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NACIMIENTO DEL MOVIMIENTO OBRERO
Según el censo de 1860 existían en España 154.200 “jornaleros
en las fábricas”. De ellos, el 64% eran hombres y el resto mujeres y
niños, y aproximadamente 100.000 se concentraban en la industria
textil catalana. Si tenemos en cuenta que la población activa
totalizaba unos siete millones de personas, la proporción que
representaban los obreros industriales era ínfima, sólo significativa
en Barcelona, Madrid y el núcleo siderúrgico malagueño.
El proceso de concentración fabril se aceleró a partir de 1830.
El desarrollo de la industria del algodón y la primera siderurgia
hicieron afluir a las ciudades a miles de trabajadores agrícolas en
paro o que habían sido expulsados por la guerra o la expropiación de
sus tierras. El resultado fue una emigración masiva a las ciudades a
partir de los años cuarenta, que hizo crecer los barrios periféricos,
en donde se amontonaban los campesinos en paro con sus familias, a
la búsqueda de un empleo en la industria.
La situación de estos barrios era terrible: consistentes en
barracas y chabolas construidas precipitadamente, sin saneamiento
de ningún tipo, sin servicios de alumbrado ni limpieza, sin empedrar,
carentes de todo tipo de asistencia pública o privada, eran foco de
enfermedades infecciosas de todo tipo, entre las que la tuberculosis
y el cólera destacaron por sus efectos catastróficos.
Quienes podían encontrar empleo en la industria no tenían
mucha más suerte. Jornadas de 12 a 14 horas, trabajando sin
condiciones higiénicas, ni seguridad y sólo con el descanso
dominical. La vida media de los obreros catalanes era de 19 años,
frente a los 40 de la clase alta barcelonesa. Trabajaban por igual
hombres, mujeres y niños de hasta 6 y 7 años de edad. Los salarios
eran muy bajos y apenas permitían una alimentación consistente en
pan, Habichuelas y patatas. A las enfermedades infecciosas había
que añadir las sociales: el alcoholismo y las enfermedades venéreas.
El analfabetismo era general: afectaba al 69% de los hombres y al
92% de las mujeres.
Cuando se producía una crisis, las ventas caían en picado y
entonces los despidos se multiplicaban. El paro llevaba
inexorablemente al hambre y a la enfermedad. A menudo la
delincuencia era la única opción, por lo que se convirtió en otro de
los males endémicos de los barrios obreros. Para la clase alta tanto
daba hablar de obreros como de “vagos y maleantes”; numerosos
testimonios de la época denuncian como un peligro social las oleadas
de inmigrantes que llegaban a las ciudades. Y, efectivamente, los
médicos y escritores que se preocuparon de estudiar y denunciar las
condiciones de vida de estos barrios coincidían en asociar el elevado
índice de delincuencia a la miseria creciente, causada por las
condiciones insalubres, los bajos salarios, el analfabetismo, el trabajo
de niños, el paro y la continua inmigración, que amenazaba con
agravar más el problema.
Desde 1832 se incorpora a las fábricas el vapor, iniciándose la
mecanización. Como las máquinas permitieron eliminar una parte de
los puestos de trabajo, se produjeron algunos movimientos de
destrucción de maquinaria (luddismo), el más conocido de los cuales
fue el incendio de la fábrica Bonaplata en Barcelona (1835).
Curiosamente los asaltantes eran campesinos y pescadores que
buscaban trabajo en la industria, y fueron los propios trabajadores
de la fábrica quienes intentaron evitar el incendio. Pero, en general,
el luddismo apenas tuvo repercusiones en España.
En la década de los treinta y cuarenta fueron apareciendo los
primeros atisbos de organización, básicamente por dos vías: la
formación de sociedades de ayuda mutua y la difusión de las ideas de
los socialistas utópicos. En 1839 el gobierno permitió la creación de
sociedades obreras con fines benéficos o de ayuda mutua. Al amparo
de este permiso, en 1840 Juan Munts fundó la Sociedad de
Protección Mutua de Tejedores de Algodón, que dos años después
tenía 50.000 afiliados. Pronto proliferaron por todo el país
sociedades semejantes. Al principio sólo pretendieron defender los
salarios, sin llevar más lejos sus peticiones. Pero en 1844 los
moderados las prohibieron, y la mayoría de ellas pasó a la
clandestinidad.
