Para leer el socialismo
Jesús Puerta
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INDICE
Introducción. Cómo leer 4
PRIMERA PARTE: LOS TEXTOS 4
1.Manifiesto del Partido Comunista 7
Burgueses y proletarios 13
Sobre la Comuna de París en
“La guerra civil en Francia” 28
Capítulo III 31
Capítulo IV 48
Crítica del programa de Gotha 63
I 66
“El Imperialismo, fase
superior del capitalismo”
2
de Vladimir Ilich Lenin 79
VII. El imperialismo,
Como fase particular
del capitalismo 83
VIII. El parasitismo y
La descomposición
del capitalismo 94
IX. La crítica del imperialismo 104
X. El lugar histórico del
imperialismo 117
“El Estado y la revolución” de
V. I. Lenin 124
Capitulo III – El estado y la revolución.
La experiencia de la comuna de París
de 1871. El análisis de Marx 126SEGUNDA PARTE:
TRADICION Y RUPTURA,
TRADICION DE RUPTURAS 155
a) Balance del siglo XIX: 155
b) Los problemas de Lenin: la nueva
fase imperialista, la excepción
y la regla en la revolución,
la construcción del socialismo. 161
c)La degeneración del socialismo y
la restauración del
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capitalismo: Stalin, Trotski, Mao. 166
d) Las luchas de liberación nacional 174
e) El abandono del marxismo leninismo:
el eurocomunismo 179
f) Crítica del marxismo real: 185
g) El socialismo del siglo XXI y
más allá de Marx 195
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Introducción. Cómo leer
La idea inicial de este libro era hacer una antología de textos con fines didácticos,
para que una nueva generación comenzara a conocer en serio el socialismo. De modo que
lo que aportaríamos sería la selección y el comentario de unos textos. Ninguna de las dos
cosas es inocente. El socialismo es un asunto polémico, implica distintas posiciones
políticas y teóricas que suponen a su vez determinadas selecciones y omisiones de libros,
distintos énfasis en la lectura de los mismos libros y, en consecuencia, distintas
interpretaciones. La selección estaría hecha desde una perspectiva fundamentalmente
antidogmática. Insistiría en la participación activa y crítica del lector.
El dogmatismo se debe a dos factores. Uno, y esto ocurre con todas las iglesias, la
existencia de una institución (el Partido dominante en un estado) que media en la lectura,
fijando una interpretación correcta única. Se establece entonces una “ortodoxia” y una
concepción de los textos que llega a ritualizar la textualidad misma (frases, oraciones,
párrafos, convertidos en aforismos descontextualizados), con lo cual, en la práctica, se
convierte a los libros en expresión de un saber definitivo, dado de una vez y para siempre.
Las ideas se convierten en entelequias, en seres fijos que nos rigen desde algún lugar, un
topos urano, a través de una revelación religiosa.
Pero el dogmatismo, por supuesto, es una manipulación. Se trata de impedir cualquier
observación crítica del lector, crear una situación por la cual no pueda decir que no a lo que
impone la iglesia. El efecto es producir una “falsa conciencia” que puede justificar los más
diversos virajes tácticos, incluso oportunismos, gracias a la manipulación de los textos.
Esto ocurrió con la dirigencia soviética. Ante la existencia de esa ortodoxia de la Iglesia,
caben los movimientos protestantes y reformistas que insurgen regularmente en todos los
movimientos doctrinarios.
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Otro factor que promueve el dogmatismo, es la simple flojera mental. Se asume una
única interpretación, porque multiplicarlas lleva a ir de definición en definición, en un
vértigo de interpretaciones, y esto supone un esfuerzo, un trabajo de reflexión, de búsqueda,
de investigación, de más lecturas. La pereza intelectual es un aliado del dogmatismo.
Irónicamente, a veces se alían el flojo y el ortodoxo, éste porque necesita su intolerancia
para encubrir su profunda inseguridad, aquél porque le basta adaptarse a las normas y
“seguir la corriente” impuesta en cada momento.
En todo caso, es cierto que, para actuar, es necesario contar con significados y
creencias estables, que den piso firme y confianza para las decisiones. Pero ello no debe
entorpecer la reflexión previa y posterior a la acción. En este sentido, tiene pertinencia la
distinción entre teoría y propaganda, entre conceptos y maniobra polémica. Claro, no hay
que exagerar y colocar la teoría en un mundo aparte de las luchas teóricas. Por el contrario,
apostamos a una lectura que contextualice el texto en su enunciación concreta dentro de su
circunstancia, así como dentro del contexto de la vida del lector, donde éste le consiga
sentido y aplicación. La cuestión es que toda propaganda implica una operación de
simplificación, mientras que la reflexión, el análisis y la crítica suponen un discernimiento,
una descomposición sistemática de los elementos del todo considerado, en otras palabras,
un proceso de elaboración, de complicación si se quiere, que incorpora la incertidumbre
como momento ineludible.
En términos generales, hay cinco alcances de lectura.
Hay una primera lectura en la cual simplemente se trata de entender lo que dice el
texto, en su literalidad. Esto exige a veces una labor de desciframiento de palabras, de
referencias, de ciertos giros y alusiones. Este es el momento de, por así decirlo, “dejar
hablar al texto”. Esto no es fácil, como podría suponerse. En primer lugar, tiene que haber
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un interés de entender. En segundo lugar, tiene que haber cierto control sobre los propios
preconceptos, las interpretaciones apresuradas, el atasco con contradicciones aparentes.
De allí, que se hace necesario un segundo alcance lector: el comprender. Comprender
un texto significa ubicarlo en las circunstancias en que es producido, los fines prácticos que
lo motivó, las limitaciones y logros que se producen en él en vista de otros textos cercanos
o contrarios. Comprender es ir más allá de la letra, para captar un sentido: refutar un
contrario, complementar otro texto, desviar la atención, reforzar una posición, etc. En la
comprensión vislumbramos que un texto es el despliegue de una estrategia en el marco de
una situación muy precisa, pero que, al mismo tiempo, a pesar de las distancias históricas,
geográficas, personales, emocionales, etc., nos toca, tiene un mensaje para nosotros en
nuestra actualidad. Para captar esto, hay que saber más acerca de lo que rodea a la
producción de ese texto en particular, para establecer algunas comparaciones con nuestra
circunstancia de lector.
La culminación de la comprensión, es el juicio. Para poder llegar a juzgar, el lector
debiera forjar sus propios valores, con los cuales confrontar el texto. Por supuesto que esos
valores y esa confrontación, tienen lugar en la reflexión, en el situarse a sí mismo como
receptor de ese mensaje, que al final tiene que ver conmigo, con los nuestros, con nuestro
país y tiempo. Juzgar es valorar. Es posible que un texto nos sea valioso porque nos
descubrió un aspecto totalmente insospechado. O porque nos confirmó una sospecha., O
porque nos chocó demasiado. O porque nos planteó incómodas dudas. Todo ello implica un
juicio, por el cual subsumimos el texto en una clase o categoría, o extraemos de él un nuevo
concepto.
Los dos últimos alcances de la lectura, la apropiación y la aplicación, tienen que ver
con la manera como nos ha nutrido ese texto en nuestro pensamiento, en nuestros propios
criterios. Apropiarnos de un texto implica saber encontrar los sentidos que nos son valiosos
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y útiles para nuestros intereses. Finalmente, esos nuevos conceptos serán aplicados a
nuestra actividad.
Nos referimos a estos alcances de lectura, porque queremos dejar sentado de una vez,
y desde el principio, que esta recopilación tiene el objetivo de enriquecer la formación de
unos ciudadanos que se encuentran ocupados en la construcción de una nueva sociedad en
Venezuela, y por ello no se trata de leerlos bien y con atención para recordarlos solamente.
Se trata de entenderlos, comprenderlos, juzgarlos, criticarlos, apropiárselos, aplicarlos.
Tomamos tan solo cinco libros: de Marx y Engels, el Manifiesto Comunista, la Guerra
Civil en Francia, la Crítica del Programa de Gotha; de Lenin el Imperialismo, fase
superior del capitalismo y El estado y la revolución.
Por supuesto, no se trata de una antología exhaustiva, sino elemental, básica si se
quiere. Hay otros, muchos textos de los clásicos del marxismo y de otros autores como
Gramsci, Trotski, Rosa Luxemburgo, Lukacs, Korsch, etc. que nos hubiera gustado
antologizar. Es más, nos da dolor no haberlos incluido; pero ello haría demasiado largo el
intento, y además inútil, porque allí están los libros, defendiéndose por sí solos. En todo
caso, vale la recomendación de la lectura.
Después de hacer los comentarios de los textos básicos que hemos seleccionados,
decidimos hacer una síntesis histórica de los derroteros del socialismo. Esto constituirá la
segunda parte del libro intitulada Tradición y ruptura: tradición de la ruptura. El
objetivo es brindar un marco más amplio para la interpretación. Allí, por supuesto, daremos
nuestro sesgo al examen de ese devenir histórico.
Para nosotros el socialismo es una tradición, no en el sentido de algo que conservar o
resguardar, sino más bien en el de un mensaje o unos contenidos que se actualizan en el
presente a partir de un mensaje enviado desde el pasado. El término “interpretación” aquí
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no sólo significa un esfuerzo por entender qué se nos dice a través de los siglos y
comprender los motivos y circunstancias en las cuales se dijo lo que se dijo; sino también
esa especial capacidad y habilidad para darle vida a una anotación; es decir, interpretar en
el sentido en que el músico toma su instrumento y ejecuta una pieza escrita. Dependerá de
la sensibilidad, la destreza, el tino, de cada intérprete lo que se produzca en el escenario.
Así mismo, dependerá del intérprete la ejecución del mensaje socialista que nos viene de la
tradición.
Todos estos textos fueron escritos en circunstancias muy específicas y concretas, en
países lejanos, en tiempos diferentes, pero, al mismo tiempo, trascienden a nuestra
actualidad y a nuestro espacio. Todo discurso tiene un auditorio inmediato, actual, y otro
mediato, trascendental, futuro. Es posible que ya estén extintas y lejanas las emociones,
coacciones, urgencias, razonamientos, hechos, que hayan motivado ciertos énfasis,
reiteraciones y giros. Pero, si el texto de verdad vale y trasciende, su mensaje llegará al
buen lector del futuro, en otro espacio y tiempo, con otras urgencias y emociones.
Pero esa trascendencia sólo puede evidenciarse si el lector hace el esfuerzo de
penetrar en el mensaje que pueda valorar en el aquí y ahora. Paradójicamente, para ello, el
lector debe congeniar con la intención del autor, que no es sólo lo que quiso decir, sino lo
que efectivamente dijo para el momento en que lo dijo. No hay que olvidar que decir es
también un hacer, y éste es un sentido y un valor también.
Es por ello que, para penetrar en la intención del autor, hay que situarse a) en el
contexto polémico en el cual se situaron originalmente (estrategias en juego, objetivos,
movimientos de ataque y defensa, ocupación, amenazas, etc.); b) sus campos de referencia
concretos, sensibles, inmediatos y mediatos; c) las “tradiciones” de las expresiones (para
identificar giros nuevos, ironías, tropos, tópicos).
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Estas orientaciones las aplicaremos a continuación a los comentarios de los textos
seleccionados (que no pretenden establecer una interpretación única y correcta) y la
reflexión final, que sintetiza algunas enseñanzas que nos parecen importantes.
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PRIMERA PARTE:
LOS TEXTOS
1.Manifiesto del Partido Comunista
Comenzamos con este libro, por su valor didáctico e introductorio, propiedades que
corresponden a un documento elaborado con esa misma intención. Marx y Engels lo
escribieron precisamente para resumir y sistematizar las concepciones básicas que le darían
identidad a una organización obrera, originalmente alemana, que venía de otras ideas,
digamos “ingenuas”, “silvestres”, respecto de la lucha proletaria.
Pero además de estar orientado a este fin constitutivo y propagandístico (de allí su
estructura didáctica, sumaria, sintética), el Manifiesto se encuentra situado en un momento
clave de la maduración del pensamiento de Marx y de Engels. Ya habían quedado atrás los
textos de temática fundamentalmente filosófica, con los cuales “ajustaron cuentas” con sus
maestros de pensamiento: Hegel y Feuerbach.
Este libro marca un nuevo giro en la actividad política de los dos iniciadores del
marxismo: se convertirían en líderes fundadores de una nueva tendencia revolucionaria, al
lado (y en contra) de otros socialismos y comunismos de la época. Ya los dos amigos
habían formulado (en obras anteriores, principalmente La ideología alemana) las premisas
de su “concepción materialista de la historia”, y emprendido la crítica a la economía
política inglesa como punto de partida para el desentrañamiento teórico del mecanismo de
explotación del obrero por el capital. De hecho, el Manifiesto fue escrito en 1847, el
mismo año en que redactaron la Miseria de la filosofía, libro con el cual se divorcian
política, filosófica y científicamente del gran socialista francés Proudhom (con quien Marx
tuvo en algún momento, una estrecha amistad), y Trabajo asalariado y capital,
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recopilación de artículos que a su vez resumían unas conferencias dadas por Marx a los
obreros ingleses acerca de los mecanismos de explotación del sistema capitalista. Hay
comentaristas que señalan que ya Marx y Engels habían adelantado en la comprensión del
mecanismo específico de explotación del capitalismo: la extracción de la plusvalía del
trabajo asalariado.
Vale la precisión acerca del nombre del Manifiesto. Él tuvo más que ver con motivos
políticos, históricos, de polémica política contingente, que con razones conceptuales.
Explica Engels que en 1847 se asumían como socialistas dos tendencias: una, los
partidarios de sistemas utópicos (owenistas en Inglaterra y fourieristas en Francia), “sectas”
según Engels, que proponían comunidades especiales, perfectas, al margen de la lucha de
clase; la segunda, los seguidores de distintos planes filantrópicos, para cuya realización
buscaban algún burgués bienintencionado (Saint Simon, por ejemplo).
Los comunistas, en cambio, ya sentían insuficientes las revoluciones democráticas o
republicanas que llenaron el siglo XIX europeo, que enfrentaron (en parte y al principio,
porque luego se les plegaron) a las rancias aristocracias y las anacrónicas monarquías, y de
las cuales el movimiento obrero fue su ala más radical. Las burguesías europeas que
iniciaban esas revoluciones, ya asustadas por la experiencia francesa, terminaban por llegar
a transacciones con la derecha aristócrata o monárquica, traicionando la base popular y
proletaria de esas insurrecciones. De allí que, en 1847, para el momento de aparición del
texto, era políticamente conveniente deslindarse de los socialistas, llamando comunista al
Manifiesto. Esta situación cambió esencialmente hacia las dos últimas décadas del siglo,
cuando el pensamiento marxista logra la dirección intelectual del movimiento obrero
europeo. El primer partido propiamente marxista, el alemán, se llamaba “Partido
Socialdemócrata”, de modo que se retomó el nombre del socialismo para el movimiento.
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Como narra Engels (en el prefacio de 1890), el Manifiesto inicialmente tuvo el gran
contratiempo de que, precisamente por su éxito entre la “reducida vanguardia del
socialismo científico”, fue prohibido apenas un año después de su publicación, a raíz de los
acontecimientos de 1848 (aplastamiento de levantamientos proletarios en Francia y poco
después, en otros países) y la condena de los comunistas en Colonia, en 1852, que fue el
punto de partida para la persecución en toda Europa. Cabe destacar que el año 1848 fue un
año agitadísimo. Para entenderlo habría que hacer una consideración general: desde la
revolución francesa de 1789, las ideas republicanas y democráticas no habían podido
terminar de instalarse en suelo europeo, puesto que las fuerzas reaccionarias de las
aristocracias y las familias monárquicas (y sus partidarios de todas las clases, incluidos los
campesinos) lograron una y otra vez hacer retroceder lo que para ellos era la amenaza
democrática. A cada movimiento democrático más o menos exitoso, sucedía una respuesta
reaccionaria monárquica. Al mismo tiempo que se da este flujo y reflujo de las luchas
democráticas, se extienden y profundizan las relaciones sociales y económicas propias del
capitalismo, acicateadas por el impacto de la revolución industrial. De modo que la
modernidad capitalista, a pesar de la resistencia aristocrática, le ganaba la partida al
feudalismo aristocrático y monárquico en lo que toca al tejido social y la economía se
refiere.
Es a mediados del XIX (hacia precisamente 1848) cuando en las filas de las luchas
democráticas y republicanas comienzan a destacarse las organizaciones obreras con sus
propias exigencias y banderas. Ese año, el de la publicación del Manifiesto, hubo
levantamientos proletarios en varios países, estimulados también por una crisis de
sobreproducción que afectó a todo el continente. Pero aquellos alzamientos sociales fueron
finalmente aplastados, en parte debido a que, ya desde entonces, la burguesía de cada país
había moderado considerablemente su ímpetu republicano y cerraba filas con la
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aristocracia, para lograr una alianza de clase que emprendiera sólo algunas reformas al
absolutismo monárquico, implantando monarquías constitucionales y algunas instituciones
“democráticas”. Es por ello que pudiéramos discutir mucho el rasgo “burgués” de la
democracia y el republicanismo consecuente, dado que la burguesía europea pactó con la
aristocracia monárquica todas esas reformas, dejando en la estacada al proletariado,
aislándolo del campesinado.
Cuando hacia 1864, se formó la Asociación Internacional de los Trabajadores como
organización que federaba a diversos grupos proletarios revolucionarios europeos, los
propios Marx y Engels prefirieron redactar un preámbulo al programa de los Estatutos de la
Internacional (haciendo eco a la consigna unitaria del propio Manifiesto, que el propio
Engels reivindica y “cobra” políticamente), que en cierta manera constituía un compromiso
con las tendencias anarquistas, tradeunionistas, proudhonianos y lassalleanos (enumeración
que hacemos sólo para resaltar la heterogeneidad y complejidad del movimiento proletario
naciente del siglo XIX). Así, digamos que sus propios autores decidieron, tácticamente, no
insistir en sus tesis fundamentales en aquella ocasión. Marx, escribe Engels, confiaba en
que el desarrollo intelectual de la clase obrera revalorizaría en otro momento las tesis del
Manifiesto. De modo que quedó en el refrigerador durante unos años y por motivos
tácticos.
Ya en 1874, dice Engels, cuando la Internacional dejó de existir, la situación era muy
diferente. Las demás tendencias estaban prácticamente muertas o agonizando en todos los
países europeos. Marx y Engels habían logrado expulsar a los anarquistas de Bakunin de la
Internacional. Todo ello preparó las condiciones, para que el Manifiesto fuera revalorizado
y, con él, las ideas de sus autores, colocándolos a la vanguardia intelectual del movimiento
proletario. Lo que no destaca Engels, es que este “éxito” del Manifiesto (tanto que ya en
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1887, dice, “el socialismo continental era casi exclusivamente la teoría formulada en el
Manifiesto”, y se ha convertido, en la última década del siglo XIX, en el texto socialista
más difundido), se produce en el marco de una estabilización y auge económico del
capitalismo, posterior a sangrientas derrotas del movimiento obrero.
Efectivamente, el marxismo como tal logra la dirección intelectual del movimiento
socialista europeo, gracias a la derrota de las otras tendencias. Ahora bien, esos fracasos
fueron también de la clase misma en lucha: la Comuna de París, dirigida por blanquistas y
proudhonianos, en primer lugar (1870). Es por esto que Korsch señala que la
sistematización de la lectura de la obra de Marx y la constitución del marxismo en doctrina
oficial de algunas organizaciones políticas, tuvo lugar después de duras y consistentes
derrotas del movimiento obrero europeo y norteamericano, en un momento de reflujo del
movimiento obrero revolucionario, y en medio de un período de estabilización y hasta de
auge del sistema capitalista, posterior a la superación de sus crisis, tanto económicas como
políticas, en la última década del siglo XIX y el primer lustro del siglo XX.
Pero eso ya es otra historia.
El Manifiesto Comunista asienta una serie de principios claves del pensamiento
marxista. El primero, y el más evidente en la lectura, es aquello de hacer equivaler “la
historia de la Humanidad” con la lucha de clases. Se trata efectivamente de un principio
heurístico (una orientación metodológica para descubrir y observar) que intenta explicar los
acontecimientos históricos por la vía de una doble reducción. Una, la “historia de la
Humanidad” termina siendo resumida en la historia de y desde Europa. Dos, las distintas
dominaciones (de una nación sobre otra, de una cultura sobre otra, de una religión sobre
otra, de un género sobre otro, etc.) se entienden como efectos de la principal: la de una clase
social sobre otra.
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La perspectiva eurocentrista de Marx ha sido señalada por varios comentaristas. No
creo que se deba (por lo menos, no solamente) a una simple arrogancia frente a la
“barbarie” asiática, africana o americana, aunque pueda rastrearse en algunos textos de
Marx cierto dejo de desprecio hacia los países atrasados de Asia y América. Considerando
algunas orientaciones metodológicas que da en los textos preparatorios de El Capital,
puede decirse que Europa era para Marx y Engels, un modelo de la historia de la
Humanidad, porque había alcanzado un grado mayor de desarrollo y progreso
(representado, claro está, por el capitalismo industrial). Por esa razón, el conocimiento de la
historia de Europa resolvía el conocimiento del resto de los procesos históricos; igual que
en la biología evolucionista, para comprender la anatomía de las especies menos
evolucionadas, hay que analizar la de las más evolucionadas. Es importante entender que
para Marx y Engels, sus esfuerzos de concebir una ciencia de la historia, eran análogos a
los de Darwin de realizar una ciencia de las especies biológicas.
La segunda reducción, la de la explicación de la historia humana por un proceso más
fundamental, la de lucha de clases, no es original de Marx, como se encarga de resaltarlo
Engels y el propio Marx. Ya esta explicación la había utilizado Saint Simon y otros. Lo que
es propio de Marx y Engels era que
… esta lucha ha llegado a la fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y las luchas de clases , esta idea fundamental pertenece única y exclusivamente a Marx. 1
Esto concuerda con el pasaje del propio Manifiesto donde se explica que los
comunistas no son opuestos a otros partidos obreros, sino que son el sector “más resuelto”
1 Prólogo de Engels, al Manifiesto Comunista, en 1883. En Marx, Carlos, Engels, Federico. Obras Escogidas en dos tomos. Tomo I. Editorial Progreso. Moscú. P. 15.
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dado que tienen “la ventaja de su clara visión de las condiciones de la marcha y de los
resultados generales del movimiento proletario” (p. 31). Las únicas diferencias son que los
comunistas harían valer los intereses proletarios más allá de las nacionalidades y pretenden
representar los intereses del conjunto del movimiento. Puede entenderse también que los
comunistas, entonces, representan en cierta forma todas las clases explotadas y oprimidas,
puesto que su propia emancipación, emancipará a las demás.
El otro eje de argumentación del texto, es la premisa de la concepción materialista de
la historia según la cual el desarrollo de las fuerzas productivas, el dominio sobre la
naturaleza, la producción de riquezas, que el capitalismo impulsa de manera intensa y
revolucionaria, es el motor de la historia. Por ello, Marx y Engels emprenden la narración
de la génesis y desarrollo del capitalismo. Más allá del elogio progresista a la burguesía, los
autores muestran que este progreso y producción de riqueza se transforma en su opuesto, en
miseria y violencia. La burguesía ni siquiera puede sostener a la clase que explota, como lo
hacía la clase esclavista. Los obreros, al competir entre sí, desgraciadamente, hacen
disminuir el precio del trabajo que ofrecen. De allí que en el capitalismo se plantea una
contradicción explosiva entre el carácter progresivo, altamente productivo, de sus técnicas
y fuerzas productivas, y la pobreza y opresión de la clase explotada. Esta es la expresión de
la contradicción general entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción que,
según la concepción materialista, mueve a la historia, la cual se manifiesta en la lucha de
clases.
La gran riqueza de la que son capaces las fuerzas productivas construidas por el
capitalismo, sólo podrían pertenecer a la Humanidad, realizando la nueva sociedad, si el
proletariado, que es la personificación de esas mismas fuerzas productivas, se eleva a clase
dominante. Esto es así, igualmente, porque el desarrollo del capitalismo va simplificando la
estructura social en dos y sólo dos clases sociales: burguesía y proletariado.
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Estas son las ideas centrales en torno a las cuales gira todo el texto. Los puntos
programáticos son considerados por sus propios autores como contingentes, adaptables a
otras situaciones históricas. El movimiento proletario del siglo XIX queda así explicado, no
a partir de las ideas de sus pensadores, sino por la lógica de unas causas y unos efectos
perfectamente discernibles en la experiencia propia de las luchas. Los planteamientos
principales del Manifiesto constituyen las premisas de la acción revolucionaria, su garantía
científica. No una fe o una especulación filosófica o ética. La convicción racional de esa
explicación de la historia (la lucha de clases, el avance de las fuerzas productivas que llevan
a su choque con las relaciones sociales, la definitiva liberación de la dominación de clase a
través de la victoria proletaria, el aprovechamiento en la nueva sociedad de las riquezas que
producen las fuerzas productivas desarrolladas por la burguesía), se identifica con la
convicción del revolucionario práctico.
A continuación las páginas del capítulo “Burgueses y proletarios” del Manifiesto
Comunista, momento clave en la formulación de la concepción materialista de la historia.
BURGUESES Y PROLETARIOS
Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una
historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba,
maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente
siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras
franca y abierta, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación
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revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases
beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad dividida casi por
doquier en una serie de estamentos , dentro de cada uno de los cuales reina,
a su vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En la Roma
antigua son los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en la Edad
Media, los señores feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de los
gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una de esas clases todavía
nos encontramos con nuevos matices y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de la sociedad
feudal no ha abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido
crear nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas modalidades de
lucha, que han venido a sustituir a las antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por
haber simplificado estos antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad
tiende a separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes campos
enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los “villanos” de
las primeras ciudades; y estos villanos fueron el germen de donde brotaron
los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la circunnavegación de Africa abrieron
nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado
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de China y de las Indias orientales, la colonización de América, el
intercambio con las colonias, el incremento de los medios de cambio y de
las mercaderías en general, dieron al comercio, a la navegación, a la
industria, un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento
revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad feudal en
descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando no
bastaba ya para cubrir las necesidades que abrían los nuevos mercados.
Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se
vieron desplazados por la clase media industrial, y la división del trabajo
entre las diversas corporaciones fue suplantada por la división del trabajo
dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las necesidades seguían
creciendo. Ya no bastaba tampoco la manufactura. El invento del vapor y la
maquinaria vinieron a revolucionar el régimen industrial de producción. La
manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y la clase media
industrial hubo de dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes
ejércitos industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el
descubrimiento de América. El mercado mundial imprimió un gigantesco
impulso al comercio, a la navegación, a las comunicaciones por tierra. A su
vez, estos, progresos redundaron considerablemente en provecho de la
industria, y en la misma proporción en que se dilataban la industria, el
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comercio, la navegación, los ferrocarriles, se desarrollaba la burguesía,
crecían sus capitales, iba desplazando y esfumando a todas las clases
heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo fueron en su tiempo
las otras clases, producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de
transformaciones radicales operadas en el régimen de cambio y de
producción.
A cada etapa de avance recorrida por la burguesía corresponde una nueva
etapa de progreso político. Clase oprimida bajo el mando de los señores
feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación autónoma y
armada para la defensa de sus intereses; en unos sitios se organiza en
repúblicas municipales independientes; en otros forma el tercer estado
tributario de las monarquías; en la época de la manufactura es el contrapeso
de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de
las grandes monarquías en general, hasta que, por último, implantada la gran
industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se conquista la
hegemonía política y crea el moderno Estado representativo. Hoy, el Poder
público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que
rige los intereses colectivos de la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel
verdaderamente revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por tierra todas las instituciones
feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados
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lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales y no dejó en
pie más vínculo que el del interés escueto, el del dinero contante y sonante,
que no tiene entrañas. Echó por encima del santo temor de Dios, de la
devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía
del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas. Enterró
la dignidad personal bajo el dinero y redujo todas aquellas innumerables
libertades escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la libertad
ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de
explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas,
por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía
por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus
servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre
de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían
la familia y puso al desnudo la realidad económica de las relaciones
familiares .
La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de fuerza bruta que la
reacción tanto admira en la Edad Media tenían su complemento cumplido en
la haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no supimos cuánto
podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas
mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las
22
catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más
grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los
instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la
producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases
sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la
intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía
se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado
desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas
las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las
relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de
ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen
antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma,
lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de
las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los
demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea a la burguesía de una punta o
otra del planeta. Por todas partes anida, en todas partes construye, por
doquier establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la producción y al
consumo de todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los
reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la industria. Las viejas
industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya
23
instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por
industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país,
sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran
salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo.
Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro
tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los
productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional
que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del
comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de
interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción
material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de
las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones
y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las
literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de
producción, con las facilidades increíbles de su red de comunicaciones, lleva
la civilización hasta a las naciones más salvajes. El bajo precio de sus
mercancías es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de
la China, con la que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su
odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen
de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio
seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo
hecho a su imagen y semejanza.
24
La burguesía somete el campo al imperio de la ciudad. Crea ciudades
enormes, intensifica la población urbana en una fuerte proporción respecto a
la campesina y arranca a una parte considerable de la gente del campo al
cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete el campo a la
ciudad, somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las naciones
civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al
Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más los medios de producción, la
propiedad y los habitantes del país. Aglomera la población, centraliza los
medios de producción y concentra en manos de unos cuantos la propiedad.
Este proceso tenía que conducir, por fuerza lógica, a un régimen de
centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con
intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras
propias, se asocian y refunden en una nación única, bajo un Gobierno, una
ley, un interés nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la
burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales
que todas las pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento
de las fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la
aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación de
vapor, en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de
continentes enteros, en los ríos abiertos a la navegación, en los nuevos
pueblos que brotaron de la tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los
pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad
25
fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales
energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y de transporte sobre los
cuales se desarrolló la burguesía brotaron en el seno de la sociedad feudal.
Cuando estos medios de transporte y de producción alcanzaron una
determinada fase en su desarrollo, resultó que las condiciones en que la
sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la
agricultura y la manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la
propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las fuerzas
productivas. Obstruían la producción en vez de fomentarla. Se habían
convertido en otras tantas trabas para su desenvolvimiento. Era menester
hacerlas saltar, y saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política
y social a ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica y
política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un espectáculo semejante.
Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen
burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer
brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de
transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus
subterráneos que conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la
industria y del comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas
productivas que se rebelan contra el régimen vigente de producción, contra
26
el régimen de la propiedad, donde residen las condiciones de vida y de
predominio político de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales,
cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez mayor para la
existencia de la sociedad burguesa toda. Las crisis comerciales, además de
destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte
considerable de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se desata
una epidemia social que a cualquiera de las épocas anteriores hubiera
parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la superproducción. La
sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie
momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra
aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para subsistir; la
industria, el comercio están a punto de perecer. ¿Y todo por qué? Porque la
sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada
industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no
sirven ya para fomentar el régimen burgués de la propiedad; son ya
demasiado poderosas para servir a este régimen, que embaraza su
desarrollo. Y tan pronto como logran vencer este obstáculo, siembran el
desorden en la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el régimen
burgués de la propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya
demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se
sobrepone a las crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo
violentamente una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose
nuevos mercados, a la par que procurando explotar más concienzudamente
los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis preparando otras
27
más extensas e imponentes y mutilando los medios de que dispone para
precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora
contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que han de darle la muerte, sino
que, además, pone en pie a los hombres llamados a manejarlas: estos
hombres son los obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el
capital, desarrollase también el proletariado, esa clase obrera moderna que
sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en la
medida en que éste alimenta a incremento el capital. El obrero, obligado a
venderse a trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto,
a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las
fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el
régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y
todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte
de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de
fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre
poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar
su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas
el trabajo , equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el
trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto
28
más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta
también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique
el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro
patriarcal en la gran fábrica del magnate capitalista. Las masas obreras
concentradas en la fábrica son sometidas a una organización y disciplina
militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan bajo el
mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo
siervos de la burguesía y del Estado burgués, sino que están todos los días y
a todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del contramaestre, y
sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica. Y este despotismo es
tanto más mezquino, más execrable, más indignante, cuanta mayor es la
franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo
manual, es decir, cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna
industria, también es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer y el
niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la clase obrera
esas diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños,
meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la
del coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante ha dado su fruto y
aquél recibe el salario, caen sobre él los otros representantes de la burguesía:
el casero, el tendero, el prestamista, etc.
29
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la
clase media, pequeños industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y
labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos, porque su pequeño
caudal no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y
sucumben arrollados por la competencia de los capitales más fuertes, y otros
porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la
producción. Todas las clases sociales contribuyen, pues, a nutrir las filas del
proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse y
consolidarse. Pero su lucha contra la burguesía data del instante mismo de
su existencia.
Al principio son obreros aislados; luego, los de una fábrica; luego, los de
todas una rama de trabajo, los que se enfrentan, en una localidad, con el
burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van sólo contra el
régimen burgués de producción, van también contra los propios
instrumentos de la producción; los obreros, sublevados, destruyen las
mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas,
pegan fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya enterrada,
del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo
el país y desunida por la concurrencia. Las concentraciones de masas de
obreros no son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la unión de la
burguesía, que para alcanzar sus fines políticos propios tiene que poner en
30
movimiento cosa que todavía logra a todo el proletariado. En esta etapa,
los proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos
de sus enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los grandes
señores de la tierra, los burgueses no industriales, los pequeños burgueses.
La marcha de la historia está toda concentrada en manos de la burguesía, y
cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del
proletariado, sino que las aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece
también la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va borrando las
diferencias y categorías en el trabajo y reduciendo los salarios casi en todas
partes a un nivel bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses
y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia, cada vez
más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que
desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los
progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan
gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y
burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de
colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los
burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean
organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles
batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El
verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato,
sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a ello los
31
medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria
y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas regiones y
localidades. Gracias a este contacto, las múltiples acciones locales, que en
todas partes presentan idéntico carácter, se convierten en un movimiento
nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción
política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos vecinales,
necesitaron siglos enteros para unirse con las demás; el proletariado
moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos
años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir
como partido político, se ve minada a cada momento por la concurrencia
desatada entre los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a pesar
de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y aprovechándose de
las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción legal
de sus intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez
horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad
imprimen nuevos impulsos al proletariado. La burguesía lucha
incesantemente: primero, contra la aristocracia; luego, contra aquellos
sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de
la industria, y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar
estos combates no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su
auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de este modo, le suministra
elementos de fuerza, es decir, armas contra sí misma.
32
Además, como hemos visto, los progresos de la industria traen a las filas
proletarias a toda una serie de elementos de la clase gobernante, o a lo
menos los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos elementos
suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de
decidirse, es tan violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase
gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que una pequeña parte
de esa clase se desprende de ella y abraza la causa revolucionaria, pasándose
a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una parte de
la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa
al campo del proletariado; en este tránsito rompen la marcha los
intelectuales burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la historia,
han logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan con la burguesía no hay más que
una verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y
desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto
genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño
comerciante, el artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía para
salvar de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues,
revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, reaccionarios, pues
pretenden volver atrás la rueda de la historia. Todo lo que tienen de
revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa
33
actitud no defienden sus intereses actuales, sino los futuros; se despojan de
su posición propia para abrazar la del proletariado.
El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de las capas más bajas
de la vieja sociedad, se verá arrastrado en parte al movimiento por una
revolución proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo hacen más
propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya destruidas en las
condiciones de vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus
relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada de común con las
relaciones familiares burguesas; la producción industrial moderna, el
moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en
Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter nacional. Las
leyes, la moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses tras
los que anidan otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases que le
precedieron y conquistaron el Poder procuraron consolidar las posiciones
adquiridas sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición.
Los proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la
producción aboliendo el régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con
él todo el régimen de apropiación de la sociedad. Los proletarios no tienen
nada propio que asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y
seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos
desatados por una minoría o en interés de una minoría. El movimiento
34
proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de
una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y oprimida de la
sociedad actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar, hecho
añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la
sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado
contra la burguesía empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado
de cada país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes fases de desarrollo del
proletariado, hemos seguido las incidencias de la guerra civil más o menos
embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento
en que esta guerra civil desencadena una revolución abierta y franca, y el
proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, echa las bases de su
poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en el antagonismo
entre las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una
clase es menester asegurarle, por lo menos, las condiciones indispensables
de vida, pues de otro modo se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El
siervo de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la
servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el yugo del
absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues
lejos de mejorar conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo
del nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se
35
desarrolla en proporciones mucho mayores que la población y la riqueza.
He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir
gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de
su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de
garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque
se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no
tiene más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes debieran
mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de
esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por condición
esencial la concentración de la riqueza en manos de unos cuantos
individuos, la formación e incremento constante del capital; y éste, a su vez,
no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo asalariado Presupone,
inevitablemente, la concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la
industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a la burguesía,
imponen, en vez del aislamiento de los obreros por la concurrencia, su unión
revolucionaria por la organización. Y así, al desarrollarse la gran industria,
la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las bases sobre que produce y se
apropia lo producido. Y a la par que avanza, se cava su fosa y cría a sus
propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado son igualmente
inevitables.
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2. Sobre la Comuna de París en
“La guerra civil en Francia”
La Comuna de París fue la primera experiencia histórica de elevación del proletariado
a clase dominante. Es adecuado, entonces, seleccionar el texto donde Marx analiza este
proceso.
El libro abunda en alusiones periodísticas y polémicas, acerca de los protagonistas de
los hechos; ello torna a veces muy difícil su entendimiento para un lector actual y
venezolano (o latinoamericano). Precisamente se trata de una crónica de unos eventos que
para sus lectores originales (los europeos de entonces) eran más o menos familiares, o por
lo menos, conocidos periodísticamente. Por eso, muchas ironías y sarcasmos tal vez se nos
escapen. Para resolver este problema de desciframiento, un camino pudiera ser dar una
serie de largas explicaciones acerca de los acontecimientos y sus actores. Pero nuestro
interés no es tanto reconstruir aquellos hechos. Más interesantes para nosotros resultan las
descripciones que hacen los autores acerca del naciente poder proletario.
Hacia 1870, gobernaba en calidad de emperador de Francia Luís Bonaparte, Napoleón
III, sobrino de Napoleón Bonaparte. Su gobierno fue acumulando desastres en lo
económico y social, y buscando desviar la atención y exaltar el patriotismo, como era
recurso político manido en aquellos tiempos, le declaró la guerra a Prusia, guerra en la que
las tropas del ejército francés fueron derrotadas de manera aplastante. En septiembre de
1870, las tropas prusianas rodean París comenzando un largo asedio. A comienzos de 1871
cae Napoleón y asume la “Tercera República”, gobierno que representaba los intereses de
la alta burguesía. Casi toda Francia había caído en manos del ejército dirigido por el
canciller prusiano Bismark, y el pueblo de París ofrecía una brava resistencia, incorporando
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miles de habitantes a las tropas, en particular a la Guardia Nacional, una milicia de
ciudadanos que era el principal bastión en la defensa de la ciudad.
Contra la opinión de los obreros, el gobierno francés firmó un armisticio con las
tropas prusianas y creó las condiciones para su entrada en la ciudad. Esto acrecentó el odio
de la población, terminó con las expectativas que había creado la Tercera República y
aceleró el proceso de organización en los talleres y distritos que venían sufriendo las
crueles condiciones de un asedio que provocó una hambruna de grandes proporciones. Este
proceso culminó en la creación de un Comité Central de la Guardia Nacional, que
desconoció al general designado por el gobierno de la República.
En estas condiciones se convocó a una Asamblea Nacional en Burdeos, en la que los
sectores reaccionarios (terratenientes, burgueses y monárquicos) se aliaron y ganaron la
mayoría sobre los burgueses de izquierda, designando a Luis Thiers al frente del gobierno.
El 1 de marzo se concretó la entrada de las tropas prusianas. La Guardia Nacional, con la
ayuda de las mujeres y hombres del pueblo, puso a resguardo 400 cañones, mientras
banderas de luto asomaban por las ventanas de la ciudad.
Los alemanes triunfadores no se atrevieron a entrar en París en son de triunfo. Sólo
osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, una parte en que no había, en realidad, más
que parques públicos, y, por añadidura, ¡sólo lo tuvieron ocupado unos cuantos días! Y
durante este tiempo, ellos, que habían tenido cercado a París por espacio de 131 días,
estuvieron cercados por los obreros armados de la capital, que montaban la guardia
celosamente para evitar que algún «prusiano» traspasase los estrechos límites del rincón
cedido a los conquistadores extranjeros.
El 16 de marzo, la Asamblea Nacional resuelve trasladarse a Versalles. Esto precipitó
los acontecimientos. Las tropas del ejército francés entraron a los barrios pobres parisinos
la noche del 17, con órdenes de reprimir a la población y recuperar los cañones. Tras
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algunos enfrentamientos, los mismos soldados se negaron a disparar a las masas, arengados
por la Guardia Nacional y el pueblo, que había levantado barricadas calle por calle. Los
generales Lecomte y Thomas, odiados por los obreros, fueron fusilados en el barrio de
Montmarte. Thiers huye a Versalles. El Comité Central de la Guardia Nacional asume el
gobierno de la ciudad y llama a elecciones para el 26 de marzo. Ese día, el pueblo de París
elegía un gobierno de 92 miembros, en los hechos un amplio frente único de obreros,
algunos profesionales y representantes de distintos sectores políticos, (reformistas,
socialistas, jacobinos, etc.), y fue elegido presidente Louis Blanqui, que no llegó a asumir
ya que Thiers lo secuestró y lo mantuvo en una prisión secreta durante el tiempo que duró
la Comuna.
Los insultos, los sarcasmos, los desprecios, los ataques polémicos de Marx y Engels,
dan cuenta de un vigoroso estilo y una pasión política ardiente. Pero al lado y debajo de
ellos, sentimos en acción una lógica férrea, la aplicación rigurosa de unos conceptos que
adquieren vida en las narraciones.
Los individuos son poca cosa más que agentes de las clases sociales en lucha. Los
pequeños incidentes, los equívocos, las ridiculeces de algunos personajes, sólo le agregan al
texto un efecto realista. Lo principal es la identificación de las cadenas causales, de las
tendencias que chocan como olas encrespadas, del proceso global que atraviesa momentos
críticos, indefinidos, que seguidamente, alcanzan desenlaces necesarios a partir de
determinadas decisiones humanas.
La experiencia de la Comuna de París aportó elementos fundamentales de reflexión
acerca de la estrategia política proletaria. Acerca de qué hacer al “elevarse a clase
dominante” el proletariado: demoler las fuerzas armadas y la burocracia del estado burgués,
instaurar una democracia plena, de funcionarios revocables, de funciones asignadas
rotativamente incluso, con milicias populares formadas por la misma clase. Todas estas
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decisiones y medidas son componentes de lo que en obras posteriores, Marx denominó
dictadura del proletariado, expresión que no aparece en el texto seleccionado, aunque sí
aparece el dolor y la indignación por los errores fatales que se cometieron, productos de
cierto embeleso utópico (consideremos que la experiencia la dirigieron proudhomistas y
blanquistas), motivados en una confianza ingenua, que no asumió con toda la gravedad del
caso la situación de guerra, de amenazas terribles, de la clase burguesa recién desplazada,
frente a la cual cabía una respuesta de emergencia, de restricción provisional de la libertad
plena conquistada en el nuevo estado proletario, un gobierno fuerte, por lo menos
provisionalmente, mientras se superaba la emergencia.
La provisionalidad, la coacción, las restricciones, la centralización y la emergencia,
dentro del pensamiento político clásico y moderno, eran los distintivos de la dictadura, que,
en ese contexto, no representaba un tipo de estado (como sí lo eran la república, la
monarquía y la aristocracia; o el despotismo, o la democracia), sino un régimen temporal,
excepcional, limitado a situaciones de gravedad, de urgencia, como sería una guerra o un
desastre natural. El análisis crítico que acomete Marx en este texto, arroja una reflexión en
este sentido. El hecho de que, ni en el Manifiesto ni en este análisis de la experiencia de la
Comuna, aparezca el término de dictadura del proletariado, que adquiriría con Lenin una
gran relevancia teórica, da qué pensar. En lugar de esa expresión, los autores prefieren
hablar de la elevación del proletariado a clase dominante. Y cuando van a describir y
explicar las decisiones y medidas de la Comuna, resaltan sus aspectos radicalmente
democráticos. Y lamentan que los dirigentes proletarios no hayan tomado en cuenta, con la
debida seriedad, las condiciones de emergencia de su acción, para tomar las medidas
correspondientes.
Leamos a continuación las partes III y IV del Manifiesto de la Internacional,
redactado por Marx, a propósito de los acontecimientos de la Comuna de París de 1871.
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III
En la alborada del 18 de marzo de 1871, París despertó entre un clamor
de gritos de "Vive la Commune!" ¿Qué es la Comuna, esa esfinge que tanto
atormenta los espíritus burgueses?
"Los proletarios de París decía el Comité Central en su manifiesto
del 18 de marzo , en medio de los fracasos y las traiciones de las clases
dominantes, se han dado cuenta de que ha llegado la hora de salvar la
situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos . . .
Han comprendido que es su deber imperioso y su derecho indiscutible
hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el Poder." Pero la clase
obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del
Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines.
El Poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el
ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura
órganos creados con arreglo a un plan de división sistemática y jerárquica
del trabajo , procede de los tiempos de la monarquía absoluta y sirvió a la
naciente sociedad burguesa como un arma poderosa en sus luchas contra el
feudalismo. Sin embargo, su desarrollo se veía entorpecido por toda la
basura medieval: derechos señoriales, privilegios locales, monopolios
municipales y gremiales, códigos provinciales. La escoba gigantesca de la
Revolución Francesa del siglo XVIII barrió todas estas reliquias de tiempos
pasados, limpiando así, al mismo tiempo, el suelo de la sociedad de los
últimos obstáculos que se alzaban ante la superestructura del edificio del
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Estado moderno, erigido en tiempos del Primer Imperio, que, a su vez, era el
fruto de las guerras de coalición de la vieja Europa semifeudal contra la
Francia moderna. Durante los regímenes siguientes, el Gobierno, colocado
bajo el control del parlamento es decir, bajo el control directo de las
clases poseedoras , no sólo se convirtió en un vivero de enormes deudas
nacionales y de impuestos agobiadores, sino que, con la seducción
irresistible de sus cargos, prebendas y empleos, acabó siendo la manzana de
la discordia entre las fracciones rivales y los aventureros de las clases
dominantes; por otra parte, su carácter político cambiaba simultáneamente
con los cambios económicos operados en la sociedad. Al paso que los
progresos de la moderna industria desarrollaban, ensanchaban y
profundizaban el antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, el Poder
estatal fue adquiriendo cada vez más el carácter de poder nacional del
capital sobre el trabajo, de fuerza pública organizada para la esclavización
social, de máquina del despotismo de clase. Después de cada revolución,
que marca un paso adelante en la lucha de clases, se acusa con rasgos cada
vez más destacados el carácter puramente represivo del Poder del Estado. La
Revolución de 1830, al dar como resultado el paso del Gobierno de manos
de los terratenientes a manos de los capitalistas, lo que hizo fue transferirlo
de los enemigos más remotos a los enemigos más directos de la clase
obrera. Los republicanos burgueses, que se adueñaron del Poder del Estado
en nombre de la Revolución de Febrero, lo usaron para provocar las
matanzas de Junio, para probar a la clase obrera que la República "social"
era la República que aseguraba su sumisión social y para convencer a la
masa monárquica de los burgueses y terratenientes de que podían dejar sin
42
peligro los cuidados y los gajes del gobierno a los "republicanos" burgueses.
Sin embargo, después de su única hazaña heroica de Junio, no les quedó a
los republicanos burgueses otra cosa que pasar de la cabeza a la cola del
Partido del Orden, coalición formada por todas las fracciones y fracciones
rivales de la clase apropiadora, en su antagonismo, ahora abiertamente
declarado, contra las clases productoras. La forma más adecuada para este
gobierno de capital asociado era la República Parlamentaria, con Luis
Bonaparte como presidente. Fue éste un régime de franco terrorismo de
clase y de insulto deliberado contra la vile multitude [vil muchedumbre]. Si
la República Parlamentaria, como decía el señor Thiers, era "la que menos
los dividía" (a las diversas fracciones de la clase dominante), en cambio
abría un abismo entre esta clase y el conjunto de la sociedad situado fuera de
sus escasas filas. Su unión venía a eliminar las restricciones que sus
discordias imponían al Poder del Estado bajo regímenes anteriores, y, ante
el amenazante alzamiento del proletariado, se sirvieron del Poder estatal, sin
piedad y con ostentación, como de una máquina nacional de guerra del
capital contra el trabajo. Pero esta cruzada ininterrumpida contra las masas
productoras les obligaba, no sólo a revestir al Poder Ejecutivo de facultades
de represión cada vez mayores, sino, al mismo tiempo, a despojar a su
propio baluarte parlamentario la Asamblea Nacional , de todos sus
medios de defensa contra el Poder Ejecutivo, uno por uno, hasta que éste, en
la persona de Luis Bonaparte, les dio un puntapié. El fruto natural de la
República del Partido del Orden fue el Segundo Imperio.
43
El Imperio, con el coup d'Etat por fe de bautismo, el sufragio universal
por sanción y la espada por cetro, declaraba apoyarse en los campesinos,
amplia masa de productores no envuelta directamente en la lucha entre el
capital y el trabajo. Decía que salvaba a la clase obrera destruyendo el
parlamentarismo y, con él, la descarada sumisión del Gobierno a las clases
poseedoras. Decía que salvaba a las clases poseedoras manteniendo en pie
su supremacía económica sobre la clase obrera, y, finalmente, pretendía unir
a todas las clases, al resucitar para todos la quimera de la gloria nacional. En
realidad, era la única forma de gobierno posible, en un momento en que la
burguesía había perdido ya la facultad de gobernar la nación y la clase
obrera no la había adquirido aún. El Imperio fue aclamado de un extremo a
otro del mundo como el salvador de la sociedad. Bajo su égida, la sociedad
burguesa, libre de preocupaciones políticas, alcanzó un desarrollo que ni
ella misma esperaba. Su industria y su comercio cobraron proporciones
gigantescas; la especulación financiera celebró orgías cosmopolitas; la
miseria de las masas contrastaba con la ostentación desvergonzada de un
lujo suntuoso, falso y envilecido. El Poder del Estado, que aparentemente
flotaba por encima de la sociedad, era, en realidad, el mayor escándalo de
ella y el auténtico vivero de todas sus corrupciones. Su podredumbre y la
podredumbre de la sociedad a la que había salvado, fueron puestas al
desnudo por la bayoneta de Prusia, que ardía a su vez en deseos de trasladar
la sede suprema de este régimen de París a Berlín. El imperialismo es la
forma más prostituida y al mismo tiempo la forma última de aquel Poder
estatal que la sociedad burguesa naciente había comenzado a crear como
medio para emanciparse del feudalismo y que la sociedad burguesa adulta
44
acabó transformando en un medio para la esclavización del trabajo por el
capital.
La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de "República
social", con que la Revolución de Febrero fue anunciada por el proletariado
de París, no expresaba más que el vago anhelo de una República que no
acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la
propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta
República.
París, sede central del viejo Poder gubernamental y, al mismo tiempo,
baluarte social de la clase obrera de Francia, se había levantado en armas
contra el intento de Thiers y los "rurales" de restaurar y perpetuar aquel
viejo Poder que les había sido legado por el Imperio. Y si París pudo resistir
fue únicamente porque, a consecuencia del asedio, se había deshecho del
ejército, substituyéndolo por una Guardia Nacional, cuyo principal
contingente lo formaban los obreros. Ahora se trata de convertir este hecho
en una institución duradera. Por eso, el primer decreto de la Comuna fue
para suprimir el ejército permanente y sustituirlo por el pueblo armado.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos
por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran
responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros
eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera.
La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una
corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo. En vez de
45
continuar siendo un instrumento del Gobierno central, la policía fue
despojada inmediatamente de sus atributos políticos y convertidos en
instrumento de la Comuna, responsable ante ella y revocable en todo
momento. Lo mismo se hizo con los funcionarios de las demás ramas de la
administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los
servidores públicos debían devengar salarios de obreros. Los intereses
creados y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado
desaparecieron con los altos dignatarios mismos. Los cargos públicos
dejaron de ser propiedad privada de los testaferros del Gobierno central. En
manos de la Comuna se pusieron no solamente la administración municipal,
sino toda la iniciativa ejercida hasta entonces por el Estado.
Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, que eran los
elementos de la fuerza física del antiguo Gobierno, la Comuna tomó
medidas inmediatamente para destruir la fuerza espiritual de represión, el
"poder de los curas", decretando la separación de la Iglesia y el Estado y la
expropiación de todas las iglesias como corporaciones poseedoras. Los
curas fueron devueltos al retiro de la vida privada, a vivir de las limosnas de
los fieles, como sus antecesores, los apóstoles. Todas las instituciones de
enseñanza fueron abiertas gratuitamente al pueblo y al mismo tiempo
emancipadas de toda intromisión de la Iglesia y del Estado. Así, no sólo se
ponía la enseñanza al alcance de todos, sino que la propia ciencia se redimía
de las trabas a que la tenían sujeta los prejuicios de clase y el poder del
Gobierno.
46
Los funcionarios judiciales debían perder aquella fingida
independencia que sólo había servido para disfrazar su abyecta sumisión a
los sucesivos gobiernos, ante los cuales iban prestando y violando,
sucesivamente, el juramento de fidelidad. Igual que los demás funcionarios
públicos, los magistrados y los jueces habían de ser funcionarios electivos,
responsables y revocables.
