla como intelectual y no dejándose en casa las virtudes y los imperativos de su oficio y disciplina. Sólo así podrá resultar fecunda su colaboración (...) Reclamo, pues, todo el margen que me es necesario para formular un pensamiento complejo, preciso y lleno de reservas y cautelas. De él podrá tomar el político la porción que juzgue discreta y dejarme el resto para mi uso exclusivo” (“Entreacto polémico” (1925), X, 59).

202 La rebelión de las masas (1930), IV, n. 1, 221. En la misma línea afirma Ortega: “Siempre he sido hostil a Platón, porque sostuvo que los filósofos debían gobernar. ¿Qué mal habían hecho Platón para desearles semejante destino? Preferible es que los filósofos se ocupen sólo en pensar y que, de cuando en cuando, los gobernantes lean lo que los filósofos han pensado” (“Sobre la muerte de Roma” (1927), II, 543). Tampoco Saint-Simon está de acuerdo en que los sabios deban gobernar; según este pensador, mientras que el “poder temporal” debe residir en los jefes industriales (agricultores, comerciantes, fabricantes, artistas, etc.), el “poder espiritual” debe estar en manos de los sabios positivos, pues sería perjudicial para la sociedad que los “teóricos” se ocupasen de los asuntos prácticos, los cuales deben estar en manos de los “espíritus prácticos”, que son los que poseen las cualidades necesarias para ello (El sistema industrial, Ediciones de la Revista del Trabajo, Madrid, 1975, pp. 49 y 102ss).

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especialistas203. Ni unos ni otros, ni filósofos ni técnicos, sostiene Ortega,

poseen las cualidades necesarias requeridas en un político profesional;

su función en la política debe ser, por tanto –salvo las mencionadas

excepciones de crisis social– simplemente consultiva e informativa con

respecto a los políticos profesionales, ejerciendo de este modo una

influencia indirecta, en el sentido de autoridad moral, más que de poder

político efectivo o directo. Ejemplos reales de estas ideas orteguianas

fueron la formación de la Liga de Educación Política o la Asociación al

Servicio de la República, ambas lideradas por Ortega, así como la

propuesta orteguiana de formación de una Comisión de Economía

Nacional, integrada por expertos en los distintos temas, que analizase la

situación española y sirviese de órgano consultivo en el Parlamento, con

carácter previo e independiente a las decisiones políticas, las cuales

recaerían exclusivamente en los parlamentarios204.

Esta tensión entre filosofía y política, entre pensamiento y acción,

se refleja en la propia trayectoria vital de Ortega, como veremos también

más adelante en Platón, A. Tocqueville y J.S. Mill. Ortega declara

repetidamente que es, de acuerdo con su íntima vocación, un intelectual,

un filósofo; y que, por lo mismo, su temperamento es opuesto al del

político205. Desde mi punto de vista, sus actuaciones en política –por

203 Cf. “El momento español” (1920), X, 629-631. Ortega se declara abiertamente en contra de una “tecnocracia”, puesto que, en su opinión, “por definición, el técnico no puede mandar, dirigir en última instancia. Su papel es magnífico, venerable, pero irremediablemente de segundo plano” (Ensimismamiento y alteración (1939), V, 345).

204 “Debería, pues, –sostiene Ortega– el Parlamento decidir la creación de un Consejo de Economía Nacional, formado por unas cuantas personas –poquísimas– de máxima autoridad técnica (...) La misión de este Consejo habría de ser puramente dictaminadora, por tanto con plena libertad científica, y de otro lado sin coartar la franquía de decisión en los poderes legislativo y ejecutivo. Cuando se discuta la Constitución pediremos muchos que conste en ella la obligación, por parte del Parlamento, de no discutir cuestiones económicas, sin que previamente las Comisiones parlamentarias posean un dictamen técnico de este nuevo órgano parlamentario” (Rectificación de la República (1931), XI, 365-366). De acuerdo con Ortega, este Consejo sería el que “definiese con claridad la situación presente de nuestra riqueza y marcase qué es lo que en ella puede hacerse y qué es lo que, sin grave riesgo, no puede intentarse. Esto daría, desde luego, carácter orgánico a todas las modificaciones legislativas de nuestra economía, serviría como un plano topográfico donde se orientasen el país y sus conductores” (Ibid., 366). Cf. XI, 139-141; XI, 311; XI, 427; XI, 442-443.

205 Cf. III, 603; X, 66; XI, 50; XI, 160ss; XI, 280ss; XI, 302; XI, 327ss; XI, 341; XI, 359; XI, 361ss; XI, 416; XI, 432; XI, 477; XI, 456. Ortega se define a sí mismo como “un intelectual de vocación –no pretendo ser otra cosa, y lo soy con frenesí”

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ejemplo, a través de la Liga de Educación Política o de la Asociación al

Servicio de la República– se explican por la situación especialmente

crítica que atravesaba España en esos momentos, en coherencia con la

idea orteguiana de responsabilidad de actuación de los intelectuales en

situaciones de crisis social. Así lo plantea Ortega claramente, cuando por

ejemplo afirma que la razón que impulsa la formación de la Asociación al

Servicio de la República es el sentido de la responsabilidad y el “deber

inexcusable” de contribuir con sus conocimientos a superar el estado

crítico de la sociedad española. ASí aparece reflejado al inicio del

manifiesto de esta Agrupación liderada por Ortega:

(¿Qué es filosofía? (1929), VII, 437). En una carta a Joaquín Costa, Ortega le confiesa el sentido de su actividad política y periodística: “Lo que no quisiera es que pensara Vd. que soy ni un político ni un literato. Si hago lo uno o lo otro es porque creo que son política y literatura las únicas facetas sensibles que quedan a nuestra raza. Por lo demás, no soy hombre de acción desgraciadamente: me falta para ello abnegación y un alma bien templada. Y para confesarle toda la verdad, me sobra convicción de que la acción que más necesaria es a España –no tanto en el orden del tiempo como en el del significado– es la acción especulativa” (“Joaquín Costa – Ortega y Gasset: tres cartas inéditas”, Revista de Occidente, nº 48-49, Mayo 1985, p. 215). La mayoría de los autores corrobora la filiación intelectual de Ortega. Así por ejemplo, M. Cabrera sostiene que “Ortega fue, ante todo, un filósofo, un pensador, un intelectual (...), al que le tocó vivir esa época de crisis que en España desembocó en una quiebra del régimen liberal”; “Ortega apostó y encabezó una nueva manera de irrumpir los intelectuales en la política, en grupo y al margen de la política oficial, como minoría selecta encargada de educar a las masas” (M. Cabrera, “Los espejismos circunstanciales. Ortega en la tradición liberal”, en La tradición liberal española, Homenaje a V. Cacho Viu, Fundación Albéniz, Madrid, 2004, p. 181 y p. 186 respectivamente”). V. Cacho Viu señala que “el compromiso público asumido desde su más temprana juventud por José Ortega y Gasset ha de situarse, para ser debidamente calibrado, en el contexto que le es propio, el del universo cultural con centro en París donde cobra cuerpo, en el cambio de siglo, la figura prototípica del intelectual, como una persona ilustrada, de dedicación preferentemente humanística, comprometida existencialmente con los destinos de su país” (V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, p. 151). V. Cacho Viu habla de la “astenia política” de Ortega y del sentimiento de atracción–repulsión que este filósofo desarrolló hacia la actividad política, señalando que su epistolario de juventud “deja ya ver el sentimiento que le dominará toda la vida, de atracción/repulsión, lógico en quien, nacido en un ambiente familiar altamente politizado, se había impuesto una meta muy diferente” (“Prólogo” a J. Ortega y Gasset, Cartas de un joven español (1891-1908), El Arquero, Madrid, 1991, p. 35). Miguel Ortega expresa de la siguiente manera la relación de su padre con la política: “Pese a que su compromiso con la regeneración de España llevó a mi padre a intervenir activamente en la vida pública, nunca pretendió convertirse en un profesional de la política, quizás por su peculiar modo de entenderla (...) La política, decía con frecuencia, es una actividad demasiado compleja y extraña para un intelectual. Mientras el hombre de pensamiento vive, principalmente, una vida interior, el político demuestra una extraña afición por la vida de acción, es decir, que proyecta su actividad hacia fuera, no existe, en resumidas cuentas, para sí mismo (...) La intervención de mi padre en los temas de actualidad de su época se debía, fundamentalmente, a su carisma como intelectual y a su sentido del deber como profesor de universidad” (M. Ortega, “Prólogo” a F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, pp. 12-13).

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Cuando la historia de un pueblo fluye dentro de su normalidad cotidiana, parece lícito que cada cual viva atento sólo a su oficio y entregado a su vocación. Pero cuando llegan tiempos de crisis profunda, en que rota o caduca toda normalidad, van a decidirse los nuevos destinos nacionales, es obligatorio para todos salir de su profesión y ponerse sin reservas al servicio de la necesidad pública. Es tan notorio, tan evidente, hallarse hoy España en una situación extrema de esta índole, que estorbaría encarecerlo con procedimientos de inoportuna grandilocuencia. (...) No hemos sido nunca hombres políticos; pero nos hemos presentado en las filas de la contienda pública siempre que el tamaño del peligro lo hacía inexcusable. Ahora son superlativas la urgencia y la gravedad de la circunstancia. Esto, y no la pretensión alguna de entender mejor que cualesquiera otros españoles los asuntos nacionales, nos mueve a iniciar con máxima actividad una amplia campaña política. Debieron ser personas mejor dotadas que nosotros para empresas de esta índole quienes iniciasen y dirigiesen la labor. Pero hemos esperado en vano su llamamiento, y como el caso no permite ni demora ni evasiva, nos vemos forzados a hacerlo nosotros, muy a sabiendas de nuestras limitaciones.206

En cuanto a las relaciones entre capitalismo, socialismo y

aristocracia –entendida esta última en el sentido etimológico

mencionado–, Ortega considera que el capitalismo impide el desarrollo

de las aristocracias en el sentido descrito, puesto que el reconocimiento

social de la ejemplaridad de los individuos radica en el nivel económico,

en el plano puramente material, y no en el grado de su preparación o

excelencia para desarrollar determinadas actividades. Por el contrario,

Ortega confía en que la democracia y el socialismo favorecen la

206 “Agrupación al Servicio de la República” (10 de febrero de 1931), XI, 125. De modo similar se expresa Ortega poco tiempo después en su “Discurso en Segovia” (14 de febrero de 1931): “No hemos sido ni somos políticos. Nadie pretenda, pues, que nuestros actos, palabras y modos coincidan con los usados por quienes se ocupan profesionalmente de política. Salimos de nuestras ocupaciones acostumbradas para actuar en la vida pública, convencidos de que es hoy, para todos, deber inexcusable –pero, bien entendido, que actuaremos, según nuestra condición de trabajadores intelectuales –con el razonamiento, con la reflexión, con la palabra efusiva (...) Queremos construir un orden, el orden de una España que puede ser magnífica. Y os incitamos a que vosotros, los que nunca hicisteis política, sigáis nuestro ejemplo. Nosotros vivíamos cómodamente sumergidos en nuestro oficio, y, según es notorio, rodeados de halagos. Sin embargo, hemos brincado fuera de esa atmósfera grata que respirábamos para arrojarnos a la áspera intemperie de la lucha política. Comprenderéis que no hubiéramos hecho tal cosa si no estuviésemos convencidos hasta el fondo de que la circunstancia lo reclama, lo exige de todo hombre y de toda mujer que se estimen a sí mismos. Haced, pues, lo que nosotros hemos hecho. Sacudid vuestra inercia, poned vuestras personas al servicio del nuevo Estado, de la República española que vamos a edificar” (XI, 132). En la misma línea afirma Ortega: “No se olvide que en este grupo [la ASR] abundan los que nos consideramos como transeúntes en la política, gentes que no aspiramos a gobernar, mejor dicho, que aspiramos a no gobernar, y que no concebimos siquiera la imagen de nuestras personas proyectadas sobre cualquier cargo político de superior importancia” (“El peligro de una constitución epicena” (1931), XI, 320, cursivas mías). Cf. XI, 160-162.

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formación de auténticas aristocracias, puesto que, de acuerdo con el

filósofo, “la ventaja mayor de la democracia es que tiene siempre las

manos libres –libres de castas y rangos petrificados– para poner sus

destinos en manos de los mejores”207, esto es, de posibilitar la igualdad

de oportunidades, sin privilegiar a los que poseen el poder económico,

como ocurre dentro del capitalismo. Contrariamente al capitalismo, “lo

grande, lo profundo del socialismo, su misión histórica, aquello a que

tiende (...) es a la producción de aristocracias verdaderas”208; de ahí la

declaración de Ortega de que “yo soy socialista por amor a la

aristocracia”209.

El principio de excelencia comporta en el modelo democrático

orteguiano una tensión entre la realidad y el ideal, entre lo que “es” y lo

que “debe ser”, cuyo símbolo paradigmático es la figura del arquero, que

tensa su arco para lograr dar en el blanco. Ortega hace suyo el lema

aristotélico que encabeza la serie de El Espectador III (1921): “Seamos

con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco”210. El ideal de

excelencia, el principio de cambio de la realidad –individual y colectiva–

a mejor, está inscrito así en el corazón de la condición humana, como

requisito indispensable para el desarrollo de una vida plena y con

sentido. Una vida sin ideales, sin un “blanco” deseable al que poner la

vida, es para Ortega una vida sin forma, a la deriva, todo lo contrario a la

vida tensa y ascendente que propone la ética orteguiana; en este

sentido, la renuncia al ideal de excelencia tiene como consecuencia la

desmoralización y la degradación moral, tanto a nivel individual como

colectivo, como veremos más adelante al analizar el fenómeno de la

“rebelión de las masas” y el perfil del “hombre-masa”.

El hombre animoso está dispuesto a dar su vida por algo. Mas ¿por qué algo? ¡Paradójica naturaleza la nuestra! El hombre está dispuesto a derramar su vida precisamente por algo que sea capaz de llenarla. Esto es lo que llamamos el ideal. Más o menos, somos todos sobre el área de la vida cazadores de ideal. Para vivir con plenitud necesitamos un algo encantador y perfecto que llene exactamente el hueco de nuestro corazón. Cuando nos parece haberlo hallado, nuestro ser se

207 “Sobre la candidatura de Alicante” (1931), XI, 312. 208 Id.209 Id.210 Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro I, Cap. I.

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siente tan irremediablemente atraído por él, como la piedra por el centro de la tierra y la flecha por el blanco a que aspira. Este símil del ideal como un blanco y nuestra existencia como una flecha no es mío (...) En el comienzo de su Ética, dice Aristóteles: “Busca el arquero con la mirada un blanco para sus flechas, ¿y no lo buscaremos para nuestras vidas?” Bajo la metáfora (...) la Ética (...) parece convertirse en una noble disciplina deportiva, que puede resumir sus imperativos así: ¡Hombres, sed buenos arqueros!211

Ortega señala la importancia de los ideales en la vida humana y el

sentido deportivo que a su juicio debe tener la ética212. La función de los

ideales es fundamentalmente de guía, de orientación, en el sentido de

marcar la dirección o el camino a seguir, precisamente para, a lo largo de

ese camino, encontrar el sentido y la plenitud vital buscados: “La

existencia del hombre tiene un carácter deportivo, de esfuerzo que se

complace en sí mismo y no en su resultado. La historia universal nos

hace ver la incesante e inagotable capacidad del hombre para inventar

proyectos irrealizables. En el esfuerzo para realizarlos logra muchas

cosas, crea innumerables realidades”213. De ahí que Ortega ponga en

ocasiones más énfasis en la aspiración hacia esos ideales que a la

realización completa o perfecta de ellos (si bien también insiste en la

importancia de la eficacia, de los resultados obtenidos y las

consecuencias de la acción): “Una vida noble no es una vida con buen

éxito, sino una vida poblada de honrados intentos. Cervantes (...) nos lo

dice como en un supremo consejo: «Vale más el camino que la

211 “Introducción a un «Don Juan»” (1921), VI, 137. 212 La “ética deportiva” que propone Ortega está en conexión con los valores de

alegría, entusiasmo y vitalidad, con la necesidad de mantener la “moral alta”, de no desmoralizarse. La “vida tensa” hacia el ideal y el talante deportivo que propone Ortega alcanzar los ideales resulta, pues, totalmente contraria a las actitudes de patetismo, victimismo, apatía, pesimismo, etc: “¿De dónde va a venir el tono y calidad de nuestra historia sino del tono y calidad que logren alcanzar nuestras vidas individuales? Como en el deporte es necesario un especial entrenamiento y hace falta seguir un régimen de vida, que mantenga el cuerpo en forma,asegurando la plena elasticidad de sus facultades, para hacer historia es menester que el ciudadano, el simple ciudadano, se halle moralmente en forma, tenso como un arco que va a disparar la flecha hacia lo alto. Sin eso no habrá nada” (Rectificación de la República (1931), XI, 400). De acuerdo con José Luis L. Aranguren, “se ve con claridad, creo yo, qué lejos está Ortega de la ética existencial, ética del hombre menesteroso, indigente, cuando no angustiado o desesperado. La moral de Ortega es, por el contrario, tonificante y entusiasta, esperanzada y esperanzadora –la magnanimidad es, como se sabe, la virtud de la esperanza natural–, humanista en el pleno y más actual sentido de la expresión; no una «ética de la crisis», sino una ética pensada y predicada para salir de ella, para más allá de la crisis” (José Luis L. Aranguren, La ética de Ortega, Taurus, Madrid, 1959, p. 43).

213 Ideas y creencias (1940), V, 439.

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posada»”214. El imperativo de excelencia implica la necesidad de tener un

“blanco” al que el individuo o colectividad ponga su vida, y la altura de

este ideal será la que determine el grado de progreso y

perfeccionamiento –sobre la circunstancia, sobre el propio individuo, a

través del desarrollo de sus facultades– que pueda lograrse en orden a

mejorar la realidad, a imprimir un cambio en ésta hacia lo mejor. El ideal

de excelencia promueve así una vida “en forma”, una “vida ascendente”,

una vida tensa hacia la consecución del ideal. Ortega subraya en este

sentido la importancia de construir grandes proyectos, de “pensar en

grande”, de acuerdo con el principio de magnanimidad215:

No es que en la vida se hagan proyectos, sino que toda vida es en su raíz proyecto, sobre todo si se galvaniza el pleno sentido balístico que reside en la etimología de esta palabra. Nuestra vida es algo que va lanzado por el ámbito de la existencia, es un proyectil, sólo que este proyectil es a la vez quien tiene que elegir su blanco. Nuestra vida va puesta por nosotros a una u otra meta. La elección de blanco no será totalmente libre; las circunstancias limitan el margen de nuestro albedrío. Pero (...) también está limitada la fatalidad, que nunca nos determina completamente, sino que en todo instante y situación no sólo podemos, sino que inexorablemente tenemos que elegir lo que vamos a hacer.

Por esta razón nada califica más auténticamente a cada una de las personas que conocemos como la altura de la meta hacia la cual proyecta su vida. La mayor parte rehúye el proyectar, lo cual no es menos proyección. Van a la deriva, sin rumbo propio: han elegido no tener destino aparte y prefieren diluirse en las corrientes colectivas. Otros ponen su vida a metas de escasa altura y no podrá esperarse de ellos sino cosas terre à terre. Pero algunos disparan hacia lo alto su existencia, y esto disciplina automáticamente todos sus actos y ennoblece hasta su régimen cotidiano. El hombre superior no lo es tanto por sus dotes como por sus aspiraciones si por aspiraciones se entiende el efectivo esfuerzo de ascensión y no el creer que se ha

214 “La nación frente al Estado” (1915), X, 278. 215 Ortega contrapone la virtud de la magnanimidad a la pusilanimidad,

distinción que da lugar en la ética orteguiana a dos clases de individuos, el magnánimo y el pusilánime, de tal modo que “vivir es para uno y para otro un operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias (...) El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión; vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros –sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible –ineludible como el parto. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán rigoroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior «destino», forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos –el placer y el dolor” (Mirabeau o el político (1927), III, 609).

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llegado. Parejamente una nación puede estar puesta a una existencia chabacana o proyectarse hacia el cenit.216

En la vida humana, señala Ortega, sólo caben aproximaciones al

ideal, puesto que la perfección no existe217: “A la perfección no se llega

nunca en nada, y acaso ella existe precisamente para que no se le llegue

nunca, como pasa con los puntos cardinales. Su oficio es orientar

nuestra conducta y dejarnos medir los progresos hechos”218, de tal modo

que “la norma de perfección vale simplemente como la meta para la

carrera. Lo importante es correr hacia ella, y el que no la alcanza no

queda por ello ni muerto ni deshonrado”219. Lo mismo ocurre con la

216 “El hombre a la defensiva” (1930), II, 644. En este mismo sentido afirma también Ortega que “vivir –en lo público como en lo privado– no es yacer, sino, por el contrario, aspirar, intentar, emprender” (XI, 254); “la escena triunfal hace bostezar al triunfador. Lo importante en la vida es tener quehacer, una misión, una empresa, una tarea. Como Cervantes sugiere, es más sabroso el camino que la posada” (“Imperativo de intelectualidad” (1922), XI, 12). Para Ortega “lo importante es lo que se intenta y no lo que se logra” (I, 48), pues “el hombre superior no lo es tanto por sus dotes como por sus aspiraciones” (II, 644), ya que el individuo excelente es aquel que “se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores” (IV, 146). De ahí que para Ortega “vivir no es ir arrastrado, ir forzado, sino proponerse fines y lograrlos en lo posible, querer, en fin, algo y querer los medios que lo producen” (X, 65).

217 “Una manera de pensar” (1915), X, 337. De acuerdo con Ortega, “los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser (...). Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo –son desiderata” (Mirabeau o el político (1927), III, 603).

218 “Prólogo a Veinte años de caza mayor, del Conde de Yebes” (1943), VI, 358. Para Ortega “perfecto es originariamente lo concluido, lo acabado, lo finito: luego significa también lo que contiene todas las virtudes y las gracias propias a su condición, lo insuperable, lo infinito. Hay, pues, una perfección que se conquista a fuerza de limitarse” (“Leyendo Le Petit Pierre, de Anatole France” (1921), II, 230). J. San Martín se refiere a ese carácter inacabado en el proceso de realización de los valores, señalando que los valores o ideales superiores a los que apunta la ética orteguiana “son los que proceden de los pisos superiores de la vida humana, porque son valores o ideales que no se agotan, por tanto, no tienen cumplimiento absoluto ni hay que repartirlos entre unos pocos por su escasez (...) los [valores] superiores potencian la vida humana, porque amplifican al repetirse en muchos, por ejemplo, la sinceridad o la honradez (...) Lo que Ortega soñaba para su país era un aumento de la vitalidad española, de la capacidad global del país de emprender cosas, de crear, de disfrutar, de configurar unas condiciones en las que surgieran personas excelentes, una cultura en la que predominaran los valores superiores frente al predominio de los valores inferiores” (Op. Cit., p. 204).

219 “No ser hombre ejemplar” (1924), II, 359. Ortega señala que la perfección moral no es –ni debe ser– nunca total, pues “nuestra existencia no debe ser un paradigma”, y pretenderlo supone caer en una “falsa ejemplaridad”, de tal modo que el propio individuo virtuoso debe según Ortega cultivar una sana imperfección, manteniendo siempre una distancia saludable –ironía– entre su existencia y el “blanco” o norma a la que ha puesto su vida: “La perfección moral, como toda perfección, es una cualidad deportiva (...) De aquí que, como en todo deporte, contenga la perfección moral un grano de ironía y se sienta a sí misma sin patetismo alguno (...) la perfección no nos la exige nadie; la ponemos o intentamos

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felicidad (“este sublime asunto de la felicidad –decidme: ¿hay otro, por

ventura, más importante?”220): en un primer momento, señala Ortega, “la

felicidad consiste en encontrar algo que nos satisfaga plenamente”221; sin

embargo, advierte este filósofo, nuestros deseos nos hacen felices más

en la medida en que inspiran e incitan nuestra acción, “como motivos de

nuestra actividad”222, en su capacidad para generar sentido en nuestra

vida, como acicate a nuestra vitalidad, que en la satisfacción completa de

estos223 –de este modo, el camino vuelve nuevamente a constituirse

como un elemento más importante que la “posada”. Así, para Ortega la

auténtica felicidad radica más en la capacidad de aventura que son

capaces de generar nuestros ideales, que en la completa realización o

consecución de estos: “Se suele cometer el error de creer que ésta [la

felicidad] radica en la satisfacción de nuestros deseos, como si los

nosotros por libérrimo acto de albedrío, y, sin duda, merced a que nos complace su ejercicio. (...) Por eso el hombre de tacto se complace en faltar de cuando en cuando a las normas que él mismo se ha impuesto, en quebrar su efectiva ejemplaridad a fin de dejar un breve hueco entre su vida y la perfección abstracta que le sirve de meta. Nuestra existencia no debe ser un paradigma, sino un segundo curso entre los modelos que a la vez nos aproxima a ellos y gentilmente los evita” (Id.). Ortega se separa así de una ética rígida y dogmática, que no permita la existencia de ningún hueco/cierta distancia entre la realidad y el ideal soñado.

220 “Ideas sobre Pío Baroja” (1916), II, 80. 221 Ibid., 79. 222 Ibid., 81. 223 F. Savater habla en un sentido semejante del esencial inacabamiento del ser

humano y, por tanto, también del ideal ético: “El yo, para vivir, es decir, para cumplir la posibilidad desafiante de su libertad, necesita identificarse; pero (...) Ninguna identidad le basta al yo, porque ama más su posibilidad que sus productos: toda obra es insuficiente (...) La posibilidad, la dynamis, la libertad...son de lo que está hecho el aire que respira nuestra subjetividad, cuyo principio es acción (...) La identidad perfecta, la forma ideal, excluye por completo la tensión de querer que hemos llamado yo (...) En esto consiste propiamente la raíz trágica de lo humano; la ética que parte de lo trágico, como la propuesta de esta «Invitación», no puede esperar ni prometer ninguna reconciliación definitiva –sea en este mundo o en otro– que salve al hombre, rescatándole del conflicto que le constituye (F. Savater, Invitación a la ética, Anagrama, Barcelona, 1991, pp. 19-20). De acuerdo con este autor, esta escisión radical entre realidad e ideal que constituye al ser humano se encuentra en el corazón de la ética: “El ideal ético (...) no es nada que determinado hacer pueda lograr y dejar ya hecho para siempre: se parece más bien al hacer mismo, porque se mantiene permanentemente abierto a lo posible. El ideal no puede realizarse de una vez por todas sin dejar de serlo, y ello no porque sea «irrealizable», es decir, un sueño impotente que anhela lo imposible, sino precisamente por todo lo contrario: porque es una polarización dinámica que nunca renuncia a lo posible. El ideal no quiere convertirse en identidad necesaria, sino estimular el dinamismo de la totalidad abierta; su perfección consiste en mantenerse inacabado: no pretende llegar, sino ir viniendo. Todo lo que paraliza al hombre es lo opuesto al ideal ético (...) Pues el ideal ético (...) no consiste en una forma de ser, sino en una disposición de querer (...) El ideal es lo querido y seguir siendo querido es fundamento inexcusable de su idealidad” (Ibid., pp. 53-54).

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deseos constituyesen toda nuestra personalidad.(...) En modo alguno

puede ser ése el papel que las cosas representan en nuestra dicha. No

como poseídas u obtenidas contribuyen a hacernos felices, sino como

motivos de nuestra actividad, como materia sobre la cual ésta se dispare

y de mera potencia pase a ejercicio”224. La felicidad, de este modo, no

radica tanto en el instante de la consecución efectiva del ideal, sino en la

capacidad de aventura vital que tales ideales son capaces de promover.

Se trata así de la concepción orteguiana de la vida como empresa, de la

voluntad de aventura225. Como ya se comentó al analizar el principio de

224 Id. “Cuando pedimos a la existencia cuentas claras de su sentido –sostiene Ortega–, no hacemos sino exigirle que nos presente alguna cosa capaz de absorber nuestra actividad. Si notásemos que algo en el mundo bastaba a henchir el volumen de nuestra energía vital, nos sentiríamos felices y el universo nos parecería justificado. ¿Puede hacer esto la ciencia o el arte o el placer? Todo depende de que esas cosas dejen o no en nosotros porciones de vitalidad vacantes, inerjercidas y como en bostezo. Aquí está, aquí está el origen de la infelicidad. ¿Quién que se halle totalmente absorbido por una ocupación se siente infeliz? Este sentimiento no aparece sino cuando una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva, cesante. La melancolía, la tristeza, el descontento son inconcebibles cuando nuestro ser íntegro está operando. Basta, en cambio, que en nuestra actividad se haga un calderón para que asciendan del espíritu quieto –como los vahos maléficos en un agua muerta– esas emociones de desazón, de desamparo y vacío infinito. Entonces advertimos el desequilibrio entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual. Y eso, eso es la infelicidad” (Id.). Así pues, la consecución de la felicidad está directamente relacionada en la ética orteguiana con el desarrollo integral de las capacidades del individuo, conducente a su autorrealización efectiva como ser humano. Inversamente, la infelicidad aparece vinculada al estancamiento y malogro de las capacidades vitales y humanas de los individuos. Por otra parte, estos aspectos o condiciones de la felicidad se complementan también con la atención que concede la ética orteguiana a la autenticidad y vocación; en este sentido, no todas las actividades o “quehaceres” poseen el mismo valor como potenciales generadores de felicidad, sino que estos deben coincidir con la vocación personal del individuo o el colectivo determinados.

225 De acuerdo con J.L. Molinuevo, para Ortega “la vida como empresa es la vida entendida como ensayo, como intento, lo que no es exactamente esfuerzo puro, sino que lleva incorporada la reflexión, la competencia, el saber técnico para sacar adelante la empresa llamada España y también de la vida. Pero en toda empresa, a pesar del esfuerzo y de la previsión, hay fracasos (...) La vida como empresa es el sentimiento dramático de la vida, opuesto tanto al trágico del 98 como al que estima como existencialismo nihilista, al pathos unamuniano y al heideggeriano. Es al mismo tiempo un rasgo distintivo de nuestra modernidad latina (...) Por eso, la vida como empresa tiene dos opciones: o bien el sentimiento trágico de la vida encarnado por la figura de Don Quijote en versión fichteana y unamuniana o el sentimiento dramático de la vida, representado por Cervantes, es decir, el sentimiento deportivo y festival de la vida, de fidelidad al presente y a las cosas. Es el estilo cervantino que Ortega quería para sí. En él la vida alcanza su plenitud estando a la altura de su tiempo y ayudando a las cosas a alcanzar su significado en el concepto, en la cultura” (J.L. Molinuevo, “La vida como empresa”, Revista de Occidente, nº 216, 1999, pp. 11-12). Según Molinuevo, en Ortega la vida como empresa “incorpora, pues, dos elementos jánicos (que se van contraponiendo en Ortega): la decisión, en el viejo modelo de héroe quijotesco, cuyo ser es ilusorio porque falta el hecho aurático que le individualiza y le hace ser; y la realización, ya que la vida no es sino que tiene que hacerse, no es cosa hecha sino faena,

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libertad, la vida humana consiste para Ortega en una combinación de

libertad y fatalidad; la circunstancia que nos es dada –al mismo tiempo

que nos es dada la vida– nos impone siempre una serie de limitaciones

que obstaculizan la realización de nuestros ideales; pero, al mismo

tiempo, nos ofrece siempre un margen de libertad para el desarrollo de

esos ideales, un espacio para la aventura:

Por tanto, que siendo la circunstancia lo extraño y heterogéneo, se opone siempre a la realización de ese yo que con su peculiar perfil de aspiraciones la oprime. Pues bien; al esforzarme en ser, al querer ser,lo que busco es ser feliz. Felicidad, esa extraña y nunca bien explicada necesidad fundamental del hombre, consistiría en que lográsemos realizar el programa de vida, el yo que somos. Pero, como la circunstancia nos es negativa, el yo que somos no se realiza nunca suficientemente, el hombre que consiste en tener que ser feliz, al mismo tiempo y siempre es, más o menos, infeliz.

Por eso, la vida es pena, continuado penar. Precisamente, gracias a que es antes que eso: afán de ser, entusiasmo y esperanza. Un ente que no estuviese constituido por aspiraciones no podría ser infeliz. El hombre es un ser utópico que sólo se propone ser “lo imposible” –quiero decir: lo que en la circunstancia, llamémosle mundo o naturaleza, es imposible–, y al querer realizarlo en su contorno choca con eso, y el moretón perpetuo que de ese choque resulta es “la infelicidad”. ¡De ahí el encanto y la envidia con que a veces contemplamos la apacibilidad del animal viviendo en su selva! Le envidiamos, no porque sea feliz –el animal no es feliz–, le envidiamos porque no es infeliz. El animal, como no se ha propuesto nada imposible, ni es feliz ni infeliz: coincide con su elemento. El animal es el adaptado, pero el hombre es la inadaptación esencial. El hombre es, donde quiera, un extranjero.

(...) Esa definición de la vida –por un lado, triste y deficiente–, aun siendo verídica no es toda la verdad. Porque, es evidente que, si la vida fuese sólo eso, al llegar a ella la abandonaríamos. No se olvide que el hombre tiene siempre la posibilidad de salir de la vida. Esa salida de la vida tiene un nombre horrible, que no quiero pronunciar; pero es una de las potencias constituyentes del hombre. Por tanto: si sigue el hombre en la vida, es que acepta ese defecto, desventura, infelicidad y absoluto riesgo que es. Y si lo acepta...¡Ah!...Entonces convierte el defecto y la desventura en tarea entusiasta; es decir: en aventura y empresa.

(...) ¿La vida como angustia, señor Heidegger? ¡Muy bien! Pero...además: la vida como empresa. Repetiré mi razonamiento: Para que la angustia exista es preciso que yo siga viviendo. Si abandono la vida, la angustia deja de ser y con ella la vida. Mas, si sigo en la vida, es que acepto libérrimamente su penosa tarea, su angustiosa tarea. Y

empresa. La vida como empresa no es entonces un imperativo ético sino un imperativo vital. Se trata de hacer lo que uno tiene que ser, en definitiva la vocación que se revela como destino. Pero el imperativo vital se distingue de los otros en que saca lo ideal de lo real, del ser, no de lo que debe ser sino de lo que se puede ser. es ya otra forma de entender el ideal. En el «deporte de los ideales» se ha procedido a una higiene de los mismos. Ya no se trata de perseguir lo que debe ser, sino lo que puede ser. Y éste es precisamente el estilo cervantino: (...) un realismo que es el mejor idealismo. Entonces la vida se convierte en misión, no sólo tiene un proyecto sino que lo realiza” (Ibid., pp. 15-16).

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ese aceptar libérrimamente un penoso esfuerzo, es la definición misma de esfuerzo deportivo.226

Sin embargo, si bien Ortega insiste en la importancia de la

aspiración al ideal y de las motivaciones y actitudes con las que se llevan

a cabo las acciones, la atención a los deberes y a los principios –lo que

le aproximaría a una ética de tipo formal o deontológico–, también señala

que para la consecución de la felicidad reviste asimismo una importancia

esencial la realización efectiva de esos ideales que se postulan como

fines (excelencia, libertad, autenticidad, etc) y, por tanto, los resultados o

consecuencias de las acciones –lo que acerca más la ética orteguiana a

una ética de tipo teleológico y consecuencialista227. Para Ortega, la

226 Sobre la razón histórica (1940), XII, 218-219. A juicio de Ortega, “el hombre es el único ser que echa de menos lo que nunca ha tenido. Y el conjunto de lo que echamos de menos sin haberlo tenido nunca es lo que llamamos felicidad. De aquí podría partir una meditación de la felicidad, un análisis de esa extraña condición que hace del hombre el único ser infeliz precisamente porque necesita ser feliz. Esto es: porque necesita ser lo que no es” (Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX, 190).

227 Así pues, si bien es cierto que, en pasajes como los comentados, Ortega enfatiza el valor del deber, de la necesidad de seguir los principios atendiendo a la actitudes y motivaciones, con cierta independencia con respecto a los resultados que se puedan conseguir –en virtud del propio valor que en sí mismos poseen tales principios, al margen del grado en el que se logre efectivamente su cumplimiento en la realidad–, también es evidente que la ética y la política orteguiana no puede prescindir de los fines y consecuencias de las acciones. Así por ejemplo, en el contexto de la política, Ortega insiste en la necesidad de eficacia de las instituciones, de los partidos y el Gobierno, los cuales constituyen para este autor simples medios o instrumentos para la realización de los fines de la política, hasta el punto de que, en el caso de no resultar eficaces, afirma que deben ser sustituidos por otros que sí lo sean: “Insisto en que las instituciones son máquinas del Estado, que, como todas las máquinas, se inventan a fin de obtener ciertos resultados. Su justificación consiste en mostrar primero que es forzoso proponerse esos resultados, y luego, que sólo mediante esas instituciones serán conseguidos” (XI, 257. Cf. XI, 239; XI, 95). De hecho, en razón de esta necesidad de eficacia en cuanto a los resultados obtenidos, Ortega considera ilegítima la Monarquía de Alfonso XIII y apoya decididamente la II República, por considerar que la primera es incapaz de lograr los fines de la democracia –nacionalización o atención al bien común, progreso, bienestar, excelencia, igualdad, vitalidad, etc–, al tiempo que tiene la esperanza de que la República pueda promover con eficacia el cumplimiento de esos fines (Cf. I, 288ss; X, 222ss; XI, 126ss; XI 277ss). En este sentido, a mi juicio es difícil adscribir la ética orteguiana dentro de las clasificaciones tradicionales entre éticas teleológicas vs. éticas deontológicas, o entre éticas materiales vs. éticas formales, puesto que en mi opinión no se ajusta en sentido estricto a ninguna de las categorías que se encuadran dentro de estos pares dicotómicos, puesto que, como hemos visto, en el pensamiento ético y político orteguiano la valoración moral de la acción tiene en cuenta tanto el valor del deber, de las intenciones y las motivaciones, como también de los resultados, las consecuencias y los fines. Desde mi punto de vista, se trata más bien de una ética que no es ni puramente deontológica –dada la importancia concedida a la eficacia y a los fines, y la atención que exige a la realidad, con el fin de realizar el ideal posible–, ni tampoco enteramente consecuencialista, pues la cualificación moral de

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felicidad radica en la coincidencia del individuo consigo mismo –“eso,

encajar en sí mismo, es la definición de la felicidad”228–, en el

cumplimiento del ideal de autenticidad: “todo ser es feliz cuando cumple

su destino, es decir, cuando sigue la pendiente de su inclinación, de su

esencial necesidad, cuando se realiza, cuando está siendo lo que en

verdad es”229. En el caso contrario, cuando el individuo –o la sociedad–

elude el imperativo de autenticidad –que coincide, como ya vimos, con

los principios de excelencia y libertad–, es la propia vivencia de la

infelicidad la que “le va avisando” de que está falsificando su vida, de

que no está cumpliendo su auténtico programa vital, pues, de acuerdo

con Ortega, “la vida de cada cual no tolera ficciones, porque al fingirnos

algo a nosotros mismos sabemos, claro está, que fingimos y nuestra

íntima ficción no logra nunca constituirse plenamente, sino que en el

fondo notamos su inautenticidad, no conseguimos engañarnos del todo y

la acción no está totalmente determinada por los resultados conseguidos –lo que por otra parte proporciona a los individuos cierto margen de libertad –tan importante en la ética y antropología orteguianas– con respecto a las contingencias de la circunstancia. En mi opinión, esta doble atención orteguiana a los motivos y deberes, a los fines y las consecuencias, está también en relación con la idea de que la transformación de los individuos y de las colectividades que persigue el pensamiento ético y político de Ortega en el sentido de progreso y perfeccionamiento moral, tiene más que ver con un cambio en las actitudes, en las intenciones (un cambio en la conciencia moral, afín al concepto de “cultura política”; de determinación a la aspiración de ideales auténticos, acordes con su vocación y destino), que al simple logro de determinados resultados y efectos –en el contexto de crisis moral que viven los pueblos europeos de la primera mitad del siglo XX, la ética orteguiana persigue una reforma integral de la sociedad –y, por tanto, de los individuos: un cambio global del modo de vida, una regeneración del ethos, una nueva manera de estar en el mundo, de acuerdo con los principios nucleares que integran su modelo democrático.

228 En torno a Galileo (1947), V, 88. 229 El hombre y la gente (1934), VII, 278. Como señala E. Bonete, “la felicidad

para Ortega consiste justamente en lograr ser el que tenemos que ser, es decir, en llegar a coincidir con nuestro auténtico sí mismo” (Op.Cit., p. 411), de tal modo que según la ética orteguiana “la felicidad se experimenta cuando la vocación y el proyecto vital de un hombre confluyen, cuando coinciden el hombre que tiene que ser con el hombre que está siendo. Por eso no creo erróneo pensar que el imperativo de Píndaro tan amado por Ortega («Llega a ser el que eres») constituye el parámetro de la felicidad de un hombre. Cuanto más se acerca uno en su vida al que verdaderamente es, más fácilmente se produce el extraño fenómeno de la felicidad. ¿Y cómo se sabe si uno está realizando verdaderamente su vocación y su proyecto vital? A través de los sentimientos (angustia, mal humor, vacío, enojo...) que afloran en cada situación y acción (...) No obstante, las circunstancias juegan un papel importante en la adquisición de la felicidad, pues ellas pueden o no favorecer la coincidencia entre mi yo proyectado y mi yo en ejecución. Tal cual sea la armonía entre mi yo (futurizante y proyectado) y mis circunstancias (presentes y reales) así estaré más cerca de lograr o malograr la felicidad” (Ibid., p. 428-429).

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le vemos la trampa”230. Conforme a su concepción de la vida humana,

Ortega sostiene que “lo que me es dado cuando me es dada la vida no

es sino quehacer. La vida, bien lo sabemos todos, la vida da mucho que

hacer. Y lo más grave es conseguir que el hacer elegido en cada caso

sea no uno cualquiera, sino lo que hay que hacer –aquí y ahora–, que

sea nuestra verdadera vocación, nuestro auténtico quehacer”231. La

felicidad, sostiene Ortega, consiste en el “logro pleno” de este programa

vital232:

230 El hombre y la gente (1934), VII, 100. Respecto a la inautenticidad, Ortega se pregunta en qué consiste “ese otro modo de la vida en que el hombre «hace que hace»”: “¿Qué es ese extraño, inauténtico hacer a que, a veces, el hombre se dedica precisamente para no hacer de verdad, incluso eso que está haciendo?” (Ibid., 112). Lo convencional, en todo caso, señala Ortega, se mezcla con lo auténtico en la vida de cada individuo, y “entre ambos polos se dan todas las ecuaciones intermedias, pues se trata de una ecuación entre lo convencional y lo auténtico que en cada uno de nosotros tiene cifras distintas” (Ibid., 178). La inautenticidad es en opinión de Ortega la principal causa de la infelicidad y de la perversidad moral, el origen del mal: acontece cuando el individuo renuncia a desarrollar el proyecto en que cada uno consiste, esto es, su vocación, su destino; la vida de este individuo toma entonces según Ortega un cariz especialmente trágico, que da lugar a determinados “fenómenos compensatorios” como la maldad o el resentimiento: “Como la vida es siempre drama, también lo es, y más horrible, la de este hombre. Porque quien renuncia a ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida, es el suicida en pie. Su existencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad auténtica que podía ser. Nada de lo que hace directamente por sincera inspiración de su programa vital, sino, al revés, cuanto haga lo hará para compensar con actos adjetivos, puramente tácticos, mecánicos y vacíos, la falta de un destino auténtico. Toda maldad viene de una radical: no encajarse en el propio sino (...) Todo acto perverso es un fenómeno de compensación que busca el ser incapaz de crear un acto espontáneo, auténtico, que brota de su Destino (...) La mentira es un ejemplo particular de acción en que el hombre abandona su verdadero ser (...) Nietzsche y Scheler han estudiado en el resentimiento otro de esos que llamo fenómenos compensatorios. Pero las formas de estos son innumerables” (“No ser hombre de partido” (1930), IV, 78-79).

231 Ibid., 104. 232 “(…) el programa vital del hombre –se pregunta Ortega– ¿Cómo llamaríamos

al logro pleno de éste? Evidentemente, bienestar del hombre, felicidad” (Ensimismamiento y alteración (1939), V, 345). De acuerdo con Ortega, “el hombre no reconoce su yo, su vocación singularísima, sino por el gusto o el disgusto que en cada situación siente. La infelicidad le va avisando, como la aguja de un aparato registrador, cuándo su vida efectiva realiza su programa vital, su entelequia, y cuándo se desvía de ella (…) Sólo sus sufrimientos y sus goces le instruyen sobre sí mismo. ¿Quién es ese «sí mismo» que sólo se aclara a posteriori, en el choque con lo que le va pasando? Evidentemente, es nuestra vida-proyecto, que, en el caso del sufrimiento, no coincide con nuestra vida efectiva: el hombre se dilacera, se escinde en dos –el que tenía que ser y el que resulta siendo. La dislocación se manifiesta en forma de dolor, de angustia, de enojo, de mal humor, de vacío; la coincidencia, en cambio, produce el prodigioso fenómeno de la felicidad” (Goethe desde dentro (1932), IV, 407). Así pues, de acuerdo con Ortega, cuando el individuo “logra ser el que tiene que ser y de este modo coincide con su auténtico sí mismo, el hombre es feliz” (“Sobre un Goethe bicentenario” (1949), IX, 558).

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Pero el porvenir consiste en un océano de meras posibilidades nuestras. De entre ellas una se nos hace presente con el carácter extraño de sernos necesaria, a pesar de que no es sino una mera posibilidad como otra cualquiera. A fuer de posibilidad no existe garantía ninguna de que logre realizarse por mucho que necesitemos su realización. La materia de que está hecho el porvenir es la inseguridad. Esa posibilidad necesaria y, a la vez, insegura es nuestro yo. Éste, pues, lo primero que hace, antes de darse cuenta del presente en que está, es estirarse hacia el futuro, se futuriza, y desde allí se vuelve al presente, a las circunstancias en que ya nos hallamos, y entonces las advierte al oprimir contra ellas el peculiar perfil de exigencias innumerables que lo constituyen. Las circunstancias responden favorablemente o adversamente, es decir, facilitan o dificultan la realización –la conversión en un presente– de ese yofuturizante que por anticipado somos ya. Cuando nuestro yo consigue en buena parte encajarse en la circunstancia, cuando ésta coincide con él, sentimos un bienestar que está más allá de todos los placeres particulares, una delicia tan íntegra, tan amplia que no tiene figura y que es lo que denominamos felicidad. Viceversa, cuando nuestro contorno –cuerpo, alma, clima, sociedad– rechaza la pretensión de ser que es nuestro yo y le opone por muchos lados esquinas que impiden su encaje, sentimos una desazón no menos amplia, no menos íntegra, como que consiste en la advertencia de que no logramos ser el que inexorablemente somos. Este estado es lo que llamamos infelicidad.233

La felicidad parece constituirse así en la ética orteguiana como el

principal fin al que aspira todo ser humano y por tanto en la meta a la

que se dirigen en última instancia todas las acciones, pues todo lo que el

hombre hace, lo hace para ser feliz”234: “somos felicidad, somos

infelicidad, porque la verdadera «materia» de que está hecha la vida

humana es esa dual entidad «felicidad-infelicidad». Todo lo demás es

secundario a ella y de ella procede. Cuanto hacemos y, entre lo que

hacemos, cuanto pensamos, lo hacemos y lo pensamos movidos por el

afán de lograr felicidad –o lo que es su reverso, de evitar la

infelicidad”235. De este modo, para Ortega el deseo de felicidad es

consustancial al ser humano, y se encuentra en íntima conexión con el

ideal de autenticidad: “Hay una vocación general y común a todos los

hombres. Todo hombre, en efecto, se siente llamado a ser feliz; pero en

cada individuo esa difusa apelación se concreta en un perfil más o

menos singular con que la felicidad se le presenta. Felicidad es la vida

dedicada a ocupaciones para las cuales cada hombre tiene singular

233 Papeles sobre Velázquez y Goya (1950), VII, 552. 234 La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1947),

VIII, 86. 235 Papeles sobre Velázquez y Goya (1950), VII, 552.

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vocación”236. De este modo, según J. Herrero, “los ideales eternos de la

democracia se adscribirían, para Ortega, en el ámbito de la felicidad,

«ese imposible necesario» que da sentido a la vida humana”237. En

opinión de F. J. Martín, la propuesta ética orteguiana se traduce en

“hacer de la propia vida una obra de arte”, lo que “quiere decir responder

éticamente al imperativo de autenticidad que nos pide nuestra vida; mas

este imperativo de autenticidad es también un imperativo de invención,

por lo que la respuesta del hombre no puede ser sólo ética, sino poietica,

creadora, estética. La vida como otra de arte no puede ser más, por

tanto, que una vida instalada en una cultura activa y operante –cultura

como cultivo y cura de la vida”238. De este modo, la dimensión de

fatalidad presente en toda circunstancia posibilita también que el

individuo, a través de su libertad, haga de su vida una obra de arte, pues

“la porción de fatalidad que interviene en nuestra vida (...) no ahoga, deja

un margen de decisión a la vida y permite siempre que de la situación

impuesta, del destino, demos una solución elegante y nos forjemos una

vida bella. Por esto, porque la vida está constituida de un lado por la

fatalidad, pero de otro por la necesaria libertad de decidirnos frente a

ella, hay en su misma raíz materia para un arte (...) Todo arte implica

aceptación de una traba, de un destino, y como Nietzsche decía: «El

artista es el hombre que danza encadenado»”239. Desde el punto de vista

236 “A Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes” (1943), VI, 423. Ortega contrapone del siguiente modo el trabajo a la vocación, considerando que sólo esta última es fuente de felicidad: “sumergido penosamente en sus trabajos u ocupaciones forzosas, el hombre proyecta con su fantasía, a ultranza de ellos, otra figura de vida consistente en ocupaciones muy distintas, en cuya ejecución no le parecería perder su tiempo, sino, al revés, ganarlo, llenándolo satisfactoria y debidamente. Frente a la vida que se aniquila y malogra a sí misma –la vida como trabajo– erige el programa de una vida que se logra a sí misma –la vida como delicia y felicidad. Mientras las ocupaciones forzosas se presentan con el cariz de imposiciones forasteras, a estas otras nos sentimos llamados por una vocecita íntima que las reclama desde secretos y profundos pliegues yacentes en nuestro recóndito ser. Este extrañísimo fenómeno de que nos llamamos a nosotros mismos para hacer determinadas cosas es la «vocación»” (Id.).

237 “La democracia en Ortega”, Arbor, nº 431, 1981, pp. 138-139. 238 F. J. Martín, “Don Juan o el sentido ético estético de la cultura en Ortega.

Pensar en España, tradición y modernidad”, en F. Moiso, M. Cipolloni, J.C. Lévêque (Eds.): Ortega y Gasset pensatore e narratore dell´Europa, Cisalpino, Bolonia, 2001, p. 199.

239 ¿Qué es filosofía? (1929), VII, 435-436. “No se diga tampoco –apunta Ortega– que la fatalidad no nos deja mejorar nuestra vida, porque la belleza de la vida está precisamente no en que el destino nos sea favorable o adverso –ya que siempre es destino–, sino en la gentileza con que le salgamos al paso y labremos de su materia fatal una figura noble” (Ibid., 436).

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de Ortega, la felicidad adquirirá una figura característica en cada ser

humano, en cada sociedad, de acuerdo con el principio de libertad y de

autenticidad, puesto que para Ortega la felicidad es también una tarea de

invención, pues “la felicidad ni se recibe ni se plagia; es en cada

individuo labor original y creadora”240.

Esto explica que sea imposible definir la felicidad por ningún atributo particular, que es lo que se busca cuando se propone el vetusto enigma de cuál es la camisa del hombre feliz. La felicidad, ya he dicho, no tiene figura por ser un estado que coincide con los bordes mismos de nuestro yo (…) La felicidad es la coincidencia de nuestro yocon las circunstancias. Instante tras instante, la vida humana registra, como en un balance, el debe y el haber de la coincidencia. Ese balance suele ser expresado en gestos, con palabras u otros actos. La atención a esas expresiones nos ofrece uno de los métodos para descubrir el recóndito yo de un hombre. El hueco de la circunstancia ceñido a la cual se siente feliz nos permite dibujar el perfil en relieve de su yo.241

Los ideales actúan así como motor para la acción, a modo

“espuela”, señala metafóricamente Ortega: son los que inspiran a la

realización de la vida buena, a una vida en plenitud. De ahí la

importancia de la capacidad de la imaginación y la fantasía, para poder

imaginar y dar forma a esos ideales, lo que “todavía no es” pero “puede

ser” y además “debe ser”242. En realidad, para Ortega “el hombre es el

animal fantástico; nació de la fantasía, es hijo de «la loca de la casa». Y

la historia universal es el esfuerzo gigantesco y milenario de ir poniendo

orden en esa desaforada, anti-animal fantasía. Lo que llamamos razón

no es sino la fantasía puesta en forma. ¿Hay en el mundo nada más

fantástico que lo más racional? ¿Hay nada más fantástico que el punto

matemático y la línea infinita y, en general, toda la matemática y toda la

física? ¿Hay fantasía más fantástica que eso que llamamos «justicia» y

eso otro que llamamos «felicidad»?”243. La cualidad de la imaginación es,

240 Meditación del pueblo joven (1958), VIII, 364. 241 Papeles sobre Velásquez y Goya (1950), VII, 552-553. 242 De acuerdo con Ortega, “el ideal, cuando lo es ni es fantasía ni es ensueño:

es la anticipación de una realidad futura” (“La reforma liberal” (1908), X, 37). 243 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX,

190. De acuerdo con la concepción orteguiana de la vida como quehacer, como constante pre-ocupación de lo que está por-venir, “no hay vida sin interpretación del contorno”, de tal modo que en el ser humano siempre “hay, pues, una construcción imaginativa del inmediato porvenir, de lo que va a pasar, de lo que va a ser el contorno en relación con el sujeto”, y de ahí que, en general, “vivir es una obra de la imaginación” (“Los «nuevos» Estados Unidos” (1931), IV, 358).

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pues, necesaria para construir los ideales y un programa de vida de

acuerdo con el principio de excelencia, autenticidad, etc., pues, de

acuerdo con Ortega, “mejorarse a sí mismo, superarse a sí mismo exige

imaginar previamente un «yo mismo» que sea mejor que uno mismo, que

sea, por tanto, otro. El perfeccionamiento ha menester un poco de

imaginación, siquiera esta mínima fantasía necesaria para imaginar algo

mejor que uno mismo”244.

La condición del ser humano consiste así en buscar “lo que no es” –

todavía, en el nivel de la realidad–, esto es, el ideal: “la voluntad –ese

objeto paradoxal que empieza en la realidad y acaba en lo ideal, pues

sólo se quiere lo que no es– es el tema trágico”245. La vida humana es

para Ortega principalmente pre-ocupación, preocuparse previamente por

lo que se va a hacer en el próximo instante de existencia; por ello la vida

humana, aunque parte del presente y pre-existe desde el pasado, se

encuentra siempre proyectada al futuro –se trata según Ortega de la

condición de “futurización” de la vida humana246. De ahí también la

concepción orteguiana de la vida humana como “un drama, una lucha por

llegar a ser lo que tengo que ser. La pretensión o programa que somos

oprime con su peculiar perfil ese mundo en torno, y éste responde a esa

presión aceptándola o resistiéndola, es decir, facilitando nuestra

244 “Pío Baroja: anatomía de un alma dispersa”, IX, 483. La capacidad de imaginación está directamente con el principio de autenticidad dentro de la ética orteguiana, pues “toda vida humana tiene que inventarse su propia forma (...) Elimperativo de autenticidad es un imperativo de invención. Por eso la facultad primordial del hombre es la fantasía, como ya decía Goethe (...). La vida humana es, por lo pronto, faena poética, invención del personaje que cada cual, que cada época tiene que ser. El hombre es novelista de sí mismo. Y cuando a un pueblo se le seca la fantasía para crear su propio programa vital, está perdido” (VIII, 29), puesto que “ese programa de vida que cada cual es, es, claro está, obra de su imaginación. Si el hombre no tuviese el mecanismo psicológico de imaginar, el hombre no sería hombre. La piedra para ser no necesita construir con su fantasía lo que va a ser –pero el hombre sí. Todos sabemos muy bien que nos hemos forjado diversos programas de vida entre los cuales oscilamos realizando ahora uno y luego otro. En una de sus dimensiones esenciales la vida humana es, pues, una obra de imaginación” (En torno a Galileo (1947), V, 137).

245 Meditaciones del Quijote (1914), I, 392. 246 De acuerdo con Ortega, “si nuestra vida consiste en decidir lo que vamos a

ser, quiere decirse que en la raíz misma de nuestra vida hay un atributo temporal: decidir lo que vamos a ser –por tanto, el futuro (…) nuestra vida es ante todo toparse con el futuro. He aquí otra paradoja. No es el presente o el pasado lo primero que vivimos, no; la vida es una actividad que se ejecuta hacia delante, y el presente o el pasado se descubre después, en relación con ese futuro. La vida es futurización, es lo que aún no es” (¿Qué es filosofía? (1957), VII, 420).

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pretensión en unos puntos y dificultándola en otros”247. La capacidad de

la fantasía, como hemos visto, proporciona al ser humano la posibilidad

de imaginarse un mundo mejor, y resolverse a intentar hacerlo realidad;

pero, a causa de esta capacidad imaginativa, forjadora constante de

nuevos ideales, el ser humano consiste en “un ser de condición tal [que]

no puede nunca lograr un auténtico equilibrio (...) la dificultad es relativa

a los proyectos que el hombre crea en su fantasía, a lo que suele

llamarse sus ideales; en suma, a lo que el hombre quiera ser (...) A su

luz nos aparece la vida humana íntegra, como lo que es en permanencia:

un dramático enfronte y contienda del hombre con el mundo, y no un

mero desajuste ocasional que se produce en algunos momentos”248. Por

esta razón el ser humano es, de acuerdo con Ortega, un ser

permanentemente insatisfecho, en virtud de su capacidad imaginativa, de

la conciencia de “la asimetría perenne entre lo ideal y lo real”249–, rasgo

que constituye para Ortega su mayor gloria, a la vez que su mayor

247 Ensimismamiento y alteración (1939), V, 339, cursivas mías. De ahí, señala Ortega, la condición trágica de la vida humana: “nuestra vida tiene una condición trágica, puesto que, a lo mejor, no podemos en ella ser el que inexorablemente somos. En efecto, así acontece. La vida es constitutivamente un drama, porque es siempre la lucha frenética por conseguir de hecho lo que somos en proyecto (...) Nuestro ser radical, el proyecto de existencia en que consistimos, califica y da uno y otro valor a cuanto nos rodea. De donde resulta que el verdadero Destino es nuestro ser mismo (...) Somos nuestro Destino, somos proyecto irremediable de nuestra existencia. En cada instante de la vida notamos si su realidad coincide o no con nuestro proyecto, y todo lo que hacemos lo hacemos para darle cumplimiento. Porque así como ese proyecto que somos (...) es un proyecto que por sí mismo se proyecta sobre nuestra vida, que la oprime rigorosamente porque impone su ejecución” (“No ser un hombre de partido” (1930), IV, 77-78). En este sentido el ser humano se opone para Ortega a la “cosa”, en la cual no aparece esta escisión entre ideal y realidad: “Todo aquello cuyo modo de ser consiste en ser lo que ya es y en el cual, por lo tanto, coincide, desde luego, su potencialidad con su realidad, lo que puede ser con lo que, en efecto, es ya, llamamos cosa. La cosa tiene su ser dado ya y logrado. En este sentido, el hombre no es una cosa sino una pretensión, la pretensión de ser esto o lo otro. Cada época, cada pueblo, cada individuo modula de diverso modo la pretensión general humana” (Id.). Cf. VI, 32.

248 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX, 190.

249 “Al margen del libro «A.M.D.G.»” (1910), I, 533. J.L. Aranguren considera que “tal vez nadie ha meditado tan profundamente como Ortega sobre el carácter «utópico» de la felicidad y del hombre, que necesariamente tiende a ella sin poder alcanzarla. Ortega distingue entre nuestra vida proyectada y nuestra vida efectiva y real. La coincidencia entre ambas produce el «prodigioso fenómeno de la felicidad». Pero en un plano más profundo que el de la fugaz coincidencia, «la vida es constitutivamente un drama, porque es siempre la lucha frenética por conseguir ser de hecho lo que somos en proyecto» (...) puede decirse que la eudaimonía es ardua, pero posible, en tanto que la felicidad completa no es de este mundo” (J.L. Aranguren, Ética, Alianza, Madrid, 1990, p. 173).

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tragedia250. Por ello la vida humana es también aventura, la lucha por ser

sí mismo y lograr realizar el proyecto vital que cada uno se ha propuesto,

y por lo mismo todo ser humano es para Ortega un héroe en potencia –

pues “todos llevamos dentro como el muñón de un héroe”251. Según

Ortega, “héroe es (...) quien quiere ser él mismo”252 y, “como el carácter

de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el

personaje trágico medio cuerpo fuera de la realidad (...) Difícilmente, a

fuerza de fuerzas, se incorpora sobre la inercia real la noble ficción

heroica: toda ella vive de aspiración. Su testimonio es el futuro. (...) El

héroe anticipa el porvenir y a él apela. Sus ademanes tienen una

significación utópica. Él no dice que sea, sino que quiere ser”253:

Ahora bien; la aventura es una dislocación del orden material, una irrealidad. En la voluntad de aventuras, en el esfuerzo y en el ánimo nos sale al camino una extraña naturaleza biforme. Sus dos elementos pertenecen a mundos contrarios: la querencia es real, pero lo querido es irreal. (...) Aquí tenemos (...) un hombre que quiere reformar la

250 Ortega considera que “lo más valioso en el hombre es su eterno y como divino descontento” (IX, 190): “Lo que vale más en el hombre es su capacidad de insatisfacción. Si algo divino posee es, precisamente, su divino descontento, especie de amor sin amado y un como dolor que sentimos en miembros que no tenemos” (Goethe desde dentro (1932), IV, 521). Esta insatisfacción esencial del ser humano, esta extranjeridad consustancial y extrañamiento permanente del mundo, es en opinión de Ortega “nuestro privilegio y (...) nuestra dramática determinación. Por eso, ante todo, percibe el hombre que precisamente lo que más en el fondo desea es, hasta el punto imposible, que se siente infeliz (...) El hombre es, esencialmente, un insatisfecho, y esto –la insatisfacción– es lo más alto que el hombre posee, precisamente porque se trata de una insatisfacción, porque desea tener cosas que no ha tenido nunca (...) Se nos aparece el hombre, pues, como un animal desgraciado, en la medida en que es hombre. Por eso no está adecuado al mundo, por eso no pertenece al mundo, por eso necesita un mundo nuevo” (“El mito del hombre allende la técnica”, (1952), IX, 623). El ser humano es en este sentido para Ortega un ser indigente, desamparado, permanentemente inadaptado a su medio, náufrago dentro de su circunstancia: “el hombre es un animal inadaptado, es decir, que existe en un elemento extraño a él, hostil a su condición: este mundo. En estas circunstancias, su destino implica, no exclusiva, pero sí muy principalmente, el intento por su parte de adaptar este mundo a sus exigencias constitutivas, esas exigencias precisamente que hacen de él un inadaptado. Tiene, pues, que esforzarse en transformar este mundo que le es extraño, que no es el suyo, que no coincide con él, en otro afín donde se cumplan sus deseos –el hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo–; en suma, del que pueda decir que es su mundo. La idea de un mundo coincidente con el hombre es lo que se llama felicidad. El hombre es el ente infeliz, y por lo mismo, su destino es la felicidad. Por esto, todo lo que el hombre hace, lo hace para ser feliz” (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1947), VIII, 86).

251 Meditaciones del Quijote (1914), I, 394, cursivas mías. 252 Ibid., 392. 253 Ibid., 395-396. “Somos héroes –afirma Ortega–, combatimos siempre por

algo lejano”, esto es, por la realización del ideal” (Ibid., 319). Ortega retoma así la figura del héroe presente en la ética homérica, pero desprovista, entre otros rasgos, del matiz clasista y hereditario que caracterizaba a los héroes griegos.

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realidad. Pero ¿no es él una porción de esa realidad? ¿No vive de ella, no es una consecuencia de ella? ¿Cómo hay modo de que lo que no es –el proyecto de una aventura– gobierne y componga la dura realidad? Tal vez no lo haya, pero es un hecho que existen hombres decididos a no contentarse con la realidad. Aspiran los tales a que las cosas lleven un curso distinto: se niegan a repetir los gestos que la costumbre, la tradición y, en resumen, los instintos biológicos les fuerzan a hacer. Estos hombres llamamos héroes. Porque ser héroe consiste en ser uno, uno mismo. Si nos resistimos a que la herencia, a que lo circunstante nos impongan unas acciones determinadas, es que buscamos asentar en nosotros, y sólo en nosotros, el origen de nuestros actos. Cuando el héroe quiere, no son los antepasados en él o los usos del presente quienes quieren, sino él mismo. Y este querer él ser él mismo es la heroicidad.

No creo que exista especie de originalidad más profunda que esta originalidad “práctica”, activa del héroe. Su vida es una perpetua resistencia a lo habitual y consueto. Cada movimiento que hace ha necesitado primero vencer a la costumbre e inventar una nueva manera de gesto. Una vida así es un perenne dolor, un constante desgarrarse de aquella parte de sí mismo rendida al hábito, prisionera de la materia.254

El horizonte de la utopía se configura así en el pensamiento

orteguiano como algo consustancial al modo de ser característico del ser

humano, en su tarea constante de reabsorción y recreación de su

circunstancia, con el fin de alcanzar la felicidad deseada, de acuerdo con

los principios de libertad, autenticidad y excelencia. Pero, como señala

Ortega, la perfección no existe como un resultado acabado en la vida

humana, sino que la realización del ideal de excelencia y

perfeccionamiento constituye siempre un proceso –y, por tanto, se

encuentra siempre inacabado. La función que posee para Ortega la

utopía en la vida humana es la de orientar la acción hacia esas metas

previamente imaginadas y consideradas como deseables, en orden a

mejorar la realidad circundante, tanto individual como colectiva. Se trata

de “la condición esencialmente utópica de todo ser humano”255, la

aspiración al ideal, a sabiendas de que nunca lo llegará a alcanzar por

completo:

El buen utopista (…) piensa que puesto que sería deseable (…) sólo cabe lograrlo en medida aproximada. Pero esta aproximación puede ser mayor o menor…, hasta el infinito, y ello abre ante nuestro esfuerzo una actuación sin límites en que siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento; en suma: “progreso”. En quehaceres de esta índole consiste toda la existencia humana. Imaginen ustedes lo

254 Ibid., 389-390. 255 Ideas y creencias (1940), V, 438.

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contrario: que se viesen condenados a no ocuparse sino en hacer lo que es posible, lo que de suyo puede lograrse. ¡Qué angustia! Sentirían ustedes su vida como vaciada de sí misma. Precisamente porque su actividad lograba lo que se proponía les parecería a ustedes no estar haciendo nada. (…) Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible. Por eso importa mucho subrayar que todo –se entiende todo lo que merece la pena, todo lo que es de verdad humano– es difícil, muy difícil; tanto, que es imposible.256

Ortega distingue entre dos tipos de utopismos, uno positivo y otro

negativo. El “falso utopismo” consiste en creer que “lo deseable”, por el

hecho de serlo, es “posible” –se trata del error de “la magia del deber

ser” que Ortega analiza en España invertebrada257, en el cual se incurre

cuando, a la hora de determinar los ideales a seguir, se prescinde por

completo de las condiciones reales de su posible realización.

Hay un falso utopismo (…) un utopismo consistente en creer que lo que el hombre desea, proyecta y se propone es, sin más, posible. Por nada siento mayor repugnancia y veo en él la causa máxima de cuantas desdichas acontecen ahora en el planeta. (…) El mal utopista, lo mismo que el bueno, consideran deseable corregir la realidad natural que confina a los hombres (…) El mal utopista piensa que, puesto que es deseable, es posible, y de esto no hay más que un paso hasta creer que es fácil.258

Contra este “falso utopismo” y a favor del “buen utopismo”, Ortega

subraya la necesidad de contar con la realidad –que es, en último

término, “el tema de nuestro tiempo” para Ortega, al que da respuesta la

teoría de la razón vital orteguiana como superación del idealismo, según

la cual la razón debe ponerse al servicio de la vida y no al contrario259–

pues “el ideal de una cosa, o dicho de otro modo, lo que una cosa debe

ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por

el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre

cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su

realidad”260, pues “la realidad se venga siempre, pronto o tarde, cuando

256 Ibid., 438-439.257 “La magia del «debe ser»”, en España invertebrada (1922), III, 100-102. 258 Ideas y creencias (1940), V, 438. 259 El tema de nuestro tiempo (1923), III, 143-242. 260 España invertebrada (1922), III, 101. “Sólo debe ser –sostiene Ortega– lo

que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; peor

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no se la atiende o se la confunde”261. De este modo, y a pesar de la

aparente paradoja a la que Ortega somete su reflexión sobre las

relaciones entre la realidad y el ideal, en definitiva entre lo que “es” y lo

que “debe ser”, Ortega dirige finalmente la atención hacia lo que ha de

orientar el pensamiento y la acción del ser humano: la construcción del

ideal posible, que es lo que distingue al falso utopista del buen utopista,

pues en ella consiste a juicio de Ortega la única tarea humana con

sentido, en la que se aúnan los ideales de excelencia, libertad, felicidad y

autenticidad:

(…) la característica esencial del buen utopista al oponerse radicalmente a la naturaleza es contar con ella y no hacerse ilusiones. El buen utopista se compromete consigo mismo a ser primero un inexorable realista. Sólo cuando está seguro de que ha visto bien, sin hacerse la menor ilusión y en su más agria desnudez, la realidad, se revuelve contra ella garboso y se esfuerza en reformarla en el sentido de lo imposible, que es lo único que tiene sentido.

La actitud inversa, que es la tradicional, consiste en creer que lo deseable está ya ahí como un fruto espontáneo de la realidad. Esto nos ha cegado a limine para entender las cosas humanas.262

Ortega insiste de este modo en la necesidad de partir de la

realidad, de atender a lo real, a las condiciones de posibilidad que ofrece

en cada momento la circunstancia en orden a su transformación; se trata

de lo que Ortega expresa metafóricamente afirmando que los ideales son

la “espuela”, mientras que los “estribos” son la realidad. Por ello, a la

hora de construir los proyectos vitales, tanto a nivel colectivo como

individual, lo primero que hay que hacer en opinión de Ortega es conocer

suficientemente la realidad circundante, tanto sus posibilidades como sus

limitaciones, aceptando esa circunstancia que inexorablemente rodea en

como no puede tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener alas” (Id.). En el mismo sentido afirma Ortega que “el realismo es más exigente: nos invita a que transformemos la realidad según nuestras ideas; pero, a la vez, a que pensemos nuestras ideas en vista de la realidad, a que extraigamos el ideal, no subjetivamente de nuestras cabezas, sino objetivamente de las cosas. Toda cosa concreta –una nación, por ejemplo– contiene, junto a lo que hoy es, el perfil ideal de su posible perfección. Y este ideal, el de la cosa, no el nuestro, es el verdaderamente respetable (…) Como en todos los órdenes de la cultura, le ha llegado al idealismo la hora de ausentarse de la política. El idealismo político no es ya más que una forma laica de la beatería” (“Entreacto polémico” (1925), X, 64).

261 “Sobre la vieja política” (1923), XI, 29. 262 Ideas y creencias (1940), V, 439-440.

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cada momento a todo individuo y sociedad; y, a partir de ahí, tratar de

modificar esa realidad en dirección al ideal, recreando de este modo la

circunstancia en la medida de lo posible. En este sentido afirma Ortega

que “la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del

hombre”263. Así pues, se trata de “comenzar por aceptar alegremente la

circunstancia en su efectiva realidad. Ante lo fatal lo único con sentido

que se puede hacer, es aceptarlo. Eso es lo primero, luego ya veríamos

si podemos en alguna medida mejorar esa circunstancia, sacarle el

mayor provecho posible”264.

El principio de autenticidad requiere la confrontación del individuo

con su circunstancia vital, la contrastación del ideal con la realidad o

contorno circundante. Pues, de acuerdo con Ortega sólo en esa lucha

real por cumplir sus ideales el individuo puede encontrarse a sí mismo y

construir su identidad personal; y es también ahí donde puede salvarse –

por esta razón, la salvación del individuo pasa necesariamente según

Ortega por la salvación de su circunstancia. El problema de la vida

humana, de la vida de cada cual, “consiste en que yo tengo que ser yo,

263 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX, 44.

264 Unas lecciones de metafísica (1933), XII, 76. En relación a la necesidad de aceptación de la circunstancia, afirma que “la vida sólo es profunda cuando acepta las condiciones del destino de la vida presente. Notadlo bien, es algo que hay que hacer siempre en un mundo y en un tiempo determinado; la vida no es algo que nos permita elegir el mundo y la ocasión que vamos a vivir, sino que cada cual se encuentra caído en un mundo inexorable, y no hay, pues, más que aceptarlo” (“Discurso en León” (1931), XI, 308). En la misma línea sostiene Ortega en su análisis de la posible reforma de España: “En vez de lamentar elegíacamente que España sea como ahora es, abracemos esa realidad con regocijo y obliguémosla a que por sí misma cambie y mejore. Es evidente que la mejora de España no la puede hacer más que ella misma (…) Lo demás es [falso] utopismo. Hay que partir de lo que encontramos ante nosotros, sea lo que sea, mejor o peor, e inducirlo a que por sí mismo se regule y transforme. La política no puede ser nunca elucubración abstracta” (Redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 242). De ahí también la importancia que tiene para Ortega saber aprovechar las oportunidades que ofrece la circunstancia en cada momento, con el fin de transformar ésta en dirección a “lo mejor”: “No hay más política que la de oportunidad. Los griegos, siempre agudos, hicieron del Kairon, de lo oportuno, un dios. A veces se trata de una gran oportunidad, del momento feliz, de la hora más fecunda. Así hoy en España. Vamos a hacerla mejor.” (Id.). La propia actuación política de Ortega se ajusta según él mismo a esta política de la oportunidad, a la necesidad de saber esperar el momento oportuno (lo que también puede ser la explicación a su silencio político a partir de 1933): “Siempre he estado dispuesto a actuar en política ¿Por qué no lo he hecho? La contestación es taxativa (…) yo he esperado para actuar en política a que me fuera posible hacer alguna cosa” (“Declaraciones de Don José Ortega y Gasset” (1931), XI, 130).

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no dentro de mí, sino en el mundo donde sin quererlo me encuentro, en

éste de ahora”265, pues “el yo que somos cada uno tiene que existir en

una circunstancia, en un contorno dado, (…) tiene que realizarse en

él”266. No cabe, pues, en la teoría democrática orteguiana, desertar de la

circunstancia, pues todos somos responsables de ella. Se perfila así en

Ortega una ética de la responsabilidad para con uno mismo y para con la

circunstancia, que es al mismo tiempo una invitación a la libertad, a la

autenticidad, y a la felicidad posible.

Nuestro fondo es más abismático de lo que suponíamos. Por eso no hay medio de capturar nuestro “yo mismo” en la intimidad. Se escapa por escotillón, como Mefistófeles en el teatro. Goethe nos propone otro método, que es el verdadero. En vez de ponernos a contemplar nuestro interior, salgamos fuera. La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un incesante salir de sí al Universo. Si yo pudiese vivir dentro de mí, faltaría a lo que llamamos vida su atributo esencial: tener que sostenerse en un elemento antagónico, en el contorno, en las circunstancias. (…) la vida humana es precisamente la lucha, el esfuerzo, siempre más o menos fallido, de ser sí mismo. (…) La contraposición surge en el caso del hombre: es él un dentro que tiene que convertirse en un fuera. En este sentido, la vida es constitutivamente acción y quehacer. (…) mi yo (…) no es una cosa, sino un programa de quehaceres, una norma y perfil de conducta. Por eso (…) explica Goethe su acto liberador del sí mismo diciendo: “Ahora ya no tenéis una norma –se entiende, recibida–; ahora tenéis que dárosla a vosotros mismos”. Ahora se comprende por qué el yo resulta inaccesible cuando lo buscamos. Buscar es una operación contemplativa, intelectual. Sólo se contemplan, se ven, se buscan cosas. Pero la norma surge en la acción. En el choque enérgico con el fuera brota clara la voz del dentro como programa de conducta. Un programa que se realiza es un dentro que se hace un fuera.

(…) El idealismo (…) lleva al hombre a encerrarse dentro de sí. Su forma extrema es la mónada de Leibniz, que no tiene ventanas, que excluye el fuera. La mónada vive sumergida en su propio elemento (…). Vivamos de su promesa [de Goethe]: oprimamos el contorno con el perfil secreto y programático de nuestro “yo mismo”.267

Pero tampoco el principio aristocrático y de excelencia pueden

extralimitarse, a riesgo de caer en un autoritarismo moral y elitista o en

prácticas paternalistas. En el modelo democrático orteguiano, el ideal de

excelencia debe combinarse también con otros principios como los de

igualdad, libertad, participación, voluntad de convivencia, pluralismo,

respeto a la diferencia y bienestar material, moral y cultural para todos.

265 Unas lecciones de metafísica (1933), XII, 77. 266 Ibid., 76-77 (cursivas mías). 267 Goethe desde dentro (1932), IV, 426-427.

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En este sentido, la igualdad constituye otro principio fundamental

dentro del núcleo normativo del modelo democrático orteguiano. De

acuerdo con Ortega, la democracia debe promover la igualdad de los

individuos en los distintos órdenes, con el fin de que todos, sin exclusión

de ningún tipo, puedan desarrollar sus capacidades para la excelencia, la

libertad, la autenticidad y la felicidad. Para Ortega el fin de la política

consiste en construir “un estado social y político en el que sean una cosa

misma la vida próspera de la nación y el bienestar de todos y cada uno

de los ciudadanos”268, pues “gobernar (…) es, sobre todo, aumentar las

probabilidades de felicidad para cada uno de los ciudadanos”269. Sólo de

este modo cumple la democracia “los fines, es decir, la justicia humana y

la plenitud vital de la sociedad”270.

La igualdad se entiende en el modelo democrático orteguiano

principalmente como igualdad de oportunidades, y de ahí la importancia

que adquiere la educación como el instrumento idóneo para poner a

todos los individuos en condiciones de poder desarrollar sus diversas

capacidades, de acuerdo con el principio de libertad positiva y el

principio de excelencia, para poder seguir la particular vocación, en

consonancia con el principio de autenticidad: “Es menester conseguir que

en días mejores para la humanidad, todo hombre tenga su vocación, es

decir, su quehacer neto, y que todo hombre pueda seguir su vocación,

porque esto es salvar su vida”271. En este sentido, Ortega insiste en la

necesidad de la intervención del Estado para, mediante criterios de

justicia redistributiva, lograr “la equiparación del obrero con las demás

clases sociales, no sólo en el orden jurídico, sino en el económico, en el

moral y en el intelectual”272, paliando de este modo las desigualdades

268 “Liga de Educación Política” (1912), X, 248. 269 “Gobierno de reconstrucción nacional” (1918), X, 422. 270 Vieja y nueva política (1914), I, 289. 271 “Discurso en León” (1931), XI, 309. 272 “Los momentos supremos” (1918), X, 470. “El llamado «movimiento obrero»

–sostiene Ortega–, con sus organismos de resistencia, trata de conseguir esa equiparación integral. Pero lo hace con pocos medios y graves dificultades. Pues bien, que el Estado organice esa progresiva elevación de la clase obrera” (Id.); Ortega propone que se empleen “los medios superiores del Estado –buena parte de los gastos militares deberían transferirse a este ministerio– para lograr una educación intensiva del obrero, para ampliar enormemente su vida cooperativa, el socorro y el retiro. Y todo ello habría, naturalmente, de hacerse entregando el Estado sus medios, en la medida de lo posible, a los obreros mismos” (Id.).

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que produce el sistema capitalista, y posibilitando así una auténtica

igualdad de oportunidades para que todos los individuos puedan

desarrollar su auténtico proyecto vital, pues, de acuerdo con Ortega,

“este es el contenido inagotable de la idea democrática: es preciso que

se coloque a todos los hombres en condiciones de ser plenamente

hombres”273. El ideal de justicia posibilita así el principio de igualdad de

oportunidades de todos los individuos en los distintos órdenes de la vida,

a través de medidas de justicia redistributiva aplicadas

fundamentalmente a través de la intervención estatal274: “el ideal sería

que la Justicia fuese, no ya sólo nacional, sino internacional, planetaria

(…), que cuanto más homogénea la hagamos, más amplia la hagamos,

más cerca estará de poder soñar en ser algo parecido a la Justicia

misma”275.276

Consciente de las agudas injusticias sociales de su tiempo, Ortega critica duramente al partido conservador español, particularmente a su líder Antonio Maura, a causa de su interpretación de los movimientos obreros como puntuales y aisladas “agitaciones artificiales movidas por un puñado de demagogos”, cuando para Ortega constituyen en realidad el “síntoma ubicuo de la dolencia nacional”: “Pero, ¿es que el pueblo español vive sobre unas rosas? ¿Es que el señor Maura ignora que hay en el mundo una cosa acérrima que se llama hambre? ¿Y otra que se llama injusticia? ¿Y otra, desesperanza? ¿Y otra, barbarie hereditaria? (…) Cada albañil español, diríamos al señor Maura, hubiera querido ser un «lord» de Inglaterra; pero ¡ahí está!, vino por azar a nacer sobre la Península, un día que en la casa había hambre y cuando el maestro se había ido del pueblo” (“Sencillas reflexiones” (1913), X, 220).

273 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1919), X, 126. Para Ortega la democracia ha de concebirse en este sentido “tan sólo como el primer esfuerzo de la justicia, aquel en que abrimos un ancho margen de equidad, dentro del cual crear una estructura social justa” (“Democracia morbosa” (1917), II, 137-138).

274 De acuerdo con Ortega “la primera exigencia sería una radical reforma de los ingresos, aumentando considerablemente los impuestos a los ricos y aliviando los que gravitan sobre los pobres” (“Del momento político” (1920), X, 680). “Los caminos acertados para conseguir lo que de esa «justicia social» es posible y es justo conseguir” se dirigen en opinión de Ortega “en vía recta hacia un magnánimo solidarismo” (La rebelión de las masas (1930), IV, 133).

275 “El Estatuto catalán” (1932), XI, 471. 276 Tras el desastre de la I Guerra Mundial, y ante el creciente enfrentamiento

dentro del contexto español entre obreros y patronos, entre movimientos de izquierdas radicales y la reacción conservadora represiva hacia estos, Ortega se pregunta, de manera premonitoria: “Los pueblos europeos han necesitado pasar por la más atroz de las guerras para saber que únicamente un régimen de JUSTICIA podía acabar con las sangrientas peleas que han arrasado más de media Europa. ¿También aquí necesitaremos vernos sometidos a una conmoción profunda para lograr la instauración de un régimen de convivencia social y política basada en la JUSTICIA? (…) es imprescindible que unos y otros, todos por igual, sientan llegar una hora nacional de amplia justicia, de gran comprensión y equitativa coparticipación en el placer y en la dicha de la vida. Todo menos este caminar hacia convulsiones revolucionarias” (“Ni revolución ni represión” (1919), X, 523-524).

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En el modelo democrático orteguiano, todos los individuos deben

tener, pues, igualdad de oportunidades para alcanzar su felicidad,

excelencia y vocación. El propio ideal de excelencia exige el principio de

igualdad, puesto que, como ya vimos, para Ortega una sociedad no

puede ser excelente si no lo son los individuos que la integran –el tipo

medio de individuo, el tipo de individuo mayoritario en una sociedad–.

Pero, como ya se comentó, la igualdad debe entenderse dentro del

modelo democrático orteguiano fundamentalmente como una igualdad de

oportunidades, puesto que el intento de tratar de imponer por la fuerza

esa igualdad en la excelencia con respecto a todos los individuos

entraría en confrontación al principio de libertad orteguiano. Por ello la

igualdad para Ortega exige la necesidad de poner a todos los individuos

en igualdad de condiciones para que puedan desarrollar su excelencia

(así como su libertad, su vocación y bienestar); puesto que, de acuerdo

con el principio de libertad que defiende el filósofo, el individuo –o la

colectividad– puede, bajo su responsabilidad y a riesgo de falsificar su

vida, renunciar al ideal de excelencia, puesto que se trata de una opción

que todo individuo tiene siempre delante de sí en cada momento de su

vida, y por tanto sobre la que puede, junto con otras, escoger –de este

modo se produce una ponderación del principio de libertad sobre la

combinación entre el ideal de excelencia y el principio de igualdad. Así

pues, la elección de la excelencia depende en última instancia de la

voluntad y el carácter de cada individuo –pues el individuo elige siempre,

en última instancia, en soledad y, por lo mismo, es responsable de sus

elecciones277. De esta manera, la igualdad de oportunidades no garantiza

el desarrollo efectivo de los ideales de excelencia, libertad, autenticidad,

etc, en todos y cada uno de los individuos, pues diferencias en el

carácter individual y en los talentos naturales van a generar desiguales

grados de realización de aquellos ideales. En este sentido Ortega afirma

que los individuos no son iguales en todo, y que, al lado de las

277 “La vida es intransferible –afirma Ortega–. Nadie puede sustituirme en esta faena de decidir mi propio hacer y ello incluye mi propio padecer (…) Mi vida es, pues, constante e ineludible responsabilidad ante mí mismo. Es menester que lo que hago –por tanto, lo que pienso, siento, quiero– tenga sentido y buen sentidopara mí. (…) la vida es siempre personal, circunstancial, intransferible y responsable (…) Consecuencia de lo anterior es que mi humana vida, que me pone en relación directa con cuanto me rodea (…), es, por esencia, soledad.” (El hombre y la gente (1957), VII, 114-115).

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desigualdades ilegítimas que es necesario eliminar a través de políticas

de justicia distributiva en orden a lograr la igualdad de oportunidades,

también existen desigualdades legítimas que dividen a los individuos en

“mejores” y “peores” a la hora de desempeñar determinadas

actividades278. Estas desigualdades legítimas en cuanto al grado de

competencia son las que, como ya se comentó al hablar del principio de

excelencia, justifican la distinción orteguiana entre “minorías” y “masas” y

sirven de base al principio aristocrático, fundamentándose en última

instancia en la validez del ideal de excelencia como principio necesario

para el progreso y perfeccionamiento de la sociedad, para lo cual resulta

imprescindible el reconocimiento social de la ejemplaridad de los

individuos que lo representan en los distintos sectores o actividades de la

sociedad. A juicio de Ortega, sería injusto que no se reconociera

socialmente esa ejemplaridad en relación a la excelencia, aquello que de

acuerdo con este filósofo hay de desigualdad legítima entre los

individuos.279

De acuerdo con el principio de participación que integra su modelo

de democracia, Ortega insiste a lo largo de toda su obra en la necesidad

de que todos los ciudadanos participen en la vida pública, con el fin de

formar una ciudadanía activa, comprometida y responsable con el

entorno social que les rodea –aspecto en el que también hacen énfasis

A. de Tocqueville y J. S. Mill, como veremos posteriormente. Aparece así

la cuestión de la salvación de la circunstancia como una condición

necesaria para la salvación y autorrealización del individuo como ser

humano: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo

yo”, afirma Ortega. La reforma del tipo medio de individuo que impulsa la

278 En este sentido afirma Ortega que “tan inmoral como sería tratar desigualmente a los iguales, lo es tratar igualmente a los desiguales. El progreso moral, que por una parte consiste en denunciar las falsas desigualdades, tiene, por otra, que afinar el discernimiento de las efectivas” (“El genio de la guerra y la guerra alemana” (1915), II, 207).

279 Desde el punto de vista de J. L. Molinuevo, el objetivo de la ética orteguiana es “mantener la tensión de un ideal educador en la excelencia” (Para leer a Ortega,Alianza, Madrid, 2002, 58). En opinión de A. Peris Suay, el concepto de “minoría” orteguiano no implica “una estructura diferenciada” y “no tiene por tanto, en Ortega, un sentido restringido o excluyente, al contrario es un tipo de hombre que debe aumentar su número todo lo posible, porque el aumento de los políticamente activos es un bien en sí mismo” (“El liberalismo de Ortega más allá del liberalismo”, Revistade Estudios Orteguianos, nº 6, Mayo 2003, p. 196).

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pedagogía política de Ortega tiene como requisito esencial la

participación de aquél en la vida colectiva, para que pueda desarrollar las

capacidades y valores democráticos (libertad, igualdad, excelencia,

justicia, tolerancia, voluntad de convivencia, etc)280. Según Ortega, sin

participación en la vida pública el individuo no puede llegar a desarrollar

sus cualidades más propiamente humanas, de tal modo que la atrofia de

sus virtudes públicas acaba por degradarlo moralmente en su totalidad,

incapacitándolo también para el desarrollo de sus virtudes privadas: “el

individuo que no ejerce su actividad en la esfera de lo colectivo, sufre

una limitación de su horizonte mental, que acaba por incapacitarlo para

toda obra que no resulte inmediatamente en su egoísta provecho”281. Las

consecuencias del alejamiento de los ciudadanos de la vida pública son

la degradación moral, al obstaculizar el desarrollo de las virtudes

morales, así como la desmoralización individual y social, al carecer de

proyectos colectivos ilusionantes. Como ejemplifica el principio de

participación, la democracia y el modo de vida que ésta implica son

necesarios de acuerdo con el modelo orteguiano para que los individuos

puedan desarrollar una vida plena, tanto en la dimensión personal como

colectiva.

Ortega sostiene que, para que en la vida pública haya libertad, es

necesario que se cumpla la condición de “que todos los miembros de la

sociedad se sientan colaboradores, en una u otra medida, de la función

de mandar y, por lo tanto, con un papel activo en el Estado”282, puesto

que “la política, y la vida moral de una nación, mejora por el solo hecho

280 A. Peris Suay señala la vinculación de la necesidad de participación de los ciudadanos defendida por Ortega con la dimensión social del ser humano: “Frente al individualismo, (…) en Ortega está permanentemente presente la dimensión social como constitutiva del hombre. Aislado socialmente, recluido en su propia soledad, la sociedad es vivida individualmente como una trama de intereses particulares. Por eso para Ortega el sujeto se hace responsable de la realidad a la que está ligado, interpretada desde una perspectiva y uno de los componentes fundamentales de la realidad es la sociedad y su dimensión política, de donde la participación de los ciudadanos es una exigencia de responsabilidad que surge de la misma consideración del hombre como realidad social e histórica por la que el hombre es con sus circunstancias. Si las deja de lado, renuncia a una dimensión constitutiva además de renunciar a conducir su destino colectivo con la importante consecuencia de que no podrá ser plenamente humano” (“El liberalismo de Ortega más allá del liberalismo”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 6, Mayo 2003, p. 184).

281 “Liga de Educación Política” (1912), X, 246. 282 Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), VI, 93. Cf. X, 585.

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de que colabore en ella mayor número de cabezas y de corazones”283.

Los valores de excelencia y vitalidad están conectados con el principio

de participación: “Conseguir que en España haya vitalidad política y que

el tipo medio de hombre mejore, son, por lo pronto, una y misma cosa.

Movilizarlo políticamente es hacerle mejor, y hacerle mejor es inducirle a

que sienta cuestiones públicas –por tanto, que piense más, que intente

más, que aprenda a ser responsable e impetuoso–”284. El objetivo es que

todos los ciudadanos participen en el proyecto de construcción de la

cultura:

Cultura no es una palabra vaga: cultura es cultivo científico del entendimiento en cada hombre, de su moralidad, de sus sentimientos. Es, pues, preciso para que la cultura sea verdaderamente el poder espiritual reconstruir la sociedad, que todos los hombres participen de ella y que las instituciones se transformen de manera que todos puedan ser cultos. Un poeta burlesco francés decía: Cuando se tiene con qué pagar la casa, se puede pensar en practicar la virtud. Por eso, lo primero que hay que procurar es hacer más justa la economía social. El hombre es hombre en tanto en cuanto es capaz de ciencia y de virtud, de cultura. Este es el sentido grandioso del socialismo iniciado por Saint-Simon; éste es el contenido inagotable de la idea de democracia: es preciso que se coloque a todos los hombres en condiciones de ser plenamente hombres. Hombre no es el que come mejor; hombre es el que piensa y se comporta con rígida moralidad. El comer, el vestir, todo lo económico no es más que un medio para la cultura. La cultura se va imponiendo: es el poder espiritual moderno. Gracias a que las gentes, educadas por la ciencia, se han convencido de que es un deber hacer participar a todos los hombres en la cultura, han apoyado directa o indirectamente a los partidos socialistas. El derecho al producto íntegro del trabajo que pide vuestro partido no es sino un medio para que conquistéis otro derecho: el derecho a la cultura integral humana.285

Democracia, nación y participación de la ciudadanía se encuentran

íntimamente unidas en el pensamiento orteguiano. Para el filósofo, “el

Estado nacional es en su raíz misma democrático”286, pues consiste

básicamente en el proyecto de una empresa común, de tal modo que el

progreso y el perfeccionamiento de una nación dependen directamente

de la adhesión y participación de todos los ciudadanos en ese proyecto

colectivo. En este sentido, a juicio de Ortega, “un pueblo es una

gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o

283 “Sobre el estatuto regional” (1919), X, 496. 284 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 251. 285 “La ciencia y la religión como problemas políticos” (1909), X, 124-125. 286 La rebelión de las masas (1930), IV, 233.

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sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los

ciudadanos unidos bajo una disciplina más de espontáneo fervor que de

rigor impuesto”287. Y esto se hace si cabe más necesario en el contexto

del Estado contemporáneo, dada la creciente complejidad, densidad y

diversificación de la vida moderna: “El Estado contemporáneo exige una

constante y omnímoda colaboración de todos sus individuos (…) Las

necesidades del Estado actual son de tal cuantía y tan varias que

necesitan la permanente prestación de todos sus miembros, y por eso,

en la actualidad, gobernar es contar con todos. Por tal necesidad, que

inexorablemente imponen las condiciones de la vida moderna. Estado y

nación tienen que estar fundidos y en uno: esta fusión se llama

democracia”288. A. Peris Suay considera que si bien Ortega no utiliza el

concepto “sociedad civil”, el filósofo “atribuye una importancia y un

protagonismo al cuerpo social que puede compararse perfectamente con

las funciones que le conceden aquellos que sí tratan el concepto

explícitamente”289, sobre todo “en las propuestas de revitalización de la

sociedad civil en nuestros días”290.

En el modelo democrático orteguiano, el principio de participación

aparece mediado o ponderado por los principios de igualdad y

excelencia. De acuerdo con Ortega, todos los ciudadanos deben

participar en la vida pública, pero la posición desde la que participen y el

grado de responsabilidad que han de asumir deben ser coherentes con el

grado de capacitación o excelencia que posean para llevar a cabo las

tareas que se corresponden con ese cargo. Conforme al principio

aristocrático, si bien todos los individuos deben participar en la vida

colectiva, son aquellos individuos más competentes o “minorías” los que

han de desarrollar las funciones de mayor responsabilidad291. En opinión

287 “Asociación al Servicio de la República” (1931), XI, 126. 288 Rectificación de la República (1931), XI, 409. 289 A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral,

Universitat de Válencia, 2001 (inédita), p. 376. 290 Ibid., p. 11. 291 “Es forzoso –sostiene Ortega– aspirar a introducir la actuación política en los

hábitos de las masas españolas” (Vieja y nueva política (1914), I, 301-302). A las “minorías” les corresponde, de acuerdo con Ortega, “la educación política de las masas” (Ibid., 302), la tarea de saber transmitir el entusiasmo y la fuerza del compromiso para realizar entre todos los ciudadanos los ideales colectivos. T. Mermall señala dentro del modelo orteguiano de democracia la relación existente

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de Ortega, es preciso que “cada ciudadano encuentre siempre el lugar

donde pueda aportar su esfuerzo (…) Es cierto que en la dirección de los

supremos destinos de una gran nación se plantean problemas

dificilísimos, de los que pocos hombres deben ocuparse; pero una gran

parte de los españoles debe encontrar su sitio en las asambleas. Es

menester que todos nosotros aprendamos a ser hombres públicos,

aprendamos el gran secreto de la fertilidad política, que lleguemos a ser

responsables de nuestras palabras y de nuestros actos”292. El proyecto

orteguiano de “nacionalización”, que no es otra cosa que una política

orientada a la realización del bien común, requiere la participación de

todos los ciudadanos, la colaboración mutua entre “minorías” y “masas”:

La convivencia social en todas sus formas, incluso la transformadora y la revolucionaria, son colaboración. Sin la colaboración de todos no se gobierna, no se transforma, no se revoluciona. Los golpes de mano que intenta una minoría –una clase social, un cuerpo, un partido –pertenecen a tiempo pretéritos y son tan arcaicos como los lances de capa y espada. Mejor que nadie debieran saber esto los socialistas, pues socialismo (…) significa conciencia de la sociedad como cooperación.

Contrariamente a la apatía política y la consecuente despolitización

de la sociedad civil que promueven las corrientes neoliberales actuales,

Ortega insiste en que la política, tomada en su más amplio sentido, no

consiste en un asunto que compete únicamente a los políticos

profesionales, sino que constituye una tarea colectiva que requiere la

participación y la corresponsabilidad de todos los ciudadanos: “La

intervención vigorosa y consciente en la política nacional es un deber de

todos, no un derecho que quede adscrito a los ciudadanos (…) llamados

«políticos»”293, pues en materia política “la labor grande está fuera del

Parlamento y del Gobierno. Está en las ciudades, los campos, las

entre el principio de participación y el principio aristocrático, de cara a una política de nacionalización, que tenga en cuenta los intereses de todos los ciudadanos: “La culminación del reformismo orteguiano se manifiesta en su llamada nacionalización, vale decir, un proyecto de vida en común, en el que motivadas por la solidaridad y la colaboración con los demás, participan todas las clases. Dicho proyecto exige el impulso de una minoría de profesionales dotados de una visión renovadora y de una clara voluntad de servicio” (“Introducción biográfica y crítica” J. Ortega y Gasset, Larebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 29).

292 “Discurso en León” (1931), XI, 306. 293 Vieja y nueva política (1914), I, 300. Cf. X, 597-598.

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costas”294. Ortega propone así la construcción de una esfera civil activa,

participativa y autónoma con respecto al poder estatal295. Las causas del

alejamiento de los ciudadanos de la vida pública se encuentra tanto en

ellos mismos como en el fracaso de los gobernantes para atraer a los

gobernados a participar en un proyecto común. El pensador español

acusa en este sentido la falta de participación política en el contexto

histórico español de su época, que todavía sigue en su opinión

encadenado a la política de la Restauración, clientelar y caciquil:

España padece una inercia superlativa para todo lo que se refiere a la vida pública y una falta grande de tensión en sus otras actuaciones sociales. La mayor parte de la Península no ha entrado aún en operación de vida pública. Vive al margen de su propio destino, sin intervenir en él y dando ocasión a morbos políticos –como el llamado caciquismo que estorba en sus movimientos a las porciones un poco más activas y capaces del país. Es preciso, pues, que las nuevas instituciones corrijan esa inercia, exciten a la masa nacional y fomenten un nuevo tipo de hombre español más actuoso y enérgico, más emprendedor y responsable (…) Vienen tiempos enormemente difíciles sobre Europa y necesitamos contar con un pueblo bien alerta,

294 “La nación frente al Estado” (1915), X, 281. 295 Esta idea fue uno de los principales objetivos tanto de la Liga de Educación

Política como de la Agrupación al Servicio de la República. Al presentar el programa político de la LEP, anuncia Ortega: “Nos proponemos, pues, en la medida de nuestras fuerzas, hacer patria, (…) trabajar en la formación del espíritu nacional, contribuir a despertar en el individuo la conciencia del mundo social, convertir hombres en ciudadanos (…) Trataremos también de llevar nuestra actividad a esferas donde difícilmente pueda llegar con eficacia la de los poderes públicos, fomentando en nuestro pueblo el espíritu de asociación y cooperativismo, y propagando la idea de solidaridad, acción indispensable para mejorar las míseras condiciones económicas y culturales en que vive y trabaja, y para dotar al pueblo de la necesaria cohesión que le permita oponer suficiente resistencia a los desmanes de la organización caciquil; pues la fuerza del cacique reside en la debilidad de sus víctimas, y ésta, en el individualismo estrecho y en la carencia de intereses colectivos” (“Liga de Educación Política” (1912), X, 247-248). En Vieja y nueva política (1914), Ortega distingue claramente entre la España parlamentaria y la España no parlamentaria (la “España oficial” y la “España vital” dentro de este contexto), entre, por una parte, el Gobierno y el Estado y, por otra, la sociedad o Poder civil –refiriéndose con estos últimos conceptos a lo que se entiende en la actualidad por “sociedad civil”, aunque Ortega no emplee este término– y señala la necesidad de “servir a la sociedad frente al Estado, que es sólo como el caparazón jurídico, como el formalismo externo de su vida (…) Consideramos que el Gobierno, el Estado, como uno de los órganos de la vida nacional; pero no como el único ni siquiera el decisivo (…) aunque diera cuanto idealmente le es posible dar, queda por exigir mucho más a los otros órganos nacionales que no son el Estado, que no es el Gobierno, que es la libre espontaneidad de la sociedad. De modo que nuestra actuación política ha de tener constantemente dos dimensiones: la de hacer eficaz la máquina Estado y la de suscitar, estructurar y aumentar la vida nacional en lo que es independiente del Estado (…) frente a al tendencia fatal en todo Estado de asumir en sí la vida entera de una sociedad” (I, 276-278).

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entrenado, ágil, capaz de rendir en caso dado un gigante y presto esfuerzo.296

La desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos y la falta de

propuestas por parte de estos que verdaderamente les afecten y

atraigan, se encuentran para Ortega entre las causas del desinterés de

los ciudadanos hacia la vida pública en el contexto español: “Las nuevas

generaciones han aprendido en la justa desconfianza, en el hábito

insustituible de la crítica más acerba, pretextos para la inacción. Han

abandonado la política. ¿Es esto beneficioso? Creemos que no, ni para

la nación ni para ellos, que no conseguirán dar a su vida individual la

máxima intensidad”297. Ante esta situación de desinterés de los

ciudadanos por la política, Ortega propone a los políticos profesionales

que elaboren y emprendan programas que se centren en los verdaderos

problemas nacionales: “Para atraer a la acción política a las masas

apartadas por repugnancia o indiferencia, es menester llevar al espíritu

de todos el convencimiento de que la vida pública, que hoy no es sino

farsa nada amena, comienza a ser realidad auténtica. Y sólo lo será si

nace y se nutre del estudio de los problemas verdaderamente

nacionales”298.

En vez de lamentar que los españoles no sintiesen las cuestiones públicas, debió el político suscitar cuestiones públicas que pudiesen ser sentidas por la gran masa española, aprontando, ala par, medios para que esa sensibilidad no se perdiese, sino, al contrario, se acumulase, perdurase y organizase.

Es el mismo error que si un ingeniero fabrica una turbina a su libérrimo gusto y luego espera que bajo ella, mágicamente, aflore un torrente y la mueva. El pensamiento político tiene que proceder de modo inverso. Primero, buscar bien la vida pública que exista realmente; si su torrente es mínimo, ¡qué le vamos a hacer! No hay otro. Luego debe inventar una turbina, un ingenio o artificio a lo Juanelo, que se ajuste perfectamente a las condiciones de esa vida pública efectiva, procurando que su máquina la recoja sin desperdicio y la multiplique.299

296 “Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 95. “Hay una paz mortal –sostiene Ortega– o poco menos, y ésta fue la de la Restauración. Se procuró, ante todo, evitar conflictos, y para ello desinteresar de la vida pública a los españoles, que de suyo procuran excusarla” (“Maura o de la política” (1925), XI, 75).

297 Vieja y nueva política (1914), I, 307. 298 “Liga de Educación Política” (1912), X, 247. 299 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 244. “El

pueblo no vota –afirma Ortega– porque no se le ha imbuido ningún programa (…) ¿Qué van a votar si no se les fecunda la voluntad? Entre dos candidatos cuyos

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Ortega advierte que la “ciudadanía” no puede consistir en mera

abstracción –sentido que deja indiferentes a los ciudadanos, al

convertirse en un concepto con un significado vacío–, sino que es

preciso explicitar los contenidos concretos y factibles que determinan lo

que significa ser ciudadano en cada contexto social específico: “Pedirle

ciudadanía, sin más ni más, [al pueblo], era recaer en la abstracción fatal

de la antigua política [la Restauración]. Porque no hay una sola

ciudadanía. El ciudadano, el civis, lo es en función de una civitas, de un

Estado. Hay, pues, tantas ciudadanías diferentes como sean los tipos de

Estado. No tiene sentido pedir a las gentes que se interesen por un

Estado que no les interesa –éste fue el gran error de 1876–, por el

contrario, es menester inventar un Estado que interese a las gentes, y

sólo entonces se conseguirá hacer de ellos ciudadanos”300.

En relación con el principio de participación, Ortega defiende la

descentralización del poder y propone la organización de España en un

Estado autonómico compuesto por nueve o diez regiones o grandes

comarcas301, anticipando de este modo la España de las Autonomías,

que no se constituirá hasta 1978302.

nombres nada sugieren a sus nervios, se queda el pueblo indiferente” (“Disciplina, jefe, energía” (1908), X, 72). “No creo que se pueda pedir menos: el elector tiene que sentir las cuestiones públicas representadas en las elecciones; es menester que los programas hayan rozado su alma, que le hayan interesado y preocupado, que haya adoptado ante ellos una actitud íntima” (Ibid., 209).

300 Ibid., 243-244. 301 “La idea de la comarca o región”, escrito entre noviembre de 1927 y febrero

de 1928, fue publicado en La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 257-261. Como ya indiqué en el capítulo introductorio sobre el contexto histórico de Ortega, este artículo fue prohibido por Primo de Rivera para su publicación en El Sol en 1928. Según explica el propio Ortega en el prólogo de esa obra, utilizó en algunos artículos el término de “gran comarca” en vez del de “región” para tratar de evitar la censura.

302 De acuerdo con F. Morán, los propios redactores de la Constitución de 1978 recurrieron a las argumentaciones que Ortega expuso en los debates sobre la Constitución y el Estatuto catalán de 1931-1932 (Cf. F. Morán, Ortega y Gasset y Azaña ante el estatuto de Cataluña. Los cuadernos del Norte, 8-19 (Septiembre-Octubre 1981). Cit. en P.W. Silver, “Ortega y la revertebración de España”, en M.T. López de la Vieja (Ed.): Política de la vitalidad. España invertebrada de José Ortega y Gasset, Tecnos, Madrid, 1996, p. 30). En opinión de F. Duque, “si algún lector encuentra sospechosas coincidencias entre las propuestas de Ortega a las Cortes Constituyentes de la República Española y la política autonómica de la España actual (...), habrá de concedérsele que sus sospechas están bien fundadas, ya que el famoso Título VIII de la Constitución Española está directamente inspirado en Ortega” (F. Duque, Los buenos europeos. Hacia una filosofía de la Europa contemporánea, Nobel, Oviedo, 2003, n. 140, p. 331).

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Separemos resueltamente la vida pública local de la vida pública nacional. Así lograremos poseer plenamente las dos. Organicemos España en diez grandes comarcas. Galicia, Asturias, Castilla la Vieja, País Vasconavarro, Aragón, Cataluña, Levante, Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva. ¡Ahí es nada hasta dónde se podría llegar en historia poniendo bien “en forma” esas diez potencias de hispanidad!303

Ortega defiende la organización de España en términos

autonómicos, rechazando la fórmula de un Estado federal, que supondría

el cuestionamiento de la soberanía nacional y de la unidad de la nación.

De acuerdo con Ortega, la “autonomía significa, en la terminología

jurídico-política, la cesión de poderes”304, mientras que la soberanía “no

es una competencia cualquiera (…) es el origen de todo Poder, de todo

Estado, y en él, de toda ley (…) Una soberanía unitaria significa, por

tanto, la voluntad radical y sin reservas de la convivencia histórica”305.

El autonomismo es un principio político que supone ya un Estado sobre cuya soberanía indivisa no se discute porque no es cuestión. Dado ese Estado, el autonomismo propone que el ejercicio de ciertas funciones del Poder público –cuantas más mejor– se entreguen, por entero, a órganos secundarios de aquél, sobre todo con base territorial. Por tanto, el autonomismo no habla una palabra sobre el problema de soberanía, lo da por supuesto, y reclama para esos poderes secundarios la descentralización mayor posible de funciones políticas y administrativas. El federalismo, en cambio, no supone el Estado, sino que, al revés, aspira a crear un nuevo Estado, con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía.306

En el pensamiento político de Ortega, la fórmula autonómica se

opone también a los nacionalismos de todo signo, ya sea en su

modalidad imperialista o particularista. De acuerdo con este autor, el

303 Ibid., 257. Ortega defiende que “debe separarse la vida local de la estatal o nacional. Máxima autonomía. España quedará constituida en regiones con sus asambleas regionales de sufragio universal y sus gobiernos procedentes de ellas. Importa mucho la actuación del hombre provincial en la vida pública y esas asambleas y gobiernos serán como una educación práctica y un vivero de hombres públicos” (“Puntos esenciales” (1931), XI, 139).

304 La reforma agraria y el Estatuto catalán (1932), XI, 464. 305 Rectificación de la República (1931), XI, 394-395. 306 Ibid., 393-394. En opinión de Ortega, dentro del contexto español “es preciso

combatir el federalismo, idea anticuada, característica del antiestatismo del siglo XIX en sus comienzos (…) La diferencia entre autonomismo y federalismo, consiste en que éste plantea la terrible cuestión de las soberanías particulares, lo cual en un Estado durante siglos unitario sería una absoluta regresión” (“Puntos esenciales” (1931), XI, 140).

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“regionalismo ejemplar” se contrapone a los “arcaísmos nacionalistas”,

como veremos más adelante en el capítulo dedicado al análisis sobre

Europa y su concepto de nación.

