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DE LA PATRIA AL ZOO - II. La virtud del ciudadano1
1. La virtud civil: amor a la patria.
No es extraño que, ante la confusión a la hora de fijar las virtudes
republicanas, tal y como veíamos en la sesión anterior, Viroli haya encontrado
una peculiar manera de concretar la virtud cívica en el amor a la patria. Para
ello cuenta con el aval de los clásicos, que encuentra en abundancia gracias a
su erudición y a su facilidad en el rastreo de ideas: “Durante siglos los
escritores políticos republicanos han sostenido que la pasión principal que da
fuerza a la virtud civil es el amor a la patria”2.
No le resulta difícil a Viroli, como digo, llevar a cabo ese rastreo de textos
clásicos, especialmente en la Italia post-renacentista, que conoce de forma
envidiable, para ilustrar la llamada unánime a la virtud y al amor a la patria; sólo
nos deja la duda, por el uso descontextualizado de esas citas, si la llamada a la
virtud es específicamente republicana o genérica. No es extravagante señalar
que el amor a la patria se ha usado a veces para la llamada a la guerra, al
sacrificio ante la escasez, a la sumisión en nombre de la unidad. Y si bien es
cierto que en esos textos cuidadosamente recogidos la llamada a la virtud se
hace en nombre de la república, no lo es menos que la res publica se usaba ya
en esa época como nombre genérico del orden político, hasta el punto de que
solía distinguirse entre repúblicas monárquicas, aristocráticas y democrática,
sin olvidar las repúblicas mixtas. Por tanto, la documentación histórica no
prueba la exclusividad republicana en el amor a la patria y a la virtud.
1 Texto presentado en el Seminario de Filosofía Política de la UB el 5-11-2010.
2 Repubblicanesino. Roma Laterza, 1998. Citamos sobre la edición catalana Republicanisme.
Barcelona, Angle, 2007, 110.
2
La estrecha relación entre amor a la patria y virtud cívica, que unas veces
ponen como causa-efecto y otras identifican como nombres de lo mismo, hace
que hablen poco y confusamente de las virtudes de ciudadanos, reduciéndolas
a una especie de vaga disposición al sacrificio por la patria (sacrifico que Viroli
se encarga de desdramatizar, para ajustarlo a nuestros tiempos), una
preocupación por su unidad y armonía y, en general, dar prioridad moral al bien
común sobre el particular. Contrasta, pues, la recurrencia de la llamada a las
virtud con la vaciedad de contenido de las virtudes cívicas, que con frecuencia
se reducen a una, la “virtud cívica”, presentada como caritas rei publicae, es
decir, amor caritativo por la ciudad y por los ciudadanos, sacrificio del bien
particular al bien común.
Esa república virtuosa es realmente blanda y almibarada, cosa que se revela
en las conversaciones entre Viroli y Bobbio. En cierto sentido y con sutileza
Bobbio se burla paternalmente de la propuesta de Viroli: “Me parece que la
república de los republicanos, y por lo tanto la tuya, es una forma de Estado
ideal, un “modelo moral”…El estado como debería ser y como no es: anhelo del
futuro o nostalgia del pasado”3. Viroli contesta sumiso: “Te lo admito sin
dificultad”; y plantea la gran cuestión, su oportunidad, su validez para el
presente, tan desastroso que cualquier cosa es mejor: “¿no podría ser un ideal
moral y político importante, en un momento como el actual tan pobre de ideales
políticos capaces de mantener el comportamiento cívico?”.
Viroli no parece haber entendido la ironía de Bobbio. El problema no es que la
propuesta republicana sea un ideal, ni siquiera que sea un ideal moralista; el
problema es la huida a lo imaginario, al “republicanismo utópico”. Ante el mal real
el pensamiento ha de plantear su negación, y por tanto será ideal y moral; pero
ese enfrentamiento a la realidad puede hacerse desde la huida a lo imaginario –
sin pararse a pensar a qué mano invisible se obedece-, o desde el esfuerzo por
3 Bobbio-Viroli, Diálogo en torno a la república. Barcelona, Tusquets, 2002,12-13.
3
conocer el movimiento de esa realidad, por comprender su juego, su ritmo y su
tendencia, por acotar los límites, las fracturas, las contradicciones, en fin, por
hacer lo que el ser humano hace en la vida: intervenir en los límites de la
negación posible, transformar el mundo con conciencia de finitud.
De ahí que valga la pena sopesar la densa posición de Bobbio frente a ese
activismo idealista de Viroli: “Es el mismo tema que hemos tratado varias
veces… En política soy realista. Creo que sólo se puede hablar de política si se
mantiene una mirada fría sobre la historia. Sea monárquica o republicana, la
política es lucha por el poder. Hablar de ideales, de virtudes, del modo que tú lo
haces, me parece un discurso retórico”4.
Como digo, Bobbio toma distancia irónica frente a la república de
ciudadanos virtuosos. Para el severo profesor italiano el orden político es un
mal necesario para combatir el mal, no un espacio para la perfección ética del
hombre, como desde Aristóteles se ha tendido a pensar la ciudad; sabe que la
presunción de ciudadanos virtuosos haría innecesaria la república; la
necesidad del estado se basa en la tendencia viciosa de los hombres: “Los
estados, repúblicas incluidas, existen para controlar a los ciudadanos viciosos,
es decir, a la mayoría. Ningún estado real se rige por la virtud de los
ciudadanos, sino por una constitución, escrita o no, que establece reglas para
su conducta”5.
En definitiva, “¿Qué otra cosa son buenas costumbres si no lo que tú
denominas con exceso de retórica “virtud”?6 Y Viroli, a la defensiva, dirá que su
idea de la virtud cívica no es trágica, sino gay, jovial; no entiende por “virtud
cívica” algo así como “inmolarse por la patria”, sacrificarle la vida y la
propiedad. Se trata, por el contrario, de algo más débil, algo asumible, algo así
4 Ibid., 13
5 Ibid., 149
6 Ibid., 159
4
como “una virtud para hombres y mujeres que quieren vivir con dignidad…, y
hacen lo que pueden para servir a la libertad común: ejercen su profesión a
conciencia, sin obtener ventajas ilícitas ni aprovecharse de la necesidad y
debilidad de los demás; su vida familiar se basa en el respeto mutuo, de modo
que su casa se parece más a una pequeña república que a una monarquía o
una congregación de desconocidos unida por el interés o la televisión; cumplen
los deberes cívicos pero no son dóciles, son capaces de movilizarse con el fin
de impedir que se apruebe una ley injusta o presionar a los gobernantes parta
que afronten los problemas; participan en asociaciones de distintas clases
(profesionales, deportivas, políticas, religiosas; siguen los acontecimientos de
política nacional e internacional; quieren comprender y no ser guiados o
adoctrinados…”7.
Me hubiera gustado ver la cara del viejo Bobbio, curtido en mil batallas, leal a
su saber, con severidad republicana, al escuchar aquella descripción de una
república apañadita, sin problemas, dulce, tierna, sensible… Porque creo que
Bobbio es de los que piensa que hasta los sueños han de tener verdad para
merecer su relato.
2. El patriotismo republicano.
Como digo, la cuestión del patriotismo republicano la ha puesto
recientemente en escena M. Viroli en su polémico libro Per amore della patria8.
Creo que es justo reconocer que se trata de una apuesta audaz, pues
realmente se necesita mucha audacia para sacar de los arcones donde
envejecía y reivindicar hoy el patriotismo, tanto porque la patria parece un
referente anacrónico en el capitalismo globalizado como porque aún suenan los
7 Ibid., 15-16.
8 M. Viroli, Per amore della patria. Patriottismo e nazionalismo nella storia. Roma, Laterza, 1995 (En
castellano en Madrid, Acento Editorial, 1997)
5
ecos, al menos en nuestro país, de la identificación del patriotismo con el
fascismo. Pero también conviene enfatizar que se trata de una apuesta
paradójica, pues paradójico es que la reivindicación del patriotismo republicano
se haga precisamente en confrontación con el nacionalismo, único espacio
ideológico donde sigue teniendo sentido y actualidad el patriotismo. En
cualquier caso, los textos de Viroli, más sugestivos que los de la mayoría de
actuales republicanistas, merecen una reflexión detenida y desapasionada, a la
que enseguida nos entregaremos.
2.1. La idea de Patria.
Para comprender bien la propuesta de patriotismo republicano, tanto en su
contenido como en sus límites y en su función, hemos de situarlo en su
contexto teórico político, que no es otro que la pretensión de diferenciarlo tanto
del “nacionalismo étnico” como del “nacionalismo cívico”. En cuanto al primero,
según Viroli viene caracterizado ontológicamente como determinación natural;
el amor a la nación se presenta arraigado en los instintos, en los hábitos, quién
sabe si en los genes; las determinaciones nacionales no se eligen, se viven, se
soportan, se arrastran por la historia. El segundo, a su vez, parece aludir a ese
ideal cosmopolita de superar las fronteras (geográficas, políticas o culturales) y
elevarse a la condición de “ciudadano del mundo”, que sitúa los derechos y las
relaciones humanas por encima de las adscripciones naturales y política.