En cuanto al socialismo utópico, fueron las teorías de Fourier y
de Cabet las que penetraron en España: en Cádiz, donde Joaquín
Abreu intentó montar un falansterio, que fue un fracaso, y en
Barcelona, donde Abdón Terradas y Narcís Monturiol organizaron
grupos cabetistas, que pronto se relacionaron con los republicanos.
También fueron llegando las teorías de Saint-Simon, Blanqui y
Proudhon, de la mano de escritores como Ramón de la Sagra o Pi y
Margall.
Hasta 1845, sin embargo, la mayoría de los obreros no
comprendían contra quién se enfrentaban sus intereses. Hicieron
causa común con sus patronos y se opusieron a los gobiernos
progresistas reclamándoles el mantenimiento del proteccionismo.
Atribuían erróneamente las crisis industriales y los bajos salarios a la
competencia inglesa. En aquellos años, las reivindicaciones eran muy
concretas: salariales, de seguridad en el trabajo, de horarios. Nadie
planteaba la necesidad de un sindicato o de un partido político. Fue a
raíz de los disturbios de 1848 cuando comenzaron a relacionarse las
reivindicaciones obreras con las ideas democráticas y republicanas.
Sólo unos pocos eran conscientes de la auténtica raíz de los
problemas. Fueron los líderes que en los años cuarenta se dedicaron
a publicar la primera prensa: Sixto Cámara, Fernando Garrido,
Ordax Avecilla o Francisco Pi y Margall. Fundaban un periódico,
publicaban varios números y, cuando era prohibido por el gobierno,
volvían a publicar otro de distinto nombre. Los más avanzados se
apartaron del progresismo, en el que veían la defensa de los
intereses patronales y no la de los obreros. En 1849 algunos de ellos
participaron en la fundación del partido demócrata.
Hay que esperar al Bienio progresista para que de forma
definitiva los trabajadores separen su movilización de la de los
patronos. Tras participar en la revolución apoyando a los
progresistas, el movimiento obrero cobró un gran desarrollo.
Durante todo el año se sucedieron las protestas contra la
generalización de hiladoras y tejedoras mecánicas (selfactinas), y los
disturbios llevaron frecuente choques en la calle contra las tropas.
En 1885 la conflictividad creció y la movilización obrera se extendió
a toda la ciudad de Barcelona. La respuesta gubernamental fue la
represión. El dirigente obrero José Barceló fue condenado
irregularmente y ejecutado. A raíz de ello, el 1 de julio estalló una
huelga general que paralizó la ciudad. Tras diez días de lucha en las
calles contra las tropas, los dirigentes obreros llegaron a un acuerdo
con el enviado de Espartero, el general Saravia, para mantener los
sueldos y los convenios colectivos hasta que las Cortes aprobaran
una nueva reglamentación laboral.
Dos líderes obreros fueron enviados a Madrid para exponer sus
quejas a los diputados. Pedían el reconocimiento del derecho de
asociación, la reducción de la jornada laboral a diez horas, el
mantenimiento de los salarios y el derecho de negociación colectiva;
también solicitaban el establecimiento de tribunales paritarios para
dirimir los conflictos. Pero el proyecto de Ley de Trabajo que
finalmente aprobaron las Cortes, era mucho más pobre y defendía en
la práctica los intereses patronales: establecía la media jornada para
los niños y un máximo de diez horas para los menores de 18 años,
limitaba las asociaciones al ámbito local y siempre que no rebasaran
los 500 miembros, legitimaba los convenios colectivos sólo en
empresas de menos de 20 trabajadores, y establecía Jurados para
arbitrar conflictos compuestos exclusivamente por patronos.
La conflictividad siguió aumentando, por tanto, en el año 1856.
En mayo se produjo una nueva oleada de protestas ante el intento
patronal de aumentar la jornada de los sábados. El clima se fue
deteriorando en todo el país hasta que el golpe de Estado de julio
desencadenó el levantamiento de barricadas y el combate en la calle
contra los golpistas. En Madrid y Barcelona fueron quienes llevaron
el peso de la lucha, que produjo cerca de 500 muertos. Con la vuelta
de Narváez fueron prohibidas de nuevo las asociaciones obreras.
