discurso p. luis f. ladaria sj
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LECCIÓN MAGISTRAL
FONS ET ORIGO. MONOTEÍSMO Y “MONARQUÍA” DEL PADRE
PADRE LUIS F. LADARIA
Dios es uno y único. La unidad y la unicidad de Dios se implican mutuamente. El
cristianismo se entiende a sí mismo como una religión monoteísta y se sabe, en este punto, en
continuidad con la religión de Israel. El Islam se entiende también a sí mismo como monoteísta,
más aún como la religión que ha restituido el monoteísmo a su primitiva expresión, y que,
corrigiendo las desviaciones de judíos y cristianos, ha vuelto a la justa interpretación de la
revelación a Abraham. Se habla así de los tres monoteísmos, pero no han faltado críticas muy
radicales y fundadas a esta expresión, si tenemos en cuenta las diferencias profundas que separan
a estas tres religiones1 . No es mi intención ahora volver sobre estas cuestiones. Quisiera
solamente reflexionar acerca de la originalidad de la noción cristiana de Dios a partir de la
revelación neotestamentaria de la paternidad divina.
En su convicción de que Dios es uno y único los discípulos de Cristo no han renegado,
como tampoco en tantos otros puntos, de sus raíces en el antiguo Israel. Sabemos que no fue fácil
para los israelitas llegar a la confesión clara y diáfana de la unidad y de la unicidad divinas. En el
libro del Deuteronomio y en los profetas, las tristes experiencias del exilio y de la destrucción del
templo han dado origen a una reflexión profunda: también en la desgracia y en la desolación, el
Señor no abandona a su pueblo y sigue manteniendo las riendas de la historia. No es posible que
otros dioses sean más poderosos que Yahvé. Esto quiere decir que, simplemente, estos dioses no
existen. Del único Dios para Israel, del Dios que protege al pueblo, se pasa a la confesión del único
Señor de todo el universo, el único Dios que existe, el que todo lo ha creado y lo gobierna. El Dios
de Israel es, simplemente, “Dios”. De ahí vienen las inequívocas y explícitas formulaciones acerca
del único Señor del cielo y de la tierra, el creador del universo y de todo lo que en él se encierra:
«…El Señor es el único Dios y no hay otro fuera de él… Así pues, reconoce hoy, y medita en tu
corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra, no hay otro»
(Dt 4,35.39). «Escucha Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo» (Dt 6,4). Lo universal
va adquiriendo la primacía sobre lo particular o nacional. «Ningún dios termina mereciendo
respeto y adoración si no es soberano, si no es único, si no es Dios»2.
1 Cf. R. Brague, Para acabar de una vez con los «tres monoteísmos»: Communio 4 n.e. (2007) 33-‐49. 2 O. González de Cardedal, Dios, Salamanca 2004, 114.
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Ecos semejantes se pueden escuchar en pasajes del Deuteroisaías, sin que falten alusiones
al motivo de la revelación del nombre de Dios en el Éxodo (cf. Ex 3,14):
Vosotros sois mis testigos – oráculo del Señor -‐ y también mi siervo, al que yo escogí, para
que sepáis, y creáis y comprendáis que yo soy Dios. Antes de mí no había sido formado
ningún dios, ni lo habrá después. Yo, yo soy el Señor, fuera de mí no hay salvador. Yo lo
anuncié y os salvé; lo anuncio y no hubo entre vosotros dios extranjero. Vosotros sois mis
testigos –oráculo del Señor -‐: yo soy Dios. Lo soy desde siempre, y nadie se puede liberar de
mi mano (Is 43,10-‐13)3.
Lo que en el Antiguo Testamento fue el resultado de un largo proceso es para los primeros
cristianos un hecho evidente. El Nuevo Testamento se va a mantener fiel a esta enseñanza. No
puede haber duda al respecto. Jesús mismo hace referencia explícita a Dt 6,4, el famoso “Escucha
Israel”, que acabamos de citar, en Mc 12,29: «Respondió Jesús: “El primero [mandamiento] es:
‘Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor tu Dios…’”» (cf. 12,32).
