diderot, conversación de un padre con sus hijos

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Conversación de un padre con sus hijos1 o Del peligro de situarse por encima de las leyes Mi padre, hombre de excelente juicio, pero hombre piadoso, tenía fama en la provincia por su rigurosa probidad. Más de una vez lo eligieron como árbitro entre sus conciudadanos, y forasteros a los que ni conocía le Confiaron a menudo el cumplimiento de sus últimas voluntades. Los pobres lloraron su pérdida cuando murió. Durante su enfermedad, grandes y humildes manifestaron sus más sinceros deseos de un pronto restablecimiento. Cuando se supo que le llegaba la hora, toda la ciudad se entristeció. Su imagen perdurará siempre en mi memoria; me parece estar viéndolo en su sillón de brazos, con su porte tranquilo y su rostro sereno. Me parece estar escuchándolo aún. He aquí la historia de una de nuestras veladas, ejemplo de muchas otras. Página 103 Era invierno. Estábamos sentados a su alrededor, ante el fuego, el abate, m I hermana y yo. Me decía al hilo del una conversación sobre los inconvenientes de la fama: «Hijo mío, los dos hemos hecho mucho ruido en el mundo, con la diferencia de que el ruido que hacíais con vuestro instrumento os robaba el sosiego, mientras que el que yo hacía con el mío robaba el de los demás.» Tras aquella broma buena o mala del viejo herrero, se puso a pensar, a mirarnos con profunda atención, y el abate le dijo: «Padre, (en qué pensáis? - Pienso, le respondió, que la reputación de hombre de bien, la más deseable de todas, tiene sus peligros, incluso para la merece.» Seguidamente, tras una breve

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Page 1: Diderot, Conversación de un padre con sus hijos

Conversación de un padre con sus hijos1

o Del peligro de situarse por encima de las leyes

Mi padre, hombre de excelente juicio, pero hombre piadoso, tenía fama en laprovincia por su rigurosa probidad. Más de una vez lo eligieron como árbitroentre sus conciudadanos, y forasteros a los que ni conocía le Confiaron amenudo el cumplimiento de sus últimas voluntades. Los pobres lloraron supérdida cuando murió. Durante su enfermedad, grandes y humildes manifestaronsus más sinceros deseos de un pronto restablecimiento. Cuando sesupo que le llegaba la hora, toda la ciudad se entristeció. Su imagen perdurarásiempre en mi memoria; me parece estar viéndolo en su sillón de brazos,con su porte tranquilo y su rostro sereno. Me parece estar escuchándolo aún.He aquí la historia de una de nuestras veladas, ejemplo de muchas otras.

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Era invierno. Estábamos sentados a su alrededor, ante el fuego, el abate, m Ihermana y yo. Me decía al hilo del una conversación sobre los inconvenientesde la fama: «Hijo mío, los dos hemos hecho mucho ruido en el mundo, conla diferencia de que el ruido que hacíais con vuestro instrumento os robaba elsosiego, mientras que el que yo hacía con el mío robaba el de los demás.» Trasaquella broma buena o mala del viejo herrero, se puso a pensar, a mirarnoscon profunda atención, y el abate le dijo: «Padre, (en qué pensáis? -Pienso,le respondió, que la reputación de hombre de bien, la más deseable de todas,tiene sus peligros, incluso para la merece.» Seguidamente, tras una brevepausa, añadió: «Todavía sigo temblando, cuando pienso en ello ... Creedme,hijos míos, si os digo que una vez en mi vida estuve a punto de arruinaros; sí,arruinaros del todo. EL ABATE. -¿Y cómo? Mi PADRE. -¿Cómo? Como sigue. Pero antes de comenzar, dijo a su hija,hermanita, ponme la almohada en su sitio, que la tengo muy caída»; a mi:«y tú, ciérrame las faldas del batín, que la lumbre me quema las piernas ...Habéis conocido todos al párroco de Thivetz?Mi HERMANA. -A ese buen sacerdote que, a la edad de cien años, recorríacuatro leguas cada mañana? EL ABATE. -Que se apagó a los ciento y un años, al enterarse de la muerte deun hermano que vivía con él, y que tenía noventa y nueve?MI PADRE. -El mismo. l EL ABATE. -¿Y bien? Mi PADRE ¡Y bien! Sus herederos, gentes pobres y desperdigadas por esoscaminos de Dios, por los campos, a las puertas de las iglesias donde mendigabanpor su vida, me enviaron una procuración que me autorizaba a trasladarmehasta el lugar para hacerme cargo de los efectos del difunto párroco, parientesuyo. ¿Cómo negar a unos indigentes un servicio que había rendido antes a familiasopulentas? Fui a Thivet; reclamé la presencia de la justicia; mandé precintarla casa, y esperé la llegada de los herederos. No tardaron en acudir; eran diezo doce. Había mujeres sin medias, sin zapatos, casi sin ropa, que estrechabancontra el pecho a unos niños enganchados a sus míseros delantales; había ancianoscubiertos de harapos que se habían arrastrado hasta allí, llevando al hombroun hado andrajoso repleto de más andrajos; toda una exhibición de la indigenciamás terrible. Imaginad, después de eso, la alegría de aquellos herederos

