EL CAZADOR DE LA CRUZ DEL SUR Leyenda del Chaco argentino
En las calurosas tierras del Chaco, Numa era un experto cazador. Usaba las boleadoras
con tanta habilidad, que ninguna presa se le escapaba. Guanacos y vicuñas caían
enredados en las cuerdas de su arma preferida. Lo que más le gustaba cazar era
avestruces; la rapidez para correr de estas grandes aves, a hijo mayor las que llamaban
"amanic", ponían a prueba su puntería y su experiencia. Numa llegó a ser tan famoso
como cazador, que lo eligieron cacique de los mocovíes, su pueblo. Los guerreros lo
admiraban y temían, las mujeres y los niños lo amaban, los ancianos contaban sus
hazañas para que no se olvidaran. Y así fue como esta historia llegó hasta nosotros.
Una tarde, Numa salió a cazar con su hijo para que aprendiera a ser tan diestro como él.
—Si aprendes a manejar las boleadoras, puedes alcanzar una fama parecida a la de tu
padre —aseguró Numa con orgullo. El muchacho asintió, tratando de hacer girar las
cuerdas con las pesadas piedras que llevaban en sus extremos. En esto que iban
caminando por un llano, apareció frente a ellos un avestruz de gran tamaño, como nunca
se había visto por esas tierras. —Hijo, fíjate cómo lanzo las boleadoras para cazar a este
extraordinario "amanic" —dijo Numa, echando a correr con el arma girando sobre su
cabeza. En el momento preciso, lanzó las boleadoras, pero el avestruz fue más rápido y
escapó corriendo por el llano, dándose impulso con sus espléndidas alas entreabiertas. —
Espérame, hijo, vuelvo en un rato —gritó Numa, herido en su orgullo por no haber cazado
el ave al primer intento. Corrió y corrió tras el esquivo "amanic", yendo cada vez más
hacia el sur, hasta perderse de vista. El muchacho esperó el regreso de su padre hasta el
amanecer del otro día; volvió a casa sin saber qué había sido de él.
Pasó el tiempo y Numa nunca regresó. Cuentan los ancianos que el cacique continuó
persiguiendo el avestruz hasta llegar al borde mismo donde termina el mundo. Allí lanzó
por última vez las boleadoras, inútilmente. Entonces el avestruz gigante, en vez de caer al
abismo, se dio un fuerte impulso y se elevó en el aire hacia el cielo. Numa no quiso darse
por vencido y permaneció en ese lugar, esperando que el "amanic" bajara; no quería
volver a su pueblo derrotado. En ese lugar se quedó hasta envejecer y, por último, morir.
El avestruz gigante se convirtió en una de las constelaciones más brillantes del cielo
sureño, aquella que guio a los indios y guía hasta hoy a los viajeros de tierra y mar, la
Cruz del Sur.
El cazador de la cruz del sur (leyenda de cbaco argentino)
1. ¿Quién era Numa?2. ¿Qué era lo que más le gustaba cazar?3. ¿Qué es un amanic?4. ¿Qué paso con Numa?5. ¿En qué se convirtió el ave?
CUANDO GÓOS LA BALLENA CAMINABA POR LA TIERRA Leyenda tehuelche
¿Se imaginan ustedes a Góos, la ballena azul, caminando con cuatro patitas cortas, de
aquí para allá, haciendo temblar la tierra con su corpachón? ¿Se imaginan a Góos
bostezando? ¡Qué enorme caverna, su boca! Bueno, así era, según cuentan las abuelas
de los pueblos tehuelches de la Patagonia. Sin embargo, durante un buen tiempo nadie
supo que Góos era peligrosa. Los que se enteraban de esta verdad no alcanzaban a
contárselo a nadie, porque sencillamente desaparecían. A Góos le gustaba mirar cómo se
movían los animales, cómo balanceaban sus ramas los árboles con el viento. ¡Qué
livianos y alegres saltaban los guanacos por los montes! ¡Cómo corrían los avestruces y
volaban los pájaros! Ella, que apenas se podía mover, se maravillaba ante la agilidad de
los otros animales. Lo que más le gustaba, sin embargo, era contemplar los poblados de
los tehuelches: sus rucas de ramas cubiertas con cueros, sus juegos, sus quehaceres y
hasta los grandes fuegos que encendían para calentarse. Sin duda, las fogatas la
entusiasmaban por sobre todo, como a nosotros los fuegos artificiales. ¡Qué danzas,
brillos y sorprendentes figuras, las del fuego! Góos pasaba inmóvil durante horas
contemplando, y entonces le daba sueño y bostezaba abriendo la tremenda boca. Y al
bostezar, se formaba una corriente de aire tan fuerte como la de una aspiradora gigante, y
se tragaba lo que tanto la entusiasmaba: toldos, rucas, gentes, animales, fogatas,
bosqueci- llos, en fin, todo lo que en un segundo antes la había fascinado. Ella misma no
se explicaba esta desaparición; a lo más, sentía la barriga más pesada y un ruido de
tripas que parecía trueno. Se echaba a dormir largas siestas y luego caminaba lentamente
en busca de otro espectáculo más duradero. Con el tiempo, la gente empezó a
preguntarse por tantas desapariciones. —¿No había un bosquecillo por aquí? ¿Qué será
de mi amigo Korcán y de su familia, que hace tiempo no los veo? Cada vez había menos
guanacos, menos cururos. Empezaron todos a inquietarse, porque la escasez de
alimentos es lo que más puede intranquilizar a hombres y animales. Hasta que un día
desapareció un jefe importante, Akainik, que quiere decir "estrella de la tarde". Entonces
el segundo jefe, Akin, decidió consultar a Elal, el dios familiar de los tehuelches, quien
solía vagar por llanuras, montes y mares. Akin se internó en las soledades, lejos de todo
poblado. Después de caminar tres días con sus soles y tres noches llenas de estrellas,
divisó a Elal cuidando una manada de avestruces. —¡Elal, Elal, necesito hablar contigo!
—llamó Akin, respetuosamente. —Acércate, Akin —contestó el dios sin abandonar su
trabajo. —Perdona que te distraiga, pero Akainik, nuestro jefe, ha desaparecido con su
familia. Hemos notado que también desaparecieron bosques y animales sin que podamos
explicarnos qué pasa. —Eso es grave, porque precisamente yo me encargo de cuidar a
los seres y las cosas. Veré cuál puede ser la causa de este desorden. Elal tomó su
cayado y caminó por llanuras y montes mirando con atención a cada criatura. Así fue
como se encontró con Góos, que iba balanceándose con sus patitas cortas, haciendo
temblar la tierra. En eso, dio un gran bostezo y Elal vio cómo desaparecían por su bocaza
una docena de guanacos y varios matorrales, sorbidos por la corriente de aire. —Creo
que se ha resuelto el misterio —exclamó. Se acercó a Góos y le ordenó: —Abre la boca, a
ver qué tienes dentro. Pero la ballena tenía sueño y se echó en la hierba pesadamente,
con la bocaza bien cerrada. Elal agitó su cayado y se convirtió en un tábano. Empezó a
revolotear en torno a Góos, molestándola, chocando contra sus ojos a medio cerrar, hasta
que el animal abrió un poco la boca y se tragó sin más al tábano. Una vez dentro de la
barriga, Elal descubrió todo lo que se había chupado la ballena.
Para despertarla, empezó a hacerle cosquillas en la garganta, picándola varias veces
hasta que la hizo toser. Entonces la corriente de aire funcionó al revés, es decir, hacia
afuera, y empezó a devolver todo lo que se había tragado: rebaños de guanacos,
carnadas de cunaros y liebres, varias familias de tehuelches, entre ellas la del jefe
Akainik. También quedaron desparramados por los llanos toldos, rucas, fogatas, ropas y
toda clase de utensilios de cocina. Al final salió el tábano que se convirtió de nuevo en
Elal. —¡Mira lo que has provocado con tus bostezos! —le gritó, aunque sin enojo, porque
al fin y al cabo Góos no lo había hecho adrede. La pobre cerró bien la boca, procurando
no bostezar de puros nervios. Elal pensó un buen rato en cómo solucionar el problema de
la enorme criatura. La miró por todos lados, estudió y midió sus proporciones, contempló
los montes y, por último, dirigió la vista hacia el mar. —Ya sé qué haré contigo para que
seas más feliz que como criatura terrestre. Desde ahora vivirás en el mar. Al comienzo,
Góos tuvo miedo de caminar entre las olas, porque aunque ella era bastante grandota, el
mar se veía infinito. Toda clase de dudas pasaron por su cerebro: ¿Me hundiré con el
peso que tengo?, ¿podré nadar?, ¿me comerán los tiburones?... fueron algunas de las
preguntas que se hizo. Pero en cuanto perdió pie, flotó agradablemente en las
alborotadas aguas, y se dejó llevar feliz, sintiéndose liviana por primera vez en su vida.
Aprendió a sumergirse y a lanzar chorros de agua por un agujero que no sabía que tenía
en la cabeza. Hasta dio saltos y jugó como había visto hacer a los animales terrestres.
Lentamente las patitas se le convirtieron en aletas. Pero aunque su vida en el mar le dio
una gran felicidad, de cuando en cuando se asoma para hacer señas con la cola a sus
antiguos hermanos de tierra adentro.
Cuando góos la ballena caminaba por la tierra (leyenda tebuelche)
1. ¿Qué le gustaba ver a Góos la ballena?
2. ¿Por qué los pueblos y animales desaparecían?
3. ¿Cómo se llamaba el jefe importante?
4. ¿Quién se encargó de resolver el misterio?
5. ¿Qué hizo Elial para que la ballena botara todo lo que tiene adentro?
6. ¿Qué hizo Elial con la ballena?
CREACIÓN DE LOS ÁRBOLES Mito mapuche de los espíritus protectores
El bus daba saltos y tumbos por el camino que rodeaba el lago. El grupo de niños, junto a
su tío Marcelo, iba pegado a las ventanas buscando un lugar agradable donde acampar.
En una vuelta, divisaron una pequeña isla próxima a la orilla, unida a tierra por un rústico
puente de tablones. — ¡Acampemos en esa islita! —-gritó Francisca, la mayor del grupo.
Los otros niños, Noé, Margarita y Josefina, se entusiasmaron de inmediato, enamorados
de la isla. —Hay una casa —observó Noé. — ¡Es la casa del bosque! —exclamó
Margarita. — ¿Hay un lobo también? —preguntó Josefina en su media lengua. —Bueno,
tendríamos que pedir permiso al dueño para acampar —señaló tío Marcelo. — ¿Y si no
nos da permiso? —interrogó Francisca con cierta aflicción.
Una anciana que también iba en el bus, al ver el entusiasmo del grupo, explicó: —La isla
se llama Millaray, "flor de oro", y pertenece a Juan Lemunao, un hombre bueno, con el
que pueden conversar. Tío Marcelo agradeció a la señora e hizo parar el bus. —Aquí nos
bajamos —anunció en medio de los alegres gritos de los niños. Caminaron hacia la playa
y el puente de tablones: —Espérenme aquí. Hablaré con Juan Lemunao para explicarle
que somos cuidadosos para acampar. Los muchachos se sentaron sobre sus sacos de
dormir, mientras caía lentamente la tarde. Pasó una hora larga. Francisca sacó
provisiones para calmar los nervios y el hambre; oscureció y el tío no regresaba. ¿Por qué
demoraba tanto? Vieron moverse una luz en la isla, como si alguien recorriera un camino
entre los árboles. —Ya viene —murmuró la impaciente Margarita. Largo rato observaron
aún la temblorosa luz hasta que de pronto desapareció. Cuando estaban más
desalentados, vieron el foco al otro extremo de los tablones. — ¡Tío Marcelo! —gritaron a
coro. —Pueden venir —contestó el tío agitando su linterna—. No tengan miedo, el agua
no es honda. Cada uno sacó su linterna para iluminar el frágil puente y empezó el lento
desfile. Al otro lado, el tío los presentó a Juan Lemunao, hombre corpulento, de sonrisa
grande. Esa noche durmieron bajo los árboles, acompañados por el canto de pequeños
sapos; algunos se les metieron en el saco de dormir. Amaneció un día caluroso; dieron
vueltas en torno a la isla y cada uno escogió un rincón para jugar y pensar. También se
bañaron en el lago. Hacia el atardecer se reunieron en torno a una fogata que encendió
Juan Lemunao en una playa. —Hay que tener cuidado de no quemar el pasto, ardería
toda la isla —comentó. —Es un lugar maravilloso —exclamó Francisca. — ¡Es una flor de
oro, como dijo la señora del bus! —agregó Noé. —¿Dónde está la flor de oro? —preguntó
Margarita. — ¿Y el lobo? —murmuró Josefina con cierta inseguridad.
