diario secreto de ana bolena

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Robin Maxwell

DIARIO SECRETO DE ANA

BOLENA

(The Secret Diary of Anne

Boleyn, 1992)

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 A mi madr

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Isabel

 —¡Por Dios! —tronó Isabel—. ¿Es que no vais

oncederme ni un día de respiro en este enojoso asuntoMe dais dolor de cabeza.

Los consejeros de la reina apenas podían acordar saso con las grandes zancadas de aquella mujer dxtraordinaria estatura que atravesaba la gran explanada d

alacio de Whitehall en dirección a su caballo.Su primer consejero, William Cecil, un hombre seri

y formal de mediana edad, se debatía entre la admiración l abatimiento frente a su nueva y joven reina. Iba vestidon un traje de montar de terciopelo negro y dejaba flota

ibremente su larga cabellera rojiza. A sus veinticinco añosabel Tudor era menos testaruda que temeraria. Ajena uanto tuviera algún parecido con la mesura, poseía ungenio agudo y un descaro en el hablar impropio de u

monarca inglés. Con todo, debía admitir su granteligencia. Hablaba seis lenguas con la misma fluidez qua propia y hacía gala de un magnetismo igual al que habrradiado su padre, Enrique VIII, a lo largo de su dilatada urbulenta vida. Si al menos, se lamentaba Cecil, no hallaranto deleite en zaherir a los grandes señores que hablegido como consejeros...

 —Ruego a Su Majestad que reflexione sobre l

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ocante al archiduque Carlos —sugirió Cecil, a riesgo dvivar aún más el enojo de la reina—. Además de ser e

mejor partido de la cristiandad, dicen de él que, para sehombre, es gallardo y de buen parecer.

 —Y lo que es aún más importante —agregó Isabel coxpresión maliciosa—, de buenos muslos y buenas pierna —Me han dicho que aunque es algo cargado d

hombros no se le nota cuando va a caballo —añadió lorClinton con la esperanza de ganar algún terreno.

Isabel, sin embargo, se detuvo en seco y se volvió dorma tan repentina hacia sus consejeros que éstohocaron entre sí, como comparsas de una pantomima.

 —¡Pues a mí me han dicho que es un joven monstruon una enorme cabeza! A fe mía que los partidos que mfrecéis me inclinan bien poco a casarme.

 —El príncipe Eric es un... —Un mentecato sueco —concluyó Isabel. —Pero es muy rico, Majestad, y generoso e

xtremo. —¿Y esa ridícula delegación que vino a la corte, todo

onriendo como bobalicones, vestidos de carmesí con esoorazones de terciopelo bordados y atravesados por unlecha? —Isabel puso los ojos en blanco—. ¿Me pedís qu

me plantee casarme con el rey de Francia, que nos hobado Calais, el único puerto que nos quedaba en

ontinente? ¿O con Felipe, el viudo de mi hermana la rein

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se español tan devoto, tan católico? Vamos, caballerono se os ocurre otra cosa?

 —¿Acaso los pretendientes ingleses son más dvuestro agrado?

 —¿Los pretendientes ingleses?Isabel suavizó su mirada, mientras una sonrisa aflorabn sus labios. Luego giró sobre sí y, con paso mápaciguado, reemprendió la marcha hacia el bello alazánjaezado con una gualdrapa ribeteada de oro y hacia el alt

y apuesto joven que la esperaba con las riendas en la manCecil miró a Robert Dudley, el palafrenero de la reina, coontenida inquietud. Sin duda era Dudley el causante de onrisa de la reina y de la cadencia casi lánguida que adoptara llegar hasta su cabalgadura.

 —En efecto —confirmó con voz aterciopelada—

refiero con mucho a mis pretendientes ingleses.Cecil escuchó las discretas exclamaciones d

disgusto de los consejeros al ver a Robert Dudley. Empúdico cortejo que ese noble arrogante prodigaba a eina y la aceptación aún más escandalosa con que ella l

ecibía, creaba un clima malsano que perjudicaba suosibilidades de llegar a un matrimonio honorable tantdentro como fuera del país. Dudley, a quien muchoonsideraban el amante de la reina, era un hombre casad

Cecil ahuyentó de su mente la idea de que el dudos

omportamiento de Isabel fuera una estrategia para n

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asarse nunca y mantener a cambio una serie de amanteor todo su reino; o lo que era peor aún, que con él la reinepitiese ciertas tendencias de su madre. La sangre de lo

Bolena estaba contaminada de perversidad. El caso era qu

odo el mundo —desde los consejeros reales que roponían una lista inacabable de posibles partidos, hasta sya de infancia, Kat Ashley, quien le rogaba que entrase eazón, pasando por los súbditos que le presentaban sueticiones a diario— le pedía, por la preservación de s

honor y la buena marcha del reino, que se casara y dejasas riendas del Gobierno en manos de un esposo.

