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E L creador, Presidente y alma y vida de esta Fundación, me insta —y ya sabéis cómo sabe hacerlo— para que conmemoremos el III Centenario de Velázquez, enorme artista del que se pensaría que estamos en esta casa considerablemen' te distantes. Deferente a su insistencia pago, tal vez, cul- pas propias, porque debo confesar que, desde hace años, cuando pienso en Velázquez o en lo «clásico», se me simul- tanean y superponen ambos conceptos. Comenzaré por señalar que Velázquez sería el primer sor- prendido de esta casi ecuación; apenas nos comprendería, pues en su tiempo no se usaba el concepto de «lo clásico». Creo que merece que nos detengamos acerca de este punto, que atañe en algo al sentido de la generosa institución que hoy nos acoge. En el magno Diccionario de Autoridades —prez de la Real Academia Española en sus comienzos— se registran para la palabra tan sólo tres textos del siglo XVII: el más antiguo, de Fray Hortensio Paravicino, en la Oración fúnebre de id Reina Doña Margarita de Austria (1611); el segundo, de La Dorotea de Lope de Vega (1632), y el tercero, del marqués de Mondéjar. El trinitario cantor de El Greco, y por él retra- tado, se refiere a las lenguas sabias; y Lope juega con los conceptos «autores extraordinarios» y «autores clásicos» (es- cena II del auto IV, fol. 193 de la primera edición) sin re- ferencia alguna a lo arqueológico ni, menos, a lo artístico. Todavía más, el vocablo «clasicismo» no lo admitió la Aca- demia hasta la edición de su Diccionario de 1852, y con esta

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EL creador, Presidente y alma y vida de esta Fundación, me insta — y ya sabéis cómo sabe hacerlo— para que

conmemoremos el III Centenario de Velázquez, enorme artista del que se pensaría que estamos en esta casa considerablemen' te distantes. Deferente a su insistencia pago, tal vez, cul­pas propias, porque debo confesar que, desde hace años, cuando pienso en Velázquez o en lo «clásico», se me simul­tanean y superponen ambos conceptos.

Comenzaré por señalar que Velázquez sería el primer sor­prendido de esta casi ecuación; apenas nos comprendería, pues en su tiempo no se usaba el concepto de «lo clásico». Creo que merece que nos detengamos acerca de este punto, que atañe en algo al sentido de la generosa institución que hoy nos acoge.

En el magno Diccionario de Autoridades —prez de la Real Academia Española en sus comienzos— se registran para la palabra tan sólo tres textos del siglo XVII : el más antiguo, de Fray Hortensio Paravicino, en la Oración fúnebre de id Reina Doña Margarita de Austria ( 1 6 1 1 ) ; el segundo, de La Dorotea de Lope de Vega (1632), y el tercero, del marqués de Mondéjar. El trinitario cantor de El Greco, y por él retra­tado, se refiere a las lenguas sabias; y Lope juega con los conceptos «autores extraordinarios» y «autores clásicos» (es­cena II del auto IV , fol. 193 de la primera edición) sin re­ferencia alguna a lo arqueológico ni, menos, a lo artístico. Todavía más, el vocablo «clasicismo» no lo admitió la Aca­demia hasta la edición de su Diccionario de 1852, y con esta

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F. J. SÁNCHEZ CANTÓN

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curiosa advertencia : «Es voz nuevamente introducida». La-mento acortar de este modo la raíz en nuestra lengua de denominaciones que suenan a muy antiguas. La fecha de las palabra causa extrañeza grande; recuerdo la que me produjo ver que «frivolo» es voz muy vieja ; creíala tan reciente como el tipo y el género que padecemos. Añadiré, sin embargo, que el concepto classicus scñptor aparece, por lo menos, en las Noches áticas de Aulo Gelio, de donde lo tomaron va­rios autores medievales.

Hay que llegar al siglo XViii para encontrar su aplicación a la esfera artística de la antigüedad, concretamente, la grie­ga, en el gran libro de Winckelmann de 1763 ; y que esperar a Hegel para hallar la definición que distinga lo «clásico» de lo «simbólico» y de lo «romántico». Precisada esta cir­cunstancia, para alguno quizá decepcionante, pasaré a hacer otra advertencia previa.

Puede suscitarse la duda de si pretendo rebatir, o discutir siquiera, un precioso estudio que acaba de publicar mi ami­go el profesor don José Antonio Maravall, Velázquez y el sentido de la modernidad; trabajado con documentación abundante y selecta, en particular de textos de pensadores del siglo XVII y de tratadistas de pintura de esa centuria y de la precedente, apenas habrá nada que añadir ni que recti­ficar. Muestra, con evidencia, que entre los valores más ex­traordinarios del gran pintor resalta el de representar como nadie el sentir de su tiempo en el campo artístico —si se contempla desde el filosófico y del científico—, aun sin contar sus avances estéticos y técnicos sobre las generaciones que le siguen. La tesis me parece incontrovertible, como, asimismo, no ya la independencia del artista, sino su posi­ción contraria a la de las escuelas que miran a la florentina y a la romana del siglo x v i como modelos. Visto así, a V e ­lázquez cabría calificarlo de «anti-clásico». Pero certeramente escribe Maravall : «a veces se diría que Velázquez protesta contra el pseudo-clasicismo y el pseudo-humanismo que en su tiempo se practican». Y en eso queda clara la diferencia de situación de mi punto de vista, desde el cual intentaré mostrar: la actitud cierta —no «pseudo»'— que Velázquez mantiene respecto a la antigüedad; cómo su temperamento