El resultado del Bienio fue demostrar a los trabajadores que el
partido progresista defendía los intereses de los patronos. En
adelante el movimiento obrero se politizó abiertamente y sus
dirigentes pasaron a apoyar al partido demócrata y a los
republicanos. Estos incorporaron algunas reivindicaciones obreras a
su programa. No obstante, la acción obrera disminuyó durante los
años de la Unión Liberal, en parte, por la dura represión de Narváez
y O’Donnell, en parte, porque estos supieron desviar la atención
hacia los conflictos exteriores, y en parte por la bonanza económica
de aquellos años, que permitió cierta prosperidad en las zonas
industriales e hizo disminuir el paro.
A partir de 1863 volvieron las movilizaciones de la clase
obrera, ahora abiertamente politizadas. Sus dirigentes y los
intelectuales próximos a sus inquietudes participaron activamente en
las sucesivas conspiraciones que demócratas y republicanos
intentaron organizar contra el régimen de Isabel II. La represión
gubernamental descargó principalmente sobre ellos y sobre la
prensa obrera.
En la revolución de 1868 fue decisiva la participación de los
trabajadores industriales. Será la decepción posterior a la revolución
de 1868, el olvido por parte de los demócratas de sus
reivindicaciones, lo que empuje al movimiento obrero hacia el
sindicalismo y la formación de partidos específicamente socialistas.
RESTAURACIÓN
Tras la Restauración, el movimiento obrero había pasado a la
clandestinidad. Escindido ya claramente en dos corrientes
diferentes, socialista y anarquista, esta última se reorganizó muy
lentamente, de forma que, aunque podían actuar abiertamente desde
1881, apenas alcanzaban un nivel mínimo de organización con la
Federación de Trabajadores de la Región Española. Aunque la
implantación del anarquismo era notable en Aragón, Valencia y
Andalucía, tanto en las fábricas como entre los jornaleros, las
divisiones internas, la escasa organización y la represión policial
hicieron que a finales de los años ochenta los obreros y campesinos
anarquistas se inclinaron por un activismo predominantemente
sindical y reivindicativo, mientras los más radicales optaban por la
“acción directa”, es decir, la huelga violenta o el atentado.
De hecho, la última década del siglo y la primera del siglo XX
se caracterizaron por una oleada de atentados contra reyes,
presidentes y jefes de gobierno de toda Europa. La respuesta de las
autoridades no hizo sino alimentar una dinámica de acción-represión
continua. En 1893, Martínez Campos sobrevivió a un atentado, pero
la ejecución del autor fue respondida meses después con una bomba
que causó veinte muertos y docenas de heridos en el Liceo de
Barcelona. Otro atentado sangriento, en 1896, derivó en el llamado
proceso de Montjuich, un proceso lleno de irregularidades y de falsas
confesiones obtenidas mediante tortura, que acabó con la ejecución
de los supuestos culpables. La represalia fue el asesinato de Cánovas
en 1897. Alfonso XIII salió ileso en dos atentados, en 1905 y 1906, y
Canalejas moriría en 1912. Esta táctica de los más radicales sirvió
para etiquetar de violento a todo el anarquismo, convertido en el
terror de las clases medias, y contribuyó a agudizar el
enfrentamiento de clases en las regiones en que, como Cataluña o
Andalucía, era más fuerte el movimiento.
La otra gran tendencia del movimiento obrero fue la marxista,
que ya desde 1870 tenía en Madrid su principal arraigo. Después de
la represión de 1874, los socialistas madrileños se reorganizaron en
torno al núcleo de los tipógrafos, sector numeroso en Madrid, donde
se concentraba la prensa y el mundo editorial. Fueron ellos quienes ,
junto a algunos intelectuales y otros artesanos (un total de 25
personas), fundaron en mayo de 1879, en una taberna de la calle
Tetuán , el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Una comisión
encabezada por Pablo Iglesias y Jaime Vera, redactó el primer
programa, aprobado el 20 julio, y que se b asaba en tres objetivos
fundamentales:
1. La abolición de las clases y la emancipación de los
trabajadores.
2. La transformación de la propiedad privada en propiedad
social o colectiva.
3. La conquista del poder político por la clase obrera.
El programa incluía, además, una larga lista de reivindicaciones
políticas y de carácter laboral, que pretendía la mejora de las
condiciones de vida de los obreros.
