diosas del olimpo -...

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Diosas del Olimpo

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Joan Holub & Suzanne Williams

© EdicionEs diQuEsí, s. l. © de los textos, Joan Holub & suzannE Williams

© de la traducción, maría J. GómEz

Diseño: EstEllE talavEra

[email protected]

ISBN: 978-84-941615-1-3Depósito Legal:

© Todos los derechos reservados 1ª Edición: Madrid 2013

Impreso en España por Closas-Orcoyen,S.L.

aladdin

An imprint of Simon & Schuster Children’s Publishing Division1230 Avenue of the Americas, New York, NY 10020

First Aladdin paperback edition April 2010Text copyright © 2010 by Joan Holub & Suzanne Williams

All rights reserved, including the right of reproductionin whole or in part in any form.

ALADDIN is a trademark of Simon & Schuster, Inc., and related logois a registered trademark of Simon & Schuster, Inc.

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Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de

grabación o fotocopia, sin permiso previo del editor.

Perséfonela impostora

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Perséfonela impostora

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índice

1.- EL MERCADO INMORTAL PÁG. 13

2.- HADES PÁG 31

3.- LAS SANDALIAS DESAPARECIDAS PÁG 47

4.- LA BÚSQUEDA PÁG 57

5.- LA OTRA SANDALIA PÁG 67

6.- LAS SEMILLAS DE GRANADA PÁG 79

7.- EL INFRAMUNDO PÁG 95

8.- DE VUELTA A CASA PÁG 121

9.- EL DESPACHO DE ZEUS PÁG 137

10.- EL BAILE PÁG 151

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Para Erica de Pietro y las diosas de todo el mundo.

J. H. y S. W.

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1

qEL MERCADO INMORTAL

q

Capítu lo

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Una lira sonó animada para anunciar

el final de otro lunes en la Acade-

mia Monte Olimpo. Perséfone cerró el pergami-

no que estaba estudiando, lo guardó en su bolsa

y salió a toda prisa de la biblioteca. El pasillo se

llenó en seguida de diosas y dioses que se apre-

suraban hacia la salida, cuando un emisario real

apareció en la brillante escalinata de mármol.

–El vigésimo tercer día del presente curso

acaba de finalizar –anunció en voz alta y so-

lemne. Con un pequeño martillo volvió a gol-

pear la lira.

Una diosa con el cabello largo y de color cas-

taño, atravesaba el pasillo con tantos pergami-

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nos entre sus brazos que apenas podía ver por

encima de ellos. Como era inevitable, terminó

tropezando y cayendo justo al lado de Persé-

fone.

–Vale, dioses del Olimpo. ¡Eso significa que

todavía quedan 117 días para terminar! ¡Buf!

–Hola, Atenea –saludó Perséfone al descubrir

a su amiga debajo del montón de pergaminos–.

¿Qué llevas encima? ¿Algo ligerito para leer?

–bromeó.

–Es un trabajo de investigación –explicó Ate-

nea, la amiga más inteligente de Perséfone y

también la más joven, aunque estaban en el

mismo curso.

Las dos diosas dejaron atrás una deslum-

brante fuente dorada. Perséfone parpadeó al

admirar una de las pinturas de las paredes

que representaba a Helios, el dios del sol, atra-

vesando el cielo en su magnífico carruaje. La

Academia estaba llena de frescos que recor-

daban las célebres hazañas de diosas y dioses.

¡Era impresionante!

–¡Esperad! ¡Chicas! –gritó otra diosa vesti-

da con un quitón de color azul claro. Estas

túnicas eran la última moda entre las diosas

y las mortales griegas. Afrodita, la amiga más

guapa y popular de Perséfone, corría hacia

ellas sobre las relucientes baldosas de már-

mol.

Su pelo largo y dorado, recogido por pinzas

en forma de conchas marinas, ondeaba al vien-

to cuando casi se choca contra un estu-

diante que tenía cuerpo de cabra. Aunque no

lo rozó, él se asustó y comenzó a balar, pero en

cuanto vio que se trataba de Afrodita, se quedó

mirándola con ojos de cachorrito.

–Esta tarde voy al Mercado Inmortal –expli-

có con la respiración entrecortada cuando las

alcanzó–. Artemisa iba a venir conmigo, pero

al final tiene clase de tiro con arco y no puede.

¿Os apuntáis?

–Creo que yo tampoco –dijo Atenea, miran-

do la torre de pergaminos que la rodeaba–. Me

quedan muchos deberes por terminar.

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1918

–Eso puede esperar –insistió Afrodita–. ¿No

te apetece ir de compras?