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VELÁZQUEZ Y «LO CLASICO»

I I

es paralelo en muchos trazos del de un artista clásico; cuál fue su anhelo —que se frustró por harto anticipado— de co­nocer lo sustancial de las formas escultóricas de Grecia y Roma eliminando lo ya entonces inoperante, sin que hubiese sido un erudito ni un arqueólogo, ni un «clasicista», ni im «neoclásico». No buscaba mejorar ni perfeccionar el natural ; procuraba, insistentemente, lograr la más exacta expresión plástica de la interpretación del natural ; a la vez, la adecuada a su tiempo y la personalísima. Con cambios, en casos, pro­fundos, realizados en cuadros pintados años atrás, no trabaja­ba por embellecerlos, sí por hacerlos intérpretes más fieles de su sentir, cambiante con el paso del tiempo. Compárese su proceder con el de coetáneos suyos, como Francesco Albani y Pietro da Cortona, incluso con el mismo Nicolás Poussin, y se comprenderá la diferencia radical que los separa. Estimo que tales rasgos trazan un modo de ser y una conducta que acerca a Velázquez a los clásicos auténticos, cuanto lo se­para de los fríos imitadores de lo antiguo en los siglos xvi y XVII. En las confusiones originadas, y que pueden origi­narse, en el manejo de los vocablos «clásicos» y «clasicismo» cabe que juegue papel su condición de relativamente nuevos en los léxicos castellanos que antes se ha señalado.

Veremos, ahora, los que pudiéramos llamar varios encuen­tros de Velázquez con la antigüedad.

Nieto de hidalgo portugués, más que probablemente pobre, Velázquez, de niño, recorrería calles y plazas sevillanas con ojos y oídos abiertos a la realidad bullidora, aprendiendo en ella, más que de ciencias y de letras, distante del mundo antiguo cuanto estaban de su estatura los altos Hércules de la Alameda ; y, si sus correrías y juegos le llevaron hasta San-tiponce, ignoraría la ciudad sepulta bajo los cercanos olivares, Si estuviese — q u e no lo estaba— en condiciones de elegir lecturas, preferiría, a la Canción a las ruinas de Itálica, El Are^ nal de Sevilla, de Lope de Vega. En aquel singular hervidero de variopinta multitud, ((otava maravilla y plaza universal», se le grabaron, sin duda, «la mulata», «el aguador», «el sar­gento», «la vieja», «los jugadores», «los trapaceros», «los moros».. . , modelos para sus lienzos entre los quince y los veinte.

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Con tales cursos de callejeo, ingresó el niño en el taller de Herrera «el viejo;), donde tampoco pudo aprender noción «del antiguo», pero al entrar el i . " de diciembre de i 6 i o , a los once y medio de edad, en el obrador de Francisco Pacheco se le abrieron esferas hasta entonces herméticas.

En aquel taller había estampas y libros en cantidad razo-nable y a él venían con frecuencia, de visita y aun de ter­tulia, poetas, varones doctos, incluso arqueólogos y teólogos. Imaginamos que el mozo escucharía curioso y que con ma­yor afán revolvería estantes y carpetas. Hace notar Maravall, y es observación valiosa, que la corta afición que muestra Velázquez a introducir esculturas en sus cuadros y lo aboce­tadas como las presenta son indicios de que en el obrador de Pacheco se usaría muy poco el dibujo, teniendo vaciados de yeso como originales. Barrunto que con los años echó de menos este género de ejercicio en su aprendizaje, por las pruebas que habremos de encontrar. Se piensa en que la pu­dibundez de Pacheco preferiría evitar a sus discípulos los desnudos de la estatuaria, aunque mencione y elogie las an­tiguallas. El hecho es que el busto de Felipe I V en el Retrate de Montañés, los tritones en la fuente de la isla en Aranjuez y la Ariadna en el Jardín de la Villa Medid los pintó Veláz­quez dejándolos casi sin hacer, en particular el primero y la última. Tampoco otros pintores nuestros se mostraron aficio­nados a adornar sus cuadros con esculturas de mármol o de bronce, recurso frecuente de italianos, flamencos y franceses.

Habría de conformarse Velázquez en Sevilla, si quería aso­marse al panorama del mundo antiguo, con hojear libros y estampas que, desde luego, no faltaban en el taller. Y com­place suponer que para el más minucioso curioseo aprovecha­rían los aprendices la temporada larga que, en 1611 , invirtió c! maestro en su viaje a la Corte, al Escorial y a Toledo.

Medio centenar de citas de autores griegos y romanos es­parcidas en El Arte de la Pintura de Pacheco, aun descon­tando las presumibles de segunda mano, hace suponer que los estantes del taller albergaban razonable cantidad de li­bros: los poetas Homero, Horacio, Ovidio y Lucrecio; los historiadores Jenofonte, T i to Livio, César, Salustio, Justino, Plinio, Diodoro; los filósofos Platón, Aristóteles, Cicerón,

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VELÁZQUEZ Y «LO CLASICO))

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Séneca; los científicos Euclides, Dioscórides, Galeno; segu­ramente destacarían entre ellos Vitrubio y Filóstrato, útiles para los artistas. ¿Hasta qué punto satisficieron estos libros la avidez de enterarse del mozo aprendiz? Nos falta un elemento esencial para inferirlo; desconocemos si Velázquez manejaba el latín. Había amainado ya en aquella década el fervor que por aprenderlo había sido corriente en el primer renacimiento, cuando el protonotario Luis de Lucena escri­b ía : «Ca quien latín non sabe asno se debe llamar de dos pies». Por otra parte, todo lo ignoramos del hogar hidalgo portuense progenitor del artista ; si bien, de la excelente letra, ortografía y clara redacción de los pocos autógrafos que restan de Velázquez pueda inferirse una educación esmerada.

