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    JO BEVERLEYEl Regreso del Canalla

    12° de la Serie Compañía de los Pícaros (Bribones) 

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    JO EVERLEY EEll RReeggrreessoo ddeell CCaannaallllaa 1122°° ddee llaa SSeerriiee CCoommppaaññí í aa ddee llooss PPí í ccaarrooss ((SSeerriiee BBrriibboonneess)) 

    ((CCoommppaannyy oof f  RRoogguueess SSeerriieess)) 

    TThhee RRoogguuee''ss RReettuurrnn ((22000066)) 

    AAARRRGGGUUUMMMEEENNNTTTOOO::: 

    Después de pasar años viviendo en Canadá, Simon St. Bride está listo para regresar a la vidaaristocrática de Inglaterra. Pero sus planes se ven pospuestos por un duelo y una joven con la queel honor hacer que se sienta obligado a casarse, aun cuando no es probable que su familia laacepte de buen grado. Pues a pesar de su belleza y su aparente inocencia, Jane Otterburn duda dehablar acerca de su enigmático pasado… 

    Entonces la traición golpea. Y mientras Simon y Jane se enfrentan juntos a los enemigos y aldestino, por tierra y por mar, Simon descubre que su esposa es una mujer de incalculable valor yde una pasión si medida. Pero ¿acabará con su amor la verdad sobre Jane?

    SSSOOOBBBRRREEE LLLAAA AAAUUUTTTOOORRRAAA::: 

    Mary Josephine Dunn Beverley, más conocida por las lectoras denovela romántica como  Jo Beverley, es una de las más afamadasescritoras románticas de la última década. Aunque nacida y criada enInglaterra, ya adulta se fue a vivir a Canadá, donde actualmente reside

     junto a su esposo y familia, se ha convertido en una de las más

    reconocidas y premiadas autoras de novela romántica de la actualidad.Jo Beverly, es toda una especialista en retratar como nadie la época

    medieval, la cual detalla con mimo preciosista en sus estupendos librosambientados en el medievo inglés. Ha sido honrada y reconocida como una de las másimportantes escritoras de los «Romance Writers of América Hall of Fame». Cinco veces ganadorade los premios «RITA» en 1992 por Emily and the de Dark Ángel; en 1993 por An Unwilling Bride;en 1994 por Deirdre and Don Juan y por My Lady Notorius y en 2001 por Devilish. Su serie sobrelos hermanos Malloren y su serie medieval han gozado de una excelente acogida por parte delpúblico y de la crítica especializada.

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    AAAGGGRRRAAADDDEEECCCIIIMMMIIIEEENNNTTTOOOSSS  

    Son muchísimos los hilos que se unen en la trama cuando escribo unanovela, pero al prepararme para escribir esta hice considerable uso de ECO(Early Canadiana Online), servicio web de Heritage Canada, en parte delGobierno federal. Un texto me fue particularmente útil, The Ridout Letters:Ten Years of Upper Canadá in Peace and War, 1805-1815. Fue conmovedorleer acerca del joven John Ridout haciendo su gallardo papel en la Guerrade 1812, cuando sólo tenía 14 años, conociendo su trágico final. En mi notaal final del libro hablo más sobre esto.

    La lectora Judy Dawe me echó amablemente una mano en un viaje quehizo a Carlisle, resolviendo dos preguntas, principalmente la referente adónde vivían los Otterburn.

    Justo en el momento oportuno (como suele ocurrir), mi amiga JenniferTaylor decidió hacer limpieza en su casa y me regaló su ejemplar de TheBritish Code of Duel , de 1824.

    La mayor parte de la información médica la encontré en el ejemplar enfacsímil de la Encyclopedia Britannica  de 1771, y luego recurrí a otrasfuentes para verificarla. Eileen Dreyer, mi colega escritora, en otro tiempoenfermera de sala de urgencias, me ayudó a entender la información.

    Gracias a todos y a los muchos otros cuyos cerebros he hurgado sinpiedad a lo largo del camino. Como siempre, soy la única responsable decualquier error.

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    CCCAAAPPPÍ Í Í TTTUUULLLOOO 000111 

    York, Alto Canadá, septiembre de 1816.

    Cuando desciende un repentino silencio sobre un grupo de hombres bebiendo, es juiciosoprepararse para problemas.

    Simon Saint Bride estaba en la casa de D'Arcy Boulton jugando al whist, tan concentrado en el juego que no prestaba atención al ruido de voces ni al humo de pipas de arcilla y cigarrillos. Perocuando repentinamente se acallaron las voces, se puso alerta. Sintió un hormigueo en la nuca, enespecial cuando Boulton, su pareja en el juego, levantó bruscamente la vista y miró hacia atrás.Estaba a punto de girarse a mirar cuando oyó:

    —Condenadamente rara, si quieres mi opinión.

    Era la voz de Lancelot McArthur.

    Vio en su imaginación al oficial comisionado para los Asuntos Indios: gordo, la cara de colorrojizo, abundante pelo moreno rizado abrillantado con pomada y unos ojos oscuros de miradapenetrante demasiado juntos. Llevaba el cuello demasiado alto, el chaleco demasiado vistoso, losbotones de latón demasiado grandes, pero él se consideraba la imagen misma de un hombreelegante.

    Eso no le importaría un rábano si los fondos que empleaba McArthur para sus vulgares excesosno fueran robados. El hombre llevaba años recurriendo a trucos y mentiras para malversar eldinero y las mercancías que se enviaban para recompensar a las tribus indias por haber luchado a

    favor de los británicos en la reciente guerra.Él se había quedado en el Alto Canadá para buscar pruebas que derribaran a ese hombre.

    Estaba listo para marcharse, pero sólo dos días antes alguien le advirtió que McArthur se habíaenterado de su trabajo de indagación. En las amistosas palabras de advertencia él detectó otromensaje entre líneas: «Vuelve a la aristocrática Inglaterra, que es donde te corresponde estar».

    Y en ese momento McArthur quería armar problemas públicamente. ¿Con qué fin, y cómopodía reaccionar él?

    La mayoría de los caballeros reunidos en la sala eran conocidos de él, más o menos amigos,pero también estarían a favor de cualquier cosa que alejara a los indios hacia el oeste, hacia tierrasmás inhóspitas, para que dejaran libres las tierras de ahí, para la colonización y prosperidad.

    —Me toca a mí, creo —dijo, poniendo el cinco de trébol sobre la mesa.

    El capitán Farleigh, que estaba a su izquierda, aprovechó la carta y continuó el juego. Lasconversaciones se reanudaron, pero Simon observó que Boulton seguía con la mitad de laatención puesta en lo que ocurría a sus espaldas.

    Sabía que a McArthur le encantaría enterrarle un cuchillo, pero no lo haría. No lo haría ahí, enla casa de un caballero, y ni siquiera en la calle una noche oscura.

    Había otros intentando remediar los entuertos, principalmente los cuáqueros, pero estos notenían, como se decía, «influencia» en Inglaterra. Él sí la tenía; era un Saint Bride de Brideswell,pariente próximo del conde de Marlowe y lejano de casi todas las familias nobles de Gran Bretaña.

    Tenía también amigos poderosos, y en favor de la causa había dejado caer nombres: el conde de

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    Charrington, los vizcondes Amleigh y Middlethorpe, el marqués de Arden, heredero del ducado deBelcraven.

    Sencillamente su cuna y sus conexiones eran demasiado importantes para que lo asesinaran sin

    causar problemas a la gente de York. Eso esperaba.Le pareció que había pasado el momento problemático, pero justo entonces alguien dijo en

    tono de reprensión:

    —El nombre de la dama, McArthur.

    —Claro, claro —dijo McArthur en tono guasón, más fuerte; deseaba que lo oyeran —. Pero escondenadamente rara, ¿no dirías tú? ¿Una jovencita guapa que no baila en un baile y que nisiquiera asiste a una velada musical?

    —¿Simon?

    El codazo revelador de Boulton advirtió a Simon que había detenido el juego. Arrojó una carta,

    pero todos sus sentidos ya estaban concentrados en lo que decían detrás de él. No le cabía dudade que ese comentario burlón iba dirigido a Jane Otterburn, pero, ¿en qué escándalo queríameterla McArthur?

    Jane Otterburn era la sobrina de su amigo y mentor Isaiah Trewitt; un año antes la chica quedóhuérfana y atravesó el Atlántico para vivir ahí con su tío. Tenía dieciocho años y era de disposiciónpuritana; se vestía con mucha sobriedad y era muy reservada: la antítesis de lo escandaloso. Él losabía bien; cuando estaba en York se alojaba en la casa de Isaiah.

    —Está de duelo, sí —dijo McArthur, sin duda en respuesta a un comentario—. Pero ya hapasado el año de luto. Terminó en agosto, tengo entendido.

    —Una chica sosegada. No hay nada malo en eso. Ojalá mis hijas fueran tan modosas ydiscretas.

    Simon reconoció la voz del comandante Turnbull, un hombre bueno que tenía hijas. Habló envoz alta, igual que McArthur, con la intención de prevenir problemas.

    —Tal vez las encantadoras señoritas Turnbull podrían alentar e invitar a salir a la señoritaOtterburn —sugirió McArthur.

    —Lo intentaron —dijo el comandante—. Son buenas chicas. Pero la señorita Otterburn noaceptó. No hay nada malo en eso —repitió firmemente.

    —Pero ¿es natural no demostrar ningún interés en placeres inocentes? —insistió McArthur, ytodos guardaron silencio—. ¿En jóvenes y guapos oficiales y otros gallardos caballeros que desean

    rendirle respetuosas atenciones?A Simon se le tensó la mandíbula. Ningún hombre de honor dejaría sin desafiar esas palabras, a

    no ser que fueran ciertas. Infierno todopoderoso. Típico de un canalla como McArthur descargarsu inquina en una inocente, pero reaccionar sólo atraería más atención al asunto.

    —Tal vez está bien que la señorita Otterburn no haya aceptado los ofrecimientos de tusinocentes hijas, comandante. Después de todo, ¿que sabemos de la damita fuera de lo que nos hadicho Trewitt? ¿Nos ha ofrecido moneda honrada o ella no es exactamente su sobrina sino...?

    Simon se levantó de un salto y se giró, haciendo caer la silla al suelo.

    —¿Qué diablos insinúas, McArthur?

    —Mi querido Saint Bride, ¿qué podría insinuar que te causara esa furia?

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    Simon oyó comentarios susurrados contra McArthur, pero cualquier error que cometiera él ahíarrojaría al estiércol la reputación de Jane.

    —Vamos, moneda honrada, claro —dijo, imitando el indolente tono malicioso del hombre—.