También en boca de Jesús encontramos en el evangelio de Juan afirmaciones explícitas de la
unicidad divina: «¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la
gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44); «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios
verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). No faltan otras afirmaciones de la unicidad de Dios
en el resto del Nuevo Testamento: Rom 3,30; 1Tim 2,5; Sant 2,19. Y sobre todo el texto capital
para nuestro actual propósito: «Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede
todo y para el cual somos nosotros, y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe todo y nosotros
por medio de él» (1 Cor 8,6). El Dios único que el Nuevo Testamento anuncia y proclama, en
continuidad con el Antiguo es el Padre, en concreto el Padre de nuestro Señor Jesucristo (cf. 2 Cor
1,3; Ef 1,3; Col 1,3; 1 Pe 1,3). La continuidad con el Antiguo Testamento es clara. La unicidad
divina se afirma en uno y en otro testamento. Por lo demás también el Antiguo Testamento
conoce la paternidad divina. Pero a la vez resulta evidente que la continuidad no es el único
aspecto de la relación entre ambos testamentos. También la discontinuidad y la superación se han
de tomar en consideración. Superación que aparece muy evidente en el caso que nos ocupa de la
paternidad divina.
3 Is 44,6-‐8: «Yo soy el primero y el último, fuera de mí no hay dios. ¿Quién es como yo? […] ¿Hay un dios fuera de mí? ¡No hay otra roca! No la conozco»; 45,5-‐6: «Yo soy el Señor y no hay otro, fuera de mí no hay dios […] no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro»; cf. también 42,8; 45,18-‐19.21; 46,9. Afirmaciones que encuentran su preludio en Jer 32,27: «Yo soy el Señor, el Dios de todos los seres vivos, y nada me resulta imposible»; cf. también 31,35; 32,17.
3
Ya desde el punto de vista de la cantidad es clara la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento: mientras en el primero nos encontramos con apenas catorce textos que nos hablan
de Dios como Padre, en el segundo son varios centenares, 261 para mayor precisión, de los cuales
141 en el corpus iohanneum. Pero este detalle cuantitativo, sin duda importante, no es el más
significativo. En el Antiguo Testamento Dios es sobre todo el padre del pueblo de Israel, y a partir
de esa paternidad “general” se llega a la afirmación de esta relación con personas concretas, el rey,
el justo. En el Nuevo Testamento el proceso es justamente el inverso: Dios es, ante todo y sobre
todo el Padre de Jesús; y este es el “Hijo” por antonomasia, cabeza y principio de la humanidad
nueva. El título de Padre de Jesús, que lo ha resucitado de entre los muertos, queda
definitivamente incorporado a la confesión de Dios de los discípulos de Cristo. Solo partir de este
último, por la fe en él y por el don de su Espíritu, los discípulos son también hijos de Dios y pueden
y deben invocar a Dios como “Padre nuestro” (cf. Mt 6,9; cf. Lc 11,2)4. Y esta paternidad, en pocos
pero significativos pasajes, se abre a una dimensión universal: «Por eso doblo mis rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda paternidad en cielo y en la tierra» (Ef 3,14-‐15). «Un Dios, Padre
de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos, y está en todos» (Ef 4,6). El Dios uno y
único de Israel se revela como Padre de modo nuevo y único en cuanto aparece como Padre de
Jesús, su Palabra eterna. El Dios uno y único del Nuevo Testamento es el Padre de Jesús y es
también nuestro Padre. El monoteísmo adquiere una dimensión nueva y aun desconcertante si
tenemos en cuenta que el mismo Nuevo Testamento nos dice con claridad que Jesús, el Hijo, es
también “Dios” (cf. Jn 1,1; 20,28: Heb 1,8; también Rom 9,5; Tit 2,13; 2 Pe 1,1). Evidentemente
aquí se produce una cesura radical con todo lo que precede. A la confesión de Dios Padre, único
Dios verdadero, se une la de Jesucristo, su enviado (cf Jn 17,3). Aquí nos viene al encuentro la
novedad fundamental.
De un modo muy gráfico la ha puesto de relieve Joseph Ratzinger-‐Benedicto XVI en el
primer tomo de su Jesús de Nazaret. Cita el libro de Jacob Neusner, A Rabbi talks with Jesus, y
reproduce el diálogo que el estudioso hebreo, que finge haber seguido un día a Jesús y escuchado
su sermón del monte, tiene con el rabino con el que confronta sus experiencias; el actual Papa
emérito hace luego su comentario personal:
«Él: “¿qué es lo que ha dejado de lado?” Yo: “Nada”. Él: “¿Y qué es lo que ha añadido?”. Yo:
“A sí mismo”». Este es el punto central del “espanto” del hebreo observante Neusner frente
al mensaje de Jesús y es el motivo central por el que no quiere seguir a Jesús y permanece
4 Cipriano de Cartago, de dominica oratione, 4: «El Dios de la paz y el maestro de la concordia, que nos enseñó la unidad, quiso que orásemos cada uno por todos, del mismo modo que él incluyó a todos los hombres en su persona»
4
fiel al “Israel eterno”: la centralidad del Yo de Jesús en su mensaje que da a todo una nueva
dirección […].