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a la vista de al menos diez mil francos para cada uno de ellos, pues, a primeravista, la sucesión del párroco podía alcanzar unos cien mil francos. Se retiran losprecintos. Procedo durante todo el día al inventario de los enseres. Llega la noche.Los infelices se retiran; me quedo solo. Tenía prisa por repartirles los lotes,despedirlos, y volver a mis asuntos. Había debajo de una mesa un viejo cofre, sintapa y lleno de toda suerte de papeles; se trataba de viejas cartas, borradores demisivas por enviar, respuestas, recibos antiguos, registros de objetos sin valor,cálculos de gastos, y demás papeleo pretérito. Pero en semejantes casos se leetodo, no se descuida nada. Estaba concluyendo ya tan fastidiosa revisión cuandocayó en mis manos un escrito bastante extenso; ¿y sabéis qué era aquel escrito?¡Un testamento! ¡Un testamento firmado por el cura! ¡Un testamento cuyafecha era tan antigua que los ejecutores nombrados como tales llevaban veinteaños muertos! Un testamento donde se desheredaba a los pobres que dormíana mi alrededor, y designaba como legatarios oficiales a los Frémin', esos ricoslibreros de París que tú debes de conocer. Imaginaos mi sorpresa y mi pesar;pues, ¿qué tenía que hacer yo entonces con ese documento? ¿Quemarlo? ¿Y porqué no? Acaso no era reprobable de principio a fin? Y el lugar donde lo habíahallado, (no era suficiente prueba de su invalidez, sin contar con la injusticiaindignante que implicaba? Toda esas cosas m; decía yo en mi hiero interno eimaginándome al mismo tiempo la desolación de esos desdichados herederosexpoliados, frustrados en su esperanza, acercaba sin pensar el citado testamentoa la lumbre; luego, otras ideas se cruzaban con las primeras, no sé qué tremendotemor a equivocarme en la decisión de un caso tan importante, la desconfianzaen mis luces, el miedo a escuchar más la voz de la piedad clamando en el fondode mi corazón que la de la justicia me retenían bruscamente; y pasé el restode la noche deliberando sobre aquella acta inicua que puse sobre las llamas envanas ocasiones, sin saber si quemarla o no. Este último partido ganó la batalla;.u -n minuto antes o un minuto después habría tomado el partido contrario . En mi perplejidad creí que sería prudente pedir consejo a alguna persona sabia. Mesubo al caballo al amanecer; me dirijo a toda prisa a la ciudad; paso por delantede la puerta de mi casa, sin entrar me apeo e? el seminario que se hallaba porentonces ocupado por oratorianos entre los que se encontraba uno justamentedistinguido por la claridad de sus luces y la santidad de sus costumbres: se tratabadel padre Bouin considerado en la diócesis como el mejor casuista.»Mi padre había llegado a esta altura del relato cuando entró el doctor Bissei;era amigo y médico de la casa. Se informó acerca de la salud de mi padre, le

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tomó el pulso, dio fe, insistió en su régimen, cogió una silla y se puso a con

versar con nosotros. l

Mi padre le preguntó por algunos enfermos suyos, entre otros por unviejo bribón de intendente del señor de La Mésangere, antiguo alcalde denuestra ciudad. Dicho intendente había desordenado y quemado los papelesde su señor, había llevado a cabo falsos préstamos en su nombre, había pedido títulos de propiedades, se había apropiado de fondos, había cometidouna infinidad de atropellos, la mayor parte probados, que le llevarían a sufriruna pena infamante, o incluso la capital. Ese asunto tenía pues ocupaba atoda la provincia. El doctor le dijo que el hombre en cuestión se encontrabamuy mal pero que no descartaba curarlo.

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MI PADRE. -Mal servicio le rinde.Yo. -Mala acción. I

EL DOCTOR Bissri. -¡Mala acción! ¿Y por qué si puede saberse?Yo. -Hay tantos malvados en el mundo que sería tropelía conservar aquienes quieren dejarnos.EL DOCTOR BISSE-I.M i labor consiste en curarlo, no en juzgarlo; lo sanaréporque es mi oficio; a continuación el magistrado 10 mandará colgar, porquees el suyo. I

Yo. -Doctor. hay una función común a todo buen ciudadano, a vos, amí, consistente en trabajar con t8das nuestras fuerzas por el bien de la república,y me parece que no se cumple salvando a un criminal de quien si nole librarán las leyes. I

EL DOCTOR BISSEI. -¿Y quién ha de declararlo criminal? Yo?Yo. -No, sus acciones mismas.El doctor Bissei. -¿Y quién ha de conocer sus acciones?Yo. -No; pero, permitidme, doctor, que cambie un poco la tesis: supongamosque se trata de un enfermo cuyos crímenes sean de notoriedad pública.Os llaman; acudís, abrís las cortinas, reconocéis a Cartouche o a Nivet.¿Curaréis a Cartouche o a Nivet?El doctor Bissei, tras un momento de incertidumbre, respondió con firmezaque así lo haría; que olvidaría el nombre del enfermo para ocuparse sólo delcarácter de la enfermedad; que era lo único que debía importarle, porque si seinmiscuía más, estaría extralimitándose; que abandonaría la vida de los hombresa merced de la ignorancia, de las pasiones, de los prejuicios, si a la recetamédica antepusiera el examen de la vida y las costumbres del enfermo. «Loque me decís de Nivet, un jansenista me lo dirá de un molinista, un católico deun protestante. Si me alejáis del lecho de Cartouche, un fanático hará lo propiode la cama de un ateo. Es mucho ya aventurarse en aconsejar un remedio, sintener que sopesar además la maldad e permitiera o no administrarlo.

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-Pero, doctor, le repliqué, si has vuestra: hermosa cura, la primera obradel malvado en su convalecencia es asesina! a un amigo vuestro ¿qué diríais?Con la mano en el corazón y en conciencia, ¿no os arrepentiríais dehaberlo curado? No exclamaríais con acritud: ¡Por qué lo he socorrido! ¡Porqué no lo dejé morir! ¿No envenenaríais toda vuestra vida?EL DOCTOR BISSEI. -Seguro, me consumiría de dolor, pero no tendría remordimientos.1

Yo. -¿Y qué remordimientos podríais tener, no digo por matar porqueno se trata de eso, sino por haber dejado morir a un perro rabioso? Doctor,escuchadme. Soy más intrépido que vos; do me dejo embridar por vanosrazonamientos. Soy médico. Observo a mi enfermo; al observarlo, reconozcoa un criminal, y éste es el discurso que le dirijo: Infeliz, date prisa enmorir; es lo mejor que puede pasarle a los demás y también a ti. Sé lo quepodría hacer para aliviarte de esa opresión que sientes en el costado, perono pienso mover un dedo; no odio lo suficiente a mis conciudadanos comopara enviarte de nuevo entre ellos y prepararme así a más pesares por lasnuevas atrocidades que cometerías. No se cómplice tuyo. Se castigaría aquien te esconde en su casa, ¿por qué iba a declarar inocente a quien tesalva? Imposible. Si siento algo es que al dejarte morir así te libro del últimosuplicio. No me ocuparé en devolver a lb vida a quien, por ecuanimidad

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natural, por el bien de la sociedad y la salvación de mis semejantes deberíadenunciar. Muere, y que no se diga que gracias a mi arte y a mis cuidadoshay un monstruo más entre nosotros.» EL DOCTOR BISSEI Adiós, papá amantísimo. ¡Ah, y ojo! Menos café despuésde las comidas, me oís? MI PADRE. -Ya, ¡pero es que es tan bueno!EL DOCTOR BISSEI. -Al menos tomadlo con mucho, mucho azúcar.Mi HERMANA. -Pero, doctor, tanto azúcar nos calentará.EL DOCTOR BISSEI. -¡Tonterías! Adiós, filósofo.Yo. -Doctor, un momento más. Galeno que vivía bajo el imperio de MarcoAurelio y que, ciertamente, no era un hombre ordinario, aunque creyera enlos sueños, en amuletos y maleficios, dice de sus preceptos sobre los mediosde conservar a los recién nacidos: “A los griegos, a los romanos, a todos losque caminan tras sus pasos en la carrera científica, a ellos me dirijo. En cuantoa los germanos y demás bárbaros, son tan poco dignos de mis sabios consejoscomo los osos, jabalíes, leones y otras fieras.”