A lo largo de los años ochenta el PSOE fue definiendo aún más
su programa, de clara inspiración marxista. La creación en 1881 del
Comité Central permitió completar su organización, al tiempo que
ampliaba sus bases. En 1888, cuando ya había agrupaciones
socialistas en las principales ciudades del país, se fundó en
Barcelona la Unión General de Trabajadores (UGT), un sindicato de
inspiración socialista. Unos días después tuvo lugar, también en
Barcelona, el Primer Congreso del PSOE. Allí se constituyó ya como
organización nacional y adoptó el sistema de congresos periódicos
para definir su línea ideológica y su táctica. Pablo Iglesias era ya su
líder indiscutible. A partir de 1888 se marcará la línea divisoria clara
entre el Partido, con objetivos políticos, y el sindicato UGT, cuya
función reivindicativa e inmediata era la defensa de los trabajadores
en la sociedad capitalista.
En 1890 se celebró por primera vez el 1º de Mayo, siguiendo la
consigna de la II Internacional. Se produjeron manifestaciones
numerosas, como la de Madrid, que convocó a unas 20.000 personas.
En Bilbao se prolongó, ante los despidos de los líderes, en una
huelga general que obligó al capitán general a negociar y a asentar a
los patronos con los dirigentes obreros.
Desde aquel año el PSOE comenzó a presentar candidatos a las
elecciones, y en las municipales de 1891 por vez primera cuatro
concejales fueron elegidos en las grandes ciudades. El éxito, que
contrastaba con su escasa influencia en el campo, sirvió al partido
para catapultarse y presentarse como organización que aspiraba al
poder. La guerra de Cuba afianzó aún más su posición: los socialistas
se opusieron al servicio militar discriminatorio y denunciaron la
guerra como imperialista y antisocial. El hecho de no tener ninguna
responsabilidad en el desastre de 1898 sería decisivo para
popularizar la imagen del partido y aumentar espectacularmente su
afiliación entre 1899 y 1902.
También intentaron organizarse en ese final de siglo
movimientos obreros de inspiración católica, a partir de la encíclica
Rerum Novarum de León XIII, que tras denunciar al socialismo y
hacer una moderada crítica del sistema capitalista, animaba a
encauzar a través del Evangelio los intentos de mejorar la vida de la
clase obrera. Sin embargo, las organizaciones católicas apenas
arraigaron, porque a finales del siglo era muy difícil que obreros y
jornaleros relacionaran al cristianismo con las reformas sociales. De
hecho, el principal sindicato católico, con cierta implantación entre
los agricultores de Castilla, estaba presidido por un senador del
Partido Conservador y tenía entre sus dirigentes a varios miembros
de la nobleza.
Desarrollo del movimiento obrero en el S. XX: partidos y
sindicatos
Una característica importante en la sociedad española del
primer tercio del siglo XX, es sin duda el crecimiento de las
organizaciones obreras y su capacidad de movilización. En ese
proceso tuvo un peso importante, como ya se ha comentado con
anterioridad, la guerra de Cuba y el Desastre, ya que tanto en la
campaña de prensa y en las movilizaciones contra las quintas y
contra la propia guerra, los dirigentes socialistas habían tenido un
protagonismo especial.
Desde 1902 los conflictos se recrudecieron: huelga general ese
año en Barcelona, huelga minera en Bilbao y de los campesinos
andaluces en 1903, nueva huelga en Bilbao en 1906. Mientras los
sindicatos de tendencia anarquista optaban por la huelga como
forma habitual de lucha, los dirigentes socialistas prefirieron
convocarlas como último recurso, con el objetivo de ganar la mayor
cantidad posible de ellas. Por ello se opusieron a la huelga de 1902,
lo que sirvió para reafirmar el dominio anarcosindicalista entre la
clase obrera catalana. Por el contrario, el éxito de la huelga de 1903
en Bilbao, dirigida por la UGT, sirvió para convertir los barrios
obreros vizcaínos en feudo casi exclusivo de los socialistas. En 1905,
el PSOE consiguió un importante éxito en las elecciones municipales,
obteniendo 75 concejalías en varias ciudades, entre ellas Madrid.
