dixi (he dicho) xxxvii

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Revista DIXI (He Dicho) Número XXXVII / Año XIII Diciembre 2015 Distribución gratuita del Bicentenario EL PROYECTO no ha terminado Santiago Garmendia reflexiona sobre los números redondos Soledad Abril exhibe El rito, último escenario Verónica Juliano analiza la vocación docente de la historia Atilio Orellana retrata la fosa común Juan Pablo Castellote disecciona el papel del cine en las Provincias Unidas Ana Vazquez evoca a las patriotas de bajo perfil La independencia después 200 años

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Edición del mes de diciembre de 2015. Impresa en San Miguel de Tucumán, Tucumán (Argentina) / December 2015 edition. Printed in San Miguel de Tucumán, Tucumán (Argentina)

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COORDINACIÓN: Laly RosalesEDICIÓN: Irene BenitoDISEÑO GRÁFICO: Valentina BeckerFOTOGRAFÍA DE TAPA: Diego AráozLOGO: Bruno JulianoGUARDAS: Gema Calderó Danna

Sumario

COLABORADORES: Alba Barbeito, Alberto Passolini, Alejandro Nicolau, Ana Nores, Ana Vazquez, Atilio Orellana, Bruno Juliano, Carolina Álvarez, Cecilia Gallardo, César Barber, Diego Aráoz, Epifanía, Graciela Colombres Garmen-dia, Jorge Missart, José Ramos, Juan Pablo Castellote, Laura Rossi, Leo Miran-da, Lucas Craig, Lula Tiboldo, María Soledad Abril, Mario Albarracín, Mariana Aran, Mercedes Colombres, Néstor Martín, Santiago Garmendia, Santiago Juárez, Silvana Janin y Verónica Juliano

DIXI es una publicación cultural de distribución gratuita. Año XIII, número XXXVII. Diciembre de 2015. Registro de la propiedad intelectual número 243.824. Hecho el depósito que marca la ley 11.723. DIXI es propiedad de Léxico (contenido creativo). Impresión: Printer. Nuestros e-mails son: [email protected] y [email protected] / Nuestro website es: www.dixihedicho.com.ar / Nuestro teléfono: +54(9) 0381 155 776057. Tucumán - Argentina. Las opiniones son nuestras -o sea, de los colaboradores- y pueden ser reproducidas libremente citando la fuente.

[6] TESIS

[12] TENDENCIAS

[14] INTERVENCIONES

[22] PROYECCIONES

[26] LABERINTOS

[34] COMPULSIONES

[44] CALIGRAFÍAS

[51] DIXI EXHIBE

[54] HIPÓTESIS

[58] INDIVIDUALES

[34] COMPULSIONES [44] CALIGRAFÍAS

[14] INTERVENCIONES

[54] HIPÓTESIS

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[6] TESIS / Meditación trascendental

Contarhasta diezPor Silvana Janin y Mariana Aran -texto- y Epifanía, desde Mendoza, Buenos Aires y San Miguel de Tucumán*

Page 7: DIXI (He dicho) XXXVII

[7]

minutos, unos meses, diez años atrás.Claro que también ves desilusiones,

mentiras y engaños. Fracasos, dolores inde-cibles, y todas las noches que te dormiste llorando y preguntando por qué. Las parti-das, lo que nunca llegó, quien nunca te qui-so, lo que te arrebató la muerte, la distancia o la lógica. Las veces que dudaste, el cami-no que no te atreviste a tomar, ese puente que nunca cruzaste y los saltos al vacío que sí te atreviste a dar.

¿Qué ves cuando mirás hacia atrás?Tu primer diente caído, el olor de mamá,

tu maestra favorita, el primer día de cla-ses, la vez que conociste la inmensidad del mar. Esa canción y no otra, aquella piel inolvidable, el calor de tu abuela, la primera sensación de libertad, tu primer beso y la primera vez que te rompieron el corazón. Tu mascota de la casa vieja, tus amigos del barrio, tus dudas, lo que sí, lo que nunca y lo que quizás. Tus ilusiones y tus sueños. Dos

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Page 8: DIXI (He dicho) XXXVII

[8]

Fotografías que tienden a mejorar sus colores o a empeorar su calidad a medida que tu mente reclama el derecho de volar y aterrizar en ese territorio tan imperfecto como humano: el ayer. Y ahí van también las ganas de reconquistarlo, torcerlo, mol-dearlo, eternizarlo. Como si lo ya pisado fuera un camino que se pudiera volver a recorrer y, al hacerlo, tus pies fueran los mismos, con idéntica ingenuidad.

El ayer. Terreno ya sembrado. Pero qué ganas te dan de desafiar al tiempo, y volver al primer amor y decirle que sí en lugar de salir corriendo. Regresar al examen que no estudiaste, pero esta vez sabiendo. Meter el gol del campeonato en lugar de haberlo postrado en el palo. Elegirla a ella o a él en lugar de a este otro y de a esta otra que hoy te miran en el espejo.

Y es que hoy sos la suma perfecta de todos los instantes que viviste. Fuiste cre-ciendo y cambiando pieles. Y te equivocas-te, decidiste, acertaste, te sorprendiste y te amaron. Pero también perdiste, dejaste, rompiste y a diario contemplaste cómo al-gunos sueños tienen destino de ajenos.

Tocarlo y dejarlo ir¿Qué encontrás si mirás hacia atrás?Lo que todos tenemos: un pasado com-

puesto y complejo. Mirar hacia atrás es recordar por qué hoy somos y cómo llega-mos hasta aquí, por qué algunos caminos se desdibujan, algunos sueños se esfuman, ciertas llamas se extinguen, algunas perso-nas se van.

Y aunque la tentación de creerlo terri-ble o perfecto sea parte de nuestra natu-raleza, sabés, porque en el fondo lo sabés con certeza de cielo encapotado, trueno y lluvia, que volver a tocarlo con tus manos sería casi un pecado. Una de esas cosas que no sólo están prohibidas porque desafían las leyes de la lógica y de la física, más allá de los laboratorios subterráneos y las pelí-culas de ciencia ficción, sino que, además, huelen a algo más triste: y es que que si te aferrás demasiado al pasado, corrés el ries-go de no dar valor a tu hoy. Es un riesgo tan tangible, tan profundo, que aunque sueñes con recibir la muñeca que no te regalaron, el beso que nunca fue robado, la vez que sí en lugar de no, elegís pensar que “por

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Mirar hacia atrás es necesario para to-mar aliento y proseguir el viaje. Porque en el pasado hay posibilidades que nos pisan las huellas del presente y hay personas que nos acompañan sonrientes al futuro. No todo es pérdida, no todo es adiós.

Y es muy personal la manera en que uno lleva su pasado a cuestas: una maleta cerrada con mil llaves; una mochila lige-ra llena de olores, sabores y melancolía o, simplemente, un espacio clausurado con la premisa de que mañana será mejor.

No hay fórmulas simples para convivir con él ni límites precisos, el pasado es tiempo vi-vido, hecho a imagen y semejanza de cada semilla que plantamos, de cada viaje que emprendimos, de cada calor que sentimos.

Y si lo pensás muy bien es una bendición que el pasado no se pueda cambiar, pero sí elegir qué parte de él podemos llevarnos en la memoria. Qué nos hace más fuertes. Qué nos hizo tan felices.

Porque no mirar jamás hacia atrás tam-bién es de cobardes. No aprender de lo vivi-

do es de necios. No crecer es de impotentes. Suena fuerte ¿verdad? Pero es ley: no se puede borrar el pasado, no es digno negarlo ni es bueno ignorarlo. Es parte de nuestra obligación como seres sensibles y pensan-tes el acumular experiencia, el volver a plan-tar la semilla que sabemos que dio buena siembra, el elegir otro árbol para leer otro libro, el haber aprendido a sacar las malezas a tiempo, el mirarnos el dedo magullado y saber que si tocás ahí vas a quemarte.

El pasado enseña, nutre, cimienta. Y quien no mira hacia atrás desdeña todo ese cúmu-lo de razones que lo volvió quien es, fue y será. Y quien no deja de mirarlo se olvida de quien está siendo y en quien se convertirá.

Por eso me gusta verlo como quien vuel-ve a leer un libro pero no se acuerda el final. Y me emociono, río, lloro, tropiezo la piedra, salto aquella, grito y me callo, pero sé —por-que vos también lo sabés— que ni se vuelve a escribir lo escrito ni se recobra lo borrado. Sólo se lee, se aprende y se escribe algo más.

¿Qué buscás cuando mirás hacia atrás?A quien fuiste. Para mirarlo a los ojos,

darle las gracias, contar hasta diez y seguir adelante. Porque esa historia irrepetible también te mira a los ojos y te pide que lo hagás.(dx)

Y es muy personal la manera en que uno lleva su pasado a cuestas: una maleta cerrada con mil llaves; una mochila ligera llena de olores, sabores y melancolía o, simplemente, un espacio clausurado con la premisa de que mañana será mejor.

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La casita de nuestros sueñosPor Carolina Álvarez -texto- y Néstor Martín -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

TENDENCIAS

Existe algo que todos los tucumanos compartimos y es esa pequeña molestia cada vez que se refieren a la Casa Histórica como la “casita” de Tucumán. El diminutivo nos parece peyorativo dado que en esa ca-sita se puso fin a siglos de yugo colonizador. Sin embargo, lo que no sabemos es que el término casita no responde al menosprecio foráneo, sino a que, durante muchos años, la Casa de la Independencia fue apenas el Salón de la Jura, una pieza protegida por un pabellón en una época que, en otro tiempo, también recibió el nombre de “la quesera”. Se trataba de una sala rodeada de oficinas

y situada en el medio de un patio, que lue-go y reconstrucción mediante, quedó inte-grada a una versión de la vivienda que la albergaba.