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EL DOCTOR BISSEI. Ya lo sabía.Y ambos os equivocáis: Galeno, por proferirsentencia tan absurda; vos, por ponerlo por testigo. No existiríais, nivos ni vuestro elogio o vuestra crítica de Galeno, si la naturaleza no hubieragozado de mejores métodos que el suyo para conservar a los hijos de losgermanos.Yo. -Durante la última peste de Marsella ...EL DOCTOR BISSEI. Apresuraos; que tengo prisa.Yo. -Había rufianes que asaltaban casas, saqueando, matando, aprovechándosedel desorden general para enriquecerse gracias a toda suerte decrímenes. Uno de esos truhanes contrajo la peste, y uno de los sepulturerosa quienes la policía había encargado de deshacerse de los muertos, lo reconoció.La policía iba y venía y arrojaba 109 cadáveres en plena calle. El sepultureroreconoce al criminal entre los cuerpos y le dice: «¡Ah, miserable, eres tú!»,al tiempo que lo coge por los pies y lo arrastra hasta la ventana. El malvadole grita: «No estoy muerto.» El otro le responde: «Estás lo suficientementemuerto», y lo tira de un tercer piso. Doctor, sabed que el sepulturero quedespacha con tanta presteza al malvado apestado es menos culpable para míque un hábil médico como vos que lo haya curado: y os ruego que os vayáis.EL DOCTOR BISSEI. Querido filósofo, admiraré vuestra inteligencia y vuestroapasionamiento siempre que os plazca conversar conmigo; pero vuestramoral no será nunca la mía, y apuesto a que tampoco la del abate.EL ABATE. -Apostáis sobre seguro.»Iba a emprenderla con el abate; pero mi padre, dirigiéndose a mi, sonriente,me dijo: «Estás combatiendo tu propia causa.YO. -¡Y por qué, pues? Mi PADRE. -Deseas la muerte de ese bribón de intendente del señor deLa Mésangere, ¿no es así? ¡Pues deja hacer al doctor! ¿Qué estás diciendo envoz baja?Yo. -Digo que Bissei nunca merecerá la inscripción que colocaron 10sromanos sobre la puerta del médico(de Adriano VI tras su muerte: Al liberadorde la patria. Mi HERMANA. -Y que si hubiera sido el médico de Mazarino, ese ministrofallecido, los carreteros nunca habrían dicho, según indica Guénaut:

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«Compañeros, dejemos pasar al doctor, que nos ha hecho el favor de mataral cardenal.»» l

Mi padre sonrió y dijo: “En qué parte de la historia me había quedado?

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MI HERMANA. -Estabais con el padre Bouin.MI PADRE. -Le expongo el hecho. El padre Bouin me dice: «Nada es tanloable, señor, como el sentimiento de piedad que os lleva a conmoverosante la suerte de esos desdichados herederos. Suprimid el testamento, socorredlos,doy mi consentimiento; pero a condición de restituir al legatariouniversal la suma precisa de la que le habréis privado, ni más, ni menos.»Perdón, parece que siento frío en la espalda. Seguro que el doctor ha dejadoabierto; hermanita, ve a cerrar.Mi HERMANA. -Ya voy; pero espero que no continuéis hasta que no vuelva.MI PADRE. -Ni que decir tiene.»Mi hermana, que se hizo esperar, dijo al volver, algo enfadada: “Es ese locoque ha colgado dos carteles en su puerta, en uno de los cuales puede leerse: Sevende casa a veinte mil francos, o se alquila mil doscientos al año, sin contrato; y enel otro: Se prestan veinte mil francos por un año, al seis por ciento.Yo. -<Un loco, hermana mía? <Y si sólo hubiera un cartel donde veisdos, y el cartel del préstamo no fuera sino una traducción del cartel del alquiler?Pero dejémoslo y volvamos al padre Bouin.MI PADRE. -El padre Bouin añadió: «¿Y quién os ha autorizado a sancionaro no las actas? <Quién os ha autorizado a interpretar las intenciones delos muertos?«-Pero, padre Bouin, ¿y el cofre?<<-¿Quién OS ha autorizado a decidir si ese testamento ha sido rechazadoy apartado ahí adrede, o si se ha extraviado por error? ¿Nunca os ha sucedidolo mismo y habéis encontrado en el fondo de un cubo de basura un papelimportante que ha acabado ahí por inadvertencia?«-Pero, padre Bouin, ¿y la fecha y la iniquidad de ese documento?«-¿Quién os ha autorizado a pronunciaros sobre la justicia o la injusticiadel acta, y a contemplar el legado universal como un don ilícito, y nocomo una restitución o cualquier otra obra legítima de similar naturaleza?«-Pero, padre Bouin, <y esos herederos inmediatos y pobres, y ese parientelejano y rico? -¿Quién os ha autorizado a calcular lo el difunto debía a sus parientescercanos, que no conocéis, y a su legatario; al que tampoco conocéis?«-Pero, padre Bouin, ¡y ese montón de tartas del legatario, que el difuntoni siquiera se había molestado en abrir! Una circunstancia que habíaolvidado comentaros, añadió mi padre, es que(en aquel montón de papelotesdonde encontré el fatal testamento, había veinte, treinta, no sé cuántas cartasde Frémin, todas selladas. «No hay, dijo el padre Bouin, ni cofre, ni fecha, nicartas, ni padre Bouin, ni síes, ni peros que valgan; nadie puede infringir las

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leyes, penetrar en el pensamiento de los muertos y disponer de los bienes