Isabel se acercó a Dudley, quien le dedicó unrofunda reverencia. La elegancia de sus movimientobligó a reconocer incluso a Cecil que el palafreneroseía una estampa noble y gallarda. Dudley miró a la rein

in fijarse en las muestras de desaprobación de suonsejeros, Isabel extendió la mano y, con gest

desenfadado, acarició la mejilla de Dudley. Luego suargos dedos recorrieron despacio el afilado contorno du barbilla hasta acabar con un leve roce en el nacimient

de la garganta. —¿Cómo está mi magnífico semental? —pregunteprimiendo una sonrisa.

Tal vez fueran las escandalizadas exclamaciones quyó a su espalda lo que la indujo a dar una sonora palmada

a grupa del alazán, para indicar a sus consejeros que

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bservación de la reina no había sido la atroz vulgaridad qullos habían pensado.

 —Milores Clinton, Arundel y North —dijvolviéndose hacia Cecil para dispensar a sus consejeros un

onrisa cálida y traviesa—, aprecio mucho vuestromables consejos y los estimo de corazón. —Dejó quRobert Dudley la aupara en la silla y desde el caballo lomiró con expresión majestuosa—. La elección de umarido y rey es un asunto muy serio y no puedo tomarlaa ligera. Habréis de perdonar las dudas que asaltan eemejante trance a esta débil mujer. No obstante, orometo que cuando tome una decisión seréis los primeron saberlo. Buenos días, caballeros.

Con un seco talonazo picó al caballo. Dudley, tranclinar la cabeza a modo de burlona muestra de respet

altó a su montura y partió en pos de la reina, que yabalgaba a galope tendido.

Cecil y los demás consejeros se volvieron yontrariados, sin mirarse a los ojos, emprendieron a pasento el regreso a palacio.

La tarde declinaba cuando el primer rayo de soraspasó el cielo encapotado y, entrando por la ventana da cabaña, dibujó una cinta dorada en la blancura de loechos desnudos de Isabel. Dudley, acodado a su lado

cariciaba con gesto ausente los pequeños senos, suave

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omo el plumón. Rozó el rosado pezón y éste se irguió col contacto. De repente brotó un suspiro de la boca cuyoabios pintados habían perdido ya el carmín a fuerza desos. Ella pestañeó por un instante y abrió lentamente lo

jos.Isabel y Dudley habían cabalgado a galope tendido poos campos que el mes de abril cubría de un intenso verdo

hasta llegar al pabellón de caza real, una tosca cabaña dmadera situada en la linde del bosque de Duncton. Habíantrado riendo, jadeantes por el esfuerzo, pero con angre bullendo en las piernas, y se habían entregado pasionados abrazos y besos, y a otras intimidades en la

que habían ido progresando en el curso de los mesenteriores.

 —Os tomáis algunas libertades con vuestra rein

querido —murmuró Isabel con cierto tono de aspereza. —Y pretendo tomarme más, Majestad —replic

Dudley tras medir las palabras y considerar oportuna ssadía.

Ella lo miraba fijamente, con la intención, sin duda, d

hacerlo vacilar; pero él, en su vehemencia, casi habbandonado toda precaución. Las mangas y el corpiño dsabel rodeaban, desabrochados, su torso juvenil, pero laaldas y las enaguas de su traje seguían intactas en tornous caderas y piernas, aunque arrugadas a causa de lo

brazos recibidos.

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Dudley le acarició, como al pasar, la finísima cintural cálido rosario de la columna. Después introdujo lo

dedos bajo los encajes en busca de la mullida hendidurntre las nalgas y atrajo sus caderas hacia él. Isabel dej

scapar un gemido de placer que animó a Dudley a aflojara falda y tantear en busca del pubis. —Robin, basta.Por toda respuesta a la orden, él le tapó la boca con u

eso febril. Ella se movió debajo de él, pero sin ardor, partó la cara.

 —No me detengáis ahora, Isabel. —¡Sí, parad os digo, parad!Ya no había ternura en su voz. Su cuerpo se habí

vuelto rígido como la madera. Dudley enrojeció por rustración y la rabia y retiró de mala gana la mano.

Isabel observó el hermoso rostro de su amantmientras éste luchaba por controlarse. Su deseo por uerpo que amaba y temía se había convertido, a raíz dquella orden, en súbita furia que había dado paso a unmoción diferente, más difícil de discernir. Ella era l

eina. Él, su súbdito. En sus ojos se notaba el trastorno que producía aquella embarazosa situación. Ella era la únicmujer de Inglaterra con semejante autoridad sobre uhombre. Aquel exultante poderío era una novedad, ya que soronación se había celebrado sólo tres meses antes,

Robert Dudley había sido su amigo del alma desde

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nfancia. Una vez investida como reina, el leal afecto dDudley se había transformado en una especie de fervovehemente. Obedeciendo a un impulso irresistible Isabel lhabía nombrado su palafrenero, y en el desfile de

oronación él había cabalgado orgullosamente tras ella anos ojos de todo el mundo. Muchos creían que su relacióhabía llegado al grado más íntimo, pero Isabel aún no lhabía concedido el favor culminante.