Restrínjanse cuanto se deba las probabilidades, no se pre­sentan dudas respecto a que en casa de Pacheco hubo de encontrar una atmósfera impregnada de conocimientos de! mundo antiguo mediante libros, grabados, conversaciones y hasta el normal comentario sobre obras del maestro de temas mitológicos, como los frescos pintados para la casa de Ar-guijo y para el Duque de Alcalá, en 1604, y sobre la colec­ción de estatuas clásicas de la misma Casa de Pilatos.

Terminados los años de aprendizaje. Pacheco, maestro y ya suegro de Velázquez, lo envía a Madrid; acógenle don Juan de Fonseca y Figueroa. erudito en arte clásico y autor de un perdido tratado de pintura entre los antiguos, y don Luis de Góngora, magnífico conocedor de la poesía latina. Añádase el efecto que sumaría en su espíritu la visita a las pinturas palatinas, con las fábulas de Tiziano, de Correggio, de Rubens y, al cabo de un lustro, la segunda llegada de éste a la Corte en la que permanece siete meses. Dígase si todo ello no significó la inmersión del joven sevillano en el cla­sicismo, aunque por natural y afición siguiese su más es­pontáneo empeño de observar y fijar con el pincel la vida en torno.

Lo dicho explica que, con ser escaso el gusto de los artis­tas españoles del siglo XVii por los temas mitológicos, fuese Velázquez una excepción. Pese a no haber sido muy fecun­do, puesto que con dificultad la severidad crítica alcanza a reconocer como de su mano hasta ciento veinticinco cuadros,

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quince de ellos se inspiran en temas o personajes paganos. Acaso no se haya reparado en el valor de este dato estadís-tico. Entre los grandes pintores españoles sólo se le acerca en esto Ribera, que vivió casi su vida entera en Italia; Zur-barán queda lejos, aun con sus diez Fuerzas de Hércules —que Velázquez le impulsó a que pintase—•; todavía dista más Alonso Cano, con constarnos que fue muy dado a las estampas; y no se mencionen Murillo, Carreño, Valdés Leal, Claudio Coello.. .

Es inútil a un auditorio cual el presente indicar que con todo lo expuesto el verdadero descubrimiento de la antigüe-dad para Velázquez fue su llegada a Roma ; sin embargo, antes de marchar pinta S triunfo de Baco, en cuya elabo­ración vamos a sorprender rasgos peculiares del pintor.

S e repite, y no hay por qué dudarlo, que el lienzo es como un producto de la influencia de Rubens, colega y amigo, de veintiún años más que él y en plena gloria europea. Ima­ginemos las dificultades de la tarea. Velázquez, tiempo atrás, había pintado el llamado Geógrafo, del Museo de Rouen, sobre el Arquímedes del f lamenco; pero al emprender una composición importante, bajo su mirada y su crítica, había rehuido componer cuadros con muchas figuras; nada amigo de fantasear, frenando siempre la imaginación, se documen­ta en este caso escrupulosamente. Una o dos estampas van a suministrarle datos concretos y preciosos. La primera, obra de Hendrik Goltzius, le abre un camino muy propicio para él : es un triunfo de Baco, no sólo sin la estilada máquina de moda, pero, además, con mezcla de elementos predilectos del sevillano: el dios desnudo, inspirado en una escultura anti­gua, aparece de pie en un campo acompañado por varios humildes devotos. He puesto en duda si se valió, además, de otra estampa, porque ignoro si existe, o si existiría, la que recordase una de las carrozas que en 1612 habían des­filado ante la archiduquesa Isabel Clara Eugenia en Bru­selas y cuya descripción se conoce; hela aquí comprobatoria de hasta qué extremo coincide con el desarrollo de la com­posición de Los borrachos:

«El dios Baco, que parecía estar desnudo, caballero en un tonel, con muchas guirnaldas de parras... por arracadas traía

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VELAZQUEZ Y «LO CLASICO»

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dos racimos de uvas, llevando alrededor ocho mancebos que le venían haciendo fiesta».

Fuera de que Baco está en el lienzo sentado en el tonel, no a horcajadas, y que no todos los acompañantes son mancebos, me parece difícil dudar de que los datos gráficos, o descrip­tivos, de la mascarada bruselesa fueron utilizados por V e ­lázquez.

En los estudios previos a la pintura se revelaría la cualidad reflexiva, dominante en el espíritu del artista sobre la in­vención rápida y, no digamos, sobre la improvisación. Luego, el pintor, desplegando sus dotes únicas, realizaba la pintura, acuciado por el prurito de perfección en expresar la huella que, al observar los precedentes y el natural, se había abierto en su espíritu, distante de la técnica clasicista, imitadora y embellecedora a lo rafaelesco; distante, asimismo, de la ba­rroca de Rubens, aparencial y fastuosa; distante, también, de la de italianos y franceses de aquel momento : esta técnica peculiar de Velázquez, si no sonase a sobrado pedante, cabría denominarla «realismo trascendental» porque no se detiene en la corteza, penetra en las intimidades del natural y abs­trae los elementos esenciales para la representación. Produce el natural impresiones, emociones, conceptos que el artista plasma con líneas y color, desdeñoso, frecuentemente, de la exactitud formal y de dar la calidad del material ; mas éste no es el problema de hoy.