Muchos desconocen que la casa hoy en pie no es la original, sí su emplazamiento, ni que esta fue demolida, recreada y modi-ficada varias veces desde 1816. La historia nos lleva a los dueños remotos, los Bazán Laguna, que no vivían en la propiedad ni tampoco la cedieron, sino que la alquilaron para la celebración del Congreso de Tucu-mán. A los fines de ese acontecimiento, el edificio fue reacondicionado y preparado

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[13]

especialmente puesto que a comienzos del siglo XIX no había lugares públicos apro-piados en la región. Los organizadores de la reunión dispusieron la construcción de mobiliario; pintaron puertas y ventanas, y reformaron las habitaciones internas para que los representantes del pueblo pudie-sen sesionar (en 1817, la asamblea se mudó a Buenos Aires).

El principal problema de la casa era que estaba construida con adobe y tierra api-sonada, y que presentaba escasos ladrillos y columnas de madera. Sumado al clima lluvioso del norte, el deterioro era rápido e inevitable. En 1869, las hermanas Zava-lía, habitantes de la vivienda en esa época, pidieron ayuda al Estado para poder man-tener la casa. El presidente Domingo F. Sar-miento dispuso, entonces, su adquisición y conservación. De ese año data la fotografía más antigua tomada de esta: la célebre imagen de Ángel Paganelli que, a posterio-ri, permitió la reconstrucción de la fachada.

Durante la presidencia del tucumano Ni-colás Avellaneda comienzan las reformas más drásticas: las autoridades deciden mantener sólo el Salón de la Jura, y utilizar el resto del solar para instalar las oficinas de Correo y Telégrafos, y el Juzgado Federal. El frente adoptó un adusto estilo neobarro-co y varias habitaciones internas fueron demolidas.

Otro cambio y van...Pero el clima no da tregua y el deterioro

sigue acechando al único salón preservado del edificio original. Otro presidente tucu-

mano, Julio A. Roca, opta por protegerlo ubicándolo dentro de un pabellón con te-cho de vidrio previo derribo de la estructura primigenia que quedaba alrededor. Dicha solución fue denominada –ahora sí, peyo-rativamente- “la quesera”.

En 1941, el Estado declara Monumento Nacional a la Casa de la Independencia y planifica la reconstrucción de la fachada según la fotografía de 1869. En ese afán, aparecen los planos de relevamientos an-teriores; baldosas y ladrillos son fabricados especialmente, y artesanos confeccionan las puertas y ventanas de madera maciza. Allí se instala el museo que funciona hoy y que los visitantes frecuentan atraídos, fun-damentalmente, por el gancho del espectá-culo de luz y sonido. Antes y a propósito del primer Centenario, se adquieren los terre-nos del fondo que en el presente exhiben los bajorrelieves de la escultora Lola Mora, la Galería de las Placas, el Patio de Home-najes y el mástil. En la década de 1970, el Gobierno tucumano expropia los terrenos linderos para luego inaugurar la Plaza de los Congresales y el Patio de los Artesanos.

¿Qué significa esta vivienda, luego de tanto años y de tanta historia, ahora que la vemos blanca y de puertas azules, con los colores de la patria? Largo y escarpado fue el camino de esta casa, de esta quesera, de este monumento, que podría ser una metá-fora perfecta del hogar del país entero. A esa casita, así en diminutivo, siempre hemos de volver para reencontrarnos con los sueños de libertad de nuestros antepasados.(dx)

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[14] INTERVENCIONES

Mujer bonita es la que luchaPor Ana Vazquez Carranza -texto- y Santiago Juárez -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

“El hombre ha de ser educado para la guerra y la mujer, para descanso del gue-rrero: lo demás es locura”, dijo una vez Friedrich Nietzsche (1844-1900). Sabemos que al alemán no le caía muy bien el gé-nero femenino, pero, a fuerza de ejemplos, vamos a tratar de acallar su bigote fantas-magórico.

La gesta independentista empezó en Sudamérica a principios del siglo XIX. El proceso no fue pacífico, al contrario. Las guerras contra el dominio español dura-ron décadas. En los mármoles y óleos han quedado representados los que dieron su vida por la libertad pero, en general, son todos hombres (aunque, sí, la calza estaba de moda).

Esto tiene que ver con lo que Pierre Bou-rdieu trató en su libro La dominación mas-culina: las construcciones arbitrarias y an-drocéntricas mediante las que las mujeres son dominadas simbólicamente (y no tan simbólicamente) son unas de las primeras formas de violencia de la sociedad. Por eso queremos recordar a algunas heroínas que también empeñaron todo lo que tenían a su alcance para liberar a sus pueblos.

Las guerras contra el dominio español duraron décadas. En los mármoles y óleos han quedado representados los que dieron su vida por la libertad pero, en general, son todos hombres (aunque, sí, la calza estaba de moda).

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Las guerrerasJuana Azurduy es una de las pocas lu-

chadoras que no necesita presentación. Nació en Chuquisaca (hoy territorio de Bolivia) en 1781 y era mestiza. Fue una gran colaboradora de Martín Miguel de Güemes y del Ejército del Norte. Su desempeño en la batalla resultó tan valeroso que la hon-raron con el grado de generala y la autori-zaron a usar el uniforme (algo que no era usual para las mujeres). Se cuenta que vio morir a cuatro de sus hijos por las incle-mencias de la guerra.

No tuvo tanta suerte con la posteridad María Remedios del Valle. Esta valiente afroamericana perdió a su marido y a sus dos hijos en la Expedición Auxiliadora al Alto Perú. En 1812, se presentó en Tucumán para ayudar a los heridos de la gran batalla y, aunque Manuel Belgrano no la dejó, se las ingenió para hacerlo de todos modos. Los soldados empezaron a llamarla “madre de la patria” y, después de su colaboración en la Batalla de Salta, el mismo Belgrano la nombró capitana.

Las espíasMagdalena “Macacha” Güemes nació

en 1787 en Salta y su hermano mayor fue el famoso Martín Miguel, al que ayudó en su desempeño político hasta el mismo día de su muerte. Le decían “mamita de los po-bres” porque dedicó su vida a ayudar a los necesitados y hasta instaló un taller en su casa para coser uniformes para los solda-dos. Pero se destacó como espía: tenía una compleja red de informantes en Salta, Ju-juy y Tarija, compuesta por mujeres de to-dos los estratos sociales que desbarataron varias veces los planes de los realistas.

También en Salta, Juana Gabriela Moro (1785-1874) y María Loreto Sánchez Peón (1777-1870) trabajaron como “topos” va-liéndose de la artimaña de revertir los es-pacios típicos de subordinación femenina para usarlos a su favor. Auxiliada por sus criadas y sus hijos pequeños, Loreto reunía información y mandaba mensajes al ejérci-to. Ella misma se disfrazaba y vendía panes para tener trato directo con los realistas.

Moro, por su parte, era una mujer muy bella y, en ese carácter, sedujo a Juan José Feliciano Alejo Fernández Campero, mar-qués de Yavi, y, como consecuencia de ese influjo, el noble faltó a la Batalla de Salta. En venganza, cuando Joaquín de la Pezuela invadió la ciudad, ordenó que la encerraran en su habitación y la dejaran morir allí (por eso se la recuerda como “la emparedada”). Unos vecinos consiguieron hacer un hueco en el muro por donde le pasaban alimentos y agua. Finalmente, Moro fue liberada por los patriotas y siguió con sus labores por la Independencia. A los 68 años, la espía seductora firmó una nota junto a otras sal-teñas para pedir que las mujeres también pudieran jurar la Constitución Nacional.

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Otras mujeres decidieron utilizar su educación y alta cuna para luchar de otro modo. En esta categoría entra Mariquita Sánchez de Thompson.

Las ejecutivasPero sabemos que la guerra no sólo se

hace en el campo de batalla. Otras mujeres decidieron utilizar su educación y alta cuna para luchar de otro modo. En esta catego-ría entra Mariquita Sánchez de Thompson (Buenos Aires, 1786-1868), célebre porque en su casa se cantó por primera vez el him-no nacional. Pero su labor histórica no se acaba allí: fue responsable de convencer a muchos indecisos para que adoptasen la causa independentista y hasta presidió nu-merosas reuniones de criollos celebradas en la clandestinidad.

Este repaso termina con la evocación de Martina Silva (Salta, 1796-1874), gran colaboradora de Belgrano. Silva hospedó al general en su vivienda y consiguió que José de Gurruchaga, su marido, donara importantes sumas al ejército. El militar le agradeció el gesto enviándole un tapado

¡PLUS!Este texto fue elaborado a partir de la consulta de las siguientes fuentes:· Las mujeres y sus luchas en la historia argentina (2006), de Dora Barrancos y otros.· Las heroínas calladas de la Independencia Hispanoamericana, de Ana Belén García López (ver portal del Centro Virtual Cervantes: cvc.cervantes.es).· Mujeres que hicieron historia. Publicación del Ministerio de Cultura y Turismo de Salta (bicentenario.culturasalta.gov.ar).· Pierre Bourdieu y la teoría de la dominación (2002), de Mary Luz Sandoval · Robayo (Revista Colombiana de Sociología, volumen VII).

de seda con la inscripción “A la benemérita patriota, capitana del Ejército, doña Marti-na Silva de Gurruchaga”.