    ¿Cómo te atreves a acusar de robo o estafa a Isaiah Trewitt, señor? Aunque no me cabe duda deque eso es un tema delicado en el departamento de Asuntos Indios.

    McArthur se levantó, y el color de su cara, naturalmente subido de tono, llegó a morado.

    —¿Y qué diablos quieres decir con eso, señor?

    Simon vio el desastre que se avecinaba, pero por Dios que encontraba agradable volver lastornas en contra del hombre. Y sacar al aire la fetidez.

    —Llega muchísimo dinero honrado al departamento de asuntos indios, pero jamás llega a lastribus. Eso es raro, ¿no dirías?, sobre todo cuando algunos funcionarios del departamento vivensorprendentemente bien, si tomamos en cuenta sus salarios.

    El silencio en la sala ya era absoluto. Para remachar el asunto, Simon añadió:—Es hermosa la casa nueva que tienes, McArthur.

    El color de la cara de este pasó de morado a blanco y, si eso hubiera sido posible, se le juntaronmás los ojos.

    —Mientes, señor.

    —¿No es hermosa tu casa nueva? Mis sinceras disculpas. La culpa será del arquitecto...

    —¡Sobre mi honradez, maldita sea! —rugió McArthur—. Nombra a tu padrino.

    Simon tuvo que reprimir una sonrisa de demencial satisfacción. Tal vez era provocar un duelo loque había deseado McArthur todo ese rato, con la esperanza de matar así a su enemigo. Pero su

    intención era que fuera a causa de la virtud de Jane Otterburn, y ahora tendría que intercambiardisparos con él para defender su inexistente honradez.

    McArthur comenzaba a comprenderlo; demasiado tarde.

    Daba la impresión de un hombre que va caminando osadamente por una calle y de repente seencuentra metido hasta el cuello en una ciénaga. Fuera cual fuera el resultado del duelo, notardarían en prestar más atención al trato que se daba a los indios en el Alto Canadá. Y las pruebasque él tenía reunidas, llegarían a Londres, con o sin él.

    Necesitaba un padrino. La familia de Boulton estaba arraigada ahí, por lo que tomar partido enese asunto lo pondría en un aprieto. Farleigh estaba casado. El capitán Norton, el otro que estaba

    sentado a la mesa, era un hombre serio que no tenía ningún interés a largo plazo en Canadá.—¿Puedo pedirte que seas tú, Norton?

    El joven pareció sorprendido, pero asintió.

    —Será un honor.

    —¿Delahaye? —preguntó McArthur, muy rígido, al hombre que estaba sentado a su lado.

    El teniente Delahaye, uno de los amigos más íntimos de McArthur, aceptó.

    Se reanudó la conversación, en voz baja, elucubradora, incluso furtiva.

    Simon se apartó hacia un lado con Norton, y este le dijo:

    —Si él se retracta de lo que ha dicho sobre la señorita Otterburn...

    —Esto no tiene nada que ver con Jane Otterburn.

    Norton hizo un mal gesto.

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    —Vale, vale. Entonces, ¿tú te retractarás de tus insinuaciones? ¿Dirás que te entendieron mal?

    —No. Si él desea retirar el reto, yo no insistiré. Norton exhaló un suspiro.

    —¿Pistolas? ¿Doce pasos?

    Los puños le habrían ido bien al humor de Simon, pero aceptó. Jamás se había batido a duelo,pero conocía el código.

    Tenía buena puntería, pero era de suponer que McArthur también, dado que había pinchadopara conseguir el encuentro. Encogiéndose de hombros dejó eso de lado y se giró para marcharse,y entonces vio que McArthur ya estaba en la puerta. Puesto que no tenía el menor deseo de salir ala calle con él, se dirigió al hogar, notando el espacio que se formaba a su alrededor. Habíadisfrutado esos cuatro años en el Alto Canadá, y había hecho buenos amigos, pero sus recientesactividades habían generado divisiones.

    Los hombres se estaban dispersando, deseosos de marcharse y de llevar la noticia a sus casas.

    Dentro de media hora todo el mundo que todavía estuviera despierto se enteraría de lo del dueloy del motivo manifiesto: las malversaciones de McArthur. Todos comenzarían a rumiar lasconsecuencias para él, para los indios, para los políticos y los colonos, para los beneficios yperspectivas. Y sin duda maldecirían al entrometido Simon Saint Bride.

    Pero también elucubrarían acerca de las insinuaciones de McArthur. ¿Seguro que nadie creeríaque Jane era la amante de Isaiah? Amante incestuosa, incluso.

    Maldito McArthur, pensó, mirando las llamas, pero también maldita Jane Otterburn por ser tanrara.

    Cierto que la chica llegó agotada por un viaje difícil y por la pena. No sólo había perdido a sumadre antes de salir de Inglaterra, sino también a una prima durante el viaje, una prima que se

    había criado con ella como una hermana. Y para rematar su sufrimiento, llegó en noviembre,durante la primera racha de frío de lo que sería un crudo invierno.

    Tal vez no era de extrañar que se hubiera negado a salir a andar en trineo y a patinar, y que elluto fuera su excusa para evitar las reuniones y bailes. De todos modos, para Pascua tanto ellacomo el tiempo se habían recuperado y, aun así, continuó declinando todas las invitaciones.

    A Isaiah le habría encantado vestirla con ropa elegante y presentarla a la buena sociedad. Bienpodía haber comenzado como carpintero de barco, pero le había ido bien y era aceptado ahí. Unachica tan guapa podría haber hecho un excelente matrimonio. Aun cuando York estaba en mediode tierras inexploradas y sólo tenía mil habitantes, era la capital del Alto Canadá y una plaza fuerte

    importante. Estaba a rebosar de hombres de buena familia.Pero Jane insistía en vivir como una monja. Incluso se vestía como tal, con vestidos oscurospoco atractivos y cofias blancas que le ocultaban todo el pelo. Una monja radiante, eso sí, porqueesos sosos y lúgubres vestidos no podían ocultar su excelente figura, su blanquísima piel celta, sushermosos ojos azules ni sus sensuales y carnosos labios. Y por mucho que lo intentara, siempre sele escapaban guedejas de pelo color oro rojo de las cofias.

    Ningún hombre podría evitar ver esas cosas, o de vez en cuando imaginárselas. Y tal vez eso eralo que todos los hombres normales de York habían estado haciendo todo ese tiempo, abonando elterreno para la maldad de McArthur.

    Llegó Norton a su lado.

    —Mañana al alba. La granja de Elmsley.

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    Simon asintió, le dio las gracias y salió de la sala ya casi vacía. Norton, Farleigh y el comandanteTurnbull salieron con él.

    —Te acompañaremos, Saint Bride.

    Simon sabía que si McArthur hubiera considerado factible dispararle en una calle oscura, no lohabría retado para enfrentarlo a la luz del día, pero no discutió. Había muchísimos lugares paramontar una emboscada en esa calle recta de casas de madera en medio de enormes parcelas conárboles. La madera y la tierra eran baratas allí.

    Conversaron sobre el tiempo, que estaba terrible, y la probabilidad de que el río San Lorenzo sehelara muy pronto, dejando, como cada año, aislado a York, cortando la salida al Atlántico y losviajes a Gran Bretaña durante cuatro meses o más. Hablaron de la boda de la princesa Charlotte ydel futuro de la Corona. De todo, menos del duelo.

    Cuando estuvo ante la puerta, Simon les agradeció la compañía a los oficiales y dijo a Norton:

    —¿Harías el favor de persuadir a Playter de que asista al duelo en calidad de médico?Norton asintió.

    —Ya se me había ocurrido.

    Simon entró en la casa sintiendo un cierto escalofrío por ese detalle práctico. El cirujano delejército era el médico que tenía más experiencia en heridas de bala.

    Y en amputaciones.

    Más que la muerte, temía quedar lisiado. Era una estupidez, pero no podía evitarlo. El miedo leentró cuando un amigo, el comandante Hal Beaumont, perdió un brazo después de una batallacerca de York hacía dos años. El había hecho todo lo que había podido por su amigo, pero por

    vergonzoso que fuera, no pudo evitar sentir repugnancia y horror.Algunos oficiales continuaban combatiendo con esas lesiones, pero dado que parecía que la

    guerra había terminado, Hal vendió su comisión. Claro que tenía sus ingresos independientesheredados de un tío, pero era posible que se hubiera sentido incapaz de hacer el trabajo.

    La casa estaba silenciosa y sólo se oía el tictac del reloj. Aunque Isaiah era un comerciantepróspero y la casa Trewitt era hermosa según los criterios de York, era difícil encontrar criados, enespecial masculinos, y más aún que continuaran empleados, en esa ciudad rodeada por el cantode sirenas de tierra disponible.

    Isaiah se las arreglaba con dos criadas jovencísimas que venían durante el día, una anciana quehacía las funciones de cocinera y ama de llaves, la señora Gunn, y un muchacho llamado Tom, que

    cuidaba de los caballos. Un viejo amigo, un bribón tuerto llamado Saul Prithy, vivía en lashabitaciones de arriba del establo y se ocupaba del jardín y la huerta cuando estaba en ánimo.

    Tom y las criadas vivían en sus respectivas casas; la señora Gunn ocupaba las habitaciones deencima de la cocina, que estaba detrás de la casa, comunicada por un corredor cubierto, sensatadefensa en caso de incendio en una ciudad construida casi toda en madera. Isaiah ya habíarenunciado a encontrar un ayuda de cámara que valiera su precio, e incluso su secretario, Salter,se había ido a forjarse una «propiedad» en el monte.

    Era injusto burlarse siendo él el heredero de una propiedad en Inglaterra, pero sabía quemuchos de esos esperanzados constructores de imperio fracasaban y luego le echaban la culpa alos indios.

    Su mente volvió a la bella Brideswell, la laberíntica casa señorial de piedra de cuatro siglos deantigüedad en algunas partes, sita en medio de los ondulantes campos de Lincolnshire. Estaba

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    cerca del pueblo Monkton St. Brides, donde las casas y casitas de campo se arrimaban unas a otrasy las calles tomaban la dirección que se les antojaba. Ningún lugar podía ser menos parecido alcuadrado y nuevo York de calles rectas, y hacía muchísimo tiempo que estaba lejos de su hogar.

    Se detuvo en el silencioso vestíbulo, sin aliento al pensar que era posible que no volviera a verBrideswell nunca más. Llevaba cuatro años lejos y la había echado de menos con frecuencia, peronunca, jamás, ni siquiera cuando estaba combatiendo a los invasores estadounidenses, se habíaimaginado que no volvería.