Neusner trata con respeto y reverencia esta equiparación entre Jesús y Dios que se realiza
en diferentes pasajes del sermón de la montaña, pero sus análisis muestran que este es el
punto por el que el mensaje de Jesús se distingue fundamentalmente de la fe del “Israel
eterno”5.
Y esta es la revolución, si se puede hablar así, del monoteísmo del Nuevo Testamento, que
no es en el fondo más que el que se desprende de la vida y la enseñanza de Jesús. Y además, junto
al Padre y al Hijo, el Nuevo Testamento confiesa al Espíritu Santo, sin el cual los efectos de la
acción salvadora de Jesús no pueden penetrar en lo profundo del corazón humano, y, en concreto,
no es posible la vida filial: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la
adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama
“¡Abbà, Padre!”» (Gál 4,6; cf. 1 Cor 6,19). Jesús envía a sus apóstoles a bautizar a las gentes en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28,19).
No resultaba fácil para los cristianos de los primeros siglos la fidelidad a la enseñanza de la
unidad y la unicidad divinas heredada de la fe de Israel y la novedad que significaba la confesión
de Jesús, el Hijo, y la del Espíritu Santo, junto a la del único Dios Padre. Descartado por
manifiestamente erróneo el triteísmo, que nunca fue visto como una salida viable, quedaban dos
soluciones a primera vista posibles aunque igualmente infieles al mensaje de Jesús: el
sabelianismo o patripasianismo y el subordinacionismo, que desembocará en su forma más radical
en el arrianismo. Concepciones a primera vista opuestas entre sí, pero que coinciden en lo
fundamental: el desconocimiento de la novedad de Cristo, del “añadido” de sí mismo al que nos
acabamos de referir. Cristo, en efecto, para unos, quedaba reducido a simple apariencia en la
economía de la salvación pero sin verdadero fundamento en el ser de Dios. ¿Dónde quedan las
palabras evangélicas y del resto del Nuevo Testamento sobre el amor del Padre al Hijo (cf. Mc
1,11par; 9,7 par; Jn 3,35; 5,20; 10,17; 15,9; 17,23-‐26, Col 1,13…) o sobre la obediencia de Jesús
(Mc 14,36 par; Jn 4,34; Flp 2,8; Heb 5,8; 10,7…? ¿Qué sentido tiene que Jesús nos dé a conocer al
Padre o que sea el camino para llegar a él? (cf. Jn 14,5-‐7; 17,6; Mt 11,17; Lc 10,22) 6. Para otros, el
“añadido” quedaba irremediablemente disminuido en su alcance y en su magnitud, resultaba un
5 J. Ratzinger-‐Benedikt XVI, Jesus von Nazareth. I. Von der Taufe im Jordan bis zur Verklärung, Freiburg-‐Basel-‐Wien 2007, 136-‐137. 6 A propósito de Jn 10,30: «Yo y el Padre somos uno» comenta Tertuliano, Prax. 22,11: «Non pertinet ad singularitatem, sed ad unitatem, ad similitudinem, ad coniunctionem, ad dilectionem Patris qui Filium diligit et ad obsequium Filii qui voluntati Patris obsequitur».
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“añadido” que en el fondo no cambia esencialmente las cosas, porque Jesús no está a la misma
altura de Dios Padre; termina por ser considerado una criatura suya, de rango superior a las demás
criaturas, pero criatura al fin. El sentido de la paternidad divina queda reducido a la creación, y por
tanto, no es una dimensión esencial del ser divino. Dios no sería Padre de un Hijo de su misma
naturaleza, es decir, no sería verdaderamente “padre”. Tal concepción significaría recaer en la
visión del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta la novedad de Cristo7. Se falsearía el verdadero
sentido de las palabras Padre e Hijo. El homoousios niceno no es solamente una afirmación sobre
la divinidad del Hijo; es también, inseparablemente, la afirmación de la verdadera paternidad
divina. Las dos soluciones, en definitiva, a pesar de su frontal oposición, coinciden en un punto
fundamental, en negar a Dios una auténtica vida de amor, una auténtica autocomunicación, “ad
intra”.