Esta isla es la flor de oro que el Padre creador hizo florecer al centro del lago —contó
Juan—; pero el lago se fue secando y la isla se acercó a la orilla. A veces, en invierno, las
lluvias hacen crecer el lago y de nuevo la isla se aleja hacia el centro del agua. Así la hizo
Guene- chen, el Dios del cielo, que separó la tierra del agua para que nacieran las plantas
y los animales. Esto me lo contó mi padre, a quien se lo contó su abuelo y así llegamos
hasta el primer abuelo. El nombre de Lemunao viene de antiguo; significa gente del
bosque, gente amiga de la selva. Lemunao se quedó en silencio por unos minutos, como
si estuviera pensando. Después prosiguió: —Hace muchos, muchos años, mi primer
abuelo recibió el encargo de cuidar los árboles. Sucedió de este modo: los árboles
aparecieron sobre la tierra después de los diluvios, pero nadie sabía cómo se llamaban. El
Padre Dios le dijo a mi primer abuelo: "Da nombres hermosos a los árboles según sus
cualidades. Uno de ellos será árbol sagrado para ti y los hijos de tus hijos. Nunca harán
leña de él, porque mi luz y mi sombra estarán entre sus hojas". Mi abuelo primero
obedeció y nombró cada árbol según sus virtudes.
Llamó boigue al árbol sagrado, que ustedes llaman canelo; sus hojas son verdes por una
cara y plateadas por la otra, como la sombra y la luz de Dios. Pero junto a este árbol
bueno, había otro, que por esencia es amargo y venenoso: lo llamó latué, palo de los
brujos, porque representa el mal que hay en los hombres. Luego dio nombre a los
gigantes del bosque: coigüe, alerce y pehuén o araucaria. En cada uno vive el espíritu
protector de Lin anciano o anciana que los mantiene por muchos años. Por último,
nombró los medicinales como boldo, patagua, arrayán. También dio nombre a las
humildes hierbas que extraen su gran virtud de la tierra. Entonces los hombres supieron
cómo utilizar los frutos, los perfumes, los colores y los jugos que sanan. Pasaron tres días
en que los niños aprendieron a distinguir los árboles no sólo por sus nombres, sino por la
forma de sus copas y sus hojas. Tío Marcelo consideró que había llegado el momento de
partir. Los niños suplicaron quedarse por el resto de las vacaciones, pero comprendieron
que no se podía abusar de la generosidad de Juan Lemunao. La última tarde del tercer
día recolectaron hojas y anotaron en sus libretas los nombres de las plantas a que
pertenecían. Al despedirse tío Marcelo dijo a Juan: —Creo que también nosotros
podemos llevar desde ahora el apellido Lemunao, porque hemos aprendido a amar los
árboles y a cuidarlos.
Creación de los árboles (mito mapuche de los espíritus protectores)
1. ¿Cómo se llamaba la isla?
2. ¿a quién le pertenece la isla?
3. ¿Cómo era Juan Lemunao?
4. ¿Por qué se llamaba la flor de oro?
5. ¿Qué significa Lemunao?
6. ¿Por qué los árboles son sagrados?
7. ¿Cómo le denomino el canelo?
8. ¿Cuál es el árbol que estaba junto al sagrado?
9. ¿Cómo se llamaban los árboles gigantes del bosque?
10. ¿Cuál eran los medicinales?
LA PALOMA EQUIVOCADA Tradición de Catamarca, Argentina
Hace algunos años, allá en Catamarca, la anciana Efigenia López entretenía a niños y
grandes contando cuentos. Uno de ellos empezaba así: —En un zapatito roto encontré
este cuento, de una joven Paloma Torcaza, que en vez de hacer el nido en un árbol, como
era la costumbre, decidió hacerlo en el suelo. —Es hora de cambiar de moda, es mucho
más práctico hacer el nido en tierra. Se trabaja menos, y es más seguro, los pichones no
se caen desde lo alto de la rama. Empezó a acarrear palitos, hojas, unas lanas de oveja
que hallaba en las alambradas, en fin lo que se le ocurrió para tener un nido suave y
abrigado. Las torcazas mayores, al ver lo que hacía la más joven, movieron las cabezas
comentando: — ¿Cómo se te ocurre hacer el nido en el suelo? —Debes estar loca... —Es
muy peligroso... Pero la Paloma se rió del escándalo que hacían las viejas. —Lo que pasa
es que ustedes no tienen imaginación, hay que cambiar lo antiguo por lo nuevo. Terminó
el nidal bajo los matorrales, en menos tiempo que las otras. Por cierto, no era tan
ordenado como el del zorzal, ni tan firme; total, lo ocuparía durante poco tiempo. Se echó
con toda pompa y puso dos huevos blancos. Estaba en lo mejor empollando, cuando una
noche un ruido la sobresaltó. — ¿Quién anda ahí? —preguntó con un arrullo tembloroso.
—Soy Juan, el Zorro. Tengo mucha hambre y quería pedirte uno de tus huevos. ¡Qué
susto le dio a la Paloma! ¿Cómo salvar los huevos? —Mejor pasa dentro de una semana
—pudo responder al fin—, entonces habrán salido los pichones y te alimentarán mejor. —
Muy bien, vendré para entonces —dijo el Zorro con una sonrisa chueca.
El amanecer pilló a la pobre Torcaza llorando. El Chincol escuchó los tristes gemidos y se
acercó a la Paloma con su saltito distraído: — ¿Qué te pasa, para quejarte así? —Av,
Chincol, no sabes lo que me ha pasado. Anoche vino Juan, el Zorro, y quería comerse
mis huevos; pero yo le dije que volviera la otra semana, cuando salgan los pichones, y así
comía mejor. Por eso estoy llorando. —Eso te pasa por hacer el nido en el suelo. Tienes
que apresurarte en hacer otro nido arriba de un árbol, como lo hacen todas las torcazas
del mundo. El Zorro Juan no sabe trepar. La Paloma agradeció al Chincol el consejo, y
aunque sintió vergüenza por haberse equivocado, voló hacia el árbol que tenía más cerca
y trasladó palito a palito el nido a una rama y, enseguida, llevó sus huevos. A la semana
justa volvió el Zorro y al no hallarla bajo el matorral se puso furioso. — ¿Dónde se habrá
metido esa mentirosa? —aulló. La Paloma ni se movía, pero los pichones se agitaron y el
Zorro miró hacia las ramas. — ¿Qué haces ahí arriba? ¿Quién te dijo que pusieras el nido
en el árbol? —El Chincol, mi tío Agustín, él me dijo que me subiera al árbol para que no te
comas mis pichones. — ¡Ah, ya verá el tío Agustín lo que le va a pasar cuando lo
encuentre! —amenazó Juan. Cierto día el Zorro sorprendió al Chincol distraído,
picoteando entre el barro. Ahí mismo lo cazó y lo llevó en el hocico hasta la orilla de un
camino, para devorarlo. Y por ese camino iban pasando unos arrieros con un piño de
animales, rodeados de sus perros. Cuando vieron a don Zorro que llevaba algo entre los
dientes, se pusieron a reír. — ¡Miren qué infeliz es este don Juan, que lleva en el hocico al
pequeño tío Agustín! ¿No le da vergüenza ser tan canalla? Entonces el Chincol le sopló al
Zorro: —Diles que qué les importa a ellos. Juan, furioso por las burlas, chilló: —¿Qué les
importa a ustedes? En cuanto abrió el hocico, el tío Agustín escapó en menos de un
segundo, y se paró en una rama para alisarse las plumas. Entonces los perros de los
arrieros vieron al Zorro, y se lanzaron contra él dando feroces ladridos. Juan escapó como
el viento; así y todo los perros le mordieron la cola y las patas traseras. Pero el terror del
Zorro fue tan grande que logró escapar a la tupida selva, sin ganas de volver por esos
lugares. La Paloma Torcaza crio a sus pichones y nunca más quiso cambiar la costumbre
de hacer nidos arriba de los árboles.
La paloma equivocada (tradición de Catamarca, argentina)
1. ¿Cómo se llamaba la anciana?
2. ¿Por qué la paloma hizo el nido en el suelo?
3. ¿con quién se encontró la paloma?
4. ¿Qué quería el zorro?
5. ¿Cómo la paloma convenció al zorro?
6. ¿Cómo se salvó la paloma?
7. ¿Cómo se vengó el zorro?
8. ¿Cómo se liberó el chincol?
EL PRIMER FUEGO Mito guaraní
Después que llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, el Padre Primero de los
guaraníes hizo una Tierra Nueva. Miró todo lo que había creado, montañas, selvas, ríos,
mares; por último se acercó a las cabañas donde vivían los hombres. Oyó un ruido
extraño y al asomarse bajo las enramadas, se dio cuenta de que el ruido lo producían los
mismos hombres al masticar raíces y carne cruda. "No tienen fuego para cocinar sus
alimentos —pensó el Padre Primero—, no pueden hacer fogones y sentarse alrededor
para conversar y contar cuentos." Preocupado, miró las altas montañas donde sí había
fuego. Unos seres oscuros vivían allí, unos gigantes negros que se habían apoderado del
fuego. El Padre Primero vio que eran malvados porque no tenían corazón. —No quieren
compartir el fuego con nadie, y se alimentan de la carne de los hombres cocinándolos en
las llamas de los volcanes. El Padre Primero decidió quitarles el fuego a los gigantes y
llevar un brasa a los hombres de las cabañas. — ¿Quién me podrá ayudar? —se
preguntó. Miró con atención a los que vivían cerca del agua, a los que podían apagar el
fuego si escapaba, o llevarlo sin quemarse, y descubrió a Cururú, el sapo verde como la
hierba verde. —¡Cururú, Cururú, ven un momento! —llamó el Padre Primero. —Voy, voy,
voy —contestó a saltos el pequeño sapo. —Mira, tú me vas a ayudar a conseguir fuego
para los hombres, porque hay algo que sabes hacer muy bien: cazar cualquier cosa que
ande volando. —¿Y qué harás volar? —quiso saber Cururú. —Volarán brasas —contestó
el Padre Primero sonriendo misteriosamente. Cururú no comprendió mucho, pero como
tenía buena voluntad y confianza, se sintió feliz y algo orgulloso de ser ayudante del buen
dios de los guaraníes. —Te explicaré lo que tienes que hacer.
El Padre Primero se inclinó y sopló en el oído de Cururú algunas instrucciones: —Tienes
que... bsss... bsss... ¿entendiste? Y entonces yo... bsss... bsss... y eso es todo. Ahora, a
trabajar. Ambos partieron hacia las montañas, uno caminando con decisión, y el otro
saltando con su corazón verde. Cuando llegaron cerca de los gigantes, el Padre Primero
tomó la forma de hombre y se tiró, como desmayado de espaldas, al suelo. Cururú, en
cambio, se ocultó perfectamente entre el pasto, de manera que nadie lo podía descubrir;
pero él veía todo. No pasó mucho rato, y aparecieron los gigantes atraídos por la figura
tirada en el suelo. —¡Qué buena comida! ¡Ya tenemos qué cocinar! ¡Encendamos una
buena fogata! —gritaron con sus voces de trueno. En pocos momentos juntaron ramas y
encendieron un gran fuego rodeando el cuerpo del Padre Primero. Pero él no se
quemaba, ni siquiera se calentaba, porque era dios. Cuando el fuego estuvo alto y las
llamas cubrían la figura de hombre, el Padre Primero pegó una gran patada a las brasas,
haciéndolas volar por el aire. Los gigantes no se dieron cuenta de nada. Una de las
brasas voló cerca de Cururú, y éste, de un gran salto, la cogió en su boca y se la tragó.
En seguida lanzó un agudo grito ¡cucururú! para avisar al dios que había cumplido su
parte. Entonces el Padre Primero se levantó en medio del fuego y salió caminando tan
tranquilo. Los gigantes se quedaron con la boca abierta, sin entender lo que veían.
Cuando estuvieron lejos, el Padre Primero dijo a corazón verde: —Hijo, arroja el fuego.