Como es lógico, la Comuna de París había de servir de modelo a todos
los grandes centros industriales de Francia. Una vez establecido en París y
en los centros secundarios el régimen comunal, el antiguo Gobierno
centralizado tendría que dejar paso también en las provincias a la
autoadministración de los productores. En el breve esbozo de organización
nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente
que la Comuna habría de ser la forma política que revistiese hasta la aldea
más pequeña del país y que en los distritos rurales el ejército permanente
habría de ser reemplazado por una milicia popular, con un período de
servicio extraordinariamente corto. Las comunas rurales de cada distrito
administrarían sus asuntos colectivos por medio de una asamblea de
delegados en la capital del distrito correspondiente y estas asambleas, a su
vez, enviarían diputados a la Asamblea Nacional de Delegados de París,
entendiéndose que todos los delegados serían revocables en todo momento y
se hallarían obligados por el mandat impératif (instrucciones formales) de
sus electores. Las pocas, pero importantes funciones que aún quedarían para
un gobierno central, no se suprimirían, como se ha dicho, falseando
intencionadamente la verdad, sino que serían desempeñadas por agentes
47
comunales que, gracias a esta condición, serían estrictamente responsables.
No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de
organizarla mediante un régimen comunal, convirtiéndola en una realidad al
destruir el Poder del Estado, que pretendía ser la encarnación de aquella
unidad, independiente y situado por encima de la nación misma, de la cual
no era más que una excrecencia parasitaria. Mientras que los órganos
puramente represivos del viejo Poder estatal habían de ser amputados, sus
funciones legitimas serían arrancadas a una autoridad que usurpaba una
posición preeminente sobre la sociedad misma, para restituirlas a los
servidores responsables de esta sociedad. En vez de decidir una vez cada
tres o seis años qué miembros de la clase dominante habían de "representar"
al pueblo en el parlamento, el sufragio universal habría de servir al pueblo
organizado en comunas, como el sufragio individual sirve a los patronos que
buscan obreros y administradores para sus negocios. Y es bien sabido que lo
mismo las compañías que los particulares, cuando se trata de negocios saben
generalmente colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si
alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza. Por otra parte, nada
podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio
universal por una investidura jerárquica.
Generalmente, las creaciones históricas por completo nuevas están
destinadas a que se las tome por una reproducción de formas viejas e incluso
difuntas de la vida social, con las cuales pueden presentar cierta semejanza.
Así, esta nueva Comuna, que quiebra el Poder estatal moderno, ha sido
confundida con una reproducción de las comunas medievales, que, habiendo
48
precedido a ese Estado, le sirvieron luego de base. Al régimen comunal se le
ha tomado erróneamente por un intento de fraccionar, como lo soñaban
Montesquieu y los girondinos[76], esa unidad de las grandes naciones en una
federación de pequeños Estados, unidad que, aunque instaurada en sus
origenes por la violencia política, se ha convertido hoy en un poderoso
factor de la producción social. El antagonismo entre la Comuna y el Poder
estatal se ha presentado equivocadamente como una forma exagerada de la
vieja lucha contra el excesivo centralismo. Circunstancias histórícas pe
culiares pueden en otros países haber impedido el desarrollo clásico de la
forma burguesa de gobierno, tal como se dio en Francia, y haber permitido,
como en Inglaterra, completar en las ciudades los grandes órganos centrales
del Estado con asambleas parroquiales [vestries ] corrompidas, concejales
concusionarios y feroces administradores de la beneficencia, y, en el campo,
con jueces virtualmente hereditarios. El régimen comunal habría devuelto al
organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía absorbiendo el
Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre
movimiento Con este solo hecho habría iniciado la regeneración de Francia.
La burguesía de las ciudades de la provincia francesa veía en la Comuna un
intento de restaurar el predominio que ella había ejercido sobre el campo
bajo Luís Felipe y que, bajo Luis Napoleón, había sido suplantado por el
supuesto predominio del campo sobre la ciudad. En realidad, el régimen
comunal colocaba a los productores del campo bajo la dirección intelectual
de las cabeceras de sus distritos, ofreciéndoles aquí, en las personas de los
obreros, a los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de
la Comuna implicaba, evidentemente, la autonomía municipal, pero ya no
49
como contrapeso a un Poder estatal que ahora era superfluo. Sólo en la
cabeza de un Bismarck, que, cuando no está metido en sus intrigas de sangre
y hierro, gusta de volver a su antigua ocupación, que tan bien cuadra a su
calibre mental, de colaborador del Kladderadatsch (el Punch de Berlín),
sólo en una cabeza como ésa podía caber el achacar a la Comuna de París la
aspiración de reproducir aquella caricatura de la organización municipal
francesa de 1791 que es la organización municipal de Prusia, donde la
administración de las ciudades queda rebajada al papel de simple
rueda secundaria de la maquinaria policíaca del Estado prusiano. Ese tópico
de todas las revoluciones burguesas, "un gobierno barato", la Comuna lo
convirtió en realidad al destruir las dos grandes fuentes de gastos: el ejército
permanente y la burocracia del Estado. Su sola existencia presuponía la no
existencia de la monarquía que, en Europa al menos, es el lastre normal y el
disfraz indispensable de la dominación de clase La Comuna dotó a la
República de una base de instituciones realmente democráticas. Pero, ni el
gobierno barato, ni la "verdadera República" constituían su meta final, no
eran más que fenómenos concomitantes.
La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la
variedad de intereses que la han interpretado a su favor, demuestran que era
una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas
anteriores de gobierno que habían sido todas fundamentalmente represivas.
He aquí su verdadero secreto: la Comuna era, esencialmente, un gobierno de
la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase
50
apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la
emancipación económica del trabajo.
Sin esta última condición, el régimen comunal habría sido una
imposibilidad y una impostura. La dominación política de los productores es
incompatible con la perpetuación de su esclavitud social. Por tanto, la
Comuna había de servir de palanca para extirpar los cimientos económicos
sobre los que descansa la existencia de las clases y, por consiguiente, la
dominación de clase. Emancipado el trabajo, cada hombre
Es un hecho extraño. A pesar de todo lo que se ha hablado y escrito
con tanta profusión durante los últimos sesenta años acerca de la
emancipación del trabajo, apenas en algún sitio los obreros toman
resueltamente la cosa en sus manos, vuelve a resonar de pronto toda la
fraseología apologética de los portavoces de la sociedad actual, con sus dos
polos de capital y esclavitud asalariada (hoy, el propietario de tierras no es
más que el socio sumiso del capitalista), como si la sociedad capitalista se
hallase todavía en su estado más puro de inocencia virginal, con sus
antagonismos todavía en germen, con sus engaños todavía encubiertos, con
sus prostituidas realidades todavía sin desnudar. ¡La Comuna, exclaman,
pretende abolir la propiedad, base de toda civilización! Sí, caballeros, la
Comuna pretendía abolir esa propiedad de clase que convierte el trabajo de
muchos en la riqueza de unos pocos. La Comuna aspiraba a la expropiación
de los expropiadores. Quería convertir la propiedad individual en una
realidad, transformando los medios de producción la tierra y el capital
que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y de explotación
51
del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es
el comunismo, el "irrealizable" comunismo! Sin embargo, los individuos de
las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la
imposibilidad de que el actual sistema continúe y no son pocos se han
erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa.
Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una
impostura y un engaño; si ha de substituir al sistema capitalista; si las
sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional con
arreglo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la
constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias
inevitables de la producción capitalista, ¿qué será eso entonces, caballeros,
sino comunismo, comunismo "realizable"?
La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros
no tienen ninguna utopía lista para implantar par decret du peuple [por
decreto del pueblo]. Saben que para conseguir su propia emancipación, y
con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la
sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por
largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán
las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos
ideales, sino simplemente liberar los elementos de la nueva sociedad que la
vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente
de su misión histórica y heroicamente resulta a obrar con arreglo a ella, la
clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la
pluma y de la protección profesoral de los doctrinarios burgueses bien
52
intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias
fantasías con un tono sibilino de infalibilidad científica.
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de
la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se
atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus "superiores naturales"
y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de
un modo modesto, concienzudo y eficaz, con sueldos el mas alto de los
cuales apenas representaba una quinta parte de la suma que según una alta
autoridad científica es el sueldo mínimo del secretario de un consejo de
instrucción pública de Londres, el viejo mundo se retorció en convulsiones
de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del
Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.
Y, sin embargo, fue ésta la primera revolución en que la clase obrera
fue abiertamente reconocida como la única clase capaz de iniciativa social
incluso por la gran masa de la clase media parisina tenderos, artesanos,
comerciantes , con la sola excepción de los capitalistas ricos. La Comuna
los salvó, mediante una sagaz solución de la constante fuente de discordias
dentro de la misma clase media: el conflicto entre acreedores y deudores.[78]
Estos mismos elementos de la clase media, después de haber colaborado en
el aplastamiento de la Insurrección Obrera de Junio de 1848, habían sido
sacrificados sin miramiento a sus acreedores por la Asamblea Constituyente
de entonces[79]. Pero no fue éste el único motivo que les llevó a apretar sus
filas en torno a la clase obrera. Sentían que había que escoger entre la
Comuna y el Imperio, cualquiera que fuese el rótulo bajo el que éste
53
resucitase. El Imperio los había arruinado económicamente con su
dilapidación de la riqueza pública, con las grandes estafas financieras que
fomentó y con el apoyo prestado a la concentración artificialmente acelerada
del capital, que suponía la expropiación de muchos de sus componentes. Los
había oprimido políticamente, y los había irritado moralmente con sus
orgías; había herido su volterianismo al confiar la educación de sus hijos a
los frères ignorantins, y había sublevado su sentimiento nacional de
franceses al lanzarlos precipitadamente a una guerra que sólo ofreció una
compensación para todos los desastres que había causado: la caída del
Imperio. En efecto, tan pronto huyó de París la alta bohème bonapartista y
capitalista, el auténtico Partido del Orden de la clase media surgió bajo la
forma de "Unión Republicana”, se colocó bajo la bandera de la Comuna y se
puso a defenderla contra las malévolas desfiguraciones de Thiers. El tiempo
dirá si la gratitud de esta gran masa de la clase media va a resistir las duras
pruebas de estos momentos.
La Comuna tenía toda la razón cuando decía a los campesinos:
"Nuestro triunfo es vuestra única esperanza". De todas las mentiras
incubadas en Versalles y difundidas por los ilustres mercenarios de la prensa
europea, una de las más tremendas era la de que los "rurales" representaban
al campesinado francés. ¡Figuraos el amor que sentirían los campesinos de
Francia por los hombres a quienes después de 1815 se les obligó a pagar mil
millones de indemnización A los ojos del campesino francés, la sola
existencia de grandes propietarios de tierras es ya una usurpación de sus
conquistas de 1789. En 1848, la burguesía gravó su parcela de tierra con el
54
impuesto adicional de 45 céntimos por franco, pero entonces lo hizo en
nombre de la revolución; ahora, en cambio, fomentaba una guerra civil en
contra de la revolución, para echar sobre las espaldas de los campesinos la
carga principal de los cinco mil millones de indemnización que había que
pagar a los prusianos. La Comuna por el contrario, declaraba en una de sus
primeras proclamas que las costas de la guerra tenían que ser pagadas por
los verdaderos causantes de ella. La Comuna habría redimido al campesino
de la contribución de sangre, le habría dado un gobierno barato, habría
convertido a los que hoy son sus vampiros el notario, el abogado, el
agente ejecutivo y otros chupasangre de juzgados en empleados comunales
asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo. Le habría librado
de la tiranía del alguacil rural, el gendarme y el prefecto; la ilustración en
manos del maestro de escuela habría ocupado el lugar del embrutecimiento
por parte del cura. Y el campesino francés es, ante todo y sobre todo, un
hombre calculador. Le habría parecido extremadamente razonable que la
paga del cura, en vez de serle arrancada a él por el recaudador de
contribuciones, dependiese de la espontánea manifestación de los
sentimientos religiosos de los feligreses. Tales eran los grandes beneficios
que el régimen de la Comuna y sólo él brindaba como cosa inmediata a
los campesinos franceses. Huelga, por tanto, detenerse a examinar los
problemas más complicados, pero vitales, que sólo la Comuna era capaz de
resolver y que al mismo tiempo estaba obligada a resolver , en favor de
los campesinos, a saber: la deuda hipotecaria, que pesaba como una
pesadilla sobre su parcela; el prolétariat foncier (el proletariado rural), que
crecia constantemente, y el proceso de su expropiación de dicha parcela,
55
proceso cada vez más acelerado en virtud del desarrollo de la agricultura
moderna y la competencia de la producción agrícola capitalista.
El campesino francés había elegido a Luís Bonaparte presidente de la
República, pero fue el Partido del Orden el que creó el Segundo Imperio. Lo
que el campesino francés quiere realmente, comenzó a demostrarlo él
mismo en 1849 y 1850, al oponer su maire al prefecto del gobierno, su
maestro de escuela al cura del gobierno y su propia persona al gendarme del
gobierno. Todas las leyes promulgadas por el Partido del Orden en enero y
febrero de 1850 fueron medidas descaradas de represión contra el
campesino. El campesino era bonapartista porque la gran revolución, con
todos los beneficios que le había conquistado, se personificaba para él en
Napoleón
Pero esta ilusión, que se esfumó rápidamente bajo el Segundo Imperio (y
que era, por naturaleza, contraria a los "rurales"), este prejuicio del pasado,
¿cómo hubiera podido hacer frente a la apelación de la Comuna a los
intereses vitales y necesidades más apremiantes de los campesinos?
Los "rurales" tal era, en realidad, su principal temor sabían que
tres meses de libre contacto del París de la Comuna con las provincias
bastarían para desencadenar una sublevación general de campesinos, y de
ahí su prisa por establecer el bloqueo policiaco de París para impedir que la
epidemia se propagase.
La Comuna era, pues, la verdadera representación de todos los
elementos sanos de la sociedad francesa, y por consiguiente, el auténtico
56
gobierno nacional Pero, al mismo tiempo, como gobierno obrero y como
campeón intrépido de la emancipación del trabajo, era un gobierno
internacional en el pleno sentido de la palabra. A los ojos del ejército
prusiano, que había anexado a Alemania dos provincias francesas, la
Comuna anexaba a Francia los obreros del mundo entero.
El Segundo Imperio había sido el jubileo de la estafa cosmopolita, los
estafadores de todos los países habían acudido corriendo a su llamada para
participar en sus orgías y en el saqueo del pueblo francés. Y todavía hoy la
mano derecha de Thiers es Ganesco, el crápula valaco, y su mano izquierda
Markovski, el espía ruso. La Comuna concedió a todos los extranjeros el
honor de morir por una causa inmortal. Entre la guerra exterior, perdida por
su traición, y la guerra civil, fomentada pot su conspiración con el invasor
extranjero, la burguesía encontraba tiempo para dar pruebas de patriotismo,
organizando batidas policíacas contra los alemanes residentes en Francia. La
Comuna nombró a un obrero alemán su ministro del Trabajo. Thiers, la
burguesía, el Segundo Imperio, habían engañado constantemente a Polonia
con ostentosas manifestaciones de simpatía, mientras en realidad la
traicionaban por los intereses de Rusia, a la que prestaban los más sucios
servicios. La Comuna honró a los heroicos hijos de Polonia, colocándolos a
la cabeza de los defensores de París. Y, para marcar nítidamente la nueva
era histórica que conscientemente inauguraba, la Comuna, ante los ojos de
los vencedores prusianos, de una parte, y del ejército bonapartista mandado
por generales bonapartistas de otra, echó abajo aquel símbolo gigantesco de
la gloria guerrera que era la Columna de Vendôme.
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La gran medida social de la Comuna fue su propia existencia, su labor.
Sus medidas concretas no podían menos de expresar la línea de conducta de
un gobierno del pueblo por el pueblo. Entre ellas se cuentan la abolición del
trabajo nocturno para los obreros panaderos, y la prohibición, bajo penas, de
la práctica corriente entre los patronos de mermar los salarios imponiendo a
sus obreros multas bajo los más diversos pretextos, proceso éste en el que el
patrono se adjudica las funciones de legislador, juez y agente ejecutivo, y,
además, se embolsa el dinero. Otra medida de este género fue la entrega a
las asociaciones obreras, bajo reserva de indemnización, de todos los talleres
y fábricas cerrados, lo mismo si sus respectivos patronos habían huido que
si habían optado por parar el trabajo.
Las medidas financieras de la Comuna, notables por su sagacidad y
moderación, hubieron de limitarse necesariamente a lo que era compatible
con la situación de una ciudad sitiada. Teniendo en cuenta el latrocinio
gigantesco desencadenado sobre la ciudad de París por las grandes empresas
financieras y los contratistas de obras bajo la tutela de Haussmann, la
Comuna habría tenido títulos incomparablemente mejores para confiscar sus
bienes que los que Luis Napoleón había tenido para confiscar los de la
familia de Orleans. Los Hohenzollern y los oligarcas ingleses, una buena
parte de cuyos bienes provenían del saqueo de la Iglesia, pusieron
naturalmente el grito en el cielo cuando la Comuna sacó de la secularización
8.000 míseros francos.
Mientras el Gobierno de Versalles, apenas recobró un poco de ánimo y
de fuerzas, empleaba contra la Comuna las medidas más violentas; mientras
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ahogaba la libre expresión del pensamiento en toda Francia, hasta el punto
de prohibir las asambleas de delegados de las grandes ciudades; mientras
sometía a Versalles y al resto de Francia a un espionaje que dejaba chiquito
al del Segundo Imperio; mientras quemaba, por medio de sus inquisidores
gendarmes, todos los periódicos publicados en París y violaba toda la
correspondencia que procedía de la capital o iba dirigida a ella; mientras en
la Asamblea Nacional, los más tímidos intentos de aventurar una palabra en
favor de París eran ahogados con unos aullidos a los que no había llegado ni
la Chambre introuvable de 1816; con la guerra salvaje de los versalleses
fuera de París y sus tentativas de corrupción y conspiración por dentro,
¿podía la Comuna, sin traicionar ignominiosamente su causa, guardar todas
las formas y apariencias de liberalismo?
Era verdaderamente indignante para los "rurales" que, en el mismo
momento en que ellos preconizaban como único medio de salvar a Francia
la vuelta al seno de la Iglesia, la pagana Comuna descubriera los misterios
del convento de monjas de Picpus y de la iglesia de Saint Laurent. Y era una
burla para el señor Thiers que, mientras él hacía llover grandes cruces sobre
los generales bonapartistas, para premiar su maestría en el arte de perder
batallas, firmar capitulaciones y liar cigarrillos en Wilhelmshöhe, la
Comuna destituyera y arrestara a sus generales a la menor sospecha de
negligencia en el cumplimiento del deber. La expulsión de su seno y la
detención por la Comuna de uno de sus miembros*, que se había deslizado
en ella bajo nombre supuesto y que en Lyon había sufrido un arresto de seis
días por simple quiebra, ¿no era un deliberado insulto para el falsificador
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Jules Favre, todavía a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Francia, y
que seguía vendiendo su país a Bismarck y dictando órdenes a aquel
incomparable Gobierno de Bélgica? La verdad es que la Comuna no
presumía de infalibilidad, don que se atribuían sin excepción todos los
gobiernos de viejo cuño. Publicaba sus acciones y sus palabras y daba a
conocer al público todas sus imperfecciones.
En todas las revoluciones, al lado de sus verdaderos representantes,
figuran hombres de otra naturaleza. Algunos de ellos, supervivientes y
devotos de revoluciones pasadas, sin visión del movimiento actual, pero
dueños todavía de su influencia sobre el pueblo, por su reconocida honradez
y valentía, o simplemente por la fuerza de la tradición; otros, simples
charlatanes que, a fuerza de repetir año tras año las mismas declamaciones
estereotipadas contra el gobierno del día, se han robado una reputación de
revolucionarios de pura cepa. Después del 18 de marzo salieron también a la
superficie hombres de éstos, y en algunos casos lograron desempeñar
papeles preeminentes. En la medida en que su poder se lo permitió,
entorpecieron la verdadera acción de la clase obrera, lo mismo que otros de
su especie entorpecieron el desarrollo completo de todas las revoluciones
anteriores. Estos elementos constituyen un mal inevitable; con el tiempo se
les quita de en medio; pero a la Comuna no le fue dado disponer de tiempo.
Maravilloso en verdad fue el cambio operado por la Comuna en París.
De aquel París prostituido del Segundo Imperio no quedaba ni rastro. París
ya no era el lugar de cita de terratenientes ingleses, absentistas irlandeses, ex
esclavistas y rastacueros norteamericanos, ex propietarios rusos de siervos y
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boyardos de Valaquia. Ya no había cadáveres en la morgue, ni asaltos
nocturnos, y apenas uno que otro robo; por primera vez desde los días de
febrero de 1848, se podía transitar seguro por las calles de París, y eso que
no había policía de ninguna clase. "Ya no se oye hablar decía un miembro
de la Comuna de asesinatos, robos y atracos; diríase que la policía se ha
llevado consigo a Versalles a todos sus amigos conservadores". Las
cocottes [damiselas] habían reencontrado el rastro de sus protectores,
fugitivos hombres de la familia, de la religión y, sobre todo, de la propiedad.
En su lugar, volvían a salir a la superficie las auténticas mujeres de París,
heroicas, nobles y abnegadas como las mujeres de la antigüedad. París
trabajaba y pensaba, luchaba y daba su sangre; radiante en el entusiasmo de
su iniciativa histórica, dedicado a forjar una sociedad nueva, casi se
olvidaba de los caníbales que tenía a las puertas.
Frente a este mundo nuevo de París, se alzaba el mundo viejo de
Versallesi aquella asamblea de legitimistas y orleanistas, vampiros de todos
los régimes difuntos, ávidos de nutrirse del cadáver de la nación, con su cola
de republicanos antediluvianos, que sancionaban con su presencia en la
Asamblea el motín de los esclavistas, confiando el mantenimiento de su
República Parlamentaria a la vanidad del senil saltimbanqui que la presidía
y caricaturizando la revolución de 1789 con la celebración de sus reuniones
de espectros en el Jeu de Paume Así era esta Asamblea, representación de
todo lo muerto de Francia, sólo mantenida en una apariencia de vida por los
sables de los generales de Luis Bonaparte. París, todo verdad, y Versalles,
todo mentira, una mentira que salía de los labios de Thiers.
61
"Les doy a ustedes mi palabra, a la que jamás he faltado", dice Thiers a
una comisión de alcaldes del departamento de SeineetOise. A la Asamblea
Nacional le dice que "es la Asamblea más libremente elegida y más liberal
que en Francia ha existido"; dice a su abigarrada soldadesca, que es "la
admiración del mundo y el mejor ejército que jamás ha tenido Francia"; dice
a las provincias que el bombardeo de París llevado a cabo por él es un mito:
"Si se han disparadoalgunos cañonazos, no ha sido por el ejército de
Versalles, sino por algunos insurrectos empeñados en hacernos creer que
luchan, cuando en realidad no se atreven a asomar sus caras". Poco después,
dice a las provincias que "la artillería de Versalles no bombardea a París,
sino que simplemente lo cañonea". Dice al arzobispo de París que las
pretendidas ejecuciones y represalias (!) atribuidas a las tropas de Versalles
son puras invenciones. Dice a París que sólo ansía "liberarlo de los horribles
tiranos que lo oprimen" y que el París de la Comuna no es, en realidad, "más
que un puñado de criminales".
El París del señor Thiers no era el verdadero París de la "vil
muchedumbre", sino un París fantasma, el París de los francsfileurs [88], el
París masculino y femenino de los bulevares, el París rico, capitalista; el
París dorado, el París ocioso, que ahora corría en tropel a Versalles, a Saint
Denis, a Rueil y a SaintGermain, con sus lacayos, sus estafadores, su
bohème literaria y sus cocottes. El París para el que la guerra civil no era
más que un agradable pasatiempo, el que veia las batallas por un anteojo de
larga vista, el que contaba los estampidos de los cañonazos y juraba por su
honor y el de sus prostitutas que aquella función era mucho mejor que las
62
que representaban en Porte Saint Martin. Allí, los que caían eran muertos de
verdad, los gritos de los heridos eran de verdad también, y además, ¡todo era
tan intensamente histórico!
Este es el París del señor Thiers, como el mundo de los emigrados de
Coblenza era la Francia del señor de Calonne.
IV
La primera tentativa de conspiración de los esclavistas para sojuzgar a
París logrando su ocupación por los prusianos, fracasó ante la negativa de
Bismarck. La segunda tentativa, la del 18 de marzo, terminó con la derrota
del ejército y la huída a Versalles del gobierno, que ordenó a todo el aparato
administrativo que abandonase sus puestos y le siguiese en la huida.
Mediante la simulación de negociaciones de paz con París, Thiers ganó
tiempo para preparar la guerra contra él. Pero, ¿de dónde sacar un ejército?
Los restos de los regimientos de línea eran escasos en número e inseguros
en cuanto a moral. Su llamamiento apremiante a las provincias para que
acudiesen en ayuda de Versalles con sus guardias nacionales y sus
voluntarios, tropezó con una negativa rotunda. Sólo Bretaña mandó a luchar
bajo una bandera blanca a un puñado de chuans, con un corazón de Jesús en
tela blanca so bre el pecho y gritando "Vive le roi! " ("¡Viva el rey!"). Así,
Thiers se vio obligado a reunir a toda prisa una turba abiga rrada, compuesta
por marineros, soldados de infantería de marina, zuavos pontificios, más los
gendarmes de Valentin y los sergents de ville y mouchards [confidentes] de
Pietri. Pero este ejército habría sido ridículamente ineficaz sin la
63
incorporación de los prisioneros de guerra imperiales que Bismarck fue
entregando a plazos en cantidad suficiente para mantener viva la guerra civil
y para tener al Gobierno de Versalles en abyecta dependencia con respecto a
Prusia. Durante la guerra misma, la policia versallesa tenía que vigilar al
ejército de Versalles, mientras que los gendarmes tenían que arrastrarlo a la
lucha, colocándose ellos siempre en los puestos de peligro. Los fuertes que
cayeron no fueron conquistados, sino comprados. El heroísmo de los
federales convenció a Thiers de que para vencer la resistencia de París no
bastaban su genio estratégico ni las bayonetas de que disponía.
Entretanto, sus relaciones con las provincias se hacían cada vez más
difíciles. No llegaba un solo mensaje de adhesión para estimular a Thiers y a
sus "rurales". Muy al contrario, llegaban de todas partes diputaciones y
mensajes pidiendo, en un tono que tenía de todo menos de respetuoso, la
reconciliación con París sobre la base del reconocimiento inequívoco de la
República, el reconocimiento de las libertades comunales y la disolución de
la Asamblea Nacional, cuyo mandato había expirado ya. Estos mensajes
afluían en tal número, que en su circular dirigida el 23 de abril a los fiscales,
Dufaure, ministro de Justicia de Thiers, les ordenaba considerar como un
crimen "el llamamiento a la conciliación". No obstante, en vista de las
perspectivas desesperadas que se abrían ante su campaña militar, Thiers se
decidió a cambiar de táctica, ordenando que el 30 de abril se celebrasen
elecciones municipales en todo el país, sobre la base de la nueva ley
municipal dictada por él mismo a la Asamblea Nacional. Utilizando, según
los casos, las intrigas de sus prefectos y la intimidación policíaca, estaba
64
completamente seguro de que el resultado de la votación en las provincias le
permitiría ungir a la Asamblea Nacional con aquel poder moral que jamás
había tenido, y obtener por fin de las provincias la fuerza material que
necesitaba para la conquista de París.
Thiers se preocupó desde el primer momento en combinar su guerra de
bandidaje contra París glorificada en sus propios boletines y las
tentativas de sus ministros para instaurar de un extremo a otro de Francia el
reinado del terror, con una pequeña comedia de conciliación, que había de
servirle para más de un fin. Trataba con ello de engañar a las provincias, de
seducir a la clase media de París y, sobre todo, de brindar a los pretendidos
republicanos de la Asamblea Nacional la oportunidad de esconder su
traición contra París detrás de su fe en Thiers. El 21 de marzo, cuando aún
no disponía de un ejército, Thiers declaraba ante la Asamblea: "Pase lo que
pase, jamás enviaré tropas contra París". El 27 de marzo, intervino de nuevo
para decir: "Me he encontrado con la República como un hecho consumado
y estoy firmemente decidido a mantenerla". En realidad, en Lyon y en
Marsella[91] aplastó la revolución en nombre de la República, mientras en
Versalles los bramidos de sus "rurales" ahogaban la simple mención de su
nombre. Después de esta hazaña, rebajó el "hecho consumado" a la
categoría de hecho hipotético. A los príncipes de Orleáns, que Thiers había
alejado de Burdeos por precaución, se les permitía ahora intrigar en Dreux,
lo cual era una violación flagrante de la ley. Las concesiones prometidas por
Thiers, en sus interminables entrevistas con los delegados de París y
provincias, aunque variaban constantemente de tono y de color, según el
65
tiempo y las circunstancias, se reducían siempre, en el fondo, a la promesa
de que su venganza se limitaría al "puñado de criminales complicados en los
asesinatos de Lecomte y Clément Thomas", bien entendido que bajo la
condición de que París y Francia aceptasen sin reservas al señor Thiers
como la mejor de las repúblicas posibles, tal como él había hecho en 1830
con Luis Felipe. Pero hasta estas mismas concesiones, no sólo se cuidaba de
ponerlas en tela de juicio mediante los comentarios oficiales que hacía a
través de sus ministros en la Asamblea, sino que, además, tenía a su Dufaure
para actuar. Dufaure, viejo abogado orleanista, había sido juez supremo de
todos los estados de sitio, lo mismo ahora, en 1871, bajo Thiers, que en
1839, bajo Luis Felipe, y en 1849, bajo la presidencia de Luis Bonaparte.
Durante su cesantía de ministro, había reunido una fortuna defendiendo los
pleitos de los capitalistas de París y había acumulado un capital político
pleiteando contra las leyes elaboradas por él mismo. Ahora, no contento con
hacer que la Asamblea Nacional votase a toda prisa una serie de leyes de
represión que, después de la caída de París, habían de servir para extirpar los
últimos vestigios de las libertades republicanas en Francia, trazó de
antemano la suerte que había de correr París, al abreviar los trámites de los
Tribunales de Guerra, que le parecían demasiado lentos, y al presentar una
nueva ley draconiana de. deportación. La Revolución de 1848, al abolir la
pena de muerte para los delitos políticos, la había sustituido por la
deportación. Luís Bonaparte no se atrevió, por lo menos en teoría, a
restablecer el régime de la guillotina. Y la Asamblea de los "rurales", que
aún no se atrevía a insinuar siquiera que los parisinos no eran rebeldes sino
asesinos, no tuvo más remedio que limitarse, en la venganza que preparaba
66
contra París, a la nueva ley de deportaciones de Dufaure. Bajo todas estas
circunstancias, Thiers no hubiera podido seguir representando su comedia
de conciliación, si esta comedia no hubiese arrancado, como él precisamente
quería, gritos de rabia entre los "rurales", cuyas cabezas rumiantes no
podían comprender la farsa, ni todo lo que la farsa exigía en cuanto a
hipocresía, tergiversación y dilaciones.
Ante la proximidad de las elecciones municipales del 30 de abril, el día
27 Thiers representó una de sus grandes escenas conciliatorias. En medio de
un torrente de retórica sentimental, exclamó desde la tribuna de la
Asamblea: "La única conspiración que hay contra la República es la de
París, que nos obliga a derramar sangre francesa. No me cansaré de
repetirlo: ¡que aquellas manos suelten las armas infames que empuñan y el
castigo se detendrá inmediatamente mediante un acto de paz del que sólo
quedará excluido un puñado de criminales!" Y como los "rurales" le
interrumpieran violentamente, replicó: "Decidme, señores, os lo suplico, si
estoy equivocado. ¿De veras deploráis que yo haya podido declarar aquí que
los criminales no son en verdad más que un puñado? ¿No es una suerte, en
medio de nuestras desgracias, que quienes fueron capaces de derramar la
sangre de Clément Thomas y del general Lecomte sólo representan raras
excepciones?"
Sin embargo, Francia no prestó oídos a aquellos discursos que Thiers
creía eran cantos de sirena parlamentaria. De los 700.000 concejales
elegidos en los 35.000 municipios que aún conservaba Francia, los
legitimistas, orleanistas y bonapartistas coligados no obtuvieron siquiera
67
8.000. Las diferentes votaciones complementarias arrojaron resultados aún
más hostiles. De este modo, en vez de sacar de las provincias la fuerza
material que tanto necesitaba, la Asamblea perdía hasta su último título de
fuerza moral: el de ser expresión del sufragio universal de la nación. Para
remachar la derrota, los ayuntamientos recién elegidos amenazaron a la
Asamblea usurpadora de Versalles con convocar una contraasamblea en
Burdeos.
Por fin había llegado para Bismarck el tan esperado momento de
lanzarse a la acción decisiva. Ordenó perentoriamente a Thiers que mandase
a Francfort delegados plenipotenciarios para sellar definitivamente la paz.
Obedeciendo humildemente a la llamada de su señor, Thiers se apresuró a
enviar a su fiel Jules Favre, asistido por PouyerQuertier. PouyerQuertier,
"eminente" hilandero de algodón de Ruán, ferviente y hasta servil partidario
del Segundo Imperio, jamás había descubierto en éste ninguna falta, fuera
de su tratado comercial con Inglaterra,[95] atentatorio para los intereses de su
propio negocio. Apenas instalado en Burdeos como ministro de Hacienda de
Thiers, denunció este "nefasto" tratado, sugirió su pronta derogación y tuvo
incluso el descaro de intentar, aunque en vano (pues echó sus cuentas sin
Bismarck), el inmediato restablecimiento de los antiguos aranceles
protectores contra Alsacia, donde, según él no existía el obstáculo de ningún
tratado internacional anterior. Este hombre, que veía en la contrarrevolución
un medio para rebajar los salarios en Ruán, y en la entrega a Prusia de las
provincias francesas un medio para subir los precios de sus artículos en
68
Francia, ¿no era éste el hombre predestinado para ser elegido por Thiers, en
su última y culminante traición, como digno auxiliar de Jules Favre?
A la llegada a Francfort de esta magnífica pareja de delegados
plenipotenciarios, el brutal Bismarck los recibió con este dilema categórico:
"¡O la restauración del Imperio, o la aceptación sin reservas de mis
condiciones de paz!". Entre estas condiciones entraba la de acortar los
plazos en que había de pagarse la indemnización de guerra y la prórroga de
la ocupación de los fuertes de París por las tropas prusianas mientras
Bismarck no estuviese satisfecho con el estado de cosas reinante en Francia.
De este modo, Prusia era reconocida como supremo árbitro de la política
interior francesa. A cambio de esto, ofrecía soltar, para que exterminase a
París, al ejército bonapartista que tenía prisionero y prestarle el apoyo
directo de las tropas del emperador Guillermo. Como prenda de su buena fe,
se prestaba a que el pago del primer plazo de la indemnización se
subordinase a la "pacificación" de París. Huelga decir que Thiers y sus
delegados plenipotenciarios se apresuraron a tragar esta sabrosa carnada. El
Tratado de Paz fue firmado por ellos el 10 de mayo y ratificado por la
Asamblea de Versalles el 18 del mismo mes.
En el intervalo entre la conclusión de la paz y la llegada de los
prisioneros bonapartistas, Thiers se creyó tanto más obligado a reanudar su
comedia de reconciliación cuanto que los republicanos, sus instrumentos,
estaban apremiantemente necesitados de un pretexto que les permitiese
cerrar los ojos a los preparativos para la carnicería de París. Todavía el 8 de
mayo contestaba a una comisión de conciliadores de la clase media: "Tan
69
pronto como lo insurrectos se decidan a capitular, las puertas de París se
abrirán de par en par durante una semana para todos, con la sola excepción
de los asesinos de los generales Clément Thomas y Lecomte."
Pocos días después, interpelado violentamente por los "rurales" acerca
de estas promesas, se negó a entrar en ningún género de explicaciones; pero
no sin hacer esta alusión significativa: "Os digo que entre vosotros hay
hombres impacientes, hombres que tienen demasiada prisa. Que aguarden
otros ocho días; al cabo de ellos, el peligro habrá pasado y la tarea estará a
la altura de su valentía y capacidad". Tan pronto como MacMahon pudo
garantizarle que en breve plazo podría entrar en París, Thiers declaró ante la
Asamblea que "entraría en París con la ley en la mano y exigiendo una
expiación cumplida a los miserables que habían sacrificado vidas de
soldados y destruido monumentos públicos". Al acercarse el momento
decisivo, dijo a la Asamblea Nacional: "¡Seré implacable!"; a París, que no
había salvación para él; y a sus bandidos bonapartistas que se les daba carta
blanca para vengarse de París a discreción. Por último, cuando el 21 de
mayo la traición abrió las puertas de la ciudad al general Douay, Thiers
pudo descubrir el día 22 a los "rurales" el "objetivo" de su comedia de
reconciliación, que tanto se habían obstinado en no comprender: "Os dije
hace pocos días que nos estábamos acercando a nuestro objetivo; hoy vengo
a deciros que el objetivo está alcanzado. ¡El triunfo del orden, de la justicia
y de la civilización se consiguió por fin!".
Así era. La civilización y la justicia del orden burgués aparecen en todo
su siniestro esplendor dondequiera que los esclavos y los parias de este
70
orden osan rebelarse contra sus señores. En tales momentos, esa civilización
y esa justicia se muestran como lo que son: salvajismo descarado y
venganza sin ley. Cada nueva crisis que se produce en la lucha de clases
entre los productores y los apropiadores hace resaltar este hecho con mayor
claridad. Hasta las atrocidades cometidas por la burguesía en junio de 1848
palidecen ante la infamia indescriptible de 1871. El heroísmo abnegado con
que la población de París hombres, mujeres y niños luchó por espacio
de ocho días después de la entrada de los versalleses en la ciudad, refleja la
grandeza de su causa, como las hazañas infernales de la soldadesca reflejan
el espíritu innato de esa civilización, de la que es el brazo vengador y
mercenario. ¡Gloriosa civilización ésta, cuyo gran problema estriba en saber
cómo desprenderse de los montones de cadáveres hechos por ella después
de haber cesado la batalla!
Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de
presa hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos
romanos. Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo desdén, en
la matanza, para la edad y el sexo; el mismo sistema de torturas a los
prisioneros; las mismas proscripciones pero ahora de toda una clase; la
misma batida salvaje contra los jefes escondidos, para que ni uno solo se
escape; las mismas delaciones de enemigos políticos y personales; la misma
indiferencia ante la carnicería de personas completamente ajenas a la
contienda. No hay más que una diferencia, y es que los romanos no
disponían de mitrailleuses para despachar a los proscritos en masa y que no
71
actuaban "con la ley en la mano" ni con el grito de "civilización" en los
labios.
Y tras estos horrores, volvamos la vista a otro aspecto, todavía más
repugnante, de esa civilización burguesa, tal como su propia prensa lo
describe.
"Mientras a lo lejos escribe el corresponsal parisino de un periódico
conservador de Londres se oyen todavía disparos sueltos y entre las
tumbas del cementerio de Pére Lachaise agonizan infelices heridos
abandonados; mientras 6.000 insurrectos aterrados vagan en una agonía de
desesperación en el laberinto de las catacumbas y por las calles se ven
todavía infelices llevados a rastras para ser segados en montón por las
mitrailleuses resulta indignante ver los cafés llenos de bebedores de ajenjo y
de jugadores de billar y de dominó; ver cómo las mujeres del vicio
deambulan por los bulevares y oír cómo el estrépito de las orgías en los
cabinets particuliers de los restaurantes distinguidos turban el silencio de la
noche". El señor Edouard Hervé escribe en el Journal de París, periódico de
Versalles suprimido por la Comuna: "El modo cómo la población de París
(!) manifestó ayer su satisfacción era más que frívolo, y tememos que se
agrave con el tiempo. París presenta ahora un aire de día de fiesta
lamentablemente poco apropiado. Si no queremos que nos llamen los
parisinos de la decadencia, debemos poner término a tal estado de cosas". Y
a continuación cita el pasaje de Tácito: "Y sin embargo, a la mañana
siguiente de aquella horrible batalla y aun antes de haberse terminado,
Roma, degradada y corrompida, comenzó a revolcarse de nuevo en la charca
72
de voluptuosidad que destruía su cuerpo y encenagaba su alma alibi
proelia et vulnera, alibi balnea popinaeque (aquí combates y heridas, allí
baños y festines)". El señor Hervé sólo se olvida de aclarar que la
"población de París" de que él habla es, exclusivamente, la población del
París del señor Thiers: los francsfileurs que volvían en tropel de Versalles,
de Saint Denis, de Rueil y de Saint Germain, el París de la "decadencia".
En cada uno de sus triunfos sangrientos sobre los abnegados paladines
de una sociedad nueva y mejor, esta infame civilización, basada en la
esclavización del trabajo, ahoga los gemidos de sus víctimas en un clamor
salvaje de calumnias, que encuentran eco en todo el orbe. Los perros de
presa del "orden" transforman de pronto en un infierno el sereno París
obrero de la Comuna. ¿Y qué es lo que demuestra este tremendo cambio a
las mentes burguesas de todos los países? ¡Demuestra, sencillamente, que la
Comuna se ha amotinado contra la civilización! El pueblo de París, lleno de
entusiasmo, muere por la Comuna en número no igualado por ninguna
batalla de la historia. ¿Qué demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente que
la Comuna no era el gobierno propio del pueblo, sino la usurpación del
Poder por un puñado de criminales! Las mujeres de París dan alegremente
sus vidas en las barricadas y ante los pelotones de ejecución. ¿Qué
demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente, que el demonio de la Comuna
las ha convertido en Megeras y Hécates! La moderación de la Comuna
durante los dos meses de su dominación indisputada sólo es igualada por el
heroísmo de su defensa. ¿Qué demuestra esto? ¡Demuestra, sencillamente,
que durante dos meses, la Comuna ocultó cuidadosamente bajo una careta
73
de moderación y de humanidad la sed de sangre de sus instintos satánicos,
para darle rienda suelta en la hora de su agonía!
En el momento del heroico holocausto de sí mismo, el París obrero
envolvió en llamas edificios y monumentos. Cuando los esclavizadores del
proletariado descuartizan su cuerpo vivo, no deben seguir abrigando la
esperanza de retornar en triunfo a los muros intactos de sus casas. El
Gobierno de Versalles grita: "¡Incendiarios!", y susurra esta consigna a
todos sus agentes, hasta en la aldea más remota, para que acosen a sus
enemigos por todas partes como incendiarios profesionales. La burguesía
del mundo entero, que mira complacida la matanza en masa después de la
lucha, ¡se estremece de horror ante la profanación del ladrillo y la argamasa!
Cuando los gobiernos dan a sus flotas de guerra carta blanca para
"matar, quemar y destruir", ¿dan o no dan carta blanca a incendiarios?
Cuando las tropas británicas prendieron fuego alegremente al Capitolio de
Washington o al Palacio de Verano del Emperador de China, ¿eran o no
incendiarias? Cuando los prusianos, no por razones militares, sino por mero
espíritu de venganza, hicieron arder con ayuda del petróleo poblaciones
enteras como Chateaudun e innumerables aldeas, ¿eran o no incendiarios?
Cuando Thiers bombardeó a París durante seis semanas, bajo el pretexto de
que sólo quería prender fuego a las casas en que había gente, ¿era o no
incendiario? En la guerra, el fuego es un arma tan legítima como cualquier
otra. Los edificios ocupados por el enemigo son bombardeados para
prenderles fuego. Y si sus defensores se ven obligados a evacuarlos, ellos
mismos los incendian, para evitar que los atacantes se apoyen en ellos. El
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ser pasto de las llamas ha sido siempre el destino ineludible de los edificios
situados en el frente de combate de todos los ejércitos regulares del mundo.
¡Pero he aquí que en la guerra de los esclavizados contra los esclavizadores
la única guerra justificada de la historia este argumento ya no es válido
en absoluto! La Comuna se sirvió del fuego pura y exclusivamente como de
un medio de defensa. Lo empleó para cortar el avance de las tropas de
Versalles por aquellas avenidas largas y rectas que Haussmann había abierto
expresamente para el fuego de la artillería; lo empleó para cubrir la retirada,
del mismo modo que los versalleses, al avanzar, emplearon sus granadas,
que destruyeron, por lo menos, tantos edificios como el fuego de la
Comuna. Todavía no se sabe a ciencia cierta cuáles edificios fueron
incendiados por los defensores y cuáles por los atacantes. Y los defensores
no recurrieron al fuego hasta que las tropas versallesas no habían
comenzado su matanza en masa de prisioneros. Además, la Comuna había
anunciado públicamente, desde hacía mucho tiempo, que, empujada al
extremo, se enterraría entre las ruinas de París y haría de esta capital un
segundo Moscú; cosa que el Gobierno de Defensa Nacional había prometido
también hacer, claro que sólo como disfraz, para encubrir su traición.
Trochu había preparado el petróleo necesario para esta eventualidad. La
Comuna sabía que a sus enemigos no les importaban las vidas del pueblo de
París, pero que en cambio les importaban mucho los edificios parisinos de
su propiedad. Por otra parte, Thiers había hecho ya saber que sería
implacable en su venganza. Apenas vio, de un lado, a su ejército en orden de
batalla y del otro, a los prusianos cerrando la salida, exclamó: "¡Seré
inexorable! ¡El castigo será completo y la justicia severa!". Si los actos de
75
los obreros de París fueron de vandalismo, era el vandalismo de la defensa
desesperada, no un vandalismo de triunfo, como aquel de que los cristianos
dieron prueba al destruir los tesoros artísticos, realmente inestimables de la
antigüedad pagana. Pero incluso este vandalismo ha sido justificado por los
historiadores como un accidente inevitable y relativamente insignificante, en
comparación con aquella lucha titánica entre una sociedad nueva que surgía
y otra vieja que se derrumbaba. Y aún menos se parecía al vandalismo de un
Haussmann, que arrasó el París histórico, para dejar sitio al París de los
ociosos.
Pero, ¡y la ejecución por la Comuna de los sesenta y cuatro rehenes,
con el Arzobispo de París a la cabeza! La burguesía y su ejército
restablecieron en junio de 1848 una costumbre que había desaparecido
desde hacía largo tiempo de las prácticas guerreras: la de fusilar a sus
prisioneros indefensos. Desde entonces, esta costumbre brutal ha encontrado
la adhesión más o menos estricta de todos los aplastadores de conmociones
populares en Europa y en la India, demostrando con ello que constituye un
verdadero "progreso de la civilización". Por otra parte, los prusianos
restablecieron en Francia la práctica de tomar rehenes; personas inocentes a
quienes se hacía responder con sus vidas de los actos de otros. Cuando
Thiers, como hemos visto, puso en práctica desde el primer momento la
humana costumbre de fusilar a los comuneros apresados, la Comuna, para
proteger sus vidas, vióse obligada a recurrir a la práctica prusiana de tomar
rehenes. Las vidas de estos rehenes ya habían sido condenadas repetidas
veces por los incesantes fusilamientos de prisioneros a manos de las tropas
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versallesas. ¿Quién podía seguir guardando sus vidas después de la
carnicería con que los pretorianos de MacMahon celebraron su entrada en
París? ¿Había de convertirse también en una burla la última medida la
toma de rehenes con que se aspiraba a contener el salvajismo
desenfrenado de los gobiernos burgueses? El verdadero asesino del
arzobispo Darboy es Thiers. La Comuna propuso repetidas veces el canje
del arzobispo y de otro montón de clérigos por un solo prisionero, Blanqui,
que Thiers tenía entonces en sus garras. Y Thiers se negó tenazmente. Sabía
que entregando a Blanqui daría a la Comuna una cabeza, mientras que el
arzobispo seniría mejor a sus fines como cadáver. Thiers seguía aquí las
huellas de Cavaignac. ¿Acaso en junio de 1848 Cavaignac y sus gentes del
Orden no habían lanzado gritos de horror, estigmatizando a los insurrectos
como asesinos del arzobispo Affre? Y ellos sabían perfectamente que el
arzobispo había sido fusilado por las tropas del Partido del Orden.
Jacquemet, vicario general del arzobispo que había asistido a la
ejecución, se lo había certificado inmediatamente después de ocurrir ésta.
Todo este coro de calumnias, que el Partido del Orden, en sus orgías de
sangre, no deja nunca de alzar contra sus víctimas, sólo demuestra que el
burgués de nuestros días se considera el legítimo heredero del antiguo señor
feudal, para quien todas las armas eran buenas contra los plebeyos, mientras
que en manos de éstos toda arma constituía por sí sola un crimen.
La conspiración de la clase dominante para aplastar la revolución por
medio de una guerra civil montada bajo el patronato del invasor extranjero
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conspiración que hemos ido siguiendo desde el mismo 4 de septiembre
hasta la entrada de los pretorianos de MacMahon por la puerta de Saint
Cloud culminó en la carnicería de París. Bismarck se deleita ante las
ruinas de París, en las que ha visto tal vez el primer paso de aquella
destrucción general de las grandes ciudades que había sido su sueño dorado
cuando no era más que un simple "rural" en los escaños de la Chambre
introuvable prusiana de 1849. Se deleita ante los cadáveres del proletariado
de París. Para él, esto no es sólo el exterminio de la revolución, es además el
aniquilamiento de Francia, que ahora queda decapitada de veras, y por obra
del propio Gobierno francés. Con la superficialidad que caracteriza a todos
los estadistas afortunados, no ve más que el aspecto externo de este
formidable acontecimiento histórico. ¿Cuándo había brindado la historia el
espectáculo de un conquistador que coronaba su victoria convirtiéndose, no
solamente en el gendarme, sino también en el sicario del gobierno vencido?
Entre Prusia y la Comuna de París no había guerra. Por el contrario, la
Comuna había aceptado los preliminares de paz, y Prusia se había declarado
neutral. Prusia no era, por tanto, beligerante. Desempeñó el papel de un
matón; de un matón cobarde, puesto que no arrostraba ningún peligro; y de
un matón a sueldo, porque se había estipulado de antemano que el pago de
sus 500 millones teñidos en sangre no sería hecho hasta después de la caída
de París. De este modo, se revelaba, por fin, el verdadero carácter de la
guerra, de esa guerra ordenada por la Providencia como castigo de la impía
y corrompida Francia por la muy moral y piadosa Alemania. Y esta
violación sin precedente del derecho de las naciones, incluso en la
interpretación de los juristas del viejo mundo, en vez de poner en pie a los
78
gobiernos "civilizados" de Europa para declarar fuera de la ley internacional
al felón gobierno prusiano, simple instrumento del gobierno de San
Petersburgo, les incita únicamente a preguntarse ¡si las pocas víctimas que
consiguen escapar por entre el doble cordón que rodea a París no deberán
ser entregadas también al verdugo de Versalles!
El hecho sin precedente de que después de la guerra más tremenda de
los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la
matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el
aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el
desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más
heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y
ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los
gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan
pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de
clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los
gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado.
Después del domingo de Pentecostés de 1871, ya no puede haber paz ni
tregua posible entre los obreros de Francia y los que se apropian el producto
de su trabajo. El puño de hierro de la soldadesca mercenaria podrá tener
sujetas, durante cierto tiempo, a estas dos clases, pero la lucha volverá a
estallar una y otra vez en proporciones crecientes. No puede caber duda
sobre quién será a la postre el vencedor: si los pocos que viven del trabajo
ajeno o la inmensa mayoría que trabaja. Y la clase obrera francesa no es más
que la vanguardia del proletariado moderno.
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Los gobiernos de Europa, mientras atestiguan así, ante París, el carácter
internacional de su dominación de clase, braman contra la Asociación
Internacional de los Trabajadores la contraorganización internacional del
trabajo frente a la conspiración cosmopolita del capital , como la fuente
principal de todos estos desastres. Thiers la denunció como déspota del
trabajo que pretende ser su libertador. Picard ordenó que se cortasen todos
los enlaces entre los miembros franceses y extranjeros de la Internacional.
El conde de Jaubert, una momia que fue cómplice de Thiers en 1835,
declara que el exterminio de la Internacional es el gran problema de todos
los gobiernos civilizados. Los "rurales" braman contra ella, y la prensa
europea se agrega unánimemente al coro. Un escritor francés honrado,
absolutamente ajeno a nuestra Asociación, se expresa en los siguientes
términos: "Los miembros del Comité Central de la Guardia Nacional, así
como la mayor parte de los miembros de la Comuna, son las cabezas más
activas, inteligentes y enérgicas de la Asociación Internacional de los
Trabajadores . . . Hombres absolutamente honrados, sinceros, inteligentes,
abnegados, puros y fanáticos en el buen sentido de la palabra".
Naturalmente, la mente burguesa, con su contextura policíaca, se figura a la
Asociación Internacional de los Trabajadores como una especie de
conspiración secreta con un organismo central que ordena de vez en cuando
explosiones en diferentes países. En realidad, nuestra Asociación no es más
que el lazo internacional que une a los obreros más avanzados de los
diversos países del mundo civilizado. Dondequiera que la lucha de clases
alcance cierta consistencia, sean cuales fueren la forma y las condiciones en
que el hecho se produzca, es lógico que los miembros de nuestra Asociación
80
aparezcan en la vanguardia. El terreno de donde brota nuestra Asociación es
la propia sociedad moderna. No es posible exterminarla, por grande que sea
la carniceria. Para hacerlo, los gobiernos tendrían que exterminar el
despotismo del capital sobre el trabajo, base de su propia existencia
parasitaria.
El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado
como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su
santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y a sus exterminadores la
historia los ha clavado ya en una picota eterna, de la que no lograrán
redimirlos todas las preces de su clerigalla.