La estancia en Italia desde noviembre de 1629 hasta enero de 1631, a la mitad de la vida, tuvo grandísimo efecto sobre el conocimiento del arte antiguo. Residió parte del tiempo en departamentos del Vaticano y en la Villa Medici, poblados de pinturas clasicistas y de esculturas clásicas, como si no fuese suficiente todo lo que la Ciudad Eterna en calles e iglesias y ruinas ofrecía y ofrece al visitante. Allá pintó dos grandes composiciones; bíblica, la u n a ; mitológica, la otra. En ambas se advierten inspiraciones y recuerdos; en ambas torsos y piernas desnudos están vistos en esculturas antiguas. No he de entrar en el estudio de La túnica de José ni tampo­co en el de La fragua de Vulcano, agotado éste por Diego Ángulo, mas sí os mostraré una minucia, por ser muy ex­presiva de la utilización por Velázquez — a veces por mera

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tetentiva visual— de actitudes estatuarias. H e aquí la reduc­ción de un hermoso bronce romano que entonces estaba en la Villa Medici : es el llamado L'arrotino, esto es, el amolador o afilador que Velázquez recordó en el cíclope de la extrema derecha de La fragua. El ejemplo resulta elocuente de las íntimas preferencias de Velázquez por el arte clásico y de cómo sabía servirse de sus obras.

El retorno a la Corte puso ante sus ojos la pobreza ma­nifiesta de las colecciones escultóricas poseídas por el Rey, que contrastaban no sólo con las romanas y con las de otras ciudades italianas, sino con la riqueza de las series de cuadros de Madrid, El Escorial, El Pardo. Esta observación se ahincó en su espíritu, con el fruto que luego se verá.

Dos decenios escasos transcurrieron en su vida cortesana, que llenan encargos regios, en su mayoría retratos. El sentido clásico no se comprueba ahora por cuadros de asunto inspira­do en la antigüedad, salvo tres, pero sí en el procedimiento antes especificado de la busca de esquemas válidos; encon­trados unos, como Los Santos ermitaños, en un fresco de Pinturicchio, de los departamentos del Papa Borja, en el Vaticano, y en la estampa de Durerò; como El Cristo cru' cificado, que sale de una tabla de Pacheco, firmado en 1614 ; como Las lanzas, de ardua elaboración sobre cierta ilustra­ción de un manual de la Biblia de 1 5 3 5 ; y estampas flamen­cas como La Coronación de la Virgen, sacada de una com­posición de Rubens.

Los tres cuadros mitológicos son Esopo, Menipo y Marte. Los dos primeros ostentan letreros en latín, alarde significa­tivo para nuestro actual propósito: presentan las figuras de dos picaros —trajes y expresión lo acreditan—, con seguri­dad «sabandijas de Palacio» ; si bien no se identifiquen en sus nóminas, por ignorar cómo les llamaban, da la confir­mación el encontrar a Menipo en el lienzo de Mazo La cace' ría del tabladillo en Aranjuez. Entre «los hombres de placer», palatinos documentados en el curioso y ya raro libro de Mo­reno Villa Locos, enanos, negros y niños palaciegos, hay dos que debían de ser de cierta calidad por denominarles, a ellos solos, «gentileshombres de placer» : Manuel de Gante y Manuel Gómez, que cabe fantasear sean estos dos. Si los

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letreros latinos del fabulista y el filósofo cínico dan nuevo testimonio del gusto de Velázquez por la antigüedad, tam-bien confirman estos lienzos el sentido con que el pintor trata sus interpretaciones del antiguo.

El Marte recuerda los contornos y casi la actitud del Pen-sieroso de Miguel Ángel, genio para Velázquez en la línea de los clásicos, a diferencia de lo que pensaba de Rafael. Mientras repetiría el verso de Ariosto

Michel, più che mortal, Angiol divino

tenía la franqueza y la audacia de responder en Venecia. cuando le preguntaban por el de U r b i n o :

Stago per dir che non mi piace niente,

revelándonos su posición ante lo que entendemos por «cía-sicismo idealista del Renacimiento».

El geógrafo, Los borrachos, La fragua, Esopo, Menipo, Marte están vistos desde el punto de mira irrespetuoso e iró­nico. Lamento discrepar de la opinión de mi amigo y com­pañero don Diego Ángulo. Sólo humorísticamente se expli­can las gentes de baja estofa que rodean a Baco ; los que sir­ven de modelos para el fabulista y el satírico; el natural de donde sacó al dios de la guerra y la expresión entre sarcàstica y compasiva —'una divinidad no puede ser compadecida— con que los herreros cíclopes presencian la visita de Helios al taller de Vulcano para participarle la fuga de Venus con Marte. Por otra parte, ha de advertirse que a la elegancia espiritual de Velázquez repugnaba extremar la caricatura y hasta la chocarrería que poetas españoles de su tiempo em­pleaban para ridiculizar el paganismo todavía cantado en serio por muchos entonces.