Cururú botó la brasa. —Ahora, busca mi arco y mis flechas —ordenó. El sapo, con
rápidos saltos, no tardó en volver con lo pedido. Entonces, el Padre Primero encendió la
punta de una de las flechas y la lanzó con el arco hacia el tronco de un árbol de laurel;
pero el árbol no se quemó, sino que el fuego quedó metido dentro de la madera. En
seguida tomó la otra flecha, encendió también su punta y esta vez la tiró contra una
enredadera de flexible tallo llamada "bejuco subterráneo". Tampoco se quemó la planta,
sino que guardó el fuego en el interior de sus ramas. El Padre Primero llamó a los
hombres de las cabañas y les mostró el laurel y el bejuco. —En estas plantas he puesto
fuego —les explicó—, cuando quieran hacer una fogata, corten un buen trozo de laurel o
bejuco, hagan un pequeño agujero en cada uno, y metan ahí la punta de una de sus
flechas y háganla girar rápido con sus manos: en seguida saldrán llamitas para encender
hojas y luego ramas más grandes. De esta manera, los guaraníes hicieron fuego y
cocinaron sus alimentos y nunca más metieron ruido al comer. Después el Padre Primero
convirtió a los gigantes negros en unos pájaros del mismo color, que sólo comen carroña.
Son los urubúes, los que también se conocen con el nombre de cuervos o jotes.
El primer fuego (mito guaraní)
1. ¿Cuál era el ruido extraño?
2. ¿Dónde estaba el fuego?
3. ¿Cómo les quito el fuego a los gigantes el padre primero?
4. ¿Cómo hizo más brasa el padre?
5. ¿Qué fue lo que les explico el padre a los hombres?
6. ¿Qué sucedió con los gigantes?
LA FIESTA DE LA LUNA Tradición aimara del Altiplano
En el gran lago Titicaca hay muchas islas; una de ellas es la isla del Sol y otra la de la
Luna, porque hace siglos los aimaras adoraron allí a los astros del día y de la noche.
Quedan ruinas de templos donde se reúnen algunos animales del Altiplano para celebrar
la llegada de las diferentes estaciones. En una de estas oportunidades, cuando el lago
más alto del mundo estaba hinchado por las aguas del deshielo, se decidió dar un premio
al animal que se distinguiera por su elegancia para celebrar la fiesta de la primera Luna
de primavera. La mayoría opinó que lo de elegancia era una ridiculez. El Cóndor dijo: —
Yo tengo mi plumaje negro, mi cuello con un adorno blanco y un vuelo poderoso. Dios me
hizo así, y nada puedo agregar a la obra de Dios. Luego de limpiar sus plumas, abrió las
alas para secarlas al sol.
Las chinchillas se dieron su acostumbrado baño de tierra, dando chillidos de felicidad. La
más vieja, abuela de todas las chinchillas, opinó: -—La limpieza hace brillar nuestras
pieles azules, que son las más sedosas y finas del mundo. Nadie discute nuestra
elegancia.
La garza, que vive con sus patas en el barro, no necesitaba ningún esfuerzo para
mantener la blancura de su plumaje, y derramó luz al echarse a volar. El pequeño
carpincho que mora a orillas del lago, se dio su acostumbrado baño matinal y al salir a la
superficie, sus largos pelos centelleaban cubiertos de gotas. Los demás animales, liebres,
vicuñas y llamas, peinaron sus pieles y lanas quedando a cada cual más lustrosa. Sin
embargo había un animalito especialmente vanidoso. En lo profundo de su madriguera,
Tatú, el Armadillo, se puso a fabricar un manto de finísimos cordones que iba anudando
con cuidado. —Se las ganaré a todos —aseguró. Con su fino hocico y sus delicadas
patas, la capa iba saliendo como una obra de arte mayor. —Este traje me va a durar toda
la vida —le comentó a su señora—; lo haré firme para que no sólo sea hermoso, sino
también una verdadera capa antimordiscos y patadas. Doña Tatú asintió. Sabía desde
pequeña que no se discute con el marido, sobre todo cuando no tiene la razón. De puro
contento, el Tatú se puso a cantar a toda voz. Su señora le advirtió: —No cantes tan alto,
alguien se puede molestar. — ¡Que se moleste! Quiero que todos sepan que seré el más
elegante. Y mientras cantaba, cosía sin parar. La voz del Tatú salía amplificada por la
boca de la madriguera. —Do, do, do, así soy yo. Re, re, re, mejor que usted. Mi, mi,
mi,estoy feliz. Fa, fa, fa, voy a ganar. Sol, sol, sol, soy un campeón. La, la, la, lueguito ya.
Si, si, si, voy a reír, voy a triunfar. Las notas se enredaron con las puntadas y el manto
guardó la canción como caja de música. Lo que temía la señora del Tatú se cumplió: el
Zorro escuchó el canto, se molestó y decidió hacerle una broma al pretencioso Armadillo.
—Ese farsante se está preparando para la fiesta con mucho adelanto. Le daré un buen
susto. Esperó que doña Tatú saliera a buscar comida para sorprenderlo solo.
Empinándose sobre sus patas traseras, metió el hocico en la madriguera y aulló: —
¿Todavía no terminas de arreglarte? —No hay apuro, faltan dos días para la fiesta y me
gusta la prolijidad —contestó el Tatú dando puntadas. — ¿Cómo que no hay apuro? La
Luna llena está saliendo y todos corren para subirse a las balsas que los llevarán a la
fiesta —inventó el Zorro al vuelo. — ¡No me digas! ¿Cómo iba yo a equivocarme tanto de
fecha? —gimió el Armadillo poniéndose pálido. —La mucha prolijidad te enredó la
memoria — rió el Zorro. Y se alejó muy contento de haber asustado al Tatú. El pobre
animalito se puso tan nervioso, que terminó el manto con unos feos costurones que se
notaban de lejos. Ya no tuvo ganas de cantar, preocupado de no llegar tarde a la fiesta.
Corrió a la orilla del lago, poniéndose la capa a la carrera. Pronto se dio cuenta del
engaño del Zorro, pero ya era demasiado tarde para arreglar su vestimenta; quedó para
siempre con unas costuras finas en el cuello y otras anchas y toscas en el lomo. Así y
todo asistió a la fiesta con su esposa. Como tenía buen carácter, perdonó al Zorro y olvidó
su rabia. Al ver a la alegre concurrencia que llegaba a la isla de la Luna, su cara y su
corazón se llenaron de risa; golpeando su sonoro caparazón con la cola, entonó
canciones tan divertidas, que al final recibió un premio de flores por ser el más musical de
los animales. Con el tiempo, su fama de melódico llegó a oídos de los aimaras. Desde
entonces persiguen al Tatú para quitarle su caparazón, con el que fabrican una especie
de pequeña guitarra, el "charango".
La fiesta de la luna (tradición aimara del altiplano)
1. ¿Cómo se llama el lago?
2. ¿Cómo se llaman las islas?
3. ¿Qué se celebraba?
4. ¿Cuál era el animal más vanidoso?
5. ¿Por qué el zorro le hizo una broma al almadillo?
6. ¿Qué defectos tuvo el traje del almadillo?
7. ¿Cuál fue el premio para el almadillo?
8. ¿Qué fabrican con el tabú?
LAGUNA GUATAVITA Leyenda colombiana
Aventureros del Viejo Mundo oyeron hablar de un tesoro fantástico, oro y esmeraldas,
gemas del tamaño de un huevo, allá en la lejana América del Sur, en el Perú, en Quito, en
las montañas y valles de Bogotá. Se pusieron en camino a través de cordilleras
desconocidas, de selvas húmedas y ríos salvajes, cruzando ciénagas llenas de
sanguijuelas y caimanes. Nada los detuvo, ni la muerte de compañeros y esclavos, ni la
sed ni el hambre. Se comieron hasta los perros que los acompañaban y toda cosa viva
que encontraron a su paso. Uno vino del norte, Gonzalo Jiménez de Quesada, hombre de
leyes, que guerreó con los pueblos chibchas. Otro avanzó por el oriente, desde
Venezuela, Nicolás Fe- derman. Sebastián de Benalcázar dejó Perú y atravesó territorios
desde el sur. Ninguno descubrió el tesoro de los chibchas, habitantes de los valles de
Bogotá, que vivían a orillas de largos ríos impetuosos como el Magdalena. Ninguno de los
hombres del Viejo Mundo descubrió el oro y las gemas que se encuentran al fondo de la
laguna Guatavita, custodiados por la diosa serpiente de las profundidades. Cada año, el
Zipa, jefe sagrado, semidiós al que revestían de polvo dorado, se bañaba en la laguna
Guatavita dejando una estela brillante como el sol. Tras él, los sacerdotes arrojaban al
agua miniaturas de oro que representaban barcos, cántaros, dioses, objetos copiados de
los que usaba el Zipa en la vida diaria. Y en seguida, esmeraldas, verdes como el agua
verde, para que Furatena, la diosa serpiente, abonara las raíces de los árboles y les diera
frutos abundantes y aumentara los animales de caza. Si Furatena aceptaba los regalos, el
Zipa salía del baño ritual sin una mota de oro en su cuerpo. Entonces los sacerdotes y el
pueblo chibcha que contemplaban desde las orillas la ceremonia, entonaban cantos y
lanzaban gritos y arrojaban más joyas al centro de la laguna. Los hombres del Viejo
Mundo descubrieron tierras nuevas, frutos nunca antes gustados, animales extraños,
pájaros e insectos como gemas. Encontraron otra clase de tesoros: flores increíbles, las
orquídeas que pendían de las ramas en las selvas, mariposas del tamaño de una mano. Y
abrieron caminos para los cazadores de orquídeas y mariposas, de caimanes y tortugas.
Luego, fundaron ciudades. Gonzalo Jiménez de Quesada puso la primera piedra de la
ciudad de Santa Fe de Bogotá, y llamó a la región Reino de Nueva Granada. Escribió el
libro Relación de la Conquista. Nicolás Federman intervino en la colonización de
Venezuela y escribió sus aventuras en Narraciones. Sebastián Benalcázar fundó, de
paso, Quito y Guayaquil. Hasta hoy, la diosa serpiente guarda el tesoro en el fondo de la
laguna Guatavita.
Laguna guatavita (leyenda colombiana)
1. ¿Qué buscaban las aventureros del viejo mundo?
2. ¿Quiénes eran los aventureros?
3. ¿descubrieron el tesoro?
4. ¿Dónde vivían los chibchas?
5. ¿Quién es zipa?
6. ¿Qué descubrieron los hombres del viejo mundo?
7. ¿Quién puso la primera piedra y donde la puso?
8. ¿Qué hizo Nicolas Federman?
9. ¿Qué hizo Sebastian Benalcazar?
10. ¿Dónde está el tesoro?
EL DUEÑO DEL FUEGO Mito de las tribus yanomani del Alto Orinoco, Venezuela
Cerca de donde nace el Orinoco, gran río que atraviesa Venezuela, vivía el Rey de los
caimanes pequeños, llamado Babá. Su mujer era una rana grandota, que a pesar de su
enorme boca, sabía callar. Porque este extraño matrimonio de rana y caimán tenía un
secreto que ignoraban no sólo los animales, sino también las tribus de los hombres que
habitaban en las sombreadas riberas. Sin embargo, todo se descubre en este mundo. El
Caimán Babá guardaba el secreto en el fondo de su garganta, lugar seguro, protegido por
la corrida de dientes del animal. Los dos con la Rana solían esconderse en una caverna a
la que habían prohibido entrar. Decían: —No sale con vida el que se mete en nuestra
caverna, porque allí vive un dios que todo lo devora. Sólo nosotros, reyes del agua,
podemos entrar.
Por cierto, a nadie se le ocurría acercarse a la caverna, temerosos del dios devorador.
Pero un día la Perdiz Colorada en su apuro por construir el nido, se metió a la caverna sin
darse cuenta. Al trajinar buscando pajuelas, encontró unas hojas y unas orugas
chamuscadas. —Qué raro —pió—, parece que el fuego del cielo anduvo por aquí. Por
curiosidad, probó las orugas tostadas y encontró que su gusto era mucho mejor que
cuando estaban crudas. Se fue aleteando a ras del suelo, para contar su hallazgo a
Tucusito, el Colibrí de plumas rojas. Sin aliento casi, contó: —Oye, encontré una oruga
cocida en la gruta del Rey Caimán y tenía un gusto muy bueno. —¿Y no te pasó nada en
la caverna? —preguntó Tucusito, espantado. —Nada. Parece que allí el Caimán y la Rana
cuecen orugas, por eso no quieren que nadie entre. — ¿Cómo lo harán? —trinó el
Tucusito. —Habrá que averiguarlo —pió la Perdiz. El Pájaro Bobo, que andaba por ahí
cerca, los oyó y quiso saber: — ¿Qué hay que averiguar? —Nada, nada... —alcanzó a
decir el Colibrí. Pero la Perdiz Colorada no se contuvo y chilló: —El Caimán y su mujer
comen orugas cocidas. — ¿Y cómo las cuecen? —preguntó Bobo. El Colibrí, algo molesto
con la Perdiz por no haber callado algo tan secreto, suspiró: —Eso es lo que tenemos que
averiguar. —¡Yo les ayudaré, yo les ayudaré! —chilló Bobo, feliz con la aventura. —Muy
bien —aceptó el Tucusito—, pero no tienes que decírselo a nadie. Si el Caimán Babá se
da cuenta de que intentamos descubrir su secreto, sin duda nos comerá, y bien cocidos.