3. Crítica del programa de Gotha
Este es un texto muy importante en el marxismo, puesto que toca aspectos
programáticos. Es polémico. Es la respuesta airada de Marx a los errores de los dirigentes
socialistas alemanes en el proceso de unificación de los partidos obreros existentes en
Alemania en 1875 y desde la década anterior.
En el congreso de la ciudad de Gotha se fusionaron dos organizaciones: una, dirigida
por Karl Liebknecht y August Bebel, constituía lo que se podía decir era la más influida por
Marx, el Partido Obrero Socialdemócrata, fundado en la ciudad de Eisenach en 1863, sobre
la base de entidades obreras entre las que destacaban las sociedades educativas, dirigidas
por Bebel, y las secciones adheridas a la Internacional, bajo el ascendiente directo de Marx,
además de un sector de oposición a los lassalleanos. La otra organización era precisamente
la Asociación General de Obreros de Alemania, fundada por Ferdinand Lassalle, un
abogado líder de un movimiento político obrero, quien llegó, a comienzos de la década de
81
los setenta, a acuerdos políticos con el canciller presidente prusiano Otto Leopold Von
Bismarck.
Bismarck era representante de la aristocracia prusiana, quien, desde 1863 emprendió
la unificación alemana, bajo el reinado del Kaiser Guillermo I, mediante una agresiva
política militarista y una serie de acciones bélicas: guerra con Dinamarca para quitarle el
ducado de SchleswingHolstein imponiéndose a la mayoría liberal en el parlamento de
Prusia, guerra contra Austria (1866) mediante la cual se hizo dueño absoluto de aquel
ducado y anexó a PrusiaHannover y HesseCassel; a continuación creó la Confederación
de Alemania Septentrional bajo la hegemonía de Prusia, que incluía todos los territorios
germánicos situados al norte del Main; guerra Francoprusiana de 1871 (uno de cuyos
episodios fue la Comuna de París).
Lassalle proponía lograr el apoyo gubernamental a la formación de cooperativas y
conquistar las elecciones universales y directas, a cambio de aislar al sector liberal burgués,
representado por el Partido Progresista, enemigo de Bismarck. Rechazaba la acción
reivindicativa de los sindicatos porque supuestamente apartaba la atención del verdadero
objetivo de alcanzar el poder político, y también se oponía al constitucionalismo
parlamentario de la burguesía liberal, por considerarlo una forma de estado resultado de
unas correlaciones de fuerzas sociales, cuando, para él, el fin del Estado no era otro que la
hegeliana implantación de la idea. Su sistema de gobierno era un poder central autoritario,
una dictadura educativa de reafirmación plebiscitaria, guiada por la intuición del
liderazgo, y no por la dictadura de la clase obrera como tal.
Objetivamente, pues, el lassallismo constituía la instrumentalización política de la
clase obrera por parte de una fracción de la aristocracia prusiana en un proyecto cesarista al
estilo del imperio francés. Su rechazo equidistante de la lucha económica del proletariado y
del constitucionalismo político, junto a su idea del socialismo de Estado, permitió a
82
Lassalle considerar al Estado vigente como el epicentro de la transformación social y como
su instrumento adecuado conquistado por medio del sufragio directo. Lassalle muere en
1864, pero su influencia perduró a través de los dirigentes de la Asociación.
La cuestión es que en 1875 los socialistas discípulos de Marx, agrupados en el Partido
Obrero Socialdemócrata, hicieron una pésima negociación, cediendo en el terreno de los
principios programáticos y hasta en la conformación de los organismos de dirección. Para
mayor disgusto de Marx y Engels, los lassalleanos siempre habían mostrado un agresivo
sectarismo y desprecio hacia el Partido de Eisenach, y en aquel momento, cuando los otrora
rivales de las masas obreras proponían la unificación, los socialistas cedían en todo.
El Partido fusionado incluyó en su programa varios elementos muy irritantes para los
iniciadores del marxismo. Comenzando por la frase de que frente a la clase obrera todas las
demás clases eran reaccionarias, formulación que intentaba justificar la oposición de los
lassalleanos a los liberales; pero al mismo tiempo, se incorporaban siete reivindicaciones
democráticas en el programa: ¡tamaña incongruencia! Además, y después de la experiencia
de la Internacional, se renegaba del internacionalismo proletario, sustituyéndolo por una
consigna vaga de la “fraternidad de los pueblos”. En tercer lugar, los eisenachianos se
dejaron imponer el concepto de la “ley de bronce de los salarios”, la cual contradecía las
explicaciones más complejas y ajustadas a la realidad económica que brindaban los
estudios económicos de Marx. También el programa exigía el apoyo estatal para las
organizaciones productivas de los obreros, y propugnaba un “estado libre”, término confuso
que ni siquiera llegaba a ser una propuesta republicana; etc. Marx plantea entonces, por
primera vez de manera programática, la tesis de la “dictadura revolucionaria del
proletariado” como fase de transición entre el capitalismo y la sociedad sin clases ni estado.
Este, con su burocracia, policía y ejército, se iría extinguiendo a medida que desaparecieran
las diferencias de clases sociales y, por tanto, su lucha. La dictadura del proletariado era el
83
poder proletario y por ello era ya un casi estado. Desarrollaba al máximo los mecanismos
democráticos de las elecciones y las revocatorias de los funcionarios, quienes ganarían a lo
sumo el sueldo de un obrero calificado, aparte de avanzar en la socialización de los medios
de producción y resolver los problemas más urgentes de las condiciones de vida de las
masas trabajadoras.
La crítica de Marx es contundente. El texto revela, por una parte, la importancia que
para Marx y Engels tienen las cuestiones teóricas a la hora de hacer el programa político del
partido proletario; pero también la torpeza o falta de consistencia política y teórica de los
dirigentes socialistas alemanes, discípulos de Marx, de la época. La ley de excepción contra
los socialistas, impuesta en vano por Bismarck entre 1878 y 1890 con el fin de frenar el
auge del movimiento obrero alemán, supuso la bancarrota del lassallismo. Ante el partido
se mostraba entonces a la luz la verdadera naturaleza del Estado como instrumento de
dominación de clase, quedando desterrada la ilusión hegeliana del Estado como expresión
moral del espíritu del pueblo, tan cara a Lassalle. En estas circunstancias, se crearon las
condiciones para que, a partir de la segunda mitad de la década de los 80, el marxismo se
abriera paso en el partido alemán, en busca de su hegemonía política. Pero es también la
década de los 80 la de la primera generación de dirigentes obreros que encarnaban esa
mixtura ideológica en la que entraba a formar parte integrante el marxismo. Los
Liebknecht, Bracke, Schramm y Bebel representan un socialismo ecléctico y vacilante que
recogía aportes de distintas filosofías, proclive a la influencia del oportunismo demagógico
(como la que ejerció Dühring en determinado periodo) y a ofrecer resistencia al marxismo
como fundamento teórico de la política del partido. Excepciones como la de J. Dietzgen,
quien mostró el mayor esfuerzo por asimilar el marxismo como concepción global del
mundo, sirvieron de puente para la siguiente generación, la de Bernstein y Kautsky y
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también Bebel, que ultimaron la conquista de la hegemonía política del marxismo,
hegemonía ratificada formalmente en el Congreso de Erfurt de 1891.
Por cierto, sabemos por las cartas de Engels que la publicación de la “Crítica del
Programa de Gotha” en vísperas de ese congreso de 1891, no les gustó a muchos de los
militantes del Partido Socialdemócrata Alemán.
Leamos entonces las críticas principales de Marx al Programa de Gotha.
I1. "El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura, y como el trabajo útil sólo es posible dentro de la sociedad y a través de ella, el fruto íntegro del trabajo pertenece por igual derecho a todos los miembros de la sociedad".
Primera parte del párrafo: "El trabajo es la fuente de toda riqueza y de
toda cultura".
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de
los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza
material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la
manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre. Esa
frase se encuentra en todos los silabarios y sólo es cierta si se sobreentiende
que el trabajo se efectúa con los correspondientes objetos y medios. Pero un
programa socialista no debe permitir que tales tópicos burgueses silencien
aquellas condiciones sin las cuales no tienen ningún sentido. En la medida
en que el hombre se sitúa de antemano como propietario frente a la
85
naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la
trata como posesión suya, su trabajo se convierte en fuente de valores de
uso, y, por tanto, en fuente de riqueza. Los burgueses tienen razones muy
fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues
precisamente del hecho de que el trabajo esta condicionado por la naturaleza
se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de
trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de
civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las
condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente,
vivir, más que con su permiso.
Pero, dejemos la tesis, tal como está, o mejor dicho, tal como viene
renqueando. ¿Que conclusión habría debido sacarse de ella? Evidentemente,
ésta:
"Como el trabajo es la fuente de toda riqueza, nadie en la sociedad puede
adquirir riqueza que no sea producto del trabajo. Si, por tanto, no trabaja él
mismo, es que vive del trabajo ajeno y adquiere también su cultura a costa
del trabajo de otros".
En vez de esto, se añade a la primera oración una segunda mediante la
locución copulativa "y como", para deducir de ella, y no de la primera, la
conclusión.
Segunda parte del párrafo: "El trabajo útil sólo es posible dentro de la
sociedad y a través de ella".
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Según la primera tesis, el trabajo era la fuente de toda riqueza y de toda
cultura, es decir, que sin trabajo, no era posible tampoco la existencia de
ninguna sociedad. Ahora, nos enteramos, por el contrario, de que sin
sociedad no puede existir ningún trabajo "útil".
Del mismo modo hubiera podido decirse que sólo en la sociedad puede el
trabajo inútil e incluso perjudicial a la comunidad convertirse en una rama
industrial, que sólo dentro de la sociedad se puede vivir del ocio, etc., etc.;
en una palabra, copiar aquí a todo Rousseau.
¿Y que es trabajo "útil"? No puede ser más que el trabajo que consigue el
efecto útil propuesto. Un salvaje y el hombre es un salvaje desde el
momento en que deja de ser mono que mata a un animal de una pedrada,
que amontona frutos, etc., ejecuta un trabajo "útil".
Tercero. Conclusión: "Y como el trabajo útil sólo es posible dentro de la
sociedad y a través de ella, el fruto íntegro del trabajo pertenece por igual
derecho a todos los miembros de la sociedad".
¡Hermosa conclusión! Si el trabajo útil sólo es posible dentro de la
sociedad y a través de ella, el fruto del trabajo pertenecerá a la sociedad, y el
trabajador individual sólo percibirá la parte que no sea necesaria para
sostener la "condición" del trabajo, que es la sociedad.
En realidad, esa tesis la han hecho valer en todos los tiempos los
defensores de todo orden social existente. En primer lugar, vienen las
pretensiones del gobierno y de todo lo que va pegado a él, pues el gobierno
87
es el órgano de la sociedad para el mantenimiento del orden social; detrás de
él, vienen las distintas clases de propiedad privada,* con sus pretensiones
respectivas, pues las distintas clases de propiedad privada son las bases de la
sociedad, etc. Como vemos, a estas frases hueras se les puede dar las vueltas
y los giros que se quiera.
La primera y la segunda parte del párrafo sólo guardarían una cierta
relación razonable redactándolas así:
"El trabajo sólo es fuente de riqueza y de cultura como trabajo social", o,
lo que es lo mismo, "dentro de la sociedad y a través de ella".
Esta tesis es, indiscutiblemente, exacta, pues aunque el trabajo del
individuo aislado (presuponiendo sus condiciones materiales) también
puede crear valores de uso, no puede crear ni riqueza ni cultura.
Pero, igualmente indiscutible es esta otra tesis:
"En la medida en que el trabajo se desarrolla socialmente, convirtiéndose
así en fuente de riqueza y de cultura, se desarrollan también la pobreza y el
desamparo del que trabaja, y la riqueza y la cultura del que no lo hace".
Esta es la ley de toda la historia hasta hoy. Así, pues, en vez de los
tópicos acostumbrados sobre "el trabajo" y "la sociedad", lo que procedía
era señalar concretamente como, en la actual sociedad capitalista, se dan ya,
al fin, las condiciones materiales, etc., que permiten y obligan a los obreros
a romper esa maldición social**.
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Pero de hecho, todo ese párrafo, que es falso lo mismo en cuanto a estilo
que en cuanto a contenido, no tiene más finalidad que la de inscribir como
consigna en lo alto de la bandera del Partido el tópico lassalleano del "fruto
íntegro del trabajo". Volveré más adelante sobre esto del "fruto del trabajo",
el "derecho igual", etc., ya que la misma cosa se repite luego en forma algo
diferente.
2. "En la sociedad actual, los medios de trabajo son monopolio de la clase capitalista; el estado de dependencia de la clase obrera que de esto se deriva, es la causa de la miseria y de la esclavitud en todas sus formas".
Así "corregida", esta tesis, tomada de los Estatutos de la Internacional, es
falsa.
En la sociedad actual, los medios de trabajo son monopolio de los dueños
de tierras (el monopolio de la propiedad del suelo es, incluso, la base del
monopolio del capital) y de los capitalistas. Los Estatutos de la
Internacional no mencionan, en el pasaje correspondiente, ni una ni otra
clase de monopolistas. Hablan de "los monopolizadores de los medios de
trabajo, es decir, de las fuentes de vida". Esta adición: "fuentes de vida",
señala claramente que el suelo esta comprendido entre los medios de
trabajo.
Esta enmienda se introdujo porque Lassalle, por motivos que hoy son ya
de todos conocidos, sólo atacaba a la clase capitalista, y no a los dueños de
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tierras. En Inglaterra, la mayoría de las veces el capitalista no es siquiera
propietario del suelo sobre el que se levanta su fábrica.
3. "La emancipación del trabajo exige que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común de la sociedad y que todo el trabajo sea regulado colectivamente, con un reparto equitativo del fruto del trabajo".
Donde dice "que los medios de trabajo se eleven a patrimonio común",
debería decir, indudablemente, "se conviertan en patrimonio común". Pero
esto sólo de pasada.
¿Que es el "fruto del trabajo"? ¿El producto del trabajo o su valor? Y en
este último caso, ¿el valor total del producto, o sólo la parte de valor que el
trabajo añade al valor de los medios de producción consumidos?
Eso del "fruto del trabajo" es una idea vaga con la que Lassalle ha
suplantado conceptos económicos precisos.
¿Qué es "reparto equitativo"?
¿No afirman los burgueses que el reparto actual es "equitativo"? ¿Y no es
éste, en efecto, el único reparto "equitativo" que cabe, sobre la base del
modo actual de producción? ¿Acaso las relaciones económicas son
reguladas por los conceptos jurídicos? ¿No surgen, por el contrario, las
relaciones jurídicas de las relaciones económicas? ¿No se forjan también los
sectarios socialistas las más variadas ideas acerca del reparto "equitativo"?
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Para saber lo que aquí hay que entender por la frase de "reparto
equitativo", tenemos que cotejar este párrafo con el primero. El párrafo que
glosamos supone una sociedad en la cual los "medios de trabajo son
patrimonio común y todo el trabajo se regula colectivamente", mientras que
en el párrafo primero vemos que "el fruto íntegro del trabajo pertenece por
igual derecho a todos los miembros de la sociedad".
¿"Todos los miembros de la sociedad"? ¿También los que no trabajan?
¿Dónde se queda, entonces, el "fruto íntegro del trabajo"? ¿O sólo los
miembros de la sociedad que trabajan? ¿Dónde dejamos, entonces, el
"derecho igual" de todos los miembros de la sociedad?
Sin embargo, lo de "todos los miembros de la sociedad" y "el derecho
igual" no son, manifiestamente, más que frases. Lo esencial del asunto está
en que, en esta sociedad comunista, todo obrero debe obtener el "fruto
íntegro del trabajo" lassalleano.
Tomemos, en primer lugar, las palabras "el fruto del trabajo" en el sentido
del producto del trabajo; entonces, el fruto del trabajo colectivo será la
totalidad del producto social.
Ahora, de aquí hay que deducir:
Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.
Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.
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Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos
debidos a fenómenos naturales, etc.
Estas deducciones del "fruto íntegro del trabajo" constituyen una
necesidad económica, y su magnitud se determinará según los medios y
fuerzas existentes, y en parte, por medio del cálculo de probabilidades, pero
de ningún modo puede calcularse partiendo de la equidad.
Queda la parte restante del producto total, destinada a servir de medios de
consumo.
Pero, antes de que esta parte llegue al reparto individual, de ella hay que
deducir todavía:
Primero: los gastos generales de administración, no concernientes a la
producción.
Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en
comparación con la sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la
nueva sociedad se desarrolle.
Segundo: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales
como escuelas, instituciones sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en
comparación con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en
que la nueva sociedad se desarrolle.
92
Tercero: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas
para el trabajo, etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada
beneficencia oficial.
Sólo después de esto podemos proceder al "reparto", es decir, a lo único
que, bajo la influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene
presente el programa, es decir, a la parte de los medios de consumo que se
reparte entre los productores individuales de la colectividad.
El "fruto íntegro del trabajo" se ha transformado ya, imperceptiblemente,
en el "fruto parcial", aunque lo que se le quite al productor en calidad de
individuo vuelva a él, directa o indirectamente, en calidad de miembros de
la sociedad.
Y así como se ha evaporado la expresión "el fruto íntegro del trabajo", se
evapora ahora la expresión "el fruto del trabajo" en general.
En el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de
los medios de producción, los productores no cambian sus productos; el
trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor
de estos productos, como una cualidad material, poseída por ellos, pues
aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos
individuales no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un
rodeo, sino directamente. La expresión "el fruto del trabajo", ya hoy
recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido.
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De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha
desarrollado sobre su propia base, sino, al contrario, de una que acaba de
salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta
todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el
intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede.
Congruentemente con esto, en ella el productor individual obtiene de la
sociedad después de hechas las obligadas deducciones exactamente lo
que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota
individual de trabajo. Así, por ejemplo, la jornada social de trabajo se
compone de la suma de las horas de trabajo individual; el tiempo individual
de trabajo de cada productor por separado es la parte de la jornada social de
trabajo que él aporta, su participación en ella. La sociedad le entrega un
bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de
descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de
los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la
cantidad de trabajo que rindió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a
la sociedad bajo una forma, la recibe de esta bajo otra distinta.
Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio
de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado
la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar
sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser
propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero,
en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores,
rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes:
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se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual
de trabajo, bajo otra forma distinta.
Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho
burgués, aunque ahora el principio y la práctica ya no se tiran de los pelos,
mientras que en el régimen de intercambio de mercancías, el intercambio de
equivalentes no se da más que como término medio, y no en los casos
individuales.
A pesar de este progreso, este derecho igual sigue llevando implícita una
limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al
trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el
mismo rasero: por el trabajo.
Pero unos individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y
rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más
tiempo; y el trabajo, para servir de medida, tiene que determinarse en cuanto
a duración o intensidad; de otro modo, deja de ser una medida. Este derecho
igual es un derecho desigual para trabajo desigual. No reconoce ninguna
distinción de clase, porque aquí cada individuo no es más que un trabajador
como los demás; pero reconoce, tácitamente, como otros tantos privilegios
naturales, las desiguales aptitudes individuales, y, por consiguiente, la
desigual capacidad de rendimiento. En el fondo es, por tanto, como todo
derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por
naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos
desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo
95
pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se les coloque
bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto
determinado; por ejemplo, en el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se
vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás.
Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro,
etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el
fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más
rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no
tendría que ser igual, sino desigual.
Pero estos defectos son inevitables en la primera fase de la sociedad
comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista después de un largo y
doloroso alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la
estructura económica ni al desarrollo cultural de la sociedad por ella
condicionado.
En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido
la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y
con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando
el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad
vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos,
crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los
manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse
totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá
escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual
según sus necesidades!
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Me he extendido sobre el "fruto íntegro del trabajo", de una parte, y de
otra, sobre "el derecho igual" y "el reparto equitativo", para demostrar en
qué grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a imponer a
nuestro Partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo tuvieron un
sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se
tergiversa la concepción realista que tanto esfuerzo ha costado inculcar al
Partido, pero que hoy está ya enraizada con patrañas ideológicas, jurídicas
y de otro género, tan en boga entre los demócratas y los socialistas
franceses.
Aun prescindiendo de lo que queda expuesto, es equivocado, en general,
tomar como esencial la llamada distribución y poner en ella el acento
principal.
La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un
corolario de la distribución de las propias condiciones de producción. Y ésta
es una característica del modo mismo de producción. Por ejemplo, el modo
capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones
materiales de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la
forma de propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo
es propietaria de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo.
Distribuidos de este modo los elementos de producción, la actual
distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las
condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los
propios obreros, esto determinaría, por sí solo, una distribución de los
medios de consumo distinta de la actual. El socialismo vulgar (y por
97
intermedio suyo, una parte de la democracia) ha aprendido de los
economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo
independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo
como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución. Una
vez que esta dilucidada, desde hace ya mucho tiempo, la verda dera relación
de las cosas, ¿por qué volver a marchar hacia atrás?
4. "La emancipación del trabajo tiene que ser obra de la clase obrera, frente a la cual todas las demás clases no forman mas que una masa reaccionaria".
La primera estrofa está tomada del preámbulo de los Estatutos de la
Internacional, pero "corregida". Allí se dice: "La emancipación de la clase
obrera tiene que ser obra de los obreros mismos"; aquí, por el contrario, "la
clase obrera" tiene que emancipar, ¿a quien?, "al trabajo". ¡Entiéndalo quien
pueda!
Para indemnizarnos, se nos da, a título de antistrofa, una cita lassalleana
del más puro estilo: "frente a la cual (a la clase obrera) todas las demás
clases no forman más que una masa reaccionaria ".
En el Manifiesto Comunista se dice: "De todas las clases que hoy se
enfrentan con la burguesía, sólo el proletariado es una clase verdaderamente
revolucionaria. Las demás clases van degenerando y desaparecen con el
desarrollo de la gran industria; el proletariado, en cambio, es su producto
más peculiar".
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Aquí, se considera a la burguesía como una clase revolucionaria
vehículo de la gran industria frente a los senores feudales y a las capas
medias, empeñados, aquéllos y éstas, en mantener posiciones sociales que
fueron creadas por formas caducas de producción. No forman, por tanto,
juntamente con la burguesía, una masa reaccionaria.
Por otra parte, el proletariado es revolucionario frente a la burguesía,
porque habiendo surgido sobre la base de la gran industria, aspira a despojar
a la producción de su carácter capitalista, que la burguesía quiere perpetuar.
Pero el Manifiesto añade que las "capas medias . . . se vuelven
revolucionarias cuando tienen ante sí la perspectiva de su tránsito inminente
al proletariado".
Por tanto, desde este punto de vista, es también absurdo decir que frente a
la clase obrera "no forman más que una masa reaccionaria", juntamente con
la burguesía e incluso con los señores feudales.
¿Es que en las últimas elecciones[1] se ha gritado a los artesanos, a los
pequeños industriales, etc., y a los campesinos: Frente a nosotros, no
formáis, juntamente con los burgueses y los seinores feudales, más que una
masa reaccionaria?
Lassalle se sabía de memoria el Manifiesto Comunista, como sus devotos
se saben los evangelios compuestos por él. Así, pues, cuando lo falsificaba
tan burdamente, no podía hacerlo más que para cohonestar su alianza con
los adversarios absolutistas y feudales contra la burguesía.
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Por lo demás, en el párrafo que acabamos de citar, esta sentencia
lassalleana está traída por los pelos y no guarda ninguna relación con la
manoseada cita de los Estatutos de la Internacional. El traerla aquí, es
sencillamente una impertinencia, que seguramente no le desagradará, ni
mucho menos, al señor Bismarck; una de esas impertinencias baratas en que
es especialista el Marat de Berlín.
5. "La clase obrera procura su emancipación, en primer termino, dentro del marco del Estado nacional de hoy, consciente de que el resultado necesario de sus aspiraciones, comunes a los obreros de todos los países civilizados, será la fraternización internacional de los pueblos".
Por oposición al Manifiesto Comunista y a todo el socialismo anterior,
Lassalle concebía el movimiento obrero desde el punto de vista nacional mís
estrecho. ¡Y, después de la actividad de la Internacional, aún se siguen sus
huellas en este camino!
Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse
como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su
lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido,
sino, como dice el Manifiesto Comunista, "por su forma". Pero "el marco
del Estado nacional de hoy", por ejemplo, del imperio alemán, se halla a su
vez, económicamente, "dentro del marco" del mercado mundial, y
políticamente, "dentro del marco" de un sistema de Estados. Cualquier
comerciante sabe que el comercio alemán es, al mismo tiempo, comercio
100
exterior, y la grandeza del señor Bismarck reside precisamente en algún tipo
de política internacional.
¿Y a qué reduce su internacionalismo el Partido Obrero Alemán? A la
conciencia de que el resultado de sus aspiraciones "será la fraternización
internacional de los pueblos", una frase tomada de la Liga burguesa por la
Paz y la Libertad, que se quiere hacer pasar como equivalente de la
fraternidad internacional de las clases obreras, en su lucha común contra las
clases dominantes y sus gobiernos. ¡De los deberes internacionales de la
clase obrera alemana no se dice, por tanto, ni una palabra! ¡Y esto es lo que
la clase obrera alemana debe contraponer a su propia burguesía, que ya
fraterniza contra ella con los burgueses de todos los demás países, y a la
política internacional de conspiración[4] del señor Bismarck!
La profesión de fe internacionalista del programa queda, en realidad,
infinitamente por debajo de la del partido librecambista. También éste
afirma que el resultado de sus aspiraciones será "la fraternización
internacional de los pueblos". Pero, además, hace algo por internacionalizar
el comercio, y no se contenta, ni mucho menos, con la conciencia de que
todos los pueblos comercian dentro de su propio país.
La acción internacional de las clases obreras no depende, en modo
alguno, de la existencia de la "Asociación Internacional de los
Trabajadores". Esta fue solamente un primer intento de crear para aquella
acción un órgano central; un intento que, por el impulso que dio, ha tenido
101
una eficacia perdurable, pero que en su primera forma histórica no podía
prolongarse después de la caída de la Comuna de Paris.
La Norddeutsche de Bismarck tenía sobrada razón cuando, para
satisfacción de su dueño, proclamó que, en su nuevo programa, el Partido
Obrero Alemán renegaba del internacionalismo.
4. “El Imperialismo, fase superior del capitalismo” de
Vladimir Ilich Lenin
A juzgar por ciertos comentarios propios, a Vladimir Ilich Lenin le habría gustado ser
recordado más por sus logros políticos, obviamente el triunfo de la Revolución
Bolchevique de 1917, que por su carácter de teórico, filósofo o economista. Todas sus
obras (que son copiosas) fueron producidas al calor de la polémica política, con fines de
combate ideológico contra sus rivales dentro del marxismo de su época (que se denominaba
a sí mismo todavía como “socialdemocracia”). Esto no niega la importancia
específicamente intelectual del gran líder ruso. Para este antologista, ese aporte se refiere
principalmente a la pertinencia de una teoría acerca del imperialismo como fase del
capitalismo y su significación para el conjunto del movimiento revolucionario y el abordaje
del problema de la construcción del socialismo. Dentro de esta última problemática, estaría
la reflexión acerca del estado que también hemos antologizado al traer aquí algunas
páginas de su El estado y la revolución (ver infra).
Como hemos comentado en la segunda parte, fue Stalin quien codificó al “leninismo”
dándole carácter de un sistema de dogmas, entre los cuales figura una supuesta “teoría del
102
partido”. Sin negar que el motivo principal de deslinde político entre los socialdemócratas
rusos (en 1903, año en que el propio Lenin sitúa el nacimiento del bolchevismo, en el
marco de un congreso de los diversos y dispersos grupos de la socialdemocracia rusa) fue a
propósito de un tema organizativo, a saber: los requisitos de la militancia en el partido, no
secundamos la idea de que Lenin fuera un teórico del partido ni mucho menos. Las razones
de esta apreciación los señalaremos luego, en la segunda parte, pero cabe aquí adelantar que
Lenin para ese momento sólo aplicaba algunos lineamientos y nociones organizativas y
políticas de la ortodoxia de la Segunda Internacional, representada por su posterior enemigo
político Karl Kautsky, aparte de hacer énfasis en la necesidad de la centralización en el
contexto de unas condiciones clandestinas muy duras de lucha política y de llamar
reciamente la atención acerca de la reducción de la agitación a motivos económicos.
Tampoco nos parece relevante el aporte de Lenin en el plano de la filosofía, donde el
político queda a mucha distancia del filósofo. Lenin escribe un libro de
“filosofía” (Empirismo y empiriocriticismo) motivado por el enfrentamiento a la
influencia intelectual de un sector del partido cuya táctica no le parecía conveniente. Sus
reflexiones filosóficas, que reflejan una influencia muy evidente de su maestro de
marxismo Plekhanov, sitúan la discusión en un plano metafísico, acerca de cuál es la
realidad absoluta, si “materia” o la “idea”, es decir, se propone responder a una pregunta
ontológica acerca de la sustancia (categoría aristotélica) de lo Real, para poder dilucidar
una pregunta epistemológica, cuál es el papel del Sujeto en el conocimiento. Esta postura
filosófica lo hace colocarse en una situación prekantiana, o sea, lo lleva a negar cualquier
papel activo del sujeto en la elaboración del conocimiento, reduciendo a éste a un simple
“reflejo”. Condena como solipsismo a cualquier intento de darle actividad al sujeto en el
proceso de conocimiento. Como apunta Korsch, Lenin se devuelve a una problemática
filosófica del siglo XVIII al interrogarse acerca del Ser absoluto, después que Hegel ha
103
concluido que lo Absoluto es el devenir histórico y Marx ha ubicado ese devenir en las
circunstancias históricas concretas, para cuyo análisis apela a la economía política como
ciencia de base. Sobre esto volveremos en la segunda parte.
En cambio, las acotaciones de Lenin acerca del imperialismo y el estado, no sólo
tienen una gran relevancia para su práctica política y su logro más trascendental, la
revolución, sino que constituyen aportes importantes específicamente teóricos. Por
supuesto, cabe distinguir una significación para su momento (el de la revolución rusa y su
deslinde de la Segunda Internacional de Kautsky, “el renegado”) y otra para la actualidad.
Pero esa relevancia se aprecia por su trascendencia. Todavía hoy el texto de Lenin acerca
del imperialismo es referencia en la discusión actual (y desde los sesenta) acerca de la
dependencia y, hoy, acerca de las relaciones de poder a nivel internacional.
Lenin no fue el primer estudioso que captó las transformaciones del capitalismo hacia
los finales del siglo XIX y principios del XX. Hilferding y Hobson, intelectuales
socialdemócratas ingleses, ya lo habían hecho, y el ruso se apoya ampliamente en ellos. Ya
para el momento de la acción leninista, el capitalismo ya no es el que vieron Marx y
Engels, aunque muchos de sus desarrollos fueron previstos por los iniciadores. Por lo
demás, como lo han apuntado algunos comentaristas (entre ellos Meszaros y Althusser), El
Capital de Karl Marx no analiza un momento particular, específico, empírico, del
capitalismo, sino su funcionamiento pleno como totalidad estructurada, en tanto sistema
que se retroalimenta a través de sus ciclos recurrentes, metabolizando los elementos que lo
han ido preparando en épocas históricas anteriores, integrándolos en una nueva realidad
total. Por eso Meszaros (como veremos en la segunda parte) distingue capitalismo y
Capital, y Althusser sostiene que Marx lo que hace es desarrollar un modelo teórico del
despliegue pleno de las categorías de la economía política, que para la época de Marx, sólo
podían tener referencia empírica en la realidad económica de Inglaterra y, tal vez, Francia.
104
El análisis de Hobson, Hilferding y Lenin es más delimitado históricamente. Se
refiere a características actuales para su estudio. Y allí descubren que el capitalismo de libre
recurrencia ha dejado lugar al capitalismo de monopolios, que la fracción industrial ha
dejado lugar al capital financiero (fusión del bancario y del productivo) en la conducción
del sistema, que ya no se trata única ni principalmente de abrir nuevos mercados a los
bienes, sino a los capitales que desean “conquistar el mundo”; que ya todo el planeta se
encuentra bajo el dominio de los grandes trusts y monopolios de un puñado de potencias
europeas que, ahora, requieren de la guerra para dilucidar sus pugnas por el reparto de los
mercados de bienes y de capital. El imperialismo no es sólo una realidad política; al
contrario, las políticas imperiales son determinadas por las lógicas del capital financiero,
los monopolios y los trusts. No es posible que, entonces, por medio de la democracia en los
países centrales se combata con éxito definitivo las políticas imperiales, como planteaban
las ilusiones socialdemócratas. Aquí la determinación económica de la política, adquiere el
papel de elemento de deslinde con posiciones políticas “oportunistas”.
Igualmente, no es posible pensar que llegado el capitalismo a la fase capitalista, sea
posible un “ultraimperialismo” por el cual los monopolios y trusts se encarguen de
administrar todo el mundo. La guerra por el reparto de territorios y mercados para bienes y
capitales, se convierte en una necesidad para el sistema. Se trata de una guerra de rapiña
frente a la cual los pueblos del mundo deben unirse y hacer frente.
He aquí una consecuencia política a la cual no era posible llegar en tiempos de Marx.
El capitalismo imperialista, en su expansión, se consigue frente a los pueblos de las
colonias como un obstáculo formidable que, poco después, en la Tercera Internacional,
adquirirán un significado político central. A ello también lleva la consideración del carácter
rentista del estado imperialista y (lo más grave para el punto de vista original marxista) la
formación de una aristocracia obrera en los países imperialistas que constituyen la base
105
social del oportunismo de la socialdemocracia, puesto que son beneficiarios del despojo y
la rapiña del imperialismo mismo.
Aquí nos hallamos con una inferencia, cuya secuencia lógica, es típica del marxismo:
de un análisis económico se infieren intereses de clase que, a su vez, determinarán
consecuencias políticas las cuales guiarán cálculos y líneas de respuesta. El análisis de la
fase imperialista del capitalismo (análisis empírico y descriptivo de una etapa histórica de
su desarrollo como sistema) explica la necesidad de la política imperialista para los
gobiernos de los países centrales, así como los intereses sociales y económicos de una
fracción proletaria beneficiaria de esa política de despojo imperial, explica la conducta de la
socialdemocracia traidora de la revolución (traición muy específica: en una conferencia de
partidos socialdemócratas poco antes de la Primera Guerra, Kautsky se había
comprometido a desatar la revolución si la guerra imperialista comenzaba, como todos la
preveían). Por otra parte, enfrentar al capitalismo implica necesariamente enfrentar al
imperialismo y su guerra de rapiña, y para ello se impone en todo el mundo, la unidad de
los socialistas y los luchadores por la liberación nacional de las colonias. El
internacionalismo, que para Marx era casi exclusivamente proletario, ahora adquiere un
nuevo significado antiimperialista. Pero además, toda una franja del proletariado en los
países imperialistas queda auto excluida por su apoyo a la socialdemocracia que le sirve a
los intereses del capital imperialista.
Como se ve, se trata de un desarrollo nuevo de la tradición socialista. Esta es la parte
de razón que tiene Stalin, al caracterizar al leninismo como el marxismo de una época
histórica nueva. Se abría así una nueva era en la cual la lucha por el socialismo migraba, de
los países capitalistas avanzados, a las colonias y países dominados por el imperialismo en
cualquiera de sus formas. La lucha por el socialismo se uniría, de diversas formas, con la
lucha por la liberación nacional antiimperialista. Así como en Hegel el Espíritu migraba de
106
pueblo en pueblo en su despliegue, la revolución ahora se iba de Europa y Estados Unidos,
hacia los inmensos territorios de Asia y luego de América Latina y África.
Esta actualización leninista del marxismo puede verse como una revisión de la teoría
original. En una visión popperiana, por ejemplo, se trataba de nuevas experiencias que
falsaban las anteriores hipótesis y exigía la reconstrucción de la teoría con características
nuevas. También, puede verse como una ruptura paradigmática. Recuérdese que Kuhn
describía las revoluciones científicas como resultado de una crisis del paradigma anterior al
enfrentarse a situaciones nuevas que son vistas como anomalías de la teoría aceptada hasta
ese momento, lo cual da chance a nuevas propuestas teóricas y metodológicas para dar
cuenta de las novedades.
En todo caso, la pregunta acerca de la vigencia del cuerpo de premisas marxistas,
después del aporte de Lenin, es pertinente. Marcuse describió el “marxismo soviético”
como una ideología propia de la capa privilegiada de la URSS que, aunque mantenía
ritualmente a la clase obrera de los países industrializados como parte de las “reservas de la
revolución mundial”, situaba en el bloque socialista la vanguardia. También, Marcuse
amplificó el concepto de la “aristocracia obrera”, hasta concluir que la clase obrera ya no
podía ser el sujeto revolucionario, y por ello había que esperar esa iniciativa histórica de los
“marginados” (estudiantes, intelectuales, grupos étnicos) y las luchas anticoloniales. Por
supuesto, para quien quiera ver, esto no deja ileso el cuerpo teórico del marxismo, cuyo
rasgo distintivo no era la lucha de clases, sino la confianza en la lucha de clases proletaria,
por ser la obrera la última clase explotada y por tanto estar objetivamente interesada en la
liberación de todos los explotados. El capitalismo había mostrado que podía integrar nada
menos que a su enemigo histórico.
Pero dejemos estos cuestionamientos para luego, y entremos ya a la lectura de Lenin.
107
VII. EL IMPERIALISMO, COMO FASE
PARTICULAR DEL CAPITALISMO
Intentaremos ahora hacer un balance, resumir lo que hemos dicho más
arriba sobre el imperialismo. El imperialismo ha surgido como desarrollo y
continuación directa de las propiedades fundamentales del capitalismo en
general. Pero el capitalismo se ha trocado en imperialismo capitalista
únicamente al llegar a un cierto grado muy alto de su desarrollo, cuando
algunas de las propiedades fundamentales del capitalismo han comenzado a
convertirse en su antítesis, cuando han tomado cuerpo y se han manifestado
en toda la línea los rasgos de la época de transición del capitalismo a una
estructura económica y social más elevada. Lo que hay de fundamental en
este proceso, desde el punto de vista económico, es la sustitución de la libre
concurrencia capitalista por los monopolios capitalistas. La libre
concurrencia es la propiedad fundamental del capitalismo y de la producción
de mercancías en general; el monopolio se halla en oposición directa con la
libre concurrencia, pero esta última se ha convertido a nuestros ojos en
monopolio, creando la gran producción, eliminando la pequeña,
reemplazando la gran producción por otra todavía mayor, llevando la
concentración de la producción y del capital hasta tal punto, que de su seno
ha surgido y surge el monopolio: cartels, sindicatos, trusts, y, fusionándose
con ellos, el capital de una docena escasa de bancos que manejan miles de
millones. Y al mismo tiempo, los monopolios, que se derivan de la libre
concurrencia, no la eliminan, sino que existen por encima y al lado de ella,
engendrando así una serie de contradicciones, rozamientos y conflictos
108
particularmente agudos. El monopolio es el tránsito del capitalismo a un
régimen superior.
Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del
imperialismo, debería decirse que el imperialismo es la fase monopolista del
capitalismo. Una definición tal comprendería lo principal, pues, por una
parte, el capital financiero es el capital bancario de algunos grandes bancos
monopolistas fundido con el capital de los grupos monopolistas de
industriales y, por otra, el reparto del mundo es el tránsito de la política
colonial, que se expande sin obstáculos en las regiones todavía no
apropiadas por ninguna potencia capitalista, a la política colonial de
dominación monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido.
Pero las definiciones excesivamente breves, si bien son cómodas, pues
resumen lo principal, son, no obstante, insuficientes, ya que es necesario
deducir de ellas especialmente rasgos muy esenciales del fenómeno que hay
que definir. Por eso, sin olvidar la significación condicional y relativa de
todas las definiciones en general, las cuales no pueden nunca abarcar en
todos sus aspectos las relaciones del fenómeno en su desarrollo completo,
conviene dar una definición del imperialismo que contenga sus cinco rasgos
fundamentales siguientes, a saber: 1) la concentración de la producción y del
capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo que ha creado los
monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la
fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de
este "capital financiero", de la oligarquía financiera; 3) la exportación de
capital, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una
109
importancia particular; 4) la formación de asociaciones internacionales
monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la
terminación del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas
más importantes. El imperialismo es el capitalismo en la fase de desarrollo
en la cual ha tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital
financiero, ha adquirido una importancia de primer orden la exportación de
capital, ha empezado el reparto del mundo por los trusts internacionales y ha
terminado el reparto de todo el territorio del mismo entre los países
capitalistas más importantes.
Más adelante veremos cómo se puede y se debe definir de otro modo el
imperialismo, si se tienen en cuenta no sólo las nociones fundamentales
puramente económicas (a las cuales se limita la definición que hemos dado),
sino también el lugar histórico de esta fase del capitalismo en relación con el
capitalismo en general o la relación del imperialismo y de las dos tendencias
fundamentales del movimiento obrero. Lo que hay que consignar
inmediatamente es que, interpretado en el sentido mencionado, el
imperialismo representa en sí, indudablemente, una fase particular de
desarrollo del capitalismo. Para dar al lector una idea lo más fundamentada
posible del imperialismo, nos hemos esforzado deliberadamente en
reproducir el mayor número posible de opiniones de economistas burgueses,
que se ven obligados a reconocer los hechos de la economía capitalista
moderna establecidos de una manera particularmente incontrovertible. Con
el mismo fin hemos reproducido datos estadísticos detallados que permiten
ver hasta qué punto ha crecido el capital bancario, etc., en qué precisamente
110
se ha expresado la transformación de la cantidad en calidad, el tránsito del
capitalismo desarrollado al imperialismo. Huelga decir, naturalmente, que
en la naturaleza y en la sociedad todos los límites son convencionales y
mudables, que sería absurdo discutir, por ejemplo, sobre el año o la década
precisos en que se instauró "definitivamente" el imperialismo.
Pero sobre la definición del imperialismo nos vemos obligados a
discutir ante todo con C. Kautsky, con el principal teórico marxista de la
época de la llamada Segunda Internacional, es decir, de los veinticinco años
comprendidos entre 1889 y 1914.
Kautsky se pronunció decididamente, en 1915, e incluso en noviembre
de 1914, contra las ideas fundamentales expresadas en nuestra definición del
imperialismo, declarando que por imperialismo hay que entender, no una
"fase" o un grado de la economía, sino una política, precisamente una
política determinada, la política "preferida" por el capital financiero; que no
se puede "identificar" el imperialismo con el "capitalismo contemporáneo";
que, si se incluyen en la noción de imperialismo "todos los fenómenos del
capitalismo contemporáneo" cartels, proteccionismo, dominación de los
financieros, política colonial , en ese caso la cuestión de la necesidad del
imperialismo para el capitalismo se convierte en "la tautología más trivial",
pues entonces, "naturalmente, el imperialismo es una necesidad vital para el
capitalismo", etc. Expresaremos todavía con más exactitud el pensamiento
de Kautsky si reproducimos la definición del imperialismo dada por él,
directamente opuesta a la esencia de las ideas explanadas por nosotros (pues
las objeciones procedentes del campo de los marxistas alemanes, los cuales
111
han defendido semejantes ideas durante toda una serie de años, son ya
conocidas desde hace mucho tiempo por Kautsky como objeción de una
tendencia determinada en el marxismo).
La definición de Kautsky está concebida así:
"El imperialismo es un producto del capitalismo industrial altamente desarrollado.
Consiste en la tendencia de cada nación industrial capitalista a someter y anexionarse
regiones agrarias, cada vez mayores [la cursiva es de Kautsky], sean cuales sean las
naciones que las pueblan"[*].
Esta definición no sirve absolutamente para nada, puesto que es
unilateral, es decir, destaca arbitrariamente tan sólo el problema nacional (si
bien extraordinariamente importante, tanto por sí mismo como por su
relación con el imperialismo), enlazándolo arbitraria y erróneamente sólo
con el capital industrial en los países que se anexionan otras naciones,
colocando en primer término, de la misma forma arbitraria y errónea, la
anexión de las regiones agrarias.
El imperialismo es una tendencia a las anexiones; he aquí a lo que se
reduce la parte política de la definición de Kautsky. Es justa, pero
extremadamente incompleta, pues en el aspecto político es, en general, una
tendencia a la violencia y a la reacción. Pero lo que en este caso nos interesa
es el aspecto económico que Kautsky mismo ha introducido en su definición.
Las inexactitudes de la definición de Kautsky saltan a la vista. Lo
característico del imperialismo no es justamente el capital industrial, sino el
capital financiero. No es un fenómeno casual que, en Francia precisamente,
112
el desarrollo particularmente rápido del capital financiero, que coincidió con
un debilitamiento del capital industrial, provocara a partir de la década del
80 del siglo pasado una intensificación extrema de la política anexionista
(colonial). Lo característico para el imperialismo consiste precisamente en la
tendencia a la anexión no sólo de las regiones agrarias, sino también de las
más industriales (apetitos alemanes respecto a Bélgica, los de los franceses
en cuanto a la Lorena), pues, en primer lugar, el reparto definitivo de la
Tierra obliga, al proceder a un nuevo reparto, a tender la mano hacia toda
clase de territorios; en segundo lugar, para el imperialismo es sustancial la
rivalidad de varias grandes potencias en la aspiración a la hegemonía, esto
es, a apoderarse de territorios no tanto directamente para sí, como para el
debilitamiento del adversario y el quebrantamiento de su hegemonía (para
Alemania, Bélgica tiene una importancia especial como punto de apoyo
contra Inglaterra; para Inglaterra, la tiene Bagdad como punto de apoyo
contra Alemania, etc.).
Kautsky se remite particularmente y reiteradas veces al ejemplo de
los ingleses, los cuales, según él, han establecido la significación puramente
política de la palabra "imperialismo" en la acepción de Kautsky.
En la obra del inglés Hobson, "El imperialismo", publicada en 1902,
leemos lo siguiente:
"El nuevo imperialismo se distingue del viejo, primero, en que, en vez de las
aspiraciones de un solo imperio creciente, sostiene la teoría y la práctica de imperios
rivales, guiado cada uno de ellos por idénticos apetitos de expansión política y de beneficio
113
comercial; segundo, en que los intereses financieros o relativos a la inversión del capital
predominan sobre los comerciales".
Como vemos, Kautsky de hecho carece por completo de razón al
remitirse a los ingleses en general (en los únicos en que podría apoyarse
sería en los imperialistas ingleses vulgares o en los apologistas declarados
del imperialismo). Vemos que Kautsky, que pretende continuar defendiendo
el marxismo, en realidad da un paso atrás con relación al socialliberal
Hobson, el cual tiene en cuenta, con más acierto que él, las dos
particularidades "históricoconcretas" (¡Kautsky, con su definición, se mofa
precisamente de lo históricoconcreto!) del imperialismo contemporáneo: 1)
concurrencia de varios imperialismos; 2) predominio del financiero sobre el
comerciante. Si lo esencial consiste en que un país industrial se anexiona un
país agrario, en este caso se concede el papel principal al comerciante.
La definición de Kautsky no sólo es errónea y no marxista, sino que
sirve de base a todo un sistema de concepciones que rompe totalmente con
la teoría marxista y con la práctica marxista, de lo cual hablaremos más
adelante. Carece absolutamente de seriedad la discusión sobre palabras
promovida por Kautsky: ¿hay que calificar de imperialismo o de fase del
capital financiero la fase actual del capitalismo? Llamadlo como queráis,
esto es indiferente. Lo esencial consiste en que Kautsky separa la política
del imperialismo de su economía, hablando de las anexiones como de una
política "preferida" por el capital financiero y oponiendo a la misma otra
política burguesa posible, según él, sobre la misma base del capital
financiero. Resulta que los monopolios en la economía son compatibles con
114
el modo de obrar no monopolista, no violento, no anexionista en política.
Resulta que el reparto territorial del mundo, terminado precisamente en la
época del capital financiero y que constituye la base del carácter particular
de las formas actuales de rivalidad entre los más grandes Estados
capitalistas, es compatible con una política no imperialista. Resulta que de
este modo se disimulan, se atenúan las contradicciones más radicales de la
fase actual del capitalismo en vez de ponerlas al descubierto en toda su
profundidad; resulta un reformismo burgués en lugar del marxismo.
Kautsky discute con el apologista alemán del imperialismo y de las
anexiones, Cunow, el cual razona de un modo burdo y cínico: el
imperialismo es el capitalismo contemporáneo; el desarrollo del capitalismo
es inevitable y progresivo; por consiguiente, el imperialismo es progresivo
¡y hay que arrastrarse ante el imperialismo y glorificarlo! Este razona
miento se parece, en cierto modo, a la caricatura que trazaban los populistas
contra los marxistas rusos en los años 18941895: si los marxistas
consideran que el capitalismo es en Rusia inevitable y progresivo, deben
consagrarse a abrir tabernas y a fomentar el capitalismo. Kautsky objeta a
Cunow: no, el imperialismo no es el capitalismo contemporáneo, sino
solamente una de las formas de la política del mismo; podemos y debemos
luchar contra esa política, luchar contra el imperialismo, contra las
anexiones, etc.
La objeción parece completamente plausible, pero, en realidad,
equivale a una defensa más sutil, más velada (y, por esto, más peligrosa) de
la conciliación con el imperialismo, pues una "lucha" contra la política de
115
los trusts y de los bancos que deje intactas las bases de la economía de los
unos y de los otros, se reduce al reformismo burgués y al pacifismo, a los
buenos propósitos inofensivos. Velar con palabras las contradicciones
existentes, olvidar las más importantes, en vez de descubrirlas en toda su
profundidad: he aquí en qué consiste la teoría de Kautsky, la cual no tiene
nada que ver con el marxismo. ¡Y, naturalmente, semejante "teoría" no sirve
más que para la defensa de la idea de la unidad con los Cunow!
"Desde el punto de vista puramente económico escribe Kautsky ,
no es imposible que el capitalismo pase todavía por una nueva fase: la
aplicación de la política de los cartels a la pol{tica exterior, la fase del
ultraimperialismo"[*], esto es, el superimperialismo, la unión de los
imperialismos de todo el mundo, y no la lucha de los mismos, la fase de la
cesación de las guerras bajo el capitalismo, la fase de la "explotación general
del mundo por el capital financiero unido internacionalmente"[**].
Será preciso que nos detengamos más adelante en esta "teoria del
ultraimperialismo", con el fin de hacer ver en detalle hasta qué punto rompe
irremediable y decididamente con el marxismo. Lo que aquí debemos hacer,
de acuerdo con el plan general de este trabajo, es echar una ojeada a los
datos económicos precisos que se refieren a esta cuestión. ¿Es posible el
"ultraimperialismo", "desde el punto de vista puramente económico", o es
un ultradisparate?
Si se entiende por punto de vista puramente económico la "pura"
abstracción, todo cuanto se pueda decir se reduce a la tesis siguiente: el
116
desarrollo va hacia el monopolio; por lo tanto, hacia un monopolio mundial
único, hacia un trust mundial único. Esto es indiscutible, pero, al mismo
tiempo, carece de todo contenido, como la indicación de que "el desarrollo
va hacia" la producción de los artículos alimenticios en los laboratorios. En
este sentido, la "teoría" del ultraimperialismo es tan absurda como lo sería la
de la "ultraagricultura".
Pero si se habla de las condiciones "puramente económicas" de la época del
capital financiero como de una época históricamente concreta que se refiere a
principios del siglo XX, la mejor respuesta a las abstracciones muertas del
"ultraimperialismo" (que sirven exclusivamente al fin más reaccionario: distraer la
atención del carácter profundo de las contradicciones existentes) es la oposición a
las mismac de la realidad económica concreta de la economía mundial moderna.
Las divagaciones inconsistentes de Kautsky sobre el ultraimperialismo estimulan,
entre otras cosas, la idea profundamente errónea y que echa agua al molino de los
apologistas del imperialismo, según la cual la dominación del capital financiero
atenúa la desigualdad y las contradicciones de la economía mundial, cuando, en
realidad, lo que hace es acentuarlas.
R. Calwer, en su opúsculo "Introducción a la economía mundial"*, ha
intentado resumir los principales datos puramente económicos que permiten
formarse una idea concreta de las interrelaciones de la economía mundial en
los albores del siglo XX. Calwer divide al mundo en cinco "regiones
económicas principales": 1) la centroeuropea (toda Europa, con excepción
de Rusia e Inglaterra); 2) la británica; 3) la rusa; 4) la orientalasiática, y 5)
la americana, incluyendo las colonias en las "regiones" de los Estados a los
117
cuales pertenecen, y "dejando de lado" algunos países no incluidos en las
regiones, por ejemplo: Persia, Afganistán, Arabia, en Asia; Marruecos y
Abisinia, en Africa, etc.
Vemos tres regiones con un capitalismo muy desarrollado (alto
desarrollo de las vías de comunicación, del comercio y de la industria): la
centroeuropea, la británica y la americana. Entre ellas, tres Estados que
ejercen el dominio del mundo: Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos.
La rivalidad imperialista y la lucha entre ellos se hallan extremadamente
exacerbadas a consecuencia de que Alemania dispone de una región
insignificante y de pocas colonias; la creación de una "Europa Central" es
todavía cosa del futuro, y se está engendrando en una lucha desesperada. Por
el momento, el rasgo característico de toda Europa es el fraccionamiento
político. En las regiones británica y americana, por el contrario, es muy
elevada la concentración política, pero hay una desproporción enorme entre
la inmensidad de las colonias de la primera y la insignificancia de las de la
segunda. Y en las colonias, el capitalismo no hace más que empezar a
desarrollarse. La lucha por la América del Sur se va exacerbando cada día
más.
Hay dos regiones, en las que el capitalismo está débilmente
desarrollado: la de Rusia y la orientalasiática. En la primera, es
extremadamente débil la densidad de la población; en la segunda, muy
elevada; en la primera, la concentración política es grande; en la segunda, no
118
existe. El reparto de China no ha hecho más que empezar, y la lucha por
dicho país entre el Japón, los Estados Unidos, etc. es cada día más intensa.