Muchas mujeres corajudas quedan fue-ra de esta reseña y muchas más todavía esperan que sus nombres sean rescatados del olvido. Reconocidas o no, sin duda die-ron guerra como pudieron: es que, aunque Nietsche prefiera otro orden, la actitud combativa y revolucionaria está en el alma de los seres humanos, con prescin-dencia del sexo y de los mandatos sociales preestablecidos.(dx)

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[19]INTERVENCIONES

El exotismo vernáculoPor Bruno Juliano -texto- y Alberto Passolini -ilustraciones-, desde San Miguel de Tucumán y Buenos Aires*

Escribir sobre los artistas argentinos del Bicentenario es hablar de ausencia.

Es hablar de una mirada extranjera (fo-ránea) sobre lo propio como exótico, de la imposibilidad de traducción o aplicación de los cánones artísticos europeos: esto es, un espacio de simulación perspéctico (“trom-pe-l’œil”, trampa para el ojo) que se anula en el horizonte de La Pampa.

Es hablar de juegos de poder y de posi-cionamiento, de la construcción de la his-toria a partir del relato de los héroes. Y es también -queremos y creemos que debe-mos, es un imperativo- hablar de los már-genes, de los intersticios, donde el trapero del mundo escarba la historia.

“Era el turno de Riltse. Sofía reunió las láminas. Rímini, a esa altura un pirómano consumado, preparó el querosén y los fósforos”.

Los primeros registros de los usos y cos-tumbres porteños de comienzos del siglo XIX corresponden a una serie de imágenes (como apuntes) archivadas en un álbum que busca dar cuenta, “mostrar”, la vida extranjera en Europa (el afuera es “aquí”).

Artistas italianos, ingleses, franceses, ale-manes, suizos, brasileños toman notas en imágenes-diarios de viaje más cercanos a gestos contemporáneos de confección de series y archivos que a la noción de arte moderno que se afianzará hacia 1870 en París. Esta concepción de obra/artista/arte guiará la producción argentina del siglo XX. Conviene recordar la cercanía iconográ-fica de las imágenes de los libertadores de América con las representaciones neoclási-cas de Napoleón de finales del siglo XVIII o las versiones (“covers”) del impresionismo francés que, cual presencia incipiente de un modernismo local, protagonizaron la exposición organizada con motivo del Cen-tenario de la Independencia.

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NotasLas imágenes que acompañan este texto son reproducciones de acuarelas de la serie Unicornios y federales de Alberto Passolini, quien generosamente accedió a publicarlas en este espacio. Lejos están de ser ilustraciones. Son, en sí mismas, enunciados que amplían estas palabras.

albertopassolini.com

Las citas fueron tomadas de El pasado, novela de Alan Pauls publicada por Anagrama en 2003.

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“Las láminas temblaron un instante sobre las llamas. Rímini, cuyos dedos ya empezaban a chamuscarse, las soltó. Entonces Sofía las puso a salvo y buscó una con desesperación, como quien busca entre papeles inútiles, todos muy parecidos entre sí, el salvoconducto que le permitirá cruzar una frontera”.

“De tez morena, esclavo de la familia Pueyrredón (...). Probablemente maestro del niño Prilidiano”. La figura de Fermín Gayoso, quien podría haber sido el primer artista porteño, emerge de una breve y casi imper-ceptible mención en Nueva Historia de la Pintura y la Escultura en Argentina, de Ro-mualdo Brughetti. Como en Riltse de Alan Pauls, en Gayoso también confluyen el de-

seo que es al mismo tiempo imposibilidad. Es el extraño que retrata, que sirve y promul-ga la pintura como espacio de resistencia.

Sin embargo, la huella es superficial. El registro se pierde en una anécdota y en un pedido de libertad documentado que ter-mina por no tener curso: la metáfora del anonimato frente al relato, la anulación del testimonio. Y, al mismo tiempo, el aso-mo del gesto emancipador: Gayoso como cronista inexperto en una imagen “que imaginamos” intuitiva, de paleta sucia, confusos empastes de líneas quebradas en la insinuación de sombras como rostros idealizados que buscan parecerse. Y, como tal, una imagen más cercana. Y, acaso, más auténtica.“Riltse sobrevivió”.(dx)

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El gran espejo. Cine e identidadPor Juan Pablo Castellote -texto-, desde San Miguel de Tucumán*

PROYECCIONES

En aquellas épocas, las esperanzas llega-ban en barcos. Poblaron una tierra virgen y fértil, cambiaron sus costumbres y hasta los nombres. En una ensalada de imaginarios sociales y culturales, el cine apareció como la representación de un gran espejo que, si bien no era mágico, era nuestro. Como el si-lencio de Camila (1984) en la atormentado-ra Buenos Aires de Juan Manuel de Rosas; aquella mujer de familia aristocrática que, sumida en la coerción del poder patriarcal, se rebela y escapa con Ladislao, un joven seminarista disciplinado por el discurso moral de los primeros años de la nación. La película subraya la división imperante en la

sociedad como consecuencia del enfrenta-miento de los dos bandos políticos existen-tes -unitarios y federales-, grieta que pesará en la formación de la familia, en una época en la que no sólo están prohibidos libros e ideologías, sino también amores. Pero, como dijo algún italiano, la historia, amigo mío, es un cementerio de aristocracias.

Nuestra identidad se forjó al fuego de la lucha continua entre la libertad y la coac-ción. El gran espejo lo representó con La historia oficial (1985), aquella película que indagó sobre el origen de Gaby, una niña adoptada por una profesora de Historia (en-carnada en la magnífica Norma Aleandro) y

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El gran espejo. Cine e identidad

su marido, empresario de extraños nego-cios con los militares de la última dictadura argentina. En clave, la película expresaba la necesidad de denunciar el monopolio de la violencia “legítima” por parte del Estado y de consolidar un período democrático en paz en un país que, enamorado de la repre-sión, abrazaba el enfrentamiento.

Ahora bien, parece absurdo. ¿Quién po-dría amar el odio? Tal vez esa pregunta intentó contestarse Rantés, el sujeto que vino de otro planeta de Hombre mirando al Sudeste (1987). Este mensajero del universo se autointerna en un hospital psiquiátrico con el fin de estudiar el arma más temida

Nuestra identidad se forjó al fuego de la lucha continua entre la libertad y la coacción.

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Ahora bien, parece absurdo. ¿Quién podría amar el odio? Tal vez esa pregunta intentó contestarse Rantés, el sujeto que vino de otro planeta de Hombre mirando al Sudeste (1987).

por los suyos: “la estupidez humana”. Con delicadeza, el filme nos interpela por medio del Dr. Julio Denis, un escéptico psiquiatra que pretende hacer la mayor estupidez hu-mana de todas: cambiar al otro sin hacerlo con uno mismo. “A la hora de matar, los ani-males son más honestos”, dirá Rantés.

Y así, en una historia atravesada por la confrontación, hasta el ideal de Justicia sucumbió a la violencia. El secreto de sus ojos (2009) probablemente sea la película que mejor pudo representar la impunidad y la (mal llamada) justicia por mano propia, con una historia de ficción más real que la realidad misma. Juan José Campanella de-mostrará que ni bajo el imperio de las leyes se es justo si el hombre no hace prevalecer sus valores por sobre sus ambiciones. Algo

así como “menos traje y corbata, y más convicciones e ideales”.

El cine no sólo recreó nuestra identidad a partir de la crítica: también con el reflejo de las ternuras cotidianas. El hijo de la no-via (2001) o Historias mínimas (2002) nos demostraron que no estamos perdidos, y que, en el día a día, en la inmensidad de una rutina inquebrantable, la felicidad es la salida. Es el medio y no una meta. Pero fuera de estas miradas salvadoras, la mi-rada caústica prevalece en el gran espejo de nuestro cine. Un poco mareado y deso-rientado por esa tendencia irrefrenable hacia el abismo y la destrucción, podría seguir con algunos Relatos salvajes (2015). Sin embargo, en esta ocasión me prohibí hablar de ciertas genialidades.(dx)

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[26] LABERINTOS

Fenomenología de los finales(El extraño caso del texto filosófico y de Mr. Hyde)

Por Santiago Garmendia -texto- y Mario Albarracín -ilustración y collage-, desde San Miguel de Tucumán*

Es innegable nuestro afecto por el sis-tema decimal en general -el sistema po-sicional de base diez que nos enseñan en la escuela- y, en especial, por sus números terminados en cero. Probablemente se de-rive de nuestra condición de animales con manos que suman diez dedos y a la proyec-ción de este hecho a la estructura del mun-do. Así como vemos una bota en una piedra cordobesa, leemos en la realidad decimales como si esta estuviese hecha a nuestra me-dida. De una u otra manera, estos números redondos nos fascinan: en la historia, los centenarios; en la tómbola, los capicúa.

Pero no sólo es un asunto cuantitativo, sino también cualitativo: leemos el mundo como un texto. Consideradas así las cosas, quisiera sumar a la reflexión algunos ele-mentos que rondan la idea misma de texto y de final. Así como, según la célebre frase de Eduardo Galeano, las utopías sirven para caminar, nuestras representaciones sobre el curso y el fin de los acontecimien-tos nos sirven para pensar la dirección que

llevamos, al tiempo que nos dan la oportu-nidad de corregirla cuantas veces podamos (en el fondo, ¿qué otra cosa es una utopía que un curso deseado?).