 —Robin, querido... —Le acarició la mejilla, ardieny húmeda.

 —No me llaméis querido —replicó él, dirigiéndouna mirada sombría.

 —Os llamaré como me plazca —contestó ella cocritud.

La luz mermaba y ambos sabían que su preciad

iempo a solas terminaba. Isabel se incorporó, secompuso el corpiño y forcejeó con su inacabablotonadura.

 —Vamos, ayudadme a abrocharlo.Lo provocó con un mohín seductor y, a pesar de s

esentimiento, él sucumbió, como siempre, al embrujo dquella muchacha. Con torpeza, fue introduciendo en lojales los diminutos botones en forma de perla. Por unstante sus dedos resbalaron a propósito para rozar echo a través del satén.

 —Vuestros consejeros están sumamente preocupado

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—comentó Dudley—. Creen que queréis casaros conmigy hacerme rey. —Se irguió, abrochándose la camisa y eubón, sin mirarla a los ojos.

 —Y decidme, os ruego, ¿qué creen que haríamos co

vuestra fiel esposa? —¿Esposa? ¿Es que acaso tengo esposa? —Si me casara con vos, ¿me olvidaríais ta

ácilmente? —le preguntó Isabel, situándose delante de de modo que no pudiera rehuir la mirada.

Dudley comprendió que había cometido un error xponer con tanta ligereza la falta de amor en s

matrimonio, pues con ello recordaba la sangre fría con quu padre había descartado a otros partidos, incluida

madre de Isabel. Pero aquella muchacha, su reina, su amado volvía loco con su humor cambiadizo. A veces se abría

l como una flor, riendo, bromeando, ideando maliciosolanes casi como cuando eran niños. En tales ocasiones sentían como ebrios, embriagados por la dicha de estauntos. Ella incluso había planteado la posibilidad dasarse con él. A veces lo animaba a mostrarse fuerte co

lla, a dominarla como su señor. Luego, con la brusquedaon que se desata una tormenta de verano, se volvombría y dura y se ensañaba burlándose de snsignificancia, jugando con él como si fuese una pieza d

un tablero de ajedrez.

 —Tengo demasiados pretendientes, Robin, príncipe

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eyes y emperadores, para pensar en casarme con vos.Lo dijo con impertinencia, pero él notó que s

blandaba. La observó ponerse la chaqueta de terciopelo dvirtió un leve abatimiento en sus hombros, ciert

xtravío de su mirada, una tensión casi imperceptible en emblante. Deseoso de recuperar su dulzura, se irguirente a ella, le levantó la barbilla y susurró:

 —¿Pensáis que no disponéis de súbditos lealeapaces de dar un heredero al trono de Inglaterra?

 —¿Un heredero? —replicó Isabel dirigiéndole unmirada incendiaria—. ¿Un heredero, Robin? ¿Es de eso do que se trata? ¿No de amor, sino de la descendencia deinaje? «El rey Robert, padre de numerosos hijos varoneoberano de Inglaterra y..., ah sí, me olvidaba, marido dsabel.»

 —¡Tergiversáis mis palabras, malinterpretáis lo qudigo! —exclamó él.

Había elegido mal y había vuelto a equivocarse. Isabeon evidente mal humor, cruzó la estancia hacia la puert

Su ascensión al trono había sido un horrible camin

lagado de muertos. Robert Dudley era su amante, no señor. Resultaba por demás hiriente hablar de herederos emomentos de ternura como aquél. Abrió la puerta, perDudley la cerró de golpe.

 —Dejadme pasar —exigió ella.

 —No, Isabel.

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 —¡Os lo ordeno!Dudley percibió el violento latido de las venas qu

urcaban las sienes de Isabel. Advirtió que estaba a punto dlorar y se hincó de rodillas a sus pies.

 —Majestad... —Calló por un instante, pues moción le impedía hilar los pensamientos. Alzó un brazon ademán de súplica y le rodeó la cintura. A pesar de la

muchas prendas que cubrían su cuerpo notó que temblab—. Perdonadme, por favor.