Comparad con esta realidad con la variedad gigantesca de
condiciones económicas y políticas, con la desproporción extrema en la
rapidez de desarrollo de los distintos países, etc., con la lucha rabiosa entre
los Estados imperialistas el cuento estúpido de Kautsky sobre el
ultraimperialismo "pacífico". ¿No es esto un intento reaccionario de un
asustado filisteo de ocultarse la terrible realidad? ¿Es que los cartels
internacionales, en los que Kautsky ve los gérmenes del "ultraimperialismo"
(como la producción de tabletas en los laboratorios "puede" ser considerada
como el germen de la ultraagricultura), no nos muestran el ejemplo de una
partición y un nuevo reparto del mundo, el tránsito del reparto pacífico al no
pacífico, y a la inversa? ¿Es que el capital financiero norteamericano y otros,
que se repartían pacíficamente todo el mundo, con la participación de
Alemania, en el sindicato internacional del rail, pongamos por caso, o en el
trust internacional de la marina mercante, no reparten actualmente de nuevo
el mundo sobre la base de las nuevas relaciones de fuerzas, relaciones que se
modifican de una manera absolutamente no pacífica?
El capital financiero y los trusts no atenúan, sino que acentúan la
diferencia entre el ritmo de crecimiento de las distintas partes de la
economía mundial. Y si la correlación de fuerzas ha cambiado, ¿cómo
pueden resolverse las con tradicciones, bajo el capitalismo, si no es por la
fuerza? En la estadística de las vías férreas* hallamos datos extraordina
119
riamente exactos sobre la diferencia de ritmo en el creci miento del
capitalismo y del capital financiero en toda la economía mundial.
Las vías férreas se han desarrollado, por consiguiente, con mayor
rapidez que en ninguna otra parte, en las colonias y en los Estados
independientes (y semiindependientes) de Asia y América. Es sabido que el
capital financiero de los cuatro o cinco Estados capitalistas más importantes
ordena y manda aquí de un modo absoluto. Doscientos mil kilómetros de
nuevas líneas férreas en las colonias y en otros países de Asia y América,
significan más de 40 mil millones de marcos de nuevas inversiones de
capital en condiciones particularmente ventajosas, con garantías especiales
de rendimiento, con pedidos lucrativos para las fundiciones de acero, etc.,
etc.
Donde más rápidamente crece el capitalismo es en las colonias y en los
países transoceánicos. Entre ellos aparecen nuevas potencias imperialistas
(Japón). La lucha de los imperialismos mundiales se agudiza. Crece el
tributo que el capital financiero percibe de las empresas coloniales y
ultraoceánicas, particularmente lucrativas. En el reparto de este "botín", una
parte excepcionalmente grande va a parar a manos de países que no siempre
ocupan un lugar preeminente, desde el punto de vista del ritmo de desarrollo
de las fuerzas productivas.
Así, pues, cerca del 80% de todas las líneas férreas se halla concentrado
en las cinco potencias más importantes. Pero la concentración de la
propiedad de dichas líneas, la concentración del capital financiero es
120
incomparablemente mayor aún; pues, por ejemplo, una masa enorme de las
acciones y obligaciones de los ferrocarriles americanos, rusos y otros
pertenece a los millonarios ingleses y franceses.
Gracias a sus colonias, Inglaterra ha aumentado "su" red ferroviaria en
100 mil kilómetros, cuatro veces más que Alemania. Sin embargo, todo el
mundo sabe que el desarrollo de las fuerzas productivas de Alemania, en
este mismo período, y sobre todo el desarrollo de la producción hullera y
siderúrgica, ha sido incomparablemente más rápido que en Inglaterra,
dejando ya a un lado a Francia y Rusia. En 1892, Alemania producía 4,9
millones de toneladas de hierro fundido, contra 6,8 en Inglaterra, mientras
que en 1912 producía ya 17,6 contra 9,0, esto es una superioridad gigantesca
sobre Inglaterra!
Ante esto, cabe preguntar: en el terreno del capitalismo, ¿qué otro
medio podía haber que no sea la guerra, para suprimir la desproporción
existente entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la acumulación del
capital, por una parte, y el reparto de las colonias y de las "esferas de
influencia" para el capital financiero, por otra?
VIII. EL PARASITISMO Y LA DESCOMPOSICIONDEL CAPITALISMO
Conviene ahora que nos detengamos en otro aspecto, muy importante,
del imperialismo, al cual, en los razonamientos sobre este tema, no se
concede la atención debida en la mayor parte de los casos. Uno de los
121
defectos del marxista Hilferding consiste en que, en comparación con el no
marxista Hobson, ha dado un paso atrás. Nos referimos al parasitismo,
propio del imperialismo.
Como hemos visto, la base económica más profunda del imperialismo
es el monopolio. Se trata de un monopolio capitalista, esto es, que ha nacido
del seno del capitalismo y se halla en las condiciones generales del mismo,
de la producción de mercancías, de la competencia, en una contradicción
constante insoluble con dichas condiciones generales. Pero, no obstante,
como todo monopolio, engendra inevitablemente una tendencia al
estancamiento y a la descomposición. Puesto que se fijan, aunque sea
temporalmente, precios monopolistas, desaparecen hasta cierto punto las
causas estimulantes del progreso técnico y, por consiguiente, de todo
progreso, de todo movimiento hacia adelante, surgiendo así, además, la
posibilidad económica de contener artificialmente el progreso técnico.
Ejemplo: en los Estados Unidos, un tal Owens inventó una máquina que
produjo una revolución en la fabricación de botellas. El cartel alemán de
fabricantes de botellas compró la patente a Owens y la guardó bajo llave,
retrasando su aplicación. Naturalmente, bajo el capitalismo, el monopolio no
puede nunca eliminar del mercado mundial de un modo completo y por un
período muy prolongado la competencia (en esto consiste, dicho sea de
paso, una de las causas de lo absurdo de la teoría deí ultraimperialismo).
Desde luego, la posibilidad de disminuir los gastos de producción y de
aumentar los beneficios por medio de la introducción de mejoras técnicas
obra en favor de las modificaciones. Pero la tendencia al estancamiento y a
122
la descomposición inherente al monopolio, sigue obrando a su vez, y en
ciertas ramas de la industria, en ciertos países, por períodos determinados
llega a imponerse.
El monopolio de la posesión de colonias particularmente vastas, ricas o
favorablemente situadas, obra en el mismo sentido.
Prosigamos. El imperialismo es la enorme acumulación en unos pocos
países de capital monetario, el cual, como hemos visto, alcanza la suma de
100 a 150 mil millones de francos en valores. De aquí el incremento
extraordinario de la clase o, mejor dicho, del sector rentista, esto es, de
individuos que viven del "corte del cupón", completamente alejados de la
participación en toda empresa y cuya profesión es la ociosidad. La
exportación del capital, una de las bases económicas más esenciales del
imperialismo, acentúa todavía más este divorcio completo del sector rentista
respecto a la producción, imprime un sello de parasitismo a todo el país, que
vive de la explotación del trabajo de varios países y colonias ultraoceánicos.
"En 1893 dice Hobson el capital británico invertido en el
extranjero representaba cerca del 15% de toda la riqueza del Reino Unido".
Recordemos que, para el año 1915, dicho capital aumentó
aproximadamente en dos veces y media.
"El imperialismo agresivo dice más adelante Hobson , que cuesta tan caro a los
contribuyentes y tiene tan poca importancia para el industrial y el comerciante. . . , es una
fuente de grandes beneficios para el capitalista que busca el modo de invertir su capital" . . .
[En inglés esta noción se expresa con una sola palabra: "investor", rentista]. "El estadístico
123
Giffen estima en 18 millones de libras esterlinas, calculando a razón de un 2,5% sobre un
giro total de 800 millones de libras esterlinas, el beneficio anual percibido en 1899 por la
Gran Bretaña de su comercio exterior y colonial".
Por grande que sea esta suma, no puede explicar el imperialismo
agresivo de la Gran Bretaña. Lo que lo explica son los 90 ó 100 millones de
libras esterlinas que representan el beneficio del capital "invertido", el
beneficio del sector de los rentistas.
¡El beneficio de los rentistas es cinco veces mayor que el beneficio del
comercio exterior del país más "comercial" del mundo! ¡He aquí la esencia
del imperialismo y del parasitismo imperialista!
Por este motivo, la noción de "Estadorentista" (Rentnerstaat ) o
Estadousurero ha pasado a ser de uso general en la literatura económica
sobre el imperialismo. El mundo ha quedado dividido en un puñado de
Estadosusureros y una mayoría gigantesca de Estados deudores.
"Entre el capital invertido en el extranjero escribe SchulzeGaevernitz se halla, en
primer lugar, el capital colocado en los países políticamente dependientes o alia dos:
Inglaterra hace préstamos a Egipto, Japón, China y América del Sur. En caso extremo, su
escuadra desempeña el papel de alguacil. La fuerza política de Inglaterra la pone a cubierto
de la indignación de sus deudores"*.
Sartorius von Waltershausen, en su obra "El sistema económico de
inversión de capital en el extranjero", presenta a Holanda como modelo de
"Estadorentista" e indica que Inglaterra y Francia van tomando asimismo
este carácter**. A juicio de Schilder, hay cinco países industriales que son
124
"Estados acreedores bien definidos": Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica
y Suiza. Si no incluye a Holanda en este grupo es únicamente por ser "poco
industrial"***. Los Estados Unidos son acreedores solamente con referencia
a América.
"Inglaterra dice SchulzeGaevernitz se está convirtiendo paulatinamente de
Estado industrial en Estadoacreedor. A pesar del aumento absoluto de la producción y de la
exportación industriales, aumenta la importancia relativa para toda la economía nacional de
los ingresos procedentes de los intereses y de los dividendos, de las emisiones, de las
comisiones y de la especulación. A mi juicio, este hecho es precisamente el que constituye
la base económica del auge imperialista. El acreedor está más solidamente ligado con el
deudor que el vendedor con el comprador"[*].
Con respecto a Alemania, el editor de la revista berlinesa "Die Bank",
A. Lansburgh, escribía en 1911 lo siguiente, en el artículo "Alemania,
Estadorentista":
"En Alemania la gente se ríe de buena gana de la tendencia a convertirse en rentista
que se observa en Francia. Pero, al hacerlo, se olvidan de que, por lo que se refiere a la
burguesía, las condiciones alemanas se parecen cada día más a las de Francia"**.
El Estadorentista es el Estado del capitalismo parasitario y en
descomposictón, y esta circunstancia no puede dejar de reflejarse tanto en
todas las condiciones políticosociales de los países correspondientes en
general, como en las dos tendencias fundamentales del movimiento obrero
en particular. Para mostrarlo de un modo más evidente, cedemos la palabra a
Hobson, el cual es un testigo "seguro", ya que no se le puede considerar
como sospechoso de apasionamiento por la "ortodoxia marxista" y, por otra
125
parte, es un inglés bien informado de la situación del país más rico en
colonias, en capital financiero y en experiencia imperialista.
Describiendo, bajo la viva impresión de la guerra angloboer, el lazo
que une al imperialismo con los intereses de los "financieros", el aumento de
los beneficios resultantes de las contratas, de los suministros de guerra, etc.,
Hobson decía:
"Los orientadores de esta política netamente parasitaria son los capitalistas; pero los
mismos motivos ejercen también su acción sobre categorías especiales de obreros. En
muchas ciudades, las ramas más importantes de la industria dependen de los pedidos del
Estado; el imperialismo de los centros de las industrias metalúrgica y naviera depende, en
gran parte, de este hecho".
Las circunstancias de dos órdenes, a juicio del autor, han debilitado la
fuerza de los viejos imperios: 1) el "parasitismo económico" y 2) la
formación de ejércitos con soldados de los pueblos dependientes.
"La primera es costumbre del parasitismo económico, en virtud del cual el Estado
dominante utiliza sus provincias, sus colonias y los países dependientes, con el objeto de
enriquecer a su clase dirigente y corromper a las clases inferiores a fin de que permanezcan
tranquilas".
Para que sea económicamente posible esa corrupción, sea cual sea la
forma en que se realice, es necesario añadiremos por nuestra cuenta un
beneficio monopolista elevado.
En lo que se refiere a la segunda circunstancia, Hobson dice:
126
"Uno de los síntomas más extraños de la ceguera del imperialismo es la
despreocupación con que la Gran Bretaña, Francia y otras naciones imperialistas
emprenden este camino. Gran Bretaña ha ido más lejos que ningún otro país. La mayor
parte de los combates por medio de los cuales conquistamos nuestro imperio indio, fueron
sostenidos por tropas indígenas. En la India, como durante los últimos tiempos en Egipto,
grandes ejércitos permanentes se hallan bajo el mando de los ingleses; casi todas nuestras
guerras de conquista en Africa, con excepción del Sur, han sido llevadas a cabo para
nosotros por los indígenas".
La perspectiva del reparto de China suscita en Hobson la siguiente
apreciación económica:
"La mayor parte de la Europa occidental podría tomar entonces el aspecto y el carácter
que tienen actualmente ciertas partes de esos países: el sur de Inglaterra, la Riviera, los
sitios de Italia y Suiza más frecuentados por los turistas y poblados por ricachos, es decir:
un puñado de ricos aristócratas que percibirían dividendos y pensiones del Lejano Oriente,
con un grupo un poco más considerable de empleados y de comerciantes y un número
mayor de domésticos y de obreros ocupados en la industria del transporte y en la industria
dedicada a la última fase de preparación de artículos de fácil alteración. En cambio, las
ramas principales de la industria desaparecerían y los productos alimenticios de gran
consumo, los artículos semimanufacturados corrientes afluirían, como un tributo, de Asia y
Africa. . . He aquí qué posibilidades abre ante nosotros una alianza más vasta de los Estados
occidentales una federación europea de las grandes potencias: dicha federación no sólo no
haría avanzar la civilización mundial, sino que podría implicar un peligro gigantesco de
parasitismo occidental: formar un grupo de naciones industriales avanzadas, cuyas clases
superiores percibirían enormes tributos de Asia y Africa, por medio de los cuales
mantendrían a grandes masas domesticadas de empleados y criados, ocupados no ya en la
producción agrícola e industrial de artículos de gran consumo, sino en el servicio personal o
en el trabajo industrial secundario, bajo el control de una nueva aristocracia financiera. Que
los que se hallan dispuestos a rechazar esta teoría [debería decirse: perspectiva], como poco
127
digna de ser examinada, reflexionen sobre las condiciones económicas y sociales de las
regiones del sur de Inglaterra que se hallan ya en esta situación. Que piensen en las
proporciones enormes que podría adquirir dicho sistema, si China fuese sometida al control
económico de tales grupos financieros, de los 'capital investors', de sus agentes políticos y
empleados comerciales e industriales, que agotarán el más grande depósito potencial de
beneficios que jamás ha conocido el mundo, con objeto de consumir dichos beneficios en
Europa. Naturalmente, la situación es excesivamente compleja, el juego de las fuerzas
mundiales es demasiado difícil de calcular para que resulte muy verosímil esa u otra
interpretación única del futuro. Pero las influencias que inspiran al imperialismo de la
Europa occidental en la actualidad se orientan en este sentido, y si no chocan con una
resistencia, si no son desviadas hacia otra parte, se desarrollarán precisamente en el sentido
de la culminación de este proceso"*.
El autor tiene toda la razón: si las fuerzas del imperialismo no
tropezaran con resistencia alguna, conducirían indefectiblemente a esto. La
significación de los "Estados Unidos de Europa", en la situación imperialista
actual, es apreciada acertadamente por este autor. Convendría únicamente
añadir que también en el interior del movimiento obrero, los oportunistas,
temporalmente vencedores ahora en la mayoría de los países, "trabajan" de
una manera sistemática y firme precisamente en esta dirección. El
imperialismo, que significa el reparto del mundo y la explotación no sólo de
China e implica ganancias monopolistas elevadas para un puñado de países
los más ricos, crea la posibilidad económica de la corrupción de las capas
superiores del proletariado y con ello nutre, da forma, refuerza el
oportunismo. Lo que no hay que olvidar son las fuerzas que contrarrestan al
imperialismo en general y al oportunismo en particular, y que, naturalmente,
no puede ver el socialliberal Hobson.
128
El oportunista alemán Gerhard Hildebrand, el cual fue a su tiempo
excluido del Partido por su defensa del imperialismo y que en la actualidad
podría ser jefe del llamado Partido "Socialdemócrata" de Alemania,
completa muy bien a Hobson al preconizar los "Estados Unidos de Europa
occidental" (sin Rusia), con el objeto de llevar a cabo una acción "común" . .
. contra los negros africanos, contra el "gran movimiento islamita", para
mantener "un fuerte ejército y una escuadra potente" contra la "coalición
chinojaponesa", etc.*
La descripción del "imperialismo británico" que nos da Schulze
Gaevernitz nos muestra los mismos rasgos de parasitismo. La renta nacional
de Inglaterra, en el período de 18651898, casi se duplicó mientras que la
renta procedente "del extranjero", durante ese mismo período, aumentó en
nueve veces. Si el "mérito" del imperialismo consiste en que "educa al negro
para el trabajo" (no es posible evitar la coerción. . .), el "peligro" del
imperialismo consiste en que "Europa descargue el trabajo físico al
principio el agrícola y el minero, después el trabajo industrial más brutal
sobre las espaldas de la población de color, y se reserve para sí el papel de
rentista, preparando acaso, de este modo, la emancipación económica y,
después, política de las razas de color".
En Inglaterra, se priva a Ia agricultura de una parte de tierra cada día
mayor para dedicarla al deporte, a las diversiones de los ricachos. Por lo que
se refiere a Escocia el sitio más aristocrático para la caza y otros deportes
se dice que "vive de su pasado y de mister Carnégie" (multimillonario
norteamericano). Sólo en las carreras de caballos y en la caza de zorros gasta
129
anualmente Inglaterra 14 millones de libras esterlinas (unos 130 millones de
rublos). El número de rentistas ingleses es de cerca de un millón. El tanto
por ciento de la población productora disminuye.
El investigador burgués del "imperialismo británico de principios del
siglo XX", al hablar de la clase obrera inglesa, se ve obligado a establecer
sistemáticamente una diferencia entre las "capas superiores " de los obreros
y la "capa proletaria inferior propiamente dicha ". La capa superior
suministra la masa de los miembros de las cooperativas y de los sindicatos,
de las sociedades deportivas y de las numerosas sectas religiosas. El derecho
electoral se halla adaptado al nivel de dicha categoría. Dicho derecho sigue
siendo en Inglaterra ¡¡"lo suficientemente limitado para excluir a la capa
proletaria interior propiamente dicha"!! Para colorear la situación de la
clase obrera inglesa, ordinariamente se habla sólo de dicha capa superior, la
cual constituye la minoría del proletariado: por ejemplo, "la cuestión del
paro forzoso es principalmente un problema que afecta a Londres y a la capa
proletaria inferior, de la cual los políticos hacen poco caso ". . .[*] Se debería
decir: de la cual los políticastros burgueses y los oportunistas "socialistas"
hacen poco caso.
Entre las particularidades del imperialismo relacionadas con los
fenómenos de que hemos hablado, figura la disminución de la emigración de
los países imperialistas y el aumento de la inmigración (afluencia de obreros
y transmigraciones) a estos últimos, procedente de los países más atrasados,
donde el nivel de los salarios es más bajo. La emigración de Inglaterra,
como lo hace observar Hobson, disminuye a partir de 1884: en este año, el
130
número de emigrantes fue de 242.000, y de 169.000 en 1900. La emigración
de Alemania alcanzó el máximo entre 1881 y 1890: 1.453.000,
descendiendo en las dos décadas siguientes hasta 544.000 y 341.000. Por el
contrario, aumentó el número de obreros llegados a Alemania procedentes
de Austria, Italia, Rusia y otros países. Según el censo de 1907, en Alemania
había 1.342.294 extranjeros, de los cuales 440.800 eran obreros industriales
y 257.329 agrícolas**. En Francia, una "parte considerable" de los obreros
mineros está constituida por extranjeros: polacos, italianos, españoles***.
En los Estados Unidos, los inmigrados de la Europa oriental y meridional
ocupan los puestos peor retribuidos, mientras que los obreros
norteamericanos suministran el tanto por ciento mayor de capataces y de los
obreros que tienen un trabajo mejor retribuido[*]. El imperialismo tiene la
tendencia a formar categorías privilegiadas también entre los obreros y a
divorciarlas de la gran masa del proletariado.
Es preciso hacer notar que, en Inglaterra, la tendencia del imperialismo
a escindir a los obreros y a acentuar el oportunismo entre ellos, a engendrar
una descomposición temporal del movimiento obrero, se manifestó Mucho
antes de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Esto se explica
porque, desde mediados del siglo pasado, existían en Inglaterra dos
importantes rasgos distintivos del imperialismo: inmensas posesiones
coloniales y situación de monopolio en el mercado mundial. Durante
decenas de años, Marx y Engels estudiaron sistemáticamente ese lazo
existente entre el oportunismo en el movimiento obrero y las
131
particularidades imperialistas del capitalisrno inglés. Engels escribía, por
ejemplo, a Marx el 7 de octubre de 1858:
"El proletariado inglés se va aburguesanda de hecho cada día más; por lo que se ve,
esta nación, la más burguesa de todas, aspira a tener, en resumidas cuentas, al lado de la
burguesía una aristocracia burguesa y un proletariado burgués. Naturalmente, por parte de
una nación que explota al mundo entero, esto es, hasta cierto punto, lógico".
Casi un cuarto de siglo después, en su carta del 11 de agosto de 1881,
habla de "las peores tradeuniones inglesas que consienten ser dirigidas por
individuos vendidos a la burguesía o que, por lo menos, son pagados por
ella". Y en la carta del 12 de septiembre de 1882 a Kautsky, Engels escribía:
"Me pregunta usted qué piensan los obreros ingleses acerca de la política colonial. Lo
mismo que piensan de la política en general. Aquí no hay un partido obrero, no hay más
que radicales conservadores y liberales, y los obreros se aprovechan, junto con ellos, con la
mayor tranquilidad, del monopolio colonial de Inglaterra y de su monopolio en el mercado
mundial"*. [Engels desarrolla la misma idea en el prólogo a la segunda edición de "La
situación de la clase obrera en Inglaterra", 1892.]
He aquí, claramente indicadas, las causas y las consecuencias. Causas:
1) explotación del mundo entero por dicho país; 2) su situación de
monopolio en el mercado mundial; 3) su monopolio colonial.
Consecuencias: 1) aburguesamiento de una parte del proletariado inglés; 2)
una parte de dicho proletariado se deja dirigir por gentes compradas por la
burguesía o, cuando menos, pagadas por la misma. El imperialismo de
comienzos del siglo XX terminó el reparto del mundo entre un puñado de
Estados, cada uno de los cuales explota actualmente (en el sentido de la
132
obtención de superganancias) una parte "del mundo entero" poco más
pequeña que la que explotaba Inglaterra en 1858; cada uno de ellos ocupa
una posición de monopolio en el mercado mundial, gracias a los trusts, a los
cartels, al capital financiero, a las relaciones entre acreedor y deudor; cada
uno de ellos dispone hasta cierto punto de un monopolio colonial (como
hemos visto, de los 75 millones de kilómetros cuadrados de todas las
colonias del mundo, 65 millones, es decir, el 86%, se hallan concentrados en
manos de seis potencias; 61 millones, esto es, el 81%, están concentrados en
manos de tres potencias).
El rasgo distintivo de la situación actual consiste en la existencia de
condiciones económicas y políticas tales, que forzosamente han tenido que
acentuar la inconciliabilidad del oportunismo con los intereses generales y
vitales del movimiento obrero: el imperialismo embrionario se ha convertido
en un sistema dominante; los monopolios capitalistas han pasado al primer
plano en la economía nacional y en la política; el reparto del mundo se ha
llevado a su término; pero, por otra parte, en vez del monopolio indiviso de
Inglaterra, vemos la lucha por la participación en él entre un pequeño
número de potencias imperialistas, lucha que caracteriza todo el comienzo
del siglo XX. El oportunismo no puede ahora resultar completamente
victorioso en el movimiento obrero de un país durante decenas de años,
como triunfó en Inglaterra durante la segunda mitad del siglo XIX, pero, en
una serie de países, ha alcanzado su plena madurez, la ha sobrepasado y se
ha descompuesto, fundiéndose del todo, bajo la forma del socialchovinismo,
con la política burguesa*.
133
IX. LA CRITICA DEL IMPERIALISM0
Entendemos la crítica del imperialismo en el sentido amplio de esta
palabra, como posición de las distintas clases de la sociedad ante la política
del imperialismo en relación con la ideología general de las mismas.
Las gigantescas proporciones del capital financiero, concentrado en
unas pocas manos, que ha creado una red extraordinariamente vasta y densa
de relaciones y enlaces, que ha sometido no sólo a la masa de los capitalistas
y empresarios medianos y pequeños, sino a los más insignificantes, por una
parte, y la exacerbación, por otra, de la lucha con otros grupos nacionales de
financieros por el reparto del mundo y por el dominio sobre otros países:
todo esto provoca el paso en bloque de todas las clases poseyentes al lado
del imperialismo. El signo de nuestro tiempo es el entusiasmo "general" por
las perspectivas de este último, la defensa porfiada del mismo, su
embellecimiento por todos los medios. La ideología imperialista penetra,
incluso, en el seno de la clase obrera, la cual no está separada de las demás
clases por una muralla china. Si los jefes del llamado Partido
"Socialdemócrata" actual de Alemania han sido con justicia calificados de
"socialimperialistas", esto es, de socialistas de palabra e imperialistas de
hecho, Hobson hacía notar ya en 1902 la existencia de "imperialistas
fabianos" en Inglaterra, pertenecientes a la oportunista "Sociedad Fabiana".
Los sabios y los publicistas burgueses ordinariamente defienden el
imperialismo en una forma un poco encubierta, velando la dominación
completa del imperialismo y sus raíces profundas, esforzándose en colocar
134
en primer plano las particularidades y los detalles secundarios, esforzándose
en distraer la atención de lo esencial por medio de proyectos de "reformas"
faltos de toda seriedad, tales como el control policiaco de los trusts o de los
bancos, etc. Es menos frecuente que den abiertamente la cara los
imperialistas cínicos, declarados, que tienen el valor de considerar como
absurda la idea de reformar las características fundamentales del
imperialismo.
Daremos un ejemplo. Los imperialistas alemanes, en las ediciones del
"Archivo de la Economía Mundial", se esfuerzan en seguir de cerca los
movimientos de liberación nacional de las colonias, particularmente, como
es natural, de las no alemanas, señalan la fermentación y las protestas en la
India, el movimiento en Natal (Africa del Sur), en la India holandesa, etc.
Uno de ellos, en una nota a propósito de una publicación inglesa que
informaba sobre la Conferencia de naciones y razas sometidas, que se
celebró del 28 al 30 de junio de 1910 y en la cual participaron representantes
de distintos pueblos de Asia, Africa y Europa que se hallan bajo la
dominación extranjera, al comentar los discursos pronunciados en dicha
Conferencia, se expresa así:
"Hay que luchar contra el imperialismo, se nos dice; los Estados dominantes deben
reconocer el derecho a la independencia de los pueblos sometidos; un tribunal internacional
debe velar por el cumplimiento de los tratados concertados entre las grandes potencias y los
pueblos débiles. La Conferencia no va más allá de esos buenos deseos. No vemos ni la
menor huella de comprensión de la verdad de que el imperialismo está indisolublemente
ligado al capitalismo en su forma actual ni, por tanto, la menor huella de comprensión de
135
que, por ello (¡¡ !!), la lucha directa contra el imperialismo está condenada al fracaso, a no
ser que la lucha se limite a protestas contra excesos aislados particularmente odiosos".
Como la enmienda reformista de las bases del imperialismo es un
engaño, un "buen deseo", como los representantes burgueses de las naciones
oprimidas no van "más allá", hacia adelante, el representante burgués de la
nación opresora va "más allá", hacia atrás, hacia el servilismo con respecto
al imperialismo, cubierto con una pretensión de "cientifismo". ¡Vaya una
"lógica"!
Las cuestiones esenciales en la crítica del imperialismo son la de saber
si es posible modificar con reformas las bases del imperialismo, la de saber
si hay que seguir adelante desarrollando la exacerbación y el ahondamiento
de las contradicciones engendradas por el mismo o hay que retroceder,
atenuando dichas contradicciones. Como las particularidades políticas del
imperialismo son la reacción en toda la línea y la intensificación del yugo
nacional como consecuencia del yugo de la oligarquía financiera y la
supresión de la libre concurrencia, a principios del siglo XX, en casi todos
los países imperialistas, aparece una oposición democrática
pequeñoburguesa al imperialismo. Y la ruptura con el marxismo por parte
de Kautsky y de la vasta corriente internacional del kautskismo consiste
precisamente en que Kautsky no sólo no se ha preocupado, no ha sabido
enfrentarse a esa oposición pequeñoburguesa, reformista, en lo económico
fundamentalmente reaccionaria, sino que, por el contrario, se ha fundido
prácticamente con ella.
136
En los Estados Unidos, la guerra imperialista de 1898 contra España
provocó una oposición de los "antiimperialistas", los últimos mohicanos de
la democracia burguesa, los cuales calificaban de "criminal" dicha guerra,
consideraban como una violación de la Constitución la anexión de tierras
ajenas, denunciaban como "un engaño de los patrioteros" la actitud hacia el
jefe de los indígenas filipinos Aguinaldo (al cual prometieron la libertad de
su país y después desembarcaron tropas norteamericanas y se anexionaron
las Filipinas), citaban las palabras de Lincoln: "cuando el blanco se gobierna
a sí mismo, esto se llama autonomía; cuando se gobierna a sí mismo y, al
mismo tiempo, gobierna a otros, no es ya autonomía, esto se llama
despotismo". Pero mientras toda esa crítica tenía miedo de reconocer el lazo
indisoluble existente entre el imperialismo y los trusts, y, por consiguiente,
entre el imperialismo y los fundamentos del capitalismo; mientras temía
unirse a las fuerzas engendradas por el gran capitalismo y su desarrollo, no
pasaba de ser una "aspiración inocente".
Igual es la posición fundamental de Hobson en su crítica del
imperialismo. Hobson se ha anticipado a Kautsky al levantarse contra la
"inevitabilidad del imperialismo" y al invocar la necesidad de "elevar la
capacidad de consumo" de la población (¡bajo el régimen capitalista).
Mantienen una posición pequeño burguesa en la crítica del imperialismo, de
la omnipotencia de los bancos, de la oligarquía financiera, etc., Agahd, A.
Lansburgh, L. Eschwege, citados reiteradas veces por nosotros, y, entre los
escritores franceses, Víctor Bérard, autor de la obra superficial "Inglaterra y
el imperialismo", aparecida en 1900. Todos ellos, sin ninguna pretensión de
137
marxismo, ni mucho menos, oponen al imperialismo la libre concurrencia y
la democracia, condenan la aventura del ferrocarril de Bagdad, que conduce
a conflictos y a la guerra, manifiestan "aspiraciones inocentes" de paz, etc.,
incluso el estadístico de las emisiones internacionales, A. Neymarck, el cual,
calculando los centenares de miles de millones de francos de valores
"internacionales", exclamaba, en 1912: "¿Es posible concebir que la paz
pueda ser violada. . . , que con unas cifras tan enormes el mundo se
arriesgue a provocar la guerra?"[*]
Por parte de los economistas burgueses esa ingenuidad no tiene nada de
sorprendente; además, para ellos es ventajoso aparecer tan ingenuos y hablar
"seriamente" de la paz bajo el imperialismo. Pero ¿qué es lo que le queda
del marxismo a Kautsky, cuando en 1914, 1915 y 1916 adopta ese mismo
punto de vista burguésreformista y afirma que "todo el mundo está de
acuerdo" (imperialistas, pseudosocialistas y socialpacifistas) en lo que se
refiere a la paz? En vez de analizar y de poner al descubierto en toda su
profundidad las contradicciones del imperialismo, vemos únicamente la
"aspiración inocente" reformista de evitarlas, de deshacerse de ellas.
He aquí una pequeña muestra de la crítica económica del imperialismo
por Kautsky. Este toma los datos sobre la exportación y la importación de
Inglaterra en Egipto en 1872 y 1912: resulta que esa exportación e
importación aumentó menos que la exportación y la importación generales
de Inglaterra. Y Kautsky saca de ello la conclusión siguiente:
138
"No tenemos fundamento alguno para suponer que, sin la ocupación militar de Egipto,
el comercio con dicho país hubiera crecido menos bajo la influencia del simple peso de los
factores económicos". "Como mejor puede el capital realizar su tendencia a la expansión es,
no por medio de los métodos violentos del imperialismo, sino por la democracia pacífica".
Este razonamiento de Kautsky, repetido en todos los tonos por su
escudero ruso (y encubridor ruso de los socialchovinistas), señor
Spectator[13], constituye la base de la crítica kautskiana del imperialismo y
por esto debemos detenernos más detalladamente en él. Empecemos por una
cita de Hilferding, cuyas conclusiones Kautsky ha declarado muchas veces,
por ejemplo, en abril de 1915, que eran "aceptadas unánimemente por todos
los teóricos socialistas".
"No incumbe al proletariado dice Hilferding oponer a la política capitalista más
progresiva la era del librecambio, que se ha quedado atrás, y la actitud hostil frente al
Estado. La respuesta del proletariado a la política económica del capital financiero, al
imperialismo, puede ser no el librecambio, sino solamente el socialismo. El fin de la
política proletaria no puede ser actualmente la restauración de la libre concurrencia que
se ha convertido en un ideal reaccionario , sino únicamente la destrucción completa de la
competencia por medio de la supresión del capitalismo"**.
Kautsky ha roto con el marxismo al defender para la época del capital
financiero un "ideal reaccionario", la "democracia pacífica", "el simple peso
de los factores económicos", pues este ideal arrastra objetivamente hacia
atrás, del capitalismo monopolista al capitalismo no monopolista, y es un
engaño reformista.
139
El comercio con Egipto (o con otra colonia o semicolonia) "hubiera
crecido" más sin la ocupación militar, sin el imperialismo, sin el capital
financiero. ¿Qué significa esto? ¿Que el capitalismo se desarrollaría más
rápidamente si la libre concurrencia no se viera limitada por los monopolios
en general ni por las "relaciones" o el yugo (esto es, monopolio asimismo)
del capital financiero, ni por la posesión monopolista de las colonias por
parte de países aislados?
Los razonamientos de Kautsky no pueden tener otro sentido, y este
"sentido" es un sin sentido. Admitamos que sí, que la libre concurrencia, sin
monopolios de ninguna especie desarrollar í a el capitalismo y el comercio
más rápidamente. Pero cuanto más rápido es el desarrollo del comercio y del
capitalismo, más intensa es la concen tración de la producción y del capital,
que engendra el monopolio. ¡Y los monopolios han nacido y a precisamente
d e la libre concurrencia! Aun en el caso de que los monopolios retrasaran
actualmente el desarrollo, esto no sería, a pesar de todo, un argumento en
favor de la libre concurrencia, la cual es imposible después de haber
engendrado los monopolios.
Por más vueltas que deis a los razonamientos de Kautsky, no hallaréis
en él más que reaccionarismo y reformismo burgués.
Si se corrige este razonamiento y se dice, como Spectator, que el
comercio de las colonias inglesas con Inglaterra se desarrolla en la
actualidad más lentamente que con otros países, esto tampoco salva a
Kautsky, pues Inglaterra va siendo batida t a m b i é n por el monopolio, t a
140
m b i é n por el imperialismo, pero de otros países (Estados Unidos,
Alemania). Es sabido que los cartels han conducido al establecimiento de
aranceles proteccionistas de un tipo nuevo, original: se protegen (como lo
hizo ya observar Engels en el III tomo de "El Capital") precisamente los
productos susceptibles de ser exportados. Es conocido asimismo el sistema,
propio de los cartels y del capital financiero, de "exportación a precios
tirados", el "dumping", como dicen los ingleses: en el interior del país, el
cartel vende sus productos a un precio monopolista elevado, y en el
extranjero los vende a un precio tres veces más bajo con objeto de arruinar
al competidor, ampliar hasta el máximo su propia producción, etc. Si
Alemania desarrolla más rápidamente que Inglaterra su comercio con las
colonias inglesas, esto demuestra solamente que el imperialismo alemán es
más lozano, más fuerte, mejor organizado que el inglés, superior a él, pero
no demuestra, ni mucho menos, la "preponderancia" del librecambio porque
no es él el que lucha contra el proteccionismo, contra la dependencia
colonial, sino que un imperialismo lucha contra otro, un monopolio contra
otro, un capital financiero contra otro. La preponderancia del imperialismo
alemán sobre el inglés es más fuerte que la muralla de las fronteras
coloniales o de los aranceles proteccionistas: sacar de ahí un "argumento" en
favor del librecambio y de la "democracia pacífica" equivale a sostener una
trivialidad, a olvidar los rasgos y las propiedades fundamentales del
imperialismo, a sustituir el marxismo por el reformismo pequeñoburgués.
Es interesante hacer notar que incluso el economista burgués A. Lansburgh, que
critica el imperialismo de una manera tan pequeñoburguesa como Kautsky, ha
141
elaborado, sin embargo, de un modo más científico que él los datos de la estadística
comercial. Lansburgh no sólo ha comparado un país tomado al azar, y no sólo una
colonia con los demás países, sino la exportación de un país imperialista: 1) en los
países que dependen financieramente de él, que han recibido empréstitos, y 2) en los
países financieramente independientes.
Lansburgh no dedujo las conclusiones, y por esto no se dio cuenta, lo
que es algo extraño, de que si estas cifras demuestran algo es precisamente
contra él, pues la exportación a los países financieramente dependientes ha
crecido, a pesar de todo, más rápidamente, aunque no de un modo muy
consi derable, que la exportación a los países financieramente
independientes (subrayamos "si" porque la estadística de Lansburgh dista
mucho de ser completa).
Refiriéndose a la relación existente entre la exportación y los
empréstitos, Lansburgh dice:
"En 189091, fue concertado el empréstito rumano por mediación de los bancos
alemanes, los cuales, en los años anteriores, adelantaban ya dinero a cuenta del mismo. El
empréstito sirvió principalmente para la adquisición de material ferroviario, el cual se
recibía de Alemania. En 1891, la exportación alemana a Rumania fue de 55 millones de
marcos. Al año siguiente descendió hasta 39,4 y, con intervalos, hasta 25,4 millones, en
1900. Unicamente en estos últimos años ha sido nuevamente alcanzado el nivel de 1891,
gracias a otros dos nuevos empréstitos.
La exportación alemana a Portugal aumentó, a consecuencia de los empréstitos de
188889, hasta 21,1 millones de marcos (1890); después, en los dos años siguientes,
descendió hasta 16,2 y 7,4 millones, y alcanzó su antiguo nivel únicamente en 1903.
142
Son todavía más expresivos los datos relativos al comercio germanoargentino. A
consecuencia de los empréstitos de 1888 y 1890, la exportación alemana a la Argentina
alcanzó, en 1889, la cifra de 60,7 millones de marcos. Dos años más tarde, la cxportación
era sólo de 18,6 millones, esto es, menos de la tercera parte. Sólo en 1901 es alcanzado y
superado el nivel de 1889, como resultado de los nuevos empréstitos del Estado y
municipales, de la entrega de dinero para la construcción de centrales eléctricas y de otras
operaciones de crédito.
La exportación a Chile aumentó, a consecuencia del empréstito de 1889, hasta 45,2
millones de marcos (1892) y descendió un año despues a 22,5 millones. Después de un
nuevo empréstito, concertado por medio de los bancos alemanes en 1906, la exportación se
elevó hasta 84,7 millones de marcos (1907), para descender de nuevo a 52,4 millones en
1908".
Lansburgh deduce de estos hechos una divertida moral
pequeñoburguesa: cuán inconsistente y desigual es la exportación
relacionada con los empréstitos, lo mal que está exportar capitales al
extranjero en vez de desarrollar la industria patria de un modo "natural" y
"armónico", lo "caras" que le resultan a Krupp las propinas de muchos
millones al ser concertados los empréstitos extranjeros, etc. Pero los hechos
hablan con claridad: el aumento de la exportación está precisamente
relacionado con las maquinaciones del capital financiero, que no se
preocupa de la moral burguesa y saca al buey dos cueros: primero, el
beneficio del empréstito, y segundo, un beneficio de ese mismo empréstito,
cuando éste es invertido en la compra de los artículos de Krupp o de
material ferroviario del sindicato del acero, etc.
Repetimos que no consideramos perfecta, ni mucho menos, la
estadística de Lansburgh, pero era indispensable reproducirla, porque es más
143
científica que la de Kautsky y de Spectator, ya que Lansburgh indica una
manera justa de enfocar la cuestión. Para razonar sobre la significación del
capital financiero en lo que se refiere a la exportación, etc. es indispensable
saber destacar ésta especial y únicamente en su relación con las
maquinaciones de los financieros, especial y únicamente en su relación con
la venta de los productos de los cartels, etc. Limitarse a cornparar
sencillamente las colonias en general con los países no coloniales, un
imperialismo con otro, una semicolonia o colonia (Egipto) con todos los
demás países significa dejar de lado y escamotear precisamente la esencia
de la cuestión.
La crítica teórica del imperialismo hecha por Kautsly no tiene nada de
común con el marxismo; sirve únicamente como punto de partida para
predicar la paz y la unidad con los oportunistas y los socialchovinistas,
porque dicha crítica deja de lado y escamotea justamente las contradicciones
más profundas y radicales del imperialismo: las contradicciones entre los
monopolios y la libre concurrencia que existe paralelamente con ellos, entre
las "operaciones" gigantescas (y las ganancias gigantescas) del capital
financiero y el comercio "honrado" en el mercado libre, entre los cartels y
trusts, de una parte, y la industria no cartelizada, por otra, etc.
Lleva absolutamente el mismo sello reaccionario la famosa teoría del
"ultraimperialismo", inventada por Kautsky. Comparad su razonamiento
sobre este tema en 1915 con el de Hobson en 1902:
Kautsky:
144
". . . ¿No puede la política imperialista actual ser desalojada por otra nueva,
ultraimperialista, que colocaría en el sitio de la lucha de los capitales financieros nacionales
entre sí la explotación común de todo el mundo por el capital financiero unido
internacionalmente? Una semejante nueva fase del capitalismo, en todo caso, es concebible.
La ausencia de premisas suficientes impide afirmar si es realizable o no".
Hobson:
"El cristianismo, que se ha consolidado en un número limitado de grandes imperios
federales, cada uno de los cuales dispone de varias colonias no civilizadas y de varios
países dependientes, les parece a muchos como la evolución más legítima de las tendencias
actuales, una evolución, además, que haría concebir las mayores esperanzas en una paz
permanente sobre la base sólida del interimperialismo".
Kautsky califica de ultraimperialismo o superimperialismo lo que
Hobson, 13 años antes, calificaba de interimperialismo. Si exceptuamos la
creación de una nueva y sapientísima palabreja por medio de la sustitución
de un prefijo latino por otro, el progreso del pensamiento "científico" en
Kautsky consiste únicamente en la pretensión de hacer pasar por marxista lo
que Hobson describe, en esencia, como manifestación hipócrita de los
curitas ingleses. Después de la guerra angloboer era natural que este
honorable estamento dirigiera sus mayores esfuerzos en el sentido de
consolar a los pequeños burgueses y a los obreros ingleses, los cuales
habían tenido no pocos muertos en los combates surafricanos y fueron
obligados a pagar impuestos elevados a fin de garantizar mayores utilidades
a los financieros ingleses. Y ¿qué consuelo podía ser mayor que el de que el
imperialismo no era tan malo, que se hallaba muy cerca del inter o
ultraimperialismo, capaz de asegurar la paz permanente? Cualesquiera que
145
fueran las buenas intenciones de íos curitas ingleses o del dulzón de
Kautsky, el sentido objetivo, esto es, el verdadero sentido social de su
"teoría" es uno, y sólo uno: el consuelo archirreaccionario de las masas por
medio de la esperanza en la posibilidad de la paz permanente bajo el
capitalismo, distrayendo la atención de las agudas contradicciones y de los
agudos problemas de la actualidad y dirigiendo dicha atención hacia las
falsas perspectivas de un pretendido nuevo "ultraimperialismo" futuro.
Excepción hecha del engaño de las masas, la teoría "marxista" de Kautsky
no da más de sí.
En efecto, basta confrontar con claridad los hechos generalmente
conocidos, indiscutibles, para convencerse hasta qué punto son falsas las
perspectivas que Kautsky se esfuerza en inculcar a los obreros alemanes (y a
los de todos los países). Tomemos el ejemplo de la India, de la Indochina y
de China. Es sabido que esos tres países coloniales y semicoloniales, con
una población de 600 a 700 millones de almas, se hallan sometidos a la
explotación del capital financiero de varias potencias imperialistas:
Inglaterra, Francia, Japón, Estados Unidos, etc. Supongamos que dichos
países imperialistas forman alianzas, los unos contra los otros, con objeto de
defender o extender sus posesiones, sus intereses y sus "esferas de
influencia" en los mencionados países asiáticos. Esas alianzas serán alianzas
"inter" o "ultraimperialistas". Supongamos que todas las potencias
imperialistas constituyen una alianza para el reparto "pacífico" de dichos
países asiáticos. Esa será una alianza del "capital financiero unido
internacionalmente". En la historia del siglo XX, hallamos ejemplos
146
concretos de una tal alianza, por ejemplo, en las relaciones de las potencias
con China Cabe preguntar: ¿es "concebible" suponer que, en las condiciones
de conservación del capitalismo (y son precisamente estas condiciones las
que presupone Kautsky), dichas alianzas no sean de corta duración, que
excluyan los rozamientos, los conflictos y la lucha en todas las formas
imaginables?
Basta formular claramente la pregunta para que sea imposible darle otra
respuesta que no sea negativa, pues bajo el capitalismo no se concibe otro
fundamento para el reparto de las esferas de influencia, de los intereses, de
las colonias, etc., que la fuerza de los participantes en el reparto, la fuerza
económica general, financiera, militar, etc. Y la fuerza no se modifica de un
modo idéntico en esos participantes del reparto, ya que es imposible, bajo el
capitalismo, el desarrollo igual de las distintas empresas, trusts, ramas
industriales y países. Hace medio siglo, la fuerza capitalista de Alemania era
de una absoluta insignificancia en comparación con la de la Inglaterra de
aquel entonces; lo mismo se puede decir del Japón en comparación con
Rusia. ¿Es "concebible" que dentro de unos diez o veinte años, permanezca
invariable la correlación de fuerzas entre las potencias imperialistas? Es
absolutamente inconcebible.
Por esto, las alianzas "interimperialistas" o "ultraimperialistas" en la
realidad capitalista, y no en la vulgar fantasía pequeñoburguesa de los curas
ingleses o del "marxista" alemán Kautsky sea cual fuera su forma: una
coalición imperialista contra otra coalición imperialista, o una alianza
general de todas las potencias imperialistas no pueden constituir,
147
inevitablemente, más que "treguas" entre las guerras. Las alianzas pacíficas
preparan las guerras y, a su vez, surgen del seno de la guerra,
condicionándose mutuamente, engendrando una sucesión de formas de
lucha pacífica y no pacífica sobre una y la misma base de relaciones
imperialistas y de relaciones recíprocas entre la economía y la política
mundiales. Y el sapientísimo Kautsky, para tranquilizar a los obreros y
reconciliarlos con los socialchovinistas, que se han pasado a la burguesía,
separa dos eslabones de una sola y misma cadena, separa la actual alianza
pacífica (ultraimperialista y aun ultraultraimperialista) de todas las
potencias para la "pacificación" de China (acordaos del aplastamiento de la
insurrección de los "boxers") del conflicto bélico de mañana, que preparará
para pasado mañana otra alianza "pacífica" general para el reparto,
supongamos, de Turquía, etc., etc. En vez del enlace vivo entre los períodos
de paz imperialista y de guerras imperialistas, Kautsky ofrece a los obreros
una abstracción muerta, a fin de recon ciliarlos con sus jefes muertos.
El norteamericano Hill, en su "Historia de la diplomacia en el
desenvolvimiento internacional de Europa", indica, en el prólogo, los
períodos siguientes en la historia moderna de la diplomacia: 1) era de las
revoluciones; 2) movimiento constitucional; 3) era del "imperialismo
comercial"* de nuestros días. Otro escritor divide la historia de la "política
mundial" de la Gran Bretaña, a partir de 1870, en cuatro períodos: 1) primer
período asiático (lucha contra el movimiento de Rusia en el Asia Central en
dirección a la India); 2) período africano (aproximadamente, de 1885 a
1902): lucha contra Francia por el reparto de Africa (incidente de Fachoda,
148
en 1898, a punto de producir la guerra con Francia); 3) segundo período
asiático (tratado con el Japón contra Rusia); 4) período "europeo",
caracterizado principalmente por la lucha contra Alemania**. "Las
escaramuzas políticas de los destacamentos de vanguardia se libran en el
terreno financiero", escribía ya en 1905 el "financiero" Riesser, indicando
cómo el capital financiero francés, al operar en Italia, preparó la alianza
política de dichos países, cómo se desarrollaba la lucha entre Alemania e
Inglaterra por Persia, la lucha de todos los capitales europeos por los
empréstitos chinos, etc. He aquí la realidad viva de las alianzas
"ultraimperialistas" pacíficas con su indisoluble lazo de unión con los
conflictos simplemente imperialistas.
La atenuación por Kautsky de las contradicciones más profundas del
imperialismo, atenuación que se convierte inevitablemente en un
embellecimiento del imperialismo, no pasa sin imprimir su sello también a
la crítica, hecha por este escritor, de las propiedades políticas del
imperialismo. El imperialismo es la época del capital financiero y de los
monopolios, los cuales traen aparejada por todas partes la tendencia a la
dominación y no a la libertad. La reacción en toda la línea, sea cual fuere el
régimen político; la exacerbación extrema de las contradicciones en esta
esfera también: tal es el resultado de dicha tendencia. Particularmente se
intensifica también la opresión nacional y la tendencia a las anexiones, esto
es, a la violación de la independencia nacional (pues la anexión no es sino la
violación del derecho de las naciones a su autodeterminación). Hilferding
149
hace observar con acierto la relación entre el imperialismo y la
intensificación de la opresión nacional:
"En lo que se refiere a los países nuevamente descubiertos dice , el capital
importado intensifica las contradicciones y provoca contra los intrusos una resistencia
creciente de los pueblos, cuya conciencia nacional se despierta; esta resistencia se puede
convertir fácilmente en medidas peligrosas dirigidas contra el capital extranjero Se
revolucionan radicalmente las viejas relaciones sociales; se desmorona el aislamiento
agrario milenario de las 'naciones sin historia', las cuales se ven arrastradas a la vorágine
capitalista. El propio capitalismo poco a poco proporciona a los sometidos, medios y
procedimientos adecuados de emancipación. Y dichas naciones formulan el fin que en otros
tiempos era considerado como el más elevado por las naciones europeas: la creación de un
Estado nacional único como instrumento de libertad económica y cultural. Este movimiento
por la independencia amenaza al capital europeo en sus zonas de explotación más
preciadas, que prometen las perspectivas más brillantes, y el capital europeo puede
mantener su dominación sólo aumentando continuamente sus fuerzas militares".
A esto hay que añadir que no sólo en los países nuevamente
descubiertos, sino incluso en los viejos, el imperialismo conduce a las
anexiones, a la intensificación de la opresión nacional, y por consiguiente,
también, a la intensificación de la resistencia. Al hacer objeciones a la
intensificación de la reacción política por el imperialismo, Kautsky deja en
la sombra la cuestión acerca de la imposibilidad de la unidad con los
oportunistas en la época del imperialismo, cuestión que ha adquirido
particular importancia vital. Al oponerse a las anexiones, da a sus objeciones
una forma tal, que resulta la más inofensiva para los oportunistas y
fácilmente aceptable por ellos. Kautsky se dirige directamente al auditorio
alemán y, sin embargo, escamotea precisamente lo más esencial y más
150
actual, por ejemplo, que AlsaciaLorena es una anexión de Alemania. Para
apreciar esta "desviación del pensamiento" de Kautsky, tomemos un
ejemplo. Supongamos que un japonés condena la anexión de Filipinas por
los norteamericanos. Cabe la pregunta: ¿serán muchos los que crean que
esto se hace por hostilidad a las anexiones en general y no por el deseo del
Japón de anexionarse él mismo las Filipinas? ¿Y no será preciso reconocer
que la "lucha" del japonés contra las anexiones puede ser considerada como
sincera y políticamente honrada sólo en el caso de que se levante contra la
anexión de Corea por el Japón, de que exija la libertad de Corea de separarse
del Japón?
Tanto el análisis teórico como la crítica económica y política del
imperialismo hechos por Kautsky se hallan totalmente impregnados de un
espíritu en absoluto inconciliable con el marxismo, de un espíritu que
escamotea y pule las contradicciones más fundamentales, de la tendencia a
mantener a toda costa la unidad, que se está desmoronando, con el
oportunismo en el movimiento obrero europeo.
X. EL LUGAR HISTORICO DELIMPERIALISMO
Como hemos visto, el imperialismo, por su esencia económica, es el
capitalismo monopolista. Con ello queda ya determinado el lugar histórico
del imperialismo, pues el monopolio, que nace única y precisamente de la
libre concurrencia, es el tránsito del capitalismo a un orden social
151
económico más elevado. Hay que poner de relieve particularmente cuatro
variedades principales del monopolio o manifestaciones principales del
capitalismo monopolista característicos del período que nos ocupa.