Pero, coincidente con circunstancias que luego considera­remos, corriendo lustros cambia Velázquez su actitud frente al mundo clásico y sus cuadros mitológicos del último dece­nio de su vida (La Venus del espejo, La fábula de Aragne o Las hilanderas. Mercurio y Argos y, seguramente, las otras tres sobrepuertas perdidas en la infausta nochebuena de 1734) están impregnados de la grave poesía del tiempo pasado, li-

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bres del aire dc fino humor que corre por los cuadros mito­lógicos precedentes.

Examinaremos ahora dos decisiones de nuestro pintor ter-minantes respecto de su reconocimiento de los valores má­ximos del mundo clásico como eficaces en su tiempo.

El pintor aragonés Jusepe Martínez, amigo de don Diego, transcribe la conversación trascendental que hubo de sostener con su Rey en 1648; y es de suponer que no fuera la única acerca del mismo asunto. Dice as í : «Propúsole S . M. que deseaba hacer una galería adornada de pinturas y, para esto, que buscase maestros pintores para escoger de ellos los me­jores; a lo cual, respondió Velazquez: —^Vuestra Majestad no ha de tener cuadros que cada hombre los pueda tener. Replicó S . M. : — ¿ C ó m o ha de ser ésto? Y respondió Ve­lazquez: — Y o me atrevo. Señor (si V . M. me da licencia), il a Roma y a Venecia a buscar y feriar los mejores cuadros que se hallen de Tiziano, Pablo Veronés, Basan, de Rafael Urbino, del Parmesano y de otros semejantes, que de estas tales pinturas hay muy pocos Príncipes que las tengan y en tanta cantidad como V . M., con la diligencia que yo haré. Y más, que será necesario adornar las piezas bajas con estU' mas antiguas, y las que no se pudieren haber, se vaciarán y traerán las hembras a España, para vaciarlas aquí con todo cumplimiento. Dióle S. M. —termina Jusepe— licencia para volver a Italia con todas las comodidades necesarias y crédito. Llegado que fue a Roma, puso al punto por obra su intento, que le salió conforme deseaba».

En el programa del Museo regio propuesto por Velazquez tenemos la confesión preciosa de cómo admiraba las escul­turas antiguas y cómo las echaba en falta en los palacios de Felipe IV .

En efecto, Carlos V y Felipe 11, y aun el mismo Felipe 111, aficionados a las hermosas pinturas de Italia y de Flandes, no habían sentido predilección comparable por la estatuaria antigua; bastáronles los importantísimos encargos a Leone y Pompeo Leoni para satisfacer la ostentación legítima y los sentimientos y recuerdos familiares. Al recorrer los volúme­nes del inventario de los bienes muebles que pertenecieron a Felipe II se confirma la escasez: trece medios cuerpos de

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Emperadores romanos, acaso de relieve, en mármol, enviados al Rey por Giovanni Riccio, Cardenal de Montepulciano, espléndido regalo por motivo que ignoro; otros doce Em­peradores, también de media figura, enviados por el Papa San Pío V ; diecinueve, sin procedencia, varias de ellas pe­queñas, también retratos, excepto dos Espinarios, una Venus y una Leda y las cuarenta y tres que pertenecieron a Don Diego Hurtado de Mendoza, en su mayoría medios cuerpos y bustos, más dos Venus y una Venus con Cupido sin cabe­zas ni pies. Compárese tan modesta suma con las 5.539 pin­turas que don Pedro Beroqui calcula que adquirieron nues­tros Reyes de la Casa de Austria; y no nos paremos a con­siderar la diferencia de mérito.

La posición de Velázquez se nos aparece como justificada de sobra. Por su Vida, redactada por Palomino, siguiendo la escrita y hoy perdida del pintor Alfaro, conocemos cómo cumplió la misión que sobre sí había tomado. Como una parte de sus compras y vaciados de bronce se conservan en e! Museo del Prado y en el Palacio Real, veremos en la pan­talla los ejemplares que declaran el gusto de Velázquez ; gus­to amplio, quizá por las circunstancias de la Corte devota de Madrid, excluyente de los desnudos más atrevidos ; quizá por personal preferencia, más inclinado a las estatuas de lí­neas quebradas que a las solemnes y, ello es explicable, las que abarcan espacio. No necesito prevenir que en el si­glo XVII se carecía de ideas exactas acerca de la escultura griega, cuyo análisis seguro no comenzó hasta cien años después.

La relación de las compras ocupa en la Vida de Palomi­no casi cinco páginas de las nueve dedicadas al segundo viaje del pintor de Felipe I V a Italia, revelando la importancia que a esta gestión hubo de dársele por los artistas españoles y de­mostrando la exactitud de lo que sostengo respecto al co­nocimiento de Velázquez y al interés que tenía por lo clásico, para que su admiración consciente fuese compartida en la Corte de las Españas: actuaba el gran artista cual si fuese a organizar una galería o museo con algunos originales y con selectas reproducciones, sorprendiendo la extensión y variedad de sus compras, según vamos a comprobar.

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Formó la colección con veintinueve estatuas de divinidades y de alegorías, más doce imperiales, que enumera Palomino, además de «grandísimo número de cabezas», de las que sólo menciona la del Moisés de Miguel Ángel, dato que robustece lo que antes indiqué; considerábalo Velazquez como un clásico más.