–Bueno… –pensaba Atenea en voz alta–, ne-

cesito comprar ovillos de lana nuevos. –Atenea

siempre estaba tejiendo algo. Su último dise-

ño fue un gorro con franjas de colores para el

señor Cíclope, su profesor de Ciencia Heroica.

Se lo regaló con la intención de tapar su cabeza

desierta.

–Pues está hecho –aseguró Afrodita–. Y tú tam-

bién te vienes, ¿verdad Perséfone?

Perséfone dudó y dudó. En realidad no le

apetecía ir al centro comercial, pero tampoco

quería herir los sentimientos de Afrodita. ¡Qué

pena no tener una excusa tan buena como la de

Artemisa! Pero a ella los deportes no le intere-

saban demasiado, excepto el equipo de anima-

doras Diosas del Olimpo.

–Es que... Vaya, creo que... Sí, me encantaría ir

–dijo al final. Si su madre la hubiera escuchado

habría estado muy orgullosa de ella. Siempre

le recordaba que tenía que ser educada, y que a

la hora de relacionarse con los demás “hay que

ceder para caer bien”.

–Pues vamos a mi habitación –indicó Afro-

dita–. Necesito ponerme algo más apropiado.

–La guapa diosa siempre estaba pendiente de

la ropa, y tenía un conjunto diferente para cada

ocasión. ¡A veces se cambiaba cinco o seis veces

al día!

Los dormitorios estaban en la parte superior

del edificio: las chicas en la cuarta planta, y los

chicos, en la quinta. Las tres amigas subieron

las escaleras de dos en dos y llegaron en segun-

dos a sus habitaciones.

–Dejo estos pergaminos en mi dormitorio y

paso a buscaros –afirmó Atenea.

Afrodita y Perséfone continuaron por el pasi-

llo, y nueve puertas más adelante llegaron a la

habitación de Afrodita. Tras soltar la bolsa so-

bre la cama, Perséfone se sentó en el borde para

esperar a su amiga.

–No voy a tardar ni un minuto –aseguró la

coqueta diosa mientras abría el armario.

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2120

Perséfone echó un vistazo a su alrededor.

Aunque era una habitación pequeña, estaba di-

señada para dos personas: dos camas idénticas,

dos mesas y un armario a cada lado. Se suponía

que Afrodita y Artemisa iban a compartir habi-

tación, pero a Afrodita no le hacía demasiada

ilusión tener que convivir con los tres perros

inquietos y comilones de Artemisa, así que se

trasladó al dormitorio contiguo. A Perséfone le

habría encantado compartir habitación, pero su

madre insistía en la suerte que tenía por poder

volver a casa al acabar las clases.

Cuando Afrodita terminaba de colocarse un

quitón fresquito, esta vez de color lavanda,

Atenea ya estaba llamando a la puerta. Una vez

en el pasillo, justo antes de bajar las escaleras,

las tres amigas cambiaron su calzado por unas

sandalias con alas que estaban colocadas en un

gran cesto.

En cuanto se las pusieron, las tiras rodearon

sus tobillos y las alas situadas a la altura de sus

talones comenzaron a agitarse. Dibujando una

estela de velocidad, bajaron la escalinata de

mármol hacia la planta principal del edificio.

Casi sin rozar el suelo, dejaron atrás las ro-

bustas puertas de bronce de la entrada y atra-

vesaron el patio. El viento silbaba en sus oídos

mientras esquivaban árboles y peñascos, pero

sobre todo, cuando empezaron a descender de

Monte Olimpo.

El Mercado Inmortal estaba a medio camino

entre el cielo y la tierra, justo debajo de la línea del

horizonte y, en pocos minutos, las tres diosas lle-

garon a su destino. Iban tan rápido que no pudie-

ron evitar derrapar cuando intentaron frenar

en la entrada. Desataron las tiras de los tobillos y

las anudaron sobre las alas para poder caminar a

una velocidad normal y no perderse nada.

Aquel lugar era enorme, y estaba cubierto por

un techo de cristal que llegaba hasta las nubes.

Filas y filas de columnas separaban las distintas

tiendas, dedicadas a vender cualquier cosa: des-

de las prendas más modernas, según la moda

griega, hasta tridentes, o rayos y relámpagos.

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2322

Inmediatamente se abrieron tres cajitas, y las

brochas que contenían comenzaron a volar por

los aires, preparadas para empezar a maquillar

a aquellas tres caras expectantes.

–No, no. Gracias –dijo Atenea retrocediendo

un poco–. No uso maquillaje.

