Mis sentenciasejemplares
Emilio Calatayudy Carlos Morán
IlustracionesEnrique Ruiz Juristo
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Dedicatorias y agradecimientos ....................... 9
Prólogo, José Chamizo de la Rubia .................. 15
Perfil: el juez que se atreve ............................. 19
PRIMERA PARTENacer con estrella o estrellado,
una autobiografía ........................................ 45
SEGUNDA PARTEEl juzgado: anécdotas y sentencias
ejemplares ................................................. 75
TERCERA PARTEDelitos y problemas mayores que me han
impresionado ............................................. 169
CUARTA PARTETierras de Oria (Almería), centro de reforma ....... 265
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Índice
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EPÍLOGO
El haz y el envés ........................................... 303
APÉNDICES ..................................................... 305
1. «La charla» ............................................... 307
2. El decálogo para hacer delincuentes ............ 327
3. Agradecimiento a Granada ........................ 331
4. La Ley del Menor ....................................... 337
5. Un récord: cuarenta y dos juicios en una mañana ...................................... 343
6. Los premios ............................................... 347
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L a Justicia es una acción pública de educar.Corregir los
comportamientos que entendemos contrarios a un
modelo de convivencia social.Así lo he creído toda mi
vida, y mantengo —junto a otros colectivos implicados—
una firme esperanza en no perder el alcance ejemplar y
formativo de cualquier sistema penal.
Si ello es así para sujetos adultos, qué decir de quienes
son personas que no han alcanzado la mayoría de edad.
Este elemento cronológico motiva que limitemos sus capa-
cidades para distintos aspectos de su vida cotidiana; y, de la
misma manera, también condiciona el modo y alcance de
dirimir las responsabilidades de determinadas acciones que
realicen como menores.
Las personas que son menores de edad crecen, asimilan,
descubren y, sobre todo, se equivocan. Esto también lo
hacemos los mayores, pero en el caso de personas jóvenes,
casi diría que aprender es su obligación vital. Caminamos
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Prólogo
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tropezando y, a veces, esos errores alcanzan una trascenden-
cia que exige una respuesta correctiva y educadora. Esos
fallos explican una reacción institucional basada en una
concepción formativa y en la esperanza en lograr la asimi-
lación de criterios, valores y principios por quienes han
infringido las normas de convivencia.
Nos hemos empeñado en arbolar una sociedad compli-
cada, cargada de tensiones, con profundos cambios en las
estructuras donde hasta hace poco se desarrollaba la evo-
lución formativa de la juventud.Hoy, las familias han cam-
biado; los papeles de padres y madres se han modificado e
intercambiado muchos roles y funciones; la familia exten-
sa casi ha desaparecido, pero se aprovechan las figuras de
abuelas y abuelos sin ofrecerles su merecido rango; las rela-
ciones con educadores se realizan desde un soporte aleja-
do de criterios de mera jerarquía y obediencia. Cada vez
aparecen más sujetos que interfieren en los mensajes de
formación de valores. Brotan por doquier algunos comu-
nicadores escondidos entre la maraña de contenidos que
se ofrecen con las nuevas tecnologías de la comunicación.
Y no podemos pensar que los efectos, buenos y menos
buenos,de estos cambios van a pasar desapercibidos por las
personas que aprenden día a día la vida con sus ventajas y
riesgos.
Desarrollamos una existencia desquiciada y construimos
una sociedad heredera de contradicciones y cambios que
embeben el desarrollo de los más jóvenes.Chicos y chicas
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no son ajenos a esta colectividad que dista mucho de ser
un ejemplo de sanos valores y actitudes coherentes.
¿Son excusas? No, en absoluto: son condiciones que se
expresan en la trayectoria de muchas de estas personas que
un día cualquiera pueden verse involucradas en un proble-
ma serio.Un mal consejo, el ejemplo inadecuado, la obse-
sión por acaparar de la manera más fácil, pueden llevar a
una persona joven a cometer una tropelía que necesita su
cumplida respuesta.