La gran Iglesia, como es bien sabido, se movió entre estos dos escollos. Es claro que no es
el momento de trazar, ni siquiera a grandes rasgos, el desarrollo de la doctrina trinitaria. Solo un
punto quiero poner de relieve: cómo la Iglesia ha defendido y ha puesto de relieve la dimensión
esencial a la que ya nos hemos referido esta gran novedad del Nuevo Testamento, a saber, la
revelación de la paternidad divina por medio de Jesús, el Hijo. Los Padres se han hecho eco de esta
verdad. Dice Ireneo de Lyon: «Agnitio enim Patris est Filii manifestatio, el conocimiento del Padre
es lo que el Hijo manifiesta»8. E Hilario de Poitiers: «Hoc maximum opus Filii fuit, ut Patrem
cognosceremus; esta fue la obra más grande del Hijo, darnos a conocer al Padre»9. Y todavía en
este mismo contexto: «Summa dispensationis est Filio ut noveris Patrem, lo esencial de su obra
salvadora es para el Hijo que conozcas al Padre»10. La paternidad es el aspecto más profundo del
ser de Dios, solo a partir de ella tiene sentido la Trinidad divina.
Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas divinas, un solo Dios. Los cristianos han
entendido la fe en la Trinidad como la forma más elevada del monoteísmo. Tertuliano ha afirmado
que Dios ha querido ser creído como uno de modo nuevo mediante el Hijo y el Espíritu11. El Dios
uno y único es la Santa Trinidad: «la Trinidad es el único y solo Dios verdadero»12. Es la unidad del
Dios que es uno pero no es ni ha sido nunca solitario 13 . La unidad más perfecta, decía
7 Gregorio Nacianceno, Or. 25,16: «No caigamos en un solo principio, a la manera judía, estrecho, envidioso e impotente». 8 Adv. Haer. IV 6,3. He tomado la traducción de A. Orbe, Teología de San Ireneo IV, Madrid-‐ Toledo 1996, 48. 9 Trin. III 22. 10 Ib. 11 Prax. 31,2: «Sic Deus voluit novare sacramentum, ut nove unus crederetur per Filium et Spiritum». 12 Agustín, Trin. I 2,4; ib. XV 5,7: «…unum Deum, quod est ipsa Trinitas». DH 73: «Clemens Trinitas est una divinitas». La afirmación se repite en numerosas declaraciones magisteriales : cf, DH 441; 470; 501; 528; 529; 530; 546; 803… 13 Tertuliano, Prax. 5,2; Hilario de Poitiers, Trin. IV 41; V 39, entre otros muchos lugares. O. González de Cardedal, Dios (n. 2), 335: «La unidad de Dios no es de soledad sino de compañía, no es de aislamiento sino de intersubjetividad, no es de silencio sino de diálogo, no es de retenimiento sino
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Buenaventura, es aquella en la que, junto a la unidad de la naturaleza, se da la unidad de la
caridad. Por ello, si la unidad divina posee la máxima perfección, es necesario que tenga una
pluralidad intrínseca14. No se trata por tanto de la unidad monádica indiferenciada, sino de la
unidad original del amor, que constituye la esencia divina. «Si Dios es amor, el amor debe
constituir la ley interior de su ser y por tanto de la unidad consigo mismo»15. Gregorio Nacianceno
decía que si nos preguntan qué es lo que los cristianos honramos y adoramos la respuesta podía
ser solo una: el amor16. La fe trinitaria no es un añadido exterior y secundario al monoteísmo de
los cristianos, sino que lo determina y lo conforma. Es el misterio de la vida misma de Dios, la
máxima unidad y comunión en la distinción irreducible: «Todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío» (Jn
17,10; cf. 16,15; 17,21).