    ¿Sería eso una premonición?

    Se dio una sacudida para expulsar esa idea y se sentó a quitarse las botas con el sacabotas.Después cogió la vela que lo esperaba, brillando sin parpadear dentro de una linterna a prueba detormentas. Eso era obra de Jane. Fueran cuales fueran sus rarezas, era una excelente ama de casa.Durante ese año, la residencia de soltero había adquirido ciertas elegancias: flores frescas detemporada, pétalos de rosa secos en tarros, y un cambio en la cera que se usaba para abrillantar elsuelo de madera. Sentía los olores al subir la escalera, sutiles, pero evocadores de una primaverainglesa.

    Volvió la atención a las cosas que debía hacer. Un testamento. Y escribir una carta a Isaiah y asus padres.

    Buen Dios.

    Se abrió la puerta más cercana.

    Ahí estaba Jane Otterburn, con un gorro de dormir atado bajo el mentón y una bata verde largaque sólo dejaba ver los volantes con puntilla del cuello alto y los puños del camisón blanco.

    ¿Cómo podía verse tan «desvestida»?

    —¿Sí? ¿Pasa algo? —preguntó, y detectó irritación en su voz.

    Ay, Dios, ¿lo habría notado ella?

    Ella se veía tan incómoda como se sentía él.

    —Isaiah no se encuentra bien —dijo, en un susurro—. Le ha venido otro ataque de la fiebreintermitente, pero se negó a llamar al doctor Baldwin. —Se mordió el labio—. Perdona, no habíaninguna necesidad de interceptarte aquí. Lo siento.

    Él se obligó a recordar que ella sólo tenía dieciocho años.

    —Si por la mañana no está mejor, nos ocuparemos de eso —dijo.

    Si estoy vivo, añadió para sus adentros.—Sí, claro. ¿Has pasado una noche agradable?

    ¿Qué podía decir?

    —Tolerable. Buenas noches, Jane.

    —Buenas noches, Simon.

    El continuó su camino, pasó silencioso junto a la puerta de Isaiah hasta llegar a su habitación enla parte de atrás de la casa. La cama estaba situada en un esconce, oculta por cortinas durante eldía, lo que daba a la estancia la apariencia de sala de estar. A veces recibía a amigos ahí, aunqueprincipalmente usaba la sala de estar de abajo. A Isaiah le gustaba la compañía de gente joven.

    Miró hacia el hogar con el agradable fuego y el jarro con agua cerca, tapado, para conservarlatibia. Le resultaba raro pensar que esa podría ser la última noche que dormiría ahí, la última nocheque se lavaría la cara y los dientes.

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    Se dio una sacudida.

    Se sirvió una copa de coñac y bebió la mitad. Después fue a sentarse a su escritorio a escribir eltestamento. No era mucho lo que tenía que escribir porque aunque era el heredero de Brideswell,

    en el momento sólo poseía sus pertenencias personales y la módica suma de dinero que lequedaba de lo que le diera su padre.

    La carta a Isaiah era más difícil, porque tarde o temprano se enteraría de la causa del duelo y sesentiría responsable. No vio manera de evitar eso, así que le escribió una afectuosa y agradecidadespedida, recalcando que se había decidido por el duelo con el fin de exponer el pútrido asuntode la corrupción que había allí.

    Entonces llegó a la tarea más dolorosa, la carta a sus padres, y estuvo un buen rato sin poderdecidirse a escribirla.

    Ellos habían hecho todo lo posible por mantenerlo a salvo, por impedirle que se arriesgara. Esa

    era la costumbre en Brideswell. Los Saint Bride de Brideswell eran gente casera, apegados alhogar. Servían a su país, pero de maneras discretas, desde Lincolnshire. Generación trasgeneración la familia había prosperado ahí, con familias numerosas y sanas, pero como en unacolmena.

    Él había deseado seguir a sus amigos Hal Beaumont, Con Somerford y Roger Merrihew acombatir contra Napoleón, pero a su madre le vinieron los ataques y su padre le habló de susresponsabilidades como el hijo mayor. Como si no existieran sus hermanos menores, Rupert yBenji.

    Finalmente, le permitieron aceptar el puesto de secretario de lord Shepstone, que iba a viajar aCanadá a hacer indagaciones acerca de la discordia con Estados Unidos. El viaje por mar sería algo

    arriesgado, pero ni siquiera se imaginó que estallaría ahí una guerra.Pero cuando invadieron los estadounidenses, el deber le exigió combatir, y pese a los

    inevitables horrores de la guerra, lo disfrutó, y cuando por fin expulsaron a los invasores, loindignó el trato que se daba a los indios aliados de Gran Bretaña. Entonces se quedó para lucharnuevas batallas.

    Cayendo en la cuenta de que estaba inventando excusas para sus padres, mojó la pluma. Auncuando se imaginaba muy bien su sufrimiento y las lágrimas si moría al día siguiente, seguro queleer algo de él sería un consuelo.

    Al final la carta fue breve. ¿Qué podía decir que sirviera? Simplemente les dijo lo mucho que losquería y lo mucho que agradecía su orientación y cariño. La terminó diciendo:

    Todo lo bueno que hay en mí lo tengo de vosotros, mis amadísimos padres. Y

    cualquier locura o estupidez se puede atribuir indudablemente al pelo del Negro

     Ademar.

    Le pareció que referirse a la broma familiar no daba la nota apropiada, pero ¿qué nota podríaser apropiada en esa detestable carta? Además, era cierto.

    La mayoría de los Saint Bride de Brideswell no encontraban ningún placer en la aventura, perobastante atrás en el árbol genealógico familiar acechaba Ademar de Braque.

    Ademar fue un hijo menor de un caballero pobre del siglo XIII que se labró fama y fortunamediante la violencia, en una cruzada, en el campo de batalla y especialmente en torneos. Sin

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    duda se merecía que lo llamaran Negro Ademar por muchos motivos viles, pero se decía que suotro sobrenombre, Diablo, venía de Cabeza del Diablo, porque tenía el pelo negro con vetasrojizas.

    El mismo pelo del diablo que veía él cuando se miraba en el espejo.Ese pelo era un atributo que acechaba generación tras generación y, cuando aparecía, los

    padres comprendían que tenían un cuco en el nido, un Saint Bride que, en el mejor de los casos,desearía recorrer mundo, y, en el peor, sería un fiero exaltado hecho para la guerra. Sus pobrespadres tuvieron dos. Cuando nació la nenita con ese pelo, miraron osadamente al destino y lepusieron Ademara. Mara aún no se había vuelto desmadrada, pero claro, sólo tenía dieciochoaños.

    Dejó la broma en la carta, la firmó, la dobló y la selló. Cuando dejó las tres cartas bien a la vistasobre el escritorio cayó en la cuenta de que tenía que ocuparse de una cosa más: las pruebas quehabía reunido ahí.

    No todo era irreemplazable; las pruebas de los sufrimientos de los indios, de las promesas nocumplidas, de los engaños y timos y de los enormes terrenos comprados por una miseria, todo esoera muy fácil descubrirlo. Otras personas, en especial los cuáqueros, estaban trabajando muchopara remediar las cosas.

    De todos modos, también tenía pruebas de supercherías e incluso delitos cometidos porMcArthur y sus cómplices. Algunos documentos eran testimonios firmados por personas que yahabían muerto sospechosamente. Otros, eran copias de mensajes crípticos que era necesarioexaminar tal y como estaban. Ya estaba seguro de que las alusiones a «coin» [moneda, dinero] y«land» [tierra, terreno] eran en realidad códigos para referirse a personas de la administración de

    los militares, pero no lograba descifrarlos.Si moría, esos papeles tenían que llegar a Inglaterra, pero ¿de quién podía fiarse? Isaiah estaba

    enfermo. Los amigos que había hecho podrían haberse dividido en facciones o incluso estartrabajando en colaboración con McArthur. El subgobernador Gore, el administrador jefe, era unhombre honrado, pero incluso él podría caer en la tentación de ocultar los problemas.

    Pensó en Jane, pero eso sería una carga demasiado pesada para una chica tan ingenua. Al finalrompió el sello de la carta para Isaiah y añadió unas palabras pidiéndole que se encargara de lascosas. Aunque estuviera enfermo, sabría qué hacer.

    Entonces sacó sus pistolas para limpiarlas y revisarlas. No eran pistolas para duelo, pero eranexcelentes. Esperaba poder usarlas, pero si McArthur tenía un par igual, elegirían echándolo a cara

    o cruz.Después se sirvió otro poco de coñac y se sentó junto al fuego ya moribundo, con la intención

    de reflexionar sobre pensamientos profundos. No le resultó, así que se acostó.

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    CCCAAAPPPÍ Í Í TTTUUULLLOOO 000222 

    ¿Por qué diablos la gente se bate a duelo al alba? Con abrigo, sombrero y guantes, Simonestaba paseándose para mantener cierto calor. Miró hacia los nubarrones que parecían quererdoblegar al sol naciente, pensando si una lluvia o aguanieve cancelarían del todo el asunto. Nadiese puede arriesgar a que se moje la pólvora.

    No cantaba ningún pájaro; ni siquiera ladraba un perro. El único sonido era el constante yapagado gemido de la selva. Normalmente él ya no lo oía, pero recordaba lo mucho que loimpresionaba cuando llegó. Los blancos lo consideraban de mal augurio, pero para los indios era lamúsica de su terruño.

    Los duelos se realizaban a una hora tan temprana para evitar a las autoridades, supuso, aunqueeso no tenía ningún sentido ahí, donde los abogados y oficiales militares eran propensos a batirse

    a duelo como cualquiera.No era de extrañar que a McArthur se le hubiera ocurrido esa manera para librarse de él: un

    miembro de la aristocracia muerto en un duelo por causa de una mujer; lamentable, pero nomonstruoso. Lo satisfacía saber que, ocurriera lo que ocurriera, un duelo por causa de estafa omalversación de fondos nunca se consideraría trivial.

    Y esperaba que McArthur estuviera mortificado por eso.

    Miró hacia su contrincante, que también se estaba paseando, y no logró discernir nada en suexpresión; el hombre era bastante valiente y osado, tenía que concedérselo. Pero era un villano;su codicia lo había llevado a cometer fraudes, robos y, aunque eso él no podía probarlo, asesinato.

    Delahaye y Norton estaban resolviendo concienzudamente los últimos detalles. A una ciertadistancia estaba Playter, el cirujano del ejército, con la espalda encorvada y una expresióndesaprobadora en la cara, con el sombrero de ala ancha calado hasta las cejas y el cuello cubiertopor una bufanda de lana rodeándoselo en dos vueltas. Cuando llegó los saludó a todos con un seco«¡Condenada locura!» y se alejó un poco llevando su ominoso maletín oscuro.