El error se debe corregir y la ignorancia merece el
aprendizaje. Con estos criterios —y muchas más cosas—
nos hemos propuesto dotar a esta convulsa sociedad de
un sistema de responsabilidad penal de menores moder-
no y capaz. Hablamos de la ley como expresión esencial
de este sistema, y de los recursos que, con más volunta-
rismo que efectividad, están previstos para el desarrollo
de las normas.
Pero, sobre todo, deseo destacar la implicación personal
de muchos hombres y mujeres profesionales que son un
ejemplo de compromiso en una tarea que, si sigue adelan-
te, es por la particular atención de estas personas.
Una es Emilio Calatayud. Sé que acostumbra a recor-
darnos el alcance del trabajo en equipo que tiene su labor.
Recuerdo muchas afirmaciones suyas en las que escucho
a un convencido de la educación y de la persuasión como
los mejores argumentos para ejercer su función.Y, permí-
tanme que les diga que comparto esa vocación que le
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Prólogo
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mueve a implicarse impregnando el alma en cada asunto
que toma.
Este libro, enhebrado por Carlos Morán, que tengo el
gusto de prologar es un relato de trabajo y de responsabi-
lidad, un hermoso reflejo del compromiso de quien desti-
la el ejemplo de una autoridad que prefiere colgar la toga
para mirar a los ojos a los que llegan ante su despacho.Lean
la experiencia de quien ha sabido transformar el poder per-
sonificado del Estado en la voz sensata de un buen padre
de familia.
Con ello sólo no basta; pero tranquiliza saber que Su
Señoría ejerce, desde su vocación certera, sentido común
y honestidad para repartir oportunidades a quienes las
merecen más que nadie.
JOSÉ CHAMIZO DE LA RUBIA
Defensor del Menor de Andalucía
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Rebelde con causas
Emilio Calatayud es un conservador que organiza revolu-
ciones a diario. Si utilizamos un símil gastronómico para
describir su personalidad, su faceta privada, él pertenecería
a la cofradía del puchero.Sota, caballo y rey.Un buen coci-
do con todos sus «sacramentos» y que le den por ahí a la
nouvelle cuisine. En el ámbito profesional, en cambio, es tan
osado como Ferrán Adrià, por continuar con la analogía
culinaria. Siempre ha sido así. En el don Emilio maduro
sigue viviendo el adolescente que fue: un chaval penden-
ciero, divertido, audaz y un tanto atolondrado. La toga no
ha sido una cárcel;ni las puñetas que blanquean sus muñe-
cas, unos grilletes. La solemnidad del cargo no ha enterra-
do sus genes traviesos. Dos en uno. Quizá ahí resida
el secreto de su ancha y larga popularidad. Es el padre y el
hijo… pero no el espíritu santo, que quede claro. Don
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Perfil:el juez que se atreve
(El magistrado que cerró su tribunal… y la Alhambra)
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Emilio es buena persona, pero no un beato o un bendi-
to.En una entrevista le preguntaron si alguna vez había juz-
gado con resaca.Respuesta: «Digamos que salgo de vez en
cuando y me tomo una cerveza o más,como todo el mun-
do.Y en alguna ocasión puedes acabar perjudicado, como
todo el mundo».
Tampoco es don Emilio un héroe, un iluminado o un
visionario que conoce todas las respuestas.A pesar de su
voz de trueno, es un señor sensible y con don de gentes.
Su despacho es una especie de gabinete psicopedagógico,
un diván en el que, un día sí y otro también, se tumban
papás y mamás que son incapaces de gobernar el timón de
sus vidas. Sus niños se han rebelado y han tomado la Bas-
tilla. Don Emilio escucha y aconseja. Ha entendido como
nadie que él es el representante de un poder del Estado,
pero también un servidor público, que, si me apuran, es lo
esencial.
Él es así, pero no alardea de ello. Su lado amable y soli-
dario es tan desconocido como su rostro protestón e
inconformista. Es altamente probable que Emilio Calata-
yud sea el juez español que en más ocasiones y con más
intensidad se ha enfrentado a la pétrea —cada vez menos,
afortunadamente— jerarquía judicial.Lo que ocurre es que
él no corre a contárselo a los medios de comunicación (si
lo hubiese hecho, se habría ganado más titulares que un
futbolista de relumbrón o una estrella del cinematógrafo).