 —Robin, levantaos... No era mi intención... —No, no, dejadme que prosiga. —Aun teniendo

abeza inclinada, habló con tanta vehemencia que cada unde sus palabras sonó nítida y acerada—. Os conocí de niñsabel. Nacisteis princesa real y vuestro padre, que sól

quería varones, os repudió. Vivisteis alejada de la corte, e

a oscuridad y en la pobreza. Sufristeis por su abandonPero en aquella escuela infantil a la que me envió mi padrncontré una joya. Una mente lúcida, un almesplandeciente, un rostro precioso, blanco como una ros

de York. Ya entonces os amaba. Éramos hermanos, amigos

ompañeros de estudios. Reíamos, llorábamos, noyudábamos mutuamente muchas veces, ¿no fue así? —Aúon la cabeza gacha, sin reclamar una respuesta, sabía qulla lo escuchaba. Había dejado de temblar y su respiracióe había sosegado—. Aquella tierna y frágil niña —

rosiguió— sobrevivió al reinado y muerte de un herman

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ondadoso, al yugo y el fallecimiento de una hermandespiadada... para convertirse en la reina Isabel. Aquelniña ya no existe, y aun así no ha desaparecido para mí ompañera de juegos, la hermana, la amiga. Sigue viva, per

hora siento una pasión ávida por el cuerpo de la mujeEstamos unidos el uno al otro por un lazo profundo. Everdad que estoy casado con Amy Dudley según la ley, peron vos estoy casado en virtud de mi corazón, mi mente

mi alma. —Robin... —susurró Isabel. —Dejad que continúe —dijo él, mirándola con pasió

los ojos—. Soy vuestro por entero... vuestro súbditvasallo y obediente siervo. Si me quisierais por esposeguiríais estando sobre mí y yo habría alcanzado el cieln la tierra. Si por motivo de alianzas, elegís otro consort

o comprenderé y continuaré a vuestro servicio. Sscogéis otro hombre a quien amar... una parte de mí s

marchitará y morirá. Oíd, sin embargo, esto, Majestad. Seual fuere el destino que decidáis para mí, os amariempre tal como os amé desde que nos conocimos,

ombatiré y moriré, dejaré que me despedacen vivo parreservar esta tierra y vuestro derecho a gobernar sobrlla.

De pronto, Dudley se desgarró con la daga la camisaa chaqueta, dejando al descubierto el pecho, que aparec

herido por la punta del arma.

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 —¡Dios mío, Robin! —exclamó Isabel con lágriman los ojos. Se arrodilló y cubrió con los dedos el tajo paontener el reguero de sangre—. No os pediré que muráor mí. Quiero que viváis para mí..., que me hagáis el amo

Hacedme el amor, ahora.Robin Dudley obedeció sin rechistar la orden de seina.

Había anochecido ya cuando franquearon las puertadel palacio de Whitehall y detuvieron los sudorosoaballos en el pórtico iluminado por antorchas. Lo

guardias y lacayos irguieron su postura, pero bajaron mirada mientras Dudley ayudaba a Isabel a desmontar y suuerpos se pegaban antes de que los pies de ella tocaran uelo. La reina llevaba puesta la capa de su palafrenero, qu

n ese momento él reajustaba con gesto protector en tornsu cuerpo. Consciente de que todos los observaban pese

u aparente discreción, ella, repentinamente preocupador las formas, ofreció la mano a Dudley, quien, con unodilla hincada en el suelo, le tomó los dedos y los besó.

 —Majestad, me tenéis, como siempre, a vuestrervicio.La reina le tocó el hombro y se volvió para cruzar co

aso vivo la puerta del palacio y atravesó con firmeancadas el patio y la galería que conducía a sus aposento

Pese a la penumbra del corredor, interrumpida sólo por la

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ntorchas, Isabel no se sentía sola, pues los ojos de suntepasados, los York y los Tudor, observaban su pasoltivo. Siempre percibía el peso del linaje, que a vecearecía traspasarla insuflándole la certeza de su derecho

cupar el trono de Inglaterra.Antes de subir por las escaleras que llevaban a suposentos, Isabel tomó con una mano una antorcha de ared para alumbrar su camino, y con la otra se recogió alda sobre los tobillos, pues aquellos peldaños podían seraicioneros incluso de día. El trayecto era angosto scuro, y la antorcha proyectaba extrañas sombras en laaredes. Con el olor de la humedad circundante y ecuerdo del contacto de Robin aún fresco, Isabel se hall

de repente transportada a otro momento, apenas cinco añotrás, en que bajaba por otra lóbrega escalera bien entrad

a noche, pero en esa ocasión no llevaba una antorcha sinuna vela, por temor a que la descubriesen.