Desde el punto de vista de Ortega, el principio de participación

exige la revitalización de la vida local española, en orden a la

organización de España en autonomías regionales: “Es menester que

millones de hombres se sientan forzados a intervenir de alguna manera

en la vida pública; se interesen, se confíen, se apasionen, para poder

extraer de ellos unos cientos de miles que se organicen en partidos

vigorosos. Ahora bien, esto no se puede lograr si no se levanta presión

en todos los ámbitos nacionales y no se dispone la existencia

administrativa de villas, lugares y glebas en forma que cada cual se

sienta impulsado a intervenir en la cosa pública según el radio de su

órbita personal”307. En todo caso, para Ortega la fórmula política más

adecuada a adoptar, depende siempre de las condiciones concretas que

presenta cada nación, cada contexto social y cultural; en este sentido,

Ortega contrasta la situación española con la “sorprendente

homogeneidad” que presenta Francia, y de ahí que, en su opinión, “se

comprende que una nación así se fabricase un Estado centralizado,

porque toda Francia vive de París y París irradia una visión total y

espiritual para la vida provincial”308. Por el contrario, España presenta

una diversidad que justifica su organización de acuerdo a un régimen

autonómico:

Pero España tiene una anatomía completamente distinta [a Francia]. El clima y la tierra aquí presentan las características más variadas. Aunque nuestra península estuviese abandonada por los hombres, bastarían las tierras y las plantas para marcar con toda claridad los límites de comarcas muy diferentes. En cada una de ellas, los hombres, fieles al medio en que viven, se han creado un modo de ser, como si cada tierra tuviese un misterioso poder, que no han conseguido explicar los sabios, de crear un tipo de ser viviente que obedece a una unidad de estilo; cual si fuese la tierra un escultor que imprimiese su sello en las figuras que crea (…) España tiene variedades riquísimas, y, por lo tanto, no era posible que pudiera

307 “Maura o de la política” (1925), XI, 76. “Creemos –sugiere Ortega– una potente vida local. Excitemos a los provinciales, tesoro energético aún intacto y sin aprovechar, para que sientan el orgullo y el afán de regir sus propios destinos” (Laredención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 248).

308 “Discurso en León” (1931), XI, 303.

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Madrid atender a esa diversidad de hombres ni a la suma de necesidades locales tan distintas. (…) es menester que se organice cada terruño nacional según las experiencias de cada colectividad.”309

Para Ortega, la descentralización constituye la única solución

posible para la regeneración de España, de tal manera que, a su juicio,

“la creación de poderes locales nuevos que asumiesen grandísima parte

de las atribuciones hoy acaparadas por el Poder central es el único

ensayo que ofrece algunas esperanzas (…) ¿Por qué se pretende ignorar

que el regionalismo y todas las demás formas de descentralización

constituyen un capítulo esencial dentro del nuevo liberalismo?”310. La

necesidad de autonomización de España se explica también en términos

de eficacia, puesto que, de acuerdo con Ortega, el poder central no

posee capacidad para administrar y dar una solución a todos los

problemas locales, lo que además le lleva a descuidar o no atender con

suficiente dedicación las cuestiones nacionales, todo lo cual termina

derivando en el desprestigio de las instituciones del Estado y en la

consecuente inestabilidad política de la nación en su globalidad311. La

309 Ibid., 303-305. 310 “Sobre el estatuto regional” (1919), X, 496-497. En el mismo sentido sostiene

Ortega que “en el levantamiento de las provincias, radica la única posibilidad de una nueva España” (“Discurso en Segovia” (1931), XI, 135), pues de otro modo “no será posible el renacimiento de España” (Ibid., 133)

311 A juicio de Ortega, “el Parlamento nacional no debe entender en los asuntos locales. En primer lugar, porque no entiende de ellos y los trata frívolamente. En segundo, porque insignificantes si se los mira en la gran perspectiva de la vida nacional, son de mucho momento situados en el paisaje provincial. Una de las mayores desdichas de la vida pública española es la inercia de los provinciales. En buena parte se debe ésta a que se ha extirpado a la provincia, a la región, el ejercicio de dirigir su propia vida. Los problemas locales son resueltos por unos señores de Madrid. ¿Cómo va a apasionarse por ellos el comarcano? Fuera más fecundo que casi todas las cuestiones locales quedasen manipuladas en asambleas de región. Esto descargaría al Parlamento de operar sobre lo que no le cuadra, y permitiría que la masa provincial se organizase y educase políticamente. Quedarían para el Parlamento las ingentes faenas de rango nacional, la alta legislación, la suprema vigilancia sobre los Gobiernos, la última instancia para el ciudadano que la autoridad vejase.” (“Ideas políticas” (1924), XI, 40). De hecho, Ortega afirma que el centralismo madrileño terminó por convertirse en particularismo, al identificar una parte de España, Madrid, con la totalidad de la nación: “La política nacional se hacía desde Madrid. Pero como no se iba a buscar la nación donde en efecto está –recorriendo cada uno de los trozos de la Península–, la idea abstracta «nación» se llenaba irremediablemente con lo que el político tenía delante de sus ojos; esto es: con Madrid. De modo que, aun sin malicia, la buena intención de hacer una política nacional se convertía de hecho en la política de una parte sólo; en política de Madrid. De puro querer ser nacionales, los hombres públicos eran madrileños, particularistas. Confundían la nación con su centro. Y el centro, cualesquiera sean sus preeminencias, es sólo una parte del círculo; precisamente la que con más cuidado debe mirar la periferia, a fin de mantenerse equidistante” (La redención de

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solución pasa, por tanto, en trasladar la responsabilidad de los asuntos

locales al poder regional –esto es, a los propios interesados, a aquellos a

los que afectan directamente–, lo que contribuirá según Ortega tanto a

devolver el prestigio perdido al Estado, como a revitalizar la vida local y

mejorar el tipo medio de individuo312. De acuerdo con Ortega, es en las

provincias donde “está el tipo medio de español, el que ha de hacer en

definitiva cuanto históricamente vaya a hacerse. Sin él, cuanto se

premedite y se proponga, aún siendo lo más acertado, quedará en mero

proyecto; y no será, por tanto, política, es decir, realización de los

proyectos”313; en consecuencia, sostiene Ortega, “el pensamiento político

tiene que comenzar por plantearse el problema de nuestra vida

provincial. A mi juicio, en él se hinca la raíz de toda posible mejoría, por

lo mismo que en él se esconde la raíz de las pasadas desventuras”314.

La organización de la gran comarca se reduce a poner su vida local en manos de sus habitantes. La nación, como tal, no puede cuidar directamente de la vida local. (…) Entreguemos a los provinciales el cuidado de su región; pero, claro está, también la responsabilidad. Lo uno y lo otro son funciones recíprocas, se completan y se regulan mutuamente. España ha atravesado una triste etapa de disociación, de particularismo (…) Con esto hay que acabar para siempre, situando la responsabilidad de lo local en la localidad misma o lo más cerca de ella posible.

Yo imagino, pues, que cada gran comarca se gobierna a sí misma, que es autónoma en todo lo que afecta a su vida particular; más aún: en todo lo que no sea estrictamente nacional. La amplitud en la concesión de self-government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región. (…) Ya lo he dicho: no se puede hacer historia sin un pueblo que no sepa nadar en la vida pública. España es la

las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 199). De este modo, el centralismo, “a fuerza de pensar abstractamente en la nación, se creyó que esta era un Madrid centrifugado, enorme, que llegaba hasta los mares y se apoyaba en el Pirineo. La política nacional quedaba, por prestidigitación inconsciente, suplantada por una idea particularista. Era madrileñismo” (Ibid., 201).

312 Pues, de acuerdo con Ortega, “no hay otra manera de educar y hostigar la conciencia pública que hacerla responsable de sus actos. Esto se obtiene, en la medida posible, haciendo a la región responsable de sus propios problemas, en vez de inducirla inmoralmente a descargar toda la responsabilidad sobre un Poder lejano, ausente, como es el Poder central. De aquí que se haya habituado el pueblo español a ser un mero espectador de sus propias desdichas (…) No es sólo deseable que un pueblo abandone su actitud espectacular ante sus propios destinos, sino que es exigible” (“Maura o la política. VI. La autonomía regional y sus razones” (1925), XI, 90). En opinión de Ortega, al individuo medio la descentralización y las instituciones participativas locales que ésta conlleva “le obliga a ser responsable de su propia existencia” (La redención de las provincia y la decencia nacional (1931), X, 260).

313 Ibid., 200. 314 Ibid., 199.

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provincia; arrojemos la provincia al agua de su propia responsabilidad (…) Pero no se olvide que el Estado nacional está detrás vigilando el aprendizaje natatorio. Y ese Estado nacional va a ser cosa mucho más seria y enérgica de lo que ha sido hasta aquí. El abandono de tanta jurisdicción que hemos hecho a la gran comarca parece hasta ahora inspirado sólo por una generosidad en beneficio de la vida local. Ya se verá cómo a la par va hecho en beneficio del poder nacional, que, libre de ese lastre, ascenderá a las alturas de prestigio que le corresponden y de que nunca debió bajar.315

En definitiva, desde el punto de vista de Ortega la descentralización

del poder promueve activamente la participación de los ciudadanos en la

vida pública local, lo que a su vez contribuye al desarrollo de sus virtudes

públicas y al aprendizaje de un modo de vida más activo, responsable,

vital, y comprometido con el desarrollo de los valores de excelencia,

solidaridad, libertad y tolerancia, cumpliendo así el fin del progreso y

perfeccionamiento de la sociedad:

No creemos que pueda mejorar nuestra patria de modo apreciable mientras no entren en erupción histórica valles y collados, casares, pueblos y villas. Hoy sólo viven políticamente unas cuantas ciudades y unas breves fajas del mapa peninsular. Millones de españoles no han intervenido aún en la existencia civil. Y (…) no hay más cierta perfección en la política que la oriunda de la mera multiplicación de los políticamente activos.

Es preciso que los más humildes rincones de España aprendan a sentir la orgullosa voluntad de ser sí mismos, que sean protagonistas de su propia vida, y no comparsa muda y desdeñada que se mueve en línea de rebaño al fondo de la escena.316

En estrecha relación con el principio de participación de todos,

ocupan en el modelo orteguiano de democracia un lugar central los

valores de tolerancia, pluralismo, respeto a la diferencia, en definitiva, el

principio de la voluntad de convivencia, la necesidad de aprender a

convivir con todos, también y especialmente con aquellos que piensan,

sienten y actúan de manera diferente. La política orteguiana es

esencialmente una política de no exclusión (“excluir toda exclusión”,

según el lema que Ortega toma de Renan), puesto que, en opinión de

315 Ibid., 258. 316 “Localismo” (1917), X, 376.

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Ortega, “gobernar es contar con todos”317 y “la vida social es

convivencia”318:

Y la decencia en la vida pública no consiste en otra cosa que en imponer a todos los españoles la voluntad de convivir unos con otros, sean quienes sean unos y otros; que por encima y por debajo de todas las luchas propias a la natural disensión humana triunfe la resolución de nacional convivencia; por tanto, de respetar la vida pública del enemigo, de no escatimarle, ni discutirle ni sofisticarle sus derechos de español, sea él quien fuere: el fraile al ateo y el ateo al fraile, el militar al civil y el civil al militar, el patrono al obrero y el obrero al patrono. Esa decencia, ni más ni menos que esa decencia o resolución de convivir radicalmente con el prójimo (…) Pero mientras el obispo o el militar aspiren en el fondo de su alma, no sólo a vencerme, deseo respetable, sino a suprimirme de la vida pública, o yo aspire a lo mismo con respecto a ellos, nuestra existencia nacional ni será decente ni será nacional.319

Ortega concibe la democracia liberal como una política de

nacionalización que, contra los diversos tipos de particularismos, tiene en

cuenta los intereses de todos; como un esfuerzo de civilización ante la

barbarie, optando siempre para resolver los problemas por los cauces

legales y parlamentarios (“acción indirecta”) en lugar de las vías

violentas, que no respetan el hecho de la pluralidad ni los derechos

humanos más básicos (“acción directa”):

317 Rectificación de la República (1931), XI, 409. De acuerdo con Ortega, “esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: son las instituciones públicas que están tendidas entre individuos y grupos como resortes y muelles de la solidaridad social” (España invertebrada (1922), III, 79).

318 “Hacia una mejor política. II” (1917), X, 373. “Vida –señala Ortega– es cambio de sustancias; por tanto, con-vivir, coexistir, tramarse en una red sutilísima de relaciones, apoyarse lo uno en lo otro, alimentarse mutuamente, conllevarse, potenciarse” (“Adán en el Paraíso” (1910), I, 491).

319 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 272-273. Cf. X, 426-427. Esta voluntad de no destruir al enemigo, sino de convivir con él –por tanto, de contar también con él en la realización de los proyectos comunes de la nación– constituye una característica consustancial a la democracia, como señala R. del Águila: “La democracia es una fórmula política para resolver el hecho de la pluralidad humana (…) Al contrario de lo que ocurre con otras soluciones políticas al problema de la pluralidad (con soluciones, digamos, autoritarias o totalitarias), la democracia aspira, al mismo tiempo, a respetar ese pluralismo y a ofrecer una esfera compartida por todos donde esas diferencias puedan expresarse (…) La democracia, por lo tanto, es una solución particular y específica cuya aspiración es resolver el problema que surge cuando apreciamos que vivimos juntos y sin embargo somos diferentes. (…) lo que resulta crucial para la democracia es no considerar al adversario político como un enemigo al que es necesario destruir (…) sin ese tipo de tolerancia no es posible la democracia” (“La democracia”, en R. del Águila (Ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 2000, pp. 154-155).

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La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio (…) la “acción directa” consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como primera ratio; en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la ChartaMagna de la barbarie.(…) ¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón! ¿De qué vino inventar todo esto, crear tanta complicación? Todo ello se resume en la palabra “civilización”, que al través de la idea de civis, el ciudadano, descubre su propio origen. Se trata con todo ello de hacer posible la ciudad, la comunidad, la convivencia. Por eso, si miramos por dentro cada uno de esos trebejos de la civilización que acabo de enumerar, hallaremos una misma entraña en todos. Todos, en efecto, suponen el deseo radical y progresivo de contar cada persona con los demás. Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuenta con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. (…) La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Ella lleva al extremo la resolución de contar con el prójimo y es prototipo de la “acción indirecta”.320

Ya vimos cómo los componentes ideológicos fundamentales del

modelo democrático que propone Ortega, el liberalismo y el socialismo,

son entendidos por este autor como instrumentos básicos para desarrolla

y salvaguardar esa “voluntad de convivencia”321. El liberalismo es para

Ortega la política generosa por excelencia, pues los principios liberales

obligan por sí mismos a legislar para todos, muy especialmente para el

enemigo322: “El liberalismo es el principio de derecho político según el

cual el Poder público (…) se limita a sí mismo y procura, aún a su costa,

dejar hueco en el Estado que él impera para que puedan vivir los que ni

piensan ni sienten como él, es decir, como los más fuertes, como la

mayoría. El liberalismo (…) es la suprema generosidad: es el derecho

que la mayoría otorga a las minorías (…) Proclama la decisión de

convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil”323. Por su parte,

el socialismo constituye también para Ortega símbolo de la unidad de

convivencia, pues es, ante todo, un principio de amistad y paz entre los

individuos; el socialismo es humanidad, cooperación y construcción de

320 La rebelión de las masas (1930), IV, 191. Cf. X, 513ss y 523ss. 321 De acuerdo con J. Herrero, “la idea de democracia que Ortega propondrá

será la de una democracia sana, respetuosa de la estructura social, ideal ético, práctica pedagógica, ejercicio de la libertad, diálogo parlamentar, culminando con la suprema aspiración de realizar su misión de convivencia” (J. Herrero, “La democracia en Ortega”, Arbor, nº 431, 1981, p. 135).

322 “El momento político” (1919), X, 555. 323 La rebelión de las masas (1930), IV, 191-192.

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cultura, todo lo cual implica una alta voluntad de convivencia324 –hasta el

punto de que, en opinión de Ortega, la lucha de clases no puede

constituirse en su motor central, por todo lo que implica de antagonismo,

posturas irreconciliables, división y enfrentamiento social, etc.,

perspectiva que supone una amenaza para una convivencia pacífica e

integradora de todas las posturas plurales. De acuerdo con Ortega, las

propias instituciones del Parlamento y el Estado están constituidas para

promover ese ideal de convivencia. El Parlamento “es la única institución

donde no tenemos más remedio que contar los unos con los otros. Esto

es lo que pone hoy fuera de sí a casi todo español: que el prójimo exista

y que haya que contar con él”325, actitud opuesta a los particularismos.

Por su parte, el Estado tiene la obligación de contar con todos –ésta

constituye de hecho para Ortega su característica definitoria326–, pues

“desde el Estado no se puede ni favorecer ni agredir metódicamente a

ningún grupo de los que integran la comunidad. En la medida que haga

esto el gobernante denigra al Estado y lo irrespetabiliza. Si los grupos

todos, aún los más hostiles al Estado, no se sienten atendidos por él,

tenidos en cuenta en cada acto y palabra del Gobierno, el Estado no es

tal Estado. Es todo lo contrario del Estado”327.

Libertad y pluralismo van unidas necesariamente, y la democracia –

como señala R. del Águila– es una forma de organizar esa pluralidad, a

partir de los valores de tolerancia, respeto y valoración positiva de la

diferencia; “el estado de libertad –sostiene Ortega– resulta de una

pluralidad de fuerzas que mutuamente se resisten”328. Parafraseando la

frase de Humboldt que cita J. S. Mill en Sobre la libertad (“El gran

principio, el principio dominante, (…) es la importancia esencial y

absoluta del desenvolvimiento humano, en su más rica diversidad”),

Ortega se muestra de acuerdo con Mill en “su preocupación por la

homogeneidad de mala clase que veía crecer en todo Occidente”329,

defendiendo la necesidad de contraponer a esta tendencia negativa la

324 Cf. “La ciencia y la religión como problemas políticos”, X, 120. 325 “Ideas políticas” (1922), XI, 16. 326 “Hacia un partido de la nación” (1932), XI, 424. 327 Ibid., 421. 328 La rebelión de las masas (1930), IV, 124. 329 Ibid., 128.

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“variedad de situaciones” de la que habla Humboldt. Se trata del “amor a

la multiplicidad de la vida”330: “Amemos –apunta Ortega– lo diferente y

aún lo adverso (…): conversemos tranquilamente cultivando un sabroso

desacuerdo”331, “prefiramos sobre la tierra una indócil diversidad a una

monótona coincidencia”332. Pues, de acuerdo con Ortega y su teoría de la

perspectiva, todas las opiniones tienen un valor, todas las perspectivas

son necesarias para poder llegar a vivir lo humano, como señala Goethe

en boca de Ortega:

El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el cual puede mirarse el mundo en su verdad. Otra cosa es un artificio (…) La realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil caras o haces (…) Pero la realidad no puede ser mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatalmente, en el universo. Aquélla y éste son correlativos, y como no se puede inventar la realidad, tampoco puede fingirse el punto de vista. La verdad, lo real, el universo, la vida –como queráis llamarlo–, se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo. Y viceversa: cada hombre tiene una misión de verdad. Donde está mi pupila no está otra: lo que de realidad ve mi pupila no lo ve otra. Somos insustituíbles, somos necesarios. “Sólo entre todos los hombres llega a ser vivido lo Humano” –dice Goethe.333

330 “Estética en el tranvía” (1916), II, 38. 331 “Diálogos superfluos” (1918), X, 430. En este artículo, Ortega reflexiona

sobre la necesidad del diálogo, fundamento de la convivencia: “Dialogar es sentirse dos y palpar con nuestro perfil el perfil diferente del alma ajena. En nuestro país, el hombre que era de otra opinión, el hetero-doxo, solía ser llevado a la hoguera, o, cuando menos, corrido por las calles como un can sarnoso. Tal método no nos ha traído los mejores resultados, ¿verdad? Aunque sólo sea por vía de ensayo, ¿por qué no intentar provisionalmente el método opuesto y buscar con devoción sobre el haz de tierra los hombres que no piensan como uno piensa? ¿Hay nada más grato, más humano, más espiritualmente fecundo que asomarse a un corazón distinto del nuestro a fin de ver los reflejos peculiares que en él pone la vida? Imagine usted que la ventana de su aposento, en vez de dar a la calle o la campiña, se abriese sobre un aposento idéntico al suyo, donde un ciudadano parejo a usted bosteza como usted. ¿No le parecería intolerable? Yo creo que existe en el hombre un como instinto de transmigración, un anhelo de exploraciones más allá de su propio individuo (…) Amemos lo diferente y aún lo adverso (…): conversemos tranquilamente cultivando un sabroso desacuerdo” (Id.).

332 Meditaciones del Quijote (1914), I, 376. 333 “Verdad y perspectiva” (1916), II, 18-19. El perspectivismo orteguiano

implica de este modo el pluralismo democrático (Cf. Stephen Kern, The Culture of Time and Space: 1880-1918, Cambridge UP, Cambridge, 1983, pp. 132-133. Cit. en T. Mermall, “Introducción biográfica y crítica” a J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, n. 16, p. 29).

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Ortega insistió especialmente en la necesidad de este principio

ético de convivencia e integración de voluntades en el contexto de la II

República, ante la progresiva agudización de los conflictos y

radicalización de las diferentes posturas enfrentadas, que terminaron

desencadenando la guerra civil española. Desde la Asociación al Servicio

de la República, Ortega trataba de promover la adopción de vías

intermedias para lograr el diálogo y entendimiento entre los distintos

bandos, a través de medios legales y parlamentarios (“acción indirecta”),

criticando duramente al mismo tiempo la utilización de la fuerza y la

violencia o “acción directa”334:

Los pueblos europeos han necesitado pasar por la más atroz de las guerras para saber que únicamente un régimen de Justicia podía acabar con las sangrientas peleas que han arrasado más de media Europa. ¿También aquí necesitaremos vernos sometidos a una conmoción profunda para lograr la instauración de un régimen de convivencia social y política basada en la Justicia? Unos y otros, patronos y obreros, capital y trabajo, desconfían hoy de todo cuanto proceda de la política y de los políticos. No hay en la política española ni organismos ni fórmulas que puedan inspirar a las gentes respeto, ni sean capaces de rodearse del prestigio necesario. Por lo tanto, hay que acudir a otros procedimientos. ¿Cuáles son estos? A nuestro juicio, es ya hora de que los Poderes públicos se apresuren a poner frente a frente a los diversos elementos que combaten en el terreno de los conflictos sociales. Que se conozcan, que se escuchen mutuamente, que cada uno exponga su pensamiento y presente sus demandas, que a este régimen político y social desorganizado, anárquico, suceda otro más moderno y más cordial, más nacional y más humano.335

334 En este sentido, una de sus propuestas fue la creación de un gran partido nacional que, a diferencia de los partidos de signo particularista, tuviera en cuenta los intereses e todos los españoles: “la grande y urgente tarea que hoy tienen los españoles inmediatamente ante sí consiste en la nacionalización del Estado español (…) Por eso fuera preciso compaginar un enorme partido nacionalizador, por encima de «derechas» e «izquierdas»” (La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 272). Cf. XI, 412ss.

335 “Ni revolución ni represión” (1919), X, 523. En caso contrario, advierte Ortega, presagiando de algún modo la posterior guerra civil, ante la situación de “desnacionalización y desprestigio extremos en que viven las instituciones. Como no se ponga remedio certero y laborioso, la sociedad española acabará por disgregarse en todas direcciones y entraremos en un período horrible de guerra de todos contra todos” (“Gobierno de reconstrucción nacional” (1918), X, 418). Sin embargo, las propuestas orteguianas tanto de construcción de una convivencia social plural como de formación de un partido nacionalizador no tuvieron éxito. Como señala P. Cerezo, Ortega “en varias ocasiones había advertido de la tragedia que se avecinaba, si no triunfaba esta voluntad común sobre la inercia de los particularismos (…) A la altura de 1936, después de su rectificación de la República –su última esperanza–, Ortega debió sentirse como una voz clamante en el desierto, a la que nadie prestaba oídos, ni tenía ya fuerza para «hacerse oír» en medio de la turbulencia y el apasionamiento de aquella hora. Tuvo la clara conciencia, análoga a la que viviera por aquel tiempo Azaña, de la impotencia del intelectual para canalizar una historia de enfrentamientos sociales (…) Hasta el

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último momento luchó Ortega para que su proyecto de nacionalización de la política y reforma institucional y estructural del país, fuera acogido por la clase burguesa más avanzada. Todo fue en vano. El programa no encontró un sujeto social que lo llevara a cabo y se convirtió en el clamor solitario de su propio discurso, moviéndose en el vacío. ¿Cómo hacerse oír en medio de la tragedia, quien no había logrado en tantos años de excepcional magisterio, pese a sus advertencias y amonestaciones, modificar la situación básica del antagonismo?” (P. Cerezo, Lavoluntad de aventura: Aproximamiento crítico al pensamiento de Ortega y Gasset,Ariel, Barcelona, 1984, p. 428).

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1.2. Los totalitarismos: fascismo y comunismo

Los totalitarismos en sus diversas formas –fascista y comunista,

con sus ejemplos paradigmáticos, respectivamente, en la Italia de

Mussolini, el nacionalsocialismo alemán de Hitler y el comunismo

soviético– se contraponen directamente al modelo democrático

orteguiano y los diversos principios que lo integran (libertad, excelencia,

igualdad, participación, vitalidad, voluntad de convivencia, pluralismo,

etc.). En opinión de Ortega, se trata de ensayos de organización social y

política cuyo éxito suele ir siempre precedido por el previo deterioro de

las instituciones liberales y democráticas, las cuales han perdido su

capacidad a los ojos de los ciudadanos para resolver los problemas

sociales y representar un proyecto ilusionante de vida en común. Los

totalitarismos vienen así a “llenar” ese vacío de legitimidad que dejan las

instituciones democráticas. En este sentido, en los regímenes totalitarios

es más importante en términos orteguianos su “contorno” que su

“dintorno”, de tal modo que su fuerza depende directamente de la

debilidad de su “enemigo”, esto es, la democracia liberal.

El fascismo es un fenómeno histórico, como el palo quebrado es un fenómeno óptico. Y ocurre con todo fenómeno, que su verdadera naturaleza está fuera de él, detrás de él. Los fenómenos o apariencias son el vocabulario que lo real adopta para hacer su representación (…) Parejamente, el fascismo, lo que dicen y hacen los fascistas, lo que ellos creen ser, no constituye su verdadera realidad (…) Una de las paradojas más inevitables es que en la batalla, el vencedor, para vencer, necesita que el vencido le ayude. (…) El fascismo y los productos similares de otras fábricas aparecen de hecho combatiendo las fuerzas que solían llamarse liberales y democráticas. (…) al preguntarnos qué es el fascismo, la primera contestación que todos nos hemos dado era una segunda pregunta: “¿qué hacen los liberales, los demócratas?” Como si cierto instinto intelectual nos hiciera sospechar que la clave de la situación, lo esencial del fenómeno, el síntoma más original, no estaba tanto en la acción del fascismo como en la inacción del liberalismo.336

De acuerdo con Ortega, “fascismo y cesarismo tienen, como

supuesto común, el previo desprestigio de las instituciones establecidas”.

A la altura de 1925, tras el triunfo de Mussolini en Italia y antes de que

336 “Sobre el fascismo” (1925), II, 498-499.

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Hitler se hiciese con el poder en Alemania, Ortega considera que este

desprestigio de las instituciones liberales y democráticas, lejos de ser un

hecho superficial y transitorio, “se trata del síntoma más grave en toda la

vida pública contemporánea. Procede de modificaciones radicales en las

ideas y los sentimientos del europeo, y él va a ser el agente secreto de

todo el largo proceso en que ahora ingresan las naciones continentales

(…) Todos los fenómenos de una época son hermanos uterinos, aunque

sean hermanos enemigos”337.

Por ser tan inaudito el triunfo fascista –que significa el hecho de la “ilegitimidad constituida, establecida– es por lo que instintivamente nos preguntamos: ¿Cómo las demás fuerzas sociales, que han sido hasta ahora entusiastas de la ley, no logran oponerse a esa victoria del caos jurídico? Y una respuesta se incorpora, espontánea, en nuestra mente: “Por la sencilla razón de que hoy no existen fuerzas sociales importantes que posean vivaz ese entusiasmo”; o, lo que es lo mismo, porque hoy no existe en las naciones continentales ninguna forma de legitimidad que satisfaga e ilusiones a los espíritus. No es dudoso que en el momento que aparezca un nuevo principio de ley política capaz de entusiasmar sin vacilaciones a un grupo social, el fascismo se evaporará automáticamente. Esto nos aclararía de un golpe la paradójica situación. Si nadie cree firmemente en ninguna forma política legal, si no existe ninguna institución que enardezca los corazones, es natural que triunfe quien francamente se despreocupa de todas ellas y va derecho a ocuparse de otras cosas. Entonces resultaría que la fuerza de las camisas fascistas consiste más bien en el escepticismo de liberales y demócratas, en su falta de fe en el antiguo ideal, en su descamisamiento político. Y la ilegitimidad extraña que practica el fascismo sería, pura y simplemente, un signo de que la sociedad entera se halla exenta de normas legítimas. Su triunfo se debería, pues, a que representa con sinceridad y energía la realidad total del espíritu público. La gran política, decía Fichte, consiste sólo en “expresar lo que es”, en dar forma externa a la profunda realidad oculta en los corazones. Con unos u otros aditamentos o reservas, hoy todo el mundo presiente que las “formas establecidas” de democracia y liberalismo han degenerado hasta convertirse en meros vocablos. El fascismo ha tenido la resolución de declarar ese secreto y comportarse en consecuencia. Por eso ha vencido. (…) Y si se mira la Europa continental, se advierte que el poder legítimo está, dondequiera, apoyado en telarañas y a merced del primer puño ilegítimo que quiera dar al traste con él.338

Ortega reflexiona en la misma línea sobre los casos concretos de la

Italia de Mussolini y la dictadura de Primo de Rivera en España,

atribuyendo la causa de la aparición de estos regímenes dictatoriales al

debilitamiento de las fuerzas liberales y democráticas en los respectivos

337 Ibid., 500. 338 Ibid., 503-504. Cf. XI, 32-35.

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países –aunque, a juicio de Ortega, se trata en realidad de un fenómeno

de mayor amplitud que alcanza a toda Europa–, por lo que, de acuerdo

con el filósofo, la responsabilidad última recae sobre las “izquierdas”, por

no haber sabido mantener su prestigio y legitimidad sociales:

(…) en España, como en Italia –en principio puede un día u otro acaecer cosa análoga en Francia, Alemania e Inglaterra–, se ha suspendido de pronto y radicalmente el ejercicio de las libertades y el imperio de la democracia. Este enrarecimiento súbito de la atmósfera, esta disnea de libertades nos obliga a reflexionar sobre el suceso. Por lo pronto, (…) a reflexionar sobre lo que ha pasado. (…) A mí me urge más hacerme bien cargo de lo que ha pasado y de su porqué. La coyuntura inspira antes que indignación otras emociones más tibias y socráticas. Por muy bajo que se afore el liberalismo español, la facilidad con que se ha suspendido la Constitución y se ha volatilizado el Parlamento parece excesiva. Por otra parte, no se advierte que hayan hecho su presentación grandes fuerzas antiliberales capaces de instituir otro régimen perdurable. Todo ello nos obliga a pensar que, aunque hayan pagado el pato las libertades, el pato no es un triunfo de la reacción. De esto están convencidos todos los “izquierdistas”; ¿por qué no lo reconocen? ¿Por qué en lugar de ello fingen atribuirlo a formidables poderes reaccionarios (…)? La razón es bien clara. Si las “izquierdas” reconociesen que la causa de lo acaecido no es un inexplicable incremento de la reacción, tendrían que reconocer la pura verdad, a saber: que en España, como en Italia, los causantes últimos –cualquiera que sea el detalle de la génesis– de este régimen extempóreo son ellas mismas por haber dejado que sus instituciones –Parlamento y Gobierno– perdiesen el prestigio y la autoridad sin los cuales no hay forma política que se pueda sostener. (…) No han querido ustedes –ni los que han gobernado ni los que usufructuaban la oposición “radical”– poner seriamente mano a la obra de reformar poco a poco (…) esas instituciones, y las han entregado indefensas al azar. No tienen ustedes calificación suficiente para presentarse ahora como los defensores oficiales de libertades que ustedes mismos han desamparado y desnutrido.339

339 “Entreacto polémico” (1925), XI, 66-67. En diciembre de 1930, pocos meses antes de la proclamación de la II República, Ortega señala la necesidad urgente de que todos los españoles se unan para la realización de un proyecto “verdaderamente nacional y magnánimo”, que tenga en cuenta a todos y sea llevado a cabo de manera paulatina, sin revoluciones ni regresiones al pasado; al mismo tiempo, Ortega reflexiona acerca de las causas y el significado de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930): “no queda dibujado adecuadamente el hecho cuando se dice que el Estado español dejó de ser Estado jurídico al rebelarse en Dictadura. Resulta falso decir esto solo, porque la Dictadura surgió no surgió por generación espontánea, sin nexo con el pasado. Es evidente que si el Estado creyó forzoso entregarse a los peligros superlativos que acarrea una Dictadura, fue porque no podía sostener ni siquiera las últimas y espectrales apariencias de su legalidad. Es decir, que el Estado español venía de antiguo funcionando mal, que había perdido o no había tenido nunca en dosis suficiente los prestigios históricos, que son el capital energético de que un Estado vive; que había necesitado ensayar expediente tras expediente para fingir una estabilidad que no tenía, que se había arrastrado lustro tras lustro a fuerza de cometer abusos, todos los abusos de que una aparente legalidad puede ser cómplice. Nada de esto habría sido menester si el Estado español hubiese sido el Estado de los españoles, quiero decir, si estos, cualesquiera fuesen sus discordias y querellas, se hubiesen sentido

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De acuerdo con Ortega, del propio hecho consistente en que la

fuerza de las dictaduras procede del previo deterioro de las instituciones

liberales y democráticas, se deriva su carácter instrínsecamente

transitorio y temporal, vinculado además a situaciones especiales de

anomia y crisis social tal como la que caracteriza a la Europa de la

primera mitad del siglo XX. De ahí la afirmación orteguiana indicando que

“ensayos como el fascismo y el bolchevismo marcan la vía por donde los

pueblos van a parar en callejones sin salida: por eso, apenas nacidos

padecen ya la falta de claras perspectivas”340, puesto que son fenómenos

sociales que carecen de futuro, de tal modo que “en el momento que

aparezca un nuevo principio de ley política capaz de entusiasmar sin

vacilaciones a un grupo social, el fascismo se evaporará

automáticamente”341:

Una consideración realista de esta clase es la que nos descubre bajo el ademán afirmativo del fascismo su carácter predominantemente negativo. Su aparente fuerza consiste realmente en la debilidad de los demás. Así se explica que, siendo por completo dueño del presente, tenga el fascismo que vivir al día y a nadie se le ocurra verlo proyectado sobre el futuro. Ni siquiera teóricamente conseguimos imaginar una forma futura y estable de organización política derivándose de él. Es un resultado y no un comienzo, una táctica y no una solución. El fascismo y sus similares administran certeramente una fuerza negativa, una fuerza que no es suya –la debilidad de los demás. Por esta razón son movimientos esencialmente transitorios, lo cual no quiere decir que duren poco.342

dentro de él como en su casa solar y en su asiento jurídico. Mas todo eso fue preciso porque el Estado no era la nación, no coincidía con ella, no estaba –como digo desde 1914– «nacionalizado». Era, por el contrario, un poder externo a la nación y no fundido con ella. Sus intereses no eran los de todos, y el español medio –aun el no adscrito a estas o a las otras «ideas» políticas– no se sentía representado en él. (…) El pecado de los viejos políticos fue (…) el no haber querido la reforma del Estado, cuando ellos, mejor que nadie, veían hasta qué punto era ineludible (así lo hice constar durante la Dictadura)” (“Un proyecto” (1930), XI, 283-284).

340 “Asociación al Servicio de la República” (1931), X, 127. 341 “Sobre el fascismo” (1925), II, 503. 342 Ibid., 504. Cabe la posibilidad, señala Ortega, de que el régimen totalitario

perdure bastante más tiempo del esperado, durante décadas o incluso durante siglos; en este caso, de acuerdo con Ortega, tal régimen se halla de alguna manera ajustado a la forma de ser mayoritaria de esos momentos en esa sociedad: “Se comprende muy bien que, aprovechando un momento de descuido, un grupo de audaces se haga dueño de una nación y la gobierne a capricho, violentamente, sin congruencia con las ideas y sentimientos de la sociedad. Pero, ni que decir tiene, este fenómeno histórico sólo es posible con carácter muy transitorio. El pueblo sano, sorprendido un instante, se recobra y no acierta a tolerar que se inveteren en el Poder unos gobernantes cuya índole y manera están en desacuerdo con el sentimiento y el carácter nacionales. No hay mejor síntoma para reconocer lo que es normal en historia –y en todo proceso vital– que la perduración. Lo anormal es,

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Desde el punto de vista de Ortega, los totalitarismos en sus

diversas formas se encuentran en completa contradicción con las raíces

liberales y democráticas de Europa, por lo que suponen una falsificación

de la sociedad europea y una regresión hacia formas inferiores de

existencia: “Creo que el régimen de libertades y la democracia son

formas de derecho político, tan indeleblemente inscritas en la

sensibilidad europea, que no cabe imaginar en serio ninguna institución

estable que se les oponga. Las mismas «extremas derechas» y

«extremas izquierdas», que presumen poder prescindir de ellas, las

llevan disueltas en la sangre, y el día en que, abandonando su modesta

posición de crítica, quisiesen establecer instituciones, se verían

obligadas a aceptarlas”343. Ortega se pregunta qué alternativas de

organización social y política existen a la democracia liberal: “Cabe el

bolchevismo, cabe el fascismo (…) Pronto o tarde, Rusia e Italia volverán

a la mesura tras su angustioso rodeo, y sería preferible comenzar por

donde ellas acaben. Éste es en mi entender, el papel de España: hallar

la feliz solución que los demás no han encontrado”344. Cree por ello

Ortega que finalmente, en el contexto europeo, “el fascismo

inevitablemente fracasará”345 y, en cuanto al comunismo soviético, afirma

Ortega que “se trata de un movimiento completamente inconexo con la

política europea”346, “una sustancia inasimilable para los europeos”347,

pues “el contenido del credo comunista a la rusa no interesa, no atrae,

no dibuja un porvenir deseable a los europeos. Y no por razones triviales

por esencia, fugaz, estado transitorio. Por consiguiente, si vemos que es anómala disociación entre gobernantes y gobernados se hace crónica y dura casi un siglo –Costa hablaba de tres– pensaremos que se trata de una falsa interpretación de los hechos. Un modo de gobernación y un tipo de gobernantes que se estabilizan durante una centuria sobre un pueblo son inexorablemente un modo de gobernación y un tipo de gobernantes perfectamente ajustados al carácter de la masa nacional.” (“Sobre la vieja política” (1923), XI, 28).

343 “Entreacto polémico” (1925), XI, 66. “Dudo mucho –sostiene Ortega– que exista hoy nadie antiliberal. Lo será, a lo sumo, una temporada, la que tarde el Poder público en extirparle a él las libertades. Mientras se trate del prójimo no siente la amputación” (“Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 97). En la misma línea, afirma Ortega que “el fascista se movilizará contra la libertad política, precisamente porque sabe que ésta no faltará nunca a la postre y en serio, sino que está ahí, irremediablemente, en la sustancia misma de la vida europea y que en ella se recaerá siempre que de verdad haga falta, a la hora de la seriedad” (La rebelión de las masas (1930), IV, 213).

344 “Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 96. 345 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 272. 346 “Sobre el fascismo” (1925), II, 501. 347 La rebelión de las masas (1930), IV, 274.

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136

(...), sino una razón mucho más sencilla y previa. Esta: que el europeo

no ve en la organización comunista un aumento de la felicidad

humana”348. Ante el auge de los fascismos en la Europa de entreguerras,

Ortega prevé que “la política de halago a las masas, a cualquier masa,

está terminando en el mundo. El fascismo y el nacionalsocialismo son su

última manifestación, y a la par, el tránsito a otro estilo de organización

popular. Hay que ir más allá de ellos y evitar a todo trance su

imitación”349.

Ortega apunta esperanzado en este sentido a la posibilidad de que,

en el contexto europeo, una vez sean superadas las formas de gobierno

totalitarias –y la crisis social y política que éste conlleva–, el liberalismo y

la democracia salgan renovados y fortalecidos:

(…) como es común y europea la enfermedad, lo será también el restablecimiento. Por lo pronto, vendrá una articulación de Europa en dos formas distintas de vida pública: la forma de un nuevo liberalismo y la forma que (…) se suele llamar “totalitaria”. Los pueblos menores adoptarán figuras de transición e intermediarias. Esto salvará a Europa. Una vez más resultará patente que toda forma de vida ha menester de su antagonista. El “totalitarismo” salvará al “liberalismo”, destiñendo sobre él, depurándolo, y gracias a ello veremos pronto a un nuevo liberalismo templar los regímenes totalitarios. Este equilibrio puramente mecánico y provisional permitirá una nueva etapa de mínimo reposo, imprescindible para que vuelva a brotar, en el fondo del bosque que tienen las almas, el hontanar de una nueva fe. Ésta es el auténtico poder de creación histórica, pero no mana en medio de la alteración, sino en el recato del ensimismamiento”350.

De este modo, de acuerdo con Ortega, el paso por el totalitarismo

dará lugar en las sociedades europeas a un nuevo liberalismo,

depurando y revitalizando el liberalismo clásico, esto es, dejando de él lo

que esencialmente debe conservarse en las futuras formas de gobierno –

de corte socialdemócrata–, y, además, haciendo plenamente conscientes

a todos los ciudadanos, tras sufrirlo en su propia experiencia, de la

necesidad de cuidar de aquellos principios liberales y democráticos de

348 id.349 “¡Viva la República!” (1933), XI, 530. 350 “En cuanto al pacifismo”, artículo escrito en diciembre de 1937 durante el

exilio de Ortega en París, fue publicado parcialmente en julio de 1938 en la revista The Nineteenth Century e incluido posteriormente en La rebelión de las masas (IV, 310).

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137

los cuales Europa no puede prescindir: “El paso por la dictadura creo yo

que será una admirable experiencia pedagógica para las sociedades

actuales. Al cabo de ella, aprenderán las masas –que no se convencen

con razones, sino por los efectos sufridos en su propia carne– que

ciertas libertades no son, a la altura de estos tiempos, cuestiones

políticas sobre que quepa, en principio, discusión”351.

Los totalitarismos, ya sea en su forma fascista o comunista,

implican para Ortega el rechazo de los derechos y libertades

individuales, de la legalidad vigente y, en general, de cualquier norma o

principio que suponga una limitación al poder del individuo o grupo que

está al frente del gobierno totalitario. De este modo, los regímenes

totalitarios se mueven en la pura ilegitimidad y arbitrariedad legal: el

bolchevismo “tritura ilegalmente un estado legal a fin de instaurar otro”352,

mientras que “el fascismo no pretende instaurar un nuevo derecho, no se

preocupa de dar fundamento jurídico a su poder, no consagra su

actuación con título alguno ni teoría ninguna política. Mussolini ha

procurado conservar el aparato parlamentario, pero no con ánimo de

fingir una legitimidad para su magistratura. Siempre ha hecho constar

que conservaría el Parlamento mientras fuese dócil. (...) No pretende el

fascismo gobernar con derecho; no aspira siquiera a ser legítimo”353. En

mi opinión, esta carencia de ideología está en conexión con otra

característica del fascismo: su esencial ambigüedad, la cual le permite

precisamente moverse con arbitrariedad –pudiendo llegar a afirmar una

cosa o la contraria, dependiendo de la conveniencia política del

momento–, al no estar sujeto a ningún principio o ley que puedan estar

más allá de las decisiones puntuales y personales del individuo o grupo

que detenta el poder. Ortega señala este carácter ambiguo y

contradictorio del fascismo: “El fascismo tiene un cariz enigmático,

porque aparecen en él los contenidos más opuestos. Afirma el

autoritarismo, y a la vez organiza la rebelión. Combate la democracia

contemporánea y, por otra parte, no cree en la restauración de nada

pretérito. Parece proponerse la forja de un Estado fuerte y emplea los

351 “Ideas políticas” (1924), XI, 35. 352 “Sobre el fascismo” (1925), II, 502. 353 Id.

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medios más disolventes, como si fuera una facción destructora o una

sociedad secreta. Por cualquier parte que tomemos el fascismo hallamos

que es una cosa, y a la vez la contraria, es A y no A”354.

En los países donde hace quince años se comenzó una reforma radical de ellas [las instituciones tradicionales] –Italia y Rusia– se trata precisamente de movimientos inspirados por un curioso ateísmo intelectual. Las instituciones soviéticas, como es sabido, valen declaradamente como máscaras y nada más. Bajo ellas actúa un grupo de hombres. El fascismo hace sus gestos de engendrar un nuevo tipo de Estado, pero tal tipo de Estado no aparece nunca con claro perfil adjetivo. Se ve sólo la actuación personal de un hombre para la cual todo el resto –ideología e instituciones– es pura pretexto y dintorno. Ni el comunismo ni el fascismo significan fe alguna en formas políticas. Son todo lo contrario (...) comunismo y fascismo no son fe en lo que propugnan, sino simplemente decisiones. (...) Comunismo y fascismo son formas de desesperación, son puras decisiones.355

En los totalitarismos, el poder estatal llega a absorber la totalidad

de la vida tanto en su dimensión pública como privada. La opresión que

el Estado totalitario ejerce sobre cada individuo llega a tal punto, que el

“hueco” o “dintorno” que le deja el “contorno” para poder proyectar su

vida personal es tan exiguo, que las posibilidades de desarrollar una vida

según los principios de excelencia, libertad, autenticidad, etc., son

enormemente reducidas356. De este modo, en los totalitarismos el Estado

354 Ibid., 497. 355 “Instituciones” (1931), IV, 363-364. 356 Refiriéndose directamente a la dictadura de Primo de Rivera, Ortega subraya

que “la Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aún conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de los público, antes bien, ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, sino que aún le ha sobrado holgura de poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón” (“El error Berenguer” (1930), XI, 276). Este control e invasión tanto de la vida pública como de la privada por parte de los totalitarismos han sido analizados detalladamente por H. Arendt en Los orígenes del totalitarismo.De acuerdo con esta autora, “el aislamiento y la impotencia, es decir, la capacidad fundamental para actuar, son siempre característicos de las tiranías”, pues “el terror puede dominar de forma absoluta sólo a hombres aislados”; el resultado es que “los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento”: “los Gobiernos totalitarios, como todas las tiranías, no podrían ciertamente existir sin destruir el terreno público de la vida, es decir, sin destruir, aislando a los hombres, sus capacidades políticas. Pero la dominación totalitaria como forma de gobierno resulta nueva en cuanto que no se contenta con este aislamiento y destruye también la vida privada. Se basa ella misma en la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo, que figura entre las

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invade todas las áreas de la vida, ejerciendo un control férreo sobre cada

una de ellas y obstaculizando así el desarrollo de los valores de

igualdad, libertad, excelencia, vitalidad, autenticidad y bienestar. De

acuerdo con Ortega, los ejemplos totalitarios de Rusia, Alemania e Italia

han “llevado al extremo la tiranía sometiendo a ella zonas de la vida

individual que jamás habían sido requisadas por la autoridad”357.

Bolchevismo y fascismo constituyen para el filósofo dos formas de

“estatismo”, de disolución del individuo dentro del poder estatal

omnímodo y de absorción por parte del Estado de todas las áreas de la

vida, tanto pública como privada. Es, en palabras de Ortega, “esa

valoración hipertrófica del Estado, que transitoriamente padecen las

naciones europeas”358:

Se ha olvidado, o no se ha querido aprender, que no hay nada más peligroso para una nación o conjunto de ellas, que pasar la raya en la intervención y autoritarismo del Estado. Cualesquiera sean las últimas causas de la ruina del Imperio romano y de la civilización grecorromana, es indubitable que la más inmediata consistió en el aplastamiento de la espontaneidad social por un Estado desproporcionadamente perfecto. El Estado romano aniquiló, secó hasta la raíz la vida de aquel mundo espléndido. Hoy se intenta recaer en el mismo mortal tratamiento de los problemas nacionales. Se les busca la solución por el camino más corto, que es arrojar sobre y contra ellos el Estado, dejar que éste absorba todo el aire respirable y aplaste individuos y grupos. Si esta tendencia no es vencida pronto, el Estado notará que no puede vivir de sí, que no es él mismo vida, sino máquina creada por la vitalidad colectiva; por ello, menesterosa de ésta para conservarse, lubrificarse y funcionar. Bolchevismo y fascismo son dos ejemplos de esta solución elemental y anacrónica –dos ejemplos de primitivismo político que irrumpe en una civilización donde los problemas son de madurez y de alta matemática.359

El pluralismo también se resiente gravemente en los regímenes

totalitarios, puesto que la única ideología que se admite es la del líder

carismático –quien, en realidad, carece de ella, pues la ajusta

arbitrariamente a las circunstancias, en orden exclusivamente a sus

intereses particulares, que se dirigen a la conservación del poder–, a

través de una fe y obediencia ciega a las consignas del partido único. De

experiencias más radicales y desesperadas del hombre” (H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, 574-576).

357 “El derecho a la continuidad” (1937), V, 262. 358 “Intimidades” (1929), II, 646. 359 Id.

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ahí la imposibilidad de desarrollo en los individuos de los valores de

autonomía, libertad de pensamiento y expresión, tolerancia, etc. De

acuerdo con Ortega, al igual que en el caso del fascismo, “en la

«Constitución de la República de los Soviets» (...) no se conoce para

nada al individuo y sus derechos”360.

El mantenimiento del poder totalitario se basa principalmente en el

uso sistemático de la “acción directa” y la violencia en sus diversas

formas: “en el fascismo, la violencia no se usa para afirmar e imponer un

derecho, sino que llena el hueco, sustituye la ausencia de toda

ilegitimidad. Es el sucedáneo de una legalidad inexistente”361. El

pensamiento totalitario no admite la pluralidad de opiniones y de modos

de vida, de manera que a aquel que piense de manera distinta se le

identifica automáticamente como el enemigo, al que por definición es

necesario anular o eliminar físicamente, en lugar de contar con él para

construir el proyecto colectivo que para Ortega constituye siempre una

nación. Así pues, el respeto a la diferencia y a la pluralidad, a la voluntad

de convivencia, a la necesidad de contar con todos, etc., todos ellos

principios fundamentales en el modelo orteguiano de democracia, entran

en confrontación directa con los rasgos definitorios que caracterizan a los

regímenes totalitarios, sean de tipo fascista o comunista. De ahí el

rechazo de Ortega a estas formas de gobierno:

Somos enemigos de todas las dictaduras, sean de arriba o de abajo. Todas nos parecen igualmente odiosas, porque en todas ellas germinan los desastres nacionales. Llena está la historia de ejemplos de revolución y catástrofes que se deben a las “dictaduras de arriba”. La “dictadura de abajo” ha producido efectos tan terribles como los que a estas horas padece Rusia.

Tres periódicos de Madrid clamaron ayer en sus editoriales por la pronta instauración de la dictadura. El Debate titulaba su artículo: “La dictadura...pronto”; La Acción, decía: “Se necesita un dictador”: La Correspondencia Militar (...) rotulaba su artículo de fondo: “La dictadura es la salvación”. Ya estamos, pues, en plena demanda de un régimen dictatorial. (...)

No; lo que España necesita es que se gobierne bien, que el pueblo se sienta bien administrado, que se satisfagan los anhelos de justicia. Y para gobernar bien, sobra la dictadura. En estos tiempos que la gran guerra nos ha dejado como herencia, la palabra “dictadura” es sinónimo de “anarquía”. Los pueblos no toleran un dictador, sea este

360 “Ante el movimiento social” (1919), X, 595-596. 361 “Sobre el fascismo” (1925), II, 502.

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civil o militar. Y dada esta gran verdad, que la experiencia de todos los días confirma, ¿cómo sostener que se debe gobernar contra la voluntad de los pueblos? ¿En nombre de quién?

Ni un sólo ejemplo de dictadura podemos aducir para justificar tal situación en España.362

Para Ortega, los totalitarismos son “soluciones” que se plantean en

determinados momentos especialmente críticos por los que pueden

atravesar las sociedades. Sin embargo, son en realidad callejones sin

salida: “comunismo y fascismo son ortopedia”, son “lo morboso” frente a

lo históricamente sano, y representan “los medios del Poder público más

anormales que registra la historia”363, involución , retroceso a la barbarie,

primitivismo364:

Por eso son bolchevismo y fascismo, los dos intentos “nuevos” de política que en Europa y sus aledaños se están haciendo, dos claros ejemplos de regresión sustancial. (...) lo acontecido en Rusia (...) es estrictamente lo contrario que un comienzo de vida humana (...) Invirtiendo el signo que afecta al bolchevismo, podríamos decir cosas similares del fascismo. Ni uno ni otro ensayo están “a la altura de los tiempos”, no llevan dentro de sí escorzado todo el pretérito, condición irremisible para superarlo. Con el pasado no se lucha cuerpo a cuerpo. El porvenir lo vence porque se lo traga. Como deje algo de él fuera, está perdido. Uno y otro –bolchevismo y fascismo– son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una o muchas veces; son primitivismo. Y esto serán todos los movimientos que recaigan en la simplicidad de entablar un pugilato con tal o cual porción del pasado, en vez de proceder a su digestión. No cabe duda que es preciso superar el liberalismo del siglo XIX. Pero esto es justamente lo que no puede hacer quien, como el fascismo, se declara antiliberal. Porque eso –ser antiliberal o no liberal– es lo que hacía el hombre anterior al liberalismo. Y como ya una vez éste triunfó de aquél, repetirá su victoria innumerables veces o se acabará todo –liberalismo y antiliberalismo– en una destrucción de Europa. Hay una cronología vital inexorable. El liberalismo es en ella posterior al antiliberalismo, o, lo que es lo mismo, es más vida que éste.365

362 “En 1919, «Dictadura» es sinónimo de «anarquía»” (1919), X, 508-509. En este mismo artículo señala Ortega que “el régimen dictatorial es peligrosísimo, porque estimamos imposible evitar el brinco desde la dictadura incruenta a la feroz e implacable (...) Un sistema dictatorial no puede ser permanente ni siquiera durar mucho tiempo. Mientras los Poderes públicos se impongan a las muchedumbres por medio de la inexorabilidad, acaso se logrará que ciertas protestas queden acalladas. Pero, en cambio, en el corazón del pueblo irá creciendo el odio y el rencor hacia lo constituido” (Ibid., 510).

363 “El derecho a la continuidad” (1937), V, 262. 364 La rebelión de las masas (1930), IV, 204. 365 Ibid., 204-205.

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Para contrarrestar la tentación de los totalitarismos en el contexto

de la profunda crisis que vive Europa en los años treinta, Ortega plantea

la urgente necesidad de elaborar un nuevo proyecto de vida colectivo

que hunda sus raíces en los principios liberales y democráticos que

constituyen la esencia europea –si bien reformulados a través de un

liberalismo socialista–366, y que dentro del pensamiento orteguiano se

concretará, como veremos, en el proyecto de una Europa Unida, que es

en opinión del filósofo lo único que puede salvar a las naciones europeas

de los fenómenos de totalitarismo y de la rebelión de las masas.

¿Qué nos puede enseñar el ejemplo de Europa? A nuestro juicio, muestra bien claramente que sólo pueden salvar a los pueblos Gobierno liberales, de un liberalismo sincero, que no sólo exista en la etiqueta, sino en los principios, Gobiernos orientados hacia las soluciones moderadas, capaces de comprender lo que hay de tremenda injusticia en el régimen social que desaparece por los horizontes de la guerra. España no es una excepción, ni merece medidas excepcionales. Aquí, el pueblo protesta contra un género de política que con razón estima como causante de todos nuestros desastres modernos. (...) Recuérdese que no existen los pueblos para complacer y servir a los Gobiernos, sino que se constituyen los Gobiernos para los pueblos. Y nada más que para los pueblos.367

366 En este sentido señala Ortega en relación al comunismo soviético: “Las masas obreras, desviadas de su camino por los grandes gestos eslavos de Lenin y Trotsky, van sintiendo una gran desilusión, que se curará volviendo a la ruta más serena y eficaz de un socialismo liberal que atraiga e integre núcleos más amplios de hombres que el estricto y angosto obrerismo” (“A todos los trabajadores” (1920), X, 650).

367 “En 1919, «Dictadura» es sinónimo de «anarquía»” (1919), X, 511.

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143

1.3. Conclusiones

Como hemos visto, el modelo democrático de Ortega se inscribe en

la línea de los planteamientos socialdemócratas que se implantarán en

Europa de manera generalizada después de la Segunda Guerra Mundial

y que constituyen la base de la organización de los actuales regímenes

políticos occidentales. Ortega propone la revisión del liberalismo clásico,

con el fin de que éste incorpore en su núcleo normativo los ideales

socialistas, anticipando así la evolución social del Estado Liberal de

Derecho, que se plasmará posteriormente en el Estado de Bienestar y en

la extensión de los Derechos Humanos, incorporando a la primera

generación de derechos, civiles y políticos, la segunda generación de

derechos económico-sociales. Ortega defiende la necesidad de

superación del modelo liberal-protector de democracia –centrado

únicamente en la defensa y protección de los derechos individuales y

basado en la concepción del individuo como un ser autointeresado que

sólo busca su propio beneficio–, a través de la evolución del liberalismo

hacia un Estado Social en el que, lejos de las propuestas de las

corrientes neoliberales, la intervención estatal, la voluntad de

convivencia y la participación de los ciudadanos en la vida pública

constituyen elementos esenciales para la realización de los principios

democráticos de justicia social, igualdad y excelencia.368

368 A. Peris Suay señala en este sentido que la dificultad para encasillar a Ortega de manera exclusiva en ideologías como el liberalismo o el socialismo, reside precisamente en que el filósofo se anticipa a los planteamientos integradores posteriores, de tal modo que, según Peris Suay, “en Ortega se da un proceso, que hoy vemos con más claridad, de acercamiento entre concepciones ideológicas que tradicionalmente se habían considerado contrapuestas. Liberalismo y socialismo convergen hoy hacia posiciones que resultan difíciles de diferenciar (...) Pero lo que hoy se entiende como una evolución de los planteamientos políticos y de las concepciones filosóficas en que se apoyan las ideologías, ha tendido a interpretarse en Ortega como ambigüedad, como una evolución de un socialismo de juventud a un conservadurismo de madurez” (A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral, Universitat de Válencia, 2001(inédita), pp. 302-303. En esta tesis doctoral –la única que hasta el momento se ha realizado, además de la presente, acerca del pensamiento político orteguiano desde la perspectiva de la filosofía moral y política–, el autor defiende la continuidad en Ortega de una posición liberal socialista, anticipándose así a planteamientos posteriores –si bien Peris Suay no los relaciona explícitamente con las corrientes socialdemócratas y la evolución social del Estado Liberal de Derecho hacia el Estado de bienestar–, destacando la importancia que concede Ortega a la participación activa de los ciudadanos y el desarrollo de su autonomía y de sus

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El modelo de democracia orteguiano implica un complejo equilibrio

entre diferentes principios que han de limitarse y complementarse entre

sí (libertad, igualdad, excelencia, participación, pluralismo, justicia,

etc)369. Desde mi punto de vista, Ortega propone un modelo de

democracia de desarrollo y participativo –en la línea del que defiende

John Stuart Mill, como veremos–, que pone en primer plano el desarrollo

de los individuos a través del despliegue de sus diversas capacidades,

con el fin de “colocar a todos los hombres en condiciones de ser

plenamente hombres”, esto es, de llegar a ser todos plenamente

humanos, y de ahí la necesaria participación de todos los ciudadanos en

ese proyecto común de humanización y cultura progresivos. Así pues, en

el modelo democrático orteguiano el componente ilustrado y humanista

de educación y reforma social adquiere una importancia esencial, de tal

modo que el ideal de excelencia se extiende a todos los individuos,

siguiendo el imperativo pindárico de “llega a ser lo que eres” –si bien el

propio ideal de excelencia introduce también, a través del principio

diversas capacidades –aunque no adscribe de modo explícito a este pensador dentro del modelo democrático participativo y de desarrollo, pero sí afirma que existen en la concepción orteguiana de democracia los rasgos definitorios de tal modelo. Sin embargo, la investigación de Peris Suay se articula a través de la división en tres etapas sucesivas del pensamiento político de Ortega, dentro de cada cual el filósofo incidiría según Peris Suay en un determinado aspecto: 1) 1905-1914: Liberalismo socialista y política como educación; 2) 1914-1924: Participación de la Sociedad Civil; 3) 1929-1955: Participación política. Nacionalización y Europa. Si bien los resultados de la presente investigación coinciden en líneas generales con las conclusiones a las que llega la tesis de este autor, considero que es cuestionable la articulación cronológica que Peris Suay desarrolla en torno al pensamiento político de Ortega, que de hecho lleva al propio autor a tener que puntualizar continuamente que los temas tratados en una determinada etapa se encuentran también presentes en el resto.

369 En relación al delicado equilibrio entre los diversos principios que integran el modelo orteguiano de democracia, F. Salmerón sostiene que Ortega presenta una “propuesta frente a la discordia entre el ideal de una organización democrática, que busca el desarrollo efectivo de la colectividad de los ciudadanos, y la convicción del respeto irrestricto a la libre personalidad de cada uno. La magnitud de este problema –verdadero punto nodal de toda la tradición liberal– (…) explica las tensiones y ambigüedades en los escritos del joven Ortega. En algunos parece haber buscado la salida a través de una idea de minorías culturales sin poder económico ni político –aunque con influencia de opinión–, y otra de mayorías dotadas de igualdad económica y derechos políticos. Lo que se ajusta con su doble definición de libertad: la libertad negativa, entendida como tolerancia, y la positiva en términos de elecciones y reformas legislativas –es decir, en términos de participación controlada. (…) La tradición socialdemócrata a que Ortega se acoge, está profundamente ligada a esa segunda noción de libertad, a la convicción de la igualdad de todos los hombres en materia política, y a las ideas de evolución y de progreso” (F. Salmerón, “El socialismo del joven Ortega”, en F. Salmerón, A. Rossi, L. Villorro y R. Xirau (Eds.): José Ortega y Gasset, FCE, México D.F., 1984, pp. 191-192).

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145

aristocrático, un criterio de desigualdad que divide a la sociedad

teóricamente en “masas” y “minorías” y pone en manos de los individuos

más competentes los puestos más relevantes de la sociedad, en orden a

alcanzar el fin último del progreso y perfeccionamiento de la sociedad y a

legitimar modelos de ejemplaridad, que contribuyan a su vez a extender

el ideal de excelencia a todos los individuos y grupos sociales370.

Ortega propone además una concepción de la democracia como

una forma integral de vida, y no como una forma aislada exclusivamente

en el ámbito político; de acuerdo con este filósofo, la construcción y el

mantenimiento de un sistema democrático implica la realización cotidiana

de los diferentes valores y principios democráticos por parte de los

individuos. De ahí que la transformación social que Ortega sugiere hacia

una “nueva democracia” esté basada en la reforma de los individuos, a

través del desarrollo de sus capacidades, dirigido a la adquisición de las

virtudes características del ethos democrático, el cual ha de estar

presente en todas las esferas de la vida, tanto públicas como privadas371,

y en donde, en concordancia también con los planteamientos

republicanos, la participación de todos los ciudadanos en la realización

de ese proyecto común constituye un requisito imprescindible. De este

modo, la transformación que propone Ortega en orden a la construcción

de un auténtico ethos democrático, implica fundamentalmente la reforma

profunda del tipo medio de individuo y de su modo de vida, la reforma de

los usos y las costumbres, esto es, del sistema social y cultural en su

370 En este sentido señala J. L. Molinuevo que “Ortega ha defendido incansablemente en artículos y libros la vertebración aristocrática de la sociedad. Una interpretación no clasista de la sociedad en la que se intenta que los valores de excelencia se conviertan en valores sociales de convivencia” (“Introducción” a J. Ortega y Gasset, Meditación de nuestro tiempo: Las conferencias de Buenos Aires, 1916 y 1928, FCE, México, 1996, p. 25). De acuerdo con T. Mermall, “una intelección correcta de los conceptos masa y minoría conducen a la ineluctable filiación liberal del pensador y a la concepción de un elitismo democrático que sin ser en absoluto perjudicial para la mayoría, constituye un modelo de justicia y de perfeccionamiento social” (“Introducción biográfica y crítica”, en J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 16).

371 De acuerdo con Ortega, “junto a la reforma política tiene que caminar la reforma de la sociedad, de las formas privadas de vida (…) La batalla por una España «en forma» tiene que ser dada íntegramente, en todas las zonas, en todos los pisos de la existencia nacional. En lo grande y en lo ínfimo” (“Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 93-94). Y es que “la vida política es concreción de la vida pública in genere, pero ésta, a su vez, tiene una doble raíz, uno de cuyos nervios se alimenta en la plazuela mientras el otro se hinca en la vida privada” (Rectificación de la República (1931), XI, 177).

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globalidad, puesto que “la vida no se transforma si no se transforma

toda. Es preciso instaurar un nuevo Estado, pero también modificar las

costumbres. Lo uno no va sin lo otro. El estilo del vivir tiene que elevarse

por entero”372. Ortega advierte que los logros de la civilización siempre

están en peligro de degenerar hacia formas inferiores de existencia,

como ocurre en el caso de los totalitarismos, de tal manera que los

principios y valores democráticos no se mantienen si no implican toda

una forma de vida, si no impulsan todos los usos y costumbres que los

ciudadanos ejercitan en los distintos ámbitos de la vida colectiva.

Mientras el tipo medio de español y sus modos de vida sigan siendo los mismos, no es lícito esperar que el destino de España varíe. Quienquiera variar los efectos tiene que modificar las causas (…) Por consiguiente, los que quieran otra España mejor tienen que resolverse a modificar el repertorio de la vida española, y juzgarán superficial toda reforma que no vaya orientada por tal propósito. Precisamente para esto sirven las instituciones cuando no se las busca por ellas mismas, esperándolo todo de su perfección abstracta, sino que se las forja desde luego como instrumentos capaces de transformar los usos de la vida colectiva y el carácter mismo del ciudadano medio (…) La gran reforma española, la única eficiente será la que, al reformar el Estado, se proponga (…) reformar, merced a él, los usos y el carácter de la vida española.373

De este modo, Ortega se desmarca claramente de los modelos

democráticos de tipo procedimentalista, que tienden a reducir los

derechos y deberes democráticos a un mero procedimiento formal,

circunscrito al acto puntual de la votación para la elección de

representantes, así como de los modelos neoliberales y de tipo elitista o

pluralista-competitivo (J. Schumpeter, R. Dahl o G. Sartori), basados en

la defensa de un “Estado mínimo” –desprovisto de criterios de justicia

distributiva–, en la lucha competitiva por el poder por parte de élites

plurales y en la existencia de un libre mercado en el que supuestamente

se equilibrarían de manera espontánea los distintos intereses plurales.

Las tendencias asociadas a este tipo de modelos elitistas de la

372 “Dislocación y restauración de España” (1926), XI, 94. Esta concepción orteguiana de la democracia como forma de vida se refleja también en los objetivos marcados por la Agrupación al Servicio de la República liderada por Ortega: “La Agrupación al Servicio de la República aspira a la reforma integral de la vida española, tanto del Estado como de la sociedad” (“Puntos esenciales”, XI, 137).

373 Rectificación de la República (1931), XI, 186-187.

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147

democracia, como las que derivan de una concepción del individuo como

un ser egoísta racional, ocupado únicamente en maximizar sus propios

beneficios y disminuir las pérdidas en toda elección, de acuerdo con sus

intereses particulares, individuales y corporativos (teoría de juegos y

teoría de la decisión racional y la elección pública), así como las

concepciones que restringen la participación de los ciudadanos,

fomentando su desentendimiento –y por tanto su desresponsabilización–

de la vida pública, promoviendo así la despolitización de la sociedad civil

y la formación de individuos pasivos y desmoralizados ante la impotencia

aprendida respecto a su capacidad de acción, se encuentran todas ellas

en contradicción con los principios y valores que defiende Ortega en

orden a construir un modelo democrático deseable374.

374 Sin embargo, no han faltado intérpretes de Ortega que han adscrito su modelo de democracia a la modalidad elitista o pluralista-competitiva, a pesar de las contradicciones existentes entre sus elementos definitorios (P. Bachrach, A. Elorza, F. Ariel del Val, etc.). Por su parte, I. Sánchez Cámara analiza la relación entre el pensamiento político orteguiano y las teorías elitistas en su obra La teoría de la minoría selecta en el pensamiento de Ortega y Gasset; este autor diferencia tres grupos dentro de las teorías elitistas: el elitismo clásico (Mosca, Pareto y Michels), las teorías elitistas de la democracia (Schumpeter, Aron, Sartori, Plamenatz y Kornhauser) y las teorías críticas de la sociedad de masas (Ortega, Scheler, Mannheim). Coincido con A. Peris Suay en su consideración de que “la minoría no tiene para Ortega el sentido de una élite política como la que promulgan los llamados realistas o las teorías elitistas de la democracia como Schumpeter” (“El liberalismo de Ortega más allá del liberalismo”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 6, Mayo 2003, p. 196), con la que también coincide F. López Frías, quien además señala que “elite no es una palabra orteguiana” (Op. Cit., p. 107; cf. 111-157). Como observa T. Mermall, “es obvio que en los últimos lustros la etiqueta de «elitista» ha servido de pretexto para la descalificación automática de cualquier contrincante cuyas ideas no se quieren someter a examen crítico” (T. Mermall, “Introducción biográfica y crítica” a J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas,Castalia, Madrid, 1998, p. 58). En opinión de A. Peris Suay, “para el elitismo democrático, «elite» es una noción que significa minoría gobernante desde un punto exclusivamente político (...) Para Ortega la noción de elite se encuadra en un concepto básicamente antropológico y sociológico, del que surge la exigencia liberal” (A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral, Universitat de Válencia, 2001 (inédita), pp. 197-198). La confusión a este respecto deriva con frecuencia de interpretaciones focalizadas exclusivamente en uno o varios principios del modelo democrático orteguiano (el principio aristocrático y de excelencia), y eludiendo el resto de principios con los que aquéllos se han necesariamente de confrontar y moderar entre sí (principios de libertad, igualdad, participación, justicia, etc), distorsionando de este modo su sentido original, en el que la virtud del conjunto radica precisamente en el complejo equilibrio de los distintos principios que lo integran, atendiendo siempre además a su adecuación a la circunstancia o contexto social y cultural. F. Fernández-Crehuet afirma acertadamente que “en Ortega no hay una auténtica teoría política de la minoría. Afirma Bobbio que «por teoría de las elites o elistística (de ahí también el nombre de elitismo) se entiende la teoría que afirma que en toda sociedad una minoría es siempre la única que detenta el poder en sus diversas formas, frente a una mayoría que carece de él» y añade que esta teoría tiene especial importancia cuando se entiende dentro de la realidad política. Ortega construye su teoría de las

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148

Así, Ortega critica duramente la pasividad y la falta de participación

de los ciudadanos en la vida pública, y de ahí sus insistentes propuestas

de descentralización del poder y de progresiva autonomización regional

de España, proyecto en el que a su juicio deben colaborar todos los

ciudadanos, si bien la posición y el grado de responsabilidad de la

participación de cada uno ha de adecuarse a su grado de capacitación o

excelencia.

En confrontación con las propuestas de una “ética mínima” y el

supuesto neutralismo axiológico defendidos actualmente en

reformulaciones neoliberales del liberalismo –como por ejemplo las de R.

Nozick y A. Hayek–, Ortega defiende una ética exigente y comprometida

–una “ética de máximos”, aunque teniendo siempre en cuenta las

condiciones de posibilidad de cada realidad concreta–, en la que esos

mínimos de convivencia, que van poco más allá del respeto a las leyes

establecidas, son insuficientes a la hora de construir una verdadera

democracia, para la cual es necesario el desarrollo por parte de todos los

ciudadanos de los valores de excelencia, libertad, igualdad, etc. 375 –lo

minorías/masas desde una perspectiva social y no política. La pregunta que se hace Ortega no es si una minoría es la que ejerce el poder político, sino quién ejerce el poder en la sociedad y en todos los ámbitos vitales” (Op. Cit., p. 127). Otra diferencia que separa la concepción orteguiana de las teorías elitistas clásicas y contemporáneas, se refiere a que Ortega se acerca bastante más a una concepción arendtiana de la política, que concibe a ésta fundamentalmente como la capacidad humana de “actuar en común, concertadamente” –que resalta la capacidad de cooperación y elaboración conjunta de soluciones comunes–, así como a una visión aristotélica del ser humano como zoon politikón, que necesita participar en la vida pública para desarrollarse como ser humano, que a la concepción neomaquiavélica que suele caracterizar a las teorías elitistas, tanto clásicas como contemporáneas, y que entiende a enfatizar la dimensión de la política como estrategia y conflicto, como lucha entre distintas facciones para obtener el poder político, y que tiende a defender una concepción paralela del individuo como ser autointeresado que se mueve básicamente en orden a maximizar sus intereses particulares –Se trata en definitiva, de la propia diferenciación orteguiana entre “Política” y “política”, la política como proyecto o ideal, y la política como estrategia y lucha, respecto a lo cual Ortega muestra su adhesión explícita a la primera.

375 Esperanza Guisán analiza la diferencia y el paso de una a otra concepción de la democracia en su obra Más allá de la democracia (Tecnos, Madrid, 2000), en donde defiende la necesidad de ir más allá de las actuales democracias prudenciales hacia una concepción moral de la democracia. De acuerdo con la autora, en una democracia prudencial no existen normas morales más allá de los mínimos legales establecidos y del procedimiento de la regla de la mayoría, los cuales persiguen únicamente una convivencia pacífica y se sustentan en un relativismo moral que no acepta distinciones entre “lo deseado” y “lo deseable”; de este modo, en este tipo de democracia prudencial, capacidades humanas como la empatía, la imparcialidad y la excelencia se encuentran atrofiadas, dando lugar a la

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149

que constituye a su vez la única garantía en opinión de Ortega que

preserva a la democracia de su posible degeneración en distintas formas

de autoritarismo y tiranía. De este modo, el modelo democrático

orteguiano implica la corresponsabilidad de todos los individuos –y no

sólo de los políticos profesionales, o de los ciudadanos en el momento

puntual del voto– en el funcionamiento del sistema democrático y el

desarrollo de una cultura democrática que esté presente en todos los

ámbitos de la vida. Para Ortega la democracia no se preserva

meramente a través del mantenimiento de un procedimiento, el de las

elecciones y la votación –pues no consiste solamente en ello376–, sino

mediante el desarrollo por parte de todos los ciudadanos del sistema de

principios y valores (libertad, igualdad, excelencia, justicia, bienestar,

participación, autenticidad, etc) que integran el núcleo normativo del

modelo de democracia propuesto por Ortega.

formación de individuos acríticos, insolidarios y situados en el nivel puramente convencional de acuerdo con la clasificación de Kohlberg. Coincidiendo con el diagnóstico que hace Ortega sobre la “falsa democracia”, E. Guisán señala que el desánimo moral, la desmoralización general, la crisis de sentido, ponen de manifiesto el fracaso patente de las democracias prudenciales (Op. Cit., p. 32) y apunta a la necesidad urgente de construir un nuevo modelo de democracia, una “democracia moral”, basada en la cualificación crítica de los deseos por parte de los individuos, en la persecución de intereses intersubjetivos además de subjetivos y en el desarrollo de las capacidades de excelencia, imparcialidad, libertad y solidaridad para todos los individuos, que les permitan establecer criterios morales con los que poder cuestionar e ir más allá de “lo deseado”, con el fin de llevar a cabo el deseo ferviente de mejorarse a uno mismo y ayudar a los demás a mejorarse, de hacerse uno excelente y hacer excelentes a los demás (Ibid., p. 13), que es precisamente lo que para esta filósofa define la pasión ética.

376 Como señala Victoria Camps, “la mayoría no está en posesión de la razón, puede equivocarse y decidir en contra de lo que sería el bien común. No se olvide que Hitler llegó al poder como resultado de unas elecciones democráticas. La democracia puede volverse contra sí misma y quedar anulada como consecuencia de unas elecciones. Éste es un problema dificilísimo de resolver, pues ¿cómo se evita un resultado antidemocrático cuando todo parece indicar que la mayoría quiere ese resultado? El problema demuestra que la democracia no es únicamente un procedimiento de elección de representantes. La democracia requiere de unos valores cuyo olvido produce el deterioro de todo el sistema” (V. Camps, Introducción a la filosofía política, Crítica, Barcelona, 2001, p. 102). Se trata de la posibilidad de degeneración de la democracia en tiranía, problema que será analizado en el próximo apartado.

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2. LA REBELIÓN DE LAS MASAS Y EL HOMBRE - MASA

Vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva. De aquí esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el alma contemporánea.

J. Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

En este apartado será objeto de análisis el fenómeno que Ortega

denomina “rebelión de las masas” o “hiperdemocracia”, así como su

principal protagonista, el “hombre-masa”, atendiendo especialmente a su

relación con el modelo orteguiano de democracia analizado

anteriormente. En el siguiente apartado se abordarán algunos de los

autores más importantes precedentes a Ortega en la reflexión sobre

estas cuestiones –Platón, A. de Tocqueville y J. S. Mill.

2.1. Hiperdemocracia o rebelión de las masas

Ortega concibe la “hiperdemocracia” o “rebelión de las masas”

como una forma degradada de democracia, y advierte –de manera

semejante a Platón, J. S. Mill y A. de Tocqueville, como veremos más

adelante– acerca de la necesidad de que los distintos principios que han

integrar el núcleo normativo de la democracia se complementen y

autorregulen entre sí, con el fin de impedir que la extralimitación de

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152

alguno de ellos repercuta sobre el buen funcionamiento del conjunto y

desvirtúe como consecuencia el verdadero sentido de la democracia. De

este modo, Ortega sostiene, análogamente a la tradición griega clásica

representada por autores como Platón y Aristóteles, que “toda forma de

gobierno trae consigo posibles virtudes y posibles vicios, ambas cosas

perfectamente claras. Nada impide que la adhesión a una forma política,

a la democracia, por ejemplo, incluya la preocupación y la ocupación de

evitar su posibilidad viciosa complementando a este fin la idea básica de

aquélla (...) Son numerosísimos los textos que se pueden citar en que

hombres de responsabilidad y de buen entendimiento lo advirtieron e

hicieron constar cuando la democracia comenzaba su reinado”377. Entre

estos autores, Ortega cita a A. de Tocqueville y a J. S. Mill como

antecedentes de la reflexión sobre el problema de la posibilidad de

degeneración de la democracia en distintas formas de tiranía. Desde mi

punto de vista, el impulso que motiva el análisis de Ortega, como

también el de Mill o Tocqueville sobre los problemas de la democracia,

es el mismo que señala N. Bobbio respecto a su propia reflexión sobre el

futuro de la democracia: la necesidad de “darse cuenta de las

contradicciones en que se mueve la sociedad democrática y de los

tortuosos caminos que debe seguir para salir de las mismas sin

desanimarse ni perder la ilusión en la posibilidad de mejorarla”378. Como

se aprecia, estos autores no rechazan la democracia, sino que, por al

contrario, sus esfuerzos se dirigen precisamente a mejorarla –y, sobre

todo, a evitar que se degrade–, pues el propósito consiste, de acuerdo

con la definición orteguiana de excelencia, en llevar la democracia a su

máxima plenitud posible, para lo cual es esencial realizar una continua

revisión crítica acerca de sus posibles problemas y defectos, con el fin de

prever su posible degeneración, como señalan explícitamente estos

diferentes pensadores, cuyas reflexiones tienen además su punto de

377 Meditación de Europa (1949), IX, n. 2, 266. Ortega señala que “el Poder público tiende siempre y dondequiera a no reconocer límite alguno. Es indiferente que se halle en una sola mano o en la de todos. Sería, pues, el más inocente error creer que a fuerza de democracia esquivamos el absolutismo. Todo lo contrario. No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos.” (“Ideas de castillos: liberalismo y democracia” (1926), II, 425).

378 N. Bobbio, El futuro de la democracia, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, p. 15.

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partida en la observación de la realidad democrática de su particular

contexto histórico.

Ortega identifica la rebelión de las masas como un fenómeno

europeo, de carácter novedoso en la historia de Occidente. Cuando en

los años 1926-1928 Ortega escribe La rebelión de las masas y ya se ha

iniciado la crisis de Europa, dicho fenómeno se encuentra según el

filósofo en los comienzos de su desarrollo379. De acuerdo con Ortega, la

379 La rebelión de las masas (1930), IV, 138. En esta obra, publicada previamente en forma de folletones en El Sol, Ortega retoma el tema que había tratado anteriormente en España invertebrada (1922) referido a la circunstancia española, para abordarlo en esta nueva obra dentro del contexto europeo (para conocer el proceso de escritura y publicación de La rebelión de las masas véanse las ediciones de la misma de T. Mermall (“Introducción biográfica y crítica” a Larebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, pp. 7-92) y de D. Hernández Sánchez “(Introducción” a La rebelión de las masas, Tecnos, Madrid, 2003, pp. 13-68). Ortega insiste en que no se debe dar a los términos “rebelión”, “masas”, etc., un significado exclusivamente político, puesto que, de acuerdo con este filósofo, “todo este proceso se desarrolla no sólo ni siquiera principalmente en el orden político. Las ideas de aristocracia y masa han de entenderse referidas a todas las formas de relación interindividual, y actúan en todos los puntos de la coexistencia humana. Precisamente allí donde su acción pudiera juzgarse más baladí es donde ejercen su influjo más decisivo y primario. Cuando la subversión moral de la masa contra la minoría mejor llega a la política, ha recorrido ya todo el cuerpo social” (España invertebrada (1922), III, 98). R. Aron puntualiza en este sentido que el contenido La rebelión de las masas “no era político –en la acepción partidista” (R. Aron, “Lectura crítica de La rebelión de las masas”, ABC, Suplemento Literario, Madrid, 6 de Febrero, 1988, p. IX). En el “Prólogo para franceses” (1937) a Larebelión de las masas, Ortega vuelve a insistir sobre este punto: “Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo. Mi trabajo es oscura labor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que ya estaban” (IV, 130). De hecho, Ortega llega incluso a identificar el fenómeno de la “rebelión de las masas” con el proceso de politización general de la vida: “El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política, es una y misma cosa con el fenómeno de la rebelión de las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que política, una política exorbitada, frenética, fuera de sí, puesto que pretende suplantar al conocimiento, a la religión, a la sageste –en fin, a las únicas cosas que por su sustancia son aptas para ocupar el centro de la mente humana –. La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que se usan para socializarlo. Cuando alguien nos pregunta qué somos en política, o, anticipándose, con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él qué es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos” (Ibid., 130-131). En opinión de J. San Martín, La rebelión de las masas no es un libro político, sino que “se refiere a lo que está antes de la política, al modo de ser de las personas y a la cultura en la que éstas se educan. La política es una consecuencia de ese modo de ser” (J. San Martín, “La crítica cultural en Ortega y Gasset. Un guión radiofónico sobre La

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“rebelión de las masas” consiste esencialmente en la pretensión por

parte de la “masa”, compuesta por individuos sin cualificación especial,

de sustituir a las “minorías”, formadas por individuos especialmente

cualificados:

Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Ésta ha sobrevenido más de una vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la rebelión de las masas.

Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar, desde luego, a las palabras “rebelión”, “masas”, “poderío social”, etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar.380

Ortega considera la “rebelión de las masas” o “hiperdemocracia”

como la extralimitación del principio de igualdad en todos los ámbitos de

la vida (moral, cultural, intelectual, estético, espiritual, etc). En el artículo

de 1917 titulado “Democracia morbosa”, Ortega define la

“hiperdemocracia” como “la democracia exasperada, fuera de sí, la

democracia en religión y arte, la democracia en el pensamiento y en el

gusto, la democracia en el corazón y en la costumbre es el más peligroso

morbo que puede padecer una sociedad”381. Lo que Ortega cuestiona de

la “hiperdemocracia” es, precisamente, aquello que considera que son

sus excesos, es decir, la extensión ilimitada de la aplicación de la regla

de la mayoría en todos los órdenes de la vida, de ahí la denominación de

rebelión de las masas”, en J. San Martín, Fenomenología y cultura en Ortega. Ensayos de interpretación, Tecnos, Madrid, 1998, p. 201). Me parece acertada la advertencia que hace H. Carpintero acerca de que “La rebelión de las masas es un libro incompleto, parcial, que debe ser leído en el contexto más amplio de su propio autor” (H. Carpintero, “Ortega y su psicología del hombre-masa”, en VVAA: Un siglo de Ortega y Gasset, Mezquita, Madrid, 1984, p. 128), con el fin de evitar malinterpretaciones o interpretaciones distorsionadas del pensamiento orteguiano.

380 La rebelión de las masas (1930), IV, 143. 381 “Democracia morbosa” (1917), II, 135. Cf. La rebelión de las masas (1930),

IV, 147-148. En opinión de I. Sánchez Cámara, la teoría orteguiana de la “minoría selecta” “constituye una fundamentación del principio de la limitación del poder democrático al ámbito estrictamente político” (I. Sánchez Cámara, «Sobre la vigencia del pensamiento político de Ortega», en A. Domínguez, J. Muñoz y J. de Salas, El primado de la vida. (Cultura, estética y política en Ortega y Gasset),Universidad de Castilla la Mancha, Colección Estudios, Cuenca, 1997, p. 74).

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“hiperdemocracia” a la fórmula política que es objeto de sus críticas.

Ortega advierte así que la democracia es susceptible de degenerar en

despotismo, cuando el principio de igualdad y el procedimiento de la

regla de mayoría no se combinan adecuadamente con otros principios y

valores como la libertad, la excelencia, el pluralismo, etc382. Desde su

posición socialista, B. Crick también señala que “la igualdad no es

necesariamente socialista: puede ser despótica”383, pues, de acuerdo con

este autor, “la igualdad, ciertamente, se maximizaría en un Estado

totalitario, pero sólo a expensas de la libertad y destruyendo la auténtica

fraternidad. El político socialista, que sabe que la democracia debe ser

tanto el medio como el objetivo, y que tiene una teoría de la sociedad,

contempla todos los valores a la vez, tanto en su escenario social como

en relación recíproca”384. Desde mi punto de vista, la igualdad que

promovería además una “hiperdemocracia” sería en realidad, de acuerdo

con el modelo democrático orteguiano, una falsa igualdad, pues, como

vimos en el anterior capítulo, igualdad significa fundamentalmente para

Ortega situar a todos los individuos en similitud de condiciones para que

puedan desarrollar una vida plena y responsable, desplegando sus

diversas facultades de acuerdo con su especial vocación. Sin embargo,

esto no sería posible en una “hiperdemocracia” tal como la conceptualiza

Ortega, puesto que en ella la mayoría oprime al resto, imponiéndoles sus

opiniones y su modo de vida en general. De este modo, en una

“hiperdemocracia” aquellos que no opinan como la mayoría ven

gravemente restringidas –en confrontación con los principios orteguianos

de libertad, excelencia, pluralismo y autenticidad– sus posibilidades de

desarrollar una vida plena y personal, conforme a su particular vocación

y, por tanto, también sus posibilidades de felicidad. De acuerdo con

Ortega, la “hiperdemocracia” se caracteriza por la imposición de un modo

de vida único, el de la mayoría imperante, que se corresponde con el

382 L. Pellicani señala a este respecto que a juicio de Ortega es reaccionaria “una política hiperdemocrática que sacrifique el valor-libertad al valor-igualdad y, por lo tanto, produzca el despotismo del demos” (L. Pellicani, “El liberalismo socialista de Ortega y Gasset”, Leviatán, nº 12, 1983, p. 57).

383 B. Crick, Socialismo, Alianza, Madrid, 1994, p. 132. 384 Ibid., p. 137. “La fraternidad sin libertad –añade Crick, como ejemplo de esa

necesaria combinación de principios y valores democráticos– es una pesadilla, la libertad sin fraternidad es la crueldad competitiva, pero la fraternidad con libertad es el sueño más grande de la humanidad” (Ibid. 148).

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individuo medio dominante del momento, el cual se identifica, siguiendo

el análisis orteguiano, con el “hombre-masa”. En consecuencia, la

“hiperdemocracia” se opone a los principios de pluralismo, tolerancia y

derecho a la diferencia, los cuales, como vimos anteriormente, son para

Ortega consustanciales a una auténtica democracia.

De acuerdo con el análisis orteguiano, el hombre masa,

protagonista de la “rebelión de las masas”, constituye una degeneración

de la “masa”, y se diferencia de ésta por no reconocer la ejemplaridad de

las “minorías” ni el ideal de excelencia que éstas encarnan; más aún,

pretende suplantarlas, pero sin esforzarse por obtener previamente la

cualificación especial que caracteriza por definición a toda minoría. Por

eso para Ortega “el hecho nuevo” es que “la masa, (...) sin dejar de serlo,

suplanta a las minorías”385. En eso consiste la rebelión de las masas. El

hombre-masa se rebela precisamente contra el ideal de excelencia,

contra cualquier jerarquía moral y cultural, esto es, contra cualquier

norma o instancia de apelación superior a él.

Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías, no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. (…) La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. (…) Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia.

385 La rebelión de las masas (1930), IV, 147. De acuerdo con su teoría aristocrática, Ortega sostiene que “existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también especiales (…) Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías calificadas –calificadas, por lo menos, en pretensión–. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de que si quería intervenir tendría congruentemente que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. Conocía su papel en una saludable dinámica social” (Ibid., 138). En este sentido señala Ortega que la aparición del “hombre-masa” constituye una “anomalía” dentro de una saludable dinámica social (“Prólogo para franceses” (1937), I, 139).

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Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. (…) Si los individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone dondequiera. Este es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de su apariencia. 386

De este modo, según Ortega el “hombre-masa” se caracteriza por no

reconocer, respetar ni seguir el ideal de excelencia –ni a las “minorías”

que lo encarnan. Y no sólo es indiferente a este ideal, sino que, de

acuerdo con este filósofo, lo pretende subvertir, sustituyéndolo por el

“ideal” de la mediocridad y de la vulgaridad387, y tratando de imponer sus

386 La rebelión de las masas (1930), IV, 147-148. 387 En este sentido, Ortega habla también de la “aristofobia” u odio y

resentimiento hacia los mejores que siente el “hombre-masa” hacia los individuos excelentes o ejemplares, una “perversión moral” que consiste para Ortega en “odiar todo valor superior, donde quiera que aparezca, y favorecer contra él cualquier valor negativo o inferior” (X, 660-661). Citando a Nietzsche, señala Ortega que en el caso de España “la ausencia de los «mejores» ha creado en la masa, en el «pueblo», una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la «masa» no sabe aprovecharlos y a menudo los aniquila” (España invertebrada (1922), III, 121; cf. III, 96 y 107ss). Ortega toma del historiador alemán Otto Seeck el concepto de “la aniquilación de los mejores” para aplicarlo a la España oficial de su tiempo (X, 660), concretamente en su defensa de Unamuno al ser destituido en 1914 por decisión de la “España oficial” del cargo de Rector de la Universidad de Salamanca: “los peores (...), los sin corazón, sin cerebro, los estériles, oprimen e inutilizan a los mejores, a los que aman las cosas por las cosas mismas, a los capaces de entusiasmo y de sacrificio, a los laboriosos, a los productores (...) Vamos brevemente a analizar la destitución de Unamuno y veréis cómo nos encontramos con un caso concreto de ese proceso destructor de los mejores” (“En defensa de Unamuno” (1914), X, 266); “un pueblo donde esto acontezca –subraya Ortega– va próximo a la muerte: triunfará en él una selección inversa y los peores aniquilarán a los buenos y mejores” (“La destitución de Unamuno” (1914), X, 260). Como han señalado distintos autores (T. Mermall, P. Cerezo, F. Fernández-Crehuet, F. Salmerón, etc.), en estas ideas se percibe claramente en Ortega la influencia de Nietzsche y sus conceptos sobre el “resentimiento” y la “inversión de los valores”. El propio Ortega reconoce esta influencia e interpreta de la siguiente manera el concepto nietzscheano de “resentimiento”: “Nietzsche descubrió genialmente el mecanismo del alma rencorosa, lo que él llamó resentimiento. El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo con su corazón rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar este menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia; no verá sino los defectos, los errores, las insuficiencias de los hombres mejores, cuya presencia equivale para él a una constante humillación. De este modo obtendrá una apariencia de equilibrio entre los demás y él. Emboscado en su resentimiento, espiará a todo héroe con fiero ojo de cazador furtivo, complaciéndose en subrayar sus abandonos y sus descuidos” (VI, 133. Cf. II, 138). T. Mermall señala la influencia de otros autores además de Nietzsche en los conceptos orteguianos de “rebelión de las masas”, “masas” y “minorías”: Platón,

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opiniones en todos los órdenes de la vida. Esto es lo que Ortega juzga

como “característico en nuestra época: no que el vulgar crea que es

sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el

derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho”388. De

acuerdo con Ortega, en una “hiperdemocracia” la imposición de la opinión

de la mayoría no cualificada es la que domina todos los ámbitos de la vida

(cultural, moral, intelectual, estético, espiritual,...), más allá de la política,

eludiendo toda ética normativa que prime lo excelente sobre lo vulgar.

Así, el criterio ético que reconoce en cada esfera de la sociedad la

excelencia o cualificación especial en determinados individuos, y que los

considera por tanto ejemplares en sus respectivos campos, es justamente

lo que cuestionan teórica y prácticamente la “hiperdemocracia” y su

principal protagonista, el “hombre-masa”389. Las consecuencias

inmediatas son, en opinión de Ortega, la degradación moral y la

desmoralización de la vida individual y colectiva, a causa de la ausencia

de ideales en consonancia con el principio de excelencia, los cuales,

como vimos anteriormente, son imprescindibles para el progreso y

perfeccionamiento social e individual.

De acuerdo con Ortega, la ausencia o la deserción de las minorías

constituye siempre la otra cara del fenómeno de la “rebelión de las

Tocqueville, J.S. Mill, Renan, Splenger, Scheler, Simmel, Verweyen, Weber, Le Bon, Comte, Taine, E. Burke, Rostozteff, Keyserling y G. Tarde (“Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, pp. 41-52). Por su parte, F. Fernández-Crehuet analiza las diferencias y concomitancias entre Ortega y Nietzsche, considerando que “los conceptos de masas y minorías tienen un significado completamente distinto en el pensamiento de Ortega y en el de Nietzsche”, si bien “en lo que sí coinciden ambos es a la hora de caracterizar a las masas y a la minoría. Tanto Ortega como Nietzsche ven una falta de vitalidad, de espontaneidad (...) también coinciden en definir a la minoría como aquella capaz de crear valores por sí misma y, además, es ésta una necesidad biológica de toda sociedad” (“Una reflexión filosófico-política sobre la idea de masa y elite en el pensamiento de Ortega y Gasset y Nietzsche”, Pensamiento, nº 220, Vol. 58, Enero-Abril 2002, pp. 140-141).

388 La rebelión de las masas (1930), IV, 187-188. 389 Desde el punto de vista de Ortega, las masas rebeldes –el “hombre masa”–

se caracteriza por no reconocer la existencia de desigualdades legítimas entre los distintos individuos y colectividades de acuerdo con el principio de excelencia, y que conforme a la concepción aristocrática orteguiana de la sociedad distinguen inevitablemente entre individuos más cualificados y menos cualificados en relación al grado de desarrollo de sus diferentes virtudes y con respecto a determinadas actividades –lo cual, como vimos en el anterior capítulo, constituye el fundamento de las distinciones orteguianas entre “masa” y “minoría”, “vida noble” y “vida vulgar”, “vida ascendente” y “vida descendente”, individuo magnánimo e individuo pusilánime, etc.

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masas”, puesto que “una y misma cosa con el predominio de las masas

es la vacación de las minorías dirigentes. La masa se niega a ser

dirigida, por creer que se basta a sí misma. Viceversa, las minorías viven

para sí y no se sitúan en actitud de dirigir; se especializan y

bizantinizan”390. Esta falta de responsabilidad por parte de las “minorías”

tiene para Ortega graves consecuencias –y se encuentra en conexión

con la tarea creativa que Ortega les atribuye: “No podrá extrañar que hoy

el mundo parezca vaciado de proyectos, anticipaciones e ideales. Nadie

se preocupó de prevenirlos. Tal ha sido la deserción de las minorías

directoras que se halla siempre al reverso de la rebelión de las

masas”391. Dentro del contexto español, el diagnóstico que Ortega

390 “Revés de almanaque” (1930), II, 722. 391 La rebelión de las masas (1930), IV, 169. Con respecto a la figura del

intelectual, Ortega detecta que “en el ámbito vivaz de todos los pueblos predominan hoy de manera casi exclusiva los intereses de las masas; pertenezcan éstas a una clase social o a otra. No queda, pues, atención pública vacante para contemplar a los intelectuales, valorarlos conforme a una jerarquía de méritos y aplaudir sus actuaciones” (IX, 444). Ortega percibe dentro del contexto europeo el fracaso de los intelectuales en su objetivo de educar a las masas, constatando su pérdida de legitimidad social y la incomunicación existente entre ambos a causa de que “los intelectuales habían cometido el tremendo error de crear una cultura para intelectuales y no para los demás hombres” (“El intelectual y el otro” (1940), V, 511). Dentro del contexto español, V. Cacho Viu se refiere a la constatación por parte de Ortega del fracaso de su generación en la tarea educativa de las “minorías”; de acuerdo con Cacho Viu, en España “el cambio desencadenado entre las minorías cultas no tuvo su debido correlato en una acción educadora masiva, hecha imposible por la impermeabilidad del mundo oficial y aun de amplios sectores sedicentemente tradicionales (...) Ortega y sus coetáneos tenían en mente, como antes los hombres de la Institución, la transformación macroeducativa puesta en marcha por la Tercera República francesa, y gracias a la cual el correcto manejo del propio idioma y un mínimo bagaje cultural, extendidos ambos a capas relativamente amplias de la población, constituían ya, antes de la guerra del 14, el sustrato de una nueva manera de entender el patriotismo. En la estructura educativa española (...), tareas culturales, bien privadas como las promovidas por Ortega, o las igualmente limitadas al sector cultivado del país que desarrollaba la Junta para Ampliación de Estudios, corrían el peligro cierto, mientras sus frutos no se abrieran vía a través del analfabetismo ambiente, de ahondar aún más el gapque distanciaba minoría y masa. La conciencia de ese efecto contraproducente, que puede sonar paradójico, pero que se dio en la práctica, empujó desde muy joven a Ortega, pese a su pronunciada astenia política (...), a interesarse por los avatares inmediatos de la gobernación pública” (V. Cacho Viu, “El compromiso público de Ortega en la España de su tiempo”, en V. Cacho Viu, Los intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 58-59). P. Cerezo señala del siguiente modo la motivación de Ortega al escribir La rebelión de las masas: “Ortega repite insistentemente que la otra cara de la rebelión de las masas, coextensiva y simultánea a ella, es la traición de las minorías, que renuncian por desencanto, cobardía o complicidad a una función social y culturalmente directiva. Si en 1914 había convocado a su generación a la empresa de una educación cívica del país, inaugurando un movimiento intelectual en favor de la cultura, y en 1921 reconocía con amargura, en España invertebrada, que su generación no había sabido estar a la altura de esta exigencia, todavía entre 1926-28, cuando parecía adivinarse un nuevo tiempo político con la extenuación y

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presenta en España invertebrada (1922) es precisamente la ausencia de

minorías ejemplares, de ahí que para la Liga de Educación Política (LEP)

liderada por Ortega, en España “es lo primero fomentar la organización

de una minoría encargada de la educación política de las masas”392. De

ahí precisamente el título de su obra España invertebrada, y es al mismo

tiempo un diagnóstico: una España no vertebrada adecuadamente de

acuerdo con la dialéctica entre “minorías” y “masas” propuesta por

Ortega.

La deserción de las minorías se produce con respecto a la

responsabilidad de ejercer la función social de ejemplaridad que según

Ortega les corresponde como tales “minorías” o individuos especialmente

cualificados –su función de agentes educadores, de transmisión de

conocimiento y entusiasmo por los valores democráticos, su tarea

creativa de invención de nuevos modos de ver el mundo y de actuar en

él, de proyectos colectivos novedosos que respondan a los problemas y

necesidades que demanda la sociedad, etc. En este caso, sí existen

minorías ejemplares, pero no cumplen con su capacidad creadora,

descrédito de la Dictadura primorriverista, tenía Ortega fe bastante para hacer un llamamiento desesperado a la responsabilidad intelectual y cívica de los hombres de su generación” (P. Cerezo, “De la melancolía liberal al ethos liberal. En torno a La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset”, Endoxa, vol. 12, nº 1, 2000, pp. 336-337).

392 Vieja y nueva política (1914), I, 302. Para Ortega “la gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas” (España invertebrada (1922), III, 128), por lo que afirma que, en el caso de España, “no es la cuestión imponer una minoría mejor, sino crearla, porque no existe. Y esa creación de hombres mejores no es principalmente faena política, sino social” (“Ideas políticas” (1922), XI, 18). En opinión de Ortega, en España “nuestras clases mal llamadas directoras han carecido de la fuerza ideal, de la ciencia y del deseo de acabar con una situación colectiva de cuya miseria vivían” (“Liga de Educación Política” (1912), X, 246), de tal modo que “una de las desdichas profundas de nuestra España, sobre todo de la actual, es la escasez de almas sustancialmente aristocráticas. Su hueco lo ha ocupado el espíritu «señoritil»” (“Sobre la «frase huera»” (1931), XI, 164): “En España no se advierte el influjo de las clases encargadas, donde quiera, de movilizar con su fecunda inquietud, con su capacidad de entusiasmo por lo mejor inexistente, la inercia de la gran masa petit-bourgeoise. Falta la aristocracia. El aristócrata celtíbero de ambos sexos es un pequeño burgués que juega al golf y se somete a la moral angosta y anquilosada del comerciante y el empleado. Falta la clase intelectual –escritores, artistas, médicos, ingenieros– que sacuda los lomos de la raza (...) con la materia elástica de sus ideas. Falta el obrero que perturbe la beatitud de los inertes, con la ostentación frenética de su esencial tragedia (...) España es el paraíso de la pequeña burguesía. Y mientras sea así, no se podrá soñar con reforma alguna” (“Vaguedades” (1925), XI, 52). Cf. I, 105-106; III, 107 y 125).

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161

crítica, inspiradora, etc., pues no están dispuestas, utilizando los

términos del mito platónico, a volver a entrar en la caverna y asumir la

responsabilidad moral que les corresponde de acuerdo con su capacidad,

con el fin de ayudar a salir de allí a los que todavía se encuentran en el

mundo de las sombras, transmitiéndoles su saber y sus virtudes morales

a través de la paideia. De acuerdo con H. Carpintero, para Ortega “las

minorías han desertado, esto es, han abandonado su misión de proyectar

y proponer programas de acción común en que los demás pudieran

tomar parte; han perdido, quizá más que nada, un sentido crítico ante las

transformaciones del progreso. La confianza en el progreso, o mejor, la

confianza en la inevitabilidad e irreversibilidad del progreso, su seguridad

en el mismo, ha llevado a una pérdida de la «alerta», de la «agilidad» y

«eficacia» de esas minorías”393. La ausencia o deserción de las minorías

constituye en definitiva un síntoma de que el ideal de excelencia no

ocupa en la escala de valores de la sociedad española y europea el lugar

que tendría que corresponderle en orden a alcanzar el progreso y

perfeccionamiento social e individual que según Ortega debe cumplir

toda política: “Las épocas de decadencia son las épocas en que la

minoría directora de un pueblo –la aristocracia– ha perdido sus

cualidades de excelencia, aquellas precisamente que ocasionaron su

elevación”394.

Aunque Ortega sostiene que la “rebelión de las masas” es un

fenómeno “de una absoluta novedad en la historia de nuestra

civilización”395, y que “jamás, en todo su desarrollo, ha acontecido nada

parejo”396, establece sin embargo cierto paralelismo entre este fenómeno

y lo que sucedió durante el Bajo Imperio romano: “Si hemos de hallar

algo semejante [a la “rebelión de las masas”], tendríamos que brincar

fuera de nuestra historia y sumergirnos en un orbe, en un elemento vital,

completamente distinto del nuestro; tendríamos que insinuarnos en el

mundo antiguo y llegar a su hora de declinación. La historia del Imperio

romano, es también la historia de su subversión, del imperio de las

393 Op. Cit., p. 123. 394 España invertebrada (1922), III, 97. 395 La rebelión de las masas (1930), IV, 149. 396 Id.

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masas, que absorben y anulan las minorías dirigentes y se colocan en su

lugar”397.

En todo caso, el fenómeno de la “rebelión de las masas” tiene para

Ortega, como veremos, un carácter radicalmente ambiguo, puesto que

presenta una cara o vertiente positiva a la vez que otra negativa, de ahí

que la figura que presenta tenga una forma “equívoca”, como si fuera un

“signo de interrogación”:

Rechazo, pues, igualmente, toda interpretación de nuestro tiempo que no descubra la significación positiva oculta bajo el actual imperio de las masas y las que lo aceptan beatamente, sin estremecerse de espanto. Todo destino es dramático y trágico en su profunda dimensión. Quien no haya sentido en la mano palpitar el peligro del tiempo, no ha llegado a la entraña del destino (...) En el nuestro, el ingrediente terrible lo pone la arrolladora y violenta sublevación moral de las masas, imponente, indominable y equívoca como todo destino. ¿Adónde nos lleva? ¿Es un mal absoluto o un bien posible? ¡Ahí está, colosal, instalada sobre nuestro tiempo como un gigante, cósmico signo de interrogación, el cual tiene siempre una forma equívoca, con algo, en efecto, de guillotina o de horca, pero también con algo que quisiera ser un arco triunfal!398

397 Id. “También fue aquel un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad”, señala Ortega respecto al Bajo Imperio romano, para quien el predominio del latín vulgar constituye un “testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones»” que defienden autores como G. Humboldt y J. S. Mill (“Prólogo para franceses” (1937), IV, 128-130). Ortega también encuentra similitudes entre la “hiperdemocracia” que ve crecer en su tiempo y la degeneración de la democracia clásica griega bajo el poder de los demagogos: “Es, en efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a manos de esta fauna repugnante (...) La demagogia esencial del demagogo está dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demogogia es una forma de degeneración intelectual” (Ibid., 133).

398 La rebelión de las masas (1930), IV, 151.

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163

2.2. El “hombre-masa”

Ortega señala que el análisis que desarrolla en La rebelión de las

masas “es sólo una primera aproximación al problema del hombre

actual”399, a la “anatomía del hombre hoy dominante”400, del tipo de

individuo que impera en el horizonte europeo del primer tercio del siglo

XX, al que Ortega categoriza bajo la denominación de “hombre-masa”401.

Ortega explicita del siguiente modo cuál ha sido el criterio que ha

utilizado en esta “caracterización del hombre medio que hoy va

adueñándose de todo”402: “He medido al hombre medio actual en cuanto

399 Ibid., 131. 400 Ibid., 138. 401 S. Giner atribuye el origen del término “hombre-masa” a la obra de teatro

Masse-Mensch publicada por Ernest Toller en 1920, si bien este dramaturgo, como señala Giner, “usó el término en un sentido laudatorio, con el sentido opuesto que Ortega le dio” (S. Giner, Sociedad masa: Crítica del pensamiento conservador,Península, Barcelona, 1979, pp. 129-130).

402 Ibid., 139. Al igual que las categorizaciones de “masa” y “minoría”, Ortega advierte que el “hombre-masa” se encuentra en todas las clases sociales. T. Mermall considera sin embargo que con la categorización de “hombre-masa”, Ortega se refiere fundamentalmente al burgués –y no al obrero (J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 169, n. 102 de T. Mermall). También es de la misma opinión H. Carpintero (Op. Cit., p. 127). Igualmente, Saul Bellow considera que “el hombre-masa de Ortega es descendiente del burgués que pintaron los autores decimonónicos: el pequeño comerciante y los tipos provincianos de Stendhal, el Homais de Flaubert, los adoradores de Baal que pinta Dostoievsky. Estos escritores son algunos de los predecesores de Ortega y, en parte, él ve el siglo XX desde su perspectiva: ve un tipo humano disminuido y fatalmente desfigurado, una nueva fuerza en el mundo que suma cientos de millones de individuos y que ha llegado a dominar la civilización moderna” (S. Bellow, “Prólogo a La rebelión de las masas” (1985), Revista de Estudios Orteguianos, nº 3, 2001, pp. 299-300). Así se puede interpretar a través de algunos pasajes de La rebelión de las masas, como por ejemplo cuando, después de anunciar que el individuo dominante de la época es el “hombre-masa”, Ortega señala: “Quién ejerce hoy el poder social? ¿Quién impone la estructura de su espíritu en la época? Sin duda, la burguesía” (IV, 216); en otro pasaje publicado en El Sol aunque no incluido finalmente en La rebelión de las masas, Ortega identifica el prototipo del actual “hombre-masa” con el hijo heredero del burgués: “Sería mucho menos inexacto de lo que al pronto pudiera parecer definir el tiempo presente como la época del «señorito satisfecho». A la burguesía que rigió el siglo XIX han sucedido no los obreros, como pudo incautamente creerse hace cincuenta años, sino los hijos de los burgueses. Y lo curioso del caso es que estos hijos de los burgueses no son burgueses, (...) sino hijos de burgueses –una especie nueva de hombres–. (...) Son los nuevos hijos-d´algo; pero muy distintos de aquellos que fueron hijos de noble. Estos lo son de los burgueses, de los que crearon en faena milenaria de hormigas occidentales la civilización europea. Y estos niños no se ocupan en otra cosa que en dilapidar esa fortuna recibida, en sabotear la civilización. Todos. No sólo los que dan a sus gestos un cariz político –comunista o fascista–, no sólo los que operan desde la literatura, sino todos. Las excepciones que fuera justo hacer son individuales y no de grupo o clase. Sabotean la civilización en cada uno de sus actos, cualesquiera que estos sean, porque en vez

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164

a su capacidad para continuar la civilización moderna y en cuanto a su

adhesión a la cultura”403.

Desde el punto de vista de Ortega, el “hombre-masa” constituye

una nueva modalidad de individuo y se corresponde con el tipo

dominante de individuo europeo del primer tercio del siglo XX: “En

nuestro tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide”404. De

acuerdo con el filósofo, el “hombre-masa” se distingue de la “masa” en

que, a diferencia de ésta, no reconoce la ejemplaridad en la excelencia

de las “minorías” y actúa en consecuencia; se trata, pues, de la “masa”

que se ha rebelado contra su propia condición de “masa”, siguiendo la

teoría aristocrática del autor. Para Ortega, el “hombre-masa” se

caracteriza precisamente por su amoralidad405, por su rechazo a

reconocer cualquier instancia superior a él, reivindicando el derecho a la

de usar de ella abusan de ella. Y es abusar beneficiar de una cosa sin responsabilizarse de esa cosa, sin prestarle adhesión” (“La época del «señorito satisfecho»”, El Sol, 1930, incluido en la edición de T. Mermall de La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 374).