Aunque pueda parecer lo contrario, la fama le trae sin cui-
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dado. Cuando cree que está ante una injusticia, se queja y
punto.Sabe que habrá consecuencias,no es un inconscien-
te, pero no se calla. Es un juez que se atreve. Ha sido su
seña de identidad desde que estrenó la toga, allá por el año
1980.
Una advertencia antes de seguir: todo lo que van a leer
a continuación es rigurosamente cierto. El periodista no
ha inventado nada.Lo que se cuenta es don Emilio en esta-
do puro. Ni más ni menos.
Primer destino: Güímar (Tenerife)
Decíamos que Emilio Calatayud estaba listo para ejercer el
noble oficio de impartir Justicia en 1980 (era un crío recién
entrado en la veintena). Su primer destino como juez de
Distrito —una figura que ya no existe: su papel era igual
al del juez de Instrucción, pero en un ámbito geográfico
más reducido— fue la localidad tinerfeña de Güímar. De
la España mesetaria, donde el mar no se puede concebir
—que decía Sabina—, a una isla en mitad del océano.Así,
sin anestesia ni nada.
Antes de establecerse en su ínsula, contrajo matrimonio
con Azucena, su novia de toda la vida, que era una aplica-
da estudiante de primero de Farmacia. Fue el día 10 de
enero de 1981 en El Villar de Arnedo, La Rioja (de don-
de era natural su prometida).Total, que el juez bisoño y su
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Perfil: el juez que se atreve
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cónyuge universitaria se instalaron en Tenerife unos días
antes de que Antonio Tejero, teniente coronel de la Guar-
dia Civil, entrase en el Congreso de los Diputados y gri-
tara aquello de «¡Todo el mundo al suelo!». El 23-F es una
de esas fechas que quedan grabadas a fuego en la memo-
ria: todo el mundo recuerda exactamente qué es lo que
estaba haciendo ese día (lo mismo ocurre con el 11-S o el
11-M).Don Emilio no es una excepción: cuando «el Teje-
razo», aguardaba a que Azucena saliera de su primer día de
clase en la Facultad de Farmacia de la Universidad de La
Laguna. Había encendido la radio del coche para entrete-
ner la espera y por ahí le llegó la noticia de la asonada.
Tiempos revueltos recibieron al juez novato.
A los nervios propios de las primeras veces, se sumó un
problema pintoresco: las dependencias del juzgado que le
había tocado en suerte solían estar a oscuras más de lo que
sería deseable. La razón: las bombillas se fundían y nadie
enviaba repuestos. Un imponderable prosaico si se quiere,
pero muy molesto e irritante. Don Emilio se hartó de
reclamar bombillas a la Audiencia Territorial —salvando las
distancias, un órgano que cumplía unas funciones simila-
res a las que ahora desempeñan los tribunales superiores de
las comunidades autónomas—, pero no le acompañó el
éxito en sus gestiones.Así que un día que los representan-
tes del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) —el
gobierno de los jueces— tuvieron a bien acercarse por
Güímar, don Emilio les recibió entre tinieblas, en medio
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de una noche artificial fruto de la desidia, la holgazanería
o una sobredosis de burocracia.Vaya usted a saber. Como
era de prever, los inspectores llegados de Madrid se intere-
saron por el origen del apagón y don Emilio dio pelos y
señales.
Se conoce que los «jefes» quedaron vivamente impre-
sionados con las explicaciones porque, poco después, lle-
garon las bombillas y nunca volverían a brillar por su
ausencia.
La falta de luz no era el único obstáculo que dificulta-
ba el funcionamiento del tribunal de don Emilio.Los ense-
res del juzgado, ya de por sí decrépito, eran escasos y esta-
ban destartalados.Él,que es hombre de recursos y no tenía
paciencia para esperar a la siguiente visita de los represen-
tantes del CGPJ,pidió a un empresario hotelero,cuyo esta-
blecimiento había quebrado —entonces también había
crisis—, que le cediera los trastos que ya habían dejado de
servirle y cuyo destino era el vertedero. El hombre aceptó
y el aspecto del juzgado mejoró sensiblemente.