En su Introducción al Cristianismo, al comienzo del capítulo quinto dedicado a la “Fe en el
Dios uno y trino”, Joseph Ratzinger hace una afirmación a primera vista sorprendente: «Lo que
hasta ahora hemos afirmado nos lleva a un punto en el que la profesión de fe en el Dios uno pasa,
como por necesidad interna, a la profesión de fe en el Dios uno y trino»17. ¿Cuál es la afirmación
previa que lleva a esta “necesidad interna”? ¿No constituye la verdad del Dios uno y trino un
misterio al que solo tenemos acceso a partir de la revelación de Jesús? Es la lógica cristiana del
primado del amor y de la libertad la que lleva a pensar a Dios como amor, como el misterio en
sumo grado, el misterio mismo, que no solo conoce sino que sobre todo ama18. La Trinidad no es
evidentemente una deducción a priori. Pero a posteriori se revela como altamente consecuente
una vez que se ha llegado a la convicción de un Dios personal. Por otra parte a partir de este
misterio, a la luz del cual el conjunto de la fe recibe su consistencia y coherencia, reciben los otros
aspectos de la fe cristiana su luz y sentido definitivos. El Dios personal cristiano es el Dios uno en
tres personas.
El monoteísmo cristiano ha sido calificado como “monoteísmo concreto”, por su
especificidad trinitaria19. Es irreducible a cualquier idea general de monoteísmo. Es el monoteísmo
del Dios trino, del Dios que es sí mismo, eternamente, intercambio de amor, «Ipse aeterne est
de participación, no es de esterilidad sino de fecundidad, no es de retención sino de transmisión del amor recíproco en gratuidad ulterior. Dios es plenitud en unidad; suficiencia en participación; autonomía en entrega; posesión en reciprocidad». 14 Quaest. Dis. de Trin. «Perfectior est unitas, in qua cum unitate naturae manet unitas caritatis […] Ergo si unitas divina est perfectissima necesse est quod habeat pluralitatem intrinsecam». Basilio de Cesarea, De Sp. Sancto 18,45 : «En la comunión de la divinidad está la unidad». 15 R. Brague, Para acabar… (cf. n. 1), 37. 16 Cf. Or. 22,4; S. Agustín, Trin. VIII 8,12: «Vides Trinitatem si caritatem vides». 17 Introducción al cristianismo, Salamanca 1971, 133. 18 Ib. 130: «Además este pensar no solo conoce, sino que ama; es creador porque es amor». 19 Información bibliográfica sobre la fórmula y su origen se encontrará en L. F. Ladaria, El Dios vivo y verdadero. El misterio de la Trinidad, Salamanca 42010, 513-‐514.
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amoris commercium: Pater, Filius et Spiritus Sanctus»20. Todo procede del Padre que mediante el
Hijo en el Espíritu nos quiere hacer partícipes de este amor y de esta vida. El Dios uno y trino es a
la vez trascendente e inmanente al mundo, en una forma que solo la revelación cristiana permite
concebir. Algunos Padres de la Iglesia, inspirados, aunque no interpretándolo literalmente, en un
verso de la carta a los Efesios (4,6): «Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por
medio de todos y está en todos», han hablado del Padre, Dios trascendente, por encima de
nosotros; del Hijo, Dios con nosotros, presente y agente en el mundo; y del Espíritu Santo como
Dios en nosotros21. Mirándolo bien, solo el Dios trino puede ser «intimior intimo meo et superior
summo meo»22. Solo él puede mantener su trascendencia en la profunda presencia en su creatura
y no quedar apresado en ella. La originalidad de la noción cristiana de Dios es también la
originalidad de su monoteísmo. Un solo Dios que es en sí mismo amor y que por consiguiente
puede hacer partícipes de su amor y de su vida a quienes no somos dios. Ya el Antiguo Testamento
anticipa esta total novedad que a la luz de Cristo adquiere su luz y su sentido definitivos: «Jesús les
replicó: “¿No está escrito en vuestra ley: ‘Yo os digo, sois dioses’? (Sal 82,6). Si la Escritura llama
dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre
consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: ‘¡Blasfemas!’ porque he dicho. ‘Soy Hijo de Dios’?...”»
(Jn 10,34-‐36). Somos “dioses” en cuanto el Hijo único de Dios, en el cumplimiento del designio del
Padre, se ha hecho lo que nosotros somos para hacernos lo que es él23. En Jesucristo se da de esta
manera la revelación última y definitiva de Dios y también la del hombre: «Cristo, que es el último
Adán, en la revelación del misterio del Padre y de su amor, revela plenamente el hombre al propio
hombre y le manifiesta su altísima vocación […] El que es “la imagen del Dios invisible” (Col 1,15),
es también el hombre perfecto…»24. Las consecuencias antropológicas de la revelación del Dios
uno y trino en Cristo son evidentes y no tienen por qué ser desarrolladas aquí. Será suficiente esta
breve insinuación.