403 Id. H. Carpintero destaca “el carácter histórico y social que domina en el diagnóstico orteguiano” sobre la “rebelión de las masas” y el “hombre-masa”, puesto que “la aparición del tipo humano de «hombre-masa» resulta de ciertas estructuras sociales dominantes en las sociedades europeas” (H. Carpintero, “Ortega y su psicología del hombre-masa”, en VVAA: Un siglo de Ortega y Gasset,Mezquita, Madrid, 1984, p. 119). En opinión de este autor, Ortega desarrolla en La rebelión de las masas el análisis de “un tipo humano, una variedad cualitativa de hombre” (Ibid., p. 124), una modalidad de “personalidad social básica, la personalidad que podríamos designar como antiliberal. Adelantándose en el tiempo a otros estudios en esa misma línea, como los de Reich, Fromm y Adorno, (...) Ortega llevó a cabo en su libro una delineación acabada de un tipo de personalidad social que ha sido objeto de múltiples análisis por su implicación en los acontecimientos que han marcado la historia contemporánea” (Ibid., p. 117). En este sentido, para H. Carpintero el “hombre-masa” analizado por Ortega constituye “un «modo de ser hombre», un cierto esquema genérico que se reitera en formas concretas individuales” (Ibid., p. 120), el cual se identifica con “la personalidad anti-liberal, o la personalidad reaccionaria” (Ibid., p. 128). Asimismo, H. Carpintero relaciona el análisis orteguiano del “hombre-masa” con los estudios sobre “personalidad básica” de R. Linton, G.Le Bon, S. Freud, A. Adler, W. Reich, E. Fromm, si bien considera que la proximidad más interesante en relación al “hombre-masa” orteguiano se encuentra en la obra conjunta de T. Adorno, D. Levinson, E. Frenkel-Brunswick y R. Nevitt Sanford sobre La personalidad básica (1950).

404 La rebelión de las masas (1930), IV, 171. J. San Martín señala en este sentido que “la «rebelión» del libro de Ortega se refiere (...) a la extensión, hasta llegar a ser predominante, de un modo de ser hombre que hace que las decisiones del conjunto de la sociedad sean acordes con ese modelo que predomina” (J. San Martín, Op. Cit., p. 202).

405 Se trata de una “amoralidad” que se convierte a juicio de Ortega en “inmoralidad”, en “la norma de negar toda moral, y esto no es amoral, sino inmoral. Es una moral negativa que conserva de la otra la forma o hueco” (La rebelión de las masas (1930), IV, 278).

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vulgaridad y a la mediocridad y tratando de imponer sus opiniones sin

necesidad de dar razones. Su aparición constituye así para Ortega un

síntoma característico de la degradación moral y cultural que acompaña

a la “hiperdemocracia”.

El “hombre-masa” se caracteriza igualmente por su esencial

hermetismo, así como por su conformismo y rechazo del ideal de

excelencia, pues no admite ninguna norma que esté por encima de sus

opiniones y apetitos del momento. Por ello Ortega sostiene que “se trata

precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a

ninguna instancia superior”406, a diferencia del individuo excelente o

ejemplar:

Más el hombre que analizamos se habitúa a no apelar de sí mismo a ninguna instancia fuera de él. Está satisfecho tal y como es. Ingenuamente, sin necesidad de ser vano, como lo más natural del mundo, tenderá a afirmar y dar por bueno cuanto en sí halla: opiniones, apetitos, preferencias o gustos. ¿Por qué no, si, según hemos visto, nada ni nadie le fuerza a caer en la cuenta de que él es un hombre de segunda clase, limitadísimo, incapaz de crear ni conservar la organización misma que da a su vida esa amplitud y contentamiento, en los cuales funda tal afirmación de su persona? Nunca el hombre-masa hubiera apelado a nada fuera de él si la circunstancia no le hubiese forzado violentamente a ello. Como ahora la circunstancia no le obliga, el eterno hombre-masa, consecuente con su índole, deja de apelar y se siente soberano de su vida. En cambio, el hombre selecto o excelente está constituido por una íntima necesidad de apelar de sí mismo a una norma más allá de él, superior a él, a cuyo servicio libremente se pone. Recuérdese que al principio distinguíamos al hombre excelente del hombre vulgar diciendo: que aquél es el que se exige mucho a sí mismo, y éste, el que no se exige nada, sino que se contenta con lo que es y está encantado consigo.407

Además de su hermetismo, el “hombre-masa” se caracteriza

también, en consonancia con los rasgos típicos de la mentalidad

totalitaria, por su rechazo al diálogo, a la tolerancia y al pluralismo. Se

trata de un tipo de individuo que “no quiere dar razones ni tener razón,

sino que, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones”408.

El “hombre-masa” se caracteriza según Ortega por su radical

dogmatismo, por tener “las «ideas» más taxativas sobre cuanto acontece

406 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 131. 407 La rebelión de las masas (1930), IV, 181. Cf. Ibid., IV, 186-187. 408 Ibid., 189.

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y debe acontecer en el universo. Por eso ha perdido el uso de la

audición. ¿Para qué oír, si ya tiene dentro cuanto hace falta? Ya no es

sazón de escuchar, sino, al contrario, de juzgar, de sentenciar, de

decidir. No hay cuestión de vida pública donde no intervenga, ciego y

sordo como es , imponiendo sus «opiniones»”.409

He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón. Yo veo en ello la manifestación más palpable del nuevo modo de ser las masas, por haberse resuelto a dirigir la sociedad sin capacidad para ello. En su conducta política se revela la estructura del alma nueva de la manera más cruda y contundente, pero la clave está en el hermetismo intelectual. El hombre medio se encuentra con “ideas” dentro de sí, pero carece de la función de idear. Ni sospecha siquiera cuál es el elemento sutilísimo en que las ideas viven. Quiere opinar, pero no quiere aceptar las condiciones y supuestos de todo opinar (...) Tener una idea es creer que se poseen razones de ella, y es, por tanto, creer que existe una razón, una orbe de verdades inteligibles. Idear, opinar, es una misma cosa con apelar a tal instancia, supeditarse a ella, aceptar su Código y su sentencia, creer, por tanto, que la forma superior de la convivencia es el diálogo en que se discuten las razones de nuestras ideas. Pero el hombre-masa se sentiría perdido si aceptase la discusión, e instintivamente repudia la obligación de acatar esa instancia suprema que se halla fuera de él. Por eso, lo “nuevo” es en Europa “acabar con las discusiones”, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia. Esto quiere decir que se renuncia a la convivencia de cultura, que es una convivencia bajo normas, y se retrocede a una convivencia bárbara. Se suprimen todos los trámites normales y se va directamente a la imposición de lo que se desea.410

De este modo, el hermetismo hacia cualquier instancia superior que

según Ortega caracteriza al “hombre-masa”, su indiferencia hacia los

principios esenciales de la democracia, llevan a que su modo específico

de actuación sea fundamentalmente a través de la acción directa, esto

es, la imposición a través de la fuerza y la violencia de sus opiniones e

intereses particulares411. Así pues, en la “hiperdemocracia”, sostiene

Ortega, “la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales

presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos”412. Por lo tanto, la

“rebelión de las masas” contradice el principio de voluntad de

409 Ibid., 188. 410 Ibid., 189-190. 411 Ibid., 190-191. “Toda la convivencia humana –afirma Ortega– va cayendo

bajo este nuevo régimen en que se suprimen las instancias indirectas. En el trato social se suprime la «buena educación». La literatura, como «acción directa», se constituye en el insulto” (Ibid., 191).

412 Ibid., 148.

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167

convivencia y de respeto a la legalidad, a los derechos y libertades

individuales, característicos de la “acción indirecta” que define el modelo

orteguiano de democracia.

Desde el punto de vista de Ortega, el “hombre-masa” hace su

aparición en el siglo XX y, aunque “es muy distinto del que dirigió al siglo

XIX (...) fue producido y preparado en el siglo XIX”413, fruto del

crecimiento del nivel de vida que fue posibilitado por los avances

políticos y técnicos –la democracia liberal, la experimentación científica y

el industrialismo–, en virtud de los cuales “se crea un nuevo escenario

para la existencia del hombre, nuevo en lo físico y en lo social”414. El

hecho de haber nacido en un mundo lleno de comodidades y facilidades

de todo tipo (materiales, legales, políticas, etc.) en comparación con las

generaciones precedentes, ha dado lugar según Ortega a que el

individuo medio europeo con el que da comienzo el siglo XX tienda a

considerar que los grandes logros de la civilización que han hecho

posible todas esas comodidades de las que ahora disfruta sean algo

“natural”, algo que le es dado sin más, sin que conlleve ningún grado de

responsabilidad para su mantenimiento y perfeccionamiento. Como

consecuencia, señala Ortega, a estos individuos dominantes de la época

“no les preocupa más que su bienestar y al mismo tiempo son

insolidarias con las causas de ese bienestar. Como no ven en las

ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo

con grandes esfuerzos y cautelas se puede sostener, creen que su papel

se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos

nativos”415. De ahí que Ortega identifique al “hombre-masa” del momento

413 Ibid., 175. 414 Ibid., 176-177.415 Ibid., 179. Como advierte Ortega, la civilización no es algo natural, sino una

construcción humana que requiere de la participación de todos para poder sostenerse y progresar: “La civilización no está ahí, no se sostiene a sí misma. Es artificial y requiere un artista o artesano. Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted de sostener la civilización...se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. ¡Un descuido, y cuando mira usted en derredor todo se ha volatilizado! Como si hubiesen recogido unos tapices que tapaban la pura Naturaleza, reaparece repristinada la selva primitiva” (Ibid., 201). H. Carpintero relaciona el análisis orteguiano sobre esta cuestión con Rousseau y la reflexión de este autor en torno a las consecuencias morales del progreso técnico y científico: “Los nuevos hombres han podido sentir el orgullo que proporcionan los múltiples modos de dominio de la naturaleza, pero no han sido educados en su correspondiente responsabilidad. La

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168

con los arquetipos afines del “niño mimado”, el “señorito satisfecho” y el

“hijo de familia”, dada su carencia de memoria histórica y su convicción

de que sólo tiene derechos y ninguna obligación.

Antes, aun para el rico y poderoso, el mundo era un ámbito de pobreza, dificultad y peligro. El mundo que desde el nacimiento rodea al hombre nuevo no le mueve a limitarse en ningún sentido, no le presenta veto ni contención alguna, sino que, al contrario, hostiga sus apetitos, que, en principio, pueden crecer indefinidamente. Pues acontece –y esto es muy importante– que ese mundo del siglo XIX y comienzos del siglo XX no sólo tiene las perfecciones y amplitudes que de hecho posee, sino que además sugiere a sus habitantes una seguridad radical en que mañana será aún más rico, más perfecto y más amplio, como si gozase de un espontáneo e inagotable crecimiento. (...) Se cree en esto lo mismo que en la próxima salida del sol (...) Porque, en efecto, el hombre vulgar, al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la Naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación. Menos todavía admitiría la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rapidísimamente la magnífica construcción.

Esto nos lleva a apuntar en el diagrama psicológico del hombre-masa actual dos primeros rasgos: la libre expansión de sus deseos vitales, por tanto, de su persona, y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia. Uno y otro rasgo componen la conocida psicología del niño mimado. Y, en efecto, no erraría quien utilice ésta como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales. Heredero de un pasado larguísimo y genial –genial de inspiraciones y de esfuerzos–, el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. Mimar es no limitar los deseos, dar la impresión a un ser de que todo le está permitido y a nada está obligado. La criatura sometida a este régimen no tiene la experiencia de sus propios confines. A fuerza de evitarle toda presión en derredor, todo choque, con otros seres, llega a creer efectivamente que sólo él existe, y se acostumbra a no contar con los demás, sobre todo a no contar con nadie como superior a él. Esta sensación de la superioridad ajena (...) le hubiese obligado a renunciar a un deseo, a reducirse, a contenerse (...) Al hombre medio de otras épocas le enseñaba cotidianamente su mundo esta elemental sabiduría, porque era un mundo tan toscamente organizado, que las catástrofes eran frecuentes y no había en él nada seguro, abundante ni estable. Pero las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y además seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto sin que nosotros lo hayamos subido al hombro. Ningún ser humano agradece a otro el aire que respira, porque el aire no ha sido fabricado por nadie: pertenece al conjunto de lo que “está ahí”, de lo que decimos “es natural”, porque no falta. Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural.

formación técnica ha ido por un lado, y por otro ha ido la formación moral y personal. El viejo tema de Rousseau acerca de las consecuencias morales del progreso reaparece, sorprendentemente, en un sesgo particular. La civilización, aquí, ha producido formas humanas deficientes y anómalas” (Op. Cit., pp. 122-123).

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Mi tesis es, pues, esta: la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza.416

Desde el punto de vista de Ortega, el “hombre-masa” es “el niño

mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se

comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la

civilización –las comodidades, la seguridad; en suma, las ventajas de la

civilización”417. Como hemos visto, de acuerdo con este filósofo el

“hombre-masa” disfruta de las ventajas de la civilización como si éstas

fueran un derecho “natural”, pero no está dispuesto a asumir la carga y la

responsabilidad de los deberes que implica, puesto que no es consciente

del enorme esfuerzo humano que ha supuesto la creación de esos

productos culturales, pues “este hombre masa es el hombre previamente

vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado”418. En este

416 La rebelión de las masas (1930), IV, 177-179. 417 Ibid., 208. 418 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 121. Y es, por tanto, un individuo

deshumanizado, teniendo en cuenta la condición histórica que Ortega atribuye al ser humano: “La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal y como es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre, que vuelve al galope». El pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos” (Ibid., 125). La gravedad de la pérdida de la memoria histórica que caracteriza al “hombre-masa” queda así patente en la afirmación orteguiana de que “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene...historia” (Historia como sistema y del Imperio romano (1941), VI, 41): todo individuo, señala Ortega, “verá en su propio e instantáneo hoy, actuando y viviente, el escorzo de todo pasado humano. Porque no puede aclararse el ayer sin el anteayer, y así sucesivamente. La historia es un sistema –el sistema de las experiencias humanas, que forman una cadena inexorable y única” (Ibid., 43). De acuerdo con la teoría orteguiana de la razón histórica, el conocimiento del pasado histórico constituye un saber fundamental, puesto que “el pasado es la fuerza viva y actuante que sostiene nuestro hoy. No hay actio in distans. El pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí. El pasado soy yo –se entiende, mi vida” (Ibid., 44). Desde el punto de vista de Ortega, la conciencia histórica es imprescindible para no volver a repetir los errores del pasado: “Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella” (La rebelión de las masas (1930), IV, 206). Ortega señala en este sentido “cómo cabe recibir del pasado, ya que no una orientación positiva, ciertos consejos negativos. No nos dirá el pretérito lo que debemos hacer, pero sí lo que debemos evitar” (La rebelión de las masas (1930), IV, n. 1, 170). Se trata así de tener en cuenta el pasado, no para instalarse definitivamente en él –que es la actitud del reaccionario y del conservador, que Ortega critica duramente–, sino precisamente para superarlo y orientar la existencia hacia la construcción de un nuevo futuro para la sociedad humana: “Hay que libertar, por fin, al hombre de su pasado y hacer que la existencia gravite hacia el futuro” (“La rebelión de las masas, X. Primitivismo e historia”, El Sol, 24 de noviembre de 1929. Como indica D. Hernández Sánchez, el párrafo donde se localiza esta frase fue suprimido a partir

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sentido, Ortega compara al “hombre-masa” con el aristócrata heredero,

ambos “modos deficientes de ser hombre”, condenados a falsificar su

vida a pesar de vivir en una superabundancia de medios:

Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar con la escasez. Pero no hay tal. (...) basta recordar el hecho siempre repetido que constituye la tragedia de toda aristocracia hereditaria. El aristócrata hereda, es decir, encuentra atribuidas a su persona unas condiciones de vida que él no ha creado, por tanto, que no se producen orgánicamente unidas a su vida personal y propia. Se halla al nacer instalado, de pronto y sin saber cómo, en medio de su riqueza y de sus prerrogativas. Él no tiene, íntimamente, nada que ver con ellas, porque no vienen de él. Son el caparazón gigantesco de otra persona, de otro ser viviente, su antepasado. Y tiene que vivir como heredero, esto es, tiene que usar el caparazón de otra vida. ¿En qué quedamos? ¿Qué vida va a vivir el “aristócrata” de herencia, la suya o la del prócer inicial? Ni la una ni la otra. Está condenado a representar al otro, por tanto, a no ser ni el otro ni él mismo. Su vida pierde, inexorablemente, autenticidad, y se convierte en pura representación o ficción de otra vida. La sobra de medios que está obligado a manejar no le dejan vivir su propio y personal destino, atrofia su vida. (...) Así, en el “aristócrata” heredero toda su persona se va envagueciendo por falta de uso y esfuerzo vital. El resultado es esa específica bobería de las viejas noblezas (...) –el interno y trágico mecanismo que conduce a toda aristocracia hereditaria a su irremediable degeneración.419

Y esto es justamente lo que según Ortega le ha ocurrido al

“hombre-masa”, que “más que un hombre, es sólo un caparazón de

hombre constituido por meros idola fori; carece de un «dentro», de una

intimidad suya, inexorable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí

que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene

sólo apetitos, cree que sólo tiene derechos y no cree que tiene

obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga –sine nobilitate–,

snob”420. Pues para Ortega “toda vida es lucha, el esfuerzo para ser sí

misma”, de tal manera que los ideales de vitalidad, autenticidad,

excelencia, etc., necesitan para su desarrollo que el individuo se

encuentre en su circunstancia con ciertas dificultades vitales, que son

precisamente las que al tratar de superarlas le van a posibilitar el

de la primera edición del libro en 1930 (Cf. Ortega, La rebelión de las masas,Edición de D. Hernández Sánchez, Tecnos, Madrid, 2003, n. 306, p. 231).

419 La rebelión de las masas (1930), IV, 208-209. 420 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 121.

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desarrollo de sus capacidades más elevadas421, lo que a juicio del

filósofo no es posible en un entorno como el de principios del siglo XX en

donde reina la superabundancia en comparación con el siglo

precedente422. De modo similar, Ortega traza paralelismos entre el

arquetipo del hombre-masa y el señorito satisfecho o el hijo de familia:

Esto, pienso, hace ver con suficiente claridad la anormalidad superlativa que representa el “señorito satisfecho”. Porque es un hombre que ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana. En efecto: esta ilusión se hace el “hijo de familia”. Ya sabemos por qué: en el ámbito familiar, todo, hasta los mayores delitos, puede quedar, a la postre, impune (...) el “señorito” es el que cree poder comportarse fuera de casa como en casa, el que cree que nada es fatal, irremediable e irrevocable. Por eso cree que puede hacer lo que le dé la gana.423

Sin embargo, con esa actitud vital de “hacer lo que les da la gana”,

el “señorito satisfecho” u “hombre-masa” renuncia a desarrollar su

libertad, su excelencia y autenticidad –y, por tanto, sus posibilidades de

felicidad. Como vimos anteriormente, el concepto orteguiano de libertad

implica además de derechos, también deberes, obligaciones y esfuerzo

por alcanzar los ideales propuestos. El principio de libertad significa en

última instancia para Ortega la libertad para elegir, de entre las

diferentes opciones que presenta en cada momento la circunstancia,

aquella que representa “lo mejor”, en consonancia por tanto con los

ideales de excelencia y autenticidad; se trata, pues, de elegir

421 “Las dificultades con las que tropiezo –afirma Ortega– para realizar mi vida son, precisamente, lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática” (La rebelión de las masas (1930), IV, 208-209).

422 De acuerdo con Ortega, “la vida humana ha surgido y ha progresado sólo cuando los medios con que contaba estaban equilibrados por los problemas que sentía” (Ibid., 210). Ortega advierte que “no se confunda el aumento, y aun la abundancia de medios con la sobra. En el siglo XIX aumentaban las facilidades de vida, y ello produce el prodigioso crecimiento –cuantitativo y cualitativo– de ella (...). Pero ha llegado un momento en que el mundo civilizado, puesto en relación con la capacidad del hombre medio, adquiría un cariz sobrado, excesivamente rico, superfluo. Un sólo ejemplo de esto: la seguridad que parecía ofrecer el progreso (=aumento siempre creciente de ventajas vitales) desmortalizó al hombre medio, inspirándole una confianza que es ya falsa, atrófica, viciosa” (Ibid., n. 1, 209).

423 Ibid., 211. “No podía comportarse de otra manera –sostiene Ortega– este tipo de hombre nacido en un mundo demasiado bien organizado, del cual sólo percibe las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima, porque es «civilización» –esto es, una casa–, y el «hijo de familia» no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar instancias externas superiores a él y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino” (Ibid., 215).

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precisamente aquéllo que cada uno “tiene que ser”, es decir, elegir “el

mejor de sí mismo”, cumpliendo de este modo con su vocación y destino.

Este “deber ser” choca frontalmente con la amoralidad característica del

“señorito satisfecho” y del “hombre-masa”, que piensan que tienen

derechos pero no obligaciones, que carecen de proyectos vitales de

futuro y de la capacidad de esfuerzo y sentido de la responsabilidad

necesarios para llevar a su cumplimiento un ideal424. Las consecuencias

son necesariamente la inautenticidad, la falsificación de la vida, la

desmoralización y degradación moral: “Envilecimiento, encanallamiento,

no es otra cosa que el modo de vida que le queda al que se ha negado a

ser el que tiene que ser. Este su auténtico ser no muere por eso, sino

que se convierte en sombra acusadora, en fantasma, que le hace sentir

constantemente la inferioridad de la existencia que lleva respecto a la

que tenía que llevar. El envilecido es el suicida superviviente”425. Pues,

como señala Ortega en relación al “señorito satisfecho”:

No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; peor eso no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío –la voluntad–.Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de nuestro destino. (...) Pero el destino –lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser– no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos. El destino no consiste en aquello que tenemos ganas de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.426

424 De acuerdo con J. Lasaga, el “hombre-masa” “habita un paisaje del que ha desaparecido cualquier forma de resistencia. Esto le volverá ingrato, indócil, hermético y caprichoso. Estas con las cuatro notas con que Ortega describe el éthos del hombre-masa. La ingratitud le impedirá apreciar el valor de las cosas y el esfuerzo de los demás; la indocilidad no le permitirá advertir que sus derechos tienen una contrapartida de deberes; el hermetismo le convertirá en una burbuja aislada que respira únicamente el aire enrarecido de su propia subjetividad, incapaz de comprender que vive en un mundo en que los puntos de vista de los prójimos son tan adecuados como el propio; y el capricho le convencerá de que la libertad es una experiencia privada, autista, consistente en satisfacer sus deseos, por demás ilimitados: libertad sin contrapartidas” (J. Lasaga, Figuras de la vida buena. Ensayo sobre las ideas morales de Ortega y Gasset, Enigma Editores, Fundación de José Ortega y Gasset, 2006, p. 164).

425 La rebelión de las masas (1930), IV, n. 2, 212-213. 426 Ibid., 211-213. De acuerdo con Ortega, “para la persona, como para la

nación, vivir es aceptar el destino, y el destino es siempre único e intransferible” (XI, 149), y consiste en “el repertorio de conflictos que, quiera o no, ha de aceptar”

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Ortega identifica también al “hombre-masa” con el primitivo y el

bárbaro, a causa de su falta de responsabilidad respecto al

mantenimiento de los logros de la civilización y de la cultura de los

cuales hace uso. El “hombre-masa” carece del compromiso de ajustarse

a la verdad, lo que hace de él un “bárbaro”, que es justamente lo más

opuesto a la cultura dentro del pensamiento orteguiano: “Las «ideas» de

este hombre medio no son auténticamente ideas, ni su posesión es

cultura. La idea es un jaque a la verdad. Quien quiera tener ideas

necesita antes disponerse a querer la verdad y aceptar las reglas de

juego que ella imponga. No vale hablar de ideas u opiniones donde no se

admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la

discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura”427,

los cuales son rechazados por el “hombre-masa”.

(...) el hombre hoy dominante es un primitivo, un Naturmenschemergiendo en medio de un mundo civilizado. Lo civilizado es el mundo, pero su habitante no lo es: ni siquiera ve en él la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza. El nuevo hombre desea el automóvil y goza de él, pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico. En el fondo de su alma desconoce el carácter artificial, casi inverosímil, de la civilización (...) El hombre-masa actual es, en efecto, un primitivo, que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización.428

(XI, 152); “el destino es el nombre de lo que el hombre, quiera o no, tiene que aceptar; es el hosco perfil de las crudas faenas que le son inexorablemente impuestas. Es lo contrario de la frivolidad, que cree poder tomar o dejar lo que le viene en gana” (Id.).

427 La rebelión de las masas (1930), IV, 188. 428 Ibid., 196. “El hombre-masa cree –señala Ortega– que la civilización en que

ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipsofacto se convierte en primitivo (...) Los principios en que se apoya el mundo civilizado (...) no existen para el hombre medio actual. No le interesan los valores fundamentales de la cultura, no se hace solidario de ellos, no está dispuesto a ponerse a su servicio” (Ibid., 202). J. San Martín relaciona el núcleo de la barbarie que describe Ortega con la creencia en el progreso característica de la Modernidad y la deserción de las minorías: “En primer lugar, el núcleo de la barbarie está en considerar lo cultural, la convivencia, como algo definitivo que no necesita especial cuidado, especial cultivo. Es algo natural. esto supone un olvido trágico –por las consecuencias que puede tener– de lo que es la vida humana; indica una pérdida de contacto con la raíz radicalmente histórica que constituye la vida humana. Esta pérdida de la memoria, que de eso se trata, no es casual sino que procede de dos o tres siglos de creencia en el progreso, en la seguridad del progreso, propalada por la cultura moderna. Y segundo. Esa fe progresista, que ha embotado la percepción de lo que es la vida humana, procede de que las minorías dirigentes, quizás quienes deberían haber sido los intelectuales, se han entregado a un idealismo racionalista, que quería ver la realidad desde los proyectos e ideales que diseñaba en un laboratorio de experimentación. Las grandes ideas ilustradas se convirtieron en dogmas muertos más allá de la vida histórica concreta que debía encarnarlas y

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174

El “hombre-masa” no muestra según Ortega “la menor solidaridad

íntima con el destino de la ciencia, de la civilización”429, hasta el punto de

que la desproporción entre los beneficios de la civilización de los que

disfruta el “hombre-masa” y su radical desinterés, ingratitud y falta de

responsabilidad hacia la preservación de la cultura es de tal

envergadura, que “el europeo que empieza a predominar –esta es mi

hipótesis– sería relativamente a la compleja civilización en que ha

nacido, un hombre primitivo, un bárbaro emergiendo por escotillón, un

«invasor vertical»”430. De este modo, el tipo de individuo dominante,

producto de la propia civilización, acaba volviéndose contra ella y

poniendo en peligro los propios principios sobre los que se sostiene. Así

lo señala P. Cerezo en su análisis sobre La rebelión de las masas:

No puede sostenerse la civilización por el mero disfrute consumista, si no la mantiene y renueva la fuerza creadora de la cultura, y, a la postre, acabará volviéndose contra ella. Llegado a este punto, el primitivismo del hombre-masa degenera fatalmente en barbarie. No se trata, sin embargo, de meras conjeturas. Mucho de esta barbarie estaba ya en el horizonte histórico cuando escribe Ortega (...) La quiebra del diálogo crítico, -se lamenta Ortega–, deja entonces paso a la acción directa. Y cuando triunfa la acción directa se sacrifica el espíritu de la cultura de Occidente basada en al mediación reflexiva y la comunicación.431

Sin embargo, para Ortega el “hombre-masa” presenta un carácter

ambiguo, una doble faz, positiva y negativa a la vez, como el propio

fenómeno de la “rebelión de las masas”. En este sentido sostiene Ortega

que “este hombre-masa (...) es pura potencia del mayor bien y del mayor

mal”432 y señala “las dos formas puras que en él se mezclan: la masa

normal y el auténtico noble o esforzado”433. Desde mi punto de vista,

también el análisis orteguiano en torno a las conceptualizaciones de

“masa”, “hombre-masa”, “minoría” y “rebelión de las masas” resulta en

ocasiones ambiguo y adquiere en algunos momentos un cariz agresivo

vivificarlas desde ella misma. Esos ideales adquirieron consistencia de cosas, como si ya los tuviéramos ahí como otras realidades” (J. San Martín, Op. Cit., p. 210).

429 La rebelión de las masas (1930), IV, 199.430 Ibid., 200. 431 P. Cerezo, “De la melancolía liberal al ethos liberal. En torno a La rebelión

de las masas de José Ortega y Gasset”, Endoxa, vol. 12, nº 1, 2000, p. 328. 432 La rebelión de las masas (1930), IV, 174. 433 Ibid., 183.

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175

que puede con facilidad distorsionar el significado que Ortega pretendía

darle a estos conceptos. Estoy de acuerdo con la consideración de

autores como T. Mermall y F.J. Martín, quienes argumentan que la

elección de estos términos –al lado de otros como “plebeyismo” o

“jerarquía”, así como determinados adjetivos que Ortega aplica a la

“masa” y al “hombre-masa”– por parte del filósofo español no fue

demasiado afortunada para expresar lo que el filósofo quería decir, sobre

todo teniendo en cuenta los matices peyorativos e incluso

antidemocráticos que dichos términos han ido adquiriendo a lo largo de

la evolución del vocabulario político desde la época de Ortega hasta la

actualidad434. De ahí que su correcta intelección requiera una lectura

434 T. Mermall, autor que ha estudiado en profundidad la retórica orteguiana, considera que “los términos «masas» y «minorías selectas» conllevan en nuestro siglo unas connotaciones políticas y morales de alto voltaje, imágenes que disparan reacciones automáticas en cualquier discurso cultural” (“Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 15), despertando no sólo “la automática indignación de grupos de izquierda altamente politizados, sino que también provocan, por contagio, el recelo de algunos lectores poco familiarizados con la obra orteguiana” (Ibid., p. 18). Mermall considera que “la retórica y el tono empleado por nuestro pensador son en parte responsables de no pocos malentendidos y de las supuestas ambigüedades que algunos críticos encuentran en su obra. (...) Cuando Ortega habla de minorías y masas suele exacerbar la división con adjetivos poco halagüeños para las últimas (...) Aunque dichas expresiones siempre aluden al burgués corriente, satisfecho en su mediocridad, se ha interpretado la intención que las anima como una actitud hostil y altanera contra la clase trabajadora” (Ibid., p. 20). La aparente ambigüedad de la obra orteguiana está en relación con los dos recursos retóricos que de acuerdo con Mermall cobra especial importancia en la obra orteguiana: la ironía y la dialéctica, que conforma en términos de Mermall el método de la “dialéctica irónica”, uno de cuyos procedimientos esenciales es la paradoja: “Al escoger un aspecto de la realidad, o sea, una perspectiva, se suspende la opinión espontánea o recibida (doxa) y se busca otra idea contraria (paradoxa) desde la cual se inicia el movimiento dialéctico. Ironía, paradoja y dialéctica permiten el distanciamiento de toda enunciación categórica; son estrategias retóricas que facilitan la reconciliación del punto de vista individual (el único acceso posible a la realidad) con otras versiones y hacen coincidir perspectiva y conocimiento. Mediante este método el autor evita a la vez el absolutismo, el subjetivismo y el relativismo –los tres obstáculos que dificultan un conocimiento adecuado de la realidad enumerados por Ortega en El tema de nuestro tiempo” (Ibid., p. 77). En relación a la terminología utilizada por Ortega, F.J. Martín señala, concretamente en relación a Españainvertebrada, que “quizá lo que más llame la atención de un lector contemporáneo del texto sea la distancia que le separa del vocabulario orteguiano. Poco tienen que ver nuestros usos actuales de los términos «minoría» y «masa» con el significado político que Ortega y su época les atribuían. Para escuchar la auténtica voz del texto es necesario, pues, saltar por encima del vocabulario específico que el ordenamiento político-internacional salido de la Segunda Guerra Mundial ha consolidado durante la segunda mitad del siglo XX. Sin el cumplimiento de esta operación hermenéutica de respeto del texto, su voz nos llegaría deformada y desvirtuada por el filtro que suponen nuestra actual comprensión de la política y nuestro propio vocabulario político” (F.J. Martín, “Introducción”, en José Ortega y Gasset: España Invertebrada, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, p. 48). Respecto al significado de la aparente equivocidad en algunos puntos de España invertebrada,

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176

imparcial y exenta de prejuicios, atenta al sentido global de la obra

orteguiana, lo que hace también necesaria la contextualización del uso

de estos términos, con el fin de no caer en la “falacia presentista” de la

que hablaSkinner, consistente en atribuir a determinados conceptos

utilizados en el pasado, el significado que estos han ido adquiriendo

hasta el momento presente –de los cuales el autor no es responsable435.

Considero en definitiva que algunos términos empleados por Ortega

como los de “masa”, “minoría”, “plebeyismo”, etc., han quedado

lingüísticamente obsoletos en el contexto actual, pero no así el sentido

fundamental con el que Ortega los utilizaba, que no es otro que la

necesidad de reconocimiento y extensión del ideal de excelencia a todos

los ciudadanos en la medida de lo posible. De ahí la necesidad de

practicar una lectura generosa con Ortega, con el fin de poder penetrar

en aquellos significados e ideas que siguen siendo válidos para pensar

los problemas de las sociedades actuales. Además, desde mi punto de

vista la elección de dichos términos por parte de Ortega está

posiblemente también en relación con el efecto que el filósofo pretendía

F.J. Martín sostiene que “en sus páginas pesan en ocasiones la sospecha de la reforma imposible y la sombra del fracaso del reformismo español, pero Ortega no se abandona a la complacencia del desengaño, ni renuncia a una escritura que tenga voluntad de encarnación política; es más, apuntala la posibilidad del fracaso con un nuevo proyecto de acción política, un proyecto de profundidades y conceptos, no de superficies e impresiones. La circunstancia es crítica, y Ortega no engaña a nadie (...): hay razones tanto para la esperanza cuanto para el desconsuelo. Los hechos son equívocos y las voluntades inciertas” (Ibid., p. 50). En términos similares a T. Mermall y F.J. Martín se expresa M.T. López de la Vieja refiriéndose a Vieja y nueva política: “de una parte, el propósito general que anima el texto, reconstruir la vida política o, en términos más cercanos, devolver el protagonismo a la sociedad civil, constituye un programa de incuestionable validez. Ahora bien, por otra parte, los términos en los cuales se concreta tal propósito pertenecían a un vocabulario, a un contexto intelectual y a una visión de la realidad, no siempre coincidentes con los cambios que han tenido lugar en la sensibilidad política” (M.T. López de la Vieja, “Élites sin privilegio”, en M.T. López de la Vieja (Ed.): Política y sociedad en José Ortega y Gasset. En torno a “Vieja y nueva política”, Anthropos, Barcelona, 1997, p. 142). Por su parte, F. Duque considera que “no siempre es muy consecuente Ortega en sus diversas manifestaciones sobre el sentido de la masa (...) quizá no haya sido muy afortunada la elección de ese término para designar a la parte obediente, «dócil» del pueblo, aunque la noción de masa era entonces fruta del tiempo. Para lo que quiere decir Ortega mejor le habría convenido echar mano del par ordenado aristotélico potentia passiva / potentia activa” (F. Duque, Los buenos europeos. Hacia una filosofía de la Europa contemporánea, Nobel, Oviedo, 2003, n. 30, pp. 310-311).

435 Respecto al contexto en el que Ortega utilizó estos términos, R. Aron señala que “en aquella hora trágica de la historia europea, la especulación intelectual sobre las «masas» y las «elites» pertenecía al Zeitgest, al «espíritu del tiempo»” (R. Aron, “Lectura crítica de La rebelión de las masas”, ABC, Suplemento Literario, Madrid, 6 de Febrero, 1988, p. IX).

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generar en sus lectores –el público español y europeo

fundamentalmente: Ante la situación crítica que caracterizaba a la

sociedad española y europea de la época y la actitud general de

indolencia y pasividad que Ortega percibía en el ambiente, la principal

función de los escritos orteguianos en estas circunstancias, en

coherencia además con su papel de intelectual, no podía ser otra que la

de tratar de despertar conciencias –“provocar” en el buen sentido, en

concordancia con el lema fabiano de “Educar, agitar, organizar”–, paso

previo necesario para poder solventar los graves problemas que

reclamaban una solución urgente en esos momentos –especialmente en

el contexto de la “política de halago a las masas” que según Ortega

había sido predominante en Europa durante todo el siglo XIX. Esta

circunstancia podría también explicar el sentido de los excesos retóricos

en los que cae en ocasiones el filósofo, así como el tono lírico y

vehemente que cobran a veces sus escritos.

Ortega señala como prototipo de “hombre-masa” al científico

especialista, el individuo cualificado dentro de un campo muy concreto,

que pretende ser considerado también como una autoridad en otras

áreas de la vida para las cuales no está realmente cualificado. De

acuerdo con Ortega, estos científicos especialistas “simbolizan, y en gran

parte constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la

causa más inmediata de la desmoralización europea”436. Así, el

especialista es aquel individuo que, siendo excelente en un aspecto muy

concreto de una disciplina determinada, se comporta como si también

gozase de esa excelencia o preparación especial en otros campos de la

vida, para los cuales no está en realidad especialmente cualificado –se

trataría, en términos orteguianos, de una “falsa ejemplaridad”437. A juicio

de Ortega, es la propia evolución de la ciencia hacia la especialización la

que ha convertido automáticamente al científico actual en “hombre-

masa”:

436 R. Aron compara el arquetipo del bárbaro especialista que analiza Ortega con los “especialistas sin espíritu” (Fachmenchen ohne Geist) de los que habla Weber, considerando que se trata de una “expresión que Ortega no habría rechazado” (Id.).

437 “No ser un hombre ejemplar” (1924), II.

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Para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista. Ipso facto dejaría de ser verdadera. Ni siquiera la ciencia empírica, tomada en su integridad, es verdadera si se la separa de la matemática, de la lógica, de la filosofía. Pero el trabajo en ella sí tiene –irremisiblemente– que ser especializado. (...) generación tras generación, el hombre de ciencia ha ido constriñéndose, recluyéndose, en un campo de ocupación intelectual cada vez más estrecho (...) en cada generación el científico, por tener que reducir su órbita de trabajo, iba progresivamente perdiendo contacto con las demás partes de la ciencia, con una interpretación integral del universo, que es lo único merecedor de los nombres de ciencia, cultura, civilización europea.438

Como consecuencia de este proceso de especialización en la

ciencia, Ortega advierte que “nos encontramos con un tipo de científico

sin ejemplo en la historia. Es un hombre que (...) conoce sólo una ciencia

determinada, y aun de esa ciencia sólo conoce bien la pequeña porción

en que él es activo investigador. Llega a proclamar como una virtud el no

enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente

cultiva, y llama dilettantismo a la curiosidad por el conjunto del saber”439.

Es indudable para Ortega que este tipo de científico especialista

contribuye con su trabajo al avance de su especialidad científica; sin

embargo, como señala el filósofo, el avance de la ciencia en sentido

amplio requiere también, además de los estudios especializados, una

438 La rebelión de las masas (1930), IV, 216-217. 439 Ibid., 217. Esta situación da lugar según Ortega a “la incultura específica de

nuestro tiempo”: “Y es que la cultura de los especialistas crea una forma específica de incultura más grande que otra alguna. Nadie entienda que yo ataco al especialismo en lo que tiene de tal; indudablemente uno de los imperativos de la ciencia es la progresiva especialización de su cultivo. Pero obedecer este solo imperativo es acarrear a la postre el estancamiento de la ciencia y por un rodeo inesperado implantar una nueva forma de barbarie. La ignorancia del que es por completo ignorante, toma un cariz pasivo e innocuo. Pero el que es un buen ingeniero o un buen médico y sabe mucho de una cosa, no se determinará a confesar su perfecto desconocimiento de las demás. Transportará el sentimiento dominador que, al andar por su especialidad, experimenta a los temas que ignore. Mas como los ignora, su soberbia –más gremial que individual– no le consiente otra actitud que la imperial negación de esos otros temas y esas otras ciencias. El buen ingeniero y el buen médico suelen ser en todo lo que no es ingeniería o medicina, de una ignorancia agresiva o de una torpeza mental que causa pavor. Son representantes de la atroz incultura específica que ha engendrado la cultura demasiado especializada” (“Prólogo a Historia de la Filosofía, de Karl Vorländer” (1922), VI, 297. De esta cultura demasiado especializada procede desde el punto de vista de Ortega la nueva barbarie: “El carácter catastrófico de la situación presente europea se debe a que el inglés medio, el francés medio, el alemán medio son incultos, no poseen el sistema vital de ideas sobre el mundo y el hombre correspondientes al tiempo. Ese personaje medio es el nuevo bárbaro, retrasado con respecto a su época, arcaico y primitivo en comparación con la terrible actualidad y fecha de sus problemas. Este nuevo bárbaro es principalmente el profesional, más sabio que nunca, pero más inculto también –el ingeniero, el médico, el abogado, el científico” (Misión de la Universidad (1930), IV, 322).

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labor de fundamentación y revisión periódica, el conocimiento de otros

campos del saber complementarios y la construcción de visiones de

conjunto440.

De acuerdo con Ortega, el conocimiento que posee el científico

especialista sobre un área muy reducida de saber, tiende a instalarle en

la creencia de ser “un hombre que sabe”, y de ahí su autocomplacencia y

sentimiento de archisatisfacción consigo mismo, características del

“hombre-masa” que derivan de la actitud hermética y dogmática de aquel

que no es consciente de las limitaciones del conocimiento441. En opinión

de Ortega, esto convierte al científico especialista en un bárbaro

moderno, ignorante de las cuestiones y problemas esenciales de la

construcción de la cultura y del proceso de civilización, pero con la

presunción y arrogancia del que se siente a sí mismo una autoridad

científica.

Pero esto crea una casta de hombres sobremanera extraños. El investigador que ha descubierto un nuevo hecho de la Naturaleza tiene por fuerza que sentir una impresión de dominio y seguridad en su persona. Con cierta aparente justicia se considerará como “un hombre que sabe”. Y, en efecto, en él se da un pedazo de algo que, junto con otros pedazos no existentes en él, constituyen verdaderamente el saber. Esta es la situación íntima del especialista (...) El especialista “sabe” muy bien su mínimo rincón del universo; pero ignora de raíz todo el resto. (...) Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios y más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas dos categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante, porque es “un hombre de ciencia” y conoce muy bien su porciúncula de universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante,

440 “El caso es que –afirma Ortega–, recluido en la estrechez de su campo visual, consigue, en efecto, descubrir nuevos hechos y hacer avanzar su ciencia, que él apenas conoce, y con ella la enciclopedia del pensamiento, que concienzudamente desconoce” (La rebelión de las masas (1930), IV, 217). Como advierte Ortega, el progreso de la ciencia “necesita de tiempo en tiempo, como orgánica regulación de su propio incremento, una labor de re-constitución, y, como he dicho, esto requiere un esfuerzo de unificación, cada vez más difícil, que cada vez complica regiones más vastas del saber total. Newton pudo crear su sistema físico sin saber mucha filosofía, pero Einstein ha necesitado saturarse de Kant y de Mach para poder llegar a su aguda síntesis. Kant y Mach –con estos nombres se simboliza sólo la masa enorme de pensamientos filosóficos y psicológicos que han influido en Einstein–, han servido para liberar la mente de éste y dejarle la vía franca hacia la innovación” (Ibid., 219).

441 Ortega sostiene que “esta condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores que reiteradamente he presentado como característica del hombre masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados” (Id.).

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cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor el cual se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio.

Y, en efecto, este es el comportamiento del especialista. En política, en arte, en los usos sociales, en las otras ciencias, tomará posiciones de primitivo, de ignorantísimo; pero las tomará con energía y suficiencia, sin admitir –y esto es lo paradójico– especialistas de esas cosas. Al especializarlo, la civilización le ha hecho hermético y satisfecho dentro de su limitación; pero esta misma sensación íntima de dominio y valía le llevará a querer predominar fuera de su especialidad. De donde resulta que, aun en este caso, que representa un máximum de hombre cualificado –especialismo– y, por tanto, lo más opuesto al hombre-masa, el resultado es que se comportará sin cualificación y como hombre-masa en casi todas las esferas de la vida.442

Ante la fragmentación del saber que ha producido la extensión del

especialismo, sin que éste haya sido adecuadamente compensado,

Ortega sostiene que “la gran tarea inmediata tiene algo de rompecabezas

(...) Hay que reconstruir con los pedazos dispersos –disiecta membra– la

unidad vital del hombre europeo. Es preciso lograr que cada individuo o –

evitando utopismos– muchos individuos lleguen a ser, cada uno por sí,

entero ese hombre”443. Como solución a la “barbarie del especialismo”,

Ortega sugiere la necesidad de humanizar al científico –para que deje de

ser “un bárbaro que sabe mucho de una cosa”– y construir visiones

integradoras, sintéticas y sistemáticas que den cuenta de las conexiones

existentes entre los distintos ámbitos del saber, construcciones de la

totalidad que hagan posible dominar la acumulación del saber a la que se

ha llegado –advierte Ortega, anticipando el fenómeno de la

sobreinformación característico de las sociedades contemporáneas. Al

mismo tiempo, Ortega señala que es necesario volver a poner la ciencia

442 Ibid., 218-219. Ortega considera que “ha sido menester esperar hasta los comienzos del siglo XX para que se presenciase un espectáculo increíble: el de la peculiarísima brutalidad y la agresiva estupidez con que se comporta un hombre cuando sabe mucho de una cosa e ignora de raíz todas las demás. El profesionalismo y el especialismo, al no ser debidamente compensados, han roto en pedazos al hombre europeo, que por lo mismo está ausente de todos los puntos donde pretende y necesita estar. En el ingeniero está la ingeniería, que es sólo un trozo y una dimensión del hombre europeo; pero éste, que es un íntegrum, no se halla en su fragmento «ingeniero». Y así en todos los demás casos. Cuando, creyendo usar tan sólo una manera de decir barroca y exagerada, se asegura que «Europa está hecha pedazos», se está diciendo mayor verdad que se presume. En efecto: el desmoronamiento de nuestra Europa, visible hoy, es el resultado de la invisible fragmentación que progresivamente ha padecido el hombre europeo” (Misión de la Universidad (1930), IV, 325)

443 Id.

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en conexión con la vida, hacer la ciencia inteligible para la vida humana

para la cual fue creada:

Hay que humanizar al científico, que a mediados del siglo último se insubordinó, contaminándose vergonzosamente del evangelio de rebelión, que es desde entonces la gran vulgaridad, la gran falsedad del tiempo. Es preciso que el hombre de ciencia deje de ser lo que hoy es con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa. Por fortuna, las primeras figuras de la actual generación de científicos se han sentido forzadas, por necesidades internas de su ciencia misma, a complementar su especialismo con una cultura integral. (...)

Todo aprieta para que se intente una nueva integración del saber, que hoy anda hecho pedazos por el mundo. Pero la faena que ello impone es tremenda (...) Ha llegado a ser un asunto urgentísimo e inexcusable de la humanidad inventar una técnica para habérselas adecuadamente con la acumulación de saber que hoy posee. Si no encuentra maneras fáciles para dominar esa vegetación exuberante, quedará el hombre ahogado por ella. Sobre la selva primaria de la vida vendría a yuxtaponerse esta selva secundaria de la ciencia, cuya intención era simplificar aquélla. Si la ciencia puso orden en la vida, ahora será preciso poner también orden en la ciencia, organizarla (...), hacer posible su perduración sana. Para ello hay que vitalizarla, esto es, dotarla de una forma compatible con la vida humana que la hizo y para la cual fue hecha. De otro modo –no vale recostarse en vagos optimismos–, la ciencia se volatilizará; el hombre se desinteresará de ella. (...)

La necesidad de crear vigorosas síntesis y sistematizaciones del saber (...) irá fomentando un género de talento científico que hasta ahora sólo se ha producido por azar: el talento integrador. En rigor, significa éste –como ineluctablemente todo esfuerzo creador– una especialización; pero aquí el hombre se especializa precisamente en la construcción de una totalidad. Y el movimiento que lleva a la investigación a disociarse indefinidamente en problemas particulares, a pulverizarse, exige una regulación compensatoria –como sobreviene en todo organismo saludable– mediante un movimiento de dirección inversa que contraiga y retenga en un rigoroso sistema la ciencia centrífuga.444

444 Ibid., 347-348.

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2.3. Causas, consecuencias y perspectivas de futuro

Causas

De acuerdo con Ortega, el origen del fenómeno de la “rebelión de

las masas” se encuentra en las grandes transformaciones que tuvieron

lugar durante el siglo XIX, en los importantes avances que supusieron la

democracia liberal y la técnica –industrialismo y experimentación

científica– en orden al aumento del nivel vital de las poblaciones

europeas, tanto en el plano cuantitativo en el sentido de incremento

demográfico, como en el cualitativo en cuanto al aumento de las

posibilidades vitales (materiales, morales, culturales) que los individuos

encuentran en su circunstancia para poder desarrollar a partir de ellas su

vida personal. Éste es, indudablemente, el aspecto o cariz positivo que

representa para Ortega el fenómeno de la “rebelión de las masas”. Se

trata del “crecimiento del nivel vital” o “subida del nivel histórico”, que se

traduce en un aumento de posibilidades vitales para un mayor número de

individuos: “El imperio de las masas presenta, pues, una vertiente

favorable en cuanto significa una subida de todo el nivel histórico, y

revela que la vida se mueve hoy en altura superior a la que ayer

pisaba”445. Ortega advierte en este sentido “cómo ha crecido la vida del

hombre en la dimensión de potencialidad. Cuenta con un ámbito de

posibilidades fabulosamente mayor que nunca”446, de tal modo que “la

conciencia del hombre actual, su tono vital, (...) consiste en sentirse con

mayor potencialidad que nunca y parecerle todo lo pretérito afectado de

enanismo”447:

(...) nuestro tiempo se caracteriza por una extraña presunción de ser más que todo otro tiempo pasado; más aún: por desentenderse de

445 La rebelión de las masas (1930), IV, 156. Ortega señala que “el triunfo de las masas y la consiguiente magnífica ascensión de nivel vital han acontecido en Europa por razones internas. Después de dos siglos de educación progresista de las muchedumbres y de un paralelo enriquecimiento económico de la sociedad” (Ibid., 154), y añade que “todo el bien, todo el mal del presente y del inmediato porvenir tiene en este ascenso general del nivel histórico su causa y su raíz” (Ibid.,153).

446 Ibid., 165. 447 Ibid., 167.

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todo pretérito, no reconocer épocas clásicas y normativas, sino verse a sí mismo como una vida nueva superior a todas las antiguas e irreductible a ellas. (...) vivimos en un tiempo que se siente fabulosamente capaz para realizar, pero no sabe qué realizar. Domina todas las cosas, pero no es dueño de sí mismo. Se siente perdido en su propia abundancia. Con más medios, más saber, más técnicas que nunca, resulta que el mundo actual va como el más desdichado que haya habido: puramente a la deriva. De aquí esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el alma contemporánea. Le pasa como se decía del Regente durante la niñez de Luis XV: que tenía todos los talentos menos el talento para usar de ellos. Muchas cosas parecían ya imposibles al siglo XIX, firme en su fe progresista. Hoy, de puro parecernos todo posible, presentimos que es posible también lo peor, el retroceso, la barbarie, la decadencia.448

Desde el punto de vista de Ortega, el rápido incremento de la

población europea durante el siglo XIX –en el capítulo “Un dato

estadístico” de La rebelión de las masas Ortega señala que Europa pasó

de 1800 a 1914 a tener una población de 180 a 460 habitantes– no ha

dejado tiempo suficiente para educar a las masas en los principios de la

cultura y la civilización:

No es, pues, el aumento de población lo que en las cifras transcritas me interesa, sino que merced a su contraste ponen de relieve la vertiginosidad del crecimiento. Ésta es ahora la que nos importa. Porque esa vertiginosidad significa que han sido proyectados a bocanadas sobre la historia montones y montones de hombres en ritmo tan acelerado, que no era fácil saturarlos de la cultura tradicional.

Y, en efecto, el tipo medio del actual hombre europeo posee el alma más sana y más fuerte que las del pasado siglo, pero mucho más simple. De aquí que a veces produzca la impresión de un hombre primitivo surgido inesperadamente en medio de una viejísima civilización. En las escuelas que tanto enorgullecían al pasado siglo, no ha podido hacerse otra cosa que enseñar a las masas las técnicas de la vida moderna, pero no se ha logrado educarlas. Se les han dado instrumentos para vivir intensamente, pero no la sensibilidad para los grandes deberes históricos; se les han inoculado atropelladamente el orgullo y el poder de los medios modernos, pero no el espíritu. Por eso no quieren nada con el espíritu, y las nuevas generaciones se disponen a tomar el mando del mundo como si el mundo fuese un paraíso sin huellas antiguas, sin problemas tradicionales y complejos.449

De este modo, el análisis en relación a las condiciones sociales

estructurales que posibilitaron esta “subida del nivel histórico” lleva a

Ortega a la reflexión acerca de las características definitorias de “nuestro

tiempo”, esto es, de los rasgos esenciales del contexto social y cultural

448 Ibid., 167-168. 449 Ibid., 173.

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europeo del primer cuarto del siglo XX, en los cuales se enmarca el

“advenimiento de las masas al pleno poderío social” que es el objeto de

su obra La rebelión de las masas. Ortega resume así el carácter

fundamental de su época: “Nuestro tiempo es un tiempo que viene

después de un tiempo de plenitud”450, puesto que los ideales gestados en

los siglos anteriores encontraron su cumplimiento en el siglo XIX, y de

ahí la peculiar condición que caracteriza a este siglo:

Cada edad histórica manifiesta una sensación diferente ante ese extraño fenómeno de la altitud vital. (...) Ha habido, pues, varias épocas en la historia que se han sentido a sí mismas como arribadas a una altura plena, definitiva: tiempos en que se cree haber llegado al término de un viaje, en que se cumple un afán antiguo y plenifica una esperanza. Es la “plenitud de los tiempos”, la completa madurez de la vida histórica. Hace treinta años, en efecto, creía el europeo que la vida humana había llegado a ser lo que debía ser, lo que desde muchas generaciones se venía anhelando que fuese, lo que tendría ya que ser siempre. Los tiempos de plenitud se sienten siempre como resultado de otras muchas edades preparatorias, de otros tiempos sin plenitud, inferiores al propio, sobre los cuales va montada esta hora bien granada. Vistos desde su altura, aquellos períodos preparatorios aparecen como si en ellos se hubiese vivido de pura afán e ilusión no lograda; tiempos de solo deseo insatisfecho, de ardientes precursores, de “todavía no”, de contraste penoso entre una aspiración clara y la realidad que no le corresponde. Así ve a la Edad Media el siglo XIX. Por fin llega un día en que ese viejo deseo, a veces milenario, parece cumplirse; la realidad lo recoge y obedece. ¡Hemos llegado a la altura entrevista, a la meta anticipada, a la cima del tiempo! Al “todavía no” ha sucedido el “por fin”. Ésta era la sensación que de su propia vida tenían nuestros padres y toda su centuria. No se olvide esto: nuestro tiempo es un tiempo que viene después de un tiempo de plenitud. De aquí que, irremediablemente, el que siga adscrito a la otra orilla, a ese próximo plenario pasado, y lo mire todo bajo su óptica, sufrirá el espejismo de sentir la edad presente como un caer desde la plenitud, como una decadencia. (...)

Según he dicho, lo esencial para que exista “plenitud de los tiempos” es que un deseo antiguo, el cual venía arrastrándose anheloso y querulante durante siglos, por fin un día queda satisfecho. Y, en efecto, esos tiempos plenos son tiempos satisfechos de sí mismos; a veces, como en el siglo XIX, archisatisfechos. Pero ahora caemos en la cuenta de que esos siglos tan satisfechos, tan logrados, están muertos por dentro. La auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que “el camino es siempre mejor que la posada”. Un tiempo que ha satisfecho su deseo, su ideal, es que ya no desea nada más, que se le ha secado la fontana del desear. Es decir, que la famosa plenitud es, en realidad, una conclusión. Hay siglos que por no saber renovar sus deseos mueren de satisfacción (...). De aquí el dato sorprendente de que esas etapas de llamada plenitud hayan sentido siempre en el poso de sí mismas una peculiarísima tristeza. El deseo tan lentamente gestado, y que en el siglo XIX parece al cabo realizarse, es lo que, resumiendo, se denominó a sí mismo “cultura moderna”. Ya el nombre es inquietante: ¡que un

450 Ibid., 158.

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tiempo se llame a sí mismo “moderno”, es decir, último, definitivo, frente al cual todos los demás son puros pretéritos, modestas preparaciones hacia él!451

Ortega contrapone el sentimiento vital dominante del siglo XIX con

aquel que caracteriza a “nuestro tiempo”, al siglo XX, y apunta al

imperativo moral que cada época tiene en orden a renovar sus ideales, a

generar nuevos proyectos de futuro que mantengan a los individuos en

una vida “en forma”, en tensión permanente hacia los ideales individuales

y colectivos que se han propuesto alcanzar. En caso contrario,

sobreviene la desmoralización, el vacío moral, la desorientación y el

peligro de aparición de formas de organización social y política contrarias

a la democracia. Ésta es precisamente la situación en la que a juicio de

Ortega se encuentran España y Europa en las primeras décadas del siglo

XX, en relación directa con el fenómeno de la “rebelión de las masas”:

“¿No se palpa ya aquí la diferencia esencial entre nuestro tiempo y ese

que acaba de preterir, de trasponer? Nuestro tiempo, en efecto, no se

siente ya definitivo; al contrario, en su raíz misma encuentra

oscuramente la intuición de que no hay tiempos definitivos, seguros, para

siempre cristalizados, sino que, al revés, esa pretensión de que un tipo

de vida –el llamado “cultura moderna”– fuese definitivo, nos parece una

obcecación y estrechez inverosímiles del campo visual. Y al sentir así

percibimos una deliciosa impresión de habernos evadido de un recinto

angosto y hermético, de haber escapado, y salir de nuevo bajo las

estrellas al mundo auténtico, profundo, terrible, imprevisible e inagotable,

donde todo es posible: lo mejor y lo peor”452. Ortega detecta así un

cambio de mentalidad en la que se trasluce la quiebra de la fe ciega en

el progreso característica del positivismo del siglo XIX, de tal modo que

comienza a instalarse en la conciencia la idea de que todo es posible en

la historia, incluida la regresión:

451 Ibid., 157-159. Sin embargo, además de reconocer los logros del siglo XIX, Ortega señala que también “es preciso revolverse contra el siglo XIX. Si es evidente que había en él algo extraordinario e incomparable, no lo es menos que debió padecer ciertos vicios radicales, ciertas constitutivas insuficiencias cuando ha engendrado una casta de hombres –los hombres-masa rebeldes– que ponen en peligro inminente los principios mismos a que debieron la vida” (Ibid., 174).

452 Ibid., 159-160.

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¿Cuál es, en resumen, la altura de nuestro tiempo? No es plenitud de los tiempos, y, sin embargo, se siente sobre todos los tiempos sidos y por encima de todas las conocidas plenitudes. No es fácil de formular la impresión que de sí misma tiene nuestra época: cree ser más que las de sí misma tiene nuestra época: cree ser más que las demás, y a la par se siente como un comienzo, sin estar segura de no ser una agonía. ¿Qué expresión elegiríamos? Tal vez esta: más que los demás tiempos e inferior a sí misma. Fortísima y a la vez insegura de su destino. Orgullosa de sus fuerzas y a la vez temiéndolas.453

De acuerdo con Ortega, las épocas de plenitud –como la que

caracteriza al siglo XIX– tienden a generar una falsa sensación de

seguridad, producto de la creencia en la inevitabilidad del progreso de la

humanidad, lo que conduce a que los individuos y las colectividades

dejen de estar alerta y de preocuparse por la construcción del futuro, por

forjar nuevos ideales y esforzarse en llevarlos a cabo, al considerar que,

hagan lo que hagan, la evolución de la sociedad será siempre

necesariamente en sentido positivo:

La seguridad de las épocas de plenitud –así en la última centuria– es una ilusión óptica que lleva a despreocuparse del porvenir, encargando de su dirección a la mecánica del universo. Lo mismo el liberalismo progresista que el socialismo de Marx, suponen que lo deseado por ellos como futuro óptimo se realizará, inexorablemente, con necesidad pareja a la astronómica. Protegidos ante su propia conciencia por esa idea, soltaron el gobernalle de la historia, dejaron de estar alerta, perdieron la agilidad y la eficacia. Así, la vida se les escapó de entre las manos, se hizo por completo insumisa, y hoy anda suelta, sin rumbo conocido. Bajo su máscara de generoso futurismo, el progresista no se preocupa del futuro; convencido de que no tiene sorpresas ni secretos, peripecias ni innovaciones esenciales; seguro de que ya el mundo irá en vía recta, sin desvíos ni retrocesos, retrae su inquietud del porvenir y se instala en un definitivo presente.454

453 Ibid., 162. Para Ortega el verdadero significado de los diagnósticos de decadencia –como por ejemplo el que desarrolla O. Splenger– consiste “no [en] que seamos decadentes, sino [en] que, dispuestos a admitir toda posibilidad, no excluimos la de decadencia” (Ibid., n. 1, 168).

454 Ibid., 168-169. De acuerdo con Ortega, esta fe ciega en el progreso implica la pérdida de contacto con la propia sustancia de la vida, que es permanente riesgo, inseguridad, peligro: “La vida humana es íntegramente peligro y por lo mismo es íntegramente responsabilidad” (“Prospecto del Instituto de Humanidades” (1948), VII, 20), pues “la sustancia del hombre no es otra cosa que peligro. Camina el hombre siempre entre precipicios, y quiera o no, su más auténtica obligación es guardar el equilibrio” (Ensimismamiento y alteración (1939), V, 311). Esta concepción orteguiana de la vida humana como inseguridad y peligro se encuentra en consonancia con el rechazo del filósofo hacia el determinismo histórico: “No creo –afirma Ortega– en la absoluta indeterminación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales está relativamente indeterminado con respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa

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El europeo inmerso en esta coyuntura histórica tiene además ante

sí el imperativo de invención, la necesidad de crear nuevas normas e

ideales a los que poner su vida y que respondan a la altura de los

tiempos, ya que los anteriores usos sociales han perdido su validez: “El

resto del espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas,

las pautas, no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas

sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo –sean de arte,

de ciencia o de política–. El europeo está solo, sin muertos vivientes a su

vera”455. El filósofo español señala el aumento de complejidad –y por

tanto de problematicidad– que adquiere la vida en el contexto europeo

del primer tercio de siglo, puesto que “la civilización, cuanto más avanza,

se hace más compleja y difícil. Los problemas que plantea hoy son

archiintrincados (...) Civilización avanzada es una misma cosa con

problemas arduos. De aquí que cuanto mayor sea el progreso, más en

peligro está. La vida es cada vez mejor; pero, bien entendido, cada vez

más complicada. Claro es que al complicarse los problemas se van

perfeccionando también los medios para resolverlos. Pero es menester

que cada nueva generación se haga dueña de esos medios

adelantados”456, y de ahí la necesidad de asumir esa responsabilidad por

parte de todos los individuos.

(...) nuestra vida, como repertorio de posibilidades, es magnífica, exuberante, superior a todas las históricamente conocidas. Mas por lo mismo que su formato es mayor, ha desbordado todos los cauces, principios, normas e ideales legados por la tradición. Es más vida que todas las vidas, y por lo mismo más problemática. No puede orientarse en el pretérito. Tiene que inventar su propio destino.457

inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento. (...) No hay razón para negar la realidad del progreso, pero es preciso corregir la noción que cree seguro este progreso. Más congruente con los hechos es pensar que no hay ningún progreso seguro, ninguna evolución, sin la amenaza de involución y retroceso. Todo, todo es posible en la historia –lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual y colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigurosamente hablando, drama. Esto, que es verdad en general, adquiere mayor intensidad en los «momentos críticos», como el presente” (La rebelión de las masas (1930), IV, 193-194).

455 Ibid., 162. 456 Ibid., 202-203. 457 Ibid., 170.

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Sin embargo, Ortega percibe que en Europa está ocurriendo todo lo

contrario: ausencia de normas e ideales, carencia del impulso creativo

necesario para construir nuevos proyectos colectivos ilusionantes, y,

como consecuencia, desmoralización generalizada y falsificación de la

vida, en una época de las “corrientes” y de “dejarse arrastrar”, en donde

se elude la responsabilidad de dirigir la propia vida individual y colectiva,

con la consecuente pérdida de la capacidad de autonomía y libertad. A

juicio de Ortega, el ambiente europeo ha ido cobrando de este modo un

cariz de farsa generalizada en donde impera el “humorismo”, el cinismo y

la retórica:

Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Los únicos esfuerzos que se hacen van dirigidos a huir del propio destino, a cegarse ante su evidencia y su llamada profunda, a evitar cada cual el careo con ese que tiene que ser. Se vive humorísticamente y tanto más cuanto más tragicota sea la máscara adoptada. Hay humorismo dondequiera que se vive de actitudes revocables en que la persona no se hinca entera y sin reservas. El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz –déracinéesde su destino– se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las “corrientes” y del “dejarse arrastrar”. Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Por lo mismo, más que nunca triunfa la retórica.

Aclara la situación actual advertir, no obstante la singularidad de su fisonomía, la porción que de común tiene con otras del pasado. Así acaece que apenas llega a su máxima altitud la civilización mediterránea –hacia el siglo III antes de Cristo– hace su aparición el cínico. (...) El cínico se hizo un personaje pululante que se hallaba tras cada esquina y a todas las alturas. Ahora bien, el cínico no hacía otra cosa que sabotear la civilización aquella. Era el nihilista del helenismo. Jamás creó ni hizo nada. Su papel era deshacer –mejor dicho, intentar deshacer, porque tampoco consiguió su propósito–. El cínico, parásito de la civilización, vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará. ¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos, naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal?458

Ortega observa en el Poder público la misma falta de orientación y

la carencia de proyectos e ideales. De acuerdo con el filósofo, el poder

público “vive al día”, sin anticipación de un futuro que tenga capacidad de

458 Ibid., 213-214. Ortega insiste en que “existir es resistir, hincar los talones en tierra para oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar»” (“Prólogo para franceses” (1937), IV, 123).

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generar entusiasmo en los individuos y pueda promover así su

participación en la vida colectiva. En definitiva, todo lo contrario al

objetivo que debe cumplir para Ortega todo proyecto político: “La política

es y tiene que ser siempre, pero más en momentos de iniciación

histórica, un proyecto de futuro común que un gobierno presenta a un

pueblo, una imaginación de magnas empresas en que todos los

españoles se sientan con un quehacer”459, de tal modo que “la política

tiene que comenzar por anticipar a un pueblo su porvenir y permitirle de

antemano instalarse en él”460.

Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado más –son los países mediterráneos–, sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño. El Poder público se halla en manos de un representante de masas. Éstas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del Poder público en forma tan incontrastable y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia situaciones de gobierno tan prepotentes como éstas. Y, sin embargo, el Poder público, el Gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, no significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, se vive sin programa de vida, sin proyecto. No sabe dónde va porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese Poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: “Soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias”. Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por el pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular con su empleo mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el Poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero.461

Como señala P. Cerezo, el fenómeno de la “rebelión de las masas”

y la aparición del “hombre-masa” son consecuencia –y síntoma– de la

crisis que sufre Europa en el primer tercio del siglo XX: “El hombre-masa

no es la causa de la crisis, sino su producto, como lo son también, a su

manera, el fascismo y el bolchevismo como fenómenos políticos de una

sociedad despersonalizada y carente de autorregulación crítica. El

hombre-masa es tan sólo el fenómeno revelador de la crisis cultural

específica de la sociedad avanzada moderna, y en este sentido, creo que

459 Recitificación de la República (1931), XI, 356. 460 Ibid., 365. 461 La rebelión de las masas (1930), IV, 171-172.

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la obra de Ortega [La rebelión de las masas] se ha adelantado con

extraordinaria sensibilidad a los actuales estudios críticos sobre la

sociedad administrada, que debemos a la Escuela de Frankfurt”462.

Esta desmoralización generalizada en la que se encuentra inmersa

Europa conduce a Ortega a preguntarse sobre qué ha pasado con la

antigua potencialidad europea para generar nuevas empresas colectivas,

dónde ha quedado su capacidad para estimular y orientar la acción

colectiva en la realización de nuevos ideales. A esta cuestión dedica

especialmente el filósofo la segunda parte de La rebelión de las masas,

titulada “¿Quién manda en el mundo?”. Ortega percibe que comienza a

imponerse en la opinión pública la idea de que Europa ha dejado de

mandar en el mundo: “lo que pasa ahora en el mundo –se entiende, el

histórico–, es exclusivamente esto: durante tres siglos Europa ha

mandado en el mundo, y ahora Europa no está segura de mandar ni de

seguir mandando. (...) Creo, en efecto, que es aquello lo que

verdaderamente está pasando en el mundo, y que todo lo demás es

consecuencia, condición, síntoma o anécdota de eso. Yo no he dicho que

Europa haya dejado de mandar, sino, estrictamente, que en estos años

Europa siente graves dudas sobre si manda o no, sobre si mañana

mandará. A esto corresponde en los demás pueblos de la Tierra un

estado de espíritu congruente: dudar de si ahora son mandados por

alguien. Tampoco están seguros de ello”463:

462 P. Cerezo, La voluntad de aventura: Aproximamiento crítico al pensamiento de Ortega y Gasset, Ariel, Barcelona, 1984, p. 66.

463 La rebelión de las masas (1930), IV, 238. Ortega explicita el significado de lo que él entiende por “mando”: básicamente una autoridad moral, un “poder espiritual” que ha de estar siempre refrendado por la opinión pública –que es su única fuente de legitimidad– y que se opone a la imposición a través de la fuerza y la violencia –la “acción directa”–: “Por «mando» no se entiende aquí primordialmente ejercicio del poder material, de coacción física. Porque aquí se aspira a evitar estupideces; por lo menos las más gruesas y palmarias. Ahora bien: esa relación estable y normal entre hombres que se llama «mando» no descansa nunca en la fuerza, sino al revés; porque un hombre o grupo de hombres ejerce el mando, tiene a su disposición ese aparato o máquina social que se llama «fuerza». (...) El mando es el ejercicio normal de la autoridad. El cual se funda siempre en la opinión pública (...). Jamás ha mandado nadie en la tierra nutriendo su mando esencialmente de otra cosa que de la opinión pública. (...) la opinión pública es la fuerza radical que en las sociedades humanas produce el fenómeno de mandar (...) Y la ley de la opinión pública es la gravitación universal de la historia política. (...) Por eso muy agudamente insinúa Hume que el tema de la historia consiste en demostrar cómo la soberanía de la opinión pública, lejos de ser una aspiración utópica, es lo que ha pesado siempre y a toda hora en las sociedades humanas.

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Durante varios siglos ha mandado en el mundo Europa, un conglomerado de pueblos con espíritu afín. (...) En estas jornadas de la posguerra comienza a decirse que Europa no manda ya en el mundo. ¿Se advierte toda la gravedad del diagnóstico? Con él se anuncia un desplazamiento del poder. ¿Hacia dónde se dirige? ¿Quién va a suceder a Europa en el mando del mundo? Pero ¿se está seguro de que va a sucederle alguien? Y si no fuera nadie, ¿qué pasaría?464

En el caso de que nadie mande en el mundo, para Ortega las

alternativas que quedan son el caos –“sin un poder espiritual, sin alguien

que mande, y en la medida que ello falte, reina en la humanidad el

caos”465– o la “fuerza bruta”, el imperio de la barbarie: “a veces la opinión

pública no existe. Una sociedad dividida en grupos discrepantes, cuya

fuerza de opinión queda recíprocamente anulada, no da lugar a que se

constituya un mando. Y como a la Naturaleza le horripila el vacío, ese

hueco que deja la fuerza ausente de opinión pública se llena con la

fuerza bruta. A lo sumo, pues, se adelanta ésta como sustituto de

aquélla”466 y en esa situación de fragmentación, disensión social y

deslegitimación del poder público pueden emerger fácilmente los

regímenes totalitarios.

Pues hasta quien pretende gobernar con los jenízaros depende de la opinión de estos y de la que tengan sobre estos los demás habitantes. (...) mandar no es gesto de arrebatar el poder, sino tranquilo ejercicio de él. En suma, mandar es sentarse. (...) El Estado es, en definitiva, el estado de la opinión: una situación de equilibrio, de estática. (...) no se puede mandar contra la opinión pública. (...) mando no es, a la postre, otra cosa que poder espiritual. Los hechos históricos confirman esto escrupulosamente. (...) Tanto vale, pues, decir: en tal fecha manda tal hombre, tal pueblo o tal grupo homogéneo de pueblos, como decir: en tal fecha predomina en el mundo tal sistema de opiniones –ideas, preferencias, aspiraciones, propósitos. (...) todo desplazamiento de poder, todo cambio de imperantes, es a la vez un cambio de opiniones y, consecuentemente, nada menos que un cambio de gravitación histórica.” (Ibid., 232-234).

464 Ibid., 235. De acuerdo con Ortega, “desde el siglo XVI ha entrado la humanidad toda en un proceso gigantesco de unificación, que en nuestros días ha llegado a su término insuperable. Ya no hay trozo de humanidad que viva aparte –no hay islas de humanidad–. Por tanto, desde aquel siglo puede decirse que quien manda en el mundo ejerce, en efecto, su influjo autoritario sobre todo él. Tal ha sido el papel del grupo homogéneo formado por los pueblos europeos durante tres siglos. Europa mandaba, y bajo su unidad de mando el mundo vivía con un estilo unitario, o al menos progresivamente unificado. Ese estilo de vida suele denominarse “Edad moderna”, nombre gris e inexpresivo bajo el cual se oculta esta realidad: época de la hegemonía europea” (Ibid., 232).

465 Ibid., 234. 466 Ibid., 233.

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Consecuencias

Como vimos anteriormente, para Ortega la “rebelión de las masas”

constituye un fenómeno ambiguo, que presenta un doble cariz, positivo y

negativo al mismo tiempo. También el propio “hombre-masa” se

caracteriza por esta ambigüedad esencial, pues se trata de un tipo de

individuo que según Ortega “es pura potencia del mayor bien y del mayor

mal”. Las consecuencias de la “rebelión de las masas” presentan

asimismo esta doble vertiente, positiva y negativa a la vez:

La civilización europea –he repetido una y otra vez– ha producido automáticamente la rebelión de las masas. Por su anverso, el hecho de esta rebelión presenta un cariz óptimo; ya lo hemos dicho: la rebelión de las masas es una y misma cosa con el crecimiento fabuloso que la vida humana ha experimentado en nuestro tiempo. Pero el reverso del mismo fenómeno es tremebundo: mirada por ese haz la rebelión de las masas, es una misma cosa con la desmoralización radical de la humanidad.467

Desde el punto de vista de Ortega, las principales consecuencias

negativas de la “hiperdemocracia” dentro del contexto europeo son la

desmoralización de la vida individual y colectiva, la degradación moral y

cultural, así como el peligro de aparición de regímenes políticos

totalitarios tales como el fascismo y el bolchevismo. Todas ellas entran

en confrontación directa con los principios de excelencia, libertad,

vitalidad, bienestar, participación, igualdad, voluntad de convivencia,

etc., que constituyen el núcleo normativo del modelo de democracia

orteguiano analizado en el anterior capítulo.

La desmoralización de la vida europea procede, como se ha visto,

de la carencia de proyectos e ideales colectivos con capacidad de

generar entusiasmo y adhesión de los ciudadanos para unirse y

participar en ese proyecto colectivo. Durante el período de entreguerras

de los años veinte y treinta del pasado siglo, Europa se encuentra en una

etapa especialmente crítica de su historia: Primera Guerra Mundial,

ascenso del movimiento obrero, auge de los totalitarismos de distinto

signo político, Crack de 1929, etc. En esta compleja circunstancia

467 Ibid., 231.

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histórica comienzan a percibirse con claridad los problemas y

deficiencias del liberalismo clásico y del sistema capitalista, pero apenas

se vislumbran todavía en el horizonte histórico nuevas soluciones,

nuevos modos de organización social y política que respondan

satisfactoriamente a las necesidades sociales emergentes de la nueva

coyuntura histórica. De ahí el cambio de mentalidad que según Ortega

empieza a producirse en los europeos: la quiebra de la fe en el progreso

inexorable de la humanidad; la conciencia de que los viejos ideales ya no

sirven y la urgencia de construir otros nuevos que respondan a la nueva

realidad social, etc468. De acuerdo con Ortega, Europa ha dejado de

ejercer el “poder espiritual” que antes poseía en relación a los demás

pueblos, y esto tiene sus consecuencias: “Sufre hoy el mundo una grave

desmoralización, que entre otros síntomas se manifiesta por una

desaforada rebelión de las masas, y tiene su origen en la

desmoralización de Europa. Las causas de esta última son muchas. Una

de las principales, el desplazamiento del poder que antes ejercía sobre el

resto del mundo y sobre sí mismo nuestro continente. Europa no está

segura de mandar, ni el resto del mundo de ser mandado. La soberanía

histórica se halla en dispersión”469:

Pero lo que pasa ahora en Europa es cosa insalubre y extraña. Los mandamientos europeos han perdido vigencia sin que otros se vislumbren en el horizonte. Europa –se dice– deja de mandar, y no se ve quién pueda sustituirla. Por Europa se entiende, ante todo y propiamente, la trinidad Francia, Inglaterra, Alemania. En la región del globo que ellas ocupan ha madurado el módulo de existencia humana conforme al cual ha sido organizado el mundo. Si, como ahora se dice,

468 En Goethe desde dentro (1932), señala Ortega el “vacío moral” en el que fácilmente caen los individuos al producirse rápidas transformaciones sociales –con resonancias del análisis durkheimiano sobre el fenómeno de la “anomia” en las sociedades industriales–, cuando “la Naturaleza ejecuta un rápido viraje, y a la circunstancia de ayer sucede otra de cariz tan opuesto, que las gentes con insuficiente sentido de equilibrio son lanzadas por la tangente hacia el vacío moral. El mundo ha cambiado y no saben cómo. Es distinto del de ayer, pero aún no reconocen las facciones del de hoy. Sólo advierten en lo presente la ausencia de las fisonomías acostumbradas. Hoy no se cree en lo que ayer se creía, y, en vista de esto, suponen que hoy no se cree en nada. La nueva fe actúa latente, en ellos mismos, pero no tienen el vigor espiritual necesario para definirla” (IV, 494). Como ya vimos en el anterior capítulo, en estas circunstancias de crisis social, para Ortega las “minorías” deben de cumplir una función especial, de orientación y creación de nuevas normas y soluciones a la crisis existente; pues las auténticas “minorías” aceptan “el imperativo de la hora”, “salvan el punto difícil y no pierden contacto, adherencia íntima con la nueva circunstancia. Son almas infinitamente plásticas, capaces de la más fina adaptación a los alabeos cósmicos” (Id.).

469 La rebelión de las masas (1930), IV, 271.

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esos tres pueblos están en decadencia y su programa de vida ha perdido validez, no es extraño que el mundo se desmoralice. Y esta es la pura verdad. Todo el mundo –naciones, individuos– está desmoralizado.470

Así pues, en opinión de Ortega la pérdida de legitimidad del ethos o

modo de vida europeo en el mundo ha tenido como consecuencia que

éste se ha quedado sin moral –se ha, por tanto, des-moralizado. Este

vacío moral, esta falta de normas y valores socialmente legitimados, ha

dado lugar a un relativismo moral que ha propiciado la aparición del

fenómeno de la “rebelión de las masas” y del arquetipo individual del

“hombre-masa”471. Para Ortega “esta es la cuestión: Europa se ha

quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una

anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su

régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin

supeditarse a moral alguna. (...) Niego rotundamente que exista hoy en

ningún rincón del continente grupo alguno informado por un nuevo ethos

que tenga visos de una moral”472.

¿No es esta la situación presente en el mundo? Corre el runrún de que ya no rigen los mandamientos europeos, y en vista de ello, las gentes –hombres y pueblos– aprovechan la ocasión para vivir sin imperativos. (...) No se trata de que –como otras veces ha acontecido–una germinación de normas nuevas desplace las antiguas y un fervor novísimo absorba en su fuego joven los viejos entusiasmos de menguante temperatura.473

Ortega señala que “durante una temporada, esta desmoralización

divierte y hasta vagamente ilusiona”474, pues esta ausencia de normas

sociales legitimadas parece libertar a los individuos y a las colectividades

470 Ibid., 239. 471 Y también, como señala Ortega, de “pueblos-masa”, “resueltos a rebelarse

contra los grandes pueblos creadores (...). Europa había creado un sistema de normas cuya eficacia y fertilidad han demostrado los siglos. Esas normas no son, ni mucho menos, las mejores posibles. Pero son, sin duda, definitivas mientras no existan o se columbren otras. Para superarlas es inexcusable parir otras. Ahora, los pueblos-masa han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola. Esta es la primera consecuencia que sobreviene cuando en el mundo deja de mandar alguien: que los demás, al rebelarse, se quedan sin tarea, sin programa de vida” (Ibid., 237-238).

472 Ibid., 276. 473 Ibid., 238. 474 Ibid., 239.

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de algún peso –y es que “mandar significa cargar, ponerle a uno algo en

las manos”475–; sin embargo, “la fiesta dura poco. Sin mandamientos que

nos obliguen a vivir de un cierto modo, queda nuestra vida en pura

disponibilidad”476:

Esta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de sí misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado –es cumplir un encargo–, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oirá un grito formidable en todo el planeta (...) pidiendo alguien o algo que mande, que imponga un quehacer u obligación. (...) Mandar es dar quehacer a las gentes, meterlas en su destino, en su quicio.477

Asoma en el análisis orteguiano sobre la desmoralización de

Europa su concepción de la vida humana como quehacer, la necesidad

de poner la vida –individual y colectiva– en dirección al cumplimiento de

un proyecto de vida auténtico e ilusionante, un blanco –como en el símil

del arquero– al que orientar la vida, en tensión hacia ese ideal que

representa la “vida ascendente”. De lo contrario, advierte Ortega, la vida

transcurrirá “desvencijada, sin tensión y sin «forma»”, pues el ser

humano necesita tener un “que-hacer”, un programa de vida que lo lleve

a desarrollar sus capacidades en orden a ser lo mejor de sí mismo478:

La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin “forma”. Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las

475 Id.476 Id.477 Id.478 En el contexto español, Ortega analiza “la desmoralización en que por fuerza

ha caído el pueblo español desde hace muchas generaciones. Es la desmoralización de quien no tiene nada que hacer. En la vida privada necesitamos una tarea que nos la organice. En la convivencia pública, lo mismo; sólo que en ella la tarea tiene a su vez que ser pública. (...) Lo que parece ilusorio es querer que un pueblo viva colectivamente sin un tema o proyecto de empresa histórica. Cuando éste falta, no puede ir bien nada, ni siquiera la máquina del Estado; es decir, gobernación y política” (Redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 193).

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órdenes han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojado su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se “inventa” o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa, mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi camino, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí.

Después de la guerra, el europeo se ha encerrado en su interior, se ha quedado sin empresa para sí y para los demás. Por eso seguimos históricamente como hace diez años. No se manda en seco. El mando consiste en una presión que se ejerce sobre los demás. Pero no consiste sólo en esto. (...) mandar tiene doble efecto: se manda a alguien, pero se le manda algo. Y lo que se le manda es, a la postre, que participe en una empresa, en un gran destino histórico.479

Como sostiene P. Cerezo, “des-moralización, en el lenguaje

orteguiano, es una palabra grave, de muy sombrías connotaciones.

Define la situación extrema de degeneración existencial, en que la vida

pierde algo anterior y más fundamental que todo contenido determinado

de valor, su vitalidad o capacidad para regirse por sí misma y crear”480.

Para Ortega la moral “es el ser mismo del hombre cuando está en su

propio quicio y vital eficiencia”481, de tal modo que “un hombre

desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí

mismo, que está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su

vida y por ello no crea ni fecunda ni hinche su destino”482.

La consecuencia inevitable de esta desmoralización colectiva

europea es a juicio de Ortega la degradación moral y cultural, pues “los

europeos no saben vivir si no van lanzados en una gran empresa unitiva.

Cuando ésta falta, se envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma.

479 La rebelión de las masas (1930), IV, 243-244. 480 P. Cerezo, “De la melancolía liberal al ethos liberal. En torno a La rebelión

de las masas de José Ortega y Gasset”, Endoxa, vol. 12, nº 1, 2000, p. 315. 481 “Por qué he escrito «El hombre a la defensiva»” (1930), IV, 72. 482 Ibid., 72-73.

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Un comienzo de esto se ofrece hoy a nuestros ojos”483. Desde el punto

de vista orteguiano, la subversión moral que supone la “rebelión de las

masas”, con el subsiguiente rechazo de los principios de excelencia,

autenticidad y libertad, impiden la realización del fin último de la ética y

política orteguiana: el progreso y perfeccionamiento de la vida humana,

tanto a nivel colectivo como individual. El propio “hombre-masa” es a la

vez producto y agente activo de tal degradación, puesto que, de acuerdo

con Ortega, “su principal característica consiste en que sintiéndose

vulgar, proclama el derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer

instancias superiores a él”484. En opinión del filósofo español, cuando el

tipo de individuo que representa el “señorito satisfecho” –que Ortega

identifica con “la forma más contradictoria de la vida humana que puede

aparecer en la vida humana”485– se hace predominante, “es preciso dar la

voz de alarma y anunciar que la vida se halla amenazada de

degeneración; es decir, de relativa muerte. Según esto, el nivel vital que

representa la Europa de hoy es superior a todo el pasado humano; pero

si se mira el porvenir, hace temer que ni conserve su altura ni produzca

otro nivel más elevado, sino, por el contrario, que retroceda y recaiga en

altitudes inferiores”486.

La desmoralización de la vida individual y colectiva a la que da

lugar la “hiperdemocracia” se traduce en una crisis normativa y en la

carencia generalizada de proyectos e ideales, lo cual deja la vía abierta a

la violencia y al totalitarismo, a la barbarie en sus diversas formas, a la

que Ortega define precisamente como la “ausencia de normas y de

posible apelación”487; “y esto es –señala Ortega–, no nos hagamos

ilusiones, lo que empieza a haber en Europa bajo la progresiva rebelión

483 La rebelión de las masas (1930), IV, 272. 484 Ibid., 237. 485 Ibid., 210-211. 486 Id.487 Ibid., 189. Refiriéndose al “hombre-masa”, Ortega sostiene con cierto tono

apocalíptico que “si ese tipo humano sigue dueño de Europa y es definitivamente quien decide, bastarán treinta años para que nuestro continente retroceda a la barbarie. Las técnicas jurídicas y materiales se volatilizarán con la misma facilidad con que se han perdido tantas veces secretos de fabricación. La vida toda se contraerá. La actual abundancia de posibilidades se convertirá en efectiva mengua, escasez, impotencia angustiosa; en verdadera decadencia” (Ibid., 174).

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de las masas”488. De acuerdo con Ortega, la forma típica de actuación del

“hombre-masa” es a través de la acción directa, mediante la imposición

por la fuerza y la violencia de sus gustos y opiniones, sin respetar

opiniones diferentes ni reconocer la existencia de cualquier norma legal o

moral que esté por encima de sus propias apetencias; el “hombre-masa”

utiliza la violencia como “la única ratio, la única doctrina (...) la violencia

como norma”489. Desde el punto de vista de Marshall McLuhan, el

“hombre-masa” que describe Ortega “llega a ser hombre sin identidad

privada. Ortega observa la pérdida de identidad como una pérdida de

moral, siendo ésta la que engendra la reacción de violencia”490.

Si atendiendo a los efectos de la vida pública se estudia la estructura psicológica de este nuevo tipo de hombre-masa, se encuentra lo siguiente: 1.º, una impresión nativa y radical de que la vida es fácil, sobrada, sin limitaciones trágicas; por tanto, cada individuo medio encuentra en sí una sensación de dominio y triunfo que, 2.º, le invita a afirmarse a sí mismo tal cual es, a dar por bueno y completo su haber moral e intelectual. Este contentamiento consigo le lleva a cerrarse para toda instancia exterior, a no escuchar, a no poner en tela de juicio sus opiniones y a no contar con los demás. Su sensación íntima de dominio le incita constantemente a ejercer predominio. Actuará, pues, como si sólo él y sus congéneres existieran en el mundo; por tanto, 3.º, intervendrá en todo imponiendo su vulgar opinión, sin miramientos, contemplaciones, trámites ni reservas, es decir, según un régimen de “acción directa”.491

488 Ibid., 189. En “Socialización del hombre” (1930), Ortega advierte sobre la progresiva colectivización, homogeneización y estatismo que está teniendo lugar en Europa, tendencias radicalmente antiliberales que suponen la antesala de los totalitarismos: “La divinidad abstracta de «lo colectivo» vuelve a ejercer su tiranía y está ya causando estragos en toda Europa. La Prensa se cree con derecho a publicar nuestra vida privada, a juzgarla, a sentenciarla. El Poder público nos fuerza a dar cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad. No se deja al hombre un rincón de retiro, de soledad consigo (...) Probablemente, el origen de esta furia antiindividual está en que las masas se sienten allá en su fondo íntimo débiles y medrosas ante el destino (...) Ahora, por lo visto, vuelven muchos hombres a sentir nostalgia del rebaño. Se entregan con pasión a lo que en ellos había aún de ovejas. Quieren marchar por la vida bien juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída. Por eso, en muchos pueblos de Europa andan buscando un pastor y un mastín. El odio al liberalismo no procede de otra fuente. Porque el liberalismo, antes que una cuestión de más o menos en política, es una idea radical sobre la vida: es creer que cada ser humano debe quedar franco para henchir su individual e intransferible destino” (II, 745).

489 Ibid., 222. 490 M. McLuhan, “La violencia de los medios”, Cuadernos de Comunicación, nº

11 y 12, Año I, Mayo-Junio 1976, p. 31. Por su parte, A. Donoso establece un paralelismo entre La rebelión de las masas de Ortega y 1984 de G. Orwell, considerando que “el cuadro que Ortega trazaba en 1929 de lo que es el mundo cuando domina el hombre-masa es sorprendentemente similar al que describía Orwell en 1984” (A. Donoso, “El «1984» de Orwell y «La rebelión de las masas» de Ortega”, Cuenta y Razón, nº 17, Mayo-Junio 1984, p. 43).

491 La rebelión de las masas (1930), IV, 207.

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200

Como vimos al analizar la concepción orteguiana sobre los

totalitarismos, la forma de organización política más opuesta al modelo

orteguiano de democracia, su origen se encuentra por lo general en el

deterioro previo de las instituciones liberales y democráticas existentes,

las cuales han dejado de alguna manera de ser eficaces para resolver los

problemas que demanda la sociedad del momento y de representar un

modelo ilusionante de vida en común. En este sentido, Ortega advierte

que, ante el vacío de legitimidad producido por unas instituciones

democráticas en crisis y la falta de proyectos colectivos con capacidad

de entusiasmar a los ciudadanos, la sociedad europea corre el peligro de

que ese vacío de legitimidad sea ocupado por ideologías totalitarias

oportunistas. Desde el punto de vista de Ortega, la “rebelión de las

masas” o “hiperdemocracia” constituyen un síntoma evidente de la crisis

de las instituciones liberales y democráticas en Occidente, pues

representa una forma degenerada de democracia, que niega sus

principios fundamentales y tiende a promover el establecimiento de

gobiernos autoritarios y totalitaristas. De hecho, Ortega identifica el

fascismo y el bolchevismo como “movimientos típicos de hombres-

masas, dirigidos, como todos los que lo son, por hombres mediocres,

extemporáneos y sin larga memoria histórica, sin «conciencia

histórica»”492.

Como se ha visto, el “hombre-masa” se caracteriza por no respetar

los principios de pluralismo, libertad, tolerancia, derecho a la diferencia y

voluntad de convivencia, los cuales son para Ortega consustanciales a la

democracia liberal y al ethos europeo. En este sentido, Ortega coincide

plenamente con A. de Tocqueville y J. S. Mill en su preocupación por la

tendencia a la uniformización y homogeneización que ven crecer en

Occidente, y que en opinión del filósofo español constituye un fenómeno

concomitante a la “rebelión de las masas”. Ortega advierte en su

“Prólogo para franceses” a La rebelión de las masas sobre “la pavorosa

492 Ibid., 204. De acuerdo con I. Sánchez Cámara, “La rebelión de las masas es, entre otras cosas, una entusiasta defensa de la democracia liberal frente a los ataques del comunismo y del fascismo como movimientos políticos emergentes representativos del modo de ser del hombre-masa” (I. Sánchez Cámara, “El liberalismo de Ortega y Gasset”, Revista de Occidente, nº 108, Mayo 1990, pp. 76-77).

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201

homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo Occidente”493,

pues “apenas hay lugar en el continente donde no acontezca

estrictamente lo mismo”494. El fenómeno de la “rebelión de las masas” y

la figura del “hombre-masa” representan a juicio de Ortega esa

“homogeneidad de mala clase” creciente en Europa, poniendo en grave

peligro su liberalismo y pluralismo característicos, que constituyen para

este autor “el tesoro mayor de Europa”:

Triunfa hoy sobre toda el área continental una forma de homogeneidad que amenaza consumir por completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando la vida en todo el continente.495

En conexión con lo anterior, Ortega advierte que el “estatismo”

constituye el “peligro mayor que hoy amenaza a la civilización

493 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 116. 494 Id.495 Ibid., 121. En la misma línea señala Ortega: “Como se dice en Norteamérica:

ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo» no es «todo el mundo». «Todo el mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es sólo la masa” (La rebelión de las masas (1930), IV, 148). Más ácidamente todavía expresa Ortega en “Socialización del hombre” (1930) su preocupación por la tendencia creciente hacia el colectivismo y la homogeneización, con la consecuente pérdida de la unicidad y libertad de los individuos: “La historia de Europa ha sido hasta ahora una educación y fomento de la individualidad. Se había propuesto que la vida tomase cada vez con mayor intensidad la forma individual. Es decir, que al vivir, cada cual se sintiese único. Único en el goce, como en el deber y en el dolor. (...) Y, sin embargo, no puede dudarse de que hoy experimentamos un inesperado cambio de dirección. Desde hace dos generaciones, la vida del europeo tiende a desindividualizarse. Todo obliga al hombre a perder unicidad y a hacerse menos compacto (...) y cada cual empieza a sentir que acaso él es cualquier otro. (...) es un hecho que a estas horas gran número de europeos sienten una lujuriosa fruición en dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo. Hay una delicia epidérmica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa” (II, 745). P. Cerezo recoge esta preocupación orteguiana sobre esa tendencia a la homogeneización que tiende a “eliminar toda disidencia. La combinación de la democracia morbosa y la superstición técnica hacen que toda opinión discrepante sea odiada en la medida en que pretende ser diferente, y condenada, por tanto, a sucumbir bajo el poder del tópico, que reproducen los mass media. Ortega ha logrado anticiparnos la imagen de una sociedad administrada, en la que la especialización científica, la burocratización de la vida pública y la automatización de la existencia han cegado la fuente de toda originalidad e innovación” (P. Cerezo, La voluntad de aventura: Aproximamiento crítico al pensamiento de Ortega y Gasset, Ariel, Barcelona, 1984, p. 71).

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202

europea”496, el cual consiste en “la estatificación de la vida, el

intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social

por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica”497. En

este sentido Ortega coincide plenamente con J.S. Mill, quien en su obra

Sobre la libertad critica la tendencia al aumento del poder estatal en

detrimento de las libertades individuales. Desde el punto de vista de

Ortega, la actitud característica del “hombre-masa” tiende a favorecer

esta extralimitación del poder estatal sobre todas las áreas de la vida: el

“hombre-masa” piensa que el Estado es un producto “natural” y no una

construcción humana, y “cree que el Estado es cosa suya”498, de tal

manera que, ante cualquier problema o conflicto, “el hombre-masa

tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se

encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e

incontrastables medios”499, puesto que “es una gran tentación para ella

esa permanente y segura posibilidad de conseguirlo todo –sin esfuerzo,

lucha, duda ni riesgo– sin más que tocar el resorte y hacer funcionar la

portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un

perfecto error”500. En opinión de Ortega, “el caso es que el hombre-masa

cree, en efecto que él es el Estado”501 y, como consecuencia, “tenderá

cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con

él toda minoría creadora que lo perturbe –que lo perturbe en cualquier

orden: en política, en ideas, en industria”502. De acuerdo con Ortega, “el

resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará

violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva

simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el

hombre, para la máquina del Gobierno”503:

496 La rebelión de las masas (1930), IV, 222. Ortega dedica al análisis de esta cuestión dedica Ortega el capítulo XIII de esta obra, titulado “El mayor peligro, el Estado”. El filósofo señala que el “estatismo”, “como todos los demás peligros que amenazan a esta civilización, también éste ha nacido de ella. Más aún, constituye una de sus glorias” (Id.), pero también, como señala este pensador, uno de sus mayores peligros, cuando se hipertrofia y excede los límites legítimos de su poder.

497 Ibid., 225. 498 Id.499 Id.500 Id.501 Id.502 Id.503 Id. “¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La

sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado” (Ibid., 226).

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203

El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas. Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir?504

¿Solución? Previsiones de futuro

En cuanto a una posible solución al problema que plantea el

fenómeno de la “rebelión de las masas”, Ortega indica que la primera

tarea en este sentido consiste en tomar conciencia de la gravedad de la

situación y tratar de aportar claridad sobre el problema, que es

precisamente lo que este filósofo intenta hacer con el análisis que

desarrolla en La rebelión de las masas –el cual constituye en su opinión

una primera aproximación, y “no es, a la postre, sino un ensayo de

serenidad en medio de la tormenta”505:

Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos temas nueva claridad. Para eso está ahí, no para hacer la rueda de pavo real en las reuniones académicas. (...) Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga probabilidad la solución del tremendo problema que las masas actuales plantean. Este volumen no pretende, ni de lejos, nada parecido. Como sus últimas palabras hacen constar, es sólo una primera aproximación al problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a fondo no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la escafrandra y descender a lo más profundo del hombre. Esto hay que hacerlo, sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro próximo a aparecer en otros idiomas bajo el título El hombre y la gente.506

Resuenan en estas reflexiones orteguianas los análisis de Weber acerca de la autoridad racional-legal característica del Estado contemporáneo, la extensión de la organización burocrática y la paralela formación de la “Jaula de hierro”.

504 Ibid., 227. 505 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 139. 506 Ibid., 131. De acuerdo con Ortega, “la primera condición para un

mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina” (Ibid., 133). Se trata, pues, una vez más, siguiendo el método orteguiano, de comprender en profundidad la fisonomía que presenta la realidad para, a partir de ahí, mejorarla en dirección al ideal.

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204

Ortega se pregunta si es posible reformar al “hombre-masa”, el tipo

de individuo dominante de la época: “¿Se puede reformar este tipo de

hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que

si no se los extirpa producirán de modo inexorable la aniquilación de

Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque (...) se trata precisamente de

un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia

superior. La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda

posibilidad de salud es esta: ¿pueden las masas, aunque quisieran,

despertar a la vida personal?”507. En oposición al positivismo

característico del siglo XIX, Ortega advierte que el progreso de la

civilización europea no está asegurado, puesto que “la historia está llena

de retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la vida en nuestra

época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como

persona”508. En este sentido, Ortega se cuestiona si es posible que en el

contexto social y cultural de la Europa del primer tercio del siglo XX, el

individuo europeo pueda desarrollar una vida personal, auténtica,

desplegando sus capacidades más propiamente humanas, de acuerdo

con los ideales de libertad, excelencia y autenticidad:

¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un proyecto de vida que tenga figura individual y que, por tanto, necesitaría realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus esfuerzos particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no notará que es, si no imposible, casi improbable, porque no hay a su disposición espacio en que poder alojarla y en que poder moverse según su propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, como la vida del prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no sólo a todo acto, sino hasta a todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará para sí una vida standard, compuesta de desiderata comunes a todos y verá que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en colectividad con los demás. De aquí la acción en masa.

La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en que van hallándose casi todos los europeos. En una prisión donde se han amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover un brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos de los demás. En tal circunstancia, los movimientos tienen que ejecutarse en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera esta cruel imagen es una solución.509

507 Ibid., 131-132. 508 Id.509 Id. Ortega advierte el riesgo de que el europeo acabe por acostumbrarse a

este modo inferior de existencia: “la situación es mucho más peligrosa de lo que se

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205

Sin embargo, como hemos visto, Ortega insiste en que tanto el

fenómeno de la “rebelión de las masas” como su principal protagonista,

el “hombre-masa”, presentan un carácter esencialmente ambiguo, que

afecta también a su posible evolución en el futuro. En este sentido,

Ortega considera que “la rebelión de las masas puede, en efecto, ser

tránsito a una nueva y sin par organización de la humanidad, pero

también puede ser una catástrofe en el destino humano”510:

Me importa mucho recordar aquí que estamos sumergidos en el análisis de una situación –la del presente– sustancialmente equívoca. Por eso insinué al principio que todos los rasgos actuales y, en especie, la rebelión de las masas, presentan doble vertiente. Cualquiera de ellos no sólo tolera, sino que reclama una doble interpretación, favorable y peyorativa. Y este equívoco no reside en nuestro juicio, sino en la realidad misma. No es que pueda parecernos por un lado bien, por otro mal, sino que en sí misma la situación presente es potencia bifronte de triunfo o de muerte.511

En el mismo sentido afirma Ortega que el “hombre-masa” es “pura

potencia del mayor bien y del mayor mal”512, pues, gracias a los avances

de la propia civilización, se trata de un tipo de individuo que posee

suele apreciar. Van pasando los años y se corre el riesgo de que el europeo se habitúe a este tono menor de existencia que ahora lleva; se acostumbre a no mandar ni mandarse. En tal caso, se irían volatilizando todas sus virtudes y capacidades superiores” (La rebelión de las masas (1930), IV, 273).

510 Ibid., 193. 511 Id. Sin embargo, Ortega parece decantarse en algunos momentos por la

vertiente más negativa: “Es indudable que en un balance diagnóstico de nuestra vida pública los factores adversos superan con mucho a los favorables, si el cálculo se hace no tanto pensando en el presente como en lo que anuncian y prometen. Todo el crecimiento de posibilidades concretas que ha experimentado la vida corre riesgo de anularse a sí mismo al topar con el más pavoroso problema sobrevenido en el destino europeo y que de nuevo formulo: se ha apoderado de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización. No los de esta o de aquella, sino –a lo que hoy puede juzgarse– los de ninguna. Le interesan evidentemente los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más. Pero esto confirma su radical desinterés hacia la civilización. Pues esas cosas son sólo productos de ella, y el fervor que se les dedica hace resaltar más crudamente la insensibilidad para los principios de que nacen” (Ibid., 195). R. Aron considera sin embargo que “el pensamiento de Ortega es todo menos pesimista en su juicio sobre nuestra época. Al contrario de la idea que muchos se hacen de su pensamiento, Ortega no cesa de celebrar la elevación del nivel histórico de nuestro tiempo. Más aún, el nivel histórico es la causa de todo lo que el presente y el inmediato futuro contienen de bueno y de malo” (R. Aron, “Lectura crítica de La rebelión de las masas”, ABC, Suplemento Literario, Madrid, 6 de Febrero, 1988, p. IX).

512 La rebelión de las masas (1930), IV, 174.

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enormes potencialidades, aunque no sepa bien cómo utilizarlas513.

Ortega sostiene que el “hombre-masa” actual es “más listo, tiene más

capacidad intelectiva que el de ninguna otra época”514; sin embargo, el

problema es que “esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga

sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla.

De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios,

cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha

amontonado en su interior, y con una audacia que sólo por la ingenuidad

se explica, los impondrá dondequiera”515. De este modo, el “hombre-

masa”malogra sus posibilidades, el desarrollo de todo su potencial

humano, a causa de su hermetismo y tendencia a la autocomplacencia:

“el hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyecto y va a la

deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus

513 Ibid., 193. M. C. Pascerini compara la concepción sobre la crisis de Europa que Ortega presenta en La rebelión de las masas con la visión que Dante ofrece en la Divina comedia de la sociedad florentina del siglo XIII; en opinión de esta autora, a pesar de la existencia de algunos paralelismos entre ambas concepciones, “la visión orteguiana no puede llegar a ser dantesca, pues Ortega, más optimista que Dante, mantiene todavía la esperanza en el hombre de su época, y confía en que es posible rescatar a la sociedad de la crisis que sufre por culpa del imperio de la masa, si acepta emprender nuevos proyectos que le den vitalidad” (M. C. Pascerini, “Reflexiones sobre la crisis de la vida colectiva en La rebelión de las masas. ¿Una visión dantesca de la realidad?”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 2, 2001, p. 266), pues “el hecho de que Ortega confíe en la capacidad del hombre de acometer empresas, nos hace pensar finalmente que su visión de la sociedad no era tan pesimista. A pesar de que en el balance de su diagnóstico de la vida pública «los factores adversos superan con mucho los favorables», no se trata de una visión dantesca, si entendemos como tal un punto de vista tan pesimista que ya no admite ningún cambio a mejor. Podríamos hablar de visión dantesca si Ortega tomara la crisis de la civilización occidental como algo definitivo, irreversible. Desde luego su optimismo no tiene nada que ver ni con la confianza ilimitada en el progreso que tenían los hombres del siglo XIX, ni con la visión despreocupada de la realidad del hombre-masa, sino que radica en la posibilidad real de superar la desmoralización de Europa. Para Ortega esto es posible a través de una reforma de los actuales sistemas de convivencia y emprendiendo proyectos (...). La sociedad se puede rescatar de la crisis que está sufriendo, la realidad presente en cuanto determinada por el espíritu del hombre-masa no es irremediablemente un paisaje infernal. Mas el cambio requiere esfuerzo, requiere que el hombre se exija a sí mismo y se proponga realizar proyectos innovadores, que aseguren la prosperidad a la sociedad en la que vive. La alternativa a no obligarse en el cumplimiento de este deber no deja márgenes a la esperanza, no sólo no permite mantener los logros ya alcanzados, sino que puede proporcionar un empeoramiento de las cosas, incluso una involución de la civilización. Pero Ortega cree sinceramente en una sociedad mejor, no dominada por la superficialidad del hombre-masa: no se trata de un optimismo superficial e incondicional, sino que es alimentado por la confianza en el hombre, y sobre todo en su capacidad de realizar proyectos beneficiosos para la colectividad” (Ibid., 271-272).

514 La rebelión de las masas (1930), IV, 187. 515 Id.

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poderes, sean enormes”516. En este sentido apunta I. Sánchez Cámara

que “la victoria de las masas es pírrica, pues conduce a su propia

degradación. Esta es la realidad, sólo aparentemente paradójica: la

rebelión de las masas condujo a su triunfo, y éste, a su propia

degradación. Nunca una victoria arrojó tan triste saldo para su

vencedor”517.

En todo caso, desde el punto de vista de Ortega “la gran cuestión”

a responder para encontrar una solución al problema de la “rebelión de

las masas” y del “hombre-masa” es la siguiente: “¿qué insuficiencias

radicales padece la cultura europea moderna? Porque es evidente que,

en última instancia, de ellas proviene esta forma humana ahora

dominante”518. De acuerdo con P. Cerezo, para Ortega la responsabilidad

histórica del siglo XIX ha consistido en que “un poder sin autoexigencia o

bien se desvanece o bien se refuerza violentamente de modo compulsivo

y despótico (...) El progreso en civilización, esto es, en la suma de

expectativas, posibilidades, recursos y derechos no estuvo acompañado

con una conciencia de autoexigencia y autonomía personal”519.

En opinión de Ortega, la solución al problema de la “rebelión de las

masas” residiría en que el principio de excelencia –así como el principio

aristocrático, en el sentido etimológico mencionado en el anterior

capítulo– volviera a ocupar un lugar relevante en el ethos colectivo, en

516 Ibid., 172. En lugar de construir, el “hombre-masa” se caracteriza según Ortega por su tendencia a “destruir las causas de su vida”, esto es, los propios logros de la civilización que han hecho posible su existencia (Ibid., 179). A juicio de Ortega, el afán de destruir es el tipo de comportamiento de caracteriza a las masas actuales frente a la civilización que las nutre (Id.), y de ahí precisamente el peligro que supone para la permanencia de la cultura y la civilización europeas la actuación de este tipo de individuo. En este sentido, para el filósofo español el “hombre-masa” “no representa otra civilización que luche con la antigua, sino una mera negación, negación que oculta un efectivo parasitismo. El hombre-masa está aún viviendo precisamente de lo que niega y otros construyeron o acumularon” (Ibid., 278).

517 I. Sánchez Cámara, “De la rebelión a la degradación de las masas”, Revista de Occidente, nº 241, 2001, p. 71.

518 La rebelión de las masas (1930), IV, 278. Sin embargo, esta cuestión, planteada en el último párrafo de La rebelión de las masas, permanece abierta: Ortega señala así que “esta gran cuestión tiene que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina de la vida humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada.” (Id.).

519 P. Cerezo, “De la melancolía liberal al ethos liberal. En torno a La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset”, Endoxa, vol. 12, nº 1, 2000, p. 325.

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conjunción con los demás principios y valores presentes en el modelo

democrático orteguiano (libertad, igualdad, participación, voluntad de

convivencia, bienestar, pluralismo, etc.), con el fin de que todos los

individuos puedan aspirar a una vida excelente, desarrollando sus

distintas capacidades, de acuerdo con un proyecto vital auténtico, y que

al mismo tiempo y conforme al principio aristocrático, vuelva a ser

reconocida la ejemplaridad en la excelencia de las “minorías” o

“individuos especialmente cualificados” por parte de las “masas”, dentro

de las diferentes esferas de la vida. Como señala P. Cerezo, respecto a

la “hiperdemocracia” sólo puede esperarse un antídoto eficaz en el

cultivo de la vida ascendente”, en “la vida creadora”520. Desde el punto de

vista de Ortega, es posible que esto acontezca al sufrir las “masas” su

propio fracaso en su tentativa de dirigir la sociedad, puesto que “el

hombre-masa no atiende a razones, y sólo aprende en su propia

carne”521, por lo que “para sanar será preciso que sufra en su propia

carne las consecuencias de su desviación moral. Así ha acontecido

siempre (...) Al fin, el fracaso de sí mismas, experimentado al actuar,

alumbra en sus cabezas, como un descubrimiento, la sospecha de que

las cosas son más complicadas de lo que ellas suponían, y,

consecuentemente, que no son ellas las llamadas a regirlas”522.

La solución que finalmente presenta Ortega al problema de la

“rebelión de las masas” y a la situación de crisis y desmoralización que

vive Europa –con el peligro derivado de la aparición de totalitarismos–

consiste en la propuesta de “una nueva moral de Occidente, la incitación

de un nuevo programa de vida”523, un nuevo proyecto común ilusionante

para todas las naciones europeas que devuelva la moral y vitalidad

perdidas a Europa. Este proyecto de una nueva moral de Occidente se

concretará en la propuesta orteguiana de la creación de una Europa

Unida, pues “sólo la decisión de construir una gran nación con el grupo

de los pueblos continentales volvería a entonar la pulsación de Europa.

Volvería a creer en sí misma, y automáticamente a exigirse mucho, a

520 Ibid., p. 332. 521 La rebelión de las masas (1930), IV, 198. 522 España invertebrada (1922), III, 97. Cf. III, 125-126; IV, 184; IX, 702; XI,

443-444. 523 La rebelión de las masas (1930), IV, 275, cursivas mías.