Texto y mundo se interpenetran: ¿pen-saba el náufrago desesperado, con la vida agotada, que su invención de un mensaje de auxilio en una botella sería tan exito-sa metáfora? ¿No nos lamentamos acaso cuando alguien muere a los 99, porque “le faltaba tan poco para los cien…”? El mundo es una narración incomprendida y vamos a intentar mostrar lo mucho que podemos aprender de sus “spoilers”.

Un límite notable de la comparación es que una vez lanzado un libro a las profundidades de la lectura, se sucederán de modo virtualmente infinito las escenas de capturas y liberaciones.

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El texto y sus infamesAunque se haga preferentemente en sole-

dad, escribir implica la confianza ciega en la posibilidad de comunicarse. Es una operación comparable a tirar de la soga sumergida de una red profunda, a la espera de que se nos revele quiénes son nuestros interlocutores.

Valga la metáfora pesquera para deno-tar también que tanto en uno como en otro extremo del texto se encuentra siempre una fauna insospechada. Caben para otra oportunidad algunas caracterizaciones, que deben incluir en su espectro al lector desprevenido pescado por una efímera moda literaria y al humilde escritor de ori-lla que, con el agua hasta la cintura y mien-tras cuela las olas con su red medio mundo, se topa trágicamente con algún sangui-nario crítico. Nótese que las redes pueden ser construidas ex profeso para apuntar a los grandes cardúmenes o a las singulares rayas. Pero la situación nunca excluye que puedan verse enredados inocentes cuya existencia era absolutamente ignorada por

el buscador de peces.Un límite notable de la comparación

es que una vez lanzado un libro a las pro-fundidades de la lectura, se sucederán de modo virtualmente infinito las escenas de capturas y liberaciones. Seguramente a esto se refería Platón, en flagrante con-tradicción performativa (¡escribió más de 32 diálogos!), en contra de la escritura a la que consideraba palabra muerta. Platón confundió dos cuestiones de órdenes dife-rentes; una cosa es lo que el texto pretende ser: una apuesta perdida de antemano a una doble permanencia, la del mundo y la de la opinión que tenemos sobre él. Pero, a pesar de esas pretensiones, es innegable que red y océano se vuelven inseparables, y el escritor-pescador sabe resignado, aun cuando no lo reconozca, que lo que hay al final de la línea ya no es ni será jamás idén-tico a lo que él (¡cree!) que arrojó. La mismi-dad de la palabra no es más que una ilusión necesaria, una astucia del texto.

La escritura es, entonces, un acto que nos

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vincula a una audiencia, que bien puede nunca concretarse -vaya aquí mi homena-je a todos aquellos libros sin lectores-, pero que es impensable sin que esa posibilidad esté contenida en la voluntad del escritor. La lectura es en este sentido una actuali-zación de nosotros mismos como lectores y autores, un vínculo tan secreto como me-tafísico. Es aquí donde nos encontramos con un accidente crucial. Me refiero al fe-nómeno de “contar el final”.

Desde un punto de vista general pode-mos hacer una taxonomía muy simple atendiendo a dos rasgos fundamentales: (a) con arreglo a los sujetos involucrados y (b) respecto del contenido. Destaco enton-ces estas tres opciones:

De un sujeto que conoce el texto a otro que no.

De un sujeto que no conoce el texto a otro que no (contradicción).

De un sujeto que conoce el texto a otro que también lo conoce (tautología)

En las situaciones del primer tipo, que son las más frecuentes, el ejecutor puede ser un criminal que busca en forma inten-cional romper la comunión autor-lector destruyendo la atención del lector del tex-to hacia su persona y, al mismo tiempo, desdibujando existencialmente al autor del texto original. Pero también encontra-mos aquí el puñal clavado por descuido y las balas perdidas en las charlas multitu-dinarias. Se debe destacar el caso lindero del ataque suicida de las reuniones domi-nicales, cuando al grito de “alguien vio esa película en la que el tipo es un fantasma

sin saberlo” produce una onda expansiva letal.

En el segundo caso sí estamos ante la peor de las calañas. Porque

este subgrupo está habitado por falsos contadores que nos en-

gañan respecto del final de un texto al que, en realidad, no han

visitado, cerrándonos unas puertas a las que estamos en verdad renunciando. El

desenlace normal es el en-cuentro con un criminal del tipo (1), que nos narra el mal sabido final. En la tercera posibilidad ambos desen-fundan y, cuando la nube de pólvora se disipa, com-prenden que son balas de fogueo que fueron pensa-das por todos como reales. Naturalmente ocurre que se distancian entre sí para siempre, no hay solidaridad entre este tipo de gentes.

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Los finales que comienzanDesde luego, esta interferencia herme-

néutica-ontológica asume distintas moda-lidades en los diferentes textos. Ejemplifi-quemos de alguna forma en qué consiste esto de contarle a otro la médula de un relato a la que debiera llegar por sí mismo. Analicemos un caso sencillo: en la conoci-da novela de Stevenson podemos señalar –a alguien que se dispone a leerla- que “el abominable hombre Mr. Hyde, capaz de pa-tear a un niño caído y de asesinar a golpes a un anciano parlamentario que le pregun-ta amablemente por una dirección, es una muestra de alta pureza de la maldad con-tenida en el ciudadano común y corriente llamado Dr. Jekyll”, con lo que arruinamos para este individuo una buena parte de la tensión dramática de El extraño caso…

Este fenómeno toma rasgos absoluta-mente distintos en otros textos, por ejem-plo, en los científicos. Es de notar que la reac-ción de alguien a quien se le cuente que “al final todos los cuerpos perseveran en su es-tado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vean forzados a cambiar ese estado por fuerzas impresas”, a propósito de la lectura de Principia Mate-mática de Isaac Newton, es completamente otra a la que suscita una afirmación como la del ejemplo de Stevenson. En un caso puede llevar a evitar el texto, en el otro puede ser una invitación a su encuentro.

Considérese un tercero, el de la filosofìa: “al final, la historia es el altar donde se sa-crifica la dicha de los pueblos y la felicidad de los individuos”, hipótesis medular de la Fenomenología del Espíritu de G.W. F. He-gel. Se aproxima al segundo caso en tanto la afirmación que contiene no se refiere simplemente al desarrollo de la ficción, sino al mundo. Pero no se identifica con él en tanto nuestra actitud hacia el contenido no es la de quien está ante un juicio sobre el universo (un simple y quizás indiferente “mirá vos”), sino sobre nuestro papel en él, somos nosotros los cuerpos inerciales de los que habla. Una inercia que puede ser modificada por nuestra conciencia de la

situación.Ahora bien, desde luego que no es nece-

sario que tengamos que llegar a una obra fi-losófica propiamente dicha para encontrar esta doble posición reveladora y ocultadora de la madre de las ciencias. No denostemos tan rápido los dominios ficcionales. Pode-mos plantear, para el mismo caso de R. Louis Stevenson, una tesis como “al final nos encontramos ante el absurdo de que dos personas moralmente distintas compartan una misma muerte”. Algo ha ocurrido entre la primera y la segunda formulación de El

Se debe destacar el caso lindero del ataque suicida de las reuniones dominicales, cuando al grito de ‘alguien vio esa película en la que el tipo es un fantasma sin saberlo’ produce una onda expansiva letal.

extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La clave del texto filosófico es que no

existe en estado puro, sino que es una manera de encarar los textos y el propio mundo como un texto, buscando y cues-tionando la médula de la historia perso-nal y social. Muchas veces “al final resulta que…” puede marcar no solamente el fin de un relato, sino de una lógica histórica, el hartazgo comprensivo de una repetición absurda; identificar un “al final” puede ser el comienzo de lo nuevo, de algo que no queremos saber cómo termina.(dx)

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La historia de los desencuentrosPor Alba Barbeito y José Ramos -texto-, y César Barber -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán y Buenos Aires*

LABERINTOS

Cientos, miles de tucumanos y turistas pasean cada día frente a la Casa Históri-ca. Unos la miran, otros la ignoran, todos saben que ahí adentro se declaró la inde-pendencia de nuestro país. Pero, ¿cuántos saben realmente cómo se llegó a semejan-te manifestación de autonomía? ¿Cuántos conocen las alternativas que discutían los congresales? ¿Hubo debate o el consenso primó en la casa de doña Francisca Bazán de Laguna? ¿Nos interesa la historia del Bi-centenario más allá de su celebración? ¿O más bien el “9 de Julio” nos remite al ma-nual de la primaria y al acto escolar inter-pretado por caballeros y damas antiguas?

El ser humano tiene la necesidad de co-nocer el funcionamiento del mundo que lo rodea, de aquello que le ha sido dado a través del tiempo, sus reglas, su lógica; ne-cesita comprender esas estructuras y su dinámica para poder vivir, mejorar o trans-formar ese entorno. Pero, al mismo tiempo,

hay una necesidad de conservación de ese orden de las cosas que responde a intere-ses determinados. Esas fuerzas conserva-doras tienden, en determinadas ocasiones, a anular la posibilidad de entendimiento de la lógica de las cosas y, por ende, a blo-quear la posibilidad de su transformación.

La historia es una herramienta que nos permite tener un conocimiento reflexivo de las cosas, un conocimiento sobre el de-rrotero que precedió a un resultado deter-minado. La historia es una reflexión sobre la disputa entre los hombres por la conser-vación o la transformación de lo dado en el tiempo. En tal sentido, el desinterés por una reflexión profunda de la historia de nuestra independencia que hable sobre las dispu-tas, los proyectos antagónicos que estaban en juego y la violencia no es casual y azaro-so, no es producto de una mala maestra de historia, sino que tiene una función: vedar una de las herramientas de conocimiento.