La lista es tan clara, y está tan bien hecha, que no cabe; dudar fue la traída por el propio Velazquez ; por ello es fácil identificar casi sin vacilaciones las estatuas clásicas. Parte con-siderable de ellas se conserva en los ejemplares que se va-ciaron en bronce, en el Palacio Real y en el Museo del Prado, y parte menor en piezas de mármol. Debe prevenirse que puede originarse alguna confusión con esculturas de la galería que formó la reina Isabel Farnesio : y, asimismo, que lo que actualmente perdura de la colección velazqueña no podrá fijarse con exactitud antes de una investigación en los Sitios Reales, en particular en guardamuebles y almacenes. Sin em­bargo, lo comprobado pregona la afición y los conocimientos del gran pintor en materia de escultura antigua.

Debo consignar mi agradecimiento al catedrático de Ar­queología Sr. Blanco Freijeiro, que me auxilió eficazmente en la identificación dc las estatuas dudosas. De las veintiocho esculturas enumeradas reproduzco dieciséis; las demás, e in­cluso varias de éstas, son muy conocidas del lector.

La primera pieza registrada es el grupo de Laoconte y sus hijos, tenido desde 1506, en que se descubrió, y en el si­glo XVIII después de Lessing, por la herencia escultórica más insigne de la Edad Antigua. Trajo Velazquez el molde o el modelo y en Madrid se fundiría; mas se pierde su rastro y sólo quedan dos cabezas de bronce del sacerdote de Apolo en el Prado.

La segunda pieza en la relación de Palomino es «Un bello coloso de Hércules. . . (que llaman el Hércules viejo) —ano­taré se llama el Hércules Farnesio—• puesto sobre un tronco y la piel del león ñemeo sobre él y con la clava en la imano ; las piernas y las manos son modernas, dc mano de Jacobo de ia Porta. . . raro escultor». No queda, que yo sepa, ejemplar de esta escultura entre nosotros.

Continúa la l ista: ((Otra de Antinoo. . . está en pie, entera,

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mas sin un brazo, y fue tan venerada de Michael Angel . . . no se atrevió a suplirlo; tiene una banda revuelta sobre el hombro izquierdo». Es la estatua que se denomina Her' mes de Belvedere; en el Prado está el hermoso busto de bronce fundido por el molde traído por Velázquez (lám. II).

(iTraxo otra estatua, o simulacro, maravilloso del Nilo, rio de Egypto. . . , que descansa sobre una Esfinge, tiene en la mano izquierda la cornucopia de la abundancia y sobre sí . . . diez y siete niños y varias suertes de animales de Egypto». No se conserva resto de esta obra que, como lue-go veremos, debió de ser de las predilectas de Velázquez.

«También trajo la estatua de Cleopatra, que tiene el brazo derecho sobre la cabeza» y es, desde luego, la Ariadna. V e ­lázquez la pintó en el jardín de la Villa Medici, aunque con Is vaguedad que se ha advertido en su manera de tratar las esculturas en sus cuadros. El Prado guarda una Ariadna gran­de, que se cree comprada por Isabel Farnesio, y otra peque­ña, que, según mi amigo y compañero don Antonio Blanco, Catedrático de Arqueología de la Universidad de Sevilla, será la adquirida por el pintor (lám. II).

Viene a continuación: «Un Apolo, en pie. . . en acto de haber disparado la flecha, mas el arco está roto. . . ; la mano derecha sobre un tronco. . . en el cual se ve una sierpe re­vuelta». Es, como se habrá comprendido, el famosísimo ApO' lo de Belvedere. La puntualidad como lo describe la relación no consiente dudar de que Velázquez trajo el molde o el modelo completos, aunque sólo se conozca hoy la cabeza de mármol, en el Prado (lám. II).

El «Mercurio bellísimo que tiene en la cabeza la gorrilla con alas» es el Hermes Ludovisi. En el Salón del Trono del Palacio Real está la reproducción hecha de bronce en Madrid (lám. IV) .

La que a continuación se describe como «estatua de Niobe en acto de correr y vestida de una camisa sutilísima que parece que la mueve el aire», es, en efecto, la Niobe hermo­sísima de Florencia. No conozco el vaciado que en Madrid se hizo (lám. IV) .

«La estatua de Pan. . . sólo con una piel de animal revuel­ta . . . puesto en un tronco en el cual se ve esculpido un al-

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bogue» —subrayo la exactitud con que Palomino describe las esculturas— se conserva, vaciada en bronce, en el Salón del Trono del Palacio Real (lám. III).

Sigue la mención de dos piezas que no he alcanzado a pre­cisar cuáles sean: «Un Fauno viejo con un niño en los bra­zos», quizá el Sueno con Baco del Louvre, y ((Baco desnudo y a los pies un perro comiendo uvas».

En cambio, es reconocible como versión de la de Gnido praxiteliana, si bien en España no se conserve el bronce, la ((Venus cuando nace de la espuma del mar. . . ; tiene un del­fín abajo, y sobre si algunos amorcillos». Era menor que el natural, según advierte.

Asimismo está en el Salón del Trono el bronce de «un hombre desnudo, con el brazo derecho levantado y cerra­da la mano y con la izquierda tiene la ropa y al pie tiene una tortuga ; dicen que es un jugador de la morra» ; hoy sue­le tenérsele por un orador, llamándosele Cleomenes ; se guar­da en el Louvre (lám. III).