Primero: El monopolio es un producto de la concentración de la
producción en un grado muy elevado de su desarrollo. Son las alianzas
monopolistas de los capitalistas, cartels, sindicatos, trusts. Hemos visto, qué
inmenso papel desempeñan en la vida económica contemporánea. Hacia
principios del siglo XX, alcanzaron pleno predominio en los países
avanzados, y si los primeros pasos en el sentido de la cartelización fueron
dados con anterioridad por los países con tarifas arancelarias proteccionistas
elevadas (Alemania, Estados Unidos), Inglaterra, con su sistema de
librecambio, mostró, sólo un poco más tarde, ese mismo hecho fundamental:
el nacimiento del monopolio como consecuencia de la concentración de la
producción.
Segundo: Los monopolios han conducido a la conquista recrudecida de
las más importantes fuentes de materias primas, particularmente para la
industria fundamental y más cartelizada de la sociedad capitalista: la hullera
y la siderúrgica. La posesión monopolista de las fuentes más importantes de
materias primas ha aumentado en proporciones inmensas el poderío del gran
capital y ha agudizado las contradicciones entre la industria cartelizada y la
no cartelizada.
Tercero: El monopolio ha surgido de los bancos, los cuales, de
modestas empresas intermediarias que eran antes, se han convertido en
152
monopolistas del capital financiero. Tres o cinco bancos más importantes de
cualquiera de las naciones capitalistas más avanzadas han realizado la
"unión personal" del capital industrial y bancario, han concentrado en sus
manos miles y miles de millones que constituyen la mayor parte de los
capitales y de los ingresos en dinero de todo el país. Una oligarquía
financiera que tiende una espesa red de relaciones de dependencia sobre
todas las instituciones económicas y políticas de la sociedad burguesa
contemporánea sin excepción: he aquí la manifestación de más relieve de
este monopolio.
Cuarto: El monopolio ha nacido de la política colonial. A los
numerosos "viejos" motivos de la política colonial, el capital financiero ha
añadido la lucha por las fuentes de materias primas, por la exportación de
capital, por las "esferas de influencia", esto es, las esferas de transacciones
lucrativas, concesiones, beneficios monopolistas, etc., y, finalmente, por el
territorio económico en general. Cuando las potencias europeas ocupaban,
por ejemplo, con sus colonias, una décima parte de África, como fue aún el
caso en 1876, la política colonial podía desarrollarse de un modo no
monopolista, por la "libre conquista", por decirlo así, de territorios. Pero
cuando resultó que las 9/10 de Africa estaban ocupadas (hacia 1900), cuando
resultó que todo el mundo estaba repartido, empezó inevitablemente la era
de posesión monopolista de las colonias y, por consiguiente, de lucha
particularmente aguda por la partición y el nuevo reparto del mundo.
Todo el mundo conoce hasta qué punto el capital monopolista ha
agudizado todas las contradicciones del capitalismo. Basta indicar la carestía
153
de la vida y el yugo de los cartels. Esta agudización de las contradicciones
es la fuerza motriz más potente del período histórico de transición iniciado
con la victoria definitiva del capital financiero mundial.
Los monopolios, la oligarquía, la tendencia a la dominación en vez de
la tendencia a la libertad, la explotación de un número cada vez mayor de
naciones pequeñas o débiles por un puñado de naciones riquísimas o muy
fuertes: todo esto ha originado los rasgos distintivos del imperialismo que
obligan a caracterizarlo como capitalismo parasitario o en estado de
descomposición. Cada día se manifiesta con más relieve, como una de las
tendencias del imperialismo, la creación de "Estadosrentistas", de Estados
usureros, cuya burguesía vive cada día más de la exportación del capital y de
"cortar el cupón". Sería un error creer que esta tendencia a la
descomposición descarta el rápido crecimiento del capitalismo. No; ciertas
ramas industriales, ciertos sectores de la burguesía, ciertos países,
manifiestan, en la época del imperialismo, con mayor o menor fuerza, ya
una, ya otra de estas tendencias. En su conjunto, el capitalismo crece con
una rapidez incomparablemente mayor que antes, pero este crecimiento no
sólo es cada vez más desigual, sino que esa desigualdad se manifiesta
asimismo, de un modo particular, en la descomposición de los países más
fuertes en capital (Inglaterra).
En lo que se refiere a la rapidez del desarrollo económico de Alemania,
el autor de las investigaciones sobre los grandes bancos alemanes, Riesser,
dice:
154
"El progreso, no muy lento, de la época precedente (18481870) se halla en relación
con la rapidez del desarrollo de toda la economía en Alemania y particularmente de sus
bancos en la época actual (18701905), aproximadamente como la rapidez de movimiento
de un coche de posta de los viejos buenos tiempos se halla relacionado con la rapidez del
automóvil moderno, el cual lleva una marcha tal, que resulta un peligro tanto para el
tranquilo transeúnte, como para las personas que van en el automóvil".
A su vez, ese capital financiero que ha crecido con una rapidez tan
extraordinaria, precisamente porque ha crecido de este modo, no tiene
ningún inconveniente en pasar a una posesión más "pacífica" de las colonias
que deben ser arrebatadas, no sólo por medios pacíficos, a las naciones más
ricas. Y en los Estados Unidos, el desarrollo económico durante estos
últimos decenios ha sido aún más rápido que en Alemania, y, precisamente,
gracias a esta circunstancia, los rasgos parasitarios del capitalismo
norteamericano contemporáneo se han manifestado con particular relieve.
De otra parte, la comparación, por ejemplo, de la burguesía republicana
norteamericana con la burguesía monárquica japonesa o alemana muestra
que las más grandes diferencias políticas se atenúan extraordinariamente en
la época del imperialismo no porque, en general, dicha diferencia no sea
importante, sino porque en todos esos casos se trata de una burguesía con
rasgos definidos de parasitismo.
La obtención de elevadas ganancias monopolistas por los capitalistas
de una de las numerosas ramas de la industria de uno de los numerosos
países, etc., da a los mismos la posibilidad económica de sobornar a ciertos
sectores obreros y, temporalmente, a una minoría bastante considerable de
los mismos, atrayéndolos al lado de la burguesía de una determinada rama
155
industrial o de una determinada nación contra todas las demás. El
antagonismo cada día más intenso de las naciones imperialistas, provocado
por el reparto del mundo, refuerza esta tendencia. Es así como se crea el lazo
entre el imperialismo y el oportunismo, el cual se ha manifestado, antes que
en ninguna otra parte y de un modo más claro, en Inglaterra, debido a que
varios de los rasgos imperialistas del desarrollo aparecieron en dicho país
mucho antes que en otros. A algunos escritores, por ejemplo, a L. Mártov,
les place esquivar el hecho de la relación entre el imperialismo y el
oportunismo en el movimiento obrero hecho que salta actualmente a la
vista de un modo particularmente evidente por medio de razonamientos
llenos de "optimismo oficial" (en el espíritu de Kautsky y Huysmans) tales
como: la causa de los adversarios del capitalismo sería una causa perdida si
precisamente el capitalismo avanzado condujera al reforzamiento del
oportunismo o si precisamente los obreros mejor retribuidos se inclinaran al
oportunismo, etc. No hay que dejarse engañar sobre la significación de ese
"optimismo": es un optimismo con respecto al oportunismo, es un
optimismo que sirve de tapadera al oportunismo. En realidad, la rapidez
particular y el carácter singularmente repulsivo del desarrollo del
oportunismo no sirve en modo alguno de garantía de su victoria sólida, del
mismo modo que la rapidez de desarrollo de un tumor maligno en un cuerpo
sano no puede hacer más que contribuir a que dicho tumor reviente más de
prisa, a librar del mismo al organismo. Lo más peligroso en este sentido son
las gentes que no desean comprender que la lucha contra el imperialismo, si
no se halla ligada indisolublemente a la lucha contra el oportunismo, es una
frase vacía y falsa.
156
De todo lo que llevamos dicho más arriba sobre la esencia económica
del imperialismo, se desprende que hay que calificarlo de capitalismo de
transición o, más propiamente, agonizante. Es, en este sentido,
extremadamente instructivo que los términos más corrientes empleados por
los economistas burgueses que describen el capitalismo moderno son:
"entrelazamiento", "ausencia de aislamiento", etc.; los bancos son "unas
empresas que, por sus fines y desarrollo, no tienen un carácter puramente de
economía privada, sino que cada día más se van satiendo de la esfera de la
regulación de la economía puramente privada". ¡Y es ese mismo Riesser, al
cual pertenecen las últimas palabras, quien con la mayor seriedad del mundo
declara que las "predicciones" de los marxistas respecto a la "socialización"
"no se han realizado"!
¿Qué significa, pues, la palabreja "entrelazamiento"? Dicha palabra
expresa únicamente el rasgo más acusado del proceso que se está
desarrollando ante nosotros; muestra que los árboles impiden al observador
ver el bosque, que copia servilmente lo exterior, lo accidental, lo caótico,
indica que el observador es un hombre aplastado por los materiales y que no
comprende nada del sentido y de la significación de los mismos. Se
"entrelazan casualmente" la posesión de acciones, las relaciones de los
propietarios privados. Pero lo que constituye la base de dicho
entrelazamiento, lo que se halla debajo del mismo, son las relaciones
sociales de la producción que se están modificando. Cuando una gran
empresa se convierte en gigantesca y organiza sistemáticamente, sobre la
base de un cálculo exacto de múltiples datos, el abastecimiento en la
157
proporción de los 2/3 o de los 3/4 de la materia prima de todo lo necesario para
una población de varias decenas de millones; cuando se organiza
sistemáticamente el transporte de dichas materias primas a los puntos de
producción más cómodos, que se hallan a veces a una distancia de
centenares y de miles de kilómetros uno de otro cuando desde un centro se
dirige la elaboración del material en todas sus diversas fases hasta la
obtención de una serie de productos diversos terminados; cuando la
distribución de dichos productos se efectúa según un solo plan entre decenas
y centenares de millones de consumidores (venta de petróleo en América y
en Alemania por el "Trust del Petróleo" americano), aparece entonces con
evidencia que nos hallamos ante una socialización de la producción y no
ante un simple "entrelazamiento"; que las relaciones de economía y
propiedad privadas constituyen una envoltura que no corresponde ya al
contenido, que debe inevitablemente descomponerse si se aplaza
artificialmente su supresión, que puede permanecer en estado de
descomposición durante un período relativamente largo (en el peor de los
casos, si la curación del tumor oportunista se prolonga demasiado), pero
que, sin embargo, será ineluctablemente suprimida.
El entusiasta partidario del imperialismo alemán, SchulzeGaevernitz,
exclama:
"Si, en fin de cuentas, la dirección de los bancos alemanes se halla en las manos de
una docena de individuos, la actividad de los mismos es ya actualmente más importante
para el bienestar popular que la actividad de la mayoría de los ministros [en este caso, es
más ventajoso olvidar el 'entrelazamiento' existente entre banqueros, ministros, industriales,
158
rentistas, etc.]. . . Si se reflexiona hasta el fin sobre el desarrollo de las tendencias que
hemos visto, llegamos a la conclusión siguiente: el capital monetario de la nación está
unido en bancos; los bancos, unidos entre sí en el cartel; el capital de la nación, que busca el
modo de ser aplicado, ha tomado la forma de títulos de valor. Entonces se cumplen las
palabras geniales de SaintSimon: 'La anarquía actual en la producción, que es una
consecuencia del hecho de que las relaciones económicas se desarrollan sin una regulación
uniforme, debe dejar su puesto a la organización de la producción. La producción no será
dirigida por patronos aislados, independientes uno del otro, que ignoran las necesidades
económicas de los hombres; la producción se hallará en manos de una institución social
determinada. El comité central de administración, que tendrá la posibilidad de enfocar la
vasta esfera de la economía social desde un punto de vista más elevado, la regulará del
modo que resulte útil para la sociedad entera, entregará los medios de producción a las
manos apropiadas para ello y se preocupará, sobre todo, de que exista una armonía
constante entre la producción y el consumo. Existen instituciones que entre sus fines han
incluido una determinada organización de la labor económica: los bancos'. Estamos todavía
lejos de la realización de estas palabras de SaintSimon, pero nos hallamos ya en camino de
la misma: un marxismo distinto de como se lo imaginaba Marx, pero distinto sólo por la
forma"[*].
No hay nada que decir: excelente "refutación" de Marx, que da un paso
atrás, del análisis científico exacto de Marx a la conjetura genial, pero
conjetura al fin de SaintSimon.
5. “El Estado y la revolución” de V. I. Lenin
He aquí otro texto polémico de Lenin. De nuevo su contrincante es la
socialdemocracia europea, personificada por Kautsky especialmente. El uso masivo de citas
y referencias a la obra de Marx muestra que se disputaba también quién seguía más al
maestro; es decir, se disputaba la ortodoxia del movimiento marxista.
159
Cabe citar las palabras finales escritas por Lenin al final de la primera edición de la
obra:
“Este folleto fue escrito en los meses de agosto y septiembre de 1917. Tenía ya
trazado el plan del capítulo siguiente, del VII: "La experiencia de las revoluciones rusas
de 1905 y 1917". Pero, fuera del título, no me fue posible escribir ni una sola línea de
este capítulo: vino a "estorbarme" la crisis política, la víspera de la Revolución de
Octubre de 1917. De "estorbos" así no tiene uno más que alegrarse. Pero la redacción
de la segunda parte del folleto (dedicada a "La experiencia de las revoluciones rusas de
1905 y 1917") habrá que aplazarla seguramente por mucho tiempo; es más agradable y
más provechoso vivir la "experiencia de la revolución" que escribir acerca de ella”.
Como se ve, y como comentamos antes, para Lenin la tarea teórica siempre estaba
subordinada a la actividad política. Pero el trozo también es revelador acerca de la
pertinencia del texto. Es decir, la reconsideración de Lenin acerca de la Comuna de París,
sobre la exigencia marxista de destruir la “maquinaria” del estado burgués, en torno a los
métodos e instituciones que la experiencia de 1871, no tienen menos importancia que el
relieve que adquiere la actitud de Marx hacia la insurrección obrera parisina, acerca de la
cual habían alertado y prevenido, para, una vez desatada, apoyarla y elogiarla. Esa actitud
de Marx contrasta con la de los oportunistas de la época, incluido el maestro de Lenin,
Plejanov, quienes siguieron criticando haber tomado las armas en la revolución rusa de
1905.
Lenin no hace más que glosar a Marx, pero en ese comentario resalta sobre todo la
noción de “dictadura del proletariado” que, en el texto, está asociado a la crítica
contundente al “parlamentarismo” (a la manera de deslinde: Marx y la Comuna no tienen
que ver con el parlamentarismo) y al “federalismo”, frente a la cual insiste en las
instituciones directas de la nueva democracia proletaria y el centralismo.
160
Lenin confirma que sí, que hay una coincidencia entre los anarquistas y Marx en torno
a la necesidad de destruir al aparato estatal burgués, pero ello no implica que el proletariado
no necesite, durante un período de transición, concentrar en sus manos las funciones
estatales de administración de las cosas y la represión de las resistencias de la clase
enemiga derrotada. Con ello, el líder ruso se distingue de Bernstein, el revisionista, quien
pretende identificar las posiciones de Marx con las del anarquista Proudhom (cuyos
seguidores, por lo demás, tuvieron una actuación destacada en la Comuna de París de 1871)
a propósito del federalismo. Lenin dice claramente “Marx era centralista”. Y, acto seguido,
ubica las coincidencias de anarquistas y marxistas en su justos términos.
La crítica cáustica al parlamentarismo tiene que ver con la postura de Lenin justo en
aquellos momentos, frente a los mencheviques, representantes del oportunismo en la
revolución rusa. Estos habían sido hasta aquel momento (los meses de redacción del libro)
los máximos representantes de la revolución que había dado al traste con el zarismo en
febrero. Pero estos oportunistas, para decirlo en términos venezolanos, “ni lavaban ni
prestaban la batea”. Fueron postergando una y otra vez la convocatoria de la Asamblea
Constituyente que le daría forma democrática parlamentaria a la Rusia post zarista. Pero, lo
más grave, era que no daban respuestas a las exigencias de paz, pan y tierra a los soldados
agotados en una guerra ya perdida y a los campesinos ya definitivamente insurreccionados
frente a la aristocracia y los terratenientes. Ya en abril de 1917, Lenin había impuesto un
viraje a los propios bolcheviques, para que dejaran atrás cualquier vacilación en su
enfrentamiento contra los mencheviques, socialrevolucionarios y todos los demás grupos y
partidos oportunistas y burgueses. Lenin colocó a los bolcheviques (no sin resistencia de
varios de sus dirigentes, Zinoviev, Kamenev y Stalin, entre otros) en la perspectiva de darle
todo el poder a los nacientes organismos de poder popular, los Soviets (consejos de
trabajadores, de soldados, de campesinos, etc.), los cuales iban ganando a punta de asumir
161
las consignas más populares y frente a las cuales el gobierno provisional menchevique no
podía responder ni mucho menos cumplir: la paz sin anexiones para salir de una guerra
desastrosa, el reparto de la tierra y la solución al problema del abastecimiento de comida.
El estado y la revolución fue entonces un libro para dilucidar una cantidad de
cuestiones directamente políticas, que tenían que ver con la aclaración de unas decisiones
políticas inmediatas que tenían que tomar los bolcheviques, y que le dieron el triunfo en
octubre. Esos acontecimientos impidieron la feliz culminación del libro, pero no la alegría
que muestra Lenin al “hacer la revolución”.
Capitulo III EL ESTADO Y LA REVOLUCION. LA EXPERIENCIA DE LA COMUNA
DE PARIS DE 1871. EL ANALISIS DE MARX1. ¿EN QUE CONSISTE EL HEROISMO DE LA TENTATIVA DE LOS
COMUNEROS?
Es sabido que algunos meses antes de la Comuna, en el otoño de 1870, Marx
previno a los obreros de París; demostrándoles que la tentativa de derribar el
gobierno sería un disparate dictado por la desesperación. Pero cuando en marzo
de 1871 se impuso a los obreros el combate decisivo y ellos lo aceptaron, cuando
la insurrección fue un hecho, Marx saludó la revolución proletaria con el más
grande entusiasmo, a pesar de todos los malos augurios. Marx no se aferró a la
condena pedantesca de un movimiento "extemporáneo", como el tristemente
célebre renegado ruso del marxismo Plejánov, que en noviembre de 1905 había
escrito alentando a la lucha a los obreros y campesinos y que después de
diciembre de 1905 se puso a gritar como un liberal cualquiera: "¡No se debía haber
empuñado las armas!" Marx, por el contrario, no se contentó con entusiasmarse
ante el heroísmo de los comuneros, que, según sus palabras, "tomaban el cielo
por asalto". Marx veía en aquel movimiento revolucionario de masas, aunque éste
no llegó a alcanzar sus objetivos, una experiencia histórica de grandiosa
162
importancia, un cierto paso hacia adelante de la revolución proletaria mundial, un
paso práctico más importante que cientos de programas y de raciocinios. Analizar
esta experiencia, sacar de ella las enseñanzas tácticas, revisar a la luz de ella su
teoría: he aquí cómo concebía su misión Marx.
La única "corrección" que Marx consideró necesario introducir en el "Manifiesto
Comunista" fue hecha por él a base de la experiencia revolucionaria de los
comuneros de París.
El último prólogo a la nueva edición alemana del "Manifiesto Comunista", suscrito
por sus dos autores, lleva la fecha de 24 de junio de 1872. En este prólogo, los
autores, Carlos Marx y Federico Engels, dicen que el programa del "Manifiesto
Comunista" está "ahora anticuado en ciertos puntos".
". . . La Comuna ha demostrado, sobre todo continúan , que *la clase obrera no
puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en
marcha para sus propios fines. . .* "
Las palabras puestas entre asteriscos, en esta cita, fueron tomadas por sus
autores de la obra de Marx "La guerra civil en Francia".
Así, pues, Marx y Engels atribuían una importancia tan gigantesca a esta
enseñanza fundamental y principal de la Comuna de Paris, que la introdujeron
como corrección
esencial en el "Manifiesto Comunista".
Es sobremanera característico que precisamente esta corrección esencial haya
sido tergiversada por los oportunistas y que su sentido sea, probablemente,
desconocido de las nueve décimas partes, si no del noventa y nueve por ciento de
los lectores del "Manifiesto Comunista". De esta tergiversación trataremos en
detalle más abajo, en el capítulo consagrado especialmente a las tergiversaciones.
Aquí, bastará señalar que la manera corriente, vulgar, de "entender" las notables
palabras de Marx citadas por nosotros consiste en suponer que Marx subraya aquí
la idea del desarrollo lento, por oposición a la toma del Poder por la violencia, y
163
otras cosas por el estilo.
En realidad, es precisamente lo contrario. El pensamiento de Marx consiste en que
la clase obrera debe destruir, romper la "máquina estatal existente" y no limitarse
simplemente a apoderarse de ella.
El 12 de abril de 1871, es decir, justamente en plena Comuna, Marx escribió a
Kugelmann:
"Si te fijas en el último capítulo de mi '18 Brumario', verás que expongo como
próxima tentativa de la revolución francesa, no hacer pasar de unas manos a otras
la máquina burocráticomilitar, como se venia haciendo hasta ahora, sino r o m p e
r l a [subrayado por Marx; en el original zerbrechen], y ésta es justamente la
condición previa de toda verdadera revolución popular en el continente. En esto,
precisamente, consiste la tentativa de nuestros heroicos camaradas de
Paris" (pág. 709 de la revista "Neue Zeit", t. XX, I, año 19011902). (Las cartas de
Marx a Kugelmann han sido publicadas en ruso no menos que en dos ediciones,
una de ellas redactada por mi y con un prólogo mío.)
En estas palabras: "romper la máquina burocráticomilitar del Estado", se encierra,
concisamente expresada, la enseñanza fundamental del marxismo en punto a la
cuestión de las tareas del proletariado en la revolución respecto al Estado. ¡Y esta
enseñanza es precisamente la que no sólo olvida en absoluto, sino que tergiversa
directamente la "interpretación" imperante, kautskiana, del marxismo!
En cuanto a la referencia de Marx al "18 Brumario", más arriba hemos citado en su
integridad el pasaje correspondiente.
Interesa señalar especialmente dos lugares en el mencionado pasaje de Marx. En
primer término, Marx limita su conclusión al continente. Esto era lógico en 1871,
cuando Inglaterra era todavía un modelo de país netamente capitalista, pero sin
militarismo y, en una medida considerable, sin burocracia. Por eso, Marx excluía a
Inglaterra, donde la revolución, e incluso una revolución popular, se consideraba y
era entonces posible sin la condición previa de destruir "la máquina estatal
164
existente". Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esta
limitación hecha por Marx no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los
más grandes y los ultimos representantes en el mundo entero de la "libertad"
anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y de burocratismo, han ido
rodando completamente
al inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones
burocráticomilitares, que todo lo someten y lo aplastan. Hoy, también en
Inglaterra y en Norteamérica es "condición previa de toda revolución
verdaderamente popular" el romper, el destruirla "máquina estatal existente" (y
que allí ha alcanzado, en los años de 1914 a 1917, la perfección "europea", la
perfección común al imperialismo).
En segundo lugar, merece especial atención la observación extraordinariamente
profunda de Marx de que la destrucción de la máquina burocráticomilitar del
Estado es "condición previa de toda revolución verdaderamente popular".
Este concepto de revolución "popular " parece extraño en boca de Marx, y los
plejanovistas y mencheviques rusos, estos secuaces de Struve que quieren
hacerse pasar por marxistas, podrían tal vez explicar esta expresión de Marx
como un "lapsus". Han reducido el marxismo a una deformación liberal tan
mezquina, que, para ellos, no
existe más que la antítesis entre revolución burguesa y proletaria, y hasta esta
antítesis la comprenden de un modo increíblemente escolástico.
Si tomamos como ejemplos las revoluciones del siglo XX, tendremos que
reconocer como burguesas, naturalmente, también las revoluciones portuguesa y
turca. Pero ni
la una ni la otra son revoluciones "populares", pues ni en la una ni en la otra actúa
perceptiblemente, de un modo activo, por propia iniciativa, con sus propias
reivindicaciones económicas y políticas, la masa del pueblo, la inmensa mayoría
de éste. En cambio, la revolución burguesa rusa de 1905 a 1907, aunque no
165
registrase
éxitos tan "brillantes" como los que alcanzaron en ciertos momentos ías
revoluciones portuguesa y turca, fue, sin duda, una revolución "verdaderamente
popular", pues la
masa del pueblo, la mayoría de éste, las "más bajas capas" sociales, aplastadas
por el yugo y la explotación, levantáronse por propia iniciativa, estamparon en todo
el curso de la revolución el sello de sus reivindicaciones, de sus intentos de
construir a su modo una nueva sociedad en lugar de la sociedad vieja que era
destruida.
En la Europa de 1871, el proletariado no formaba la mayoría ni en un solo país del
continente. Una revolución "popular", que arrastrase al movimiento
verdaderamente a la mayoría, sólo podía serlo aquella que abarcase tanto al
proletariado como a los campesinos. Ambas clases formaban en aquel entonces el
"pueblo". Ambas clases están unidas por el hecho de que la "máquina burocrático
militar del Estado" las oprime, las esclaviza, las explota. Destruir, romper esta
máquina: tal es el verdadero interés del "pueblo", de su mayoría, de los obreros y
de la mayoría de los campesinos, tal es la "condición previa" para una alianza libre
de los campesinos pobres con los proletarios, sin cuya alianza la democracia será
precaria, y la transformación socialista, imposible.
Hacia esta alianza precisamente se abría camino, como es sabido, la Comuna de
París, si bien no alcanzó su objetivo por una serie de causas de carácter interno y
externo.
Consiguientemente, al hablar de una "revolución verdaderamente popular", Marx,
sin olvidar para nada las características de la pequeña burguesía (de las cuales
habló mucho y con frecuencia), tenía en cuenta con la mayor precisión la
correlación efectiva de clases en la mayoría de los Estados continentales de
Europa, en 1871. Y, de otra parte, constataba que la "destrucción" de la máquina
estatal responde a los intereses de los obreros y campesinos, los une, plantea
166
ante ellos la tarea común de suprimir al "parásito" y sustituirlo por algo nuevo.
¿Pero con qué sustituirlo concretamente?
2. ¿CON QUE SUSTITUIR LA MAQUINA DEL ESTADO UNA VEZ DESTRUIDA?
En 1847, en el "Manifiesto Comunista", Marx daba a esta pregunta una respuesta
todavía completamente abstracta, o, más exactamente, una respuesta que señalaba
las tareas, pero no los medios para resolverlas. Sustituir la máquina del Estado, una
vez destruida, por la "organización del proletariado como clase dominante", "por la
conquista de la democracia": tal era la respuesta del "Manifiesto Comunista".
Sin perderse en utopías, Marx esperaba de la experiencia del movimiento de masas la
respuesta a la cuestión de qué formas concretas habría de revestir esta organización
del proletariado como clase dominante y de qué modo esta organización habría de
coordinarse con la "conquista de la democracia" más completa y más consecuente.
En su "Guerra civil en Francia", Marx somete al análisis más atento la experiencia de
la Comuna, por breve que esta experiencia haya sido. Citemos los pasajes más
importantes de esta obra:
En el siglo XIX, se desarrolló, procedente de la Edad Media, "el poder centralizado del
Estado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la
burocracia, el clero y la magistratura". Con el desarrollo del antagonismo de clase
entre el capital y el trabajo, "el Poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el
carácter de un poder público para la opresión del trabajo, el carácter de una máquina
de dominación de clase. Después de cada revolución, que marcaba un paso adelante
en la lucha de clases, se acusaba con rasgos cada vez más salientes el carácter
puramente opresor del Poder del Estado". Después de la revolución de 18481849, el
Poder del Estado se convierte en un "arma nacional de guerra del capital contra el
trabajo". El Segundo Imperio lo consolida.
"La antítesis directa del Imperio era la Comuna". "Era la forma definida" "de aquella
167
república que no había de abolir tan sólo la forma monárquica de la dominación de
clase, sino la dominación misma de clase. . ."
¿En qué había consistido, concretamente, esta forma "definida" de la república
proletaria, socialista? ¿Cuál era el Estado que había comenzado a crear?
". . . El primer decreto de la Comuna fue . . . la supresión del ejército permanente para
sustituirlo por el pueblo armado. . ."
Esta reivindicación figura hoy en los programas de todos los partidos que deseen
llamarse socialistas. ¡Pero lo que valen sus programas nos lo dice mejor que nada la
conducta de nuestros socialrevolucionarios y mencheviques, que precisamente
después de la revolución del 27 de febrero han renunciado de hecho a poner en
práctica esta reivindicación!
". . . La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio
universal en los diversos distritos de París. Eran responsables y podían ser revocados
en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o
representantes reconocidos de la clase obrera. . . La policía, que hasta entonces había
sido instrumento del gobierno central, fue despojada inmediatamente de todos sus
atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ésta y
revocable en todo momento. . . Y lo mismo se hizo con los funcionarios de todas las
demás ramas de la administración. . . Desde los miembros de la Comuna para abajo,
todos los que desempeñaban cargos públicos lo hacían por el salario de un obrero.
Todos los privilegios y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado
desaparecieron junto con éstos. . . Una vez suprimidos el ejército permanente y la
policía, instrumentos de la fuerza material del antiguo gobierno, ia Comuna se
apresuró a destruir también la fuerza de opresión espiritual, el poder de los curas. ..
Los funcionarios judiciales perdieron su aparente independencia.
. . En el futuro debían ser elegidos públicamente, ser responsables y revocables. . ."
Por tanto, la Comuna sustituye la máquina estatal destruida, aparentemente "sólo" por
168
una democracia más completa: supresión del ejército permanente y completa
elegibilidad y amovilidad de todos los funcionarios. Pero, en realidad, este "sólo"
representa un cambio gigantesco de unas instituciones por otras de un tipo distinto por
principio. Aquí estamos precisamente ante uno de esos casos de "transformación de la
cantidad en calidad": la democracia, llevada a la práctica del modo más completo y
consecuente que puede concebirse, se convierte de democracia burguesa en
democracia proletaria, de un Estado (fuerza especial para la represión de una
determinada clase) en algo que ya no es un Estado propiamente dicho.
Todavía es necesario reprimir a la burguesía y vencer su resistencia. Esto era
especialmente necesario para la Comuna, y una de las causas de su derrota está en
no haber hecho esto con suficiente decisión. Pero aquí el órgano represor es ya la
mayoría de la población y no una minoría, como había sido siempre, lo mismo bajo la
esclavitud y la servidumbre que bajo la esclavitud asalariada. ¡Y, desde el momento en
que es la mayoría del pueblo la que reprime por sí misma a sus opresores, no es ya
necesaria una "fuerza especial" de represión! En este sentido, el Estado comienza a
extinguirse.
En vez de instituciones especiales de una minoría privilegiada (la burocracia
privilegiada, los jefes del ejército permanente), puede llevar a efecto esto directamente
la mayoría, y cuanto más intervenga todo el pueblo en la ejecución de las funciones
propias del Poder del Estado tanto menor es la necesidad de dicho Poder.
En este sentido, es singularmente notable una de las medidas decretadas por la
Comuna, que Marx subraya: la abolición de todos los gastos de representación, de
todos los privilegios pecuniarios de los funcionarios, la reducción de los sueldos de
todos los funcionarios del Estado al nivel del "salario de un obrero ". Aquí es
precisamente donde se expresa de un modo más evidente el viraje de la democracia
burguesa a la democracia proletaria, de la democracia de la clase opresora a la
democracia de las clases oprimidas, del Estado como "fuerza especial " para la
169
represión de una determinada clase a la represión de los opresores por la fuerza
conjunta de la mayoría del pueblo, de los obreros y los campesinos. ¡Y es
precisamente en este punto tan evidente tal vez el más importante, en lo que se
refiere a la cuestión del Estado en el que las enseñanzas de Marx han sido más
relegadas al olvido! En los comentarios de popularización cuya cantidad es
innumerable no se habla de esto. "Es uso" guardar silencio acerca de esto, como si
se tratase de una "ingenuidad" pasada de moda, algo así como cuando los cristianos,
después de convertirse el cristianismo en religión del Estado, se "olvidaron" de las
"ingenuidades" del cristianismo primitivo y de su espíritu democráticorevolucionario.
La reducción de los sueldos de los altos funcionarios del Estado parece "simplemente"
la reivindicación de un democratismo ingenuo, primitivo. Uno de los "fundadores" del
oportunismo moderno, el exsocialdemócrata E. Bernstein, se ha dedicado más de una
vez a repetir esas burlas burguesas triviales sobre el democratismo "primitivo". Como
todos los oportunistas, como los actuales kautskianos, no comprendía en absoluto, en
primer lugar, que el paso del capitalismo al socialismo es imposible sin un cierto
"retorno" al democratismo "primitivo" (pues ¿cómo, si no, pasar a la ejecución de las
funciones del Estado por la mayoría de la población, por toda la población en bloque?);
y, en segundo lugar, que este "democratismo primitivo", basado en el capitalismo y en
la cultura capitalista, no es el democratismo primitivo de los tiempos prehistóricos o de
la época precapitalista. La cultura capitalista ha creado la gran producción, fábricas,
ferrocarriles, el correo y el teléfono, etc., y sobre esta base, una enorme mayoría de
las funciones del antiguo "Poder del Estado" se han simplificado tanto y pueden
reducirse a operaciones tan sencillísimas de registro, contabilidad y control, que estas
funciones son totalmente asequibles a todos los que saben leer y escribir, que pueden
ejecutarse en absoluto por el "salario corriente de un obrero", que se las puede (y se
las debe) despojar de toda sombra de algo privilegiado y "jerárquico".
La completa elegibilidad y la amovibilidad en cualquier momento de todos los
170
funcionarios sin excepción; la reducción de su sueldo a los límites del "salario corriente
de un obrero": estas medidas democráticas, sencillas y "evidentes por sí mismas", al
mismo tiempo que unifican en absoluto los intereses de los obreros y de la mayoría de
los campesinos, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo. Estas
medidas atañen a la reorganización del Estado, a la reorganización puramente política
de la sociedad, pero es evidente que sólo adquieren su pleno sentido e importancia en
conexión con la "expropiación de los expropiadores" ya en realización o en
preparación, es decir, con la transformación de la propiedad privada capitalista sobre
los medios de producción en propiedad social.
"Al suprimir las dos mayores partidas de gastos, el ejército y la burocracia, la Comuna
escribe Marx convirtió en realidad la consigna de todas las revoluciones
burguesas: un gobierno barato".
Entre los campesinos, al igual que en las demás capas de la pequeña burguesía, sólo
"prospera", sólo "se abre paso" en sentido burgués, es decir, se convierten en gentes
acomodadas, en burgueses o en funcionarios con una situación garantizada y
privilegiada, una minoría insignificante. La inmensa mayoría de los campesinos de
todos los países capitalistas en que existe una masa campesina (y estos países
capitalistas forman la mayoría), se halla oprimida por el gobierno y ansía derrocarlo,
ansía un gobierno "barato". Esto puede realizarlo sólo el proletariado, y, al realizarlo,
da al mismo tiempo un paso hacia la transformación socialista del Estado.
3. LA ABOLICION DEL PARLAMENTARISMO
"La Comuna escribió Marx debía ser, no una corporación parlamentaria, sino una
corporación de trabajo, legislativa y ejecutiva al mismo tiempo. . ."
". . . En vez de decidir una vez cada tres o cada seis años qué miembros de la clase
dominante han de representar y aplastar [verund zertreten ] al pueblo en el
parlamento, el sufragio universal debía servir al pueblo, organizado en comunas, de
171
igual modo que el sufragio individual sirve a los patronos para encontrar obreros,
inspectores y contables con destino a sus empresas".
Esta notable crítica del parlamentarismo, trazada en 1871, figura también hoy, gracias
al predominio del socialchovinismo y del oportunismo, entre las "palabras olvidadas"
del marxismo. Los ministros y parlamentarios profesionales, los traidores al
proletariado y los "mercachifles" socialistas de nuestros días han dejado integramente
a los anarquistas la crítica del parlamentarismo, y sobre esta base asombrosamente
juiciosa han declarado toda crítica del parlamentarismo ¡¡como "anarquismo"!! No tiene
nada de extraño que el proletariado de los países parlamentarios "adelantados",
asqueado de "socialistas" como los Scheidemann, David, Legien, Sembat, Renaudel,
Henderson, Vandervelde, Stauning, Branting, Bissolati y Cía., haya puesto cada vez
más sus simpatías en el anarcosindicalismo, a pesar de que éste es hermano carnal
del oportunismo.
Pero para Marx la dialéctica revolucionaria no fue nunca esa vacua frase de moda, esa
bagatela en que la han convertido Plejánov, Kautsky y otros. Marx sabía romper
implacablemente con el anarquismo por su incapacidad para aprovecharse hasta del
"establo" del parlamentarismo burgués sobre todo cuando se sabe que no se está
ante situaciones revolucionarias , pero, al mismo tiempo, sabía también hacer una
crítica auténticamente revolucionarioproletaria del parlamentarismo.
Decidir una vez cada cierto número de años qué miembros de la clase dominante han
de oprimir y aplastar al pueblo en el parlamento: he aquí la verdadera esencia del
parlamentarismo burgués, no sólo en las monarquías constitucionales parlamentarias,
sino también en las repúblicas más democráticas.
Pero si planteamos la cuestión del Estado, si enfocamos el parlamentarismo como una
de las instituciones del Estado, desde el punto de vista de las tareas del
proletariado en este terreno, ¿dónde está entonces la salida del parlamentarismo?
¿Cómo es posible prescindir de él?
172
Hay que decir, una y otra vez, que ]as enseñanzas de Marx, basadas en la experiencia
de la Comuna, están tan olvidadas, que para el "socialdemócrata" moderno (léase:
para los actuales traidores al socialismo) es sencillamente incomprensible otra crítica
del parlamentarismo que no sea la anarquista o la reaccionaria.
La salida del parlamentarismo no está, naturalmente, en la abolición de las
instituciones representativas y de la elegibilidad, sino en transformar las instituciones
representativas de lugares de charlatanería en corporaciones "de trabajo".
"La Comuna debía ser, no una corporación parlamentaria, sino una corporación de
trabajo, legislativa y ejecutiva al mismo tiempo".
"No una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo": ¡este tiro va
derecho al corazón de los parlamentarios modernos y de los "perrillos falderos"
parlamentarios de la socialdemocracia! Fijaos en cualquier país parlamentario, de
Norteamérica a Suiza, de Francia a Inglaterra, Noruega, etc.: la verdadera labor "de
Estado" se hace entre bastidores y la ejecutan los ministerios, las oficinas, los Estados
Mayores. En los parlamentos no se hace más que charlar, con la finalidad especial de
embaucar al "vulgo". Y tan cierto es esto, que hasta en la república rusa, república
democrático burguesa, antes de haber conseguido crear un verdadero parlamento, se
han puesto de manifiesto en seguida todos estos pecados del parlamentarismo.
Héroes del filisteísmo podrido como los Skóbelev y los Tsereteli, los Chernov y los
Avkséntiev se las han arreglado para envilecer hasta a los Soviets, según el patrón del
más sórdido parlamentarismo burgués, convirtiéndolos en vacuos lugares de
charlatanería.
En los Soviets, los señores ministros "socialistas" engañan a los ingenuos aldeanos
con frases y con resoluciones. En el gobierno, se desarrolla un rigodón permanente,
de una parte para "cebar" con puestecitos bien retribuidos y honrosos al mayor número
posible de socialrevolucionarios y mencheviques, y, de otra parte, para "distraer la
atención" del pueblo. ¡Mientras tanto, en las oficinas y en los Estados Mayores "se
173
desarrolla" la labor "del Estado"!
El "Dielo Naroda", órgano del partido gobernante de los "socialistas revolucionarios",
reconocía no hace mucho en un editorial con esa sinceridad inimitable de las gentes
de la "buena sociedad" en la que "todos" ejercen la prostitución política que hasta en
los ministerios regentados por "socialistas" (¡perdonad la expresión!), que hasta en
estos ministerios ¡subsiste sustancialmente todo el viejo aparato burocrático,
funcionando a la antigua y saboteando con absoluta "libertad" las iniciativas
revolucionarias! Y aunque no tuviésemos esta confesión, ¿acaso la historia real de la
participación de los socialrevolucionarios y los mencheviques en el gobierno no
demuestra esto? Lo único que hay de característico en esto es que los señores
Chernov, Rusánov, Sensínov y demás redactores del "Dielo Naroda", asociados en el
ministerio con los kadetes, han perdido el pudor hasta tal punto, que no se
avergüenzan de contar públicamente, sin rubor, como si se tratase de una pequeñez,
¡¡que en "sus" ministerios todo está igual que antes!! Para engañar a los campesinos
ingenuos, frases revolucionariodemocráticas, y para "complacer" a los capitalistas, el
laberinto burocráticooficinesco: he ahí la esencia de la "honorable" coalición.
La Comuna sustituye el parlamentarismo venal y podrido de la sociedad burguesa por
instituciones en las que la libertad de crítica y de examen no degenera en engaño,
pues aquí los parlamentarios tienen que trabajar ellos mismos, tienen que ejecutar
ellos mismos sus leyes, tienen que comprobar ellos mismos los resultados, tienen que
responder directamente ante sus electores. Las instituciones representativas
continúan, pero desaparece el parlamentarismo como sistema especial, como división
del trabajo legislativo y ejecutivo, como situación privilegiada para los diputados. Sin
instituciones representativas no puede concebirse la democracia, ni aun la democracia
proletaria; sin parlamentarismo, sí puede y debe concebirse, si la crítica de la sociedad
burguesa no es para nosotros una frase vacua, si la aspiración de derrocar la
dominación de la burguesía es en nosotros una aspiración seria y sincera y no una
174
frase "electoral" para cazar los votos de los obreros, como es en los labios de los
mencheviques y los socialrevolucionarios, como es en los labios de los Scheidemann y
Legien, los Sembat y Vandervelde.
Es sobremanera instructivo que, al hablar de las funciones de aquella burocracia que
necesita también la Comuna y la democracia proletaria, Marx tome como punto de
comparación a los empleados de "cualquier otro patrono", es decir, una empresa
capitalista corriente, con "obreros, inspectores y contables".
En Marx no hay ni rastro de utopismo, en el sentido de que invente y fantasee sobre la
"nueva" sociedad. No, Marx estudia como un proceso históriconatural cómo nace la
nueva sociedad d e la antigua, estudia las formas de transición de la antigua a la
nueva sociedad. Toma la experiencia real del movimiento proletario de masas y se
esfuerza en sacar las enseñanzas prácticas de ella. "Aprende" de la Comuna, como
todos los grandes pensadores revolucionarios no temieron aprender de la experiencia
de los grandes movimientos de la clase oprimida, no dirigiéndoles nunca "sermones"
pedantescos (por el estilo del "no se debía haber empuñado las armas", de Plejánov, o
de la frase de Tsereteli: "una clase debe saber moderarse").
No cabe hablar de la abolición repentina de la burocracia, en todas partes y hasta sus
últimas raíces. Esto es una utopía. Pero el destruir de golpe la antigua máquina
burocrática y comenzar a construir inmediatamente otra nueva, que permita ir
El capitalismo simplifica las funciones de la administración del "Estado", permite
desterrar la "administración burocrática" y reducirlo todo a una organización de los
proletarios (como clase dominante) que toma a su servicio, en nombre de toda la
sociedad, a "obreros, inspectores y contables".
Nosotros no somos utopistas. No "soñamos" en cómo podrá prescindirse de golpe de
todo gobierno, de toda subordinación, estos sueños anarquistas, basados en la
incomprensión de las tareas de la dictadura del proletariado, son fundamentalmente
ajenos al marxismo y, de hecho, sólo sirven para aplazar la revolución socialista hasta
175
el momento en que los hombres sean distintos. No, nosotros queremos la revolución
socialista con hombres como los de hoy, con hombres que no puedan arreglárselas sin
subordinación, sin control, sin "inspectores y contables".
Pero a quien hay que someterse es a la vanguardia armada de todos los explotados y
trabajadores: al proletariado. La "administración burocrática" específica de los
funcionarios del Estado, puede y debe comenzar a sustituirse inmediatamente, de la
noche a la mañana, por las simples funciones de "inspectores y contables", funciones
que ya hoy son plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las
ciudades y que pueden ser perfectamente desempeñadas por el "salario de un
obrero".
Organizaremos la gran producción nosotros mismos, los obreros, partiendo de lo que
ha sido creado ya por el capitalismo, basándonos en nuestra propia experiencia
obrera, estableciendo una disciplina rigurosísima, férrea, mantenida por el Poder
estatal de los obreros armados; reduciremos a los funcionarios del Estado a ser
simples ejecutores de nuestras directivas, "inspectores y contables" responsables,
amovibles y modestamente retribuidos (en unión, naturalmente, de técnicos de todas
clases, de todos los tipos y grados): he ahí nuestra tarea proletaria, he ahí por dónde
se puede y se debe empezar al llevar a cabo la revolución proletaria. Este comienzo,
sobre la base de la gran producción, conduce por sí mismo a la "extinción" gradual de
toda burocracia, a la creación gradual de un orden orden sin comillas, orden que no
se parecerá en nalda a la esclavitud asalariada , de un orden en que las funciones de
inspección y de contabilidad, cada vez más simplificadas, se ejecutarán por todos
siguiendo un turno, acabarán por convertirse en costumbre, y, por fin, desaparecerán
como funciones especiales de una capa especial de la sociedad.
Un ingenioso socialdemócrata alemán de la década del 70 del siglo pasado, dijo que el
correo era un modelo de economía socialista. Esto es muy exacto. Hoy, el correo es
una empresa organizada según el patrón de un monopolio capitalista de Estado. El
176
imperialismo va convirtiendo poco a poco todos los trusts en organizaciones de este
tipo. En ellos vemos esa misma burocracia burguesa, entronizada sobre los "simples"
trabajadores, agobiados de trabajo y hambrientos. Pero el mecanismo de la gestión
social está ya preparado en estas organizaciones. No hay más que derrocar a los
capitalistas, destruir, por la mano férrea de los obreros armados, la resistencia de
estos explotadores, romper la máquina burocrática del Estado moderno, y tendremos
ante nosotros un mecanismo de alta perfección técnica, libre del "parásito" y
perfectamente susceptible de ser puesto en marcha por los mismos obreros unidos,
dando ocupación a técnicos, inspectores y contables y retribuyendo el trabajo de todos
éstos, como el de todos los funcionarios del "Estado" en general, con el salario de un
obrero. He aquí una tarea concreta, una tarea práctica que es ya inmediatamente
realizable con respecto a todos los trusts, que libera a los trabajadores de la
explotación y que tiene en cuenta la experiencia ya iniciada prácticamente (sobre todo
en el terreno de la organización del Estado) por la Comuna.
Organizar toda la economía nacional como lo está el correo para que los técnicos, los
inspectores, los contables y todos los funcionarios en general perciban sueldos que no
sean superiores al "salario de un obrero", bajo el control y la dirección del proletariado
armado: he ahí nuestro objetivo inmediato. He ahí el Estado que nosotros
necesitamos y la base económica sobre la que este Estado tiene que descansar. He
ahí lo que darán la abolición del parlamentarismo y la conservación de las instituciones
representativas, he ahí lo que librará a las clases trabajadoras de la prostitución de
estas instituciones por la burguesía.
4. ORGANIZACION DE LA UNIDAD DE LA NACION
". . . En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de
desarrollar, se dice claramente que la Comuna debía ser. . . la forma política hasta de
la aldea más pequeña del país". . . Las comunas elegirían la "delegación nacional" de
177
París.
". . . Las pocas, pero importantes funciones que aun quedarían entonces al gobierno
central no se suprimirían, como falseando conscientemente la verdad se ha dicho, sino
que serían desempeñadas por funcionarios comunales, es decir, rigurosamente
responsables. . ."
". . . No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de
organizarla mediante un régimen comunal. La unidad de la nación debía convertirse en
una realidad mediante la destrucción de aquel Poder del Estado que pretendía ser la
encarnación de esta unidad, pero quería ser independiente de la nación y estar situado
por encima de ella. De hecho, este Poder del Estado no era más que una excrescencia
parasitaria en el cuerpo de la nación. . ." "La tarea consistía en amputar los órganos
puramente represivos del viejo Poder estatal y arrancar sus legítimas funciones de
manos de una autoridad que pretende colocarse sobre la sociedad, para restituirlas a
los servidores responsables de ésta".
Hasta qué punto los oportunistas de la socialdemocracia actual no han comprendido
tal vez fuera más exacto decir que no han querido comprender estos razonamientos
de Marx, lo revela mejor que nada el libro herostráticamente célebre del renegado
Bernstein: "Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia".
Refiriéndose precisamente a las citadas palabras de Marx, Bernstein escribía que en
ellas se desarrolla un programa "que, por su contenido político,
presenta, en todos sus rasgos esenciales, la mayor semejanza con el federalismo de
Proudhon. . . Pese a todas las demás diferencias que separan a Marx y al
'pequeñoburgués' Proudhon [Bernstein pone esta palabra entre comillas, queriendo
darle una intención irónica], en estos puntos el curso de las ideas es el más afín que
cabe en ambos". Naturalmente, prosigue Bernstein, que la importancia de las
municipalidades va en aumento, pero "a mí me parece dudoso que esta abolición
[Auflösung literalmente: disolución] de los Estados modernos y la transformación
178
completa [Umwandlung : cambio radical] de su organización, tal como Marx y
Proudhon la describen (formación de la Asamblea Nacional con delegados de las
asambleas provinciales o regionales, integradas a su vez por delegados de las
comunas), tendría que ser la obra inicial de la democracia, desapareciendo, por tanto,
todas las formas anteriores de las representaciones nacionales" (Bernstein "Las
premisas del socialismo", págs. 134 y 136, edición alemana de 1899).
Esto es sencillamente monstruoso: ¡Confundir las concepciones de Marx sobre la
"destrucción del Poder estatal, del parásito", con el federalismo de Proudhonl Pero
esto no es casual, pues al oportunista no se le pasa siquiera por las mientes pensar
que aquí Marx no habla en manera alguna del federalismo por oposición al
centralismo, sino de la destrucción de la antigua máquina burguesa del Estado,
existente en todos los países burgueses.
Al oportunista sólo se le viene a las mientes lo que ve en torno suyo, en medio del
filisteísmo mezquino y del estancamiento "reformista", a saber: ¡sólo las
"municipalidades"!
El oportunista ha perdido la costumbre del pensar siquiera en la revolución del
proletariado.
Esto es ridículo. Pero lo curioso es que nadie haya contendido con Bernstein acerca
de este punto. Bernstein fue refutado por muchos, especialmente por Plejánov en la
literatura rusa y por Kautsky en la europea, pero ni uno ni otro han hablado de esta
tergiversación de Marx por Bernstein.
El oportunista se ha desacostumbrado hasta tal punto de pensar en revolucionario y de
reflexionar acerca de la revolución, que atribuye a Marx el "federalismo",
confundiéndole con el fundador del anarquismo, Proudhon. Y Kautsky y Plejánov, que
quieren pasar por marxistas ortodoxos y defender la doctrina del marxismo
revolucionario, ¡guardan silencio acerca de esto! Nos encontramos aquí con una de las
179
raíces de ese extraordinario bastardeamiento de las ideas acerca de la diferencia entre
marxismo y anarquismo, que es característico tanto de los kautskianos como de los
oportunistas y del que habremos de hablar todavía más.
En los citados pasajes de Marx sobre la experiencia de la Comuna, no hay ni rastro de
federalismo. Marx coincide con Proudhon precisamente en algo que no ve el
oportunista Bernstein. Marx discrepa de Proudhon precisamente en aquello en que
Bernstein ve una afinidad.
Marx coincide con Proudhon en que ambos abogan por la "destrucción" de la máquina
moderna del Estado. Esta coincidencia del marxismo con el anarquismo (tanto
con el de Proudhon como con el de Bakunin) no quieren verla ni los oportunistas ni los
kautskianos, pues ambos han desertado del marxismo en este punto.
Marx discrepa de Proudhon y de Bakunin precisamente en la cuestión del federalismo
(para no hablar siquiera de la dictadura del proletariado). El federalismo es una
derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo.
Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba, no se contiene la menor
desviación del centralismo. ¡Sólo quienes se hallen poseídos de la "fe supersticiosa"
del filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de la máquina del Estado
burgués con la destrucción del centralismo!
Y bien, si el proletariado y los campesinos pobres toman en sus manos el Poder del
Estado, se organizan de un modo absolutamente libre en comunas y unifican la acción
de todas las comunas para dirigir los golpes contra el capital, para aplastar la
resistencia de los capitalistas, para entregar a toda la nación, a toda la sociedad, la
propiedad privada sobre los ferrocarriles, las fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no
será el centralismo? ¿Acaso esto no será el más consecuente centralismo
democrático, y además un centralismo proletario?
A Bernstein no le cabe, sencillamente, en la cabeza que sea posible un centralismo
voluntario, una unión voluntaria de las comunas en la nación, una fusión voluntaria de
180
las comunas proletarias para aplastar la dominación burguesa y la máquina burguesa
del Estado. Para Bernstein, como para todo filisteo, el centralismo es algo que sólo
puede venir de arriba, que sólo puede ser impuesto y mantenido por la burocracia y el
militarismo.
Marx subraya intencionadamente, como previendo la posibilidad de que sus ideas
fuesen tergiversadas, que el acusar a la Comuna de querer destruir la unidad de la
nación, de querer suprimir el Poder central, es una falsedad consciente. Marx usa
intencionadamente la expresión "organizar la unidad de la nación", para contraponer el
centralismo consciente, democrático, proletario, al centralismo burgués, militar,
burocrático.
Pero . . . no hay peor sordo que el que no quiere oir. Y los oportunistas de la
socialdemocracia actual no quieren, en efecto, oir hablar de la destrucción del Poder
del Estado, de la eliminación del parásito.