Frente a ambos, y sin duda superándolos ética y políticamente, se enmarca el
patriotismo republicano, que “Contrariamente al primero no reconoce ningún
valor moral ni político a la unidad y a la homogeneidad étnica de un pueblo,
sino que reconoce la relevancia moral y política a los valores de la ciudadanía
que son totalmente incompatibles con cualquier forma de etnocentrismo; y, a
diferencia del segundo, no proclama la lealtad a principios políticos
universalistas cultural e históricamente neutros, sino la lealtad a las leyes, a la
6
constitución y a la forma de vida de repúblicas concretas, cada una con su
historia y su cultura”9.
Este patriotismo, pensado como “amor artificial”, obra de la razón, reclama para
sí el valor de la ciudadanía y de la moralidad, “la virtud civil y la cultura de la
ciudadanía”, que no germinan en “el tronco de la homogeneidad cultural, étnica o
religiosa”. El patriotismo republicano, por tanto, es meramente político, y
presupone y exige la exclusión de las determinaciones naturales, históricas y
culturales. Puede así presentarse como una nueva identidad, elegida libre y
voluntariamente, que se sustituye a determinaciones ónticas o naturales; por
tanto, se trata de una auténtica autodeterminación.
Dicho así, ciertamente, tiene atractivo antropológico y ético. Se trata de una
autoidentificación que promete acabar con el mal ético y político de nuestras
sociedades –la fragmentación individualista, la privatización de la existencia, la
diseminación del sentido- sin necesidad de recurrir al otro mal, el propio de las
identificaciones naturalistas, como la homogeneidad étnica o religiosa: “La
virtud civil y la cultura de la ciudadanía republicana no germinan en el tronco de
la homogeneidad cultural, étnica o religiosa. Los pueblos que presumen de un
alto grado de homogeneidad desde el punto de vista étnico, cultural y religioso
se distinguen frecuentemente por la intolerancia y el fariseísmo más que por el
civismo”10.
En un mundo como el del capitalismo de nuestro tiempo donde la comunidad
parece imposible, donde la ciudadanía es un simulacro cada vez más
prescindible, los republicanistas nos ofrecen la casa olvidada de la república
republicana, derrotada por la historia pero presente en el imaginario colectivo,
con capacidad parea renacer como utopía que aporte sentido a nuestra
existencia. Y conscientes de que en este mundo nuestro, de identidades
9 Republicanisme, 124.
10 Ibid., 125.
7
erosionadas y móviles, subjetivado y relativizado, los únicos referentes de
identidad política fuertes van ligados a la religión y a la nación, afilan sus armas
para mostrar las sombras del fanatismo intrínseco a las teocracias y los
nacionalismos y las luces de la propuesta republicana, como forma laica de la
ciudadanía capaz de la regeneración moral: “La política, una auténtica política
republicana, puede cumplir por si sola la tarea de hacer renacer la cultura civil
en nuestras sociedades democráticas sin buscar ayuda en la homogeneidad
cultural o étnica”11.
Ahora bien, esta necesidad de demarcación frente al nacionalismo, de
distinguir entre el patriotismo republicano y el nacionalista, se convierte en un
problema teórico que obstaculiza el atractivo de la apuesta política.
Personalmente estoy convencido de que en sus orígenes la república moderna
–las antiguas no tenían este problema-, que no es otra cosa que el estado
moderno, se constituyó como forma genuinamente política; en la idea, como
forma política pura, invisibilizando todo tipo de adscripciones, pertenencias,
genealogías, en fin, casacas. Lo peculiar del estado moderno es esa
presentación ideal de una comunidad de individuos libres e iguales, sin
apellidos, sin velos, sin historia. Y gracias a esa puesta en escena universalista
e igualitaria podía pretender yuxtaponer una unidad o identidad común a las
identidades diferentes que subsumía: pueblos, naciones, religiones, clases,
estamentos, señoríos, fueros, gremios, privilegios o familias. Esa era la patria,
la idea de una identidad común “libremente” aceptada, que mantenía las
diferencias debidamente desplazadas a la sociedad civil y la privacidad, pero
que no las reconocía en la esfera político jurídica. Por tanto, entiendo la
pretensión de Viroli de proponer la patria como identidad política, como vínculo
jurídico cuya esencia será la constitución, las leyes y las instituciones que las
crean, custodian, vigilan y aplican, limpias de contaminaciones exteriores,
incluida la cultura. Esa era la idea de la república y era vivida como mayoría de
11 Ibid., 125.
8
edad de los hombres, que al fin se libraban de las determinaciones externas y
optaban por una identidad libremente elegida.
Si la patria, en los orígenes del estado moderno, es un concepto político
jurídico, que refiere a un modelo constitucional, a unas leyes comunes, a una
identidad libre y racionalmente escogida, vaciadas de nación, de etnia, de
religión y de cultura, tal cosa ocurre por necesidad, por las condiciones
históricas de su surgimiento. La idea republicana de patria que ahora
reivindican los neorepublicanos es excesivamente parecida a la república
liberal, que respondía a las necesidades intrínsecas a la constitución del estado
liberal moderno. El estado liberal se constituye sobre la invisibilización de las
diferencias étnicas, históricas, culturales, religiosas, sociales, etc., instituyendo
un vínculo abstracto que llamarán “patria”. Las invisibiliza en la idea, pero las
mantiene fuera, en la sociedad. Ese vínculo abstracto es indispensable para
poner la unidad, para sustituir la supresión de las diferencias en la esfera
pública y su inevitable devaluación en la esfera privada; pero no borra, ni puede
hacerlo, la diferencia en la sociedad. Al contrario, la unidad política, vacía de
vida, se justifica frente a la diversidad y pluralidad en ésta. El estado moderno,
la república moderna, como totalidad equilibrada, armónica, de individuos que
compiten y cooperan, se basa en ese juego entre la unidad y universalidad que
reina en la esfera pública, en el espacio común, y la diversidad y particularidad
que reina en el espacio privado. Lo público es la esfera de la neutralidad,
originariamente exterior al mercado y a la familia.
Comprendo que Viroli acentúa el carácter meramente político de la idea de
patria, su carácter artificial, como creación humana, y así bien diferenciada de
la nació y de cualquier otra vinculación histórica o natural: “es útil tener en
cuenta que los escritores políticos clásicos tenían bien clara la diferencia entre
los valores políticos y culturales de la patria y los valores no políticos de la
nación, y es significativo que, para describir unos y otros, utilizaran términos
9
diferentes: patria y natio”12. Nos dice: “Los teóricos del patriotismo republicano
consideran que el valor político más elevado es la república, entendida como
un conjunto de instituciones políticas y una forma de vida basada en ellas; los
nacionalistas, en cambio, ponen en primer lugar la identidad cultural, étnica o
religiosa concreta del pueblo; los primeros sólo consideran auténtica patria las
repúblicas libres, mientras que para los otros hay patria donde exista un pueblo
que ha sabido conservar su identidad cultural”13.
Ahora bien, vaciar la patria de nación (de cultura, de historia, de
costumbres...) no es una tarea conceptualmente fácil, dado que en la realidad
esas identidades forman parte de la misma vida de los individuos; y esta
confusión existencial se traspasa a los conceptos, que aunque sean
abstracción no peden renunciar a su verdad, es decir, a describir la realidad.
Esto se aprecia en las ambigüedades y confusiones que aparecen en e texto
de Viroli, especialmente a la hora de vaciar de cultura la patria. Así, tras haber
definido, en términos excluyentes, la patria como una figura política y la nación
como figura cultural, nos sorprende al afirmar: “Eso no quiere decir que la
república sea una institución pura o esencialmente política, diferente de la
nación entendida como realidad cultural. Los teóricos políticos republicanos
siempre han descrito la república como un ordenamiento político y una forma
de vida, es decir, una cultura”14. En consecuencia, nos dirá, el patriotismo
republicano tiene un significado cultural, es “una adhesión a una cultura
concreta”, e incluso “no proclama ningún credo puramente político”15. Ahora
bien, una patria sin cultura como elemento de identificación, una patria reducida
a instituciones políticas neutras y procedimentales, ¿en qué se diferencia de la
12 Ibid., 119.
13 Ibid., 120.
14 Ibid., 120.
15 Ibid., 121.
10
patria neoliberal contemporánea?; ¿no es ese el pluralismo político
individualista y aséptico del que el republicanismo quiere huir? Si la diferencia
entre la patria republicana y la patria nacionalista reside en que “no asigna gran
valor a al hecho de haber nacido en el mismo territorio, de pertenecer a la
misma etnia, de hablar la misma lengua, de tener las mismas costumbres, los
mismos dioses, el mismo Dio”16.
¿Qué clase de patria es la republicana? La verdad es que cuesta entender
una “cultura” o una “forma de vida” vaciada de la lengua, las costumbres, los
dioses... Y ni siquiera es fácil suprimir el territorio, al menos en su forma
abstracta, como fronteras del derecho de ciudadanía. Recordemos que el
patriotismo republicano también se opone al “nacionalismo cívico”, al que llama
así por considerar que aspira a una “nación universal” en base a una
determinación natural: la universalidad de la naturaleza humana. Lo cierto es
que no es fácil proponer una idea de patria vacía de todos esos contenidos.