Podemos profundizar un poco más en la raíz del monoteísmo trinitario, que tiene en la
persona del Padre su fundamentación radical. Nos hemos referido ya a la revelación de Dios como
Padre como elemento esencial del mensaje y de la vida de Jesús. En la economía de la salvación
todo viene del Padre, «del cual todo procede» (1 Cor 8,6), y al Padre todo va, todo le tiene que ser
sometido (cf. 1 Cor 15,20-‐24). Por ello él es, según el Nuevo Testamento, por antonomasia, “Dios”; 20 Cathechismus Catholicae Ecclesiae, 221. 21 Cf. Ireneo, Adv. Haer. V 18,2; Demons. 5; Atanasio, Serap. I 28; retoma la idea G. Greshake, Der dreieine Gott. Eine trinitarische Theologie, Freiburg-‐Basel-‐Wien 1997, 532. 22 Agustín, Conf. III 6,11. 23 Cf. Ireneo de Lyon, Adv. Haer . III 19,1; V praef. La doctrina del “intercambio” es común en los Padres. Se hallarán diversos ejemplos en L.F. Ladaria, Teología del pecado original de la gracia, 62007, 151. 24 Conc. Vaticano II, const. Gaudium et Spes 22; ib.: «El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace más hombre».
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por ello es, según dice el propio Jesús, “mayor” (Jn 14,28). Él es el primero y el último (cf. Ap 1,8;
22,13; también Jesús, cf. Ap 1,17). A partir de estas constataciones histórico-‐salvíficas, la reflexión
cristiana ha llegado a la conclusión de que el modo como Dios aparece debe corresponder a la vida
inmanente de Dios. La Trinidad divina tiene su origen, según la tradición cristiana, en la
“monarquía” del Padre. No hay más que un solo principio. El Padre es la fuente, es el origen de la
divinidad. Fons et origo. Este hecho da al monoteísmo cristiano su especial configuración. Las tres
personas de la Trinidad son iguales en dignidad y en poder. El Hijo y el Espíritu no son inferiores al
Padre, son Dios como él. Muy gráficamente decía Gregorio Nacianceno que al Hijo y al Espíritu no
les falta nada, por el hecho de no ser “padre”; de él han recibido todo25. Pero precisamente por
ello hay entre las personas divinas una táxis, un “orden”, que no se puede cambiar según el antojo
de cada uno. El Padre es siempre el primero. La unidad divina existe a causa de esta unidad en el
origen y en el destino: el Padre es el único principio y en él todo se recapitula. Decía Dionisio de
Roma: «Es necesario que el Verbo divino esté unido con el Dios del universo y que el Espíritu Santo
habite y permanezca en Dios; y, consiguientemente, es absolutamente necesario que la divina
Trinidad se recapitule, como en un vértice, en uno solo, es decir, en el Dios del universo, el
omnipotente […] Porque de este modo es posible mantener íntegra tanto la divina Trinidad como
la santa predicación de la unidad de principio (monarci,a)» (DH 112.115).
El monoteísmo trinitario reposa por tanto sobre la unidad del principio, la “monarquía” del
Padre26. “Padre” es el nombre con el que Jesús se ha dirigido a Dios. De esta manera él se ha dado
a conocer como el Hijo unigénito. La revelación de la paternidad y de la filiación divinas ha
encontrado su momento culminante en la resurrección de Jesús: «Tú eres mi Hijo: yo te he
engendrado hoy» (Sal 2,7, citado en Hch 13,33; Heb 1,5; 5,5). Desde este momento Dios es el que
ha resucitado a Jesús de entre los muertos (cf. Gál 1,1). A partir de la “generación” en la
resurrección, por la acción del Espíritu, del «Hijo de Dios en poder» (Rom 1,4) se ha podido llegar a
la idea de la generación eterna del Hijo.