5. LA DESTRUCCION DEL ESTADO PARASITO
Hemos citado ya, y vamos a completarlas aquí, las palabras de Marx relativas a este
punto.
"Generalmente, las nuevas creaciones históricas están destinadas a que se las tome
por una reproducción de las formas viejas, y aun ya caducas, de vida social con las
cuales las nuevas instituciones presentan cierta semejanza. Así, también esta nueva
Comuna, que viene a destruir [bricht romper] el Poder estatal moderno, ha sido
considerada como una resurrección de las Comunas medievales. . . , como una
federación de pequeños Estados, con arreglo al sueño de Montesquieu y los
girondinos.
. . , como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. . ."
". . . Por el contrario, el régimen comunal habría devuelto al organismo social todas las
fuerzas que hasta entonces venía devorando el 'Estado', parásito que se nutre a
181
expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento. Con este solo hecho habría
iniciado la regeneración de Francia. . ."
". . . El régimen comunal habría colocado a los productores rurales bajo la dirección
ideológica de las capitales de sus provincias y les habría ofrecido aquí, en los obreros
de la ciudad, los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la
Comuna implicaba, como algo evidente, un régimen de autonomía local, pero no ya
como contrapeso a un Poder del Estado que ahora sería superfluo. . ."
"Destrucción del Poder estatal", que era una "excrescencia parasitaria", su
"amputación", su "aplastamiento", el "Poder del Estado que ahora sería superfluo": he
aquí cómo se expresa Marx al hablar del Estado, valorando y analizando la
experiencia de la Comuna.
Todo esto fue escrito hace poco menos de medio siglo, pero hoy hay que proceder a
verdaderas excavaciones para llevar a la conciencia de las grandes masas un
marxismo no falseado. Las conclusiones deducidas de la observación de la última gran
revolución vivida por Marx fueron dadas al olvido precisamente al llegar el momento de
las siguientes grandes revoluciones del proletariado.
". . . La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad
de intereses que han encontrado su expresión en ella demuestran que era una forma
política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno, que
habían sido todas esencialmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna
era en esencia el gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora
contra la clase apropiadora, la forma política, descubierta, al fin, bajo la cual podía
llevarse a cabo la emancipación económica del trabajo. . ."
"Sin esta última condición el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una
impostura". . .
Los utopistas habíanse dedicado a "descubrir" las formas políticas bajo las cuales
debía producirse la transformación socialista de la sociedad. Los anarquistas se
182
desentendían del problema de las formas políticas en general. Los oportunistas de la
socialdemocracia actual tomaron las formas políticas burguesas del Estado
democrático parlamentario como el límite del que no podía pasarse y se rompieron la
frente de tanto prosternarse ante este "modelo", considerando como anarquismo toda
aspiración a romper estas formas.
Marx dedujo de toda la historia del socialismo y de las luchas políticas que el Estado
deberá desaparecer y que la forma transitoria para su desaparición (la forma de
transición del Estado al no Estado) será "el proletariado organizado como clase
dominante". Pero Marx no se proponía descubrir las formas políticas de este futuro. Se
limitó a la investigación precisa de la historia francesa, a su análisis y a la conclusión a
que llevó el año 1851: se avecina la destrucción de la máquina del Estado burgués.
Y cuando estalló el movimiento revolucionario de masas del proletariado, Marx, a
pesar del revés sufrido por este movimiento, a pesar de su fugacidad y de su patente
debilidad, se puso a estudiar qué formas había revelado.
La Comuna es la forma, "descubierta, al fin", por la revolución proletaria, bajo la cual
puede lograrse la emancipación económica del trabajo.
La Comuna es el primer intento de la revolución proletaria de destruir la máquina del
Estado burgués, y la forma política, "descubierta, al fin", que puede y debe sustituir
a lo destruido.
Más adelante, en el curso de nuestra exposición, veremos que las revoluciones rusas
de 1905 y 1917 prosiguen, en otras circunstancias, bajo condiciones diferentes, la obra
de la Comuna, y confirman el genial análisis histórico de Marx.
Capitulo V LAS BASES ECONOMICAS DE LA EXTINCION DEL ESTADO
La explicación más detallada de esta cuestión nos la da Marx en su "Crítica del
Programa de Gotha" (carta a Bracke, de 5 de mayo de 1875, que no fue publicada
hasta 1891, en la revista "Neue Zeit", IX, 1, y de la que se publicó en ruso una edición
183
aparte). La parte polémica de esta notable obra, consistente en la crítica del
lassalleanismo, ha dejado en la sombra, por decirlo así, su parte positiva, a saber: su
análisis de la conexión existente entre el desarrollo del comunismo y la extinción del
Estado.
1. PLANTEAMIENTO DE LA CUESTION POR MARX
Comparando superficialmente la carta de Marx a Bracke, de 5 de mayo de 1875, con
la carta de Engels a Bebel, de 28 de marzo de 1875 examinada más arriba, podría
parecer que Marx es mucho más "partidario del Estado" que Engels, y que entre las
concepciones de ambos escritores acerca del Estado media una diferencia muy
considerable.
Engels aconseja a Bebel lanzar por la borda toda la charlatanería sobre el Estado y
borrar completamente del programa la palabra Estado, sustituyéndola por la palabra
"comunidad". Engels llega incluso a declarar que la Comuna no era ya un Estado, en
el sentido estricto de la palabra. En cambio, Marx habla incluso del "Estado futuro de la
sociedad comunista", es decir, reconoce, al parecer, la necesidad del Estado hasta
bajo el comunismo.
Pero semejante modo de concebir sería radicalmente falso. Examinándolo más
atentamente, vemos que las concepciones de Marx y Engels sobre el Estado y su
extinción coinciden en absoluto, y que la citada expresión de Marx se refiere
precisamente al Estado en extinción.
Es evidente que no puede hablarse de determinar el momento de la "extinción" futura
del Estado, tanto más cuanto que se trata, como es sabido, de un proceso largo.
La aparente diferencia entre Marx y Engels se explica por la diferencia de los temas
por ellos tratados, de las tareas por ellos perseguidas. Engels se proponía la tarea de
mostrar a Bebel de un modo palmario y tajante, a grandes rasgos, todo el absurdo de
los prejuicios corrientes (compartidos también, en grado considerable, por Lassalle)
184
acerca del Estado. Marx sólo toca de paso esta cuestión, interesándose por otro tema:
el desarrollo de la sociedad comunista.
Toda la teoría de Marx es la aplicación de la teoría del desarrollo — en su forma más
consecuente, más completa, más profunda y más rica de contenido — al capitalismo
moderno. Era natural que a Marx se le plantease, por tanto, la cuestión de aplicar esta
teoría también a la inminente bancarrota del capitalismo y al desarrollo futuro del
comunismo futuro.
Ahora bien, ¿a base de qué datos se puede plantear la cuestión del desarrollo futuro
del comunismo futuro?
A base del hecho de que el comunismo procede del capitalismo, se desarrolla
históricamente del capitalismo, es el resultado de la acción de una fuerza social
engendrada por el capitalismo. En Marx no encontramos ni rastro de intento de
construir utopías, de hacer conjeturas en el aire respecto a cosas que no es posible
conocer. Marx plantea la cuestión del comunismo como el naturalista plantearía, por
ejemplo, la cuestión del desarrollo de una nueva especie biológica, sabiendo que ha
surgido de tal y tal modo y se modifica en tal y tal dirección determinada.
Marx descarta, ante todo, la confusión que el programa de Gotha siembra en la
cuestión de las relaciones entre el Estado y la sociedad.
"La sociedad actual —escribe Marx — es la sociedad capitalista, que existe en todos
los países civilizados, más o menos libre de aditamentos medievales, más o menos
modificada por las particularidades del desarrollo histórico de cada país, más o menos
desarrollada. Por el contrario, el 'Estado actual' cambia con las fronteras de cada país.
En el imperio prusianoalemán es completamente distinto que en Suiza, en Inglaterra
es completamente distinto que en los Estados Unidos. El 'Estado actual' es, por tanto,
una ficción.
Sin embargo, pese a su abigarrada diversidad de formas, los diversos Estados de los
185
diversos países civilizados tienen todos algo de común: que reposan sobre el terreno
de la sociedad burguesa moderna, más o menos desarrollada en el sentido capitalista.
Tienen, por tanto, ciertas características esenciales comunes. En este sentido cabe
hablar del 'Estado actual' por oposición al del porvenir, en el que su raíz de hoy, la
sociedad burguesa, se extinguirá.
Y cabe la pregunta: ¿qué transformación sufrirá el Estado en la sociedad comunista?
Dicho en otros términos: ¿qué funciones sociales quedarán entonces en pie, análogas
a las funciones actuales del Estado? Esta pregunta sólo puede contestarse
científicamente, y por mucho que se combine la palabra 'pueblo' con la palabra
'Estado', no nos acercaremos lo más mínimo a la solución del problema. . ."
Poniendo en ridículo, como vemos, toda la charlatanería sobre el "Estado del pueblo",
Marx traza el planteamiento del problema y en cierto modo nos advierte que,
para resolverlo científicamente, sólo se puede operar con datos científicos sólidamente
establecidos.
Y lo primero que ha sido establecido con absoluta precisión por toda la teoría de la
evolución y por toda la ciencia en general —y lo que olvidaron los utopistas y olvidan
los oportunistas de hoy, que temen a la revolución socialista— es el hecho de que,
históricamente, tiene que haber, sin ningún género de duda, una fase especial o una
etapa especial de transición del capitalismo al comunismo.
2. LA TRANSICION DEL CAPITALISMO AL COMUNISMO
". . . Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista — prosigue Marx — media el
período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este
período corresponde también un período político de transición, y el Estado de este
período no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado".
Esta conclusión de Marx se basa en el análisis del papel que el proletariado
186
desempeña en la sociedad capitalista actual, en los datos sobre el desarrollo de esta
sociedad y en el carácter irreconciliable de los intereses antagónicos del proletariado y
de la burguesía.
Antes, la cuestión planteábase así: para conseguir su liberación, el proletariado debe
derrocar a la burguesía, conquistar el Poder político e instaurar su dictadura
revolucionaria.
Ahora, la cuestión se plantea de un modo algo distinto: la transición de la sociedad
capitalista, que se desenvuelve hacia el comunismo, a la sociedad comunista, es
imposible sin un "período político de transición", y el Estado de este período no puede
ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.
Ahora bien, ¿cuál es la actitud de esta dictadura hacia la democracia?
Veíamos que el "Manifiesto Comunista" coloca sencillamente, a la par el uno del otro,
dos conceptos: el de la "transformación del proletariado en clase dominante" y el
de "la conquista de la democracia". Sobre la base de todo lo arriba expuesto, se puede
determinar con más precisión cómo se transforma la democracia en la transición del
capitalismo al comunismo.
En la sociedad capitalista, bajo las condiciones del desarrollo más favorable de esta
sociedad, tenemos en la República democrática un democratismo más o menos
completo. Pero este democratismo se halla siempre comprimido dentro de los
estrechos marcos de la explotación capitalista y es siempre, en esencia, por esta
razón, un democratismo para la minoría, sólo para las clases poseedoras, sólo para
los ricos. La libertad de la sociedad capitalista sigue siendo, y es siempre, poco más o
menos, lo que era la libertad en las antiguas repúblicas de Grecia: libertad para los
esclavistas. En virtud de las condiciones de la explotación capitalista, los esclavos
asalariados modernos viven tan agobiados por la penuria y la miseria, que "no están
para democracias", "no están para política", y en el curso corriente y pacífico de los
acontecimientos, la mayoría de la población queda al margen de toda participación en
187
la vida políticosocial.
Alemania es tal vez el país que confirma con mayor evidencia la exactitud de esta
afirmación, precisamente porque en dicho Estado la legalidad constitucional se
mantuvo durante un tiempo asombrosamente largo y persistente, casi medio siglo
(18711914), y durante este tiempo la socialdemocracia supo hacer muchísimo más
que en los otros países para "utilizar la legalidad" y organizar en partido político a una
parte más considerable de los obreros que en ningún otro país del mundo.
Pues bien, ¿a cuánto asciende esta parte de los esclavos asalariados políticamente
conscientes y activos, con ser la más elevada de cuantas encontramos en la sociedad
capitalista? ¡De 15 millones de obreros asalariados, el partido socialdemócrata cuenta
con un millón de miembros! ¡De 15 millones de obreros, hay tres millones
sindicalmente organizados!
Democracia para una minoría insignificante, democracia para los ricos: he ahí el
democratismo de la sociedad capitalista. Si nos fijamos más de cerca en el mecanismo
de la democracia capitalista, veremos siempre y en todas partes, hasta en los
"pequeños", en los aparentemente pequeños, detalles del derecho de sufragio
(requisito de residencia, exclusión de la mujer, etc.), en la técnica de las instituciones
representativas, en los obstáculos reales que se oponen al derecho de reunión (¡los
edificios públicos no son para los "de abajo"!), en la organización puramente capitalista
de la prensa diaria, etc., etc., en todas partes veremos restricción tras restricción
puesta al democratismo. Estas restricciones, excepciones, exclusiones y trabas para
los pobres parecen insignificantes sobre todo para el que jamás ha sufrido la penuria ni
se ha puesto en contacto con las clases oprimidas en su vida de masas (que es lo que
les ocurre a las nueve décimas partes, si no al noventa y nueve por ciento de los
publicistas y políticos burgueses), pero en conjunto estas restricciones excluyen,
eliminan a los pobres de la política, de su participación activa en la democracia.
Marx puso de relieve magníficamente esta esencia de la democracia capitalista, al
188
decir, en su análisis de la experiencia de la Comuna, que a los oprimidos se les
autoriza para decidir una vez cada varios años ¡qué miembros de la clase opresora
han de representarlos y aplastarlos en el parlamento!
Pero, partiendo de esta democracia capitalista —inevitablemente estrecha, que
repudia por debajo de cuerda a los pobres y que es, por tanto, una democracia
profundamente hipócrita y mentirosa— el desarrollo progresivo, no discurre de un
modo sencillo, directo y tranquilo "hacia una democracia cada vez mayor", como
quieren hacernos creer los profesores liberales y los oportunistas pequeñoburgueses.
No, el desarrollo progresivo, es decir, el desarrollo hacia el comunismo pasa a través
de la dictadura del proletariado, y no puede ser de otro modo, porque el proletariado
es el único que puede, y sólo por este camino, romper la resistencia de los
explotadores capitalistas.
Pero la dictadura del proletariado, es decir, la organización de la vanguardia de los
oprimidos en clase dominante para aplastar a los opresores, no puede conducir tan
sólo a la simple ampliación de la democracia. A la par con la enorme ampliación del
democratismo, que por vez primr ra se convierte en un democratismo para los pobres,
en un democratismo para el pueblo, y no en un democratismo para los ricos, la
dictadura del proletariado implica una serie de restricciones puestas a la libertad de los
opresores, de los explotadores, de los capitalistas. Debemos reprimir a éstos, para
liberar a la humanidad de la esclavitud asalariada, hay que vencer por la fuerza su
resistencia, y es evidente que allí donde hay represión, donde hay violencia no hay
libertad ni hay democracia.
Engels expresaba magníficamente esto en la carta a Bebel, al decir, como recordará el
lector, que "mientras el proletariado necesite todavía del Estado, no lo necesitará en
interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda
hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir".
Democracia para la mayoría gigantesca del pueblo y represión por la fuerza, es decir,
189
exclusión de la democracia, para los explotadores, para los opresores del
pueblo: he ahí la modificación que sufrirá la democracia en la transición del capitalismo
al comunismo.
Sólo en la sociedad comunista, cuando se haya roto ya definitivamente la resistencia
de los capitalistas, cuando hayan desaparecido los capitalistas, cuando no
haya clases (es decir, cuando no haya diferencias entre los miembros de la sociedad
por su relación hacia los medios sociales de producción), sólo entonces "desaparecerá
el Estado y podrá hablarse de libertad ". Sólo entonces será posible y se hará realidad
una democracia verdaderamente completa, una democracia que verdaderamente no
implique ninguna restricción. Y sólo entonces la democracia comenzará a extinguirse,
por la sencilla razón de que los hombres, liberados de la esclavitud capitalista, de los
innumerables horrores, bestialidades, absurdos y vilezas de la explotación capitalista,
se habituarán poco a poco a la observación de las reglas elementales de convivencia,
conocidas a lo largo de los siglos y repetidas desde hace miles de años en todos los
preceptos, a observarlas sin violencia, sin coacción, sin subordinación, sin ese aparato
especial de coacción que se llama Estado.
La expresión "el Estado se extingue" está muy bien elegida, pues señala el carácter
gradual del proceso y su espontaneidad. Sólo la fuerza de la costumbre puede ejercer
y ejercerá indudablemente esa influencia, pues en torno a nosotros observamos
millones de veces con qué facilidad se habitúan los hombres a guardar las reglas de
convivencia necesarias si no hay explotación, si no hay nada que indigne a los
hombres y provoque protestas y sublevaciones, creando la necesidad de la represión.
Por tanto, en la sociedad capitalista tenemos una democracia amputada, mezquina,
falsa, una democracia solamente para los ricos, para la minoría. La dictadura del
proletariado, el período de transición hacia el comunismo, aportará por primera vez la
democracia para el pueblo, para la mayoría, a la par con la necesaria represión de la
minoría, de los explotadores. Sólo el comunismo puede aportar una democracia
190
verdaderamente completa, y cuanto más completa sea, antes dejará de ser necesaria
y se extinguirá por sí misma.
Dicho en otros términos: bajo el capitalismo, tenemos un Estado en el sentido estricto
de la palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra, y,
además, de la mayoría por la minoría. Se comprende que para que pueda prosperar
una empresa como la represión sistemática de la mayoría de los explotados por una
minoría de explotadores, haga falta una crueldad extraordinaria, una represión bestial,
hagan falta mares de sangre, a través de los cuales marcha precisamente la
humanidad en estado de esclavitud, de servidumbre, de trabajo asalariado.
Ahora bien, en la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía
necesaria, pero ya es la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de
los explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para
la represión, el "Estado", pero éste es ya un Estado de transición, no es ya un Estado
en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría de explotadores
por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es algo tan relativamente fácil,
sencillo y natural, que costará muchísima menos sangre que la represión de las
sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los obreros asalariados, que costará
mucho menos a la humanidad. Y este Estado es compatible con la extensión de la
democracia a una mayoría tan aplastante de la población, que la necesidad de una
máquina especial para la represión comienza a desaparecer. Como es natural, los
explotadores no pueden reprimir al pueblo sin una máquina complicadísima que les
permita cumplir este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con
una "máquina" muy sencilla, casi sin "máquina", sin aparato especial, por la simple
organización de las masas armadas (como los Soviets de Diputados Obreros y
Soldados, digamos, adelantándonos un poco).
Finalmente, sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues
bajo el comunismo no hay nadie a quien reprimir, "nadie" en el sentido de clase, en el
191
sentido de una lucha sistemática contra determinada parte de la población. Nosotros
no somos utopistas y no negamos, en modo alguno, que es posible e inevitable que
algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de
reprimir tales excesos. Poro, en primer lugar, para esto no hace falta una máquina
especial, un aparato especial de represión, esto lo hará el mismo pueblo armado, con
la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas,
incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se
maltrate a una mujer. Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más
importante de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia,
es la explotación de las masas, la penuria y la miseria de éstas. Al suprimirse esta
causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a "extinguirse ". No
sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y, con ellos,
se extinguirá también el Estado.
Marx, sin dejarse llevar al terreno de las utopías, determinó en detalle lo que es posible
determinar ahora respecto a este porvenir, a saber: la diferencia entre las
fases (grados o etapas) inferior y superior de la sociedad comunista.
3. PRIMERA FASE DE LA SOCIEDAD COMUNISTA
En la "Crítica del Programa de Gotha", Marx refuta minuciosamente la idea lassalleana
de que, bajo el socialismo, el obrero recibirá el "producto íntegro o completo del
trabajo". Marx demuestra que de todo el trabajo social de toda la sociedad habrá que
descontar un fondo de reserva, otro fondo para ampliar la producción, para reponer las
máquinas "gastadas", etc., y, además, de los artículos de consumo, un fondo para los
gastos de administración, escuelas, hospitales, asilos para ancianos, etc.
En vez de emplear la frase nebulosa, confusa y general de Lassalle ("dar al obrero el
producto íntegro del trabajo"), Marx establece un cálculo sobrio de cómo precisamente
192
la sociedad socialista se verá obligada a administrar. Marx aborda el análisis concreto
de las condiciones de vida de esta sociedad en que no existirá el capitalismo, y dice:
"De lo que aquí [en el examen del programa del partido obrero] se trata no es de una
sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino de una que
acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta
todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello
de la vieja sociedad de cuya entraña procede".
Esta sociedad comunista, que acaba de salir de la entraña del capitalismo al mundo de
Dios y que lleva en todos sus aspectos el sello de la sociedad antigua, es la que
Marx llama "primera" fase o fase inferior de la sociedad comunista.
Los medios de producción han dejado de ser ya propiedad privada de los individuos.
Los medios de producción pertenecen a toda la sociedad. Cada miembro de la
sociedad, al ejecutar una cierta parte del trabajo socialmente necesario, obtiene de la
sociedad un certificado acreditativo de haber realizado tal o cual cantidad de trabajo.
Por este certificado recibe de los almacenes sociales de artículos de consumo la
cantidad correspondiente de productos. Deducida la cantidad de trabajo que pasa al
fondo social, cada obrero, por tanto, recibe de la sociedad lo que entrega a ésta.
Reina, al parecer, la "igualdad".
Pero cuando Lassalle, refiriéndose a este orden social (al que se suele dar el nombre
de socialismo, pero que Marx denomina la primera fase del comunismo), dice que esto
es una "distribución justa", que es "el derecho igual de cada uno al producto igual del
trabajo", Lassalle se equivoca, y Marx pone al descubierto su error.
"Aquí —dice Marx— tenemos realmente un 'derecho igual', pero esto es todavía 'un
derecho burgués', que, como todo derecho, presupone la desigualdad.
Todo derecho significa la aplicación de un rasero i g u a l a hombres distintos, a
hombres que en realidad no son idénticos, no son iguales entre sí; por tanto, el
'derecho igual' es una infracción de la igualdad y una injusticia". En efecto, cada cual
193
obtiene, si ejecuta una parte de trabajo social igual que el otro, la misma parte de
producción social (después de hechas las deducciones indicadas).
Sin embargo, los hombres no son todos iguales, unos son más fuertes y otros más
débiles, unos son casados y otros solteros, unos tienen más hijos que otros, etc.
". . . A igual trabajo —concluye Marx— y, por consiguiente, a igual participación en el
fondo social de consumo, unos obtienen de hecho más que otros, unos son más
ricos que otros, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho tendría que ser
no igual, sino desigual. . ."
Consiguientemente, la primera fase del comunismo no puede proporcionar todavía
justicia ni igualdad: subsisten las diferencias de riqueza, diferencias injustas; pero no
será posible ya la explotación del hombre por el hombre, puesto que no será posible
apoderarse, a título de propiedad privada, de los medios de producción, de las
fábricas, las máquinas, la tierra, etc. Pulverizando la frase confusa y pequeñoburguesa
de Lassalle sobre la "igualdad" y la "justicia" en general, Marx muestra el curso de
desarrollo de la sociedad comunista, que en sus comienzos se verá obligada a destruir
solamente aquella "injusticia" que consiste en que los medios de producción sean
usurpados por individuos aislados, pero que no estará en condiciones de destruir de
golpe también la otra injusticia, consistente en la distribución de los artículos de
consumo "según el trabajo" (y no según las necesidades).
Los economistas vulgares, incluyendo entre ellos a los profesores burgueses, entre los
que se cuenta también "nuestro" Tugán, reprochan constantemente a los socialistas el
olvidarse de la desigualdad de los hombres y el "soñar" con destruir esta desigualdad.
Este reproche sólo demuestra, como vemos, la extrema ignorancia de los señores
ideólogos burgueses.
Marx no solo tiene en cuenta del modo más preciso la inevitable desigualdad de los
hombres, sino que tiene también en cuenta que el solo paso de los medios de
producción a propiedad común de toda la sociedad (el "socialismo", en el sentido
194
corriente de la palabra) no suprime los defectos de la distribución y la desigualdad del
"derecho burgués", el cual sigue imperando, por cuanto los productos son distribuidos
"según el trabajo".
". . . Pero estos defectos —prosigue Marx— son inevitables en la primera fase de la
sociedad comunista, tal y como brota de la sociedad capitalista, tras largos dolores
para su alumbramiento. El derecho no puede ser nunca superior a la estructura
económica y al desarrollo cultural de la sociedad por ella condicionado. . ."
Así, pues, en la primera fase de la sociedad comunista (a la que suele darse el nombre
de socialismo) el "derecho burgués" no se suprime completamente, sino sólo
parcialmente, sólo en la medida de la transformación económica ya alcanzada, es
decir, sólo en lo que se refiere a los medios de producción. El "derecho burgués"
reconoce la propiedad privada de los individuos sobre los medios de producción. El
socialismo los convierte en propiedad común. En este sentido —y sólo en este
sentido— desaparece el "derecho burgués".
Sin embargo, este derecho persiste en otro de sus aspectos, persiste como regulador
de la distribución de los productos y de la distribución del trabajo entre los miembros
de la sociedad. "El que no trabaja, no come": este principio socialista es ya una
realidad; "a igual cantidad de trabajo, igual cantidad de productos": también es ya una
realidad este principio socialista. Sin embargo, esto no es todavía el comunismo, ni
suprime todavía el "derecho burgués", que da una cantidad igual de productos a
hombres que no son iguales y por una cantidad desigual (desigual de hecho) de
trabajo.
Esto es un "defecto", dice Marx, pero un defecto inevitable en la primera fase del
comunismo, pues, sin caer en utopismo, no se puede pensar que, al derrocar el
capitalismo, los hombres aprenderán a trabajar inmediatamente para la sociedad sin
sujeción a ninguna norma de derecho ; además, la abolición del capitalismo no sienta
de repente tampoco las premisas económicas para este cambio.
195
Otras normas, fuera de las del "derecho burgués", no existen. Y, por tanto, persiste
todavía la necesidad del Estado, que, velando por la propiedad común sobre los
medios de producción, vele por la igualdad del trabajo y por la igualdad en la
distribución de los productos.
El Estado se extingue en tanto que ya no hay capitalistas, que ya no hay clases y que,
por lo mismo, no cabe reprimir a ninguna clase.
Pero el Estado no se ha extinguido todavía del todo, pues persiste aún la protección
del "derecho burgués", que sanciona la desigualdad de hecho. Para que el Estado se
extinga completamente, hace falta el comunismo completo.
4. LA FASE SUPERIOR DE LA SOCIEDAD COMUNISTA
Marx prosigue:
". . . En la fase superior de la sociedad comunista cuando haya desaparecido la
subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, por
tanto, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, cuando el trabajo no
sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad de la vida; cuando, con
el desarrollo múltiple de los individuos, crezcan también las fuerzas productivas y
fluyan con todo su caudal los manantiales de la riqueza colectiva; sólo entonces podrá
rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá
escribir en sus banderas 'de cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus
necesidades'".
Sólo ahora podemos apreciar toda la justeza de la observación de Engels, cuando se
burlaba implacablemente de la absurda asociación de las palabras "libertad" y
"Estado". Mientras existe el Estado, no existe libertad. Cuando haya libertad, no habrá
Estado.
La base económica para la extinción completa del Estado es ese elevado desarrollo
196
del comunismo en que desaparecerá el contraste entre el trabajo intelectual y el
trabajo manual, desapareciendo, por consiguiente, una de las fuentes más importantes
de la desigualdad social moderna, fuente de desigualdad que no se puede suprimir en
modo alguno, de repente, por el solo paso de los medios de producción a propiedad
social, por la sola expropiación de los capitalistas.
Esta expropiación dará la posibilidad de desarrollar en proporciones gigantescas las
fuerzas productivas. Y, viendo cómo ya hoy el capitalismo entorpece increíblemente
este desarrollo y cuánto podríamos avanzar a base de la técnica actual, ya lograda,
tenemos derecho a decir, con la más absoluta convicción, que la expropiación de los
capitalistas imprimirá inevitablemente un desarrollo gigantesco a las fuerzas
productivas de la sociedad humana. Lo que no sabemos ni podemos saber es la
rapidez con que avanzará este desarrollo, la rapidez con que discurrirá hasta romper
con la división del trabajo, hasta suprimir el contraste entre el trabajo intelectual y el
trabajo manual, hasta convertir el trabajo "en la primera necesidad de la vida".
Por eso, tenemos derecho a hablar sólo de la extinción inevitable del Estado,
subrayando la prolongación de este proceso, su supeditación a la rapidez con que se
desarrolle la fase superior del comunismo, y dejando completamente en pie la cuestión
de los plazos o de las formas concretas de la extinción, pues no tenemos datos para
poder resolver estas cuestiones.
El Estado podrá extinguirse por completo cuando la sociedad ponga en práctica la
regla: "de cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades"; es
decir, cuando los hombres estén ya tan habituados a guardar las reglas fundamentales
de la convivencia y cuando su trabajo sea tan productivo, que trabajen
voluntariamente según sus capacidades. El "estrecho horizonte del derecho burgués",
que obliga a calcular, con el rigor de un Shylock, para no trabajar ni media hora más
que otro y para no percibir menos salario que otro, este estrecho horizonte quedará
entonces rebasado. La distribución de los productos no obligará a la sociedad a
197
regular la cantidad de los artículos que cada cual reciba; todo hombre podrá tomar
libremente lo que cumpla a "sus necesidades".
Desde el punto de vista burgués, es fácil presentar como una "pura utopía" semejante
régimen social y burlarse diciendo que los socialistas prometen a todos el derecho a
obtener de la sociedad, sin el menor control del trabajo rendido por cada ciudadano, la
cantidad que deseen de trufas de automóviles, de pianos, etc. Con estas
burlas siguen contentándose todavía hoy la mayoría de los "sabios" burgueses, que
sólo demuestran con ello su ignorancia y su defensa interesada del capitalismo.
Su ignorancia, pues a ningún socialista se le ha pasado por las mientes "prometer" la
llegada de la fase superior de desarrollo del comunismo, y el pronóstico de los
grandes socialistas de que esta fase ha de advenir, presupone una productividad del
trabajo que no es la actual y hombres que no sean los actuales filisteos, capaces de
dilapidar "a tontas y a locas" la riqueza social y de pedir lo imposible, como los
seminaristas de Pomialovski.
Mientras llega la fase "superior" del comunismo, los socialistas exigen el más riguroso
control por parte de la sociedad y por parte del Estado sobre la medida de trabajo y la
medida de consumo, pero este control sólo debe comenzar con la expropiación de los
capitalistas, con el control de los obreros sobre los capitalistas, y no debe llevarse a
cabo por un Estado de burócratas, sino por el Estado de los obreros armados.
La defensa interesada del capitalismo por los ideólogos burgueses (y sus acólitos por
el estilo de señores como los Tsereteli, los Chernov y Cía.) consiste precisamente
en suplantar por discusiones y charlas sobre un remoto porvenir la cuestión más
candente y más actual de la política de hoy : la expropiación de los capitalistas, la
transformación de todos los ciudadanos en trabajadores y empleados de un gran
"consorcio" único, a saber, de todo el Estado, y la subordinación completa de todo el
trabajo de todo este consorcio a un Estado realmente democrático, el Estado de los
Soviets de Diputados Obreros y Soldados.
198
En el fondo, cuando los sabios profesores, y tras ellos los filisteos, y tras ellos señores
como los Tsereteli y los Chernov, hablan de utopías descabelladas, de las
promesas demagógicas de los bolcheviques, de la imposibilidad de "implantar" el
socialismo, se refieren precisamente a la etapa o fase superior del comunismo, que no
sólo no ha prometido nadie, sino que nadie ha pensado en "implantar", pues, en
general, no se puede "implantar".
Y aquí llegamos a la cuestión de la diferencia científica existente entre el socialismo y
el comunismo, cuestión a la que Engels aludió en el pasaje citado más arriba sobre la
inexactitud de la denominación de "socialdemócrata". Políticamente, la diferencia entre
la primera fase o fase inferior y la fase superior del comunismo llegará a ser, con el
tiempo, probablemente enorme; pero hoy, bajo el capitalismo, sería ridículo hacer
resaltar esta diferencia, que sólo tal vez algunos anarquistas pueden destacar en
primer plano (si es que entre los anarquistas quedan todavía hombres que no han
aprendido nada después de la conversión "plejanovista" de los Kropotkin, los Grave,
los Cornelissen y otras "lumbreras" del anarquismo en socialchovinistas o en
anarquistas de trincheras, como los ha calificado Gue, uno de los pocos anarquistas
que no han perdido el honor y la conciencia).
Pero la diferencia científica entre el socialismo y el comunismo es clara. A lo que se
acostumbra a denominar socialismo, Marx lo llamaba la "primera" fase o la fase inferior
de la sociedad comunista. En tanto que los medios de producción se convierten en
propiedad común, puede emplearse la palabra "comunismo", siempre y cuando que no
se pierda de vista que éste no es el comunismo completo. La gran significación de la
explicación de Marx está en que también aquí aplica consecuentemente la dialéctica
materialista, la teoría del desarrollo, considerando el comunismo como algo que se
desarrolla del capitalismo. En vez de definiciones escolásticas y artificiales,
"imaginadas", y de disputas estériles sobre palabras (qué es el socialismo, que es el
comunismo), Marx traza un análisis de lo que podríamos llamar las fases de madurez
199
económica del comunismo.
En su primera fase, en su primer grado, el comunismo no puede presentar todavía una
madurez económica completa, no puede aparecer todavía completamente libre de
las tradiciones o de las huellas del capitalismo. De aquí un fenómeno tan interesante
como la subsistencia del "estrecho horizonte del derecho burgués " bajo el comunismo,
en su primera fase. El derecho burgués respecto a la distribución de los artículos de
consumo presupone también inevitablemente, como es natural, un Estado burgués,
pues el derecho no es nada sin un aparato capaz de obligar a respetar las normas de
aquel.
De donde se deduce que bajo el comunismo no sólo subsiste durante un cierto tiempo
el derecho burgués, sino que ¡subsiste incluso el Estado burgués, sin burguesía!
Esto podrá parecer una paradoja o un simple juego dialéctico de la inteligencia, que es
de lo que acusan frecuentemente a los marxistas gentes que no se han impuesto ni el
menor esfuerzo para estudiar el contenido extraordinariamente profundo del marxismo.
En realidad, la vida nos muestra a cada paso los vestigios de lo viejo en lo nuevo,
tanto en la naturaleza como en la sociedad. Y Marx no trasplantó caprichosamente al
comunismo un trocito de "derecho burgués", sino que tomó lo que es económica y
políticamente inevitable en una sociedad que brota de la entraña del capitalismo.
La democracia tiene una enorme importancia en la lucha de la clase obrera contra los
capitalistas por su liberación. Pero la democracia no es, en modo alguno, un límite
insuperable, sino solamente una de las etapas en el camino del feudalismo al
capitalismo y del capitalismo al comunismo.
Democracia significa igualdad. Se comprende la gran importancia que encierra la lucha
del proletariado por la igualdad y la consigna de la igualdad, si ésta se interpreta
exactamente, en el sentido de destrucción de las clases. Pero democracia significa
solamente igualdad formal. E inmediatamente después de realizada la igualdad de
200
todos los miembros de la sociedad con respecto a la posesión de los medios de
producción, es decir, la igualdad de trabajo y la igualdad de salario, surgirá
inevitablemente ante la humanidad la cuestión de seguir adelante, de pasar de la
igualdad formal a la igualdad de hecho, es decir, a la aplicación de la regla: "de cada
uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades". A través de qué
etapas, por medio de qué medidas prácticas llegará la humanidad a este elevado
objetivo, es cosa que no sabemos ni podemos saber. Pero lo importante es
comprender claramente cuán infinitamente mentirosa es la idea burguesa corriente
que presenta al socialismo como algo muerto, rígido e inmutable, cuando en realidad
solamente con el socialismo comienza un movimiento rápido y auténtico de progreso
en todos los aspectos de la vida social e individual, un movimiento verdaderamente de
masas en el que toma parte, primero, la mayoría de la población, y luego la población
entera.
La democracia es una forma de Estado, una de las variedades del Estado. Y,
consiguientemente, representa, como todo Estado, la aplicación organizada y
sistemática de la violencia sobre los hombres. Esto, de una parte. Pero, de otra, la
democracia significa el reconocimiento formal de la igualdad entre los ciudadanos, el
derecho igual de todos a determinar el régimen del Estado y a gobernar el Estado. Y
esto, a su vez, se halla relacionado con que, al llegar a un cierto grado de desarrollo
de la democracia, ésta, en primer lugar, cohesiona al proletariado, la clase
revolucionaria frente al capitalismo, y le da la posibilidad de destruir, de hacer añicos,
de barrer de la
faz de la tierra la máquina del Estado burgués, incluso la del Estado burgués
republicano, el ejército permanente, la policía, la burocracia, y de sustituirla por una
máquina más democrática, pero todavía estatal, bajo la forma de las masas obreras
armadas, como paso hacia la participación de todo el pueblo en las milicias.
Aquí "la cantidad se transforma en calidad": esta fase de democratismo se sale ya del
201
marco de la sociedad burguesa, es ya el comienzo de su transformación socialista.
Si todos intervienen realmente en la dirección del Estado, el capitalismo no podrá ya
sostenerse. Y, a su vez, el des arrollo del capitalismo crea las premisas para que
"todos" realmente puedan intervenir en la dirección del Estado. Entre estas premisas
se cuenta la instrucción general, conseguida ya por una serie de países capitalistas
más adelantados, y además la "formación y la educación de la disciplina" de millones
de obreros por el grande y complejo aparato socializado del correo, de los ferrocarriles,
de las grandes fábricas, de las grandes empresas comerciales, de los bancos, etc.,
etc.
Existiendo estas premisas económicas, es perfectamente posible pasar
inmediatamente, de la noche a la mañana, después de derrocar a los capitalistas y a
los burócratas, a sustituirlos en la obra del control sobre la producción y la distribución,
en la obra del registro del trabajo y de los productos por los obreros armados, por todo
el pueblo armado. (No hay que confundir la cuestión del control y del registro con la
cuestión del personal científico de ingenieros, agrónomos, etc.: estos señores trabajan
hoy subordinados a los capitalistas y trabajarán todavía mejor mañana, subordinados a
los obreros armados.)
Registro y control: he aquí lo principal, lo que hace falta para "poner en marcha" y para
que funcione bien la primera fase de la sociedad comunista. Aquí, todos los
ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, que no es otra cosa que
los obreros armados. Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un
solo "consorcio" de todo el pueblo, del Estado. De lo que se trata es de que trabajen
por igual, de que guarden bien la medida de su trabajo y de que ganen igual salario. El
capitalismo ha simplificado extraordinariamente el registro de esto, el control sobre
esto, lo ha reducido a operaciones extremadamente simples de inspección y
anotación, accesibles a cualquiera que sepa leer y escribir y para las cuales basta con
conocer las cuatro reglas aritméticas y con extender los recibos correspondientes.
202
Cuando la mayoría del pueblo comience a llevar por su cuenta y en todas partes este
registro, este control sobre los capitalistas (que entonces se convertirán en empleados)
y sobre los señores intelectualillos que conservan sus hábitos capitalistas, este control
será realmente un control universal, general, del pueblo entero, y nadie podrá rehuirlo,
pues "no habrá escapatoria posible".
Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo igual y salario
igual.
Pero esta disciplina "fabril", que el proletariado, después de triunfar sobre los
capitalistas y de derrocar a los explotadores, hará extensiva a toda la sociedad, no es,
en modo alguno, nuestro ideal, ni nuestra meta final, sino sólo un escalón necesario
para limpiar radicalmente la sociedad de la bajeza y de la infamia de la explotación
capitalista y para seguir avanzando.
A partir del momento en que todos los miembros de la sociedad, o por lo menos la
inmensa mayoría de ellos, hayan aprendido a dirigir ellos mismos el Estado, hayan
tomado ellos mismos este asunto en sus manos, hayan "puesto en marcha" el control
sobre la minoría insignificante de capitalistas, sobre los señoritos que quieran seguir
conservando sus hábitos capitalistas y sobre obreros profundamente corrompidos por
el capitalismo, a partir de este momento comenzará a desaparecer la necesidad de
todo gobierno en general. Cuanto más completa sea la democracia, más cercano
estará el momento en que deje de ser necesaria. Cuanto más democrático sea el
"Estado" formado por obreros armados y que "no será ya un Estado en el sentido
estricto de la palabra", más rápidamente comenzará a extinguirse todo Estado.
Pues cuando todos hayan aprendido a dirigir y dirijan en realidad por su cuenta la
producción social, a llevar por su cuenta el registro y el control de los haraganes, de
los señoritos, de los gandules y de toda esta ralea de "guardianes de las tradiciones
del capitalismo", entonces el escapar a este control y a este registro hecho por todo el
203
pueblo será inevitablemente algo tan inaudito y difícil, una excepción tan
extraordinariamente rara, provocará probablemente una sanción tan rápida y tan
severa (pues los obreros armados son hombres de realidades y no intelectualillos
sentimentales, y será muy difícil que dejen que nadie juegue con ellos), que la
necesidad de observar las reglas nada complicadas y fundamentales de toda con
vivencia humana se convertirá muy pronto en una costumbre.
Y entonces quedarán abiertas de par en par las puertas para pasar de la primera fase
de la sociedad comunista a la fase superior y, a la vez, a la extinción completa del
Estado.
204
Segunda parte:
Tradición y ruptura: tradición de rupturas
a) Balance del siglo XIX:
El socialismo del siglo XIX fue un movimiento sociopolítico fundamentalmente
proletario y europeo, por lo que se le debe vincular al desarrollo de la industrialización que
formó a la clase obrera clásica, desarraigó la población campesina en esos países y fue
disolviendo a los pequeños propietarios a lo largo del siglo. Así mismo, ha de relacionársele
con los procesos revolucionarios democráticos y republicanos que sacudieron durante todo
el siglo a Europa. Esas luchas tenían contenidos nacionalistas, por el logro de la unificación
de un territorio (caso Italia o incluso Alemania) o por la constitución de un estado
correspondiente a una identidad nacional (Hungría, Servia, Croacia, Polonia, checos). Por
otra parte, el socialismo del siglo XIX es incomprensible sin tomar en cuenta las tres
tradiciones intelectuales de las cuales deriva: el socialismo utópico y conspirativo francés,
la economía política inglesa y la filosofía hegeliana alemana.
Los términos socialismo y comunismo provienen de la década de los treinta del siglo
XIX; aunque pueden conseguirse antecedentes antiguos, prácticamente desde el
cristianismo primitivo. Surgen en el discurso de invenciones literarias, constituyen todo un
género que se denominó utopías, en honor al libro de Tomás Moro. El término
“Comunismo” lo mencionó Cabet en Icaria. En ese contexto el término “socialismo” era lo
contrario a “individualismo”. En todo caso, convergió con el movimiento obrero, que
constituía el ala más radical y popular de las fuerzas revolucionarias en Francia.
205
Al ser derrotado Napoleón en 1815, e imponerse por los momentos la alianza de lo
más reaccionario de la Europa aristocrática y lo que quedaba del feudalismo, proliferaron
por toda la Europa de la Restauración, sectas y sociedades secretas socialistas y comunistas.
Eran grupos de conspiradores. Algunos, como Fourier, concibieron al detalle comunidades
bajo sus principios. Otros, como Blanqui, constituyeron organizaciones secretas de
conspiradores. Es de uno de esos grupos de conspiradores entre republicanos, socialistas y
comunistas, que surgió en Alemania la llamada Liga de los Justos, que luego se convirtió
en comunista, en virtud del “Manifiesto” redactado por Marx y Engels.
Las convulsiones políticas prosiguieron en Europa. El liberalismo y el republicanismo
se levantaban por doquier. Hubo revueltas en la década de los treinta, y sobre todo a finales
de los cuarenta (1848), cuando en prácticamente todos los países europeos hubo
levantamientos republicanos contra la aristocracia y las monarquías. En Francia fue donde
más se notó la autonomía política que había adquirido el movimiento obrero. Vence allí la
república, evidenciando su carácter burgués, el dominio de los banqueros e industriales
sobre los políticos. Pero, a causa de un desgaste de los políticos burgueses, termina
imponiéndose, con el apoyo del campesinado y del lumpenproletariado, el sobrino de
Bonaparte quien, luego de varios plebiscitos, termina restaurando la figura del emperador.
Entre tanto, la extensión de las ideas socialistas, la formación de grupos de
trabajadores politizados en varios países (Francia, Inglaterra, Alemania, Italia), resulta en la
constitución de la primera organización internacional de los trabajadores a partir de 1864.
Esa Asociación Internacional de Trabajadores, será el escenario del debate político e
ideológico entre los anarquistas (principalmente proudhomianos y luego los bakuninistas) y
marxistas.
Después de otra guerra, esta vez contra Prusia, Rusia, Austria y demás potencias,
Francia es derrotada. Pero los obreros y soldados rasos de París, no sólo resisten a los
206
prusianos y a los políticos republicanos burgueses que, una vez derrocado Bonaparte,
asumen el poder, sino que forman un nuevo poder, esta vez salido de los trabajadores, de
los pobres, del pueblo, de los soldados rasos, todos ellos insuflados por las ideas socialistas
de las dos tendencias principales de los anarquistas: proudhomianos y blanquistas. Aquella
experiencia de la Comuna (municipalidad) de París es, para Marx y Engels y, luego, para la
Asociación Internacional de Trabajadores, la primera experiencia de aquello que llamaron
en el manifiesto la constitución del proletariado en clase dominante. Sus métodos
democráticos, la participación masiva, su disposición combativa, serán desde entonces el
modelo a seguir, aun cuando ajustada a la crítica de que los dirigentes anarquistas de la
experiencia del primer poder proletario (que ya anunciaba la extinción del estado como tal),
no tomaron las medidas y la política adecuada a la situación extremadamente difícil en la
que se encontraban. Digamos que los líderes de la Comuna de París no actuaron en
concordancia con la guerra y las provocaciones y sabotajes del enemigo; no fueron
suficientemente enérgicos con los enemigos.
Por ello, ya para la década de los setenta, Marx comienza a hablar de la necesidad de
mantener un estado durante la transición del capitalismo al comunismo (siendo ésta última
la tan soñada sociedad sin clases y sin estado). Pero ese estado sería de nuevo tipo, porque
sería el poder ilimitado de un colectivo clasista: la dictadura revolucionaria del
proletariado. Dictadura, porque, siguiendo el pensamiento político clásico, no se trataba
propiamente de un tipo de estado (para los clásicos había sólo tres tipos: monarquía,
aristocracia y democracia, y sus versiones degeneradas: despotismo, elitismo y demagogia),
sino de una situación de emergencia que ameritaba el uso extraordinario de la fuerza, sin
limitaciones legales (entre otras cosas, porque era un poder constituyente, del cual emanaba
la constitución y las leyes), igualmente necesaria para aplastar la resistencia de la clase
recién derrocada, que para emprender las transformaciones estructurales requeridas. Por
207
ello tenía que ser revolucionaria, o sea, transformadora. Pero sobre todo tenía que ser del
proletariado, es decir, un poder colectivo y democrático de toda la clase trabajadora y todas
las demás clases explotadas que conformarían sus aliados.
Esta nueva formulación teórica y política fundamentó el deslinde entre Marx y los
anarquistas, de una parte, pero también respecto de los lassalleanos y los sindicalistas
ingleses. Aquéllos, planteaban (por lo menos en teoría, ya que en la práctica sus
organizaciones conspirativas eran altamente jerarquizadas) la destrucción o eliminación
inmediata del estado, de todo estado, para pasar a un esquema altamente descentralizado de
organismos comunitarios autónomos que se irían federando posteriormente. Los otros, los
lassalleanos alemanes y los laboristas ingleses, habían ya ensayado alianzas políticas con la
aristocracia en contra de la burguesía liberal en Alemania, a cambio de algunas
reivindicaciones para la clase obrera, sin plantearse la aniquilación de la relación de
dominación de clase como tal. Los sindicalistas británicos, por su parte, beneficiarios de la
expansión imperial inglesa, delimitaron la lucha al aspecto principalmente económico y
reivindicativo, a través de los sindicatos y el parlamento; por tanto, no podían mostrarse de
acuerdo con la destrucción del aparato del estado burgués, como comienzan a proponer
Marx y Engels.
Las pugnas dentro de la primera Internacional se hacen tan enconadas que lleva a la
organización a su virtual desaparición. Los anarquistas siguieron insistiendo en su
organización, tanto como los marxistas. Pero cada quien por su lado.
La cuestión es que, hacia finales de los ochenta, y especialmente en la década de los
noventa, el capitalismo logra estabilizarse tanto económica como políticamente, y los
partidos obreros se consiguen con unas condiciones de lucha totalmente diferentes. Por otra
parte, el marxismo termina convirtiéndose en la doctrina principal de las organizaciones
políticas proletarias. En cada país, adquiere características propias, por supuesto.
208
En Alemania, la patria de Marx, los marxistas ya dominan la socialdemocracia y
avanzan electoralmente. Esto ya lo observa Engels hacia 1891, cuando destaca que ya ha
acabado el período de los levantamientos callejeros con barricadas incluidas, puesto que el
avance electoral de la socialdemocracia alemana mostraba nuevas perspectivas de avance.
Estas circunstancias de finales de siglo, fueron interpretados por muchos (entre ellos, el
más destacado, Bernstein), como indicio y demostración de la necesidad de revisar algunas
premisas marxistas, especialmente la idea de que la crisis del capitalismo es inevitable y
que el paso al socialismo debía de ser revolucionario. El auge económico del capitalismo y
los avances parlamentarios de la socialdemocracia marxista, daban pie a pensar a teóricos
como Bernstein, que podía hacerse posible la construcción gradual del socialismo a partir
de esos avances electorales y económicos. Las ideas revisionistas de Bernstein recibieron
un fuerte rechazo de los principales intelectuales socialdemócratas, especialmente del
principal dirigente teórico, Kautsky, en torno al cual se agrupa la llamada “ortodoxia”.
Del siglo XIX nos viene entonces el legado marxista. Como ya indicamos, no viene
del cielo: es el desarrollo crítico de tres tradiciones intelectuales: el socialismo utópico
francés, la economía política inglesa y la filosofía hegeliana alemana. Del primero, viene la
problematización misma de la sociedad. Puede incluso decirse que el concepto mismo de
“sociedad” viene del siglo XIX, como objeto de estudio y reflexión específico, diferente de
las formas políticas o de estado, que abordaba la filosofía política, y las demás formas
relacionales entre los seres humanos, a las que se observaba desde la ética o desde la
filosofía de la historia. El socialismo utópico plasmó ficcionalmente, y a veces con
instrucciones muy específicas, las virtualidades de la época. Pero más allá del aspecto
literario fantasioso, asentó la idea de que la acción política, conspirativa, no sólo tenía que
ver con la conquista del poder estatal, sino con proyectos de nuevas formas de producir y
de consumir, de apropiarse de las cosas, de relacionarse los humanos.
209
En este mismo sentido, la economía política vinculó dos áreas hasta ese momento
separadas: la producción de la riqueza y las políticas más convenientes a un estado,
mediadas por una reflexión ética. Pero esta vez el acercamiento no se dio desde un “deber
ser” ubicado en algún “no lugar”. Por el contrario, se trataba de explicar el funcionamiento
efectivo de la producción, la distribución y el consumo de los productos, y para ello
desarrollar un estilo peculiar de ficción, la categorización, que permitía una manera
novedosa de conocimiento, ni filosófica, ni meramente ficticialiteraria. Este logro de la
economía política inglesa se realzó con el prestigio creciente de la ciencia frente a formas
discursivas meramente especulativas, sospechosas de teología. Mucho de esta oposición
entre filosofía especulativa y ciencia hay en el pensamiento de Marx y Engels. Alineando
elementos del punto de vista marxista, en una serie de oposiciones semánticas, en la misma
columna habría que colocar la especulación filosófica y la utopía fantasiosa, frente y en
contra de la ciencia.
Pero la economía política inglesa, para Marx y Engels, termina colocándose del lado
de la falsa conciencia ideológica, junto a la especulación filosófica y las utopías, por cuanto
oculta el mecanismo específico e histórico de explotación propio del capitalismo, la
plusvalía, presentando insidiosamente a las relaciones de producción capitalistas como
“naturales” y “eternas”, es decir, ahistóricas y por tanto, sin ninguna posibilidad de ser
transformadas. Esa crítica a la economía política, como falsa conciencia y ciencia
encubridora, la acometen Marx y Engels utilizando un método extraído de la especulación
hegeliana: la dialéctica. No es lugar aquí para detenernos en extenso acerca de la
especificidad de la dialéctica marxista en relación a la hegeliana, sólo daremos unos rasgos
distintivos.
En primer lugar, la dialéctica de la historia (en el sentido del devenir histórico)
aparece en Marx, no como la derivación de los conceptos unos en otros o el despliegue del
210
Espíritu de la Humanidad, sino como la sucesión conflictiva de estructuras de producción,
de formas de organizar la sociedad para producir las condiciones materiales de vida
humana. En segundo lugar, la dialéctica da cuenta de las tendencias conflictivas internas de
la totalidad de la estructura del capitalismo. Nada más diferente de la dialéctica que el
individualismo metodológico, que pretende explicar los hechos sociales a partir de
decisiones de los individuos. Por ello fue que Lukacs, en su momento, anotó como
elemento esencial del método dialéctico el punto de vista de la totalidad. En tercer lugar, la
dialéctica se fija en los conflictos y luchas entre clases sociales, que son “el motor de la
historia”. Como se ve, es una dialéctica que se propone como método (camino) para
comprender los sucesos históricos (y para identificarlos y delimitarlos) concretos, a partir
de su devenir y transformación conflictiva.