La pequeña brocha que iba directa a ella se

quedó paralizada, como si hubiera recibido la

peor noticia de toda su vida.

–Es que es la más pequeña del grupo –expli-

có Afrodita tratando de disculpar a su amiga–,

pero dale un par de años y ya verás.

–¡Ja! –protestó Atenea–. ¡Solo me sacas diez

meses! Tú maquíllate a tu gusto, que yo prefie-

ro mirar.

Muy decepcionada, la pequeña brocha regre-

só a su caja mientras la de Afrodita comenza-

ba a extender una sombra azul oscura sobre

sus párpados.

Perséfone también quería decir que prefería

mirar, lo tenía en la punta de la lengua... Pero

Afrodita ya había adelantado una silla para

Perséfone seguía a Atenea y Afrodita, que co-

rrían emocionadas hacia una tienda que vendía

maquillaje y cosméticos. No había ninguna de-

pendienta que pudiera ayudarlas, así que Afro-

dita fue directa hacia uno de los mostradores

vacíos. Se detuvo frente un busto esculpido que

representaba a una bella diosa y que reposaba

sobre la encimera de cristal, rodeado de

cajitas de colores y estuches de sombras de ojos,

pintalabios, cremas y coloretes.

–¿Podría ayudarnos a parecer princesas

egipcias? –preguntó Afrodita a la sofisticada

piedra.

–Será un placer –respondió la estatua con

tono educado–. Por favor, tomad asiento.

Afrodita se sentó a toda prisa, pero con mu-

cha elegancia, e hizo señas con las manos a sus

amigas para que la siguieran.

–¡Vamos! ¡Será divertido! Solo tenéis que de-

cirle a la señorita lo que queréis. –Dirigiéndose

a la estatua, añadió–: El estilo egipcio es el últi-

mo grito en Grecia.

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ella, y la tercera brocha corrió impaciente a su

encuentro.

–Sube aquí –indicó a Perséfone–. ¡Por los dio-

ses del Olimpo! ¡Esto va a ser lo más!

Perséfone obedeció, y antes de llegar a sen-

tarse la brocha ya estaba aplicando la misma

sobra azul sobre sus párpados.

Cuando las diosas salieron de la tienda, los ojos

de Afrodita y Perséfone estaban perfilados con

un lápiz de un color negro muy intenso, y

Perséfone había comprado pintalabios, sombras

y coloretes que no pensaba utilizar nunca.

“Bueno, no tiene importancia”, pensó. “Ma-

ñana dejo todos estos chismes en clase de Belle-

zología y me olvido de ellos”.

Estaba deseando llegar a casa para lavarse la

cara. Su piel era clara, y el intenso delineador

negro le hacía parecer aún más pálida. A Afro-

dita, cómo no, aquel maquillaje le sentaba de

maravilla y estaba guapísima, pero Perséfone

tenía la sensación de que en aquel momento

parecía un mapache pelirrojo.

–¡Mirad! –exclamó Atenea emocionada –. ¡La

tienda de Aracne!

Las tres diosas corrieron al interior. Cuando

Atenea y Afrodita vieron las telas brillantes,

y los hilos y madejas de colores, no pudieron

contener los únicos sonidos que podían emitir:

¡ahhh! y ¡ohhh!–Quiero hacerme un nuevo quitón para el bai-

le del viernes –dijo Afrodita señalando un trozo

de tela de color fucsia–. ¡Este tono es perfecto!

–Sí, sí. Vaya... ya lo creo. –Perséfone intenta-

ba parecer emocionada, pero en realidad estaba

aburridísima y lo único que quería era que la

tarde de compras terminara. Además, ella no

pensaba ir al Baile de la Cosecha. Aunque qui-

siera, su madre no la dejaría, pues creía que su

hija era demasiado joven para fiestas. Bueno,

ni fiestas, ni bailes, ni cualquier actividad que

incluyera llegar tarde a casa. Y menos aún si

había chicos por medio.

Su madre era propietaria de una tienda en el

centro comercial, Deméter: Margaritas, Narcisos

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y Arreglos Florales. A Perséfone le habría en-

cantado echar un vistazo a las flores de otoño,

pero no se atrevió a proponerlo porque sabía

que sus amigas no compartían su interés por

la jardinería.

–Deberías empezar a tejer, Perséfone –sugi-

rió Atenea. Sostenía un ovillo de color verde

chillón a la altura de la cabeza de Perséfone–.

¿Qué te parece? –le preguntó a Afrodita.