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ajenos. Si la providencia ha resuelto castigar al heredero o al legatario, o aldifunto, o no sé sabe a quién, por la conservación fortuita de ese testamento,así ha de ser.«Tras una decisión tan clara, tan precisa del hombre más ilustrado denuestro clero, quedé estupefacto y tembloroso, pensando en mí, en lo queme habría convertido, en lo que os habría convertido a vosotros, hijos míos,si hubiera quemado el testamento, y estuve a punto en diez ocasiones; en loque me habrían atormentado los escrúpulos hasta acabar acudiendo a consultaral padre Bouin. ¡Oh, y entonces habría decidido restituir aquella fortuna!¡Y lo habría hecho, seguro! ¡Y os habría arruinado!MI HERMANA. -Pero, padre mío, después tuvisteis que volver al presbiterio,y anunciar a todos esos indigentes que no les pertenecía nada, quepodían volverse como habían venido. Con el alma compasiva que poseéis,cómo tuvisteis valor?MI PADRE. -LO cierto es que ni lo sé. En un primer momento, pensé inclusoen dimitir de procurador y que nombraran a un hombre de leyes parala ocasión; pero un hombre de leyes habría actuado con todo rigor, y echadode malas maneras a esas pobres gentes cuyo infortunio quizá pudiera aliviar.Volví pues el mismo día a Thivet. Se inquietaron por mi súbita ausencia ylas precauciones que había adoptado al partir; se inquietaron más aún al verel aire triste con el que reaparecí. Sin embargo, me forcé y disimulé lo mejorque pude.Yo. -O sea, bastante mal.MI PADRE. -Empecé por poner a buen recaudo todos los enseres de valor.Reuní luego en la casa a algunos paisanos que me echarían una mano encaso de necesidad. Abrí la bodega y los desvanes que abandoné a aquellosdesdichados, invitándolos a beber, a comer y a compartir entre sí el vino, eltrigo y todas las provisiones alimenticias.EL ABATE. -¡Pero padre! ...MI PADRE. -Ya sé, no les pertenecía más que el resto.Yo. -Vamos, abate, que nos interrumpes.MI PADRE. -A continuación, pálido como la muerte, con las piernas temblorosasy la boca abierta, me sentaba, me levantaba, empezaba una frase,la interrumpía, lloraba ... y todas esas gentes me rodeaban, y exclamaban ami alrededor: «Señor, qué sucede? -<Que qué sucede?, dije yo. Un testamento,un testamento que deshereda a vuesas mercedes.» Aquellas pocaspalabras me costaron tanto que casi me desmayo.MI HERMANA. No me extraña.

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MI PADRE. -¡Qué escena, qué escena, hijos, sucedió a aquélla! Me estremezcosólo de pensarlo. Me parece que sigo oyendo los gritos de dolor, defuror, de rabia, los alaridos, las imprecaciones.» Aquí, mi padre se llevaba lasmanos a los ojos y a los oídos. «Esas mujeres, decía, esas mujeres, las estoyviendo, unas tirándose al suelo, se mesaban los cabellos, se arañaban el rostroy los pechos; las otras echaban espuma por la boca, cogían a sus hijos porlos pies, dispuestas a estrellarlos contra el pavimento, si las hubieran dejado;los hombres cogían, tiraban, rompían, todo lo que encontraban al alcancede la mano; amenazaban con prender fuego a la casa; otros, rugiendo, excavabanla tierra con sus uñas, como si hubieran buscado el cadáver del curapara despedazarlo; y a través de todo ese tumulto se distinguían los gritos de

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los niños que compartían, sin saber por qué, la desesperación de sus padres,agarrándose a sus faldones, antes de ser inhumanamente rechazados. Creoque nunca he sufrido tanto en toda mi vida.«Mientras, había escrito al legatario de París instruyéndolo de todo yapremiándole para que hiciera una diligencia, la única manera de prevenirun accidente que yo no pudiera impedir.«Había calmado algo a los desgraciados con la esperanza que me parecíafundada de que el legatario pudiera renunciar por completo a sus derechos,o que se aviniera al menos a un acuerdo favorable para todos, y los habíarepartido entre las cabañas más alejadas del pueblo.«El tal Frémin de París llegó enseguida; lo miré fijamente y le encontréuna fisonomía que no prometía nada bueno.Yo. -¿Grandes cejas frondosas y negras, ojos turbios y pequeños, bocaancha y torcida, tez renegrida y picada de viruela?Mi PADRE. -ESO mismo. No había tardado ni treinta horas en recorrersesenta leguas. Empecé por mostrarle a los infelices cuya causa me correspondíadefender. Se hallaban todos de pie frente a él, en silencio; las mujereslloraban; los hombres, apoyados en sus respectivos bastones, se habíandescubierto y guardaban la gorra en la mano. Frémin, sentado, con los ojoscerrados, la cabeza inclinada y la barbilla apoyada en el pecho, no los miraba.Hablé en defensa de aquellas pobres gentes con todas mis fuerzas; no sé dedónde saca uno lo que dice en semejantes casos. Le hice ver las dudas que

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albergaba sobre la legitimidad de la herencia; le hice comprender el abismoentre su opulencia y la miseria que tenia ante la vista; creo incluso que mepostré a sus pies; no pude sacar un óbolo. Me dijo que no entraba en talesconsideraciones; que había un testamento; que la historia del citado testamentole era indiferente. y que prefería atenerse a mi conducta y no a misdiscursos. Indignado, le tiré las llaves a las narices; las recogió, se apoderó detodo. y me quedé tan confuso, tan apesadumbrado, que vuestra madre, queaún vivía. pensó que me había ocurrido alguna terrible desgracia... ¡Ay, hijosmíos! ¡Qué hombre, ese Frémin!»Tras ese relato permanecimos todos en silencio, pensando en tan singularaventura. Vinieron algunas visitas; un eclesiástico cuyo nombre heolvidado: un prior gordo, que sabía más de vino que de moral, y que habíahojeado más los Medios de llegar a ser alguien que las Conferencias de Grenoble;un hombre de leyes, notario y oficial de policía llamado Dubois; y, pocotiempo después, un obrero que solicitaba hablar a mi padre. Le hicieronpasar y con él a un antiguo ingeniero de provincias, el cual vivía retirado ycultivaba las matemáticas que antaño profesara; era uno de los vecinos delobrero; el obrero era sombrerero.El sombrerero dirigió sus primeras palabras a mi padre comunicándoleque el auditorio era demasiado numeroso para lo que venía a decirle. Todoel mundo se levantó, quedando únicamente el prior, el hombre de leyes, elgeómetra y yo mismo, porque me retuvo el sombrerero.“Señor Diderot, dijo a mi padre, tras mirar alrededor del aposento por si

alguien pudiera estar escuchando, vuestra probidad y vuestras luces me traen

hasta vos, y no me importa encontraros con estos otros señores que quizá no

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me conozcan, aunque yo sí los conozco. ¡Un sacerdote, un hombre de leyes.un sabio, un filósofo y un hombre de bien! Sería demasiada casualidad si noencontrara entre tantas personas de estamentos tan diversos y todas igualmente justas e ilustradas el consejo que necesito.>> El sombrerero añadió acontinuación: primero prometedme, señor, guardar el más absoluto secretosobre este asunto que me concierne, sea cual sea la decisión que juzguéisa propósito adoptar.>>Se lo prometió, y prosiguió: <No tengo hijos; no los hetenido de mi última mujer, a la que he perdido hace más o menos quincedías. Desde entonces ya no vivo; no puedo ni beber, ni comer, ni trabajar,ni dormir. Me levanto, me visto, salgo y vagabundeo por la ciudad devoradopor una profunda inquietud. Me he ocupado de mi mujer enferma durante