    Los padrinos dieron los pasos para marcar la distancia y señalaron las líneas de fuego con cortostrozos de cuerda. Vamos, vamos, acabemos esto de una vez, pensó Simon, vivir o morir. Pero eraimportante observar las normas, proceder correctamente, si no, podían colgar a alguien porasesinato, y eso no excluía a los padrinos.

    Norton y Delahaye se reunieron a un lado a examinar y cargar las pistolas. Finalmente habían

    acordado que se usara un par de pistolas de duelo que pidieron prestadas a otra persona. Asíninguno de los dos tendría una ventaja y, teóricamente, estas eran más certeras, aunque las armassiempre son imprevisibles. Norton estaba cargando la suya; esperaba que fuera esmerado.

    Deseando calmarse, se giró a mirar las distantes aguas grises del lago Ontario. No le sirvió denada. El lago era tan inmenso que igual podía ser el mar, e incluso tenía su propia armada. Pero noera el mar. De pronto adquirió importancia para él el hecho de que podría morir muy lejos del Mardel Norte, que veía desde la ventana de su dormitorio en Brideswell, el mar donde había pasadoidílicos veranos saliendo en barca. Ese mar olía a sal, mientras que el lago de agua dulce no.

    Durante la guerra, atrapado por la urgente finalidad, no le había importado dónde ni cómomoriría, pero la idea de morir en ese duelo ya comenzaba a angustiarlo.

    Vamos, vamos, acabemos con esto de una vez por todas.

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    Oyó el sonido de pasos acercándose y se giró. Era Norton, con la pistola en su mano. El corazóncomenzó a retumbarle, igual que siempre antes de un ataque o batalla, así que mientras sequitaba los guantes y el abrigo, hizo unas cuantas respiraciones para calmarse, tal como había

    aprendido.Los fuertes latidos de su corazón no se debían al miedo, pero su intensidad podría hacerle

    temblar las manos.

    Pasándole las prendas de ropa a Norton, cogió la pistola. Volvió la serenidad. Caminó hacia ellugar que le correspondía, concentrándose en la justicia de su causa y en la absoluta necesidad devolver sano y salvo a su familia.

    ¿McArthur dispararía a matar?

    Casi seguro.

    Eso significaba que él debía hacerlo.

    Pero sabía que no podría. Apuntaría hacia arriba, con la esperanza de rozarle un hombro yponer así fin al duelo.

    Se colocó de costado, presentando el objetivo más estrecho, musitando para su coleto:«Ademar, ayúdame». Esa era una costumbre que había adquirido durante la guerra, y, comosiempre, le produjo la fría objetividad que necesitaba.

    Delahaye iba a marcar el tiempo, contando hasta tres y luego dejaría caer un pañuelo. De esamanera los duelistas tendrían que mirarlo a él, no concentrarse en apuntar.

    Uno.

    Simon amartilló la pistola y la levantó. Dos.

    Apuntó con mano firme a la parte superior del cuerpo de McArthur.—Tres.

    Miró a Delahaye para ver caer el pañuelo.

    —¡Paren! ¡Eh, paren!

    McArthur disparó.

    Al mismo tiempo Simon se giró hacia la voz, y sintió pasar la bala silbando por su lado.

    Con el aire todavía agitado por el ruido del disparo, y el humo todavía saliendo del cañón de lapistola de McArthur, todos se volvieron con sorpresa y furia a mirar a Jane Otterburn, que veníacorriendo por el escarchado campo, con las faldas recogidas hasta las rodillas y el pelo suelto

    volando detrás.Simon sintió la tentación de dispararle, por pura furia.

    —Jane, vete a casa.

    —¡No! El tío Isaiah... —se interrumpió para recuperar el aliento—. Un accidente. Se estámuriendo, Simon. Te necesita.

    Llevaba sus habituales vestido y capa oscuros, pero su pelo suelto y alborotado le caía hasta lacintura, impresionante por su magnífica abundancia.

    Ella hizo otras cuantas inspiraciones, en resuellos.

    —Vamos, ¡mañana ya se podrán matar, señores!

    Pasado un momento de aturdimiento, Simon le entregó la pistola a Norton y echó a caminar.

    —Buen Dios —protestó McArthur—, no te vas a escapar de esta así, cobarde. Te haré azotar.

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    Simon se giró a mirarlo.

    —Mañana me enfrentaré a ti, McArthur, y mañana te mataré. Con placer. Ahora debo ir aasistir a mi amigo.

    Echó a correr hacia su caballo. Entonces recordó a Jane, sólo por los resuellos que oía tras él, yaminoró el paso.

    —¿Qué ha pasado?

    Ella seguía resollando, apretándose el costado con una mano. —Se le ha disparado la pistola. Seenteró del duelo y quería venir a batirse en tu lugar. La pistola. Algo fue mal.

    —Viejo tonto —musitó Simon, aunque deseó gritarlo. ¡Infierno y condenación!

    Con dificultad logró distinguir su caballo de entre los otros, porque las lágrimas le empañabanlos ojos. No era posible que Isaiah se estuviera muriendo. Se giró a mirar a Jane furioso, odiándolapor ser la portadora de la mala noticia, pero no podía dejarla abandonada ahí.

    —¿Podrás montar a la grupa?

    Ella miró el caballo.

    —Nunca he montado —dijo, pero al instante añadió, con voz firme—: Sí, por supuesto.

    Él montó y luego la ayudó a subir detrás; con dificultad, ella se dio el impulso y pasó la pierna alotro lado, quedando a horcajadas, al parecer sin importarle enseñar las piernas hasta las rodillas.Pero claro, tampoco le había importado eso cuando iba corriendo por el campo para impedir elduelo.

    ¿Qué le había ocurrido a esa callada y sosegada monja?

    La sintió vacilar antes de rodearlo con los brazos, pero una vez que lo hizo, lo ciñó con fuerza.

    Cuando ella ya estuvo segura, él puso el caballo al trote a toda velocidad, hacia la ciudad. Sólotardarían unos minutos, pero ¿ella había hecho todo el camino corriendo, con las faldaslevantadas y el pelo suelto?

    ¿Y por qué ella? ¿Por qué fue ella la que le llevó la noticia?

    Se sentía como si hubieran sacudido todo su mundo y lo hubieran dejado hecho pedacitos.¿Había acabado el duelo? ¿Le habían disparado y estaba alucinando? Pero todo, el aire frío ycortante, el ruido de los cascos del caballo, los brazos que lo ceñían, era absolutamente real.

    Detuvo el caballo delante de la casa Trewitt, se apeó de un salto, ayudó a bajar a Jane y,dejando el caballo abandonado a la muchedumbre que se estaba reuniendo, entró corriendo en la

    casa. Sólo cuando ya había entrado cayó en la cuenta de que la llevaba cogida de la mano.Se la soltó.

    Había gente dentro de la casa también, tal vez personas que pensaron que tenían un pretextopara observar el drama de cerca, así que tuvo que abrirse paso. Todos se apartaron al reconocerlo,dejándole despejado el camino, y no tardó en encontrarse en el despacho de Isaiah. Olía a sangre.

    Su amigo estaba tendido en el suelo, tal vez en el mismo lugar donde lo encontraron, con lacabeza apoyada en una almohada, su huesudo cuerpo cubierto por una manta manchada desangre. La mancha dejaba claro que la herida estaba en la parte inferior del tórax, y eso echabapor tierra toda esperanza; nadie sobrevivía a una herida en el vientre.

    El doctor Baldwin, amigo y vecino de Isaiah, estaba arrodillado a su lado. Antes que pudiera

    hacerle la desesperanzada pregunta, el médico lo miró y negó con la cabeza. Fue a arrodillarse alotro lado. Isaiah estaba consciente, pero tenía los ojos empañados, la mirada desenfocada.

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    —Le he dado opio —dijo Baldwin en voz baja—. Es lo único que podía hacer. Ha perdido muchasangre y eso acabará pronto con él, y mejor así.

    Simon sabía acerca de heridas en el vientre, sabía que podían tardar días en llevar a una muerte

    atroz por la infección. Cogió la enorme mano de su amigo; la mano de un marino carpintero, de uncazador trampero, de un aventurero, una mano que no se había ablandado ni suavizado despuésde trabajar diez años como comerciante.

    —Estoy muy enojado contigo —dijo.

    —Yo estoy enojado contigo. Era mi lucha. Y ahora voy a morir —añadió, sin aparentepreocupación; el opio era una bendición. Entonces frunció el ceño—. Necesito ocuparme de Jane.

    Simon le apretó la mano.

    —Yo lo haré por ti. No te preocupes.

    —¿Te casarás con ella?

    A Simon dejó de funcionarle la mente.

    —¡No! —exclamó Jane, que estaba arrodillada al lado del médico—. Tío Isaiah...

    —No tiene a nadie —continuó Isaiah, sin dejar de mirar a Simon, y era evidente que le costabaun gran esfuerzo mantener abiertos los ojos—. Y este problema... no va a acabar fácilmente,Simon.

    Eso era chantaje puro. Isaiah Trewitt siempre había ido en pos de lo que deseaba, usando todaslas armas, legales e ilegales, y un desvío hacia una muerte velada por el opio no había cambiadoeso. Simon sabía que si discutía y retrasaba su respuesta, él podría morir antes que le hiciera lapromesa, pero ¿qué tipo de gratitud era esa para un hombre cuya orientación y consejos

    posiblemente le habían salvado la vida muchas veces?—Por supuesto —dijo, y añadió para los oyentes —: En todo caso, con Jane teníamos la

    intención de pedirte tu bendición.

    La miró a ella, ordenándole que no discutiera. Ella lo miró con los ojos agrandados yoscurecidos por la conmoción, pero en seguida bajó la cabeza y miró a su tío. Le bajaron lágrimaspor las mejillas, dejándole manchas oscuras en el corpiño del vestido gris. Su pelo suelto laenvolvía, y no se había quitado la capa azul oscuro.

    Parecía una Madonna afligida.

    Tal vez pintada por Rafael.

    —Ahora.Esa palabra lo sacó de sus enredados pensamientos; miró a Isaiah a los ojos, y vio queintentaban dirigirle una feroz mirada, pero sólo se veían lastimosos.

    —Ahora, Simon. Quiero... quiero ser testigo. —Sus párpados derrotaron a su voluntad y secerraron, pero volvió a susurrar—: Ahora.