Lo dicho: don Emilio es un eficaz improvisador. No se
arruga ante las dificultades o la falta de medios. En reali-
dad, se crece. He aquí otro ejemplo. Estando en un bar de
Güímar, le sorprendió el aviso de que tenía que levantar el
cadáver de una persona que se había precipitado por un
acantilado. El cuerpo, desmadejado y roto, estaba en una
zona de difícil acceso. Corría prisa llegar hasta él y los ser-
vicios oficiales de rescate tardarían lo suyo en viajar hasta
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el lugar de los hechos.Don Emilio recurrió entonces a res-
catadores «oficiosos»: los clientes de la tasca con los que
compartía barra, un grupo de paisanos que conocían el
terreno y tenían el arrojo suficiente para recuperar los res-
tos mortales de la infortunada víctima.
Los singulares voluntarios cumplieron a la perfección
con el encargo y el juez se lo agradeció con una ronda de
cervezas.No será una solución muy ortodoxa,pero sí rápi-
da, efectiva y barata. Como tiene que ser.
Durante su estancia en Tenerife, don Emilio tuvo algún
que otro topetazo más con sus superiores inmediatos. El
recién llegado quería dar clases de Derecho en la univer-
sidad en calidad de profesor asociado, una práctica muy
común entre sus compañeros de profesión. Sin embargo,
no le dejaron. Las razones, según suele recordar el propio
Emilio Calatayud, nunca estuvieron claras. En realidad, él
sospecha que no había ninguna: si acaso,prejuicios alimen-
tados por su casi insultante juventud. No se conformó.
Recurrió la decisión por arbitraria y ganó. Otros en su
misma posición quizá hubiesen preferido callar, esperar a
dejar de ser novatos para poder acceder a los privilegios
reservados a los veteranos. Don Emilio, no. Presentó bata-
lla y venció.
Igual es mucho decir, pero me imagino que los jerarcas
de la Justicia canaria suspiraron aliviados cuando aquel
revoltoso juez de Distrito obtuvo un destino en la España
peninsular, concretamente en Granada. En cuatro años les
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había proporcionado una buena ración de dolores de cabe-
za con sus reivindicaciones, que nunca fueron gratuitas o
caprichosas. El caso es que, en febrero de 1984 y movido
por cuestiones familiares, pidió el traslado al Juzgado de
Distrito número tres de la ciudad de la Alhambra, la villa
que acabaría siendo su hogar definitivo y donde su carác-
ter, iniciativas e ideas seguirían dando que hablar. Porque
el cambio no cambió a don Emilio, valga la redundancia.
Su carácter indómito no se apaciguó ni un ápice.Más bien,
al contrario.
Granada: más problemas de intendencia
Su juzgado —y todos los de Granada, además del Colegio
de Abogados y otros organismos— estaba ubicado en el
histórico edificio judicial de la Real Chancillería (en 2005
se cumplió el quinto centenario de su existencia), un
imponente palacete que preside la pintoresca Plaza Nue-
va (el corazón bohemio de Granada), mira de cara a la
Alhambra y es vecino del Paseo de los Tristes, una calle de
adoquín que discurre junto al río Darro y que alguien defi-
nió como los doscientos metros más bellos del mundo.
Y no sin razón.
La Chancillería —en cuyo interior se guarda el garrote
vil con el que se cree que el verdugo ajustició a la heroí-
na liberal Mariana Pineda— está hoy más desahogada en
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cuestión de espacio: «solamente» sirve de sede al Tribunal
Superior de Justicia de Andalucía, a la Fiscalía Superior y
a la Audiencia Provincial. En cambio, cuando don Emilio
aterrizó en Granada, la cosa estaba bastante más apretada.
En la Chancillería convivían juntos y revueltos decenas y
decenas de juristas, funcionarios y picapleitos.El inmueble
era él solito eso que ahora se llama pomposamente una
«Ciudad de la Justicia» y que suele ocupar varias hectáreas.
Vamos,que allí no se cabía, lo que demuestra que cualquier
tiempo pasado no siempre fue mejor.
El tribunal de don Emilio estaba situado junto a la cal-
dera de la calefacción de la Chancillería, que, para más
señas, se alimentaba de carbón. Bueno, la expresión «jun-
to» es demasiado generosa. Es más correcto decir que el
despacho del juez y la mencionada caldera eran lo mismo.