Asustados, la Perdiz y el Pájaro Bobo prometieron callar. Ocultos bajo los matorrales,
urdieron un plan. —Como mis plumas son oscuras, puedo espiar en la caverna sin que se
note mi presencia —ofreció Bobo. —Pero cuidado con chistar —advirtió el Colibrí. —Sí,
mucho cuidado —prometieron la Perdiz y Bobo. Durante un día completo espiaron a Babá
y la Rana. Al anochecer, la Perdiz y Tucusito los vieron dirigirse a la caverna, el Caimán
corriendo, la Rana saltando. Bobo estaba adentro hacía rato, en lo más sombrío,
confundiendo sus plumas con la noche de la caverna. Sólo sus ojos lanzaban chispas de
emoción. El Caimán entró seguido de su esposa, la que traía un montón de orugas en la
ancha boca; las dejó caer delante de Babá y se puso a cantar: —Abre tu boquita, querido
Caimán, necesito brasas para cocinar. Babá abrió la tremenda tarasca y el Pájaro Bobo
vio que de su garganta brotaban lenguas rojas y brillantes. "Ay —pensó encogiéndose—,
parece fuego del cielo." En ese momento la Rana croó: —Hazme una fogata para las
orugas, se queman las hojas, los bichos se arrugan. El Caimán lanzó una llama con fuerte
soplido y encendió la hojarasca ya preparada. Las orugas chirriaron al asarse, pero el
matrimonio estaba tan ocupado devorando las presas, que no se fijó en el Pájaro Bobo,
súbitamente iluminado por las llamas. Una vez satisfechos, el Caimán y la Rana se
durmieron, mientras las brasas echaban los últimos chisporroteos. Bobo salió con su torpe
vuelo a comunicar a sus amigos el resultado de la pesquisa. Encontró a Tucusito en su
enramada. —Oye, amigo, traigo novedades —susurró para que nadie más lo oyera. —
¿Qué averiguaste? —aleteó impaciente el Colibrí. —¡No lo vas a creer! El Caimán guarda
fuego en su garganta y con él enciende las hojas y cocina las orugas. —¿Estás seguro de
no haberlo soñado? Porque entonces el Caimán se quemaría la boca. Bobo se enojó un
poco. —Es imposible soñar algo tan fantástico. El Caimán, como Rey, tiene poderes de
los dioses y puede guardar fuego del cielo en su boca. Yo mismo lo vi, asó las orugas en
un segundo y luego se las comieron con la Rana. Volaron a contarle a la Perdiz Colorada
el secreto del Caimán. Pero había otro problema. —¿Cómo podremos quitarle el fuego sin
quemarnos? —meditó la Perdiz. —¿Y sin que nos devore con sus feroces dientes? —
agregó Bobo. —Mañana lo pensaremos —decidió Tucusito. Cansados de vigilar y de
guardar el secreto, los tres se fueron a dormir. En cuanto el sol pintó los árboles y los
matorrales, los amigos se juntaron en el nido de laPerdiz. —He pensado que el único
momento para robarle el fuego al Caimán es cuando bosteza —dijo Bobo. —Babá nunca
bosteza y tampoco se ríe. Es el bicho más serio y pesado que conozco —advirtió la
Perdiz. —Ah, ésa es la solución —trinó Tucusito—, ¡hacerlo reír! Cuando abra la tarasca,
como soy el más rápido y el más chico, me meteré hasta el fondo de su garganta y le
robaré el fuego. Esa misma tarde, cuando todos los animales estaban reunidos junto al
río, bebiendo y charlando, la Perdiz y el Pájaro Bobo llegaron haciendo piruetas que
hicieron reír a la concurrencia. Sólo Babá seguía serio, apretando las mandíbulas. La
Rana, que chapoteaba en el barro, lanzó una risita nerviosa: —¡Qué divertidos están hoy!
¿Dónde aprendieron esos bailes? —Viendo moverse las ramas —chilló la Perdiz,
balanceándose y arrastrando las plumas de la cola. De pronto, el Pájaro Bobo recogió un
pelotón de barro y tomó impulso elevándose a duras penas a cierta altura del suelo.
La Rana estaba boquiabierta riéndose de los torpes contoneos de la Perdiz, cuando Bobo,
con gran puntería, dejó caer la pelota de barro en la boca misma de la Rana, que de la
risa pasó al atoro. Al ver los apuros de su mujer, el Caimán no pudo aguantar la carcajada
y abrió de par en par las fauces, riendo como nunca en su vida lo había hecho. Tucusito,
que observaba desde el aire, se lanzó en picada y en un santiamén le robó el fuego con la
punta de sus alas, elevándose en seguida hasta las ramas secas de un enorme árbol, que
ardió de inmediato. Furioso, el Rey Babá gritó: —Ustedes se robaron el fuego, pero otros
lo aprovecharán. En vez de las orugas, serán ustedes los que arderán. Mi mujer y yo
viviremos donde nace el gran río y seremos inmortales. El Rey de los caimanes pequeños
y la Rana se sumergieron en las aguas y desaparecieron para siempre. Con sus plumas
chamuscadas de oro, el Colibrí danzó en el aire, la Perdiz dio unos torpes vuelos y el
Pájaro Bobo no paró de chillar "bo, bo, bo", celebrando el robo del fuego. Sin embargo
ninguno de los animales supo aprovecharlo. Los hombres que vivían junto al río Orinoco,
se apoderaron de las brasas que durante muchos días ardieron en la sequedad del
bosque, y aprendieron a cocinar los alimentos y a conversar durante las noches en torno
a las fogatas. Asaron la carne de los animales y ya no hicieron ruido al masticar.
Convirtieron al Colibrí Tucusito, al Pájaro Bobo y a la Perdiz Colorada en sus animales
protectores por haberles regalado el don del fuego.
El dueño del fuego (mito tribus yanomani del alto Orinoco, Venezuela)
1. ¿Dónde vivía el rey de los caimanes, babá?
2. ¿Quién era su esposa?
3. ¿Dónde guardaba su secreto el caíman?
4. ¿Quién entro a la caverna?
5. ¿Cuál era el secreto?
6. ¿de dónde salía el fuego?
7. ¿Cómo se robaron el fuego del sapo?
8. ¿en que se convirtieron el colibrí tucusito, pájaro bobo y perdiz colorada?
EL CONEJO QUE QUERIA CRECER Leyenda mexicana, cultura zapoteca
El Dios de los zapotecas, que es el mismo Dios de todos, se sentó en su trono de plumas
de "ave del Paraíso" y rió largamente. Su risa era igual a un trueno interminable, pero el
cielo estaba azul de pura alegría, porque Dios había terminado recién de crear los
animales. — ¡Oh, jo, jo! ¡Qué divertido resultó crear los animales! Unos tienen orejas
grandes y cola pequeña; otros, orejas chicas y colas larguísimas. El oso se balancea con
sus piernas cortas y sus patas empuñadas; el jaguar tiene graciosas manchas para
confundirse con los matorrales. ¡Y para qué hablar de los ciervos, rápidos para correr y
con una especie de árbol en la cabeza! El mono es el que más me entretiene, con su
facilidad para imitar todo lo que ve. Dios no terminaba de celebrar mirando su creación.
Los animales estaban felices de ser como eran. Sólo uno de ellos se sentía descontento.
No tardó en presentarse con su reclamo ante el trono de Dios. —Señor, me hiciste
demasiado pequeño —alegó el Conejo—. Es verdad que soy rápido y tengo maña para
que no me cacen ni el jaguar, ni la culebra, ni el caimán. Pero si tuviera un porte mayor,
digamos, como el que tiene el oso o el puma, todos me tendrían respeto. —Hay otros más
pequeños que tú y no se han quejado —contestó Dios, sonriendo. —Si te refieres a los
ratones, son seres sin dignidad que viven del robo. En cuanto a las aves, sus alas les
permiten volar igual que los ángeles. Otros, como la tortuga y el armadillo, se defienden
con sus corazas. Sólo yo estoy en desventaja. Pronto mi raza desaparecerá de tu
creación. El Señor de los zapotecas contempló un rato al Conejo y dijo por último: —Si me
traes las pieles de un jaguar, de una serpiente, de un mono y de un caimán, te haré
crecer. El Conejo volvió a la Tierra de un salto y se puso a trabajar de inmediato. Fabricó
una cuerda bastante firme y afiló un trozo de obsidiana. Se acercó prudentemente a la
madriguera del jaguar y se escondió entre las hierbas, donde empezó a lamentarse a toda
voz. —¡Ay! ¡Qué terrible noticia! [Ay! ¡Qué espantoso desastre! Alarmado con razón, el
Jaguar salió de su escondite. — ¿Qué pasa? ¿Quién anuncia desgracias? El Conejo
asomó la cabeza y explicó: —Vengo de visitar al Padre Dios y me ha dicho que se acerca
un huracán como hace años no se ha visto. Dijo que sólo amarrándose a un árbol grande
es posible salvarse. El Jaguar se estremeció de miedo. —¿Cómo puedo amarrarme a un
árbol grande? —gimió. El Conejo le mostró la cuerda que había tejido. —Puedo amarrarte
con esto, y, con lo que sobre, me amarraré yo. El Jaguar, agradecido, se dejó atar a un
tronco; el Conejo no perdió tiempo, tomó un palo, aturdió al jaguar y le sacó el pellejo con
el cuchillo de obsidiana. Escondió la piel en su madriguera y se puso a observar a los
monos que jugaban entre las ramas de un bosque. Al poco rato ya sabía qué hacer: tomó
la obsidiana y fingió que se la pasaba por la garganta, lanzando al mismo tiempo largas
carcajadas, como si aquello le produjera gran diversión. Varias veces repitió el gesto y sus
risas se hicieron más y más locas y prolongadas. Luego, simulando cansancio, se alejó,
dejando el trozo de obsidiana en el suelo. No demoró en bajar un mono para repetir lo que
había visto hacer al Conejo; al pasarse el filo por el cuello, se degolló. De inmediato el
Conejo se apoderó de la piel y la escondió en su madriguera. Sin perder tiempo, se afiló
bien las uñas en una piedra y se echó junto al agujero donde vivía la serpiente. En cuánto
ésta asomó la cabeza, le enterró las uñas en los ojos, indefensos al no tener párpados.
En seguida le dio algunos golpes y la descueró, guardando la brillante piel en su
madriguera. —Sólo me falta el caimán —canturreó sin el menor remordimiento. Lo divisó
tomando sol junto al río. —Oye, te convido a jugar a la pelota, es un juego muy
entretenido. Entre los zapotecas, la pelota era de piedra, cosa que el caimán ignoraba. El
Conejo tomó entre sus patas una pesada piedra y antes que el caimán dijera que sí, le
aplastó la cola, dejándolo sin fuerzas. Se apoderó de la piel en segundos y corrió a
juntarla con las otras que guardaba en su madriguera. De varios saltos, porque iba
cargado, llegó al cielo. —Señor, aquí te traigo las cuatro pieles que me pediste para
hacerme crecer —dijo, inclinándose ante el trono de plumas. —Bien veo que las traes y
también vi de qué manera las conseguiste. Te haré crecer... —murmuró Dios entre serio y
sonriente, cogiendo al Conejo por las orejas— ... te haré crecer ¡las orejas! —concluyó el
Señor lanzando al animal a la región de los zapotecas. Mirando hacia la oscura Tierra,
Dios murmuró: —Conejo ambicioso y despiadado, mataste sin dudar cuatro hermosos
animales para conseguir tu deseo. Si te hubiera hecho más grande, habrías querido ser
como yo y sentarte en mi trono. Desde entonces, el Conejo tuvo las orejas más largas que
se pueden ver entre los animales. Sus patas delanteras, con el porrazo, le quedaron más
cortas que las de atrás, y con el tremendo susto que se llevó al caer de tan alto, se le
pusieron los ojos colorados para siempre.
El conejo que quería crecer (leyenda mexicana, cultura zapoteca)
1. ¿Quién era el dios zapoteca?
2. ¿Qué animal le fue a reclamar a dios?
3. ¿Qué le pidió el dios al conejo a cambio de hacerlo crecer?
4. ¿Cómo engaño el conejo al jaguar?