Estaba prisionera en la Torre de Londres, acusada pou hermanastra María, entonces reina, de conspirar contra corona. Aterrorizada y débil por una reciente enfermeda

que la había mantenido postrada en cama, Isabel habasado los días de arresto estudiando y traduciendo sumados textos griegos, aunque, a decir verdad, ese trabaj

que se había impuesto apenas le sirvió para distraer sensamiento del cruel temor a la sentencia de muert

quella fortaleza ya había sido escenario de demasiada

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jecuciones. Diecisiete años antes, su propia madre habmuerto allí, y en tiempos más recientes la quinta esposa du padre, su prima Catherine Howard. Sólo unos mesentes, otra prima, Jane Grey, de dieciséis años, rein

durante sólo nueve días, había sido decapitada en xplanada de la Torre y se había comentado, como recordsabel con un escalofrío, que del cuello había brotado máangre de la que cabía imaginar en cuerpo tan pequeño.

Isabel descendió con sigilo por la estrecha escalera da Torre Beauchamp, cubriendo la llama con la mano librara limitar el alcance de la luz. Sabía que si la descubríae le complicarían mucho las cosas, y que peor suerorrería el bondadoso guardia que se había apiadado de rágil muchacha cuya vigilancia tenía a su cargo. Aunque ta

vez, pensó con cinismo, él no la viese como una traidor

ino como hija del buen rey Enrique y futura reina quuando ocupase el trono de Inglaterra, recordaría louenos oficios de su antiguo carcelero. En cualquier caso cierto era que éste había consentido en hacerse

distraído y que, por primera vez en más de dos mese

sabel podía salir de su estancia.En mitad de la escalera, se quedó paralizada al oír ugemido distante y lastimoso. Por un momento creyhaberlo imaginado —o más bien, deseó que así fuese—, yque las quejas brotaban de la garganta de un hombre sumid

n una prolongada agonía. Muchos prisioneros sufría

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eores condiciones que ella, encerrados en celdas siventanas, oscuras y frías, con un jergón de paja enmohecid

modo de lecho, las articulaciones doloridas y la piubierta de pústulas a causa de las picaduras de pulgas

iojos. —Dios mío —murmuró varias veces Isabel, tratandde acallar aquel sonido.

Justo al llegar al segundo rellano, de las tinieblaurgió una mano que la asió por la cintura. Sobresaltada, vi

Robin Dudley, la belleza de cuyo rostro disipaba scuridad de la escalera.

 —¡Isabel, gracias a Dios!Con un gran suspiro, pues no había palabras capaces d

xpresar el alivio ni el arrebato de amor que sentía por sviejo amigo, se apoyó en él y dejó que le tomase el rostr

ntre las manos. Agitada por los sollozos, sus lágrimaaían sobre la capa de Robin, que la abrazó con fuerza y

habló en voz muy baja y rápidamente, pues ambos sabíaque aquel encuentro furtivo no duraría mucho.

 —¿Os tratan bien? —preguntó él.

 —Bastante bien. —Isabel se enjugó las lágrimas ecobró la compostura—. ¿Y a vos? —Lo miró bajo vacilante luz de la vela—. Robin, estáis tan delgado... —Locó la hundida mejilla.

 —La comida es aceptable, pero me he encontrado m

stas últimas semanas.

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Aunque no hizo mención de ello, Isabel adivinó qustaba abatido a causa de la reciente ejecución de su padr

y su hermano mayor. —Lamento lo de vuestro padre y lo de John. ¿Cóm

e encuentran los demás? —Mis hermanos, bien. La cárcel no es tan horribuando uno está con su familia, pero a mí me mantieneislado en otra celda, debajo de la de ellos.

Los Dudley habían sido encarcelados por sarticipación en la frustrada confabulación de su padre parnstaurar a lady Jane Grey en el trono, con la intención d

que su propio hijo Guilford, marido de ésta, fuera coronadey.

 —Quizá —musitó Isabel— el que fuerais el únicntre los hijos de vuestro padre que proclamó reina a Jan

n la plaza de King’s Lynn, enojó especialmente a María, or eso os mantiene aislado.

 —¡Qué importa! —exclamó Dudley, apartándose desgana de ella—. Decidme cómo estáis, Isabel. Si algunvez ha habido una persona injustamente encarcelada, é

ois vos.Era cierto. Su encarcelamiento había sidonsecuencia de la rebelión del joven Thomas Wyat

quien, en la estela de la sublevación de los Dudley, se habípuesto a los esponsales de María con un extranjero,

ríncipe Felipe de España.

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 —Pero ¿no es lógico que María crea que yo fuómplice, Robin? El objetivo de la confabulación er

derrocarla para situarme a mí en el trono. —¿No se avendrá a escuchar a su razonable hermana?

 —Le he escrito varias cartas rogándole audienciero no he obtenido respuesta ni resultado. Ese miserabspañol, De Quandra, siempre me ha odiado. Emponzoña s

mente contra mí. Pero jamás hallarán prueba alguna de mmplicación en la intriga de Wyatt.

 —¿Y quién necesita una prueba? —murmuró Robion desaliento—. Es más probable que perezcamos poausa de las mentiras de un enemigo que por cualquiecusación fundada en la verdad.