    Simon se incorporó y le hizo un gesto a Baldwin indicándole que quería hablar con él a solas.Las personas reunidas ahí se apartaron cortésmente para dejarlos pasar, aunque él estaba segurode que habían agudizado los oídos. Alguien le puso una taza de té caliente en la mano, y él loagradeció profundamente, sobre todo al probarlo y ver que le habían puesto azúcar y coñac.

    —¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó.

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    —Es difícil saberlo. Aun con toda la sangre que ha perdido, la fuerza de voluntad es capaz demantener vivo a un hombre durante una asombrosa cantidad de tiempo. ¿Has matado aMcArthur?

    —Ella interrumpió el duelo —contestó Simon, mirando hacia Jane, que seguía arrodillada—.¿Por qué la enviasteis a ella?

    —Buen Dios, nadie la envió, lógicamente, pero los hombres vacilaban en tomar una decisión.No se debe interrumpir un asunto de honor. Él habría muerto antes que tú llegaras aquí. Ese tipode cosas. Ella simplemente salió y se fue allí, por su cuenta.

    Jane siempre se retiraba a un segundo plano, pero ¿qué tipo de mujer era en realidad? Él nuncase había tomado el trabajo de pensarlo mucho, pero ¿la iba a convertir en su esposa? Su esposatendría que ir a vivir a Brideswell. Dios lo amparara.

    Las palabras de McArthur le subieron a la garganta como vómito. ¿Qué sabían ellos realmente

    acerca de Jane Otterburn? ¿Qué sabía Isaiah, incluso? Isaiah se marchó de Inglaterra a los dieciséisaños y sólo había vuelto una vez, cuando Jane era un bebé. Todo el resto lo sabía por cartas.

    Expulsó esos pensamientos venenosos. Ahí Jane no había sido otra cosa que industriosa yvirtuosa, e Isaiah tenía razón al decir que estaba sola en el mundo. Su padre había muerto añosatrás y su madre el año anterior. Si tenía algún pariente próximo por parte de padre o de madre, élno lo sabía. Con sólo dieciocho años estaba sola en un mundo fronterizo todavía nuevo para ella.

    Pero él no amaba a Jane Otterburn.

    Vaya momento para darse cuenta que tenía una idea romántica del matrimonio; que habíaestado esperando una especie de atracción ciega por una mujer especial, esperando el deliranteamor de los poetas.

    ¿Jane sería capaz de encajar en su mundo? No pertenecía a su mundo, eso estaba claro.

    Los padres de Isaiah habían progresado de labradores a tenderos. Habían dado oficios a sushijos: un carpintero, un carnicero y una modista. Martha, la hermana modista, dio un salto en laescala social al casarse con un maestro de escuela, Otterburn, y su hija se crió como una dama,pero al enviudar tuvo que llevar una mercería para mantener a su familia.

    Se iba a casar con la hija de una tendera.

    Volvió a mirar al hombre moribundo y vio unas rajitas de ojos vidriosos; Isaiah iba a hacer todolo posible por hacer valer su voluntad. Haciendo un encogimiento de hombros en su interior, serindió. Al menos eso lo salvaría del desfile de damitas convenientes que al parecer estaban

    esperando que él volviera. Su madre le escribía acerca de una nueva en cada carta.

    Seguro que recuerdas a Alicia Pugh-Mattingly, cariño. Se ha convertido en una chica

    muy guapa, y es de un natural dulcísimo. Toca bellamente el arpa. Y cuenta con su dote

    de veinte mil libras también. Si vuelves a casa pronto...

    ¿Qué diría su madre de Jane Otterburn, pobre y puritana? Miró alrededor y se dirigió al primeroque reconoció.

    —¿Me harías el inmenso favor de ir a buscar al reverendo Strachan, Mason?

    El rollizo hombre asintió y salió a toda prisa. En ese momento entró Norton y se le acercó.—¿Cómo están las cosas? —le preguntó.

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    —McArthur comenzó a echar bravatas, pero sus amigos lo convencieron de actuar como uncaballero. Va a querer un nuevo encuentro.

    —Lo tendrá. Tú has llegado a tiempo para mi boda. ¿Boda?

    Por el bien de Jane no podía expresar sus dudas a nadie.

    —Con la señorita Otterburn teníamos pensado casarnos, y Trewitt desea estar presente cuandolo hagamos, antes de morir. Será un poco irregular, pero las cosas suelen serlo aquí.

    Norton frunció el entrecejo. ¿Acaso también pensaba que Jane no emparejaba bien con él?Provenía de una rama menor de la aristocrática familia Peel, y su hermano había sido compañerode él en Harrow.

    Se bebió el té con coñac, intentando ordenar las cosas en su cabeza, tomar decisiones, hacerplanes. Era como tratar de coger agua. Miró a Jane y volvió a sorprenderse por la pasmosa bellezade su pelo color oro rojo. Entonces se dio cuenta de que acababa de deshacerse la trenza.

    Siendo la única otra persona que estaba en la casa debió ser ella la que oyó el disparo, tal vezcuando se estaba deshaciendo la trenza que se hacía para dormir. Debió ser ella la que encontró aIsaiah, pobre chica. De hecho, debería estar acostada, atendida por una mujer y bebiendo algunainfusión calmante.

    Como si hubiera sentido su mirada, ella lo miró, con los ojos brillantes por las lágrimas. Laspecas se destacaban en sus mejillas normalmente pálidas debido a que su piel era tan blancacomo los volantes de lino del cuello de su vestido.

    Tomaron el mando sus instintos protectores. Y en realidad no tenían otra opción. Si no secasaban en ese momento, se consideraría un rechazo y, por lo tanto, confirmaría las maliciosasinsinuaciones de McArthur. Y a eso se sumaba su impulsiva mentira acerca de un compromiso

    anterior; la había dicho con buena intención, pero lo dejaba sin escapatoria.

    Si debía hacerse, debía hacerse bien. Caminó hasta ella.

    —Tenemos que hablar, cariño.

    La ayudó a ponerse de pie y la llevó fuera de la sala. Nuevamente todos se apartaron paradejarles paso, pero con avidez, como si quisieran chupar todos los detalles. Ese era otro problema.York era tan terrible en cuanto a chismes como cualquier ciudad inglesa pequeña; peor, enrealidad. El aislamiento lo magnificaba todo, y los chismes engrosados viajaban con suma rapidez.

    La ciudad tenía menos de treinta años, así que todos tenían parientes en otra parte. Muchos,militares y civiles por igual, habían llegado hacía poco tiempo de Gran Bretaña. Las cartas a casa

    podían tardar meses, pero salían cada semana. Cuando él llegara a Inglaterra con su esposa, todolo ocurrido ahí ese día estaría allá para recibirlos.

    La llevó a la sala de estar, situada en la parte de atrás de la casa, y ya en el instante de entrar sequedó paralizado por los conocidos olores a rapé, tabaco y cuero. En esa cómoda y acogedora salaIsaiah disfrutaba atendiendo a sus amigos, bebiendo clarete, oporto y coñac, jugando a las cartas,al backgammon y a veces, a su juego favorito, el dominó.

    Él había ido ahí a hablar con ella de la situación en que se encontraban, pero de pronto los dosavanzaron y se abrazaron, consolándose mutuamente en silencio. Sintió los sedosos cabellos deella en las manos, y notó que olía a sangre y a hierbas. Debía poner hierbas en su jabón o cremas,como también en los tarros de pétalos secos y en la cera. ¿Cómo encajaba eso con su ropa tan

    sobria y sus modales reservados? El matrimonio le daría las respuestas, y él no ponía ningunaobjeción a tener una casa y una esposa que olieran bien.

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    Y tampoco a que fuera blanda, cálida y suavemente curvilínea. Aumentó un poco la presión desus brazos.

    Ella se tensó y se apartó.

    —Simon, no podemos hacer esto.

    —No veo otra opción.

    —El tío Isaiah no puede durar mucho más... —Se cubrió la boca con una mano—. No era miintención decirlo así. Pero no es justo atraparte en esto.

    —A mí no me importa. —Buen Dios, qué mal había quedado eso. Buscó palabras mejores—. Yaes hora de que me case, Jane. Tengo veinticinco años y mi madre me da la lata en cada carta.

    —Claro que desea que te cases, pero que te cases con una mujer conveniente. No... —hizo unainspiración, tal vez para serenarse y continuar—: No con una chica que ha trabajado en unatienda.

    —Eso no...

    —Pues sí, exactamente eso. Mi madre tenía una tienda y yo la ayudaba ahí.

    Él no sabía que ella había trabajado realmente en la tienda. Intentó convencerse de que sólo leimportaba porque le importaría a su familia y a su círculo social, pero comprendió que a éltambién lo preocupaba.

    —Tu padre era de buena familia.

    —Aristocracia rural escocesa de muy poca importancia, y con muy poco dinero. Y los Trewitteran labradores antes de convertirse en tenderos.

    Le arrojaba todas esas cosas como misiles para ahuyentarlo, y podrían haber dado resultado si

    hubieran tenido alguna otra opción. Córcholis, a su madre le daría un ataque.—Isaiah no se avergüenza de su familia ni de su pasado. Lo enorgullece lo que ha hecho de sí

    mismo, y también deberías enorgullecerte tú.

    Ella lo miró fijamente.

    —¿Hecho? ¿Qué quieres decir? Yo no he hecho nada de mí misma.

    Estaba alterada, afligida, y eso no era de extrañar. Él era un idiota por intentar tener con ellauna conversación racional, pero claro, él también estaba afligido. O aturdido. Sí, eso era. Alparecer se había erigido un muro entre él y la realidad, pero el muro era de arena, y ya se habíadesmoronado con la presión de su aflicción.

    —A menos que estés dispuesta a negarte a cumplir la petición de Isaiah, debemos casarnos. Teprometo que seré un buen marido, y no me cabe duda de que tú serás una buena esposa.

    Ella lo miró, con esos ojos azules grandes y serios.

    —¿Qué significa eso? Bueno, buena.

    ¿Por qué diablos le pedía que definiera una palabra?

    —Seré amable, fiable y fiel. Tú puedes definir tu bondad como quieras.

    Ella se encogió ante su tono duro.

    —Lo siento. Tú ya eres amable, fiable y fiel. Fiel al tío Isaiah. Pero ¿de veras vale la pena que teates de esta manera para satisfacer su capricho antes que muera?

    Buena pregunta, pero lo dijo en serio al contestar:

    —Sí.

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    —¿Y si ya ha muerto?

    —Sí de todos modos. —Para persuadirla, tendría que mancharla con la verdad—. Tal vez nosabes por qué me iba a batir en duelo.