5. ¿Cómo engaño el conejo a los monos?
6. ¿Cómo ataco a la serpiente o al caimán?
7. ¿dios le dio lo que el conejo quería?
8. ¿Por qué tiene los ojos colorados?
EL ÚLTIMO GIGANTE
En tiempos de la vela y el brasero, hace muchos años, un fuerte temblor estremeció las
montañas y, a causa del remezón, el último gigante famoso brotó de un cerro cordillerano.
Un matrimonio de montañeses algo mayores, que no tenían hijos, oyeron unos fuertes
berridos y encontraron a la criatura entre las piedras que lo habían dado a luz; nunca
sospecharon que el robusto niño era hijo de la montaña; tampoco se les ocurrió que
crecería y crecería, hasta convertirse en gigante. La mujer, doña Delmira, fue la primera
en descubrirlo y tomarlo en brazos; lo arropó con su manto y lo quiso de inmediato. —
¿Quién sería la mala madre que abandonó a un crío tan hermoso? —se preguntó
escandalizada. —Tal vez no podía amamantarlo —argumentó Evaristo, el marido. —
Nosotros lo criaremos con la leche de nuestras cabras monteses —exclamó Delmira,
riendo al sentir que el niño, hambriento, buscaba su pecho. —¿Piensas quedarte con el
guachito? —preguntó el hombre, no muy contento—. ¿Cómo sabes si después, cuando
esté criado, no viene su madre a reclamarlo? No había terminado de hablar, cuando la
montaña lanzó un gruñido y la tierra se estremeció bajo sus pies. Asustados, ambos
corrieron buscando refugio bajo un frondoso boldo. El niño no dejaba de chillar. Pasado el
susto, Delmira razonó: —Lo mejor es volver pronto a casa. Allá alimentaremos al niño y lo
envolveremos en una de tus camisas. Luego, pensaremos qué hacer. A Evaristo le
pareció bien lo último, pero no lo de su camisa. Mientras trotaban hacia la cabaña,
continuaron discutiendo: —¿Por qué envolverlo en una de mis camisas? ¿No te parece
que una de tus enaguas serviría mejor? —¡Qué egoísta eres, Evaristo! Vas a ser padre de
un hermoso niño y le mezquinas una pobre camisa toda parchada. —Parchada estará,
pero es la única que tengo fuera de la que llevo puesta. Además, ¿quién te dijo que quiero
ser padre de este guachito? La madre montaña volvió a estremecerse, echando a rodar
piedras por el sendero donde iba el matrimonio. Ambos se pusieron a correr olvidando sus
desacuerdos. Una vez en casa, el hombre tuvo que entregar la camisa y la mujer aportó
su chai de lana. —Anda a lechar a la Casilda para alimentar al niño que llora de hambre
—urgió Delmira. Evaristo no discutió, con tal de que la criatura se callara. Desde ese día
las cabras empezaron a dar tanta leche, que tuvieron no sólo para alimentar al hambriento
hijo de la montaña, sino también para regalar y vender. —Parece cosa de magia —
comentó una noche Evaristo a su mujer—. He observado que cuando llevo a pastar el
rebaño al monte donde encontramos al muchacho, aumentan los litros que dan las
cabras, en especial nuestra Casilda. —Yo he notado otra cosa —contestó Delmira—, y es
lo rápido que crece el niño, sobre todo si lo comparo con el crío de Clorinda o el de
Carmela: parece hijo de gigantes. Ésta fue la primera vez que mencionaron la verdadera
naturaleza del niño. La montaña no dejó de celebrarlo, moviendo la tierra en torno hasta
hacer caer los cacharros de las repisas; ollas y teteras rebotaron bulliciosamente como
una larga carcajada. Un cacharro de greda no resistió tanto gozo, y estalló por un
costado, derramando el azúcar rubia que contenía. La criatura devoraba jarros de leche,
platos hondos de cuajada. Pero el matrimonio no tenía de qué preocuparse: no sólo las
cabras dieron más leche, sino que los cerdos aumentaron sus carnadas y las gallinas
pusieron hasta dos y tres veces al día. Llegó un momento en que tanta abundancia les dio
mucho trabajo; no pudieron hacerlo con su sola fuerza y tuvieron que contratar a los
muchachos del vecindario para que les ayudaran. Una tarde, en un rato de descanso,
mientras Delmira ponía unas tortillas al rescoldo para tomar mate, confió a Evaristo algo
que la preocupaba hacía tiempo: —El niño nos ha traído muchas bendiciones y todavía no
le hemos puesto nombre. ¿No crees que ya es tiempo de bautizarlo en la iglesia del
pueblo? El hombre pensó un rato: —Todavía es muy pronto —dijo al fin—. Pueden
aparecer sus padres y reclamar que lo hayamos inscrito como hijo nuestro en el registro
de la parroquia. —El niño ya va a cumplir tres meses y no se ha oído que alguien lo eche
de menos. Ha crecido tanto, que ya parece que tuviera un año, y tú sabes que es malo
para la criatura estar sin el agua bendita y sin nombre. —Voy a conversarlo con el cura —
dijo Evaristo, para no seguir una discusión que de todos modos iba a perder. Así fue. A la
semana estaban ambos en la iglesia del pueblo, con el niño, al que apenas podían cargar.
Cuando el cura lo vio, pensó que los padres habían mentido sobre su edad. —¿Cuánto
tiempo dicen ustedes que tiene la criatura? —Tres meses, señor cura, ni un día más. —
Mmm..., debe pertenecer a la raza de los gigantes y si es así yo no puedo...
El sacerdote no alcanzó a decir más: la iglesia empezó a balancearse en varias
direcciones, moviendo sus altares, sus santos y sus luces y echando al vuelo las
campanas. Apenas terminó el temblor, el cura, olvidando las explicaciones teológicas de
por qué los gigantes no se pueden bautizar, echó el agua bendita, puso los óleos al niño y
le dio el nombre elegido por los padres: Efraín, que significa "tener hijos y dar frutos". De
este modo el matrimonio expresó su gratitud por el regalo hallado en la montaña. Efraín
no paró de crecer hasta los quince años, en que su estatura alcanzó los cuatro metros y
algo más, lo que no es excesivo si se la compara con la altura de los gigantes de la
antigüedad. Por cierto que al comienzo, no sólo del vecindario, sino de todos los pueblos
cercanos, vino gente a mirar al fenómeno; pero pronto se acostumbraron y hasta solían
pedirle ayuda para levantar piedras y troncos, o cualquier cosa pesada. Sus padres,
ancianos ya, contaban con él para que les ayudara en los trabajos del campo. Efraín se
preocupaba de llevar las cabras a la montaña, de recoger leña y de alimentar a otros
animales que habían adquirido, bueyes para labranza y vacas que daban abundante
leche. Efraín necesitaba alimentarse como diez hombres, no sólo por su tamaño, sino por
el duro trabajo que hacía. Como las tierras del matrimonio no alcanzaban para alimentar
tanto ganado, tuvieron que pedir talaje en los campos vecinos, y buscar el pienso en
valles abrigados. El tiempo de mayor escasez coincidía con el invierno, cuando faltaba el
pasto. Las colinas, desoladas, estaban cubiertas de nieve. Efraín las recorría una y otra
vez, dejando anchas huellas de sus pasos. Un gran silencio surgía de las quebradas,
donde apenas corría un hilillo de agua. Este silencio inquietaba al joven gigante, como si
le faltara una voz querida, un apoyo necesario. No había comprendido aún que su
verdadera madre era la montaña que ahora dormía bajo su capa de hielo. Ni Delmira ni
Evaristo habían querido contarle que era un niño hallado. Fueron tantas las huellas que
Efraín dejó en la nieve, que parecía campo arado. Entonces se le ocurrió la idea de labrar
las colinas y sembrar en ellas la alfalfa que faltaba a sus bueyes, el maíz para las gallinas,
y girasoles para los cerdos. Su alma de gigante se llenó de alegría al pensar en la
cosecha; mientras enyugaba los bueyes y los ataba al arado, su canto parecía el
murmullo de un trueno que no termina.
De todas partes vinieron a mirar al gigante que araba la nieve, subiendo montes tan
empinados, que parecía que los bueyes iban a caer de espaldas. —Se ha vuelto loco —
era el comentario burlesco que iba de boca en boca. Sus ancianos padres se afligían; no
comprendían del todo lo que hacía el hijo, pero confiaban en él; creían en su buen juicio,
que por ser el de un gigante, apreciaba cosas que ellos no alcanzaban a divisar. Esa
primavera las colinas en torno a la cabaña reverdecieron, creció la alfalfa, se irguieron
lentamente los tallos del maíz, y los girasoles. En el verano fue una alegría contemplar
montes donde ondulaba el pasto con el viento, y brillaban al sol las mazorcas amarillas
del maíz y las pesadas cabezas de los girasoles. Ya nadie se burló de los trabajos de
Efraín; sus padres bendecían el día en que lo recogieron en la montaña. En los años
siguientes, los sembrados se fueron turnando en las antes áridas colinas; cambiaban de
color, del verde, al azul, cuando florecía la alfalfa; y del amarillo del maizal, al naranja de
los girasoles. Hubo una vez en que se añadió el rojo. Esto ocurrió cuando la madre tierra
hizo crecer añañucas encarnadas y lirios rosados, para alegrar y agradecer los desvelos a
doña Delmira, que ya muy viejita, no se movía de su sillón. No paraba de trabajar, hilando
la lana de sus ovejas. —Efraín necesita muchos vellones para cubrir su enorme cuerpo —
explicaba a las vecinas que venían a ayudarle a tejer en el telar. Un día a los padres les
llegó la hora de descansar y cerrar los ojos. Mientras sus almas subían al cielo, sus
cuerpos volvían a la tierra. Efraín, siguiendo una orden misteriosa, los llevó a sepultar en
aquella quebrada donde, a raíz de un temblor, antaño brotó de las piedras. Cuando abrió
la doble fosa, comprendió que tenía dos madres, que ahora se hacían una sola. Su padre
Evaristo daría su carne y sus huesos a los árboles sagrados del canelo y la araucaria; el
gigante lo reconocería en todos los árboles que sostienen nidos y florecen y dan fruto. De
una mirada, Efraín abarcó campos y pueblos, sintiendo su vida cumplida; entonces se
internó montaña adentro, subió hasta las nieves eternas, y se transformó en una de las
cumbres de la cordillera. Esto que sucedió hace tantos años, todavía provoca temblores y
terremotos de alegría a la madre tierra, que no termina de celebrar al único gigante
bautizado.
El ultimo gigante
1. ¿de dónde salió el gigante?
2. ¿Quién fue la primera persona en ver al niño?
3. ¿Qué paso con la leche?
4. ¿Cómo llamarón al niño y que significa?
5. ¿Cuánto media a los 15 años?
6. ¿Qué hizo el gigante en las montañas?
7. ¿Qué le paso a los padres del gigante?
8. ¿de qué se dio cuenta el gigante?
9. ¿Qué eran los árboles?
10. ¿en qué se convirtió Efraín?
LA LEYENDA DEL CERRO DE PLATA
Hace muchos años, una pequeña pastora guiaba cada día su rebaño de cabras hacia los
valles verdeantes que entonces rodeaban las cercanías de Copiapó. Apenas aclaraba en
la Sierra de Chañar- cilio, Flora salía de su cabaña, que se encontraba en un lugar
llamado Punta de Pajonales y arreaba su piño hacia los pastos. Invierno y verano cumplía
esta labor. La acompañaban las estrellas mayores, donde creía ver los ojos de su madre
que la protegían desde el cielo. Porque su madre había muerto al nacer ella. Vivía con su
padre, Juan Normilla, en una ruca de barro y paja cuya puerta miraba hacia la cordillera,
por donde sale el sol, como es tradición entre los indios. Las estrellas, los planetas, la
luna y el sol estaban en la cabecera de sus camas al despertar y a los pies de sus sueños
al anochecer. La mañana en que empieza esta historia era fría, pero el aire transparente y
apenas húmedo se entibiaba rápido al salir el sol. En su camino, Flora atravesó bosques y
extensos matorrales que entonces crecían en la zona. Siguiendo a sus animales, la
pastora entonó su diaria canción con el acompañamiento de un tintineo; el son cristalino
de la campanilla de plata que llevaba al cuello la cabra madrina. Según Juan Normilla,
aquella campanita era muy antigua: estaba hecha a golpes de piedra por un antepasado,
con el mineral de un enorme cerro de plata, cuyo secreto guardaban los indios desde
antes que llegaran los españoles. Juan contaba estas viejas historias a su hija, al caer la
noche, cuando se sentaban al calor del brasero a comer su sencillo alimento: pan y queso
de cabra, hechos por las manos de Flora. Esa tarde, al regresar con su rebaño, la niña
quiso saber más de los españoles y de los tesoros ocultos. —¿Cómo eran esos hombres,
padre? ¿Qué venían a hacer? —Eran ambiciosos y valientes. Sólo querían hallar las joyas
y adornos de oro y plata, y los minerales de donde se sacaba el material precioso. El oro
pertenecía al sol y la plata, a la luna. El primero en llegar fue Almagro, bravo y orgulloso,
de trato duro, que despreciaba a los indios. Nuestros antiguos padres supieron que se
acercaba, porque siempre había espías atentos. Las poderosas tribus del norte, los incas,
que dominaban nuestros territorios, vigilaban constantemente a nuestros antepasados
porque éstos solían rebelarse. Por eso, como estaban alerta, escondieron todo lo que
tenía valor, donde no pudieran hallarlo. Al ver los campos sembrados, los cacharros de
greda, las modestas rucas y la falta de lujo de nuestras vestimentas, Almagro,
desilusionado, se devolvió, creyendo que éste era un país pobre. Así lo pregonó al llegar
al Perú. —¿Vino alguien más a buscar tesoros? —Sí, llegó don Pedro de Valdivia que
también deseaba encontrar riquezas; pero se entusiasmó con la tierra, con los bosques y
fundó un caserío, una guarnición que llamó con el mismo nombre indígena, Copiapó, que
significa "tierra verde o cultivada". —¿También hay escondido por aquí un cerro de oro?