El quedo y lastimoso gemido volvió a brotar de lantrañas de la prisión y bajó por la oscura escalera como u

ugurio del destino que aguardaba a los dos jóvenerisioneros. Sacudidos por un estremecimiento, repararon los rápidos y repugnantes correteos de las ratas juntous pies.

 —¿No deberíamos apagar la vela? —preguntó Isabe

resa de repentino terror—. Si nos descubren aquí juntoerá nuestro fin.Dudley le dirigió una mirada de consternación y apag

a vela. La oscuridad más absoluta se abatió sobre elloomo una cortina de terciopelo negro qu

aradójicamente, en lugar de amortiguar los sonidos, lo

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ntensificaba. El temor de que el ruido de su respiracióos delatara volvió a unirlos en un abrazo.

Isabel tuvo de inmediato la aguda conciencia dontacto con el cuerpo de Robin, de la calidez de su alient

n su mejilla, de la mano que asía su cintura, uniéndoloomo flores de un mismo tallo. Lo que más la sorprendiin embargo, fue un hormigueo entre los muslos. Suborizó tanto que imaginó que Robin podría advertirlo aun la oscuridad, y la invadió una sentimiento de vergüenza

de culpa. —¿Cómo van las cosas con Amy? —preguntó d

mproviso.Le pareció que Robin aflojaba por un instante

resión del abrazo, como si la mención de su esposhubiera suscitado también en él la culpa. No obstant

espondió sin vacilación. —Hace quince días permitieron que ella y las esposa

de mis hermanos nos visitaran. Teme por mi vida, y... —Calló por un segundo, como si no deseara continuar—. Mcha mucho de menos.

Una vez más, Isabel se alegró de que la oscuridampidiese que su amigo le viese la cara y percibiera moción que sin duda había aflorado en ella. Celoeconoció con incredulidad. ¡Tengo celos de Amy Dudley

 —Isabel —oyó que le susurraba Robin—, me sient

omo un traidor al decir esto, pero aparte del alivio de ve

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un rostro amigo y el agradecimiento por la comida y loegalos que Amy me trajo, su presencia me conmovioco. No osé admitir que apenas pensaba en ella, y mostó un esfuerzo... hacerle el amor.

Isabel tardó en hallar una respuesta para aquelnesperada confesión. La embargaba un alivio y un extrañlborozo. Recordó que apenas tres años antes, erimavera, había sido testigo de la boda de Robin y AmQué enamorados parecían! Aunque entonces se alegró pou compañero de infancia, ahora recordó la breve perguda punzada de dolor que experimentó cuando vio

Robin besar a su hermosa y flamante esposa. ¿Habían sidelos?, se preguntó mientras intentaba encontrar palabraara procurar algún consuelo a Robin.

 —Quizá la falta de deseo fuera el efecto que

autividad ha causado en vuestro cuerpo y vuestra mente —puntó con fingida confianza en tal suposición.

 —¿Por qué entonces —preguntó Robintensificando la presión de sus brazos en la cintura dsabel, hasta el punto de que sus cuerpos tembloroso

quedaron estrechamente unidos— sueño constantementon vos, porque imagino vuestra cara y ansío oír vuestrvoz para dar reposo a mi alma? ¿Y por qué, Isabel, anhelener vuestro cuerpo tendido junto al mío en la oscuridad?

Mientras lo escuchaba, Isabel notó que hab

ontenido la respiración por temor a que el mínimo rumo

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e impidiera oír las palabras de Robin. Había levantado ara en busca de la suya y, a pesar de las sombras que lonvolvían, no tuvo dificultad en posar sus labios sobre lo

de él. Así permanecieron, con el dolor, el miedo y la culp

elegados al olvido, pegados el uno al otro hasta que de llto de la escalera llegaron, con la primera luz del día, lopremiantes susurros del carcelero.

Ahora, ya en el palacio de Whitehall, Isabel llegó aberinto de estancias y antesalas privadas. Los alabardero

guardaban las puertas de la sala del consejo, el gran salóna cámara real. Ella entró como un torbellino en s

dormitorio provocando el revuelo de las damas dompañía.

 —Marchaos. Marchaos todas —ordenó.Continuó envuelta en la capa, con la esperanza d

disimular con su brusquedad las alocadas palpitaciones du corazón y el temblor de sus piernas. Las damas s

marcharon con una reverencia y la estancia quedó al fin eilencio. Pero Isabel no estaba sola. Katherine Ashleermanecía muy quieta junto a la chimenea, con los brazo

ruzados y una expresión ceñuda y preocupada. A pesar der la reina, Isabel aún no se atrevía a ordenar a Katherinque se fuera. En lugar de ello se acercó a la chimenerocurando ocultar el nerviosismo con una sonrisa, y s

volvió de espaldas a su dama. Sin decir palabra, la mujer

quitó la capa de lana de Dudley y se la colgó del brazo.