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disciplinarse”524. Como veremos en el capítulo dedicado a “Europa y la

idea de nación”, este proyecto de la Unidad europea –los “Estados

Unidos de Europa”, según otra denominación de Ortega– es en opinión

de este filósofo lo único que puede salvar a Europa de la profunda crisis

moral en la que se encuentra inmersa.

524 Ibid., 273.

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3. PRECEDENTES

En este apartado serán objeto de análisis algunos precedentes

relevantes en relación a la concepción orteguiana sobre la democracia y

la “hiperdemocracia” o “rebelión de las masas”. El propio Ortega fue

plenamente consciente de estos importantes antecedentes de su

reflexión sobre la democracia y su posible evolución hacia formas

degradadas525. En primer lugar, el análisis se dirige a la concepción de

Platón acerca de la democracia en el contexto de la democracia clásica

griega; en segundo lugar, dentro de las concepciones modernas de

democracia, se abordan las teorías de John Stuart Mill y de Alexis de

Tocqueville.

A pesar de su pertenencia a contextos históricos diferentes, el

pensamiento de estos autores en torno a la democracia y sus posibles

formas de degradación presenta importantes paralelismos con las ideas

de Ortega, de ahí el interés en revisar las teorizaciones que formularon

estos pensadores, con el fin de clarificar posibles zonas oscuras del

pensamiento de Ortega o iluminar sus ideas desde nuevas perspectivas.

Los distintos contextos históricos en los que vivieron Ortega, Platón, J.S.

Mill y A. de Tocqueville presentan además una importante similitud: todos

ellos se caracterizan por ser épocas especialmente críticas de la historia

humana, períodos de transición entre una época que finaliza y otra que

está comenzando a surgir, entre unos determinados usos, costumbres y

creencias compartidas y otros nuevos que empiezan a gestarse y a

sustituir a las antiguos. Es paradigmático en este sentido el caso de

Tocqueville, un autor que vivió una época intensamente revolucionaria, a

caballo entre la eliminación de las estructuras del Antiguo Régimen y el

nacimiento del nuevo orden democrático que comenzó a surgir a partir de

la Revolución Francesa. De acuerdo con el propio Tocqueville:

525 Cf. La rebelión de las masas (1929-1930), O.C., IV, p. 127; “La nueva misión” en Misión del bibliotecario (1935), O.C., V, p. 221; “Las profesiones liberales” (1954), O.C., V, p. 696; De Europa Meditatio Quadem (1949), O.C., IX, p. 250 n. y p. 266 n.; “Tocqueville y su tiempo”, O.C., IX, pp. 327-331; “Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee”, O.C., IX, pp. 28-30.

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212

Se quiere hacer de mí un hombre de partido y yo no lo soy [...]. Se me atribuyen alternativamente prejuicios aristocráticos o democráticos. Yo quizás habría tenido estos si hubiese nacido en otro siglo o en otro país. Pero el azar de mi nacimiento me hizo muy fácil defenderme de los unos y de los otros. Yo vine al mundo al final de una larga revolución que, después de haber destruido el Estado antiguo, no había creado nada duradero. La aristocracia estaba muerta cuando yo comencé a vivir, y la democracia no existía todavía. Mi instinto no podía, pues, arrastrarme ciegamente ni hacia la una ni hacia la otra. Meditaba en un país que durante cuarenta años había ensayado un poco de todo sin detenerse definitivamente en nada. Yo no era, por tanto, presa fácil en cuestión de ilusiones políticas. Formando parte de la antigua aristocracia de mi patria, no tenía odio ni envidia naturales contra ella, y estando destruida esa aristocracia no tenía tampoco amor natural por ella, ya que no se adhiere uno fuertemente más que a lo que vive. Yo estaba bastante cerca de ella para conocerla bien y bastante lejos para juzgarla sin pasión. Otro tanto diré del elemento democrático. Ningún interés me creaba una inclinación natural hacia la democracia, ni había recibido de ella personalmente ninguna injuria. No tenía ningún motivo particular para amarla ni para odiarla, independientemente de los que me proporcionaba mi razón. En una palabra, estaba en tan perfecto equilibrio entre el pasado y el porvenir que no me sentía natural e instintivamente atraído ni hacia uno ni hacia el otro, y no he tenido necesidad de grandes esfuerzos para lanzar tranquilas miradas hacia los dos lados.526

Algo similar vivieron Platón, Stuart Mill...y el propio Ortega, entre el

liberalismo clásico y los viejos partidos turnantes que representaban la

“vieja política” y la “nueva política” de la que él mismo fue protagonista

liderando la generación del 14; entre una España tradicional y celosa de

sus privilegios y el despertar de las ideas igualitarias y socialistas; entre

una España conservadora y una república que intentó llevar a la práctica

las ideas democráticas.

Coincidiendo con Ortega, para Platón, Mill y Tocqueville el tema de

la democracia y de la conciliación de los principios de participación y

excelencia, libertad e igualdad, constituyeron preocupaciones centrales

tanto de su reflexión intelectual como de su actuación política en la vida

pública. De este modo, al igual que Ortega, estos autores precedentes

también trataron de llevar a la práctica sus ideas políticas. Así, Platón,

como veremos más adelante, intervino en la política de Siracusa bajo el

mandato de Dioniso I y II; por su parte, J.S. Mill fue miembro de la

Cámara de los Comunes por el distrito de Westminster desde 1865 hasta

1868, en oposición constante con el partido conservador, defendiendo el

526 Cit. en J.T. Schleifer, Cómo nació “La democracia en América” de Tocqueville,FCE, México, 1984 (cursivas mías).

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213

sufragio femenino, la representación proporcional, la actividad sindical,

los derechos de los trabajadores y de los pueblos coloniales, y

denunciando temas polémicos como la esclavitud y la política del

gobierno inglés en Irlanda. La actividad política de Tocqueville abarca

desde 1839 hasta 1851, primero como diputado independiente en

Valognes (La Mancha) de 1839 a 1848 y luego como ministro de Asuntos

Exteriores en 1849 durante la presidencia de Luis Napoleón Bonaparte,

hasta que en 1851, tras el golpe de Estado de Napoleón III es

encarcelado brevemente al oponerse a éste, por lo que se ve obligado a

dimitir, retirándose definitivamente de la vida política.

A través de esta combinación entre la actividad intelectual y la

política activa, estos pensadores experimentaron en su propia vida las

conexiones y tensiones existentes entre las ideas políticas y su

aplicación en la realidad, entre la vida teotérica y la vida práctica, lo que

sin duda, además de causarles importantes problemas y dilemas

personales, enriqueció considerablemente sus reflexiones teóricas, al

tiempo que pone claramente de manifiesto su capacidad de compromiso

con la circunstancia histórica que les tocó vivir y su preocupación

fundamental por la reforma social.

Otra característica en común a estos autores es su condición de

librepensadores, rara avis incluso entre los intelectuales. De ahí la

dificultad para encasillarlos con una u otra etiqueta al uso, pues la

riqueza y profundidad de sus ideas es incompatible con simplificaciones

apresuradas de sus teorías, que atiendan a un sólo aspecto o dimensión

y a partir de ahí generalicen, distorsionando en consecuencia su

pensamiento. No son pensadores lineales, pues tratan de dar cuenta de

la realidad teniendo presente sus múltiples perspectivas, por lo que se

les ha acusado frecuentemente de ambigüedad. Suelen ser también, por

las mismas razones, pensadores incómodos, pues su lucidez y

respuestas no convencionales tienden a generan inquietud cuando no

animadversión entre quienes buscan una respuesta maniquea que divida

rápidamente la realidad social en “buenos” y “malos”, “derechas” e

“izquierdas”, “amigos” y “enemigos”.

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215

3.1. PLATÓN

Tenemos un régimen de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es Democracia, por no depender del gobierno de pocos, sino de un número mayor; de acuerdo con nuestras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las disensiones privadas, mientras que según el renombre de cada uno, a juicio de la estimación pública, tiene en algún respecto, es honrado en la cosa pública; y no tanto por la clase social a la que pertenece como por su mérito, ni tampoco en caso de pobreza si alguien puede hacer cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su fama...

Por otra parte, nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos no hombre pacífico sino inútil, al que nada participa en ella...

Pericles, La Oración Fúnebre

Las primeras democracias surgieron en Grecia en los siglos IV y V

a.C.527 y, con ellas, las primeras reflexiones teóricas acerca tanto de sus

virtudes como de sus riesgos potenciales, especialmente por parte de

pensadores como Platón y Aristóteles, en cuyo pensamiento se

encuentran importantes precedentes de la reflexión orteguiana en torno a

la democracia y sus límites528. A pesar de las diferencias existentes entre

527 De acuerdo con D. Held, “parece que fue a mediados del siglo VI a.C. cuando surgió en Quíos el primer gobierno democrático, aunque otros, con sus propias particularidades e idiosincrasias, pronto le siguieron. Si Atenas destaca como el pináculo de este desarrollo, lo cierto es que la nueva cultura política se extendió por toda la civilización griega” (D. Held, Modelos de democracia, Alianza, Madrid, 2001, p. 31).

528 Según S. Giner, fue Heráclito quien inició la crítica al gobierno de la mayoría: “La reacción indignada de Heráclito contra la envidia sentida por los muchos por la excelencia de los pocos –a los que pudieron desterrar de sus ciudades muy democráticamente– marca el inicio de la crítica propiamente dicha del gobierno de la mayoría. Herido por una decisión popular de proscribir a un amigo aristocrático suyo, Heráclito acusó al pueblo de no permitir la existencia de sus mejores: «Han dicho: nadie será mejor entre nosotros y si alguien sobresale, dejemos que lo sea en otra parte y no entre nosotros»” (S. Giner, Sociedad masa: Crítica del pensamiento conservador, Península, Barcelona, 1979, pp. 21-22).

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216

la concepción griega de la democracia y las modernas teorías

democráticas, existen también importantes similitudes entre el

pensamiento político de Platón y el de Ortega529. Con el fin de

contextualizar el pensamiento político de Platón, comenzaré

desarrollando una breve caracterización de la democracia griega –en

especial de la ateniense–, así como de las similitudes y diferencias entre

este modelo clásico de democracia y las modernas democracias

liberales.

El propio término “democracia” deriva del griego demokratía, el

poder o gobierno –krátos– del pueblo –demos–. Parece que el primero en

utilizarlo fue Heródoto530, aunque la palabra más usual para designar

este tipo de gobierno fue isonomía531 o “igualdad ante la ley”. Ya desde

su origen, el término “democracia” o “gobierno del pueblo” se contrapone

a otras formas de gobierno como las monarquías y las aristocracias –y a

sus correspondientes formas degeneradas, de acuerdo con la

concepción griega532, las tiranías y las oligarquías–, al tiempo que su

529 J. Fernández Lalcona ha constatado la influencia platónica en el pensamiento social y político de Ortega (Cf. El idealismo político de Ortega y Gasset, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1974, 320ss y 351ss). En opinión de este autor, “frente al idealismo kantiano, Ortega opone el realismo idealista platónico. Frente a la moral del «deber ser», la moral natural del mundo griego. La interpretación de la vida a través del movimiento, la jerarquía y dinámica social, la impermeabilidad de las capas o estratos sociales, el concepto de minoría y, en buena parte, la concepción de la vida como drama, tienen su origen evidente en el mundo clásico, donde Ortega se inspira con ánimo de hacer más realista su idealismo” (Ibid., p. 321).

530 En palabras de F. Requejo Coll, “parece que fue Heródoto quien empleó por primera vez el término para referirse a la organización política que existía en Atenas después de las reformas de Clístenes [511 a.c.], y lo hizo en términos positivos al igual que luego hicieron por lo general Esquilo, Sófocles y los autores de la primera sofística. Pero ya a finales del mismo siglo y en la propia Atenas se utilizó para expresar una organización política a evitar o, cuando menos, a corregir mediante su articulación con otras formas de gobierno. Éste es su sentido en las teorías políticas platónica o aristotélica” (F. Requejo, Las democracias. Democracia antigua, democracia liberal y Estado de Bienestar, Ariel, Barcelona, 1994, p. 11). Cf. Carlos García Gual, “La Grecia antigua”, en F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política I, Alianza, Madrid, 1995, p. 87; G. Sartori, Elementos de Teoría Política, Alianza, Madrid, 2005, p. 29.

531 Cf. C. García Gual, Op. Cit., pp. 87-88. 532 De acuerdo con la tradición griega, toda forma de gobierno termina

degradándose, dando paso de este modo a la formación de un nuevo tipo de régimen político, el cual degenera a su vez, y así sucesivamente, hasta completar el círculo evolutivo de degradación progresiva. Los distintos pensadores griegos, entre ellos Platón, concretarán esta idea de una manera determinada.

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217

significado se caracteriza por una marcada ambigüedad533 que le

acompañará a lo largo de toda su historia (¿quiénes forman parte del

pueblo? ¿qué tipo de poder debe ejercer éste? ¿se identifica el pueblo

con la mayoría?).

La democracia ateniense del siglo V a.C., el ejemplo de

democracia antigua mejor documentado, se caracterizaba por las

siguientes instituciones democráticas534: la Asamblea (Ekklesía), el

“Consejo de los 500” (Bulé), el “Comité de los 50”, los jurados populares,

los magistrados y los generales militares (strategoi). La Asamblea,

máximo órgano soberano en el que se debatían y se tomaban las

decisiones sobre todos los asuntos importantes que concernían a la

polis, reunía a todos los ciudadanos un mínimo de cuarenta veces al año

con un quórum de 6000 ciudadanos. El “Consejo de los 500” estaba

formado por 50 consejeros por cada una de las diez tribus en las que

estaba dividida la ciudadanía ateniense –divididas a su vez en unidades

políticas menores, denominadas demos–, y su función era organizar la

agenda política, proponiendo las cuestiones y temas a debatir en la

asamblea. A su vez, este Consejo estaba asesorado por el “Comité de

50”, formado mediante rotación de los miembros del propio Consejo,

desempeñando cada uno el puesto durante una décima parte del

mandato anual; tal consejo contaba con un presidente cuyo mandato

duraba tan sólo un día. Por su parte, los tribunales estaban constituidos

por grandes jurados populares, formados por más de 201 ciudadanos, y

frecuentemente por un número superior a 501. Las funciones ejecutivas

de la ciudad eran ejercidas principalmente por los magistrados, consejo

formado normalmente por diez ciudadanos. Los strategoi eran diez

generales militares, seleccionados por elección directa de los

ciudadanos, teniendo la posibilidad de ser posteriormente reelegidos. La

estructura básica de la democracia ateniense coexistió con otras

instituciones anteriores a ella, como por ejemplo el Aerópago, consejo de

ancianos de corte aristocrático.

533 Cf. Meditación de Europa (1949), IX, n. 1, 250; D. Held, Op. Cit., pp. 17-19; A. Arblaster, Democracia, Alianza, Madrid, 1992, pp. 25-26.

534 D. Held, Op.Cit.

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218

El modelo de democracia clásica guarda importantes similitudes y

diferencias en relación a las modernas democracias liberales. Entre las

diferencias más importantes destaca la concepción de “ciudadanía

limitada”535 que caracteriza a la democracia griega536, según la cual

quedan excluidas de la condición de ciudadano las mujeres –confinadas

al trabajo doméstico–, los extranjeros (metecos) y los esclavos; en otras

palabras, el grupo de ciudadanos estaba integrado únicamente por los

varones mayores de veinte años, libres y no extranjeros –esto es, el

demos estaba constituido en realidad por una minoría respecto a la

población total de la polis537.

Por otra parte, el individuo tal como lo entendemos actualmente no

existía en la Grecia clásica –el individuo como sujeto de derechos

constituye una creación de la modernidad–, de la misma manera que

tampoco se establecía una distinción entre lo público y lo privado, entre

el individuo y el ciudadano, entre el Estado y la sociedad civil, entre

gobernantes y gobernados, etc. De este modo, en la democracia griega

el individuo se encontraba en buena medida diluido en la colectividad, de

tal manera que la vida privada estaba subordinada a los asuntos públicos

y al bien común. La valoración de la subjetividad individual como una

535 D. Held, Op.Cit., pp. 39-41. 536 Esta restricción de la ciudadanía pone de manifiesto las limitaciones de la

democracia ateniense, lo que lleva incluso a algunos autores a cuestionar la pertinencia de aplicarle en sentido estricto el calificativo de “democracia”. Así, refiriéndose al ejemplo ateniense, D. Held habla de la “tiranía de los ciudadanos” (D. Held, Op.Cit., p. 40) y Tocqueville de “república aristocrática”. De acuerdo con este último autor, “Lo que se llamaba pueblo en las repúblicas democráticas de la Antigüedad, no se parecía en nada a lo que nosotros denominamos hoy pueblo. En Atenas, todos los ciudadanos participaban en los asuntos públicos, pero no había más que veinte mil ciudadanos entre más de trescientos cincuenta mil habitantes; todos los demás eran esclavos y desempeñaban la mayoría de las funciones que hoy pertenecen al pueblo, incluso a las clases medias. Atenas, con su sufragio universal, no era, pues, al fin y al cabo, más que una república aristocrática donde todos los nobles tenían igual derecho al gobierno” (A. de Tocqueville, Lademocracia en América II, Alianza, Madrid, 1999, pp. 56-57, cursivas mías).

537 A. Arblaster señala que en la democracia griega “los ciudadanos comprendían una cuarta parte o menos del total de la población adulta. No obstante, como una proporción del todo, era mucho mayor que cualquier otro cuerpo ciudadano antes de fines del siglo XVIII” (A. Arblaster, Op.Cit., p. 40). Held estima que la Atenas del siglo V a.C. contaba con un número de ciudadanos entre 30.000 y 45.000, con una población total aproximada de 400.000 habitantes, de entre los cuales unos 80.000 ó 100.000 eran esclavos (D. Held, Op.Cit.).

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219

entidad autónoma e independiente será un logro de la modernidad y de

la ideología liberal.538

Otra diferencia que separa a las democracias antiguas de las

contemporáneas se refiere al reducido tamaño de las polis griegas en

comparación con las ciudades modernas. Las polis griegas constituían

sociedades compactas y económicamente independientes –en

consonancia con el ideal griego de autárkeia, de autonomía y

autosuficiencia–, de tal modo que las relaciones entre sus habitantes

eran fundamentalmente directas, “relaciones cara a cara”, algo inviable

en las actuales metrópolis modernas. Ya Aristóteles señalaba que esta

característica del tamaño limitado constituía una condición necesaria

para la eunomía o “buen gobierno”539. Este rasgo hacía posible además

otro rasgo diferencial de la democracia griega en relación a las actuales

democracias: la “democracia directa”, a través de la cual los ciudadanos

ejercían directa y regularmente su intervención en los asuntos públicos –

en contraposición con las actuales “democracias representativas”, en las

cuales la acción política de los individuos es canalizada a través de sus

representantes. En estrecha relación con la concepción aristotélica del

ser humano como zoon politikon o “animal cívico”, esta democracia

participativa es entendida principalmente como “una forma de vida” y

pone de relieve la gran importancia que para los griegos tenía la

participación en la vida pública como medio insustituible para el

desarrollo y autorrealización del individuo, como deja claramente de

manifiesto Pericles en el discurso que le atribuye Tucídides, proclamado

en honor a los primeros soldados muertos atenienses en la guerra del

Peloponeso contra Esparta, y que encabeza este capítulo: “nos

preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes

de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues

somos los únicos que consideramos no hombre pacífico sino inútil, al que

nada participa en ella”. Se trata, en términos de B. Constant, de la

“libertad de los antiguos”, basada en la participación activa y continua en

el poder colectivo, en contraposición con la “libertad de los modernos”,

538 Cf. F. Requejo, Op.Cit., p. 26 y pp. 74-74; D. Held, Op.Cit., 32 ss. 539 Aristóteles, Política, 1326b.

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220

dirigida al disfrute apacible de la independencia privada540. Otras

características específicas de la democracia griega se refieren a que la

mayoría de los cargos políticos eran elegidos por sorteo –excepto, por

ejemplo, el cargo de strategoi–, tenían una duración breve –usualmente

de un año– y estaban remunerados. Además, tampoco existían ni los

partidos políticos ni la división de poderes que caracterizan a las

democracias contemporáneas.

Pero a pesar de las anteriores diferencias entre las democracias

modernas y las antiguas, existen también importantes semejanzas que

hacen que pueda hablarse de una clara continuidad entre ambas541: el

respeto a la ley y a la justicia, la isonomía o “igualdad ante la ley”, la

isegoría o “igualdad de palabra” de todos los ciudadanos para expresar

su opinión en la asamblea, la soberanía popular, la importancia de la

participación y de la educación de los ciudadanos en las virtudes cívicas,

la necesidad de “dar razones” y la autoridad de la argumentación racional

para llegar a acuerdos a partir de opiniones plurales, la justicia como

encarnación del bien común, etc. Así pues, la democracia griega lleva

consigo de modo incipiente el núcleo normativo que será más tarde

ampliamente desarrollado a partir de la recuperación de los ideales

democráticos en el siglo XVIII, esta vez con aspiraciones de

universalidad, esto es, extendidos a todos los seres humanos,

independientemente de sus características particulares: los ideales de

justicia, legalidad, elecciones periódicas, igualdad, libertad, participación

de todos individuos en los asuntos públicos, control de los gobernantes,

el poder de la palabra –el lógos – como medio para expresar las

opiniones plurales y llegar a acuerdos, la razón como sustituto de la

violencia física, etc.

540 Benjamin Constant, “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1819), en Escritos Políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 257-285.

541 Así lo defienden, por ejemplo, autores como D. Held, Op.Cit., pp. 32; A. Arblaster, Op.Cit., pp. 41-44; G. Sartori, Op. Cit., p. 30; S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, p. 3; F. Requejo, Op.Cit., p. 73; F. Rodriguez Adrados, “Historia griega e historia del mundo” (en F. Rodriguez Adrados, La Democracia ateniense, Alianza, Madrid, 1998), quien, al hablar de la democracia ateniense, afirma que “esta historia dramática, que desgarra a las sociedades griegas y al hombre griego mismo, es todavía nuestra historia y es ya, en realidad, la única posible” (p. 461).

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221

En este sentido, la democracia griega constituye el primer

experimento democrático en la historia de la humanidad. Con él

surgieron también las primeras reflexiones acerca de sus ventajas e

inconvenientes, así como las posibles soluciones dirigidas a minimizar

sus tendencias negativas y a potenciar sus efectos positivos. Entre las

primeras revisiones críticas de la democracia destaca la teoría de Platón,

la cual, como mostraré a continuación, constituye un importante

precedente en relación a la concepción orteguiana sobre la democracia.

Platón (Atenas, 427-347 a.C.) no vivió la época de esplendor de la

democracia ateniense con Pericles (443-429 a.C.), ni tampoco la euforia

que siguió a la victoria griega bajo el liderazgo de Atenas en las Guerras

Médicas contra los persas (479 a.C.), sino, por el contrario, el progresivo

deterioro de la democracia ateniense a partir de la Guerra del

Peloponeso (431-404 a.C.), que terminó con el triunfo de Esparta sobre

Atenas y supuso el comienzo del proceso de desintegración de las polis

griegas, hasta su posterior absorción por el Imperio macedónico bajo el

mando de Filipo y Alejandro Magno (338 a.C.). Estas circunstancias y la

inestabilidad que provocaron en el sistema democrático ateniense

hicieron a Platón especialmente sensible y precavido frente a los peligros

potenciales del gobierno democrático.

Tanto en el contexto histórico como en la biografía de Platón se

encuentran claves importantes para comprender su relación con la

política y, más concretamente, con el sistema democrático. Por su

pertenencia a una familia aristocrática y a sus propias inquietudes

personales, Platón estaba naturalmente abocado a la carrera política,

como él mismo declara en la Carta VII542. Sin embargo, varios factores

presentes en el contexto político de su tiempo le alejaron de la actividad

542 Platón, Carta VII, 324c–326 b. Sobre el debate acerca de la autenticidad de esta carta pueden verse: M.I. Finley, “Platón y la praxis política”, en M.I. Finley, Aspectos de la Antigüedad. Descubrimientos y disputas, Ariel, Barcelona, 1975, pp. 100-118 (es uno de los autores más reticentes a aceptar la autenticidad de las cartas atribuidas a Platón); G.H. Sabine, Historia de la teoría política, FCE, México D.F., 2002, p. 55, n.1; W.K.C. Guthrie, Historia de la Filosofía Griega IV, Gredos, Madrid, 2005, p.19 e Historia de la Filosofía Griega V, Gredos, Madrid, 1992, pp. 416-418.

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222

política y le orientaron de manera prioritaria hacia la filosofía –si bien su

objetivo siguió siendo siempre el mismo: la sociedad justa y feliz. Entre

estos factores se encuentran la ya mencionada decadencia de la

democracia ateniense tras la Guerra del Peloponeso, el posterior

régimen sangriento de los Treinta Tiranos –que gobernaron durante el

año 404 a.C., y en el que se encontraban dos parientes de Platón,

Cármides y Critias–, su propia experiencia política frustrada, al tratar de

intervenir en la política de la ciudad de Siracusa (Sicilia) durante el

gobierno de los tiranos Dioniso I y Dioniso II, a través de la cual pudo

vivir en primera fila las intrigas y las luchas entre las distintas facciones

que tratan de hacerse con el poder, así como, finalmente, el proceso

contra Sócrates –en su opinión, “el hombre más justo de su tiempo”543– y

su condena a muerte tras el restablecimiento de la democracia (399

a.C.). Este hecho habría de dejar una huella profunda en el joven Platón.

Como él mismo declara:

...tanto la letra de las leyes como las costumbres se iban corrompiendo hasta tal punto que yo, que al principio estaba lleno de un gran entusiasmo para trabajar en actividades públicas, al dirigir la mirada a la situación y ver que todo iba a la deriva por todas partes, acabé por marearme. Sin embargo, no dejaba de reflexionar sobre la posibilidad de mejorar la situación y, en consecuencia, todo el sistema político, pero sí dejé de esperar continuamente las ocasiones para actuar, y al final llegué a comprender que todos los Estados actuales están mal gobernados; pues su legislación casi no tiene remedio sin una reforma extraordinaria unida a felices circunstancias.544

De este modo, la decepción y desconfianza hacia la democracia

ateniense que las anteriores circunstancias provocaron en Platón,

contribuyeron a apartarle de la política activa y motivaron buena parte de

sus reflexiones en torno a la política y a la cuestión de cuál es la mejor

forma de gobierno, que aparecen principalmente en sus obras:

Protágoras, Gorgias, República, Político y Leyes. De acuerdo con G.M.

Grube, para Platón:

543 Platón, Carta VII, 324e. También en el Fedón califica a Sócrates como “el mejor de los hombres que hemos conocido, el más sabio y el más justo” (118a).

544 Platón, Carta VII, 325d–326b, Gredos, Madrid, 1992, p. 488.

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223

La vida política no ofrecía ningún puesto para un hombre honrado, y llegó a la conclusión de que todos los estados de Grecia eran mal gobernados por hombres ignorantes, y que la única esperanza para el mundo se encontraba en “el estudio justo de la filosofía”, que sólo la sabiduría y el conocimiento podían ofrecer una salida. Entonces se consagró al estudio y a la enseñanza de su sabiduría.545

Sin embargo y pese a sus reticencias hacia la actividad política,

Platón intervino activamente en la vida pública de su tiempo,

concretamente en la mencionada ciudad de Siracusa, con el fin de llevar

a la práctica las ideas desarrolladas en sus Diálogos, finalizando dicha

tentativa en un fracaso que llega incluso a poner en peligro su vida,

como explica el propio Platón detalladamente en la Carta VII. Por otra

parte, tras la vuelta de su primer viaje a Siracusa, Platón funda La

Academia, escuela filosófica destinada a la instrucción en la filosofía y

otras materias preparatorias (matemáticas, astronomía, etc), donde fue

alumno Aristóteles. Refiriéndose a Platón y a su relación con la política,

en opinión de G.H. Sabine “su desgraciada experiencia política personal

reforzó en él esa idea que acabó por cristalizar en la fundación de la

Academia con la finalidad de inculcar el espíritu del verdadero

conocimiento como fundamento de un arte político filosófico”546. Teniendo

en cuenta el deteriorado estado en el que para Platón se encontraba la

política de su tiempo, “la primera tarea era educativa” –como sostiene

W.K.C. Guthrie–, y de ahí la fundación de la Academia:

Para saber qué era lo justo en relación con los Estados y los individuos era necesario una educación rigurosa y una búsqueda imparcial de la verdad, que se llevara a cabo lejos de la confusión y los prejuicios de la política activa: en otras palabras, sólo era posible para los filósofos o “amantes de la sabiduría”. Si los únicos gobernantes buenos son los filósofos, su deber en tales circunstancias no era sumergirse en la vorágine de la política, sino hacer cuanto pudiera por convertirse en filósofo él mismo y por convertir a otros posibles gobernantes. La primera tarea era educativa, y fundó la Academia.547

De este modo, Platón vivió en su propia persona –como también

otros pensadores, entre ellos Ortega, Stuart Mill y Tocqueville– el dilema

entre el filósofo y el político, entre el pensamiento y la acción, conflicto

545 G.M.A. Grube, El pensamiento de Platón, Gredos, Madrid, 1994, p. 393. 546 G.H. Sabine, Op.Cit., p. 58.547 W.K.C. Guthrie, Op.Cit., IV, pp. 29-30.

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224

que quedó plasmado a lo largo de sus obras y que acabó saldándose en

la elección de la actividad filosófica en detrimento de la política activa.

En opinión de G.M. Grube,

Platón se convirtió en maestro únicamente porque no le fue posible –o, al menos, así lo pensó– desempeñar un papel útil en política en la Atenas de su tiempo. Y, por más que el teórico venciera también en este caso, nunca fue feliz con su victoria. Más aún, se sirvió de ella para proclamar que en un mundo sano no debería haber existido en absoluto tal conflicto o incompatibilidad.548

El mismo Sócrates subraya este dilema en la Apología, señalando

que es precisamente su daimon o “voz interior”

...lo que se opone a que yo ejerza la política, y me parece que se opone muy acertadamente. En efecto, sabed bien, atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os habría sido útil a vosotros ni a mí mismo. Y no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto, no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe privadamente y no públicamente.549

La concepción de Platón sobre la política y la figura del político se

encuentra en estrecha relación con su experiencia personal en la vida

pública. A juicio de Platón, el origen de la política radica en que los seres

humanos se necesitan unos a otros para poder sobrevivir, y de ahí una

necesaria división del trabajo, en la cual cada individuo lleve a cabo una

función específica, con el fin de salvaguardar el bien común. En esto

último consiste precisamente para este filósofo la justicia, que constituye

el objetivo de la política, esto es, en la orientación de la polis hacia el

interés general –en el interés de los gobernados, no en el de los

gobernantes.

548 G.M.A. Grube, Op.Cit., p. 392. 549 Platón, Apología de Sócrates, Gredos, Madrid, 31d–32a, pp. 170-171.

Resuena en estas líneas la afirmación que hace Sócrates en la alegoría de la caverna referente a que si aquel que ha logrado salir de la caverna –el filósofo– volviera a las tinieblas para intentar salvar a los compañeros que permanecen allí prisioneros en el mundo de las sombras, con el fin de ayudarles y conducirlos hacia la luz, estos seguramente “lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo” (República, Gredos, Madrid, 1992, 517a, p. 342).

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225

Como insiste Sócrates en el Gorgias550, el fin de la política consiste

en hacer mejores a los individuos, como también lo es para Ortega. Así,

el verdadero político es aquel que busca el perfeccionamiento moral de

los ciudadanos, en lugar de moverse en razón de una ambición

desmedida por la búsqueda de poder o del mero enriquecimiento

personal. Y es que, de acuerdo con Platón, la felicidad –tanto en relación

a la ciudad como al individuo– se funda en la educación y en la justicia.

De este modo, en el pensamiento platónico la actividad política y la

función del estadista aparecen íntimamente ligadas a la tarea de la

educación o paideia, idea fuertemente arraigada en la tradición griega y

de la que Aristóteles será también continuador551. También para Ortega

la educación ocupa un lugar fundamental dentro de la política, como

pone claramente de manifiesto en el Prospecto de la “Liga de Educación

Política Española” (1914) y en “La pedagogía social como problema

político” (1910). En esta última Ortega entiende la política

fundamentalmente como pedagogía social, y el problema español como

un problema pedagógico, siendo la pedagogía la ciencia de transformar

las sociedades; de ahí la necesidad que apunta Ortega de recuperar la

concepción pedagógica de Platón, la cual, a juicio del filósofo español,

“parte de que hay que educar la ciudad para educar al individuo. Su

pedagogía es pedagogía social”552: “El sentido del pensar moderno viene

con lentas preparaciones, señores, a renovar en esto como en todo los

ensayos de Platón. Aquel hombre poderoso tuvo la mirada más profunda

que ha existido. Todavía no sabemos bien hasta dónde logró ver, pues

aún no hemos agotado el tesoro de sus visiones”553. De ahí también que

para Ortega “es la política quien debe adaptarse a la pedagogía, la cual

conquistará sus fines propios y sublimes. Cosa, por cierto, que ya Platón

soñó”554.

En el mismo diálogo platónico del Gorgias y con claras alusiones a

la Apología, Calicles –partidario de que la concepción de la justicia como

el derecho del más fuerte– advierte a Sócrates de que podría verse

550 515c y 517c. 551 Cf. Carlos García Gual, Op. Cit.; F. Rodriguez Adrados, Op.Cit.552 “La pedagogía social como problema político” (1910), I, 515. 553 Id.554 “Pedagogía y anacronismo” (1923), III, 133.

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juzgado ante un tribunal y condenado a muerte, a lo que Sócrates

responde irónicamente que nada de ello le sorprendería, a pesar de que

acaso él sea el único político auténtico, puesto que solamente él se

preocupa por el progreso moral de los ciudadanos:

Creo que soy uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos; pero como, en todo caso, lo que constantemente digo no es para agradar, sino que busca el mayor bien y no el mayor placer, y como no quiero emplear esos recursos ingeniosos que tú me aconsejas, no sabré qué decir ante un tribunal. Se me ocurre lo mismo que le decía a Polo, que seré juzgado como lo sería, ante un tribunal de niños, un médico a quien acusara un pastelero. Piensa, en efecto, de qué modo podría defenderse el médico puesto en tal situación, si le acusara con estas palabras: “Niños, este hombre os ha causado muchos males a vosotros; a los más pequeños los destroza cortando y quemando sus miembros, y os hace sufrir enflaqueciéndoos y sofocándoos; os da las bebidas más amargas y os obliga a pasar hambre y sed; no como yo, que os hartaba de toda clase de manjares agradables”. ¿Qué crees que podría decir el médico puesto en ese peligro? O bien, si dijera la verdad: “Yo hacía todo eso, niños, por vuestra salud”, ¿cuánto crees que protestarían tales jueces? ¿No gritarían con todas sus fuerzas?555

En el Político, Platón utiliza dos metáforas para caracterizar al

político: en primer lugar, la analogía entre el político y el pastor que cuida

y protege al rebaño, comparación que finalmente es descartada por la

analogía del político con el buen tejedor, quien posee el conocimiento

necesario para sacar el máximo partido al material del que dispone,

combinando los distintos elementos según los principios de proporción y

medida, con el fin de construir el entramado social y político más

armónico y hermoso posible. La función del político se dirige de este

modo a lograr la unidad y armonía entre los distintos tipos de individuos,

como también lo era para Ortega, quien por esta razón criticó duramente

tanto la política de la Restauración como la del gobierno de la II

República, por no contar con todos los grupos sociales, incrementando

de ese modo la fragmentación y disensión social. Así lo señala Platón al

final del diálogo uno de sus protagonistas, el Extranjero:

Éste es –digámoslo– el fin del tejido de la actividad política: la combinación en una trama bien armada del carácter de los hombres valientes con el de los sensatos, cuando el arte real los haya reunido

555 Platón, Gorgias, Gredos, Madrid, 1992, 521e-522a, pp. 137-138.

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por la concordia y el amor en una vida en común y haya confeccionado el más magnífico y excelso de todos los tejidos, y, abrazando a todos los hombres de la ciudad, tanto esclavos como libres, los contenga en esa red y, en la medida en que le está dado a una ciudad llegar a ser feliz, la gobierne y dirija, sin omitir nada que sirva a tal propósito.556

En general, las ideas éticas y políticas de Platón evolucionaron a lo

largo de su obra desde planteamientos más utópicos e idealistas –siendo

el caso paradigmático la República (Politeía)– hasta posiciones más

realistas –rozando a veces el pesimismo, como en las Leyes–, si bien la

mayoría de los especialistas coinciden en destacar la existencia de una

continuidad fundamental en las ideas y preocupaciones que se

mantienen de fondo en el pensamiento de este autor557.

En la República, que tiene como tema principal la justicia tanto en

la sociedad como en el individuo, Platón sostiene que la mejor forma de

gobierno es la aristocracia, en contraposición con otras posibles formas

degradadas de gobierno (timocracia, oligarquía, democracia y tiranía).

Pero, a diferencia de la concepción homérica y coincidiendo en este

punto con Ortega, no se trata de una aristocracia hereditaria. De acuerdo

con la ética homérica, la “nobleza de sangre” posee una phýsis o

naturaleza especial, en virtud de un supuesto parentesco con dioses y

héroes, que hace por naturaleza a los individuos que la integran

poseedores en exclusividad de la areté o excelencia, lo que legitima por

lo demás su presunta especial capacidad para gobernar558. En el

pensamiento platónico se trata –de manera afín a Ortega y también a

J.S. Mill–, por el contrario, de una “aristocracia intelectual”559, puesto que

556 Platón, Político, Gredos, Madrid, 1992, 311c, pp. 616-617. 557 Cf. W.K.C. Guthrie, Op.Cit. V, Gredos, Madrid, 1992, pp. 197-198; C. García

Gual, Op. Cit., pp. 129-140; G.M.A. Grube, Op.Cit., 417-436; G.H. Sabine, Op.Cit.,p. 89; S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 25, 27 y 36; R.M. Hare: Platón, Alianza, Madrid, 1991, pp. 42-43 y p. 97. Sobre esta cuestión, María Isabel Santa Cruz señala: “Así, en el Político continúa vigente la idea central de la República, que Platón seguirá manteniendo en su última obra, Las Leyes: la instancia suprema es siempre el saber. Y nuestro político, que es quien posee el saber, no es otro que el filósofo” (“Introducción” a Platón, Político,Gredos, Madrid, 1992, p. 495).

558 Cf. E. Lledó, “El mundo homérico”, en V.Camps (Ed.), Historia de la ética I,Crítica, Barcelona, 1999; C. García Gual, Op.Cit.; F. Rodriguez Adrados, “El hombre aristocrático”, en Op.Cit.

559 El término procede de C. García Gual (Op.Cit., p. 127). En la misma línea, F. Requejo habla de “aristocratismo cognoscitivo” (Op.Cit., p. 66) y S. Giner de

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228

está formada por aquellos individuos que están mejor preparados para

ejercer el arte de la política, es decir, los que poseen el conocimiento de

las Ideas –siendo la principal de ellas la idea del Bien–. Según la teoría

platónica, estos individuos que poseen el conocimiento son precisamente

los filósofos, aquellos que, de acuerdo con el símil de la caverna, han

salido del mundo de las sombras (el mundo de la apariencias, donde

impera la mera opinión o dóxa, la ignorancia y los prejuicios) para

contemplar el mundo de las Ideas o Formas (el mundo real y auténtico,

donde se halla el verdadero conocimiento, esto es, la ciencia o

epistéme), y deben volver a la caverna para ayudar a salir a sus

compañeros desde la oscuridad de las opiniones hacia la luz del

verdadero conocimiento. De este modo, el conocimiento constituye el

criterio fundamental para la elección platónica de los gobernantes, y de

ahí que sean los filósofos los que deban gobernar:

A menos que los filósofos reinen en los Estados, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen de modo genuino y adecuado, y que coincidan en una misma persona el poder político y la filosofía, y que se prohíba rigurosamente que marchen separadamente por cada uno de estos dos caminos las múltiples naturalezas que actualmente hacen así, no habrá, querido Glaucón, fin de los males para los Estados ni tampoco, creo, para el género humano; tampoco antes de eso se producirá, en la medida de lo posible, ni verá la luz del sol, la organización política que ahora acabamos de describir verbalmente (...) y es difícil advertir que no hay otra manera de ser feliz, tanto en la vida privada como en la pública.560

En este punto aparecen varias diferencias importantes entre Platón

y Ortega. Por una parte, como vimos anteriormente, Ortega se muestra

en contra de la idea del filósofo gobernante, puesto que considera que la

filosofía y la política constituyen actividades distintas, que requieren

virtudes diferentes e incluso incompatibles –aunque, de acuerdo con el

filósofo español, ambas deben complementarse y enriquecerse

mutuamente. Por otra parte, Ortega entiende el poder de los individuos

“aristocracia del saber” (S.Giner, Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Península, Barcelona, 1979, p. 32).

560 Platón, República, Gredos, Madrid, 1992, 473d, pp. 282-283. Esta idea aparece también por ejemplo en la Carta VII: “no cesarán los males del género humano hasta que ocupen el poder los filósofos puros y auténticos o bien los que ejercen el poder en las ciudades lleguen a ser filósofos verdaderos, gracias a un especial favor divino” (326b, p. 488).

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229

más preparados –las “minorías” o aquellos que en el mito platónico han

logrado salir de la caverna a través de su esfuerzo por alcanzar el

conocimiento del Bien– básicamente como “poder espiritual” o autoridad

moral, derivada de su ejemplaridad en la excelencia, y no tanto como

gobierno efectivo, tal como lo concibe Platón.

De acuerdo con Platón, sólo el gobierno de “los mejores”, que son

quienes poseen el conocimiento, los expertos en el saber ético y político,

pueden conseguir llevar a cabo el proyecto de realización de una

sociedad justa y feliz. Platón asume así el presupuesto socrático de que

“la virtud es conocimiento”, intelectualismo moral según el cual el

conocimiento del bien lleva de modo natural a actuar correctamente, de

modo que la mala acción sólo puede producirse a causa de la ignorancia

o falta de conocimiento, estableciéndose así una identificación del mal

con la ignorancia y del bien con el saber.

Bajo estas ideas late uno de los debates más polémicos y

encendidos de la época, que enfrentó a Sócrates y posteriormente a

Platón con sofistas como Protágoras y Gorgias: la cuestión acerca de si

es posible enseñar la virtud (areté), tema íntimamente relacionado con la

discusión en relación a la antítesis entre phýsis (naturaleza) y nómos

(convención), referente a dirimir cuáles de las normas que rigen el

mundo humano son por naturaleza –y, por tanto, necesarias–, y cuáles

son simplemente por convención –y, por lo mismo, contingentes,

arbitrarias. Desde el punto de vista de Platón, la política constituye un

saber especializado que sólo algunos individuos poseen en grado sumo,

y que por tanto son los que, como veíamos anteriormente, deben

gobernar. Por el contrario, en opinión de Protágoras, a diferencia de

otras técnicas especializadas, el arte de la política no es un tipo de

conocimiento que esté restringido a unos pocos, sino que todos los

individuos lo poseen en cierta medida, tal como expone este pensador en

el mito de Prometeo, en el cual narra que Zeus mandó a Hermes para

que llevase a los seres humanos las virtudes morales de díke (justicia) y

aidós (decencia, respeto). De este modo, para Protágoras todos los

ciudadanos están capacitados para la téchne politiké y poseen una base

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230

que les capacita para aprender la virtud, por lo que no existen los

expertos en política que defiende Platón, ni por tanto la justificación de

que sean ellos los que deban gobernar. Así, de acuerdo con Protágoras,

la virtud se puede aprender, como intentó demostrar en la práctica

definiéndose a sí mismo como “maestro de la excelencia” (didáskalos

aretê) y enseñando retórica y otros saberes a los jóvenes atenienses de

su tiempo.

De este modo, las ideas políticas de Platón se fundamentan en su

concepción del ser humano y en la analogía que este filósofo establece

entre el individuo y la sociedad. Platón sostiene una concepción dualista,

según la cual el ser humano está compuesto por cuerpo y alma. El alma

está constituida a su vez por tres elementos: la inteligencia (noûs), el

carácter (thymós) y los deseos (epithymíai). Cada uno de estas partes

posee una función y una virtud específicas: la prudencia o sabiduría

(phrónesis, sophia), la fortaleza o valor (andreía) y la templanza

(sophrosyne), siendo la virtud de la justicia (díke o dikaiosyne) la virtud

resultante que surge cuando existe armonía entre todas las partes y sus

respectivas funciones. De acuerdo con la analogía entre el individuo y la

sociedad que Platón presupone, las distintas partes del alma de cada

individuo se corresponden a su vez con los diferentes grupos sociales

que constituyen la estructura social de la ciudad ideal platónica que

aparece en la República. Cada uno de estos grupos se caracteriza

asimismo por una virtud y una función determinadas, de tal modo que

cada individuo formará parte de uno u otro dependiendo de sus

facultades naturales –el predominio de una parte del alma sobre el resto–

y de la educación recibida, que dirigirá la formación del individuo hacia el

desarrollo de unas capacidades –y, por tanto, funciones– determinadas.

Así, en analogía con las distintas partes del alma individual, Platón divide

a la sociedad utópica en tres grupos diferenciados (filósofos-

gobernantes, guardianes-guerreros y obreros-productores), cada uno de

ellos con una virtud específica (respectivamente, prudencia, valor y

templanza) y una función propia (gobernar, proteger y producir). De

manera semejante a lo que ocurre en el alma humana, la justicia y la

felicidad de la ciudad dependen directamente de que las distintas partes

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231

se encuentren en armonía, y esto de acuerdo con Platón sólo puede

acontecer cuando cada una de ellas desempeña la función (érgon) que le

corresponde, todo ello orientado a alcanzar el bien común. En caso

contrario, sobreviene tanto en el plano individual como en la sociedad la

discordia (stasis), la anarquía y el desorden, de tal modo que “el Estado

sucumbirá”, como advierte Platón en el mito que comento a continuación.

Ortega –como también Mill y Tocqueville– se desmarcan totalmente de

esta rígida división social que propone Platón, basada en las

capacidades naturales y en la educación diferenciada derivada de ellas.

En este aspecto, Platón se muestra marcadamente desigualitario, en

contra de la igualdad de oportunidades que defiende Ortega en su

modelo de democracia, así como en la aplicación de criterios de justicia

distributiva dirigidos a proporcionar a todos los ciudadanos posibilidades

similares para desarrollar su proyecto de vida particular, de acuerdo con

los principios de libertad, excelencia, autenticidad y felicidad. Además,

como ya se ha visto, el talento para Ortega no depende sólo de las dotes

naturales, sino principalmente del esfuerzo por desarrollar éstas a través

de la aspiración a la excelencia, que es lo que define precisamente la

“vida noble”, en contraposición con la “vida vulgar”.

En la ciudad ideal que diseña Platón en la República, la elección de

los gobernantes se hará conforme al criterio de la distinta capacitación

natural de los individuos y de la educación que han recibido. De acuerdo

con Platón, existen desigualdades naturales en cuanto a las capacidades

con las que nacen los distintos personas, como describe en el mito sobre

el origen del ser humano que aparece en la República, según el cual

cada individuo al nacer posee una determinada proporción de oro, plata,

bronce o hierro, que se traduce en el predominio natural de una parte del

alma sobre las otras, lo cual va a determinar su virtud característica y la

función propia que tendrá que desarrollar en la sociedad, condición

necesaria según Platón para la armonía, la justicia y la felicidad de la

comunidad –y de los individuos que la componen. Así narra el mito:

Vosotros, todos cuantos habitáis en el Estado, sois hermanos. Pero el dios que os modeló puso oro en la mezcla con que se generaron cuantos de vosotros son capaces de gobernar, por lo cual son los que más valen; plata, en cambio, en la de los guardias, y hierro y bronce en

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la de los labradores y demás artesanos. Puesto que todos sois congéneres, la mayoría de las veces engendraréis hijos semejantes a vosotros mismos, pero puede darse el caso de que de un hombre de oro sea engendrado un hijo de plata, o de uno de plata uno de oro, y de modo análogo entre los hombres diversos. En primer lugar y de manera principal, el dios ordena a los gobernantes que de nada sean tan buenos guardianes y nada vigilen tan intensamente como aquel metal que se mezcla en la composición de las almas de sus hijos. E incluso si sus propios hijos nacen con una mezcla de bronce o de hierro, de ningún modo tendrán compasión, sino que, estimando el valor adecuado a sus naturalezas, los arrojarán entre los artesanos o los labradores. Y si de estos, a su vez, nace alguno con mezcla de oro o plata, tras tasar su valor, los ascenderán entre los guardianes o los guardias, respectivamente, con la idea de que existe un oráculo según el cual el Estado sucumbirá cuando lo custodie un guardián de hierro o bronce.561

De acuerdo con la teoría platónica, en función de sus facultades

naturales, los individuos deberán seguir un proceso de educación

específica, que los capacitará para desarrollar adecuadamente la función

que les corresponde (a los “hombres de oro” dirigir y gobernar, a los

“hombres de plata” guerrear y proteger la ciudad y a los “hombres de

bronce o hierro” obedecer a los primeros y producir los recursos

necesarios para la subsistencia material de la comunidad). Así pues, la

capacitación natural y la educación recibida fundamentan la existencia en

la ciudad ideal de tres grupos sociales claramente diferenciados. En

cuanto a la educación que ha de impartirse a cada grupo, Platón dedica

una atención preferente a la de los guardianes, concretamente a la de los

filósofos-gobernantes, que estará basada en la gimnástica, mousiké,

aritmética, geometría, astronomía, armonía y dialéctica.

Por otra parte, las ideas políticas de Platón se fundamentan

también en su teoría del conocimiento. En la ciudad platónica de la

República, los gobernantes son aquellos que han accedido, a través de

un riguroso proceso educativo, al conocimiento de las Ideas o Formas

(eîdos o idéa), localizadas en el mundo inteligible (ousía), el mundo del

saber científico (episteme) –que es verdadero, necesario y eterno– y

separadas por tanto del mundo sensible (génesis) de la opinión (dóxa)–

mundo de las apariencias, contingente, generado y, por tanto,

corruptible–. Siguiendo la concepción platónica, el mundo sensible

561 Platón, República, Gredos, Madrid, 1992, 415a y ss, pp. 197-198.

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participa del mundo inteligible por medio de la imitación de las ideas, las

cuales le sirven de modelo o ejemplo paradigmático; por ello para Platón

conocer es recordar (anámnesis), pues las almas tienen la oportunidad

de reconocer en los objetos del mundo sensible las formas o ideas que

un día contemplaron cuando habitaban el mundo inteligible. A través del

símil de la línea, Platón describe los distintos grados de conocimiento en

relación con los grados del ser, representándolos sobre una línea

continua cortada en segmentos, por los que el filósofo habrá de ir

ascendiendo a lo largo de un arduo y esforzado proceso educativo, hasta

alcanzar el más alto grado de conocimiento, la intuición o nóesis de las

Ideas y, entre ellas, la idea del Bien, la cual, como el Sol en el mundo

sensible, ilumina todas las demás formas o ideas: conjetura, creencia,

razonamiento, intuición –respectivamente, eikasía, pístis, diánoia, noésis.

El filósofo ha de ir recorriendo de modo gradual los distintos niveles de

conocimiento, lo que le permite salir poco a poco del mundo de las

sombras y de las apariencias, para irse adentrando progresivamente en

el mundo verdadero de las formas; y ese aprendizaje es lo que le

capacita según Platón para gobernar. Aparece así en primer plano la

enorme importancia que posee la educación o paideia en la teoría

platónica, muy presente por lo demás en todo el pensamiento griego. Sin

embargo, de acuerdo con Platón, el proceso no termina en este punto, ya

que tras recorrer las distintas fases de esa labor educativa, el filósofo

debe volver a la caverna, con el fin de enseñar a sus compañeros, que

todavía permanecen en ella, el conocimiento que ha adquirido, que en la

concepción platónica se identifica con el arte de llevar el alma desde las

tinieblas de la ignorancia hacia la luz del conocimiento, pues únicamente

este saber les permitirá alcanzar una vida justa y feliz. Ortega coincide

con Platón en la responsabilidad moral de los más preparados –las

“minorías selectas” en términos orteguianos– en contribuir con su

conocimiento a la educación de la ciudadanía y, en última instancia, al

progreso y perfeccionamiento de la sociedad, tanto a nivel colectivo

como individual. La dejación de ese compromiso moral se identifica

dentro del pensamiento orteguiano con el fenómeno de la “deserción de

las minorías”, el cual se encuentra siempre en el reverso de la “rebelión

de las masas”.

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234

El régimen político ideal que propone Platón en la República se

enfrenta directamente a la democracia ateniense de su tiempo. El filósofo

ateniense defiende un gobierno aristocrático, de acuerdo con el

significado etimológico del término (aristokratía, el “gobierno o poder” –

kratos– de “los mejores” –aristoi–) –y no en el sentido hereditario–, en

concordancia con el significado que da también primariamente Ortega al

término “aristocracia”, del mismo modo que Tocqueville, como veremos

más adelante. Frente a la democracia ateniense, en la que la mayor

parte de los cargos políticos eran elegidos por sorteo, Platón propone un

gobierno en el que los que detenten el poder sean “los mejores” en

beneficio de la comunidad entera, los que están más preparados en el

arte de la política, es decir, los filósofos, que son los que han accedido al

conocimiento de las Ideas. El mejor gobierno para Platón es, por tanto,

aristocrático –o monárquico, en el caso de que se trate de un único

gobernante-filósofo562. Sin embargo y contrariamente a la posición

platónica, como ya se aludió anteriormente, para Ortega resultaría

nefasto que los filósofos gobernasen563, puesto que para el filósofo

español la filosofía y la política constituyen actividades diferentes, con

virtudes y fines diversos –y frecuentemente contrapuestos e

incompatibles. De acuerdo con Ortega, el fin de la filosofía consiste la

búsqueda de la verdad, por lo que “tiene sus normas interiores y

exclusivas, que se resumen en la pulcra y serena contemplación del

562 Señala Platón que el gobierno ideal se dará “cuando en el Estado lleguen a ser gobernantes los verdaderos filósofos, sean muchos o uno solo” (República,540d, p. 376), pues “el modo de gobierno que hemos descrito podría llamarse con dos nombres. Así, si entre los gobernantes surge uno que se destaca de los demás, lo llamaremos ‘monarquía’, mientras que, en caso de que sean varios, ‘aristocracia’” (Ibid., 445d, p. 381); en cuanto al número necesario de filósofos en el gobierno, “sería suficiente que hubiera uno solo que contara con un Estado que lo obedeciese, para que se llevara a la realidad todo lo que actualmente resulta increíble” (Ibid., 502b).

563 Ortega se pregunta irónicamente al respecto: “¿Qué mal habían hecho a Platón para desearles semejante destino? Preferible es que los filósofos se ocupen sólo en pensar y que, de cuando en cuando, los gobernantes lean lo que los filósofos han pensado” (“Sobre la muerte de Roma” (1926), II, 543). Ortega señala la necesidad de distinguir nítidamente entre ambas actividades, afirmando que “para que la filosofía impere, no es menester que los filósofos imperen –como Platón quiso primero–, ni siquiera que los emperadores filosofen –como quiso, más modestamente, después. Ambas cosas son , en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos” (La rebelión de las masas (1930), IV, n. 1, 221). Cf. “Reforma del carácter, no reforma de las costumbres” (1907), X, 17-18; “Los problemas nacionales y la juventud” (1909), X, 111); “Antitópicos” (1931), XI, 158.

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universo”564, mientras que la política tiene como objetivo la utilidad y sus

cualidades específicas son de tipo imperativo, de mando. De ahí que, en

opinión del pensador español, pretender que el filósofo se dedique a la

política implica sobrepasar un límite que puede suponer incluso la

aniquilación de la propia filosofía565. En realidad, como afirma el propio

Ortega, se trata de encontrar un adecuado equilibrio entre ambas, puesto

que las dos actividades, la filosofía y la política, son complementarias y

necesarias para una organización política deseable566.

Aparte de la aristocracia, Platón distingue en la República otras

cuatro formas de gobierno (timocracia, oligarquía, democracia y tiranía),

las cuales según este pensador van apareciendo sucesivamente

mediante un proceso de degradación progresiva a partir del sistema

aristocrático. Éste constituye para Platón el régimen más perfecto: “es

difícil que un Estado así constituido sea perturbado; pero, dado que todo

lo generado es corruptible, esta constitución no durará la totalidad del

tiempo, sino que se disolverá”567. De acuerdo con Platón, la degradación

de cada tipo de gobierno comienza cuando se produce la disensión y

discordia entre aquellos que detentan el poder; por el contrario, mientras

reina la armonía entre ellos, el gobierno permanece en el tiempo568. En

564 “Reforma de la inteligencia” (1926), IV, 496. Desde el punto de vista orteguiano, el filósofo, a diferencia del político –al que la realidad le reclama una solución pragmática a problemas urgentes– puede permitirse “la duda”; en realidad, tal estado forma parte según Ortega de su condición propia: “Ser intelectual es saber vivir en la duda y desde la duda sin marearse ni sufrir vértigo” (La razón histórica (1944), XII, 249).

565 Así señala Ortega: “De aquí que nada perturbe tanto la obra de la inteligencia como introducir en ella propósitos de utilidad, lo mismo individuales que colectivos. Irremisiblemente, el pensamiento es desviado hacia una norma práctica, queramos o no se paraliza, se ciega”, de tal modo que “la inteligencia se convierte en política y se aniquila como inteligencia. Toda potencia humana tiene su órbita magnífica de expansión, pero a la par tiene su límite; cuando lo franquea, sucumbe. Y son vanos todos nuestros píos deseos de que las cosas sean de otra manera: siempre que el intelectual ha querido mandar o predicar, se le ha obturado la mente. Por eso era tan discreto el lema principal de la República platónica según el cual el Estado sólo marcha bien cuando «cada cual hace lo suyo». Y nos sorprende que luego, con brusca inconsecuencia, se anticipe a las brujas de Macbeth e insufle a los filósofos el apetito de gobernar”, “pues nada esteriliza tanto una función orgánica como que no actúe según el régimen que le es peculiar” (“Reforma de la inteligencia” (1926), IV, 496).

566 En este sentido afirma Ortega que “en esto, como en todo lo vital, el acierto es cuestión de tacto y mesura. Ni política de ideas, ni política sin ideas” (“Sobre la muerte de Roma” (1926), II, 542).

567 República, 546a, pp. 382-383. 568 Ibid., 545d, p. 381.

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consonancia con la analogía platónica entre individuo y Estado, a cada

clase de gobierno le corresponde un tipo de individuo característico. De

este modo, para Platón existen “cinco modos de gobierno y cinco modos

de alma”569; como le explica Sócrates a Glaucón, pues “hay una sola

especie de excelencia e incontables de malogro, aunque sólo cuatro de

ellas son dignas de mención”570, y el alma que corresponde al régimen

aristocrático es la del individuo bueno y justo. Platón representa

dramáticamente esta sucesión degenerativa de las distintas formas de

gobierno, a través de la representación de cada forma sucesiva como la

hija de su predecesor. Por otra parte, cada forma de gobierno degradada

guarda algunas características comunes tanto con su antecesor como

con su sucesor, de tal forma que nunca constituyen formas puras –tal

como ocurre según la teoría platónica en el propio ser humano, en el que

los distintos elementos de su alma aparecen combinados en distinta

proporción.

De acuerdo con el pensamiento platónico, al no lograr controlar la

reproducción y la educación de los futuros gobernantes, la aristocracia

degenera en timocracia –Esparta es para Platón un ejemplo de esta

última. Según el filósofo ateniense, la reproducción en momentos no

propicios da lugar a guardianes que poseen una mezcla de oro y plata

con bronce y hierro, lo cual supone una anomalía que se traduce en una

carencia de aptitudes naturales para desempeñar sus futuras funciones,

a lo que se suma una educación deficiente, que descuida la filosofía y la

música a favor de la gimnástica. La discordia da lugar a una lucha entre

las distintas tendencias en conflicto: “la de hierro y bronce hacia el lucro

y la adquisición de tierra y casas”, mientras que “la de oro y plata, que no

eran por naturaleza pobres sino ricas en sus almas, inducían hacia la

excelencia y hacia la antigua constitución”571. La victoria del elemento

irascible o fogoso (thymós) sobre la sabiduría da lugar así a la

timocracia, degradación del régimen perfecto e intermedio entre la

aristocracia y la oligarquía, en donde el valor de la excelencia pasa a

ocupar un lugar secundario a la hora de designar a los gobernantes, al

569 Ibid., 445d, p. 243. 570 Ibid., 445c, p. 243. 571 Ibid., 547b, p. 385.

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237

“temer llevar a hombres sabios a las funciones gubernamentales (...) e

inclinarse hacia otros más fogosos y más simples, por naturaleza aptos

para la guerra antes que para la paz”572. En los individuos timocráticos

predomina así el elemento fogoso y se mueven dirigidos principalmente

por el amor a la guerra, la ambición por las riquezas y el ansia de honor y

prestigio.

Desde el punto de vista de Platón, la degeneración de la timocracia

da lugar al gobierno de la oligarquía (etimológicamente, oligarchía, el

“gobierno de los pocos”), el “régimen basado en la tasación de la fortuna,

en el cual mandan los ricos, y los pobres no participan del gobierno”573.

Al hacerse más fuerte el elemento avaricioso a causa de las carencias

educativas574, la razón y la ambición aparecen ahora subordinadas a la

avaricia por la acumulación de riquezas, convirtiéndose de ese modo la

propiedad en el único criterio de distribución del poder, en detrimento de

la excelencia, puesto que “cuanto más se veneran en un Estado las

riquezas y los hombres ricos, en menos se tiene la excelencia y los

hombres buenos”575:

A partir de ese momento, al avanzar en busca de más riquezas, cuanto más estiman eso, más menosprecian la excelencia. ¿O no se oponen la riqueza y la excelencia de modo tal que, como colocada cada una en uno de los platillos de la balanza, se inclinan siempre en dirección opuesta?576

En opinión de Platón, el régimen oligárquico da lugar a una

profunda escisión entre ricos y pobres, a causa del hecho de ser “unos

excesivamente ricos y otros absolutamente pobres”577. Como

consecuencia, la unidad del Estado se disuelve, al haberse convertido

éste en un Estado doble: “el Estado de los pobres y el de los ricos, que

conviven en el mismo lugar y conspiran siempre unos contra otros”578.

Como advierte Sócrates a Adimanto en el diálogo platónico, “allí donde

572 Ibid., 547e, p. 386. 573 Ibid., 550d, p. 390. El significado del término coincide con el de “plutocracia”. 574 Ibid., 554b, p. 396. 575 Ibid., 551a, p. 391. 576 Ibid., 550e, pp. 390-391. 577 Ibid., 552b, p. 393. 578 Ibid., 551d, p. 392.

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ves mendigos en un Estado, sin duda en el mismo lugar están

escondidos ladrones”579.

La democracia surge a partir del deterioro de la oligarquía, al

rebelarse el pueblo (demos) contra los ricos oligarcas y hacerse así con

el poder. Acaso “puede ser –señala Platón– que éste sea el más bello de

todos los regímenes. Tal como un manto multicolor con todas las flores

bordadas, también este régimen con todos los caracteres bordados

podría parecer el más bello”580. Pero, tras esta presentación poética de la

democracia, Platón desarrolla en la República una dura crítica hacia este

sistema de gobierno –teniendo como ejemplo directo para ello la

democracia ateniense de su tiempo. Como explica a continuación el

filósofo ateniense, la democracia es “el más bello de todos los

regímenes” sólo en apariencia. Para Platón, la democracia se caracteriza

por una libertad inmoderada en todos los órdenes, lo que constituye a la

vez la fuente de su propia corrupción581. De acuerdo con el filósofo

ateniense, en este régimen “son primeramente libres los ciudadanos, y

(...) en el Estado abunda la libertad, particularmente la libertad de

palabra y la libertad de hacer en el Estado lo que a cada uno le da la

gana”582. De ahí la variedad de modos de vida que surgirá en este

sistema político, puesto que cada individuo goza de entera libertad para

elegir cómo llevar a cabo su existencia, hasta el punto de que, según

Platón, este derecho a la libertad no encuentra límites en el Estado

democrático, de tal modo que el individuo no está sujeto a ningún tipo de

norma u obligación –y de ahí también su desprecio a las leyes. De modo

análogo al “hombre-masa”, principal protagonista de la “rebelión de las

masas”, el individuo democrático que analiza Platón en la República no

reconoce ninguna autoridad que esté por encima de él y de sus propias

579 Ibid., 552d, pp. 393-394. 580 Ibid., 557c, p. 401. 581 De acuerdo con Ortega, en la doctrina griega de la degradación cíclica de los

regímenes políticos que asumen Platón y Aristóteles, “la aristocracia degenera a su vez en oligarquía y esto provoca la sublevación del pueblo, que arroja a los oligarcas e instaura la democracia. Pero la democracia es muy pronto el puro desorden y la anarquía; va movida por los demagogos y acaba por ser la presión brutal de la masa, de lo que se llamaba entonces (...) el populacho, okhlos, y viene de okhlocracia” (“Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee” (1948), IX, 29).

582 Platón, República, 557b, p. 400.

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apetencias, puesto que “no hay orden ni obligación alguna en su vida”583.

Así pues, el “hombre-masa” orteguiano y el individuo democrático

descrito por Platón presentan importantes similitudes: su amoralidad, su

rechazo a cualquier norma o instancia superior de apelación, su creencia

de que sólo tiene derechos y no obligaciones, su falta de respeto a las

leyes, etc. De acuerdo con Platón, el individuo democrático se

caracteriza por “no tener obligación alguna de gobernar en este estado,

ni aun cuando seas capaz de hacerlo, ni obedecer si no quieres, ni entrar

en guerra cuando los demás están en guerra, ni guardar la paz cuando

los demás la guardan, si no la deseas; a su vez, aun cuando una ley te

prohíba gobernar y ser juez, no por eso dejar de gobernar y ser juez, si

se te ocurre”584. Aquí aparece otra diferencia relevante entre Platón y

Ortega, pues mientras el filósofo español defiende la democracia, Platón

la rechaza; sin embargo, el pensador griego parece referirse más bien a

su degeneración en tiranía, ejemplificada probablemente en la

democracia ateniense de su tiempo. De ahí también la coincidencia

caracteriológica entre el “hombre-masa” que describe Ortega y el

individuo democrático analizado por Platón, los cuales constituyen para

ambos pensadores tipos humanos degradados, correspondientes con la

propia degeneración del sistema social y político hacia formas tiránicas

de existencia.

Desde el punto de vista platónico, los individuos democráticos no

toleran ningún tipo de norma o ley que suponga una restricción a su

libertad, por lo que “terminan por no prestar atención ni siquiera a las

leyes orales o escritas, para que de ningún modo tengan amo alguno”585.

Otro rasgo que caracteriza a este tipo de individuo es su marcado

relativismo moral, pues no establece distinciones morales entre placeres

mejores y peores, entre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo

justo y lo injusto, sino que el acto de elección entre una u otra alternativa

se encuentra invariablemente sujeto a los apetitos del momento.

583 Ibid., 561d, p. 407.584 Ibid., 558a, p. 401. 585 Ibid., 563e, p. 410.

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Si alguien le dice que hay placeres provenientes de deseos nobles y buenos y otros de deseos perversos y que debe cultivar y honrar unos pero reprimir y someter a los otros, en todos estos casos sacude la cabeza y declara que todos son semejantes y que hay que honrarlos por igual.586

Como consecuencia, al igual que el individuo oligárquico y

timocrático –y a diferencia del individuo aristocrático, en el sentido

etimológico señalado –, el individuo democrático descrito por Platón se

caracteriza por no reconocer el criterio de excelencia como criterio de

diferenciación moral, de manera que “asigna igualdad similarmente a las

cosas iguales y a las desiguales”587. Platón muestra una indignación que

recuerda a la de Ortega ante el desprecio del individuo democrático

hacia los principios, leyes y tradiciones que deben fundar el Estado,

entre ellos el principio de competencia de los gobernantes, de acuerdo

con su idea de la téchne politiké:

¡Esta tolerancia que existe en la democracia, esta despreocupación (...) ese desdén hacia los principios que pronunciamos solemnemente cuando fundamos el Estado (...); la soberbia con que se pisotean todos esos principios, sin preocuparse por cuáles estudios se encamina un hombre hacia la política, sino rindiendo honores a alguien con sólo que diga que es amigo del pueblo!588

De este modo, para Platón el individuo democrático rechaza la idea

según la cual la actividad política requiere una preparación especial para

poder ejercerla; en otras palabras, no reconoce que la excelencia

constituye una condición necesaria para el buen gobernante. Por el

contrario, de acuerdo con el pensador griego, en el régimen democrático

todos quieren gobernar, sin darse cuenta de que necesitarían una

cualificación específica para ello. El filósofo ateniense expone esta

crítica a través de la metáfora del patrón del navío –que representa al

gobernante del Estado–, en donde la tripulación inexperta –la “masa” en

términos orteguianos– trata por todos los medios de hacerse con el timón

y desplazar al verdadero patrón, que es el único que posee el verdadero

conocimiento para pilotar la nave:

586 Ibid., 561c, p. 407.587 Ibid., 558c, p. 402.588 Ibid., 558b-c, p. 402.

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Imagínate que respecto de muchas naves o bien e una sola sucede esto: hay un patrón, más alto y más fuerte que todos los que están en ella, pero algo sordo, del mismo modo corto de vista y otro tanto de conocimientos náuticos, mientras los marineros están en disputa sobre el gobierno de la nave, cada uno pensando que debe pilotar él, aunque jamás haya aprendido el arte del timonel y no pueda mostrar cuál fue su maestro ni el tiempo en que lo aprendió; declarando, además, que no es un arte que pueda enseñarse, e incluso están dispuestos a descuartizar al que diga que se puede enseñar; se amontonan siempre en derredor del patrón de la nave, rogándole y haciendo todo lo posible para que les ceda el timón. Y en ocasiones, si no lo persuaden ellos otros sí, matan a estos y los arrojan por la borda, en cuanto al noble patrón, lo encadenan por medio de la mandrágora, de la embriaguez o cualquier otra cosa y se ponen a gobernar la nave, echando mano a todo lo que hay en ella y, tras beber y celebrar, navegan del modo que es probable hagan semejantes individuos; y además de eso alaban y denominan ‘navegador’, ‘piloto’ y ‘entendido en náutica’ al que sea hábil para ayudarlos a gobernar la nave, persuadiendo u obligando al patrón en tanto que al que no sea hábil para eso lo censuran como inútil. No perciben que el verdadero piloto necesariamente presta atención al momento del año, a las estaciones, al cielo, a los astros, a los vientos y a cuantas cosas conciernen a su arte, si es que realmente ha de ser soberano de su nave; y, respecto de cómo pilotar con el consentimiento de otros o sin él, piensan que no es posible adquirir el arte del timonel ni en cuanto a conocimientos técnicos ni en cuanto a la práctica. Si suceden tales cosas en la nave, ¿no estimas que el verdadero piloto será llamado ‘observador de las cosas que están en lo alto’, ‘charlatán’ e ‘inútil’ por los tripulantes de una nave en tal estado?589

Anticipándose a algunos aspectos de las teorías modernas de la

sociedad masa, Platón habla de la poderosa fuerza, oscura e irracional,

que posee el pueblo o demos cuando se une y actúa conjuntamente. El

pueblo es para Platón “el género más numeroso y con mayor autoridad

que hay en la democracia cuando se congrega”590, y lo compara con “una

bestia grande y fuerte”591 cuyos impulsos y deseos deben ser bien

conocidos por los educadores y gobernantes, con el fin de saber cómo

encauzarlos convenientemente a través de la educación. Platón muestra

así una considerable desconfianza hacia el poder ciego e irresistible de

la multitud, que se caracteriza por su tendencia al exceso –o hybris,

contrario al ideal de moderación o sophrosyne– y su incapacidad para

dirigir con justicia el Estado:

589 Ibid., 488a-489a, p. 302 (cursivas mías). A continuación, Platón señala que “tal parece ser la disposición de los Estados hacia los verdaderos filósofos”.

590 Ibid., 565a, p. 412.591 Ibid., 493a, p. 308-309.

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Cuando la multitud se sienta junta, apiñada en la asamblea, en los tribunales, en los teatros y campamentos o en cualquier otra reunión pública, y tumultuosamente censura algunas palabras o hechos y elogia otras, excediéndose en cada caso y dando gritos y aplaudiendo, de lo cual hacen eco las piedras y el lugar en que se hallan, duplicando el fragor de la censura y del elogio. En semejante caso, ¿cuál piensas que será su ánimo, por así decirlo? ¿Qué educación privada resistirá a ello sin caer anonadada por semejante censura o elogio y sin ser arrastrada por la corriente hasta donde ésta la lleve, de modo que termine diciendo que son bellas o feas, las mismas cosas que aquéllos dicen, así como ocupándose de lo mismo que ellos y siendo de su misma índole?592

En este texto Platón señala otra razón por la que el filósofo no

deseará dedicarse a la política: el temor a verse arrastrado por el demos

hacia un modo de vida ajeno a él, de tal modo que acabe pareciéndose a

los gobernados, a causa de su deseo de satisfacer a estos, pues

“convirtiendo a la muchedumbre en autoridad para sí mismo más allá de

lo necesario (...) lo forzará a hacer lo que aquélla apruebe”593. Sin

embargo, como también señala Platón, aunque el filósofo probablemente

prefiera dedicarse tranquilamente a sus quehaceres filosóficos, tiene el

deber de “volver a la caverna” para enseñar a los demás el camino de

una vida feliz, justa y excelente594. Además, también está el miedo a ser

gobernado por alguien peor que ellos mismos, pues según Platón “el

mayor de los castigos es ser gobernado por alguien peor, cuando uno no

se presta a gobernar. Y a mí me parece que es por temor a tal castigo

que los más capaces gobiernan, cuando gobiernan. Y entonces acuden

al gobierno (...) por pensar que, de otro modo, no cuentan con sustitutos

mejores o similares a ellos para cumplir la función”595.

Por otra parte, el modo de ser característico del individuo

democrático constituye para Platón el resultado de una educación

inadecuada, que no ha enseñado a los jóvenes las virtudes de la

excelencia, la moderación y el esfuerzo, “de modo tal que los jóvenes

592 Ibid., 492b-c, p. 307. 593 Ibid., 492d, pp. 307-308. 594 En Platón los tres términos van unidos dentro de su concepcion de la vida

buena. Como señala E. Guisán, Platón inaugura “los fundamentos de una ética normativa teleológica que tenga como núcleo la búsqueda conjunta de la felicidad, la excelencia y la justicia” (E. Guisán, Introducción a la ética, Cátedra, Madrid, 1995, p. 116).

595 República, 347c-d, p. 90.

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viven lujosamente y perezosos tanto respecto de los trabajos del cuerpo

como de los del alma, así como blandos para resistir al placer y al dolor,

y ociosos (...) Y también de modo tal, que ellos mismos descuidan todo

excepto hacer dinero”596. Se trata de un individuo que se ha criado “sin

cultura y con avaricia”597, “desprovisto de conocimientos y

preocupaciones rectas y de discursos verdaderos, que son los mejores

centinelas y guardianes que puede haber”598, lo que le hace según Platón

una víctima fácil de los discursos de los falsos pedagogos (demagogos y

sofistas), quienes malogran las facultades de los jóvenes en lugar de

educarlos en el verdadero conocimiento y forjar adecuadamente su

carácter, con el fin de mantener en armonía las distintas partes de su

alma, dirigidas por la recta razón, como condición necesaria para poder

alcanzar una vida justa y feliz.

De acuerdo con Platón, los responsables de esta educación

deficiente del individuo democrático son sus progenitores –aquellos

individuos oligarcas y avaros que analizamos anteriormente–, quienes

han claudicado del deber de proporcionar a sus hijos una educación en

la justicia y la virtud, que les hubiese proporcionado el conocimiento

necesario para dirigir correctamente y lograr la armonía entre los

distintos elementos de su alma. Por el contrario, la educación impartida a

estos individuos democráticos “libera y relaja los deseos innecesarios y

los placeres perjudiciales”599, de tal modo que el joven democrático “es

llevado hacia una anomia total que quienes lo llevan denominan «libertad

total»”600, siendo así la excesiva permisividad y falta de autoridad moral

las principales notas que conforman el perfil de su educación:

(...) el padre se acostumbra a que el niño sea su semejante, y a temer a los hijos, y el hijo a ser semejante al padre y a no respetar ni temer a sus progenitores, a fin de ser efectivamente libre; (...) en semejante Estado el maestro teme y adula a los alumnos y los alumnos hacen caso omiso de los maestros, así como de sus preceptores; y en general los jóvenes hacen lo mismo que los adultos y rivalizan con ellos en palabras y acciones; y los mayores, para complacerlos,

596 Ibid., 556c, p. 399. 597 Ibid., 559d, p. 404. 598 Ibid., 560b, p. 405.599 Ibid., 561a, p. 406.600 Ibid., 572e, p. 423.

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rebosan de jocosidad y afán de hacer bromas, imitando a los jóvenes, para no parecer antipáticos y mandones.601

De este modo, para el filósofo ateniense la responsabilidad de las

carencias educativas en los ciudadanos democráticos no recae tanto

sobre estos últimos como sobre los falsos educadores –sofistas y

demagogos602– que han malogrado sus posibilidades educativas al

hacerse pasar por verdaderos filósofos. Así, de acuerdo con Platón, el

pueblo hace el mal “no voluntariamente sino por ignorancia y por haber

sido engañado por los difamadores”603, por lo que “si la multitud está mal

dispuesta con la filosofía, los culpables son aquellos intrusos que han

irrumpido en ella de modo desordenado e indebido, vilipendiándose y

enemistándose unos con otros y reduciendo siempre sus discursos a

cuestiones personales, comportándose del modo menos acorde con la

filosofía”604.

De acuerdo con Platón, esta educación deficiente hace al pueblo

una presa fácil de los discursos populistas, de la llamada de un líder

carismático que promete la salvación del pueblo, dejando así el camino

abierto a la toma violenta del poder político por parte de un tirano, que

constituye precisamente el siguiente paso en la degradación sucesiva de

los regímenes políticos que establece el filósofo ateniense en la

República, en este caso de la democracia hacia la tiranía, lo que para

Platón significa la quiebra y decadencia definitiva del Estado. Platón

advierte así del peligro de degeneración de la democracia en

despotismo, como también harán, entre otros autores, Aristóteles, J.S.

Mill, Tocqueville y Ortega.

601 Ibid., 563a-b, p. 409.602 El demagogo constituyó una figura política en la historia de la democracia

ateniense, que tenía poder para hablar y tratar de persuadir en la Asamblea de ciudadanos, aunque carecía de responsabilidades políticas. Su influencia fue especialmente relevante durante el período de la guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), en donde el término adquirió connotaciones peyorativas, dada la gran capacidad persuasiva que los demagogos ejercían sobre el demos y la opinión extendida de que habían embarcado la política exterior ateniense hacia directrices imperialistas con consecuencias desastrosas, contribuyendo así de manera importante a la crisis y decadencia de la democracia ateniense.

603 Ibid., 565c, p. 413. 604 Ibid., 500b, p. 319.

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Sin embargo, como hice alusión anteriormente, desde mi punto de

vista en la República Platón analiza un tipo determinado de democracia:

una democracia ya degradada –quizá reflejo de la propia democracia

ateniense de su tiempo–, en la que las leyes y las principales normas

sociales han perdido casi por completo su anterior legitimidad, y donde

los individuos han renunciado a su responsabilidad de construir un orden

justo y feliz, en el que se reconozcan los valores de igualdad, libertad y

excelencia: en definitiva, la degeneración de democracia que Ortega

califica como “rebelión de las masas”, “democracia morbosa” o

“hiperdemocracia” –y que Tocqueville y Mill denominan “tiranía de la

mayoría”, como veremos posteriormente.

Por su parte, la tiranía consiste según Platón en el gobierno de un

único dictador, ignorante y dominado por sus pasiones –principalmente la

crueldad y la brutalidad–, que concentra en sí mismo todo el poder en

beneficio de sus propios intereses. La tiranía surge a partir de la

degradación de la democracia y constituye para Platón –que había tenido

buen ejemplo de ella a través de su experiencia en la corte de Dioniso I y

II– la peor forma de gobierno posible. De acuerdo con el filósofo

ateniense, a cada régimen político le corresponde un determinado

exceso, que tiene su origen en aquello que define como bien, y que lleva

a a esa forma de gobierno a su corrupción y finalmente a su

desaparición, dando lugar al establecimiento de otro régimen político. De

este modo, para Platón “surge del mismo modo la tiranía de la

democracia que la democracia de la oligarquía”605: “El bien que se

proponía la oligarquía, y por el cual ésta fue instituida (...) era (...) la

riqueza en exceso”606; por tanto, “el deseo insaciable de riqueza, y el

descuido de todo lo demás por lucrar, es lo que la ha perdido”607. De

manera semejante a lo que ocurre en el proceso de degradación de la

oligarquía, en el caso de la democracia “es a su vez el deseo insaciable

de aquello que la democracia define como su bien lo que hace sucumbir

a ésta”608, que se identifica según Platón con la libertad y la igualdad

605 Ibid., 562b, p. 408. 606 Id.607 Id.608 Id.

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extremas, las cuales constituyen a la vez los bienes de la democracia.

Así, para este filósofo “el deseo insaciable de la libertad y el descuido

por las otras cosas es lo que altera este régimen político y lo predispone

para necesitar de la tiranía”609. La falta de respeto a las leyes y a

cualquier tipo de norma que limite la libertad individual, el relativismo

moral que elude cualquier distinción entre lo bueno y lo malo, lo justo y lo

injusto, las carencias educativas que frustran el desarrollo de la

capacidad de juicio y el reconocimiento del ideal de excelencia, así como

la acción demagógica de los sofistas y demás falsos pedagogos, todos

estos factores subyacen en la teoría platónica al proceso a través del

cual la democracia acaba degenerando en tiranía y la libertad en

esclavitud. De este modo, al igual que Ortega –y también Mill y

Tocqueville–, Platón advierte que la extralimitación de determinados

principios llevan a la democracia a su degradación en tiranía:

-SÓCRATES: Pues éste es, según me parece, el bello y vigoroso principio de donde nace la tiranía.

-ADIMANTO: Vigoroso, ciertamente, pero ¿qué le sigue después? -S: La misma enfermedad que, al declararse en la oligarquía,

entraña la perdición de ésta, en mayor grado y con mayor fuerza, debido a la libertad, esclavizada a la democracia. Y en verdad el exceso en el obrar suele revertir en un cambio en sentido opuesto,tanto en las estaciones como en las plantas y en los cuerpos y, en no último término, en las organizaciones políticas.

-A: Probablemente. -S: Por lo tanto, la libertad en exceso parece que no deriva en otra

cosa que en la esclavitud en exceso para el individuo y para el Estado.-A: Eso también es razonable. -S: Es razonable, entonces, que la tiranía no se establezca a partir

de otro régimen político que la democracia, y que sea a partir de la libertad extrema que surja la mayor y más salvaje esclavitud.610

De acuerdo con Platón, en el proceso de transformación de la

democracia en tiranía, un individuo ambicioso y carismático se erige

como líder del demos contra el poder de los ricos. El pueblo se deja

seducir fácilmente por el poder de encantamiento que ejerce este líder

carismático sobre la colectividad, haciéndoles toda clase de promesas –

como la distribución de tierras, la cancelación de deudas, etc.

Posteriormente, este líder se rodea de una guardia personal para

609 Ibid., 562c, p. 408.610 Ibid., 563e-564a, pp. 410-411, cursivas mías.

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protegerse de las conspiraciones de sus enemigos y termina por

convertirse en un tirano. Platón describe de este modo la evolución del

líder en tirano:

-SÓCRATES: ¿No pasa que durante los primeros días y el primer momento sonríe y saluda a todo aquél que encuentra, dice no ser tirano, promete muchas cosas en privado y en público, libera de deudas y reparte tierras entre el pueblo y los de su séquito, y trata de pasar por tener modales amables y suaves con todos?

-ADIMANTO: Necesariamente. -S: Pero cuando se reconcilia con algunos de sus enemigos de

fuera, mientras que a otros los extermina, y que por ese lado tiene tranquilidad, pienso que promueve ante todo algunas guerras, para que el pueblo tenga necesidad de un conductor.

-A: Es probable. -S: Y también para que el pago de los impuestos de guerra haga

pobres a los ciudadanos y los obligue a dedicarse a los cuidados de cada día, de modo que conspiren menos contra él.

-A: Es evidente. -S: Y se me ocurre que, si sospecha que algunos tienen

pensamientos liberales de modo tal que no confían en su mando, con cualquier pretexto los hará perecer poniéndolos en manos del enemigo; en vista a todas estas cosas, el tirano estará siempre forzado a suscitar la guerra.

-A: Estará forzado.-S: Haciendo tales cosas, ¿no queda expuesto a ser odiado por los

ciudadanos? -A: ¡Claro que sí!611

Platón considera así que el tirano trata de ahogar cualquier atisbo

de crítica a sus acciones que pueda suponer una amenaza para su

poder, de tal manera que se ve obligado a eliminar a todas las personas

sabias y honestas –que por lo demás tratan de alejarse de él–, para

acabar adoptando un particular modo de vida “que le prescribe vivir en

compañía de muchos hombres de baja estofa, y ser odiado por ellos, o

no vivir”612.

El individuo tirano se encuentra para Platón dominado por sus

pasiones más bajas (epithymía), especialmente por la crueldad y la

bestialidad, y su alma se halla esclavizada por los apetitos más innobles,

pues, como señala este filósofo, su falta de juicio racional le impulsa a

llevar a la realidad las crueldades que a otros sólo se les aparecen en los

peores sueños. El tirano representa así el modelo de individuo injusto e

611 Ibid., 566e-567b, pp. 415-416. 612 Ibid., 567d, p. 417.

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infeliz, el “peor de los hombres”613, que vive “colmado de los más

variados temores y pasiones”614, esclavizado por sus propios esclavos –

el pueblo–, en constante temor a ser traicionado y asesinado por ellos,

puesto que en el fondo es consciente de que estos le odian y desean su

destrucción. Platón considera que en el tirano “estarán esclavizadas las

mejores partes de su alma, mientras una parte pequeña, la peor y más

enloquecida, ejerce el señorío”615, de tal manera que este tipo de

individuo carece de libertad: “el alma tiranizada será la que menos hace

lo que quiere; me refiero al alma como todo: arrastrada sin cesar por la

pasión en forma violenta, estará llena de turbación y remordimiento”616:

Por consiguiente, aunque a algunos no les parezca, es en realidad el verdadero tirano un verdadero esclavo, forzado a la mayor adulación y servilismo, lisonjero de los hombres más perversos; alguien que no satisface sus deseos en medida alguna sino que está necesitado de la mayor parte de las cosas, resulta realmente pobre para quien sepa contemplar su alma íntegra; a lo largo de su vida está lleno de temores, así como de convulsiones y dolores.617

De este modo, para Platón los tiranos “jamás en su vida son

amigos de nadie, siempre esclavizando o esclavizados a otros: de la

libertad y de la amistad verdaderas nunca gusta la naturaleza tiránica”618.

El tirano es también el individuo más infeliz, el que “convive con un

fantasma del placer”619 y “es mucho más desdichado que los demás

hombres”620, pues “el que se manifiesta como el más perverso (...) se

manifestará también como el más desdichado”621. En este sentido señala

Sócrates en los escritos platónicos que “es mejor sufrir injusticias que

cometerlas”, puesto que, a pesar de los perjuicios que puede suponer

padecer injusticias, sólo el cometerlas conlleva la degradación del alma

y, por tanto, la disarmonía e infelicidad.

613 Ibid., 576b, p. 429.614 Ibid., 579b, p. 434.615 Ibid., 577d, p. 431. 616 Ibid., 577e, p. 431.617 Ibid., 579d-e, p. 435.618 Ibid., 576a, pp. 428-429.619 Ibid., 587c, p. 448.620 Ibid., 578b, p. 432.621 Ibid., 576c, p. 429.

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249

Platón contrapone la figura del tirano a la del filósofo, considerando

que este último es “el único cuya experiencia estará acompañada de

inteligencia”622 y, por tanto, el único que puede alcanzar una vida justa y

feliz. De acuerdo con la visión intelectualista de Platón, sólo el filósofo

está legitimado para juzgar lo que es mejor y para enseñar al resto de los

ciudadanos el verdadero camino para salir de la caverna. En oposición al

tirano, el filósofo controla sus pasiones y vive en armonía con las

distintas partes de su alma, dirigidas por la razón y la sabiduría, de

acuerdo con un modo de vida en el que todos los elementos anímicos

encuentran su satisfacción de una manera armónica y ordenada, sin

dejarse llevar inmoderadamente por las pasiones del lucro, del poder o la

ambición, como ocurre en las distintas formas degradadas de gobierno –

y sus correspondientes tipos de individuos.

Aunque no exista una correspondencia exacta en la República entre

las cinco formas de gobierno y las tres partes del alma, así como con los

tres grupos sociales y sus virtudes y funciones correspondientes, puede

percibirse una relación analógica entre ellos. Como advierte Platón, de la

misma manera que en las distintos sistemas de gobierno no aparecen

tipologías puras, lo mismo ocurre en el propio ser humano, en el que los

elementos que componen su alma aparecen combinados en distinta

proporción. De ahí el surgimiento del conflicto, tanto en el caso del

individuo como en el del Estado, puesto que cada parte (racional, fogosa,

apetitiva) tratará de alcanzar su máximo despliegue y poder sobre las

demás. Por ello la principal virtud para Platón, la justicia, tiene la función

de lograr un equilibrio armónico entre las distintas partes –y sus

correspondientes virtudes– mediante el control a cargo del elemento

racional623. De este modo, desde el punto de vista platónico, sólo

622 Ibid., 582d, p. 439.623 En el Fedro, Platón explica esta escisión del ser humano a través de una

metáfora, según la cual el alma humana es un carro alado, compuesta por un auriga –la parte racional– y dos caballos, uno bueno y otro malo –que representan, respectivamente, la parte fogosa y la apetitiva. La función del auriga consiste en dirigir sabiamente a los dos caballos alados, los cuales tienden a seguir sus propios deseos, repercutiendo en el equilibrio y armonía del conjunto. El auriga o elemento racional trata de lograr la unidad entre las distintas partes del alma, lo que permitirá hacer crecer sus alas para poder volar y ascender así hasta donde habitan las Ideas, allá en la “espalda del mundo” (Fedro, Gredos, Madrid, 1992, 246a-257b, pp. 345-367).

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250

mediante la moderación o sophrosyne se puede evitar el conflicto interior

del alma, producido a causa del exceso (hybris) al que tiende

naturalmente cada componente –tanto en el caso del sistema político

como del individuo–, lo que constituye el origen de “todos los males del

alma” y, por tanto, el principio de su degradación624. Surge así la

aparente paradoja consistente en que –como señala Guthrie– “un

sistema social perece cuando sus propios ideales se llevan al exceso: el

provecho material en una oligarquía, la libertad en una democracia”625.

En el Político, diálogo intermedio entre la República y Las leyes,

escrito después de su segundo viaje a Sicilia, Platón se muestra más

realista que en sus anteriores diálogos, partiendo no ya de una situación

ideal, sino teniendo en cuenta las condiciones imperfectas y reales de las

sociedades existentes626. En esta obra, Platón habla de tres tipos de

regímenes políticos (en función de los siguientes criterios: el respeto a

las leyes, la riqueza o pobreza de los gobernantes y su establecimiento

624 De acuerdo con Platón, sólo mediante el equilibrio entre las distintas partes del alma bajo la dirección del elemento racional, puede cada parte obtener el placer que le corresponde. Así, en palabras del filósofo ateniense: “Por consiguiente, cuando el alma íntegra sigue a la parte filosófica sin disensiones internas, sucede que cada una de las partes hace en todo sentido lo que le corresponde y que es justo, y también que cada una recoge como frutos los placeres que le son propios, que son los mejores y, en cuanto es posible, los más verdaderos (...) Pero cuando es alguna de las otras partes del alma prevalece, le sucede que no halla el placer que le es propio, y fuerza a las otras a perseguir un placer que les es ajeno y que además no es verdadero” (República, 586e-587a, p. 447). Platón advierte la necesidad de conseguir que el elemento irascible del alma sea dirigido por la parte racional: “Y estas dos especies, criadas de ese modo y tras haber aprendido lo suyo y haber sido educadas verdaderamente, gobernarán sobre lo apetitivo, que es lo que más abunda en cada alma y que es, por naturaleza, insaciablemente ávido de riquezas. Y debe vigilarse esta especie apetitiva, para que no suceda que, por colmarse de los denominados placeres relativos al cuerpo, crezca y se fortalezca, dejando de hacer lo suyo e intentando, antes bien, esclavizar y gobernar aquellas cosas que no corresponden a su clase y trastorne por completo la vida de todos” (República, 442a-b, pp. 237-238). De este modo, para Platón un individuo es valiente “cuando su fogosidad preserva, a través de placeres y penas, lo prescrito por la razón en cuanto a lo que hay que temer y lo que no”, sabio “por aquella pequeña parte que mandaba en su interior prescribiendo tales cosas, poseyendo en sí misma, a su vez, el conocimiento de lo que es provechoso para cada una y para la comunidad que integran las tres”, y moderado “por obra de la amistad y concordia de estas mismas partes, cuando lo que manda y lo que es mandado están de acuerdo en que es el raciocinio lo que debe mandar y no se querellan contra él” (República, 442c-d, p. 238).

625 Guthrie, Op.Cit. V, p. 511.626 En opinión de Guthrie: “En su contenido, el Político combina lo ideal y lo

práctico de una forma única y extraña que refleja probablemente una fase de indecisión transitoria en el propio pensamiento de Platón” (Guthrie, Op.Cit. V, p. 207).

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por medio de la fuerza o el consentimiento), ordenándolos de mejor a

peor: monarquía constitucional, aristocracia constitucional y democracia.

Dentro del grupo anticonstitucional (tiranía, oligarquía y democracia627),

será la tiranía, como degradación de la monarquía, el tipo de gobierno

que ocupa el lugar más bajo en la escala de valoración platónica con –

como señala Grube628– el principio corruptio optimi pessima (“la

corrupción de lo mejor es la peor”). En el mismo sentido, para Platón la

democracia es menos peligrosa que la tiranía, a causa de que en la

primera los gobernantes poseen unas capacidades mediocres tanto para

hacer el bien como para hacer el mal. En este diálogo, Platón llega a

concebir así la democracia como un “mal menor”, siempre que se

mantenga el respeto a la ley:

Por su parte, el gobierno ejercido por la muchedumbre lo consideramos débil en todo aspecto e incapaz de nada grande, ni bueno ni malo, en comparación con los demás, porque en él la autoridad está distribuida en pequeñas parcelas entre numerosos individuos. Por lo tanto, de todos los regímenes que son legales, éste es el peor, pero de todos los que no observan las leyes es, por el contrario, el mejor. Y, si todos carecen de disciplina, es preferible vivir en democracia, pero si todos son ordenados, de ningún modo ha de vivirse en ella.629

Desde una posición más realista y desencantada respecto a su

ideal político, Platón ya no habla en esta obra sobre la educación de los

“reyes-filósofos”, como hacía en la República, y ahora el protagonista del

diálogo ya no es Sócrates, sino “el extranjero de Elea”. En el Politico,

Platón considera que el político ideal, cuyo conocimiento estaría por

encima de las leyes vigentes630, no existe en la realidad, por lo que, a

falta del verdadero conocimiento, el respeto a las leyes es su mejor

sustituto. En opinión de C. García Gual, en este diálogo “Platón observa

627 Respecto al carácter de constitucionalidad del gobierno democrático, Platón considera que “debemos considerarlo doble”, ya que “el nombre (...) encierra ya un doble significado” (Político, 302d-e, p. 598).

628 Op.Cit., p. 424. 629 Platón, Político, Gredos, Madrid, 1992, pp. 599-600. 630 De acuerdo con Platón, las leyes no atienden a las diferencias particulares,

pues “la ley jamás podría abarcar con exactitud lo mejor y más justo para todos a un tiempo y prescribir así lo más útil para todos” (Político, 294b, p. 582), algo que sólo podría hacer el gobernante que poseyera el verdadero conocimiento. Según Platón, existiendo el conocimiento del arte político de “tejer regiamente”, las leyes serían innecesarias.

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las dificultades de lo ideal, advierte su imposibilidad y los riesgos de tal

apuesta, y, desconfiando del déspota ilustrado perfecto, propone un

arreglo no óptimo, sino un cierto satisfactorio compromiso con nuestro

mundo. En el viraje hacia lo real, se perfila el camino que va de la

República a las Leyes”631. Sin embargo, existe continuidad entre la

República y el Político, pues el conocimiento del arte de la política

constituye un saber especializado y sigue siendo el principal rasgo

distintivo del buen gobernante:

Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad dueños de una ciencia y no sólo pasan por serlo; sea que gobiernen conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o por imposición forzada, sean pobres o ricos.632

En su última obra Las Leyes, Platón retoma el proyecto de construir

la tarea de la organización política de una ciudad, aunque ahora ya no se

trata de la búsqueda de la ciudad ideal, como en la República, sino más

bien de la ciudad posible, teniendo en cuenta las múltiples dificultades

prácticas que lleva consigo la puesta en marcha del proyecto teórico.

Sócrates no interviene en este diálogo, actuando en este caso como

interlocutores tres ancianos (el “extranjero ateniense”, el espartano

Clinias y el cretense Megilo), quienes discuten acerca de la constitución

adecuada para la fundación de una nueva colonia llamada Magnesia.

Tampoco aparece la división social de la República entre gobernantes,

guerreros y productores, en correspondencia con las distintas partes del

alma, ni el régimen comunista para la clase de los guardianes. El punto

central de esta nueva construcción platónica se desplaza con respecto a

la República desde el conocimiento de los “reyes-filósofos” hacia el

respeto a las leyes, las cuales pasarán así a constituir la piedra angular

en la que descansa la estabilidad y el orden de la polis. La paideia de los

ciudadanos sigue siendo para Platón algo esencial, pero organizada a

partir de una legislación general. Además, Platón presenta una

631 C. García Gual, “Platón”, en V. Camps (Ed.), Historia de la ética I, Crítica, Barcelona, 1999, p. 125, cursivas mías.

632 Platón, Político, 293c-d, p. 581.

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planificación educativa dirigida a toda la ciudadanía, comenzando desde

la infancia, y no sólo a los guardianes.

Platón propone en Las Leyes la conveniencia de un gobierno

mixto633 que combine adecuadamente los regímenes monárquico y

democrático, con el fin de contrarrestar los excesos y lograr un equilibrio

–en consonancia nuevamente con el ideal griego de sophrosyne. De

acuerdo con la concepción platónica, los miembros de los consejos

encargados de administrar las leyes serían elegidos mediante votación

popular, desempeñando los cargos durante un tiempo limitado, tras el

cual habrían de rendir cuentas ante un comité, elegido también por los

ciudadanos. Platón contrapone los ejemplos de Persia y Atenas, ambas

caracterizadas por una constitución política corrupta y decadente: la

primera bajo la forma de tiranía, a causa de una fuerte represión de la

libertad y la consiguiente servidumbre de los ciudadanos, mientras que la

segunda a través de una democracia extrema igualitaria, como

consecuencia de un exceso de libertad. El régimen mixto propuesto por

Platón tiene así como objetivo evitar ambos extremos, con el fin de

alcanzar el justo término medio, donde para este filósofo se encuentra la

armonía y la justicia de la ciudad. En opinión de Ortega, la teoría del

gobierno mixto, primero en Platón y después en Aristóteles, surge a

partir de “esa experiencia que es la desesperación de la política”, esto

es, “la experiencia de que toda forma de gobierno lleva dentro de sí su

vicio congénito y, por tanto, inevitablemente degenera” 634:

633 Como afirma D. Held, el “régimen mixto” platónico anticipa teorías que serán desarrolladas posteriormente por Aristóteles y por los republicanos del Renacimiento (Op.Cit., p. 51). Según G.H. Sabine, este principio del gobierno mixto en Platón constituye un antecedente de la idea de la separación de poderes de Montesquieu (Op.Cit., p. 83).

634 “Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee” (1948), IX, 29. En opinión de Ortega, esta teoría evolutiva de raíces griegas sobre la degradación cíclica de las diferentes formas de gobierno, supone “no creer en ninguna forma política, haber experimentado que todas son fallidas y erróneas y, en efecto, tanto en Platón como en Aristóteles, todas esas formas de gobierno concretas, regidas por principios claros y conocidos, son llamadas por Platón hemartémata y por Aristóteles hamartémata, dos palabras que significan simplemente errores, pecados y desviaciones. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que estos hombres, por lo visto, al cabo de las centurias, habían llegado a esa experiencia que es la desesperación de la política” (Id.).

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La reacción a esa opinión desesperada respecto de las posibilidades de las formas políticas consiste entonces en imaginar una constitución que tenga la gracia de reunir los principios de todas las demás, a fin de que unos y otros se regulen y compensen: que haya un poco de Monarquía y otro poco de aristocracia y otro tanto de democracia. De esta suerte tal vez será posible evitar esa permanente inquietud que marcha sobre la historia. Y esta es la segunda idea: la Constitución mixta, que va a dar que hacer a todos los pensadores, desde Platón, que la anuncia, no en La República, sino en su libro último que escribe siendo casi decrépito, Las Leyes, que luego va a razonar con mucho detalle Aristóteles, como si fuera, en realidad, una idea formal, cuando no es sino un pío deseo con el cual afrontar la desesperación de la política.635

En este último diálogo platónico aparece la distinción entre dos

tipos de igualdad: el primer tipo consiste en dar lo mismo a todos

(mediante sorteo), y el segundo tipo en dar a cada uno según sus

méritos636. Según Platón, la justicia debe tender a favorecer esta última –

constituyendo de este modo la excelencia el principal criterio de la

justicia y la igualdad–, de acuerdo con la idea platónica de que no todos

los individuos son iguales por naturaleza en cuanto a sus capacidades

potenciales, y de que “lo justo” corresponde a “la igualdad asignada en

cada momento a desiguales según naturaleza”637. Sin embargo, Platón

reconoce la necesidad de hacer uso de ambos tipos de igualdad, “con

miras al posible descontento de los más”, si bien privilegiando la

concepción de igualdad y justicia basadas en el criterio de excelencia:

Pues habiendo dos clases de igualdad, homónimas, es cierto, pero de hecho casi opuestas entre sí por muchos modos, la una de ellas, la igualdad determinada por la medida, el peso y el número, no hay ciudad ni legislador que no sea capaz de aplicarla con respecto a los honores asignándola por sorteo en lo que toca a los repartos; mientras que la más auténtica y más excelente igualdad, eso ya no es fácil para cualquiera el dilucidarlo. Porque ésta nace del juicio de Zeus, y es siempre pequeña la medida en que presta su ayuda a los hombres; pero, eso sí, sea cualquiera el grado en que colabore con las ciudades o particulares, lo que produce es todo bueno. Otorga, en efecto, más al que es mayor y menos al que es menor, dando a cada uno lo adecuado a su naturaleza; y también en cuanto a distinciones, concediéndoselas siempre mayores a los más excelentes en punto a virtud y al contrario a los que son de manera distinta por lo que toca a virtud y educación, distribuye proporcionalmente lo conveniente para cada cual. Ahora bien, para nosotros, según creo, la política no es nunca más que esto mismo, lo justo, a lo cual, ¡oh, Clinias!, debemos ahora tender, teniendo la vista fija en ese tipo de igualdad, en la fundación de la

635 Ibid., p. 30. 636 Cf. G.M.A. Grube, Op.Cit., p. 435. 637 Platón, Las Leyes, 757b-758a, p. 292.

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ciudad que ahora está naciendo. Y si hay alguna vez alguien más que funde otra ciudad, mirando a esto mismo también será menester que legisle: no a unos pocos tiranos ni a uno solo ni a ninguna clase de poder del pueblo, sino siempre a lo justo, que es precisamente lo que ahora mismo se dijo, la igualdad asignada en cada momento a desiguales según naturaleza. Ahora bien (...) no hay, pues, más remedio que recurrir a la igualdad basada en el sorteo con miras al posible descontento de los más, pero invocando entonces en nuestras preces a la divinidad y a la buena suerte para que enderecen el sorteo hacia lo más justo. Resulta, por tanto, forzoso servirse en ese modo de ambos tipos de igualdad; pero recurriendo el menor número posible de veces a una de ellas, la que necesita del azar.638

Siguiendo la problemática que se plantea en el Político sobre la

relación entre conocimiento y ley, en Las Leyes el conocimiento continúa

siendo el elemento más importante para el filósofo ateniense, puesto

que, a su juicio, si éste existiera verdaderamente, no serían necesarias

las leyes; sin embargo, a falta de él, es preciso optar según Platón por

estas últimas, con el fin de asegurar el orden y estabilidad de la ciudad:

(...) es necesario que los hombres se den leyes y que vivan conforme a ellas o que, de lo contrario, en nada se diferenciarán de los animales más feroces; la razón de esto es que no se da naturaleza humana alguna que a un mismo tiempo conozca lo que conviene a los hombres para su régimen político y que, conociendo así lo mejor en ello, pueda y quiera constantemente ponerlo por obra. En efecto, en primer lugar es difícil conocer que el verdadero arte político no ha de cuidarse del bien particular, sino del común –pues el bien común estrecha los vínculos de la ciudad, mientras que el particular los disuelve–, como asimismo que conviene tanto al bien común como al particular que aquél esté mejor atendido que éste (...) Es claro que si hubiera en algún caso un hombre que naciese por decreto divino con capacidad suficiente para tal desempeño, no tendría para nada necesidad de leyes que le rigiesen; porque no hay ley ni ordenación alguna superior al conocimiento, ni es lícito que la inteligencia sea súbdita o esclava de nadie, sino que ha de ser señora de todo si es verdadera inteligencia y realmente libre por naturaleza. Pero lo que ocurre es que tal cosa no se da absolutamente en ninguna parte sino en pequeña proporción; por ello se ha de escoger el otro término, la ordenación y la ley que miran a las cosas en general aunque no alcancen en particular a cada una de ellas.639

De este modo, para Platón las leyes se hacen necesarias a falta de

individuos que posean el verdadero conocimiento de la política, de

manera que el filósofo ateniense se muestra bastante escéptico con

638 Ibid., pp. 291-292, cursivas mías. 639 Platón, Las Leyes, Alianza, Madrid, 2002, 875a-d, pp. 471-472, cursivas

mías.

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respecto a la naturaleza humana y a la posibilidad de que puedan existir

realmente los “reyes-filósofos” que planteaba en la República. Platón

señala también la dificultad de que, aún existiendo tales gobernantes

expertos, “puedan y quieran” actuar con justicia, lo que supone un

cuestionamiento del intelectualismo moral presente en los diálogos

anteriores, según el cual el conocimiento del bien lleva naturalmente a

hacer el bien, a atender el bien común y no los propios intereses

particulares. Así, en este último diálogo Platón pone claramente de

manifiesto los posibles problemas para la realización práctica de los

ideales a los que apunta el verdadero conocimiento. En opinión de C.

García Gual,

Tras los fracasos en Sicilia, tras la muerte trágica de su amado amigo Dión, el viejo filósofo está dispuesto a renunciar a la búsqueda de un monarca ilustrado, advirtiendo que lo irracional acaba por imponerse en el alma de cualquier soberano, que todo poderoso obra movido por la ambición, el egoísmo, y los impulsos de placer y dolor.640

Con el fin de garantizar el orden y la estabilidad de la ciudad,

Platón acaba proponiendo en Las Leyes una rígida legislación que

alcanza todos los ámbitos –también el de la vida privada–, acompañada

de una vigilancia estricta por medio de distintas instituciones (un consejo

de ciudadanos elegidos por sorteo, un Consejo Nocturno encargado de

controlar los cambios en la legislación, etc) y de un severo código de

castigos que impone la máxima pena a las sanciones de tipo religioso.

De este modo, en esta última obra, los elementos conservadores y

reaccionarios de la teoría platónica se radicalizan, constituyendo el

diseño resultante una sociedad cerrada sobre sí misma, autosuficiente y

permanentemente vigilada con el fin de que no se produzca ningún

cambio o innovación que pueda perturbar su estabilidad.

640 C. García Gual, “La Grecia antigua”, en F. Vallespín (ed.), Historia de la Teoría Política I, Alianza, Madrid, 1995, p. 135.

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Conclusiones

En definitiva, para Platón la mejor forma de gobierno es la

aristocracia –en el sentido etimológico señalado, que coincide con el de

Ortega, como el “gobierno de los mejores”. A lo largo de la evolución de

su pensamiento, y a medida que va constatando la dificultad de

establecer el gobierno ideal en la realidad, Platón se muestra partidario

de una fórmula mixta de gobierno, que combine elementos aristocráticos

y democráticos. Las formas de gobierno degradadas (timocracia,

oligarquía, democracia y tiranía) que Platón presenta en la República se

caracterizan todas ellas por no seguir el ideal ético de excelencia que sí

caracteriza a la aristocracia, y que constituye para Platón una condición

necesaria para la consecución de una vida justa y feliz, tanto a nivel

individual como colectivo. En este sentido, el criterio principal que Platón

defiende para diferenciar a las formas legítimas de gobierno de las que

no lo son, coincide con el de Ortega: la excelencia o areté, en otras

palabras, la especial capacitación o cualificación que deben poseer los

gobernantes, y que divide la estructura social de la ciudad platónica entre

los que están especialmente preparados para dirigir (las “minorías

selectas” de Ortega o los “reyes-filósofos” de Platón) y aquellos que, por

no estarlo (la “masa” en Ortega, denominada frecuentemente

“muchedumbre” o “multitud” en Platón), deben cumplir igualmente la

“función que les es propia”, que no es otra que la de saber obedecer y

dejarse dirigir por los individuos que poseen el conocimiento. Se

establece así un importante paralelismo entre las ideas políticas, sociales

y éticas de Platón y Ortega.

A pesar del énfasis que tanto Platón como Ortega ponen en la

educación –como elemento fundamental para la reforma del Estado–,

ambos desconfían de las posibilidades de “los muchos” para alcanzar la

excelencia, que parece reservada sólo a “unos pocos”641 –aspecto

presente también en A. de Tocqueville y J.S. Mill, como veremos más

641 Cf. S. Giner, Sociedad masa: Crítica del pensamiento conservador, pp. 36-37; F. Requejo, Las democracias, p. 65; M. Fernández Galiano, “Introducción” a Platón, La República, Alianza, Madrid, 2006, p. 12; W.K.C. Guthrie, Op.Cit. IV, p. 480; M.I. Finley, Op.Cit., p. 114.