Cada vez que venía el carbonero con su cargamento de
combustible mineral, don Emilio tenía que ausentarse
durante una mañana entera,pues la boca de la caldera esta-
ba justo detrás de su sillón. Difícil imaginar una estrechu-
ra más ancha, valga la paradoja (hoy hay cuatro edificios
judiciales en Granada, alguno de ellos de unas dimensio-
nes muy importantes, y sigue faltando espacio: así que lo
de la Chancillería en la década de los ochenta del siglo
pasado debía ser como meter a un luchador de sumo en
un ceñido pantalón pitillo).
Quizá fue en alguno de aquellos momentos de absen-
tismo forzado por la llegada del carbonero cuando don
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Emilio se acercó a presentar sus respetos a Pedro Joya, un
secretario judicial que, a diferencia del mundo plagado de
sexagenarios que le rodeaba, era un veinteañero como él.
Esa afinidad, que certificaron con un par de cervezas, se
transformó pronto en una profunda amistad que ahora
mismo sigue tan viva como ayer.
Don Pedro, que en 1990 entró en la carrera judicial y
actualmente es el magistrado de Vigilancia Penitenciaria de
Granada, es una de las personas que, amablemente, nos ha
prestado sus recuerdos para construir este perfil que ahora
tiene ante sus ojos.
Don Pedro, que es un señor prudente y poco dado a
organizar follones, también ha sido siempre el «Pepito Gri-
llo» de Emilio Calatayud, su conciencia crítica, el angelito
que aparecía junto a la sien del juez revoltoso en los
momentos complicados y le pedía moderación. Eso sí, en
la mayoría de los casos, con nulo éxito. El diablillo que
habitaba en la otra sien,el que renegaba del sosiego y recla-
maba caña, solía ganar la partida.
Los jóvenes Emilio y Pedro congeniaron también con
otros dos novatos recién llegados al entonces sacralizado
mundillo de la Justicia de provincias: eran María Luisa
Mellado —secretaria judicial que sigue ejerciendo el car-
go en Granada— y su colega de profesión José Luis de
Benito, un castellano de Zamora que era el «rojo» oficial
de la pandilla y actualmente es el jefe de gabinete de la
ministra de Defensa,Carme Chacón (anteriormente lo fue
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de José Antonio Alonso, hoy portavoz del PSOE en el
Congreso de los Diputados y antes ministro de Interior y
Defensa).
La conducta de aquel cuarteto juvenil poco o nada tenía
que ver con el ceremonioso y adusto comportamiento del
resto de sus compañeros, que ya peinaban canas. Los nue-
vos,para escándalo de sus mayores,viajaban en vespa,a veces
iban al trabajo ¡sin corbata!, se quejaban de sus sueldos en
los bares y hasta comentaban en voz alta —y entre risota-
das— lo acontecido en el capítulo semanal de un culebrón
que hacía furor en aquella época: El pájaro espino, un serial
protagonizado por Richard Chamberlain que narraba las
peripecias de una cura católico que se había enamorado
perdidamente de una mujer tan candorosa como bella.
Los veteranos no entendían nada.Y eso que lo mejor
estaba aún por llegar.
Don Emilio empezó a tener problemas en el juzgado y
su ánimo se encendió (y no precisamente por la cercanía
de la caldera de la calefacción). En su tribunal no había
manos suficientes para sacar adelante el trabajo. Los fun-
cionarios iban y venían, pero no se quedaban. El joven
jurista,harto de que sus peticiones de refuerzos cayeran en
saco roto, se cansó de esperar y colocó un cartel en la puer-
ta de su juzgado que rezaba así: «Cerrado por falta de per-
sonal» (la clausura afectaba exclusivamente a la sección ci-
vil del tribunal, lo cual no quitaba mérito a la insólita
acción del togado).
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Como era previsible, el incidente trascendió y dio la
vuelta a España. Periodistas de todo el país querían saber
qué había detrás de aquel letrero.El interés informativo de
la ocurrencia de don Emilio era obvio: nunca antes —ni
creo que después— un juez se había atrevido a bajar la per-
siana de su juzgado por carecer de funcionarios.Pedro Joya,
como siempre, le había rogado que no lo hiciera, que era
una medida inaudita y sumamente arriesgada: incluso le
podían despojar de la toga y las puñetas.Pero Emilio,como
siempre también, no le hizo caso.