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 —No os inquietéis, Kat —le dijo Isabel volviéndos—, no es mía la sangre.

A pesar de esta advertencia Kat observó con expresióde alarma las oscuras manchas marrones de la chaqueta d

sabel. En silencio, se llevó una arrugada mano a los ojoratando de calmarse. Sus peores temores se estabahaciendo realidad. La joven princesa, a quien había tenidou cargo desde que no era más que una niña, se habonvertido en una reina provocadora. A partir del momentn que en la abadía de Westminster, bajo el resplandor d

diez mil velas, la corona de Inglaterra había reposado en abeza de aquella amada criatura, la relación entre Kat sabel había experimentado un cambio irreversible. Y simbargo, pensó al tiempo que apartaba del rostro la manrémula para mirar a los ojos a Su Majestad, en el fond

nada había cambiado. Tendió las manos y comenzó desabrochar la chaqueta de terciopelo.

Ante el tacto familiar de Kat, Isabel se relajó y dejaer los brazos a los costados del cuerpo. Sabía que servidora percibía el olor de Dudley en su ropa y en s

uerpo. Sabía también que Kat estaba cavilando, buscandas palabras justas para expresar su preocupación, su enojin faltar a la reciente etiqueta que regía entre amba

Cuando Isabel era una muchacha, una princesa apartada da corte y con escasas posibilidades de acceder al tron

Kat había mantenido una amable pero estricta disciplina. S

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nstinto protector poseía un carácter casi felino, imbuidde ardor y lealtad. Siempre le había hablado con franquezy, si la situación lo requería, incluso con dureza. Para muchacha que había sido prácticamente abandonada por su

adres, Kat Ashley y su marido William habían hecho laveces de refugio protector contra el terrible temporal qugitaba su vida. Y ahora Kat estaba atormentada por lngustia.

 —¿Tomaréis un baño? —preguntó la ancianparentando calma.

 —Esta noche no —respondió Isabel.Deseaba mantener consigo los últimos vestigios d

Robert Dudley todo el tiempo que le fuera posible. Kat ibdoblando cada una de las piezas de ropa de la reina a medidque la ayudaba a desprenderse de ellas. Despojada de toda

alvo la camisa de encaje francés, Isabel se acercó al fuegon un escalofrío.

 —¿Puedo hablar? —preguntó Kat con tono glacial. —¿Cuándo he podido impedíroslo, Kat? —replic

sabel mientras introducía los brazos en las amplias manga

de la bata de satén y se arrebujaba bajo su suave forro diel. Con un repentino acceso de lasitud, se dejó caer en illa de alto respaldo y alzó la vista hacia la anciana, quenía la mirada gacha, fija en sus manos.

 —Majestad —dijo al fin Kat—, vos lo sois todo par

mí y os amo como si fuerais mi propia hija. Por eso o

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consejo que pongáis fin a las habladurías. Corre el rumode que vos y Robert Dudley obráis como si estuvieraasados. Y esta noche —desvió la mirada, incapaz dnfrentarse a los ojos de Isabel— sé que ello es ciert

Conozco a ese hombre, desde que era un niño, así comou familia. Todos han sido ejecutados por traición a orona.

 —¡Robert Dudley es un súbdito leal! —exclamsabel.

 —Es un hombre que lleva la ambición en las venas. Ndiré que no os ame, Isabel, pero, como todos en su familil amor por el poder es superior al que pueda sentir po

vos. No me fío. Eso por no mencionar que está casado...Isabel rehuyó la mirada. Esa tarde, había conseguid

lvidar por un rato aquella cruel verdad, o tal vez, a causa d

a euforia por el reciente poder de que gozaba, hubiesreído que carecía de importancia. No obstante, a sólo tre

meses de la coronación ya surgían escandalizadamurmuraciones sobre ella y Robin. De todas formaensó, no tenía que preocuparse por un posible embaraz

ya que no sangraba con el ciclo lunar como ocurría con latras mujeres. Además, ella era la soberana, la reina, odía obrar según le viniese en gana.

 —¿No veis lo que salta a la vista? —dijo Kat—Estáis tan cegada por el deseo que no alcanzáis

omprender las consecuencias de vuestros actos? Está

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erdiendo el respeto de vuestros consejeros, de vuestrorte, Isabel, y también de vuestros súbditos. Si ellos oetiran su afecto, las alianzas se vendrán abajo. Sabéis taien como yo que existen otros aspirantes al trono, y

vuestra posición se debilitara, correría la sangre, no ldudéis; y sería sangre de inocentes, derramada por vuestrulpa. ¡Juro que de haber sabido que las cosas iban

desarrollarse de este modo os habría estrangulado en una!