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dieciocho años; le he rendido todos los servicios que han dependido de míy que su triste condición exigía. Los gastos que he tenido para sus cuidadoshan acabado con los ingresos y los humildes ahorros fruto de mi trabajo, mehan dejado cargado de deudas, y me encontraría, a su muerte, agotado porel cansancio, con mis años jóvenes perdidos, y en la misma situación quecuando me instalé, si acatara las leyes y dejara que unos herederos lejanos sequedaran con la porción correspondiente a lo que ella aportó como dote: setrataba de un ajuar bien surtido, pues su padre y su madre, que querían muchoa su hija, hicieron por ella todo lo que pudieron, más de lo que pudieron:bellas y buenas ropas en cantidad, que han quedado nuevas, ya que la pobremujer no tuvo tiempo de usarlas; y veinte mil francos en dinero, procedentesdel reembolso de un contrato firmado ante el señor Michelin, apoderadodel procurador general. Apenas la difunta cerró los ojos, sustraje la ropa y eldinero. Vuesas mercedes están ahora al corriente de mi asunto. ¿He obradobien? ¿He obrado mal? No tengo la conciencia tranquila. Me parece estaroyendo una voz que me dice: has robado, has robado; devuélvelo. ¿Qué opinan.señores? Piensen vuesas mercedes que mi mujer se me ha llevado, alirse, lo que he ganado durante veinte años; que me encuentro incapacitadopara trabajar; que estoy endeudado, y que si restituyo lo sustraído me quedael hospital: si no es hoy, será mañana. Hablen, señores, espero su decisión.¿He de restituir e ingresar en el hospital?-Os cedo el honor, dice mi padre, inclinándose ante el eclesiástico; hablad,señor prior.-Hijo mío, dice el prior al sombrerero, no soy amigo de los escrúpulos,confunden la cabeza y no sirven para nada; quizá no tenías que haber cogidoese dinero pero, puesto que lo has hecho, mi opinión es que no lo devuelvas.Mi PADRE. -Pero, señor prior, espero que no sea ésa vuestra última palabra.EL PRIOR. -A fe mía q& sí; no sabría extenderme más.MI PADRE. -Pues no habéis ido muy lejos. Vuestro turno, señor magistrado.EL MAGISTRADO. -Amigo mío, tu situación es embarazosa; otro te aconsejaríaquizá legar ese fondo a los parientes de tu mujer, con el fin de que encaso de que fallecieras no pasara a los tuyos y gozar, en vida, del usufructo.Pero hay leyes, y esas leyes no te otorgan ni el usufructo, ni la propiedad del

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capital. Créeme, cumple las leyes y sé un hombre honrado; al hospital, si

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fuere necesario.YO. -¡Hay leyes! ¡Qué leyes!MI PADRE. -¿Y VOS, señor matemático, cómo resolvéis el problema?EL GEÓMETRA. - Amigo mío ¿no me has dicho que habías cogido alrededor de veinte mil francos?EL SOMBRERERO. -Sí, señor.EL GEÓMETRA. -<Y cuánto te ha costado aproximadamente la enfermedadde tu mujer?EL SOMBRERERO. -Aproximadamente la misma suma.EL GEÓMETRA. -¡Pues bien! Quien por veinte mil francos paga veinte milfrancos, se queda en cero.MI PADRE, a mí. -¡Y qué dice la filosofía?Yo. -La filosofía se calla cuando la ley carece de sentido común.»Mi padre sintió que no debía presionarme, y dirigiéndose inmediatamenteal sombrerero: «Maestro mengano, le dice, nos habéis confesado quedesde que habéis expoliado la sucesión de vuestra mujer, habéis perdido lapaz. ¿Y de qué os sirve ese dinero que os ha quitado el mayor de los bienes?Deshaceos de él cuanto antes, y bebed, comed, dormid, trabajad, sed feliz envuestra casa, si podéis, o en cualquier otro lado si no os es posible.»El sombrerero replicó bruscamente: «No, señor, me iré a Ginebra.-¿Y crees que dejarás el remordimiento aquí?-No sé, pero iré a Ginebra.-Vete adonde quieras, te encontrarás con tu conciencia.El sombrerero se fue; su extraña respuesta fue el objeto de nuestra conversación.Convinimos que quizá la distancia espacial y temporal debilitaralos sentimientos y las conciencias, incluida la del crimen. El asesino que desembarcaen las costas chinas se encuentra demasiado lejos para ver el cadáverque ha dejado sangrando a orillas del Sena. El remordimiento nace quizámenos del rechazo por uno mismo que del temor a los demás; menos de lavergüenza por la acción que de la desaprobación y el castigo consiguientes sillegara a descubrirse. ¿Hay criminal clandestino lo bastante frío y tenebrosocomo para no temer la traición de una circunstancia imprevista o la indiscreciónde una palabra dicha sin pensar? ¿Qué certeza posee de no descubrirseen el delirio de la fiebre o en medio de un sueño? Le escucharán en el lugarde la escena del crimen, y se desvelará todo. Mientras que los que le rodeenen China no entenderán lo que diga. «Hijos míos, los días del malvado estánllenos de alarmas. La paz es patrimonio exclusivo del hombre de bien. Sóloél vive y muere tranquilo.»

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Agotado el tema, las visitas se fueron; mi hermano y mi hermana volvieron;retomamos la conversación interrumpida, y mi padre dijo: «¡Dios sealoado! Henos aquí juntos. Me encuentro bien con los demás, pero mejor convosotros.» Luego, dirigiéndose a mí: <<¿Por qué, me preguntó, no has dado tuopinión al sombrerero?-Porque me lo habéis impedido.-¿Y he hecho mal?-No, porque no hay buen consejo para un tonto. ¿Acaso no es ese hombreel pariente más cercano de esa mujer? ¿Y no le ha sido otorgado en doteel bien que ha retenido? ¿No le pertenece legítimamente? ¿Qué derecho tienenesos otros familiares?