—Sí, hay oro, abundante como la plata. Los españoles no tardaron en descubrir y explotar
algunos filones. Ahí empezó la tala de árboles que servían de leña para fundir los
metales. Pero sólo yo conozco donde se encuentra el cerro de plata. Flora se quedó
pensando sin averiguar más. Se encantaba con la música de las viejas historias, donde su
alma tenía raíces. Al otro día salió con sus cabras y acompañada del tintineo de la
campanita, entonó: —Yo tengo un cerro de plata, a nadie se lo diré. Sólo yo lo sé, lo sé, lo
sé... El eco repitió su canto y esto la entusiasmó para volver a cantarlo muchas veces.
Flora Normilla fue creciendo detrás de sus animales. Recorrió cerros y quebradas, y cada
vez tuvo que ir más lejos en busca de pastos, porque los mineros y pirquineros derribaron
uno a uno los árboles para encender los hornos y calentar los crisoles. Un día llegó por
Punta de Pajonales un leñador que se enamoró de la solitaria pastora y la pidió a su
padre para casarse. El leñador se llamaba Francisco Godoy. Juan Normilla, muy anciano
ya, dio su consentimiento. —Ahora tendrás quien te cuide cuando yo muera —dijo a Flora.
Al tiempo, el matrimonio tuvo un hijo, el único, al que llamaron Juan como el abuelo, y se
convirtió en el regalón del anciano pastor. A Juan Normilla le llegó la hora de morir, como
nos llega a todos. Llamó a su hija y le reveló el lugar donde se hallaba el cerro de plata. —
Este secreto no lo dirás a nadie, ni a tu marido. Sólo se lo comunicarás a tu hijo, cuando a
su vez te llegue la hora de morir. —El anciano bajó la voz hasta hacerla un susurro, como
el de los pastos que mueve el viento—: Cerca de Punta de Pajonales se halla la sierra de
Chañarcillo, que has recorrido muchas veces con tus cabras. Ese es el lugar donde está
el gran filón de plata. Y añadió otras señas conocidas sólo por él. Pasaron los años, Flora
se adentró junto con su marido por la cordillera, en busca de leña y pastos para sus piños.
Aunque nunca contó a nadie el secreto de sus antepasados, lo tenía presente en el fondo
de su memoria. Tal vez por eso crió al hijo muy consentido. Solía decirle en tono
misterioso, como quien relata un cuento lleno de magia: —No te afanes por buscar leña,
ni por aprender oficios de hombre; un día serás dueño de un cerro de plata.
Hizo mal, sin duda, pero puede perdonársele porque lo hacía para compartir un sueño, y
también porque amaba mucho a su hijo. Su durísima vida de pastora tenía dos fuentes de
consuelo y felicidad; las estrellas, ojos de su madre que la protegían, y el secreto del cerro
de plata. Pasaron los años. Ya anciana, Flora enviudó; decidió regresar a los lugares de
su niñez con su hijo Juan y una majada de cabras retozonas, ahora más numerosa. A
pesar de conocer el secreto de un tesoro fabuloso, nunca dejó de ser pastora. Alzó de
nuevo su cabaña en Punta de Pajonales. Juan le ayudó en todos los quehaceres del
pastoreo y solía pasar los veranos en las empastadas cordilleranas, donde hizo amistad
con hombres rudos. Un día, pasó cerca de la cabaña de Flora, montado en un caballo
alazán, un caballero dedicado a la minería. Había hecho alguna fortuna, y se dedicaba a
explotar minerales y a buscar por los cerros nuevas vetas. Se detuvo frente a la casita y
saludó a Flora. -—Buenos días, señora. ¿No podría ofrecerme usted un mate y un queso
fresco, para calmar el hambre? He vagado desde el amanecer por estas serranías. —
Pase y siéntese, señor —invitó Flora, que era generosa con los caminantes y pirquineros
de la región. Al despedirse, agradecido, compensó con buen dinero la atención de la
pastora. El nombre del caballero era Miguel Gallo. No fue una vez sino muchas las que
Miguel Gallo tomó un refresco en la cabaña de la anciana Flora. En una de esas jornadas,
conoció al joven Juan Godoy, quien no tardó en entusiasmarse y en acompañar al
generoso y sencillo caballero en sus andanzas en pos de las vetas minerales. Su madre
había hecho de él un soñador de tesoros. Al poco tiempo Flora enfermó. Sintiendo que
había llegado su hora, reveló a su hijo el secreto del cerro de plata. —Si a alguien has de
contárselo, que sea a don Miguel Gallo. En él hay nobleza de corazón, no te engañará.
Sabe de explotación de minerales y compartirá contigo la riqueza. Cualquier día otro
puede descubrir el filón que te pertenece por herencia; las leyes han cambiado y te lo
quitarán. Ten confianza en don Miguel. La pastora se fue en paz al cielo de las grandes
estrellas donde estaban los ojos de su madre y el brasero encendido de su padre.
Juan recorrió por todos lados la Sierra de Chañarci- 11o. Las lluvias, abundantes esos
años, habían desnudado la veta de plata y al muchacho no le costó hallarla. Al palpar las
entrañas preciosas, sintió una felicidad desbordante, como si todos sus antepasados
rieran con él. Sin contenerse, corrió a confiarle a Miguel Gallo su hallazgo. Inscribieron la
mina a nombre de ambos: era el quince de mayo de 1832. Pero Juan no era hombre de
paciencia. El arduo trabajo que significaba extraer mineral, le pareció una manera muy
lenta de hacerse rico. Vendió el cerro de plata a Miguel Gallo en una buena cantidad de
dinero que no tardó en dilapidar. Dos veces Miguel le dio fortuna, pero el descubridor la
gastó a tontas y a locas, en fiestas, lujos y malas compañías; no tenía amigos sino
cuando lo veían rico. Miguel Gallo no abandonó nunca a su ex socio; le compró una
heredad cerca de La Serena, donde Juan Godoy vivió sus últimos años, y murió con sus
sueños y los sueños de su madre. El mineral de Chañarcillo, uno de los más fabulosos
descubiertos en el país, transformó a Copiapó en un centro importante. Acudió gente de
todas partes a trabajar el filón de plata. Años más tarde, frente a la hermosa iglesia de la
ciudad, se levantó una estatua en memoria de Juan Godoy. Pocos recuerdan a su madre,
la sencilla pastora que cantaba detrás de su majada sobre un cerro de plata. Ahora
camina entre las estrellas, oyendo tintinear las campanillas de sus cabras celestiales.
La leyenda del cerro de plata
1. ¿de donde era la pequeña pastora?
2. ¿con quién vivía la pastora?
3. ¿Cómo era Almagro?
4. ¿Por qué se devolvió Almagro?
5. ¿Quién era pedro de Valdivia?
6. ¿Cómo se llamaba la pastora?
7. ¿con quién se casó flora?
8. ¿Qué le reveló Juan a su hija?
9. ¿Dónde estaba la plata?
10. ¿a quién conoció y siguió Juan Godoy?
11. ¿Qué hizo Juan en el tesoro?
12. ¿Qué paso con Juan?
EL BARCO HUNDIDO EN EL CANAL ANCHO
En el invierno de 1928, en la zona de los canales, en una isla del grupo Milnes, varó un
vaporcito cargado con el mejor carbón de las minas de Cardiff. Los tripulantes y el capitán
se salvaron, pero el navio quedó con su carga completa a medio sumergir, prácticamente
colgado de una aguja o roca submarina. Sólo la proa y el castillo afloraban sobre el agua.
Lo alejado y peligroso del sitio donde se produjo el accidente hizo desistir a la compañía
de seguros de cualquier intento de reflotar el barco o recuperar el cargamento.
Simplemente lo dieron por perdido. Las claras aguas del Canal Ancho conservaron su
presa durante dieciocho años, es decir, hasta 1946, en que estalló en Chile una
prolongada huelga de los trabajadores del carbón, dejando sin este combustible a la zona
austral, especialmente a la ciudad de Punta Arenas. Las consecuencias más graves
fueron para los barcos destinados a ese puerto por la Armada, que tenían importantes y
variadas misiones, como hacer constantes sonda- jes en el Estrecho de Magallanes y en
los canales, porque las corrientes marinas y los sedimentos hacen cambiar la
configuración de los fondos, provocando accidentes y naufragios en las naves de mayor
calado. También deben reponer las baterías de faros y balizas y llevar a tiempo los
víveres a los hombres que viven aislados en los faros de difícil acceso, como es el caso
del Evangelistas. En esos años, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, los buques
chilenos se surtían de carbón y la falta de este combustible era desastrosa. Si bien cerca
de Punta Arenas, al sur de Otway, existía una mina de carbón, su rendimiento en calorías
era muy bajo y se necesitaban por esto grandes cantidades para hacer funcionar los
escampavías. Dichos barcos no podían cargarse en exceso y habrían tenido que
aprovisionarse a menudo, con una gran pérdida de tiempo y esfuerzo. El comandante
Arturo Swett, hoy fallecido, estaba destinado en ese tiempo a Punta Arenas, al mando del
Cabrales y de dos barcos más. Era muy estudioso, con un gran ascendiente sobre sus
hombres. En uno de los "derroteros", gruesos libros que guardaban la historia detallada
de nuestras costas, descubrió el relato del barco hundido en el Canal Ancho. De
inmediato se puso en contacto con el ingeniero del Cabrales y le comunicó su proyecto.
—Ingeniero Mandiola, usted sabe el problema que tenemos. He pensado en la posibilidad
de extraer carbón de Cardiff, de un barco que naufragó el año 1928 en el Canal Ancho.