Al desarrollo de esta doctrina han dado lugar los nombres de “Padre” y de “Hijo”, que han
hecho pensar en la generación como distinta esencialmente de la creación. Solo la primera, no la
segunda, garantizaba la comunicación al Hijo de la naturaleza divina. Pero, ¿ha comunicado el
Padre al Hijo y al Espíritu la esencia divina en su integridad? Sabemos que el problema no fue de
25 Cf. Or. 31,9. 26 Cf. también Tertuliano, Prax. III. En un contexto diferente, se pueden ver los textos “ascendentes” de Ireneo de Lyon, esp. Adv. Haer. IV 20,5: «Visto Dios mediante el Espíritu en profecía (prophetice), visto también mediante el Jijo en adopción (adoptive), se dejará ver asimismo en el reino de los cielos de modo paterno (paternaliter). El Espíritu dispone al hombre para el Hijo de Dios; el Hijo lo conduce al Padre; y el Padre le concede la incorrupción para la vida eterna, que a cada uno le sobreviene de la vista de Dios».
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fácil solución en los primeros tiempos de la Iglesia. Ayudó a clarificar la cuestión la
reinterpretación cristiana de un motivo de la filosofía griega: la falta de envidia en los dioses.
Según Platón, «la envidia está fuera del coro de los dioses»27. También para Aristóteles el poder de
la divinidad no es por naturaleza envidioso28. El motivo pasó a san Ireneo: «Dios otorga el bien sin
envidia»29. Enriquece así con generosidad a sus criaturas; ya la creación refleja su amor paterno30.
Por el contrario, el diablo «por envidia del hombre (cf. Sab 2,24) se hizo apóstata de la ley de Dios;
pues la envidia es ajena a Dios (invidia enim aliena est a Deo)»31. El hecho de envidiar al hombre
alejó al diablo de Dios. La envidia es por tanto ajena a Dios en un doble sentido: Dios no es
envidioso, y a la vez, como se ve en este caso, la envidia aparta de él32. No se explica ni se
desarrolla más el tema. Pero este se ha vuelto a utilizar por los Padres del siglo IV, en la lucha
contra los arrianos, precisamente en relación con la generación del Hijo por parte del Padre. Del
ámbito antropológico el motivo ha pasado al cristológico y trinitario. Dice Hilario: «Dios en todo
momento sabe ser solamente amor, solamente Padre. Y el que ama no tiene envidia, y el que es
Padre lo es por completo. Este nombre no admite distinciones, como si fuera padre en algún
aspecto y en otro no»33. El Padre, dada la simplicidad divina, no lo es en parte o solo en algún
aspecto. Es todo Padre y por tanto es todo amor y el amor excluye la envidia. Por tanto ha
comunicado al Hijo todo cuanto es y todo cuanto tiene. El motivo genérico de la falta de envidia
en Dios tiene ahora una aplicación muy concreta. No solamente derrama Dios sus bienes con
generosidad sobre los hombres, sino que hace a su Hijo enteramente igual a él. No se puede
pensar que el Padre sienta ninguna envidia por todo lo que él mismo ha dado a su Unigénito, la
plenitud de la naturaleza divina34. San Ambrosio de Milán dirá con toda concisión: «El Hijo lo tiene
todo y el Padre no lo envidia»35.
La Trinidad tiene, por tanto, como principio único el Padre de nuestro Señor Jesucristo y
Padre nuestro. Fons ergo ipse et origo est totius divinitatis36. El que desde la eternidad ha
engendrado a su Hijo único y juntamente con este, aunque siempre principaliter, es principio del
27 Fedro 247A; también Timeo 29E. Cf. A. Orbe, A propósito de dos citas de Platón en San Ireneo (Adv. Haer. V 24,4): Orpheus N.S. 4 (1983) 253-‐258. 28 Cf. Metafísica 982b-‐983. 29 Adv. Haer. IV 38,3. 30 Ib. V 17,1: secundum dilectionem quidem pater est. 31 Ireneo, Adv. Haer. V 24,4. 32 Cf. el comentario de A. Orbe, Teología de San Ireneo II, Madrid-‐Toledo 1987, 552. 33 Hilario de Poitiers, Trin. IX 61 ; cf. Gregorio Nacianceno, Or 25,16 (cf. la nota 7). Sin directa referencia cristológica el motivo se encuentra también en Atanasio, De Inc. Verbi III 3; Contra Arianos II 29. 34 Ib. VI 21: «Aprendí que eres bueno incluso por mi nacimiento, y por ello estoy seguro de que no tienes envidia de tus bienes que posee tu unigénito por su nacimiento, pues creo que lo que es tuyo es suyo y lo que es suyo es tuyo (cf. Jn 17,10)». Cf. también el himno Ante saecula: «extra invidiam sui» 35 De Spiritu sancto III 16,113. Gregorio de Elvira, de Fide. «Tememos sobre todo que si el Padre y el Hijo no son uno (unum) se atribuya a la envidia del Padre (auctor) un Hijo (nativitas) degenerado». 36 Concilio XI de Toledo (DH 525)
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Espíritu. El que ama al Hijo sin envidia y sin temor y le ha dado todo lo que tiene. El que por ser
Padre, no puede ser sin el Hijo igual a él y sin el Espíritu Santo. Patrem consummat Filius37, decía
Hilario de Poitiers. Es aquel que se dona enteramente y no puede existir si no es en esta donación.