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Mi padre. -Ves la ley, sin ver su espíritu.Yo. -Veo como vos, padre, la inseguridad de las mujeres, despreciadas,odiadas sin motivo ni razón por sus mandos, si además la muerte privara a éstosde sus bienes. Pero, ¿qué me importa a mí, hombre honrado, que tan bien hecumplido mis deberes para con la mía? ¿No me basta con la desdicha de haberlaperdido? ¿Tienen que venir encima a despojarme de sus restos mortales?MI PADRE. -Pero si reconoces la sabiduría de la ley, supongo que tienesque acatarla.MI HERMANA. -Sin la ley ya no hay robo.Yo. -Os equivocáis, hermana.MI HERMANO. -Sin la ley todo es de todos, y ya no hay propiedad.Yo. -Os equivocáis, hermano.MI HERMANO. -¿Y qué funda entonces la propiedad?Yo. -Primitivamente, la toma de posesión por el trabajo. La naturaleza hahecho las buenas leyes desde siempre; una fuerza legítima asegura su ejecución;y esa fuerza, que todo lo puede contra el malvado no puede nada contrael hombre de bien. Yo soy ese hombre de bien; y en tales circunstancias ymuchas otras que podría detallaros, la cito ante el tribunal de mi corazón, demi razón, de mi conciencia, ante el tribunal de la equidad natural; la interrogo,me someto o la anulo.Mi PADRE. -Predica esos principios por los tejados, te prometo que llegaránlejos, y verás qué resultados tan bellos obtendrás.-No los predicaré; hay verdades que no están hechas para los locos; perolos guardaré para mí.-¿Para ti que eres un sabio?-Exactamente.-Según eso, me imagino que no aprobarás tampoco la conducta queseguí en el asunto del párroco de Thivet. Pero tú abate, ¿qué piensas tú?

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EL ABATE. -Pienso, padre, que habéis actuado con prudencia al consulta1y creer al padre Bouin, y que si hubierais seguido vuestro primer impulso enefecto ahora nos veríamos arruinados.MI PADRE. -Y tú, gran filósofo, ¿no eres de la misma opinión?-No.-Demasiado breve. Explícate.-¿Me lo ordenáis?-Sin duda.-¿Sin miramientos?-Sin duda.Yo. -No, ciertamente, le repliqué con ardor, no soy de la misma opinión.Yo pienso que si alguna vez en vuestra vida habéis cometido una mala acción,ha sido ésa; y que si estabais obligado a restituir al legatario tras romper el testamento,todavía lo estáis más para con esos herederos por no haberlo hecho.MI PADRE. -He de confesar que esa acción se me ha quedado atravesadapara siempre; pero, ¿y el padre Bouin?Yo. -Vuestro padre Bouin, con toda su reputación de ciencia y santidad,era tan sólo un mal razonador, un devoto de cortas miras.MI HERMANA, en VOZ baja. -¿Acaso proyectas arruinarnos?MI PADRE. -¡Basta! ¡Tengamos la fiesta en paz! Olvídate del padre Bouin,y dinos tus razones, sin injuriar a nadie.

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Yo. -¿Mis razones? Muy sencillas, éstas son. O el testador ha queridosuprimir el acta que había hecho desde la dureza de su corazón, como todoparece indicar, y habéis obviado su arrepentimiento; o ha querido que eseacto atroz tuviera efecto, y os habéis vuelto cómplice de su injusticia.MI PADRE. -¿Su injusticia? ¿No te precipitas?Yo. -Claro que su injusticia; y todo lo que ha proferido el padre Bouinno son sino vanas sutilezas, pobres conjeturas, unos «quizás» faltos de valory envergadura, al lado de las circunstancias que privaban de validez el acta injustaque habéis rescatado del polvo, exhibido y rehabilitado. Un cofre lleno deviejos papeles, entre esos viejos papeles un papel más viejo aún y prescrito, porla fecha, por la injusticia que comporta, por el hecho de aparecer mezclado conotros papeles pretéritos, por la muerte de sus ejecutores, por el desprecio delas cartas del legatario, por la riqueza de dicho legatario, y por la pobreza de losverdaderos herederos. ¿Qué oponemos a todo eso? ¡Una presunta restitución!Supondréis que ese pobre diablo de sacerdote que no tenía un céntimo cuandollegó a su parroquia, y que había pasado ochenta años de su vida amasandoalrededor de cien mil francos céntimo a céntimo, había robado antaño a losFrémin, en casa de quienes nunca había estado y a quienes probablemente

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No conocía más que de nombre, la suma de cien mil francos. Pongamos quedicho robo existió, ¿y qué? Yo habría quemado de cualquier manera el acta,modelo de iniquidad. Teníais que haberla quemado, insisto. Deberíais haberescuchado a vuestro corazón, que desde entonces no ha dejado de decíroslo,y que sabía mucho más que vuestro imbécil Bouin, cuya decisión sólo pruebael peligro de la influencia religiosa hasta en las mentes más preclaras, y lainfluencia perniciosa de las leyes injustas, de los falsos principios, en la sensatezy la equidad natural. Si os hubierais encontrado al lado del cura cuandoescribió el inicuo testamento, ¿no lo habríais roto en mil pedazos? La suerte lopone en vuestras manos, y lo conserváis.Mi PADRE. -¿Y si hubieras sido tú el legatario universal del párroco?Yo. -Razón de más para mí para romper esa odiosa acta.MI PADRE. -No lo pongo en duda; pero, ¿no hay ninguna diferencia entreel donatario de otro, y el tuyo?Yo. -Ninguna. Son ambos justos o injustos, honrados o malhechores.Mi PADRE. -Cuando la ley ordena, tras el fallecimiento, el inventario y lalectura de todos los papeles, sin excepción, tiene sus motivos, sin duda, ¿ycuáles son esos motivos?Yo. -Si fuera cáustico, os respondería: devorar a los herederos multiplicandolo que se llaman diligencias; pero pensad que no erais hombre deleyes y que, liberado de toda formalidad jurídica, no teníais otra función quela de ejercer la caridad y la equidad natural.»Mi hermana callaba; pero me apretaba la mano en señal de aprobación.El abate sacudía las orejas, y mi padre decía: «Nueva injuria al padre Bouin.¿Crees al menos que la religión me absuelve?Yo. -Sí lo creo; pero peor para ella.Mi PADRE. -El acta que quemas con la autoridad que tú solo te otorgas,¿crees que habría sido declarada legal por un tribunal?Yo. -Puede ser; pero peor para la ley.Mi PADRE. -¿Crees que habría pasado por alto esas circunstancias a lasque das tanta relevancia?