Vea cómo puede realizarse esta maniobra. El ingeniero no dejó de asombrarse ante la
osada empresa. —Es arriesgado, pero muy interesante. Me llevaré los antecedentes para
estudiarlos. —Tiene que ser una operación rápida, porque temo que de un momento a
otro tengamos que parar los buques. —Sí, mi comandante, pondré todo mi empeño. El
asunto tiene su atractivo, un barco hundido en 1928... Una chispa de entusiasmo brilló en
los ojos de Man- diola; ubicar y aproximarse al barco del que sólo afloraba la proa y
programar la operación con los buzos, era un verdadero reto a la pericia marinera. El
carbón no se echa a perder bajo el agua, al contrario, mejora su calidad. La idea del
Comandante Swett, además de valiosa, era imaginativa y audaz; se presentaba una
oportunidad para poner a prueba la capacidad y el espíritu de cada hombre que
participaría en la tarea. Se estudiaron la ubicación y los antecedentes del naufragio, la
profundidad a la que tenían que descender los buzos, las corrientes del lugar y los
posibles cambios de tiempo. Viendo que era factible, se pidieron los permisos
correspondientes para sacar la carga. Precisaron el día más favorable, y tanto los oficiales
como la marinería se prepararon con entusiasmo para la operación. Todo se planeó
cuidadosa y rápidamente; las escampavías tienen gran facilidad de maniobra, gracias a
que son pequeñas y poseen un ancla especial que se agarra de cualquier fondo, además
de una "pluma" o grúa para levantar grandes pesos. Se alistaron dos buzos, ensayando
con los pesados trajes de antaño; ellos harían el reconocimiento de las bodegas
sumergidas, buscando el sitio adecuado para abrirlas. Una mañana a fines del verano,
con un cielo ligeramente nuboso y mar tranquila, el Cabrales, seguido de las otras
escampavías, partió rumbo al Canal Ancho, en el lugar donde las pequeñas islas casi se
juntan. El Comandante, serio y poco demostrativo, iba tranquilo, como si aquella fuera una
labor rutinaria. Al cabo de día y medio llegaron al sitio exacto y los buzos, que parecían
verdaderos monstruos con sus escafandras y cables conductores de oxígeno,
descendieron. Hubo una nerviosa espera, hasta que llegaron las señales que confirmaron
el hallazgo. Los buzos tuvieron que trabajar bastante apartando algas y bancos de
cholgas adheridas al casco, las que se enviaban prontamente a la superficie en los
"chinguillos", especie de canastos, donde los marineros se apresuraban a recoger el
preciado alimento. Guiándose por la luz que penetraba a través de la claridad del agua,
recorrieron puentes y cabinas hasta dar con las bodegas. Para abrirlas, colocaron
detonantes de poco calibre y subieron al barco para hacer efectivo el disparo. El agua se
levantó apenas en el sitio de la explosión y cuando la arena removida se aconchó, bajaron
de nuevo los buzos con los chinguillos. Un grito de triunfo acogió la aparición de la
primera carga de carbón. Entonces prepararon la grúa para ayudar a los buzos a subir el
valioso combustible. La faena fue pesada y larga. Durante cuatro días, buzos y marineros
trabajaron sin descanso llenando las bodegas del Cabrales y de las otras escampavías
con el buen carbón inglés. Al terminar la tarea, fue natural que desearan investigar qué
otras cosas ocultaba el barco. Al recorrer cabinas y pasillos tanto tiempo sumergidos,
hallaron toda clase de objetos en muy buen estado, como porcelanas, cristales y aparatos
marinos. Los chinguillos subieron cargados de curiosidades que hasta cierto punto
despertaron la codicia de los hombres. El Comandante Swett puso freno de inmediato: —
Todo objeto que se saque del barco pertenece a la Armada. Zarparemos en media hora.
De este modo se sorteó una etapa difícil, con el carbón obtenido gracias a la imaginación
de un hombre y el trabajo aplicado de muchos.
El barco hundió en el canal ancho
1. ¿en qué año se hundió el barco?
2. ¿Qué consecuencias trajo la huelga de los mineros?
3. ¿Cómo se llamaba el comandante?
4. ¿Qué se le ocurrió al comandante?
5. ¿a quién le pidió ayuda?
6. ¿Cómo se llama el barco que ayudo en la operación?
7. ¿Cómo abrieron las bodegas?
8. ¿Qué paso después de hallar el carbón?
LOS AZULES
Cuando muchacho, fui muy aficionado a hacer excursiones a la cordillera durante los
veraneos. Uno de los sitios más hermosos y extraños que recuerdo es aquel llamado "Los
Azules". La excursión duraba dos días y había que preparar un equipo liviano para
ascender por difíciles quebradas y riscos. Me acompañaron dos baqueanos
experimentados: Pedro, anciano fuerte y enjuto, y Gálvez, de mediana edad. Mientras yo
usaba zapatos especiales, chaquetón forrado, gorro de lana y el rifle que mi padre solía
prestarme para cazar conejos, ellos lucían sus viejos ponchos y unos sombreros que no
se sacaban jamás. Gálvez llevaba una escopeta de esas antiguas con el percutor externo
y de un solo tiro. Pensé que el arma le estallaría al primer disparo. Entre los dos nos
repartimos las mochilas. Pedro subía calzado con ojotas y llevaba un tarro con un aro de
alambre colgado del dedo meñique: era su olla, su cantimplora y su plato. Al llegar a un
portezuelo, Gálvez mató una liebre con toda limpieza y la colgó a su espalda. —La
comeremos esta noche —fue el breve comentario.
Había allí un explanada llena de agujeros hechos por los cururos, un verdadero campo
minado. Vimos amanecer a mitad de la quebrada de El Canelo: una a una se iluminaron
las grietas sombrías, las rocas adquirieron relieves inesperados, todo fue coloreándose
con la brocha del sol. Tomamos un rápido desayuno en las cantimploras con café; Pedro
lo preparó en su tarro, el que luego llenó de agua en el delgado riachuelo que en verano
cae por la quebrada. Subimos por el lecho casi seco pretendiendo acortar camino. Un
esfuerzo terrible. En uno de los riscos vimos seis o siete cóndores en reposo. Parecían
vigilar el valle lejano. Su tamaño y su aspecto orgulloso y feroz me hicieron temblar por
dentro. Pasamos alejados del ceñudo grupo por si acaso. —No les gusta lo vivo sino lo
muerto —comentó el anciano hablando por primera vez—. Sólo atacan si se amenaza su
nido. Deben tener crías, ahora, por eso buscan carroña para llevarles. Del lecho profundo
de la quebrada surgió un zorro de pelambre amarillo-rojizo. Nos detuvimos 80
y le hice puntería; pero algo en la belleza inocente del animal me hizo desviar el tiro.
Gálvez intentó dispararle y lo detuve: —Déjalo, tiene una sola vida. El zorro desapareció
en segundos y pensé en la persecución que sufría desde siglos. Pedro, con sus ojotas de
neumático, subió sin agitarse, manteniendo el mismo ritmo, indicando con gestos la ruta
que conocía como un mapa viviente. Durante seis horas sostuvo el tarro en el dedo
meñique, tomando uno que otro sorbo de agua; varias veces estuve por preguntarle si no
le dolía el dedo, pero callé ante su expresión cerrada y la dignidad que emanaba de su
delgada figura. Gálvez llevaba la liebre junto a la mochila, pensando descuerarla al final
de la jornada. En su cara de japonés mantenía una sonrisa constante y hermética. Pasara
lo que pasara, sonreía igual. Nos detuvimos a comer a media tarde. —Las "láunas" están
por allá —indicó el viejo. Ya no se divisaba el valle. Al continuar nuestra ascensión, no
tardamos en penetrar en un inmenso anfiteatro de piedra blanquecina: se abrieron delante
las lagunas azules, como ojos abiertos en la roca. En el centro, el agua tenía color verde
esmeralda; al agitarse la superficie con el viento, el color parecía trasladarse sin tocar las
orillas. Cristalina e insondables, "Los Azules" no revelaban su misterio. Para Pedro y
Gálvez escondían divinidades peligrosas y se mantuvieron alejados de sus bordes. En
cambio, aquella transparente belleza fue un incentivo para mi curiosidad. ¿Cuál sería su
hondura? Con impulso súbito tomé el rifle y apuntando al fondo disparé dos balazos cuya
resonancia desapareció en segundos, como un chasquido. Los baqueanos se espantaron.
—El espíritu del agua se vengará —pronosticó el anciano con enojo. La sonrisa de Gálvez
se acentuó con la emoción. —Puras supersticiones —dije riendo. Para demostrarles que
no temía a las "láunas", decidí darme un baño y limpiarme los sudores del día. El
escándalo sacó a los hombres de su impavidez. —Los cueros se lo van a chupar por
atrevido —dijo Pedro. —No lo haga, porque no saldrá más de ahí —agregó Gálvez,
expectante a pesar de todo. Los baqueanos, por muy crédulos que fueran, conocían los
peligros reales. El ligero temor que despertaron en mí sus advertencias desapareció ante
el deseo de sumergirme en esas aguas de cambiantes matices, donde debería
esconderse una ondina más que un desagradable "cuero". Elegí una altura para caer en
lo hondo y evitar el choque con los bordes poco profundos que se traslucían. Me desnudé
y el viento me atravesó con su latigazo celeste. Sin pensar más, me tiré de piquero. El frío
me hizo soltar el aire y sentí que me hundía sin remedio. Mis pies tocaron la pared de lava
suavizada por el roce del agua y me di un impulso tratando de ascender. Manoteando con
desesperación, logré aferrarme a la muralla de forma cónica y pude asomar la cabeza.
Semiparalizado, aspiré aunque apenas podía expandir el pecho y mi corazón casi no
bombeaba sangre. Alcancé la orilla y salí del agua medio desvanecido. Los baqueanos
me vieron aparecer como a un resucitado. Entre los dos ayudaron a vestirme. Pedro sacó
una botellita con aguardiente y tomé dos tragos que me revivieron. —Se salvó de
porfiado, no más —comentó el viejo con una risita—. Casi se nos queda en las "láunas".
—Yo vi la sombra de un "cuero" —aseguró Gálvez con su máscara sonriente.
Descendimos hasta un reparo para pasar la noche; Gálvez encendió una fogata y preparó
su liebre. Nos tendimos después cerca de las brasas y el cielo era como otro brasero
infinito que no dejaba de titilar. Pensé que por poco no me hallaba visitando las galaxias.
Al otro día subí para echar una última mirada a "Los Azules": el agua semejaba una seda
azul-gris estriada de oro. Nunca más volví a ver aquellos ojos cristalinos, pero la
sensación de hielo de las aguas virginales circula aún por mis venas; creo que así debe
ser el abrazo mortal de una ondina.
Los azules
1. ¿Quiénes acompañaron al muchacho en la excursión?
2. ¿Cómo se alimentarón?
3. ¿Qué son las lanuas?
4. ¿Por qué se alejaron Pedro y Galvez?
5. ¿Qué hizo el muchacho?
6. ¿Qué le paso al muchacho en el agua?
7. ¿Cómo describe los azules?
PELIGRO EN LA ANTÁRTICA
En una de las "primaveras" antárticas avanzado ya el deshielo, le sucedió a un oficial de
la Base O'Higgins una peligrosa aven- tura al salir a inspeccionar los alrededores. En un
pequeño bote con motor fuera de borda, se embarcó junto a dos de sus hombres, provisto
de armas y capotes abrigados. Los tres iban de buen ánimo, porque un recorrido por islas
cercanas es un servicio muy deseado en la monótona vida de los hombres que pasan
gran parte del año encerrados en estrechos albergues. Observaron la vida que
comenzaba a despertar en el entorno. Pequeños y grandes témpanos tomaban coloración
azul eléctrico a causa de bacterias que se desarrollan en el hielo. El mar bullía de seres:
pingüinos y focas retozaban cerca de la costa; en las playas, los elefantes marinos
luchaban entre sí por las hembras. Mar adentro se divisaban ballenas azules, haciendo
increíbles cabriolas, capaces de volcar el pequeño bote. La soledad del polo no parecía
abrumadora en la luz de la mañana. De pronto ocurrió un percance que hizo dar un grito
de alerta al ayudante que iba junto al motor. —¡Se rompió el pasador de la hélice! Cortó el
contacto de inmediato, quedando al garete. El capitán Rojas ordenó reparar la avería
cuanto antes; no era una avería grave, pero sí desagradable, porque para arreglarla, hay
que sacarse los guantes y las manos no resisten más de dos minutos sin congelarse en el
ambiente polar. El pasador es una pieza frágil que sirve de seguro a la hélice y siempre se
llevan repuestos en los botes. Uno de los hombres, Jiménez, empezó la prolija tarea; las
manos se le adormecían con el intenso frío y debía desentumecerlas poniéndolas bajo
sus brazos a cada momento. El gran silencio polar pesaba sobre ellos mientras
observaban el trabajo de Jiménez. Al echar una ojeada en torno, el capitán Rojas notó un
movimiento sospechoso a corta distancia de la lancha. —Un animal grande nos está
rondando —advirtió. Un lomo ancho emergió por segundos y los hombres gritaron a una
voz: — ¡Es una orea! La reconocieron por la mancha blanca que tiene en los costados. —
Se atrevió a acercarse porque se paró el motor —comentó Jiménez, echándose aliento en
las manos y continuando su labor. —Mi capitán, puede darnos vuelta. Las he visto volcar
témpanos para devorar las focas que se refugian en ellos —explicó nerviosamente
Valdés, el otro ayudante. —Tendré listo el rifle para dispararle si se pone a tiro, por lo
menos la asustará el ruido —exclamó el oficial, preparando el arma. —Con perdón suyo,
mi comandante, no sacamos nada con los disparos, estos animales son duros de
atravesar y sólo conseguiremos enfurecerla —comentó Valdés—. Estos bichos tienen mal
genio. Mientras Jiménez procuraba arreglar la avería con entorpecidos dedos, el capitán
Rojas y Valdés no quitaban la vista del mar en torno a ellos. —Dispararé al aire, algún
efecto puede tener —opinó el capitán. La orea los rondaba, su lomo aparecía aquí y allá,
emergiendo por instantes. De pronto se sumergió. Todos pensaron que en ese momento
los daría vuelta, era su táctica. Pasaron lentos segundos. El animal surgió súbitamente
frente a la embarcación, a corta distancia de la borda; sacando del agua la enorme
cabeza, fijó en ellos unos ojos redondos, rojos, con expresión tan sanguinaria y feroz, que
pensaron que los atacaría de inmediato. Comprendieron que la muerte en poder de
semejante criatura debía ser espantosamente cruel. Los miró durante unos segundos y se
hundió con una especie de bramido que les erizó el cabello. El capitán Rojas no alcanzó a
disparar, paralizado por la sorpresa. "Ahora sí que estamos perdidos", pensaron los tres
disimulando su temor. Se habían enfrentado a uno de esos seres capaces de crear
leyendas terroríficas. Jiménez comprendió que de él dependían sus vidas y continuó su
trabajo poniendo una especie de fervor al manejar la pequeña pieza. Por fin logró colocar
el pasador y soplándose los dedos suspiró: —Ahora hay que esperar en Dios que parta el
motor. La angustia los sobrecogía. Dieron el contacto y con profundo alivio escucharon el
estampido del motor con sus características explosiones a ritmo regular. ¿Qué había
sucedido bajo las aguas? Tal vez faltó sólo un instante para que la orea volcara el bote.