Tras una ninfa pequeña «medio vestida, reclinada sobre el brazo izquierdo en una peña y en ella esculpida una con­cha», que puede ser la ninfa o musa del Museo de las Termas, hoy acéfala, menciona Palomino otra escultura bien conocida: ((Un hombre desnudo que cae en tierra como desmayado; tiene una herida en el lado derecho y el semblante dc gran dolor; . . . un cordel al cuello». Es, claro está, el Galo mori­bundo del conjunto helenístico de Pergamo y el cordel es, nada menos, el torques, o viria de oro o de plata, alhaja bárbara característica. En esta escultura, llena de sentido es­pacial, buscó inspiración Velazquez para la figura de Argos dormido en la sobrepuerta única salvada de las cuatro con que adornó el salón de los espejos del Alcázar de Madrid (lám. I).

Sigue en la puntual lista descriptiva el ((Hermafrodita des­nudo, que descansa sobre un colchón.. . , es la más bella estatua que se pueda pensar». El admirable bronce, fundido en Ma­drid por el molde, o el modelo, aportado por Velazquez, está en el Museo del Prado; mejor dicho, estos días se ha reunido en la Exposición del Gasón con la maravillosa Ve-

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ñus del Espejo de la National Gallery de Londres, para la que sirvió como primer esquema (lám. II).

N o puedo presentar proyección, por no atinar con cuáles sean, del Hermafrodita de pie ni de la estatua pequeña de La diosa Vesta, piezas que pertenecieron a la misma selec­ción velazqueña; mas sí de «una ninfa sentada, con uní concha en la mano, como que vierte agua; tiénenla por Diana», agrega; bronce precioso del Prado, cuyo original está en el Louvre (lám. I).

También es admirable el ejemplar del Museo de «una lu­cha de hombres desnudos», el grupo de «los pancraciastas», traído por Velazquez, tallado en serpentina. El grupo original estaba entonces en la Villa Medici de Roma y hoy en Floren­cia. Obra del siglo lil antes de Cristo, las cabezas son de Nió-bidas y se le colocaron en el Renacimiento (lám. I).

En el «gladiator en pie con feroz y fortísimo movimien­to» se reconoce al llamado Gladiador Borghese ; incluso da la relación la noticia de la firma «Agaxias Doriteo» que os­tenta la escultura del Museo del Louvre. Tampoco queda el vaciado (lám. IH).

Registra, luego, el hermosísimo grupo de Marte con un Amor, llamado el Ares Ludovisi, del Museo del Capitolio, descrito: «Un hombre desnudo y sentado con la espada en la mano y a los pies un pequeño muchacho con el arco en la mano, un escudo y un yelmo en tierra». El ejemplar roma­no, de mármol, será versión de un original de bronce, pro­bable obra de Lisipo en la que desarrolla y perfecciona el concepto espacial que apunta en el Apoxyomenos. Velazquez, al comprar el molde o el modelo del Ares, ratifica su pre­dilección por las esculturas que, como el Galo moribundo y e! Laoconte, acentúan el carácter tridimensional.

La estatua siguiente descrita como «Marte desnudo, sólo con el yelmo en la cabeza ; está en pie y con la espada en la, mano», es el Ares Borghese, creído también Aquiles, hoy en el Louvre.

De ninguna de estas representaciones capitales del dios de la guerra se conserva vaciado, siquiera fragmentario, en nues­tras colecciones.

Otro tanto ocurre con la «Flora gigante de mármol con

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corona de hojas» en la mano izquierda, que es la Flora Far' nese del Museo de Ñapóles (lám. IV) .

El «Narciso de pie, con los brazos abiertos» debe de ser confusión con el Discóbolo de Náucides, del Louvre, cuyo vaciado de bronce está en el Salón del Trono (lám. III).

Parece seguro que tiene que ser el mármol del Prado el ((Baco mozo desnudo, arrimado a un tronco en que tiene la vestidura, el brazo derecho levantado y en la mano un ra' cimo de uvas» ; aunque sea un «herma», no un tronco, el soporte de las vestiduras. Es la más importante estatua ant i ' gua comprada por Velázquez, que, para Furtwaengler, repite un original praxiteliano perdido (lám. IV) .

No identifico la «diosa incógnita que suponían Ceres», CO' locada al final de la relación ; pero, sí es notoria, y muy bella, la estatua de «una figura desnuda, sacándose una espina de un pie con extremada atención y cuidado». El espinario es uno de los tipos creados, sobre una figura del naturalismo helenístico del siglo ill, por algún escultor neoático del si­glo I. En el x v , por la proximidad, probablemente casual, a esta escultura de otra femenina, dábasele una explicación erótica y se nombraba la del muchacho «Rodriguillo español sacándose una espina» ; tal vez, la anécdota motivó que Fe­lipe II tuviese en sus colecciones dos ejemplares. No parece dudoso que el del Museo del Prado sea el mismo de la galería que formaba Velázquez (lám. I) .

Veintiocho obras clásicas, sumadas a un conjunto de bus­tos y cabezas, los más sin especificar, demuestran un esfuerzo considerable, y no sólo de gestiones y dinero, sino también de estudio y reflexión para enriquecer las colecciones pala­tinas y reunir fruición y enseñanzas del antiguo, ya que no fuese posible por medio de piezas, originales todas, median­te modelos y moldes ; criterio museístico notablemente avan­zado para aquel tiempo. Probaba con esto Velázquez cómo lo greco-romano mantenía, para él, valor y eficacia grandes. Sin que pueda considerársele un humanista, había en su espíritu el sedimento denso de sustancias clásicas.