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adelante. Esta cuestión es uno de los pivotes sobre los cuales gira el

conjunto de la reflexión ética y política de los dos autores, que en

ocasiones desvela una cierta angustia y escepticismo ante lo que ambos

pensadores parecen querer responder un “sí” pero que termina siendo un

“no” o un “poco probable”642. Así ocurre por ejemplo en la cuestión

abordada por Ortega en La rebelión de las masas acerca de si las masas

son capaces de despertar a la vida personal, o cuando Platón describe

en el mito de la caverna la situación de los prisioneros, atrapados en el

mundo de las sombras, como también en la metáfora que aparece en el

Fedro, con el auriga desesperado por no poder controlar a sus rebeldes

caballos, lo que hará perder las alas al carro alado que es el alma y, con

ello, la posibilidad de poder contemplar las ideas en la “espalda del

cielo”.

Como en la teoría orteguiana, en Platón la sociedad se articula

fundamentalmente en dos grupos, en virtud de sus capacidades

naturales y de su educación, las cuales determinan su principal virtud y

su “función propia”, de cuyo cumplimiento dependerá el orden y progreso

de la sociedad. A los más cualificados les es propio dirigir (las “minorías

selectas” de Ortega y los “reyes-filósofos” de la República en Platón), y a

los menos cualificados obedecer a los primeros (las “masas” en Ortega y

la “muchedumbre” en Platón). Sin embargo, también en la teoría

platónica tanto uno como otro grupo se puede rebelar, negándose a

cumplir la función que les corresponde y tratando de llevar a cabo la

tarea que identifica a la otra clase: esto es precisamente lo que ocurre en

el fenómeno de la “rebelión de las masas” que describe Ortega, en cuyo

reverso está siempre según este autor la “deserción de las minorías” (las

masas se niegan a ser dirigidas y pretenden mandar, mientras que las

minorías selectas renuncian al mando que les correspondería en razón

642 Cf. Político, 297b-c, pp. 587-588; Fedro, 250b, p. 353, República, 493e-494a, p. 310. Sin embargo, el objetivo es la felicidad del conjunto, y no de unos pocos: “Modelamos el Estado feliz, no estableciendo que unos pocos, a los cuales segregamos, sean felices, sino que los sea la totalidad” (República, 420c, p. 202). Pero es que en la filosofía platónica felicidad, excelencia y justicia van unidas, y lo que importa es el estado del conjunto de la sociedad, de tal modo que para la felicidad del conjunto es una condición necesaria la organización de funciones de acuerdo al criterio de excelencia: “Y así, al florecer el Estado en su conjunto y en armoniosa organización, cada una de las clases podrá participar de la felicidad que la naturaleza les ha asignado” (Ibid., 421c, p. 203).

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de su especial cualificación). Ambos conceptos aparecen ya en la

concepción platónica, tanto a nivel del individuo como del Estado. Para

Platón la justicia tiene lugar cuando “cada una de las clases (...) hacen lo

suyo, tanto en lo que hace a mandar como en lo relativo a ser

mandado”643. La injusticia en el alma consiste así en “una disputa interna

entre las tres partes, en una intromisión de una en lo que corresponde a

otras y en una sublevación de una de las partes contra el conjunto del

alma, para gobernar en ella, aun cuando esto no sea lo que le

corresponde, ya que es de naturaleza tal que lo que le es adecuado es

servir al género que realmente debe gobernar”644. En consonancia con la

analogía platónica entre el Estado y el individuo, la injusticia y

degradación del Estado sobrevienen también cuando cada una de las

partes que lo componen deja de cumplir adecuadamente su función, esto

es, cuando se subleva. De ahí que en la concepción platónica sobre la

democracia la mayoría no cualificada quiera mandar y los que poseen el

conocimiento renuncien a dirigir –el deber que tiene el filósofo de “volver

a la caverna”–645. Las consecuencias que se derivan de ello para Platón

son semejantes a las que señala Ortega respecto al fenómeno de la

“rebelión de las masas”: la inestabilidad social, la anomia y

desmoralización colectiva, la generalización de la mediocridad646, la

pérdida del ideal de excelencia y, en definitiva, el peligro de aparición de

despotismos.

Sin embargo, el análisis del gobierno democrático que desarrolla

Platón en la República se refiere a la democracia en su forma degradada,

y coincide sustancialmente con lo que Ortega denomina “rebelión de las

masas” o “hiperdemocracia” –que Ortega distingue, a diferencia de

Platón, de lo que sería una democracia auténtica. Al construir su

proyecto político de la República, Platón describió un tipo determinado

643 República, 443b, p. 239. 644 Ibid., 444b, p. 241(cursivas mías). 645 Según Platón, los ciudadanos del gobierno democrático se caracterizan por

“no tener obligación alguna de gobernar en este Estado, ni aun cuando seas capaz de hacerlo, ni de obedecer si no quieres” (República, 557e, p. 401).

646 De acuerdo con S. Giner, “la noción platónica de la mediocridad [está] destinada a ser resucitada en la teoría contemporánea de la sociedad masa” (Sociedad masa: Crítica del pensamiento conservador, p. 36), entre otros por Ortega, Stuart Mill y Tocqueville.

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de democracia, una democracia ya degenerada, sin contemplar la

posibilidad de imaginar otro tipo de organización democrática, un modelo

democrático como por ejemplo el que defiende Ortega, afín al de Stuart

Mill y Tocqueville, en el que los principios participativos se

complementen con los aristocráticos, de tal modo que todos los

ciudadanos participen en ese proyecto de vida en común en igualdad de

oportunidades, desarrollando sus virtudes democráticas en su aspiración

a llevar una vida justa, feliz y excelente, y siendo los más preparados los

que desempeñen las funciones más importantes y de mayor

responsabilidad, con el reconocimiento de su ejemplaridad por parte de

los demás, lo que para estos autores constituye un elemento esencial en

el proyecto de educar en la excelencia a todos los ciudadanos. Del

mismo modo, la caracterización platónica del individuo democrático se

asemeja en mayor medida a la de “hombre-masa” que a la de “masa”, de

acuerdo con los términos orteguianos. Así, el análisis de Platón sobre el

gobierno democrático es especialmente interesante en la medida en que

contribuye a dilucidar los problemas y “tendencias perversas” de la

democracia, pues proporciona instrumentos valiosos para pensar

problemas contemporáneos. Sin embargo, considero que es necesario no

perder de vista la perspectiva concreta del análisis de Platón, que por

otro lado tiene su punto de partida real en la profunda decepción del

pensador en relación a la democracia ateniense que vivió directamente y

que condenó a muerte a su maestro Sócrates.

De este modo, pueden encontrarse similitudes importantes entre los

“gobernantes-filósofos” de Platón y las “minorías selectas” de Ortega: en

ambos casos se trata de individuos que están especialmente preparados

o cualificados para desempeñar una determinada actividad. En virtud de

esta cualificación o excelencia, tanto para Platón como para Ortega son

estos individuos los que están legitimados para desempeñar esa función,

si bien para Ortega, a diferencia de Platón, se trata fundamentalmente de

un “poder espiritual” o autoridad moral, y además no se basa tanto en las

dotes naturales como en las virtudes que se desarrollan en la aspiración

al ideal orteguiano de “vida ascendente”. Por otra parte, para ambos

autores esta especial cualificación parece que sólo podrá darse en unos

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261

pocos individuos. El resto de los ciudadanos –los que no poseen tal

competencia– deben por tanto reconocer su excelencia y su carácter de

ejemplaridad y, consecuentemente, seguirlos, saber obedecerlos. La

función directiva que deben ejercer las minorías selectas orteguianas, o

los filósofos platónicos que han accedido al mundo de las Ideas, puede

concretarse en el gobierno político efectivo –con todas las ambigüedades

y problemas que ello entraña para ambos autores–, pero no sólo en éste,

sino en la tarea más amplia de orientar, guiar, aconsejar al resto de la

ciudadanía647.

Sin embargo, Ortega rechaza la idea que presenta Platón en la

República según la cual son los filósofos los que deben gobernar la

ciudad. De acuerdo con Ortega, ni el propio Platón creía realmente en

esta posibilidad648. En realidad, la relación entre la filosofía y la política,

647 Así lo sostiene por ejemplo Guthrie en relación a Platón, afirmando que el objetivo de la propia Academia platónica era indudablemente la formación de políticos expertos: “la finalidad fundamental de una educación para el arte de gobernar no abandonó nunca sus pensamientos. Ciertamente tenía la intención de que muchos de sus discípulos dejaran la Academia para dedicarse a la política, nopara participar ellos mismos en la lucha por el poder, sino para legislar o aconsejar a los que estaban en posesión de él, y conocemos los nombres de algunos que así lo hicieron (Op.Cit., IV, p. 33, cursivas mías).

648 Ortega advierte de la complejidad del significado de la famosa frase platónica que aparece en la República sobre la necesidad de que “los filósofos gobiernen o que los gobernantes filosofen”, según este autor cargada de ironía y fruto del “hablar en ático”, de tal modo que “nadie puede ni por un momento creer que Platón lo decía en serio”, y “si Platón dijo aquello, no fue porque, de verdad, lo ambicionase, sino, al revés, precisamente porque entonces lo consideraba imposible, utópico, paradójico, irritante. La ironía es justamente la manera más cortés de ser provocativo” (La razón histórica (1944), XII, 245-246). Sin embargo, Platón parece tomarse más en serio de lo que sugiere Ortega la posible realización del proyecto utópico que presenta en la República cuando afirma que “lo dicho sobre el Estado y su constitución política no son en absoluto castillos en el aire, sino cosas difíciles pero posibles de un modo que no es otro que el mencionado: cuando en el Estado lleguen a ser gobernantes los verdaderos filósofos” (República, 540d, p. 376). Grube aporta una interesante puntualización a la afirmación platónica comentada también por Ortega: “Lo que Platón afirma de hecho, en la forma provocativa que le es usual, es que ningún político merece este nombre a no ser que también sea un pensador, un hombre de mirada filosófica, con los ojos puestos en lo fundamental, y dotado de conocimiento de la dialéctica, es decir, de la capacidad de captar las relaciones universales entre las cosas, de llegar a conclusiones correctas a partir de premisas dadas, y dispuesto a revisar sus premisas siempre que sus conclusiones no se acomoden a los hechos. Si se entiende adecuadamente la verdad fundamental del planteamiento platónico, nadie lo discutirá realmente, a no ser quizá los políticos profesionales que no se acerquen a estas exigencias (...) cabe, por supuesto, pensar que un conocimiento tan completo es imposible; Platón mismo fue dudando más y más acerca de su posibilidad. Pero esto no libera al estadista de la obligación de buscarlo” (Op.Cit., p. 413).

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entre el filósofo y el político, aparece llena de ambigüedades y paradojas

en los dos autores, lo que en mi opinión constituye un reflejo de sus

propias experiencias personales. En este sentido, considero que ambos

pensadores vivieron de manera similar la escisión entre su vocación

filosófica y la llamada a la actuación pública, con el fin de intentar llevar

a la práctica sus propuestas teóricas, todo ello derivado en última

instancia por el profundo deseo de reforma social que impulsa toda su

obra –como también la de Stuart Mill y A. de Tocqueville, como veremos

a continuación.

Aunque en la República Platón sostiene que el que debe gobernar

es aquel que posee el conocimiento de las Ideas, esto es, el filósofo, en

esta obra aparecen también algunos pasajes en los que el filósofo

muestra cierto escepticismo al respecto649 –que se acentuará en sus

posteriores escritos del Político y las Leyes. De este modo, hacia el final

del libro IX de la República, Platón señala que el filósofo “más bien

dirigirá su mirada hacia la organización política que tiene dentro de sí,

vigilando que no lo perturbe allí lo abundante o lo escaso de la fortuna”,

ni tampoco lo concerniente a los honores, fuentes de corrupción,

respectivamente, de la oligarquía y la timocracia. A pesar de la

conciencia de las dificultades, Platón no pierde del todo la esperanza en

la realización de su proyecto político o, al menos, en su pervivencia

como ideal o paradigma –en la mente del filósofo–, preparado para

hacerse realidad en el momento propicio:

649 Así por ejemplo, cuando Platón compara al filósofo metido en política con “un hombre caído entre fieras”, donde podrá “percibir suficientemente la locura de la muchedumbre, así como que no hay nada sano –por así decirlo– en la actividad política, y que no cuentan con ningún aliado con el cual puedan acudir en socorro de las causas justas y conservar su vida, sino que, como un hombre que ha caído entre fieras, no están dispuestos a unírseles en el daño ni son capaces de hacer frente a su furia salvaje, y que, antes de prestar algún servicio al Estado o a los amigos, han de perecer sin resultar de provecho para sí mismos o para los demás. Quien reflexiona sobre todas estas cosas se queda quieto y se ocupa tan sólo de sus propias cosas, como alguien que se coloca junto a un muro en medio de una tormenta para protegerse del polvo y de la lluvia que trae el viento; y, mirando a los demás desbordados por la inmoralidad, se da por contento con que de algún modo él pueda estar limpio de injusticia y sacrilegios a través de su vida aquí abajo y abandonarla favorablemente dispuesto y alegre y con una bella esperanza” (República, 496c-e, p. 314). ¿Acaso no es en gran medida este pasaje una proyección de la propia experiencia personal de Platón en la política, del poso de sentimiento que le dejó su tentativa de intervenir en la vida pública, de manera muy similar a lo que le ocurrió al propio Ortega?

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Pero tal vez resida en el cielo un paradigma para quien quiera verlo y, tras verlo, fundar un Estado en su interior. En nada hace diferencia si dicho Estado existe o va a existir en algún lado, pues él actuará sólo en esa política, y en ninguna otra.650

En los planteamientos políticos platónicos aparece una mezcla de

elementos progresistas –ejemplificados en la República en el régimen de

comunismo de los guardianes o en las condiciones de igualdad de

mujeres y hombres– con elementos fuertemente conservadores y

reaccionarios651, especialmente en las Leyes –que no aparecen en la

concepción orteguiana, como tampoco la rígida división de funciones,

grupos sociales y educación que planifica Platón en la República.652

Sin embargo, en su diseño de la ciudad justa y feliz, basada en

criterios de excelencia fundamentalmente intelectual, Platón –como

también Ortega– deja abiertas importantes cuestiones de su proyecto

político, que quedan así sin resolver totalmente, quizá por su propio

carácter aporético: ¿Quién está legitimado para elegir a los mejores?

¿Quién vigila a los guardianes? ¿Es la excelencia de los gobernantes

garantía de su buena dirección y gobierno?

650 República, 592b, pp. 455-456. Como señala W.K.C. Guthrie, “la ciudad justa que ha descrito Platón no es una Forma, sino, al igual que las estrellas, la mejor de su clase que podría realizarse alguna vez en su material propio: ese compuesto de bestia y dios que es la naturaleza humana” (Op.Cit., IV, p. 521).

651 Poniendo el énfasis en estos últimos, Popper basa su crítica a la ciudad platónica ideal, calificándola de prototipo de sociedad cerrada y totalitaria (La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 1982).

652 Cf. C. García Gual, “La Grecia antigua”, en F.Vallespín, Historia de la Teoría Política I, p. 121; C. García Gual, “Platón”, en V. Camps, Historia de la Etica I, p. 116; S. Giner, “Platón”, en S. Giner, Historia del pensamiento social, p. 36.

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3.2. ALEXIS DE TOCQUEVILLE:

Ortega fue un gran admirador de A. de Tocqueville (París, 1805-

1859), al que considera un “hombre genial”653, “uno de los pensadores

políticos más importantes del siglo XIX, en ciertas calidades, el más

seguro, rigoroso y responsable” y lo pone como ejemplo de “autenticidad

intelectual”, como sostiene en unos apuntes para un prólogo a una

edición de obras de Tocqueville, recogidas en “Tocqueville y su tiempo”:

“Nada garantiza mejor la autenticidad y, por tanto, el valor de una obra

intelectual como el hecho de que el autor se haya dedicado a sus

meditaciones y estudios movido por una necesidad íntima, es decir,

personal. La persona es pura intimidad. No es nada hacia afuera ni para

otro. Es el ser hacia sí mismo y, por ello, pura verdad. Lo que pasa es

que el hombre no se ocupa en ser persona, en ser su propia persona,

sino muy infrecuentemente. Ni la curiosidad mental ni el oficio bien

aprendido aseguran esa última calidad en la operación de intelecto que

es la decisiva. Es preciso que el asunto importe al autor como un

elemento de su existencia que ha hecho presa en él y lo lleva a la rastra,

como la fiera a su víctima. Sólo así se levantan unidos en la mente el

infinito estado de alerta y el sentimiento de radical responsabilidad que

hacen algo probable en el hombre ver las cosas como son. Tocqueville

es un ejemplo claro de esto. Era incapaz de escribir por escribir. De aquí

la escasez de su producción. Sus dos únicos libros se ocupan de un

mismo tema, tomado primero por su anverso y luego por su reverso. Ese

tema exclusivo de Tocqueville es la democracia” 654.

Las ideas de A. de Tocqueville acerca de la democracia se

encuentran principalmente en su obra La democracia en América I (1835)

653 Meditación de Europa (1949), IX, n.1, 250. 654 “Tocqueville y su tiempo”, IX, 328, cursivas mías. Ortega ubica a Tocqueville

dentro de la generación “post-romántica” (1805-1819), junto con Alfredo de Musset, Gauthier, Alfonso Karr, Lebiche, Larra y Zorrilla –diferenciándola de la anterior, la generación “romántica” (1790-1804), integrada por Lamartine, Víctor Hugo, Vigny, Dumas, “Jorge Sand”, Balzac, Michelet, Espronceda, Duque de Rivas– (“La estrangulación de Don Juan” (1935), V, 221).

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266

y II (1840), resultado de una estancia de nueve meses en los Estados

Unidos junto con Gustave de Beaumont, con el fin de estudiar las

instituciones penitenciarias norteamericanas para reformar el código

penal francés.

Tras su estudio de la democracia estadounidense, Tocqueville llega

a la conclusión de que la democracia constituye un hecho histórico

inexorable, pues “las ideas democráticas [son las] únicas que tienen

porvenir en las sociedades modernas”655. Así, al comienzo de la

“Advertencia de la duodécima edición (1848)” al primer tomo de La

democracia en América, señala el autor que “este libro se escribió, hace

quince años, con la constante preocupación por un solo pensamiento: el

advenimiento próximo, irresistible y universal de la democracia en el

mundo”656.

Por todas partes se ha visto que los diversos incidentes de la vida de los pueblos se inclinan en favor de la democracia. Todos los hombres la han ayudado con sus esfuerzos: los que lucharon por ella y los que declararon ser sus enemigos; todos han sido empujados confusamente por la misma vía y todos han actuado en común, unos contra su voluntad y otros sin advertirlo, como ciegos instrumentos de Dios.

El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones constituye, pues, un hecho providencial, con sus principales características: es universal, es duradero, escapa siempre a la potestad humana y todos los acontecimientos, así como todos los hombres, sirven a su desarrollo.

¿Sería acaso sensato creer que un movimiento social que nos viene de tan atrás podría ser interrumpido por el esfuerzo de una generación? ¿Es que después de haber destruido el feudalismo y vencido a los reyes retrocederá la democracia ante los burgueses y los ricos? ¿Se detendrá ahora que es tan fuerte, y tan débiles sus adversarios?

¿Adónde vamos, pues? Nadie puede decirlo, pues faltan términos de comparación.657

El principio democrático constituye de este modo en opinión de

Tocqueville la “idea matriz”, el “hecho generador” o principio fundamental

que configura los principales rasgos del modo de vida moderno, con sus

655 A. de Tocqueville-J.S. Mill, Correspondencia, FCE, México D.F., 1985, p. 35. 656 A. de Tocqueville, “Advertencia de la duodécima edición (1848)”, La

democracia en América I, Alianza, Madrid, 1998, p. 7. A partir de aquí las referencias a esta obra se harán por esta edición.

657 Ibid., p. 12.

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ideas, costumbres, sentimientos, usos y leyes característicos. A juicio de

este pensador, la democracia “da a la opinión pública una cierta

dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los

gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados”, de tal modo que

“extiende su influencia mucho más allá de las costumbres políticas y de

las leyes, y (...) su predominio sobre la sociedad civil no es menor que el

que ejerce sobre el gobierno, pues crea opiniones, engendra

sentimientos, sugiere usos y modifica todo aquello que él no produce”658.

La democracia conforma así un determinado modo de vida, el ethos

democrático, y un tipo particular de individuo, los cuales serán objeto de

análisis para Tocqueville en la obra mencionada.

El objetivo de Tocqueville en su reflexión sobre la democracia

consiste en conocer sus rasgos fundamentales, su funcionamiento

característico en los diferentes ámbitos de la sociedad, para poder

analizar tanto sus ventajas como sus peligros potenciales, con el fin de

maximizar sus beneficios y atenuar sus efectos negativos. El análisis del

sistema político de Estados Unidos constituye para Tocqueville un

ejemplo “puro” de democracia, sin revolución ni pasado aristocrático, a

diferencia del caso europeo. En última instancia, el propósito del

pensador francés se dirige a trasladar las conclusiones de su

investigación en Estados Unidos al contexto europeo, concretamente a

Francia, con el objetivo de regular la evolución del proceso democrático,

intentando contrarresta sus tendencias negativas659. Se trata así, como

en el caso de Ortega, de analizar críticamente la democracia –mediante

658 Ibid., p. 9. 659 De acuerdo con J.S. Mill, el objetivo de La democracia en América de

Tocqueville consiste en “indagar qué luz se arroja con el ejemplo de Norteamérica sobre la cuestión de la democracia, que él considera la gran y suprema cuestión de nuestro tiempo”, de tal modo que “el designio de las especulaciones del señor de Tocqueville no consiste en determinar si vendrá la democracia, sino cómo sacar el mejor partido de ella cuando llegue” (J.S. Mill, “Recensión del volumen I de La democracia en América”, Editorial Espasa Calpe, Colección Austral, Madrid, 1997, pp. 240-241). En una carta dirigida a Mill el 19 de septiembre de 1836, justo después de la publicación de la primera parte de La democracia en América, el mismo Tocqueville reconoce en este sentido que “América no era sino mi cuadro, la Democracia el tema” (A. de Tocqueville-J.S. Mill, Correspondencia, FCE, México D.F., 1985, p. 74). En opinión de S. Giner, “Tocqueville, como muchos otros después de él, ve en América el gran terreno experimental donde tienen lugar fenómenos que afectarán luego a todos los pueblos europeos” (S. Giner, Historiadel pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, p. 439).

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el ejemplo real de la democracia estadounidense–, en orden a utilizar

ese conocimiento para, en el contexto europeo, llevar la democracia a su

máxima realización posible o, en términos orteguianos, a la plenitud de

su significado. A través de este análisis Tocqueville advierte, como

también Ortega y J.S. Mill, la doble faz que caracteriza a la democracia,

esto es sus tendencias tanto positivas como negativas. Estas últimas

constituyen para estos autores una amenaza para el mantenimiento de la

propia democracia, pues conducen a su degradación en formas

despóticas –la “tiranía de la mayoría”, según el concepto que utiliza

Tocqueville y que posteriormente será también empleado por Mill. Como

afirma el propio Tocqueville:

He admitido esta revolución [democrática] como un hecho consumado o a punto de consumarse, y entre los pueblos que la han visto desenvolverse en su seno, he buscado aquel en el que la revolución ha alcanzado un desarrollo más completo y pacífico, a fin de sacar las consecuencias naturales y conocer, si es posible, los medios de hacerla provechosa para todos los hombres. Confieso que en América he visto algo más que a ella misma: he buscado una imagen de la propia democracia, de sus inclinaciones, de su carácter, de sus prejuicios, de sus pasiones; he querido conocerla, aunque no sea más que para saber al menos lo que podemos esperar o temer de ella.660

La concepción de la democracia que desarrolla Tocqueville se

construye en constante oposición al régimen aristocrático característico

del Antiguo Régimen661 y se refiere tanto a su dimensión política,

entendida como “soberanía popular”, como a su dimensión social,

concibiendo en este sentido la democracia fundamentalmente como

“igualdad de condiciones”. De acuerdo con H. Béjar, “la noción

tocquevilliana de democracia apunta sobre todo a un estado social, a la

manera de ser de una sociedad (...) [Tocqueville] insiste en la dimensión

psicológica de dicho estado social, en tanto que conjunto de costumbres

(moeurs) que imprimen carácter. En este segundo sentido la democracia

660 A. de Tocqueville, La democracia en América I, pp. 19-20, cursivas mías. 661 En este capítulo sobre Tocqueville, a menos que indique lo contrario, con el

término “aristocracia” me referiré al sistema político y social característico del Antiguo Régimen (y no estrictamente moral y en concordancia con su significado etimológico, como el “poder o gobierno de los mejores”).

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se asocia con la igualdad”662. Siguiendo a esta misma autora, para

Tocqueville:

“Idea madre”, “hecho generador”, “principio único”, “punto central”, la igualdad de condiciones es el centro del análisis de la democracia. La igualdad de condiciones no equivale a una igualdad de hecho, es decir, a que los hombres sean social o económicamente iguales y, por otra parte, va más allá de la igualdad de derecho o igualdad de todos ante la ley. Tal como la entiende Tocqueville, la igualdad significa que no existen ya diferencias hereditarias de condición y que todas las ocupaciones, honores y dignidades son accesibles a todos los individuos; o, lo que es lo mismo, que si se establecen distinciones, éstas son sólo pasajeras, al ser posiciones intercambiables. La igualdad de condiciones trae consigo la movilidad social (...) Nada de esto tiene que ver con la estructura jerárquica y desigualitaria del orden aristocrático.663

La doble faz de la democracia: libertad y despotismo

Como se comentó anteriormente, de modo análogo a los análisis de

Ortega y J.S. Mill, la disertación de Tocqueville sobre la democracia se

estructura en torno a la doble cara que ésta presenta o puede presentar

en las sociedades modernas, esto es, como la conjunción entre, por una

parte, tendencias positivas que promueven el desarrollo de la libertad y

la igualdad –contribuyendo así al aumento del bienestar general y, en

definitiva, al progreso humano– y, por otra parte, determinadas

tendencias negativas que pueden volverse contra la propia democracia.

Así, el reto para los ciudadanos, ya sean gobernantes o gobernados,

consiste en conocer a fondo sus rasgos fundamentales y sus tendencias,

con el fin de intervenir activamente en lograr la mejor forma de

democracia posible, adaptada a las circunstancias de la sociedad en

cuestión. Como Ortega, Tocqueville insiste así en la necesidad de

adaptar el ideal democrático a las circunstancias reales de cada

sociedad, tomando por tanto como punto de partida el conocimiento de lo

real y sus condiciones de posibilidad.

662 H. Béjar, “Alexis de Tocqueville: La democracia como destino”, en F. Vallespín (Ed.), Historia de la teoría política III, Alianza, Madrid, 1995, pp. 309-310.

663 Ibid., p. 310, cursivas mías.

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Desde el punto de vista de Tocqueville, abandonar la democracia a

sus propios instintos supone caer en el despotismo que ésta lleva inscrito

en su misma potencialidad interna, y éste es precisamente el mayor

peligro que detecta el autor y lo que a su juicio, igual que para Ortega y

Mill, constituye el mayor desafío con el que han de enfrentarse las

sociedades de su tiempo. Tocqueville señala de este modo que “según lo

que tengamos, la libertad democrática o la tiranía democrática, el destino

del mundo será diferente”664. El pensador francés advierte, como ya

había hecho Platón, de la tendencia existente en la democracia a

degenerar en tiranía, lo que daría lugar en última instancia a una

sociedad deshumanizada:

Creo que es más fácil establecer un gobierno absoluto y despótico en un pueblo donde las condiciones sociales son iguales que en otro cualquiera, y opino que si semejante gobierno llegara a implantarse en tal pueblo, no sólo oprimiría a los hombres, sino que a la larga les despojaría de los principales atributos de la humanidad.

El despotismo me parece, por tanto, el mayor peligro que amenaza a los tiempos democráticos.665

De ahí la necesidad que señala Tocqueville de aunar los mayores

esfuerzos teóricos y prácticos posibles, en orden a controlar y dirigir la

evolución de la democracia de manera adecuda, puesto que de ello

depende el futuro de las sociedades europeas.666 De este modo, en las

cuestiones planteadas por Tocqueville –al igual que en Ortega, Platón y

Mill– subyace una concepción normativa de democracia, la distinción

entre una “democracia auténtica o verdadera” y una “falsa democracia”.

De acuerdo con la interpretación de Mill sobre el pensamiento del

pensador francés:

664 A. de Tocqueville, “Advertencia de la duodécima edición (1848)”, en Tocqueville: La democracia en América I, p. 8.

665 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 268. 666 De acuerdo con Tocqueville, el reto que se plantea es el siguiente: “Donar la

democracia, animar, si se puede, sus creencias, purificar sus costumbres, reglamentar sus movimientos, suplir poco a poco su inexperiencia con la ciencia de los negocios públicos, y sus ciegos instintos con el conocimiento de sus verdaderos intereses; adaptar su gobierno a la época y al lugar y modificarlo de acuerdo con las circunstancias y los hombres: tal es el primer deber que se impone hoy día a aquellos que dirigen la sociedad. Un mundo nuevo requiere una política nueva” (La democracia en América I, p. 13).

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(...) los males que presenta el señor de Tocqueville como probables en la democracia, sólo pueden existir en la medida en que la gente mantenga una idea errónea de lo que debe ser la democracia. Si la gente tuviese una idea correcta de la democracia, no existiría el daño de una legislación precipitada y torpe; de modo que la omnipotencia de la mayoría no vendría acompañada de ningún mal.

La diferencia entre la verdadera y la falsa idea de la democraciarepresentativa (...) Todos los peligros de la democracia, y todo lo que da alguna ventaja a sus enemigos, ayudan a confundir esta distinción.667

Tocqueville está convencido de que, en comparación con el

régimen aristocrático, la democracia contribuye a un mayor bienestar

general, extendiendo las necesidades básicas a un mayor número de

personas –de ahí su tendencia hacia la “igualdad de condiciones”–.

Tomando como referencia el ejemplo de la democracia estadounidense,

este autor observa cómo la democracia, al dar más protagonismo social

a un mayor número de individuos, es capaz de promover mayor cantidad

de proyectos, de “hacer más cosas” que en una aristocracia. Ahora bien,

de acuerdo con Tocqueville, si bien la democracia extiende el bienestar y

“hace más cosas”, también las “hace peor” y da lugar a un menor número

de individuos excelentes en comparación con un sistema aristocrático. El

pensador francés expresa del siguiente modo las ventajas e

inconvenientes del régimen democrático:

Cuando los enemigos de la democracia pretenden que un hombre solo hace mejor su cometido que el gobierno de todos, creo que tienen razón. El gobierno de uno solo, suponiendo igualdad de dotes intelectuales en ambas posibilidades muestra más continuidad en sus empresas que la multitud, más perseverancia, más idea de conjunto, más perfección en el detalle y un superior discernimiento en la elección de los hombres. Quienes nieguen esto no han visto jamás una república democrática o juzgan por unos pocos ejemplos. La democracia, aun cuando las circunstancias locales y las disposiciones del pueblo la permitan mantenerse, no presenta aspectos de regularidad administrativa ni de orden metódico en el gobierno; esto es cierto. La libertad democrática no ejecuta ninguno de sus proyectos con la misma perfección que el despotismo inteligente; a menudo los abandona antes de obtener su fruto, o se aventura en otros peligrosos. Pero a la larga produce más que el despotismo ilustrado, hace peor cada cosa, pero hace más cosas (...) La democracia no da al pueblo el gobierno más hábil, pero logra aquello que el gobierno más hábil a menudo no puede: extiende por todo el cuerpo social una actividad inquieta, una fuerza sobreabundante y una energía que jamás existen

667 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad. Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, pp. 275-276, cursivas mías.

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sin ella y que, a poco favorables que sean las circunstancias, pueden engendrar maravillas. Ésas son sus verdaderas ventajas.668

Así se produce, pues, una primera confrontación en el pensamiento

de Tocqueville sobre la democracia entre dos principios fundamentales,

el de igualdad y el de excelencia, teniendo como resultado la reducción

del principio de excelencia a favor de una mayor igualdad de bienestar

para todos. En este sentido, según este pensador, en un sistema

democrático:

(...) si se halla ahí menos brillo que en el seno de una aristocracia, también se encontrará en ella menos miseria. Los placeres serán más limitados y el bienestar más general; las ciencias menos profundas, pero más rara la ignorancia; los sentimientos menos enérgicos y las costumbres más dulces; se observarán más vicios, pero menos crímenes. (...)

La nación en conjunto será menos brillante, menos gloriosa, menos fuerte, quizá; pero la mayoría de los ciudadanos gozará de mayor prosperidad y el pueblo se mostrará tranquilo, no porque desespere de mejorar, sino por conciencia de su propio bienestar.

Si todo no fuera bueno y útil en un orden de cosas semejante, al menos la sociedad se habría apropiado de cuanto de útil y bueno presenta, y los hombres, al renunciar para siempre a las ventajas sociales de la aristocracia, habrían tomado de la democracia todos los beneficios que ésta puede ofrecerles.669

En consonancia con el espíritu liberal que inspira su obra, y dentro

de la crítica al creciente poder estatal frente a la libertad del individuo,

que comparte también con Ortega y Mill, otro efecto positivo que observa

Tocqueville en relación a la democracia en el contexto estadounidense

es su descentralización administrativa y la amplia participación de los

ciudadanos en la vida pública, a través de diversos tipos de

asociaciones. En opinión del pensador francés, este hecho permite

dividir el poder y extenderlo a lo largo de la sociedad, eludiendo así la

alternativa indeseable de un Estado centralizado. Como señala H. Béjar,

en la descentralización administrativa “radica el ideal americano de

libertad que consiste no ya en limitar el poder, sino en distribuirlo”670.

668 A. de Tocqueville, La democracia en América I, pp. 230-231. 669 Ibid., pp. 15-16, cursivas mías.670 H. Béjar, Op. Cit., p. 306.

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Tocqueville descubre en América que es la extensión del mismo lo que garantiza la libertad. Sólo la descentralización administrativa –compatible con la centralización gubernamental– permite la vitalidad de la existencia comunitaria. Sólo la participación en los asuntos locales asegura el interés de los individuos en lo colectivo.

La cuestión es no dejar al individuo solo frente al Estado, y para evitar esto es necesario articular toda suerte de vías asociativas que impidan la centralización y su consecuencia más inmediata, la apatía política. (...) El asociacionismo es la mediación principal entre el interés individual y el espíritu público porque arranca a los individuos de sus quehaceres particulares, disminuye su provincianismo (esprit de cité) y desarrolla la capacidad de acción colectiva. Una vida local enérgica convierte a los individuos en ciudadanos, en seres que viven la política como una empresa común en la que reconocen sus propios intereses.671

De este modo, Tocqueville defiende la descentralización y la

práctica asociativa de los ciudadanos en aras de una mayor eficacia y

bienestar de la sociedad, acercándose de este modo al criterio de

“utilidad” que Mill asume (“la mayor felicidad del mayor número”) para

fundamentar justificar moralmente estos principios:

Estoy convencido (...) de que la fuerza colectiva de los ciudadanos será siempre más capaz de procurar el bienestar social que la autoridad del gobierno. Confieso que es difícil indicar con certeza el medio de despertar a un pueblo que dormita, para infundirle las pasiones y la ilustración de que carece; persuadir a los hombres de que deben ocuparse de sus asuntos es, no se me oculta, una ardua empresa. (...) Pero también creo que cuando la administración central pretende reemplazar por completo al libre concurso de los primeros interesados, se engaña o quiere engañarnos. Un poder central, por muy sabio e ilustrado que sea, no puede abarcar por sí solo todos los detalles de la vida de un gran pueblo.672

El principio de participación es por tanto imprescindible para que el

poder político se oriente hacia la obtención del bien común. Además,

como también tuvo en cuenta Ortega al proponer la organización de

España en regiones autónomas, Tocqueville señala que la centralización

671 Id.672 A. de Tocqueville, La democracia en América I, p. 85. Tocqueville afirma

también en el mismo sentido que “las leyes de la democracia tienden, en general, al bien de la mayoría, ya que emanan de la mayoría de los ciudadanos, que puede equivocarse pero no tener un interés contrario a ella misma. Las de la aristocraciatienden, por el contrario, a poner el monopolio del poder y la riqueza en manos de la minoría, ya que ella misma es por naturaleza una minoría. Se puede decir, pues, de una manera general, que el objeto de la democracia en su legislación es más útila la humanidad que el objeto de la aristocracia en la suya. Pero ahí terminan las ventajas (...) Los medios de la democracia son, pues, más imperfectos que los de la aristocracia; a menudo actúa sin querer contra sí misma; pero su fin es más útil” (ibid., p. 218, cursivas mías).

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del poder acaba produciendo pasividad e impotencia en los individuos.

Como consecuencia, cuando aquél pretende obtener de los ciudadanos

una respuesta pública y movilizar su voluntad, con el fin de llevar a cabo

alguna empresa común, se encuentra con el resultado que ese mismo

poder centralizado ha generado: los ciudadanos convertidos en un

conjunto de individuos pasivos y únicamente preocupados en sus

intereses privados, desertores de la vida pública, al haber sido

sistemáticamente ignorados por el sistema centralizado y burocrático en

el que se encuentran inmersos. “Cuando las naciones han llegado a este

punto, –advierte Tocqueville– tienen que modificar sus leyes y sus

costumbres o perecer, pues la fuente de las virtudes públicas está como

cegada: aún se encuentran súbditos en ella, pero no ciudadanos.”673

La centralización logra fácilmente, cierto es, someter los actos exteriores del hombre a una cierta uniformidad que acaba por hacerse deseable por sí misma, independientemente de la cosas a que se aplique, como ocurre a esos devotos que adoran a la imagen olvidando la divinidad que representa. La centralización consigue sin dificultad imprimir un paso regular a los asuntos corrientes, organizar sabiamente los detalles de la policía social, reprimir ligeros desórdenes y pequeños delitos, mantener a la sociedad en un statu quo que no es propiamente ni decadencia ni progreso, inducir en el cuerpo social una especie de somnolencia administrativa llamada habitualmente por los administradores orden y tranquilidad públicos. En una palabra, sirve sobre todo para impedir, no para hacer. Cuando se trata de imprimir a la sociedad un movimiento profundo o un paso rápido, su fuerza le abandona. Por poca cooperación que sus medidas exijan del individuo, se queda uno sorprendido de la debilidad de esa inmensa máquina, que súbitamente queda reducida a la impotencia.

Sucede entonces, a veces, que el poder centralizado trata, como medida desesperada, de llamar a los ciudadanos en su ayuda; pero les dice: “Obraréis como yo quiera, en tanto que yo quiera, y precisamente en el sentido que yo quiera. Os encargaréis de tales detalles sin aspirar a dirigir el conjunto; trabajaréis a oscuras y más tarde juzgaréis mi obra por sus resultados”. No es así como se obtiene el concurso de la voluntad humana. Ésta requiere libertad de movimientos y responsabilidad de sus actos. El hombre está hecho de tal modo que prefiere permanecer inmóvil a marchar sin independencia hacia una meta que ignora.674

De este modo, como también señala Ortega, la centralización del

poder impide la participación de la ciudadanía en la vida pública. Esta

despolitización de la sociedad civil produce como consecuencia la

desmoralización y pérdida de vitalidad social; la respuesta de los

673 Ibid., p. 87.674 Ibid., pp. 85-86, cursivas mías.

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ciudadanos es la inacción, el sentimiento de impotencia y la merma del

desarrollo de sus virtudes morales, ante la falta de –como diría Ortega–

proyectos colectivos ilusionantes, que promuevan y demanden la

colaboración de todos los ciudadanos. Por el contrario, a juicio de

Tocqueville –y coincidiendo con Ortega y Mill– la participación ciudadana

en los asuntos públicos favorece la preocupación de los individuos en los

intereses comunes y el desarrollo de sus virtudes democráticas.

Tocqueville señala además que la descentralización del poder y la

organización de los ciudadanos a través de asociaciones favorecen la

libertad política y previenen la aparición de tiranías –si bien,

paradójicamente, también constituyen posibles fuentes de ellas, como

veremos más adelante.

En los pueblos democráticos, las asociaciones deben reemplazar a los individuos poderosos que la igualdad de condiciones ha hecho desaparecer. (...) En los pueblos democráticos, la ciencia de la asociación es la fundamental; el progreso de todas las demás depende del suyo. Entre las leyes que rigen las sociedades humanas, hay una que parece la más precisa y clara. Para que los hombres conserven su civilización, o la adquieran, es preciso que la práctica asociativa se desarrolle y se perfeccione en la misma proporción en que aumenta la igualdad en las condiciones sociales.675

Desde el punto de vista de Tocqueville, la creación de asociaciones

por parte de los ciudadanos constituye una necesaria limitación del poder

estatal, puesto que “en los pueblos democráticos, sólo a través de la

asociación pueden los ciudadanos resistir al poder central, causa de que

este último vea siempre con malos ojos las asociaciones que escapan a

su control”676. Las asociaciones ciudadanas constituyen así una suerte de

instituciones intermedias entre los individuos y el Estado, promoviendo la

distribución del poder público a lo largo de todo el tejido social y

protegiendo a los individuos de la omnipotencia del poder estatal. De ahí

la desconfianza del Estado hacia estas prácticas asociacionistas, ya que

éstas representan una fuerza social que escapa a su control –que puede

actuar potencialmente contra él y mermar así su poder. S. Giner destaca

la importancia del pluralismo asociativo en el pensamiento de

Tocqueville, como un elemento esencial para mantener la diversidad

675 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 99.676 Ibid., p. 261.

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social y las libertades individuales, contrarrestando así las tendencias

homogeneizadoras presentes en las sociedades democráticas:

Tocqueville, en su estudio de la sociedad norteamericana, descubrió cómo el pluralismo asociativo era el soporte del político y cómo el desmoronamiento del primero significaría el fin inevitable del segundo (...) Para que exista un verdadero pluralismo social tienen que medrar toda clase de asociaciones espontáneas, con propósitos diversos –comerciales, recreativos, industriales, científicos– y con un alto grado de autonomía y sin injerencia estatal. Merced a ello se creará una sociedad civil fuerte, es decir, una capa intermedia entre el estado y el individuo, que protegerá a éste, pues el estado no podrá manipular al individuo sin tenérselas que haber antes con las asociaciones de las que sea miembro. En una sociedad aristocrática, el individuo está protegido por sus propios privilegios o por su propio señor (en caso de no ser víctima de sus desafueros), pero en una sociedad democrática no hay otra garantía que la del pluralismo social, el cual, a su vez, implica y presupone el político.

(...) la existencia de estas asociaciones crea una barrera contra el poder central. Una asociación determinada puede no triunfar o conseguir lo que pretende, pero su mera existencia es un freno contra el poder público. Y no sólo contra éste: las asociaciones libres son la contracorriente que mantiene la diversidad necesaria en toda sociedad democrática cuyas tendencias homogeneizadoras son un peligro muy grave contra la libertad y la iniciativa individuales.

La idea del pluralismo político basado en el pluralismo de asociaciones voluntarias de toda suerte es para Alexis de Tocqueville todo un programa de acción política. Para él, lo que hay que hacer es inculcar en los ciudadanos los hábitos de la cooperación de la organización voluntaria, del respeto a la ley y de la confianza en sí mismos, no en el estado. La manera de alcanzar estos hábitos no podía ser otra que la costumbre. Había que crear las condiciones políticas de libertad que permitiesen a los ciudadanos de Europa continental irse dando cuenta paulatinamente de las ventajas de tal sistema. En una palabra, había que combatir el centralismo y la creencia de que el Estado es todopoderoso, heredada del absolutismo ilustrado y revigorizada por el régimen republicano que surgió de la Revolución francesa.677

De este modo, para Tocqueville constituye un aspecto fundamental

dentro del sistema democrático la creación de asociaciones ciudadanas

que participen en las decisiones públicas, puesto que, de acuerdo con

este pensador, “no hay naciones más expuestas a caer bajo el yugo de la

centralización administrativa, que aquellas cuyo estado social es

democrático”678. El elemento asociativo sirve así como elemento de

compensación respecto a la tendencia a la uniformización del régimen

democrático: “Resulta de la constitución misma de las naciones

677 S. Giner, “Alexis de Tocqueville”, en S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 445-446, cursivas mías.

678 A. de Tocqueville, La democracia en América I, p. 90.

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democráticas y de sus necesidades que en ellas el poder del soberano

será más uniforme, más centralizado, más amplio, más largo y más

poderoso que en las otras. La sociedad es en ellas más activa y más

fuerte, y el individuo, más subordinado y más débil. La una puede más, y

el otro menos; esto es forzoso”679.

La democracia incluye en su núcleo normativo la realización de los

valores de la igualdad y la libertad. De acuerdo con Tocqueville, la

igualdad de condiciones favorece en un principio la libertad, pues la

igualdad suscita naturalmente en los individuos el gusto por las

instituciones libres: “La igualdad que independiza a los hombres unos de

otros, origina en ellos el hábito y el gusto de obedecer exclusivamente en

sus acciones particulares a su voluntad. Esta total independencia de la

que continuamente gozan respecto a sus iguales en actos de su vida

privada, les hace recelar de toda autoridad, y no tarda en sugerirles la

noción y el gusto de la libertad política. Los hombres que viven en esos

tiempos sienten, pues, una inclinación natural por las instituciones libres.

(...) De todos los efectos políticos que produce la igualdad de

condiciones, es ese amor por la independencia lo primero que atrae las

miradas y lo que más asusta a las gentes timoratas”680. Sin embargo,

Tocqueville advierte, como vimos también en Ortega y Platón, que el

desarrollo ilimitado del principio de igualdad puede dar lugar a un

despotismo democrático, por no combinarse adecuadamente con otros

principios como los de libertad y excelencia. El propio Ortega se refiere a

Tocqueville al señalar la posibilidad de degeneración de la democracia

en despotismo: “la democracia por sí es enemiga de la libertad y por su

propio peso, si no es contenida por otras fuerzas ajenas a ella, lleva al

absolutismo mayoritario. Nueva prueba de que es el diabólico vocablo

una escopeta cargada que no debe dejarse manejar a esos párvulos del

pensamiento que son los políticos. Pero Tocqueville tiene mucho más y

mejor que decir sobre la democracia. Es él, por lo pronto, quien nos dice

que “elle immaté rialise le despotisme”. Por supuesto, Aristóteles lo sabía

679 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 270.680 Ibid., pp. 243-244.

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y lo decía más enérgicamente que nosotros: (...) “La democracia radical

es una tiranía”.681

Tocqueville analiza así la tendencia dentro del sistema democrático

a la extralimitación del principio de igualdad en detrimento de la libertad,

poniendo como consecuencia en grave peligro el desarrollo de ésta y, en

última instancia, el mantenimiento de la propia democracia:

Los pueblos democráticos aprecian en todo tiempo la igualdad, pero hay ciertas épocas en que llevan al delirio la pasión que experimentan por ella. Así sucede cuando la antigua jerarquía social, por largo tiempo amenazada, es derrocada por fin después de una lucha civil y se derriban barreras que separaban a los ciudadanos. Los hombres se precipitan entonces sobre la igualdad como sobre una presa conquistada, y se aferran a ella como a un bien precioso que se les pretendiera arrebatar. La pasión por la igualdad penetra por todos lados en el corazón humano, se desarrolla en él, lo ocupa por entero. No os molestéis en decir a los hombres que, al entregarse tan ciegamente a una pasión exclusiva, comprometen sus más preciados intereses; no os escucharán. No tratéis de hacerles ver que la libertad se les escapa mientras atienden a las otras cosas; están ciegos, y no perciben en todo el universo más que un solo bien digno de ser enviado. Lo que precede puede decirse de todas las naciones democráticas.682

Esto fue precisamente lo que, a juicio del pensador francés, ocurrió

en la Revolución francesa, en donde “hubo dos movimientos de sentido

contrario que no hay que confundir: el uno favorable a la libertad, el otro

favorable al despotismo”683:

Comenzaré recorriendo con ellos [los franceses] esa primera época de 1789, en la que el amor a la igualdad y el amor a la libertad se reparten en su corazón; esa época en que no sólo quieren fundar instituciones democráticas, sino instituciones libres; cuando no sólo anhelan destruir privilegios, sino reconocer y consagrar derechos; tiempo de juventud, de entusiasmo, de orgullo, de pasiones generosas y sinceras; época que a pesar de sus errores vivirá eternamente en la memoria de los hombres, y que por mucho tiempo todavía perturbará el sueño de quienes pretendan corromperlos o sojuzgarlos (...). Siguiendo rápidamente el curso de esa misma revolución, trataré de exponer los acontecimientos, errores y desengaños que indujeron a esos mismos

681 Meditación de Europa (1949), IX, n.1, 250. 682 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 89. 683 A. de Tocqueville, La democracia en América I, p. 91, cursivas mías.

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franceses a abandonar su primer objetivo y a desear sólo ser siervos iguales del amo del mundo olvidándose de la libertad.684

En opinión de S. Giner, para Tocqueville el desarrollo de la

igualdad en las sociedades democráticas pasa por una serie de fases,

que tienen repercusiones directas en el ejercicio de la libertad y que

tienden a que la igualdad acabe imponiéndose sobre esta última:

Tocqueville nunca fue simplista; la pasión por la igualdad, señalaba, había sido muy benéfica en algunas etapas cruciales de su desarrollo. En las sociedades avanzadas, había puesto freno a las ambiciones de los más fuertes, había garantizado la libertad constitucional, había estimulado la actividad política constructiva y estaba emparentada con el principio de una justicia igual para todos. Ante todo, había fortalecido la convicción popular de que pudiera existir una comunidad de ciudadanos iguales, cortando a través de las barreras de clase, pues la ciudadanía y la desigualdad aristocrática eran fenómenos opuestos e incompatibles. No obstante, una vez la pasión democrática hubo progresado sustancialmente, había aparecido un nuevo conjunto de problemas que no podían prever los primeros adalides de la igualdad. Cuando la jerarquía vieja y tradicional se hubo desgastado y no parecía ya ser capaz de resistir el auge de la sociedad democrática, la mayoría había sido presa de su pasión por la igualdad (de hecho, delirante) que había acelerado la marcha de la mudanza política, económica y jurídica hasta alcanzar un ritmo peligroso. Al unísono con los antiguos, Tocqueville pensaba que la mayoría era completamente incapaz de moderación, pues sus miembros están siempre preparados a sacrificar su libertad en aras de la igualdad y la promesa de una mayor participación en la riqueza. Están permanentemente dispuestos a cortar la libertad en su brote y así, quizás inconscientemente, arruinan todo proceso genuino de democratización. Sucedería, creía Tocqueville, que tras sufrir por mucho tiempo las crueldades del privilegio feudal y las injusticias clasistas, la moderna mayoría se negaría a utilizar los cauces ante ella abiertos para el desarrollo de una sociedad más libre y, en cambio, escogería el camino de un despotismo en el que la multitud sería protagonista como colectividad aunque sus miembros fueran, individualmente, víctimas del proceso histórico.685

De este modo, Tocqueville articula el tema de la doble faz de la

democracia a través de un determinado dilema u oposición fundamental,

la que existe presuntamente entre libertad e igualdad:

Aunque los hombres puedan llegar a ser absolutamente iguales sin ser enteramente libres y, en consecuencia, llevada al último grado, la

684 A. de Tocqueville, Œuvres Complètes, Tomo III, Gallimard, París, 1951, p. 231. Cit. en E. Serrano Gómez, “Prefacio” a A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, FCE, México D.F., 1998, pp. 41-42, cursivas mías.

685 S. Giner, Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Península, Barcelona, 1979, pp. 86-87.

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igualdad se confunda con la libertad, pueden distinguirse una de otra. El amor que los hombres sienten por la libertad y el que experimentan por la igualdad son, en efecto, dos cosas distintas; y me atrevo a añadir que, en los pueblos democráticos, son dos cosas desiguales. (...) Creo que los pueblos democráticos tienden naturalmente a la igualdad, sienten una pasión insaciable, ardiente, eterna, invencible; quieren igualdad en libertad, y si no pueden obtenerla así, la quieren incluso en esclavitud.686

De ahí que la preocupación central que recorre La democracia en

América sea la de dilucidar si en las democracias futuras la igualdad de

condiciones será compatible con la libertad o, en otras palabras, si las

sociedades democráticas serán libres, puesto que, en opinión de

Tocqueville: “La igualdad suscita, en efecto, dos tendencias; una impulsa

directamente a los hombres a la independencia y puede llevarlos a la

anarquía, y otra los conduce por un camino más largo y más oculto pero

más seguro a la servidumbre. Los pueblos perciben fácilmente la primera

y la resisten; pero se dejan arrastrar por la otra sin darse cuenta”687. En

este sentido, Tocqueville señala una serie de “ventajas” que posee la

igualdad sobre la libertad en las sociedades democráticas y que tienden

a favorecer la primacía de la primera sobre la segunda:

Los males que acarrea la libertad son a veces inmediatos; cualquiera puede verlos, y todos, en mayor o menor grado, los sufren. Los males que es capaz de producir una extrema igualdad se manifiestan poco a poco; se insinúan gradualmente en el cuerpo social; sólo se hacen notar de tarde en tarde, y cuando se agravan violentamente, ya la costumbre ha hecho que no se les sienta.

Los bienes que la libertad procura no se perciben sino a la larga, y no siempre es fácil descubrir la causa que los origina.

Las ventajas de la igualdad se dejan sentir de inmediato, y puede verse cómo cada día brotan de esa fuente.

La libertad política procura de vez en cuando sublimes placeres a cierto número de ciudadanos.

La igualdad proporciona multitud de pequeños goces cotidianos a cada hombre. Sus gracias se perciben en todo momento y quedan al alcance de todos, seducen a los corazones más nobles, y las almas más vulgares encuentran en ella verdaderas delicias. La pasión que engendra la igualdad será, pues, a la vez enérgica y general.

Los hombres pagan necesariamente con alguna renuncia el disfrute de la libertad política y nunca la logran sin costosos esfuerzos. Pero los placeres de la igualdad se ofrecen por sí solos. Los más mínimos pormenores de la vida privada parece engendrarlos, y para regalarse con ellos no se requiere más que vivir.688

686 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 88. 687 Ibid., p. 244, cursivas mías.688 Ibid., p. 87.

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Así pues, de acuerdo con Tocqueville, el logro de la libertad

reclama un importante esfuerzo por parte de los individuos, y además

sus frutos sólo se disfrutan a largo plazo, a diferencia de los que procura

la igualdad. El pensador francés define la libertad de modo similar a J.S.

Mill, en el sentido de que “la Providencia ha dado a cada individuo, sea

el que sea, el grado de razón necesario para poder gobernarse a sí

mismo en las cosas que sólo a él atañen”689. De acuerdo con H. Béjar,

“unidos los tres elementos que componen la concepción tocquevilliana de

libertad, la independencia, la responsabilidad y la participación (...), la

libertad aparece como un deber, como una obligación para con uno

mismo, los otros y la ciudad.”690. Según la interpretación de S. Giner

sobre el pensamiento de Tocqueville, una de las raíces del problema se

encuentra en la frecuente confusión entre igualdad y libertad por parte

del individuo democrático: “La gente se acostumbra a la idea de que la

libertad es el resultado natural de la igualdad y concluye en que cuanta

más igualdad tengan de más libertad gozarán. En esto están

equivocados (...) Esto se ve agravado por el hecho de que las ventajas

de la libertad son menos inmediatamente obvias y se sienten más

lentamente, mientras que las ventajas de la igualdad se sienten de

inmediato. El problema es que la interdependencia entre la libertad y la

igualdad es oscura para muchos. Así, históricamente, fue la igualdad la

que hizo posible la libertad.”691

La “tiranía de la mayoría”

Tocqueville utiliza el concepto de “tiranía de mayoría” con un

significado afín al que Ortega emplea con los términos de

“hiperdemocracia”, “rebelión de las masas” o “democracia morbosa”.

Para el pensador francés, la “tiranía de la mayoría” constituye el principal

peligro de la democracia, pues consiste en su degeneración, a través del

triunfo absoluto de la igualdad y de la regla de la mayoría, derivando

689 A. de Tocqueville, La democracia en América I, p. 371. 690 H. Béjar, Op. Cit., p. 323.691 S. Giner, Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Península,

Barcelona, 1979, p. 89.

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como consecuencia en un “despotismo democrático”. Éste se opone a

otros principios como por ejemplo los de libertad y excelencia,

promoviendo así la formación de una sociedad homogeneizada y

desvitalizada, donde la norma se encuentra en la mediocridad en lugar

de en la excelencia, y compuesta por individuos pasivos, inconscientes

de su propia servidumbre y temerosos de pensar o realizar cualquier acto

que vaya en contra de la opinión de la mayoría. R. Aron señala en su

análisis del pensamiento de Tocqueville la tendencia existente en la

democracia a la extralimitación de la regla de la mayoría: “La democracia

implica permanentemente el peligro de una tiranía de la mayoría. Todo

régimen democrático postula que la mayoría tiene razón, y quizá sea

difícil impedir que una mayoría abuse de su victoria y oprima a la

minoría”692.

Coincidiendo con Ortega y J.S. Mill, para Tocqueville la regla de la

mayoría, si bien es necesaria y eficaz dentro de una democracia, no

representa a “todos” los individuos, sino sólo a su “mayor parte”693. Entre

ambos conjuntos existe así un cuerpo intermedio formado por diferentes

grupos o minorías cuyos derechos no pueden ser ignorados, y que son

igualmente libres de defender sus intereses y posiciones, aunque sean

distintas de las de la mayoría dominante. De ahí que la libertad sea

precisamente uno de los principales “antídotos” que Tocqueville señala

con el fin de frenar los excesos del principio de igualdad, como veremos

al hablar de las posibles soluciones que apunta este autor con el fin de

prevenir el despotismo democrático.

En América, los ciudadanos que forman la minoría se asocian, en primer lugar, para constatar su número y debilitar así el imperio moral de la mayoría; el segundo objeto de los asociados es el de poner en cuestión y descubrir los argumentos más adecuados para hacer impresión sobre la mayoría, puesto que siempre tienen la esperanza de atraerse a esta última y, en su nombre, disponer del poder.694

692 “Alexis de Tocqueville”, en R. Aron, Las etapas del pensamiento sociológico,Tecnos, Madrid, 2004, pp. 205-206.

693 Así sostiene Tocqueville que “la verdadera ventaja de la democracia no es, como se ha dicho, la de favorecer la prosperidad de todos, sino únicamente la de servir al bienestar de la mayoría” (La democracia en América I, p. 219).

694 A. de Tocqueville, La democracia en América II, pp. 181-182.

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Tocqueville considera que la regla de la mayoría es totalmente

legítima y constituye uno de los principales instrumentos democráticos

para la toma de decisiones colectivas695. Sin embargo, como también

Ortega y Mill, se muestra en desacuerdo con la idea de que la opinión de

la mayoría se imponga sistemáticamente en todos los órdenes de la vida

social, fenómeno que identifica con la “tiranía de la mayoría”: “Considero

impía y detestable la máxima de que en materia de gobierno la mayoría

de un pueblo tenga derecho a hacerlo todo, y sin embargo sitúo en la

voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes”696.

Ante esta tendencia a la extralimitación del principio de igualdad

que deriva en la “tiranía de la mayoría”, Tocqueville advierte la necesidad

de que el poder de la mayoría sea moderado por otros principios, que

actúen a modo de contrapoder, como por ejemplo la acción organizada

de las distintas minorías en forma de asociaciones. De este modo, para

Tocqueville el mantenimiento de la democracia requiere, como también

en Ortega, la combinación de una serie de principios que se conjugan y

limitan entre sí conformando un complejo equilibrio, en el que el exceso

de uno de ellos revierte en la estabilidad del conjunto y provoca la

degeneración de la democracia en diversas formas de tiranía.

Opino, pues, que siempre debe residir en alguna parte un poder social superior a todos los demás, pero creo que la libertad se halla en peligro cuando ese poder no encuentra ningún obstáculo que pueda retener su marcha y darle tiempo para moderarse a sí mismo. La omnipotencia me parece en sí una cosa mala y peligrosa.(...) No hay, pues, en la tierra autoridad tan respetable por sí misma, o revestida de tan sagrado derecho, como para dejarla obrar sin control y dominar sin cortapisas. Así, cuando veo conceder el derecho y la facultad de

695 Así, Tocqueville considera que “en los Estados Unidos, como en todos aquellos países donde reina el pueblo, es la mayoría la que gobierna en nombre de éste” (La democracia en América I, p. 162), y que “pertenece a la esencia misma de los gobiernos democráticos el que el imperio de la mayoría sea en ellos absoluto, pues fuera de la mayoría, en las democracias, nada hay que resista” (Ibid., p. 232); “el imperio moral de la mayoría se sigue basando en el principio de que los intereses de la mayoría deben ser antepuestos a los de la minoría” (Ibid., p. 233).

696 Ibid., p. 236. Tocqueville no está a favor de un gobierno mixto que combine distintas formas de gobierno con el fin de frenar los excesos de cada una. Como él mismo sostiene: “No es que yo crea que para conservar la libertad se puedan mezclar diversos principios en un mismo gobierno, de manera que se opongan realmente unos a otros. El gobierno llamado mixto siempre me ha parecido una quimera. A decir verdad, no hay gobierno mixto (en el sentido que se da a esta palabra), ya que en toda sociedad se acaba por descubrir un principio de acción que domina a los demás” (Ibid., p. 237)

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hacerlo todo a un poder cualquiera, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, ya se ejerza en una monarquía o en una república, digo: he ahí el germen de la tiranía; y procuro irme a vivir bajo otras leyes.697

Desde el punto de vista de Tocqueville, la “tiranía de la mayoría” se

caracteriza por ser un tipo de despotismo que “obra sobre la voluntad

tanto como sobre los actos, y que al mismo tiempo impide el hecho y el

deseo de hacer”, condenando de este modo a los individuos a la

inacción. El pensador francés analiza este fenómeno a través del

ejemplo de la falta de libertad de pensamiento que a su juicio caracteriza

a la democracia estadounidense:

En América la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento. Dentro de esos límites el escritor es libre, pero ¡ay de aquél que se atreva a salir de ellos! No es que tenga que temer a un auto de fe, pero está expuesto a disgustos de toda clase y a persecuciones diarias. La carrera política se le cierra, pues ha ofendido al único poder que tiene la facultad de abrirla. Se le niega todo, hasta la gloria. Antes de publicar sus opiniones, el escritor creía tener partidarios; ahora que se ha descubierto ante todos, le parece no tener ninguno, pues aquellos que le condenan se manifiestan en voz alta, y los que piensan como él, no teniendo su coraje, se callan y se alejan. El escritor cede, se doblega por último bajo el esfuerzo diario, y vuelve al silencio, como si se sintiera arrepentido de haber dicho la verdad.

Cadenas y verdugos eran los burdos instrumentos que empleaba antaño la tiranía; pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el despotismo, que sin embargo parecía no tener nada que aprender.

Los príncipes habían, por así decirlo, materializado la violencia; las repúblicas democráticas de hoy la han hecho tan intelectual como la voluntad humana a la que pretenden sojuzgar. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, hería groseramente el cuerpo, y el alma, escapando a esos golpes, se elevaba gloriosa sobre él. Pero en las repúblicas democráticas no es así como procede la tiranía; deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: “O pensáis como yo, o moriréis”; sino que dice: “Sois libres de no pensar como yo; vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis; pero desde hoy, sois un extraño entre nosotros. Conservaréis vuestros privilegios de ciudadano pero no os servirán para nada, pues si pretendéis el voto de vuestros conciudadanos, estos no os lo concederán, y si sólo solicitáis su estima, aun ésta harán de rehusárosla. Seguiréis viviendo entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de un ser impuro, e incluso los que crean en vuestra inocencia os abandonarán, para que no se huya asimismo de ellos. Id en paz; os dejo la vida, pero una vida peor que la muerte”.

Las monarquías absolutas infamaron al despotismo; cuidémonos de que las repúblicas democráticas no lleguen a rehabilitarlo.698

697 Ibid., p. 237. 698 Ibid., pp. 240-241, cursivas mías.

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De acuerdo con Tocqueville, la nueva forma de despotismo que

constituye la “tiranía de la mayoría” –un “moderno Leviatán con disfraz

democrático”, como lo denomina H. Béjar699– se caracteriza por su

actuación lenta y sutil sobre los ciudadanos y el discurrir de sus vidas, de

tal modo que va penetrando poco a poco en los distintos ámbitos de la

sociedad, hasta llegar a formar una espesa telaraña, en relación a la cual

los individuos, cuando son conscientes de ella –aquellos que lo logran–,

les resulta muy difícil salir:

El despotismo me parece, por tanto, el mayor peligro que amenaza a los tiempos democráticos. Por encima se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga exclusivamente de que sean felices y de velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia; este poder quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Se esfuerza con gusto en hacerlos felices, pero en esa tarea quiere ser el único agente y el juez exclusivo; provee medios a su seguridad, atiende y resuelve sus necesidades, pone al alcance sus placeres, conduce sus asuntos principales, dirige su industria, regula sus traspasos, divide sus herencias; ¿no podría librarles por entero a la molestia de pensar y el derecho de pensar y el trabajo de vivir?700

En esas circunstancias, la capacidad de autonomía del individuo

para dirigir su propia vida es sacrificada en favor de una servidumbre

“benigna y pacífica” que proporciona a los individuos una apariencia de

comodidad y seguridad, a través del placer de dejarse llevar por una

autoridad supuestamente más sabia que ellos. Es evidente que en esas

circunstancias no existen libertad ni seguridad reales, sino, por el

contrario, un cúmulo creciente de sutiles servidumbres y temores difusos.

Tocqueville describe del siguiente modo el proceso de eliminación de las

libertades individuales a causa de la “tiranía de la mayoría”:

De este modo cada día se hace menos útil y más raro el uso del libre albedrío; el poder circunscribe así la acción de la voluntad a un espacio cada vez menor, y arrebata poco a poco a cada ciudadano estas cosas: para sufrirlas y con frecuencia hasta para mirarlas como un beneficio.

Después de tomar de este modo uno tras otro a cada individuo en sus poderosas manos y de moldearlo a su gusto, el soberano extiende

699 H. Béjar, Op. Cit., p. 334. 700 A. de Tocqueville, La democracia en América II, pp. 268-269, cursivas mías.

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sus brazos sobre la sociedad entera; cubre su superficie con una malla de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales ni las almas más vigorosas son capaces de abrirse paso para emerger de la masa; no destruye las voluntades, las ablanda, las doblega y las dirige; rara vez obliga a obrar, se opone constantemente a que se obre; no mata, impide nacer; no tiraniza, mortifica, reprime, enerva, apaga, embrutece y reduce al cabo a toda la nación a rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno.701

El argumento de Tocqueville, incluso los términos empleados y la

propia metáfora que compara a los individuos con un rebaño y al

gobierno con un pastor, recuerda mucho al tono y la temática abordada

por Ortega por ejemplo en “Socialización del hombre” (1930) y también a

la obra de J.S. Mill Sobre la libertad (1859): el problema de la opresión y

reducción de la libertad individual a manos del Estado y la opinión

pública. Como vimos anteriormente, Ortega analiza en dicho artículo los

efectos de la socialización sobre el individuo en el contexto europeo del

período de entreguerras, concluyendo que: “Ahora, por lo visto, vuelven

muchos hombres a sentir nostalgia del rebaño. Se entregan con pasión a

lo que en ellos había aún de ovejas. Quieren marchar por la vida bien

juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída. Por eso, en

muchos pueblos de Europa andan buscando un pastor y un mastín. El

odio al liberalismo no procede de otra fuente”702. Por su parte, el objeto

de la obra mencionada de Mill no es otro que, en palabras del propio

autor, “la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del

poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo”, a

la que este autor califica como “la cuestión vital del porvenir”, ante lo que

detecta como una fuerte tendencia de aumento del poder estatal sobre la

libertad del individuo703.

Tocqueville señala que este tipo de despotismo en el que consiste

la “tiranía de la mayoría” puede coexistir con “algunas de las formas

exteriores de la libertad”, meros recubrimientos formales engañosos que

contribuyen a ocultar en la conciencia de los individuos la existencia de

esa tiranía sutil y poderosa a la que se refiere el pensador francés y a la

701 Id, cursivas mías.702 “Socialización del hombre” (1930), II, 746. 703 J.S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, p. 57.

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que identifica como uno de los mayores peligros de las democracias

futuras: “Siempre he creído que esta clase de servidumbre,

reglamentada, benigna y apacible, cuyo cuadro acabo de ofrecer, podría

combinarse mejor de lo que se piensa comúnmente con algunas de las

formas exteriores de la libertad, y no le sería imposible establecerse

junto a la misma soberanía del pueblo”704.

Se trata de un perfeccionamiento del despotismo, caracterizado por

la violencia contra el pensamiento o “violencia intelectual” –según el

término utilizado por H. Béjar–, dirigida directa pero subrepticiamente a

esclavizar el alma. En este sentido sostiene J.S. Mill que “la tiranía que

tememos, y a la que teme principalmente el señor de Tocqueville, es (...)

una tiranía no sobre el cuerpo, sino sobre la mente” 705. De acuerdo con

H. Béjar:

(...) la mayoría ejerce su tiranía principalmente a través de la conformidad social. Así, actúa sobre la libertad de prensa e impone una sutil censura, debilitando la independencia de juicio y la capacidad de crítica hasta influir en el carácter nacional. (...) De este modo la tiranía de la mayoría, al quebrantar la opinión disconforme, ejerce una violencia intelectual que engendra un estado generalizado de pasividad y apatía que abre las puertas a una nueva forma de despotismo.706

La “tiranía de la mayoría” consiste así en un poder difuso a la vez

que omnipotente, en un sistema de dominación en donde son los mismos

individuos dominados los que se encargan de mantener y reproducir tal

sistema, de un modo similar al que describe Hegel en la “dialéctica del

amo y el esclavo”, teniendo en cuenta que el poder dominante necesita

de la acción de los subordinados para poder seguir manteniéndo su

poder707.

704 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 269 (cursivas mías). 705 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad.

Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, p. 346, cursivas mías.

706 H. Béjar, Op. Cit., p. 307. 707 Este tipo de poder y la temática que envuelve sintoniza con el análisis de M.

Foucault sobre lo que él calificó como la “microfísica del poder” o la “arqueología del poder”, para referirse a aquellos mecanismos que el Estado moderno utiliza para hacer su poder invisible, a la vez que sumamente efectivo (Cf. M. Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión; Las palabras y las cosas).

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Como vimos también en Ortega y su concepción de la “rebelión de

las masas”, la visión tocquevilliana sobre la posible alternativa

democrática que lleva al despotismo presenta importantes similitudes

con el universo que G. Orwell dibuja en 1984 y el proceso de anulación

de los individuos dentro de un sistema totalitario. De acuerdo con la

interpretación de E. Serrano sobre el concepto de “tiranía de la mayoría”

de Tocqueville:

[La “tiranía de la mayoría”] es un poder impersonal que subyuga la mente de los hombres sin tener que torturar sus cuerpos. Los antiguos tiranos ordenaban a sus súbditos: “Pensad como yo o moriréis, y apoyaban esta orden con la amenaza de coacción física. Pero la estrategia de recurrir a cadenas y verdugos para respaldar los mandatos era incapaz de alcanzar y sofocar las fuentes del pensamiento libre. Las tiranías premodernas destruían el espacio público, pero su poder de adentrarse en el ámbito privado era limitado, por lo cual este último se convertía en el refugio de la disidencia, dispuesta a recobrar, tan pronto como fuera posible, sus derechos políticos. La “tiranía de la mayoría” tiene, en cambio, un poder simbólico más eficaz. La “tiranía de la mayoría”, antes de reprimir, busca seducir, ofreciendo la seguridad de formar parte del “Uno”, con los bienes y servicios que ello presupone. Mientras que su respuesta a la obstinada disidencia es el destierro o la indiferencia. En ella impera el principio: “Sois libres de no pensar como yo; vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis; pero desde este momento sois un extranjero entre nosotros”.708

De este modo, existe la posibilidad de disidencia por parte de los

individuos respecto de la mayoría; ahora bien, estos tendrán que pagar

el precio de la exclusión y marginación social, pues en adelante serán

considerados por la opinión pública como seres sospechosos de alterar

el orden establecido, estrechamente vigilado por la mayoría dominante.

Así, las consecuencias de ir a contracorriente en un despotismo

democrático son, como subraya Tocqueville, el aislamiento y la

impotencia de los que se han atrevido a disentir –en contraposición con

lo que a su juicio sucede en un sistema aristocrático:

En las aristocracias, los hombres gozan a menudo de una grandeza y fuerza propias. Cuando no están de acuerdo con la mayoría de sus semejantes, se encierran en sí mismos, se sostienen y se consuelan en su soledad. No sucede lo mismo en los pueblos democráticos. En efecto, el favor público parece allí tan necesario

708 E. Serrano Gómez: “Prefacio” a A. de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución, FCE, p. 26, cursivas mías.

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como el aire que se respira, y puede decirse que estar en desacuerdo con la masa equivale a dejar de vivir. La masa no necesita las leyes para someter a quienes no piensan como ella; le basta con su desaprobación. El aislamiento y la impotencia de los disidentes no tarda en abrumarlos y desesperarlos.

Siempre que las condiciones son iguales, la opinión general pesa enormemente en el ánimo de cada individuo; le cerca, le dirige y le constriñe; y más por la constitución misma de la sociedad que por sus leyes políticas. Tanto más se asemejan los hombres, tanto más débil se siente cada uno frente al conjunto. No percibiendo nada que le eleve ni distinga de los otros, desconfía de sí mismo cuando le atacan; no sólo duda de sus fuerzas, sino que llega a dudar hasta de su derecho, y está por reconocer que se equivoca si el mayor número así lo afirma. La mayoría no tiene necesidad de obligarle; le convence. De cualquier manera que se organicen y equilibren los poderes de una sociedad democrática, siempre será difícil creer en lo que niega la masa y profesar lo que condena.

Este hecho favorece maravillosamente la estabilidad de las creencias.

Cuando una opinión toma cuerpo en un pueblo democrático y se establece en el espíritu de la mayoría, subsiste ya por sí misma y se perpetúa sin esfuerzo, puesto que nadie la ataca. Los que al principio la habían rechazado como falsa acaban por aceptarla por su generalidad, y los que siguen combatiéndola en el fondo de su corazón lo ocultan a los demás; pues se cuidan de comprometerse en una lucha peligrosa e inútil.

Es cierto que cuando la mayoría de un pueblo democrático cambia de opinión pueden ocasionarse extrañas y súbitas revoluciones en las inteligencias; pero es tan difícil que su opinión cambie como constatar que ha cambiado.709

Tocqueville también advierte sobre la dificultad inherente en los

sistemas democráticos para el reconocimiento de las “minorías” –en el

sentido orteguiano del término, esto es, aquellos individuos

especialmente cualificados para realizar determinada actividad– por

parte de la sociedad y, por tanto, a aceptar su autoridad moral y el

carácter de ejemplaridad en la excelencia que encarnan710:

(...) los hombres que viven en esos tiempos igualitarios difícilmente pueden ser sometidos a una autoridad intelectual situada fuera de la humanidad o por encima de ella. Es en ellos mismos o en sus semejantes donde buscan por lo común las fuentes de la verdad. Esto bastaría para demostrar que en esos siglos no podría implantarse una religión nueva (...). Cabe prever que los pueblos democráticos descreerán de misiones divinas, se reirán gustosos de los nuevos

709 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 222, cursivas mías. 710 En ese sentido sostiene S. Giner que, de acuerdo con el pensamiento de

Tocqueville, “el igualitarismo produce en el individuo fenómenos tan contradictorios como un aumento de su libertad y la seria posibilidad de perder esa misma libertad en manos de una tiranía de masas. Esta última consiste en el dominio de la mayoría sobre las minorías selectas” (S. Giner, “Alexis de Tocqueville”, en S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, p. 444).

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profetas y buscarán dentro de los límites de la humanidad, y no en su más allá, el juez último de sus opiniones.

Cuando las condiciones son desiguales y los hombres diferentes, existen unos pocos individuos cultos, muy sabios y grandes gracias al poder de su inteligencia, y una multitud sumamente ignorante y limitada. Las gentes que viven en épocas aristocráticas suelen por eso dejarse guiar por la razón superior de un hombre o de una clase, al tiempo que se muestran poco dispuestas a reconocer la infalibilidad de la masa.

En épocas igualitarias sucede lo contrario. A medida que los ciudadanos se nivelan y asemejan, disminuye la tendencia de cada uno a creer ciegamente en un hombre o en una clase determinada. Aumenta en cambio la de fiarse de la masa, y su opinión llega a ser la que conduce el mundo.

No sólo la opinión común es el único maestro que le queda a la razón individual en los pueblos democráticos, sino que en ellos dicha opinión es infinitamente más poderosa que en los otros pueblos. En épocas de igualdad ningún hombre fía en otro, a causa de su equivalencia; pero esta misma equivalencia les da una confianza casi ilimitada en el juicio público, ya que no les parece verosímil que siendo todos de igual discernimiento, la verdad no se encuentre del lado de la mayoría.711

Sin embargo, como señala Tocqueville, “esa misma igualdad que le

independiza de sus conciudadanos considerados individualmente, le

entrega solo y sin defensa a la acción de la mayoría”712, de tal modo que

“en las épocas de igualdad cabe prever que la fe en la opinión común

será como una religión cuyo profeta vendría a ser la mayoría”713,

obstaculizando así la libertad individual y reduciendo como consecuencia

las posibilidades de felicidad y progreso social:

Así, la autoridad intelectual será otra, pero no menor; y lejos de creer que vaya a desaparecer, preveo que llegará fácilmente a exagerarse, y que quizá logre encerrar a la razón individual dentro de límites más reducidos de lo que conviene a la grandeza y la felicidad de la especie humana. En la igualdad veo claramente dos tendencias: una suscita en el espíritu del hombre pensamientos nuevos, y otra podría dulcemente llevarle a no pensar por sí mismo. Y veo cómo, bajo el imperio de ciertas leyes, la democracia extinguiría la libertad intelectual que el mismo estado social democrático favorece, de suerte que después de derribarse las trabas que antaño le impusieran las clases o los hombres, el espíritu humano se encadenaría estrechamente a la voluntad general de la mayoría.714

711 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 15, cursivas mías.712 Ibid., p. 16.713 Id.714 Id., cursivas mías.

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El punto de inflexión en la evolución del proceso democrático a

partir del cual éste degenera en despotismo se encuentra según

Tocqueville en aquel momento en el que, tras un desarrollo más o menos

paralelo de la igualdad y la libertad, la primera comienza a desbordar sus

propios límites y a imponerse a esta última, utilizando los propios cauces

de las instituciones democráticas, con el fin de establecer un nuevo

modo de despotismo, el de la “igualdad por abajo”, en detrimento de los

principios de libertad y excelencia. S. Giner describe este proceso del

siguiente modo:

Al principio, inspirados por sus pasiones políticas, los muchos destruyeron barreras, borraron diferencias y desahogaron una serie de frustraciones y sentimientos de envidia e inferioridad largamente reprimidos. En el proceso, la igualdad se convirtió para ellos en un absoluto: un principio de nivelación universal ante el cual todos los demás tenían que rendirse. Mas una sociedad en la que la creencia en ese principio queda incrustado en las mentes de todos los ciudadanos es una sociedad alzada contra la excelencia humana aun cuando sus miembros lo nieguen o pretendan ignorarlo. Una vez que el principio de la igualdad material arraiga firmemente en una sociedad la psicología de sus miembros individuales sufre ciertos cambios. Al principio del proceso los hombres se sienten independientes, pero más tarde, cuando la nueva sociedad se consolida, se extiende un sentimiento de desarraigo, apenas oculto tras nuevas formas de arrogancia popular. Esa arrogancia va contra todo aquel que sobresale en una actividad, especialmente contra aquellos cuyas actividades escapan a la comprensión del pueblo. (Así, en las sociedades democráticas hay un “acusado odio de la inteligencia”, que adopta la forma de un antiintelectualismo generalizado y se manifiesta en una glorificación de lo vulgar.) En la vieja mayoría el individuo podía amenazar las instituciones del orden mediante la pura violencia colectiva con algaradas, jacqueries y revueltas; mas ahora el individuo puede simplemente usar las mismas instituciones, que son las de la democracia, para imponer la tiranía de los muchos, la que John Stuart Mill asimismo consideraría como la peor forma posible de subyugación en sus reflexiones sobre la libertad. La razón de esta gran paradoja de la democracia –un sistema originalmente construido para la libertad– es que, en contraste con los tiempos pasados, bajo sus condiciones los hombres sienten mucho más agudamente el aguijón de la envidia y son también capaces de hacer algo para mejorar su situación. Como dijo Tocqueville “los hombres sienten más heridos por la desigualdad en su propia clase que por las desigualdades que pueden detectarse entre las diferentes clases”. El despotismo característico de la nueva politeya se basaba pues en una pasión democrática de envidia dirigida contra los hombres mejores, fenómeno nada olvidado por los políticos griegos.715

715 S. Giner, Sociedad masa: crítica del pensamiento conservador, Península, Barcelona, 1979, pp. 87-88, cursivas mías.

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De acuerdo con Tocqueville, una vez suprimido el ideal de

excelencia, los individuos democráticos se sienten iguales, al menos

potencialmente –dada la movilidad social característica de las

sociedades democráticas– hasta el punto de que, víctimas de la “envidia

democrática”, se les hace insoportable la existencia de cualquier

desigualdad –especialmente la desigualdad con respecto a los individuos

mejores o más cualificados, como señala S. Giner. El valor de la

igualdad se convierte de este modo en un fin en sí mismo y en el único

principio legitimado socialmente. Esta hýbris de la igualdad supone la

constricción de la libertad de los individuos a la hora de elegir opciones

que difieren de las de la mayoría, así como de la dificultad para

perfeccionarse a sí mismos y a la sociedad que les rodea –si así lo

desean–, constituyendo de este modo un importante obstáculo para la

aspiración al ideal de excelencia en cualquier ámbito de la sociedad,

como ponen también de relieve Ortega y Platón en su análisis del

proceso de degradación de la democracia. Como consecuencia, se

impide a cada individuo el derecho a desarrollarse según su propia razón

con el fin de “gobernarse a sí mismo en las cosas que sólo a él le

atañen”, conforme a la definición tocquevilliana de libertad, con la que

también estarían de acuerdo Ortega y Mill.

En estas circunstancias, para Tocqueville resulta inevitable que la

norma de la igualdad se establezca en la mediocridad en lugar de en la

excelencia. En opinión de este autor, siempre existirán desigualdades de

facto en la sociedad716, basadas tanto en las diferentes dotes naturales

de las personas, como en su distinto grado de aspiración a la excelencia

y su capacidad de esfuerzo para llevar a cabo los ideales morales que se

proponen. Desde mi punto de vista, se trata – al menos con respecto a

estas últimas– de desigualdades sociales legítimas para Tocqueville –al

igual que para Ortega y Mill–, las cuales dependen en su mayor parte del

libre albedrío de cada individuo y constituyen por lo demás una fuente

716 En ese sentido sostiene Tocqueville que “los hombres no establecerán jamás una igualdad que les baste. Por muchos esfuerzos que haga un pueblo, no conseguirá que las condiciones sociales sean perfectamente iguales en su seno; y, si por desgracia llegara a esa nivelación absoluta y total, aún subsistiría la desigualdad de las inteligencias” (A. de Tocqueville, La democracia en América II,pp. 119-120).

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insustituible del progreso social e individual. Una sociedad

completamente homogénea, sin libertad ni espíritu de mejora, será presa

tarde o temprano, por mucha igualdad que haya, del tipo de estado social

que Mill calificaba en concordancia con Tocqueville como el mayor

peligro para el futuro de las sociedades democráticas: el “inmovilismo

chino”, como el pensador inglés lo denominó en su reseña sobre La

democracia en América de Tocqueville:

Resumiendo la opinión de nuestro autor [Tocqueville] sobre los peligros a los que están expuestos los hombres a medida que avanzan hacia la igualdad de condición: su miedo, tanto respecto al gobierno como al intelecto y la moral, no se refiere a una libertad demasiado grande, sino a la sumisión demasiado fácil; no a la anarquía, sino al servilismo; no a un cambio demasiado rápido, sino al inmovilismo chino. Cree que a medida que avanza la democracia, las opiniones de los hombres acerca de la mayor parte de los temas de interés general devendrán más arraigadas y más difíciles de cambiar en comparación con cualquier período anterior, de modo que los hombres corren cada vez más peligro de perder el valor moral y el orgullo de ser independientes que les hace desviarse del sendero trillado al especular o en su conducta. Hay que comprender que, hasta en lo político, sintiendo los individuos su insignificancia personal, e imaginando una idea proporcionalmente más vasta de la importancia de la sociedad en sentido amplio; celosos, además, los unos de los otros, pero no del poder central que tiene su origen en la mayoría, o que es al menos el fidedigno representante de su deseo de aniquilar todo poder intermedio, esos individuos permitirían que el gobierno central asumiese cada vez más control, que acaparase cada vez más los asuntos de la sociedad; y que a condición de que se haga a sí mismo el órgano del modo general de sentir y pensar, sufrirían que sustituyese a los hombres en el cuidado de sus propios intereses, y los mantuviese bajo cierta tutela; pisoteando mientras tanto con considerable temeridad, tan a menudo como convenga, los derechos de los individuos, en nombre de la sociedad y del bien público.717

De acuerdo con Tocqueville, a medida que la igualdad de

condiciones se consolida en una sociedad, los individuos tienden a

hacerse cada vez más reacios a cualquier tipo de cambio o innovación –

717 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad. Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, p. 363. En opinión de este autor, se trata de la “descripción perfecta de muchos regímenes contemporáneos aparentemente libres” (Ibid., nota nº 42). Tocqueville describe el “inmovilismo chino” al que se refiere Mill, principalmente en La democracia en América II, afirmando que, después de alcanzar un elevado grado de perfección en todas las artes, “los chinos no podían cambiar nada. Tenían que renunciar a la mejora. Se veían obligados a imitar siempre y en todo a sus padres (...) La fuente de los conocimientos humanos estaba casi agotada, y aunque el río siguiera corriendo, ya no podía aumentar su caudal ni cambiar su curso”, concluyendo que, “si hay pueblos que se dejan arrancar la luz de las manos, también hay otros que la sofocan ellos mismos con los pies” (pp. 44-45).

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con el peligro que esto supone para el progreso de las sociedades, cuya

fuente esencial es la creación y aparición de lo nuevo. Por ello señala

Tocqueville que las revoluciones sociales serán cada vez más raras en

las sociedades democráticas. La principal razón es que el deseo de

bienes materiales va penetrando poco a poco en el individuo

democrático, hasta convertirse en su interés fundamental, que le hace

olvidar todos los demás, hasta el punto de que “en las sociedades

democráticas la mayoría de los ciudadanos no ve con claridad qué es lo

que podría ganar con una revolución, y en cambio percibe a cada

instante y de mil maneras diferentes todo lo que podría perder”718. Según

este autor, si bien las sociedades democráticas se caracterizan por su

agitación y el constante anhelo de cambio en los individuos, la igualdad

“también les sugiere intereses y gustos que requieren de estabilidad para

satisfacerse”719. En opinión de Tocqueville, “la igualdad lleva

naturalmente a los hombres a las ocupaciones industriales y

comerciales”720 e “inspira a todo hombre a un deseo ardiente y constante

de aumentar su bienestar. Nada hay más contrario a las pasiones

revolucionarias que todas estas cosas”721. De este modo, en los sistemas

democráticos, la posibilidad de llevar a cabo revoluciones queda

únicamente en manos de pequeñas minorías:

En las sociedades democráticas, sólo pequeñas minorías suelen desear las revoluciones, pero a veces pueden llevarlas a cabo; es en las épocas de transición entre dos modos diferentes de vida donde “se encuentra un período intermedio, época gloriosa y turbulenta, en que las condiciones no son tan fijas como para que la inteligencia se aletargue y sí lo suficientemente desiguales como para que unos hombres ejerzan un gran poder sobre otros y unos pocos puedan modificar las creencias de todos. Es entonces cuando surgen los grandes reformadores y las nuevas ideas que cambian de repente la faz del mundo.722

Pero la mayor preocupación de Tocqueville respecto a las

sociedades democráticas no es el advenimiento de revoluciones, sino

justamente lo contrario: la paralización de las sociedades en ese

718 Ibid., p. 215. 719 Ibid., p. 223. 720 Id.721 Ibid., pp. 215-216.722 Ibid., n. 1, p. 287.

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“inmovilismo chino”, producto de la pasión democrática por el bienestar

material, que induce a los individuos a querer conservar las propiedades

conseguidas a toda costa y a rechazar por principio cualquier tipo de

innovación que pueda suponer una amenaza para sus bienes materiales,

lo que supone para Tocqueville frenar de raíz toda posibilidad de

perfeccionamiento social. También Ortega y Mill critican esta falta de

innovación, conservadurismo y conformismo con las convenciones y

tópicos establecidos, que denuncia Tocqueville como una de las

tendencias negativas del régimen democrático, en contradicción con el

principio liberal. Como sostiene H. Béjar en su interpretación del

pensamiento de Tocqueville, “en la vida cotidiana, en la opinión pública o

en el ámbito intelectual se observa una ausencia de originalidad y una

profunda resistencia a aceptar ideas nuevas que acaban por fosilizar la

vida democrática”723. Como el propio Tocqueville confiesa, su mayor

temor radica en que los individuos democráticos se dejen llevar por sus

pasiones democráticas, sin hacer nada por contrarrestarlas, hasta llegar

a convertirse en esclavos de ellas:

Tengo miedo, lo confieso, de que se dejen dominar hasta tal punto por un miserable gusto por los goces del día, que su interés por el propio futuro y el de sus descendientes desaparezca y prefieran seguir muellemente el curso de su destino a hacer, si es preciso, un súbito y enérgico esfuerzo para enderezarlo.

Sé que las nuevas sociedades cambiarán cada día su aspecto; pero me temo que acaben fijándose con excesiva indiferencia en las mismas instituciones, los mismos prejuicios y las mismas costumbres, de suerte que el desarrollo humano se frene y se limite; que el espíritu se atenga y se retenga eternamente a sí mismo sin producir cosas nuevas; que el hombre se agote en pequeños movimientos solitarios y estériles y que la humanidad, removiéndose sin cesar, no dé un paso adelante.724

El homo democraticus

A partir de sus observaciones sobre la democracia estadounidense,

Tocqueville construye un tipo-ideal al modo weberiano sobre la

modalidad de individuo que tienden a generar las sociedades

723 H. Béjar, Op. Cit., p. 311.724 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 224.

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democráticas, atendiendo especialmente a sus componentes negativos:

el homo democraticus y sus pasiones características, que guardan

importantes similitudes con las que Ortega atribuye al “hombre-masa” y

al “señorito satisfecho”, así como con la caracterización que desarrolla

Platón en relación al individuo democrático.

De acuerdo con Tocqueville, la principal característica del individuo

democrático consiste en que, independientemente de las desigualdades

existentes –legítimas o ilegítimas–, “se siente igual” a todos los demás

individuos. Esta convicción radica en la creencia de que a todo individuo

le es posible alcanzar las posiciones sociales más elevadas, dada la alta

movilidad social característica de las sociedades democráticas725. De

acuerdo con H. Béjar, “tal como la entiende Tocqueville, la igualdad

significa que no existen ya diferencias hereditarias de condición y que

todas las ocupaciones, honores y dignidades son accesibles a todos los

individuos; o, lo que es lo mismo, que si se establecen distinciones,

éstas son sólo pasajeras, al ser las posiciones intercambiables. La

igualdad de condiciones trae consigo la movilidad social”726. Sin

embargo, en opinión de esta misma autora, “la originalidad de

Tocqueville consiste en definir la igualdad de condiciones como base de

la estructura de deseos del hombre democrático (...) Lo nuevo no es

tanto la movilidad social como el hecho de que en América los hombres

que viven en condiciones desigualitarias se sienten iguales”727.

La pasión fundamental en la que el individuo democrático centra

sus intereses es, según Tocqueville, el aumento de su bienestar material,

deseo que a juicio de este autor afecta a todos los individuos sin

excepción, incluso a los más ricos728. El pensador francés constata a

través del ejemplo de la democracia estadounidense cómo “el afán por el

bienestar se ha convertido en la pasión nacional y predominante; la gran

725 Así sostiene Tocqueville: “No he conocido en América ningún ciudadano tan pobre que no mirase con esperanza y envidia los placeres de los ricos ni apoderarse con la imaginación de los bienes que el destino se obstinaba en negarle” (La democracia en América II, p. 113).

726 H. Béjar, Op. Cit., p. 310. 727 Id., cursivas mías. 728 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 117 y p. 133.

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297

corriente de las pasiones humanas fluye por ese cauce y lo arrastra todo

en su curso”729, de tal manera que “la mayoría de los hombres que

componen estas naciones se sienten ávidos de goces materiales y

presentes, a la vez que están siempre descontentos de la posición que

ocupan; y al no estar constreñidos a ella, no piensan sino en los medios

de cambiar su fortuna o aumentarla”730. Esta pasión por la igualdad y su

focalización en el bienestar material tienen importantes efectos a

distintos niveles, que conforman la concepción tocquevilliana del

“individuo democrático” y su modo de vida característico.

Desde el punto de vista de Tocqueville, a través de la búsqueda de

la igualdad mediante la movilidad social y la persecución de los goces

materiales, los individuos democráticos emprenden una febril carrera sin

retorno que les empuja cada vez más hacia la insatisfacción, pues en el

camino hacia ese bienestar material se encuentran con “la competencia

de todos” y constatan la existencia de diversas desigualdades que se

erigen como obstáculos insalvables en relación a la consecución de sus

deseos731: “Resulta extraño ver con qué especie de ardor febril persiguen

los americanos el bienestar, y cómo se sienten constantemente

atormentados por el temor vago de no seguir el camino más corto que

conduzca a él (...) Sobreviene por último la muerte, que le detiene antes

de que se haya cansado de esa infructuosa persecución de una felicidad

completa que siempre huye ante él”732. De acuerdo con el pensador

francés, la pasión por los goces materiales constituye “la fuente principal

de la secreta inquietud” que domina al individuo democrático, el cual

“siempre tiene prisa” y “mantiene su alma en una especie de agitación

incesante que le induce a cambiar continuamente de propósitos y de

lugar”, movido por su deseo por obtener nuevos objetos de consumo en

su búsqueda equivocada de la felicidad. A juicio de esta misma autora,

se trata de un “deseo desenfocado”, pues “la inquietud que anida en el

hombre democrático no es tanto una emoción renovadora como un

«movimiento continuo» alrededor de un deseo desenfocado, siempre

729 Ibid., p. 114. 730 Ibid., p. 42.731 Ibid., pp. 117-120.732 Ibid., pp. 117-118.

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298

cambiante y siempre insatisfecho”733; en opinión de esta misma autora,

“Tocqueville enfatiza la ansiedad que provoca esa preocupación

atormentada por el propio status hasta el punto de que la incesante

búsqueda del bienestar material se transforma en un deseo desenfocado

que corroe los perfiles de la dicha”734.

Por otra parte, resulta comprensible que se desanimen con facilidad hombres que buscan apasionadamente los placeres materiales, y que tanto los desean; pues siendo su objetivo gozar, es preciso que encuentren medios rápidos y fáciles, para que la dificultad de adquirir el goce no sobrepase al goce mismo. Por eso la mayoría de esas almas resultan aquí a la vez ardientes y tibias, violentas y débiles.735

Al tomar conciencia de la dificultad para alcanzar sus deseos y del

esfuerzo que implica tratar de cumplirlos, los individuos democráticos

tienden según Tocqueville a reducir sus ideales y a centrarse en el

disfrute de los placeres inmediatos y presentes: “Entre ellos y el vasto y

último objeto de sus deseos, ven una multitud de pequeñas barreras

intermedias que han de franquear con lentitud; esta perspectiva fatiga de

antemano su ambición y les desanima. Así pues, renuncian a esas

lejanas y dudosas esperanzas para buscar más cerca otros goces menos

elevados y más fáciles. La ley no limita su horizonte, pero ellos mismos

lo restringen”736. El resultado es la entronización de los goces materiales

y la aparente satisfacción en la mediocridad, con el consiguiente

menoscabo del ideal de excelencia, el cual implicaría, entre otras cosas,

la realización de un mayor esfuerzo. De acuerdo con la interpretación de

H. Béjar:

La igualdad como norma, como “deber ser” o como si pendiente de ser realizado se vive en tensión, en una inquietud fruto de la distancia entre las expectativas sociales creadas por la democracia y las posibilidades reales de cumplir esas expectativas. Dicha tensión anónima se resuelve limitando el deseo, lo que explicaría el hecho de que en América haya muchos hombres ambiciosos y ninguna gran ambición (...) La prudencia, la contención y la mediocridad serán

733 H. Béjar, “El uso de las pasiones en Alexis de Tocqueville”, Revista de Occidente, nº 108, Mayo 1990, p. 124.

734 H. Béjar, “Alexis de Tocqueville: La democracia como destino”, en F. Vallespín (Ed.), Historia de la teoría política III, Alianza, Madrid, 1995, p. 313.

735 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 119.736 Ibid., p. 209.

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elementos constitutivos del carácter americano y, por extensión, del hombre democrático.737

La presentización, el temor al esfuerzo y la instalación en la

mediocridad son de este modo otras tendencias inherentes al homo

democraticus, en consonancia con la figura del “hombre-masa” y del

“señorito satisfecho” que Ortega describe en La rebelión de las masas.

De acuerdo con Tocqueville, “una de las características distintivas de los

siglos democráticos es la inclinación y el agrado que experimentan los

hombres por el éxito fácil y el goce del presente. Esto se observa tanto

en las profesiones intelectuales como en las otras. La mayoría de los que

viven en tiempos de igualdad se mueven por una ambición a la vez viva y

maleable; quieren lograr de inmediato el éxito, pero evitan el esfuerzo”738.

De ahí que uno de los mayores peligros que conllevan las tendencias

negativas de la democracia sea a juicio del pensador francés –como

también para Ortega, Platón y Mill– la pérdida del ideal de excelencia:

Confieso que, por lo que respecta a las sociedades democráticas, temo mucho menos la audacia que la mediocridad de los deseos; lo que me parece más peligroso es que con las pequeñas ocupaciones incesantes de la vida privada, la ambición pierda su impulso y su grandeza; que las pasiones humanas se aplaquen y se rebajen a un tiempo, de suerte que cada día el paso del cuerpo social se haga más tranquilo y más vulgar.739

De acuerdo con Tocqueville, el individuo democrático tiende a vivir

únicamente en el presente, despreocupándose del porvenir. Además,

como el “hombre-masa” que describe Ortega, se caracteriza por no

respetar las leyes y los derechos y libertades individuales. Así afirma el

pensador francés que “otra inclinación muy natural en los pueblos

democráticos, y muy peligrosa, es la que les induce a despreciar los

derechos individuales y a no tenerlos casi en cuenta.”740

737 H. Béjar, “Alexis de Tocqueville: La democracia como destino”, en F. Vallespín (Ed.), Historia de la teoría política III, Alianza, Madrid, 1995, pp. 311-312.

738 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 21.739 Ibid., p. 210.740 Ibid., p. 273.

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300

En opinión de Tocqueville, otra tendencia negativa de la igualdad

de condiciones consiste en la “envidia democrática”. Con resonancias del

concepto de “resentimiento” de Nietzsche, Tocqueville señala que este

sentimiento de frustración acaba derivando en el rechazo a todo

individuo que sobresalga y en el odio generalizado a todo lo excelente,

puesto que les recuerda su propia mediocridad y la imposibilidad de

alcanzar la igualdad prometida. Los individuos democráticos se

esfuerzan así en conseguir por cualquier medio la igualdad en la

mediocridad, lo que implica una estrecha vigilancia para que nadie

sobresalga. La “envidia democrática” se encuentra también en íntima

conexión con el afán de vanidad y con la necesidad de adulación,

inherentes según Tocqueville a la igualdad y a la fragilidad de las

condiciones sociales características de la democracia741. De acuerdo con

H. Béjar, “la llamada envidia democrática es consecuencia natural de una

estructura social fundada en el deseo de ser absolutamente iguales

hasta el punto de que las diferencias visibles entre los individuos se

vuelven insoportables. La envidia democrática se manifiesta en ciertas

formas de arrogancia popular que va contra todo aquel que sobresale en

una actividad, especialmente contra aquellos cuyas actividades escapan

a la comprensión del pueblo (Giner, 1979, 88). Esta persecución de la

excelencia adopta en las democracias la forma de un antiintelectualismo

generalizado que va unido a la tiranía de la mayoría”742.

Otro rasgo fundamental del homo democraticus es su marcado

individualismo, que Tocqueville define como “un sentimiento reflexivo y

apacible que induce a cada ciudadano a aislarse de la masa de sus

semejantes y a mantenerse aparte con su familia y amigos; de suerte

que después de formar una pequeña sociedad para su uso particular,

abandona a sí misma a la grande”743. En opinión de este autor, “el

individualismo es propio de las democracias, y amenaza con

desarrollarse a medida que las condiciones se igualen”744. Así, en las

741 Ibid., p. 192.742 H. Béjar, “Alexis de Tocqueville: La democracia como destino”, en F.

Vallespín (Ed.), Historia de la teoría política III, Alianza, Madrid, 1995, p. 312. 743 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 89. 744 Id.

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301

sociedades democráticas los individuos tienden a replegarse sobre sus

intereses particulares y a preocuparse únicamente de su círculo íntimo,

formado por familiares y amigos, con el fin de disfrutar de la “libertad de

los modernos” de la que habla B. Constant745. “Cuando las condiciones

sociales son iguales –sostiene Tocqueville–, cada cual se aísla de buen

grado en sí mismo y olvida al resto”746. De acuerdo con Tocqueville, “la

democracia lleva a los hombres a no juntarse con sus semejantes”747,

puesto que “no ven sino opresores en aquellos que se han convertido en

sus iguales, cuyo destino no puede excitar su simpatía; han perdido de

vista a sus antiguos iguales y ya no los sienten unidos a su suerte por un

interés común; cada cual se retira por su lado y se reduce a no ocuparse

sino de sí mismo”748.

Entre las consecuencias del individualismo se encuentran la

atomización de la sociedad, la despolitización de la sociedad civil, el

aislamiento y la desmoralización de los individuos ante la falta de

proyectos comunes, la propia pasión por lo material y el peligro de

aparición del despotismo democrático. Según el pensador francés, “el

egoísmo seca la fuente de las virtudes; el individualismo, al principio,

sólo ciega las de las virtudes públicas; pero a la larga ataca y destruye

todas las otras, y acaba encerrándose en el egoísmo”749. Tocqueville

explica del siguiente modo el desinterés de los individuos por los asuntos

públicos, como consecuencia del individualismo democrático:

Los ciudadanos de los países democráticos, al no tener superiores ni inferiores ni asociados habituales y necesarios, se repliegan sobre sí mismos y se consideran aisladamente (...). Sólo haciendo un gran esfuerzo se apartan esos hombres de sus asuntos particulares para ocuparse de los comunes; su inclinación natural les induce a abandonar el cuidado de estos al Estado, que es el representante visible y permanente de los intereses colectivos. No sólo no se ocupan fácilmente de los negocios públicos, sino que, a menudo les falta tiempo para ello. En épocas democráticas la vida privada es tan activa,

745 Cf. B. Constant, “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1819), en Escritos Políticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, pp. 257-285.

746 IIbid., p. 218.747 Ibid., p. 91.748 Ibid., p. 91.749 Ibid., p. 89.

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tan agitada, tan llena de aspiraciones y trabajos, que a nadie le quedan apenas energías ni tiempo para la vida política.750

El modo de vida al que tiende el individuo democrático analizado

por Tocqueville no difiere en lo esencial del “hombre-masa” orteguiano,

ni tampoco de su resultado: la desmoralización, la inautenticidad, la falta

de proyectos morales con capacidad de ilusionar y mover a los

individuos, en términos de Ortega, o la melancolía y la desgana de vivir

en palabras de Tocqueville:

En los pueblos democráticos, los hombres pueden conseguir fácilmente una cierta igualdad; pero no la que desean. Ésta retrocede cotidianamente, aunque sin desaparecer de su vista, arrastrándoles en su persecución a medida que se van retirando. A cada instante creen atraparla, pero siempre escapa a sus esfuerzos. La tienen lo bastante cerca como para conocer sus encantos, pero no se aproximan lo suficiente como para gozarlos, y mueren sin haber saboreado plenamente sus dulzuras. Hay que atribuir a esas causas la singular melancolía que demuestran con frecuencia los habitantes de los países democráticos en medio de la abundancia, y esa desgana de vivir que a veces invade su existencia cómoda y tranquila.751

Tocqueville critica en este sentido el “materialismo honesto” que

anestesia a los individuos democráticos y les induce a replegarse en sus

intereses privados, produciendo su debilitamiento progresivo y la

desvitalización de la sociedad:

Entre los bienes materiales, los hay cuya posesión es inmoral, y la gente se cuida de abstenerse de ellos. Hay otros cuyo uso permiten la religión y la moral, y a ellos se entrega sin reserva el corazón, la imaginación y la vida, y se pierden de vista, en el esfuerzo por lograrlos, otros bienes más preciosos que constituyen la gloria y la grandeza de la especie humana. Lo que yo reprocho a la igualdad no es que arrastre a los hombres a la persecución de goces prohibidos, sino que los entregue enteramente a la búsqueda de los placeres permitidos.

Así, no resultaría difícil que se implantase en el mundo una especie de materialismo honesto que, sin corromper a las almas, las ablande, y acabe por debilitar, imperceptiblemente, todas sus fuerzas.752

750 Ibid., p. 247.751 Ibid., p. 120, cursivas mías.752 Ibid., pp. 115-116, cursivas mías.

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De acuerdo con H. Béjar, en el individuo democrático que describe

Tocqueville, “la apatía política y la cesión de la voluntad al universo

privado engendra un tipo humano débil, caracterizado por una mesura

«sin virtud ni coraje» y una «sensación bastarda que socava la

energía»”753. En opinión de esta autora, el universo democrático se

caracteriza por atemperar las pasiones en los dos sentidos utilizados por

Tocqueville, tanto en su acepción positiva como fuerza social generadora

de entusiasmo y dinamizadora de los proyectos colectivos, como en su

sentido negativo como pasión desordenada y violenta, anárquica y

perturbadora del ánimo: “No hay lugar para entusiasmos y arrebatos en

el reino de las clases medias. La democracia adormece las pasiones

fuertes (el entusiasmo, la solidaridad, la energía, la ambición) y acuna

las pasiones débiles (la moderación, el individualismo, la languidez, la

envidia)”754.

Posibles soluciones al “despotismo democrático”

Como sostiene J.S. Mill en su análisis sobre La democracia en

América de Tocqueville, “a lo que ahora tenemos que enfrentarnos es a

lo bueno y lo malo de la democracia, sea lo que sea; y para nosotros las

preguntas son cómo sacar el mejor partido de la democracia, y cuánto

tenga de bondad”755. Así pues, el análisis tocquevilliano sobre la

democracia estadounidense debe servirnos, de acuerdo con Mill, para

“aprender de Norteamérica: primero, qué proporción de bienestar

humano resulta compatible con cualquier forma de democracia; y,

seguidamente, cuáles son las buenas y las malas propiedades de la

democracia, y a través de qué medios pueden fortalecerse las primeras y

controlarse las últimas. No entra en nuestras posibilidades elegir entre

democracia y aristocracia; la necesidad y la Providencia lo han decidido

por nosotros. Pero la elección que todavía se nos pide que hagamos está

753 H. Béjar, “El uso de las pasiones en Alexis de Tocqueville”, Revista de Occidente, nº 108, Mayo 1990, p. 125.

754 Ibid., pp. 126-127.755 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad.

Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, p. 250.

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304

entre una democracia bien o mal regulada; y de ello depende el futuro

bienestar de la raza humana”756.

Tocqueville propone en este sentido una serie de medidas dirigidas

a evitar la evolución de la democracia hacia el despotismo, que van a

tratar de compensar las tendencias negativas presentes en la

democracia hacia la centralización del poder estatal, la omnipotencia de

la regla de la mayoría y de la opinión pública, la opresión sobre la

libertad individual, el individualismo, la despolitización de la vida civil, el

materialismo, etc. El pensador francés afirma que en los mismos males

de la democracia se encuentra su propio remedio757, de ahí que

proponga como soluciones fundamentales a la “tiranía de la mayoría” la

salvaguarda de la libertad individual, la libertad de prensa (libertad de

pensamiento y de expresión), la independencia del poder judicial y la

institución del jurado popular, así como la libertad de asociación, la

participación de los ciudadanos en la vida pública a través de todo tipo

de asociaciones, con el fin de frenar las tendencias a la centralización y

al individualismo, tratando de conciliar así la preocupación de los

individuos tanto en sus intereses privados como en el bien común, en

términos de B. Constant, compatibilizar la “libertad de los modernos” con

la “libertad de los antiguos”. Otras medidas propuestas por Tocqueville

para contrarrestar el individualismo serán la religión –puesto que, en su

opinión, al enfatizar los valores espirituales, puede ser útil para llevar a

los individuos más allá de su interés por el bienestar material–, así como

la “doctrina del interés bien entendido”, que el autor concibe como un mal

menor al individualismo y que consiste en educar a los individuos en la

idea de que su interés particular y el de la comunidad no son

incompatibles, sino que, por el contrario, se favorecen mutuamente758.

756 Ibid., 249-250. 757 En ese sentido sostiene: “Por lo que a mí respecta, lejos de reprochar a la

igualdad la rebeldía que inspira, la alabo principalmente por ella. La admiro porque deposita en el fondo del espíritu y del corazón de cada hombre esa noción oscura y esa tendencia instintiva de la independencia política, y prepara así el remedio al mal que ella misma origina. Este aspecto suyo es el que más me atrae” (A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 244, cursivas mías).

758 Ibid., pp. 107-110.

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305

Sin embargo, coincidiendo con Ortega, Platón y Mill, la educación

será para Tocqueville la principal vía para minimizar las tendencias

negativas de la democracia, enseñando a los individuos las virtudes de la

libertad, los placeres inmateriales, la búsqueda de la excelencia, la

participación en la vida pública, etc. La ilustración de los ciudadanos y el

desarrollo de sus capacidades más elevadas constituyen para el

pensador francés un elemento fundamental para maximizar los

beneficios de la democracia y atenuar sus inconvenientes, puesto que “la

concentración de poderes y la servidumbre individual crecerán por lo

tanto en las naciones democráticas, no sólo en proporción a la igualdad,

sino en razón de la ignorancia”759. En el mismo sentido sostiene este

autor que “el fin verdadero que los amigos de la Democracia deben tener

(...) [es] poner a la mayoría de sus ciudadanos en capacidad de gobernar

y hacerlos capaces de ser gobernados (...) Yo soy demócrata en tal

sentido. Llevar gradualmente a las sociedades modernas a tal punto me

parece el único medio de salvarlas de la barbarie y de la esclavitud”760.