Creo que estas dificultades eran las que veía Bobbio, recogidas en Diálogo en
torno a la república17, cuando le recuerda a Viroli el peligro de estas
identificaciones patriótica, que toman expresión en descripciones del
patriotismo republicano como “pasión humana genuina”, o “condensación o
quintaesencia de la virtud cívica”, o cuando lleno de exaltación patriótica
identifica el patriotismo con la virtud cívica, tesis que Viroli repite sintiéndose
orgulloso de formularla: “La virtud cívica: éste es el verdadero significado del
ideal republicano del amor a la patria”18.
Bobbio, con fina ironía paternalista le contesta: “Cuidado con el amor a la
patria, recuerda el lema Dulce et decorum est pro patria mori, tantas veces
repetido y escrito en los frontones de los edificios públicos. También el
16 Ibid., 121.
17 N. Bobbio y M. Viroli, Diálogo en torno a la república. Barcelona, Tusquets, 2002.
18 Ibid., 17
11
fascismo hablaba de patria, afirmaba que había que defenderla, había que dar
la vida por ella. Los que tienen el poder suelen emplear el término “patria” de
forma engañosa”19. Pero Bobbio va más lejos y cuestiona la mayor,
manifestando que, a su entender, en el fondo la patria no es identificable con la
república, es decir, no es una figura meramente política, sino que está
contaminada de nación: “la patria es el lugar donde has nacido y vivido, donde
te has formado. Decir que un Estado no republicano, un estado despótico, no
es tu patria es un argumento retórico. Durante el fascismo, ¿Italia era o no tu
patria?”20.
Seguramente fueron muchos los que renegaron de la Italia fascista o la España
franquista como patria; y muchos renegaron paradójicamente mientras luchaban
por liberarla del fascismo y la dictadura. O sea, viene a concluir Bobbio, el
vínculo con la patria es más complejo, la distinción patria/nación de Viroli es
artificiosa y poco útil. Bobbio venía a decir: al tanto, los fascistas se apoderaron
de la idea de patria, nos la robaron, nos dejaron sin patria…, en buena medida
porque nosotros no queríamos esa patria, esa identificación con la Italia fascista.
Pero, de este modo, se abre una escisión entre la patria como referente físico,
territorial, histórico, objetivo, y patria como ideal político moral, asociado de una u
otra forma a ese soporte material; o sea, patria como lugar de nacimiento y patria
como ideal de vida colectiva.
Pero Viroli no ceja, y aprovecha la salida que Bobbio le brinda al afirmar la
no identidad total entre ambas, entre patria como el lugar donde se nace y
como ideal político moral, para redefinir su tesis aprovechando una referencia
histórica: “Los romanos empleaban dos términos distintos, patria y natio. Patria
se refiere a la “res publica”, la constitución política, las leyes y el modo de vivir
19 Ibid., 17
20 Ibid., 20.
12
derivado de las mismas (y, por tanto, es también una cultura); natio indica el
lugar de nacimiento y lo que a él va unido, como la etnia y la lengua”21.
Bobbio con elegancia latina marca la distancia. Dice sentirse “italiano de
nación”, no de patria. Dice, incluso, desde esta perspectiva de la patria,
sentirse “anti-italiano”, al otro lado del río, frente a los “archi-italianos”, a los
fascistas. Considera que “los fascistas eran la otra Italia”. O sea, viene a decir
que siente vínculos con Italia como nación, vínculos de lengua, historia,
sentimientos..., pero no siente vínculo especial con la “forma política”, con el
proyecto político.
2.2. Figuras del patriotismo.
Y así entramos en el meollo de la cuestión, el debate sobre el patriotismo, a
caballo de la más dura realidad: el ciudadano de las revoluciones modernas era
patriota, se sentía patriota, y la ciudad premiaba esa “virtud”, vivida como
pasión; pero era un patriota que tenía enemigos, que luchaba contra ellos, que
perseguía la conquista de sus derechos, de un “orden republicano”. El
ciudadano contemporáneo está limpio de esa pasión, no tiene patria que
defender o instaurar, ni siquiera tiene enemigos contra los que valga la pena
jugarse la vida o el bienestar. El capitalismo nació generando y premiando el
patriotismo, pero actualmente no necesita patriotas. Basta notar que los
“patriotas”, que siempre nacen en otros lugares lejos de la metrópolis, son
“insurgentes”, “guerrilleros” o “terroristas”, pero nunca patriotas. Las sociedades
capitalistas no necesitan patriotas, ni repúblicas, ni ciudadanos; por eso acaban
con ellos, metamorfosean sus figuras, subliman su sustancia.
Cuando Viroli afirma se plantea la descripción del patriotismo republicano
frente a otras dos figuras del patriotismo, la comunitarista y la cosmopolita, que
21 Ibid., 21-22.
13
él llama respectivamente “nacionalismo étnico” y “nacionalismo cívico”22, en
realidad trata de definir un modelo diferenciado del liberal, expuesto por
Habermas en su teoría del patriotismo constitucional23, y por comunitarista
MacIntyre en Whose Justice? Which Rationality?24 Habermas, es bien sabido,
monta el debate para dilucidar la herida entre identidad nacional e identidad
político o ciudadanía que el nazismo y la segunda guerra mundial habían
abierto en la conciencia alemana. Es fácil imaginar la profunda crisis de
identidad en la conciencia nacional alemana de la postguerra, la conciencia de
culpa, el rechazo de aquel nacionalismo que, aunque fuera por inhibición, les
había llevado al desastre. Para nosotros no debería ser difícil entenderlo, dada
nuestra no identificación con la identidad nacional del franquismo; de ahí que al
patriotismo constitucional haya sido bien aceptado entre nuestros políticos e
intelectuales, que podían pensar la nueva constitución democrática como el
inicio de una nueva identidad forzada alrededor de un texto, o sea, de unos
derechos y unos valores25.
La idea habermasiana del patriotismo constitucional responde a la tradición
liberal y cosmopolita. Se trata de forjar una unidad, una identidad, sobre unos
contenidos (reglas y valores) pactados en una constitución, principalmente
unos derechos y unos principios de funcionamiento democrático26. Aquí lo
importante no es un país, una nación, una geografía, una historia, una cultura,
22 Republicanisme, 124.
23 J. Habermas, Identidades nacionales y postnacionales. Madrid, Tecnos, 1989
24 Publicado en Notre Dame University of Notre Dame Press, 1988. En castellano, Justicia y
racionalidad: conceptos y contextos. Madrid, EIUNSA, 1994.
25 Ver el trabado de G. Peces Barba, “El patriotismo constitucional. Reflexiones en el vigésimo quinto
aniversario de la Constitución Española”, en Anuario de Filosofía de Derecho, 20 (2003):39-62; y el de J.
M. Rosales, “Patriotismo constitucional: sobre el significado de la lealtad política republicana”, en Isegoria,
20 (1999): 139-149.
26 Habermas, Op. cit., 93 ss.
14
una lengua….; la adhesión es a unos valores, a un programa ético político, tal
que la “patria”, como concreción en un estado, es contingente. Y cuanto más
complejo es el estado, y más plural la sociedad, con mayor claridad se
evidencia que la adhesión es unas formas abstracta, universales. Lo que no
resta importancia, para que esa identidad arraigue y esté viva en los
ciudadanos, creando convicciones y lealtades profundas, a la conveniencia de
que el compromiso con esos valores abstractos esté situado en la historia y en
la memoria colectiva, ligado a hechos concretos27. El orgullo nacional para la
nueva Alemania, dice Haberlas, radica precisamente en haber sido capaces de
superar el fascismo y lograr una unidad en torno a un proyecto político
defendible más allá de las fronteras. La solidaridad será densa y fuerte si los
principios morales y políticos arraigan en convicciones axiológicas de carácter
histórico cultural28.
Como bien dice Habermas, el patriotismo constitucional nace en 1848, en los
orígenes del estado liberal alemán, cuando se funden la conciencia nacional y
el espíritu republicano; pero esa unidad fue quebrándose para romperse
definitivamente en la barbarie nazi, donde la “nación” pasó a significar pureza
étnica, expulsión de lo otro en nombre de lo mismo. De ahí la necesidad que ve
Habermas de recuperar el “patriotismo constitucional”, o sea, una unidad
basada en la lealtad a unos principios universalistas de libertad, democracia y
derechos de los individuos; una unidad política, que da origen a una “nación de
ciudadanos”, diferenciada de la otra, que se postulaba como unidad de un
pueblo (identidad prepolítica de lenguaje y cultura). Esta nueva república,
basada en la unidad en torno a unos principios cada vez más vacíos de ética,
cada vez más meramente político-procedimentales, es la que parece más
27 Ibid., 112-113.
28 J. Habermas, Entre naturalismo y religión. Barcelona, Paidós, 2006, 112.
15
apropiada y compatible con el pluralismo, permitiendo en su seno diversos
estilos de vida, diversos valores, diversas culturas.