El que es amor y donación pura y que sin esta donación no es, precisamente porque es
enteramente Padre. En la muerte en la cruz de Jesucristo y en su resurrección se nos revela hasta
dónde llega el amor del Padre por Jesús y por nosotros.
El monoteísmo trinitario es, al mismo tiempo, el monoteísmo de la monarquía del Padre
que comparte plenamente su divinidad con el Hijo y el Espíritu y no puede existir sin ellos.
Estamos en los antípodas de una monarquía “absoluta”: «Lo que el Padre es no lo es con relación
a sí (ad se), sino al Hijo; y lo que el Hijo es no lo es con relación a sí, sino al Padre; y de modo
semejante el Espíritu Santo no se refiere en su relación a sí mismo, sino al Padre y al Hijo; en lo
que se predica como Espíritu del Padre y del Hijo»38. El Padre es solamente principio en la
reciprocidad de las relaciones trinitarias. Es principio en cuanto es donación total. Solamente
Padre, solamente amor. Capacidad total de comunicación. Decía San Buenaventura:
En la bienaventurada Trinidad, la comunicabilidad máxima se une a la propiedad de las
personas, la configurabilidad máxima a la distinción personal, la más alta igualdad al orden,
la coeternidad a la emanación, la más alta intimidad a la procesión […] Si hay una
comunicación máxima y una verdadera difusión, hay un verdadero origen y una verdadera
distinción y porque todo se comunica y no una parte, todo lo que se posee se da, y, más
todavía, se da por entero39.
La igualdad de las tres personas no se opone al primado del Padre en razón del principio.
Más bien es su consecuencia. Si el Padre se da por entero, el Hijo y el Espíritu Santo deben ser
iguales a él. El monoteísmo trinitario encuentra su raíz en el amor inicial del Padre, fons et origo.
Contemplado así, el misterio de Dios y el monoteísmo cristiano aparece no como
excluyente sino como integrador, no como engendrador de diferencias ni de incompatibilidades,
sino como propugnador de comunión y de armonía sin fronteras. En Cristo, Dios Padre ha
reconciliado consigo el mundo (cf 2 Cor 5,18-‐19). En el cumplimiento del designio paterno, Cristo
ha realizado la paz entre todos: «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno,
derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba, la enemistad. Ha abolido la ley, con
sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un solo hombre nuevo,
37 Trin. VII 31; IX 61. Cf. L. F. Ladaria, «…Patrem consummat Filius». Un aspecto inédito de la teología trinitaria de Hilario de Poitiers; Gr 81 (2000) 775-‐788. 38 Concilio XI de Toledo (DH 528). 39 Itinerarium mentis in Deum, VI 3.
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haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo, mediante la cruz,
dando muerte, en él, a la hostilidad» (Ef 2,14-‐16). El Dios cristiano es «el Dios del amor y de la paz»
(2 Cor 13,11).
Con frecuencia se ha oído decir que el monoteísmo es fuente de fanatismo e intransigencia,
generador de violencia y de guerra. Sabemos que, por desgracia, estas deformaciones han
ocurrido y el cristianismo no ha sido siempre ajeno a ellas. Solo una deficiente concepción del Dios
revelado en Cristo ha podido ser causa de estas visiones tan distorsionadas40. Pero mientras
reconocemos y lamentamos hechos pasados, somos conscientes de que debemos purificar
siempre nuestra vista y nuestro oído, para descubrir con más claridad el rostro del Señor y
escuchar su voz. Nos quedará siempre un camino por recorrer para ser fieles testigos de aquel que
es «el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra […] que
nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre» (Ap 1,5).
40 Cf. el reciente documento de la Comisión Teológica Internacional, Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia, Madrid 2014.