La historia es una reflexión sobre la disputa entre los hombres por la conservación o la transformación de lo dado en el tiempo.

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El 9 de julio de 1816 se nos figura como una reunión de té de señoras que, luego de hablar un buen rato, redactaron y declararon la independencia. ¿A quién puede interesarle conmemorar un té? A nadie.

Contra el consenso La historia oficial, de cuño liberal, engen-

drada por Bartolomé Mitre y funcional a un proyecto político centralizador se sustenta en mitos sobre la identidad nacional y la preexistencia de la nación. Para esa historia éramos argentinos antes de que existiera Argentina. En función de ese proyecto, la historia mitrista presentó la construcción del estado-nación como un gran consenso liberal, sin lugar para los planes distintos y los enfrentamientos de ideas diferentes. Así, el 9 de julio de 1816 se nos figura como una reunión de té de señoras que, luego de hablar un buen rato, redactaron y declara-ron la independencia. ¿A quién puede inte-resarle conmemorar un té? A nadie.

Las sesiones del Congreso comenzaron formalmente el 24 de marzo de 1816, es de-cir, que hubo casi cuatro meses de delibera-ciones para decidir si las Provincias Unidas de Sudamérica se liberaban del yugo mo-nárquico o continuaban fieles a la restau-rada corona española. Además de declarar la independencia, los 33 congresales tenían el mandato de elaborar una constitución que determinara la forma de gobierno que asumirían las provincias a partir de ese mo-

mento. República o monarquía constitucio-nal (con príncipe europeo o descendiente incaico), centralismo o confederación, eran las alternativas en disputa que caracteriza-ron a la historia de las Provincias Unidas.

El desafío está en complejizar las conme-moraciones del Bicentenario, en reflexionar sobre las posibilidades que estaban en jue-go, abandonar la historia teleológica y con-sensuada, y pensar en una historia que se construye a partir de proyectos e intereses opuestos, de encuentros y desencuentros. El presente también es disputa de proyectos. Tras los voceros de la política del consen-so o de la política sin política, se esconden intereses igual de profundos. La disputa de esos intereses es vedada en el relato histó-rico liberal actual: lo omitido es tan esencial como el motor mismo de la historia.(dx)

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Grande, augusta y sagradaPor Irene Benito -texto- y Diego Aráoz -fotografías-, desde San Miguel de Tucumán*

n estos 200 años ocurrió algo ines-perado: la independencia entró en el catá-logo de los valores en peligro de extinción. Quizá ponerlo así, en esos términos tan ecológicos, pueda resultar exagerado. Pero no: por algo el Bicentenario del 9 de Julio de 1816 aparece en el horizonte como un aniversario incómodo que hay que festejar porque no queda otra u obviar de la forma más elegante posible. Aunque con mayor presupuesto y espectacularidad, las cartas están dadas para que sea un acto más en

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la agenda oficial. Y esto significa que nadie espera consecuencias de fondo para las próximas centurias. O tal vez sí: tal vez esta coyuntura de celebraciones baladíes sea una lección para las generaciones venide-ras. No se puede festejar la independencia sin independencia.

Como si fuese un centinela abnegado de la conciencia o un agente de recuperación de créditos vulgar e implacable, el calenda-rio ha venido a recordar que este país pro-cede de un deseo de liberación. Pudiendo elegir la zona de confort de aquella época -ser la colonia del rey europeo de ocasión-, los antepasados se decidieron por una au-todeterminación que entonces era (y sigue siendo) un salto… al vacío. Sólo la costum-bre consolidada con el paso de los años puede haber convertido semejante gesta y gesto en una lámina de circunstancia. De

tanto evocar “pour la gallerie” a los congre-sales que declararon la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el acto en sí se ha convertido en una pintura pétrea y lejana. De nada vale el recuerdo del pasado que se manifiesta incapaz de iluminar el presente. Sin lustre, manteni-miento periódico, devoción y afecto trans-mitido de generación en generación, los trastos viejos terminan sepultados en el desván de la historia, que es el cementerio adonde van a parar las víctimas del olvido.

Para salvar al 9 de Julio de un destino banal no basta con apelar al valor senti-mental de la Casa Histórica. De un tiempo a esta parte, la vivienda fue vaciada de los valores que la hacían inmensa… en su sen-cillez. Entonces quedó la casa, con su facha-da de columnas y ventanas enrejadas, ca-rente del mobiliario espiritual que le da un sentido trascendente, que va más allá de las paredes gruesas y de la Sala de la Jura, único recinto original que queda en pie. No se trata, otra vez, de lo que hay adentro (el museo, los patios, las vigas), sino de lo que

De nada vale el recuerdo del pasado que se manifiesta incapaz de iluminar el presente.

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pasó afuera, en la calle, en la sociedad, en las realidades inventadas, destruidas, vuel-tas a levantar y remendadas que se han sucedido desde hace 200 años.

El opresor se reciclaLa independencia es la condición del

pensamiento crítico. Sin ella, ninguna au-tonomía resulta posible. Pero la soberanía intelectual, que propulsa la acción inde-pendiente, requiere, en cada época, de la identificación de las fuerzas que oprimen la libertad y de la decisión de ofrecer una resistencia racional, que es la única bata-lla admisible en el contexto de la civiliza-ción. La derrota del opresor no significa su desaparición: el espacio que deja vacante suele ser ocupado por otros poderes más o menos despóticos, y más o menos entrega-dos al sojuzgamiento material y moral del prójimo.

El régimen injusto que dominaba estas tierras en 1816 no ha cesado con la Decla-ración de la Independencia. Enmascarada en otras realidades y evolucionada en otras »

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formas de la iniquidad, la injusticia per-manece hasta el presente. El opresor ya no viste levita ni sombrero de copa, no habla francés ni español con acento peninsular, pero el colonialismo político, económico y cultural no ha sido superado. En todo tiem-po y lugar, alguien ejerce presión sobre otros para conseguir ventajas que hieren el principio de igualdad; alguien se vale de las debilidades ajenas para conquistar el poder y corromperlo; alguien sacrifica la ética de los medios para alcanzar fines mezquinos; alguien inflige terror para dominar; alguien quiere ser caudillo; alguien viola derechos humanos y alguien secuestra el sistema de convivencia para colocarlo al servicio de sus intereses.

Tales excesos han ocurrido una y otra vez en Argentina en los últimos 200 años. Y no

sólo durante los años del combate contra el ejército realista y de las batallas civiles previas a la sanción de la Constitución de 1853, y, a posteriori, durante la serie de in-terrupciones del orden democrático acae-cidas entre 1930 y 1983. La opresión se ha manifestado con y sin violencia, abierta o solapadamente, de infinitas maneras. La pregunta es cómo, en cada circunstancia histórica, han reaccionado los oprimidos. La respuesta es que muchas veces, más de las que se puedan contar, han triunfado el miedo, el silencio y la pasiva complicidad.

Duele más en los pudientesY en estos días escasean los próceres

dispuestos a jugarse por los valores fun-dacionales de la patria -las declamaciones abundan, desde luego-. Los hay, por su-

El miedo es la máquina que atrasa la historia. Cada vez que la independencia retrocede, se achica el porvenir.»

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puesto, pero el pueblo parece en gran me-dida atrapado por los ídolos de barro que mienten sin consecuencias, que inoculan el odio entre los congéneres, que engendran la impunidad, que se manifiestan insensi-bles frente al sufrimiento y que desprecian el Estado de Derecho. Son esos caciques los que siguen sacando partido de la depen-dencia, que desde hace ya unas décadas es eminentemente material. En un mun-do entregado al consumo y tolerante de la desigualdad, la necesidad de satisfacer demandas económicas a cualquier precio ha perfilado un ciudadano individualista, “que se salva solo”, que mira para otro lado cuando lo importuna el espectáculo atroz de la injusticia, que se da vuelta según el postor, y que se rebaja a cambio de bienes fungibles y fugaces. Este heredero de los di-putados Pedro Miguel Aráoz y José Ignacio Thames es una pieza funcional a los abusos de poder que afean y atribulan el presente.

La falta de autonomía no es un pro-blema exclusivo de los que menos tienen sino un fenómeno que alcanza a las capas medias y altas de la sociedad. Y allí es don-de sus efectos producen los dolores más profundos: ¿puede exigírsele valentía al desposeído? ¿Puede pedírsele un gesto de resistencia a quien se ve obligado a la su-pervivencia cotidiana? ¿Puede demandarse pensamiento crítico al que está privado de salud, de educación y de trabajo? Siempre habrá hombres y mujeres independientes incluso entre los más postergados y desva-lidos, pero la lógica indica que la capacidad de proveer lo necesario para una vida digna es lo que hace nacer y explica el deseo de autonomía. Por eso resulta desesperante ver la dependencia del que nada tiene, pero más duele observarla en quienes podrían ser soberanos pero, como en el mito de la caverna de Platón, prefieren vivir las som-bras imperfectas de la libertad.

En todo tiempo y lugar, alguien ejerce presión sobre otros para conseguir ventajas que hieren el principio de igualdad.