A pesar de que el mismo Habermas mantiene la tendencia a dar cierta
densidad al pacto constituyente, que se revela en su idea de que los valores
abstractos, para ser amados, deben situarse en la historia y la memoria
colectiva, no cabe duda de que su propuesta esté en línea con el liberalismo
cosmopolita. Por eso entiende que su patriotismo constitucional es diferente al
propuesto por los republicanos, que para el filósofo alemán es idéntico al
comunitarista. Éste, derivado de Aristóteles, arrastra la idea de ciudadanía
como pertenencia a una comunidad ético-cultural que se autogobierna; o sea,
es un comunitarismo. El republicanismo tendería a pensar el individuo como
partes de la ciudad, individuos que pueden expresar su identidad moral sólo
dentro de la tradición y cultura común. Haberlas rechaza esa idea de la
ciudadanía por no considerarla válida para sociedades pluralistas y no servir
para una verdadera “nación de ciudadanos”.
La respuesta a haberlas por parte de G. E. Rusconi29, a quien presta
atención Viroli, nos sirve para dibujar otra figura del patriotismo, la nacionalista;
y no es que Rusconi sea un nacionalista, pero precisamente por eso sus
argumentos tienen más poder de persuasión. Rusconi critica a Habermas
precisamente que separe la ciudadanía, definida con principios políticos
universales, del sustrato histórico y cultural específico de la nación. Reconoce
el mérito de tomar distancias respecto a la adhesión incondicional a la idea de
“nación cultural”, con su terrible carga histórica; pero nos recuerda que si ha
habido barbaries en nombre de la nación también las hubo en nombre de la
libertad, e incluso en nombre de Dios. En todo caso, dice, las cosas son como
son, y arrastramos la carga nacional como arrastramos la carga biológica.
29 Gian Enrico Rusconi, Patria e Repubblica. Bolonia, El Mulino. 1997.
16
O sea, resulte o no atractiva la idea de un aséptico patriotismo
constitucional, su existencia real es dudosa; no le parece razonable olvidar que
la identidad nacional se basa en una síntesis de principios universales de
ciudadanía con contenidos prepolíticos vitales de carácter etno-cultural. Para
Rusconi, pues, la “ciudadanía cultural” de las sociedades democráticas
modernas se conserva y florece no a pesar de, sino gracias a y en el interior
de, los contenidos etno-cuturales. La nación es parte del Lebenswelt, del
mundo de la vida y opera como contexto histórico en el que se desarrolla el
discurso democrático universalista. La nación de ciudadanos vive dentro y
nutriéndose de la cultura nacional. Al fin, nos dice, el mismo recurso de
Habermas a expresiones como “patriotismo” reenvían a ese pathos el mundo
de la vida, a lo nacional. Tal vez podamos ser leales a una constitución, y
defenderla con altos sacrificios; pero eso no es patriotismo.
También para Walzer: el único patriotismo posible y aceptable (en EE. UU)
es de los valores republicanos. La nación no ha sido un referente de lealtad
étnica o religiosa. Sólo la lealtad política. La vía que conduce al patriotismo es
la del socialismo democrático, alargando pos procesos de participación en la
toma de decisiones (sin tocar los valores liberales).
Es lo que defiende John H. Schaar, que dice: “No amamos y no podemos
amar esta tierra de modo como los griegos o los navajos amaban la suya.
Cierto, la tumba de algunos de nuestros antepasados están aquí, pero muchos
de nosotros tendríamos dificultades en responder a la pregunta “donde está la
tumba de nuestros bisabuelos”. El suelo americano no ha estado habitado por
un Gran Espíritu, y sobre nuestra tierra no hay millones de lugares
consagrados a deidades menores. Emancipados del panteísmo, no vivimos
17
inmersos en un ambiente vivificado de fuentes y bosques sagrados. Hemos
tomado la tierra de otros pueblos que para nosotros no tenían ningún valor”30
En definitiva, el patriotismo americano sólo puede ser político. Como dijo
Lincoln (discurso en el City Hall de Filadelfia): “Tenemos entre nosotros junto a
estos hombres –que descienden de nuestros progenitores- la mitad de nuestro
pueblo que no descienden de nuestros progenitores; son hombres que vienen
de Europa –de Alemania, Irlanda, Francia y Escandinavia—hombres que han
venido aquí y se han establecido entre nosotros, acogidos como iguales. Si
miran atrás en la historia para trazar una relación directa de sangre, no
encontrarán ninguna en este suelo, ni pueden remontarse hasta la época
gloriosa de la Guerra de la Independencia y sentirse parte de nosotros; pero
cuando miran aquella veja Declaración de Independencia, descubren que
aquellos hombres de otro tiempo dijeron: nosotros consideramos estas
verdades autoevidentes: “que todos los hombres han sido creados iguales”; y
entonces ellos sienten que aquel sentimiento moral profesado entonces pone
en evidencia su relación con aquellos hombres, que es el origen de todos los
principios morales, y que ellos tienen el derecho de exigirlo como si fuesen de
la misma sangre y de la misma carne de los hombres que escribieron aquella
declaración que liga juntos los corazones de los patriotas y de los hombres que
aman la libertad, y que ligará siempre aquellos corazones patriotas mientras el
amor a la libertad exista en la mente de los hombres del mundo”31
En el lado comunitarista nacionalista la posición está bien defendida por
MacIntyre, para quien el patriotismo es lealtad a los valores de pertenencia de
la nación, que considera superiores a los valores políticos de la república. Pero
es también la posición de autores nada comunitaristas ni nacionalistas, pero
consideran que el pathos patriótico es impensable sin el vínculo nacional.
30 “The Case for Patriotism", en Legitimacy in the Modern State (Collected Essays). New Brunswick
(NJ), Transaction Press, 1981.
31 Cf. Per amore..., ed. cit.,179.
18
Rusconi, pues, se opone a la separación ciudadanía/nación, y reivindica la
ciudadanía concreta, ligada al Lebenswelt. Si la patria es sólo aparato político
jurídico administrativo, no tiene sentido llamar al patriotismo, al compromiso. La
lealtad civil y la solidaridad que la democracia necesita para funcionar, no nace
de principios universales de ciudadanía, sino de la identificación con la
concreta comunidad política y cultural que se llama nación. La nación
democrática es demos y etnos: pertenencia voluntaria a una comunidad y
raíces históricas y culturales comunes.
Creo que así quedan bien descritas las dos figuras del patriotismo que se
disputan el espacio político de nuestras repúblicas. La propuesta
habermasiana, acorde con el ideal cosmopolita, que en el fondo reclama la
lealtad a un ideal ético político, pero que reconoce tal vez a su pesar que, como
dijera Hume, la razón es esclava de las pasiones, tal que si no hay pasión por
la razón carece de fuerza; en consecuencia, ha de enmascarar la lealtad a los
principios abstractos con el amor a sus formas concretas y particulares de
aparición histórica; o sea, una patria liberal republicana pero con cierto pathos
nacional. Rusconi, en cambio, parece menos apegado a la lealtad
constitucional y aporta argumentos “realistas” de la inevitabilidad de la
presencia de la nación en nuestras vidas; si hay patriotismo en sentido fuerte,
amor a la patria hasta el sacrificio, ese patriotismo está mediatizado por la
nación.
Ciertamente, a Viroli le queda escaso espacio para dibujar una tercera figura
del patriotismo. De entrada nos dice que comparte la tesis central de Rusconi:
“en el corazón y en las mentes de los ciudadanos la virtud civil no viene
simplemente sostenida por valores políticos universalistas, sino por la
identificación con la cultura particular de un pueblo32; que le parece
excesivamente nacionalista. Pero es fiel a su idea republicana: “Amar la patria
32 Ibid., 172.
19
para los autores republicanos quería decir... amar la república, o sea, la libertad
común y las leyes, y la igualdad civil y política que la república protege”33
Viroli quiere encajar el patriotismo republicano entre el nacionalismo y el
nacionalismo civil. El mero hecho de esta denominación ya es indicativo de su
voluntad de rechazo, pues sólo si se entiende el universalismo habermasiano
como voluntad de una “nación universal” merecería tal nombre; pero no es este
el caso, Habermas es un cosmopolita razonable, no apunta a una idea de
ciudadanía universal, guiada por el bien de la humanidad, como Martha
Nussbaum en Los límites del patriotismo, por ejemplo. En el fondo la misma
idea que usa Habermas para dar densidad ético-antropológica a su propuesta
es la que usa Viroli, y por semejantes razones. Viroli aprovecha la idea de
Habermas de que el patriotismo constitucional para conseguir un lugar en la
mente y el corazón de los ciudadanos ha de tener una existencia particular,
concretarse en una república particular, ve en ello un acercamiento a su
patriotismo republicano. Seguramente es así, que los hombres aman con más
fuerza las ideas abstractas concretadas en instituciones; pero el problema es si
esas instituciones son amadas por las ideas universales que encarnan (como
quiere Habermas) o porque son nuestras (con defienden los comunitaristas).
Por otro lado, no está tan claro que no podamos amar los valores universales,
por ejemplo, de la democracia; al menos cuando no se tienen en las propias
instituciones sí que se aman, se reivindican, aunque residan en tas repúblicas.