En su reseña sobre La democracia en América de Tocqueville, J.S.

Mill sostiene que el punto central del problema y de la solución a la

“tiranía de la mayoría” se encuentra en la diferenciación entre

“representación” y “delegación”: los gobernantes son representantes de

los ciudadanos y no meros delegados de las decisiones previas de la

mayoría:

El interés del pueblo estriba en elegir como sus gobernantes a las personas más instruidas y capaces que se pueda encontrar y, tras haber hecho esto, permitirles ejercitar su saber y su habilidad en favor del bien del pueblo, libremente o con el menor control posible, en la medida en que sea el bien del pueblo, y no algún fin privado, la meta a la que se dirijan. Una democracia así administrada reuniría todas las buenas cualidades jamás poseídas por gobierno alguno. No sólo serían buenos sus fines, sino que se escogerían sus medios tan bien como lo permitiese la sabiduría de la época; y la omnipotencia de la mayoría sería ejercida por medio y a discreción de una minoría ilustrada, responsable en última instancia ante la mayoría.761

759 Ibid., p. 252. 760 A. de Tocqueville-J.S. Mill, Correspondencia, FCE, México D.F., 1985, pp.

35-36, cursivas mías. 761 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad.

Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, p. 277.

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306

De acuerdo con Mill, “la sustitución de la representación por la

delegación constituye por tanto el solo y único peligro de la

democracia”762. En una carta dirigida a Mill, Tocqueville reconoce que el

pensador inglés ha dado con “la gran cuestión”:

Estad cierto, mi querido Mill, que habéis tocado allí la gran cuestión, al menos tal es mi firme creencia. Se trata, para los amigos de la democracia, menos de hallar los medios de hacer gobernar al pueblo que de hacer elegir al pueblo los más capaces de gobernar y de darle sobre ellos un imperio suficientemente grande para que puedan dirigir el conjunto de su conducta y no el detalle de los actos ni los medios de ejecución. Tal es el problema. Estoy profundamente convencido de que de su solución depende la suerte futura de las naciones modernas.763

Como Ortega y Mill, Tocqueville también fue más allá del liberalismo

clásico, lo que en su caso le llevó a cuestionar las bondades del

capitalismo y la supuesta armonización de intereses a través de su libre

confrontación en el mercado, defendiendo en este sentido la necesaria

regulación del proceso por parte del Estado y una redistribución justa de

los beneficios entre los trabajadores. Como pone de relieve en su

Memoria del pauperismo (1835-1837) el capitalismo y su correspondiente

ideología liberal, abandonados a su libre funcionamiento en las

sociedades modernas, tienden a abrir cada vez más la brecha entre

propietarios y obreros industriales, generando un número creciente de

individuos excluidos del sistema:

No nos entreguemos, pues, a peligrosas ilusiones y miremos el porvenir de las sociedades modernas de manera serena y tranquila. No nos dejemos embriagar ante el espectáculo de su grandeza; no nos desanimemos al ver sus miserias. A medida que prosiga el actual movimiento de la civilización, se verá crecer los goces de la mayoría; la sociedad se volverá más perfeccionada y más sabia; la existencia será más cómoda, más apacible, más ornada y más larga; pero al mismo tiempo, sepamos preverlo, el número de los que necesitarán recurrir a la ayuda de sus semejantes para obtener una pequeña parte de todos esos bienes, el número de estos crecerá sin cesar. Se podrá ralentizar este doble movimiento; las peculiares circunstancias en las que se sitúen los diferentes pueblos precipitarán o suspenderán su curso; pero nadie podrá detenerlo. Apresurémonos, pues, a buscar los medios de atenuar los males inevitables que son ya fácilmente previsibles. 764

762 Ibid., p. 278. 763 A. de Tocqueville-J.S. Mill, Correspondencia, FCE, México D.F., 1985, p. 36. 764 A. de Tocqueville, Memoria sobre el pauperismo (1835-1837), Tecnos,

Madrid, 2003, p. 18.

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307

Tocqueville señala la necesidad de planificar y aplicar medidas

preventivas contra estos excesos del capitalismo que sirvan de

protección a la clase trabajadora. Conocedor de las ideas de los

primeros teóricos del socialismo, Owen, Saint-Simon, Fourier765, con el

fin de ofrecer una solución al problema de la pobreza en las sociedades

modernas, Tocqueville propone tres tipos de desarrollo asociativo para

los obreros industriales: las asociaciones de producción industrial o

cooperativas obreras, las asociaciones financieras bajo la forma de cajas

de ahorros –que permite al obrero ahorrar y poder adquirir una propiedad

independiente–, así como las asociaciones de beneficencia y ayuda

mutua dirigidas a la asistencia social.766

765 Cf. J.M. Ros: “Estudio preliminar: Tocqueville y la cuestión del pauperismo”, en A. de Tocqueville, Op. Cit., p. XXVII y p. 55.

766 A. de Tocqueville, Memoria sobre el pauperismo (1835-1837), Tecnos, Madrid, 2003, p. 53ss.

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308

Conclusiones

El análisis de Tocqueville sobre la democracia se dirige

principalmente a prever los posibles peligros y las tendencias

perjudiciales de esta forma de gobierno, a evitar su evolución hacia

modernas formas de despotismo como la “tiranía de la mayoría” y a

obtener sus máximos beneficios al tiempo que minimizar sus potenciales

efectos negativos. El objetivo es, como en el caso de Ortega, tratar de

conciliar los distintos principios que deben coexistir equilibradamente en

el núcleo normativo democrático (igualdad, libertad, excelencia,

participación, tolerancia, solidaridad, etc.), con el fin de construir la mejor

democracia posible, dentro de las condiciones concretas de cada

sociedad. De esta manera esboza Tocqueville su ideal de democracia:

Concibo entonces una sociedad en la que todos, mirando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo; en la que, al considerarse la autoridad del gobierno como cosa necesaria y no como divina, el respeto que se otorgue al jefe del Estado no constituya una pasión, sino un sentimiento razonado y tranquilo. Gozando cada uno de sus derechos y seguro de conservarlos, se establecería entre todas las clases una confianza y una especie de condescendencia recíproca tan distante del orgullo como de la bajeza.

Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprendería que para aprovechar los bienes de la sociedad hay que someterse a sus cargas. La asociación libre de ciudadanos vendría a reemplazar entonces al poder individual de los nobles y el Estado se hallaría al abrigo de la tiranía y de la licencia.

A falta del entusiasmo y el ardor de las creencias, la ilustración y la experiencia obtendrán más de una vez grandes sacrificios de los ciudadanos. Siendo cada hombre igual de débil, sentirá igual necesidad de sus semejantes, y sabiendo que sólo puede lograr el apoyo de estos a condición de prestar el suyo propio, no tardará en descubrir que su interés particular se confunde con el interés general. (...)

Si todo no fuera bueno y útil en un orden de cosas semejante, al menos la sociedad se habría apropiado de cuanto de útil y bueno presenta, y los hombres, al renunciar para siempre a las ventajas sociales de la aristocracia, habrían tomado de la democracia todos los beneficios que ésta puede ofrecerles.767

De acuerdo con Tocqueville, la democracia se perfila así como el

único régimen político deseable y el único que puede salvar a las

sociedades del despotismo, si bien ha de evitar para su propia

supervivencia la extensión ilimitada de alguno de sus principios:

767 A. de Tocqueville, La democracia en América I, pp. 15-16.

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309

(...) creo que si no se consigue introducir poco a poco y fundar, en fin, entre nosotros, instituciones democráticas, y si se renuncia a dar a todos los ciudadanos ideas y sentimientos que primeramente les preparen para la libertad y luego les permitan su uso, no habrá independencia para nadie, ni para el burgués, ni para el noble, ni para el pobre, ni para el rico, sino una tiranía igual para todos; y preveo que si no se consigue con el tiempo establecer entre nosotros el imperio pacífico de la mayoría, tarde o temprano llegaremos al poder ilimitado de uno solo.768

Como se ha señalado anteriormente, existen importantes

paralelismos entre el “hombre-masa” que describe Ortega y el arquetipo

de individuo democrático que analiza Tocqueville: presentización,

individualismo, rechazo del ideal de excelencia, materialismo,

mediocridad moral, falta de respeto a las leyes, temor al esfuerzo, etc.

Sin embargo, como en el caso de Platón, en su descripción de este tipo

de individuo el pensador francés enfatiza las tendencias negativas, y de

ahí su semejanza con el “hombre-masa”, el arquetipo de individuo que

para Ortega se corresponde con una democracia ya degradada –la

“hiperdemocracia” o “democracia morbosa”; de igual modo, el individuo

democrático analizado por Tocqueville se corresponde con el tipo

humano producto de la “tiranía de la mayoría”.

La conceptualización toquevilliana del individuo democrático –de

modo similar al “hombre-masa” orteguiano– está esencialmente motivada

por el propósito del pensador francés en clarificar y prever el tipo de

sociedad e individuo preponderantes a los que puede dar lugar la

democracia en el caso de evolucionar siguiendo sus tendencias más

negativas. Esta insistencia en las posibles consecuencias perversas de

la democracia lleva en ocasiones al pensador francés –especialmente en

la segunda parte de La democracia en América– a enfatizar

excesivamente las consecuencias perjudiciales de la democracia –e

incluso a idealizar el pasado aristocrático anterior a la Revolución

Francesa. Sin embargo, este énfasis en los “males de la democracia” se

hace más comprensible, como sucede también en el caso de Ortega, si

tenemos en cuenta la importancia esencial que tenía para Tocqueville

llamar la atención de sus contemporáneos sobre determinados

768 Ibid., p. 299-300.

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310

problemas de la democracia y de la sociedad francesa y europea del

momento, los cuales reclamaban urgentemente una solución. En

realidad, el propio Tocqueville admite que su análisis no constituye un

cuadro perfectamente acabado de la democracia y del individuo

democrático, sino únicamente un esbozo de lo que puede llegar a ser el

futuro de las sociedades europeas –sea éste “la servidumbre o la

libertad–, el cual es siempre incierto, puesto que, en última instancia,

depende de la propia capacidad de acción humana. Con estas palabras

finaliza Tocqueville La democracia en América:

(...) la Providencia no creó al género humano ni enteramente independiente ni enteramente esclavo. Cierto que alrededor de cada hombre traza un círculo fatal del que no puede salir; pero dentro de sus vastos límites el hombre es poderoso y libre, y lo mismo puede decirse de los pueblos.

Las naciones de nuestros días no pueden impedir la igualdad de condiciones en su seno; pero de ellas depende que la igualdad las lleve a la servidumbre o a la libertad, a la civilización o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria.769

769 A. de Tocqueville, La democracia en América II, p. 280, cursivas mías.

Page 311: DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

311

3.3. JOHN STUART MILL

El propósito de este apartado es analizar el modelo democrático

propuesto por John Stuart Mill (Londres, 1806-1873), atendiendo

especialmente a los límites entre los cuales debe enmarcarse la

democracia según este autor, así como a su conexión con la filosofía

moral y la concepción del ser humano, las cuales se encuentran –como

también en el caso de Ortega– en la base de su filosofía política.

Modelo de democracia

En su modelo de democracia, Stuart Mill tratará de combinar el

principio democrático con el principio de utilidad (“la mayor felicidad del

mayor número”) y con los diversos principios secundarios que se

encuentran implicados (principio de libertad, de igualdad, de

participación, de excelencia, de diferencia o diversidad, etc), cuya

coexistencia va a generar, como también ocurre en Ortega, una peculiar

tensión en su pensamiento sobre la democracia.

Mill considera que la democracia constituye la forma de gobierno

ideal frente a todas las demás alternativas posibles, puesto que se trata

del régimen político que mejor cumple los dos fines característicos del

buen gobierno: por una parte, la gestión pública eficaz y, por otra, el

progreso individual y social770. De acuerdo con Mill, la democracia

constituye el modo más eficaz de administrar los asuntos públicos,

puesto que son siempre los propios interesados los que mejor van a

defender sus intereses. Así, dado que la función del gobierno consiste en

ocuparse de los intereses conjuntos de la sociedad, es por lo tanto la

propia sociedad la que se debe encargar activamente en realizar ese

770 J.S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 35. Mill defiende una democracia representativa, puesto que consideraba que una democracia directa a través de asambleas abiertas como la de la polis de la antigua Grecia era incompatible con las condiciones de tamaño y complejidad crecientes de las sociedades modernas.

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312

cometido. A este respecto, considera Mill que los derechos e intereses

de todas y cada una de las personas sólo pueden evitar ser desatendidos

cuando las personas a que atañen se encargan de su dirección y

defensa.

Por esta misma razón, Mill rechaza la existencia de un gobierno

despótico, aun en el caso de que éste estuviese a cargo de un déspota

benévolo, dotado de capacidades extraordinarias, pues éste nunca

administraría mejor los asuntos públicos que los propios interesados,

esto es, todos los ciudadanos. Además, bajo un gobierno despótico, los

individuos no tendrían la posibilidad de desarrollar sus facultades de

participación, atención al bien público, espíritu crítico, etc, por lo que el

gobierno no cumpliría satisfactoriamente la segunda función que según

Mill debe cumplir un buen gobierno, esto es, favorecer el progreso

humano, entendido en el sentido de mejorar a los individuos, mejorando

el desarrollo de sus capacidades morales, intelectuales y activas771. Mill

se pregunta por el tipo de ser humano que tendería a producir el

gobierno de un “buen déspota”, concluyendo que la inteligencia se

resentiría de este régimen y las capacidades morales humanas serían

igualmente atrofiadas, a la vez que los sentimientos se verían limitados y

empequeñecidos en la misma proporción772.

La democracia es para Mill el sistema político que favorece en

mayor medida el progreso humano, al fomentar mediante la participación

política de los ciudadanos el desarrollo armonioso de sus diversas

facultades, en consonancia con el principio de libertad y la necesidad del

libre desarrollo de la individualidad, que Mill defiende intensamente en el

ensayo que escribió con su compañera Harriet Taylor titulado Sobre la

771 De acuerdo con C. Mellizo, “la mejora de la humanidad fue para Mill, sin falsificaciones de ninguna clase, su más genuina preocupación. Una mejora que, tal y como él la entendió, está referida a fines extraordinariamente inteligibles y concretos: la abolición del privilegio y del abuso; la lucha contra la barbarie elitista, y también contra la barbarie popular; el reconocimiento de las dignidades básicas de los seres humanos, hombres y mujeres por igual; el universal derecho al sufragio; la abolición de la esclavitud y del racismo; la supresión del castigo corporal; el derecho al trabajo; el respeto a la legítima voluntad de independiencia de los pueblos frente al centralismo colonialista; la extirpación del prejuicio” (“Prólogo” a J.S. Mill: Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, p. 21).

772 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 32.

Page 313: DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

313

libertad (1859)773, en donde considera que el autodesarrollo constituye,

en coherencia con el principio de Utilidad o “la mayor felicidad del mayor

número”, “uno de los principales elementos de la felicidad humana, y el

más importante sin duda, del progreso individual y social”774. Como

afirma el pensador inglés en Del gobierno representativo (1861) en

relación al segundo objetivo mencionado del buen gobierno, “la

prosperidad general se eleva y difunde tanto más cuanto más variadas e

intensas son las facultades consagradas a su desenvolvimiento”775

(principio de diversidad). De ahí el papel central que debe jugar la

educación de los ciudadanos en el sistema de organización política, en

continuidad con el proyecto ilustrado de reforma social, a través de la

educación en la autonomía y emancipación de los individuos.

Al igual que en Ortega, en el modelo de democracia propuesto por

Mill ocupan un lugar preferente la participación de todos los ciudadanos

en la vida pública y el desarrollo de sus diversas capacidades,

especialmente las más elevadas. En este sentido, Mill constituye también

un referente destacado en la construcción de modelos democrático-

participativos y de desarrollo, que cuentan también con otro importante

precedente en Rousseau776. Estos modelos conciben la democracia como

una forma de vida, que posibilita el desarrollo integral y armónico de los

individuos y la educación de una ciudadanía activa y responsable y, en

última instancia, un componente necesario dentro del proceso de llegar a

773 Aunque la obra se halla editada únicamente bajo autoría de J.S. Mill, este autor reconoce en diversos lugares la autoría conjunta con Harriet Taylor: veánse, por ejemplo, J.S. Mill: Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, p. 238 y su “Dedicatoria” a Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 56.

774 J. S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 128. 775 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 35. 776 Si bien Rousseau excluía a las mujeres de las virtudes democráticas, por

considerar que no están suficientemente dotadas para ellas, como queda patente en su obra Emilio o De la educación, defendiendo su confinamiento en el espacio doméstico y considerando que sus actividades “propias” son el cuidado (de la casa, el marido y la prole) y el adorno, preconizando así la moral característica de la sociedad burguesa. Por el contrario, J.S. Mill y Harriet Taylor fueron en este sentido plenamente coherentes con sus ideas democráticas, convirtiéndose en pioneros de la defensa de los derechos de la mujer y de la igualdad entre mujeres y varones, como pusieron claramente de manifiesto en su obra conjunta La esclavitud de la mujer, en la que critican duramente las relaciones de dominación-subordinación existentes entre hombres y mujeres, por considerar que se oponen directamente al desarrollo del individuo como un ser libre y autónomo y, en última instancia, a la felicidad y dignidad humanas.

Page 314: DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

314

ser plenamente humanos –y evitar así su opuesto, esto es, la

deshumanización.

Pero si para Mill no hay ninguna duda acerca de que el sistema

democrático constituye el tipo de gobierno ideal, considera sin embargo

que su adecuación depende de las circunstancias concretas de cada

sociedad, como también señalan Ortega y Tocqueville en relación a las

condiciones de posibilidad que ofrece cada contexto histórico. En este

sentido, para que la democracia sea establecida con éxito y puedan

aprovecharse todos sus potenciales beneficios, es preciso según este

autor que el pueblo que vaya a adoptar este régimen político cumpla una

serie de requisitos o condiciones necesarias, sin las cuales el gobierno

representativo no sería el más adecuado. Entre estas condiciones, Mill

apunta en primer lugar la necesidad de que el pueblo muestre su

aceptación a esta forma de gobierno y se comprometa activamente en su

preservación, lo que implica la necesidad de asumir, además de los

derechos que lleva consigo la democracia, también una serie de

obligaciones y deberes que requiere la tarea de mantener viva tal forma

de gobierno; es decir, el pueblo ha de poseer la voluntad política

suficiente que le lleve a comprometerse activamente en la creación y

mantenimiento de la vida democrática. Así pues, la participación activa

de los ciudadanos constituye un elemento fundamental en el modelo

milliano de democracia, al igual que en el de Ortega y Tocqueville. Mill

coincide además con Ortega en que la democracia conlleva derechos y

deberes para los ciudadanos, siendo ambos necesarios para la

preservación y perfeccionamiento del sistema democrático.

Una segunda condición necesaria para que sea adecuado el

gobierno democrático se refiere a que los ciudadanos tienen que tener

suficientemente desarrolladas una serie de cualidades y virtudes, tales

como la capacidad de trabajo, la integridad, la justicia y la prudencia, así

como la actividad mental, el espíritu de empresa, la valentía y la

Page 315: DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

315

capacidad de originalidad o invención777. En caso de que la sociedad en

cuestión no cumpla estas condiciones necesarias, Mill estima que el

sistema democrático no es el tipo de gobierno adecuado a ese grado

“primitivo” de civilización. El pensador inglés llega incluso a justificar en

esas circunstancias la pertinencia de un gobierno temporal de tipo

autoritario o despótico, aunque sólo en el caso de que éste sea

transitorio y de que su fin sea precisamente el de contribuir a alcanzar

con mayor rapidez el grado de civilización requerido para adoptar el

sistema de gobierno democrático. Esta idea está en consonancia con el

principio evolucionista que asume Mill, con gran vigencia por otra parte

en el contexto intelectual de su época.

Entre la participación y la excelencia

En su modelo de democracia, Mill se encuentra con el mismo

problema que Ortega al intentar conciliar dos principios aparentemente

enfrentados entre sí, el principio participativo y el principio de excelencia

o aristocrático778 –en el sentido etimológico empleado por Ortega. El

principio participativo apunta a la necesidad de participación de todos los

ciudadanos en la vida pública, puesto que, como vimos anteriormente,

éste es para Mill el modo más eficaz de gestionar los asuntos públicos,

además de favorecer el desarrollo de capacidades humanas tales como

el interés de los ciudadanos por el bien común. Por ello afirma Mill que

“el único gobierno que satisface por completo todas las exigencias del

estado social es aquel en el que tiene participación el pueblo entero”779,

de tal forma que “el ideal de la mejor forma de gobierno es la que inviste

de soberanía a la masa reunida de la comunidad, teniendo cada

ciudadano no sólo voz en el ejercicio del poder, sino, de tiempo en

tiempo, intervención real por el desempeño de alguna función local o

777 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 16-17. Esta segunda condición está en relación directa con lo que actualmente se entiende mediante el concepto de “cultura política”.

778 Cf. Dennis F. Thompson, John Stuart Mill and Representative Government,Princenton University Press, New Jersey, 1976.

779 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 43.

Page 316: DPTO. DE LÓGICA Y FILOSOFÍA MORAL

316

general”780. La participación ciudadana en la vida política constituye por

tanto una condición necesaria no sólo para la protección de los derechos

individuales, sino también para el autodesarrollo de los individuos y su

educación en el interés por el bien común. Mill reconoce la influencia que

tuvo en este punto su lectura de La democracia en América de

Tocqueville, donde a través del ejemplo de la democracia

estadounidense descubre la importancia de la participación pública de

los ciudadanos mediante todo tipo de prácticas asociativas, no sólo para

la buena salud de la democracia, sino también para evitar nuevas formas

de despotismo como la “tiranía de la mayoría”, que más adelante será

objeto de análisis:

Un asunto marginal del que también saqué gran beneficio estudiando a Tocqueville, fue la fundamental cuestión del Centralismo. El poderoso análisis filosófico al que Tocqueville sometió los experimentos americano y francés, le llevó a dar la máxima importancia a todas aquellas cosas de orden público que el pueblo mismo puede realizar por sí, sin intervención alguna del gobierno ejecutivo, y sin que éste suplante su actuación o dicte el modo de ejercerla. Él consideraba estas actividades político-prácticas de los ciudadanos particulares como algo que no sólo constituía uno de los medios más eficaces para educar los sentimientos sociales y la inteligencia práctica del pueblo, tan importantes en sí mismos y tan indispensables para el buen gobierno, sino también como remedio específico contra algunas de las enfermedades propias de la Democracia y como necesaria protección contra los peligros que pueden hacer que degenere en el único tipo de despotismo que en el mundo moderno constituye una real amenaza: el gobierno absoluto del jefe del poder ejecutivo sobre una congregación de individuos aislados, todos iguales, pero todos igualmente esclavos.781

De modo similar a Ortega, Mill señala que este principio

democrático de participación debe conjugarse con otro principio, el de

preparación o excelencia, en el sentido de procurar “que la participación

en todo sea tan grande como lo permita el grado de cultura de la

comunidad”782. De este modo, ambos principios, el de participación y el

de excelencia, se limitan mutuamente, como en el modelo orteguiano de

democracia. A este respecto, D. Held considera que “Mill valoraba tanto

la democracia como el gobierno especializado, y creía firmemente que

uno era condición del otro: ninguno podía alcanzarse

780 Ibid., pp. 34-35, cursivas mías. 781 Ibid., p. 43, cursivas mías. 782 Id.

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317

independientemente. Lograr el equilibrio entre ellos era, pensaba, una de

las cuestiones más difíciles, complicadas y centrales «del arte de

gobernar»”783.

Así pues, a través del principio aristocrático y de modo semejante a

Ortega, Mill intenta garantizar que sean los individuos más preparados –

los mejores o áristoi de acuerdo con la terminología griega– los que

tengan mayor poder e influencia social, con el fin de que las tareas más

complejas o especialmente relevantes y de las que depende

directamente el progreso social, sean llevadas a cabo de la mejor

manera posible. El objetivo a conseguir es, en palabras de Mill, “la

combinación de un completo control popular en los asuntos públicos, con

la mayor perfección posible surgida de una agencia gubernamental bien

preparada”784. De este modo, el ideal milliano es que todos participen en

algún grado en la vida pública, pero que sean los más preparados los

que tengan mayor grado de participación –y, por tanto, mayor

responsabilidad.

De este modo, el modelo democrático que presenta Mill supone un

constante esfuerzo por lograr un equilibrio entre estos dos principios, el

de participación y el de competencia, en apariencia antagónicos,

impidiendo que cualquier exceso en uno de los dos sentidos lleve a que

un principio anule al otro. Como vimos también en el caso de Ortega,

este esfuerzo por conjugar ambos principios se puede traducir, en

términos de la ética griega clásica, en la necesidad de evitar la hýbris

(exceso, desmesura), a través de la actividad de la sophrosýne

(moderación, templanza, mesura), cualidad que se contrapone a todos

los excesos. En este sentido, esta búsqueda tanto de Mill como de

Ortega por alcanzar un equilibrio adecuado entre los distintos principios,

intentando evitar así cualquier extralimitación o exceso, recuerda como

ya se comentó anteriormente a la teoría de la vía media aristotélica, con

larga tradición en el mundo griego, que considera que la virtud o areté se

encuentra en el punto medio entre dos extremos, el exceso y el defecto,

783 D. Held, Modelos de democracia, Alianza Editorial, Madrid, 2001, p. 132, cursivas mías.

784 J. S. Mill, Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, p. 250.

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318

gracias a la virtud de la phrónesis (prudencia, razón práctica,

deliberación racional para la elección); y que tal posición media se

determina no en función del objeto, sino de nosotros mismos, esto es,

como también señalan Mill y Ortega, en función de las circunstancias

concretas de aplicación785. En este mismo sentido y refiriéndose a los

partidos e ideologías políticas antagónicas, Mill sostiene que:

(...) cada uno de estos dos modos de pensar deriva su utilidad de las deficiencias del otro; pero es, en gran medida, esta oposición la que mantiene a cada uno dentro de los límites de la razón y la prudencia. A menos que las opiniones favorables a la democracia y a la aristocracia, a la propiedad y a la igualdad, a la cooperación y a la competencia, al lujo y a la abstinencia, a la sociedad y a la individualidad, a la libertad y a la disciplina, y a todos los demás antagonismos de la vida práctica, sean expresadas con igual libertad y energía, no hay posibilidad ninguna de que los dos elementos obtengan lo que les es debido; un platillo de la balanza subirá y otro bajará. La verdad, en los grandes intereses prácticos de la vida, es tanto una cuestión de conciliar y combinar contrarios, que muy pocos tienen la inteligencia suficientemente capaz e imparcial para hacer un ajuste aproximadamente correcto, y tiene que ser conseguido por el duro procedimiento de una lucha entre combatientes peleando bajo banderas hostiles.786

Esta concepción milliana sobre la verdad como “una cuestión de

conciliar y combinar contrarios” o como “un equilibrio entre dos sistemas

de razones contradictorias”, recuerda a la concepción de Heráclito de la

arché (principio último y eterno del cosmos, del que todo procede y del

que todo se descompone) como pares de contrarios en constante

oposición entre sí, así como también con la lógica dialéctica de Hegel y

su concepción secuencial de tesis, antítesis de contrarios y finalmente

síntesis o reconciliación de opuestos que supera la anterior negación. De

modo semejante, en opinión de Ortega “todo auténtico problema consiste

en una contradicción. La mente se encuentra con dos ideas antagónicas,

785 Sostiene Aristóteles que “si consideramos de qué clase es la naturaleza de la virtud: en efecto, en todo lo que es continuo y divisible es posible tomar una parte mayor, una menor y una igual; y ello ya sea con respecto al propio objeto o en relación con nosotros; y la parte igual es un término medio del exceso y del defecto. Llamo “término medio del objeto” al que está a la misma distancia de cada uno de los extremos, cosa que es una y la misma para todo; y “con respecto a nosotros”, aquello que no tiene exceso ni defecto: esto en cambio no es único ni lo mismo en todo (...) Bien, de esta manera, todo experto rehúye el exceso y el defecto y en cambio busca el término medio y lo elige –pero el término medio no del objeto, sino el relativo a nosotros–”( Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza, Madrid, 2001, 1106a-1106b, p. 84, cursivas mías).

786 J. S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 116, cursivas mías.

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319

mutuamente hostiles, que se muerden como fieras. La solución equivale

a una domesticación de esas fieras, a convencerlas de que son

incompatibles tan sólo en apariencia, pero que, en verdad, son

inseparables”787. De este modo, también para Ortega la fricción y

reconciliación entre pares de contrarios constituye una dimensión

fundamental de la vida y de la política; en este sentido sostiene que

“toda forma de vida ha menester su antagonista”788 y que “las situaciones

políticas, como los estados meteorológicos, se nutren de los elementos

más heterogéneos y consisten precisamente en esa misteriosa fusión de

los disparejo. La influencia nos llega de la suma y no de cada

ingrediente”789. Por ello para Ortega “un pueblo es la unión de elementos

antagónicos a quienes sólo puede mantener juntos una tarea común, la

colaboración en un ideal”790. Ortega coincide además con Mill en resaltar

la necesidad de heterodoxia en la sociedad, en íntima conexión con la

libertad de pensamiento, el derecho a la diferencia, el pluralismo y la

capacidad de creación y transformación social. A este respecto sostiene

Ortega que “en Francia, como en Inglaterra, como en Alemania, se ha

constituido desde siempre una doble tradición que ejercita al través de

los siglos su fértil antagonismo. La tradición espiritual española es, en

cambio, unilateral. No tenemos ni hemos tenido heterodoxia consolidada

como fuerza histórica. La oposición, la heterodoxia, no ha logrado formar

más que una lista de outsiders”791, en lugar de convertirse en un

elemento normal de la dinámica social. Sin embargo, Ortega también

señala la necesidad de elementos mediadores entre las distintas fuerzas

opuestas o pares de contrarios; se trata para este autor de “los

elementos que en todo país moderno actúan agrupados en organismos

intermedios, moderadores, elementos que sirven de agentes de enlace

entre los radicalismos de un lado y las reacciones conservadoras del

otro”792. Mill defiende de modo similar a Ortega la necesidad de

heterodoxia en la sociedad, con el fin de poder llegar a ver las distintas

partes de la verdad que se hallan en aparente contradicción; se trata, en

787 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 241. 788 “En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 310. 789 “Los cazadores de pluma” (1918), X, 433. 790 “Fabricantes de rencor” (1918), X, 411. 791 “El sentido del cambio político español” (1931), XI, 317. 792 “Ni revolución ni represión” (1919), X, 522.

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320

definitiva, de la reivindicación de la libertad de pensamiento, condición

necesaria en opinión de ambos pensadores para el progreso y

perfeccionamiento social:

Entre nosotros las opiniones heréticas (...) nunca resplandecen con fuerza, sino que continúan encerradas en el estrecho círculo de pensadores y estudiosos en que nacieron, sin iluminar nunca los problemas generales de la humanidad con un destello, sea verdadero o falso. Y así se sostiene un estado de cosas muy satisfactorio para algunos espíritus, porque mantiene todas las opiniones prevalecientes en una aparente calma, sin el enojoso procedimiento de la multa o la prisión (...) Un plan muy a propósito para conservar la paz en el mundo intelectual, dejando que las cosas vayan sucediendo poco más o menos como antes. Pero el precio que se paga por esta especie de pacificación intelectual es el completo sacrificio de todo el ímpetu moral del espíritu humano.(...) El mayor perjuicio se irroga a quienes sin ser herejes ven todo su desenvolvimiento moral entorpecido, y su razón intimidada por el temor a la herejía. ¿Quién puede computar lo que el mundo pierde en la multitud de inteligencias prometedoras, unidas a caracteres tímidos, las cuales no osan seguir caminos mentales, audaces, vigorosos e independientes, por temor a caer en algo que pudiera ser considerado irreligioso o inmoral? (...) Nadie puede ser un gran pensador sin reconocer que su primer deber como tal consiste en seguir a su inteligencia cualesquiera que sean las conclusiones a que se vea conducido. La verdad gana más por los errores del hombre que con el estudio y la preparación debidos, piensa por su cuenta, que con las opiniones verdaderas de quien sólo las mantiene por no tomarse la molestia de pensar. No es que la libertad de pensar sólo sea necesaria para la formación de grandes pensadores. Al contrario, es tanto o más indispensable para que el promedio de los hombres pueda alcanzar el nivel intelectual de que sea capaz. Pueden haber existido y pueden volver a existir grandes pensadores en una atmósfera de esclavitud mental. Pero nunca se ha dado, ni se dará en esta atmósfera, un pueblo intelectualmente activo. Cuando en un pueblo se ha manifestado temporalmente este carácter ha sido debido a que durante un cierto tiempo quedó en suspenso el temor a la especulación heterodoxa. Cuando existe una convención tácita para que los principios no sean discutidos; cuando la discusión de las más grandes cuestiones que pueden preocupar a la humanidad se considera terminada, no puede abrigarse la esperanza de encontrar ese general y alto nivel de actividad mental que tan notables ha hecho a algunas épocas de la historia.793

Esta preocupación por alcanzar un punto medio entre los distintos

principios democráticos –la necesidad de que cada uno “obtenga lo que

le es debido” o, en palabras de Ortega, “dar a cada uno su parte de

razón”–, produce tanto en la teoría democrática de Mill como en la de

Ortega continuas tensiones que ambos autores tratan de salvar teniendo

siempre en cuenta el contexto real de aplicación, todo lo cual aporta en

793 J.S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, pp. 97-99.

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321

mi opinión gran riqueza y profundidad a su pensamiento sobre estas

cuestiones. En el modelo democrático de Mill, ambos principios,

participativo y aristocrático, se encuentran obligados a convivir, pues de

su combinación adecuada depende que se cumplan los fines últimos del

progreso y el bienestar individual y general. De esta manera, Mill es

coherente con la necesidad de acudir al primer principio o Principio de

Utilidad cuando varios principios secundarios, en este caso el principio

de participación y el de competencia, entran en conflicto.

El filósofo inglés intentará conciliar finalmente ambas demandas a

través de una distinción de funciones, de tal modo que el poder de

legislar, de crear y redactar las leyes –de acuerdo con el principio

aristocrático– debe residir en una comisión de expertos o grupo de

individuos especialmente preparados para esa tarea, al tiempo que el

resto de la ciudadanía ejercerá su participación en la vida pública

desempeñando la función de controlar y criticar las acciones del gobierno

en foros públicos de debate –en consonancia con el principio

participativo–. De este modo, se trata de:

(...) la distinción entre la función de hacer leyes, para la cual una numerosa asamblea popular es totalmente inadecuada, y la de lograr que se hagan buenas leyes (...). A eso añado la necesidad de establecer una Comisión Legislativa, como elemento permanente de la Constitución de un país libre, que esté formada por un número reducido de expertos con altos conocimientos de política, cuya tarea sería la de confeccionar las leyes que el Parlamento haya decidido que deben hacerse. La cuestión que aquí se plantea respecto a la más importante de todas las funciones públicas, que es la de legislar, es un caso particular del gran problema que lleva consigo la organización política moderna (...).794

Otra coincidencia importante entre Ortega y Mill reside en que

también el pensador inglés trató de aunar los ideales liberales y

socialistas, las demandas de la libertad, la igualdad y la justicia social, a

través de lo que algunos autores han denominado un “liberalismo

socialista”, un “liberalismo humanitario” o “liberalismo igualitarista” o,

como Mill mismo se autocalificó, un socialismo cualificado, postura muy

cercana, como también la de Ortega, a los planteamientos

794 J. S. Mill, Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, pp. 249-250.

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socialdemócratas que triunfaron especialmente después de la segunda

guerra mundial795. Como sostiene E. Guisán, “la tensión entre la libertad

de los individuos y el bienestar del colectivo social es uno de los puntos

de fricción constante en la obra de Mill, que le llevan en su biografía

intelectual del liberalismo al socialismo”796. L. Pellicani sostiene que Mill

es el gran teórico del encuentro entre el principio liberal del

individualismo y el principio socialista de la justicia distributiva, y

considera que la posición de Mill se encuentra muy cercana a la de

Ortega797. Desde el punto de vista de Pellicani, Mill se habría sentido

identificado con la propuesta orteguiana de proceder hacia el socialismo

con la libertad, a través de la democracia798.

El pensador inglés matizó de manera importante el liberalismo

clásico precedente, abogando por un Estado en cierto grado

intervencionista, con el objetivo de socializar la riqueza, proponiendo

medidas concretas para su redistribución a lo largo de las distintas capas

sociales, con el fin de que todos los individuos contasen con recursos y

oportunidades similares para desarrollar su libertad, y por tanto su

felicidad y la de los demás. Como Mill afirma en su Autobiografía (1873),

795 Cf. D. Negro Pavón, “Introducción” a J.S. Mill, Capítulos sobre el socialismo y otros escritos, Aguilar, Madrid, 1979, p. XLV; D. Held, Modelos de democracia,Alianza Editorial, Madrid, 2001, p. 141; L. Pellicani: “Il liberalismo socialista di John Stuart Mill”, en Mondoperaio, nº 12, 1990.

796 E. Guisán, “John Stuart Mill: Un hombre para la libertad”, Ágora, nº 6, 1988, p. 171.

797 “Mill è stato il primo, grande teorico dell´incontro fra il principio liberale dell´individualismo e il principio socialista della giustizia distributiva. Da questo incontro è nata la moderna democrazia di massa, costruita attraverso l´allargamento del perimetro borghese dello Stato costituzionale e basata sull´universalizzazione dei diritti di cittadinanza. Probabilmente egli si sarebbe riconosciuto nella formula orteghiana: procedere verso il socialismo con tutta la libertà attraverso tutta la democrazia” (L. Pellicani, “Il liberalismo socialista di John Stuart Mill”, en Mondoperaio, nº 12, 1990).

798 “La filosofia politica milliana, in efetti, pur non concedendo nulla alla retorica populista e ancor meno, se possibile, al «pazzesco» disegno marxengelsiano di estirpare le radici dello sfruttamento e dei privilegi di classe concentrando tutti i mezzi di produzione nelle mani dello Stato, ha anticipato nelle sue linee generali la strategia riformatrice adottata dai partiti socialdemocratici nei decenni immediatamente successivi alla fine della seconda guerra mondiale. Ed è precisamente questo che fa di Mill il primo, grande teorico dell´incontro fra il principio liberale dell´individualismo e il principio socialista della giustizia distributiva dal quale è nata la moderna democrazia di massa, costruita atraverso l´allargamento del perimetro borghese dello Stato costituzionale e basata sulla universalizzazione dei diritti di cittadinanza”; “Probabilmente egli si sarebbe riconosciuto nella formula orteghiana: procedere verso il socialismo con tutta la libertà attraverso tutta la democrazia” (Id.).

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323

el objetivo era “unir la mayor libertad de acción con la propiedad común

de todas las materias primas del globo, y una igual participación en todos

los beneficios producidos por el trabajo conjunto”799. De este modo, el

intocable principio de propiedad característico del liberalismo clásico –y

también del actual neoliberalismo– es modificado en gran medida por

Mill, cuando argumenta por ejemplo que “la sociedad tiene títulos

perfectos para abrogar o alterar cualquier derecho particular de la

propiedad que, considerado suficientemente, juzgue que se halla en el

camino del bien público”800. De acuerdo con S. Giner,

Stuart Mill atacó el derecho a la herencia y otros que, como él, perpetúan las diferencias de clase y fortuna. Aunque critica a comunistas y socialistas por utópicos y quiméricos (contra la opinión de Harriet [Taylor], prácticamente coautora de los Principios), John Stuart Mill alcanza la posición más a la izquierda que cabía en un economista liberal de su siglo; al mismo tiempo, con su trato deferente e interesado por los experimentos socialistas de su época, Mill demuestra la alta calidad de su actitud científica. Si Mill era un liberal, era también un reformista, que abogaba por cambios importantes en el sistema de propiedad y por la eliminación del principio hereditario. 801

De este modo, como también Ortega, Mill preconizó en aspectos

importantes el posterior Estado democrático social de Derecho o Estado

de Bienestar, caracterizado por el énfasis en la igualdad de

oportunidades, la extensión de las prestaciones sociales y la reducción

de las diferencias sociales a través de políticas redistributivas.

Especialmente en sus obras Principios de economía política (1848) y

Capítulos sobre el socialismo (1876), Mill llegó a defender, próximo a los

planteamientos del socialismo “utópico” de Saint-Simon, Owen y Fourier,

la “asociación de los mismos trabajadores en condiciones de igualdad,

que posean colectivamente el capital y trabajen bajo la dirección de

personas que ellos mismos nombran y destituyen”802, un régimen

colectivista de cooperativas “que elimine para siempre la división de la

799 J. S. Mill, Autobiografía, Alianza, Madrid, 1986, p. 222.800 J. S. Mill, Capítulos sobre el socialismo y otros escritos, Aguilar, Madrid,

1979, p. 140.801 S. Giner, Historia del pensamiento social, Ariel, Barcelona, 1999, pp. 426-

427.802 J. S. Mill, Principios de economía política, FCE, México, 1978, p. 667.

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raza humana en dos clases hereditarias: patrones y obreros”803, una

relación de dominación que, como en el caso de las relaciones entre

mujeres y hombres, degrada moralmente a ambas partes. En opinión de

F. Vallespín, “J. S. Mill recomienda importantes medidas redistributivas y

educativas que lo aproximan a posicionamientos que hoy calificaríamos

de socialdemocráticos. En todo caso, el problema de toda intervención

para la teoría liberal clásica es la compatibilización de su firme defensa

de los derechos de propiedad como uno de los baluartes de la libertad y,

a la vez, aminorar las consecuencias negativas derivadas de una

economía de mercado donde los individuos entran en relaciones

asimétricas”804.

Ahora bien, ¿igualdad respecto a qué? La igualdad que defiende

Mill se refiere, por una parte, a la igualdad en cuanto a participación,

esto es, a que todos los individuos participen en la vida política –aunque

en distinta medida, según su grado de preparación y de responsabilidad,

de acuerdo con el principio de competencia–. Por otra parte, la igualdad

tal como la entiende Mill no es una igualdad en el sufrimiento o en la

mediocridad, sino que, en sintonía con el pensamiento orteguiano, se

trata de una igualdad de todos los individuos para la felicidad, la

excelencia y la felicidad. Esto implica que todos los individuos deben

contar con unos recursos y condiciones similares (igualdad de

oportunidades) para que cada cual pueda desarrollar en libertad sus

distintas capacidades, de acuerdo con el modo de vida que escoja (con

el único requisito de no causar daño directamente a los demás, de

acuerdo con el principio de libertad milliano), en el camino de su

búsqueda hacia una felicidad rica y profunda, de una “felicidad moral” –

muy alejada del mero content o conformismo, tal como deja claro Mill en

El Utilitarismo. Se trata así, como en el caso de Ortega, de una “ética de

máximos”, a diferencia del “mínimo ético” que defienden posiciones

neoliberales actuales como las de F. Hayek y R. Nozick.

803 Ibid., p. 651. Como vimos anteriormente, también Ortega criticó duramente esta división social entre propietarios y obreros, por considerar que suponía una degradación humana y la formación de tipos de individuos deshumanizados, coincidiendo en este punto con Marx y su crítica de la alienación de los trabajadores en el sistema capitalista.

804 F. Vallespín, “El Estado liberal”, en R. del Águila (Ed.): Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 2000, p. 71.

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325

Sin embargo, esta igualdad de oportunidades no implica para Mill –

al igual que para Pláton y Ortega– que todos los individuos vayan a

lograr el mismo grado de excelencia y de felicidad, puesto que entre la

realidad y el deseo median una serie de factores y obstáculos que tienen

que ver con las condiciones para la felicidad, tales como la akrasía o

debilidad de la voluntad, el talento natural, las condiciones sociales, la

fortuna o suerte, etc. De manera semejante a Ortega, Mill era consciente

de que, aún garantizando la igualdad de oportunidades, existen de facto

desigualdades con respecto a la excelencia y a la felicidad entre los

distintos individuos; y, además, que estas desigualdades son legítimas,

ya que no pueden ni deben evitarse, puesto que ello atentaría

directamente contra el principio de libertad y de felicidad, el derecho

inalienable de cada cual, según la formulación milliana, a “buscar su

propio bien, por su propio camino, en tanto que no prive a los demás del

suyo o les impida esforzarse por conseguirlo”, y también contra el

principio de excelencia, el derecho de cada individuo a desarrollar sus

distintas facultades en el grado que elija, lo que redundará tanto en la

mejora de sí mismo como de la sociedad en general, que es el fin último

del buen gobierno de acuerdo con Mill.

Como en el caso de Ortega, Platón y Tocqueville, Mill intuía

claramente que este derecho a la libertad y a la excelencia era

precisamente lo que estaba en peligro en su época (y también en el

futuro próximo, como una fuerza que iría en aumento en el caso de no

oponérsele otra en dirección opuesta), como una tendencia negativa

inherente a la democracia y al gobierno de las mayorías. Mill señala

entre sus consecuencias negativas la tendencia a ahogar la libertad

individual y el libre desarrollo de la personalidad individual, así como a

favorecer la denominada por Tocqueville “envidia democrática”, con su

consecuente amenaza hacia cualquier forma de excelencia,

contribuyendo así en último término al fomento de la homogeneización y

de la mediocridad individual y social, mediante un proceso de “nivelación

por abajo”. C. Mellizo relaciona así las ideas de estos tres autores

respecto a estas cuestiones: “Lo alarmante para Tocqueville y para Mill

también lo sería después para Ortega: la amenaza de una forma social

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326

homogénea y estúpida decidida a establecer la norma de igualdad en la

mediocridad y no en la excelencia. Ortega atribuye a Mill el mérito de

haber reparado en los peligros derivados de esa igualdad «de mala

clase», de ese «plebeyismo» o «perversión moral que se obstina en no

reconocer ni legitimar lo que hay de desigualdad en los hombres»”805.

En definitiva, dentro de su modelo de democracia y de manera afín

a Ortega, Mill trata de llegar a un equilibrio, por otro lado siempre

inestable, caracterizado por tensiones y reajustes constantes, entre los

distintos principios (utilidad, excelencia, participación, libertad, igualdad,

justicia distributiva, etc) y dependiendo en última instancia de las

circunstancias concretas de cada sociedad, en coherencia con el

principio empirista del pensamiento milliano.

Democracia limitada vs. democracia pura

Dentro de su modelo de democracia, Mill señala algunos peligros

inherentes a esta forma de gobierno, que es necesario evitar, ya que

suponen una amenaza para la propia democracia, produciendo su

degradación. De ahí la necesidad de diseñar una serie de medidas

preventivas y definir con precisión los límites entre los cuales debe

enmarcase la democracia, de acuerdo con el principio de utilidad y con

los diversos principios secundarios.

El filósofo inglés se va a referir especialmente a dos tipos de

peligros o excesos, cuyas implicaciones se encuentran en contradicción

con los fines en los que se fundamenta su modelo de democracia

comentados con anterioridad. El primer peligro, en relación con el

principio aristocrático, se refiere a la falta de capacidad o competencia,

tanto por parte de los representantes como de los representados, para

que puedan desarrollar adecuadamente sus correspondientes funciones.

Esta “disfunción” puede tener dos causas: por una parte, una

805 C. Mellizo, “Álbum” en J.S. Mill: Sobre la libertad, Alianza, Biblioteca Treinta Aniversario, Madrid, 1997, n. 60, p. 65.

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preparación insuficiente para desempeñar su función y, por otra, la

orientación de la acción política hacia la consecución de determinados

intereses particulares, en lugar de dirigirse a la realización del bien

común. Mill coincide de este modo con Ortega en su crítica de los

particularismos de distinta índole, en contraposición con el ideal del bien

común –o de “nacionalización”, en términos orteguianos.

El segundo peligro en torno a la democracia que preocupa a Mill es,

en conexión tanto con el principio de participación como con el de

excelencia, el problema de la tiranía de la mayoría, ya anticipado por

Tocqueville en su análisis sobre la democracia de América, consistente

en el uso ilegítimo del procedimiento de la “regla de la mayoría”, en

detrimento de los principios de libertad, excelencia y bienestar. En su

Autobiografía, Mill reconoce que el cambio de su ideal político de una

“democracia pura” a “una forma modificada de ella” fue gradual y

comenzó precisamente con su estudio de La democracia en América de

Tocqueville, sobre la que el pensador inglés escribió una reseña. Mill

reconoce la influencia que tuvo en su pensamiento sobre la democracia

el libro de Tocqueville, especialmente su análisis sobre la doble faz de la

democracia, por una parte positiva y por otra negativa, así como la

necesidad de corregir sus efectos negativos y maximizar sus tendencias

beneficiosas:

En ese libro notable, las excelencias de la Democracia estaban señaladas de modo más concluyente por ser un modo más específico que cualquier otro que yo había conocido, incluso en los demócratas más entusiastas. Y, al mismo tiempo, los peligros específicos que acechan a la Democracia considerada como gobierno de la mayoría numérica, eran expuestos con igual fuerza y sometidos a un análisis magistral, no como razones para oponerse a lo que el autor consideraba como inevitable resultado del progreso humano, sino como toques de atención sobre los puntos débiles del gobierno popular, defensas que son necesarias para protegerlo, y correctivos que deben añadírsele a fin de que, al tiempo que se da libre juego a sus tendencias beneficiosas, puedan neutralizarse o mitigarse las que son de naturaleza diferente. Estaba yo ahora bien preparado para especulaciones de este carácter. Y de entonces en adelante, mis propios pensamientos discurrieron más y más en esa misma dirección.806

806 Op. Cit., p. 188.

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328

En opinión de Mill, La democracia en América constituye “un libro

cuyas doctrinas esenciales difícilmente serán derribadas por futuras

especulaciones, sea cual sea el grado en que lleguen a ser modificadas;

mientras tanto, su espíritu, y el modo general como trata su tema,

constituyen el principio de una nueva era en el estudio científico de la

política”807. Sin embargo, a diferencia de Tocqueville, Mill se muestra

algo más optimista que el pensador francés en lo que respecta a los

efectos negativos de la democracia, si bien advierte que “aunque

suavizásemos los colores del cuadro, no los alteraríamos”808. Por otra

parte, Mill ve las consecuencias analizadas por Tocqueville como un

producto de la civilización en general y no como un efecto particular del

régimen democrático809.

Con respecto al problema de la “tiranía de la mayoría”, al que Mill –

como Ortega y Tocqueville– considera uno de los mayores peligros para

la democracia, es planteado por el pensador inglés en los siguientes

términos:

¿Es bueno para la humanidad el que ésta, en todo tiempo y lugar, se sitúe bajo la absoluta autoridad de la mayoría? Decimos la autoridad, y no meramente la autoridad política; porque es quimérico suponer que quien tenga poder absoluto sobre los cuerpos de los hombres, no quiera apropiarse también de sus almas, no busque controlar (quizá no mediante castigos legales, pero sí mediante presiones sociales) las opiniones y sentimientos que se aparten de su norma y no intente configurar la educación de los jóvenes según su modelo, eliminando todos los libros, todas las escuelas y todas las asociaciones de individuos que decidan actuar sobre la sociedad con la intención de mantener vivo un espíritu de discrepancia. ¿Es adecuada la condición del hombre, decimos nosotros, el estar en todas las edades y en todas las naciones bajo el despotismo de la Opinión Pública?810

Al igual que Ortega y Tocqueville, Mill acepta el uso de la regla de

la mayoría como uno de los procedimientos democráticos fundamentales,

pero rechaza la imposición invariable de la opinión de la mayoría en

807 J. S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad. Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, p. 313.

808 Ibid., p. 249.809 J.S. Mill, “Sobre La democracia en América”, en J.S. Mill, Sobre la libertad.

Comentarios a Tocqueville, Espasa-Calpe, Austral, Madrid, 1997, pp. 368-378. 810 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 73.

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todas y cada una de las decisiones públicas, esto es, la “tiranía de la

mayoría” o, como Ortega la denominó, “rebelión de las masas”,

“democracia morbosa” o “hiperdemocracia”. Se trata de una tendencia

perversa de la democracia que Mill considera que es ilegítima con

respecto a los propios fundamentos de su modelo democrático, puesto

que, como veremos a continuación, se contrapone a los principios de

participación e igualdad, de libertad y excelencia y, por tanto, al principio

de utilidad. En primer lugar, contradice el principio de participación de

todos los ciudadanos, puesto que, como señala Mill, “la mayoría” no es lo

mismo que “todos”, ya que “todos” comprende tanto la mayoría como las

minorías –no sólo en el sentido orteguiano del término, sino básicamente

cuantitativo– y también los individuos aislados que no pertenecen ni a la

mayoría ni a las minorías. En este sentido, Mill sostiene que “el interés

de todos, sean cuales fueren los tiempos y las circunstancias, no puede

coincidir con el de una porción de la comunidad que sea menor que la

totalidad de la misma”811, puesto que:

(...) el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” del que tanto se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder (...) y en la especulación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría” entre los males contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.812

A continuación de ese mismo texto Mill define el problema de la

“tiranía de la mayoría” y la amenaza que ésta supone para el principio de

libertad, en un pasaje que refleja claramente el espíritu liberal de Mill y

constituye una de las más lúcidas y hermosas defensas de la libertad

individual:

Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas

811 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 72. 812 J. S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 61.

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reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano –la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen– sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.813

Se trata de un tipo peculiar de tiranía que, como ya vimos en

Tocqueville, no por ser menos visible que otras formas de ella es menos

eficaz, sino más bien al contrario, tal como considera Mill al afirmar que

la tiranía de la mayoría “deja menos medios de escapar a ella, pues

penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el

alma”.814

Por esta razón defiende Mill la necesidad de que todos los intereses

estén representados en el gobierno representativo, y no únicamente los

intereses de la mayoría dominante, puesto que “es claro que, cuando un

poder se ha convertido en el poder más fuerte, ello es señal de que se

ha hecho lo suficiente por él, y que lo que de entonces en adelante se

necesita es impedir que dicho poder fuerte anule a todos los demás.

Siempre que las fuerzas de la sociedad actúan en una sola dirección, las

justas reclamaciones del ser humano individual están en sumo

peligro”815.

813 Ibid.814 Como sostiene A. Ryan en su interpretación del pensamiento de Mill: “The

insidiousness of this tyranny was not only that «selfgovernment» often meant in practice the government of each by all the rest, but that this was a soft, constant social pressure for conformity rather than a visible political tyranny. The consequence was that they tyrannised over themselves as well as over each other” (A. Ryan: “Mill in a liberal landscape”, en J. Skorupski (Ed.), The Cambridge Companion to Mill, Cambridge University Press, United Kingdom, 1998, p. 500).

815 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 76.

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Con el fin de que el sistema de gobierno sea verdaderamente

democrático, esto es, que represente los “intereses de todos” y no

únicamente el “interés de la mayoría” o el de determinados grupos

particulares, es preciso dar voz y favorecer la participación de todos los

ciudadanos, en especial de los que se encuentran en situación de

oposición al poder vigente, lo que conecta directamente con los

requisitos de pluralidad, oposición y tolerancia característicos de una

auténtica democracia. Como afirma Mill, refiriéndose al modo de ser

característico de la mayoría:

Allí donde hay una identidad de posición y de ocupación, habrá también una identidad de inclinaciones, pasiones y prejuicios; y conceder a cualquier agrupación de inclinaciones, pasiones y prejuicios el poder absoluto, sin equilibrar la balanza con inclinaciones, pasiones y prejuicios de una clase diferente, es el modo de hacer que resulte imposible la corrección de ninguna de esas imperfecciones, y que un limitado y estrecho tipo de naturaleza humana se convierta en universal y perpetuo.816

Este riesgo potencial de la “tiranía de la mayoría” hace que Mill

muestre una especial preocupación por favorecer la participación de

todas las minorías, con el fin de que todas ellas tengan la oportunidad de

convertirse en mayoría. De ahí su defensa de una democracia

representativa “en la que estaría representada la totalidad de los

ciudadanos y no simplemente la mayoría; en la que los intereses, las

opiniones, los grados de inteligencia que se hallasen en minoría, serían,

sin embargo, oídos, con probabilidades de obtener, por el peso de su

reputación y por el poder de sus argumentos, una influencia superior a

su fuerza numérica”817. En Sobre la libertad, esta necesidad de que todas

816 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 75. Con importantes afinidades respecto a la teoría orteguiana del perspectivismo, esta necesidad de tener en cuenta todos los puntos de vista, sin excluir ninguno de ellos, es coherente con la crítica que dirige Mill –a propósito de su comentario a las limitaciones de la filosofía de Bentham– hacia los “sistemáticos pensadores de mitades”, así como con la idea milliana de tratar de alcanzar una perspectiva global de cada fenómeno, ya que “ninguna verdad completa es posible hasta que se combinen los puntos de vista de todas las verdades parciales, y hasta que se haya visto bien lo que cada fracción de verdad puede hacer por sí misma” (John Stuart Mill, Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 43, cursivas mías). En el mismo sentido afirma Mill que “en todo asunto sobre el que es posible la diferencia de opiniones, la verdad depende de la conservación de un equilibrio entre dos sistemas de razones contradictorias” (Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 101).

817 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 100.

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las voces estén representadas y puedan ser conocidas lleva a Mill a

defender con insistencia un espacio para los “disidentes” que se sitúan

en los márgenes de la convencionalidad y del statu quo, con el fin de que

puedan ser escuchadas “todas las partes de la verdad”:

Si (...) una de las dos opiniones tiene el mejor derecho, no sólo a ser tolerada, sino a ser animada y sostenida, es aquella que en el momento y lugar determinado de que se trate esté en minoría. Esta es la opinión que, en aquel tiempo, representa los intereses de los abandonados, el lado del bienestar humano que está en peligro de obtener menos que la parte que le corresponde (...) Cuando se encuentran personas que forman una excepción en la aparente unanimidad del mundo sobre cualquier asunto, aunque el mundo esté en lo cierto, es siempre probable que los disidentes tengan algo que decir que merezca ser oído, y que la verdad pierda con su silencio.”818

En este sentido, se hace necesaria en todo momento una oposición

organizada frente al poder mayoritario establecido, como también

defiende Ortega, en consonancia con los principios de libertad,

tolerancia, pluralismo y voluntad de convivencia. En palabras de Mill:

Sí, sabemos que ha de haber algún poder dominante en la sociedad. Y que la mayoría debería ser tal poder es, en general, una conclusión válida, no porque sea justa en sí misma, sino por ser menos injusta que cualquier otra base en la que dar asiento a esta cuestión. Pero es necesario que las instituciones de la sociedad se aseguren de que van a conservar de un modo u otro, como correctivo contra visiones aquejadas de parcialidad, y como refugio para la libertad de pensamiento e individualidad de carácter, una constante y firme Oposición que haga frente a la voluntad de la mayoría.819

De modo paralelo a su defensa en Sobre la libertad de la necesidad

de que todas las ideas, aún las más valiosas, sean continuamente

cuestionadas, por ser la única manera de que se mantengan “vivas” en la

sociedad, por las mismas razones sostiene el pensador inglés que el

poder político dominante necesita la existencia de un contrapoder que

ejerza un papel antagonista con respecto a aquél, ya que de lo contrario

degenera inevitablemente:

818 J. S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 116.819 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 75.

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Cuando esta confrontación no ha tenido lugar, [lo cual ha sucedido] allí donde ha sido anulada por la victoria absoluta de uno de los principios contendientes y ningún nuevo antagonismo ha sucedido al viejo, la sociedad se ha anquilosado en una inmovilidad china, o se ha deshecho. Allí donde no existe un tal point d´appui, la raza humana degenera inevitablemente.820

A Mill le preocupa de modo especial la defensa de un tipo particular

de minorías, que coindice con el significado que Ortega da al término

“minoría”, esto es, los individuos especialmente preparados o

cualificados para desarrollar determinada actividad, a los que Mill

denomina en distintos lugares jueces competentes. Se trata, como

sostiene en Del gobierno representativo, de una “clase de hombres”

cuyos esfuerzos se dirigen a un “fin útil y elevado” y de cuya existencia

depende el progreso social, pues sin su actividad la sociedad entraría

inevitablemente en decadencia:

(...) no debemos olvidar que las locuras, los vicios, la negligencia, la mala voluntad de los hombres constituyen una fuerza que sin cesar impele al mal y al error los asuntos humanos, y que el solo contrapeso de esa fuerza, lo único que le impide arrastrarlo todo consigo, es que exista una clase de hombres cuyos esfuerzos propendan, en unos constantemente, en otros de tiempo en tiempo, a un fin útil y elevado (...) La disminución más insignificante en dichos esfuerzos no sólo detendría el progreso, sino que arrastraría todas las cosas por la pendiente de la decadencia.821

En El utilitarismo (1863), Mill caracteriza a los “jueces competentes”

como aquellos individuos que están especialmente capacitados para

valorar moralmente los distintos placeres, para determinar los bienes o

placeres superiores, puesto que poseen el conocimiento y la experiencia

de ellos, además de las facultades de auto-reflexión y auto-observación.

De este modo, el criterio para juzgar la calidad de los bienes reside

según el pensador inglés en “la preferencia experimentada por aquellos

que, en sus oportunidades de experiencia (a lo que debe añadirse su

hábito de auto-reflexión y auto-observación), están mejor dotados de los

medios que permiten la comparación”822.

820 Ibid., p. 76. 821 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 19. 822 J. S. Mill, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, pp. 54.

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Es necesario matizar que Mill entendía el papel de estos “jueces

competentes” de manera semejante al significado que Ortega daba al

concepto de “minoría”, esto es, fundamentalmente en el sentido de

“ejemplaridad”, de autoridad moral e intelectual, de arquetipos vitales de

excelencia o modelos ejemplares en relación a los diferentes ámbitos

vitales –como creadores o “hacedores de ideas”, que sirven de punto de

referencia al resto de los individuos a modo de ideales y por tanto como

guías de orientación para la acción823. De ahí la convicción por parte de

ambos autores acerca de la necesaria función que cumplen en la

sociedad este tipo de individuos ejemplares, para el orden colectivo y el

progreso moral e intelectual de la sociedad. Así por ejemplo afirma Mill,

utilizando en este caso el término “minoría” en el sentido orteguiano, que

“la minoría se contaría solamente como número por el voto; pero, como

poder moral, pesaría mucho más a virtud de su saber y de la influencia

que este saber le aseguraría”824. Del mismo modo, en otro lugar de esta

misma obra, Mill sostiene que:

Los hombres obran según piensan: y, aunque las opiniones de la generalidad están determinadas por su posición personal, más bien que por la razón, no obstante es mucho el poder ejercido sobre todos por las convicciones de la clase superior y aún más por la autoridad unánime de las gentes instruidas. Así, cuando la mayor parte de éstas creen un cambio social o una insitución política ventajosa, y otra perjudicial; cuando proclamen la primera y rechacen la segunda, hay mucho adelantado para dar a aquélla y retirar a ésta esa preponderancia de fuerza social que las hace vivir.825

De este modo, tanto las “minorías” de las que habla Ortega como

los “jueces competentes” que conceptualiza Mill, son fundamentalmente

823 De acuerdo con la interpretación de P. Mercado, para Mill “la función de los representantes de la élite instruida, de los hombres de conocimiento y espíritu público, no es la de ganar las elecciones, sino educar, inspirar y provocar la emulación de sus colegas, además de llevar al parlamento posturas intrépidas y originales. Mill confía en la capacidad de sólo un puñado de mentes elevadas para elevar el nivel de las discusiones de la cámara, para hacer valer sus argumentos por la fuerza de la persuasión y la convicción, y no por el número de votos: «la influencia de estos espíritus destacados se dejará sentir de buen seguro sensiblemente en las deliberaciones generales»” (P. Mercado, “«Establecer contratendencias»: progreso, educación política y selección de las élites en J.S. Mill”, en M. Escamilla (Ed.), John Stuart Mill y las fronteras del liberalismo,Universidad de Granada, 2004, p. 185).

824 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 94. 825 Ibid., p. 13.

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individuos creadores de ideas, forjadores de nuevos proyectos sociales.

Su actividad no excluye la acción política –pese a las reticencias que ya

vimos en Ortega sobre este punto–, si bien entendiendo “política” en

sentido amplio –la “Política” con mayúsculas en términos de Ortega, o

como “la actividad a través de la cual los grupos humanos toman

decisiones colectivas”826–, tal como ambos autores dieron ejemplo en su

propia vida, al entrar a formar parte del Parlamento durante cierto

tiempo. Mill se refiere en Del gobierno representativo a las funciones que

deben ejercer los “jueces competentes” en la vida pública, ya “sea para

hacer oír su opinión y su consejo sobre todos los objetos importantes,

sea para tomar parte activa en los asuntos públicos”827.

En relación a los “jueces competentes”, la “tiranía de la mayoría”

contradice también el principio aristocrático o de excelencia, puesto que

impide que sean los individuos más preparados los que ejerzan una

influencia mayor en la vida pública, tal como deseaba Mill. De ahí la

necesidad que apunta este autor de atemperar el gobierno de las

mayorías a través de un centro de resistencia que actúe como elemento

de oposición permanente, con el fin de evitar la tiranía de la mayoría y

garantizar el reconocimiento del ideal de excelencia y la libertad de la

personalidad individual. La limitación adecuada de la “regla de la

mayoría” es por tanto condición necesaria para evitar la degeneración de

la democracia en tiranía, ya que, de acuerdo con Mill, “el poder de la

mayoría es saludable en la medida en que es utilizado defensivamente,

no ofensivamente; en la medida en que está moderado por un respeto

hacia la personalidad del individuo y una deferencia hacia la superioridad

de la inteligencia cultivada”828. A. Dobson observa importantes

paralelismos entre el pensamiento de Mill y Ortega sobre la necesaria

limitación de la regla de la mayoría, con el fin de preservar el principio de

libertad:

826 R. del Águila: “El poder y la legitimidad”, en R. del Águila (Ed.), Manual de Ciencia Política, Trotta, Madrid, 2000, p. 21.

827 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 93-94. 828 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 77.

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336

Ortega is placing himself firmly in the kind of frame of reference supplied by John Stuart Mill when he introduced his On Liberty by explaning that it was concerned with “the nature and limits of the power which can be legitimately exercised by society over the individual”. Mill goes on to suggest that “the individual versus society” is a special case of a more general issue –i.e. the minority versus the majority– (...) Ortega is clearly equally concerned with the danger majority rule presents to minorities, and this is the reason why his characterisation of liberalism as a “magnanimous politics” makes it attractive to him. Further, the generosity of liberalism reflected both his style and his conviction, for he is constantly shy of the destructive, uncreative spirit which lies at the heart of unalleviated criticism. (...) The sentiments of tolerance, open-mindedness and generosity which inform Mill´s conclusion are central to what it was about liberalism that Ortega found attractive.829

Coincidiendo con Ortega y Tocqueville, una de las principales

consecuencias negativas de la tiranía de la mayoría para Mill consiste en

su tendencia a producir uniformización y homogeneidad en la sociedad,

impidiendo de ese modo el libre desarrollo de los individuos, en

contradicción por tanto con el principio de libertad que defiende el

pensador inglés y su valoración positiva de la diversidad y la pluralidad.

En opinión de I. Berlin,

Mill detestaba y temía la estandarización. Percibió que en nombre de la filantropía, la democracia y la igualdad se estaba creando una sociedad en la que los objetivos humanos se iban haciendo artificialmente más pequeños y estrechos, y en la cual se estaba convirtiendo a la mayoría de los hombres en un simple “rebaño industrioso” (para usar la frase de su admirado Tocqueville) en el que la “mediocridad colectiva” iba ahogando poco a poco la originalidad y la capacidad individual.830

En este sentido, Mill percibía claramente en el horizonte próximo del

futuro la tendencia a la “tiranía de la mayoría” y a los procesos de

estandarización y homogeneización, con la consiguiente reducción

progresiva del ámbito de la libertad individual, la cual Mill definía en

Sobre la libertad del siguiente modo: “La única libertad que merece este

nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio,

en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse

por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea

829 A. Dobson, An Introduction to the Politics and Philosophy of José Ortega y Gasset, Cambridge University Press, Cambridge, 1989, pp. 59-60.

830 I. Berlin: “John Stuart Mill y los fines de la vida”, Prólogo a John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 22.

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337

física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa

consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándolo a vivir a la

manera de los demás.”831. De acuerdo con I. Berlin:

El recelo de Mill ante la democracia, única forma de gobierno justa y, sin embargo, potencialmente la más opresiva, nace de las mismas raíces. Mill se pregunta con inquietud si la centralización de la autoridad y la inevitable dependencia de cada uno respecto a todos y la “vigilancia de cada uno por todos” no acabarán por reducirlo todo a una “sumisa uniformidad de pensamiento, relaciones y acciones”, y por producir “autómatas en forma humana” y “liberticidio”. Tocqueville había escrito con pesimismo acerca de los efectos morales e intelectuales de la democracia en América. Mill estaba de acuerdo con él. Decía que aunque un poder tal no destruyera la existencia, era sin embargo un obstáculo para ella; que comprimía, enervaba, extinguía y embrutecía a la gente; y que la convertía en un rebaño de “tímidos y laboriosos animales a los que gobierna un pastor”. El único remedio para tal situación, como mantenía el propio Tocqueville (aunque solamente medio convencido), es más democracia. Sólo ella puede educar a un número suficiente de individuos para la independencia, la resistencia y la fuerza.832

Otra efecto de la “tiranía de la mayoría” es la desmoralización de los

individuos, como consecuencia de la pérdida del ideal de excelencia,

obstaculizando de ese modo la creación de proyectos vitales deseables.

La homogeneización y el relativismo moral concomitantes a la “tiranía de

la mayoría” promueven así en los individuos, como también señala

Ortega, la pérdida de ideales deseables como guías para la acción y la

consecuente caída en el nihilismo o vacío moral; este estado anómico,

producido por la ausencia de normas colectivas legitimadas, provoca

también el debilitamiento de la cohesión social, la fragmentación o

atomización de la sociedad en individuos aislados y desorientados

vitalmente, como advierten Mill, Ortega y Tocqueville en sus respectivos

análisis sobre la degradación de la democracia.

De este modo, en última instancia, la denominada “tiranía de la

mayoría” está en contradicción directa con los principios de libertad,

excelencia, pluralismo democrático y, en última instancia, con el principio

de progreso y bienestar general –en términos de Mill, con el principio de

Utilidad o “mayor felicidad del mayor número”. Para el filósofo inglés,

831 J. S. Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1999, p. 72. 832 Op.Cit , pp. 38-39.

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338

esta forma de despotismo supone “aniquilar toda influencia que tienda a

una mayor mejora de la naturaleza intelectual y moral del hombre”833.

Con el objetivo de prevenir estos posibles peligros de la democracia

y minimizar sus efectos negativos, Mill propone una democracia limitada

frente a una democracia pura o ilimitada, al tiempo que establece una

serie de medidas preventivas concretas, que van desde la representación

proporcional según el número de votos, con el fin de que todas las

minorías se encuentren representadas, al voto plural que concede mayor

número de votos a los individuos más preparados, llegando en algunos

momentos a negar el voto a los analfabetos –aspecto este último que lo

diferencia de Ortega. Otra medida que introduce Mill es el

cuestionamiento del voto secreto, como respuesta a la preocupación de

este autor en relación a que los individuos voten pensando en el bien

común y no en función de sus intereses particulares. Por las mismas

razones, el pensador inglés propone también limitar el dinero gastado en

las campañas o incluso que los representantes políticos no cobren por su

trabajo, con la esperanza de que así la política no atraiga a individuos

con cualidades contrarias a las que se consideran deseables en un

político profesional.

Pero, más allá de estas medidas, la vía privilegiada tanto para evitar

estos excesos o extralimitaciones de determinados principios de la

democracia, como también para contribuir al mismo tiempo a su

progresivo perfeccionamiento, mejorando así su calidad, es la educación

de los ciudadanos, con el fin de desarrollar sus capacidades morales,

intelectuales y activas. La educación se convierte de este modo en

elemento fundamental dentro del proyecto democrático de Mill, al igual

que en Ortega, Platón y Tocqueville. De acuerdo con el pensador inglés,

a través de la educación y de la formación de la opinión pública se puede

conseguir que el fin de “mejorar el bien general se convierta en uno de

los motivos habituales de la acción”834. Mill confía en la capacidad de la

práctica educativa para lograr establecer “en la mente de todo individuo

833 J. S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 75.834 J. S. Mill, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, p. 63.

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una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien del

conjunto”835, de tal modo que sea “posible que todo ser humano

debidamente educado sienta, en grados diversos, auténticos afectos

privados y un interés sincero por el bien público”836. En opinión de E.

Guisán, “lo que preocupa a Mill hasta la obsesión es la educación moral

e intelectual de los individuos que garantice su autodespliegue y su

participación inteligente y desinteresada en la cosa pública”837 en el

proyecto de formar una “mayoría ilustrada”, pues, como sostiene esta

misma autora, el objetivo primordial de Mill consiste en:

Cualificar a la gran masa de la población hasta convertirla en un conjunto, lo más amplio posible, de individuos imparciales y benévolos, ilustrados y libres, de modo que el gobierno de las mayorías no cualificadas se convirtiera en un gobierno de «mayorías ilustradas» que supieran hacer lugar y escuchar a las minorías, dejándose influir por ellas en la medida en que tuvieran de su parte razones convincentes. La tensión minorías-mayorías, individuo-sociedad, libertad-solidaridad, constituye el tema recurrente de la filosofía moral y política de Mill.838

Ética utilitarista: felicidad y excelencia

La elección de la democracia como el sistema político ideal está en

concordancia con el principio de Utilidad o Felicidad, puesto que para

Mill se trata del tipo de gobierno que favorece en mayor medida la

felicidad general y el progreso social e individual, a través del desarrollo

de las diversas capacidades morales, intelectuales y activas de todos los

ciudadanos –principio de excelencia. De este modo, como en la ética

orteguiana, los valores de excelencia, libertad y felicidad se encuentran

íntimamente conectados en el pensamiento de Mill. De acuerdo con el

pensador inglés, por medio de su participación en la vida pública, los

ciudadanos se educan en las virtudes y valores democráticos, se

preocupan por el bien común y se responsabilizan del mantenimiento de

la democracia en todas las esferas de la vida.

835 Ibid.836 Ibid., p. 58. 837 E. Guisán: “El utilitarismo”, en V. Camps (Ed.), Historia de la Etica III,

Crítica, Barcelona, 1999, p. 494. 838 Ibid., p. 495.

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340

También la defensa de una “democracia limitada” frente a una

“democracia pura” tiene sus fundamentos en la filosofía moral milliana: si

en una “democracia pura” “el gobierno de todo el pueblo por todo el

pueblo es igualmente representado”, en la “democracia limitada” todos

los ciudadanos están representados y participan en el gobierno (principio

de igualdad), pero lo hacen en distinta medida, en función de su grado

de preparación, de acuerdo con el criterio aristocrático, combinando de

este modo, como vimos anteriormente, el principio de participación y el

principio de excelencia. De ahí que Mill atribuya a los jueces cualificados

o competentes la tarea de legislar, para la que se requiere un mayor

conocimiento, y al resto de los ciudadanos las funciones de controlar y

debatir sobre las cuestiones públicas. La razón última que esgrime Mill

en defensa de esta forma modificada de democracia es que se trata del

tipo de organización política que promueve mayor felicidad, en

concordancia así con el principio de utilidad839.

Felicidad y excelencia, son, por tanto, los componentes básicos de

la ética utilitarista de Mill –extendidos al mayor número posible de

individuos– y se encuentran también en la base de su filosofía política,

concretamente en su modelo de democracia. En este sentido, Mill

defiende la necesidad de extender el principio de utilidad o felicidad “en

la medida de lo posible, a todos los seres humanos. Y no sólo a ellos,

sino, en tanto en cuanto la naturaleza de las cosas lo permita, a las

839 En sintonía con la concepción orteguiana, para Mill la felicidad no consiste en “una continua emoción altamente placentera”, pues “resulta bastante evidente que esto es imposible” (J.S. Mill, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, p. 55). De acuerdo con Mill, la vida feliz “no es la propia de una vida de éxtasis, sino de momentos de tal goce, en una existencia constituida por pocos y transitorios dolores, por muchos y variados placeres, con un decidido predominio del activo sobre el pasivo, y teniendo como fundamento de toda la felicidad no esperar de la vida más de lo que la vida pueda dar” (Ibid., p. 56). En este sentido, el filósofo inglés señala en esta misma obra las diversas condiciones o factores de la felicidad: la elección de los placeres superiores, el desarrollo de las capacidades más elevadas, el conocimiento y experimentación de los distintos placeres, la fortaleza de carácter –que lleve a elegir los placeres superiores–, la educación y formación de buenos hábitos, la auto-observación y auto-reflexión, la variedad de placeres, el libre desarrollo de la individualidad, el predominio del carácter activo sobre el pasivo, la aceptación de los límites de la vida humana, condiciones sociales favorables que no entorpezcan excesivamente el desarrollo del individuo, tranquilidad y serenidad, emoción y vitalidad, solidaridad y minimización del egoísmo, capacidad de empatía, cultura intelectual y fortuna (buena suerte).

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341

criaturas sintientes en su totalidad”840. De este modo, la valoración

milliana de la democracia como el sistema político ideal, así como la

pertinencia de una “democracia limitada” en lugar de una “democracia

pura”, se fundamenta en su ética, a través de los principios de utilidad

(felicidad), excelencia y libertad.

De acuerdo con la ética de Mill, el desarrollo de las diversas

capacidades morales, intelectuales y activas (el progreso o mejora social

e individual, a través del principio de excelencia) constituye el modo de

vida que produce mayor felicidad, y por tanto el fin o sentido vital del ser

humano841. Como sostiene E. Guisán, Mill considera “la búsqueda de la

propia excelencia por parte del ser humano, como pieza clave para la

consecución de la felicidad personal”842.843 En última instancia, la validez

de esta idea reside para Mill en que coincide con el juicio de los “jueces

competentes”844, esto es, aquellos que tienen mayor experiencia y

conocimiento sobre los distintos placeres y, por tanto, de acuerdo con

Mill, los que mejor pueden determinar cuáles son los placeres superiores

(aquellos capaces de proporcionar mayor felicidad). De acuerdo con la

concepción de Mill, estos se refieren al desarrollo de las diversas

capacidades que pone en funcionamiento el modelo de democracia que

este autor defiende, pues “es un hecho incuestionable que quienes están

igualmente familiarizados con ambas cosas y están igualmente

840 Ibid., p. 54. 841 En opinión de A. Ryan, “Mill´s concern with self-development and moral

progress is a strand in his philosophy to which almost everything else is subordinate” (A. Ryan: The philosophy of John Stuart Mill, Macmillan, London, 1988, p. 255).

842 E. Guisán, “Introducción” a J.S. Mill, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, n. 6, p. 49.

843 Que el ideal de excelencia constituye un ingrediente necesario para la consecución de la felicidad se pone claramente de manifiesto en la afirmación de Mill de que “el utilitarismo (...) sólo podría alcanzar sus objetivos mediante el cultivo general de la nobleza de las personas” (J.S. Mill, El Utilitarismo, Alianza, Madrid, 1994, pp. 53-54).

844 Mill afirma que en cuestiones éticas no contamos con otra instancia de apelación superior: “Considero inapelable este veredicto emitido por los únicos jueces competentes. En relación con la cuestión de cuál de dos placeres es el más valioso, o cuál de dos modos de existencia es el más gratificante para nuestros sentimientos, al margen de sus cualidades morales o sus consecuencias, el juicio de los que están cualificados por el conocimiento de ambos o, en caso de que difieran, el de la mayoría de ellos, debe ser admitido como definitivo. Es preciso que no haya dudas en aceptar este juicio respecto a la calidad de los placeres, ya que no contamos con otro tribunal, ni siquiera en relación con la cuestión de la cantidad” (Ibid., p. 52).

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342

capacitados para apreciarlas y gozarlas, muestran realmente una

preferencia máximamente destacada por el modo de existencia que

emplea las capacidades humanas más elevadas”845.

En ocasiones Mill parece ser partidario de cierto intelectualismo

moral, que le lleva a pensar que el conocimiento del bien lleva

necesariamente a actuar correctamente, mientras que la ignorancia

constituye la principal causa de las malas acciones –de ahí su insistencia

en la necesidad de formación y desarrollo de las capacidades

intelectuales, así como en las cualidades de conocimiento y experiencia

que caracterizan a los “jueces competentes”. Ese mismo intelectualismo

moral fue el que llevó a Platón a proponer como régimen político ideal

para su República un gobierno de “reyes-filósofos”. En este sentido, la

historia ha demostrado fehacientemente la necesidad de cautela frente a

un gobierno de “expertos”. Sin embargo, en el caso de Mill, no es menos

cierto que, junto a su frecuente optimismo socrático –que por otra parte

tiene mucho que ver con su confianza en el poder de las ideas como

fuerzas motrices de cambio social846– insiste al mismo tiempo en la

necesidad de educar a los individuos en el interés por el bien común.

845 Ibid., p. 49. 846 De acuerdo con Mill, “las ideas no siempre son meros signos y efectos de

circunstancias sociales: son en sí mismas un poder en la historia”. En la misma línea, para Tocqueville “el pensamiento es un poder invisible y casi inaprehensible que se burla de todas las tiranías”. También Ortega insiste a lo largo de su obra en la capacidad de las ideas para transformar la realidad, pues “el ideal, cuando lo es ni es fantasía ni es ensueño: es la anticipación de una realidad futura” (X, 37), de tal modo que “el menos intelectualista tiene que reconocer que somos en enorme dosis –la que sea– repertorio de ideas con que enfrontamos nuestra existencia en todos los órdenes” XI, 392). Ortega señala en este sentido que “históricamente, la palabra idea procede de Platón (...) Y las llamó así pura y exclusivamente porque son como instrumentos mentales que sirven para construir las cosas concretas (...) De suerte que es esencial a una idea su aplicación a lo concreto, su aptitud a ser realizada. El verdadero idealista no copia, pues, las ingenuas vaguedades que cruzan su cerebro, sino que se hunde ardientemente en el caos de las supuestas realidades y busca entre ellas un principio de orientación para dominarlas, para apoderarse fortísimamente de la res, de las cosas, que son su única preocupación y su única musa. El idealismo verdaderamente habría de llamarse realismo” (I, 486). Al igual que Ortega, también Mill y Tocqueville advierten la necesidad de atender las condiciones de posibilidad de cada realidad concreta, con el fin de no caer en un vano idealismo. Ortega entiende la sucesión de ideas en la historia humana como fuerzas de cambio y estímulo para la acción: “Las ideas van muriendo en los recodos de la historia como mueren las especies zoológicas. Encienden revoluciones, informan los códigos, guían los corazones perplejos durante un tiempo; luego pierden su energía plasmante, se embota su capacidad de hostigar, desaparecen como fuerzas sociales”, produciéndose entonces la aparición de otras ideas que actuarán como nuevo “poder espiritual” en la historia (X, 141).

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343

Además, Mill también admite que la puesta en práctica del conocimiento

del bien puede tener como obstáculo la debilidad de la voluntad (la

akrasía según el término griego), la falta de la virtud del esfuerzo en la

que insiste Ortega como requisito de la “vida ascendente”, y que se

manifiesta cuando, a pesar de saber qué es lo mejor, se elige otra opción

distinta. De ahí que una condición para la felicidad en la ética milliana

sea también la fortaleza de carácter847.

Los hombres, a menudo, debido a la debilidad de carácter, eligen el bien más próximo, aunque saben que es el menos valioso (...) La capacidad para los sentimientos más nobles es, en la mayoría de los seres, una planta muy tierna, que muere con facilidad, no sólo a causa de influencias hostiles sino por la simple carencia de sustento; y en la mayoría de las personas jóvenes se desvanece rápidamente cuando las ocupaciones a que les ha llevado su posición en la vida o en la sociedad en la que se han visto arrojados no han favorecido el que mantengan en ejercicio esa capacidad más elevada. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas igual que pierden sus gustos intelectuales, por no tener tiempo ni oportunidad para dedicarse a ellos. Se aficionan a placeres inferiores no porque los prefieran deliberadamente, sino porque o ya bien son los únicos a los que tienen acceso, o bien los únicos para los que les queda capacidad de goce.

847 Ibid., pp. 51-52.

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Conclusiones

De modo semejante a la propuesta orteguiana, en el modelo de

democracia de Mill ocupa un lugar preferente la participación de todos

los ciudadanos en la vida pública y el desarrollo de sus diversas

capacidades, especialmente de las más elevadas. En este sentido,

ambos autores constituyen referentes destacados en la construcción de

modelos democráticos participativos y de desarrollo.

El modelo de democracia propuesto por Mill supone un importante

paso más allá del modelo liberal-protector defendido por su antecesor

utilitarista J. Bentham, que concebía la democracia básicamente como un

mecanismo de control de los gobernantes y un modo de protección de

los derechos individuales de los gobernados. Mill superó también el

modelo de democracia radical de Bentham al analizar las tendencias

negativas inherentes al sistema democrático –tales como la “tiranía de la

mayoría– que es preciso evitar, con el fin de no desvirtuar el auténtico

significado de la democracia. El filósofo inglés dirige en este sentido una

dura crítica al modelo benthamita, por no ser capaz de preveer estos

peligros y por haber acabado mitificando a la mayoría848. Pero Mill

reconoce también que la situación de opresión a la que la mayoría de la

población se veía sometida en tiempos de Bentham por parte de la

oligarquía que estaba en el poder, hace comprensible que los

reformadores europeos que le antecedieron adoptasen posturas

radicales con el fin de reivindicar un mayor poder a la mayoría849.

848 Por esta razón sostiene Mill, refiriéndose a Bentham: “no contento con entronizar a la mayoría mediante el sufragio universal, sin rey y sin Cámara de los Lores, empleó todos los recursos de su aguda inteligencia para ceñir más y más el yugo de la opinión pública (...), excluyendo toda posibilidad de que una minoría (...) ejerciesen siquiera la más leve y pasajera influencia” (J.S. Mill: Bentham, Tecnos, Madrid, 1993, p. 76).

849 Con respecto a la defensa de un despotismo de la mayoría por parte de Bentham y otros demócratas radicales de su tiempo, Mill afirma que “es perfectamente concebible que tal doctrina sea aceptada por algunos de los espíritus más nobles, en un tiempo de reacción contra los gobiernos aristocráticos de la Europa moderna, gobiernos que (hasta donde lo permite la prudencia y, a veces, el sentimiento humanitario) se fundan en el total sacrificio de la generalidad de la población, en aras de los intereses egoístas y del bienestar de unos pocos. Los reformadores europeos han estado acostumbrados a ver por todas partes cómo la mayoría era injustamente oprimida, dondequiera pisoteada o, en el mejor de los casos, ignorada por los gobiernos, sin poseer ninguna parte poder suficiente para

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345

Sin embargo, Mill recuerda que la responsabilidad del intelectual es

mantenerse fiel a la verdad, pues “aunque pasar de una mala forma de

gobierno a otra sea el destino fatal del género humano, los filósofos no

deberían contribuir a ello sacrificando una parte importante de la verdad

con el propósito de servir a otra”850. A diferencia del contexto histórico de

Bentham, el elemento del núcleo normativo democrático que Mill veía

peligrar en su época y también de cara al futuro era, coincidiendo con

Tocqueville y Ortega, la libertad individual y el respeto hacia el ideal de

excelencia, de ahí que la defensa de estos principios ocupase un lugar

primordial en el pensamiento político de estos autores.

Al igual que en Ortega, el modelo de democracia desarrollista de

Mill se opone radicamente a los actuales modelos pluralistas-

competitivos y de corte neoliberal, que reducen la democracia a un

proceso de elección de élites competitivas, a un mecanismo de mercado

(en donde se supone que se equilibran espontáneamente los distintos

intereses plurales), mostrándose partidarios de la defensa de un “Estado

mínimo” en el que la actividad democrática de los ciudadanos se limite

exclusivamente al derecho periódico de votar en las elecciones.

El principio participativo constituye un elemento fundamental en el

modelo democrático de Mill, como también en Ortega y Tocqueville. La

participación de todos los ciudadanos en la esfera pública constituye a

juicio del pensador inglés un requisito necesario para la realización del

proyecto democrático, puesto que es el único modo de mantener viva la

democracia, de lograr que los individuos se interesen por el bien común

y así “llegar a entender que forman parte de la comunidad, y que el

interés público es también el suyo”851. Mill fue plenamente consciente de

que la negación del principio de participación de los ciudadanos –que

defiende por ejemplo la actual propuesta de democracia formal

exigir reparación cuando se la ofendía positivamente, [para exigir] que se le diera lo necesario para su cultivo mental, o incluso para protegerse de ser sobrecargada de impuestos para beneficio pecuniario de las clases dominantes. Ver estas cosas y buscar el modo de ponerles fin mediante (entre otras cosas) la concesión de un mayor poder a la mayoría es lo que constituye el radicalismo” (Ibid., pp. 73-74).

850 Ibid., p. 74. 851 J. S. Mill, Del gobierno representativo, Tecnos, Madrid, 1994, p. 43.

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346

característica del modelo pluralista-competitivo–, conduce a la

degradación de la democracia, a la desmoralización y pérdida de sentido

vital de los individuos, los cuales terminan por recluirse en su feudo

privado y sumergirse en un individualismo insatisfactorio y narcisista,

cuya única preocupación –utilizando las palabras de I. Berlin– llega a

reducirse a “que les dejen cultivar sus jardines en paz”:

Ante todo, Mill se situó en contra de aquellos que estaban dispuestos a vender el derecho de todo hombre a participar en el gobierno, en las esferas de la vida pública, con el único fin de que les dejaran cultivar sus jardines en paz; hubiera contemplado con horror la difusión de esta característica en nuestra vida de hoy.852

Como también Ortega, Mill señaló la necesidad de atemperar el

ideal de igualdad con otros principios como los de libertad y excelencia.

De ahí la necesidad, apuntada también por el filósofo español, de

establecer los límites legítimos entre los que deben desarrollarse los

diferentes principios que han de conjugarse dentro de un sistema

democrático, con el fin de evitar que el exceso de uno de ellos, como por

ejemplo el de la regla de la mayoría, impida el necesario desarrollo de

los demás ideales, produciendo como resultado la degradación de todo el

conjunto –tal como ocurre con el fenómeno de la “tiranía de la mayoría”

analizado por Mill y Tocqueville o con la “rebelión de las masas” descrita

por Ortega. En este sentido, Mill propone una “democracia limitada” –a

diferencia de una “democracia pura”–, en la cual los distintos principios

presentes en la democracia se contrapesen al limitarse mutuamente.

Coincidiendo con Ortega, el objetivo para Mill es la realización del

ideal de excelencia en todos los individuos, a través del desarrollo de sus

distintas capacidades –especialmente de las más elevadas–, con el fin

de alcanzar la felicidad posible. Para ello la educación posee un papel

fundamental, de modo paralelo a la participación de la ciudadanía en la

vida pública. Sin embargo, Ortega se distancia del pensador inglés en un

aspecto esencial, pues, a diferencia de Mill, que defendió la igualdad de

derechos, el desarrollo y la participación de la mujer en la vida pública en

852 Op.Cit., p. 22.

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347

las mismas condiciones que el hombre, el pensamiento de Ortega tiende

a excluir a las mujeres de la realización de los valores de excelencia,

libertad y autonomía, contribuyendo incluso desde su posición de filósofo

a reproducir y naturalizar las desigualdades de género, producto de la

educación y del proceso de socialización característicos de la sociedad

patriarcal en la que vivió el filósofo español. En este sentido, sorprende

que su capacidad de pensamiento crítico y su mentalidad de

librepensador, tan fructíferas en su reflexión sobre otras cuestiones, no

hayan sido sin embargo capaces de superar los prejuicios sexistas de su

tiempo, que consideraban que la racionalidad, la imaginación, la cultura,

la inteligencia, la capacidad de innovación y creación constituían

atributos exclusivos de los varones, relegando de este modo a las

mujeres a un papel pasivo, dependiente y heterónomo.853

853 Si bien los comentarios sexistas abundan a lo largo de la obra orteguiana, en Estudios sobre el amor (1927) llega a afirmar que la mujer posee una tendencia “natural” hacia la mediocridad, por lo que tiende asimismo a rechazar y destruir la excelencia –privilegio del hombre– (V, 621-626). De este modo, las mujeres no sólo quedan excluidas del concepto orteguiano de igualdad, sino que son además relegadas al papel de “masa” o, más bien, de “mujer-masa”, dado el rechazo a la excelencia que Ortega les atribuye.

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349

III. EUROPA Y LA IDEA DE NACIÓN∗

Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba poco a poco formando su genio particular, entre ellos o sobre ellos se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y entusiasmos.

J. Ortega y Gasset, Meditación de Europa

El hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación.

E. Renan, ¿Qué es una nación?

El propósito de este capítulo consiste en analizar la concepción de

Ortega en torno a Europa y su propuesta de construcción de una Europa

Unida, como solución a los problemas de desmoralización, degradación

moral y carencia de proyectos vitales que a juicio de este filósofo padece

Europa. Primeramente será objeto de análisis el significado de los

conceptos de “nación”, “nacionalización”, “particularismos” y

“nacionalismos” dentro del pensamiento político orteguiano.

La preocupación de Ortega en relación a Europa constituye una

constante en toda la obra del filósofo –especialmente a partir de los años

veinte–, que va desde sus primeros escritos hasta sus últimas

∗ Europa y la idea de nación (y otros ensayos sobre problemas del hombre contemporáneo) es el título de la recopilación de ensayos orteguianos sobre Europa realizada por P. Garragorri y publicada en Revista de Occidente en Alianza Editorial.

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350

conferencias, y se encuentra indisolublemente unida a su reflexión sobre

España, en coherencia con el imperativo ético orteguiano de “salvar la

circunstancia” como condición necesaria para la salvación de uno mismo.

De acuerdo con J. Herrero, su propia “filosofía se lo exigía: «Toda

circunstancia está encajada en otra circunstancia más amplia» (I, 563).

Según este principio, España sólo puede ser comprendida teniendo en

cuenta esa otra circunstancia más amplia que es Europa”854. Esta

atención de Ortega hacia la circunstancia europea se refleja también en

su contribución a la creación de la revista Europa en 1910 y en la

fundación y dirección de Revista de Occidente en 1923, así como de la

editorial de la revista un año más tarde, con el fin de difundir el

pensamiento de algunos de los máximos exponentes de la intelectualidad

europea del momento en los diferentes campos del conocimiento. En la

década de los años veinte, Ortega se adhirió además al movimiento

Paneuropa impulsado por R.N. Coudenhove-Kalergi, que intentaba

revitalizar la idea de Europa durante el período de entreguerras855, y que

fue apoyado por otros intelectuales europeos de la época como Rainer

Maria Rilke, Sigmund Freud, Albert Einstein, Thomas Mann, Selma

Lagerlöf, Miguel de Unamuno, Benedetto Croce, Paul Valéry y Paul

Claudel856.

854 J. Herrero, “Europa. Punto de vista y razón convivencial según Ortega”, Arbor, nº 376, Tomo XCVI, 1977, pp. 83-84.

855 De acuerdo con L.A. Moratinos, después del período de entreguerras “la resistencia europeísta de Ortega en los años de la Segunda Guerra Mundial se enmarcó en un plano mayor. Fue mediante iniciativas como la «Unión Franco-Británica» durante los primeros años de conflicto, o por medio del apoyo a la idea de Europa de importantes líderes de la resistencia al nazismo y al fascismo y sus impulsos para la creación de distintos movimientos de resistencia de carácter nacional, que junto con distintos grupos de europeístas continentales y el apoyo de distintas iniciativas individuales, dieron lugar al famoso «Manifiesto de las Resistencias Europeas» del año 1944, los medios por los cuales se canalizó la resistencia europeísta al totalitarismo en los años de guerra y se preservaron los postulados del europeísmo integrador que influyeron en la inmediata posguerra. En conclusión, el pensador español volvió a estar en conexión con la línea más palpitante del europeísmo, tal y como lo había estado en la época de entreguerras” (L.A. Moratinos, “En el cincuentenario de la muerte de José Ortega y Gasset: De Europa Meditatio Quaedam”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, pp. 110-111).

856 Cf. R. Martín de la guardia y G.A. Pérez Sánchez, “En el cincuentenario de la muerte de Ortega y Gasset: el europeísmo de Ortega y el proceso de integración europea”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005; R.N. Coudenhove-Kalergi, Paneuropa (1923), Introducción de R. Martín de la guardia y G.A. Pérez Sánchez, Tecnos, Madrid, 2002.

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351

De acuerdo con A. de Blas, Ortega es “un europeísta en sentido

moderno, uno de los pensadores occidentales que más profunda y

originalmente meditó sobre la condición presente y futura de Europa en

la década de los años treinta y cuarenta”857 y, según J. L. Abellán, Ortega

es “un pionero en la actual construcción de la Europa unida”858. En

opinión de B. Fonck, “si la integración europea de España es una

realidad indiscutible en el incipiente siglo XXI, esto se debe en parte al

humanismo de su tradición cultural, cuyo mayor representante en el siglo

XX fue José Ortega y Gasset”859. Por su parte, L. A. Moratinos considera

que la conferencia que Ortega pronunció en 1949 en la Universidad libre

de Berlín, titulada “De Europa meditatio quaedam” constituye “uno de los

impulsos fundamentales que después de la Segunda Guerra Mundial

ayudaron a que fructificara el proceso de integración europea, de unidad

de Europa”860.

Desde mi punto de vista, como mostraré a continuación, en la

reflexión de Ortega en torno a Europa y a la creación de la Unión

Europea se encuentran importantes ideas que están de plena actualidad

en el presente debate sobre la unificación de Europa.

857 A. de Blas, “Nación y nacionalismo en la obra de Ortega y Gasset”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, p. 661.

858 J.L. Abellán, “La crisis contemporánea: de la Gran Guerra a la Guerra civil española (1914-1939)”, en Historia crítica del pensamiento español, Tomo V (III), Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 216. Cit. en R. Martín de la guardia y G.A. Pérez Sánchez, “En el cincuentenario de la muerte de Ortega y Gasset: el europeísmo de Ortega y el proceso de integración europea”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, p. 3.

859 B. Fonck, “El reto europeo de Ortega”, en El Madrid de José Ortega y Gasset, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 2006, p. 353.

860 L.A. Moratinos, Op. Cit., p. 108. Incluyendo esta conferencia de Ortega, R. Martín, G. Pérez y L.A. Moratinos señalan cinco “hitos europeístas” tras la II Guerra Mundial, los cuales se corresponderían cronológicamente con los siguientes: 1) La conferencia de W. Churchill en 1946 en la Universidad de Zurich instando a los europeos a construir los Estados Unidos de Europa; 2) el Programa de Recuperación Económica Europea o “Plan Marshall” en 1948; 3) la Conferencia de la Haya o “Congreso de Europa” en 1948; 4) la conferencia berlinesa de Ortega; 5) la “Declaración Schuman” en 1950 (Cf. R. Martín de la guardia y G.A. Pérez Sánchez, “En el cincuentenario de la muerte de Ortega y Gasset: el europeísmo de Ortega y el proceso de integración europea”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, p. 9; L.A. Moratinos, Op. Cit. 107ss).

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1. Nación, nacionalización y nacionalismos

Nación

De acuerdo con Ortega, una nación consiste fundamentalmente en

un proyecto de vida colectivo, que requiere la colaboración conjunta de

todos los ciudadanos. De este modo, la nación actúa como un elemento

de cohesión entre todos los individuos y voluntades, fomentando así la

unidad y la solidaridad social, en coherencia con los principios de

participación, voluntad de convivencia, igualdad, política de no exclusión,

etc., que integran como ya se ha visto el núcleo normativo del modelo

orteguiano de democracia.

La nación representa para Ortega “el más auténtico, más concreto y

más decisivo interés político, porque es el interés de todos”861. La

construcción de la nación constituye de este modo el más alto ensayo de

convivencia, puesto que implica la participación de todos los ciudadanos

sin ningún tipo de exclusión. En Ortega el concepto de nación se

encuentra en consonancia con el principio de nacionalización y se opone

a todo tipo de particularismos, puesto que la construcción de una nación

se dirige a la realización de los intereses comunes, nacionales, más allá

de los intereses particulares de determinados grupos o individuos:

(...) la nación es el punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado frente a las tiranías de todo género (...) es el principio que en todas partes está haciendo triunfar la joven democracia; es la nación, en suma, algo que está más allá de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar con nuestras voluntades y con nuestras manos; es, en fin, la unidad de nuestro destino y de nuestro porvenir. Tiene ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen, al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de otra clase.862

861 “¡Viva la República!” (1933), XI, 527. 862 Rectificación de la República (1931), XI, 413.

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El concepto orteguiano de nación está en conexión con el principio

de libertad, con la capacidad de una colectividad para llevar a cabo una

gran empresa elegida libremente por todos los ciudadanos y hacerse

dueña así de su propio destino. Se trata de la capacidad de una sociedad

para construirse a sí misma, de acuerdo con su íntima y consensuada

vocación; de la facultad para que – tal como proponía Ortega en la

Segunda República dentro de su proyecto de nacionalización– el “ pueblo

vaque libremente a su destino, de dejarse fare da se, que se organice a

su gusto, que elija su camino sobre el área imprevisible del futuro, que

viva a su modo y según su interna inspiración (...), corregir su propia

fortuna, regularse a sí mismo, como hace todo organismo sano;

reacticular sus impulsos en plena holgura, sin violencia de nadie”863, con

el fin de elaborar “un sistema de tradiciones religiosas, políticas y

artísticas” en que consiste el proceso de formación de toda

nacionalidad864.

De acuerdo con Ortega, “una nación es, ante todo, un sistema de

secretos, un repertorio de arcanos que constan a todos sus naturales y

son impenetrables para los extraños. Las naciones son intimidades,

como lo son las personas. Y esta impenetrabilidad ha de entenderse

radicalmente, aun referida a las cosas aparentemente más simples y

acotadas”865. De ahí, señala Ortega, la gran dificultad para llegar a

comprender en toda su profundidad el modo específico de ser de cada

nación, puesto que “el saber de la vida humana, personal o nacional,

exige inexcusablemente vivirla. No hay otro modo de saberla”866:

(...) un pueblo se compone, ante todo, de secretos. Cada nación es un tenaz ensayo de vivir según cierta manera, de afrontar las dificultades de la existencia partiendo de ciertos supuestos, como un poeta que se obliga a construir un soneto con rimas forzadas. Esos supuestos consisten en la actitud adoptada ante las cosas más elementales que intervienen en toda vida humana. Por eso son secretos. Lo patente es siempre el compuesto. Los ingredientes, los elementos, por definición, no aparecen nunca aislados. Para

863 Ibid., 409. 864 “En un banquete en su honor en «Pombo»” (1922), VI, 227. 865 Meditación del pueblo joven (1958), VIII, 394, cursivas mías. 866 Ibid., 417. En esta idea se basa precisamente la metodología característica

de la Antropología social y cultural, la técnica del trabajo de campo y especialmente la observación participante.

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355

descubrirlos hace falta emplear una fuerte operación analítica, una química enérgica.867

En la concepción orteguiana de la nación como empresa colectiva

se pone de relieve el valor que para Ortega posee la capacidad humana

de emprender grandes proyectos, de fijarse un “blanco” hacia el cual se

pueda perfeccionar la vida colectiva e individual, de acuerdo con el ideal

de “vida ascendente” –se trata, así, de la vida humana como empresa,

como aventura, conceptos que ya vimos al analizar el modelo orteguiano

de democracia. En este sentido, Ortega insiste en la “múltiple actividad

que en los pueblos sanos suele emplear el alma individual en la creación

o recepción de grandes proyectos, ideas y valores colectivos”868. En

opinión de Ortega, “sólo la acción, la empresa, el proyecto de ejecutar un

día grandes cosas son capaces de dar regulación, estructura y cohesión

al cuerpo colectivo”869.

Desde el punto de vista de Ortega, “la idea de Nación (...) está

constitutivamente proyectada hacia el porvenir, es esencialmente

empresa”870. El concepto orteguiano de nación se encuentra así en

estrecha relación con la dimensión de futurización, que según Ortega

caracteriza a la vida humana –la vida es una actividad que siempre se

ejecuta hacia delante, “la vida humana es constante ocupación con algo

futuro (...) nada tiene sentido para el hombre sino en función del

porvenir”871. Así, el concepto orteguiano de nación como proyecto

colectivo que requiere la cooperación de todos los ciudadanos es

también coherente con el imperativo ético de “salvar a la circunstancia”,

condición necesaria de acuerdo con Ortega para la propia salvación de

uno mismo.

La unidad en torno a un proyecto colectivo que implica el proyecto

orteguiano de nación no significa que no se den discrepancias y

867 “Cuestiones holandesas” (1936), V, 255. 868 España invertebrada (1922), III, 90. 869 Ibid., 76. 870 “De Nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea

de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 20. 871 La rebelión de las masas (1930), IV, 265-266.

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356

diferencias de opinión, pues la pluralidad es un rasgo sustantivo de la

auténtica democracia en opinión de Ortega. Lo importante consiste,

señala este pensador, en que por encima de esas disensiones, más allá

de esas diferencias basadas en intereses particulares, exista la idea

compartida de tener un proyecto de vida en común872, puesto que desde

el punto de vista orteguiano “un pueblo es la unión de elementos

antagónicos a quienes sólo puede mantener juntos una tarea común, la

colaboración en un ideal”873. Ortega argumenta del siguiente modo esta

idea, en relación con el contexto español y con las tendencias

particularistas que percibe en él:

Vive nuestra España, de ordinario, en una discordia radical (...). Cierto que dondequiera hay sociedad existen disensiones graves; con unos u otros nombres, se dan en toda nación perdurable batalla derechas e izquierdas, blancos y negros. Pero en otros países, fluye bajo esa contienda una corriente de última solidaridad, la coincidencia en ciertos sentimientos básicos y un indiscutible deseo de convivir unos con otros, a pesar de sus luchas, formando la unidad nacional. Merced a esto, la discordia queda localizada en ciertas latitudes de la existencia pública, y muy rara vez llega a tajar de arriba abajo el corazón de la sociedad. No es, pues, lo grave que haya muchas discrepancias, sino que sólo haya discrepancias. ¿Cómo podrá vivir un pueblo si se encuentra dividido en dos porciones por entero incomunicantes? (...) es preciso que al menos sus pies se afiancen sobre una tierra común y que el vértice de sus corazones gravite hacia un mínimum de intenciones solidarias.874

Tal disociación nacional lleva a afirmar a Ortega que “hoy es

España, más bien que una nación, una serie de compartimentos

estancos”875. En contra de esas discrepancias radicales, particularismos

y falta de cohesión social que percibe en España, Ortega sostiene que

“la idea de la Nación expresa el deber de quebrar todo interés parcial en

beneficio del destino común de los españoles. Hay que imponer el

derecho superior de esa comunidad de destino sobre todo lo que es

872 “No es necesario ni importante –sostiene Ortega– que las partes de un todo social coincidan en sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de las otras” (España invertebrada (1922), III, 74).

873 “Fabricantes de rencor” (1918), X, 411. El proyecto colectivo en el que de acuerdo con Ortega consiste una nación, es lo que permite por tanto la unión y reconciliación de esos elementos antagónicos, impidiendo así su disgregación. Resuena en esta idea la teoría de Heráclito sobre la reconciliación de los pares de contrarios que componen toda realidad existente.

874 “Gobierno de reconstrucción nacional” (1918), X, 416, cursivas mías. 875 España invertebrada (1922), III, 74.

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357

parte, clase, clientela o grupo. La Nación es el nombre de la obra común

que hay que hacer y es, a la par, sistema de condiciones ineludibles sin

las cuales España no puede subsistir ni progresar”876: “Se trata, señores

–afirma Ortega, en la última frase de Rectificación de la República– de

innumerables cosas egregias, que podríamos hacer juntos”877. En la

necesidad de nacionalización de España insiste Ortega de modo especial

durante su actuación pública durante la II República, sosteniendo que “no

es, pues, cuestión de «izquierdismo» ni «derechismo». Es otra cosa, es

otra cosa...”, esto es: la nacionalización de España878. Ortega propone en

este sentido la creación en España de un partido de amplitud nacional

que, frente a todo tipo de particularismos y por encima de distinciones

dicotómicas enfrentadas como la de “derechas” e “izquierdas”, etc.,

ponga en primer plano los intereses comunes de la nación879.

De acuerdo con Ortega, el fundamento de la nación no se

encuentra en la consanguinidad, ni en la unidad lingüística, ni tampoco

en la existencia de supuestas “fronteras naturales”, sino que estos

aspectos son más bien efectos posteriores, resultado de la previa

formación de la nación880: “Es preciso resolverse –señala Ortega– a

876 “Circular (de la ASR), 1932, XI, 426. 877 Rectificación de la República (1931), XI, 417. 878 “Hacia un partido de la nación” (1932), XI, 424. 879 Cf. XI, 272; XI, 412ss. 880 “¿Qué es, pues, una nación, ya que no es ni comunidad de sangre, ni

adscripción a un territorio, no cosa alguna de este orden? (...) ¿Qué fuerza real ha producido esa convivencia de millones de hombres bajo una soberanía de Poder público, que llamamos Francia, o Inglaterra, o Italia, o Alemania? No ha sido la previa comunidad de sangre, porque cada uno de esos cuerpos colectivos está regado por torrentes cruentos muy heterogéneos. No ha sido tampoco la unidad lingüística, porque los pueblos hoy reunidos en un Estado hablaban o hablan todavía idiomas distintos. La relativa homogeneidad de raza y lengua de que hoy gozan –suponiendo que ello sea un gozo– es resultado de la previa unificación política. Por tanto, ni la sangre ni el idioma hacen al Estado nacional; antes bien, es el Estado nacional quien nivela las diferencias originarias de glóbulo rojo y son articulado. Y siempre ha acontecido así. Pocas veces, por no decir nunca, habrá elEstado coincidido con una identidad previa de sangre o idioma. Ni España es hoy un Estado nacional porque se hable en toda ella el español, ni fueron Estados nacionales Aragón y Cataluña porque en un cierto día, arbitrariamente escogido, coincidiesen los límites territoriales de su soberanía con los del habla aragonesa o catalana. Más cerca de la verdad estaríamos si, respetando la casuística que toda realidad ofrece, nos acostásemos a esta presunción: toda unidad lingüística que abarca un territorio de alguna extensión es casi seguramente precipitado de alguna unificación política precedente (...) ¿Cuál ha sido entonces el papel de las fronteras en la formación de las nacionalidades, ya que no han sido el fundamento positivo de ésta? La cosa es clara y de suma importancia para entender la auténtica inspiración del Estado nacional frente al Estado-ciudad. Las fronteras han servido

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358

buscar el secreto del Estado nacional en su peculiar inspiración como tal

Estado, en su política misma, y no en principios forasteros de carácter

biológico o geográfico”881. Y la respuesta a ese secreto de la nación la

encuentra Ortega en su carácter de proyecto colectivo de vida, pues “el

Estado es siempre, cualquiera que sea su forma (...), la invitación que un

grupo de hombres hace a otros grupos humanos para ejecutar juntos una

empresa”882, y esta empresa “consiste a la postre en organizar un cierto

tipo de vida en común”883, de tal manera que “Estado y proyecto de vida,

programa de quehacer o conducta humanos, son términos

inseparables”884. De este modo, la nación es fundamentalmente para

Ortega un principio de convivencia, la creación de un modo de vida sui

generis en donde la pluralidad y las diferencias existentes se minimizan a

favor de ese proyecto colectivo que configura un futuro en común. De ahí

que para Ortega en la idea nacional “triunfa siempre el puro principio de

unificación humana en torno a un incitante programa de vida”885.