Los superiores de don Emilio, se conoce que descon-
certados por la bravata de aquel juez novicio e insolente,
tardaron en reaccionar,pero finalmente lo hicieron.El titu-
lar del Juzgado de Distrito número tres recibió un oficio
que contenía un ultimátum: o abría las dependencias en
un plazo no superior a veinticuatro horas o sería objeto de
una corrección disciplinaria. En otras palabras, que iban a
ir a por él si persistía el desafío.
Don Emilio obedeció… pero el problema de personal
se solucionó.Su amigo Pedro Joya respiró aliviado.Una vez
más, el joven jurista culipardo se había salido con la suya.
Genio y figura.
Culipardo por nacimiento y también culo inquieto voca-
cional, dicho sea con la venia y con los respetos que su
señoría merece.Antes de que finalizase la década de los
ochenta (concretamente en 1988), don Emilio decide
especializarse en la Justicia de Menores. El Estado iba a
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crear unos veinte juzgados de ese tipo y necesitaba volun-
tarios. Emilio Calatayud fue uno de los que dio el paso,
que no estaba exento de riesgo.Aquello era algo nuevo,un
edificio que había que construir desde el principio.Habría
dificultades.Así que él era la persona adecuada.
Don Emilio, que sólo en la última mudanza ha tenido
suerte con la sede que le ha tocado, dejó el despacho ave-
cindado a la caldera de la Chancillería para trasladarse a un
cuchitril de no más de sesenta metros cuadrados que esta-
ba situado en una callejuela del histórico barrio del Rea-
lejo (que, junto al Albaicín, es el Montmartre de Granada).
Las carencias de su nuevo lugar de trabajo no le desani-
maron ni acobardaron. Don Emilio se estrenó en el cargo
con una medida polémica:puso en libertad a prácticamen-
te todos los chavales que estaban internos en el correccio-
nal de San Miguel de Granada,un centro situado en la par-
te alta del Sacromonte, el barrio de las cuevas, las zambras,
los gitanos y las estrellas de Hollywood de los años sesen-
ta del siglo XX.
Erróneamente se dijo que el flamante juez de Menores
había cerrado San Miguel. Esta vez no era técnicamente
verdad. Había aplicado un precepto legal que estaba oxi-
dado por la falta de uso: la libertad vigilada, un mecanis-
mo que ahora se utiliza a mansalva pero que entonces era
una rareza. La decisión fue legal, pero no inocente. Don
Emilio pretendía llamar la atención sobre el deficiente fun-
cionamiento del reformatorio, que respondía más a crite-
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rios paternalistas, a caprichos, que a lo que establecían las
normas. En ese contexto, afirmó que «no había voluntad
política» de arreglar el problema.Ahí sí que saltaron todas
las alarmas y alguna más.Sus superiores, en privado, se soli-
darizaron con él y le dijeron que llevaba razón, pero tam-
bién le comunicaron que, si el órdago le salía mal, estaría
solo, que nadie movería un dedo por él.
De nuevo superó una crisis seria sin sufrir abolladuras
ni en su prestigio ni en su expediente. No sería la última.
Él entonces no lo sabía, no podía saberlo, pero pronto se
iba a ver involucrado en un caso que afectaría de lleno al
monumento señero de Granada y probablemente de Espa-
ña: la Alhambra.
El caso de la Alhambra
La desgraciada muerte de John Howard Hinkel, un turis-
ta estadounidense de setenta y dos años, se produjo en sep-
tiembre de 1993, y quiso el azar que don Emilio estuvie-
se ese día al mando de un Juzgado de Instrucción (sustituía
al titular).
El infortunado John y su esposa Lorraine, junto a otra
pareja amiga, estaban de vacaciones en Málaga y habían
hecho una escapada de un día para visitar la Alhambra y el
Generalife. Fue precisamente en este último escenario de
flores y aguas cantarinas donde se consumó la tragedia.Los
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