    Ella pareció recelosa. Curiosamente, él vio en ella los instintos de un animalito salvaje,temeroso de los predadores. Eso tenía que ser producto de su alborotada imaginación.

    —Al final el duelo fue por el mal uso que McArthur hace de los fondos destinados a los indios.Pero la causa inicial fueron unos comentarios que él hizo insinuando que tú no eres lo quepareces.

    Ella se puso mortalmente pálida.

    —Que tú eres —se apresuró a continuar él—, lo siento, la querida de Isaiah. Que vivís juntosaquí en esa relación.

    Un rojo subido reemplazó la palidez.

    —¿Qué? ¡El muy cerdo!

    —Exactamente. Pero... —no se le ocurrió cómo decir el resto—. Él no es el único que tiene susdudas. Creo que nadie piensa lo peor, pero la gente se pregunta por qué actúas como actúas. Sepreguntan por qué has rechazado todas las invitaciones...

    —¡Estaba de luto!

    —Incluso una dama de luto puede asistir a un concierto o salir en una excursión en barca. Sobretodo después de nueve meses de la muerte del pariente.

    —¿Y si sencillamente yo no quería? Hay alguna norma aquí sobre eso, ¿verdad?

    Él había atacado y ella contraatacado.

    —La gente simplemente se hace preguntas —dijo, con toda la calma que pudo—. Y algunaspersonas siempre pasan de preguntarse a buscar alguna explicación escandalosa. Tienes que saberque aquí hay escasez de mujeres solteras sanas, y, aun así, tú no has hecho el menor caso de lospretendientes. ¿Por qué?

    —¿Debo contestar a eso? —preguntó ella, con el tono y la apariencia de una prisionera en elbanquillo de los acusados.

    Él se pasó la mano por la cara.

    —No. Perdona. Esa ha sido una pregunta improcedente. Simplemente quiero decir que estaríasen mejor situación si hubieras coqueteado con muchos hombres.

    Ella se mordió el labio y se frotó las manos, nerviosa.—Podría marcharme. Irme a otra parte.

    —Adonde, ¿joven y sin un penique? —No tenían tiempo para eso—. Venga, debemos haceresto. Después podemos hablar del futuro.

    Ella no le cogió la mano que le tendía.

    —No estaré sin un penique. El tío Isaiah me hizo su heredera. Ah, claro, eso era lo lógico. ¿Seríadinero suficiente para hacerla independiente? En ese caso, tal vez no debería obligarla a aceptarese matrimonio. Ni siquiera el deseo de un amigo moribundo debería tener ese poder, ¿verdad?

    —¿Sabes cuánto? —le preguntó francamente.

    Un cambio en su expresión le indicó su renuencia a contestar la pregunta.

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    —Lo suficiente para salir adelante. Y puedo trabajar. Como modista. O abrir una tienda.Conozco ese negocio.

    —¿Y yo soy una píldora tan amarga que no la puedes tragar?

    Ella lo miró horrorizada.

    —Noo. ¡Oh, no! Pero no sé qué debo hacer, qué será lo mejor. Volvió a cubrirse la boca, con lasdos manos. El se las bajó y las retuvo.

    —El matrimonio será lo mejor. Piensa en la reputación de Isaiah. Al igual que la tuya, siempreestará bajo sospecha, a no ser que nos casemos.

    A ella se le fue el cuerpo y él volvió a cogerla en sus brazos. Jane apoyó la cara en su pecho;estaba toda fláccida, sólo sostenida por la fuerza de él. Simon no deseaba coaccionarla, perodebía.

    —Piénsalo, Jane. A menos que lo enderecemos todo ahora, quedarás en una situación

    lamentable. Dirán que yo me negué a casarme contigo porque las historias son ciertas. ¿Nonecesita incluso una tendera una buena reputación? Y, la verdad, aun eres demasiado joven parallevar un negocio.

    Un golpe en la puerta los interrumpió. Simon la soltó suavemente y fue a abrir.

    En la puerta estaba el reverendo Strachan. El macizo hombre de pelo moreno ya tenía puesta laestola y su libro de oraciones en la mano.

    —Si queréis cumplir los deseos de Trewitt mientras está vivo, Saint Bride, tiene que ser pronto.

    Simon se giró a mirar a Jane.

    —Esto está en tus manos, querida mía.

    La expresión de ella, con las mandíbulas apretadas, decía lo mucho que detestaba hacer eso,pero enderezó los hombros y salió con él de la sala.

    Isaiah seguía tendido en el suelo, como antes, pero estaba absolutamente pálido y tenía lasmejillas hundidas; era visible que se iba deslizando hacia la muerte. Baldwin levantó la cabeza y losmiró con un claro mensaje en los ojos.

    —Estamos listos —dijo Simon.

    Isaiah abrió un poco los ojos y podría decirse que se le llenaron de lágrimas de alegría. O dealivio. De qué, no importaba; era suficiente.

    El reverendo leyó el ritual de la ceremonia de bodas a toda velocidad, con un ojo puesto en el

    moribundo, así que ellos pasaron de un salto a las promesas, sin tener tiempo para pensarlo dosveces. Simon dijo su parte rápidamente. Jane comenzó más lenta, pero acabó a toda prisa en unresuello.

    Necesitaban un anillo. Simon se quitó el suyo de sello. A ella le quedó demasiado grande, perosirvió para la ceremonia.

    —Ahora os declaro marido y mujer.

    Ya estaba hecho, pensó Simon, sintiéndose como si un huracán se hubiera detenido de repente.

    Isaiah esbozó una tenue sonrisa, movió un poco la cabeza en forma de asentimiento y Simoncomprendió que había hecho lo correcto. Él y Jane fueron a arrodillarse junto a él, uno a cada lado.

    —Gracias. Sé bueno con ella —dijo Isaiah, cada palabra en un laborioso resuello—. Y tú, Jane,sé una buena esposa.

    No tuvo la fuerza para girar la cabeza hacia ella, pero Jane le cogió la mano y se la apretó.

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    —Haré todo lo que esté en mi poder para hacerlo feliz, tío. Todo.

    —Lo sé. Buena chica. Cuida de ella, Simon, cuida bien de ella. Un segundo después, IsaiahTrewitt estaba muerto.

    Simon se sintió casi como si todo el aire hubiera abandonado su cuerpo. Ese día había sido tanloco como una batalla. La batalla ya había acabado, dejando a su muerto y sus heridas, y el futuroque debían afrontar.

    ¿Sabría Isaiah que era posible que él no pudiera obedecer esa última orden? No podría cuidarde Jane si McArthur lo mataba, y no había nadie ahí del que se fiara lo bastante para encargarleque lo hiciera.

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    Baldwin cerró su maletín. Los amigos y vecinos comenzaron a salir de la casa, susurrandocondolencias. Simon y Jane firmaron el libro de registro que el reverendo Strachan había traídocon él. Baldwin y Norton firmaron como testigos de la boda. El matrimonio ya era decididamenteoficial. Jane volvió a arrodillarse junto a su tío. Simon vio cómo doblaba los dedos para impedirque se le cayera el anillo, y pensó dónde diablos se podía comprar un anillo de bodas en York.Necesitaba también otras cosas: un ataúd, preparar el entierro, los brazaletes de luto. ¿Cómo seorganizaban esas cosas ahí? Sentía la cabeza hueca. Sintió que alguien se aclaraba la garganta ycayó en la cuenta de que Baldwin seguía ahí.

    —Yo era el abogado de Trewitt —dijo el médico, haciendo recordar a Simon que ejercía ambasfunciones—. Su testamento debería estar en su escritorio, pero yo tengo una copia.

    —Tengo entendido que le dejó todo a Jane.—Aparte de unos pocos legados, sí. Pero la cantidad no asciende a mucho según los criterios

    Saint Bride.

    —No me casé con ella por su dinero —dijo Simon, y al ver que las mejillas del médico se teñíande rojo, se apresuró a añadir—: Perdone, sé que no pretendía insinuar eso.

    —Nadie podría sospechar que un Saint Bride fuera un cazadotes —dijo Baldwin—. Pero esnecesario ordenar sus asuntos. Resulta que usted es su ejecutor.

    Simon se tragó una maldición.

    —Puede rechazar esa responsabilidad.

    —Si lo que queda es propiedad de Jane tendré que ocuparme de eso. ¿Se puede hacer rápido?Tengo reservado un pasaje para fines de octubre.

    —Se trata principalmente de pagar sus deudas y ordenar sus asuntos de negocios. Haypersonas que...

    Simon había llegado al límite de su resistencia.

    —Todo eso puede esperar. Gracias por cuidar de él, Baldwin.

    Baldwin asintió y se marchó. Simon simplemente respiró e intentó pensar. Jane seguíaarrodillada junto al cadáver, y sus lágrimas caían y caían en el corpiño gris ya oscurecido por ellas.Nadie podía dudar de su aflicción. Había querido de verdad a Isaiah y había perdido muchísimo en

    su vida: a su padre, a su madre, a su prima, y ahora a su tío.No tenía a nadie fuera de él, y a él le correspondía cuidar de ella. Tenía la impresión de que

    debía cuidar de todo. ¿Por dónde comenzar? Oyó unos pasos y se giró, dispuesto a echar alintruso.

    En la puerta estaba un hombre de pelo castaño, en el que reconoció a John Ross, el director depompas fúnebres, que había llegado como un cuervo al festín. Era injusto pensar eso, perodetestaba que Ross supiera cómo se sentía. La maldita comprensión en sus ojos le resultabaintolerable.

    Como si respetara ese sentimiento, Ross inclinó la cabeza y miró al suelo.

    —La muerte del señor Trewitt es una pérdida para todos nosotros, señor. Será un honor paramí ocuparme de él.

    —Gracias. Yo no tengo idea...

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    —Puede dejarlo todo en mis manos, señor. Sólo tendríamos que acordar unos pequeñosdetalles.

    Abrió un libro de registro encuadernado en piel y le hizo unas preguntas, amablemente.

    Acordaron lo del ataúd y que el cadáver permanecería toda una noche en la casa.

    —¿En el comedor, señor?

    Esa era la costumbre, y que la ceremonia fúnebre tuviera lugar ahí antes de llevar el ataúd alcamposanto.

    —Algunas personas prefieren que se las entierre en su propiedad.

    —No. En el camposanto.

    A una parte de él le enfurecían esos detalles, pero otra comprendía que hablarlos erareconfortante. Ross cerró su libro.

    —Ahora, señor, ¿me permite que sugiera que la dama estaría mejor en otra parte durante unrato?

    Simon se acercó a Jane y la ayudó a incorporarse.