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Qué queda de lo que pasóEl miedo es la máquina que atrasa la

historia. Cada vez que la independencia retrocede, se achica el porvenir. Los alinea-mientos automáticos y especulativos que hacen la vista gorda han sido perjudiciales porque sólo la crítica honesta, que a menu-do consiste en algo tan simple como decir lo que se piensa aunque no sea lo que el interlocutor quiera escuchar, previene el maniqueísmo esotérico y el triunfo de los discursos basados en el pensamiento má-gico. Sólo la posición independiente y la de-nuncia de los desvíos ponen freno a la tira-nía que Domingo F. Sarmiento entrevé en la esencia de la vida argentina: en Facundo, el sanjuanino ilustre advierte el predomi-nio de la fuerza brutal; la preponderancia del más fuerte; la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan; la jus-

ticia administrada sin formas y sin debate.Celebrar la independencia supone exal-

tar la virtud que hace al magistrado. El sabio italiano Piero Calamandrei la define como el principio institucional en virtud del cual, en el momento en el que el juez juzga, se siente libre de toda subordinación jerárquica: “es un duro privilegio que impo-ne a quien lo disfruta el valor de responder de sus actos sin esconderse tras la pantalla cómoda de la orden del superior”. En otros órdenes, la independencia se materializa con el mero cuestionamiento del statu quo o con la sencilla capacidad de formular una pregunta incómoda, que es la posición propia de quienes razonan por sí mismos; desconfían de los estereotipos y prejuicios, y buscan la verdad aún a sabiendas de que esta tiene tantas caras como ojos se ani-men a escrutarla.

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Pero también es el corazón del perio-dismo: sin honestidad intelectual, la in-formación queda contaminada de sesgos peligrosos. Y el espacio público se llena de rumores, versiones y propagandas, que in-ducen una y otra vez a conclusiones equi-vocadas. No se trata de reivindicar una objetividad que no existe, sino de admitir una subjetividad que encuentra límites en los hechos y en la ética, y que se exterio-riza en una suerte de pacto implícito con el lector o la audiencia en cuestión. Este convenio tácito es la única militancia que el periodismo puede admitir: más allá de ello comienzan los confines de la ficción, con sus novelas, cuentos y versos al servi-cio de toda clase de perversiones y planes hegemónicos.

La independencia es el punto de partida del pluralismo. Para quien piensa distinto no hay nada mejor que otro que piensa

distinto porque la diferencia enriquece la paleta de matices. Esa mano tendida ha-cia las minorías latía de algún modo en la emancipación del Siglo XIX: por algo el Congreso de Tucumán dispuso que su de-claración final fuese traducida al quechua y al aymara. Como en toda nación naciente -el pleonasmo está justificado-, había en los congresales fundadores un espíritu de solidaridad y de colaboración que, aún en la discrepancia sobre la organización que debía darse al país, les permitía soñar con un destino de grandeza.

A 200 años de esos hechos, hay que preguntarse qué queda de los anhelos que inspiraron las discusiones sobre el grande, augusto y sagrado objeto de la independencia.

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A 200 años de esos hechos, hay que pre-guntarse qué queda de los anhelos que inspiraron las discusiones sobre el grande, augusto y sagrado objeto de la indepen-dencia, como los diputados denominaron a su cometido. Entonces había que tener coraje para pararse frente al gigante que amenazaba a la distancia. Pero un futu-ro de libertad se abría como recompensa después de tres siglos de cadenas. Si por un momento fuese posible imaginar las in-quietudes y las dudas de esos representan-tes reunidos en Tucumán, su decisión re-cobraría la magnitud utópica que tuvo en 1816. Luchaban contra fuerzas poderosas para gozar de los beneficios de la libertad y legarla a la posteridad. Ese proyecto no ha terminado. La emancipación de las opresio-nes contemporáneas sigue siendo un desa-fío central para el progreso y la prosperidad colectivos. Los festejos del Bicentenario se perderán en la noche de los tiempos si desoyen la voz que se alza desde la Sala de Jura. Ese grito clama por una recuperación de la independencia, por una conciencia que la salve del peligro de extinción.(dx)

NotasLas imágenes que acompañan este texto pertenecen a la serie Famaillá. 2008-2014, del fotógrafo Diego Aráoz. Tapa: Réplica de la Casa Histórica. Interior: Estatua de José de San Martín, Escultura Granadero de San Martín en la entrada de la réplica del Cabildo de 1810, Alto relieve alegórico de la Batalla de Tucumán del 24 de Septiembre de 1812, Detalle de la escultura de Cornelio Saavedra, Réplica de la Pirámide de Mayo, Placa conmemorativa del Bicentenario de 1810 y Réplica del Cabildo de 1810 sobre la ruta 38. Escudo cacerolero, y Escudo de la República Argentina y de la Provincia de Tucumán en el Puente Lucas Córdoba pertenecen a un trabajo en proceso.

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Puede que allá veamos la luzPor Laura Rossi -texto-, desde Rosario (Santa Fe) y Leo Miranda -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

CALIGRAFÍAS

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En el prólogo1 al Facundo de Sarmiento, Borges dice que si lo hubiéramos canoniza-do como libro ejemplar, “otra sería nuestra historia y mejor”. Borges no nombra al otro, al canonizado, pero no hace falta: Martín Fierro se hace presente en esa omisión.

Los personajes centrales de ambos li-bros, sin embargo, representan la barbarie, la encarnan en sus fibras más hondas. ¿Por qué, entonces, nuestra historia ‘sería mejor’ si hubiéramos privilegiado al Facundo en lugar del Martín Fierro?

Un telar de desdichas2

La historia de Martín Fierro es una sinéc-doque: en la vida de un gaucho, Hernández pretende representar la de todos. Fierro es un gaucho “bueno” que se vuelve “malo” porque, en virtud de las adversidades de las que es víctima, decide encarnar la imagen que los otros tienen de él. En este contex-to, Cruz y el viejo Vizcacha pueden leerse como variantes posibles de esa figura más

o menos estable de gaucho que Hernán-dez construye. Porque no debemos olvidar esto: Martín Fierro es una construcción de escritura, una versión edulcorada (sobre todo, en la segunda parte) de la vida de un hombre que, aun siendo víctima de innu-merables injusticias, termina diciéndole a sus hijos que deben callar y obedecer, sin importar qué tan corruptos sean los meca-nismos que ponen en juego las leyes.

El texto de Hernández funciona, de este modo, como un dispositivo que da al lector urbano una ilusión: estas cosas les pasan a los gauchos, por eso son como son y hacen las cosas que hacen. El gaucho es un “otro” cuya presencia el texto naturaliza pero no ampara.

Sin embargo, si “la nuestra es una histo-ria de individuos y no de masas”, como afir-ma Borges en el mismo prólogo, un libro como Facundo debería habernos interpela-do con más fuerza. De hecho, lo hizo para quienes supieron leerlo de ese modo.

No elegimos la barbarie con la canonización del Martín Fierro: elegimos la mirada que calma, la que no agita las contradicciones que anidan en la dicotomía ‘civilización o barbarie’.

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Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte3

Quizás una de las mayores habilidades del Sarmiento escritor haya sido vislum-brar el potencial histórico que ciertos per-sonajes contemporáneos a él iban a tener en el futuro. Facundo Quiroga es uno de ellos. No es el gaucho, en tanto tipo social, lo que le interesa mostrar a Sarmiento: es la barbarie en su máxima expresión.

El Facundo de Sarmiento también es una construcción. Es un personaje cuya anima-lidad lo desborda; salvaje, roza lo sobrena-tural. A través de su figura, Sarmiento in-tenta dilucidar la de otro caudillo de difícil abordaje: Juan Manuel de Rosas, el bárbaro que puede pasar por civilizado, que logra fundar un sistema basado sobre sí mismo haciéndole creer a todos que es federal. Las contradicciones que Sarmiento percibe en Rosas lo sacan del centro de la escritura y ponen allí al que puede encarnar la barba-rie sin fisuras.

Si Martín Fierro y Facundo representan la barbarie, ¿cómo la elección de uno u otro podría haber cambiado nuestra historia? La respuesta, quizás, esté en el gesto. He-mos canonizado un libro que muestra una barbarie moderada, casi bucólica, y no el que la aborda de manera descarnada, con el propósito de explicar “la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo”4. Facundo intenta desentrañar lo que somos; Martín Fierro, en cambio, es un “otro” que la escri-tura cristaliza en su diferencia.

No elegimos la barbarie con la canoniza-ción del Martín Fierro: elegimos la mirada que calma, la que no agita las contradic-ciones que anidan en la dicotomía “civili-zación o barbarie”. Si hubiéramos elegido al Facundo, habríamos elegido mirarnos de frente y aceptarnos con todas nuestras contradicciones. Quizás todavía estemos a tiempo.(dx)

Notas(*) Canto XIII, Martín Fierro. “La suerte nos dejó aflús / puede que allá veamos luz / y se acaben nuestras penas”.1. Borges, J.L. Prólogo en Sarmiento, Domingo F. Facundo. Emecé, Buenos Aires, 1999. 2. “Es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve”, Canto XII. Hernández, José. Martín Fierro. De los cuatro vientos ediciones, Buenos Aires, 2004.3 y 4. Sarmiento, Domingo F. Facundo. Emecé, Buenos Aires, 1999. Pág. 25.

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Alberdi, el imprescindible de siemprePor Mercedes Colombres -texto-, desde la Ciudad de Buenos Aires, y Jorge Missart -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

CALIGRAFÍAS

Siempre pienso que si apareciera un gigantesco tsunami y sólo pudiese salvar un libro de la biblioteca, elegiría alguno de Juan Bautista Alberdi (1810-1884), autor incombustible que hoy parece estar más vi-gente que nunca en el debate público.

¿Por qué Alberdi, y no Borges, Cortázar, Perón? Básicamente porque ninguno de ellos, ni siquiera (el para mí nada admira-do) Perón, habría surgido si mucho antes Alberdi no hubiese sentado “las bases” del país en el libro homónimo.