En cualquier caso, las diferencias entre Habermas y Viroli tienden a cerrarse en
la medida en que el republicanismo de éste huye del comunitarismo
Para encontrar ese lugar intermedio entre el nacionalismo cosmopolita o
cívico y el étnico opta por engordar la patria a costa de la nación, es decir, por
traspasar algunos contenidos tópicamente pertenecientes a la idea de la nación
a la pálida idea de la patria liberal para que devenga patria republicana; de este
33 Ibid., 170.
20
modo el patriotismo, el amor a la patria, no será sospechoso de amar la nación
ni de carecer de pasión: “Tenemos necesidad de la patria, no de tener o de
carecer de nación”34, nos dice.
Tenemos, pues que amar la patria. ¿Cómo se logra? Engordándola un poco
con elementos atractivos, capaces de apasionar. Es claro: no debemos intentar
robustecer la italianidad de los italianos protegiendo su unidad étnica y cultural,
sino trabajar sobre valores políticos de la ciudadanía democrática y defenderlos
como valores que forman parte de la cultura el pueblo italiano. Y dice: “Entre
ser “italianos” y ser “buenos ciudadanos” no hay una correlación necesaria; no
es necesario ser genuinamente italianos, en el significado etno-cultural, para
ser buenos ciudadanos, mientras que se puede ser purísimos italianos, en el
sentido etno-cultural, y ser pésimos ciudadanos”35.
Y Viroli hace una llamada muy interesante: los valores políticos de la
ciudadanía democrática no son productos de la razón abstracta, impersonal,
descontextualizada, sino expresión de una cultura y una historia. La libertad y
la justicia son parte de nuestra cultura occidental, y no pueden ser enseñados
como abstracciones, sino por su presencia en la vida, en situaciones de la
historia, en caso vibrantes; para que lleguen a conmovernos o arrastrarnos, a
movilizarnos por ellos, han de estar presentes en los relatos históricos, en
nuestra memoria colectiva. Y concluye: “Para separarse del nacionalismo
alemán, Habermas vuelve la ciudadanía más universal y política posible; para
distinguirse de Habermas, Rusconi presenta la ciudadanía lo más nacional
posible. Uno y otro van demasiado lejos, incluso en direcciones opuestas. El
patriotismo constitucional de Habermas corre el riesgo de no responder a la
exigencia de identidad nacional alemana. (...) Rusconi, por su parte, parece
volver a los italianos más italianos para hacer de ellos mejores ciudadanos de
34 Ibid., 172.
35 Ibid., 172-173.
21
lo que son. El peligro es que devengan sólo demasiado italianos, o sea,
deseosos de afirmar y diferenciar la pureza de su identidad etno-cultural. Si
trabajamos la italianidad corremos el riego de olvidar al ciudadano en la calle”36.
Por otro lado, aunque se aleje de la densidad moral del nacionalismo, no
quiere identificarse con la escuálida propuesta habermasiana liberal:
Justamente porque rechazan la certeza del dogma, las repúblicas laicas
necesitan memorias y conmemoraciones. Las democracias que defienden más
celosamente que cualquier otra cosa la separación entre la Iglesia y el Estado,
es decir, los EE. UU. y Francia, son también las repúblicas que celebran con
gran afán su historia. Las memorias son un medio potente de mover los ánimos
hacia el compromiso civil. Cuando se conmemora un episodio lejano de
resistencia y lucha por la libertad; cuando se evoca una página dolorosa de
nuestra historia; cuando se habla de mártires, de hombres o mujeres que han
dado alguna cosa importante a la república, que han construido un círculo
social o fundado una liga, se puede suscitar en el ánimo de quienes participan
en ello un sentimiento de obligación moral a proseguir la obra de aquellos
hombre y mujeres que conmemoran. El pasado puede devenir patrimonio para
la formación civil de las nuevas generaciones”37.
Cuando Viroli recoge una célebre cita de Rousseau, donde el ginebrino
dice: “no son los muros, ni los hombres los que hacen la patria, sino las leyes,
los usos, las costumbres, el gobierno, la constitución, y aquello que resulta de
todo esto. La patria se forma en las relaciones entre el Estado y sus miembros;
cuando esas relaciones cambian o se disuelven, desaparece la patria”, lo hace
para deslindar los referentes nacionalistas y republicanos, tal que éstos son
políticos, construcciones de los hombres en comunidad. En consecuencia,
36 Ibid., 174
37 Republicanisme, 130.
22
queda insinuado el correspondiente deslinde entren los respectivos
sentimientos de ellos derivados: los nacionalistas quedarían clausurados como
“naturales” y prepolíticos, particularmente el territorio y la lengua, y los
republicanos se apropiarían de la historia. Esta distinción es en sí misma muy
discutible, y pone el dedo en la llaga: ¿puede sostenerse un republicanismo sin
un fondo nacionalista? Ese proyecto ilustrado de pensar la patria como una
pura construcción política que permita una identidad sobrepuesta a la
inexorable diversidad nacional, ideológica y cultural, ¿puede sostenerse sin
derivar a una propuesta cosmopolita?
Pienso que Viroli no ha situado bien el origen del republicanismo. Puesto
éste en la constitución de los estados modernos, tenía que aspirar a reunir en
una misma comunidad política a clases y grupos sociales muy heterogéneos. Y
si bien es cierto que, como nos dice el profesor Viroli, “los teóricos republicanos
eran perfectamente conscientes de que el tipo de comunidad generada por el
hecho de vivir en la misma ciudad, o la misma nación, o de hablar la misma
lengua, y de adorar a los mismos dioses no era suficiente para generar el
patriotismo republicano en el corazón de los ciudadanos”38, no se ve cómo
pueda aparecer esa pasión si no es como cálculo racional. A mi entender, la
representación alternativa al nacionalismo es el cosmopolitismo; pero éste, del
que parecen haberse apropiado los liberales, resulta sospechoso a Viroli, que
de este modo se queda en una posición incómoda: pensando más bien en
desmarcar el republicanismo del liberalismo, comienza por deslindar
nacionalismo y republicanismo, para dar más entidad e independencia a éste.
Pero en ese empeño los logros son limitados, pues, o bien convierte el
nacionalismo en una caricatura, vaciándole de lo histórico y reduciéndole a
determinaciones “naturales”, o bien la particularidad del republicanismo queda
38 “El sentido olvidado del patriotismo republicano”, en Isegoria 24 (2001):8
23
reducida a una identidad política sobrepuesta que difícilmente resulta
apasionante y que, sobre todo, difícilmente puede verse como pasión.
O sea, la confrontación nacionalismo/republicanismo queda reducida a una
diferencia: dos ideas de la verdadera patria: “La patria de los republicanos es
una institución moral y política. La nación de Herder es una creación natural.
Este considera las nacionalidades no como producto de los hombres, sino
como la obra de una fuerza viva, orgánica, que anima el universo. Las
repúblicas se originaron debido a la virtud extraordinaria y a la sabiduría de sus
legendarios fundadores. Las naciones las hizo el mismo Dios…”39
Claro está, para Herder es ontológica y éticamente privilegiada la nación
sobre el orden político, sea éste monárquico o republicano; y no le preocupa
mucho la desaparición de un orden político, y sí la nación. Pero, como el mismo
Viroli refleja, esa idea nacionalista de nación puede ser reformulada. No deja
de ser curioso que Viroli, al reconocer que no siempre la idea de nación ha sido
usada contra el espíritu republicano, caso Herder, recurra a Mill. Así, en J. St.
Mill aparece descrita de otra manera, en la que el nacionalismo no significa
“antipatía por los extranjeros”, ni “cultivo de particularidades absurdas”, ni
“rechazo a adoptar lo que otros países han descubierto como bueno”. Mill dirá
que “las naciones que tienen el espíritu nacional más fuertes son las que tienen
menos nacionalidad”, es decir, están menos a la defensiva, están más abiertas.