    —Vamos, el señor Ross ha venido a encargarse de tu tío.

    Ella miró al encargado de pompas fúnebres con el mismo resentimiento que había sentido él,pero, aun así, Simon la sacó del despacho. Su esposa. Confiada, apoyada en su fuerza.

    La cual le parecía casi inexistente.

    —¿Deseas que alguien te haga compañía? —le preguntó—. ¿Una de las criadas?

    Porque yo no tengo ni idea de qué hacer por ti, pensó para él.

    Ella negó con la cabeza, desconcertándolo. Entonces vio a la arrugada y bajita señora Gunn, conlas mejillas más hundidas aún por la aflicción, esperando en el corredor.

    —Será mejor que los dos vengan a la cocina a comer algo —dijo la cocinera—. Vamos.

    Obedecer una orden era un alivio, así que Simon llevó a Jane en esa dirección. No tenía apetito,pero no había comido nada antes del duelo e iba a ser un día largo. Y si el accidente de Isaiahocurrió cuando Jane se estaba vistiendo, ella tampoco habría desayunado.

    En el instante en que salieron de la casa y entraron en el corredor cubierto y abierto por loslados, se sintió mejor, tal vez simplemente debido al aire frío. Jane debió sentir lo mismo, porqueretiró el brazo del suyo.

    Cuando llegaron a la puerta de la cocina, se quitó el anillo y se lo pasó.

    —Deberías recuperar esto. No...

    —Lo perderé. Él lo cogió.

    —Te encontraré uno mejor —dijo, pasando por la puerta y llevándola.

    Sal e Izzy, de doce y trece años, las dos flacas como palillos, estaban sentadas a la mesacuadrada mirándolos con los ojos agrandados.

    —Sí —dijo la señora Gunn—, el amo ha muerto pero la vida continúa. Ahora tenemos quepreparar el desayuno y después tendremos muchísimo trabajo con los preparativos para laceremonia. —Miró a Simon y Jane—. Será mejor que haga venir a mis nietas. Hay que hacer lalimpieza y preparar los pasteles para el funeral.

    Jane se enderezó y cogió un delantal que colgaba de una percha en la pared.

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    —Por supuesto. Yo ayudaré también. Pero antes hay que darle de desayunar al señor SaintBride.

    Simon necesitaba comer, pero no logró soportar ese extraño ajetreo femenino. Retrocedió, con

    la intención de marcharse. —Tengo cosas que hacer. —No seas tonto —dijo Jane.Quitando el paño a una barra de pan, cortó dos rebanadas, les puso mantequilla, les añadió dos

    gruesas rodajas de queso, lo envolvió todo en un paño blanco y se lo puso en las manos.

    —Veo que voy a estar controlado.

    Ella se ruborizó, y no de placer.

    —Si eso significa que no voy a permitir que mi marido se muera de hambre, pues sí.

    Su mirada era franca y su tono enérgico. Nuevamente deseó preguntarle: «¿Quién eres, JaneOtterburn?». No, ahora era Jane Saint Bride.

    Al llegar a la puerta se detuvo a mirar atrás. Ella ya se había puesto el delantal y se estaba

    recogiendo el pelo en la nuca con algo parecido a un trozo de cuerda. Parecía una campesina, perotan saludable como el pan con queso.

    —Come algo tú —le ordenó y salió.

    Cuando ya estaba fuera pensó qué derecho tenía a decirle lo que debía hacer. Aunque extraño,era cierto, tenía todos los derechos imaginables simplemente debido a una precipitada ceremoniade bodas y algunas firmas.

    En lugar de tomar por el corredor de regreso a la casa de tablillas, atravesó el jardín, en buscade un momento de paz. Isaiah nunca fue un entusiasta del jardín y si Jane lo era, había hecho pocotrabajo ahí. A Saul Prithy le interesaban más las verduras, y no eran muchas las que quedaban en

    esa época del año. Muy pronto el invierno lo cubriría todo de nieve y hielo durante muchos meses.Ese año él ya se habría marchado. Si vivía.

    Tenía que vivir. Por el bien de Jane y por muchos otros motivos.

    Condenación. El día anterior a esa hora su único problema era qué llevar a Inglaterra. Ahoratenía que enterrar a un amigo muerto, apreciar y arropar a una esposa y batirse en duelo.

    Y encontrar un anillo de bodas.

    Se decidió por esa sencilla y solucionable tarea.

    Había dejado el abrigo en el campo de duelo, así que entró en la casa a buscar una chaquetamás abrigada, y ahí estaba su abrigo, bien doblado sobre una silla del vestíbulo. Norton debió

    traérselo. Entonces se fijó en el bocadillo envuelto que todavía llevaba en la mano, y el estómagole gruñó de hambre.

    Entró en la sala de estar y tomó un bocado. Encontraba casi cruel estar comiendo en unmomento como ese, pero sabía delicioso. Isaiah tenía decantadores de vino y de licores ahí, asíque se sirvió una copa del clarete favorito de su amigo y brindó por él.

    —Espero que el cielo sea un feliz campo de caza, Isaiah, con alegres acompañantes, ríos rápidosy nuevas tierras que explorar.

    —¿Molesto?

    Se giró hacia la voz, ruborizado por haber sido sorprendido hablando solo, y entonces exclamó:¿Hal?

    Porque el hombre alto y moreno que estaba en la puerta, con una manga vacía prendidapulcramente sobre el pecho de la chaqueta, era, increíblemente, el comandante Hal Beaumont.

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    —En carne y hueso, y colijo que he llegado en un momento interesante.

    Riendo, Simon le estrechó la mano.

    —Buen Dios, me he quedado sin habla. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué diablos haces de vuelta aquí?—Miró la copa que tenía en la otra mano—. ¿Un clarete?

    —¿Para desayunar? —dijo Hal riendo, y al instante se puso serio—. Me parece que deboexpresarte mis condolencias.

    Simon asintió.

    —Isaiah Trewitt. Un buen hombre, un buen amigo. No sé si lo conociste.

    —No, pero tú me has hablado de él. Lo llamabas Pícaro.

    —De buena gana —dijo Simon, sonriendo al recordar.

    Cuando eran escolares, él y Hal entraron a formar parte de un grupo que se hacía llamar laCompañía de los Pícaros. Eran los mejores amigos, ya todos dispersos. Algunos habían muerto enla última guerra: Roger Merrihew, Alian Ingram, Dare Debenham. La muerte de Dare era la másreciente, y una pérdida muy dolorosa, ya que era uno de sus más íntimos amigos.

    —Creo que aceptaré un clarete después de todo —dijo Hal. Una vez que Simon le pasó la copa,preguntó —: ¿Qué ha ocurrido?

    —Se le disparó una pistola, por accidente. Llevaba años aquejado de fiebres intermitentes.Supongo que le tembló la mano. —Hizo un gesto de impotencia—. El resto es más complicado.Pero, pardiez, Hal, sea cual sea el motivo que te ha traído aquí, me alegra. ¿Has comido? Aquíestamos todos confusos, liados, como te puedes imaginar.

    —Ya he desayunado. Tengo habitaciones en el Hotel Brown. Sólo llegué anoche, y me

    preparaba para venir a una hora decente cuando me enteré de la noticia. ¿En qué puedo ayudar?Esas sencillas palabras fueron un inmenso alivio.

    —Apuntálame. Escucha, deja que te ofrezca té. Yo debería beber algo que no sea vino, y no mecabe duda de que en la cocina se las pueden arreglar para eso.

    Ross había traído ayudantes, y en el vestíbulo estaba sentado un muchacho claramente a laespera de que lo enviaran a hacer recados. Con él envió el mensaje a la cocina, y después fueron asentarse junto al hogar.

    —¿Cómo es que estás aquí? ¿Qué noticias hay de allá? ¿Cuándo partiste? Me gira la cabeza.

    —Eso es lo que pasa cuando se toma vino para desayunar. Estoy aquí porque acepté

    acompañar a un cachorro Gresham a un puesto en Kingston.Nadie viajaba seis semanas o más por el océano por un motivo como ese.

    —¿Por qué?

    Hal curvó los labios, en un gesto más parecido a una mueca que a una sonrisa.

    —Me venía bien. También me venía bien ver en qué andas por aquí. Han pasado cuatro años,Simon.

    —El tiempo se desliza como el aceite. Pero podrías haberte ahorrado el viaje. Tengo reservadoel pasaje para volver. Si todo va bien. ¿Qué noticias hay? ¿Nació el hijo de Luce?

    —Un niño.

    —Y hubo muchísima celebración. ¿Y el de Francis?—Aún no había nacido cuando me marché. Simon...

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    —He estado pensando en lo raro que es que los Pícaros se casen, y ahora...

    —Simon.

    Simon guardó silencio y prestó atención. ¿Más tragedia?

    —Dare está vivo.

    Simon lo miró fijamente, con la mente repentinamente en blanco.

    —Es cierto —continuó Hal—, aunque todo va unido a una complicada historia. Resultó malherido en Waterloo y le dieron opio, demasiado y durante demasiado tiempo. Ahora es un esclavode la droga, pero está vivo.

    Simon se levantó, no pudo continuar sentado.

    —Alabado sea Dios. Alabado sea Dios. ¿Está... —se interrumpió para no decir «lisiado»—recuperado? Físicamente.

    —Yo me vine poco después de que lo encontraran y estaba muy frágil. Pero me parece que susheridas ya estaban curadas, sí. Creo que hay esperanzas de que pueda liberarse de la droga.Aquellos que la toman para el dolor, no como apoyo mental, tienen más éxito una vez que dejande sentirlo.

    La adicción al opio le pareció a Simon un detalle intrascendente.

    —¡Gracias! Por traerme esa buena noticia. Justamente hoy, de todos los días.

    Se abrió la puerta y entró Jane, con la bandeja afirmada en la cadera para cerrar con la mano lapuerta.

    Simon corrió a coger la bandeja, observando que ella se había quitado el delantal y encontradouna cinta para reemplazar la cuerda con que se cogía el pelo. De todos modos, parecía una criada.

    Aún no le había dicho a Hal que estaba casado, lo que le parecería raro. Como si se avergonzara deella. Y ella no llevaba anillo. Colocó la bandeja en la mesa.

    —Jane, permíteme que te presente a un viejo amigo que ha llegado como un genio salido deuna botella en nuestra hora de necesidad. Comandante Hal Beaumont, Hal, te presento a miesposa, Jane.

    Hal se había levantado para hacer su venia, pero tanto él como ella se quedaron inmóviles unmomento ante la sorpresa; él por la noticia y ella al ver la manga vacía.

    Ella se recuperó y se inclinó en una reverencia.