Casi podían adivinar los movimientos del animal como una gran sombra que se alejaba
entre los témpanos. Todavía nervioso, el capitán exclamó: —Creo que la orea no tenía
malas intenciones, sólo quiso vernos las caras de cerca, por eso nos miró tan feo. Los
tres rieron con verdadero alivio mientras a su alrededor el mundo volvía a colorearse con
una vida renovada.
Peligro en la antártica
1. ¿en qué estación ocurrió el hecho?
2. ¿Qué fueron hacer el suboficial y los ayudantes?
3. ¿Qué le paso al bote?
4. ¿Qué animal empezó a rondarles?
5. ¿la orca los ataco?
LA MUJER DE LOS HIELOS
Raimundo, el anciano farero, ya retirado, vivía en una pequeña cabaña, camino hacia el
Fuerte Bulnes. Frente a sus ventanas se movían las oscuras aguas del Estrecho de
Magallanes, ondas y corrientes que Raimundo vigiló durante muchos años, desde
diferentes faros. El evangelistas, elevado sobre un peñón inabordable, vigilaba una de las
entradas del Estrecho, la que miraba hacia las soledades del océano Pacífico. El Félix, en
la Meteoro, una pequeña caleta de la isla Desolación, iluminaba el Estrecho mismo,
haciendo eco al Fareway, situado enfrente, en un islote, para indicar el camino entre las
islas y canales que allí se dispersan. La Cordillera de Darwin servía de respaldo al Félix, y
lo acompañaban achaparradas lengas y brillantes ñirres que en el otoño enrojecían como
la luna a la cual temían los yaganes. —Son los faros que más recuerdo, por las aventuras
y dificultades que vivimos con mis compañeros —solía contar Raimundo a sus visitantes.
Cuando llegaba el buen tiempo, no faltaban muchachos o pescadores novatos que
querían escuchar los cuentos del anciano farero. —En el evangelistas, aprendí a tener
paciencia y a dominar el carácter, cualidades que se necesitan en este oficio. Tres
hombres nos turnábamos cada ocho horas para mantener siempre encendido el haz de
luz, sobre todo en los meses invernales, en que las nubes confunden el cielo y mar,
desorientando a los navegantes. Día y noche el rayo azul giraba señalando la entrada del
Estrecho. Cada faro tiene su propio ritmo —explicaba Raimundo—, y ese ritmo indica a
los barcos a qué lugar o puerto se aproximan. Es como un lenguaje que conocen todos
los marinos. Recordaba ayunos a que muchas veces se vieron sometidos, porque los
barcos no podían acercarse al Evangelistas a causa de los temporales. —Olas
gigantescas se estrellaban día y noche contra el peñón, al que los marineros tienen que
saltar agarrándose a una red de cables de acero; mientras amainaba, la escampavía de la
Armada esperaba por allá, entre los islotes que rodean la isla Pacheco. A veces pasaba
un mes hasta que el mar permitía el peligroso acercamiento. — ¿Y por qué construyeron
el faro en un lugar tan difícil? —solían preguntar los muchachos. —Porque es el más
apropiado, por su tamaño, altura y estrategia; fue una verdadera odisea instalar el faro en
ese lugar. En cambio el Félix queda al paso de cualquier barco; es fácil conseguir ayuda
en casos urgentes. Cuatro hombres, con sus familias, vivíamos allí en pequeñas casas
confortables. Lo pasábamos bien; parientes y amigos iban a visitarnos con el buen
tiempo. Había playas donde solíamos pescar. A comienzos del verano, cuando no nos
tocaban turnos, y no soplaba demasiado fuerte el viento antártico, hacíamos largas
caminatas por cerros y bosque- citos de lengas y ñirres. También ocurrió allí una de las
aventuras más extrañas de nuestra vida de fareros. La historia de "la mujer de los hielos"
era la que todos querían escuchar una y otra vez, y la que dio fama de narrador de
cuentos a Raimundo. Con voz pausada y expresiva tejía el relato misterioso. "Caía la
tarde. El tiempo estaba bueno, con la llegada del verano. La luz del faro barría la soledad
de las aguas frente a la caleta. Me tocaba el turno de noche por ser yo el más antiguo, y
tener mayor experiencia que mis dos compañeros. El reguero del sol deslumhraba.
Esperé ver pequeños barcos pesqueros, que pasan toda la noche en su faena, y que de
algún modo dan compañía con sus oscilantes luces; el horizonte de agua veíase
singularmente solitario, como debe haber sido cuando sólo los yaganes transitaban en
sus frágiles embarcaciones. Al frente, a la salida del Canal Smith, brillaba el rayo del
Fareway; otros hombres vivían allí, manteníamos con ellos una amistad de luces y varias
veces nos ayudamos en caso de enfermedades. "Siguiendo la rutina, revisé las baterías
del faro, para no tener la sorpresa de un apagón. Me entretuve contando los segundos
que demoran los haces de luz en deslizarse de un extremo al otro, pintando el suave
oleaje con mayor intensidad a medida que oscurecía: los del Félix y del Fareway, a ritmos
diferentes, como en una danza silenciosa. En uno de los giros del rayo, creí divisar una
sombra en el agua. Pensé: 'Las tuninas empiezan sus amores con el buen tiempo'.
Esperé otra vuelta para comprobar si era sólo una ilusión, o si en verdad los graciosos
animales iban a darme un espectáculo divertido. El viento del anochecer levantó
pequeñas olas, y si hubo algo allá afuera, se había ocultado; no vi sino agua a cada golpe
de luz. Me levanté para buscar una ligera cena de galletas y café, y en ese momento
divisé una pequeña canoa que se acercaba al faro. —"¡Qué diantre!... "Observé durante
un rato, para asegurarme que era cierto lo que veía y bajé enseguida la escalera de
caracol para llamar a mis compañeros. La oficina que compartíamos hallábase a cierta
distancia de la torre del faro. "—¡Eh! ¡Tenemos visita! —grité abriendo la puerta. "Manuel,
el más joven, se sobresaltó. "—¡Qué raro! No hace quince días, vinieron mis hermanos.
¿Habrá pasado algo? "—No creo que sean los hermanos, ni los tíos, porque estos vienen
por mar. —¿Por mar? —se asombraron Manuel, Vicente y José. "—En una pequeña
canoa. Los cuatro nos lanzamos hacia la estrecha playa, al pie del roquerío que sostenía
el faro. Vimos arribar una canoa de piel de lobo, con su pequeño fuego encendido al
centro, sobre un montón de arena. Con diestros golpes de remos el visitante varó la
embarcación en la playa pedregosa; saltó a tierra con un bulto en brazos. Recién nos
dimos cuenta de que se trataba de una mujer y de su pequeño hijo. El niño lloraba
débilmente, como agotado, con gemidos de animalito. La mujer, una yagán joven vestida
con pieles, lo tendió hacia nosotros con gesto suplicante. En su extraño idioma, que
oíamos por primera vez, nos dio a entender que necesitaba auxilio. La vimos como si
brotara de otro tiempo, de una leyenda. Pero no, estaba ahí, se la podía tocar y oír. La
hicimos pasar a nuestro refugio y le ofrecimos café y galletas que bebió y comió con
ansias. Luego dio agua a su crío, deslizándola entre sus labios resecos gota a gota. Esto
pareció calmar al niño por un rato. Ella se veía muy cansada, quizás había remado días
enteros; cerró los ojos como si se replegara en sí misma para recuperar fuerzas. La mujer
y el niño formaban un solo bulto; me trajo a la memoria la imagen de una Virgen primitiva.
"Entretanto, Vicente se comunicó a Punta Arenas, avisando lo que ocurría. De allá
ofrecieron avisar a una patrullera para trasladar a la mujer y al pequeño enfermo. Mientras
esperábamos, tratamos de averiguar de dónde provenían. La mujer guardó silencio,
ausente de lo que sucedía a su alrededor; sólo a ratos hacía pequeños sonidos de
consuelo para tranquilizar al niño, que debía tener algo así como un año; se veía robusto,
aunque la enfermedad había hecho su mella: pálido, abría de pronto los ojos rasgados de
su raza y movía constantemente la cabe- cita para librarse de algún dolor insoportable.
Una de nuestras mujeres, que sabía de primeros auxilios, intentó darle alguna ayuda,
pero la madre la rechazó con su mirada de acero y su silencio. "Al cabo de tres largas
horas, llegó por fin la patrullera y se llevó a la yagán con su crío. Ella se levantó
perfectamente descansada y alerta. Su aparición, en el faro, produjo revuelo en toda la
zona; la radio trasmitió cada noche noticias de la enfermedad del niño, una meningitis, y
así pudimos saber de su recuperación al cabo de semanas. Sin embargo, lo que llamó
principalmente la atención de los médicos, fue la actitud de la madre, a la que fue
imposible separar del niño ni un solo instante. Sentada junto a la cama, suspendió sus
necesidades físicas, no comió ni bebió, vigilando a su retoño con el celo de una loba.
Cuando el pequeño sanó, enviaron a madre e hijo a Bahía Ukika, cerca de Puerto
Williams, a ver si las mujeres yaganes que vivían allí, podían averiguar de dónde había
venido; pero la mujer guardó un desconfiado silencio sobre el lugar que habitaba; al
comienzo, se alegró de encontrar gente como ella, que hablaba su idioma. Pero al cabo
de un tiempo empezó a inquietarse y expresó el deseo de irse. Exigió una y otra vez que
la llevaran al faro donde había dejado su canoa. Al final, la embarcaron a Punta Arenas y
un día la vimos llegar con su niño en brazos. "Nosotros habíamos revisado la canoa, y era
exacta a la que antaño usaban los yaganes; ahora es posible ver una semejante sólo en
el museo de Puerto Williams. "Dimos provisiones para algunos días a la mujer; ella hizo
un pequeño fuego que instaló sobre la arena, en la canoa; acumuló leña y pasto secos, en
un extremo, puso al niño bien arropado con pieles de foca en el otro y dio impulso a la
embarcación. La miramos alejarse con la impresión de ver por última vez algo único: la
figura de los antiguos indios canoeros de aquellos mares. "Sólo quedaron preguntas:
¿Existiría en algún estrecho canal de hielo, una tribu de la antigua raza navegante?
¿Veríamos de nuevo, un día cualquiera, avanzar por el reguero del sol las antiguas
canoas, impulsadas por los fuertes brazos de yaganes misteriosamente vivos? Todavía
pienso que es posible, y que sólo el temor al hombre blanco que destruyó tantas vidas,
dioses y bellas costumbres, los detiene, encerrados entre sus hielos inaccesibles."
La mujer de los hielos
1. ¿Dónde vivía el anciano?
2. ¿Cómo se llamaba el anciano?
3. ¿Cómo se llamaba la isla en donde trabajo el anciano?
4. ¿por dónde tenía que entrar a la isla los marinos?
5. ¿Cuántas familias habitaban la isla?
6. ¿Qué hacían los veranos?
7. ¿Qué le paso a Reimundo?
8. ¿Quién era la mujer?
9. ¿y que paso al llevarla al refugio?
10. ¿Qué tenía él bebe?
11. ¿al recuperarse el niño que paso con ellos?
12. ¿Qué paso con la mujer?