La historia de la Humanidad es la historia de la lucha de clases, entre explotadores y
explotados. Pero la sociedad moderna ha llegado a tal grado de desarrollo de las fuerzas
productivas, a tal nivel de dominio sobre la naturaleza, a tal capacidad de enriquecimiento,
que hemos llegado a un punto en que puede plantearse una sociedad donde todas las
necesidades humanas pueden ser satisfechas. Lo que obstaculiza tal cosa, es el carácter
privado de la apropiación del producto y mercantil de su distribución y adquisición,
determinado a su vez por las relaciones sociales, por las cuales es la burguesía explotadora
la propietaria de los medios de producción. La clase obrera, representando el trabajo
asalariado, no tiene más que su capacidad de trabajo para intercambiar en el mercado
capitalista. Así, el Capital es el mediador del trabajador para conseguir los insumos
necesarios para su manutención y subsistencia; pero el trabajador, su tiempo de trabajo
comprado, es una mercancía peculiar que compra el capitalista porque produce valor y un
valor de más, que se apodera el burgués en virtud de su propiedad sobre los medios de
producción. El triunfo del proletariado como clase no sólo eliminaría la forma específica de
211
explotación del capitalismo, sino toda forma de explotación del hombre por el hombre,
posibilitando al fin la sociedad comunista. Para llegar a ésta, es necesario un período
transicional que Marx y Engels denominaron dictadura del proletariado, de la cual ya
hemos comentado su significado.
Central en el legado marxista es la concepción materialista de la historia. El propio
Marx la resumió en dos premisas: por una parte, el planteamiento de la posibilidad de una
nueva sociedad indica por sí solo que ya existen en germen los elementos para su
realización; por otra parte, ningún sistema social desaparece sino hasta agotar todas sus
potencialidades. Efectivamente, son principios contradictorios, porque, por un lado, llama
la atención acerca de la posibilidad del cambio y, por el otro, acerca de los límites de ese
mismo cambio, las potencialidades del sistema actual. Pero a lo que se refieren Marx y
Engels, con su estilo dialéctico, es que en el capitalismo ya hay elementos que alcanzarán
su pleno desarrollo únicamente en una forma superior de organización social, esto es, el
socialismo o el comunismo. Por ejemplo, el avance de las fuerzas productivas sólo podrá
alcanzar su máximo (la satisfacción plena de las necesidades humanas) en el socialismo,
puesto que ya no existirán las trabas de la apropiación privada, a través del mercado. Esto
implica que todo proyecto de transformación social debe contemplar, obligatoriamente, la
previsión de las condiciones económicas de su realización, pero también la identificación
actual de esas posibilidades. Esto, y no una oscura determinación o causalidad de lo
económico sobre lo político y lo cultural, es a lo que dirige su atención las premisas de la
concepción materialista de la historia.
La lucha de clases, la estructura económica como límite y posibilidad de la
transformación de la sociedad moderna o capitalista y la noción política de la “dictadura del
proletariado”, son entonces los conceptos claves de la tradición marxista. Lo demás deriva
de estas tres nociones básicas.
212
b) Los problemas de Lenin: la nueva fase imperialista, la excepción y la regla en
la revolución, la construcción del socialismo.
Habíamos dejado nuestra narración del siglo XIX hasta la formación de la
“ortodoxia” marxista en el seno de la Segunda Internacional, al iniciarse el siglo XX.
La discusión acerca de lo “esencial” del marxismo ha durado décadas. La polémica
acerca de la interpretación correcta de una doctrina ha motivado guerras durante siglos. A
principios del siglo XX, la única organización que podía reivindicar la interpretación
correcta del marxismo era la Segunda Internacional, y en ella, la dirigencia del primer
Partido marxista de Europa, el Socialdemócrata Alemán, que era además el más grande en
potencia electoral y parlamentaria, aparte de la autoridad derivada del mismísimo Federico
Engels, como albacea inmediato de Karl Marx. En el seno de esa dirigencia, la voz
indiscutible de lealtad a los textos y de máxima autoridad en su explicación era Karl
Kautsky.
Ese “marxismo ortodoxo” de Kautsky tenía como rasgo principal una interpretación
de la concepción materialista de la historia que lindaba con el positivismo. Esto quiere decir
que según esta “ortodoxia” el marxismo es fundamentalmente una ciencia, en el sentido de
un cuerpo de teoría que ha descubierto las regularidades de la historia humana en forma de
leyes universales. Una de las leyes principales es que la estructura económica determina el
resto de la realidad social, es decir, la “superestructura” jurídica, política, ideológica. La
lucha por el socialismo tenía que ver con un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas
productivas, que se identificaban, además de con los avances tecnológicos, el nivel de
productividad, industrialización, con logros civilizacionales tales como la ilustración de la
población, el uso de prácticas cívicas, etc. El marxismo había descubierto las “leyes
científicas” de la evolución histórica y el rol de los dirigentes políticos era conocerlas y
213
atenerse a ellas para definir el alcance de sus programas y estrategias. La economía era el
modelo de toda la ciencia social porque permitía explicar prácticamente todo.
Esta codificación del marxismo fue criticada por teóricos como Karl Korsch, para
quien el congelamiento de la filosofía marxista, así como el descuido en la reflexión acerca
del estado, constituía la demostración de un estancamiento que a su vez evidenciaba que el
marxismo se había convertido en una suerte de ideología justificatoria de una burocracia
política que legitimaba su liderazgo sobre una clase obrera que ya había perdido su carácter
revolucionario.
Al lado, o más bien por debajo, de las estrellas intelectuales de la ortodoxia marxista,
en cada país existían los intelectuales correspondientes, que introducían e interpretaban la
doctrina de acuerdo a cada realidad nacional. Así ocurrió en Rusia, a la sazón el país más
atrasado de Europa, tanto desde el punto de vista de la productividad económica, desarrollo
tecnológico, como de la ilustración de su población, en sus usos culturales y políticos. Entre
esos primeros marxistas rusos descolló Plekhanov, quien a la postre, resultó uno de los
principales maestros teóricos de Vladimir Lenin.
Plekhanov es una referencia inevitable para comprender a Lenin, porque fue el
primero que libró una batalla teórica contra el populismo ruso, que era el competidor del
marxismo por la atención de las fuerzas revolucionarias antizaristas rusas. Para los
populistas rusos, el socialismo en su país podía venir directamente de la amplificación de
los modos sociales y productivos de las comunas campesinas rusas. Plekhanov, por el
contrario, argumentaba que tales comunas estaban en pleno proceso de disolución por el
avance del capitalismo en Rusia, el cual, además, significaba un avance de las fuerzas
productivas que eran condición ineludible para cualquier posibilidad de transformación
socialista en Rusia. Siguiendo esta lógica, el marxismo debía en Rusia estimular el avance
civilizacional capitalista antes de poder plantearse un programa socialista. Lenin, aunque
214
acompañó en parte esta argumentación, realizó un análisis de la economía rusa donde
mostró que ya el capitalismo constituía la zona más dinámica de su país, y ya había
formado un proletariado que podía soportar la responsabilidad de la lucha.
Llama la atención en este contexto la identidad entre la figura del intelectual y el
político, dentro de la tradición marxista. La socialdemocracia alemana había desarrollado
una teoría acerca del partido, que venía siendo una generalización de lo que había ocurrido
en la relación entre Marx y Engels y el conjunto del movimiento obrero europeo del siglo
XIX. Según esa concepción, los intelectuales, que eran de extracción burguesa debido a la
circunstancia de que esa clase dominante era la que había podido estar en contacto con la
cultura letrada de la época, habían introducido al movimiento obrero la conciencia
revolucionaria desde afuera. Esto insinúa dos cosas: una, que las masas por sí solas eran
incapaces, no sólo de desarrollar cualquier reflexión teórica acerca de sus luchas, sino de
desplegar un nivel de conciencia política que fuera más allá de sus luchas reivindicativas
inmediatas; dos, la otra inferencia natural de esa premisa es acerca de la necesidad de estos
intelectuales burgueses para el movimiento revolucionario.
Esta concepción del partido, como fruto de la introducción de la conciencia de unos
intelectuales en unas masas obreras, pasó íntegra al joven Lenin en circunstancias de
construcción de un partido socialista en Rusia a partir de la integración de una infinidad de
círculos y grupos clandestinos esparcidos por todo el territorio del imperio zarista. Esa
dispersión llevaba al joven político a hacerse un ferviente impulsor de una labor de
dirección integradora a partir de un centro. Tal centro debía ser político, es decir, dictar
líneas de lucha política antizarista, con lo cual la agitación reivindicativa económica de los
obreros sería subordinada al contenido político del mensaje del partido. Pero además, tal
centro debía estar integrado por intelectuales. Otros elementos del planteamiento leninista
del partido (por lo menos, los que aparecen en el ¿Qué Hacer? de 1902) se derivan de esas
215
premisas y de las circunstancias específicas rusas. Frente a la dispersión, la centralización.
Frente a la “espontaneidad” de las luchas meramente reivindicativas, dirección política
clara de un centro intelectual. Frente a un compromiso circunstancial, coyuntural, flexible,
en condiciones de clandestinidad, un control de los militantes por parte de unos organismos
que demandan una férrea disciplina.
Pero Lenin no sólo aplicó esa concepción ortodoxa del partido a su realidad rusa. A
través de su maestro Plekhanov, Lenin continuó una concepción del materialismo filosófico
que, al decir de Karl Korsch, correspondía al siglo XVIII, y no a un período post hegeliano.
Korsch acota que Hegel había ya superado la discusión abstracta entre idealismo y
materialismo situando lo Absoluto en el Devenir. Con Marx, tal devenir no sería más
absoluto, sino concreto, o sea, relativo, histórico. Lenin en sus escritos filosóficos
enfrentaba abstractamente el idealismo contra el materialismo, como si el debate ontológico
acerca de la esencia o sustancia metafísica de lo real siguiera vigente después de Marx,
quien desplazó toda la discusión filosófica a su realización práctica. Es decir, para Marx
(después de las Tesis sobre Feuerbach) ya no se trataba de decidir acerca de la esencia
absoluta del Ser, sino de analizar las circunstancias históricas en su devenir concreto, no
absoluto, sino relativo. Esto era la liquidación y realización de la filosofía de la que habló
Marx.
Lo “original” o, mejor, lo específico de Lenin, como pensador y como político, fue
haberse planteado algunos problemas de una manera novedosa para la ortodoxia marxista
de su época, aun cuando se mantuvo retóricamente dentro de ella. Esto se nota en su
aplicación y enriquecimiento de la teoría del imperialismo y sus primeras respuestas al gran
problema de la construcción del socialismo en un país atrasado y en el mundo. Veamos.
Ya para la época de Lenin, por lo menos dos teóricos, Hilferding y Hobson, habían
desarrollado sendas teorías acerca del imperialismo como una fase diferenciada en el
216
desarrollo del capitalismo. De hecho, Lenin, como enano en el hombro de unos gigantes,
aprovechó buena parte de esos aportes. Lo nuevo y específico del líder revolucionario ruso
fue el señalamiento de que, aparte de la fase del predominio del capital financiero sobre el
industrial, de la exportación de capitales además de las mercancías, de la pugna por los
mercados entre los grandes capitales, la base económica de las guerras, el imperialismo era
la última fase del capitalismo, la internacionalización del capitalismo que permitía que la
actualidad de la revolución proletaria se planteara en cualquier parte del mundo,
especialmente allí donde se ubicara el eslabón más débil.
Esta última noción lleva a otra también original de Lenin: la de la superposición de
contradicciones y de condiciones que permiten la revolución rusa. Es lo que, muchos años
después, Louis Althusser denominó la sobredeterminación de las contradicciones. Dicho
en otros términos, no había que esperar que las fuerzas productivas maduraran las
condiciones a nivel nacional de Rusia para plantearse la revolución, Ya a nivel mundial,
con la internacionalización del capitalismo que implica el imperialismo, esas condiciones
ya estaban dadas. En todo caso, el lugar y el momento de la revolución no se podía
determinar de otra manera que aprovechando la oportunidad de un conjunto heterogéneo y
hasta abigarrado de circunstancias, como las que se acumularon en la revolución rusa: la
guerra y el gran desastre nacional que había significado la derrota virtual del zarismo, el
amotinamiento de los soldados, los campesinos y los obreros, el surgimiento de un nuevo
tipo de órgano de poder popular (los Consejos o Soviets), el agotamiento de las alternativas
políticas burguesas, la gran extensión de terreno de Rusia y el imperio zarista, etc.
Lenin supo ver las peculiaridades revolucionarias de Rusia desde Abril de 1917,
apenas a dos meses de que la revolución de febrero echara al traste al zarismo y estableciera
un gobierno provisional en manos de socialistas moderados, mencheviques. En primer
lugar, Lenin plantea, para escándalo de no pocos dirigentes bolcheviques, que se le debe
217
quitar cualquier apoyo o colaboración al gobierno provisional demócrata burgués, por su
incapacidad para resolver los grandes problemas del país, resumidos en el logro de la paz,
como solución a una guerra ya desastrosa para Rusia, y la toma del poder por parte de los
obreros y campesinos organizados en los Soviets en contraposición a la formación de un
estado parlamentario o democrático representativo. Lenin insiste en la caracterización de la
guerra como imperialista y en que el gobierno provisional reformista no cumplirá ninguna
de sus promesas y que, al contrario, terminará aliándose a la reacción, para aplastar el
creciente movimiento de las masas obreras, campesinas y de soldados en deserción de la
guerra. Así mismo, plantea la supresión del ejército y de la policía, que serían sustituidos
por el pueblo en armas; la confiscación y nacionalización de todos los latifundios de la
aristocracia, el control obrero sobre las fábricas, la fusión de todos los bancos en una sola
institución financiera bajo el control de los soviets. También el dirigente ruso instó a la
conformación de una nueva Internacional que rompiera con la Socialdemocracia,
haciéndose eco de las palabras de Rosa Luxemburgo, quien llamó a la SD como “cadáver
maloliente”.
Esta nueva conceptualización del eslabón más débil del imperialismo, además de
servirle a Lenin para justificar el carácter socialista de una revolución en el país más
atrasado de Europa, donde a la luz del marxismo ortodoxo no debía iniciarse el socialismo
precisamente por su atraso, fue útil después para desarrollar, a la hora de la fundación de la
Tercera Internacional en 1919, una teoría que justificase la posibilidad de convertir en
revolución socialista, las luchas de liberación nacional de las colonias de los declinantes
imperios europeos.
Aun así, la dirigencia bolchevique esperaba que la revolución proletaria tuviera éxito
en algunos países europeos. Las rebeliones proletarias en Alemania y Hungría entre 1917 y
1919 parecían alimentar esas esperanzas, las cuales, por lo demás, solventarían esa
218
inconsistencia de la teoría marxista ortodoxa con el hecho de la revolución rusa. Pronto el
proletariado alemán y húngaro iría en auxilio de sus camaradas rusos, para facilitar el
avance de las fuerzas productivas. Porque para Lenin esto seguía siendo esencial para el
socialismo: el avance civilizador de la técnica y la ciencia, del dominio explotador del
hombre sobre la naturaleza. Por eso en algún momento mencionó que el socialismo era la
conjunción de la electrificación y los Soviets.
El nuevo problema con que se enfrentó Lenin, construir el socialismo en un país
económica, cultural y socialmente atrasado, demandó de él un significativo esfuerzo teórico
y político. Ello se expresó en dos momentos: el comunismo de guerra para enfrentar la
guerra civil y el inicio de la Nueva Política Económica, un repliegue táctico frente a la
burguesía para reanimar la exangüe economía rusa. Desgraciadamente su vida no alcanzó
para el despeje de estas incógnitas.
Otro aspecto de la obra de Lenin, y quizás uno de los más discutibles, fue el deslinde
claro, drástico, tajante, con la socialdemocracia. Las razones fueron importantes: en primer
lugar, la traición que significó el alineamiento de la socialdemocracia con la guerra mundial
imperialista después que se había comprometido a enfrentarla; en segundo lugar, la
conducta claramente asesina de la socialdemocracia ante los revolucionarios alemanes en
las jornadas de diciembre de 1917, defendiendo a sangre y fuego el orden burgués, matando
a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht; tercero, los ataques inmisericordes de Kautsky
contra Lenin y los bolcheviques al verificarse el triunfo de la revolución.
Pero, por otro lado, el costo específicamente teórico y político, también es importante.
Lenin llegó a desarrollar una tesis según la cual las libertades democráticas formales eran
simple democracia burguesa, por lo que derivó a un virtual desprecio hacia tales derechos.
Esto sirvió de justificación posterior a no pocas atrocidades de los comunistas. Atrocidades
y crueldades inverosímiles (de Stalin, en primer lugar, pero también de todas las
219
experiencias) que aún hoy la izquierda internacional tiene que pagar en el plano ideológico
y propagandístico frente a una derecha que tramposamente reivindica para sí la defensa de
los derechos humanos y democráticos.
c) La degeneración del socialismo y la restauración del capitalismo: Stalin,
Trotski, Mao.
Desde el primer infarto cerebral de Lenin en mayo de 1922, se desató la lucha por la
sucesión en el poder soviético. El jefe revolucionario, aun postrado en la cama, seguía con
atención la evolución de esa lucha, e incluso coincidió con Trotsky, entonces el jefe
bolchevique con mayor prestigio después del propio Lenin, frente a ciertas políticas del
Secretario General del PCUS, José Stalin, a propósito del trato arbitrario y violento al
problema de las nacionalidades. Se conoce el llamado “testamento de Lenin” en el cual se
recomendaba la destitución del “rudo” Stalin. Pero cuando el gran dirigente muere, en
enero de 1924, Stalin toma las medidas necesarias para concentrar todo el poder en sus
manos. Aprovecha una enfermedad de Trotsky para alejarlo de las ceremonias mortuorias y
aparecer el propio Stalin como el gran sacerdote del líder muerto. Enuncia por primera vez
el nacimiento de una “nueva fase del marxismo”: el “marxismo leninismo”, y se convierte
en su codificador. Desarrolla un intenso trabajo de intrigas e infamias por las cuales,
primero, logra aliarse a Kamenev y Zinoviev contra Trotsky en el Buró Político del Partido.
Desarrolla entonces la teoría del “Socialismo en un solo país”, por el cual se enfrenta a la
tesis trotskista de la “Revolución Permanente”, defendiendo que ninguna tarea era más
importante para el movimiento comunista mundial que la defensa y consolidación de la
Unión Soviética. Stalin planteaba que era posible construir el socialismo en Rusia, aun
estando rodeada por el imperialismo, y que esa tarea debía ser la principal y no el impulso
220
de la lucha revolucionaria en el mundo. Para Trotsky esta tesis estaba en abierta
contradicción con el internacionalismo tradicional del marxismo.
Una vez aislado Trotsky, Stalin se alía a Bujarin (defensor de la profundización de la
Nueva Política Económica de apoyo al crecimiento de la burguesía rural), para desplazar
del poder a Kamenev y Zinoviev, quienes, agobiados por el desprestigio ocasionado por la
revelación de sus posiciones contrarias a Lenin en los momentos cruciales de la Revolución
de Octubre, terminan derrotados. Insisten en una débil alianza con Trotsky para enfrentar a
Stalin, pero ya éste se ha hecho de todo el poder del Partido y de la temible policía política
del régimen soviético. En 1929, Trotsky fue expulsado del PCUS y Kamenev perdió su
puesto en el Comité Central. Stalin se basa en una medida que inicialmente fue temporal, la
prohibición de todas las tendencias de opinión en el PCUS, para llevar a cabo sucesivas y
sangrientas purgas en el seno del partido gobernante.
En un brillante pasaje de su autobiografía, Trotsky explica cómo se desarrolló el
poder de la burocracia soviética hasta terminar ahogando los logros del primer estado
obrero del mundo. Dice el líder marxista, expresidente del Soviet de Petrogrado en las dos
revoluciones rusas (1905 y 1917) y ex comandante en jefe del triunfante Ejército Rojo en la
Guerra Civil (19181922), que el poder no se pierde como se pierde un reloj o un objeto.
Así, el poder creciente de la capa burocrática sobre el estado soviético, se va constituyendo
por un proceso cotidiano, imperceptible, por el cual se van tejiendo ciertas relaciones
perversas.
Estaban en primer lugar las graves condiciones establecidas por la guerra civil, el
colapso económico de la joven república soviética y el atraso social y cultural del país. La
pobreza económica determinaba el racionamiento. Este, a su vez, exigía un control sobre
los suministros que demandaba un funcionariado que, a su vez, precisaba nuevos controles
burocráticos, y así indefinidamente. Los funcionarios se multiplicaban en una lógica que se
221
autoalimentaba. Stalin, en su calidad de Secretario General del Partido, cargo que
originalmente tenía escasa significación política, por cuanto se reducía a llevar las actas y
algunas tareas administrativas, fue resolviendo una infinidad de casos y procedimientos
burocráticos, designando funcionarios, haciendo favores a grupos determinados,
imponiendo el orden con medidas disciplinarias y administrativas. Esto le fue dando un
poder inmenso frente al funcionariado del Partido y del Estado. Esta descripción de
Trotsky, muy acotada al caso soviético, no se puede generalizar así como así a todas las
experiencias socialistas del siglo XX donde, por lo demás, los trotskistas encuentran
nuevamente el fenómeno de la “degeneración burocrática”. De esta manera, habría habido
degeneración burocrática sucesivamente, en China, Vietnam, Cuba, los países de Europa
Oriental, en Yugoslavia, etc. No todos esos países iniciaron la construcción del socialismo
desde la pobreza material y cultural propia de la experiencia rusa o china. Algunos países
europeos accedieron al “socialismo real” con una industrialización importante
(Checoslovaquia, por ejemplo). La explicación de la “degeneración burocrática” corre así el
riesgo de convertirse en un lema vacío, si no se le detalla y especifica a cada situación.
Hay otros dos aspectos que Trotsky no menciona. Uno es las relaciones con la
delincuencia y elementos sospechosos que Stalin había cultivado desde mucho antes del
triunfo de la revolución. De hecho, el propio Lenin le encomendaba entonces “trabajos
sucios” de búsqueda de finanzas o eliminación de elementos incómodos. El otro factor es
de mayor trascendencia. Se trata de la lógica diabólica del crecimiento de la policía política,
asociada a terribles prácticas despóticas (creación de campos de concentración o “gulags”,
detenciones arbitrarias, torturas, aniquilación física de todos los partidos de oposición y
luego de los elementos críticos en el seno del propio Partido), desde los años de la Guerra
Civil, pero después continuada contra grupos políticos, sociales y étnicos. Cabe destacar en
este sentido que Trotsky fue partidario de esta política despótica, de represión (por ejemplo,
222
contra el levantamiento obreromarinero de Krondstad) de cualquier desviación de la línea
bolchevique. Incluso en una ocasión sostuvo que los sindicatos debían ser simples “cadenas
de transmisión” de la línea del partido proletario hacia las masas, posición contraria a la de
Lenin, quien sostenía que, aun en situación de dictadura del proletariado, los obreros
debían, no sólo sindicalizarse, sino pelear por sus intereses económicos contra su propio
estado.
Así, cuando la NEP se agotó y provocó la crisis de los precios de los alimentos, cuya
alza constituyó la manera de la burguesía rural de protestar contra el poder soviético que se
enriqueció gracias a la política de Bujarin, Stalin viró a la izquierda, y aplicó lo que Trotsky
había recomendado hacía tiempo: la colectivización del campo. Con el detalle de que lo
que se produjo fue prácticamente una guerra civil contra el campesinado medio (los
llamados “kulaks”) por lo cual toda una clase social fue reducida mediante el exilio a
Siberia, la reclusión en campos de trabajo forzado o simplemente fue aniquilado. La
colectivización forzada de la agricultura no sólo provocó una pronunciada hambruna en
Ucrania (se habla de decenas de millones de muertos), sino un daño en la agricultura
soviética que todavía décadas después seguirá sintiéndose en sus efectos.
En 1934, a raíz del asesinato de Sergei Kirov, un popular dirigente bolchevique,
Stalin desata una sangrienta purga con cientos de ejecuciones, detenciones y persecuciones
contra el “trotskismo” al cual se acusaba del homicidio. En esa purga, son ejecutados
Kamenev y Zinoviev, después de confesar supuestos crímenes de sabotaje y espionaje
gracias a terribles torturas físicas y psicológicas, así como varios cientos de líderes
bolcheviques. Ya para 1936, Stalin y sus purgas habían eliminado a todos los miembros del
comité central del Partido Bolchevique que había tomado el poder en 1917.
Se quedaría demasiado corta esta relación de hechos, si no se repara en los logros que
tuvo la URSS desde la colectivización forzada y el consecuente énfasis en la
223
industrialización de los planes quinquenales estalinistas. Efectivamente, la URSS logró
importantes avances en su industria pesada, en la generación de energía eléctrica, en la
producción de armas, en el avance tecnológico. Su agricultura no pudo recuperarse, pero
aún así, consiguió elevar el nivel de vida general de su población hasta convertirse en la
segunda potencia mundial después de la Segunda Guerra Mundial.
Para Trotsky (asesinado por un agente de Stalin en 1940) esos logros evidenciaban las
grandes potencialidades del socialismo, pero el estado obrero soviético, que tenía como
ventaja la planificación centralizada, había sido usurpado por una capa burocrática
privilegiada que había capturado del poder desplazando al proletariado. Stalin había
aplicado el sustitutismo, por el cual la clase obrera fue sustituida por el Partido, éste por el
Comité Central, ésta a su vez por el Buró Político, y así hasta quedar concentrado todo el
poder en el autócrata. Stalin además había traicionado las banderas internacionalistas del
proletariado revolucionario, como lo evidenciaba la gradual desaparición de la Tercera
Internacional, el creciente espaciamiento de sus reuniones, así como la subordinación de
toda la política mundial del comunismo a la defensa de los intereses de gran potencia de la
Unión Soviética, en virtud de la tesis del Socialismo en un solo país. Para Trotsky el
socialismo no podía construirse sino como parte de un proceso mundial, en el cual el
proletariado debía asumir las tareas de la revolución democrática, puesto que ya la
burguesía en los países coloniales era o muy débil o ya estaban vendidas o comprometidas
con el capital imperialista. La tesis del Socialismo en un solo país, para Trotsky
evidenciaba la traición de la burocracia soviética a la revolución mundial. En consecuencia,
casi al mismo tiempo que Hitler decide emprender su ofensiva contra la URSS en el marco
de la segunda Guerra Mundial, Trotsky decide llamar a la formación de la cuarta
Internacional, la cual agrupó a algunos grupos de seguidores en todo el mundo.
224
Stalin en 1939 había firmado un pacto de no agresión con el III Reich de Hitler,
dentro de su política de evitar la entrada de la URSS a la confrontación mundial, ya iniciada
por Alemania, y además lograr ventajas territoriales en esos acuerdos, reconstruyendo en
parte el territorio del imperio zarista. De hecho, en el pacto StalinRibentropp, se dividía a
Europa en zonas de influencia. Se escindía a Polonia en dos y se le daba carta blanca a los
soviéticos para intervenir en Finlandia y los países bálticos, mientras el Reich alemán se
expandía hacia el occidente. Pero en diciembre de 1940, con la sorpresa de Stalin quien no
creyó en los informes de sus propios espías, el alto mando alemán decidió la invasión a la
Unión Soviética, que se concretó finalmente en junio 1941.
No fue sino hasta 1942 que Stalin logró organizar, junto a sus generales, una
resistencia eficaz que detuvo a los nazis en Stalingrado, la puerta a la rica zona petrolera de
Crimen. Al año siguiente, en Kursk, los soviéticos consiguen derrotar a los nazis, gracias al
cruento invierno ruso. Finalmente, en 1945, las tropas soviéticas logran entrar en Berlín.
La nueva alineación estratégica provocada por la ofensiva nazi de 1941, hace que la
URSS se siente a la mesa con sus nuevos aliados, Inglaterra y Estados Unidos, con los
cuales se reparte Europa. La URSS se reserva entonces casi la mitad de Alemania y las
naciones liberadas por el Ejército Rojo en Europa Oriental. Estos acuerdos entre aliados
determinaron no pocas pérdidas para los comunistas. Por ejemplo, en Grecia e Italia, donde
los comunistas conquistaron la liberación con su propio esfuerzo, Stalin impuso los
compromisos con los aliados, obligando a los comunistas griegos a entregar el poder. Ello
no ocurrió en Yugoslavia, donde Josip Broz Tito se sacudió la imposición stalinista, e
impulsó su propio modelo de socialismo autónomo.
Mientras tanto, en China, las tropas campesinas organizadas por Mao Ze Dong,
después de expulsar al invasor imperio japonés (miembro del eje BerlínRoma, o sea, la
Alemania hitleriana y la Italia de Mussolini) en alianza con el otrora Partido Republicano
225
burgués (el Kuomintang), derrota la arremetida de la derecha y finalmente conquista la
victoria de la revolución china en 1949.
Esta victoria revolucionaria también constituye una sorpresa para el stalinismo
soviético. Durante décadas, la Internacional Comunista (y también Trotsky, aunque con
matices) había recomendado a los comunistas chinos apoyar a los republicanos burgueses,
considerando que lo planteado era avanzar en las tareas de liberación nacional y la
revolución democrática burguesa frente a los imperialismos que tradicionalmente habían
expoliado el subcontinente, dado el poco desarrollo de las fuerzas productivas en el gran
país asiático, la prominencia de unas relaciones sociales caracterizadas como feudales y la
inmensa proporción de población campesina, que hacía lucir cualquier orientación
exclusivamente proletaria como fuera de contexto.
Los chinos aceptaron la ayuda y la asesoría soviéticas, considerando la experiencia de
ya varias décadas en el poder. Cuando muere Stalin, en 1953, y posteriormente, en 1956,
cuando el sucesor del poder soviético, Niñita Kruschev, denuncia parte de los grandes
crímenes y errores de Stalin, la dirigencia china aún seguía las directrices rusas. Pero poco
después emergen con violencia a la superficie las grandes divergencias políticas e
ideológicas. El viraje de Kruschev fue percibido con mucha desconfianza por la dirigencia
china, que observaron los levantamientos en Alemania, Polonia y Hungría, como efecto
directo del relajamiento de la ortodoxia marxistaleninista. En consecuencia, Mao y su
equipo decidieron ensayar su propio camino al socialismo.
La primera línea en ese camino fue el llamado “Gran Salto Adelante” que buscaba un
significativo avance en las fuerzas productivas aprovechando la inmensa población china.
Se formaron las llamadas “comunas” en las cuales se dirigió el esfuerzo de millones de
chinos a la producción de acero en hornos en los patios de las casas de los campesinos. Se
pensaba que la colectivización forzada y el trabajo en masa superarían en poco tiempo el
226
problema del atraso técnico. Todo ello se combinó con una propaganda que comenzó a
exacerbar el culto a la personalidad de Mao. Pero las medidas, voluntaristas y sin respaldo
técnico en su mayoría, llevaron a un primer fracaso gigantesco que determinó la muerte de
varios millones de personas.
Luego de este estruendoso fracaso se produjo un movimiento en contra del gran líder
en el seno del Partido Comunista, pero Mao contraatacó a lo que caracterizó como una
tendencia oportunista y revisionista. Organizó entonces, 1966, la Gran Revolución Cultural
China, apoyándose en millones de jóvenes estudiantes organizados en las denominadas
“guardias rojas”, que atacaron inmisericordemente, no sólo a los burócratas del Partido y el
Estado, sino a la intelectualidad en las universidades y centros educativos en general. La
ofensiva no sólo fue propagandística e ideológica. Mucho menos se quedó en el plano de la
creación cultural o artística. Hubo también una cantidad monstruosa de muertos en estos
enfrentamientos.
Para Mao, este proceso era sólo el primero de una serie necesaria de conflictos que
reflejaban la lucha de clases en el seno del estado socialista, y que ocurrirían hasta que se
llegara al comunismo o sociedad sin clases ni estado. Precisamente por descuidar la lucha
de clases en el socialismo para concentrarse en la simple competencia económica con el
enemigo imperialista, era que la Unión Soviética había sucumbido a la usurpación, ya no de
una capa burocrática, como había sostenido Trotsky, sino de una nueva clase burguesa, que
ahora imponía una política abiertamente imperialista en la URSS.
El ascenso de la burguesía en la URSS, según Mao, había culminado con el acceso de
la camarilla de Kruschev, que había subordinado a todo el movimiento comunista a la línea
de la coexistencia pacífica con el imperialismo, lo cual constituía un burdo revisionismo y
traición a la revolución mundial proletaria, puesto que subordinaba todas las fuerzas
revolucionarias a los intereses del bloque de países socialistas de la órbita soviética. Para
227
Mao, por el contrario, la vanguardia de la revolución mundial era, no el proletariado de los
países industriales, mucho menos el “Bloque socialista” (que era solamente el imperio
soviético revisionista), sino la lucha armada de los pueblos del Tercer Mundo contra el
imperialismo y el “socialimperialismo” soviético. Frente a éste último, por supuesto, se
encontraba China, resguardando la ortodoxia del auténtico marxismo leninismo.
En China, Mao se propuso líneas opuestas de desarrollo del socialismo. Frente al
énfasis en la industria pesada y la producción de medios de producción altamente
tecnificados, proponía utilizar a los millones de chino en centros de producción
descentralizados haciendo énfasis en la agricultura para resolver el problema de la
alimentación. Frente a la especialización técnica de los cuadros y las diferencias crecientes
de ingresos entre estos y los trabajadores manuales, proponía una “línea de masas” por la
cual se “reeducarían” ideológicamente, mediante estímulos morales, los cuadros técnicos,
profesionales e intelectuales mediante el trabajo manual junto a los sectores más pobres del
campesinado o el proletariado. Frente a planes quinquenales diseñados por un centro que
se imponía desde arriba, planes bianuales, con mayor participación de las instancias de
base. Frente a una doctrina militar de expansión internacional, de incremento de influencia
geopolítica, una estrategia defensiva basada en la gran cantidad de la población china y la
inmensa extensión de su territorio. Frente al “humanismo” socialista, la “democracia de
todo el pueblo” (inscrito en la nueva constitución de la URSS) y la admisión de la
posibilidad de la transición pacífica del capitalismo al socialismo, dictadura del
proletariado, lucha de clases en el socialismo, derrota de la burguesía usurpadora y
revisionista en el Partido y en el Estado.
Los planteamientos alternativos del maoísmo chino tienen ciertos rasgos parecidos al
izquierdismo latinoamericano de la década de los sesenta, representada en la figura del Ché
Guevara. Tienen en común el rechazo a lo que podríamos llamar “economicismo”
228
soviético, la idea de competir en el plano estrictamente económico con el imperialismo,
subordinando a ello los aspectos políticos e ideológicos. En consecuencia, Guevara
criticaba el énfasis en el mantenimiento de las relaciones mercantiles entre las empresas del
estado, la confianza en los estímulos materiales sobre los morales para aumentar la
productividad, la “excesiva” autonomía de las unidades productivas respecto al plan
central, todo lo cual llevaría a la reproducción del “egoísmo capitalista”. Por otra parte,
Guevara daba a entender que los revolucionarios no debían “esperar” por las condiciones
objetivas para hacer la revolución. Por el contrario, su primer deber era organizarla a través
de “focos” guerrilleros que, desde el campo, mediante el ejemplo de su valor y audacia,
estimularían a las masas para derrocar a la burguesía. La lucha armada era el punto
divisorio entre la revolución y el reformismo burgués. La importancia del aspecto moral e
ideológico, en la formación del “Hombre Nuevo” socialista, también puede mencionarse
como un elemento de acercamiento entre el guevarismo y el maoísmo por lo menos en
términos declarativos; aunque no puede dejar de mencionarse que muchos grupos que
mantuvieron el principio de la lucha armada hacia finales de la década de los sesenta,
pasaron ideológicamente, de un guevarismo o foquismo genérico, al maoísmo.
En todo caso, el trotskismo y el maoísmo son los primeros intentos de sistematizar
una crítica de conjunto, desde la izquierda, a la experiencia soviética de construcción del
socialismo. Es interesante para nosotros, por cuanto constituyen las primeras fracturas al
supuesto monolitismo del marxismoleninismo, como eje principal de la izquierda mundial
hasta por lo menos la década de los sesenta. Pero sobre todo porque a partir de esas críticas,
quizás pudieran extrapolarse algunos elementos para una explicación del derrumbe de todo
el bloque de países del “socialismo real” de Europa Oriental entre los ochenta y los
noventa.
229
Esta consideración no debe obstar para señalar los graves errores del trotskismo y del
maoísmo, que los ha reducido prácticamente al puro recuerdo de curiosidades históricas de
anticuario. El primero, al convocar la formación de una nueva Internacional Comunista
justo cuando Hitler atacaba a la URSS, marcó su suerte de conjunto de pequeñas sectas
ultraizquierdistas en todo el mundo. Igualmente, en su furor antisoviético, los chinos
justificaron con un discurso ultra dogmático una línea política internacional que incluyó
una virtual alianza con los Estados Unidos, apoyo a movimientos anticomunistas en África,
y hasta a Pinochet en Chile. El trotskismo y el maoísmo, junto a otros grupos de políticas
similares como los anarquistas, sólo consiguieron una cierta reactivación durante la
rebelión juvenil parisina de 1968. Después, su eficacia histórica o política, los ha reducido
prácticamente a nada.
Pero tanto el maoísmo como el trotskismo aportan puntos de partida para la reflexión
para cualquier proyecto de construcción del socialismo, como primeros balances críticos de
las primeras experiencias de construcción de la nueva sociedad, así como lo fue la propia
reflexión de Marx y Engels a propósito de la primera experiencia de poder proletario que
fue la Comuna de París, como ya señalamos.
d) Las luchas de liberación nacional
El movimiento marxista se autodefinía como internacionalista como una cuestión
fundamental, puesto que las luchas obreras, si bien tenían formas nacionales, eran por
esencia internacionales, dado que el capital no tenía patria, se extendía por su propia lógica
a todo el mundo y no paraba en límites nacionales ya que su objetivo era siempre la mayor
ganancia. En consecuencia, el socialismo y el comunismo, su resultado subsiguiente, eran
tipos de sociedad mundiales. Pero las otras tendencias del socialismo en el siglo XIX, el
anarquismo incluido, sí comprendían demandas y reivindicaciones nacionales.
230
La revolución bolchevique incorporó esas banderas sintetizándolas en el objetivo de
la autodeterminación de los pueblos. Cuando los bolcheviques toman el poder, dejan a su
autodeterminación varias naciones que habían pertenecido al imperio ruso (Finlandia,
Georgia), pero, cuando en algunas de ellas se incubaron movimientos
contrarrevolucionarios, los bolcheviques tuvieron que retroceder. Poco después, cuando se
constituyó la Tercera Internacional, el movimiento comunista consideró la liberación
nacional de las colonias como un elemento programático en tanto enfrentaba al enemigo
principal, esto es, el imperialismo.
Ahora bien, según esa concepción, los movimientos liberadores, además de liberar
del imperialismo, liberaban para realizar ciertas tareas históricas relevantes que poseían
contenidos sociales burgueses: unificación del territorio nacional en un solo mercado,
conformación de un ejército nacional, redistribución (no eliminación) de la propiedad de la
tierra, industrialización, autodeterminación política, etc. Esta concepción concordaba con el
de “revolución democráticoburguesa” la cual, como bien señala Perry Anderson, no fue
desarrollada ni por Marx ni por Engels, pero sí en parte por Plejanov y Lenin en su debate
con los populistas rusos. Para los rusos, no era posible saltar al socialismo desde las formas
arcaicas comunales de propiedad de las comunidades campesinas rusas, ya que era preciso
desarrollar las relaciones sociales capitalistas que ya, de hecho, se expandían en la Rusia
zarista. Esa revolución democráticoburguesa estaba asociada con las tareas ya
mencionadas, que contribuyen todas al crecimiento de una clase capitalista de intereses
nacionales.
Esa apreciación se proyectó posteriormente hacia fuera en procesos como el chino, en
el cual, como ya explicamos, la Tercera Internacional a las órdenes de Stalin, proyectaba
una alianza con una “burguesía nacional” que encabezaría la revolución democrática
burguesa, etapa necesaria para poder siquiera pensar en construir el socialismo. Esa alianza
231
se hizo efectiva en períodos específicos, pero tuvo su mayor eficacia cuando los chinos
comunistas junto a los del partido burgués nacionalista Kuomintang expulsaron a los
japoneses de su territorio nacional. Esta lucha nacionalista permitió a los comunistas
fortalecerse de tal manera que no les costó demasiado pasar a la siguiente etapa y
conquistar la República Popular, la cual fue concebida por Mao como una “República
Democrática Popular” de alianzas entre el proletariado, el campesinado y la burguesía
nacional.
Con estas notas quiere hacerse ver que, dentro de la tradición “marxista leninista” las
luchas de liberación nacional estuvieron asociadas con la “revolución democrática
burguesa” y una amplia alianza de clases donde una supuesta “burguesía nacional”
desempeñaba un rol importantísimo. Esta formulación la hallamos en la revolución
anticolonial de Vietnam, Laos y Camboya, en las colonias africanas (Angola, por ejemplo;
pero también en los países árabes, donde era evidente para los soviéticos el rol dirigente de
las “burguesías nacionales”) y hasta en los movimientos latinoamericanos de los sesenta.
Esto correspondía con la tesis de la Internacional stalinista de la “Revolución por etapas”,
confrontada con la teoría trotskista de la “Revolución Permanente”.
Pero afinemos un poco más el examen histórico. A partir del ataque nazi a la URSS y
la consecuente entrada en la alianza antifascista junto a EEUU e Inglaterra, los Partidos
Comunistas convirtieron la tesis de la “Revolución por etapas” en “frente Unido
antifascista”, el cual, en la práctica, se manifestó en ciertas naciones, bien en apoyo abierto
a gobiernos pronorteamericanos (caso venezolano con Medina Angarita), bien en oposición
a gobiernos, si bien de base popular, de simpatías ambiguas hacia el eje BerlínRomaTokio
(caso argentino con Perón).
Cuando en 1946 comienza la Guerra Fría, el apoyo a Estados Unidos es objeto de un
nuevo viraje, pero subsistió la tesis de la “Revolución por etapas” hasta por lo menos la
232
década de los sesenta. Entonces, la línea general del movimiento comunista, formulada por
la nueva dirigencia que pretendía romper con el legado de Stalin, fue la “coexistencia
pacífica”, la posibilidad de una transición pacífica a gobiernos progresistas y, nuevamente,
la “Revolución por etapas”. En eso llegó Fidel.
La revolución cubana quebró muchos esquemas en su momento. Fue una sorpresa
para Kruschev, pero éste rápidamente se acomodó a un avance no buscado, en el cual no
había invertido prácticamente nada, frente a su competidor mundial. Se prestó enseguida a
ayudar económicamente la naciente revolución, además de sacar provecho estratégico
colocando los misiles que correspondían a los que Estados Unidos tenían en Turquía
apuntando a territorio soviético. Esto dio pie a la tan peligrosa “Crisis de octubre”, cuando
el mundo estuvo demasiado cerca de una conflagración mundial nuclear. Pero para la
mentalidad comunista, la revolución cubana también implicó una ruptura con la tesis de “la
espera de las condiciones objetivas”, o por lo menos así lo mostraron el propio Che
Guevara, Regis Debray y muchos de los líderes guerrilleros que proliferaron en América
Latina siguiendo el ejemplo de los barbudos de Sierra Maestra. No había que esperar las
condiciones objetivas para hacer la revolución, es decir, esperar a que hubiera un
proletariado grande, numeroso y combativo; sino que el foco de guerrilleros, con su
valentía, templanza y ejemplo, encendería el incendio revolucionario, cercando las ciudades
desde el campo, con un ejército surgido del embrión de la guerrilla. Esto fue la apoteosis
del voluntarismo revolucionario. La conversión de la revolución en un problema más moral
que científico o político. El deber de todo revolucionario era hacer la revolución, y
demasiada teorización, con pretensiones cientificistas, era sospechosa. Había que tomar el
fusil.
Lo curioso es que por un tiempo esos movimientos guerrilleros mantuvieron como
tesis el etapismo, centrando su programa en una liberación nacional (con todo y alianza con
233
una “burguesía nacional”) preparatoria a un socialismo, sólo como una segunda etapa
remota. Pero la experiencia cubana misma mostraba que el “etapismo” también había sido
reventado por la vida. La dirigencia cubana tuvo que declarar su revolución como socialista
a escasamente un año de la toma del poder, dado que habían escogido la vía de no conciliar
con el imperialismo norteamericano. Es decir, la revolución, por lo mismo que era de
liberación nacional, no podía mantenerse bajo la dirección política de sectores demócratas
burgueses, porque éstos tendían a la conciliación. Sólo los revolucionarios podían llevar el
proceso hasta el punto de ruptura con el imperialismo norteamericano, dado que asumían el
reto de la expropiación inmediata de los medios de producción como primer paso hacia la
socialización integral de la economía.
La decisión de avanzar hacia el socialismo se intentó mostrar como algo determinado,
empujado, por la misma agresividad del imperialismo. Sería unos años después cuando los
llamados teóricos de la dependencia latinoamericana, una derivación de izquierda de los
estudios desarrollistas de la Comisión Económica para la América Latina, aportarían otros
elementos para explicar la lógica del proceso revolucionario que se creería proyectar a todo
el territorio del continente.
Ya desde inicios de los sesenta el desarrollo en América Latina era un problema
político para la dirigencia y la intelectualidad orgánica norteamericana. Desde mediados de
los cincuenta, Raúl Prebisch, inspirado en parte en la experiencia histórica de los países que
habían logrado un nivel aceptable de industrialización en la región (Argentina, México,
Brasil), propuso toda una teoría, que se autodenominó estructuralista o cepalista, que
proponía, en resumidas cuentas, un camino hacia la industrialización mediante la
intervención abierta del estado mediante políticas proteccionistas del comercio, cambios
estructurales en la propiedad del campo, subsidios, créditos, etc. Era, si se quiere, una
versión latinoamericana del keynesianismo aún de mucha influencia en la academia
234
norteamericana. Algunas de esas ideas las asumió la dirección norteamericana en las
iniciativas llamadas “Alianza para el Progreso” lanzada por el presidente Kennedy,
prácticamente como una respuesta sociopolítica frente a la revolución cubana.
Se trataba de complementar la respuesta militar contrainsurgente, con unas políticas
que desarrollaran la economía y evitaran las condiciones para el éxito de nuevas
experiencias guerrilleras en el continente. Tanto así que hubo teóricos, como Rostov (que
no formaban parte de la CEPAL, por supuesto) que llegaron a plantear un “manifiesto
anticomunista” (subtítulo de su libro “Las etapas del crecimiento económico”) con
propuestas para que los países que salían del colonialismo y otros aún no desarrollados,
como los latinoamericanos, lograron el “take off”, el despegue, mediante un conjunto de
medidas, inspiradas, esta vez, en la experiencia históricas de Estados Unidos y Europa.
Proteccionismo, consolidación de un mercado nacional, equilibrio entre la industria
productora de medios de producción y bienes de consumo, redistribución de la propiedad
de la tierra, alfabetización, modernización del estado, estímulo a una nueva burguesía
nacional, etc. constituyeron todo un programa.
Frente a todo esto, los dependentistas respondieron que no era posible ni la liberación
nacional ni el desarrollo, sin socialismo. La razón fundamental era que las supuestas
“burguesías nacionales” ya hacía mucho tiempo que se habían convertido, o en aliadas, o en
subordinadas, al gran capital imperialista. En consecuencia, políticamente hablando, no
podía un movimiento revolucionario plantearse una alianza con unas clases interesadas en
mantener la dominación capitalista. Esta, por lo demás, en algunos análisis, provenía desde
los tiempos de la colonia española. La dominación española había sido un mecanismo de
acumulación originaria de capital en Europa desde el siglo XVI. El capitalismo desde
siempre había estado asociado con la dominación colonial. En consecuencia, la burguesía
no tenía nada que ver con un auténtico proceso liberador. Sólo el proletariado, al frente de
235
las demás clases explotadas, podía ser convocado a la revolución que era, a la vez, de
liberación nacional y socialista.
Las naciones latinoamericanas eran neocolonias, su estructura económica estaba
caracterizada por el capitalismo dependiente, lo cual significaba que toda industrialización
y supuesto crecimiento económico o modernización social, respondía a los intereses del
imperialismo al cual se hallaba subordinada la burguesía criolla, meros sirvientes del dueño
extranjero. La subordinación se daba por el aporte del capital, por la apertura de una
industria de meros montajes, por el dominio imperialista sobre las tecnologías. Pero
además, la dominación imperialista se completaba con mecanismos políticos y militares:
los cursos a los ejércitos de todo el continente, el servilismo de los políticos burgueses
“democráticos”, los regímenes militares terroristas de inspiración anticomunista.
La teoría de la dependencia de finales de los sesenta y toda la década de los setenta,
vino a complementar el “foquismo” que comenzó a decaer por la misma época, entre los
dos decenios. Sólo hubo una experiencia diferente que abrió las posibilidades de una nueva
formulación. La experiencia chilena fue la primera de acceso electoral de un gobierno de
izquierda con un programa inspirado en parte por el dependentismo, en parte por el
“etapismo”. En el apartado siguiente lo comentaremos más a profundidad. Pero vale
resaltar ahora, la importancia del dependentismo en un ambiente donde la discusión de la
izquierda se enriquecía y proliferaba en planteamientos, como si una febril renovación la
sacudiera: foquismo, maoísmo, dependentismo, tercermundismo, marcusianismo,
resurgimiento del trotskismo, rescate del pensamiento del joven Marx, estructuralismo
marxista. Los setenta fue la década de la “nueva izquierda” que, vista en perspectiva, aún
constituye una referencia por la riqueza de la discusión, por la proliferación de opciones,
por el brillo de las intervenciones.
236
Lástima que sólo fue la antesala de la década oscura de la hegemonía neoliberal: los
ochenta.
e) El abandono del marxismo leninismo: el eurocomunismo
Si bien el aporte de Lenin es fundamental para entender el socialismo del siglo XX (y
por tanto, el de nuestro siglo), y abordó problemas novedosos para la tradición marxista:
cómo hacer la revolución en la etapa imperialista del capitalismo, cómo lograr tomar el
poder en un país económica, social y políticamente atrasado como la Rusia de 1917, cómo
avanzar la construcción del socialismo en esas condiciones, etc. En resumen, aunque Lenin
constituye efectivamente un viraje en la tradición marxista, codificar el “leninismo”, fue
una tarea que se prestó a la más brutal de las manipulaciones por parte de Stalin. Le
debemos a él, entonces, el “marxismo leninismo”, aunque, por supuesto, la dinámica
histórica real lo convirtió en un rótulo que refería una gran diversidad de corrientes político
ideológicas: desde el “marxismo soviético” (como lo llama Marcuse), pasando por el
trotskismo (que se reconoce “leninista” también), llegando al maoísmo, terminando en
todos los partidos y movimientos o grupúsculos guerrilleros o revolucionarios que se
identificaron con el marxismo leninismo defendiendo las más variadas estrategias y
discursos políticos (por ejemplo, las FARC colombianas).
El marxismo leninismo pretendió ser, por un tiempo, todo el marxismo, gracias al
poderío soviético y su papel de iglesia con la “interpretación correcta” de los textos de una
tradición. Los elementos fundamentales de ese marxismo leninismo, ya vimos, que entraron
en crisis desde, por lo menos, la muerte de Stalin y la crisis chinosoviética. En los sesenta
se propondría una nueva interpretación a la luz de la revolución cubana. Pero en los setenta
vendría una nueva crisis del ya muerto stalinismo y su codificación marxista leninista,
alimentada en parte por el surgimiento de una “nueva izquierda” a finales de los sesenta
237
(más específicamente, a propósito del “mayo francés” de 1968). Nos referimos al
eurocomunismo.
El “Eurocomunismo” (de George Marchais del PCF, Enrico Berlinguer del PCI y
Santiago Carrillo del PCE, los líderes de los Partidos Comunistas, si no todos los más
grandes, sí los más importantes, de la Europa Occidental) atacó los principales “dogmas”
del marxismo leninismo: en primer lugar, se abandonó el papel conductor de la URSS del
movimiento comunista y de izquierda internacional. Segundo, se negó la tesis de la
dictadura del proletariado como aspecto político del socialismo como transición hacia la
nueva sociedad, y su sustitución por el impulso a una “profundización de la democracia”.
En consecuencia, se negó también la centralidad de la clase obrera en el “sujeto
revolucionario”, el cual ahora se hallaba configurado por un complejo conjunto de clases y
sectores sociales que incluían a los jóvenes, las mujeres, las “clases medias”, etc. Lo demás
venía en consecuencia: se despedía la noción del “partido leninista” junto con su
“centralismo democrático”, y se le daba la bienvenida a un concepto de “movimiento de
movimientos” que prepararía una “nueva mayoría”. El partido revolucionario se
organizaría, no a partir de un centro que ejercería la conducción de manera vertical, sino de
acuerdo a sistemas de interconexión entre los distintos organismos partidarios, en
relaciones horizontales que garantizarían la más amplia democracia hacia lo interno, para
poder anticipar la profundización democrática del proyecto. Se anunció la apertura de la
posibilidad de una vía pacífica y democrática al socialismo.
Esta profunda revisión de la tradición marxista, que fue caracterizada por muchos
como un acercamiento evidente a las posiciones de la otrora odiada socialdemocracia,
coincidió con búsquedas parecidas en América Latina; más específicamente, con las
maduradas por la Unidad Popular chilena y (¿por qué no?) el Movimiento al Socialismo
venezolano. Este último recibió las embestidas de las condenas soviéticas. El
238
eurocomunismo también, aunque igualmente el trotskismo los condenó como signos de la
decadencia del stalinismo (y por tanto, expresión de una capa burocrática separada de las
masas proletarias), y el maoísmo les lanzó algunos dardos sueltos, puesto que, si por un
lado eran la expresión de un revisionismo más desembozado que el soviético, constituían
también una crisis para la dirección moscovita que era para los chinos el enemigo.