    —Es usted bienvenido, comandante. Es maravilloso que Simon tenga un amigo aquí ahora.

    —Y que él tenga una esposa, señora Saint Bride. Encantado de conocerla.De todos modos, Simon vio que Hal se fijaba en la falta de anillo de Jane.

    —Nos vimos obligados por las circunstancias a casarnos esta mañana, sin los preparativosapropiados —explicó.

    —Entonces, decididamente estoy de más.

    —No —dijeron Simon y Jane al unísono, y luego se rieron, nerviosos.

    —Jane, Hal ha traído una excelente noticia. Debes de haberme oído hablar de lord DariusDebenham, ¿verdad?, al que suponíamos muerto en Waterloo. Está vivo.

    —¡Ah, excelente noticia, desde luego! ¿Y está bien?

    Ella hizo la pregunta mejor que él.

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    —Adicto al opio —contestó—, pero hay esperanzas de una recuperación total. Es posible quecuando lleguemos allí él ya esté tal como era antes. —Miró a Hal—. ¿Está en Long Chart, supongo?

    —Iba a ir allí.

    Al ver la expresión de Hal, Simon sonrió de oreja a oreja.

    —Estoy girando como una peonza, ¿verdad? Tal vez una noticia fabulosa después de unapésima sea demasiado para la mente. Pero sería lógico desembarcar en Plymouth o Portsmouthpara ir a visitarlo. —A Jane le explicó—. Long Chart es la casa de su familia, la sede del duque deYeovil.

    Ella ya había servido el té y les pasó las tazas a los dos.

    —Simon, me alegra muchísimo que tu amigo esté vivo, y sin duda debemos visitarlo. Ahoradebo volver a la cocina. La muerte, al parecer, hace que se ingieran inmensas cantidades decomida, y me viene bien el trabajo. ¿Puedo contar con que nos acompañe en la comida de la

    tarde, comandante?Hal aceptó, ella dirigió una vaga sonrisa a Simon y salió de la sala.

    —Felicitaciones, Simon. Es encantadora.

    Lógicamente tenía que decir algo así, pensó Simon, pero parecía sincero. Había mucho quedecir a favor de una mujer que otros hombres encontraban atractiva, y había llevado la violentasituación con una elegancia sublime.

    —Sí, es encantadora —dijo—. Ahora cuéntame más sobre la recuperación de Dare.

    Después de eso pasaron a los asuntos de él. Por lo menos no tenía que explicar ni justificar supostura respecto a los indios. Hal había luchado junto con ellos. Conocía y admiraba a Tecumseh,

    que fuera brigadier general en el ejército británico. Sabía las promesas que se les habían hecho.Pero Hal comentó:

    —No creo que seas el hombre más popular de York.

    —La mayoría de las personas se muestran por lo menos corteses.

    —No me cabe duda, siendo tú quien eres.

    —Qué idiotez, ¿verdad? Pero tienes razón. Brideswell y Marlowe impresionan a quienes lesimportan esas cosas y yo he aprovechado eso en la causa. —Le sirvió más té—. Pero si a mí mepasa algo, Jane no debe quedarse aquí. Tú me harás el favor de llevarla de vuelta a Inglaterra,¿verdad?

    —¿Si te pasa algo?—Aun tengo que encontrarme con McArthur.

    —Maldición. Si él disparó, la observancia cabal del código te da un disparo.

    —No podría exigir una cosa así; fue una suerte que mi pistola no se disparara también.Entonces, ¿tú te encargarás de Jane?

    —Por supuesto, pero me fastidiará muchísimo hacerlo sin ti. ¿Adónde la llevo?

    —A Brideswell, lógicamente.

    —¿Querrá ella, no querrá?

    —No hay ningún otro lugar. No tiene ningún familiar que yo sepa aparte de un hermano de

    Isaiah, que es carnicero. Eso no es en absoluto conveniente para mi viuda. Sé que será violento...—Te quedas corto.

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    —Pero necesito saber que va a estar segura y a salvo.

    —Yo me encargaré de su bienestar.

    Simon comprendió que Hal se reservaba el derecho a juzgar por sí mismo, y se lo agradeció.

    —Gracias. Hay otra cosa.

    —Siempre que no sea otra mujer.

    Simon se rió.

    —No, pero tal vez es más difícil. Mis papeles. —Le explicó lo de los papeles que tenía y lo quedeseaba hacer con ellos—. Si McArthur sabe lo bastante para desear matarme, va a quererdestruir esas pruebas también.

    —Entonces me encargaré de que lleguen a las manos apropiadas. Stephen tiene que conocer alas personas más convenientes.

    Simon asintió. De lejos seguía las noticias del ascenso de Stephen en política.

    Hal dejó la taza en el platillo.

    —Veamos, entonces, ¿qué es necesario hacer ahora? Viajo con dos criados; son hombresdignos de confianza. Ex soldados. Da la impresión de que aquí serán útiles unas manos extras.

    Simon pensó si habría empleado adrede la expresión «manos extras». Tenían que ser muchaslas cosas que Hal ya no podía hacer solo.

    —Me parece que es necesario hacerlo todo. En estos momentos, necesito comprarle un anillode bodas a mi mujer, pero no quiero dejar la casa sin vigilancia.

    —Yo me quedaré, entonces. ¿No hay nada útil que pueda hacer mientras monto guardia?

    Simon paseó la mirada por la sala.

    —¿Les echarías una mirada a todos los cajones de esta sala? Isaiah metía de todo y cualquiercosa en ellos, y podría haber dinero o cosas importantes.

    —Muy bien. —Diciendo eso Hal se levantó y caminó hasta el hogar a mirar el cuadroenmarcado que colgaba sobre la repisa—. Este es un dibujo bastante bueno, y es tu mujer,¿verdad? cuando era más joven. ¿Está con su madre?

    —Sí.

    Él ya estaba acostumbrado al cuadro, pero lo examinó como si lo viera por primera vez. Lohabían pintado haría unos tres años, lo cual era muchísimo tiempo a la edad de Jane.

    En el dibujo tenía los pechos más pequeños y las mejillas más redondeadas. Su vestido de colorclaro tenía una sencillez infantil, pero la cantidad de cintas y volantes lo hacían totalmentediferente de los vestidos que usaba ahora. Llevaba el pelo igual que ese día, simplemente recogidoen una coleta.

    Estaba de pie junto al sillón en que se encontraba sentada Martha Otterburn vestida de luto.Martha se veía muy parecida a Isaiah; se apreciaba en ella la fuerza y la bondad de él, perotambién se veía una rigidez que él no tuvo jamás. Por lo que sabía de ella, había sido una mujermuy tradicional, apegada a las convenciones. Cuando enviudó se negó a viajar a Canadá, auncuando Isaiah le insistió, prometiéndole una vida fabulosa ahí. Contestó que su hija era una damay no la llevaría a vivir entre salvajes en medio de una selva.

    Era difícil ver un parecido entre madre e hija, pero claro, Jane se parecía muchísimo a su padreescocés. Había traído un retrato al óleo de Archibald Otterburn, que tenía colgado en su

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    dormitorio. En ese retrato se veían los rasgos similares y la coloración idéntica, aunque a él ya leraleaba el pelo en las sienes, lo que insinuaba una incipiente calvicie.

    —Lo dibujó la prima de Jane —dijo—. Nan creo que se llamaba. Una parienta huérfana del

    padre de Jane a la que Martha adoptó como hija. Enfermó y murió en el viaje hacia aquí. Unapena. Además, ella y Jane eran casi de la misma edad y estaban muy unidas, como si fueranhermanas.

    —Tenía un don extraordinario.

    —Así es, pues sólo podía tener quince años o algo así cuando hizo este dibujo.

    Hal se giró, dándole la espalda al cuadro.

    —Basta de pensar en tanta muerte. Vete. Yo desvalijaré los cajones al tiempo que mantendré araya a otros saqueadores.

    Comprendiendo que eso era una promesa de ayuda y apoyo en todo, Simon le apretó el brazo

    un momento, agradecido, y luego salió.Fue a Klengenbloomer, la única joyería de York, pero el corpulento joyero se deshizo en

    disculpas.

    —Por lo general los anillos de bodas se hacen por encargo, señor, o se envían a buscar aMontreal. Yo podría tenerle uno hecho mañana por la tarde...

    —Mi esposa necesita uno antes del funeral.

    —Comprendo, señor. Discúlpeme un momento.

    Klengenbloomer entró en la trastienda y al cabo de un momento volvió con una pequeñabandeja en que había seis anillos.

    —A veces las personas tienen necesidad de vender.—¿Un anillo de bodas empeñado? —dijo Simon arrugando la nariz.

    El joyero se encogió de hombros.

    —¿Tal vez un préstamo hasta que yo pueda hacer uno mejor?

    La idea de cambiarlo después le repugnó aún más a Simon.

    Había deseado un anillo magnífico, para compensar la desafortunada situación, pero todos esoseran delgados y usados. Sólo una mujer desesperada vendería su anillo de bodas, o un hombredesesperado vendería el de su mujer difunta. Pero un anillo es mejor que ninguno, así que eligió elque le pareció de tamaño más adecuado.

    De todos modos, ¿qué podría ser más funesto que ese día de bodas?A excepción de la noticia sobre Dare. Y eso podría tener más peso que todo lo demás.

    Se quedó un momento a mirar otras joyas. Nunca había visto a Jane con ninguna, aparte deunos sencillos aretes y un crucifijo de oro colgado al cuello, pero su mujer debía tener mucho másque eso. Por desgracia, tenía poco dinero a mano. Había gastado muchísimo en reunir las pruebasy ayudar a aquellos indios que estaban en peores condiciones.

    Con la esperanza de que Hal tuviera dinero en efectivo para prestarle, compró un bonitobroche de plata con amatistas y unos pendientes de perla. Adornos sobrios, pero aun así, ese noera un día para hacer regalos. Se los daría cuando fuera el momento oportuno.

    Volvió a la casa Trewitt, preparándose para un encuentro con su esposa.

  • 8/18/2019 Picaros 13 - El Regreso Del Canalla

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    JO BEVERLEYEl Regreso del Canalla

    12° de la Serie Compañía de los Pícaros (Bribones) 

    Escaneado por MARIJO  – Corregido por Grace Página 30 

    Jane le caía bien, y le gustaba en muchos sentidos, pero ninguno de los dos había deseado esematrimonio y ella no tenía los antecedentes que esperarían sus familiares y amistades, su mundo.Comprendía que eso no debía importar, pero la realidad no se disuelve porque uno lo desee.

    Incluso en Estados Unidos, con sus principios republican


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