Para la labor compleja del vaciado se trajo de Roma a un español, Jerónimo Ferrer, «en lo cual era eminente», y con él colaboró Domingo de la Rio ja ; pues la tarea requirió cuida-

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do y tiempo largos. Faltan noticias documentales y litera-rías acerca de la distribución dada por Velázquez a las piezas de escultura allegadas. Sábese que se vaciaron algunas dc bronce para la pieza ochavada, que consta fue traza y dis­posición suya; otras se colocaron en el salón grande, llama­do de los espejos, del cual, si bien conocemos algunas par­tes en fondos de retratos de Carreño, no se ven en ellas más esculturas que los leones de las consolas bajo los espejos de las águilas, en todo lo cual anduvo también Velázquez. Con otras estatuas adornó la escalera del Rubinejo, por la que solían bajar los Reyes. Las demás, por testimonio de Palo­mino, se vaciaron de estuco y se colocaron en la bóveda del Tigre y galería baja del Cierzo y otros sitios. El programa formulado en 1648 se llevaba a ejecución desde mediados de 1651.

Es de observar que la afición y el aprecio de la escultura antigua demostrados por Velázquez al realizar un proyecto para servicio del Rey respondía, a la vez, a íntimos senti­mientos, porque en su morada, al ocurrir su muerte, se in­ventariaron: Una cabeza de un viejo, de yeso blanco; un cuerpo de hombre sin brazos, cabeza ni pies; un Laomedón de yeso blanco; un barro del Río Nilo; una cabeza de yeso de mujer, antigua; acaso duplicados y reducciones para sa­tisfacer su personal agrado.

En el mismo inventario consta otra manifestación elocuente de la devoción de Velázquez por lo clásico. Era dueño de una librería de algo más de ciento cincuenta títulos, de los cuales como una sexta parte era de autores clásicos. ¿Adqui­siciones personales? ¿Heredados de su suegro y maestro Pa­checo? Me inclino a lo primero, porque varios de los libros registrados, si hubiesen pertenecido al pintor-tratadista, no puedo creer que no los hubiese aprovechado en su Arte de la Pintura, pues su afán erudito no solía ahorrar citas doctas.

Los veintitantos cuerpos de autores clásicos poseídos por Velázquez cabe clasificarlos as í : tres de poetas; tres de fi­lósofos; seis de matemáticos; dos de químicos; otros tantos de historia (cuatro, si se incluye en este grupo la Natural dc Plinio); cierran la serie seis ediciones, nada menos, dc la Ar-quitectura de Vitrubio. Los poetas se reducen a Horacio y

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a las Metamorfosis de Ovidio, los dos en castellano; de la segunda obra había, también, la versión italiana de Ludovico Dolce ; su utilidad era manifiesta para quien cultivaba los temas mitológicos. Los filósofos no figuraban más que gra-cias a la Política y a la Etica de Aristóteles y a las obras de Jenofonte, que es de suponer incluyesen escritos históricos y filosóficos. El libro mencionado «Euclides Filósofo» se in­fiere ha de ser el comienzo del título de sus obras en la traducción latina de Campano. Era el célebre geómetra autor preferido del cual poseía el pintor, además, la Especularía en italiano, dos ediciones de la Perspectiva, Los elementos geométricos puestos en nuestro romance por Luis Carduchi y la Scientia Mathematica. Dos obras de Dioscórides. La Geo-grafía de Tolomeo. Las Décadas de T i to Livio, en italiano. Quinto Curcio en romance y la Historia natural de Plinio en latín y en italiano, en la que, como es sabido, se historia el arte griego.

Léese esta lista como la confesión de un admirador de aspectos fundamentales de lo clásico. Poco dado a las fanta­sías literarias; aristotélico; euclidiano hasta el extremo y, sobre todo, deseoso por saber de los artistas antiguos y afa­noso por conocer la razón de la gran arquitectura que, in­genuamente, esperaba conseguir acumulando ediciones vi-trubianas.

Pero no sólo disponía de cuanto queda enumerado ; poseía, igualmente, libros instrumentales que le ayudasen a estudiar las antigüedades; a saber, el Elucidarius poeticus de Rober-tus Stephanus; Le imagini ...degli Imperatori de Antonio Zantani; Imperatorum Romanorum... imagines de Jacobo Strada; Filosofía secreta de Juan Pérez de Moya, la más completa mitología en castellano; Discorso delta religione antica de' Romani de Choul. Pido se me perdone el cansan­cio que toda relación seca ocasiona, pero estimo palmaria la demostración de mi aserto aportada por el inventario de los bienes de Velázquez y fuera absurdo prescindir de tan claro y concluyente testimonio.

Resta sólo insistir en el ya indicado giro de Velázquez, que se inicia en la segunda estancia italiana, y es probable que con el maravilloso desnudo La Venus del espejo, el primero

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de SUS cuadros mitológicos libre del sentir humorístico que ttansparece en los anteriores. También están exentos de esta nota La fábula de Aragne o Las Hilanderas y Mercurio y Ar-gos; no cabe dudar de que los otros tres perdidos — V e n u s y Adonis, Psiquis y Cupido y Apolo desollando a Marsias—; quemados el 24 de diciembre de 1734, íecha catastrófica para el Arte, tampoco estarían pintados con pincel alegre, o acre, que para el caso es lo mismo, sino con la serenidad que los años habrían acrecido en un temperamento de suyo ecuánime. El admirador de lo clásico, tras haber leído mucho y visto más, había ido asimilando esencias, más que exter-nidades, de lo antiguo, fuente inexhausta de hermosura y de humanidad.