Se sienten más seguras ante lo extraño, más capaces de asimilarlo y
adaptarlo. Por eso para Mill el nacionalismo es más un principio de simpatía
hacia dentro, hacia los que viven juntos, que un principio de antipatía hacia
fuera, hacia los otros: “Hacemos referencia a que una parte de la comunidad no
ha de considerarse forastera frente a otra parte; a que han de cultivar el lazo
que les hacen sentir que son un pueblo, que su suerte está unida, que lo que
sea malo para un compatriota es malo para ellos mismos; y que no pueden, de
39 Ibid., 11.
24
forma egoísta, desentenderse de su participación en los problemas comunes
cortando la conexión”40
No es fácil entender una república republicanista donde no se otorgue gran
valor al territorio; no sé cómo se adquiere en ella la ciudadanía.... Lo curioso es
que, tras radical diferenciación, niega contraposición entre ambas ideas, y para
ilustrarlo recurre a una fuente de autoridad (extraña manera de argumenta),
que curiosamente no es republicana, sino liberal. J. Stuart Mill, que en su
System of Logic nos ofrece la siguiente definición del principio de marcionismo:
“Es prácticamente superfluo decir que no entendemos “nacionalidad” en el
sentido popular del término, como antipatía insensata hacia los extranjeros;
como una indiferencia respecto del bienestar general de la raza humana o
como una preferencia injusta por los presuntos intereses nacionales o como el
rechazo de adoptar en nuestro país lo que ha sido considerado bueno por
otros. Entendemos, en cambio, el principio de simpatía, no de hostilidad; de
unión, no de separación, Entendemos el sentimiento de comunión de intereses
entre quienes viven bajo el mismo gobierno y dentro de los mismos confines
naturales o históricos, Entendemos que una parte de la comunidad no se
considere extraña respecto a la otra parte; entendemos que las diversas partes
de la comunidad hagan, de su relación, un valor; que sientan que son un solo
pueblo; que sientan que sus cuerpos se funden juntos y que lo malo para
cualquiera de sus compatriotas es también malo para ellos; que no deseen
egoístamente liberase de los inconvenientes comunes que les tocan rompiendo
esta relación”41
Tendríamos que sacar una conclusión: la idea liberal de nación de Mill no va
contra el espíritu republicano. Lo cual complica este juego de delimitaciones,
40 Ibid., 12. Ref. Mill, A System of Logic, VI, 10.5.
41 Republicanisme, 122.
25
pues parece que el nacionalismo es el enemigo común de liberalismo y
republicanismo… Y su recurso a G. Mazzini es poco afortunado, pues la cita
que recoge no ayuda a esclarecen ese fondo pasional que Viroli desea poner
en el origen de la república: “Una patria es un asociación de hombres libres e
iguales unidos en el fraternal acuerdo de trabajar por un fin único. (...) Una
patria no es una agregación, es una asociación. No hay patria verdadera sin
derecho uniforme. No hay patria verdadera donde la uniformidad del derecho
es violada por la existencia de castas o privilegios”42.
Puede apreciarse que esta idea es genuinamente liberal. Si Viroli la
considera un ejemplo claro de “principio de nacionalidad interpretado como
equivalente a la idea republicana clásica de patria”, reaparece la ya aludida
dificultad de deslindarla del liberalismo. Y tampoco es muy afortunada su
referencia a Carlo Pisacane, cuya idea resume así: “Nacionalidad significa la
libre expresión de la voluntad colectiva de un pueblo, de un interés común, de
total y absoluta libertad, sin clases, grupos o dinastías privilegiadas. El amor
por la patria sólo puede crecer en el suelo de la libertad, y sólo la libertad
puede convertir a los ciudadanos en defensores de la república. Bajo el yugo
de príncipes y monarcas, las pasiones del patriotismo están condenadas a
degenerar”43.
No encuentro problema en admitir, con Viroli, que Manzini y Pisacane
interpretan el principio de nacionalidad como lo opuesto al nacionalismo, como
rechazo del mismo; más dificultades tengo en admitir que la consecuencia que
de ello se deriva sea una nítida distinción y jerarquización entre republicanismo
y nacionalismo: “Por tanto, la diferencia entre el patriotismo republicano y el
42 “Dei doveri dell´uomo”, en Scritti politici, Terencio Grandi y Augusto Comba (eds.), Turín, UYET,
1972, 884.
43 “El sentido...”, en Isegoria, 24 (2001): 12.
26
nacionalismo es bastante grande”44. Por un lado, porque se basa en
argumentos de autoridad, por tanto, en el subjetivismo de Mazzini y Pisacane;
por otro, porque la posición de ambos está fuertemente condicionada por el
rechazo de una forma particular del nacionalismo, el herderiano. Ahora bien,
Viroli distingue dos formas de nacionalismo, el cívico y el étnico y frente a
ambas sitúa el patriotismo republicanismo: “El patriotismo republicano difiere
del nacionalismo cívico en que es una pasión y no el resultado del
consentimiento racional. No se trata de lealtad a principios políticos universales
neutrales tanto histórica como culturalmente, sino de compromiso con las
leyes, la constitución y la forma de vida de una república particular”45. Y aunque
pensar el patriotismo republicano como pasión, ya lo hemos visto, puede ser
tolerable por su ambigüedad, pues puede entenderse como equivalente al
amor a las matemáticas, a la música, a la humanidad..., en cambio explicitar
con nitidez que no es el resultado del conocimiento racional, aparte de parecer
gratuito, extiende negras sombras sobre el republicanismo. Ese “compromiso”
al margen de la racionalidad, de la reflexión y la libre decisión, como una
determinación maldita a amar la propia ratonera, resulta delirante. El amor a las
leyes porque son nuestras, a las que estamos sometidos, no es comparable a
un amor a las leyes porque las hemos hecho nosotros, y por tanto conformes a
nuestros principios. Sin mediación de la racionalidad, el patriotismo republicano
es una variante enmascarada del fanatismo. Dicho de otro modo, la
comparación con el “nacionalismo cívico” no le resulta ventajosa (otra cosa es
esa caracterización del nacionalismo cívico como “lealtad a principios políticos
universales neutrales tanto histórica como culturalmente”, que resulta confuso).
Viroli sigue: “El patriotismo republicano es también diferente del
nacionalismo étnico porque no concede relevancia moral o política a la
etnicidad. Por el contrario, reconoce relevancia moral y política, y belleza, a los
44 Ibid., 12.
45 Ibid., 13.
27
valores políticos de la ciudadanía, particularmente la igualdad republicana, que
son hostiles al etnocentrismo”46. Esta caracterización es realmente irrelevante,
pues no dar relevancia moral y política a la etnicidad no es exclusivo del
republicanismo; a tal efecto el liberalismo, en todas sus figuras, parece
aventajado.
La conclusión que puedo sacar es: en el escenario elegido, el patriotismo
republicano sale malparado de una comparación con el “nacionalismo cívico”; y
frente al nacionalismo étnico, sus privilegios no superan a los del liberalismo.
¿Valía la pena todo esto?
3. Amor y pasión.
Es sorprendente que en el artículo de Viroli “El sentido olvidado del
patriotismo” 47, que venimos comentando, no aparecen ni una sola vez –si mi
lectura, y sobre todo si la omnisciencia del Word, no me han traicionado- las
palabras “liberalismo” y “liberal”; es sorprendente por tratarse de un texto que
responde a la obsesión de los neorepublicanistas, y de modo especial de Viroli,
de autodefinición del republicanismo frente al liberalismo, su “otro”, cuya mera
presencia amenaza su identidad. Pero a medida que avanza la lectura se
vislumbra que esa confrontación no está ausente, que era una ilusión creer que
los neorepublicanos puedan pensar sin negar el liberalismo; simplemente ha
cambiado su forma de presencia, que ha pasado de fondo sobre el que
recortarse a difuso referente no aludido.
Efectivamente, en este artículo abierta y explícitamente se trata de
establecer la diferencia entre nacionalismo y republicanismo, y la superioridad
46 Ibid., 13.
47 Ibid., 14.
28
–teórica y ética- de éste. Pero este objetivo, si se lograra, sería una victoria que
forma parte de la otra guerra, la eterna confrontación entre liberalismo y
republicanismo. Para el liberalismo, a mi entender, el nacionalismo y el
republicanismo clásico forman parte de una misma familia ideológica, el
comuni(tari)smo, esa familia de posiciones políticas que en distinto grado y
forma defienden ontológica y éticamente la mayor eminencia de la comunidad
respecto al individuo48. Desde esta perspectiva, la pretensión de Viroli de
desmarcar con nitidez el republicanismo del comunitarismo persigue ganar
sustantividad y excelencia ética, reforzándose así frente a la argumentación
liberal y protegiéndose de las críticas antitotalitarias contra cuanto huela a
“holismo social”. Por tanto, el liberalismo está en el horizonte de demarcación
del discurso republicanista de Viroli, cosa que no deberíamos perder de vista.
Aquí, como digo, la batalla es contra el nacionalismo, y la disputa se
estructura alrededor de la cuestión del patriotismo, de la confrontación de las
dos formas de amar a la patria, la nacionalista y la republicana (está implícito
que lo liberales, que en el fondo no tienen patria, no sienten ese amor, y el
comunismo no está ni en el horizonte, descartado, tal vez porque ya advirtió
Marx que los proletarios no tienen patria). En rigor, y dada la pasión de Viroli
por la argumentación etimológica –cuya enigmática y nunca explicitada
potencia normativa se usa con finura-, los únicos que tienen patria son los
republicanos, sólo este discurso gira en torno a la idea de patria; los demás
usan sucedáneos de baja calidad, según escritor italiano. Los nacionalistas
tienen natio, a la que aman, a la que están condenados a amar, arrastrados por
determinaciones ontológicas prepolíticas y pre-racionales; su pensamiento y su
sentimiento gira en torno a esa natio que les otorga su ser y prescribe su deber.
Los republicanos, que a efectos prácticos no tienen natio, que han superado
48 La confrontación liberalismo vs. republicanismo es larga y compleja; me inclino a pensar que es una
guerra de familia, interna a una misma cultura política, tal que las suyas son diferencias en la identidad, es
decir, no esenciales. Pero a veces las guerras más despiadadas son las civiles...
29
esa determinación ontológica para darse otra a sí mismos, la han sustituido por
la patria, una nueva identidad, que para Viroli es antitética de la puesta por la
natio, a la que aman y a la que se deben como el autor a su más bella obra, a
la creación que le permite sentirse artista.