A Alberdi le debemos una de las consti-tuciones más modernas de su tiempo, de corte liberal en el orden económico y polí-tico, y superadora de los enfrentamientos entre federales y unitarios. También una moderna legislación que abrió las puertas a la legión de inmigrantes que, con sus co-nocimientos, cultura y ansias de progreso, ayudó a cimentar el despegue de Argenti-na. Alberdi fue uno de los primeros en ad-vertir que el estatismo heredado de la colo-nia española era una de las peores trabas para el desarrollo de la América emancipa-da. Y Alberdi fue quien, en su tesis doctoral y 100 años antes del surgimiento de los acuerdos de libre comercio, explicó la ne-cesidad de una unión comercial aduanera continental.

A otro tucumano ilustre, José Ignacio García Hamilton, adeudamos la divul-gación y reivindicación del pensamiento alberdiano. García Hamilton, autor de la

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biografía Vida de un ausente (1993), recor-dó que el padre de la Constitución de 1853 creía que había que obtener por el trabajo y la producción lo que antes se obtenía por la guerra. Ese objetivo inspira la incorpora-ción de los principios de defensa de la ini-ciativa individual, propiedad privada, liber-tad de cultos, división de poderes, igualdad ante la ley, vigencia de la juricidad y fomen-to de la inmigración.

Según García Hamilton, Alberdi fue también un gran impulsor de la educación técnica. “Señaló que no era suficiente ense-ñar al pueblo argentino las primeras letras, sino que era necesario darle una educación técnica: el período de productividad y pro-greso que se avecinaba requería formar trabajadores que supieran labrar la tierra y hacer pozos de agua, y artesanos que pudieran construir caminos, puentes y fe-rrocarriles. Más que abogados o filósofos, precisamos ingenieros, geólogos y natura-listas”, decía el pensador.

Concluido el enfrentamiento armado entre federales y unitarios en Caseros, Al-berdi se puso a escribir sobre las ideas que lo desvelaban. El resultado de ese empeño es la obra que publicó en Chile, en 1852, con el título Bases y puntos de partida para la organización política de la República Ar-gentina. La Convención Constituyente san-cionó finalmente la Carta Magna tomando como modelo Las Bases alberdianas. Sin

embargo, recuerda García Hamilton, Al-berdi recién regresó al país en 1879, tras 41 años de ausencia. “Era ya una figura le-gendaria y arrastraba algo los pies cuando ingresó al edificio del Congreso de la Na-ción para acreditarse como diputado por Tucumán. Dos años después, en 1881, viajó hasta Rosario y, al ver los silos del puerto llenos de trigo cosechado por laboriosos inmigrantes italianos y españoles, com-probó que sus viejos sueños de Valparaíso habían empezado a cumplirse: los cereales se exportaban, las instituciones funciona-ban, los caudillos se habían extinguido, y el trabajo y las libertades elevaban al mundo su canto de esperanzas”, evoca el escritor.

En la víspera del Bicentenario de la Inde-pendencia, y mientras muchos pelean por instituciones y modelos extractivos que no tienen nada que envidiar a los de la época colonial, se hace más necesario que nunca reivindicar la figura de este tucumano im-prescindible que pagó con un largo exilio su defensa de la libertad.(dx)

En 1881, Alberdi viajó hasta Rosario y, al ver los silos del puerto llenos de trigo cosechado por laboriosos inmigrantes italianos y españoles, comprobó que sus viejos sueños de Valparaíso habían empezado a cumplirse.

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María Soledad AbrilNombre: El rito, último escenarioTécnica: tinta sobre papel página de contacto

DIXI EXHIBE

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Más que un deseoPor Verónica Juliano -texto- y Lula Tiboldo -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

HIPÓTESIS

Vivimos en un tiempo profundamente memorial. De manera recurrente, orienta-mos nuestra mirada hacia el pasado para hallar, en él, las claves que nos permitan desentrañar la dinámica de un presente complejo, cambiante, atravesado por múl-tiples contradicciones.

El creciente interés por conocer nuestra historia reciente y remota se enciende en cada polémica escenificada en los medios masivos de comunicación; se hace vigente en publicaciones de toda índole (literario, político, filosófico, sociológico, historiográ-fico, humorístico), e, incluso, se manifiesta en la producción artística que, desde un lugar creativo y sensible, aporta también a la recuperación de los sentidos históricos.

De manera tal que la reflexión acerca del Bicentenario de la Independencia encuen-tra su razón de ser en este impulso crítico y revisionista, propio de la época, que nos atañe a todos.

Nos preparamos para celebrar los 200 años de la declaración más importante que, acaso, cualquier pueblo pueda proclamar: nuestra independencia. La afirmación de nuestra soberanía. La convicción de nues-tra autonomía. El profundo (y estratégico) deseo de abrazar la libertad y de profun-dizar la lucha contra toda fuerza opresiva (propia y ajena). El 9 de julio de 1816, des-de Tucumán, se esparcieron estas semillas que persisten en la tozuda esperanza de un fruto fecundo.

Maestra invencibleHacia el primer Centenario, en pleno

proceso de consolidación del estado na-cional, se hizo imperativa la integración social. La principal búsqueda estribó en el afianzamiento de una identidad capaz de amalgamar, en un sentir común, la extre-ma diversidad constitutiva del “ser argen-

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tino” y forjar fuertes lazos de pertenencia. El 9 de julio 1916, se asumía el desafío de transformar, en materia homogénea, nues-tro multiforme y babélico cuerpo social.

Así pues, la historia nos regala dos mara-villosos emblemas que se resisten a perma-necer adormecidos en los prolegómenos de nuestro Bicentenario: independencia e integración social. El primero de ellos, como base inalienable para todos y cada uno de nuestros actos, tanto de la vida pública como privada. El segundo, como forma de vida en un orden que se precie, con justeza, de ser igualitario.

Ser independientes es abrazar la libertad como valor supremo de nuestra existencia y no resignar un milímetro de su inmensa vastedad; constituye una declaración de principios; es un pacto que renovamos dia-riamente, sobre todo, cuando tomamos de-cisiones elementales, libradas de cualquier tipo de condicionamiento. Estar integrados resulta de la comprensión cabal y de la asimilación consciente de que el recono-cimiento y la valoración de la diversidad es lo que propicia los más enriquecedores

intercambios, y estimula la expansión y el crecimiento individual y social.

La historia es una maestra que nunca claudica. Jamás cesa de dejarnos esas mi-guitas que sirven como rastro para volver a casa, aun cuando el viento las disperse, aun cuando algo (o alguien) las fagocite. Si del presente viajamos hacia el pasado para buscar indicios que nos permitan en-tendernos mejor y proyectar un futuro pro-misorio, hagamos que el paseo por nuestra historia no sea vacuo. Que nos permita retornar con el corazón henchido para ce-lebrar con orgullo lo que hasta aquí hemos conseguido; con perspectivas renovadas para seguir construyendo una sociedad más justa; y, fundamentalmente, con el de-seo encendido para fatigar el camino nun-ca concluso de la emancipación.(dx)

La historia es una maestra que nunca claudica. Jamás cesa de dejarnos esas miguitas que sirven como rastro para volver a casa.

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Vivamos ahoraPor Graciela Colombres Garmendia -texto- y Lucas Craig -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

“La próxima edición de DIXI (He dicho) va a estar dedicada exclusivamente al Bi-centenario”. Primero, desilusión; después, desinterés. Como si cupido hubiese tirado un flechazo en mi dirección y yo, sin mucho esfuerzo, hubiese movido el torso para evi-tar el impacto. Paso.

Qué ilusa de mi parte el creer que podía escaparme de una consigna cuando escri-bo en una revista que se llama “He dicho”. Y ellas habían dicho, y repetido unas 10 veces, que esperaban mi texto.

Es que a mí, con un poco de vergüenza y con mucho de sinceridad, no me atrae el asunto de los 200 años de la Declaración de la Independencia. La vergüenza viene de que yo sé que la historia es importan-te: recuerdo haberme sorprendido en mis épocas de estudiante al comprobar cómo todo se volvía cíclico y cómo la expresión “hay que conocer el pasado para no repetir los errores en el futuro” se convertía más en premisa que hipótesis.

Y, aún así, siento que no tengo nada que decir acerca del Bicentenario. Que no es lo mismo que afirmar que no tengo nada que leer al respecto, pero, por caprichos del destino, de la casualidad y de mis amigos, suelen caer en mis manos otro tipo de li-bros. Y en esta edición de DIXI (He dicho) admito con coraje que en la sala de espera de mi biblioteca El gran Gatsby está antes que Facundo.

Quizás sea porque pertenezco a una ge-neración desencantada con las revolucio-nes Francesa y Cubana; con las promesas de cambio; con la reforma universitaria; con el sistema democrático. Quizás tam-bién haya demasiadas urgencias: mucho para ver, leer y escuchar en aras de com-prender lo contemporáneo. Siento que, en esa construcción del hoy, el pasado queda pisado o relegado para el futuro, como todo lo que no llegue a concretar en este presente.