En Cataluña, el PSOE y la UGT tenían escasa implantación;
entre los obreros predominaba la ideología anarquista, pero esa
tendencia estaba escasamente articulada en asociaciones o
sindicatos. En 1907 se creó Solidaridad Obrera, que, aunque en
principio no consiguió reunir al conjunto de la clase obrera
barcelonesa, jugo un papel importante durante La Semana Trágica
de Barcelona. Solidaridad Obrera, convocó una huelga general en
Barcelona, para el día 26 de julio (1909) como respuesta a la actitud
del gobierno (había decidido poner en marcha el plan de
movilización de reservistas en el conflicto marroquí), y la UGT se
sumó. Las noticias del desastre del Barranco del Lobo, que causó
más de 1.200 bajas, coincidieron con el inicio del paro, que fue total
en la ciudad.
Las consecuencias de La Semana Trágica fueron importantes
para el movimiento obrero. El PSOE convocó una gigantesca
manifestación de más de 100.000 personas en Madrid, en la que
participó toda la izquierda para protestar contra la represión del
gobierno Maura. En diciembre, la Conjunción republicano-socialista
obtuvo 25 concejales en la capital, tantos como los partidos del
turno, y en la primavera siguiente consiguió colocar en las Cortes al
primer diputado socialista, Pablo Iglesias. En 1911 otra huelga
general sacudió el norte de España, y en 1912 fueron los ferroviarios
los que forzaron al Gobierno a militarizar el servicio, sin que ello
sirviera para desactivar el conflicto. En enero de 1913, la UGT
rondaba los 150.000 afiliados, mientras que el PSOE contaba con
unos 14.000 militantes. La implantación del socialismo era mayor en
Asturias, País Vasco, Madrid y amplias zonas del campo andaluz.
Los sindicatos anarquistas habían sido duramente perseguidos
por los sucesivos gobiernos, bajo el pretexto de los numerosos
atentados que jalonaron la década de 1890. A pesar de ello, contaban
con unos 50.000 trabajadores hacia 1900. En 1910 se convocó un
congreso en Barcelona, y de él salió la decisión de crear la
Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada formalmente en
septiembre de 1911. Para entonces, UGT había abandonado ya
Solidaridad Obrera. El nuevo sindicato anarquista agrupaba a unos
26.000 afiliados de los que casi 12.000 eran catalanes; declaraba la
huelga general revolucionaria como instrumento básico de lucha y
rechazaba la participación en la vida política. Su papel estelar en la
huelga general de 1911 serviría al gobierno de Canalejas para
declararla fuera de la ley, circunstancia que perduró hasta 1914.
La otra vía de asociación obrera eran los sindicatos católicos.
Su germen estuvo en los Círculos Católicos creados en los años
noventa, en torno a líderes de la oligarquía, como el marqués de
Comillas, que buscaban organizar las reivindicaciones obreras al
margen del marxismo y del anarquismo. En realidad, los sindicatos
católicos funcionaron más como cooperativas que como asociaciones
reivindicativas, y arraigaron sobre todo en las regiones del Norte, del
minifundio y de la pequeña propiedad campesina: Galicia, Castilla,
Rioja y Navarra. Desde 1906, la Ley de Sindicatos Agrícolas les dio
un marco legal. En 1917, se agruparon en la Confederación Nacional
Católico-Agraria, que agrupaba 1.500 sociedades y unos 20.000
afiliados. Los intentos de organizar sindicatos católicos libres, ajenos
al control de la Iglesia, fracasaron.
La I Guerra Mundial actuó como catalizador de las luchas
sociales. El resultado fue un aumento constante del número de
huelgas, que creció desde 169 en 1915 hasta 306 en 1917. A ello hay
que añadir la radicalización en las reivindicaciones y la toma de
postura política en el caso de los socialistas, que condujo a la
organización de la huelga general de 1917, como momento
culminante del proceso.
Entre 1918 y 1921, y en menor medida hasta 1923, asistimos a
los años más virulentos de la lucha de clases de aquella etapa. La
recesión inmediata a la terminación de la guerra europea provocó un
enfrentamiento radical entre las asociaciones patronales,
endurecidas por la caída de los negocios, y unos sindicatos que
habían salido reforzados de la huelga de agosto de 1917. En 1919 se
declararon, según cifras del Instituto de Reformas Sociales, 895
huelgas, y en 1920, 1.060, que totalizaron nada menos que 8.887 y
18.154 jornadas perdidas respectivamente. Y un dato más
significativo aún: en más del 80% de ellas, los sindicatos obtuvieron
éxito en sus reivindicaciones. A la masiva afiliación (715.000
afiliados a la CNT en diciembre de 1919, y 211.000 a la UGT en
1920) se unió la radicalización de los programas reivindicativos y,
sobre todo, la maduración en las formas de organización y en la
capacidad de negociación de los líderes obreros.