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Yo. -Ni idea; pero habría querido asegurarme. Habría sacrificado unoscincuenta luises: habría sido una caridad bien hecha; y habría recusado eltestamento en nombre de esos pobres herederos.MI PADRE. -Mira, si hubieras estado conmigo, y me hubieras dado eseconsejo, aunque cincuenta luises es una cantidad considerable, ten por seguroque lo habría seguido.EL ABATE. -Pues yo pienso que para entregárselo a la justicia, más valíadar ese dinero directamente a los pobres herederos.

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Yo. -¿Y creéis, hermano mío, que habríamos perdido el juicio?MI HERMANO. - No me cabe la menor duda. Los jueces se atienen estrictamentea la ley, como mi padre y el padre Bouin, y hacen bien. Los jueces,en tales casos, cierran los ojos a las circunstancias, como mi padre y el padreBouin, por el miedo a los inconvenientes consiguientes y hacen bien. A veceshacen sacrificios contra el testimonio mismo de su conciencia, como mipadre y el padre Bouin, el interés del desgraciado y del inocente a quienesno podrían salvar sin dar rienda suelta a una infinidad de bribones, y hacenbien. Temen, como mi padre y el padre Bouin, pronunciar una sentenciaequitativa en un caso determinado, pero funesta en otros mil por la multitudde desórdenes a los que abriría la puerta, y hacen bien. Y en el caso del testamentoque nos ocupa ...Mi PADRE. -Tus razones, en tanto que particulares, quizá fueran buenas,pero como públicas resultarían desacertadas. Se da el caso del abogado pocoescrupuloso que os dice personalmente: «Quemad el testamento», pero quel nunca se atrevería a ponerlo por escrito.Yo. -Ya veo; se trataba de un asunto que no había que llevar ante los jueces. Tampoco lo habría hecho yo en vuestro lugar.MI PADRE. -Habrías preferido tu razón que la razón pública; la decisióndel hombre que la del hombre de leyes.Yo. -Desde luego. ¿Acaso no es el hombre anterior al hombre de leyes? ¿No es la razón de la especie humana mucho más sagrada que la del legislador?Nos llamamos civilizados y somos peores que los salvajes. Parece comosi aún tuviéramos que vagabundear durante siglos, cayendo de extravaganciaen extravagancia y de error en error, antes de alcanzar la primera chispa debuen juicio, cuando el instinto solo nos habría llevado derechos. Así nosvemos, completamente desorientados ...MI PADRE. -Hijo mío, hijo mío, la razón es buena almohada, pero encuentroque mi cabeza reposa más cómodamente aún en la de la religióny las leyes; y no admito réplica pues no tengo ganas de insomnios. No medigas que te estoy poniendo de mal humor. Dime pues, si hubieras quemado el testamento, ¿me habrías impedido la restitución? Yo. -No, padre, que estéis en paz es para mí más valioso que todos losbienes de este mundo.MI PADRE. –Tu respuesta me complace, y con razón.Yo. -¿Y vais a decirnos cuál es esa razón?MI PADRE. -Con mucho gusto. El canónigo Vigneron, tu tío, era un hombreduro, que no se entendía con sus compañeros de quienes se mofabatodo el tiempo por su conducta y sus discursos. Tú eras su sucesor; pero en

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el momento de su muerte, en la familia se pensó que más valía solicitar a lacorte romana una nueva designación que, entre manos capitulares, quizá nohabría obtenido el visto bueno. Tu tío se muere una hora o dos antes de lapresumible llegada del mensajero, y nos encontramos con la canonjía y milochocientos francos perdidos. Tu madre, tus tías nuestros parientes, nuestrosamigos, todos opinaban que se ocultara la muerte del canónigo. Rechacéel consejo, e hice que se tocaran las campanas inmediatamente.Yo. -E hicisteis bien.Mi PADRE. -Si hubiera escuchado a aquellas buenas mujeres y hubieratenido luego remordimientos, veo que no habrías dudado en sacrificarme lamuceta.YO. -Y sin remordimientos. Siempre habría preferido ser buen filósofoque mal canónigo.»Volvió el prior rechoncho, y tras mis últimas palabras, que acababa de oír,Exclamó: “¡Un mal canónigo! Me gustaría saber cómo se puede ser buen o malprior, buen o mal canónigo; son estados absolutamente indiferentes.» Mi padrese encogió de hombros, y se retiró para cumplir con algunos deberes piadososque tenía pendientes. El prior dijo: “He escandalizado un poco a papá.Mi HERMANO. -Puede ser.» Seguidamente, mientras saca un libro delbolsillo, añade: «Tengo que leeros unas páginas de la descripción de Siciliapor el padre Labat.Yo. -Las conozco. Se trata de la historia del calzolaio de Mesina.MI HERMANO. -Justamente.EL PRIOR. –¿Y que hacía ese calzolaio?MI HERMANO. –El historiador cuenta que, habiendo nacido virtuoso, amigodel orden y la justicia, iba a sufrir mucho en un país donde las leyes carecíanno sólo de vigor sino también de aplicación. Cada día amanecía marcado poralgún crimen. Asesinos conocidos iban por la calle con la cabeza bien alta y semofaban de la indignación pública. Los padres se desolaban al ver a sus hijasseducidas y hundidas en la deshonra y la miseria por la crueldad de sus raptores.El monopolio privaba al hombre trabajador de su subsistencia y de la de susvástagos; concusiones de todo tipo arrancaban las lágrimas de los ciudadanosoprimidos. Los culpables escapaban al castigo, o por su crédito, o por su dinero,o por el subterfugio de las formas. El calzolaio veía todo eso y se lo llevaban losdemonios; así que soñaba sin parar en el modo de detener tanto desorden.