Puesto que el Estado nacional consiste según Ortega

fundamentalmente en una empresa colectiva, “su realidad es puramente

dinámica; un hacer, la comunidad en la actuación”886, pues “antes que

nada es el Estado proyecto de un hacer y programa de colaboración. Se

llama a las gentes para que juntas hagan algo”887, de modo que “el

Estado (...) es un puro dinamismo –la voluntad de hacer algo en

común”888. Por la misma razón sostiene Ortega que “el Estado nacional

para consolidar en cada momento la unificación política ya lograda. No han sido, pues, principio de la nación, sino al revés: al principio fueron un estorbo, y luego, una vez allanadas, fueron el medio material para asegurar la unidad. Pues bien; exactamente el mismo papel corresponde a la raza y la lengua. No es la comunidad nativa de una u otra la que constituyó la nación, sino al contrario: el Estado nacional se encontró siempre, en su afán de unificación, frente a las muchas razas y las muchas lenguas, como con otros tantos estorbos. Dominados estos enérgicamente, produjo una relativa unificación de sangres e idiomas, que sirvió para consolidar la unidad” (La rebelión de las masas (1930), IV, 259-263).

881 Ibid., 263. 882 Id.883 Id.884 Id.Y “las diferentes clases de Estado –señala Ortega– nacen de las maneras

según las cuales el grupo empresario establezca la colaboración con los otros”.885 Ibid., 266. 886 Ibid., 264. 887 Ibid., 258. 888 Id.

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es en su raíz misma democrático”889, pues para su funcionamiento

requiere la colaboración interna de todos sus miembros, fortaleciéndose

así el principio de solidaridad y unidad nacional, en detrimento de los

principios generadores de diferencias. El concepto orteguiano de nación

implica por tanto la participación continua de los ciudadanos en el

proyecto colectivo que define a cada nacionalidad, puesto que “no hay

Nación si además de nacer en ella no se preocupan de ella y la van, día

a día, haciendo y perhaciendo”890.

Ortega sostiene que “forma parte activa del Estado, es sujeto

político, todo el que preste adhesión a la empresa –raza, sangre,

adscripción geográfica, clase social, quedan en segundo término”891,

puesto que “no es la comunidad anterior, pretérita, tradicional e

inmemorial –en suma: fatal e irreformable–, la que proporciona título para

la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No

lo que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos nos reúne

en Estado”892. El porvenir se constituye así –como en la misma vida

humana– en la dimensión principal del Estado nacional según Ortega: la

asunción de un proyecto de vida en común a realizar entre todos de cara

al futuro. De acuerdo con Ortega, “nada tiene sentido para el hombre,

sino en función del porvenir”893, puesto que “el ser humano tiene

irremediablemente una constitución futurista; es decir, vive ante todo en

el futuro y del futuro”894. Por ello afirma Ortega, en relación a la definición

de nación, que “sangre, lengua y pasado comunes son principios

estáticos, fatales, rígidos, inertes; son prisiones. Si la nación consistiese

en eso y en nada más, la nación sería una cosa situada a nuestra

889 Ibid., 265. 890 Meditación de Europa, IX, 282. Este texto recoge la conferencia “De Europa

meditatio quaedam” que Ortega pronunció en 1949 en la Universidad libre de Berlín. Muchas de las ideas que aparecen en ella habían sido ya presentadas por Ortega, a veces de forma literal, especialmente en La rebelión de las masas (1930) y “Prólogo para franceses” (1937).

891 Ibid., 264. 892 Id.893 Ibid., 266. 894 Id., n.1. “Quiérase o no –argumenta Ortega– la vida humana es constante

ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro?”.

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espalda, con la cual no tendríamos nada que hacer. La nación sería algo

que se es, pero no algo que se hace”895:

El “carácter nacional”, como todo lo humano, no es un don innato sino una fabricación. El carácter nacional se va haciendo y deshaciendo y rehaciendo en la historia. (...) la nación no nace, sino que se hace. Es una empresa que sale bien o mal, que se inicia tras un período de ensayos, que se desarrolla, que se corrige, que “pierde el hilo” una o varias veces, y tiene que volver a empezar o al menos reanudar.896

Ortega recoge la concepción de nación de Renan según la cual “la

existencia de una nación es un plebiscito cotidiano”, y explica la fortuna

de esta definición precisamente por la dimensión futurista que proyecta:

“Esto es lo que reverbera en la frase de Renan –señala Ortega–: la

nación como excelente programa para mañana. El plebiscito decide un

futuro”897. A juicio de Ortega, la definición de Renan permite entrever “el

entresijo esencial de una nación, que se compone de estos dos

ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa

común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto

iniciativo”898. Sin embargo, la definición renaniana de nación posee en

opinión de Ortega un aspecto arcaizante, en razón de la importancia que

concede al pasado y al peso de las tradiciones ya constituidas899. Ortega

895 Ibid., 265. 896 “Epílogo para ingleses” (1938), IV, 282. 897 La rebelión de las masas (1930), IV, 266. 898 Ibid., 268. 899 Esta es la definición de Renan de nación, que cita Ortega: “Tener glorias

comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; haber hecho juntos grandes cosas, querer hacer otras más; he aquí las condiciones esenciales para ser un pueblo...En el pasado, una herencia de glorias y remordimientos; en el porvenir, un mismo programa que realizar...La existencia de una nación es un plebiscito cotidiano” (Ibid., 265). A pesar de la relevancia que Renan concede al pasado común, en la concepción orteguiana de nación pueden observarse importantes concomitancias con la definición renaniana, como por ejemplo la dimensión de proyecto en común o el carácter secundario de aspectos como la lengua, las fronteras geográficas o la sangre: “La nación, como el individuo, es la consecuencia de un largo pasado de esfuerzos, de sacrificios y de desvelos (...) En el pasado, una herencia de gloria y de fracasos a compartir; en el porvenir, un mismo programa a realizar; haber sufrido, disfrutado y esperado juntos; he aquí lo que vale más que aduanas comunes y fronteras conforme a ideas estratégicas; he aquí lo que se comprende a pesar de la diversidad de raza y de lengua. (...) Una nación es pues una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y los sacrificios que todavía se está dispuesto a hacer. Supone un pasado; se resume, no obstante, en el presente por un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La

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361

enfatiza por el contrario su dimensión proyectiva, en consonancia con el

carácter dinámico que en su opinión caracteriza a la nación; en este

sentido, la condición esencial de toda nación es según Ortega la de “in

statu nascendi”, puesto que “la nación, antes de poseer un pasado

común, tuvo que crear esta comunidad, y antes de crearla tuvo que

soñarla, que quererla, que proyectarla. Y basta que tenga un proyecto de

sí misma para que la nación exista, aunque no se logre, aunque fracase

la ejecución, como ha pasado tantas veces”900.

Y, sin embargo, Renan anula o poco menos su acierto, dando al plebiscito un contenido retrospectivo, que se refiere a una nación ya hecha, cuya perpetuación decide. Yo preferiría cambiarle el signo y hacerle valer para la nación in statu nascendi. Esta es la óptica decisiva. Porque, en verdad, una nación no está nunca hecha. En esto se diferencia de otros tipos de Estado. La nación está siempre o haciéndose o deshaciéndose. Tertium non datur. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que su Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz.901

Ortega contrapone la idea de “nación” tanto con la de “pueblo”

como con la de “pólis”. De acuerdo con Ortega, un “pueblo” consiste en

“una colectividad constituida por un repertorio de usos tradicionales que

el azar o las vicisitudes de la historia ha creado”902, que “se ha originado

mecánicamente”903, de tal modo que el pueblo “vive inercialmente de su

pasado y nada más”904. La “nación” se compone también de ese conjunto

de usos y costumbres que se ha ido sedimentando905, pero para Ortega

requiere satisfacer otra condición para constituirse como tal: la

existencia de una nación es (perdónenme esta metáfora) un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una perpetua afirmación de vida. (...) El hombre no es esclavo ni de su raza, ni de su lengua, ni de su religión, ni del curso de los ríos, ni de la dirección de las cadenas de montañas. Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación” (E. Renan, ¿Qué es una nación? Cartas a Leo Strauss(1882), Alianza, Madrid, 1987, pp. 82-85).

900 La rebelión de las masas (1930), IV, 267. 901 Ibid., 268. “Una nación (...) es una labor de todos los días, de todos los

instantes” (Vieja y nueva política (1914), I, 292). 902 “De Nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea

de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 15. 903 Id.904 Id.905 “Ahora bien –precisa Ortega–, una nación en el sentido de nación europea

es, claro está, también y ante todo un pueblo en el indicado sentido. Consiste también en una serie de manías y en un tesoro de costumbres, de habitualidades en que el pasado se ha petrificado” (Ibid., p. 16).

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aspiración hacia un determinado modo de vida, un ideal y proyecto

común que los miembros de esa colectividad perciban como “lo mejor”,

“lo ejemplar”, de tal modo que su “quehacer” esté consecuentemente

orientado a dar cumplimiento al compromiso de intentar de alcanzar ese

ideal colectivo, pues “la idea de Nación, a diferencia de los pueblos que

no son sino pueblos, implica, ante todo, ser un programa de vida hacia el

futuro”906. De este modo, el concepto orteguiano de “nación”, y más

concretamente su concepto de “nación europea”, lleva implícito el

principio de excelencia:

Pero la nación europea llegó a ser “nación” sensu stricto porque a esa vida propia de los usos tradicionales en que los hombres viven de modo inercial, añadieron formas de vida que, si bien articuladas con las tradicionales, pretenden representar una “manera de ser hombre” en el sentido más elevado; que aspiraba a ser precisamente la manera más perfecta de ser hombre y, por tanto, bien fundada y proyectada sobre el porvenir. Cada uno de esos prototipos nacionales había sido forjado como una forma peculiar de interpretar precisamente la “unitaria cultura europea”, es decir, que ésta era vivida intensamente y con propio estilo por cada nación. (...) Esta enérgica pretensión de representar la mejor figura posible de humanidad mantuvo “en forma” a los pueblos de Europa, e hizo que su convivencia tuviese durante siglos el maravilloso y fertilísimo carácter de una grandiosa emulación, de lucha agonal en que se incitaban los unos a los otros hacia mayor perfección.907

Desde el punto de vista de Ortega, cada una de las distintas

naciones europeas representa así “un modo integral de ser hombre”908,

de tal manera que “ser inglés, francés o español quiere decir ser

íntegramente hombre en el modo inglés, francés o español”909. Y, de

acuerdo con Ortega, ese modo “afecta todas las dimensiones de lo

humano –religión, poesía, arte, economía, política, amor, dolor, placer–,

las penetra, impregna y modifica”, a la vez que es percibido en términos

de ejemplaridad por parte de los miembros de cada nación, como “fuerza

creadora de futuro, (...) ideal de vida hacia el porvenir”910.

906 “De Nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 17.

907 Ibid., pp. 16-17. 908 Meditación de Europa (1949), IX, 279. 909 Id.910 Id.

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363

Por su parte, la “pólis” cumple según Ortega su fin o télos ya desde

su propio origen, puesto que en ella la perfección o aspiración a la

teleíosis “no es sentida como la esperanza de un desarrollo futuro, sino

como una calidad presente” 911, por lo que “el polítes vive en un perpetuo

presente”912. Por el contrario, la “nación” para Ortega sólo cumple su fin a

lo largo de su desarrollo, puesto que lo que “es”, aquello que la define,

está todavía en germen, se trata de una pura potencialidad, en tensión

permanente por irse realizando en el futuro. De ahí la relevancia del

sistema de expectativas que toda nación despierta en los ciudadanos:

“La idea de Nación, a diferencia de la de otras sociedades, lleva consigo

una fe en la potencialidad del cuerpo colectivo que hace a sus miembros

esperar de él grandes cosas. Pero la fe en esas posibilidades no se nutre

de lo que en la nación está a la vista, sino de presuntas riquezas

escondidas en los invisibles senos nacionales”913. Se destaca así la

dimensión de futuro que implica el concepto orteguiano de nación, “cosa

que no acontece con la Pólis, cuyo futurismo apenas se destaca y está

como atrofiado. La Pólis vive en un perpetuo presente”914. Por la misma

razón, a diferencia de la pólis “la Nación sólo llega a ser Estado en su

fase de plena maduración”915.

Se trata, pues, de la gran diferencia entre lo que el hombre es a su espalda y lo que es hacia delante de sí, lo que es como tradición y lo que es como empresa. Esto último consiste en todo aquello que tiene a la vista porque le es problema y proyecto, lo que le preocupa y le ocupa, lo que desea y moviliza sus energías, en suma, lo que quiere ser y siente que “tiene que ser”. Si para entendernos usamos como instrumento ocasional la distinción aristotélica entre “materia” y “forma”, yo diría que eso que queremos ser o sentimos tener que ser, eso que nos mueve a hacer y a padecer –por tanto, nuestro ser hacia delante y hacia la vista– es la “forma”, la cual informa efectivamente nuestra vida aprovechando lo que le conviene, como “materia”, de cuanto somos atergo.916

De acuerdo con Ortega, la nación se distingue así de la pólis por su

carácter de proyecto, de empresa y también, por tanto, por su dimensión

911 Ibid., 270-271. 912 Ibid., 283. 913 Ibid., 270. 914 Id.915 Ibid., 271. 916 Ibid., 278.

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364

problemática. La nación constituye para Ortega un tipo de sociedad cuyo

ideal a realizar incluye “a la vez, ser tradición y ser empresa”917. Además

de su preocupación por la ley, el derecho y la política exterior, el

ciudadano de una nación “vive con entusiasmo el modo integral de ser

hombre, que es el contenido de su Idea colectiva, se esfuerza por

depurarlo y enriquecerlo; en suma, prolonga hacia el futuro, como ideal a

realizar, la figura misma de su pasado, intentando su perfección, con lo

cual la inercialidad de un pretérito se transmuta constantemente en meta

y ejemplaridad para un porvenir. Sólo hombres capaces de vivir en todo

instante las dos dimensiones sustantivas del tiempo –pasado y futuro–

son capaces de formas Naciones”918.

Como puede verse, en el concepto orteguiano de nación aparecen

reflejados los distintos principios que constituyen el núcleo normativo de

su modelo de democracia analizados en el tercer capítulo: libertad,

excelencia, pluralismo, voluntad de convivencia, participación, etc.

Nacionalización

Ortega señala que la nacionalización contribuye a activar el

desarrollo de las facultades de los ciudadanos y despierta sus energías

vitales hacia una “vida en forma”, una vida tensa y ascendente en orden

a la realización de los ideales colectivos; y, de este modo, contribuye a la

mejora de los ciudadanos y de la colectividad, en coherencia con los

principios de excelencia y vitalidad:

¿Cómo se mantiene despierta esta corriente profunda de solidaridad? Vuelvo una vez más al tema que es leitmotiv de este ensayo: la convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el montón de piedras al borde de un camino. La nacionalización se produce en torno a fuertes empresas incitadoras que exigen de todos un máximum de rendimiento y, en consecuencia, de disciplina y mutuo aprovechamiento. La reacción primera que en el hombre origina una coyuntura difícil o peligrosa es la concentración de todo su organismo, un apretar las filas de las energías vitales, que quedan alerta y en pronta disponibilidad para ser lanzadas contra la hostil situación. Algo semejante acontece

917 Ibid., 285. 918 Ibid., 283.

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en un pueblo cuando necesita o quiere en serio hacer algo. En tiempo de guerra, por ejemplo, cada ciudadano parece quebrar el recinto hermético de sus preocupaciones exclusivistas, y agudizada su sensibilidad por el todo social, emplea no poco esfuerzo mental en pasar revista, una vez y otra, a lo que puede esperarse de las demás clases y profesiones. Advierte entonces con dramática evidencia la angostura de su gremio, la escasez de sus posibilidades y la radical dependencia de los restantes en que, sin notarlo, se hallaba. Recibe ansiosamente las noticias que le llegan del estado material y moral de otros oficios, de los hombres que en ellos son eminentes y en cuya capacidad puede confiarse. (...) Nada acontece en un grupo social que no llegue a conocimiento del resto y deje en él su huella. La sociedad se hace más compacta y vibra integralmente de polo a polo. A esta cualidad, que en los casos bélicos se manifiesta superlativamente, pero que en medida bastante es poseída por todo pueblo saludable, llamo “elasticidad social”. Es en el orden psicológico la misma condición que en el físico permite a la bola de billar transmitir, casi sin pérdida, la acción ejercida sobre uno de sus puntos a todos los demás de su esfera. Merced a esta elasticidad social la vida de cada individuo queda en cierta manera multiplicada por la de todos los demás; ninguna energía se despilfarra: todo esfuerzo repercute en amplias ondas de transmisión psicológica, y de este modo se aprovecha y acumula. Solo una nación de esta suerte elástica podrá en su día y en su hora ser cargada prontamente de la electricidad histórica que proporciona los grandes triunfos y asegura las decisivas y salvadoras reacciones.919

En los particularismos en sus diversas formas, ocurre justamente lo

contrario: atomización de la sociedad, incomunicación entre los

diferentes grupos e individuos, desinterés por la actividad de los demás,

insolidaridad social, etc.: “el particularismo [de clase o gremio] se

presenta siempre que en una clase o gremio, por una u otra causa, se

produce la ilusión intelectual de creer que las demás clases no existen

como plenas realidades sociales o, cuando menos, que no merecen

existir. Dicho aún más simplemente: particularismo es aquel estado de

espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás”920. El

919 España invertebrada (1922), III, 73-74. 920 Ibid., 79. Se trata en términos orteguianos de la “repugnancia a contar con

los demás” (“Ideas políticas” (1922), XI, 16), que es justamente lo que caracteriza según Ortega a la sociedad española de los años veinte: “La actualidad pública de España se caracteriza por un imperio casi exclusivo del particularismo y la táctica de acción directa que le es aneja” (España invertebrada (1922), III, 89), y “esta incapacidad de sentirse cada cual herido en la herida del prójimo, hace que todo sea posible en España” (“Sobre la Real Orden” (1920), X, 664). En este sentido afirma Ortega: “Vive cada gremio herméticamente cerrado dentro de sí mismo. No siente la menor curiosidad por lo que acaece en el recinto de los demás. Ruedan los unos sobre los otros como orbes estelares que se ignoran mutuamente. Polarizado cada cual en sus tópicos gremiales, no tiene ni noticia de los que rigen el alma del grupo vecino. Ideas, emociones, valores creados dentro de un núcleo profesional o de una clase, no trascienden lo más mínimo a las restantes. El esfuerzo titánico que se ejerce en un punto del volumen social no es transmitido, ni obtiene repercusión unos metros más allá, y muere donde nace” (España invertebrada (1922), III, 74-75). De acuerdo con Ortega, en este tipo de

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366

particularismo se opone por tanto frontalmente a la concepción

orteguiana de nación, entendida ésta como “una ingente comunidad de

individuos y grupos que cuentan los unos con los otros”921, así como al

principio de voluntad de convivencia y solidaridad que defiende Ortega

en su modelo de democracia.

A la hora de resolver conflictos, en lugar de recurrir a instancias

legales intermedias –“acción indirecta”– para llegar a través de ellas a

decisiones consensuadas, en los particularismos los grupos tienden

siempre a tratar de imponer su voluntad mediante la “acción directa”,

puesto que “una clase atacada de particularismo se siente humillada

cuando piensa que para lograr sus deseos necesita recurrir a estas

instituciones u órganos del contar con los demás”922, al considerarse a sí

misma “no una parte de la sociedad, sino el verdadero todo social, el

único que tiene derecho a una legítima existencia política”923. La “acción

directa” es de este modo una “táctica que se deriva inevitablemente del

particularismo, del no querer contar con los demás”924; se trata por tanto

de una “táctica de exclusión”, que en lugar de considerar a los otros

como iguales y como interlocutores válidos para el diálogo y la

convivencia, trata mediante la fuerza y la violencia de excluir a los que

piensan de manera diferente, tendiendo a considerarlos como si fuesen

enemigos a los que es necesario eliminar925. Todo lo contrario, por tanto,

particularismo la clase o gremio pierde toda sensibilidad para ir más allá del estrecho reducto en el que desarrolla su actividad particular, de tal modo que “no siente en su periferia el contacto y la presión de las demás clases y gremios; llega consecuentemente a creer que sólo ella existe, que ella es todo, que ella es un todo” (Ibid., 74), pues “la esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán (...) En cambio, es característica de este estado social la hipersensibilidad para los propios males” (Ibid., 68). Ortega contrapone a esta situación de aislamiento y fragmentación social a la que da lugar el particularismo de clase, la necesidad de “mantener vivaz en cada clase o profesión la conciencia de que existen en torno a ella otras muchas clases y profesiones, de cuya cooperación necesitan, que son tan respetables como ella y tienen modos y aun manías gremiales que deben ser en parte tolerados o, cuando menos, conocidos” (Ibid., 73).

921 Ibid., 79. 922 Ibid., 79-80. 923 Ibid., 81. De este modo, “todo particularismo conduce, por fin,

inexorablemente, a la acción directa” (Ibid., 78). 924 Ibid., 82. 925 En este sentido afirma Ortega que “para hacer grandes cosas es la peor una

táctica de exclusiones. Precisamente para que sean fecundas ciertas eliminaciones

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a la política de no exclusión y a los principios de tolerancia y pluralismo

que defiende Ortega en su modelo democrático.

Nacionalismos

De acuerdo con Ortega, los nacionalismos constituyen un tipo

específico de particularismo926. Como este filósofo señala, los conceptos

de “nación”, “nacional” o “nacionalización” no deben confundirse con el

de “nacionalismo”: “La palabra «nacional» suena ligeramente a

nacionalismo (...) Sin embargo, ¡cuán poco tienen que ver! Nacionalismo

es un concepto agresivo: el nacionalista piensa no tanto en su nación

como en las ajenas, no tanto para su nación como contra las otras

naciones. El nacional, por el contrario, se preocupa sólo de una labor

constructora dentro del ámbito político en que vive”927. Los nacionalismos

particularistas tienden así en opinión de Ortega a promover una política

de exclusión y división social, de fragmentación, aislamiento e

insolidaridad. De este modo, los nacionalismos entran en confrontación

con el principio de voluntad de convivencia y solidaridad social presentes

en el modelo democrático orteguiano, que defiende la necesidad de

contar con todos respetando la pluralidad. Los nacionalismos tienden

según Ortega a escindir la sociedad, estableciendo una línea

infranqueable entre “nosotros” y el resto que no opina como ellos –

quienes pasan por tanto automáticamente a ser considerados como

ejemplares es necesario compensarlas con magnánimos apelativos de colaboración, con llamamientos generosos hacia los cuatro puntos cardinales que permitan a todos los ciudadanos sentirse aludidos” (Ibid., 84).

926 “¿Qué es el nacionalismo particularista? Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades. Mientras estos anhelan lo contrario, a saber: adscribirse, integrarse, fundirse en una gran nación, esos otros pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos. Y no se diga que es, en pequeño, un sentimiento igual al que inspira los grandes nacionalismos, los de las grandes naciones, no; es un sentimiento de signo contrario. (…) En cambio, el pueblo particularista parte, desde luego, de un sentimiento defensivo, de una extraña y terrible hiperestesia frente a todo contacto y toda fusión; es un anhelo de vivir aparte” (El Estatuto catalán (1932), XI, 459).

927 “Miscelánea socialista” (1912), X, 203. Ortega sostiene en este sentido que “nuestra preocupación nacional es incompatible con el nacionalismo” (Vieja y nueva política (1914), I, 304). Cf. I, 299.

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368

potenciales enemigos. Para Ortega el nacionalismo posee un carácter

agresivo, que le lleva a ejercer una opresión –usualmente a través de la

“acción directa”– sobre los que piensan de manera diferente,

contraponiéndose de este modo al principio orteguiano de libertad, de

acuerdo con el cual cada individuo tiene el derecho a elegir y expresar

libremente sus opiniones y a comportarse en consecuencia; y se opone

por tanto también al principio de excelencia, a la posibilidad de los

individuos a elegir lo que para ellos representa “lo mejor”. Como ocurre

en general con cualquier tipo de particularismo, los nacionalismos

tienden a pensar que constituyen “toda” la sociedad, cuando en realidad

representan sólo una parte, promoviendo de este modo una

homogeneización que tiende a recortar gravemente los valores de

tolerancia y pluralismo928. Las críticas de Ortega al nacionalismo se

encuentran influenciadas en buena parte, como señala A. de Blas, por el

marcado europeísmo y cosmopolitismo del filósofo929.

Ortega defiende para España un regionalismo o descentralización

en términos de autonomía, no de soberanía nacional930. En este sentido,

928 A. Peris Suay considera que “Ortega sitúa el nacionalismo en el marco de un rico análisis sociológico e histórico que le permite concluir que éste es consecuencia del fenómeno de desmoralización y desorientación que se da en Occidente, síntoma visible de la falta de proyecto aglutinante. La complejidad social, la burocratización y la internacionalización de la economía en el mundo moderno producen una pérdida de identidad del individuo con la colectividad, de manera que como consecuencia deja de sentirse partícipe de la comunidad y responsable de ciertos deberes ciudadanos. Además, el nacionalismo es particularismo, es decir, síntoma del exclusivismo de no querer contar con los demás y, en este sentido, tiene una tendencia intrínsecamente antiliberal; pretende renunciar a la heterogeneidad y pluralidad aniquilando las diferencias, de manera que el nacionalismo separatista tiende al totalitarismo pidiendo cada vez mayor fidelidad al ciudadano usurpando así la vida privada y controlándolo todo” (A. Peris Suay, Liberalismo y democracia en Ortega y Gasset, Tesis Doctoral, Universitat de Válencia, 2001 (inédita), p. 477).

929 Cf. A. de Blas, “Nación y nacionalismo en la obra de Ortega y Gasset”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz, Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, pp. 661.

930 “Hay que modernizar la provincia y vitalizarla. ¿Y cómo podrá lograrse esto si no es poniendo en manos de los provinciales los problemas de su existencia local? Nosotros hemos defendido en el Parlamento la necesidad de crear una organización regional holgadamente autónoma. No basta con la autonomía municipal, ni siquiera con la provincial. Es preciso suscitar un localismo de grandes dimensiones que pueda sentir el orgullo de sí mismo, capaz de acometer grandes empresas y de resolver con amplios medios los problemas que plantea cada terruño. Las regiones o grandes comarcas son los miembros naturales de la Nación. Si Cataluña expresase sus aspiraciones en términos de autonomía nos tendría

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para Ortega el “regionalismo ejemplar” se opone a los “arcaísmos

nacionalistas”, que, contrariamente al primero, carecen de futuro y

constituyen “callejones sin salida”931. En España invertebrada (1922),

Ortega sostiene que los nacionalismos particularistas –con los ejemplos

paradigmáticos de Cataluña y el País Vasco– no son en realidad sino

ejemplos específicos del particularismo general que impera en esos

momentos en España932, pues “cuando una sociedad se consume víctima

del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse

particularista fue precisamente el Poder central”933, a causa de la

incapacidad de éste para promover proyectos colectivos ilusionantes al

resto de la población. En cualquier caso, Ortega considera que toda

reforma autonómica que se emprenda en España debe estar de acuerdo

con “el modo de sentir del pueblo español” 934 y éste debe ser consciente

de las profundas consecuencias que ello implica, especialmente si se

pone en juego la soberanía nacional, puesto que, en opinión de Ortega,

“toda reforma de soberanía es de tal modo profunda, de tal modo grave,

enégicamente a su lado, pero no admitiremos equívoco alguno que oculte pujos de soberanía popular” (“Circular (de la ASR)”, 1932, XI, 429). Cf. XI, 396ss.

931 Cf. IV, 273; XI, 372; XI, 437. 932 Así afirma Ortega que “catalanismo y bizcaitarrismo no son síntomas

alarmantes por lo que en ellos hay de positivo y peculiar –la afirmación «nacionalista»–, sino por lo que en ellos hay de negativo y común al gran movimiento de desintegración que empuja la vida toda de España” (España invertebrada (1922), III, 89). “Catalanismo y bizcaitarrismo (…) son ambos no otra cosa que la manifestación más acusada del estado de descomposición en que ha caído nuestro pueblo; en ellos se prolonga el gesto de dispersión que hace tres siglos fue iniciado (…) En este esencial sentido podemos decir que el particularismo existe hoy en toda España, bien que modulado diversamente según las condiciones de cada región. En Bilbao y Barcelona, que se sentían como las fuerzas económicas mayores de la Península, ha tomado el particularismo un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica. En Galicia, tierra pobre, habitada por almas rendidas, suspicaces y sin confianza en sí mismas, el particularismo será reentrado, como erupción que no puede brotar, y adoptará la fisonomía de un sordo y humillado resentimiento, de una inerte entrega a la voluntad ajena, en que se libra sin protestas el cuerpo para reservar tanto más la íntima adhesión. No he comprendido nunca por qué preocupa el nacionalismo afirmativo de Cataluña y Vasconia y, en cambio, no causa pavor el nihilismo nacional de Galicia o Sevilla. Esto indica que no se ha percibido aún toda la profundidad del mal” (Ibid., 68-69). Cf. III, 72.

933 España invertebrada (1922), III, 69. Como apunta A. de Blas, para Ortega “el particularismo no solamente tiene una expresión territorial concretada en el auge de los nacionalismos periféricos, sino que se manifiesta también en el conjunto de la estructura social española” (Op. Cit., pp. 655-656).

934 Refiriéndose al caso catalán, Ortega considera que “es preciso que el Parlamento antes de resolver, averigüe muy precisamente cuál es el modo de sentir del pueblo español (…). Es menester que estemos ciertos de si el sentir del pueblo está suficientemente maduro para la faena y es preciso que la solución coincida con la ecuación exacta que consientan, de un lado el deseo de Cataluña y de otro el grado de madurez de aquel sentir nacional” (El Estatuto catalán (1932), XI, 485).

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que no es lícito intentarla, si no estamos explícitamente seguros de que

el pueblo español se da cuenta de la tremenda operación que vamos a

realizar en él”935. Se trata así, una vez más, de la necesidad de contar

con la realidad, de conocer en profundidad el contexto sociocultural

concreto antes de iniciar transformaciones en él.

En cuanto a las relaciones entre el autonomismo que Ortega

propone para España y los nacionalismos particularistas, Ortega señala

la necesidad de partir de esos localismos extremos, a su juicio los únicos

reductos de vida local existentes en esos momentos en España para,

desde ahí, fomentar la vida nacional y la participación pública de todas

las provincias españolas de acuerdo con un “regionalismo ejemplar”:

El único tipo de vida pública que existe normalmente en España es lo que hemos llamado localismo extremo. Esa vida local –el repertorio de ocupaciones y preocupaciones que integran la existencia del hombre medio español– no es directamente aprovechable para una vida nacional. Nature non imperatur nisi parendo –decía Bacon–. No se puede mandar a la Naturaleza sino obedeciéndola. Obedezcamos, pues. Separemos resueltamente en la vida pública española la vida local que no es nacional de la vida nacional que no es local. Veamos primero de qué manera conseguimos que la vida local sea lo más vida posible –lo más intensa y rica–, y que, sin perder su carácter local, sea lo más amplia posible; por tanto, lo menos local. De esta manera, por medio del propio localismo, habremos logrado suscitar un tipo de vida pública y de español medio mucho más próximos a la gran vida nacional, menos incapaces para ella. Dicho en otra forma: hay que ir de la pequeña y atómica vida local a una grande y orgánica vida local. Cuando se haya visto lo que es ésta, parecerá cosa obvia y sencilla fundar sobre ella la nación como tal. Al capítulo sobre organización de la vida nacional sucederá otro capítulo sobre organización de la vida nacional.936

935 Rectificación de la República (1932), XI, 396. “Lo que importa aquí –señala Ortega en su discurso parlamentario sobre el debate del Estatuto catalán–, lo que constituye la última y decisiva sustancia del problema político que debatimos, (…) es averiguar si la inmensa mayoría del pueblo español sigue resuelta a ser esa voluntad unitaria, a convivir en soberanía indivisa con aquellos con quienes ha convivido hasta aquí, a resolver junto con ellos, con todos ellos, sus problemas esenciales, y si, por querer eso, no admite oscuridad, confusión y equívoco alguno en cuanto afecte o, aun de lejos, amenace a la unidad de esa soberanía. (…) Y nosotros pensamos que eso es lo que acontece: que el pueblo español, en sus nueve décimas partes, no nosotros que no somos nada, (…) piensa así, y lo que es menester es que vosotros, libérrimamente, aforéis qué cantidad, qué cuantía de españoles piensa de este modo. Eso es lo importante y lo que tenéis que determinar dentro de vosotros mismos” (El Estatuto catalán (1932), XI, 482).

936 Rectificación de la República (1931), XI, 244-245. En opinión de Ortega, lo que hay de útil en los movimientos regionalistas y nacionalistas es “la apelación de una vida abstracta nacional a una vida concreta local” (“En el banquete a la revista Hermes” (1917), VI, 219).

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371

De acuerdo con Ortega, los nacionalismos separatistas son

problemas que “no se pueden resolver, que sólo se pueden conllevar”. El

caso catalán constituye un caso paradigmático para Ortega en este

sentido937:

(…) yo sostengo que el problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles. (…) Digo, pues, que el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar. (…) el problema catalán es un caso corriente de lo que llama nacionalismo particularista.938

Ortega señala que en los nacionalismos particularistas como el

catalán se dan siempre dos fuerzas o tendencias antagónicas, con

intensidad variable según el momento histórico concreto: una que le

impulsa a vivir aparte y otra que lo fuerza a convivir con los otros en la

unidad nacional; de ahí el conflicto sustantivo que caracteriza según

Ortega a colectividades como la catalana:

Este, señores, es el caso doloroso de Cataluña; es algo de que nadie es responsable; es el carácter mismo de ese pueblo; es su terrible destino, que arrastra angustioso a lo largo de toda su historia. Por eso la historia de pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante (…) De aquí que ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quién le manda o con quién manda él conjuntamente.939

Para Ortega esto significa que, si bien una parte importante de

catalanes se decantan a favor de esa fuerza que les impulsa a querer

937 Ortega expone sus ideas sobre el nacionalismo catalán principalmente en los discursos que pronunció ante las Cortes Constituyentes durante la Segunda República los días 13 de Mayo y 2 de Junio de 1932, dentro del debate parlamentario sobre el Estatuto de Cataluña (El Estatuto catalán (1932), XI, 455-488).

938 Ibid., 458-459. 939 Ibid., 460.

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vivir aparte del resto de España, también “muchos catalanes sienten y

han sentido siempre la tendencia opuesta; de aquí esa disociación

perdurable de la vida catalana”940. Del carácter antagónico de esas dos

fuerzas existentes se deriva la imposibilidad de resolver por entero el

problema del nacionalismo catalán, de tal modo que, de acuerdo con

Ortega, la única solución posible al conflicto consiste fundamentalmente

en saber “conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa

posible”941. Por esta razón, Ortega señala la necesidad de invertir los

términos en los que se había planteado hasta entonces el problema del

nacionalismo catalán, considerando que “en vez de pretender resolverlo

de una vez para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de

posibilidad, buscando lealmente una solución relativa, un modo más

cómodo de conllevarlo; demos, señores, comienzo serio a esta

solución”942, una solución relativa al momento histórico y además

progresiva en el tiempo943:

¿Cuál puede ser ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás. Lo insoluble es cuanto significa amenaza, intención de amenaza, para disociar por la raíz la convivencia entre Cataluña y el resto de España. Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la unidad de soberanía.944

940 Ibid., 461. En este sentido afirma Ortega que “muchos catalanistas no quieren vivir aparte de España, es decir, que, aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera el Estatuto, que acaso han votado. Porque esto es lo lamentable de los nacionalismos; ellos son un sentimiento, pero siempre hay alguien que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas fórmulas políticas: las que a ellos, a un grupo exaltado, les parecen mejores. Los demás coinciden con ellos, por lo menos parcialmente, en el sentimiento, pero no coinciden en las fórmulas políticas; lo que pasa es que no se atreven a decirlo, que no osan manifestar su discrepancia, porque no hay nada más fácil, faltando, claro está, a la veracidad, que esos exacerbados les tachen entonces de anticatalanes (…) ¿Qué van a hacer los que discrepan? Son arrollados; pero sabemos perfectamente de muchos, muchos catalanes catalanistas, que en su intimidad hoy no quieren esa política concreta que les ha sido impuesta por una minoría” (Ibid.,461-462).

941 Ibid., 463. 942 Id.943 Ibid., 464. 944 Ibid., 463. Ortega identifica la parte “insoluble” del problema catalán con el

nacionalismo. El filósofo se pregunta qué ocurriría en el supuesto de que se les concediese a los grupos nacionalistas extremistas todo cuanto piden para Cataluña: “¿Habríamos resuelto el problema? En manera alguna; habríamos dejado entonces plenamente satisfecha a Cataluña, pero ipso facto habríamos dejado plenamente, mortalmente insatisfecho al resto del país. El problema renacería de sí mismo, con signo inverso, pero con una cuantía, con una violencia incalculablemente mayor” (Ibid., 462).

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373

La solución que propone Ortega, como ya hemos visto, consiste en

la organización de España en “nerviosas autonomías regionales”, pues

de esa manera, afirma Ortega, “habríamos creado el alvéolo para alojar

el problema catalán”945. Desde el punto de vista del filósofo, “es de todos

modos necesario e ineludible intentar esta solución autonómica. La

autonomía es el puente tendido entre los dos acantilados”946. Sin

embargo, como señalé anteriormente, para Ortega la causa de los

nacionalismos separatistas radica fundamentalmente en la debilidad del

Estado para presentar proyectos sugestivos a los ciudadanos, por lo que

la solución al problema que plantean los nacionalismos particularistas

reside necesariamente en la capacidad del Estado para promover

grandes empresas colectivas que entusiasmen a los ciudadanos y les

inciten a participar en su realización. En estas ideas se basaba la

propuesta presentada por Ortega durante la Segunda República, en

coherencia con los principios de voluntad de convivencia, excelencia y

libertad que integran su modelo de democracia:

El nacionalismo requiere un alto tratamiento histórico; los nacionalismos sólo pueden deprimirse cuando se envuelven en un gran movimiento ascensional de todo un país, cuando se crea un gran Estado, en el que van bien las cosas, en el que ilusiona embarcarse, porque la fortuna sopla en sus velas. Un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe (…). Lo importante es movilizar a todos los pueblos españoles en una gran empresa común. Pero no hace falta nada de “iberismo”; tenemos delante la empresa, de hacer un gran Estado español. Para esto es necesario que nazca en todos nosotros lo que en casi todos ha faltado hasta aquí, lo que en ningún instante ni en nadie debió faltar: el entusiasmo constructivo. Este debe ser el supuesto común a todos los grupos republicanos, lo que latiese unánimemente, por debajo o por encima de todas nuestras otras discrepancias; que nos envolviese por todos los lados como el aire que respiramos, y como el elemento de todos y propiedad de ninguno. La República tiene que ser para nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una Nación mejor. Este entusiasmo constructivo es un estado de ánimo en que se unen inseparablemente la alegría del proyectar y la seriedad del hacer.947

945 Ibid., 465. 946 Ibid., 466. “Se trata –propone Ortega– de adelantar, de iniciar un nuevo

camino de solución (…) Intentemos este nuevo modo de conllevarnos, que él nos vaya descubriendo posibles ampliaciones” (Ibid., 473).

947 Ibid., 473-474.

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374

La cuestión del bilingüismo constituyó otro de los temas

fundamentales del debate en torno al Estatuto catalán en el que Ortega

participó en las Cortes Constituyentes de 1932. “Nada separa tan

íntimamente a los pueblos como el idioma –sostiene Ortega–, y sólo dos

pueblos que hablan idiomas diferentes están realmente separados”948. En

la discusión parlamentaria en relación a la elección, dentro del contexto

catalán, entre una única Universidad bilingüe o una doble Universidad949,

Ortega defiende la libertad para enseñar en catalán, pero se decanta por

la opción de la doble Universidad, al considerar, entre otras razones, que

en una Universidad bilingüe “la lengua española quedaría en

desventaja”, dada la menor proporción de estudiantes de habla española.

De acuerdo con Ortega, el hecho de que sea superior el número de

estudiantes que hablen o prefieran la lengua catalana no constituye un

argumento suficiente para que ésta deba prevalecer en la Universidad,

pues “ése es precisamente el planteamiento de la cuestión que no

podemos aceptar: el Estado español, que es el Poder prevaleciente,

tiene una sola lengua, la española, y ésta es, por ineludible

consecuencia, la que jurídicamente tiene que prevalecer”950, al ser la

lengua oficial del Estado, tal como refleja la Constitución:

(…) pero es que en España no hay un Estado bilingüe en modo alguno, lo que hay es un oficio o poder secundario, que es el poder regional, el cual sí es bilingüe, y ésta es la confusión grave que se manifiesta claramente en el caso del idioma (…); porque en Cataluña no existe sólo el poder regional con la órbita de bilingüismo que lo circunscribe, sino que en Cataluña permanece el Estado, como tal Estado, con su rango supremo, y ese Estado, repito, no tiene más que una lengua, que es la lengua española; por esta razón, aparte otro género de consideraciones de imposición directa de la ley constitucional, el Estado no puede abandonar en ninguna región el idioma español; puede inclusive, si le parece oportuno (…) permitir y hasta fomentar el uso de lenguas extranjeras o vernaculares (…) pero lo que no puede abandonar el español en ninguno de los órdenes, y menos que en ninguno en aquel que es el que tiene mayor eficiencia pública, como el científico y el profesional; es decir, en el orden universitario.951

948 “La guerra, los pueblos y los dioses” (1915), I, p. 414. 949 “Segunda intervención sobre el Estatuto catalán”, 27 de Julio de 1932, en

Ibid., 501-509. 950 El Estatuto catalán (1932), XI, 505. 951 Id. Por otra parte, Ortega tampoco comparte las ideas nacionalistas “sobre la

proximidad de la lengua al alma, sobre su papel en la Historia y sobre su significado político” (Ibid., 503). Ortega teme que la libertad otorgada a la lengua catalana pueda transformarse en imposición de ésta y exclusión de la lengua española: “el hecho es que la libertad que hoy gozan y que van a gozar los catalanes (…) para la

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375

Respecto a los nacionalismos expansionistas, Ortega considera

que en Europa ya no tienen razón de ser y obstaculizan además la

realización de grandes empresas como la construcción de la Unidad

Europea. Desde el punto de vista de Ortega, el proyecto de

nacionalización “excluye el nacionalismo que implica un frente a y un

contra de otras naciones. En Europa carece hoy de sentido el

nacionalismo. Por la sencilla razón de que no es posible un nacionalismo

sin agresión e imperialismo, sin batallas y sin conquistas”952.

Pero todos estos nacionalismos son callejones sin salida. Inténtese proyectarlos hacia el mañana y se sentirá el tope. Por ahí no se sale a ningún lado. El nacionalismo es siempre un impulso de dirección opuesta al principio nacionalizador. Es exclusivista, mientras éste es inclusivista. En épocas de consolidación tiene, sin embargo, un valor positivo y es una alta norma. Pero en Europa todo está de sobra consolidado, y el nacionalismo no es más que una manía, el pretexto que se ofrece para eludir el deber de invención y de grandes empresas. La simplicidad de medios con que opera y la categoría de los hombres que exalta revelan sobradamente que es él lo contrario de una creación histórica.953

enseñanza en catalán, es plena. Ese sentido del simbolismo lingüístico se ha resuelto, pues, radicalmente, sin escatimaciones, a satisfacción, según las aspiraciones que han expresado los señores catalanes. Mas cuando se ha logrado esto, el simbolismo, de pronto, cambia de rumbo y vuela hacia intenciones muy distintas de aquéllas. Ya no se trata de que la vida catalana pueda fluir, sin deformación y sin estorbo, en el dócil elemento de su idioma; ya no se trata de llegar, como a una ribera apetecida, al libre uso del catalán, sino al revés: una vez logrado esto, se hace del libre uso del catalán una posición política firme que signifique un cierto rango jurídico del poder regional de Cataluña, y, además, de ese uso libre se hace un instrumento de polémica y de lucha histórica para ir desalojando el idioma español, y a este simbolismo polémico e institucional, que cabalga sobre aquel otro sentimental que nos parecía tan respetable, a eso es a lo que nos oponemos nosotros radicalmente” (Ibid., 504).

952 La redención de las provincias y la decencia nacional (1931), XI, 272. 953 La rebelión de las masas (1930), IV, 273.

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2. Concepción de Europa: el ethos europeo

Ortega señala que uno de los rasgos más característicos de Europa

es su esencial pluralismo y diversidad. Europa constituye un equilibrio de

diferencias, una realidad dinámica en la que se combinan al mismo

tiempo unidad y pluralidad. Esto implica para Ortega una actitud de

tolerancia y valoración positiva hacia las diferencias, de respeto a los

derechos y libertades individuales, así como una manifiesta voluntad de

convivencia y colaboración entre distintos modos de ser particulares. Por

ello el liberalismo constituye a juicio de Ortega “la idea europea por

excelencia”954, “un principio permanente de la inspiración política

europea”955, en el cual se encuentra “una intuición de lo que Europa ha

sido, altamente perspicaz”956. En definitiva, desde el punto de vista de

Ortega “la libertad y el pluralismo son dos cosas recíprocas y (...) ambas

constituyen la permanente entraña de Europa”957. De acuerdo con H.C.

Raley, “la noción de vida individual y libertad está, pues, estrechamente

conectada en el pensamiento de Ortega con la ideología de la unidad

europea”958. De este modo, el respeto a la individualidad, la defensa de la

autonomía y unicidad del individuo constituyen para Ortega, en

coherencia con los ideales liberales e ilustrados, algunos de los rasgos

esenciales del ethos europeo959: “Los europeos hemos aprendido bajo el

sol alciónico de Grecia la suprema enseñanza, el supremo imperativo de

individualidad. Ser individuos es para nosotros, más que un privilegio,

una obligación”960. Esto implica, por otra parte, la necesaria limitación del

954 “Ante el movimiento social. IV” (1919), X, 594. 955 Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), VI, 79. 956 La rebelión de las masas (1930), IV, 122. 957 Ibid., 123. 958 Ortega y Gasset, filósofo de la unidad europea, Revista de Occidente,

Madrid, 1977, p. 191. 959 J. Lasaga también habla de la existencia de un “ethos europeo” en el

pensamiento orteguiano en torno a Europa (Cf. J. Lasaga, “Significados de Europa en el pensamiento de Ortega: tres significados y un epílogo”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, p. 42 y n. 38, p. 55).

960 “Ante el movimiento social. IV” (1919), X, 595. A juicio de Ortega, esta valoración positiva de la individualidad, de la conciencia de la unicidad del individuo, constituye un rasgo diferencial de la cultura europea en comparación con la cultura oriental: “Es curioso que esta impresión elemental de sentirse fuera de lo demás, y que llamamos conciencia individual, ha sido valorada con signo opuesto por el europeo y el asiático. Para el europeo, es la suma delicia sentirse vivir aparte, advertir que él no es las demás cosas. Le complace palpar sus propios

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poder público, con el fin de salvaguardar la esfera individual y sus

derechos y libertades específicas, pues según Ortega “no admitió nunca

el europeo que el poder público invadiese toda la persona”961, de tal

modo que “la libertad europea ha cargado siempre la mano en poner

límites al poder público e impedir que invada totalmente la esfera

individual de la persona”962.

J. Lasaga distingue tres significados en torno a Europa en el

pensamiento de Ortega, los cuales se corresponderían con los siguientes

períodos963:1) 1907-1914: Ortega concibe a Europa como la salvación de

España y “Europa significa precisión, exactitud, rigor de pensamiento, en

definitiva, ciencia”964; 2) 1923-1929: En este período Europa significa

ante todo para Ortega “crisis de la Modernidad”, esto es, de “la

decantación cultural de la filosofía que había dominado en Europa desde

la crisis del Renacimiento: el racionalismo fundado por Descartes, cuyo

máximo despliegue se dará, siglo y medio después, en el idealismo

alemán”965 y, en sus implicaciones prácticas, en la ciencia moderna y la

política revolucionaria: “la crisis europea, no desencadenada, pero sí

revelada por la guerra, se ha originado en una visión errónea de lo real

cuya causa es el exceso de confianza en la razón”966. Ortega propone su

teoría de la razón vital o histórica como vía para la superación del

idealismo; 3)1929-1948-1955: En este período Europa significa para

límites, recorrer sus fronteras y confirmar que no se confunde en ningún punto con los otros seres. Cuanto más propio se sea, cuanto más diferente, extraño y privado, más intensamente cree vivir. En cambio, el asiático sufre de ser individuo, se angustia de ese aislamiento, se siente al ser sólo lo que él es como desterrado de las demás cosas, y preferiría serlas todas, no por afán de ser más, sino, al contrario, para no ser nada determinado y con límite, para alentar en la unanimidad universal. Percibe su concreta figura como una amputación. Es trozo y fragmento al ser individuo; es muñón del cosmos. Diríase que le duele su propio perfil. De aquí que, para el asiático, la vida más intensa sea la que le lleve al aniquilamiento, que rompa sus fronteras de individuo y le anegue de ser universal. Para nosotros será siempre monstruoso el hecho de que razas enteras consideren el dejar de ser, el Nirvana, como ideal de la vida. Y, sin embargo, Oriente y Occidente han solido encontrarse en las cimas de las mentes místicas” (Espíritu de la letra (1927), III, 558-559).

961 Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), VI, 79. 962 Ibid., 85. 963 Cf. J. Lasaga, “Significados de Europa en el pensamiento de Ortega: tres

significados y un epílogo”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, pp. 33-56.

964 Ibid., p. 37. 965 Ibid., p. 35. 966 Id.

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379

Ortega “un pasado, el hombre gótico, y un futuro, la superación de la

Europa de los estados-nación y el surgimiento de una entidad histórica

supranacional”967.968

Desde el punto de vista de J.M. Sevilla, la idea de Europa actúa en

el pensamiento orteguiano en forma de creencia, de tal modo que, en

opinión de este autor, “hablar de Ortega y la idea de Europa supone

atender a su creencia en Europa. Porque «Europa» es para Ortega algo

más profundo y problemático que una «idea», es decir, que un

pensamiento bien sea producido o recibido (...) «Europa» constituye en y

para Ortega una «creencia», un tipo de ideas perteneciente a otro estrato

más radical de la vida misma”969, conforme a la distinción orteguiana

según la cual “las ideas se tienen”, mientras que “en las creencias se

está”970. En este sentido, de acuerdo con J.M. Sevilla, para Ortega

“Europa es una creencia en la que vivimos, la realidad en que somos y

proyectamos nuestro ser”971, de tal manera que “Ortega asume que

Europa es la realidad fundamento en la que, nos guste o no, aparecemos

emergentes o implantados. Es decir: la creencia en que habitamos, el

suelo bajo los movientes y múltiples pies de una pluralidad de pueblos y

naciones, tramada por una variada cultura”972.

De acuerdo con la definición orteguiana, una civilización es “una

gigantesca integración de principios y de normas, de usos y de ilusiones,

a la vez que es una integración social de seres humanos que conviven

967 Ibid., p. 36. 968 J.M. Beneyto habla también de distintas fases en el pensamiento orteguiano

sobre Europa, que según este autor responden a tres perspectivas diferentes: 1) Genético-cognoscitiva (1904-1914), en la cual, partiendo del enfrentamiento intelectual con Unamuno y su tesis de “la irreductibilidad de lo español a Europa”, así como de la incompatibilidad de la razón ilustrada y de la realidad vital, Ortega desarrolla la teoría de la integración entre razón y vida (teoría de la razón vital); 2) Ontológico-histórica (1914-1921), en la que a partir de la distinción orteguiana entre ideas y creencias, “Europa aparece en el horizonte orteguiano no ya como idea, sino como creencia, como realidad histórico-vital concreta previa al concepto”; 3) Proyecto socio-político (1921-1955), en donde Ortega elabora su proyecto de la unidad de Europa a través de una fundamentación histórica y sociológica (Cf. J.M. Beneyto, “Europa como paradigma de la filosofía de la integración de Ortega y Gasset”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, pp. 91-116).

969 J.M. Sevilla, “Ortega y Gasset y la idea de Europa”, Revista de Estudios Orteguianos, nº 3, 2001, p. 80.

970 Ideas y creencias (1940), V, 383ss. 971 J.M. Sevilla, Op. Cit., p. 80. 972 Ibid., pp. 83-84.

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en comarcas, en naciones, en un área ultranacional sobre la cual

imperan ciertos modos de ser hombre y la consiguiente solidaridad. El

proceso de integración civilizadora es sumamente lento, difícil,

problemático. Está siempre en peligro de no lograrse, y cuando se ha

logrado está siempre en peligro de malograrse”973. Ortega distingue

cuatro grandes sociedades o civilizaciones actuales en el mundo,

además de la sociedad occidental, “aparentemente del mismo tipo,

integradas cada una por múltiples naciones”: “una sociedad islámica, el

mundo del Islam que corre desde el Pakistán hasta el extremo de

Marruecos, llegando a Africa casi hasta el Ecuador; la sociedad hindú, en

las regiones tropicales de Asia; la sociedad extremo-oriental de China y

parte del Pacífico, y, en fin, esta extraña sociedad que hemos llamado

cristiana-ortodoxa o bizantina que forman Grecia y Rusia y ocupa la parte

externa y más próxima a lo que es propiamente Europa”974. Ortega

sostiene que “la historia –señala Ortega– hay que construirla como una

articulación de esas grandes civilizaciones”975.

Ortega considera que la cultura europea es “dual, de doble y

antagónica raíz”976, puesto que es el resultado de “una simbiosis de dos

culturas, la propia y la grecorromana”977. De este modo, “nuestra

civilización procede de otra distinta de ella y anterior a ella, que es la

civilización grecorromana”978. Desde el punto de vista de Ortega, durante

el Imperio romano “entra en escena histórica lo que luego va a ser

Europa; durante ella se latiniza el Occidente y para siempre recibe

moldes radicales del sentir y del pensar. La historia del Imperio romano

es ya el primer estrato de la historia de Europa, y no sólo un precedente

como la historia de la República o la historia de Grecia”979. Sin embargo,

señala Ortega que “la civilización grecorromana es un organismo de una

973 La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (1947), VIII, 326.

974 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX, 41.

975 Ibid., 101. 976 “Prólogo para alemanes” (1934), VIII, 22. 977 Id.978 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX,

101.979 Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), VI, 53.

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381

especie distinta del nuestro”980, puesto que “Roma no tenía ninguna

columna vertebral, no era una anatomía bilobulada. Ésta es la diferencia

profunda entre aquella civilización y la nuestra”981. A partir de la

decadencia de Roma y la desaparición del Imperio romano, se suceden

según Ortega “casi cuatro siglos de absoluta confusión, (...) producida

por la invasión de los bárbaros”982, de tal modo que, en un análisis

retrospectivo desde el momento actual, “la figura de la sociedad europea

que hasta aquella fecha habíamos ido reconociendo con perfecta

continuidad se borra, se disipa y desvanece (...) Es lo que llama Toynbee

una época de interregno –esto es, una época en que no manda nadie, ni

personas ni principios”983, y “en esos siglos de interregno –V, VI y VII–

hemos, pues, perdido contacto y visión de la sociedad occidental”984.

Ortega data propiamente el inicio de la cultura europea a finales del siglo

VIII con el Imperio de Carlomagno, pues en éste “nos aparece por vez

primera constituida nuestra sociedad europea casi exactamente con el

mismo formato y figura que iba a tener siempre –salvo la ampliación de

otro orden representada por el descubrimiento de América”985. De este

modo, según Ortega “fue Carlomagno quien, al crear su Imperio e

inspirar lo que se ha llamado el «renacimiento carolingio», constituyó por

primera vez el espacio y el alma de nuestra civilización”986. Durante los

siglos de “interregno”, aparecen en opinión de Ortega dos elementos

presentes también durante la última etapa del Imperio romano: la

presencia de los bárbaros y el cristianismo. En cuanto al papel de éste

último, como señala J.R. Llobera, Ortega no lo identifica como un

elemento definitorio de Europa, como sí hace con respecto a la Razón y

la Ciencia:

En su caracterización de Europa, Ortega presentaba algunas ideas originales, aunque controvertidas. Una de ellas era la de que el cristianismo había jugado sólo un papel limitado en la construcción de Europa. Indudablemente que al principio la lucha contra el Islam hizo conscientes a los europeos de su cultura cristiana común. Sin

980 Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), IX, 70.

981 Id.982 Ibid., 43. 983 Id.984 Ibid., 44. 985 Ibid., 43. 986 Ibid., 58.

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embargo, Ortega no consideraba el cristianismo como un principio exclusivo de nuestra civilización. En el patrimonio cultural europeo aparecían otros elementos importantes, como por ejemplo la noción germánica de libertad individual, el marco jurídico romano, etc. Aún más significativo quizá era el hecho de que el hombre occidental no había puesto su fe sólo en Dios, sino también en la Razón y en la Ciencia. Con el desarrollo de la modernidad, los europeos podían aún profesar la fe cristiana, pero vivían con la Razón y la Ciencia.987

Ortega sostiene que las naciones europeas han pasado a lo largo

de su proceso de formación por una serie de etapas, cada una de ellas

caracterizada por una empresa común que orientaba la acción colectiva

hacia la consecución de determinados fines. Así, de acuerdo con Ortega,

“el proceso creador de naciones ha llevado siempre en Europa este

ritmo”988:

Primer momento. El peculiar instinto occidental, que hace sentir el Estado como fusión de varios pueblos en una unidad de convivencia política o moral, comienza a actuar sobre los grupos más próximos geográfica, étnica y lingüísticamente. No porque esta proximidad funde la nación, sino porque la diversidad entre próximos es más fácil de dominar. Segundo momento. Período de consolidación, en que se siente a los otros pueblos más allá del nuevo Estado como extraños y más o menos como enemigos. Es el período en que el proceso nacional toma un aspecto de exclusivismo, de cerrarse hacia adentro del Estado; en suma, lo que hoy llamamos nacionalismo. Pero el hecho es que mientras se siente políticamente a los otros como extraños y contrincantes, se convive económica, intelectual y moralmente con ellos. Las guerras nacionalistas sirven para nivelar las diferencias de técnica y de espíritu. Los enemigos habituales se van haciendo históricamente homogéneos [“si bien esa homogeneidad respeta y no anula la pluralidad de condiciones originarias”, precisa Ortega en una nota al pie de página]. Poco a poco se va destacando en el horizonte la conciencia de que esos pueblos enemigos pertenecen al mismo círculo humano que el Estado nuestro. No obstante, se les sigue considerando como extraños y hostiles. Tercer momento. El Estado goza de plena consolidación. Entonces surge la nueva empresa: unirse a los pueblos que hasta ayer eran sus enemigos. Crece la convicción de que son afines con el nuestro en moral e intereses, y que juntos formamos un círculo nacional frente a otros grupos más distantes y aún más extranjeros. He aquí madura la nueva idea nacional.989

987 J.R. Llobera, “Dos visiones de Europa en los «años negros»: Benda y Ortega”, Antropología, nº 9, 1995, p. 13. En este artículo, J.R. Llobera realiza un análisis comparativo entre dos visiones contrapuestas acerca de Europa durante los años negros de la dominación fascista, J. Benda y J. Ortega y Gasset, considerando que ambas reflejan en cierta medida “los dilemas más importantes a que tienen que hacer frente los constructores de la Europa presente” (Ibid., p. 7); de acuerdo con este autor, en ellas “emergen una serie de temas, en forma de oposiciones: una visión secular frente a una visión religiosa de Europa, Europa como realidad cultural frente a Europa como realidad política y una visión unitaria frente a una visión federalista de Europa” (Ibid., p. 5).

988 La rebelión de las masas (1930), IV, 269. 989 Id.

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383

La segunda etapa de la formación de las naciones europeas se

dirige por tanto a la consolidación de cada Estado nacional incipiente, de

tal modo que, como señala Ortega, este período se caracteriza por un

marcado tradicionalismo y nacionalismo, así como por la afirmación de

los principios, valores y costumbres que definen a esa nacionalidad. Por

ello, en esta etapa “la formación de una nacionalidad es la misma cosa

con la elaboración de un sistema de tradiciones religiosas, políticas y

artísticas. Durante esa etapa las gentes viven por tradición, eso es, creen

en ciertas doctrinas, acatan ciertas autoridades, gozan con ciertas

formas estéticas que han recibido de los mayores, que les parecen las

únicas imaginables y que no ponen nunca en crisis ni sospecha. Este tipo

de vida para el que vivir es insistir en lo recibido, es el

tradicionalismo”990. Ortega sostiene que la siguiente etapa en la

evolución de las naciones europeas se caracteriza sin embargo por la

necesidad de liberarse del peso de dichas tradiciones y de fundar un

nuevo programa: se trata del surgimiento del liberalismo europeo, que

comienza según Ortega a cobrar fuerza a partir del Renacimiento:

(...) en el Renacimiento, de pronto, vira sobre sí mismo el corazón europeo, y se invierte la actitud de los espíritus. Todas esas tradiciones, todo eso recibido empieza a aparecer insuficiente, infundado, torpe, absurdo. Las gentes comienzan a sentir que la vida sólo tiene valor si lucha contra todo eso, si se libera de todo eso. Llevamos sobre todo tres siglos durante los cuales para las gentes vivir era libertarse de algo, de alguna tradición. Por tanto, llevamos tres siglos de liberalismo, de combate contra lo constituido como tal, contra la autoridad política, contra el dogma religioso, contra el escolasticismo científico, contra la norma poética. La Revolución francesa, desde sus barricadas –la barricada es el alojamiento del liberalismo–, consigue la gran liberación política, nos liberta del antiguo régimen. Logrado esto, comienza intensamente la época del liberalismo artístico. La primera generación romántica fue la subversión contra los privilegios de los clásicos y el absolutismo de la Poética. Desde entonces cada generación literaria en vez de prolongar el gesto de las anteriores, lo primero que hace es revolverse contra ellas y presentar un nuevo programa: si estos sucesivos programas se analizan adviértase que, en definitiva, están constituidos por negaciones de algo anterior y tradicional. El liberalismo artístico, como todo liberalismo, es una bella actitud de combate, un estado de guerra intelectual, mas por lo mismo una pura negación, puesto que es liberación de tradiciones. Como el Mefistófeles de Goethe, “obra el bien queriendo el mal” y afirma negando. Este sentido de la vida como esfuerzo negador, aparece, efectivamente, en la segunda generación romántica (...).991

990 “En un banquete en su honor en «Pombo»” (1922), VI, 227-228. 991 Ibid., 228.

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Sin embargo, en opinión de Ortega también este liberalismo,

consistente básicamente en la negación, debe dejar paso a otra etapa

posterior que implique la afirmación de una ideología positiva. Se trata

por tanto, como Ortega repite insistentemente en el plano de la política,

de la necesaria superación del liberalismo decimonónico, que suponga

su regeneración hacia la construcción de un “nuevo liberalismo”, llenando

de contenidos positivos el concepto de libertad negativa característica

del liberalismo clásico, consistente fundamentalmente en su carácter

“anti-”, esto es, en la negación de las tradiciones e instituciones

establecidas; necesidad, pues, de liberalismo y algo más, que en la

política se concretará para Ortega en los ideales socialistas, en la

fórmula orteguiana de “socialismo liberal” o “liberalismo socialista”: “el

liberalismo [clásico], por su esencia misma, tiene los días contados. No

es una actitud definitiva, que se baste a sí propia. Cuando no quede

títere tradicional con cabeza, el liberalismo no hallará nada de qué

liberarnos y se reabsorberá en su nada originaria”992. En este sentido

afirma Ortega que “la liberación, en arte o en política, sólo tiene valor

como tránsito de un orden imperfecto a otro más perfecto. El liberalismo

político liberta a los hombres del ancien régime, que era un orden injusto,

y para ello reconoce a todos los nacidos ciertos derechos mínimos.

Quedarse en este estadio transitorio, que sólo tiene sentido como

negación de un pasado opresor, es hacer posada en medio del

camino”993; en este sentido, para Ortega se hace necesario ir más allá de

este “viejo liberalismo” (hacia la posibilidad de una libertad positiva): “Es

preciso avanzar más y crear un nuevo orden, el nouveau régime, la

nueva estructura social, la nueva jerarquía”994, la cual, fundamentada en

el principio de excelencia, dará lugar según el filósofo a una “nueva

aristocracia” –en el sentido etimológico especificado anteriormente.

De acuerdo con Ortega, el liberalismo y su carácter esencialmente

emprendedor y creador, cuestionador incansable de convencionalidades,

992 Ortega considera que “el liberalismo [clásico], por su esencia misma, tiene los días contados. No es una actitud definitiva, que se baste a sí propia. Cuando no quede títere tradicional con cabeza, el liberalismo no hallará nada de qué liberarnos y se reabsorberá en su nada originaria”(Ibid., 229).

993 “Musicalia” (1921), II, 241. 994 Id.

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crítico radical de dogmas, tópicos y prejuicios, constituye un elemento

consustancial al ethos europeo995. Desde el punto de vista de este

filósofo, este rasgo creador y progresista característico del liberalismo

imprime en el europeo una marcada orientación hacia el futuro, en su

búsqueda por realizar los ideales individuales y colectivos que demanda

la coyuntura histórica del momento. A diferencia por ejemplo de la cultura

grecorromana, para Ortega “los europeos hemos gravitado desde

siempre hacia el futuro y sentimos que es ésta la dimensión más

sustancial del tiempo, el cual, para nosotros, empieza por el «después» y

no por el «antes»”996; “y es que –señala Ortega– el europeo,

relativamente al homo antiquus, se comporta como un hombre abierto al

futuro, que vive conscientemente instalado en él y desde él decide su

conducta presente”997.

El espíritu romano, como toda la Edad Antigua, gravita hacia el pretérito. El europeo, en cambio, es, tal vez, la primera manifestación histórica de futurismo colectivo. La Edad Moderna, entre cosas menos valiosas, ha conseguido gloriosamente desviar la gravitación en sentido del porvenir. Todo el entusiasmo de chinos, griegos, latinos, por el pasado –la Edad de Oro, la Edad ejemplar era localizada al comienzo de los tiempos– se convierte dentro del europeo moderno en fervor hacia el futuro. Lo bueno, lo mejor, no está para nosotros en el ayer, sino en el mañana. Ahora bien; el europeo tiene pasado, lo lleva en sí, acaso lo arrastra. Su futurismo es más bien un deseo de ser futurista. Esta dualidad, este no poder desasirse del ayer y pretender, sin embargo, encajar en él la utopía del mañana, ha hecho de Europa el territorio revolucionario por excelencia. Ni en Asia ni en América ha habido propiamente revoluciones. Por el contrario, el americano es el europeo moderno que renace en plena modernidad, exento del pasado.998

995 “El hecho normal de la historia europea frente a la de Oriente ha sido la vida como libertad” (Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), VI, 71.

996 La rebelión de las masas (1930), IV, 257. 997 Ibid., 264. Ortega matiza este carácter futurista que define a su juicio al

ethos europeo, señalando que el individuo antiguo es “relativamente cerrado al futuro”, mientras que el individuo europeo es “relativamente abierto: “el hombre es un ente de dos pisos: por un lado es lo que es; por otro tiene ideas sobre sí mismo que coinciden más o menos con su auténtica realidad. Evidentemente, nuestras ideas, preferencias, deseos, no pueden anular nuestro verdadero ser, pero sí complicarlo y modularlo. El antiguo y el europeo están igualmente preocupados del porvenir; pero aquél somete el futuro al régimen del pasado, en tanto que nosotros dejamos mayor autonomía al porvenir, a lo nuevo como tal. Este antagonismo, no en el ser, sino en el preferir, justifica que califiquemos al europeo de futurista y al antiguo de arcaizante. Es revelador que apenas el europeo despierta y toma posesión de sí, empieza a llamar a su vida «época moderna». Como es sabido, «moderno» quiere decir lo nuevo, lo que niega el uso antiguo. Ya a fines del siglo XIV se empieza a subrayar la modernidad, precisamente en las cuestiones que más agudamente interesaban al tiempo” (Ibid., n. 1, 266).

998 Las Atlántidas (1924), III, 294-295.

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Ortega señala la importancia que han tenido las distintas “empresas

unitivas que sucesivamente han inflamado a los grupos humanos de

Occidente (...) cómo de ellas han vivido los europeo, no sólo en lo

público, sino hasta en su existencia más privada”999; Ortega subraya

cómo los europeos “se han «entrenado» [la vida “en forma”] o se han

desmoralizado, según que hubiese o no empresa a la vista”1000. De este

modo, Ortega pone de manifiesto la influencia decisiva que posee la

existencia –o ausencia– de un proyecto colectivo ilusionante en cuanto a

la moralización o desmoralización de los ciudadanos europeos. Este

aspecto es central en la cuestión de la “rebelión de las masas” y en la

crisis que sufre Europa en la primera mitad del siglo XX –y por tanto

también, como veremos más adelante, en la solución que propone

Ortega a través de la construcción de la Unión Europea. De acuerdo con

Ortega, el europeo necesita la renovación periódica de sus ideales y

proyectos colectivos, de acuerdo con las necesidades históricas del

momento –y esto hace que su vida esté fundamentalmente orientada

hacia el futuro, y no hacia el pasado, como en opinión de este filósofo les

sucede al grecorromano y al oriental. Recordemos la afirmación de

Ortega en este sentido acerca de que “los europeos no saben vivir si no

van lanzados en una gran empresa unitiva. Cuando ésta falta, se

envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma”1001.

Desde el punto de vista de Ortega, este afán de empresa, de ir más

allá de la realidad efectiva hace que el europeo sienta primordialmente

“la vida como misión”, como constante estímulo que le impulsa a tratar

de moldear la realidad de acuerdo con los ideales que se propone. En

este sentido, para Ortega “el europeo es de todos los hombres

conocidos, hoy y ayer, el que más se entrega. Ni el asiático ni el

grecorromano han sentido tan esencialmente la vida como misión, como

servicio a algo, más allá de él mismo. Por esta razón ha sido el más

creador. Vivir consistía en hacer cosas (...) El europeo se entrega a la

vida, al destino, y, por tanto, hace del destino su vida misma, lo toma y

999 Ibid., 268. 1000 Id., cursivas mías. 1001 La rebelión de las masas (1930), IV, 272.

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acepta. A esto llamo sentir la vida como misión”1002. Este rasgo reformista

y creador que para Ortega es característico del ethos europeo, le

confiere también indefectiblemente cierta dimensión trágica, como

consecuencia de esta tendencia presente en el europeo a situarse en

ese inestable lugar fronterizo entre la circunstancia real y la circunstancia

ideal que se propone construir como proyecto. De acuerdo con Ortega,

para el europeo la vida es, pues, “una fuerza que radica y brota en cada

individuo y le incita a empresas. El europeo busca la tragedia, se obstina

en intervenir en la marcha del universo con la pretensión de gobernarla.

Como esto es, probablemente, imposible, la historia de Europa va de

tragedia en tragedia, sometida a perpetuo cambio y constante

inquietud”1003. Así pues, el carácter emprendedor característicamente

europeo, que le ha llevado a realizar enormes logros por ejemplo en el

campo de la ciencia y la técnica y en el conocimiento del ser humano,

conlleva también en opinión de Ortega el riesgo de utopismo, tendencia

característica de la modernidad:

La propensión utópica ha dominado en la mente europea durante toda la época moderna: en ciencia, en moral, en religión, en arte. Ha sido menester de todo el contrapeso que el enorme afán de dominar lo real, específico del europeo, oponía para que la civilización occidental no haya concluido en un gigantesco fracaso. Porque lo más grave del utopismo no es que dé soluciones falsas a los problemas –científicos o políticos–, sino algo peor: es que no acepta el problema –lo real– según se presenta; antes bien, desde luego –a priori– le impone una caprichosa forma.

Si se compara la vida de Occidente con la de Asia –indios, chinos–, sorprende al punto la inestabilidad espiritual del europeo frente al profundo equilibrio del alma oriental. Este equilibrio revela que, al menos en los máximos problemas de la vida, el hombre de Oriente ha encontrado fórmulas de más perfecto ajuste con la realidad. En cambio, el europeo ha sido frívolo en la apreciación de los factores elementales de la vida, se ha fraguado de ellos interpretaciones caprichosas que es forzoso periódicamente sustituir.

La desviación utopista de la inteligencia humana comienza en Grecia, y se produce dondequiera llegue a exacerbación el racionalismo. La razón pura construye un mundo ejemplar –cosmos físico o cosmos político–, con la creencia de que él es la verdadera realidad, y, por tanto, debe suplantar a la efectiva. La divergencia entre las cosas y las ideas puras es tal, que no puede evitarse el conflicto. Pero el racionalista no duda de que en él corresponde ceder a lo real. Esta convicción es característica del temperamento racionalista. Claro es que la realidad posee dureza sobrada para resistir los embates de las ideas. Entonces el racionalismo busca una salida: reconoce que,

1002 “El hombre a la defensiva” (1930), II, 656. 1003 Espíritu de la letra (1927), III, 561.

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por el momento, la idea no se puede realizar, pero que lo logrará en “un proceso infinito” (Leibniz, Kant).1004

De ahí la necesidad de partir de la aceptación de la realidad y

conocer sus efectivas posibilidades de cambio, condiciones del “buen

utopismo” en términos orteguianos, que lo distinguen del “falso

utopismo”, como vimos en el tercer capítulo. En este sentido sugiere

Ortega la aproximación de la perspectiva europea a la oriental, con el

objeto de que se complementen y enriquezcan mutuamente y puedan

finalmente encontrar un equilibrio entre el afán de dominación de lo real

mediante su transformación de acuerdo con la razón –característica del

europeo– y la adaptación o ajuste con la realidad a través de la serena

aceptación de “lo que hay” –más propia según Ortega de la cultura

oriental. Ahí es donde, apunta este pensador, puede radicar la salvación

de Europa, en “el mutuo complemento de esas dos tendencias

exclusivas”:

(...) no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en evitar ese sincero reconocimiento. Una hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las sucesivas morales declaraban indeseables, como si esto bastase para poder prescindir de ellas. No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro. Ni lo que es, sin más debe ser,ni, viceversa, lo que no debe ser, sin más no es. Ningún otro continente se ha mostrado tan ligero, tan frívolo, tan pueril como el europeo en dar por no existente lo fatal. A esto se debe, en buena parte, la perpetua inquietud de su historia. Al adoptar posturas que no encajan en el marco de condiciones inexorables impuestas a la vida se hacía ésta imposible, y forzoso buscar otra colocación, y así sucesivamente. La quietud de Asia, su mayor asiento sobre el haz de la existencia, procede, sin duda, de falta de heroísmo y de entusiasmo, pero a la vez de que se halla mejor engastada y en el soporte último de la vida. Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no debe ser, no es. Si algún sentido trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que caracteriza al siglo

1004 El tema de nuestro tiempo (1923), III, 238. Este es precisamente el tema fundamental de esta obra, que para Ortega constituye “el tema de nuestro tiempo”: la superación de la modernidad, del idealismo racionalista, para lo cual desarrolla Ortega su teoría de la razón vital, cuyo objeto consiste en devolver la razón a la vida, puesto que “la razón pura no puede suplantar a la vida (...) La razón es sólo una forma y función de la vida”. De acuerdo con Ortega, “la razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital”, que pone la racionalidad al servicio de la vida.

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presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones.1005

De acuerdo con Ortega, las naciones europeas se constituyen como

tales a fines del siglo XVI y principios del XVII, si bien a diferente ritmo –

Inglaterra se anticipa un siglo, mientras que Alemania se retrasa un siglo

y medio con respecto a las demás naciones europeas1006. Ortega destaca

la forma dual de vida que en su opinión ha caracterizado a las naciones

europeas desde sus mismos comienzos; esta condición dual implica que

cada nación europea pertenece al mismo tiempo a dos “espacios

históricos” diferentes –y, por tanto, a dos sistemas de usos distintos–: “el

hombre europeo ha vivido siempre, a la vez, en dos espacios históricos,

en dos sociedades, una menos densa, pero más amplia, Europa; otra

más densa, pero territorialmente más reducida, el área de cada nación o

de las angostas comarcas y regiones que precedieron, como formas

peculiares de sociedad, a las actuales grandes naciones”1007:

Cada uno de los pueblos a que ustedes y yo y franceses, británicos, etc., pertenecemos ha vivido permanentemente a lo largo de su historia esa forma dual de vida: la que le viene de su fondo europeo, común con los demás, y la suya diferencial que sobre ese fondo se ha creado. (...) la peculiar sociedad que cada una de nuestras naciones es tiene desde el principio dos dimensiones. Por una de ellas vive en la gran sociedad europea constituida por el gran sistema de usos europeos (...); en la otra procede comportándose según el repertorio de sus usos particulares, esto es, diferenciales.1008

Y ese “fondo europeo” que comparten todas las naciones europeas

tiene su origen en una convivencia común, que ha dado lugar a un

sistema de usos colectivos específicamente europeos: “para estos

1005 Mirabeau o el político (1927), III, 628-629. 1006 España es, de acuerdo con Ortega, el primer país del continente que se

constituye en Estado nacional unitario (España invertebrada (1922), III). 1007 Meditación de Europa (1949), IX, 258. “No se ha visto, pues, –señala

Ortega– la realidad completa de una nación europea si se la ve como algo que concluye en sí mismo. No; cada una de estas naciones levanta su peculiar perfil, como una protuberancia orográfica, sobre un nivel de convivencia básica que es la realidad europea” (“La sociedad europea” (1941), IX, 324). De este modo, en la sociedad europea, “como en toda auténtica sociedad, sus miembros son hombres, individuos humanos, a saber, europeos, que además de ser europeos son ingleses, alemanes, españoles” (“En cuanto al pacifismo” (1938), IV, n. 2, 296).

1008 Meditación de Europa (1949), IX, 260-261.

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pueblos llamados europeos vivir ha sido siempre –claramente desde el

siglo XI, desde Otón III– moverse y actuar en un espacio o ámbito

común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir con los demás.

Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo.

Peleaban dentro del vientre de Europa, como los gemelos Eteocles y

Polinice en el seno materno. (...) Lo de menos es que a ese espacio

histórico común donde todas las gentes de Occidente se sentían como

en su casa corresponda un espacio físico que la geografía denomina

Europa. El espacio histórico a que aludo se mide por el radio de efectiva

y prolongada convivencia. De suyo e ineluctablemente segrega ésta

costumbres, usos, lengua, derecho, poder político”1009. De acuerdo con

Ortega, las distintas naciones europeas guardan entre sí una relación de

interdependencia, complementariedad y “constante emulación”1010.

Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba poco a poco formando su genio particular, entre ellos o sobre ellos se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y

1009 Ibid., 255-256. Desde el punto de vista de Ortega, “las guerras intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como las de los mozos dentro de una aldea, o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco y yo estamos por completo de acuerdo; cada uno de los dos quiere Milán». Por vez primera, en esta última guerra [la Segunda Guerra Mundial], unos y otros pueblos de Occidente han intentado aniquilarse” (Ibid., 256).

1010 En este sentido sostiene Ortega que “ningún Estado nacional europeo ha sido nunca totalmente soberano en relación con los demás. La soberanía nacional ha sido siempre relativa y limitada por la presión que sobre cada una de ellas ejercía el cuerpo íntegro de Europa” (“¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 24). De acuerdo con Ortega, “las naciones son sociedades de una determinada especie que, entre otros atributos, las caracteriza como siendo esencialmente partes y sólo partes de otra sociedad mucho más amplia, en la cual conviven varias de ellas y es la que Toynbee llama una «civilización». Esta sí es un campo histórico inteligible, es decir, que puede conocerse y entenderse desde dentro de sí misma. Inglaterra, como Francia, como España, como Italia, etc., son partes del gran sujeto histórico que es la «civilización occidental»” (Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee(1948), IX, 56). En opinión de Ortega, “toda conciencia de nacionalidad supone otras nacionalidades en torno que se han ido formando a la par que la propia y con las que convive en forma de permanente comparación. Por este motivo (...) la Nación no puede ser nunca una sola, sino que su concepto implica una pluralidad de ellas. Ciertamente que las naciones europeas han cruzado innumerables veces sus espadas, pero mucho más importante es que sus «almas colectivas», siglo tras siglo, (...) han coexistido en constante emulación, en perpetuo certamen agonal que les hacía «entrenarse» y perfeccionarse” (Meditación de Europa (1949), IX, 281).

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entusiasmos. Más aún: este destino que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente diversos, ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena a la diversidad. Al contrario, cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación.1011

Esta doble pertenencia o forma dual de vida que caracteriza según

Ortega a las naciones europeas refleja la relación dialéctica entre

pluralidad y unidad característica del ethos europeo, en donde conviven

al mismo tiempo universalidad y diferencia, unidad y diversidad, siendo

recíprocamente la una condición de la otra, dentro de un movimiento

dialéctico que va “de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento de

la unidad y viceversa”1012. En opinión de Ortega, “esta muchedumbre de

modos europeos, que brota constantemente de su radical unidad y

revierte a ella manteniéndola, es el tesoro mayor de Occidente”1013. En

este sentido sostiene Ortega que Europa consiste en un equilibrio de

fuerzas, que constituye “la buena homogeneidad”:

(...) Europa no es una “cosa”, sino un equilibrio. Ya en el siglo XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio europeo the greatest secret of modern politics. ¡Secreto grande y paradoja, sin duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo. Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu: L´Europe n´est qu´une nation composée de plusieurs, y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la grande famille continentale, dont tous les efforts tedent a je ne sais quel mystère de civilisation.1014

De acuerdo con Ortega, en Europa la unidad implica

necesariamente la pluralidad y, viceversa, la diversidad supone la

unidad: “No es posible mirar bien las naciones de Occidente sin tropezar

con la unidad tras ellas operante ni es posible observar esta unidad

europea concretamente, y no sólo en mera frase, sin descubrir dentro de

ella la perpetua agitación de su interno plural: las naciones. Esta

1011 Ibid., 255. 1012 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 121. 1013 Id.1014 Meditación de Europa (1949), IX, 296.

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incesante dinámica entre la unidad y la pluralidad constituye, a mi

parecer, la verdadera óptica bajo cuya perspectiva hay que definir los

destinos de cualquiera nación occidental”1015. En esta “unitaria dualidad

Europa-Nación”1016 que conforma el modo característico de ser europeo,

la diversidad o pluralidad que presentan las distintas naciones nace

precisamente de ese fondo común europeo, que según Ortega es previo

y hace posible tal diversidad, pues “ninguna nación europea se ha

desarrollado ni ha conseguido llegar a su forma plenaria si no es gracias

a un fondo ultra o supranacional, que era precisamente la realidad total

europea”1017. Como señala A. de Blas, para Ortega “Europa es una

realidad social paralela, aunque con formas diferentes, a las naciones

que la componen, y arrastra a lo largo de su denso pasado histórico el

fundamento de una auténtica organización política”1018.

Desde el punto de vista de Ortega, en este proceso dialéctico

mediante el cual se conjugan en el espacio europeo los principios de

unidad y diversidad puede producirse el predominio temporal de un

principio sobre el otro, de tal manera que “a veces es la pluralidad de las

naciones quien predomina sobre su unidad subterránea; otra es, por el

contrario, la unidad europea quien somete a muy acusada homogeneidad

las figuras divergentes de aquéllas”1019. De este modo, “si contemplamos

sinópticamente todo el pasado occidental advertimos que aparece en él

un ritmo en el predominio que una de esas dimensiones logra sobre la

otra. Ha habido siglos en que la sociedad europea predominaba la vida

particular de cada pueblo, a que han seguido otros en que la peculiaridad

nacional sobresalía en cada pueblo”1020. En este sentido señala Ortega

que en Europa han existido siglos de claro predominio europeo, de

triunfo del europeísmo, como es el caso del siglo XVIII, el cual

representa en opinión de este filósofo “un momento feliz en la historia de

Occidente: el momento de más intensa fe en esa cultura de Europa, que

1015 “La sociedad europea” (1941), IX, 325. 1016 Meditación de Europa (1949), IX, 262. 1017 Ibid., 260-261. 1018 A. de Blas Guerrero, “Nación y nacionalismo en la obra de Ortega y

Gasset”, en F. Llano Alonso y A. Castro Sáenz: Meditaciones sobre Ortega y Gasset, Tébar, Madrid, 2005, p. 659.

1019 “La sociedad europea” (1941), IX, 324. 1020 Meditación de Europa (1949), IX, 261.

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era para ellos no una entre varias, sino la cultura, la única e

indefectible”1021; y, “frente a ello encontramos, viceversa, siglos de

particularismo en que el fondo común europeo es menos activo y

predominante, de suerte que queda como un horizonte cerrando el

paisaje de la vida internacional. Así en algún siglo de la Edad Media,

pero sobre todo en el siglo XVII y en el XIX”1022.

La historia europea desde su aurora en tiempo de Carlomagno, allá en la divisoria de los siglos VIII y IX, manifestó con claridad sobrada un curioso ritmo caracterizado porque a una época en que predomina la relativa reclusión de cada pueblo dentro de sus formas de vida particulares sigue siempre otra en que, inversamente, prepondera una forma de vida unitaria, sensu stricto europea. Así en el siglo XVII (...) los pueblos de Occidente, que habían llegado a ser adultos y por vez primera son los que con rigor deben llamarse naciones, se encierran cada uno dentro de sí más o menos y cada cual a su modo.1023

Ortega sostiene que Europa preexiste a la formación de las

distintas nacionalidades europeas. Se trata para Ortega de un caso único

en la historia hasta el momento, de lo que deriva que “probablemente no

ha existido nunca la sociedad Nación más que en Europa”1024. De

acuerdo con este filósofo, “la situación de los pueblos europeos al nacer

dentro de un ámbito donde pervivía, bien que anémica, moribunda, una

portentosa civilización es un caso único en todo el panorama de la

historia universal, tal y como hoy se nos presenta éste. Por eso el

resultado –las naciones sensu stricto– fue también único”1025.

(...) entiendo por sociedad la convivencia de hombres bajo un determinado sistema de usos –porque derecho, opinión pública, poder público no son sino usos–. (...) si una sociedad es eso que acabo de decir, parecerá incuestionable que lo ha sido Europa, más aún, que Europa como sociedad existe con anterioridad a la existencia de las naciones europeas. La comunidad de vida bajo un sistema de usos puede tener los grados más diversos de densidad; ese grado depende de que el sistema de usos sea más o menos tupido, o lo que es igual, que incluya mayor o menor número de “lados de la vida”. Desde el inmenso Dilthey sabemos que la vida tiene lados y que es eben mehrseitig. En este sentido las naciones de Occidente se han ido formando poco a poco, como núcleos más densos de socialización, dentro de la más amplia sociedad europea que como un ámbito social

1021 “Goethe y los amigos del país”, IX, 609-610. 1022 Meditación de Europa (1949), IX, 261-262. 1023 “Goethe y los amigos del país”, IX, 610. 1024 Ibid., 276. 1025 Ibid., 286.

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preexistía a ellas. Este espacio histórico impregnado de usos, en buena parte comunes, fue creado por el Imperio romano y la figura geográfica de las naciones luego emergentes coincide sobremanera con la simple división administrativa de las diocesis en el Bajo Imperio.1026

De este modo, como consecuencia de esa natural preexistencia de

Europa con respecto a las naciones europeas, Ortega defiende la plena

existencia de una sociedad europea, de una opinión pública y un poder

público originales y singularmente europeos, aun cuando –precisa

Ortega– estos no se hayan formalizado todavía en instituciones jurídicas

y políticas: “los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo una

sociedad, una colectividad en el mismo sentido que tienen estas palabras

aplicadas a cada una de las naciones que integran aquélla. Esa sociedad

manifiesta todos los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos

europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público

europeo. Pero todos estos fenómenos sociales se dan en la forma

adecuada al estado de evolución en que se encuentra la sociedad

europea, que es, claro está, tan avanzado como el de sus miembros

componentes, las naciones”1027. Ortega define así la sociedad como “una

unidad de convivencia humana”, como “la convivencia de hombres bajo

la presión de un sistema general de usos”1028: “una sociedad es la

convivencia de individuos humanos bajo un sistema de usos. Los usos

son una permanente presión que el individuo siente sobre sí y que viene

de esa entidad impersonal, irresponsable y automática que es la

colectividad en medio de la cual vive”1029. Conforme a esta definición,

1026 Ibid., 257-258. 1027 Ibid., 257. A este respecto, Ortega advierte “la confusión habitual que

padecemos al creer que toda auténtica sociedad tiene por fuerza que poseer un Estado auténtico. Pero es bien claro que el aparato estatal no se produce dentro de una sociedad, sino en un estadio muy avanzado de su evolución” (“En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 295).

1028 Meditación de Europa (1949), IX, 264. Ortega expone su teoría de la sociedad principalmente en su obra El hombre y la gente.

1029 Ibid., 293. En contra de las teorías contractualistas del pacto social, Ortega considera que “una sociedad no se constituye por acuerdo de voluntades. Al revés, todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, en esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por tanto jurídica, es el más insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes. Porque el derecho, la realidad «derecho» –no las ideas sobre él del filósofo, jurista o demagogo– es, si se me tolera la expresión barroca, secreción espontánea de la sociedad y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que previamente no viven en

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Ortega habla de la existencia de una “sociedad nacional” y una “sociedad

europea” dentro del mismo espacio europeo:

Cada una de las naciones europeas es una sociedad en el más intenso sentido de esta palabra –el de sociedad nacional. Consiste en la estrecha convivencia de los individuos alemanes al lado y frente a la convivencia no menos estrecha de los franceses en su Francia, de los ingleses en su Inglaterra. Pero acontece que además de esas sociedades nacionales –Alemania, Francia, Inglaterra– existe otra sociedad en que éstas viven sumergidas o flotando: la sociedad europea. (...) La sociedad europea consiste también en la convivencia de los individuos que habitan el continente e islas adyacentes. Esta convivencia es distinta de la nacional, pero no es menos efectiva, menos real. Tan no lo es que, en rigor, la convivencia europea es anterior a las nacionales, que preexistía a la formación de éstas y que éstas se han ido haciendo dentro de ella como coágulos más densos. Por tanto, no se ha hecho todo cuando se ha presentado como personajes del drama histórico a Alemania, Francia, España, Inglaterra, etc. A todos estos hay que agregar otro personaje distinto de ellos y tan operante como ellos: Europa. La diferencia entre Europa y las naciones europeas en cuanto “sociedad” estriba en que la convivencia sensu stricto europea es más tenue, menos densa y completa. En cambio fue previa y es más permanente. No ha llegado nunca a condensarse en la forma superlativa de sociedad que llamamos Estado, pero actuó siempre, sin pausa, aunque con mudable vigor, en otras formas características de una “vida colectiva” como son las vigencias intelectuales, estéticas, religiosas, morales, económicas, técnicas. Si extirpamos a cualquiera de aquellas naciones los ingredientes específicamente europeos que las integran les habremos quitado las dos terceras partes de sus vísceras.1030

Partiendo de la existencia de esta convivencia europea y del

sistema de usos que las naciones europeas tienen en común, Ortega

considera que “han tenido que existir siempre usos generales europeos,

tanto intelectuales como morales; tiene que haber habido una opinión

pública europea. Ahora bien, la opinión pública crea siempre,

indefectiblemente, un poder público que da a aquélla opinión carácter

impositivo”1031. Ortega señala que el poder público puede tomar diversas

efectiva sociedad, me parece –y perdóneseme la insolencia– tener una idea bastante confusa y ridícula de lo que el derecho es” (Ibid., 256). A juicio de Ortega, la base de este error radica en “confundir la sociedad con la asociación, que es, aproximadamente, lo contrario de aquélla” (Id.).

1030 “La sociedad europea” (1941), 323-324. 1031 “¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset,

Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, p. 23, cursivas mías). De acuerdo con Ortega, el “poder público” consiste en “la intervención activa enérgica, incluso corporalmente enérgica de la «opinión pública». Si no hubiese opinión pública no habría poder público y, menos aún, Estado” (Meditación de Europa (1949), IX, 294). Esta definición orteguiana del poder público recuerda en cierta medida a la concepción de M. Weber del Estado

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formas, sin que tenga necesariamente que consolidarse bajo la forma de

un Estado plenamente constituido1032, con una estructura formal visible

(jurídica, económica, política, etc.); éste es precisamente para Ortega el

estado del poder público europeo en esos momentos, constituyendo de

este modo un Estado incipiente. Desde el punto de vista de este

pensador, el poder público europeo se distingue por su carácter

esencialmente dinámico, que hace que funcione como equilibrio de

fuerzas:

Ahora bien, es incuestionable que todos los pueblos de Occidente han vivido siempre sumergidos en un ámbito –Europa– donde existió siempre una opinión pública europea. Y si ésta existía no podía menos de existir también un poder público europeo que sin cesar ha ejercitado su presión sobre cada pueblo. En este sentido, que es el auténtico y rigoroso, una cierta forma de Estado europeo ha existido siempre y no hay pueblo que no haya sentido su presión, a veces terrible. Sólo que ese Estado supernacional o ultranacional ha tenido figuras muy distintas de las que ha adoptado el Estado nacional. (...) la figura que ha tenido el Estado europeo, siempre con más o menos vigor existente, no es tan fácil de percibir como un rey o el presidente de una República. Su figura es puramente dinámica. (...) Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en un poder público interior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos –y con conciencia de ellos desde hace cuatro– viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el “equilibrio europeo” o balance of Power.1033

como aquella institución que representa el monopolio de la violencia legítima dentro de un territorio.

1032 Ortega sostiene en este sentido que la opinión pública “suscita automáticamente en la sociedad el fenómeno del «poder público». Es indiferente que éste sea ejercido o no por órganos especiales preestablecidos y permanentes, que son los que, sensu stricto, suelen llamarse, con cierta dosis de error, Estado. A mi juicio, esta noción habitual del Estado no se adapta a las innumerables formas que el poder público toma para ejercerse” (Ibid., 294).

1033 Ibid., 294-295. De acuerdo con Ortega, la cuestión acerca de si ha habido en el pasado un poder público europeo “tropieza con una viciosa tendencia, sobremanera generalizada, que lleva a no querer ver la realidad que es el Derecho y la realidad que es el Estado, sino cuando ambas presentan figuras muy especialmente dibujadas; es más, cuando han adquirido ya expresión rigurosamente formulada. Y nada estorba más para descubrir las auténticas realidades históricas. Pues la verdad es que nunca el Derecho ha consistido sólo en las leyes expresas y que, viceversa, muchas leyes expresas que son aún oficialmente válidas no se cumplen porque han perdido su validez real. Lo propio acontece con el Estado. Éste consiste últimamente en el funcionamiento del poder público. En su forma plena y más normal el poder público es ejercitado por lo que se llama un gobierno legalmente estatuido. Pero la verdad es que existen otros modos de funcionar la terrible presión que es el poder público, donde no aparece la figura visible de un gobierno. Dígase que ese poder público de carácter difuso es

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sólo un germen de poder público y un rudimento de Estado; pero germen y rudimento son la cosa misma en su manifestación primaria e inicial. (...) ningún Estado nacional europeo ha sido nunca totalmente soberano en relación con los demás. La soberanía nacional ha sido siempre relativa y limitada por la presión que sobre cada una de ellas ejercía el cuerpo íntegro de Europa. La total soberanía era una declaración utópica que encabezaba la redacción de la Constitución, pero, en realidad, sobre cada Estado nacional gravitaba el conjunto de los demás pueblos europeos que ponían límites al libre comportamiento de cada uno de ellos amenazándole con guerras y represalias de toda índole, es decir, penas y castigos según son constitutivos de todo derecho y de todo Estado. Había, pues, un poder público europeo y había un Estado europeo. Sólo que este Estado no había tomado la figura precisa que los juristas llaman Estado, pero que los historiadores, más interesados en las realidades que en los formalismos jurídicos, no deben dudar en llamarlo así. Ese Estado europeo ha recibido en el pasado diversos nombres. En tiempo de Willhelm von Humboldt se le llama «concierto europeo» y poco después hasta la primera Guerra Mundial se le llamó «equilibrio europeo». Noten ustedes que la palabra «equilibrio», tomada de la mecánica, significa «relación de fuerzas»” (“¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, pp. 23-25).

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3. El futuro de Europa y la construcción de la Unión Europea

Como ya vimos en el primer capítulo al hablar sobre Ortega y su

circunstancia, la generación del 14, liderada por Ortega, interpreta la

problemática española y europea desde nuevas directrices respecto a la

precedente generación del 98; los elementos claves de esta nueva

sensibilidad histórica son el neorregeneracionismo –basado

fundamentalmente en la ciencia y la cultura– y el proyecto de

europeización, recogiendo en este aspecto la herencia de J. Costa y el

espíritu de la Institución Libre de Enseñanza1034. De hecho, en opinión de

Ortega, en el contexto español “regeneración es inseparable de

europeización”1035, de tal modo que “regeneración es el deseo;

europeización es el medio de satisfacerlo”1036. La circunstancia de España

–y su posibilidad de salvación– es, pues, desde el punto de vista de

1034 Ortega reconoce la influencia de J. Costa y su obra Reconstitución y europeización de España (1910), si bien considera que existen importantes diferencias entre ambos, como también con respecto a Unamuno, más favorable al “casticismo” y a la “españolización” o “africanización de Europa”. Al igual que J. Costa, Ortega identifica regeneración de España y europeización; sin embargo –lo que constituye un rasgo característico de la generación del 14–, Ortega interpreta el proyecto de europeización en clave cultural y científica: Europa representa la ciencia, la cultura, instrumentos imprescindibles para la regeneración de España. Muchos de los intelectuales de la generación del 14 ampliaron sus estudios en distintas Universidades europeas por medio de las becas de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, inspirada por la Institución Libre de Enseñanza; a través de este contacto con otros países europeos, estos intelectuales tomaron conciencia del enorme atraso de España en todos los ámbitos, de ahí que Europa representase para ellos un modelo positivo, real y cercano para la regeneración de España. Como señala J.E. Pflüger, a partir de esta experiencia europea, “estos viajeros del intelecto trajeron nuevas ideas y métodos que repercutieron en la sociedad española” (“La generación política de 1914”, Revista de Estudios Políticos, nº 112, Nueva Época, Junio 2001, Madrid, p. 195). Cf. V. Cacho Viu, “La Junta para Ampliación de Estudios, entre la Institución Libre de Enseñanza y la Generación del 14”, en Los intelectuales y la política. Perfil público de José Ortega y Gasset, Biblioteca Nueva, Madrid, 2000, pp. 155-185; M. Menéndez Alzamora, “Pensamiento político español del siglo XX. La generación del 14”, en F. Vallespín: Historia de la Teoría Política VI, Alianza, Madrid, 1996, pp. 454-508; J.E. Pflüger, Op. Cit, p. 195ss; J. Zamora, “El mundo que pudo ser: el concepto de «Europa» en el proyecto político orteguiano”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, p. 12ss. Además de J. Costa, se han señalado otras influencias en el pensamiento orteguiano sobre Europa, como por ejemplo Talleyrand y Renan (Cf. F. Salmerón, “El socialismo del joven Ortega”, en F. Salmerón, A. Rossi, L. Villorro y R. Xirau (Eds.): José Ortega y Gasset, FCE, México D.F., 1984, p. 27 y p. 31), Ganivet, Unamuno, Azorín y Baroja (Cf. J.M. Beneyto, “Europa como paradigma de la filosofía de la integración de Ortega y Gasset”, Revista de Estudios Europeos, nº 40 Mayo-Agosto 2005, pp. 91-116).

1035 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 521. 1036 Id.

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Ortega, inseparable de la circunstancia europea: “no podemos –sostiene

este pensador– hacer calificación de alguna importancia sobre nuestra

historia si no contemplamos a España moviéndose sobre el fondo de

naciones afines con quienes ha convivido, sobre el paisaje de la

comunidad europea dentro del cual indiscutiblemente se halla inscrita”1037.

Como señala P. Cerezo, europeización significa para la generación

del 14 “poner a España en la forma de Europa, es decir, en la disciplina

de lo objetivo y universal”1038, en la dirección de la ciencia y de la cultura

superior que para Ortega representa Europa; sin embargo, como precisa

P. Cerezo, “no se trataba de un europeísmo mimético, como solía

reprochar Unamuno. España sólo era posible desde Europa, pero, a la

vez, posible en y para Europa, una posibilidad de Europa, en el sentido

preciso de un punto de vista cultural necesario o insustituible en el

concierto europeo. Mas para ello era menester que adoptara plenamente

y sin reservas la gran cultura europea, como la materia en que tenía que

labrar su propia forma cultural”1039. En este sentido, si bien desde el punto

de vista orteguiano “España era, pues, el problema, y Europa la

solución”1040, al mismo tiempo Ortega reivindicaba el punto de vista

1037 “Memorias de quince meses” (1932), XI, 513, cursivas mías. 1038 P. Cerezo, “Ortega y la generación de 1914: un proyecto de ilustración”,

Revista de Occidente, nº 156, Mayo 1994, p. 26. 1039 Ibid., pp. 26-27. 1040 “La pedagogía social como programa político” (1910), I, 521. Ortega

sostiene en la misma línea que “la enfermedad de España no es otra cosa que su alejamiento de Europa”, esto es, de la cultura y de la ciencia (“Competencia” (1913), X, 228). A. Ardao señala la existencia de dos orientaciones europeístas en Ortega desde un punto de vista cronológico y en relación directa con el contexto español y europeo del momento (la generalización de la crisis europea y las guerras mundiales); se trata en realidad, precisa este autor, de “dos modalidades o formas de un solo europeísmo” que tendrían su punto de inflexión en el “Prólogo a la segunda edición” (Octubre, 1922) a España invertebrada (1922): “En la primera etapa, el español Ortega se encara con viejos males de España, buscando y encontrando su remedio en las excelencias de Europa. El contraste entre España y Europa ocupa el primer plano: lo que está en juego es el problema de España. En la segunda etapa, el europeo Ortega se encara con recientes males de Europa,buscando y encontrando su remedio en la reorganización de la propia Europa. El primer plano lo ocupa ahora el contraste entre Europa como totalidad y las distintas naciones que la componen, de las cuales es España una más, en las mismas condiciones, en lo esencial, que las otras: lo que está en juego es el problema de Europa (...) Es en función de aquella dualidad (...) que define Ortega las dos grandes divisas europeístas por las que sucesivamente se batirá: primero, laeuropeización de España; después, en otro orden y con otro enfoque, la unión de Europa. (...) En 1910 escribía que España es el problema y Europa la solución. En 1930 sentiría con más apremio que Europa es el problema y unirla la solución” (“A.

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español, que para el filósofo era, como apunta Cerezo “necesario e

insustituible” –como también el punto de vista inglés, francés, etc., en

coherencia con el esencial pluralismo que Ortega atribuye al ethos

europeo– para la construcción de la Unidad de Europa, lo que le lleva a

afirmar: “Queremos la interpretación española del mundo”:

Precisamente, cuando postulamos la europeización de España, no queremos otra cosa que la obtención de una nueva forma de cultura distinta de la francesa, la alemana...Queremos la interpretación española del mundo. Mas, para esto, nos hace falta la sustancia, nos hace falta la materia que hemos de adobar, nos hace falta la cultura.

Una secular tradición y ejercicio de lo humano ha ido sedimentando densas secreciones espirituales: Filosofía, Física, Filología. La enorme acumulación se eleva como un monte asiático; desde lo alto se dominan espacios ilimitados. Esa altura ideal es Europa: un punto de vista.

No solicitemos más que esto: clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta el infinito; nuestras realidades, sin valor, cobrarán sentido denso de símbolos humanos. Y las palabras europeas que durante tres siglos hemos callado, surgirán de una vez, cristalizando en un canto. Europa, cansada en Francia, agotada en Alemania, débil en Inglaterra, tendrá una nueva juventud bajo el sol poderoso de nuestra tierra.

España es una posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España.1041

Esta concepción de una Europa plural está también en consonancia

con los principios éticos y políticos que como ya vimos anteriormente

defiende Ortega en su modelo de democracia: principio de integración

(“excluir la exclusión”, según el lema que toma de Renan), voluntad de

convivencia, tolerancia, participación, derecho a la diferencia, etc. Este

principio de pluralidad es también coherente con la teoría orteguiana de la

perspectiva, de acuerdo con la cual todas las perspectivas son necesarias

para construir lo humano1042. En opinión de Ortega, “la intuición del

pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno, es la gran

innovación de la cultura europea”1043.

A lo largo del período de entreguerras, tanto en la opinión pública

como entre los intelectuales comenzaron a cobrar auge los diagnósticos

Ardao, “Los dos europeísmos de Ortega”, Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, nº 403-405, Enero-Marzo, 1984, pp. 493-494).

1041 “España como posibilidad” (1910), I, 138. 1042 “Verdad y perspectiva” (1916), II, 15-21. 1043 Las Atlántidas (1924), III, 304.

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acerca de la “decadencia de Europa”, siendo uno de los ejemplos

paradigmáticos en este sentido la obra de O. Splenger tituladas La

decadencia de Occidente1044. Ortega se pregunta acerca de la realidad de

esta supuesta decadencia europea, que ha llegado a constituirse en un

tópico o “lugar común” a partir de los años veinte del siglo XX1045. Ortega

apunta que para hablar de decadencia es necesario primeramente

“precisar qué es lo que decae”1046, puesto que “la decadencia es, claro

está, un concepto comparativo. Se decae de un estado superior hacia un

estado inferior. Ahora bien: esa comparación puede hacerse desde los

puntos de vista más diferentes y varios que quepa imaginar”1047. En este

sentido, Ortega se pregunta a qué se refiere exactamente ese

diagnóstico de decadencia europea del que se hace eco el libro de

Splenger: “¿Se refiere el pesimista vocablo a la cultura? ¿Hay una

decadencia de la cultura europea? ¿Hay más bien sólo una decadencia

de las organizaciones nacionales europeas? Supongamos que sí.

¿Bastaría eso para hablar de la decadencia occidental? En modo alguno.

Porque son esas decadencias menguas parciales, relativas a elementos

secundarios de la historia –cultura y naciones”. Ortega sostiene que sólo

hay una decadencia absoluta: la que consiste en una vitalidad

menguante, y ésta sólo existe cuando se siente”1048, por lo que el único

modo de saber si existe verdaderamente decadencia es “instalarse en

esa vida, contemplarla desde dentro y ver si ella se siente a sí misma

decaída, es decir, menguada, debilitada e insípida”1049:

1044 Esta obra apareció en alemán en dos volúmenes (en 1918 el primero y en 1922 el segundo), y fue publicada por primera vez en España en 1923 dentro de la colección “Biblioteca de Ideas del siglo XX” dirigida por Ortega, con prólogo del propio Ortega y traducción de Manuel García Morente. En el “Prólogo” a la obra señala Ortega que las ideas que Splenger presenta en este libro preexistían ya casi sin excepción en el ambiente, aunque el autor haya sabido darles una expresión original. T. Mermall apunta que se trataba de una preocupación común a otros intelectuales europeos, además de Ortega y Splenger, si bien existían diferencias entre los distintos autores en la conceptualización del problema: “esta conciencia de crisis y preocupación por el destino de Europa fueron compartidas por otros intelectuales de renombre como T.S. Eliot, Julien Benda, Karl Jaspers, Karl Mannheim y Paul Valery, entre otros” (T. Mermall, “Introducción biográfica y crítica” en J. Ortega y Gasset: La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, p. 40).

1045 La rebelión de las masas (1930), IV, 236-238. 1046 Ibid., 167. 1047 Ibid., 161. 1048 Ibid., 167. 1049 Ibid., 161.

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Pero aun mirada por dentro de sí misma, ¿cómo se conoce que una vida se siente o no decaer? Para mí no cabe duda respecto al síntoma decisivo: una vida que no prefiere otra ninguna de antes, de ningún antes, por tanto, que se prefiere a sí misma, no puede en ningún sentido llamarse decadente. A esto venía toda mi excursión sobre el problema de la altitud de los tiempos. Pues acaece que precisamente el nuestro goza en este punto de una sensación extrañísima; que yo sepa, única hasta ahora en la historia conocida.1050

Esa “sensación extrañísima” que caracteriza a la Europa de los

años veinte consiste precisamente según Ortega –como ya vimos en el

tercer capítulo al analizar el fenómeno de la “rebelión de las masas”– en

el enorme aumento de la altitud vital que caracteriza a la época, gracias

a los avances promovidos por la democracia liberal y a la técnica. Este

crecimiento del nivel histórico se traduce para Ortega en un incremento

general de las posibilidades vitales en todos los órdenes que, a su juicio,

hace imposible hablar de una “decadencia de Occidente”. Ante la

cuestión acerca de “¿en qué época quisiera usted haber vivido?” se

pregunta Ortega:

¿Qué diría sinceramente cualquier hombre representativo del presente a quien se hiciese una pregunta parecida? Yo creo que no es dudoso: cualquier pasado, sin excluir ninguno, le daría la impresión de un recinto angosto donde no podría respirar. Es decir, que el hombre del presente siente que su vida es más vida que todas las antiguas o, dicho viceversa, que el pasado íntegro se le ha quedado chico a la humanidad actual. Esta intuición de nuestra vida de hoy anula con su claridad elemental toda lucubración sobre decadencia que no sea muy cautelosa. Nuestra vida se siente, por lo pronto, de mayor tamaño que todas las vidas. ¿Cómo podrá sentirse decadente? Todo lo contrario: lo que ha acaecido es que, de puro sentirse más vida, ha perdido todo respeto, toda atención hacia el pasado.1051

Otra cosa sería para Ortega hablar de crisis de Europa, diagnóstico

con el que el filósofo se muestra más conforme. Sin embargo, en el

pensamiento orteguiano se advierte crisis significa también cambio,

oportunidad de un nuevo comienzo, ¿y acaso –se pregunta Ortega– no

es de alguna manera la crisis, la inquietud, la duda, algo consustancial al

ethos europeo, a causa precisamente de su esencial dinamismo y

1050 Id.1051 Ibid., 161-162.

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capacidad crítica, de su carácter reformista, emprendedor y futurista,

acorde además con su característico liberalismo?