Otro hecho significativo fue, además, el espectacular
crecimiento de la lucha de los jornaleros, que en 1918 llegaron a
paralizar el trabajo en el campo andaluz y extremeño.
Ante la inoperancia gubernamental, primero las autoridades
militares, y luego la propia burguesía catalana iniciaron la dinámica
de represión y de radicalización violenta. Los tres años siguientes
están marcados en Barcelona y en otras ciudades del país por los
enfrentamientos callejeros entre los pistoleros de la patronal y los
sectores más radicales del anarquismo. Los numerosos asesinatos y
la aplicación de la llamada ley de fugas por las fuerzas del orden
acabaron por debilitar a los sectores sindicales, especialmente de la
CNT.
Mientras esto sucedía en el ámbito sindical, el PSOE, que en
1918 conseguía colocar 6 diputados en las Cortes, experimentaba sin
embargo una fuerte crisis interna y una división entre sus dirigentes
en torno a la posibilidad de sumarse o no al movimiento comunista.
En 1917 la revolución había triunfado en Rusia, y en marzo de 1919
el gobierno comunista decidió organizar la III Internacional, la
llamada KOMINTERN, a la que invitó a sumarse a los partidos
socialistas de todo el mundo. En el PSOE se acogió con entusiasmo el
triunfo de la revolución rusa, pero pronto las bases se dividieron
entre los partidarios de continuar adscritos a la Internacional
Socialista, y los llamados terceristas. En diciembre de 1919, en un
Congreso extraordinario, 14.000 votos inclinaron la balanza hacia los
primeros, pero enfrente quedaron 12.500 favorables al ingreso en la
KOMINTERN.
A partir de este momento, se producirá la escisión en el seno
del socialismo. En abril de 1920 las Juventudes Socialistas decidieron
pedir su ingreso en la III Internacional, y meses después, tras un
nuevo Congreso fallido, el PSOE decidió enviar una comisión a Rusia.
El informe de Fernando de los Ríos, que denunciaba la falta de
libertades del sistema bolchevique, inclinó definitivamente la opinión
del Partido contra el régimen comunista. Los terceristas
abandonaron el PSOE, y en noviembre de 1921 fundaron el Partido
Comunista de España (PCE), Sección española de la Internacional
Comunista. Curiosamente, el PSOE, que perdió muchos militantes en
la escisión, consiguió un enorme éxito electoral en 1923, alcanzando
7 diputados, y la victoria en Madrid.
Durante la Dictadura, el movimiento obrero quedó adormecido.
El cansancio de años de huelgas, la relativa mejora de las
condiciones de vida a partir de 1921, y la lucha violenta entre
anarcosindicalistas y pistoleros, habían desarmado a los sindicatos,
que nada hicieron por oponerse al golpe. El PSOE y la UGT fueron
tolerados por el Dictador, pero su actuación fue tibia, prefiriendo
permanecer a la expectativa. De hecho, las organizaciones socialistas
se dividieron entre quienes eran partidarios de colaborar con el
régimen y quienes, como Fernández de los Ríos o Indalecio Prieto, se
negaban a ello. Al principio se impusieron los primeros, y el
sindicalista Largo Caballero entró en el Consejo Nacional del
Trabajo; pero tras la muerte de Pablo Iglesias en 1925, Julián
Besteiro pasó a dirigir el partido, y poco a poco los partidarios de
oponerse al régimen acabaron imponiendo sus tesis: en 1929 el
PSOE era firme partidario de la República. La colaboración, en todo
caso, no había perjudicado a la UGT, que a comienzos de 1930
contaba con 277.000 afiliados.
El anarquismo permaneció debilitado por el enfrentamiento
entre quienes proponían la lucha pacífica, con Ángel Pestaña a la
cabeza, y quienes defendían la insurrección armada, una vez que el
terrorismo había demostrado su inutilidad. Estos últimos fundaron
clandestinamente en 1927 la Federación Anarquista Ibérica (FAI),
que tan gran influencia tendría bajo la República. El PCE, pese a
aumentar continuadamente su afiliación en aquellos años, aún no
tenía fuerza suficiente, en 1930, como para inquietar a las clases
dirigentes.