Quiero subrayar aquí este paralelismo, importante para comprender y valorar
la posición del autor de Per amore della Patria: a nacionalistas y republicanos
les es común ese amor a su totalidad de referencia (la nación o la patria,
respectivamente), y de esa vinculación nacen sus deberes para con ella. La
diferencia, por el momento, reside en que, siempre según el filósofo italiano, la
natio es una realidad natural, a la que se reverencia, y la patria una realidad
artificial, políticamente construida, a la que se venera; o sea, la natio es obra de
Dios y la patria es obra de lo mejor –lo divino- del hombre.
Es en cierto modo una pena que Viroli haya mantenido oculto el referente
principal del discurso, el liberalismo. Si le hubiera dado entrada habría puesto
en escena un tercer modelo, el de la societas, que habría ayudado a enriquecer
y clarificar este juego de demarcaciones. Al no estar presente, la demarcación
del republicanismo frente al nacionalismo recurre a rasgos sospechosamente
liberales o, al menos, no peculiares y propios, como enseguida mostraré.
3.1. Pasión republicana y pasión nacionalista.
Sorprende, de entrada, que si bien la distinción entre nación y patria es
realmente clara, en cambio la contraposición nacionalismo/republicanismo,
aunque esforzada y laboriosa, resulta escasamente convincente. Ello es debido
en gran medida a su empecinamiento en considerar el republicanismo una
“pasión”, como si pretendiera separarlo de la frialdad del análisis económico y
moral para ligarlo a un pathos de entrega heroica, incondicional, a un ideal
inevitable. Puede ser que este planteamiento gane audiencia para el
republicanismo, especialmente en nuestros tiempos de rebelión contra la
racionalidad, pero esos sugestivos efectos retóricos acaban siendo
30
neutralizados por la inevitable contradicción con el contenido del
republicanismo. El desahogo esteticista de Viroli –el emotivismo es una forma
de estetizar la amoral- es difícil de mantener en este ámbito de las ideologías
políticas, donde tarde o temprano se espera de las mismas que nos ofrezcan
ideales imaginables –idealmente posibles-, para lo cual inevitablemente han de
mostrar su potencia para pensar la realidad social, es decir, representársela en
conceptos.
Lo cierto es que los mismos argumentos genealógicos y de autoridad que
busca Viroli para argumentar esta tesis de la pasión republicana son poco
convincentes e incentivan las sospechas. Pues no defiende, como podría
pensarse, una “pasión razonable”, tal como las describiera Helvétius en De
l’esprit, una convicción profunda y contrastada, serena y firme, derivada de la
reflexión y la virtud, sino una pasión romántica que arrebata y determina el
alma de quienes son tocados por ella, de los republicanos. Para ello parte de lo
que considera un hecho empírico constatable en los textos de “filósofos,
historiadores, poetas, agitadores y profetas pertenecientes a la familia
republicana, durante los dos últimos milenios”, a saber, que todos ellos son
defensores del “amor a la patria”, un “amor generoso y compasivo por la
república (caritas reipublicae) y por sus ciudadanos (caritas civium)49. No le es
difícil rastrear los textos y encontrar citas apropiadas al respecto; lo
cuestionable es su lectura de los mismos en claves tan emotivistas,
interpretando ese “amor a la patria” como una pasión en sentido fuerte.
Efectivamente, Viroli se lanza a la búsqueda de linajes nobles para el
republicanismo y encuentra autores cuyas ideas –aparte de la peculiar forma
de republicanismo que dibujan- ha de retorcer y violentar para que encajen en
esa empresa de mostrar el republicanismo, desde sus orígenes, como una
pasión. Cuando recurre a Tolomeo de Lucca (1227-1327?) como autoridad
49 Republicanisme, 110.
31
“republicana”, historiador dominico muy ligado a Tomás de Aquino, poco
apasionado y muy racionalista, entresaca una expresión suya (“Amor patriae in
radice charitatis fundatur”) y nos empuja a pensar gratuitamente la caridad
como “pasión”, pues el dominico entiende la caridad como subordinar lo
privado a la común, y esa posición por lo común, esa caritas, más que ardor
parece requerir serenidad. Y cuando menciona a Remigio de Girolami, no duda
de nuevo en retorcer las descripciones del austero teólogo dominico medieval
italiano (1235-1319), cuyo texto Tractatus de bono communi (1302) es de
rigurosa impronta tomista, para que sirva a sus propósitos de argumentar sin
límite su idea del republicanismo como pasión política. Así dirá que “hasta
cuando el amor por la patria respeta los principios de la justicia y la razón, y,
por tanto, es denominado amor racional (“amor rationalis”), tal como dijo
Remigio dei Girolami, se trata del afecto por una república particular y por unos
ciudadanos particulares que nos son queridos porque compartimos con ellos
cosas importantes: las leyes, la libertad, el foro, el senado, las plazas públicas,
los amigos, los enemigos, la memoria de las victorias y el recuerdo de las
derrotas, las esperanzas, los miedos”50.
Remigio dei Girolami hablaba, ciertamente, de “amor rationalis”, y puede
comprenderse ese amor intelectual, esa pasión reflexiva por la ciudad y los
ciudadanos; pero no veo la necesidad de “irracionalizar” ese sentimiento, y veo
una impostura oponerla a la razón, como hace Viroli: “Es una pasión que crece
entre ciudadanos iguales y no el resultado del consentimiento racional otorgado
a los principios políticos de la república en general”51.
Buscar expresiones que funden el “amor patrie” en la “caritas reipublicae”,
incluso indentificarlo a “patriae caritas”, no lleva necesariamente a pensarlo
como passio. Entre otras cosas porque en toda la tradición filosófica, y la Ética
50 “El sentido...”, 6
51 Ibid., 6.
32
de Spinoza es el mayor monumento al respecto, la pasión siempre se ha
pensado como algo que el sujeto soporta, que lejos de ser efecto de la libertad
es negación de ésta. Y si Maquiavelo, otra referencia de autoridad preferida por
Viroli, hablaba del deseo del hombre de “vivere libero”, no veía esa libertad a
caballo de las pasiones. Si ha habido una idea constante en la tradición
republicana es que los hombres no son espontáneamente amantes de lo
público, ni generosos, ni caritativos, y que tales virtudes no brotaban
espontáneamente de sus almas. Todo lo contrario, era la ausencia de esa
pasión, de ese sentimiento moral, lo que justificaba la tesis republicana de
poner el reinado de las leyes como fundamento de la república; las leyes como
base de la formación del carácter, del ethos, de los hombres. Ya Helvétius
llamaba a la Legislación “ciencia de la educación”, forjadoras de las
costumbres, los valores y los sentimientos, en definitiva, de las virtudes
republicanas.
No es fácil entender la insistencia y tenacidad de Viroli en esta tesis del
republicanismo como pasión o, si se quiere, de la pasión patriótica como
esencia diferenciadora del republicanismo. Aunque reconoce lo por otra parte
obvio, que el republicanismo es un producto histórico cultural, busca un datum
más originario, más rotundo y absoluto: “Desde luego, el patriotismo
republicano tiene una dimensión cultural, pero es primariamente una pasión
política”52. Parece que en ese origen pre-racional, incondicionado reside la
grandeza o eminencia del republicanismo. Bien mirado, teniendo en cuenta que
su objetivo demarcador pasa por fijar un abismo entre nacionalismo y
republicanismo, parece que lo propio sería la idea tradicional de identificar el
nacionalismo con las determinaciones naturales, prepolíticas, espontáneas,
irracionales, dejando al republicanismo como resultado de la cultura, de la
racionalidad, de la moralidad, de la libre elección. ¿Por qué se separa de esta
52 Ibid., 8.
33
línea hermenéutica? ¿Por qué insiste en que el republicanismo, aunque tenga
una dimensión cultural, prima facie es una pasión?
Soy capaz de entender que se esfuerce, no sin confusión e incluso
contradicción, en liberar el republicanismo de los “elementos prepolíticos
comunes derivados del haber nacido en el mismo territorio, pertenecer a la
misma raza, hablar la misma lengua, adorar a los mismos dioses o tener las
mismas costumbres”; y comprendo que intente cargar esta sumisión de la
identidad a la exterioridad en el “debe” de la cuenta del nacionalismo; al fin
siempre es preferible que el mal lo carguen los otros. Incluso comprendo que
intente convencernos de que, en su profesión de fe republicana, “el patriotismo
republicano no descansa en un credo puramente político”, sino que descansa
en algo más profundo y noble53. Al fin los hombres hacen con su historia como
los pueblos: siempre buscan un origen sagrado legitimador. Lo que resulta
inasimilable y refractario a toda comprensión es esa voluntad de caracterizarlo
como una pasión, pues aparte de arbitrario y confuso tiene visos de ser
contradictorio incluso con las referencias de autoridad a las que recurre.