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EL PRIOR. -¿Y qué podía hacer un pobre diablo como él?MI HERMANO. -Vais a saberlo. Un día instituyó un tribunal de justicia ensu tienda.EL PRIOR. -¿Cómo puede ser?Yo. -El prior querría que se le despachara un relato, como despacha élsus maitines.EL PRIOR. -¿Y por qué no? El arte oratorio quiere que el relato sea breve,y el Evangelio que la oración sea corta.MI HERMANO. –Al primer rumor de un delito atroz, el hombre se informaba,

proseguía por su cuenta una instrucción rigurosa y secreta. Una vez

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cumplida su doble función de relator y juez, una vez concluido el proceso

criminal y pronunciada la sentencia, salía con un arcabuz bajo el abrigo, y sise encontraba por el día con los criminales en algún lugar apartado, o por lanoche en una de sus correrías, les soltaba equitativamente una descarga decinco o seis balas en el cuerpo.EL PRIOR. -Mucho me temo que el buen hombre acabaría muerto contanto trabajo. Lo siento por él.MI HERMANO. -Tras la ejecución, dejaba el cadáver en la plaza sin más, yse volvía a su casa, satisfecho como quien ha matado a un perro rabioso.EL PRIOR. -¿Y mató a muchos de esos perros?MI HERMANO. -Se calcula que a más de cincuenta, y sobre todo de elevadacondición, hasta que el virrey ofreció dos mil escudos de recompensa aldelator, y juró, frente a los altares, que perdonaría al culpable si se autoinculpaba.EL PRIOR. -¡Qué estúpido!MI HERMANO. -Por temor a que la sospecha y el castigo recayeran sobreun inocente ...EL PRIOR. -¡Se presentó ante el virrey!MI HERMANO. -Le dirigió el siguiente discurso: «He cumplido con vuestrodeber. He condenado y ejecutado a los malhechores que vos debíais castigar.Éstos son los atestados de sus crímenes. Veréis en ellos el procesojurídico que he seguido. Me han dado tentaciones de empezar por vos, perohe respetado en vuestra persona al personaje augusto que representáis. Mivida está en vuestras manos, podéis disponer de ella a vuestro antojo.»EL PRIOR. -Y así se hizo.MI HERMANO. –Lo ignoro; pero sé que con todo ese celo por la justicia, esehombre no era sino un asesino.EL PRIOR. -¡Un asesino! La palabra es demasiado dura: ¿qué otro calificativopodría atribuírsele si hubiera asesinado a gentes de bien?

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Yo. -¡Qué tonterías!Mi HERMANA. -Sería de desear ...MI HERMANO, a mí. -Sois soberano; este asunto se halla sometido a vuestradecisión; ¿cuál es?Yo. -Abate, estáis tendiéndome una trampa, pero consiento a ello. Condenaréal virrey a ponerse en el lugar del zapatero, y al zapatero a ocupar ellugar del virrey.MI HERMANA. -Bien dicho, hermano.»Mi padre reapareció con ese rostro sereno que traía siempre tras la oración.Se le narró el hecho, y confirmó la sentencia del abate. Mi hermanaañadió: “Y así es como nos encontramos con una Mesina privada, si no delúnico hombre justo, al menos sí del único ciudadano valiente. Lo cual meentristece.»Se sirvió; aún hubo quien siguió metiéndose conmigo un rato más; seburlaron del prior por la decisión que había tomado a propósito del sombrerero,y el poco caso que hacía a priores y canónigos. Se le propuso el caso deltestamento: en lugar de resolverlo nos contó algo que le había sucedido a él.EL PRIOR. -¿Recordáis la espectacular ruina del cambista Bourmont?Mi PADRE. -¿Cómo no voy a acordarme? ¡A mí también me debía dinero!EL PRIOR. -Mejor.

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MI PADRE. -¿Por qué mejor?EL PRIOR. -Porque si obré mal, mi conciencia se verá aliviada. Fui nombradosíndico de los acreedores. Entre los activos de Bourmont había un pagaréde cien escudos a nombre de un pobre mercader de grano vecino suyo.El pagaré, compartido a prorrateo por los numerosos acreedores, no tocaba I

ni a doce céntimos por cabeza; y requerido al vendedor de grano, significabasu ruina. Supuse ...MI PADRE. -Que ningún acreedor rehusaría doce céntimos a aquel desdichado;así que rompisteis el pagaré y mi bolsa se convirtió en limosnas.EL PRIOR. -Es cierto; ¿estáis enfadado por ello?MI PADRE. -No.EL PRIOR. -Pues pensad que los demás tampoco lo estarían, y todo quedadicho.MI PADRE. -Pero, señor prior, si rompéis un pagaré haciendo uso devuestra sola autoridad, ¿por qué no romperíais dos, tres, cuatro, sobre todocuando resulta tan fácil encontrar siempre indigentes que socorrer a expensasajenas? El principio de piedad puede llevarnos muy lejos, señor prior: lajusticia, la justicia ...EL PRIOR. -Siempre se dice, a menudo es una gran injusticia.»

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Una joven, que ocupaba el primer piso, bajó; era alegre y algo chiflada. Mipadre le pidió noticias de su mando: ese marido era un libertino que habíadado a su mujer ejemplo de malas costumbres, la cual, según creo, no habíatardado en seguirlo, y aquél, para escapar a la persecución de su acreedores,se había ido a la Martinica. La señora de Isigny, que así se llamaba nuestrainquilina, respondió a mi padre: «¿El señor de Isigny? ¡A Dios gracias, no heoído hablar más de él! A lo mejor se ha ahogado.EL PRIOR. -¡Ahogado! Os felicito.SEÑORA DE ISIGNY. -¿Y qué OS importa, señor abate?EL PRIOR. -A mí nada, ¿pero a vos?SEÑORDAE ISIGNY-¿A mí?EL PRIOR. -Es que se va diciendo por ahí ...SEÑORDAE I SIGNY. -¿Y qué se va diciendo?EL PRIOR. -Puesto que queréis saberlo, se dice que había descubiertoalguna de vuestras cartas.SEÑORDAE I SIGNY. -¿Acaso no guardaba yo una hermosa colección de lassuyas?"Y ya nos ve aquí inmersos en una discusión de lo más cómica entre elprior y la señora de Isigny sobre los privilegios de uno y otro sexo. La señorade Isigny me llamó en su auxilio, e iba a probar yo ya que el primero de losesposos que faltaba al pacto devolvía la libertad al otro, cuando mi padre mepidió el gorro de dormir, acabó con la conversación y nos mandó a todos aacostarnos. Al ir a desearle las buenas noches, le dije al oído: «Padre, es queen realidad no existen las leyes para los sabios.-Hablad más bajo.-Todas están sujetas a excepción, el sabio es quien debe juzgar en cadacaso si hay que someterse a ellas o al contrario no tenerlas en cuenta.-No me importaría, me respondió, que hubiera en la ciudad uno o dosciudadanos como tú, pero no viviría en ella si pensaran todos igual.

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