Claro, eso es, yo vivo en el ahora. Me inte-resa más cuidar el medio ambiente, luchar por los derechos de las minorías, crecer en todos los aspectos personales, conocer gente nueva, y disfrutar del sol, del aire y del agua. Eso sería hacer de este mundo el mejor lugar posible, dentro de mis posibili-dades. Como seguro también lo hacían los congresales de 1816, o así me gusta pensar-los a ellos y pensarnos a nosotros. Ayer, hoy y siempre, ¿qué más puede interesar que hacer de este un mundo más hermoso? (dx)

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Desear no cuesta nadaPor Laly Rosales -texto-, y Alejandro Nicolau -ilustración-, desde San Miguel de Tucumán*

Es casi imposible pensar un deseo para dentro de 100 años. Cuando pienso en los próximos 100 años, lo primero que se me ocurre es que ninguno de mis afectos va a existir.

Pienso que lo único seguro que tengo hoy es el vino blanco que disfruto mientras escribo, y esta pantalla que traduce mis pensamientos en palabras de carne y hueso.

Pienso que el aquí y el ahora se han vuel-to mi bandera. Porque sé que la vida cambia en un clic, en un vistazo al informe del labo-ratorio, en la vuelta de la próxima esquina.

Pienso que, con los años, se ha vuelto im-prescindible decir lo que siento cuando lo siento, de la manera en la que me sale porque estoy segura de que será la mejor manera.

Pienso que imaginar un deseo para el Tricentenario es una tarea utópica, pero sé que hay cosas que quisiera que se salven de la máquina trituradora del tiempo.

Que la música transporte a las genera-ciones venideras adonde quieran, quizás a este momento o a los años 80; que todavía escuchen a John Lennon, a Pedro Aznar y a Charly García.

Que la literatura los haga soñar y sen-tirse acompañados; que Cortázar, Borges y Galeano sigan vivos en la cabeza de sus lectores.

Pienso que imaginar un deseo para el Tricentenario es una tarea utópica, pero sé que hay cosas que quisiera que se salven de la máquina trituradora del tiempo.

HIPÓTESIS

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Que una pintura los conmueva: los ha-gan ver más allá o más acá de lo evidente.

Que la justicia se haya impuesto a la injusticia, que el agua no sea motivo de guerras, que los mares nos unan, que los límites desaparezcan.

Que las libertades sean respetadas y que las ideologías evolucionen hacia un fin co-mún último: la paz humana.

Que los árboles sigan dando sombra; que el cerro todavía sea el mejor lugar para ver la mejor luna tucumana.

Que los amantes se miren a los ojos y la tecnología no los separe. Que los abrazos sean reales y no virtuales.

Que el Estado de Derecho venza a la vio-lencia; que el diálogo derrote a las armas; que el pueblo no se canse de buscar res-puestas.

Que nuestros errores hayan valido la pena. Que los niños no sepan lo que

es mendigar y que no haga fal-ta gritar “¡ni una menos!”.

Que la risa sea un valor en alza y la bicicleta, emblema ambiental de un planeta que no se hipoteca.

Que los hombres y mujeres no rivalicen por pensar distinto.

Que la familia esté en pie y que los vín-culos afectivos sean más importantes que las formas.

Que el asado y el vino sigan siendo ex-cusas para la celebración y el reencuentro.

Que la libertad de expresión vuele cada vez más alto. Que la diversidad no llame la atención.

Que los niños, los abuelos y las rayuelas vuelvan a las veredas.

Que Tucumán esté a la altura de las fun-ciones que le dio la historia: ser el Jardín de la República y la Cuna de la Independencia.(dx)

“A menudo recordamos que nada de lo que hagamos hoy y ahora importará en un millón de años. Pero si eso es verdad, entonces, y en virtud del mismo razonamiento, nada de lo que vaya a importar en un millón de años es importante ahora. En particular, no importa hoy que en un millón de años nada de lo que hagamos ahora será importante. Más aún: incluso si lo que hacemos hoy fuese importante en un millón de años, ¿cómo podríamos hacer para evitar que nuestras preocupaciones del presente no sean absurdas en el futuro? Si el hecho de que sean importantes hoy no es suficiente para orientar nuestra acción, ¿de qué manera podría ayudar el hecho de que sean importantes dentro de un millón de años?”.Thomas Nagel, Mortal Questions (1979)

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Celebremos el ‘joie de vivre’Por Ana Nores -texto- y Cecilia Gallardo -fotografías-, desde San Miguel de Tucumán*

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Antoine Bruguerolle vive de mirar las ciudades y de animar a sus habitantes a cuidarlas, a mejorarlas, a conservarlas y, si corresponde, a transformarlas también. Como buen francés, toma nota al mismo tiempo de cuestiones materiales e inma-teriales: de los edificios, pero también de sus ambientes y de los ciudadanos que los frecuentan. Y si bien en San Miguel de Tucumán el calendario impone festejar un Bicentenario con numerosas dudas y frus-traciones arquitectónicas y urbanísticas (en cuanto a la preservación del patrimo-nio antiguo y el modelo de ciudad preten-

En Tucumán sentí, sobre todo, una enorme calidad humana, el ‘joie de vivre’, el saber vivir que hay que celebrar en tanto contacto virtuoso entre seres humanos que también hace a la ciudad.

dido), Bruguerolle sale con una invitación inesperada: “aquí advertí una capacidad de gestión y una calidad de vida muy intere-santes. Pero, sobre todo, sentí una enorme calidad humana, el ‘joie de vivre’, el saber vivir que hay que celebrar en tanto con-tacto virtuoso entre seres humanos que también hace a la ciudad. Esa capacidad de albergar y de recibir es lo que llamo la ‘sustancia patrimonial’ de autenticidad e integridad. No es sólo importante la facha-da, sino que todo el edificio hable y, espe-cialmente, la gente que allí nos recibe”.

Por supuesto, la concepción de un pro-yecto colectivo sigue siendo la gran deuda interna. Hasta el experto de la Unesco -que se niega a producir definiciones terminan-tes a partir de visitas fugaces- detecta esa carencia. “Un diagnóstico requiere tiempo, medios adecuados y una metodología. La mirada que puedo ofrecer sobre el patri-monio construido en Tucumán es parcial,

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pero tengo la impresión de que hace falta que los especialistas de la preservación ar-quitectónica y el urbanismo, los técnicos y los políticos trabajen juntos para construir un proyecto coherente y duradero”, obser-va Bruguerolle, que visitó esta capital en abril de 2015, junto a la arquitecta María López Díaz, para dictar un seminario sobre restauración de edificios patrimoniales. Esa actividad organizada por el Colegio de Ar-quitectos de Tucumán incluyó un recorrido por las dos casas Nougués (Plaza Indepen-dencia y San Pablo), el Jockey Club, la casa Rougés, el Instituto Miguel Lillo, la Socie-dad Española, la Sociedad Francesa, la casa Farah Apas (Maipú y San Juan), la Casa de Gobierno y el Museo Timoteo Navarro.

Por supuesto que los problemas econó-micos repercuten en la degradación del patrimonio, que sufre la falta de manteni-miento. Pero el arquitecto especializado en edificios de los siglos XIX y XX matiza que, además del aspecto económico, existe una cuestión central: “cuando se emprende un proyecto, incluso si hay pocos medios, hay

que ir hasta su sentido último. Para evitar errores, es necesario desarrollar estudios, poner mucho conocimiento y compren-sión, de modo que podamos arribar a un análisis transversal de las dificultades. El patrimonio es para la gente y el desafío consiste en encontrar un equilibrio entre todos los actores que intervienen”.

Se busca políticos sensiblesCon sus ojos extranjeros, Bruguerolle ad-

vierte que Tucumán tiene una gran riqueza y potencial económico para hacer obras y po-ner en valor su patrimonio: “pero considero que esa abundancia no está debidamente aprovechada. La oficina de Turismo tiene una hermosa sede y también hay edificios valiosos en la periferia de la ciudad. El Merca-do del Norte es otro ejemplo: se trata de una realización bellísima de los años 30, que se vive con intensidad y posee un decidido valor económico. Si se lo rescata, será importante porque ese edificio presenta una dimensión patrimonial, social y de intercambios huma-nos, que va más allá de lo comercial”. »*A

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Cuando se demuele un edificio se pierde algo que no se puede recuperar. Antes de derribar una casa hay que preguntarse qué se termina con ella.

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También reflexiona sobre la piqueta que ha pasado a mansalva e implacablemente por la provincia en los últimos 100 años. Al respecto, el especialista dice lo obvio, que, sin embargo, no por obvio hay que darlo por sentado o asumido: “cuando se demue-le un edificio se pierde algo que no se pue-de recuperar. Antes de derribar una casa hay que preguntarse qué se termina con ella”. Bruguerolle precisa que no se trata de conservar por conservar, sino de conservar con un norte. Por ejemplo, el desarrollo del turismo. Por ejemplo, el valor cultural. En cualquier caso, la determinación de esos conceptos implica un desafío para la po-lítica. El arquitecto francés subraya la ne-cesidad de que haya un portavoz de esta preocupación, un mediador, un animador permanente de los foros de debate y de los ámbitos de decisión con sensibilidad para avizorar una ciudad viva, que influya e in-teractúe con los proyectos de vida de sus habitantes.(dx)

¡PLUS!Por qué Antoine BruguerollePorque la mirada externa aporta y

complementa. Porque a esta publica-ción le preocupa e interesa el debate sobre la identidad arquitectónica de Tucumán, y la valoración adecuada del patrimonio existente. Porque el Centenario de la Declaración de la In-dependencia fue la hora de los grandes edificios, y de la planificación ambi-ciosa y aspirante de la capital. Porque Bruguerolle tiene una perspectiva op-timista de las cosas como corresponde a un interesado en la recuperación de sitios de interés patrimonial. Pese a lo mucho destruido, todavía quedan oportunidades para salvar los edificios que hacen a la esencia de nuestra co-munidad.

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