Afrodita miró a su tímida amiga con los ojos

entrecerrados.

–Creo que le favorecería el pelo liso.

–Te pregunto que si este tono va a juego con

su color de pelo.

“¡Por el amor de los dioses!”, pensó Perséfone

anonadada. Hablaban de ella como si

no estuviera allí mismo. Permanecía callada en-

tre sus dos amigas mientras ellas comentaban lo

que debía hacer y cómo tenía que peinarse.

–El verde les sienta de maravilla a las pelirrojas

–afirmó Afrodita–. Y resalta el color de sus ojos.

Pero, ¿qué crees que debe hacerse? ¿Un gorro?

–Es que yo... –intentó protestar Perséfone.

–No te preocupes –la interrumpió Atenea–.

He diseñado un patrón muy sencillo que pue-

des utilizar como modelo.

Perséfone suspiró. No quería un gorro, por

la sencilla razón de que nunca llevaba gorros.

Además, aunque tenía buena mano para la jar-

dinería, era un auténtico desastre a la hora de

coser y tejer.

Fingiendo un entusiasmo que no sentía, com-

pró el ovillo de lana pensando en devolverlo la

próxima vez que volviera al Mercado Inmortal.

–Vale, pues gracias –le dijo Perséfone a la de-

pendienta con un tono muy poco animado–. Es-

toy deseando hacer… algo con esto. –Aquellas

palabras sonaban bastante falsas. ¿Es que nadie

se daba cuenta de que en realidad era una im-

postora? Lo que pensaba no tenía nada que ver

con lo que hacía: no quería maquillarse, pero

parecía un mapache enfermo. No le gustaba te-

jer ni usaba gorro, pero prefería comprar lana

antes que confesárselo a sus amigas. Le faltaba

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valor para explicar cómo se sentía, incluso en

situaciones que para otras personas no tienen

importancia.

–Recuérdame mañana que te pase el modelo

–dijo Atenea mientras salían del centro comer-

cial.

–Claro, claro. –Perséfone asentía con la cabe-

za, pero estaba deseando que su amiga se olvi-

dara del dichoso patrón.

Las tres diosas desataron las tiras de sus san-

dalias para dejar libres las alas. Las cintas vol-

vieron a anudarse alrededor de sus tobillos y,

en pocos segundos, sus sandalias se despega-

ban de la montaña y las tres amigas atravesa-

ban las nubes.

–¡Hasta mañana! –exclamó Perséfone cuando

estaban a punto de llegar a la cima de Monte

Olimpo.

Atenea y Afrodita sacudían sus manos en se-

ñal de despedida. Disminuyeron la velocidad

para aterrizar en el punto más alto de Monte

Olimpo, donde estaba situada la Academia.

Perséfone las miraba con tristeza: ella tenía que

seguir su camino a casa, pero todas sus amigas

vivían juntas en la Academia y contaban aven-

turas que ella siempre se perdía.

Mientras iba pensando en estas cosas divisó

un arroyo. Estaba un poco alejado y tenía que

dar un pequeño rodeo, pero prefería lavar-

se bien la cara antes de llegar a casa y que su

madre la descubriera con esa pinta.

Cuando estuvo segura de que no le quedaba

ni una pizca de maquillaje, colocó las compras

y los pergaminos dentro de la bolsa, pero la

cremallera se enganchó al intentar cerrarla… y

un desgarrón hizo que el ovillo de lana verde

saliera disparado. Intentó agarrarlo, pero solo

consiguió rozar el extremo y ver cómo caía al

vacío mientras se desenrollaba en su camino

hacia la Tierra.

–¡Vuelve aquí! ¡Madeja de pacotilla! –gruñó

enfadada.

¿Es que todos, menos ella, podían hacer lo

que les diera la gana? ¿Nadie iba a preguntarle

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nunca qué le apetecía hacer? Pues aquella bola

de lana era suya, y decidió recuperarla.

Se colocó las sandalias y sin pensárselo de-

masiado, se lanzó tras la mancha verde. Gracias

al color tan fosforito que Atenea había elegido,

pudo ver que aterrizaba en un sitio en el que

jamás había estado. Era un lugar muy amplio,

con el suelo de piedra salpicado por zonas de

césped salvaje. También había algunos árboles

dispersos.

“Tiene que ser un parque”, pensó.

Pero entonces descubrió las larguísimas filas

de lápidas de piedra gris y las tumbas de már-

mol blanco.

–¡Ay, dioses del Olimpo! –exclamó en voz

alta–. Esto es un cementerio.

2

qHADESq

Capítu lo