A primera vista, [la idea de la “crisis de Europa”] parece una idea sencilla e inequívoca; mas, al querer aprisionarla, la mano oprime una nube. La depresión o pérdida de unas cosas suele ir acompañada del crecimiento de otras. Bien, digamos “crisis”. Pero crisis no es sino cambio. Siempre hay cambios en la historia. Bueno, digamos cambio más profundo que los habituales. ¿Contentará a nadie tan vaga calificación? Cambio, ¿hacia qué cuadrante? Profunda, ¿hasta qué estratos?1052

Desde el punto de vista de Ortega, la duda es en realidad algo

inseparable de la cultura europea, derivada de su potencial crítico, del

protagonismo que otorga a la razón para crear, más allá de las

tradiciones y convenciones establecidas, nuevas normas y nuevas

maneras de ver el mundo. Esta potencia creadora y futurista que Ortega

atribuye a la cultura europea –en comparación, por ejemplo, con la

cultura oriental, más anclada en las tradiciones y en el pasado a juicio de

Ortega1053– proporciona también a ésta una dimensión de radical

problematismo y hace que en este sentido sea única. En este sentido,

para Ortega la Razón, entendida en sentido amplio, constituye “el

distintivo de la cultura europea incluyendo la helénica”1054: “Solamente

griegos y europeos han creído que no eran cultos mientras no pusiesen

en duda su propia cultura y elaborasen serios fundamentos para ella. De

1052 “Sobre una encuesta interrumpida” (1926), III, 435. 1053 De acuerdo con Ortega, “la gloria y, tal vez, la tragedia de Europa estriban,

por el contrario [a la cultura oriental], en haber llevado esa dimensión trascendental de la vida a sus postreras consecuencias. La sabiduría y la moral orientales no han perdido nunca su carácter tradicionalista. El chino es incapaz de formarse una idea del mundo fundándose sólo en la razón, en la verdad de esa idea. Para prestarle su adhesión, para convencerse, necesita verla autorizada por un pasado inmemorial; es decir, que ha de encontrar su fundamento en los hábitos mentales que la raza ha depositado en su organismo. Lo que se es por tradición no se es por cultura. El tradicionalismo no es más que una forma de espontaneidad. Los hombres de 1789 hicieron saltar todo el pasado fundándose para su formidable eversión en la razón pura; en cambio, para hacer la última revolución china fue preciso predicarla, mostrando que era recomendada por los más auténticos dogmas de Confucio. Toda la gracia y el dolor de la historia europea provienen, acaso, de la extrema disyunción y antítesis a que han llevado ambos términos. La cultura, la razón, ha sido purificada hasta el límite último, hasta romper su comunicación con la vida espontánea (...) En esta superlativa tensión se ha originado el incomparable dinamismo, la inagotable peripecia y la permanente vibración de nuestra historia continental” (El tema de nuestro tiempo (1923), III, 174-175).

1054 “El sentido histórico” (1924), III, 264.

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donde resulta que nuestra cultura sólo será, en efecto, la única auténtica

en la medida en que crea que no lo es y se vuelva problemática”1055. De

este modo, la norma europea consiste para Ortega en “una divina

angustia y un sublime malestar”1056, y de ahí también su carácter

procesual, temporal, ya que su esencia consiste siempre en un ser

siendo, en un permanente estar haciéndose, pues “ella misma es un

proceso temporal, una germinación apasionada llena de peripecias y

aventuras, de adquisiciones, ensayos y fracasos”1057. De manera

semejante a Ortega, también Denis de Rougemont hace una valoración

positiva de la situación crítica europea, vinculándola a la idea de

contradicción, conflicto y tensión que este autor identifica como uno de

los rasgos característicos del “espíritu europeo”, del modo sui generis de

ser europeo, en contraposición por ejemplo con el modo de ser “del

americano o del ruso soviético”, pues, de acuerdo con este autor, “en el

origen de la religión, de la cultura y la moral europeas existía la idea de

contradicción, de fecundo desgarramiento, de conflicto creador”1058. De

este modo, el individuo típicamente europeo es para Rougemont “el

individuo de la contradicción, el individuo dialéctico por excelencia”1059.

En paralelo a la concepción orteguiana de Europa como una “relación de

fuerzas”, Rougemont interpreta a Europa como un “equilibrio de

tensiones”, como un estado de complejidad, de conexiones y

contradicciones que configura la especificidad de la cultura europea1060.

Ortega señala la necesidad de que Europa tome conciencia de sus

propias limitaciones, condición necesaria de acuerdo con este filósofo

para la superación de la crisis que vive Europa en la primera mitad del

1055 Ibid., 263. 1056 Ibid., 263-264. 1057 Ibid., 264. 1058 D. de Rougemont, “Europa o el equilibrio de las tensiones”, en J. Benda

(Ed.), El espíritu europeo, Guadarrama, Madrid, 1957, p. 158. Esta obra recoge las conferencias de los Rencontres Internationales de Genève, celebradas en Ginebra en 1946, en donde intelectuales europeos como J. Benda, D. Rougemont, G. Lukacs, K. Jaspers y J.R. de Salis debaten, con el telón de fondo de la crisis europea y la recién acabada Segunda Guerra Mundial, acerca de temas como la definición de Europa, su evolución histórica, las características comunes y diferenciales entre las distintas naciones europeas, la existencia de una conciencia o espíritu europeo, el papel de la religión en la conformación de Europa, etc.

1059 Ibid., p. 160. 1060 Ibid., p. 154.

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siglo XX. De acuerdo con Ortega, “las causas internas de toda gran

decadencia histórica no son más que esto: las limitaciones nativas

iniciales”1061, de ahí que la salvación sólo puede venir a través de “la

clara conciencia de su limitación”1062 y del esfuerzo por “corregirla con

heroico denuedo, tanto más heroico cuanto que habría de ejercitarse

sobre su propio ser”1063. Ortega considera así que “este es hoy el

problema de Europa en general, y de España en particular. O vemos bien

nuestras limitaciones y nos resolvemos en subsanarlas, o moriremos”1064.

De este modo, la toma de conciencia de la propia limitación constituye

según Ortega el necesario punto de partida para el progreso y

revitalización de Europa; como señala H.C. Raley, en el pensamiento

orteguiano “es precisamente la imperfección del mundo actual lo que

impulsa a Europa hacia otro mundo mejor. La imperfección es la medida

del mundo que hemos de crear (...) Como afirma Ortega: «Todo lo que

somos positivamente lo somos gracias a alguna limitación. Y este ser

limitados, este ser mancos, es lo que se llama destino, vida. Lo que nos

falta y nos oprime es lo que nos constituye y nos sostiene»”1065. En

relación a estas deficiencias o limitaciones dentro del contexto europeo

en opinión de Raley estas “limitaciones son evidentes: en asuntos

económicos, en creencias, en los problemas de las masas rebeldes. De

aquí es de donde deben partir los intentos de unificación: no del

acariciado sueño de conservar un pasado arcaico, no de algún remoto y

utópico futuro, sino de hoy mismo, del dilema planteado por las masas, la

economía, los fracasos de la actual cultura”1066.

Ortega también advierte en este sentido acerca de la necesidad de

que Europa evite caer en el eurocentrismo, una forma de etnocentrismo

que tiende a considerar a la cultura propia, en este caso a la europea,

como la única válida y la norma a partir de la cual juzgar a las demás

culturas: “Evitemos, pues, –señala Ortega– el suplantar con «nuestro

1061 “Sobre la muerte de Roma” (1926), II, 545. 1062 Id.1063 Id.1064 Id.1065 H.C. Raley, Ortega y Gasset, filósofo de la unidad europea, Revista de

Occidente, Madrid, 1977, p. 191. 1066 Ibid., p. 192.

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mundo» el de los demás. Otra cosa lleva irremediablemente a la

incomprensión del prójimo”1067. A este respecto, Ortega considera que se

ha dado un importante avance en la ampliación del horizonte histórico

europeo gracias a los conocimientos aportados por la entonces reciente

Antropología social y cultural en relación al conocimiento de otras

culturas1068. De acuerdo con este pensador, el conocimiento de otras

maneras de pensar, hacer y sentir diferentes a las europeas contribuye

a ensanchar los límites de la propia perspectiva europea, el horizonte de

comprensión y por tanto de la capacidad de empatía o sympatheia.

Ortega considera que la comprensión de otras formas culturales

enriquece la cultura europea y produce necesariamente la “ampliación

del punto de vista” y la conciencia de la “relatividad de las culturas”, pues

“la ampliación del círculo vital, el hallazgo de otros pueblos fuertes,

distintos del propio, obran como un fermento en la sociedad que hasta

entonces había permanecido encerrada en sí misma”1069. Ortega sostiene

1067 Las Atlántidas (1924), III, 292. 1068 R. Sanmartín destaca la aportación de Ortega al estudio antropológico de

las sociedades complejas, considerando que “el lugar o posición desde donde Ortega contempla el fenómeno humano y los problemas culturales, resulta ser radicalmente fértil para la Antropología” (R. Sanmartín, “En torno a Ortega y la gente. Ortega y la Antropología Cultural”, en R. Sanmartín, Valores culturales. El cambio social entre la tradición y la modernidad, Editorial Comares, Granada, 1999, p. 59). De acuerdo con R. Sanmartín, “la obra de Ortega, no sólo por la imagen del hombre de la que parte o por el tipo de razón en que se funda, sino incluso por las propuestas metodológicas, encaja más y mejor con la Antropología contemporánea que con la practicada por sus coetáneos” (ibid., 81). Si bien Ortega no practica la técnica del trabajo de campo intensivo –la cual se estaba comenzando a consolidar en esos momentos como método específico de la Antropología social y cultural, concretamente a partir de la década de los años veinte con los trabajos de B. Malinowski en las islas Trobiand– sus conocimientos de las corrientes antropológicas, sus intereses temáticos y orientaciones metodológicas sitúan a este autor, como señala R. Sanmartín, como un importante precedente en el estudio antropológico de las sociedades complejas, especialmente de la Antropología Interpretativa y la Antropología cognitiva contemporáneas. En opinión de Sanmartín, “Ortega, desde su radical posición filosófica, fue sobrepasando las propuestas de Antropología de su época” (Ibid., 74) –el evolucionismo y difusionismo, la escuela de cultura y personalidad y el funcionalismo–, hasta el punto de que “nos encontramos así con la paradoja de que Ortega nos puede resultar, a los antropólogos de hoy, más contemporáneo que a los antropólogos que fueron sus coetáneos” (Ibid., 62), lo que lleva a este autor a afirmar que “si los antropólogos hubiesen estudiado a Ortega en 1933 ó 1934, cuando redactó su primera versión del Prólogo para alemanes, o la publicación de 1958, la actual Antropología Interpretativa hubiese podido nacer (por usar su cómputo del tiempo) una o dos generaciones antes. No resulta exagerado afirmar que la obra de Ortega ofrecía buenos fundamentos para una práctica antropológica que se adelantaba a su tiempo” (Ibid., p. 76).

1069 Ibid., 290.

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en este sentido que el desarrollo de la antropología sociocultural ha

producido “una transformación radical en nuestra idea de la cultura”1070:

Mientras teníamos del cosmos histórico una visión provincial, mediterránea y europea, cultura quería decir una cierta manera ejemplar de comportarse. No había más que una cultura, la nuestra, del presente. La Edad Media, Grecia, Roma, Egipto, eran sólo etapas al través de las cuales se había llegado a la actual perfección. Cualquier otro sistema de formas religiosas, intelectuales, políticas, era automáticamente desvalorado como inculto. Habíamos, pues, hecho de la cultura un concepto estimativo y una norma.

Pero el etnólogo, obligado a penetrar en el secreto de pueblos completamente dispares de los europeos y mediterráneos, ha tenido que intimar con sus modos de pensar y sentir. Poco a poco fue advirtiendo que aquellos usos “bárbaros” y aun “salvajes”, aquellas ideas grotescas o absurdas, tenían un profundo sentido, una exquisita cohesión. Eran, a la postre, una manera de responder al cosmos circundante muy distinta de la nuestra, pero no menos respetable. Eran, en suma, otras culturas.

Gracias a la etnología, el singular de la cultura se ha pluralizado, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente. Hoy la noción de cultura deriva hacia la biología y se convierte en el término colectivo con que denominamos las funciones superiores de la vida humana en sus diferencias típicas. Hay una cultura china y una cultura malaya y una cultura hotentote, como hay una cultura europea. La única superioridad definitiva de ésta habrá de ser reconocer esa esencial paridad antes de discutir cuál de ellas es la superior. El hotentote, en cambio, cree que no hay más cultura que la hotentote.1071

La virtud de la cultura europea deriva por tanto a juicio de Ortega

por el reconocimiento del hecho de la diversidad cultural1072. Ortega

1070 Ibid., 296. 1071 Id.1072 A juicio de Ortega, “el pluralismo de las culturas es, pues, una y misma cosa

con el método propio de nuestra ciencia histórica. Progresa ésta en la medida en que sepamos negar metódicamente, ficticiamente, el exclusivismo de nuestra cultura” (“Las ideas de León Frobenius” (1924), III, 252). En este sentido, Ortega critica duramente la pretensión de construir una historia supuestamente universal que eluda la referencia a otras culturas diferentes de la europea, ignorando de este modo el hecho de la diversidad cultural de la humanidad; por el contrario, el filósofo sostiene que la construcción histórica debe tener en cuenta y hacer justicia a la pluralidad de las culturas existente: “en los últimos siglos el hombre europeo ha pretendido hacer historia en un sentido objetivamente universal. De hecho, siempre parecerá al hombre que su horizonte es el horizonte y que más allá de él no hay nada. Mas si después de conocer esta relatividad hacemos una excepción en nuestro provecho y declaramos que, por fin, se ha llegado a descubrir el verdadero y definitivo círculo del universo, nuestro universalismo sería imperdonable. Esto es, en efecto, lo que ha acontecido con la ciencia histórica europea durante tres siglos: ha pretendido deliberadamente tomar un punto de vista universal, pero, en rigor, no ha fabricado sino historia europea. Porciones gigantescas de vida humana, en el pasado y aun en el presente, le eran desconocidas, y los destinos no-europeos que habían llegado a su noticia eran tratados como formas marginales de lo humano, como accidentes de valor secundario, sin otro sentido que subrayar más el carácter substantivo, central, de la evolución europea. Más o menos, se hacía siempre eje

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contrapone a las actitudes etnocéntricas la necesidad de relativizar las

culturas y, antes de emitir un juicio moral sobre ellas, tratar de

comprender a cada una desde sí misma, en toda su profundidad, puesto

que cada cultura constituye “un ensayo de una nueva manera de vivir, de

una nueva sensibilidad. Un pueblo es un estilo de vida”1073. Por ello

sostiene Ortega que todas las culturas tienen algo importante que aportar

al conocimiento del ser humano, pues cada cultura “es una interpretación

–esclarecimiento, explicación o exégesis– de la vida. La vida es el texto

eterno”1074.

Hasta ahora, el mundo de lo que tiene sentido se reducía a nuestra época a un pequeño círculo de pueblos afines. (El alma oriental nos es todavía un arca cerrada). Tal privilegio del “tener sentido” se extenderá pronto a los pueblos y edades más diversos y remotos. Será la gran conquista de nuevos mundos espirituales, será dotar de la plenitud humana que hoy goza sólo el presente de ciertas naciones próximas, a todos los ámbitos étnicos y a todos los siglos. Entonces, y sólo entonces, podrá decirse que existe en Europa una disciplina de Humanidades.

Nuestra predilección actual por la cultura grecoeuropea sería respetable como efusión espontánea de nuestro sentimiento. Se comprende que el pequeño burgués de Occidente sienta una especie de ideal patriotismo europeo. Pero elevar esa preferencia espontánea a dogma científico es un puro capricho. La valoración de las distintas culturas, su jerarquización en una escala de rangos, supone la previa comprensión de todas ellas. Pero es harto probable que una mayor intimidad con el alma de otros tiempos y razas, nos proporcione fértiles descubrimientos. Verosímilmente hallaremos que cada cultura ha gozado de una genialidad sobresaliente para algún tema vital. Y entonces, de esa gigantesca inducción histórica que estas páginas postulan y anuncian, nacerá un nuevo clasicismo, muy diverso del que se arrastra estéril sobre el pensamiento moderno, un clasicismo verdaderamente ecuménico de radio planetario. Cada época, cada pueblo será nuestro maestro en algo, será en un orden o en otro nuestro clásico. Cesará el privilegio arbitrario que otorgamos a nuestro rincón del espacio y el tiempo, privilegio que convierte en absurda superfluidad la existencia de pueblos y edades “bárbaros”, “salvajes”, etc. La “barbarie”, el “salvajismo” adquirirán su punto de razón y de insustituíble magisterio.1075

de la visión histórica la idea del progreso. Todas las vicisitudes planetarias eran ordenadas según su colaboración en ese progreso. Cuando un pueblo parecía no haber contribuido a él, se le negaba positiva existencia histórica y quedaba descalificado como «bárbaro» o «salvaje». Ahora bien; ese progreso era simplemente el desarrollo de las aficiones específicamente europeas: las ciencias físicas, la técnica, el derecho racionalista, etc. Hoy empezamos a admitir cuánto hay de limitación provinciana en este punto de vista. Tal vez uno de los hechos más característicos de la época que ahora vivimos es el despertar de la sensibilidad europea, hasta ahora reclusa en su sueño «provincial», a un horizonte de radio mucho más vasto y más «universal»” (Las Atlántidas (1924), III, 305-306).

1073 Meditaciones del Quijote (1914), I, 362. 1074 Ibid., 357. 1075 Las Atlántidas (1924), III, 312.

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Ortega apunta la necesidad de contacto y convivencia con otras

culturas, con el fin de que Europa se cure de su tendencia eurocéntrica.

El filósofo español percibe que la nueva sensibilidad contemporánea se

orienta de hecho hacia la creación de una pluralidad de dimensiones

ecuménicas, verdaderamente universal, una “nueva síntesis de la vida”:

“La nueva síntesis es de enorme órbita y de una amplitud ecuménica. En

comparación con ella, todas las tradiciones quedan encogidas como

maneras provinciales (...) Esto significa que para ser efectiva la Cultura,

con mayúscula, hace falta llegar a ella al través y previo reconocimiento

de las otras culturas con minúscula, de todas las de hoy y todas las de

ayer”1076.

Retomando el análisis orteguiano en relación a la crisis europea de

la primera mitad del siglo XX, Ortega considera que, “de modo inevitable,

nos es a todos patente que nos hallamos en una hora crepuscular”1077;

sin embargo, se trata a juicio del filósofo de “un crepúsculo matutino”1078,

esto es, de la posibilidad de un nuevo comienzo para Europa, de la

apertura hacia un nuevo renacer desde sí misma. Ortega sostiene que

“ciertamente todo en Europa se ha vuelto cuestionable”1079, y de ahí el

cariz crítico que ha tomado la existencia europea; pero esta situación de

crisis también puede significar, como apunta Ortega, el principio de una

forma nueva de vida más auténtica y coherente con las necesidades

vitales de la época. Destaca así la otra cara, más positiva, de la crisis

europea:

El que nuestra civilización se nos haya vuelto problemática, el sernos cuestionables todos sus principios sin excepción no es, por fuerza, nada triste, ni lamentable, ni trance de agonía, sino acaso, por el contrario, significa que en nosotros una nueva forma de civilización está germinando, por tanto, que bajo las catástrofes aparentes –en historia las catástrofes son menos profundas de lo que parecen a sus contemporáneos–, que bajo congojas y dolores y miserias una nueva figura de humana existencia se halla en trance de nacimiento. Pensamos así, claro está, los que no somos verpertinistas, sino matinalistas. La civilización europea duda a fondo de sí misma. ¡Enhorabuena que sea así! Yo no recuerdo que ninguna civilización haya muerto de un ataque de duda. Creo recordar más bien que las

1076 “Las ideas de León Frobenius” (1924), III, 353. 1077 Meditación de Europa (1949), IX, 250. 1078 Id.1079 Id.

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civilizaciones han solido morir por una petrificación de su fe tradicional, por una arteriosclerosis de sus creencias.1080

De este modo, la duda puede suponer según Ortega el primer paso

para la creación de un nuevo sistema de normas y vigencias colectivas

más adecuadas a la altura de los tiempos: cuando se trata de “ser con

máxima intensidad, por tanto, de crear, el hombre emerge y se levanta

desde el elemento como líquido, fluctuante y abismático que es la duda.

Ésta, la duda, es el elemento creador y el estrato más profundo y

sustancial del hombre”1081. La situación de crisis refleja así en opinión del

filósofo:

(...) la más vieja experiencia humana, la más esencial: aquella situación en que no hay un mundo solidificado de creencias que lo sostenga y le lleve y le oriente, sino un elemento líquido donde se siente perdido, se siente caer –estar en la duda es caer–, se siente náufrago. Pero esta sensación de naufragio es el gran estimulante del hombre. Al sentir que se sumerge reaccionan sus más profundas energías, sus brazos se agitan para ascender a la superficie. El náufrago se convierte en nadador. La situación negativa se convierte en positiva. Toda civilización ha nacido o renacido como un movimiento natatorio de salvación. Este combate secreto de cada hombre con sus íntimas dudas, allá en el recinto solitario de su alma, da un precipitado: este precipitado es la nueva fe de que va a vivir la nueva época.1082

Así pues, el diagnóstico orteguiano sobre la situación europea de la

primera mitad del siglo XX señala que “por debajo de los fenómenos

superficiales, que se perciben a simple vista –la penuria económica, el

confusionismo político–, el hombre europeo comienza a emerger de la

catástrofe y ¡gracias a la catástrofe! Pues conviene advertir que las

catástrofes pertenecen a la normalidad de la historia, son una pieza

necesaria en el funcionamiento del destino humano. Una humanidad sin

catástrofes caería en la indolencia, perdería todo su poder creador”1083.

Si bien, afirma Ortega a la altura de 1946, “hoy, en Occidente al menos,

casi nada hay que no sea ruina”1084, también es cierto que “la historia

1080 Ibid., 250-251. 1081 Ibid., 251. 1082 Ibid., 251-252. 1083 Ibid., 252. 1084 “Idea del teatro” (1946), VII, 449. Ortega precisa que “casi todo es hoy en

Occidente ruina, pero, bien entendido, no por la guerra. La ruina preexistía, estaba

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pertenece a la categoría del cambio”1085. Y es que las ruinas “forman

parte de la íntima economía de la historia. Las ruinas son ciertamente

terribles para los arruinados, pero más terrible sería que la historia no

fuese capaz de ruinas. Sentimos como una pesadilla la imaginación de

que todas las construcciones del pretérito se hubiesen conservado. No

tendríamos lugar donde poner nuestros pies”1086. En este sentido, en

opinión de Ortega “tras las ruinas se oculta el rejuvenecimiento”1087.

De acuerdo con la teoría antropológica orteguiana, la duda es,

además, inherente a la vida humana –que es sustancialmente peligro,

inseguridad–, y la respuesta que fabrica el ser humano para defenderse

de ella es la cultura, la cual consiste en “el sistema vital de las ideas de

cada tiempo”1088. “Todas las culturas –sostiene Ortega– son soluciones o

intentos de solución al problema de la vida”1089, de tal modo que “cultura

es lo que salva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin que

su vida sea tragedia sin sentido o radical envilecimiento”1090:

En la hora del peligro, la vida sacude todo lo que en ella es inesencial (...) y procura desnudarse, reducirse a lo que es puro nervio, puro músculo. En esto radica la salvación de Europa –en la contracción a lo esencial.

La vida es en sí misma y siempre un naufragio. Naufragar no es ahogarse. El pobre humano, sintiendo que se sumerge en el abismo, agita los brazos para mantenerse a flote. esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura –un movimiento natatorio. Cuando la cultura no es más que eso, cumple su sentido y el humano asciende sobre su propio abismo. Pero diez siglos de continuidad cultural traen consigo, entre no pocas ventajas, el gran inconveniente de que el hombre se cree seguro, pierde la emoción del naufragio y su cultura se va cargando de obra parasitaria y linfática. Por esto tiene que sobrevenir una discontinuidad que renueve en el hombre la sensación de perdimiento, sustancia de su vida. Es preciso que fallen en torno de él todos los instrumentos flotadores, que no

ahí ya. Las guerras últimas se han producido precisamente porque el Occidente estaba ya arruinado” (Ibid., 550).

1085 Meditación de Europa (1949), IX, 252. 1086 Ibid., 253. 1087 Id.1088 Misión de la Universidad (1930), IV, 322. 1089 Espíritu de la letra (1927), III, 561. 1090 Misión de la Universidad (1930), IV, 321. “La vida es caos –sostiene

Ortega–, una selva salvaje, confusión. El hombre se pierde en ella. Pero su mente reacciona ante esa sensación de naufragio y perdimiento: trabaja por encontrar en la selva «vías», «caminos»; es decir: ideas claras y firmes sobre el Universo, convicciones positivas sobre lo que son las cosas y el mundo. El conjunto, el sistema de ellas, es la cultura en el sentido verdadero de la palabra; todo lo contrario, pues, que ornamento” (Id.).

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encuentre nada a que agarrarse. Entonces sus brazos volverán a agitarse salvadoramente. La conciencia del naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la salvación. Por eso yo no creo más que en los pensamientos de los náufragos.1091

En este sentido, el problema de la crisis europea radica para

Ortega en el problema de que en Europa las antiguas vigencias

colectivas han perdido su legitimidad, de ahí la sensación generalizada

de desmoralización y “vacío moral”, puesto que el europeo siente que ya

no se puede apoyar en los pasados usos tradicionales, si bien todavía no

ha creado otros nuevos en los cuales apoyarse o “agarrarse”, empleando

el término que Ortega utiliza en su metáfora del náufrago. Esto implica

que “la civilización europea se ha hecho problemática a sí misma. Ahora

1091 Goethe desde dentro (1932), IV, 397-398. En la misma línea, afirma Ortega que “la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad, y procura ocultarla con un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le atrae sin cuidado que sus «ideas» no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas «ideas» fantasmagóricas y mira de frente la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad –a saber, que vivir es sentirse perdido–, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz porque trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad. Esto es cierto en todos los órdenes” (La rebelión de las masas (1930), IV, 254). De este modo, para Ortega la clara conciencia del estado de desorientación que padece Europa constituye el necesario punto de partida desde el cual ésta pueda comenzar a encontrar una posible vía de solución a la crisis: “En todos los órdenes, pues, el hombre actual –no sólo el europeo– se siente perdido y esta conciencia de radical perdición o perdimiento es preciso que esté viva en todos nosotros y que no intentemos cegarnos cobardemente para no verla porque sólo esa desesperada impresión de perdimiento puede suscitar en nosotros la reacción salvadora. Ya veremos por qué todo lo valioso que el hombre ha hecho lo ha hecho porque se ha sentido perdido y cómo sin remedio, y viceversa, todas sus desgracias y desastres vinieron siempre de que un día se creyó demasiado seguro. Para el hombre encontrarse desorientado –depaysé– es radicalmente perderse, lo que Husserl expresaba diciendo que el mundo se nos ha hecho problemático, y lo es porque (...) el hombre no tiene más remedio que estar siempre haciendo algo para pervivir o subsistir; (...) mas para hacer tiene que elegir su hacer y para elegir tiene que orientarse respecto a lo que es el mundo, él mismo, su vida, a fin de hallar motivos que inspiren y justifiquen ante sí mismo su elección. El hombre al ser puro y continuo hacer, estar haciendo, es puro movimiento y movimiento que va atraído por una meta. Y, en virtud de muy precisas razones, (...) acontece que esa entidad hombre, cuya única realidad consiste en ir hacia un blanco, de pronto, se queda sin blanco, y sin embargo, teniendo que ir, que ir siempre. ¿Dónde? ¿Dónde ir cuando no se sabe dónde? ¿Qué vía tomará el desviado? ¿Qué dirección el perdido? Desde hace treinta años, decía yo, tiene la conciencia de un atroz perdimiento” (La razón histórica (1944), XII, 316).

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bien, una civilización es un sistema de soluciones a los problemas que

oprimen al hombre, y si ese sistema de soluciones se convierte, a su vez,

en problema, quiere decirse que la vida europea atraviesa una etapa de

superlativo dramatismo”1092. De acuerdo con Ortega, tras diez siglos de

cierta continuidad cultural en Europa, se ha abierto para el europeo una

fisura entre el pasado, el presente y el futuro1093, que sólo podrá salvar el

poder de creación y la reducción del problema a lo esencial1094:

La vida es una operación que se hace hacia adelante. Se vive desde el porvenir, porque vivir consiste inexorablemente en un hacer, en un hacerse la vida de cada cual a sí misma. (...) Esta exigencia de efectiva realización en el mundo (...) es lo que expresa el “hacer”. Ello nos obliga a buscar medios para pervivir, para ejecutar el futuro, y entonces descubrimos el pasado como arsenal de instrumentos, de medios, de recetas, de normas. El hombre que conserva la fe en el pasado no se asusta del porvenir, porque está seguro de encontrar en aquél la táctica, la vía, el método para sostenerse en el problemático mañana. El futuro es el horizonte de los problemas, el pasado la tierra firme de los métodos, de los caminos que creemos tener bajo nuestros pies. Piense usted, querido amigo, la terrible situación del hombre a quien de pronto el pasado, lo firme, se le vuelve problemático, se le vuelve abismo. Antes, lo peligroso parecía estar sólo delante de él en el azaroso futuro; ahora lo encuentra también a su espalda y bajo sus pies. ¿No nos pasa a nosotros algo de esto? Creíamos ser herederos de un pasado magnífico y que podíamos vivir de su renta. Al apretarnos ahora el porvenir un poco más fuertemente que solía en las últimas generaciones, miramos atrás buscando, como nos era habitual, las armas tradicionales; pero al tomarlas en la mano hallamos que son espadas de caña, gestos insuficientes, atrezzo teatral que se quiebra en el duro bronce de nuestro futuro, de nuestros problemas. Y súbitamente nos sentimos desheredados, sin tradición, indigentes, como recién llegados a la vida, sin predecesores. (...) Nuestra herencia consistía en los métodos, es decir, en los clásicos. Pero la crisis europea, que es la crisis del mundo, puede diagnosticarse como una

1092 “Sobre un Goethe bicentenario” (1949), IX, 553. 1093 Ortega señala que “esta grave disociación de pretérito y presente es el

hecho general de nuestra época y la sospecha, más o menos confusa, que engendra el azoramiento peculiar de la vida en estos años. Sentimos que, de pronto, nos hemos quedado solos sobre la tierra los hombres actuales, que los muertos no se murieron de broma, sino completamente, que ya no pueden ayudarnos. El resto del espíritu tradicional se ha evaporado. Los modelos, las normas, las pautas no nos sirven. Tenemos que resolvernos nuestros problemas sin colaboración activa del pasado, en pleno actualismo –sean de arte, de ciencia o de política. El europeo está solo, sin muertos vivientes a su vera; como Schehmil, ha perdido su sombra. Es lo que acontece siempre que llega el mediodía” (Ladeshumanización del arte e Ideas sobre la novela (1925), III, 428).

1094 De acuerdo con Ortega, en el contexto europeo “porciones enteras han caído en anquilosis. Así va Europa, nave cargada de obra muerta que un largo pretérito ha depositado en sus flancos y quilla. ¡Difícil navegación! Es preciso aligerar la nave; volver a lo claro y esencial –ser puro músculo y nervio y tendón. La reforma tiene que ser primariamente de la sociedad, a fin de obtener un cuerpo público sobremanera elástico, capaz de brincar sobre continentes –América, Asia, África. ¿Será posible tal empresa?” (Mirabeau o el político (1927), III, 635-636.

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crisis de todo clasicismo. Tenemos la impresión de que los caminos tradicionales no nos sirven para resolver nuestros problemas.1095

En definitiva, la impresión colectiva de decadencia en que vive la

Europa del primer tercio del pasado siglo, está en relación según Ortega,

entre otros factores, con la pérdida de vigencias colectivas y con el

considerable crecimiento de la altitud vital, la rápida subida del nivel

histórico que, gracias a la democracia liberal y a la técnica –ciencia e

industrialización– ha dado lugar a profundas transformaciones en todos

los órdenes de la vida europea. Esta pérdida de legitimidad de las

vigencias colectivas europeas está también según Ortega en íntima

conexión, como vimos en el tercer capítulo al analizar el fenómeno de la

“rebelión de las masas”, con el hecho de que “durante tres siglos Europa

ha mandado en el mundo, y ahora Europa no está segura de mandar ni

de seguir mandando” –de acuerdo con el significado anteriormente

explicitado en el que Ortega utiliza el término “mandar”,

fundamentalmente como “poder espiritual” o autoridad moral. De acuerdo

con el pensador, “todo lo demás es consecuencia, condición, síntoma o

anécdota” de este hecho. En opinión de este filósofo, anteriormente

“había en el mundo una amplísima y potente sociedad –la sociedad

europea–. A fuer de sociedad, estaba constituida por un orden básico

debido a la eficiencia de ciertas instancias últimas –el credo intelectual y

moral de Europa–. Este orden que, por debajo de todos sus superficiales

desórdenes, actuaba en los senos profundos de Occidente, ha irradiado

durante generaciones sobre el resto del planeta, y puso en el, mucho o

poco, todo el orden de que ese resto era capaz”1096. Sin embargo, a

finales de los años veinte del pasado siglo, Ortega constata cómo “se ha

volatilizado el sistema tradicional de «vigencias colectivas»”1097. El

1095 Goethe desde dentro (1932), IV, 396-397. Desde el punto de vista de Ortega, en contraposición con el individuo del siglo XX, el “hombre «fin de siglo»”, dada la menor radicalidad de sus problemas, al volver “su mirada al pretérito hallaba en él, con abundancia, modelos de solución que parecían suficientes para resolverlos. De aquí la complacencia de aquellos hombres, la voluptuosidad con que contemplaban morosamente el pasado. ¡Era una delicia encontrarse a su espalda un mundo riquísimo en modos de ser hombre, en formas de vida que parecían ejemplares! El hombre se sentía heredero de una inmensa fortuna de modelos vitales” (“Pasado y porvenir para el hombre actual” (1951), IX, 657).

1096 “En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 298. 1097 Id.

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resultado de ello es según Ortega la desmoralización europea y la

incertidumbre acerca de “quién manda en el mundo” –que es

precisamente el título de la segunda parte de La rebelión de las masas.

No es necesario, señala Ortega, que sea Europa la que mande de nuevo

en el mundo: “Nada me importaría el cese del mando europeo si existiera

hoy otro grupo de pueblos capaz de sustituirlo en el Poder y la dirección

del planeta. Pero ni siquiera esto pediría. Aceptaría que no mandase

nadie, si esto no trajese consigo la volatilización de todas las virtudes y

dotes del hombre europeo”1098:

No importaría que Europa dejase de mandar si hubiera alguien capaz de sustituirla. Pero no hay sombra de tal. Nueva York y Moscú no son nada nuevo con respecto a Europa. Son uno y otro dos parcelas del mandamiento europeo que, al disociarse del resto, han perdido su sentido. (...) Así, en Moscú hay una película de ideas europeas –el marxismo– pensadas en Europa en vista de realidades y problemas europeos (...) Lo único que cabe asegurar es que Rusia necesita siglos todavía para optar al mando. Porque carece aún de mandamientos, ha necesitado fingir su adhesión al principio europeo de Marx. Porque le sobra juventud le bastó con esa ficción. (...) Cosa muy semejante acontece con Nueva York. También es un error atribuir su fuerza actual a los mandamientos a que obedece. En última instancia se reducen a este: la técnica. ¡Qué casualidad! (...) América es, como siempre las colonias, una repristinación o rejuvenecimiento de razas antiguas, sobre todo de Europa. Por razones distintas que Rusia, los Estados Unidos significan también un caso de esa específica realidad histórica que llamamos “pueblo nuevo” (...) América es fuerte por su juventud, que se ha puesto al servicio del mandamiento contemporáneo “técnica”, como podía haberse puesto al servicio del budismo si este fuese el orden del día. Pero América no hace con esto sino comenzar su historia. Ahora empezarán sus angustias, sus disensiones, sus conflictos. Aún tiene que ser muchas cosas; entre ellas, algunas las más opuestas a la técnica y al practicismo. América tiene menos años que Rusia. Yo siempre, con miedo a exagerar, he sostenido que era un pueblo primitivo camuflado por los últimos inventos. (...) América no ha sufrido aún; es ilusorio pensar que pueda poseer virtudes de mando.1099

La solución a la crisis europea pasa por tanto en opinión de Ortega

por que Europa vuelva a “mandar en el mundo”1100, para lo cual se hace

1098 La rebelión de las masas (1930), IV, 244-245. 1099 Ibid., 239-241. 1100 “Si el europeo se habitúa a no mandar él –sostiene Ortega–, bastarán una

generación y media para que el viejo continente, y tras él el mundo todo, caiga en la inercia moral, en la esterilidad intelectual y en la barbarie omnímoda. Sólo la ilusión del imperio y la disciplina de responsabilidad que ello inspira pueden mantener en tensión las almas de Occidente. La ciencia, el arte, la técnica y todo lo demás viven de la atmósfera tónica que crea la conciencia de mando. Si ésta falta, el europeo se irá envileciendo. Ya no tendrán las mentes esa fe radical en sí mismas que las lanza enérgicas, audaces, tenaces, a la captura de grandes ideas,

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necesaria la creación de nuevos ideales, proyectos y normas colectivas,

de nuevas formas de convivencia adecuadas a la altura de los tiempos,

que devuelvan la moral perdida a Europa. De acuerdo con el diagnóstico

orteguiano, Europa se ha quedado sin vigencias colectivas, sin instancias

superiores de apelación común a las que poder recurrir. Por esta razón,

señala Ortega, “poco a poco, se va extendiendo por áreas cada vez más

amplias de la sociedad europea un extraño fenómeno que pudiera

llamarse «desorientación vital»”1101:

Estamos orientados cuando no existe para nosotros la menor duda sobre dónde cae el Norte y dónde el Sur, metas últimas que sirven de ideales puntos de mira para enderezar nuestra acción y movimientos. Por ser la vida tan esencialmente esto, acción y movimiento, el sistema de metas hacia las cuales se disparan nuestros actos y avanzan nuestros movimientos es una parte integrante del organismo viviente. Las cosas a las que se aspira, las cosas en que se cree, las cosas que se respeta y adora, han sido creadas en torno a nuestra individualidad por nuestra misma potencia orgánica y constituyen como una envoltura biológica indisolublemente unida a nuestro cuerpo y a nuestra alma. Vivimos en función de nuestro contorno, el cual, a su vez, depende de nuestra sensibilidad (...)

Esto quiere decir que conforme evoluciona el ser vivo, se modifica también su contorno y, sobre todo, varía la perspectiva de las cosas en él. Imagínese un momento de transición durante el cual las grandes metas que ayer daban una clara arquitectura a nuestro paisaje han perdido su brillo, su poder atractivo, su autoridad sobre nosotros, sinque todavía hayan alcanzado completa evidencia y vigor suficiente las que van a sustituirlas. En tal sazón parece el paisaje desarticularse, vacilar, estremecerse en torno al sujeto; los pasos de éste serán también vacilantes, puesto que oscilan y se borran los puntos cardinales y las rutas mismas se esquivan ondulantes, como huyendo de la planta. Esta es la situación en que hoy se halla la existencia europea. El sistema de valores que disciplinaba su actividad treinta años hace, ha perdido evidencia, fuerza de atracción, vigor imperativo. El hombre de Occidente padece una radical desorientación, porque no sabe hacia qué estrellas vivir.1102

nuevas en todo orden. El europeo se hará definitivamente cotidiano. Incapaz de esfuerzo creador y lujoso, recaerá siempre en el ayer, en el hábito, en la rutina. Se hará una criatura chabacana, formulista, huera, como los griegos de la decadencia y como los de toda la historia bizantina. La vida creadora supone un régimen de alta higiene, de gran decoro, de constantes estímulos, que excitan la conciencia de la dignidad. La vida creadora es vida enérgica, y ésta sólo es posible en una de estas dos situaciones: o siendo uno el que manda o hallándose alojado en un mundo donde manda alguien a quien reconocemos pleno derecho para tal función; o mando yo u obedezco. Pero obedecer no es aguantar –aguantar es envilecerse–, sino, al contrario, estimar al que manda y seguirlo, solidarizándose con él, situándose con fervor bajo el ondeo de su bandera” (Ibid., 245).

1101 El tema de nuestro tiempo (1923), III, 192. 1102 Ibid., 193, cursivas mías.

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Ortega señala que desde principios del siglo XX Europa se

encuentra “desocializada o, lo que es igual, faltan principios de

convivencia que sean vigentes y a que quepa recurrir”1103. La

desmoralización europea radica para Ortega en la “falta de ilusiones

vitales”, de “grandes proyectos de vida futura”: “Por vez primera, en una

larga serie de generaciones, tal vez de siglos, Europa no tiene deseos

(...) No hay proyectos de nuevas instituciones, cuya irrealidad misma sea

un prestigio ante las almas. En cambio (...) existe un general desprestigio

de las instituciones vigentes, sobre todo del Parlamento”1104. Ortega se

pregunta a este respecto: “¿cómo pueden vivir estos enormes

hacinamientos humanos que son las naciones de veinte, cuarenta,

sesenta millones de almas sin un mínimum de fe en las instituciones

vigentes o una fe substitutiva en otras instituciones ideales?”1105. De

acuerdo el filósofo, esta desmoralización y falta de proyectos ha dado

lugar durante el período de entreguerras a una actitud de indolencia,

pasividad e inacción. Ortega advierte a este respecto cómo la situación

de desmoralización y ausencia de ideales que analizaba dentro del

contexto español en España invertebrada (1922) se ha generalizado ya

en toda Europa, lo que le lleva a afirmar que “a los males españoles

descritos por mí [en España invertebrada] no cabe hallar medicina en los

grandes pueblos actuales. No sirven de modelos para una renovación

porque ellos mismos se sienten anticuados y sin un futuro incitante”1106:

(...) las grandes naciones continentales transitan ahora el momento más grave de toda su historia. En modo alguno me refiero con esto a la pasada guerra y sus consecuencias. La crisis de la vida europea labora en tan hondas capas del alma continental, que no puede llegar a ellas guerra ninguna (...). La crisis a que aludo se había iniciado con anterioridad a la guerra, y no pocas cabezas claras del continente tenían ya noticia de ella. La conflagración no ha hecho más que acelerar el crítico proceso y ponerlo de manifiesto ante los menos avizores. A estas fechas, Europa no ha comenzado aún su interna restauración. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que los pueblos capaces de

1103 Meditación de Europa (1949), IX, 306. 1104 “Sobre una encuesta interrumpida” (1926), III, 437. 1105 Id.1106 “Prólogo a la segunda edición” (Octubre, 1922) a España invertebrada

(1922), III, 41. Como comenté anteriormente, es en la publicación de este prólogo donde A. Ardao sitúa un cambio de perspectiva en el pensamiento europeísta de Ortega, producido por la toma de conciencia de la crisis generalizada en toda Europa, lo que llevaría al filósofo español a pensar no ya en términos de España como problema y Europa como solución, sino en que ahora Europa es el problema y la Unión Europea es la solución.

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organizar tan prodigiosamente la contienda se muestren ahora tan incapaces para liquidarla y organizar de nuevo la paz? (...) Es, en efecto, muy sospechosa la extenuación en que ha caído Europa. Porque no se trata de que no logre dar cima a la reorganización que se propone. Lo curioso del caso es que no se la propone. No es, pues, que fracase en su intento, sino que no intenta. A mi juicio, el síntoma más elocuente de la hora actual es la ausencia en toda Europa de una ilusión hacia el mañana. Si las grandes naciones se restablecen, es porque en ninguna de ellas existe el claro deseo de un tipo de vida mejor que sirva de pauta sugestiva a la recomposición. Y esto, adviértase bien, no ha pasado nunca en Europa. Sobre las crisis más violentas o más tristes ha palpitado siempre la lumbre alentadora de una ilusión, la imagen esquemática de una existencia más deseable. Hoy en Europa no se estima el presente: instituciones, ideas, placeres saben a rancio. ¿Qué es lo que, en cambio, se desea? En Europa hoy no se desea. No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable, que es un órgano esencial en la biología humana. El deseo, secreción exquisita de todo espíritu sano, es lo primero que se agosta cuando la vida declina. (...) Europa padece una extenuación en su facultad de desear, que no es posible atribuir a la guerra. ¿Cuál es su origen? ¿Es que los principios mismos de que ha vivido el alma continental están ya exhaustos, como canteras desventradas?1107

Ortega considera que esta pérdida de legitimidad de las anteriores

vigencias europeas, sin que otras nuevas las sustituyan todavía, ha

dejado a las naciones europeas sin instancias comunes de apelación, lo

que ha dado lugar a un estado de disensión, discordia, intolerancia e

incomunicación entre ellas:

En el trato de unos pueblos con otros no cabe ya recurrir a instancias superiores, porque no las hay. La atmósfera de sociabilidad en que flotaban y que, interpuesta como un éter benéfico entre ellos, les permitía comunicar suavemente, se ha aniquilado. Quedan, pues, separados y frente a frente. Mientras, hace treinta años, las fronteras eran para el viajero poco más que coluros imaginarios, todos hemos visto cómo se iban rápidamente endureciendo, convirtiéndose en materia córnea, que anulaba la porosidad de las naciones y las hacía herméticas. La pura verdad es que, desde hace años, Europa se halla en estado de guerra –adviértase, yo decía eso en 1937– sustancialmente más radical que en todo su pasado. Y el origen que he atribuido a esta situación me parece confirmado por el hecho de que no solamente existe una guerra virtual entre los pueblos, sino que dentro de cada uno hay, declarada o preparándose, una grave discordia. Es frívolo interpretar los regímenes autoritarios del día como engendrados por el capricho o la intriga. Bien claro está que son manifestaciones ineludibles del estado de guerra civil en que casi todos los países se hallan hoy. Ahora se ve cómo la cohesión interna de cada nación se nutría en buena parte de las vigencias colectivas europeas. Esta debilitación subitánea de la comunidad entre los pueblos de Occidente equivale a un enorme distanciamiento moral. El trato entre ellos es

1107 Ibid., 39-41.

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dificilísimo. Los principios comunes constituían una especie de lenguaje que les permitía entenderse.1108

De acuerdo con Ortega, en lugar de unirse para solventar las

dificultades de la posguerra, cada nación europea se recluye dentro de sí

misma, dedicando las mínimas energías para salir al paso de los graves

problemas que aquejan a Europa tras de la primera guerra mundial:

Si alguien dijese que lo que hoy preocupa a Europa es la liquidación de los problemas de la postguerra, cometería una inexactitud. Claro es que estos problemas preocupan; pero lo característico del momento presente es que Europa acude a resolverlos sin fe, sin entusiasmo, sin esperanza, sin afición. No atiende libremente a esas urgentes cuestiones, no se sume en ellas por espontáneo impulso, sino que le han sido planteadas desde fuera, y, quiera o no, tiene que irlas solventando. Le preocupan, pues, como una enojosa obligación a que es forzoso hacer frente. Por lo mismo, trabaja en esos problemas sin afición, escatimando cuanto puede sus energías, procurando libertar la mayor porción de éstas para que vaquen a temas más de su gusto. De aquí la torpeza y la lentitud con que se arrastra toda esta faena de liquidar las consecuencias de la guerra. “Para lo que se tiene gusto, se tiene genio”, decía Schlegel. La falta de genialidad que Europa está revelando en la solución de los conflictos políticos y económicos, residuo del bélico suceso, hace patente que sus propensiones y apetitos espontáneos van en otra dirección.1109

Esta falta de reacción de las naciones europeas en la posguerra no

se explica exactamente en opinión de Ortega por las consecuencias de la

guerra, sino que remite en realidad a una causa más profunda y que es

previa a la confrontación bélica: se trata de la situación de

desmoralización, de falta de deseos vitales que padece Europa desde

antes de la guerra: “Hace cuatro años, en mi España invertebrada,

sugería que era un error atribuir el aspecto de Europa a los graves y

urgentes problemas de post-guerra (...) Si Europa parece deprimida y

como retardada por los problemas de post-guerra, se debe –decía yo– no

1108 Meditación de Europa (1949), IX, 307. Esta cita aparece también, como indica Ortega, en el “Epílogo para ingleses” (1938), cuyo tema es precisamente, como el mismo autor declara “la incomprensión mutua en que han caído los pueblos de Occidente –es decir, pueblos que conviven desde su infancia. El hecho es estupefaciente. Porque Europa fue siempre como una casa de vecindad, donde las familias no viven nunca separadas, sino que mezclan a toda hora su doméstica existencia. Estos pueblos que ahora se ignoran tan gravemente han jugado juntos cuando eran niños en los corredores de la gran mansión común. ¿Cómo han podido llegar a malentenderse tan radicalmente?” (“Epílogo para ingleses” (1938), IV, 284).

1109 Las Atlántidas (1924), III, 284-285.

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a la guerra, sino a la falta de ilusiones vitales. Si Europa poseyera

grandes proyectos de vida futura capaces de incendiar la fantasía y

hacer batir los corazones, existirían en este viejo mundo aún más

problemas que los que hay, pero unos y otros habrían sido ya resueltos

con alegría. Pero la realidad es lo contrario”1110.

Piensen ustedes ahora si no es paradójica la presente situación de los pueblos europeos. Por encima de ellos, quieran o no, enormes problemas comunes a todos se elevan sobre el horizonte y pasan sobre ellos como negras nubes viajeras. Esto les obliga –repito, quieran o no– a hacer algunos gestos de vaga, tenue, oblicua participación en esos problemas. Pero en realidad –y esto es lo insensato–, no sienten interés auténtico por ellos, como si esos problemas no se refiriesen a todos. La prueba es el hecho escandaloso de que casi ningún pueblo de Europa tiene hoy una política que afronte esos problemas. Lo más que hacen es decir “no” a todo lo que se les propone. En cambio, se afirman en sus viejas costumbres, atentos sólo a las minúsculas cosas, personas, acontecimientos que dentro del ámbito nacional aparecen.1111

La causa de esta desmoralización e inacción de Europa radica a

juicio de Ortega en el agotamiento del proyecto de nación al que han

llegado las naciones europeas en su actual momento de evolución, lo

que explica también el estado de disensión que las distintas naciones

europeas mantienen entre sí: “Durante siglos la idea de Nación significó

una magnífica empresa posible. Ante cada pueblo se abrían grandes

posibilidades hacia el futuro. Pero hoy la nación ha dejado de ser eso. La

Nación aislada no tiene porvenir cuando se entiende la idea de nación

solamente en el sentido tradicional. Y esta falta de porvenir reobra sobre

la moral de los individuos en cada pueblo quitándoles brío, entusiasmo

para el trabajo y rigorosa ética”1112. Ésta es para Ortega la explicación de

la sensación de decadencia y desánimo que experimenta el europeo de

primera mitad de siglo que hemos estado analizando: de acuerdo con

Ortega, el europeo se siente prisionero dentro de los límites de su propia

nación, puesto que las potencialidades vitales han crecido

1110 “Sobre una encuesta interrumpida” (1926), III, 437. 1111 “De nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea

de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 19. 1112 “Una vista sobre la situación del gerente o «manager» en la sociedad

actual”, IX, 744. El texto corresponde, como indica P. Garragorri, a la conferencia pronunciada por Ortega en Torquay en octubre de 1954 en el congreso organizado por el British Institute of Management, como indica P. Garragorri en la nota a la edición (IX, n. 1, 727)

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considerablemente en todos los órdenes de la vida, pero no se

corresponden con la altura de los proyectos vitales que son posibles

dentro de los estrechos límites de cada nacionalidad1113. La sensación de

impotencia y desmoralización constituye para Ortega la consecuencia

necesaria a la crisis de la idea de nación que experimentan las naciones

europeas:

1113 Del siguiente modo lo argumenta Ortega: “¿Es que, por ventura, el alemán o el inglés no se sienten hoy capaces de producir más y mejor que nunca? En modo alguno, e importa mucho filiar el estado de espíritu de ese alemán o de ese inglés en esta dimensión de lo económico. Pues lo curioso es, precisamente, que la depresión indiscutible de sus ánimos no proviene de que se sientan poco capaces, sino, al contrario, de que sintiéndose con más potencialidad que nunca, tropiezan con ciertas barreras fatales que les impiden realizar lo que muy bien podrían. Esas fronteras fatales de la economía actual alemana, inglesa, francesa, son las fronteras políticas de los Estados respectivos. La dificultad auténtica no radica, pues, en este o el otro problema económico que esté planteado, sino en que la forma de vida pública en que habían de moverse las capacidades económicas es incongruente con el tamaño de éstas. A mi juicio, la sensación de menoscabo, de impotencia que abruma innegablemente estos años a la vitalidad europea, se nutre de esa desproporción entre el tamaño de la potencialidad europea actual y el formato de la organización política en que tiene que actuar. El arranque para resolver las graves cuestiones urgentes es tan vigoroso como cuando más lo haya sido; pero tropieza al punto con las reducidas jaulas en que está alojado, con las pequeñas naciones en que hasta ahora vivía organizada Europa. El pesimismo, el desánimo que hoy pesa sobre el alma continental se parece mucho al del ave de ala larga que al batir sus grandes remeras se hiere contra los hierros del jaulón. La prueba de ello es que la combinación se repite en todos los demás órdenes, cuyos factores son en apariencia tan distintos de lo económico. Por ejemplo, en la vida intelectual. Todo buen intelectual de Alemania, Inglaterra o Francia se siente hoy ahogado en los límites de su nación, siente su nacionalidad como una limitación absoluta. El profesor alemán se da ya clara cuenta de que es absurdo el estilo de producción a que le obliga su público inmediato de profesores alemanes, y echa de menos la superior libertad de expresión que gozan el escritor francés o el ensayista británico. Viceversa, el hombre de letras parisiense empieza a comprender que está agotada la tradición de mandarinismo literario, de verbal formalismo, a que le condena su oriundez de esa tradición, integrarla con algunas virtudes del profesor alemán. En el orden de la política interior pasa lo mismo. No se ha analizado aún a fondo la extrañísima cuestión de por qué anda tan en agonía la vida política de todas las grandes naciones. Se dice que las instituciones democráticas han caído en desprestigio. Pero eso es justamente lo que convendría explicar. (...) No son las instituciones, en cuanto instrumentos de vida pública, las que marchan mal en Europa, sino las tareas en que emplearlas. Faltan programas de tamaño congruente con las dimensiones efectivas que la vida ha llegado a tener dentro de cada individuo europeo. (...) El desprestigio de los Parlamentos no tiene nada que ver con sus notorios defectos. Procede de otra causa, ajena por completo a ellos en cuanto utensilios políticos. Procede de que el europeo no sabe en qué emplearlos, de que no estima las finalidades de la vida pública tradicional; en suma, de que no siente ilusión por los Estados nacionales en que está inscrito y prisionero. Si se mira con un poco de cuidado ese famoso desprestigio, lo que se ve es que el ciudadano, en la mayor parte de los países, no siente respeto por su Estado. Sería inútil sustituir el detalle de sus instituciones, porque lo irrespetable no son éstas, sino el Estado mismo, que se ha quedado chico” (La rebelión de las masas (1930), IV, 246-248).

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Por vez primera, al tropezar el europeo en sus proyectos económicos, políticos, intelectuales, con los límites de su nación, siente que aquellos –es decir, sus posibilidades de vida, su estilo vital– son inconmensurables con el tamaño del cuerpo colectivo en que está encerrado. Y entonces ha descubierto que ser inglés, alemán o francés es ser provinciano. Se ha encontrado, pues, con que es “menos” que antes, porque antes el inglés, el francés y el alemán creían, cada cual por sí, que eran el universo. Este es, me parece, el auténtico origen de esa impresión de decadencia que aqueja al europeo. Por tanto, un origen puramente íntimo y paradójico, ya que la presunción de haber menguado nace precisamente de que ha crecido su capacidad y tropieza con una organización antigua, dentro de la cual ya no cabe. (...)

La situación auténtica de Europa vendría, por tanto, a ser ésta: su magnífico y largo pasado la hace llegar a un nuevo estadio de vida donde todo ha crecido; pero a la vez las estructuras supervivientes de ese pasado son enanas e impiden la actual expansión. Europa se ha hecho en forma de pequeñas naciones. En cierto modo, la idea y el sentimiento nacionales han sido su invención más característica. Y ahora se ve obligada a superarse a sí misma. Este es el esquema del drama enorme que va a representarse en los años venideros. ¿Sabrá libertarse de supervivencias, o quedará prisionera para siempre de ellas? Porque ya ha acaecido una vez en la historia que una gran civilización murió de no poder sustituir su idea tradicional de Estado...1114

De este modo, a juicio de Ortega la nación como proyecto ha

agotado ya sus posibilidades dentro del contexto europeo. Según el

filósofo la idea de nación tal como ha sido entendida hasta el momento

carece de futuro, al haber desarrollado ya todo su potencial. Por ello

Ortega advierte que seguir a esta altura de la historia ahondando en la

idea de nación sólo puede conducir a su propia involución, a la regresión

hacia formas degeneradas y falsificadas de vida, a tendencias

particularistas tales como el provincianismo1115 y el nacionalismo1116. Y

1114 Ibid., 248-249. Ortega se refiere a la civilización grecorromana, la cual es analizada en profundidad por el filósofo en distintas partes de su obra (“Sobre la muerte de Roma” (1927), La rebelión de las masas (1930), Historia como sistema y Del Imperio romano (1941), Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), Meditación de Europa (1949), etc.). Ortega establece cierto paralelismo entre la crisis europea de la primera mitad del siglo XX y la decadencia que llevó al Imperio romano a su declive y posterior desaparición: “si Europa no logra superar su idea de Estado nacional por otra más amplia, Europa corre el riesgo de sucumbir. Ahora bien: no es fácil que una casta de hombres modifique su idea nativa de Estado. Ejemplo, Roma, que se anuló por no saber sustituir su Estado-ciudad” (“César y los conservadores”, El Sol, 22 de junio de 1930. Cit. en la edición de T. Mermall de La rebelión de las masas, Castalia, Madrid, 1998, n. 153, pp. 257-258).

1115 “Al quedar el porvenir amputado –sostiene Ortega–, la idea de Nación, en lo que tenía de auténtico, se ha evaporado. Las naciones han dejado de ser naciones y se han convertido en provincias, de aquí el sorprendente fenómeno de que en todo el continente la vida se ha vuelto provincial” (“De nación a provincia de

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esto es precisamente lo que Ortega constata que está comenzando a

suceder dentro de las naciones europeas: la hipertrofia de su propia

nación, el reconcentramiento de cada nación en sí misma, el

distanciamiento y discordia hacia las demás naciones europeas. Ante la

ausencia de un proyecto europeo común al que se adhieran con

entusiasmo todas las naciones europeas y que suponga la superación

del concepto de nación a través de la creación de una entidad

supranacional que integre a todas las naciones europeas, éstas optan

por recluirse en sí mismas y repeler el contacto con las demás:

Es evidente que nuestras naciones no vivirían reclusas dentro de sus particulares modos de ser si la cultura común europea ejerciese sobre ellas un gran poder de atracción, que las incitase a salir de sí mismas y a vivir con entusiasmo los modos generales europeos. Solo esto explica aquella actitud absurda de vital particularismo. Porque, entiéndase bien: hoy no se trata, como siglos anteriores, de que cada pueblo crea que su manera particular de ser hombre es la mejor, la más perfecta, la más rica. Es por lo menos dudoso que haya hoy ninguna nación europea que sienta plena confianza en sí misma, que vea claro su porvenir como nación. La nacionalidad que durante el siglo XIX era una animadora empresa ha perdido hoy su poder de impulsar y de proyectar en el futuro. Ha dejado de ser dinámica y se ha vuelto estática y pasiva. Tal vez no fuera inadecuado decir que hoy las naciones descansan fatigadas y para descansar se han metido en casa, en sus usos tradicionales, en sus costumbres, en sus manías. No por creer que son muy estimables, sino simplemente porque son los suyos, porque están habituadas a ellos, porque les son cómodos y los usos de las otras les son incómodos. Las naciones se han metido en casa y se han puesto las zapatillas.1117

Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 20).

1116 Ortega señala que al nacionalismo “expansivo” o nacionalismo “hacia fuera”, característico de las naciones europeas en el siglo XIX, “le ha sucedido otra forma sumamente extraña de nacionalismo que padecemos estos años (...). Ninguna nación europea pretende hoy expansiones ni predominios. Sin embargo, su actitud íntima hacia las otras naciones es más negativa que nunca ha sido. Cada pueblo vive como encerrado en sí mismo. Las mismas cosas que por la forzosidad de la situación se ve obligado a hacer en unión con los demás le quedan ajenas y exteriores a sus efectivos sentimientos. Cada pueblo quiere hoy vivir de sus propios y particulares modos de vida y siente antipatía por los modos de vida de los demás. (...) Hoy ningún pueblo admira a otro pueblo, al contrario, le irrita todo lo peculiar del otro pueblo, desde el modo de moverse hasta el modo de escribir y de pensar. Esto significa que el «nacionalismo hacia fuera» se ha convertido en un sorprendente «nacionalismo hacia dentro» o, como diríamos mejor, con un vocablo francés, en un nacionalismo rentré” (“¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 26-27).

1117 “¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 27.

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En opinión de Ortega, “es este nuevo nacionalismo el máximo

estorbo que las colectividades europeas encuentran para salir a alta mar.

Porque a esto hay que aspirar, señores. Es preciso que los pueblos de

Europa no se habitúen –y están corriendo el riesgo de ello– a

contentarse con dar a sus conflictos falsas soluciones que sirven sólo

para salir del paso por el momento, pero que, en realidad, no hacen sino

perpetuarlos”1118. De ahí la extraordinaria paradoja que según Ortega

tiene lugar en el contexto europeo de la primera mitad del siglo XX, pues

“mientras por un lado se habla más que nunca –porque no puede ser

menos ya que los problemas, queramos o no, obligan a ello– de

acuerdos supernacionales y aun internacionales, por otro, cada pueblo

se siente en su interior menos abierto que nunca a los demás”1119. En

este sentido señala Ortega que “la Idea de nación, que había sido hasta

ahora una espuela, se convierte en un freno. Incapaz de ofrecer a cada

pueblo un programa de vida futura los paraliza y los encierra dentro de sí

mismos. Pero esto significa que las colectividades europeas han dejado

de ser propiamente naciones y por un proceso de involución –de

Zurückbildung– han retrocedido al estado primitivo de pueblos que no

son sino pueblos, han recaído en la vida propia de sus pequeños usos,

hábitos, manías”1120.

Los círculos que hasta ahora se han llamado naciones, llegaron hace un siglo o poco menos, a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con ellos si no es trascenderlos. Ya no son sino pasado que se acumula en torno y bajo del europeo, aprisionándolo, lastrándolo. Con más libertad vital que nunca sentimos todos que el aire es irrespirable dentro de cada pueblo, porque es un aire confinado. Cada nación que antes era la gran atmósfera abierta, oreada, se ha vuelto provincia e “interior”.1121

De acuerdo con Ortega, la única posible solución para superar el

problema del agotamiento del proyecto de nación, que es la causa en

última instancia de la crisis que padece Europa, del estado de

desmoralización y de la dejación de su potencial de mando en el mundo

1118 “Una vista sobre la situación del gerente o «manager» en la sociedad actual”, IX, 744.

1119 Ibid., 743. 1120 “De nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea

de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 18. 1121 La rebelión de las masas (1930), IV, 272-273.

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–siendo algunos de los síntomas de esta crisis europea el fenómeno de

la “rebelión de las masas”, la aparición del “hombre-masa” y el auge de

los totalitarismos– reside en la creación de un proyecto supranacional al

que se adhieran todas las naciones europeas y que devuelva la

moralidad y vitalidad perdidas a Europa. Esta idea supranacional que

supere y al mismo tiempo lleve a lo más alto de sí misma a cada nación

se concreta en el pensamiento orteguiano en su propuesta de una

Europa Unida –la creación de los “Estados Unidos de Europa”, como

denominó Ortega al proyecto en La rebelión de las masas1122. De este

modo, el compromiso de todos los europeos en la realización de un

proyecto común constituye en opinión de Ortega la condición necesaria

para la superación de la crisis que sufre Europa1123: “La idea de Europa, y

especialmente la de una economía europea unitariamente organizada, es

1122 Ortega utiliza diferentes denominaciones para referirse a la creación de esta entidad supra-nacional europea, como por ejemplo “Estados Unidos de Europa” (Larebelión de las masas (1930); “Prólogo para franceses” (1937), “Comunidad europea” (“Memorias de quince meses” (1932), “Unión Europea” (Una interpretación de la Historia Universal. En torno a Toynbee (1948), “Unidad Europea” (Meditación de Europa (1949), Estado supernacional, supranacional o ultrancional, etc.

1123 Ortega expone sus ideas en torno a la crisis del concepto de nación y su propuesta de la Unidad Europea principalmente en La rebelión de las masas (1930) –especialmente en la segunda parte de la obra, titulada “¿Quién manda en el mundo?”, así como en el “Prólogo para franceses” (1937) y “Epílogo para ingleses” (1938)– y en Meditación de Europa (1949), que recoge de hecho bastantes fragmentos de la anterior obra mencionada. Se trata en todo caso de cuestiones que ocupan un lugar fundamental en el pensamiento orteguiano, por lo que se encuentran presentes a lo largo de toda su obra. El tema de Europa cobra especial fuerza en los escritos y conferencias que pronuncia Ortega en los años cuarenta y cincuenta. De acuerdo con P. Garragorri, Meditación de Europa constituye de alguna manera una continuación de La rebelión de las masas: “su tema fundamental es el mismo que el de La rebelión de las masas: el análisis de los grandes cambios sociales acaecidos en los decenios posteriores a su publicación y, en especial, la crisis de la Idea de Nación tal y como había venido sirviendo para vertebrar la vida de la sociedad europea desde el siglo XVII” (“Nota preliminar” a J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 10), de tal modo que el estudio resultante “contiene un penetrante y minucioso análisis de la pasada fertilidad y actual anacronismo de la idea de nacionalidad como aglutinante de la sociedades europeas del presente. Es el gran tema en el que, a juicio de Ortega, se juega el destino político de Occidente” (Ibid., p. 11). El propio Ortega señala esta continuidad temática entre ambas obras: “Hace, señoras y señores, casi treinta años anuncié que los pueblos de Europa iban muy pronto a caer en envilecimiento. El libro donde esto dije [La rebelión de las masas], traducido al alemán hace demasiado tiempo –ha sido aquí mucho más leído que atendido. Allí dije que esa desmoralización, que ese envilecimiento sobrevendrían porque la Idea de Nación, tal y como había sido entendida hasta ahora, había agotado su contenido, no podía proyectarse sobre el futuro, dadas las condiciones de la vida actual; y que los pueblos de Europa sólo podían salvarse si transcendían esa vieja idea esclerosada poniéndose en camino hacia una supra-nación, hacia una integración europea” (“De nación a provincia de Europa”, en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 17).

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la única figura que hallamos en nuestro horizonte capaz de convertirse

en dinámico ideal. Sólo ella podría curar a nuestros pueblos de esa

incongruencia desmoralizadora provinciana de sus Estados

nacionales”1124.

Desde el punto de vista orteguiano, las transformaciones que

implica la construcción de la Unión Europea “penetran en la estructura

profunda de la sociedad y modifican sus bases mismas”1125, puesto que

“la estructura básicamente nacional tiene que ser sustituida por una

estructura básicamente europea”1126. En opinión de J.R. Llobera, para

Ortega “el europeísmo debería ser, por tanto, el nacionalismo del siglo

XX. Aunque Ortega, a diferencia de Splenger, nunca se presentó como

un profeta de la decadencia europea, creía sin embargo que Europa

estaba en crisis y que únicamente un proyecto común podría salvarla (...)

Ortega vio la necesidad de un patriotismo europeo, es decir, de un

sentimiento de entusiasmo y lealtad hacia la construcción de Europa. En

cualquier caso, en el centro de su visión de Europa se encontraba su

humanismo. Una Europa unida debería permitir el desarrollo de una

nueva moralidad, de un nuevo planteamiento profundamente enraizado

en los valores humanos”1127. De este modo, la crisis que padece Europa

en la primera mitad del siglo XX pone claramente de manifiesto para

Ortega la necesidad de renovación de los ideales europeos a través de la

creación de nuevos proyectos colectivos con capacidad de entusiasmo y

adhesión por parte de todos los ciudadanos, de acuerdo con los

principios de libertad, excelencia, igualdad, tolerancia, participación, etc,

que integran el núcleo normativo del modelo democrático orteguiano, y

que se concretan en la propuesta orteguiana de construcción de una

Europa Unida.

Ortega realiza de este modo una lectura positiva de la propia crisis

europea, al considerar que ésta, con todas sus consecuencias y

1124 “Una vista sobre la situación del gerente o «manager» en la sociedad actual” (1954), IX, 741.

1125 Id.1126 Id.1127 J.R. Llobera, “Dos visiones de Europa en los «años negros»: Benda y

Ortega”, Antropología, nº 9, 1995, pp. 16-17.

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fenómenos concomitante –desmoralización generalizada, “rebelión de las

masas”, etc.– ha sido posiblemente una crisis necesaria, una condición o

paso previo imprescindible para la conformación del proyecto ideal de la

Unión Europea: “¿Es tan cierto como se dice que Europa esté en

decadencia y resigne el mando, abdique? ¿No será esta aparente

decadencia la crisis bienhechora que permita a Europa ser literalmente

Europa? La evidente decadencia de las naciones europeas, ¿no era a

priori necesaria si algún día habían de ser posibles los Estados Unidos

de Europa, la pluralidad europea sustituida por su formal unidad?”1128.

El proyecto de creación de la Unión Europea posee a juicio de

Ortega carácter de necesidad histórica: “La unidad de Europa (...) es una

cuestión política y de formas jurídicas, de acuerdos precisos. A ella se irá

–repito, en una u otra forma–, aunque no exista la voluntad espontánea,

el deseo de ir a ella. Ese género de estructuras históricas depende

mínimamente de las voluntades particulares y máximamente de las

necesidades o forzosidades. La vida humana es ciertamente libertad,

pero también necesidad o, si se quiere llamarla así, fatalidad”1129. Se

trata por tanto para Ortega de una verdad de destino, de un “blanco” o

ideal que las naciones europeas tienen que cumplir, o de lo contrario

sufrirán las consecuencias: el envilecimiento y la falsificación de sí

1128 La rebelión de las masas (1930), IV, 241-242. En el mismo sentido se expresa Ortega en “En cuanto al pacifismo” (1937) cuando sostiene que “sólo al través de una etapa de nacionalismos exacerbados se puede llegar a la unidad concreta y llena de Europa. Una nueva forma de vida no logra instalarse en el planeta hasta que la anterior y tradicional no se ha ensayado en su modo extremo. Las naciones europeas llegan ahora a sus propios topes, y el topetazo será la nueva integración de Europa. Porque de eso se trata. No de laminar las naciones, sino de integrarlas, dejando al Occidente todo su rico relieve. En esta fecha, como acabo de insinuar, la sociedad europea parece volatilizada. Pero fuera un error creer que esto significa su desaparición o definitiva dispersión. El estado actual de anarquía y superlativa disociación en la sociedad europea es una prueba más de la realidad que ésta posee. Porque si eso acontece en Europa es porque sufre una crisis de su fe común, de la fe europea, de las vigencias en que su socialización consiste. La enfermedad por que atraviesa es, pues, común. No se trata de que Europa esté enferma, pero que gocen de plena salud estas o las otras naciones, y que, por tanto, sea probable la desaparición de Europa y su sustitución por otra forma de realidad histórica –por ejemplo: las naciones sueltas o una Europa oriental disociada hasta la raíz de una Europa occidental. Nada de esto se ofrece en el horizonte, sino que, como es común y europea la enfermedad, lo será también el restablecimiento” (IV, 309-310).

1129 “¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset, Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 25.

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mismas, como advierte Ortega que comienza ya a suceder, debido a la

actitud de pasividad e indolencia en que parecen estar sumidas las

naciones europeas en la primera mitad de siglo. Ortega señala que si

Europa no afronta en un futuro a corto plazo la realización del proyecto

de la unificación de Europa, las naciones europeas corren el grave riesgo

de intentar satisfacer su carencia de ideales a través de la adopción de

formas totalitarias de organización social, que para el individuo europeo

suponen al menos un “nuevo hacer”, un proyecto a realizar; y es que,

como señala Ortega, “con tal de servir a algo que dé un sentido a la vida

y huir del propio vacío existencial, no es difícil que el europeo se trague

sus objeciones al comunismo, y ya que no por sustancia, se sienta

arrastrado por su gesto moral”1130, de nueva empresa a realizar. Ortega

apunta en este sentido la necesidad de “oponer a esa moral eslava [del

comunismo soviético] una nueva moral de Occidente, la incitación de un

nuevo programa de vida”1131, que no es otro que el proyecto de creación

de la Unión Europea: “Yo veo en la construcción de Europa, como gran

Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la

victoria del «plan de cinco años»”1132. La construcción de la Unión

Europea se impone de este modo a juicio de Ortega como una tarea

urgente:

A estas horas la cuestión no tiene ya nada de académica, sino que es de suma y urgente gravedad. Porque las naciones europeas han llegado a un instante en que sólo pueden salvarse si logran superarse a sí mismas como naciones, es decir, si se consigue hacer en ellas vigente la opinión de que la nacionalidad como forma más perfecta de vida colectiva es un anacronismo, carece de fertilidad hacia el futuro; es, en suma, históricamente imposible. Hace más de veinte años [en Larebelión de las masas] (...) gritaba yo ¡alerta! a las minorías políticas dirigentes para que se hiciesen bien cargo de que si no se comenzaba inmediatamente una labor enérgica desde todos nuestros países, para proceder, paso a paso, con calma y previo un análisis perspicaz y completo de los problemas positivos y negativos que ello trae consigo, a articular las naciones europeas en una unidad política supra o ultranacional (que es lo contrario de toda inter-nacionalidad), las veríamos pasar rápidamente de vivir en forma y mandar en el mundo a arrastrarse envilecidas. El envilecimiento está ahí ya; los políticos no hicieron nada para evitarlo.1133

1130 La rebelión de las masas (1930), IV, 275. 1131 Id.1132 Id.1133 Meditación de Europa (1949), IX, 265-266.

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La unificación de Europa es por tanto para Ortega el proyecto que

se les impone a las naciones europeas con la fuerza del destino o fatum,

pues es lo que Europa “tiene que ser”. Lejos de suponer algo negativo

para las naciones europeas, el filósofo español sostiene que la creación

de la Unión Europea llevará a éstas hacia lo mejor de sí mismas, a la

plenitud de su significado, a su máxima posibilidad dentro de esas

circunstancias, en consonancia con el principio de excelencia. De

acuerdo con la concepción orteguiana de la vida humana, como en

cualquier elección individual o colectiva cabe siempre, por supuesto, la

negativa a realizar ese proyecto vital que encarna lo que ese individuo o

colectividad “es”, que coincide, como vimos al analizar el principio de

excelencia orteguiano, con su “mejor sí mismo”. La consecuencia

inevitable de la deserción del principio de autenticidad es siempre, como

señala Ortega, la desmoralización, el envilecimiento y la degradación

moral: “Esta es la raíz de todos los males –como lo es siempre en la

vida, sea individual o sea colectiva. El pecado original radica en eso: no

ser auténticamente lo que se es. Podemos pretender ser cuanto

queramos, pero no es lícito fingir que somos lo que no somos, consentir

en estafarnos a nosotros mismos, habituarnos a la mentira sustancial.

Cuando el régimen normal de un hombre o de una institución es ficticio,

brota de él una omnímoda desmoralización. A la postre se produce el

envilecimiento, porque no es posible acomodarse a la falsificación de sí

mismo sin haber perdido el respeto a sí propio”1134, la conciencia de la

propia dignidad.

Ortega advierte que la Unidad de Europa no es una ficción, sino

que “ya está ahí”, de manera incipiente, como lo demuestra la existencia

de una opinión pública y un poder público europeos, aunque no posean

todavía una estructura formal visible (política, jurídica, económica, etc.):

“Es, pues, un estricto error pensar que Europa es una figura utópica que

acaso en el futuro se logre realizar. No; Europa no es sólo ni tanto futuro

como algo que está ahí ya desde un remoto pasado; más aún, que existe

con anterioridad a las naciones hoy tan claramente perfiladas. Lo que sí

1134 Misión de la Universidad (1930), IV, 326-327.

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será preciso es dar a esa realidad tan vetusta una nueva forma”1135. En el

mismo sentido señala Ortega que “la unidad de Europa como sociedad

no es un «ideal», sino un hecho de muy vieja cotidianidad. Ahora bien,

una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general

europeo se impone necesariamente (...) La figura de ese Estado

supernacional será, claro está, muy distinta de las usadas, como (...) ha

sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron

los antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las

mentes para que sepan ser fieles a la sutil concepción del Estado y

sociedad que la tradición europea nos propone”1136, que se identifica,

como hemos visto, con un Estado europeo dinámico y plural. “La unidad

de Europa –señala Ortega– no es una fantasía, sino que es la realidad

misma, y la fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia,

Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e

independientes”1137. Ortega diferencia en este sentido entre “Europa

como cultura” y “Europa como Estado”1138: la conciencia de una cultura

europea –“Europa como cultura”– ha existido siempre desde el punto de

vista de Ortega, mientras que “Europa como Estado” no ha existido

todavía nunca en sentido estricto, y su construcción es el reto que a

juicio de Ortega deben afrontar las naciones europeas en el futuro

próximo. La propia crisis de Europa pone de relieve en opinión de Ortega

la plena existencia de una “conciencia cultural europea”:

Mi idea es, pues, que estamos estos años –los años en que habría que hacer una Europa unitaria– viviendo la etapa en que las naciones europeas se sienten más distintas y distantes (...) Ahora bien, sería un error suponer que esto significa ausencia de una conciencia cultural europea. Al contrario, la causa de que eso acontezca radica (...) en esa “conciencia de la cultura” misma. Supongan que nuestra cultura europea, ella para sí y en su más íntimo fondo, atravesase una aguda crisis: que casi todo en ella se hubiese vuelto inseguro, problemático. Si nuestros pueblos se dan cuenta de esto no cabe prueba más rigorosa y enérgica de que hay una conciencia cultural europea. Ya he dicho alguna vez que, precisamente, le pertenece a la cultura europea, quizá como su rasgo más característico, el sufrir crisis periódicamente. Esto significa que no es, como las otras, una cultura cerrada,

1135 Ibid., 258. 1136 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 119. 1137 Ibid., 120. 1138 “¿Hay hoy una conciencia cultural europea?” (1953), en J. Ortega y Gasset,

Europa y la idea de nación, Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 2003, pp. 22-23.

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cristalizada una vez para siempre. Por eso sería un error intentar definir la cultura europea por determinados contenidos. Su gloria y su fuerza reside en que está siempre dispuesta a ir más allá de lo que era, más allá de sí misma. La cultura europea es creación perpetua. No es una posada, sino un camino que obliga siempre a marchar. Ahora bien, Cervantes, que había vivido mucho, nos dice, ya viejo, que el camino es mejor que la posada.1139

Esta conciencia cultural común europea constituye de hecho en

opinión de Ortega la base o sustrato a partir del cual es posible la

formalización de un Estado europeo, a través de la creación de

diferentes instituciones políticas y jurídicas. La conyuntura histórica de la

primera mitad del siglo XX y el estado de evolución de las naciones

europeas hacen especialmente urgente según Ortega la resolución de

acometer el ensayo de la unificación de Europa:

Los pueblos de Europa se encuentran hoy ante una serie de peligros y ante una serie de dificultades que parecen reclamar soluciones más amplias que la que uno de ellos, aislado y por sí, puede lograr. Parece como si en la hora presente todos esos pueblos debieran sentirse aufeinander angewiesen y dispuestos a hacer labor común, a actuar como una unitaria Europa. Esto no sería ni será posible si los pueblos occidentales se son fremd, si no existe en ellos un fondo común. No bastaría la presión de las circunstancias –aunque ésta, ya veremos, es decisiva–; no basta que técnicamente parezca la solución de una Europa más unificada, la única posible. Fabricar una unidad de Europa, cualquiera sea la forma que se le quiera dar, es una empresa enorme que no se puede improvisar. Esta empresa sería imposible sin un capital previo. Este capital previo sólo puede consistir en que exista hoy la conciencia común de una cultura.1140

En cuanto a cómo debe ser el proceso de construcción de la Unión

Europea, Ortega sostiene que éste debe ser progresivo y atendiendo a

las condiciones de posibilidad que determina la realidad del contexto

histórico. Por ello, antes de intentar unificaciones más amplias –en

respuesta a aquellos que empiezan a hablar ya de establecer una

“unidad mundial”-World Union–, el filósofo señala a la altura de los años

cincuenta que por el momento “ya sería de sobra suficiente que

lográsemos construir la unidad de Occidente. Esto sí es posible porque

los pueblos occidentales han convivido siempre, han formado siempre

1139 Ibid., pp. 27-28. 1140 Cultura europea y pueblos europeos (1953), en J. Ortega y Gasset: Obras

Completas, VI, Taurus, Madrid, 2006, p. 933.

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una sociedad menos densa en su convivir que las nacionales, menos

visible, pero tanto más profunda, subterránea y portadora de las

diferencias nacionales”1141. Pero la unificación europea debe realizarse

en opinión de Ortega progresivamente y comenzando por aquellas

naciones que presentan rasgos afines: “Ahora bien, para que esa unión

occidental sea posible es preciso caminar paso a paso y procurar que

primero la unión se logre en grupos nacionales más afines. Occidente ha

sido siempre la articulación de dos grandes grupos de pueblos: los anglo-

sajones y germánicos de un lado, los latinos de otro. No será probable la

Unidad Occidental si antes no aciertan a convivir entre sí más

estrechamente las naciones que forman esos dos grupos”1142.

De acuerdo con Ortega, la construcción de la Unión Europea debe

preservar su pluralidad, rasgo que el filósofo considera consustancial a

Europa, y del que se nutre su esencial liberalismo: “En la supernación

europea que imaginamos, la pluralidad actual no puede ni debe

desaparecer. Mientras el Estado antiguo aniquilaba lo diferencial de los

pueblos o lo dejaba inactivo fuera, o a lo sumo lo conservaba

momificado, la idea nacional, más puramente dinámica, exige la

permanencia activa de ese plural que ha sido siempre la vida de

Occidente”1143. En este sentido, la “formidable tarea” que según Ortega

se le plantea a Europa en los próximos años consiste en “hacer avanzar

la unidad de Europa, sin que pierdan vitalidad las naciones interiores, su

pluralidad gloriosa en que ha consistido la riqueza y el brío sin par de su

historia”1144. En opinión de Ortega, la Unión Europea debe conservar así

su pluralismo característico, que confiere al Estado europeo su peculiar

carácter dinámico, como un equilibrio de diferencias, conjugando de este

modo los principios de unidad y pluralidad, de homogeneización y

diferenciación, pues, como señala Ortega, “allí donde la fuerza, la

dynamis, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a la vista nos

aparezcan como manifestación de ella sólo cosas diversas”1145. A juicio

de Ortega, la Unión Europea debe en este sentido evitar la

1141 “Al primer congreso de la unión de naciones latinas” (1953), VIII, 449. 1142 Id.1143 La rebelión de las masas (1930), IV, 273. 1144 “La sociedad europea” (1941), IX, 326. 1145 “Prólogo para franceses” (1937), IV, 120.

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“homogeneidad de mala clase”, como ya advirtieron J. S. Mill y A.

Tocqueville, y fomentar por el contrario esta “buena homogeneidad”,

puesto que “es insensato –advierte Ortega– poner la vida europea en

una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación».

Evitar esto ha sido el secreto acierto de Europa hasta el día, y la

conciencia de ese secreto es la que, clara o balbuciente, ha movido

siempre los labios del perenne liberalismo europeo. En esa conciencia se

reconoce a sí misma como valor positivo, como bien y no como mal, la

pluralidad continental”1146. Esta dialéctica entre unidad y pluralidad que

Ortega defiende como una de las directrices fundamentales que debe

dirigir el proceso de unificación europea coincide plenamente con el

actual lema de la Unión Europea “Unidad en la diversidad”. B. Fonck

destaca este carácter plural y dinámico de la propuesta orteguiana de

unificación europea, considerando que para Ortega:

La idea de Europa ya no es sólo un ideal político y cultural para las naciones, sino una realidad histórica previa a los Estados-nación surgidos con la modernidad (...). De ahí que la visión liberal bajo la cual concibe la construcción europea abarque un dinamismo europeo tributario del dinamismo de cada nación, irremisiblemente inscrito en su historia. En definitiva, para Ortega Europa constituye en sí misma una sociedad cuya unificación debe ser respaldada por una pluralidad de voluntades nacionales que contrarresten la amenaza de homogeneidad causada por la rebelión de las masas y la deserción de las elites. Si Europa quiere sobrevivir, los europeos han de descartar su postración y superar la estrechez estructural de su organización nacional para afrontar los desafíos políticos, económicos y morales de la época.1147

Sin embargo, como señala Ortega, Europa no es sólo una

pluralidad de naciones, puesto que existe ese fondo común europeo, esa

dimensión unitaria compartida por todas las naciones europeas que a

juicio de este filósofo es necesario preservar en la construcción de un

Estado “supra-nacional” o “super-nacional” europeo. De ahí el rechazo de

Ortega a las soluciones meramente internacionalistas, que conciben a las

naciones europeas como entidades independientes entre sí: “Por esta

razón –sostiene Ortega– censuro esa figura de Europa en que ésta

1146 Ibid., 128. 1147 B. Fonck, “El reto europeo de Ortega”, en El Madrid de José Ortega y

Gasset, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 2006, p. 356.

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aparece constituida por una muchedumbre de esferas –las naciones–

que sólo mantienen algunos contactos externos. Esta metáfora de

jugador de billar debiera desesperar al buen pacifista, porque, como el

billar, no nos promete más eventualidad que el choque. Corrijámosla,

pues. En vez de figurarnos las naciones europeas como una serie de

sociedades exentas, imaginemos una sociedad única –Europa–, dentro

de la cual se han producido grumos o núcleos de condensación más

intensa. Esta figura corresponde mucho más aproximadamente que la

otra a lo que, en efecto, ha sido la convivencia occidental. No se trata

con ello de dibujar un ideal, sino de dar expresión gráfica a lo que

realmente fue desde su iniciación, tras la muerte del poderío romano, esa

convivencia”1148. De acuerdo con A. Guy, “Ortega, en efecto, no quiere un

internacionalismo vago y utópico, con un cosmopolitismo que suprimiría

las naciones en una mole uniforme y en una disolución general. Ortega

busca más bien un federalismo europeo: los Estados Unidos de

Europa”1149.

Así pues, de acuerdo con la propuesta orteguiana, la construcción

de una Europa Unida debe partir de ese fondo común de usos, ideas,

valores, creencias y costumbres compartidas por todos los europeos y

que conforman la “sociedad europea”. La existencia y mantenimiento de

ese “fondo común europeo” es un requisito indispensable para la paz:

“Dígase, pues, que Europa es una sociedad más tenue que Inglaterra o

que Francia, pero no se desconozca su efectivo carácter de sociedad. La

cosa importa superlativamente, porque las únicas posibilidades de paz

que existen dependen de que exista o no efectivamente una sociedad

europea. Si Europa es sólo una pluralidad de naciones, pueden los

pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas. Entre sociedades

1148 “En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 296. “En el libro The Revolt of the Masses –señala Ortega–, que ha sido bastante leído en lengua inglesa, propugno y anuncio el advenimiento de una forma más avanzada de convivencia europea, un paso adelante en la organización jurídica y política de su unidad. Esta idea europea es de signo inverso a aquel abstruso internacionalismo. Europa no es, no será la inter-nación, porque eso significa, en claras nociones de historia, un hueco, un vacío y nada. Europa será la ultra-nación. La misma inspiración que formó las naciones de Occidente sigue actuando en el subsuelo con la lenta y silente proliferación de los corales” (Ibid., 309).

1149 A. Guy, “Ortega y Gasset. Su visión de Europa”, Aporía, nº 21-24, Vol. VI, 1983-1984, p. 30.

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independientes no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar

así no es más que un estado de guerra mínima o latente”1150.

En opinión de Ortega, el nuevo reto que se le plantea a la Europa

de mitad de siglo es precisamente construir la paz: crear “formas más

avanzadas de convivencia”, “nuevas técnicas de trato, que por su rigor y

precisión estén a la altura de ese grado de convivencia, de material

proximidad”1151, y, señala Ortega, “una de esas técnicas consiste en un

conocimiento mutuo más perfecto”1152, además de nuevas instancias

intermedias legitimadas de apelación por parte de los distintos pueblos,

un “derecho internacional”. Se trata, desde el punto de vista de Ortega,

de inventar nuevas formas de trato entre los países y nuevos modos de

resolución de conflictos que no impliquen la guerra. A juicio de Ortega,

ésta misma parece que se ha hecho imposible puesto que, dado el gran

avance tecnológico, a partir de esos momentos la guerra supone

potencialmente la posibilidad de destrucción total1153.

La guerra, contemplada en su conjunto, como el hecho enorme que ha torturado la historia humana, ha sido, en efecto, un recurso extremo, y porque ha habido siempre conflictos entre los pueblos, que no admitían una auténtica solución, tuvieron los humanos que inventar el instrumento inhumano de la contienda.

Mas he aquí que ahora se presenta la posibilidad de que ese instrumento se haya anulado a sí mismo, que la guerra sea imposible. ¿Cómo van a resolverse los conflictos que hasta ahora no tenían y que aún hoy no tienen solución? Es evidente que la humanidad se encontraría, en esta hipótesis, urgentemente comprometida a movilizar los cerebros para inventar principios que sustituyan a la guerra, soluciones para lo que hasta ahora no tenía solución.1154

Pero la paz, advierte Ortega, no se consigue simplemente evitando

la guerra , sino que requiere un gran esfuerzo colectivo para hacerla

posible. Al igual que la guerra, “también la paz es una cosa que hay que

1150 “En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 296.1151 “Anejo” a “En cuanto al pacifismo” (1938), en J. Ortega y Gasset, La

rebelión de las masas (1930), Edición de T. Mermall, Castalia, Madrid, 1998, 332. Ortega advierte que los grandes avances en las comunicaciones han dado lugar a una mayor proximidad e inmediatez en las relaciones de un mundo cada vez más globalizado, lo que hace necesario también, con el fin de mantener la paz, nuevas formas de trato y convivencia entre los pueblos.

1152 Id.1153 Cf. “Una vista sobre la situación del gerente o «manager» en la sociedad

actual” (1954), IX, 745. 1154 Ibid., 746.

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hacer, que hay que fabricar, poniendo a la faena todas las potencias

humanas. La paz no «está ahí», sencillamente, presta sin más para que

el hombre la goce. La paz no es fruto espontáneo de ningún árbol. Nada

importante es regalado al hombre; antes bien, tiene él que hacérselo,

que construirlo”1155.

Trátase, por tanto, de un grandioso proyecto. La paz –no esta o aquella pequeña paz como tantas que la historia conoce, sino la paz como forma estable, acaso definitiva, de convivencia entre los pueblos –no es un puro deseo, es una cosa y, por tanto, como tal necesita ser fabricada. Para ello es menester encontrar nuevos y radicales principios del derecho. Europa ha sido siempre pródiga en invenciones. ¿Por qué no hemos de esperar que también consiga ésta?1156

Se trata en definitiva, como apunta Ortega finalmente, del reto, tan

actual en el presente como en el contexto de la posguerra desde el que

habla el filósofo, de construir entre todos los pueblos –europeos y no

europeos– nuevas formas más humanas de convivencia.

1155 “En cuanto al pacifismo” (1938), IV, 288. En esto consiste la crítica que dirige Ortega a Inglaterra en este mismo artículo, a causa de su decisión inicial de desarme durante la II Guerra Mundial. En este sentido considera Ortega que “el enorme esfuerzo que es la guerra sólo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor” (Id.), pues “la guerra (...) era un medio que habían inventado los hombres para solventar ciertos conflictos. La renuncia a la guerra no suprime estos conflictos. Al contrario, los deja más intactos y menos resueltos que nunca. La ausencia de pasiones, la voluntad pacífica de todos los hombres resultarían completamente ineficaces, porque los conflictos reclamarían solución y, mientras no se inventase otro medio, la guerra reaparecería inexorablemente (...) No es, pues, la voluntad de paz lo que importa últimamente en el pacifismo. Es preciso que este vocablo deje de significar una buena intención y represente un sistema de nuevos medios de trato entre los hombres. No se espere en este orden nada fértil mientras el pacifismo, de ser un gratuito y cómodo deseo, no pase a ser un difícil conjunto de nuevas técnicas” (Ibid., 289). Por ello, sostiene Ortega que “está bien que el hombre pacífico se ocupe directamente en evitar esta o aquella guerra; pero el pacifismo no consiste en eso, sino en construir la otra forma de convivencia humana que es la paz. Esto significa la invención y el ejercicio de toda una serie de nuevas técnicas. La primera de ellas es una nueva técnica jurídica que comience por descubrir principios de equidad referentes a los cambios del reparto del poder sobre la tierra. Pero la idea de un nuevo derecho no es todavía un derecho (...) A la técnica del puro pensamiento jurídico tienen que acompañar muchas otras técnicas aún más complicadas” (Ibid., 294).

1156 “Una vista sobre la situación del gerente o «manager» en la sociedad actual” (1954), IX, 746.

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IV. CONCLUSIONES

El objetivo de esta tesis ha sido analizar el modelo de democracia

que defiende Ortega, su concepción de Europa y su propuesta de

creación de la Unión Europea, desde una perspectiva ética y

antropológica. El pensamiento político orteguiano en torno a Europa y la

democracia constituye una importante aportación al análisis de la cultura

y el ethos democráticos y, en última instancia, a la comprensión del ser

humano en el contexto social y cultural europeo de la primera mitad del

siglo XX.

Desde mi punto de vista, el pensamiento político de Ortega se

orienta fundamentalmente a través de la doble mirada que este pensador

dirige a la realidad y que impulsa su reflexión: por una parte, una

perspectiva antropológica o sociológica, a través de la cual Ortega dirige

su análisis hacia la comprensión de cómo es, de facto, la realidad

empírica; y, por otra, una mirada ética, motivada por sus ideas acerca de

cómo debería ser la realidad circundante, de acuerdo con determinados

principios normativos. Esto sitúa a Ortega en la doble perspectiva de

pensador social y filósofo moral. Indudablemente, en el análisis

orteguiano acerca de la democracia y Europa, ambas dimensiones o

perspectivas se entremezclan; sin embargo, es importante diferenciarlas

en determinadas ocasiones, especialmente con vistas a que cuando

Ortega está analizando “cómo es” la realidad, no se interprete que esa

visión empírica se corresponde necesariamente con su concepción

acerca de “como debería ser” idealmente esa determinada realidad, y

viceversa. De la confusión o no diferenciación entre estas dos

perspectivas que se alternan con profundidad similar en su estilo

intelectual, proceden a mi juicio gran parte de las interpretaciones

sesgadas y distorsionadas que se han hecho sobre su pensamiento

político. Esta doble mirada orteguiana permite asimismo un análisis a la

vez ético y antropológico, necesario para dar cuenta de la complejidad y

de los diferentes niveles de análisis presentes en el pensamiento

orteguiano en relación a Europa y la democracia.

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Como vimos en el capítulo dedicado a la contextualización histórica

del pensamiento orteguiano, la vida de Ortega coincide con una etapa

crítica de la historia española y europea: el movimiento obrero, el

“desastre del 98”, la Primera y Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil

española, el auge de los totalitarismos, etc. Éste es el contexto histórico

a partir del cual Ortega va a elaborar su modelo de democracia y su

concepción de Europa.

El modelo orteguiano de democracia consiste en un complejo

equilibrio entre diferentes principios que se combinan y complementan

entre sí, estableciendo límites mutuamente con el fin de impedir que el

exceso de uno de ellos impida el adecuado desarrollo de los demás. La

concepción orteguiana de democracia responde así a un afán integrador

de distintos principios: libertad, igualdad, excelencia, felicidad,

participación, pluralismo, tolerancia, voluntad de convivencia, solidaridad,

justicia, autenticidad, etc. El objetivo de este modelo democrático se

dirige a alcanzar en la práctica social y política el progreso y bienestar

moral, material y espiritual de todos los ciudadanos, sin ningún tipo de

exclusión. La realización de estos principios requiere el desarrollo de las

diversas capacidades de los individuos en consonancia con esos

principios y valores democráticos, de ahí la importancia que adquiere la

educación en el modelo de democracia orteguiano, en continuidad con

los ideales ilustrados. Ortega propone una “ética de máximos”, en

contraposición con las actuales “éticas de mínimos” defendidas por

determinadas corrientes de corte neoliberal. La ética de Ortega es, en

definitiva, una invitación a la autenticidad y la libertad, a la excelencia y a

la felicidad posible.

Ortega concibe la democracia como una forma integral de vida, que

va más allá de los meros procedimientos y mecanismos formales –

contrariamente a las democracias de tipo procedimental–, para

convertirse en el punto de referencia normativo central en todos los

ámbitos de la vida, tanto públicos como privados. En este sentido, desde

el punto de vista orteguiano, la reforma del individuo medio, la

adquisición de las virtudes y valores democráticos por parte de todos los

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individuos y la participación activa de estos en la vida pública,

constituyen a juicio de Ortega requisitos esenciales para una auténtica

democracia. El modelo democrático que propone Ortega se inscribe así

dentro de los modelos participativos y de desarrollo de la democracia,

con afinidad a la tradición republicana y su énfasis en el bien común y en

la participación y educación cívica de los ciudadanos, al tiempo que se

contrapone tanto al modelo liberal-proteccionista como al modelo

pluralista-competitivo de democracia, los cuales tienden a restringir el

papel de los ciudadanos en la vida pública y a concebir a estos

fundamentalmente como seres autointeresados, incapaces de ir más allá

de sus propios intereses particulares, considerando así que su

desarrollo moral excede las competencias y obligaciones del Estado –las

cuales se circunscriben únicamente a los mínimos legales establecidos–,

al situarse supuestamente en el ámbito de una esfera ética privada

independiente de la política.

Ortega defiende a lo largo de su obra un liberalismo socialista o un

socialismo liberal que apunta a la necesidad de superar el liberalismo

decimonónico, integrando en su núcleo normativo los ideales socialistas,

de tal modo que Ortega se anticipa a los planteamientos

socialdemócratas y al Estado de Bienestar que comenzó a implantarse

de manera generalizada en Europa tras la Segunda Guerra Mundial y

que constituye el fundamento de los actuales regímenes políticos

europeos. El socialismo de Ortega se inspira fundamentalmente en F.

Lassalle, E. Bernstein y los fabianos ingleses, y se distancia del

socialismo marxista por el rechazo del filósofo español a la concepción

materialista de la historia, a la lucha de clases y a la “dictadura del

proletariado”. Ortega criticó duramente el capitalismo y defendió la

necesidad de intervención estatal, con el fin de hacer frente a la

complejidad creciente de las sociedades contemporáneas y de aplicar

criterios de justicia distributiva orientados a corregir las desigualdades

producidas por el mecanismo de mercado. Sin embargo, Ortega también

advirtió la necesidad de limitar el poder estatal en orden a evitar el

“estatismo” o absorción de todas las áreas de la vida por parte del

Estado –lo cual se opondría directamente a los principios de libertad,

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442

participación, pluralismo, etc., presentes en el modelo democrático

orteguiano.

A este modelo positivo de democracia que defiende Ortega se

contraponen los totalitarismos de distinto signo político –fascismo y

comunismo soviético–, así como la hiperdemocracia o rebelión de las

masas que analiza este filósofo dentro del contexto europeo de la

primera mitad del siglo XX. De acuerdo con Ortega, la “rebelión de las

masas” consiste en la pretensión por parte de la “masa” –individuos “no

especialmente cualificados”– de suplantar a las “minorías” –individuos

“especialmente cualificados”– en las diferentes esferas de la sociedad;

esto supone dentro del modelo democrático orteguiano una

extralimitación del principio de igualdad, en detrimento de otros principios

como el de excelencia, libertad, autenticidad, etc. Las consecuencias de

la “hiperdemocracia” son la desmoralización, la degradación moral y

cultural y el peligro de aparición de regímenes totalitarios ante la

ausencia de proyectos vitales ilusionantes. El fenómeno de la “rebelión

de las masas” se corresponde con la aparición de un nuevo tipo de

individuo que según Ortega ha llegado a ser dominante en la época, el

hombre-masa, que es precisamente, en términos orteguianos, la “masa”

que se ha rebelado contra el principio de excelencia que ejemplifican las

“minorías”. El “hombre-masa” que analiza Ortega, cuyo ejemplo

paradigmático es el “científico especialista”, se caracteriza por su

amoralidad y falta de memoria histórica, por su rechazo a cualquier

instancia superior de apelación que esté más allá de sus intereses

puramente subjetivos, por su hermetismo y tendencia a la violencia o

“acción directa”, etc. Sin embargo, la “rebelión de las masas” –y, por

tanto, también el arquetipo del “hombre-masa”– posee para Ortega un

carácter esencialmente ambiguo, puesto que se trata de un fenómeno

que presenta un doble cariz: por una parte, positivo, pues su aparición

supone un notable incremento general de las posibilidades vitales –se

trata del “crecimiento de la vida” o “subida del nivel histórico” a que han

dado lugar los avances tecnológicos y la democracia liberal, y que a la

vez ha posibilitado el propio surgimiento del “hombre-masa”–; pero, por

otra parte, el fenómeno muestra una cara negativa, que se identifica con

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443

la anteriormente mencionada desmoralización y degradación moral, así

como la aparición de totalitarismos oportunistas –cuyo poder radica

precisamente en la previa deslegitimación y debilitamiento de las

instituciones liberales y democráticas–, lo cual, de acuerdo con Ortega,

pone en serio peligro las posibilidades de progreso y bienestar general e,

incluso, la propia supervivencia de la civilización europea.

También Platón, J. S. Mill y A. de Tocqueville señalaron la

posibilidad de degeneración de la democracia en tiranía, así como la

necesidad de mantener un equilibrio adecuado entre los distintos

principios que han de conjugarse dentro del sistema democrático, con

especial atención al principio de excelencia, que veían peligrar en su

época. Al igual que en el caso orteguiano, la educación de los

ciudadanos posee un papel primordial en el pensamiento político de

estos autores; sin embargo, en todos estos pensadores, incluido Ortega,

queda abierta la cuestión acerca de si la sociedad se divide

inevitablemente entre “los pocos” ilustrados y “los muchos” no ilustrados.

A juicio de Ortega, el origen de la “rebelión de las masas” se

enmarca dentro del contexto más amplio de la crisis que experimenta

Europa a lo largo de la primera mitad del siglo XX, a causa de la pérdida

de legitimidad de las antiguas vigencias colectivas, sin que otras nuevas

las hayan todavía sustituido, de ahí la situación de “vacío moral” –o

“anomia” en términos de Durkheim–, de desmoralización generalizada y

crisis de sentido. Estos síntomas de la crisis europea han producido en la

opinión pública el sentimiento generalizado de que “Europa ha dejado de

mandar en el mundo”. Se impone por tanto de acuerdo con Ortega la

necesidad histórica de crear nuevas normas y principios que superen las

deficiencias de la Modernidad y respondan a las necesidades de la

nueva coyuntura histórica. La solución que propone Ortega a esta

situación de crisis europea se dirige a la creación de una entidad

supranacional que integre a todas las naciones europeas en la

realización de un nuevo proyecto común, devolviendo así la moralidad y

la vitalidad perdidas a Europa: el proyecto de construcción de la Unión

Europea.

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444

De acuerdo con Ortega, la nación constituye un proyecto de vida

colectivo que requiere la colaboración conjunta de todos los ciudadanos,

de ahí su raíz esencialmente democrática. La condición de futurización

que para Ortega posee la vida humana –la vida está siempre orientada

hacia el porvenir– y la concepción de la vida como empresa, como

aventura, laten en el fondo del concepto orteguiano de nación. En

consonancia con éste, el principio de nacionalización se dirige a la

realización de los intereses comunes de la nación, más allá de los

intereses particulares procedentes de determinados grupos o individuos.

Los particularismos se contraponen así a la nación y a la idea de

nacionalización, puesto que implican la imposición social de

determinados intereses particulares por encima del proyecto nacional,

fundamentalmente a través de la “acción directa”.

En coherencia con los principios de participación, autonomía y

voluntad de convivencia, Ortega defiende para España una política de

descentralización o regionalismo en términos de autonomía –no de

soberanía nacional. Como Ortega expone en La redención de las

provincias y la organización de la decencia nacional (1931), el objetivo

en este sentido consiste en promover un proyecto nacional a partir de la

revitalización de las provincias, desarrollando su capacidad de

autonomía, responsabilidad y solidaridad. Con su propuesta de

reorganización de España en un Estado autonómico compuesto por

nueve o diez regiones o grandes comarcas, Ortega anticipa la España de

las Autonomías, que se establecerá finalmente a partir de la Constitución

de 1978, la cual se inspirará de modo significativo en algunos puntos de

los discursos parlamentarios que Ortega pronunció durante el debate

sobre los regionalismos. Dentro del contexto español, Ortega rechaza sin

embargo los nacionalismos particularistas, al considerar que estos

constituyen un tipo de particularismo que tiende a fomentar una política

de exclusión y división social, de fragmentación, aislamiento e

insolidaridad, lo que se opone a los principios de voluntad de

convivencia, pluralismo y solidaridad social presentes en el modelo

democrático orteguiano.

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445

De acuerdo con su concepción de Europa, Ortega defiende que el

liberalismo y el pluralismo son consustanciales al ethos o modo de ser

propiamente europeo. De esta manera, Europa constituye a juicio de

Ortega un equilibrio de diferencias, una realidad dinámica en la que se

combinan al mismo tiempo unidad y pluralidad. Por ello considera que las

naciones europeas se han caracterizado siempre por tener una “forma

dual de vida”, de tal modo que cada nación europea pertenece al mismo

tiempo a dos sociedades o dos “espacios históricos” diferentes –y, por

tanto, a dos sistemas de usos sociales distintos–: uno más reducido y

denso, correspondiente a cada sociedad nacional particular, y otro más

amplio y menos denso, que se identifica con la sociedad europea y

conforma un “fondo común” que comparten todas las naciones europeas

–de hecho, en opinión de Ortega, Europa preexiste a la formación de las

distintas naciones europeas y es condición previa de su existencia. Este

fondo europeo tiene su origen en una convivencia común, que ha dado

lugar según Ortega a un sistema de usos colectivos específicamente

europeos, a una opinión pública y un poder público europeos, los cuales

conforman a juicio de Ortega un Estado europeo incipiente –preexistente

y operante a pesar de no estar todavía formalizado en instituciones

jurídicas, económicas, etc.–, sirviendo así de sustrato común para la

creación de la Unión Europea.

Ortega señala que las naciones europeas han pasado a lo largo de

su evolución por una serie de etapas, cada una de ellas caracterizada

por una empresa común que orientaba la acción colectiva hacia la

consecución de determinados fines. Aunque a diferente ritmo, las

naciones europeas se constituyen como tales a fines del siglo XVI y

principios del XVII. Desde su punto de vista, a la altura del siglo XX las

naciones europeas se encuentran plenamente consolidadas, de modo

que el proyecto de nación tal como ha sido entendido tradicionalmente se

encuentra ya agotado y por tanto carece de porvenir, por lo que seguir

ahondando en él supone según este filósofo caer en tendencias

particularistas, tales como el provincianismo y el nacionalismo. Y esto es

precisamente lo que Ortega constata que está comenzando a suceder

dentro de las naciones europeas en las primeras décadas del siglo XX: la

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446

hipertrofia de su propia nación, el reconcentramiento de cada nación en

sí misma, así como el distanciamiento y discordia hacia las demás

naciones europeas. La causa última de la desmoralización que padece

Europa en la primera mitad del siglo XX se encuentra de este modo para

Ortega en que el crecimiento de las posibilidades vitales que ha tenido

lugar en el contexto europeo –a causa de los avances de la técnica y la

democracia liberal– no se corresponde con los estrechos límites entre los

cuales se encuentran encerrados los individuos europeos dentro de su

nación particular. De ahí la necesidad que apunta Ortega de superar el

concepto de nación ampliando los límites del horizonte proyectivo

europeo, con el fin de posibilitar la creación de nuevas empresas

colectivas que tengan capacidad de generar entusiasmo y adhesión por

parte de todos los ciudadanos europeos. Este nuevo proyecto europeo

colectivo se concretará en el pensamiento orteguiano a través de la

creación de una entidad supranacional que englobe a todas las naciones

europeas en la construcción de una Europa Unida.

De acuerdo con Ortega, la construcción de la Unión Europea debe

preservar su pluralidad, rasgo que el filósofo considera consustancial a

Europa, y del cual se nutre su esencial liberalismo. La unificación

europea debe conservar así su pluralismo característico, que confiere al

Estado europeo su peculiar carácter dinámico, como un equilibrio de

diferencias, conjugando de este modo los principios de unidad y

pluralidad, de homogeneización y diferenciación.

Europa también deberá evitar caer en el eurocentrismo, una forma

de etnocentrismo que tiende a considerar a la cultura propia, en este

caso a la europea, como la única válida y la norma a partir de la cual

juzgar a las demás culturas. En este sentido Ortega propone,

especialmente a partir de las aportaciones de la Antropología social y

cultural en relación al conocimiento de las diferentes culturas, la

convivencia y enriquecimiento mutuo entre la cultura europea y las otras

culturas. Este contacto y conocimiento de otras culturas posibilitará en

opinión de Ortega la relativización de la propia cultura europea y

motivará un trabajo de autocrítica sobre sí misma, posibilitando así la

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447

complementación de sus limitaciones y deficiencias con los valores y

principios procedentes de otras formas culturales.

Ante la situación de crisis que sufre Europa durante la primera

mitad del siglo XX, Ortega señala la necesidad de crear nuevas normas y

principios colectivos que superen las carencias típicas de la modernidad,

su fe ciega en el progreso y en la omnipotencia de la razón, devolviendo

de este modo la razón a la vida y construyendo nuevas formas de

convivencia que hagan posible la paz, el entendimiento y enriquecimiento

mutuo entre los distintos pueblos, tanto europeos como no europeos.

La reflexión orteguiana sobre la democracia y Europa se orienta a

la búsqueda de los principios normativos a partir de los cuales poder

construir esas nuevas formas, más humanas, de convivencia, dentro del

contexto de las sociedades europeas contemporáneas. Estos principios

(libertad, igualdad, excelencia, participación, pluralismo, voluntad de

convivencia, etc.) conforman –como la propia realidad europea– un

equilibrio dinámico que constituye el núcleo normativo del modelo

democrático orteguiano y que, desde mi punto de vista, supone una

relevante contribución al desarrollo de una ética democrática laica válida

para las sociedades contemporáneas.

En definitiva, con las salvedades mencionadas relativas al sesgo

sexista característico de la sociedad patriarcal de la época y asumido por

Ortega, así como la utilización de determinados términos arcaizantes y

extemporáneos al pensamiento político actual, tales como “masa”,

“minoría”, “plebeyismo”, etc–, considero que las ideas propuestas por

Ortega en torno a la democracia y Europa, los argumentos y

construcciones conceptuales que el filósofo desarrolla para pensar estos

temas constituyen una aportación de primer orden al actual debate

contemporáneo en torno al proyecto de la Unión Europea y a la

construcción de un modelo democrático deseable.

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