Porque si bien es cierto que Cicerón consideraba que los lazos de la patria
eran más dignos que los de la natio, ello no se debía a que los primeros se
fundaran en una pasión, sino todo lo contrario, porque respondían a una
convicción racional, a una decisión de hombres reflexivos y libres. Para
Cicerón, como siglos después para los ilustrados, la pertenencia a una nación
era algo contingente, o sea, y no necesariamente bueno ni mal, no
necesariamente desfavorable o ventajoso. Era algo así como una
determinación ontológica exterior, que uno cargaba en su mochila toda la
existencia. En cambio la patria, pensada como creatio, como obra de los
hombres, en una acción racional, libre y voluntaria, era obra de la virtú, en el
más genuino sentido maquiaveliano de capacitación y dominio de un arte. Y
53 Ibid., 7,
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aunque es cierto que en la tradición republicana está siempre presente el amor
a la patria, lo está bajo estas dos determinaciones: como fin ético y como
pasión razonable. Como fin ético, es decir, no como dato natural; es algo que la
república debe perseguir y lograr como condición de su perfección y, si se
quiere, de su perseveración en el ser, no como condición genealógica. Como
pasión razonable, es decir, como se ama la justicia, la belleza, la ciencia…,
todo lo cual requiere previamente el conocimiento, el concepto.
Realmente, insisto, no es fácil entender la tenacidad con que Viroli se
esfuerza en pensar el republicanismo como pasión. Pues si bien es cierto que
la patria es la idea clave del republicanismo, y el amor a la patria el valor más
querido en el mismo, el filósofo italiano reconoce que se trata de una idea
abstracta, que no tiene nada que ver con el “lugar en que hemos nacido” y al
que nos sentimos vinculados por determinaciones prepolíticas. Todo lo
contrario, para el italiano la patria es en su esencia una construcción política,
una forma de vivir en comunidad, “sinónimo de república y libertad”. En
consecuencia, el “amor a la patria”, aunque pueda llegar a ser tan potente
como para justificar la entrega de la vida a su servicio, incluso para dar la vida
en defensa de su dignidad y de su gloria, no deja de ser un sentimiento
mediado por el conocimiento y derivado de una valoración intelectual, más o
menos económica (intereses) o moral (valores). Puede amarse a la patria como
se ama a una religión, sin duda; pero esa “cualidad” no siempre es virtuosa en
sentido republicano; ni siquiera la “intensidad” mide la virtù. El amor
hobbesiano a la patria puede ser suficiente y, a veces, más conveniente que el
de algún iluminado jacobino. En todo caso, lo que parece razonable es
entender que ese amor republicano a la patria siempre sigue al análisis
racional, condición de toda decisión libre; y que, por tanto, el amor republicano
difícilmente puede separarse de la idea del buen ciudadano, que no es el
cargado de virtudes (cardinales y teologales) cristianas sino, sobre todo, el
hombre que piensa por sí mismo. Considero que no es una impostura decir que
lo propio del republicanismo es la voluntad de autonomía, que supone
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inequívocamente la subordinación de la vida (deseos, sentimientos,
pasiones…) a la razón, tal que el amor a la patria tiene la legitimidad ética de
su racionalidad (que en el plano práctico quiere decir su moralidad) y la
legitimidad política de su universalidad (si creemos con Spinoza que la razón
une y la pasión separa)
3.2. Pasión política y pasión pre-política.
Para concluir, veamos de forma resumida las virtudes específicas del
patriotismo republicano respecto al nacionalismo. La primera nos da un ejemplo
de la manera de argumentar de Viroli, recurriendo a lo que han dicho los
antiguos (por supuesto, con citas descontextualizadas, de Cicerón, Rousseau,
Montesquieu, Maquiavelo o Manzini-, creo que Garibaldi no debió hablar de
estas cosas, ni Robespierre…). La primera diferencia nos la cuenta así: “A este
efecto es útil tener en cuenta que los escritores políticos clásicos tenían bien
clara la diferencia entre los valores políticos y culturales de la patria y los
valores no políticos de la nación, y es significativo que para describir los unos y
los otros utilizaran dos términos diferentes: patria y natio. Tanto la patria como
la nación instituyen lazos entre los individuos, pero el vínculo que la patria o res
publica establece entre los ciudadanos es más estrecho y más digno que los
vínculos de la nación, como escribe Cicerón en De Officiis (I,17.53)”
Tras fijar la superioridad de los vínculos ético políticos en torno a las
instituciones y leyes de la república respecto a los lazos naturales (culturales,
étnicos,, religiosos, lingüísticos…), nos rebela la segunda diferencia, ésta
referida a la interpretación del “amor a la patria”. Del mismo modo, no hay
defensa conceptual, sino referencia a los “escritores políticos clásicos” que así
lo consideraban. Según esos escritores: “el amor a la patria es una pasión
artificial que se ha de alimentar y renovar constantemente con medios políticos,
en primer lugar, con un buen gobierno y la participación en la vida pública. Para
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los nacionalistas, el amor a la patria es un sentimiento natural que se ha de
proteger de la contaminación y de la asimilación cultural para que viva y se
fortalezca. Esta diferencia deriva obviamente de que los primeros consideraban
que la república era una institución política, mientras que los segundos creen
que la nación es un producto de la naturaleza o de Dios”54.
Esa es toda la argumentación a favor del patriotismo republicano. Y para
quien valore mucho la participación política –que, por cierto, no veo que no
pueda estar presente en la propuesta nacionalista- recordemos que Viroli ha
dejado bien claro que la libertad republicana no debía confundirse con la
democracia participativa, estableciendo la separación precisamente en torno al
problema de la participación: Él ha afirmado con contundencia: “Consideran
(siempre ellos, los escritos políticos clásicos) que el gobierno de la ley hace
que los individuos sean libres no porque la ley sea su voluntad, porque le
hayan dado su consentimiento, sino porque la ley es un mandato universal y
abstracto y, como tal, protege de la arbitrariedad”55. Y sigue: “La concepción
republicana de la libertad también es diferente de la idea democrática que
afirma que la libertad consiste en “poder darse normas a uno mismo y a no
obedecer otras normas que las que uno se ha dado a sí mismo (libertad en el
sentido de autonomía) (…)
La concepción republicana de la libertad política es próxima a la idea
democrática de la libertad como autonomía de la voluntad, en la medida que ve
en la constricción una violación de la voluntad; éstas, no obstante, no es
idéntica a la libertad democrática, en tanto considera que la voluntad es
autónoma cuando está protegida del peligro constante de ser sometida a
construcción, no cuando la ley o la norma que regula mis acciones corresponde
54 Republicanisme, 121.
55 Ibid., 76.
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a mi voluntad. Los escritos políticos republicanos no han sostenido nunca que
la liberad consista en la acción regulad por la ley autónoma, es decir, aceptada
voluntariamente, o en el poder de darse normas a nosotros mismos y de seguir
sólo las normas que nos demos; sino que han sostenido que el poder de darse
las leyes –directamente, por medio de representantes- es el medio eficaz (junto
con oros) para vivir libres, en el sentido de no estar sometidos a la voluntad
arbitraria de uno, de pocos o de muchos individuos”56.
Por otro lado, aunque se aleje de la densidad moral del nacionalismo, no
quiere identificarse con la escuálida propuesta habermasiana liberal:
“Justamente porque rechazan la certeza del dogma, las repúblicas laicas
necesitan memorias y conmemoraciones. Las democracias que defienden más
celosamente que cualquier otra cosa la separación entre la Iglesia y el Estado,
en decir, los EE. UU. Y Francia, son también las repúblicas que celebran con
gran afán su historia. Las memorias son un medio potente de mover los ánimos
al compromiso civil. Cuando se conmemora un episodio lejano de resistencia y
lucha por la libertad; cuando se evoca una página dolorosa de nuestra historia;
cuando se habla de mártires, de hombres o mujeres que han dado alguna cosa
importante a la república, que han construido un círculo social o fundado una
liga, se puede suscitar en el ánimo de quienes participan en ello un sentimiento
de obligación moral a proseguir la obra de aquellos hombre y mujeres que
conmemoran. El pasado puede devenir patrimonio para la formación civil de las
nuevas generaciones”57.
Vista así, la Patria parece un buen sustituto de la Iglesia, una congregación
de individuos piadosos, un refugio de la árida soledad a la que el liberalismo ha
conducido a los seres humanos. Quien deambula abandonado en la noche
56 Ibid., 64-65.
57 Ibid., 130.
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helada, ¿no habría de sentir atractivo por un cálido y protegido refugio
hogareño donde compartir aunque sólo sean silencios? Es difícil resistirse al
discurso neorepublicanista, a su propuesta de vida comprometida con la virtud
pública; es difícil rechazar el hechizo de las sirenas sin sentirse duro de
corazón. Pero mientras el neorepublicanismo dibuje sus contornos frente al
rostro liberal, sin ver el otro lado del espejo, conservándolo intacto, su figura
será utópica y ucrónica en el sentido bellos de ambos términos. Pues al otro
lado del espejo está el capitalismo, y el capitalismo de hoy, el lugar social
donde el ideal republicano no tiene cabida. Y es que en la selva difícilmente
hay lugar para ágoras y foros civilizados; y es que los zoos en las selvas no
tienen sentido y en las ciudades no tienen esperanza.