En el caso chileno la búsqueda de una vía pacífica y democrática al socialismo tenía
dos fuentes diferentes al eurocomunismo: una, una trayectoria nacional de participación
democrática, que había ido construido la izquierda chilena a través de varias décadas de
luchas sindicales, populares en general, todas enmarcadas en una democracia que se creía
suficientemente fuerte como para soportar un cambio como el socialismo. Otra fuente es
cierta directiva de la dirigencia soviética post stalinista, inspirada a su vez por algunos
comentarios tardíos de Engels, en los cuales se reconocía la posibilidad de acceder por vía
electoral y parlamentaria a una transformación socialista. De modo que, aunque
coincidiendo de hecho con las revisiones eurocomunistas, la Unidad Popular chilena podía
reivindicar su propia originalidad en su camino. Por lo demás, nunca el Partido Comunista
Chileno (tampoco el Partido Socialista) manifestó su ruptura ideológica con el marxismo
leninismo; aunque desde su izquierda, el MIR los acusara de haber roto con esa ideología y
entregar el movimiento popular chileno en brazos de la reacción por su estrategia
democrática y pacífica.
La denuncia de la conducción soviética conducía lógicamente a un énfasis en las
especificidades nacionales de la lucha política. En el caso de Francia e Italia, se trataban de
los PC más grandes de Europa Occidental, como ya se ha dicho, y ese tamaño respondía a
un prestigio que provenía de sus éxitos en la resistencia frente al nazismo y como fuerza
liberadora incluso, en el caso de los italianos. Eran partidos arraigados en el movimiento
obrero y sindical de cada uno de sus países, en la intelectualidad también, aparte de contar
239
con un potencial electoral que anunciaba, a mediados de los setenta, la posibilidad real de
una victoria en votos.
Análogamente con los chilenos, la estrategia eurocomunista (especialmente en Italia)
perseguía evitar que se cerrara la brecha entre un ala “progresista” de la democracia
cristiana (representante política de los “sectores medios”, pequeña y mediana burguesía) y
la derecha recalcitrante, a la cual había que neutralizar y aislar sin necesariamente liquidar.
De allí que los planteamientos de diálogo entre cristianos y marxistas fueran muy oportunos
y pertinentes. Esto lo posibilitaba el surgimiento de la corriente de la teología de la
liberación, que tuvo desarrollos muy importantes en América Latina. En Italia, por la
presencia del Vaticano y una población campesina tradicionalmente muy incluida por la
Iglesia Católica, ese diálogo era un asunto de vida o muerte.
Otra fuente de mucha importancia en esta elaboración fue el pensamiento del líder y
teórico comunista italiano Antonio Gramsci. Para muchos estrategas de la época, y todavía
hoy, Gramsci era la posibilidad de conectar lo mejor de la tradición marxista con la
tradición republicana y democrática. Esto por varias razones. En primer lugar, porque
concebía la lucha por el poder, no a la manera de una “guerra de movimientos” en que se
“tomaba por asalto” la fortaleza del enemigo en un solo y formidable golpe espectacular
(como cierta visión de la revolución bolchevique podría mostrar), sino como una larga,
difícil y compleja “guerra de posiciones” en la cual se fueran defendiendo y avanzando de
trinchera en trinchera, colocadas en las entrañas de la “sociedad civil”, esto es, en las muy
diversas formas privadas de asociación de las distintas clases sociales y los aparatos
educativos e ideológicos claves, tales como escuelas, universidades, medios de
comunicación, gremios, etc. En segundo lugar, no se trataba de “tomar el poder” y ya. El
pensamiento gramsciano refinaba la concepción del poder al hablar de un “bloque
histórico” donde se establecían las necesarias correspondencias y equilibrios entre la
240
estructura económica y social y la superestructura política y cultural, mediante el ejercicio
de la hegemonía, la conducción moral e intelectual que lograba el liderazgo mediante el
consentimiento de las clases que conformarían el nuevo bloque histórico. Esto hacía
adquirir una nueva importancia a las labores propiamente intelectuales, de hecho, aunque la
noción de “intelectual orgánico” de Gramsci se refería a prácticamente cualquier
organizador o activista político de alguna clase, le daba al mismo tiempo la relevancia del
trabajo intelectual. La lucha revolucionaria era una lucha de ideas, cultural, para lograr un
“nuevo consenso”, o más bien, un consentimiento fundamental.
Esto era interpretado en términos políticos, como el logro de una “nueva mayoría”, el
enraizamiento de cada partido en la cultura de la nación y su expresión política diversa. La
revolución era un proceso prolongado, en el cual sólo uno de sus pasos era el logro del
gobierno, por la vía de una nueva mayoría electoral, por supuesto. El socialismo sería
entonces, la profundización de la democracia, del ejercicio del poder de parte de esa
mayoría nueva, con una nueva cultura. Aquí parecía no tener pertinencia la dictadura del
proletariado, ni ninguna otra dictadura, porque se trataba de convencer y no de vencer.
Había que recorrer la “larga marcha por las instituciones democráticas”. El socialismo era
llevar la democracia hasta sus últimas consecuencias. Se trataba de lograr el consentimiento
por la vía de una gran reforma cultural, moral e intelectual. Aquí, por supuesto debían
cumplir una función destacadísima los trabajadores intelectuales, es decir, los “sectores
medios” profesionales, científicos, académicos. Se trataba de hacerlos orgánicos con el
proletariado y conformar el nuevo bloque histórico.
Una de las críticas fundamentales que se le hizo a esta estrategia hacia el socialismo
por la vía democrática y pacífica, era que no daba respuesta al hecho de que las fuerzas
armadas, como parte del aparato del estado burgués, pudiera dar una respuesta al intento de
avanzar en la “larga marcha a través de las instituciones”. La crítica teórica, a escasos tres
241
años de la victoria de Salvador Allende, se convirtió en la terrible realidad del golpe
sangriento del 11 de septiembre de 1973. Algunos analistas, como por ejemplo Teodoro
Petkoff, se apoyó en ciertas apreciaciones de la dirección del PC chileno para llamar la
atención acerca de la necesidad de no avanzar demasiado rápido en las transformaciones
sociales ni responder a las presiones de la “ultraizquierda”, puesto que ello asustaría a los
sectores medios y contribuiría a cerrar la brecha que se había aprovechado entre ellos y la
derecha. Esto se elaboró por el Partido Comunista Italiano, hasta convertirlo en la tesis del
“Compromiso Histórico”: un pacto con la Democracia Cristiana para oponerse a cualquier
intento de violentar el orden constitucional democrático a la hora de avanzar en un proceso
de nacionalizaciones que golpearía a los principales monopolios capitalistas en el país, y
avanzar hacia el control obrero.
La estrategia democrática y pacífica hacia el socialismo fue frustrada en Chile, como
dijimos, por el golpe militar fraguado por el gobierno norteamericano y la derecha chilena,
En Europa, los partidos del “Eurocomunismo” no lograron al fin realizar su “nueva
mayoría”. En el caso de Italia, la tendencia eurocomunista se convirtió en un
liquidacionismo del Partido Comunista, que dio pie a otra formación política
completamente diferente.
A pesar de ello, estas revisiones teóricas y experiencias políticas, aun no siendo
completamente exitosas, tienen el valor global de ajustar cuentas con un problema que,
desde la ruptura entre Lenin y la socialdemocracia, había marcado la identidad política de
la izquierda: la cuestión de la democracia. Concebir el socialismo como la profundización
de la democracia constituía, por un lado, un evidente revisionismo de la tesis marxista del
carácter dictatorial del dominio de clase propio de todo estado, de lo cual se infería la
caracterización del estado burgués (y de la democracia) como simple aparato de
dominación de la burguesía; pero por el otro, posibilitaba una vía de superación del sesgo
242
autoritario y hasta totalitario en que se encallejonó la izquierda de tradición marxista al
concebir, unilateralmente, todo el tema democrático y de las libertades, como simples
veleidades burguesas, lo cual a su vez facilitó la deformación stalinista.
El pensamiento de Gramsci, una vez más, se menciona como una salida teórica a este
impasse. Al situar la lucha política más allá del apoderamiento de los mecanismos
represivos estatales, colocándola en el plano ampliamente social y cultural, representa la
revolución como un proceso mucho más complejo, en el cual las clases fundamentales
pugnan por establecer su hegemonía o dirección moral e intelectual (en el sentido amplio de
cultural, político y organizativo) sobre los organismos de la sociedad civil que, a manera de
trincheras, preparan los avances hacia la sociedad política (las instituciones estatales). Se
ofrecen así las opciones de bloques históricos que pueden establecer una nueva
correspondencia entre la estructura y la superestructura, superando las crisis orgánicas,
luchando, en condiciones democráticas, con buenas razones, por el consentimiento de las
masas. El estado, así mismo, ya no aparece como un solo aparato, sino más bien como un
campo de batalla, llena de trincheras y posiciones que se van tomando poco a poco, entre
clases y fracciones de clase (como también lo sugirió Nikos Poulantzas en su fino análisis
sobre el estado capitalista).
El otro aporte fue el énfasis en las circunstancias nacionales, el esfuerzo de teorizar
sobre esa base, liberándose de las directrices soviéticas. Por supuesto, la crítica a la
experiencia soviética es análoga a la hecha por la socialdemocracia: el comunismo
soviético aplastó las libertades democráticas, y estableció un totalitarismo terrorista que no
tiene ninguno de los rasgos liberadores del proyecto socialista. Pero la postura socialista
democrática y pacífica fue permeable a la recuperación filosófica del joven Marx, esto es, a
la elaboración de un humanismo radical que tenía como categoría crítica central la
alienación que se descubría tanto en el capitalismo como en el llamado “socialismo real”.
243
En la década de los setenta, como dijimos, fue un período de rica reflexión en el seno del
marxismo, y una de las condiciones políticas para este enriquecimiento (que, desde la
perspectiva del stalinismo era revisionismo, y desde las perspectivas trotskistas y maoístas,
era la decadencia del poder burocrático y restauracionista capitalista en el seno del
comunismo), fue la propuesta de la vía democrática y pacífica al socialismo del
eurocomunismo y la experiencia de la Unidad Popular chilena.
En resumen, el aporte de la concepción pacífica y democrática de la transición al
socialismo enriqueció el pensamiento de izquierda de tal manera que, visto en retrospectiva,
elaboró las premisas de la acción política en las experiencias actuales de la “Nueva
Izquierda latinoamericana”: Chávez, Morales, Da Silva, Kirchner, Ortega, Correa, etc.
f) Crítica del marxismo real:
Desde que se convirtió en la corriente principal del movimiento obrero socialista en
Europa, a finales del siglo XIX, el marxismo constituyó un campo diverso de discusión y
polémica. En tanto doctrina fue codificado por la “iglesia” de turno, el partido que se
abrogaba su interpretación correcta u ortodoxa, en un primer momento histórico por la
socialdemocracia alemana y la segunda Internacional, luego por el PCUS y la Tercera
Internacional. Pero como paradigma reunía una comunidad de políticos e intelectuales
(muchas veces ambas características se reunían en una sola persona) que abordaban
aproximadamente los mismos problemas, aunque ofrecieran diversas respuestas. Cabe
destacar que el concepto de paradigma, no es contrario al de tradición; más bien esclarece
el aspecto social o comunitario del conocimiento, de los trabajos ejemplares que sirven de
referencia básica a un conjunto de hombres que se vinculan por su acción y su reflexión. En
todo caso, ser tradición le permite al marxismo ser interpretado, tanto en el sentido
cognitivo, de ser entendido y comprendido, como en el sentido práctico, de ser adoptado,
244
adaptado y aplicado según condiciones concretas. De su carácter de paradigma se
desprende la posibilidad de definir sus rasgos propios, distintivos, que no son otros que un
conjunto de problemas, unas premisas de partida (axiomas y teoremas que le dan
consistencia lógica) y unas hipótesis a ser contrastadas con la experiencia histórica.
Las discusiones en el seno del marxismo, acompañan a toda su historia. El propio
pensamiento marxista surgió como deslinde (de la filosofía idealista alemana, de la
economía política, del socialismo utópico). Hemos seguido en términos generales esa
evolución.
Pero hoy, cuando ha pasado tanta agua bajo el puente, no se trata de discutir acerca de
qué es lo esencial del marxismo, de qué fue lo que dijo “realmente” Marx, Engels o Lenin.
O sea, el problema ya no es tanto establecer una nueva ortodoxia. Las condiciones y objeto
de la discusión han cambiado radicalmente.
El marxismo como paradigma debe asumir una de las consecuencias de considerarse a
sí mismo como ciencia: el de poder ser contrastada con los hechos. Es por ello que a cada
experiencia corresponde una revisión crítica: la Comuna de París, la revolución rusa, la
china, la cubana, la vietnamita, etc. Ello porque cada proceso revolucionario (no sólo los
exitosos, sino también los derrotados) constituye la oportunidad de experimentar la validez
práctica y empírica de los enunciados propuestos. En este contexto, el derrumbe de todo un
sistema de naciones que se autodenominaban como socialistas en Europa del Este, se
presenta como el cierre de un experimento, en el sentido de una experiencia que mostraría
la validez o no del marxismo. Se impone, entonces, un ajuste crítico. Crítica supone, en
primer lugar, el examen de los fundamentos. En segundo lugar, el señalamiento de los
límites para superarlos o traspasarlos.
Ahora bien, para el momento del derrumbe del llamado “bloque socialista”, había
herramientas conceptuales suficientes en el seno del marxismo en general, como para
245
evaluar lo ocurrido, manteniendo una postura socialista. Es decir, el colapso de la URSS y
el Bloque Oriental de naciones llamadas socialistas, no falseó ni refutó las premisas o
axiomas básicos de la teoría, porque ya de éstas se había intentado deducir las
explicaciones a esos derrumbes. Ya nos hemos referido a las críticas al socialismo soviético
hechas por el maoísmo y contra prácticamente todas las experiencias políticas exitosas de
socialismo por parte del trotskismo. Habría que complementar esto con las críticas de
autores que se autodefinen como marxistas, tales como Marcuse, Lefebvre, Silva,
Meszaros, Lebowitz, Lander, etc., aunque incorporan nuevas premisas a sus planteamientos
teóricos, planteando algunos de ellos un marxismo más allá de Marx o del mismo
marxismo.
Sería otro asunto considerar las críticas a las premisas mismas del marxismo, aunque
manteniendo una perspectiva radical de oposición al orden capitalista. Aparte de autores
como Castoriadis, Laclau, etc., pueden retenerse observaciones procedentes del ecologismo
radical y de la teología de la liberación (Boff, por ejemplo). Por último, no es desdeñable
pasearse por las críticas que al marxismo han hecho pensadores ubicados en otras posturas
teóricas y políticas.
Este no es el espacio para ni siquiera hacer una revisión sumaria de todas estas
observaciones al marxismo. Tan sólo referiremos algunas de ellas, que nos parecen de
importancia para el debate actual y, sobre todo, para la formación de los militantes que
desean una actitud reflexiva acerca de sus propias convicciones.
Buscando las coincidencias entre las críticas a las experiencias del socialismo real,
podemos partir de las nociones, distintas aunque no necesariamente excluyentes, de a) la
usurpación del poder proletario por la burocracia y b) la expropiación de los logros y la
restauración capitalista en las naciones llamadas socialistas. Estos análisis tienen la ventaja
(para la ortodoxia) de mantener intactas las premisas y muchos teoremas y deducciones de
246
la teoría clásica de Marx y Engels. Queda en pie, sobre todo, la tesis de la lucha de clases
proletaria. Se trataría, en todo caso, de explicar una derrota posterior a la toma del poder,
no por las fuerzas externas y contrarias, sino por una especie de enemigo interno de la
revolución. Una capa autoritaria y burocrática, o una nueva burguesía, que se cuela o surge
de ciertas carencias del proceso mismo que pueden ser debilidades o errores políticos, y/o
circunstancias históricas muy difíciles de controlar por la dirección revolucionaria (la
escasez en una economía atrasada y pobre en el caso de Rusia, China y un largo etcétera;
emergencias que obligaron a unas prioridades que no previeron la posterior decadencia).
Cabría aquí hacer una digresión acerca de la lógica interna del marxismo y señalar
que en él se relacionan dos cuerpos de deducciones (o lógicas), que en ocasiones se oponen
en sus hipótesis y previsiones. Por un lado, tenemos la lógica que parte de la premisa de la
lucha de clase proletaria, de la iniciativa del sujeto revolucionario; por el otro, la derivada
de las premisas gruesas de la concepción materialista de la historia, a saber: el hecho mismo
de proponer una nueva sociedad es ya indicativo de que existe actualmente el germen
material de ese proyecto, pero ningún sistema social desaparece mientras no haya realizado
todas sus potencialidades.
Diversos pensadores han llamado la atención acerca de la oposición entre un cierto
“fatalismo” histórico, implícito en el materialismo histórico, y un cierto “voluntarismo”
presente en el llamado revolucionario de la misma doctrina. En ocasiones se ha descrito tal
oposición de lógicas como los lados objetivo y subjetivo del marxismo. Estas últimas
caracterizaciones nos parecen un tanto metafísicas porque lo objetivo sólo se define de
acuerdo con lo sujetivo, y éste en relación a aquél. No hay lo objetivo en sí; mucho menos
lo subjetivo en sí. La tesis de que el hombre hace su historia es también una premisa que se
compagina con su complemento: en el marco de sus condiciones históricas.
247
El aspecto “objetivo” del marxismo se refiere al acento en su condición de ciencia. Y
aquí se nota lo apuntado por críticos como Edgardo Lander: hay incrustaciones de
positivismo en el marxismo. Más bien habría que hablar de la participación del marxismo
en el ambiente ideológico cientificista del siglo XIX y parte importante del XX. Para esta
mentalidad, en primer lugar, la ciencia es la expresión por antonomasia de todo
conocimiento o, mejor dicho, es la verdad frente a otras formas de “conciencia”: la filosofía
(especialmente la especulativa), el arte o la religión. Esto debido a que se cree que la
ciencia es capaz de descubrir las leyes de todo desarrollo “material o espiritual” de la
realidad y, por tanto, puede establecer las mejores maneras de manipularla y obtener los
resultados que la voluntad humana define.
Ese cientificismo marxista ha sido notable en ciertos períodos históricos del
movimiento. Caracterizó, por ejemplo, el marxismo de la Segunda Internacional. Fue lo que
Gramsci caracterizó como “economicismo” explicara todos los fenómenos sociales y
políticos como meras expresiones superficiales de circunstancias económicas. Pero es
indudable que en los textos de Marx y Engels aparece claramente ese culto a la ciencia, en
contraposición a la utopía y la especulación filosófica (que se asimilaba a teología). El
cientificismo, por lo demás, es una ideología propiamente europea. Y aquí hay otra crítica,
especialmente por aquellos desarrollos (ya vislumbrados por los iniciadores de la doctrina)
según los cuales la evolución socioeconómica de todas las naciones del mundo seguiría las
pautas de la historia europea. Por supuesto, aquí es detectable otro ideologema: la noción de
que existe una sola Historia Universal que al final, a la manera del Espíritu Absoluto de
Hegel, se impone en todo el mundo.
Por otra parte, el aspecto “subjetivo” del marxismo se refiere a la ética concomitante
al individuo revolucionario. Usamos la palabra “individuo” a propósito, porque para el
pensamiento marxista el sujeto es siempre colectivo o social. No sólo porque Marx desde
248
siempre consideró, en clave de antropología filosófica, que el hombre era el conjunto de las
relaciones sociales. Sino porque el marxismo mismo se ha concebido a sí mismo como la
conciencia del proletariado. Conciencia “atribuida”, “máximo de conciencia posible”,
según la terminología de Lukacs; esto da pie a lo que Federico Riu llama una
“fundamentación ontológica” del marxismo. Existe marxismo como forma de conciencia
porque hay un Sujeto social, el proletariado, que, por su situación en la estructura social,
posibilita un punto de vista de clase que le permite conocer la totalidad social e histórica
para poder conocerse a sí mismo como la clase emancipadora universal, la que llevaría a la
Humanidad, de la prehistoria clasista, a la verdadera historia humana en una sociedad sin
clases, sin explotación y sin estado.
En la misma clase de pensamiento podría ubicarse todo “voluntarismo”
revolucionario. El epítome de esto es, por supuesto, Ernesto Che Guevara. En él, el
marxismo adquiere la modalidad imperativa de toda moral. El deber del revolucionario es
hacer la revolución, independientemente de las condiciones “objetivas”. En esta
concepción, la “ciencia” se subordina a la voluntad y ésta, a su vez, queda inexplicada o, en
todo caso, motivada por sentimientos de amor o de compasión hacia toda la Humanidad. La
individualidad del revolucionario se resuelve en sentimientos nobles, universales, que se
convierten en objeto de culto, en una suerte de religiosidad genérica. Cabe aclarar que aquí
usamos el término “religiosidad” no en un tono despectivo. No nos referimos únicamente al
aspecto ritual de la religiosidad (que también lo tiene); sino al trasfondo antropológico que
tiene: “religión” viene de “religar”, establecer muy fuertes vínculos, en este caso morales
y emocionales entre los individuos entre sí y de todos ellos con una realidad superior, en
este caso, la Humanidad.
Cabría en este punto, atender a ese problema lógico que ha traído muchos problemas
prácticos, puesto que están en juego las deducciones y, por tanto, las previsiones, los
249
cálculos políticos y las líneas de acción. Por supuesto, no podemos reducirlo todo a la
dimensión lógica, por cuanto ciertos cálculos basados en deducciones y previsiones, son
defendidos también porque convienen a ciertos intereses políticos y sociales en momentos
determinados, lo cual, a su vez, puede y debe ser explicado por la teoría. En todo caso, nos
parece productivo y pertinente introducir la noción de la oportunidad histórica, empleando
el concepto de la antigua filosofía griega de Kairos.
No explayaremos aquí la genealogía de tal concepto. Lo que nos interesa destacar es
que el axioma el hombre hace su historia en el marco de determinadas condiciones
históricas, es uno solo, es decir, no se puede descomponer, pero además es fundamental
para entender lo demás.
Se puede hablar de oportunidad histórica en varias escalas y proporciones. No tiene
sentido afirmarla cuando sólo hay una posibilidad lógica. Por ejemplo, sería algo tonto
afirmar que la lucha de clases proletaria tiene su oportunidad histórica en el capitalismo,
simplemente porque el proletariado forma parte sistémica del sistema capitalista y su lucha
de clase se infiere de la contrariedad capital/trabajo en el seno del mismo proceso de
producción y reproducción del capitalismo. La noción de kairos es pertinente sólo cuando
caben distintas posibles inferencias (previsiones) de unas premisas dadas y una de ellas es
aprovechada por una voluntad. Dicho de otra manera, desde un punto de vista estrictamente
lógico las inferencias de la concepción materialista de la historia no son decidibles, no son
formalmente demostrables ni rigurosamente coherentes. Si se tratara de lógica matemática,
esto indicaría una inconsistencia, la presencia de una contradicción entre los enunciados de
la teoría. Pero aquí lo que se quiere destacar es que son los individuos concretos y
empíricos los que relevan a la lógica de tomar la decisión acerca de la justeza de una
deducción, previsión o cálculo político.
250
Engels explicaba que los distintos azares, casualidades, interacciones, resultados
imprevistos del encuentro de dos o más fuerzas, son determinadas en última instancia por
la estructura económica. Afirmaba así la importancia del azar junto al determinismo,
explicando el sentido general de aquél por éste. Se parte de que hay diversos procesos,
independientes unos de otros, que confluyen en algún punto del tiempo y del espacio. Es
posible que esa independencia de los procesos (que según la tradición marxista, se les ha
denominado condiciones objetivas y subjetivas) sólo sea aparente. Es decir, que para el
observador del momento de la decisión, no sea captable la vinculación profunda entre el
devenir de la decisión, la acción y lo propicio de la situación. Pero ese vínculo (que
demuestra el carácter de totalidad de la realidad) se puede descubrir después gracias a la
teoría.
En Engels, se trata de la misma relación lógica que hay entre una profundidad y una
superficie, la misma que se daría entre el valor de cambio y los precios, sujetos éstos a
múltiples fluctuaciones, pero que giran, al cabo de cierto tiempo, en torno al valor que son
su fundamento. Por ello, cuando Trotsky relata los azares (su propia enfermedad, la
enfermedad fulminante de Lenin, las dificultades de las comunicaciones, etc.) que
beneficiaron a Stalin para sustituir al propio Trotsky en las ceremonias funerarias del gran
dirigente revolucionario, apartarlo de la sucesión de Lenin y tomar en sus manos
definitivamente el poder soviético, lo explicaba también finalmente con un determinante
económico: la escasez, la pobreza, el atraso de la economía soviética que exigía el
surgimiento y crecimiento de una burocracia que se construyó y reprodujo “desde
arriba” (desde el Secretario General), hasta convertirse en el sustituto de los mejores
cuadros del partido revolucionario. Era en el marco de esa sustitución social (la burocracia
en lugar del proletariado) que se comprendían las otras sustituciones políticas: la clase por
el partido, el comité central por el partido, el buró político por el comité central, el
251
secretariado por el buró político, el secretario general por el secretariado. Stalin por
Trotsky. Aquél no hizo sino colocar las condiciones objetivas de acuerdo con sus
decisiones e intenciones. Por ello, cabría hablar de un voluntarismo a priori junto a un
fatalismo a posteriori.
Se trata de una serie de analogías (la del sustitutismo) que ayudan a explicar el
proceso. Pero la analogía es sólo una figura retórica que denota únicamente lo posible. No
constituye propiamente una deducción lógica de ninguna de las premisas de la concepción
materialista de la historia. Es decir, de la pobreza y el atraso económico no se deduce
necesariamente el surgimiento de una burocracia como la soviética, ni mucho menos que
ésta sustituyera al proletariado como clase dominante. La crítica trotskista (y la maoísta)
son hipótesis ad hoc para la explicación de una anomalía histórica. Si generalizaran y
axiomatizaran su propuesta, tendrían que afirmar como premisa general que los procesos
revolucionarios victoriosos en países pobres o atrasados desarrollan una burocracia
usurpadora o una nueva burguesía parásita del nuevo estado revolucionario, que finalmente
desplazaría y dominaría al proletariado.
Tanto los trotskistas como los maoístas llegaron, aunque implícitamente, a este punto,
y por ello formularon su llamado a continuar la lucha de clases proletaria dentro de la
dictadura del proletariado, porque pensaban que la voluntad revolucionaria podía torcer los
procesos objetivos que, dejados a sí mismos, se hacían fatales. Pero no se atrevieron a
desarrollar la otra consecuencia de su razonamiento: la única posibilidad de que no surgiera
una burocracia o una nueva burguesía usurpadora, era negando su premisa, esto es, la
pobreza y el atraso económico. Y no lo hicieron, entre otras cosas, porque ya Lenin había
concluido en su análisis del imperialismo, que una fracción del proletariado de los países
capitalistas desarrollados imperialistas se había pasado social y políticamente a las filas de
la burguesía, por ser usufructuarios de la explotación de los pueblos colonizados. Esa era la
252
explicación sociológica leninista de la traición de la socialdemocracia, la determinación de
las causas objetivas de unas decisiones políticas, la cual, a su vez, explicaba el fracaso de
las revoluciones en la Europa occidental, donde las economías eran ricas y avanzadas.
Lo grave de esto es que por las dos vías la lucha de clases proletaria (en su
perspectiva revolucionaria) se tornaba especialmente difícil, por no decir irrealizable: si
avanzaba la revolución en los países pobres y atrasados, corría el peligro de ser usurpada
por la burocracia o por una nueva burguesía; si intentaba lograr el éxito en los países
desarrollados, se conseguía con el obstáculo formidable de la socialdemocracia, la cual sólo
era la expresión política de toda una capa del mismo proletariado beneficiado por el
imperialismo. Para peor, ambas conclusiones eran coherentes con las premisas básicas de la
concepción materialista de la historia, en especial con aquella que dice que ningún sistema
social desaparece mientras no haya desarrollado todas sus potencialidades.
Los aportes de Marcuse, Lefebvre, Silva, etc. sólo agregan mayor refinamiento al
análisis de la usurpación de la que fue víctima la revolución socialista en el siglo XX, a
través del descubrimiento de lógicas análogas en el lado imperialista y “socialista”. Es
importante en este sentido, el rescate de las nociones de alienación, cosificación,
fetichización, en las obras de Lukacs, Lefebvre y Silva (entre muchos otros), para explicar
el carácter integral de la dominación capitalista, no reducible a la explotación de la
plusvalía del trabajo asalariado en el proceso de producción capitalista.
Al principio, fueron razones meramente circunstanciales (la edición tardía de los
escritos juveniles de Marx) lo que impidió que el concepto de “alienación” se integrara al
cuerpo doctrinario del marxismo soviético. Pero posteriormente, fue la sospecha de
heterodoxia que introducía tal noción en el cuerpo de doctrina del marxismo soviético.
Mucho más tarde, fue la intervención de Althusser en el sentido de distinguir claramente
dos fases en la evolución intelectual de Marx, lo que arrojó al concepto de alienación al
253
rincón de nociones ideológicas, inmaduras, y no científicas, maduras y completas. Esto
motivó un debate, ya antecedido por Lefebvre, por el cual se rescató la alienación. Esta
provenía, por supuesto, de la filosofía de Hegel. Allí designaba el extrañamiento de la
objetivación de lo subjetivo, la situación de exterioridad a sí misma que adquiere la idea al
desdoblarse y convertirse en un objeto extraño a sí. Esta noción especulativa, metafísica, no
le servía al marxismo puesto que confundía toda objetivación (es decir, todo producto de
una actividad desarrollada por un sujeto) con su extrañamiento, su enajenación. La
alienación, denunciada en su dimensión religiosa por Feuerbach, para quien dios viene
siendo la proyección del mismo Hombre al cual éste finalmente se entrega y rinde culto
como algo superior y externo a él mismo, a la luz de la vida en el capitalismo, se
evidenciaba como fenómeno generalizable en, entre otras cosas, el consumismo, y en
general, en la aceptación y hasta defensa ideológica de la propia dominación por parte de
los mismos dominados. El aporte específicamente marxista es situar históricamente la
alienación en el capitalismo, para hacerla referirse a la extracción de plusvalía del trabajo
del obrero, en principio, pero también a una situación existencial más de conjunto. Los
individuos en el capitalismo se hacen ajenos a sí mismos, se someten a un poder
impersonal, extraño, exterior.
El complemento de estos análisis con el psicoanálisis, el concepto de “represión
sublimada” de Marcuse, sólo contribuye a evidenciar la profundidad, la complicación y la
dificultad, si se quiere, de la tarea emancipadora. La dominación llega hasta las
profundidades inconscientes, forjando y aprovechando para sí la estructura misma de los
instintos humanos descubierta por Freud. Para éste, el aparato psíquico de los individuos
logra formar una instancia mediadora, el principio de realidad, entre los instintos y las
exigencias culturales y morales de la exterioridad social. Esa instancia a su vez equivale al
Yo. Pero el capitalismo actúa todavía en esas profundidades psíquicas. El principio de
254
realidad se convierte en el capitalismo, en el principio de rendimiento que enraíza en las
profundidades de la subjetividad la sumisión al productivismo y pragmatismo utilitarista
del capitalismo. Es tal la fortaleza de ese dominio que hasta permite la producción de una
“plusvalía ideológica” (Ludovico Silva), una elaboración extra de ideología dominante en
la intimidad mental y emocional de los dominados, a través de la explotación del
subconsciente facilitada por los medios de comunicación masiva.
Hay una paradoja en esta crítica de izquierda de los “socialismos reales”. Mientras
más profundo descubren las raíces de la dominación, más radicales se tornan. Pero esa
radicalidad, a su vez, les lleva a profundizar más en las raíces de la dominación. O sea, el
radicalismo lleva a un gran desaliento: el enemigo es demasiado formidable. Se halla en la
raíz misma de los dominados. En este punto, se hace pertinente el llamado guevarista a la
formación del “Hombre Nuevo” en clave fundamentalmente moral.
Aquí llegamos al otro miembro de la premisa básica de la concepción materialista de
la historia: el hombre hace la historia. Digamos que las explicaciones de los resultados de
los procesos históricos son coherentes con el lado de las condiciones objetivas de la acción
humana, pero no adelantan casi nada respecto a la acción misma, a la decisión acerca de las
inferencias, previsiones, cálculos políticos y líneas de acción. Los trotskistas llegan hasta la
condena política y moral(ista) de los individuos y grupos políticos que han tomado y
realizado tales decisiones. Tal vez los aportes de Marcuse (y en general de la Escuela de
Frankfurt, incluido Fromm), al integrar el enfoque psicoanalítico, llegan a detallar más las
raíces de la acción humana en estructuras caracterológicas o estructuras subconscientes.
Igual, la reflexión sobre la noción de alienación, cosificación y fetichización de Lukacs y
Lefebvre, que integra los fenómenos ya descritos por Marx en El Capital para caracterizar
la subsunción real de los asalariados al capital.
255
En el mismo sentido de buscar en un contexto teórico diferente al marxismo,
respuestas a la radicalidad de la dominación, podríamos ubicar el intento existencialista de
Sartre. Pero aquí nos conseguimos con dificultades nuevas de coherencia. Comenzando con
que la propuesta sartreana se ubica claramente en el individualismo metodológico, en
choque lógico con el punto de vista de la totalidad, el enfoque holístico que constituye uno
de los pocos puntos de consenso entre todas las tendencias marxistas. El protagonista de
todo el pensamiento de Sartre es el individuo, a partir del cual se deduce toda su filosofía.
El “parasí” existencialista (o sea, el individuo) se halla condenado a ser libre, por razones
ontológicas, porque no es nada; sólo es existencia, se va haciendo en sus decisiones y
compromisos, los cuales no puede eludir absolutamente. Siempre, fatal e inevitablemente,
por una compulsión ontológica, tiene que decidir. Al decidir contrae compromisos que lo
obligan a identificarse con algo inerte, algo dado, es decir, al Serensí. Se trata de una
dialéctica, de una unidad de opuestos, entre el “parasí” y su “ensí”, que representa éste
último “lo inerte”, lo dado, es decir, la estructura social de dominación. La ventaja del
“parasí” es su nada, su noser ontológico, que lo diferencia de una piedra y también de
cualquier orden social determinado. La única manera de conciliar esta ontología con las
premisas de la concepción materialista de la historia es respondiendo que el “parasí” es
libre, sí, de decidir y escoger, pero únicamente entre las opciones que le ofrece el devenir
histórico, las condiciones sociales en general donde existe.
¿De verdad no puede hacer más que esto el sujeto, el “parasí”? La cuestión es que
entre las opciones que le ofrece el devenir histórico, no sólo hay lo existente en sí y por sí.
También allí están los sueños, las ensoñaciones, las utopías, las aparentes locuras inclusive,
respondería Ernst Bloch. Lo Real no se reduce a lo dado, sino que incluye las posibilidades,
lo aúnnoexistente, y éstas suelen acudir a la subjetividad en forma de arrobamiento
utópico, presente en formas religiosas, literarias, artísticas, lúdicas, etc. La esperanza
256
humana es entonces el correlato subjetivo de una categoría ontológica: la posibilidad. Lo
real no es lo dado; sino lo que se ha realizado hasta ahora y por ahora, pero también lo que
pudiera hacerse y ser.
Pudiera ensayarse un diálogo entre las concepciones de Sartre y Bloch. Parecen
complementarias, aunque vienen de tradiciones (y problemáticas) completamente
diferentes. La nada del parasí sartreano pudiera corresponderse con el aúnnoes
blochiano. Claro: los sueños son. No son una nada. Son algo. Precisamente pudieran ser
opciones históricas que sólo los sueños y no una observación sistemática o “científica”,
pueden captar, y que le dan motivos a esa nada que tiene que decidir ineludiblemente para
existir.
Ese es el lugar del kairos: el momento en que coinciden la opción vislumbrada así sea
en un sueño, la decisión que se asume como un destino y la circunstancia propicia. Es el
descubrimiento del germen, no del desarrollo dado, lo que viabiliza los proyectos; pero la
conciencia o el mero vislumbrar o soñar no bastan. Tiene que haber la decisión, la asunción
del riesgo, que es además aceptarlo como destino, como algo que paradójicamente nos es
dado. El Kairos es la coincidencia en un punto temporal y espacial, de la voluntad del
sujeto y las posibilidades de las circunstancias. Cada aspecto o componente provienen de
procesos independientes, que hasta ese momento no se habían tocado, por lo menos de
manera significativa. El Kairos tiene la forma de una casualidad, de un azar, de la
convergencia de historias separadas hasta ese entonces. Sólo a posteriori y desde fuera se
advertiría la conexión esencial entre la decisión (que es indiferente si es individual o
colectiva) y la circunstancia que se presta.
Esa oportunidad apenas entrevista y la decisión concomitante fue la circunstancia
feliz de la decisión de Lenin de virar la línea política de los bolcheviques, en abril de 1917,
para llamar a los soviets a tomar el poder. O el 4 de febrero de 1992, cuando una derrota
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militar se convirtió en una victoria política. O la convergencia de condiciones nacionales e
internacionales que se juntan en cada avance de las fuerzas revolucionarias, desde
Nicaragua en 1979, hasta China en 1949.
g) El socialismo del siglo XXI y más allá de Marx
A raíz de la actualización del proyecto socialista que en política realizó el presidente
Chávez, ha adquirido relieve un conjunto de autores que intentan, por diversas vías, retomar
el marxismo, no sin proponerse enriquecerlo y también actualizarlo. A semejanza de los
setenta, se plantea una relectura de Marx y los clásicos; pero a diferencia de entonces, no se
han incorporado hasta ahora elementos del psicoanálisis ni de corrientes filosóficas
ciertamente extrañas a la tradición marxista como el existencialismo (salvo la referencia
importante a la teología de la liberación, la “cratología” foucaultiana y al ecologismo).
Muchos autores pudiéramos mencionar. Entre ellos contamos a Heinz Dieterich,
Istvan Meszaros, Michael Lebowitz, Toni Negri, John Holloway, James Petras, Enrique
Dussel (aunque éste último va más allá del marxismo con su “filosofía de la liberación”),
Samir Amín, y en Venezuela, entre otros muchos, Edgardo Lander, Néstor Francia, Luís
Britto García, Haiman El Troudi, Carlos y Rigoberto Lanz y Javier Biardeau, éste último a
través de comentarios cortos, intervenciones puntuales hasta ahora. Reseñaremos
brevemente lo que nos parece interesante de los planteamientos de estos autores, como una
simple nota informativa y nada más. Un examen más a fondo de sus obras ameritaría una
obra diferente, mucho más extensa y ambiciosa que la presente.
Heinz Dieterich ha reivindicado para sí la frase “socialismo del siglo XXI” como
denominación a su propuesta teórica, que es presentada como producto del trabajo de un
equipo (en ese equipo incluye desde Enrique Dussel, filósofo de la liberación que debiera
figurar aquí con su propia personalidad, hasta Martha Harnecker). El punto central consiste
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en el aprovechamiento de los últimos avances de las Tecnologías de Información y
Comunicación (NTICs), para aplicar un sistema socialista por el cual se procedería, en una
sociedad donde todos son trabajadores, al intercambio equivalente por productos, de los
tiempos de trabajo realizados por cada cual, cuya contabilidad se realizaría mediante
sistemas computarizados. Con ello se pasaría a una fase histórica donde se eliminaría el
intercambio y las relaciones mercantiles, y los productores libres asociados (fórmula
marxista) decidirían cómo, cuánto y cuándo producir, a través de planes democráticamente
diseñados y aprobados por las instituciones de la democracia participativa.
Esta propuesta de socialismo aparentemente recoge algunos señalamientos del Marx
en la Crítica del programa de Gotha, aunque pudiera hacérsele observaciones desde ese
mismo punto de vista. Por ejemplo, Dieterich no distingue trabajo simple y trabajo
compuesto o complejo, por lo que la contabilidad del tiempo de trabajo no permitiría
distinguir productividades diferentes. Hacer equivaler el tiempo de trabajo de un trabajador
poco productivo con otro cualquiera, implica castigar la productividad y cualquier forma
de cualificación del trabajo. Por otra parte, en el mismo texto marxista se critica la
consigna lassallista del “reparto equitativo del fruto íntegro del trabajo” (ver página 67 y
ss. de este mismo libro) que se parece demasiado con la propuesta de Dieterich. Marx
analiza que es falso que pueda dársele “el fruto íntegro del trabajo” a cada trabajador,
puesto que, en el mejor de los casos, sólo recibirá el residuo de múltiples descuentos,
necesarios para sostener las condiciones sociales del trabajo. Así, al producto del trabajo ha
de descontársele inversiones en
Primero: una parte para reponer los medios de producción consumidos.
Segundo: una parte suplementaria para ampliar la producción.
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Tercero: el fondo de reserva o de seguro contra accidentes, trastornos
debidos a fenómenos naturales, etc.
Tercero: los gastos generales de administración, no concernientes a la
producción.
Esta parte será, desde el primer momento, considerablemente reducida en
comparación con la sociedad actual, e irá disminuyendo a medida que la
nueva sociedad se desarrolle.
Cuarto: la parte que se destine a satisfacer necesidades colectivas, tales
como escuelas, instituciones sanitarias, etc.
Esta parte aumentará considerablemente desde el primer momento, en
comparación con la sociedad actual, y seguirá aumentando en la medida en
que la nueva sociedad se desarrolle.
Quinto: los fondos de sostenimiento de las personas no capacitadas para
el trabajo, etc.; en una palabra, lo que hoy compete a la llamada
beneficencia oficial.
Sólo después de esto podemos proceder al "reparto", es decir, a lo único
que, bajo la influencia de Lassalle y con una concepción estrecha, tiene
presente el programa, es decir, a la parte de los medios de consumo que se
reparte entre los productores individuales de la colectividad (Ver Supra. 68
y ss.).
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Como se ve, Marx no estaría muy de acuerdo con entender el socialismo solamente
como un sistema de distribución de los productos de acuerdo a la contabilidad del tiempo
de trabajo de cada trabajador. Más bien, la concepción marxista haría énfasis en el
problema de la decisión sobre la producción, la liberación del trabajo respecto del capital.
Dieterich tuvo en algún momento cierta influencia sobre el presidente Hugo Chávez,
y defendió con su labor intelectual el proceso venezolano, así como la estrategia
internacional de formar un nuevo bloque de poder en Suramérica junto a Brasil, Bolivia,
Uruguay y Argentina, hasta que, en 2007, el General Baduel se aparta de la línea de la
revolución bolivariana oponiéndose a la propuesta de reforma constitucional que abría el
camino socialista en Venezuela, en diciembre de ese año. Sus críticas a lo que el llama
“Nueva Clase Política” que, según él, se aprovecha y enriquece del proceso venezolano
como una nueva capa privilegiada, de rasgos burgueses, se intensifican hasta hacerle
señalar que el proceso venezolano se halla en grave peligro por los errores de Chávez y su
círculo de allegados. Los “pronósticos” de Dieterich también apuntaban a la experiencia
boliviana e, incluso, a Cuba. Por ello, recibió una ácida crítica de Celia Hart y James Petras
quienes lo acusaron de traidor.
Los aportes de Meszaros y Lebowitz se ubican en otro plano. Ambos autores (y
también Negri) coinciden en que Marx no logró completar su gran proyecto intelectual
trazado en el escrito preparatorio de El Capital, los Fundamentos de la crítica de la
Economía Política (o en alemán, los Grundrisse). Esta incompletud de la obra marxista
explica muchas unilateralidades de varios de sus conceptos, y su cierta incapacidad para
hacer frente a algunos retos del presente en el mundo, aparte de darle justificación a algunas
búsquedas teóricas que se apartan de la inspiración marxista para ensayar una
fundamentación de movimientos rebeldes nuevos, como el feminismo y, en parte, el
ecologismo. Ello explica también, en parte, la decadencia del marxismo, además del
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derrumbe del Bloque socialista de Europa Oriental, la ofensiva política e ideológica
consiguiente del neoliberalismo, el stalinismo y el hecho histórico de que la clase obrera en
los países desarrollados no se rebeló e impulsó la nueva sociedad. Así pues, es la propia
obra de Marx a la que hay que completar. Por ello, Meszaros y Lebowitz se proponen darle
cabalidad a la obra de Marx, yendo más allá de él y de su obra cumbre El Capital. Ambos
autores sostienen su proyecto en la recuperación del núcleo racional del método dialéctico
de Marx, del cual recogen ambos el punto de vista de la totalidad y la dialéctica.
Lebowitz se propone avanzar en la elaboración de la economía política del trabajo
asalariado, la cual no fue desarrollada por Marx, y que daría las claves para fundamentar la
lucha proletaria por el socialismo. Esa economía política del trabajo asalariado superaría la
unilateralidad con que es considerado el trabajo asalariado en El Capital como mediación
del capital en su reproducción ampliada, que da pie a una serie de conceptos unilaterales,
cuyo “otro lado” se trata de auscultar. Así, por ejemplo, el concepto de “trabajo productivo”
sólo la entiende Marx como productivo de plusvalor para el capital, dejando fuera otros
trabajos que son productivos en tanto útiles para la reproducción del trabajador, tales como
el trabajo doméstico que, a esta nueva luz, resulta ser trabajo productivo como el que más.
De esa manera, un marxismo así completado y multilateral, podría conectarse con la teoría
feminista. Así mismo, cambiaría en esta nueva economía política del trabajo asalariado, la
concepción de las necesidades, colocando a éstas, no como subproductos de la
productividad del capital, sino como uno de los impulsores del “deber ser” de la lucha
proletaria, antagónica con el “deber ser” del capital, que sólo busca la extracción de más
plusvalor. La clase obrera buscaría con su lucha la realización de todas sus potencialidades
en tanto humanos, y no como simples consumidores de las mercancías producidas por el
capital explotando al trabajo asalariado. El trabajo es siempre trabajo social, colectivo,
resultado de la combinación, cooperación y colaboración de varios tipos de trabajo que, en
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el capitalismo requieren de la mediación del capital para efectuarse, pero que en otra
sociedad no necesitaría esa mediación explotara, por cuanto se trataría de la asociación de
los productores libres. También el concepto de “riqueza” resultaría enriquecido con esta
nueva elaboración, puesto que allí se incluiría la fuente primordial de toda riqueza, que es
la naturaleza, y no exclusiva ni unilateralmente el stock de mercancías producidas bajo el
marco del capitalismo. Concebir la riqueza dentro de la naturaleza abriría un chance de
incorporar la reflexión ecologista a la teoría del cambio revolucionario del sistema del
capital.
La preocupación de Meszaros se enfoca hacia otro lugar. Hace una distinción, que
descubre en los textos de Marx, entre el capitalismo y el capital, encontrando que éste
último, como “modo de reproducción metabólica social” puede adquirir diversas
“personificaciones”, pero manteniendo, por decirlo así, su “esencia”, que consiste en la
subordinación y explotación del trabajo, elemento que se halla en todos los recovecos del
sistema metabólico social por el cual las relaciones sociales se reproducen, se mantienen en
el tiempo, aunque adquiriendo ciertos cambios superficiales.
Para Meszaros, entonces, el capitalismo es la forma que cada vez, históricamente,
adquiere el capital. Esto le permite descubrir en la experiencia soviética la clave de su
fracaso, que fue precisamente limitarse a aniquilar el aspecto jurídico de la propiedad
privada de los medios de producción (forma de capitalismo privado), manteniendo
exactamente los mismos mecanismos de subordinación y explotación del trabajo asalariado
del capital, esta vez dirigidos y administrados políticamente y no sólo económicamente,
como en el capitalismo privado. Con ello, Meszaros, sin decirlo, coincide con la crítica
maoísta de la restauración del capitalismo en la URSS. Pero la crítica del autor llega a todas
las experiencias de construcción socialista del siglo XX, porque no revolucionaron el
sistema de metabolismo social, en especial, el poder de los trabajadores sobre su propio
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producto. Además, según Meszaros, para Marx era impensable la tarea de la construcción
del socialismo en un solo país (como reza el lema de Stalin) y ni siquiera en un conjunto de
países, porque esperaba que resultara de las contradicciones explosivas del sistema del
capital en el mercado mundial y en las relaciones internacionales. Es decir, que el avance
hacia el socialismo o era mundial o no era. Meszaros sustenta la exigencia de una
alternativa global al capital puesto que su despliegue incontrolado pone en peligro la
supervivencia misma de la vida en el planeta por sus consecuencias ambientales, además de
la agudización de las contradicciones entre la globalización capitalista y las
reivindicaciones nacionales; así como la imposibilidad del capital de resolver el problema
del empleo y de la extrema pobreza en el mundo.
En aras de una síntesis informativa como la que aquí se ensaya, pudiéramos indicar
que los teóricos venezolanos que hemos mencionado, coinciden en términos generales en
su crítica a las experiencias socialistas del siglo XX, en especial a la de la URSS,
identificándola con despotismo, totalitarismo y capitalismo. Y todas las críticas apuntan a la
necesidad de avanzar en el camino de la extinción del estado mediante la participación
democrática de las masas en las funciones que convencionalmente se le asignan al aparato
estatal. Se trata, para decirlo en términos simples, de un “socialismo desde abajo”.
Las posturas, por supuesto, tienen acentos y énfasis diferentes. Rigoberto Lanz, por
ejemplo, enfoca su crítica hacia el carácter conservador y contrarrevolucionario del estado,
el cual debe ser desmontando apelando al poder popular. En el mismo sentido, Javier
Biardeau desarrolla su propuesta de un “contrahegemonía” que se despliega “desde abajo”,
es decir, de los órganos de poder popular que el mismo pueblo se dé, y no como producto
de concesiones graciosas del gobierno (recuérdese las circunstancias del poder en
Venezuela, donde el gobierno y otras instancias estatales se declaran “revolucionarios”).
Por su parte, Carlos Lanz se afinca en la importancia de ir avanzando en la superación de la
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división social del trabajo, especialmente la existente entre el trabajo manual y el
intelectual. Ello tendría su expresión directa en la gestión de las empresas del estado, en
primer lugar, por lo que, aprovechando su estadía en la gerencia de ALCASA (empresa
venezolana de aluminio), aplicó algunas iniciativas de cogestión, cuya evaluación sirve de
sistematización útil para nuevas experiencias de construcción del socialismo en Venezuela.
Algunas actuaciones y prácticas del liderazgo revolucionario venezolano han sido
objeto de críticas. Cabe mencionar las observaciones acerca de la iniciativa de la
construcción del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV), propuesto por el
presidente Chávez desde las elecciones de 2006, y la propuesta de reforma constitucional
en diciembre de 2007. Edgardo Lander (pero también Biardeau y R. Lanz) han cuestionado
la existencia de una “comisión de disciplina” que, incluso, ha dictado algunas medidas
disciplinarias, antes de la existencia formal del partido y la aprobación de sus estatutos y su
programa. En esto se cree ver una persistencia de stalinismo o del más tradicional
autoritarismo caudillista. Igualmente se critica la ambigüedad e indefinición del proyecto
socialista venezolano y bolivariano, del cual exigen, en primer lugar, su claro deslinde de la
experiencia soviética (Chávez ha insistido en que su “socialismo del siglo XXI” es
completamente diferente del soviético y de cualquier otro, enfatizando las características
nacionales y peculiares de la experiencia).
Lander ha saludado la revolución bolivariana en el marco de la construcción de las
fuerzas contrahegemónicas antineoliberales que desde comienzos de siglo han ido
insurgiendo en varios países de Latinoamérica. Por otra parte, ha profundizado en un
pensamiento antineoliberal que se plantea como una alternativa de conjunto a toda la
concepción del mundo de los sectores dominantes del imperialismo globalizado, que
rescata “otros” pensamientos de etnias dominadas (etnociencia). Todo ello, junto a su clara
distancia respecto del marxismo soviético e, inclusive, de ciertas formulaciones del propio
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Marx, en cuya obra descubre elementos cientificistas, eurocéntricos y desarrollistas reñidos
con el actual multiculturalismo y ecologismo de perfiles críticos.
El “socialismo del siglo XXI”, hasta ahora, en tanto actualización de la tradición
socialista, puede caracterizarse, más con un conjunto sistemático de problemas, que con
respuestas claramente definidas. Así, entre los problemas fundamentales de este enfoque
tendríamos los siguientes:
1) Las formas de la transición: superación de la división social del trabajo,
planificación y gestión de las fuerzas productivas (tipo de desarrollo), ir más
allá de las relaciones mercantiles, diferenciación de las experiencias del
siglo XX (en primer lugar, la URSS);
2) Los caminos para la superación o desmontaje del estado (todo estado es
burgués) en aras de un “socialismo desde abajo” basado en el poder directo
y de base del pueblo, la cuestión de la “democracia participativa”;
3) La formación de “bloques de poder” o internacionalización del proceso
revolucionario: ruptura del unilateralismo imperialista norteamericano,
unidad e integración latinoamericana, hasta donde avanzar nacionalmente en
el socialismo.
Hay, por supuesto, cantidad de tópicos adicionales o subsidiarios de estos. Valga el
esquema anterior sólo como abrebocas de un gran programa de investigación. Lo
interesante del momento histórico es que la reflexión teórica no se hace en el aire, sino
relacionado con experiencias directas, con decisiones de gobierno en varios países de
América Latina, por lo que inmediatamente adquieren significación política y práctica, sin
dejar de necesitar abordar aspectos epistemológicos o de ajuste de cuentas con el
pensamiento de los clásicos del marxismo (socialismo del siglo XIX y XX).
Sea este libro un aporte, con la humilde intención introductoria, de todo este debate.
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