Isabel se estremeció por la vehemencia que Kat pusn el juramento. La mujer, sin embargo, no había dado aúor concluida la reprimenda.

 —Casaos, Isabel —imploró de rodillas, tomando mano de la reina en la suya—. Os lo ruego. Comprometeoon un hombre digno de vuestro rango. Da igual que se

xtranjero o inglés. Casaos. ¡Proporcionad herederos inaje de los Tudor para que no nos invada el caos!

 —Me consta que es el afecto que sentís por mí lo qus hace hablar de este modo —respondió Isabcariciando la piel moteada de la mano de Kat Ashley—

hora, no obstante, escuchadme. He llevado una vida llende penas y tribulaciones, y la poca felicidad de que hgozado me la ha dado este hombre. —Kat se dispuso rotestar, pero Isabel la contuvo poniéndole un dedo en loabios—. No digáis más. Soy la reina y hago lo que m

lace. Si he hallado placer en el amor de Robert Dudley, n

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xiste nadie en este país, ni en el mundo, que puedmpedírmelo.

Kat se puso de pie y, reconociendo su derrota, miró quella obstinada mujer que no paraba de sorprenderla

desconcertarla. A pesar de sus intentos, no habíonseguido que cambiase de parecer.Aquella imprevisible muchacha de cabellera rojiza

xpresión de inocencia iba a matarla a disgustos.

 —Milores.La reina irrumpió en la sala del Consejo con la fuerz

de un proyectil disparado por una catapulta, traspasandon la mirada a cada uno de los consejeros. De ellos, sól

William Cecil, que ya había tratado a Isabel durante loños anteriores a su ascensión al trono, era capaz d

desentrañar la verdadera naturaleza de aquella formidaboberana de apariencia engañosa.

 —Las noticias llegadas del continente son buenaMajestad —anunció lord Cecil, dando inicio a la sesión dConsejo—. Hemos llegado a un acuerdo con los francese

n lo relativo a Calais. —Excelente. ¿Van a devolvernos nuestra ciudaortuaria, la que perdió mi ilustre hermana María y qu

nunca ha dejado de pertenecemos? —preguntó Isabel. —No exactamente, Majestad.

 —Entonces, ¿de qué clase de trato me habláis?

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 —Mantendrán Calais durante un mínimo de ocho año—explicó su consejero en asuntos de defensa, lorClinton.

 —Ocho años —musitó la reina—. Un númer

edondo y encantador, que según se mire, puede significaun periodo indefinido. Tal vez sea esto último lo que sroponen.

 —Pasados los ocho años, si deciden conservar iudad nos pagarán quinientas mil coronas.

 —Una bonita suma —dijo la reina—. Aunque no edentro de ocho años sino ahora cuando necesitamos dinero para reparar el lamentable estado de nuestro tesoro

 —Majestad, la posibilidad de que en un futuro nodevuelvan Calais no está del todo descartada —añadió lor

orth.

 —Y más importante aún —terció lord Clinton—, dse modo queda neutralizada la amenaza de que loranceses nos invadan desde Escocia. Además, la reina dse país, vuestra prima María, por el momento no hará valeu derecho sobre vuestro trono, lo cual también es un

xcelente noticia. —En efecto —dijo Isabel—. Un reino gana más coun año de paz que con diez de guerra. Así lo afirma lorCecil.

Los consejeros se entregaron, tranquilizados, a u

ntercambio de sonrisas.

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 —Tenemos, pues, la paz —añadió ella—. Perntretanto, gracias a vuestros consejos, con loreparativos para la guerra hemos llegado a una innecesarancarrota del Tesoro.

 —No del todo, Majestad —replicó su tío lorHoward, el soldado de más prestigio entre los miembrodel Consejo—. La fortificación de los castillos de rontera norte y las municiones traídas de Flandes no haido gastos inútiles. Con ellos estaremos preparados par

hacer frente a hostilidades imprevistas. —Si vis pacem, para bellum —convino lord North. —«Si quieres la paz, prepárate para la guerra» —

radujo Isabel. —Exacto, Majestad. —No obstante —señaló ella dando la espalda a lor

Howard—, intuyo que mi tío no acaba de confiar en cuerdo a que se ha llegado.

 —Tengo escasa confianza en que unas católicas taelosas como María de Escocia y su suegra francesbandonen por mucho tiempo sus proyectos de someter

a Inglaterra protestante y derrocar a su herética reina. Ausí, por el momento el tratado es de mi agrado, comspero que sea del vuestro, Majestad.

Isabel escrutó las caras de sus consejeros e intuyó sdesesperada necesidad de aprobación. Era dura con ellos,

onciencia..., voluble, imprevisible, exasperante. El caos

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ausaba regocijo, y se divertía utilizando sus manías untos flacos para jugar con ellos y tenderles pequeñarampas, predisponiéndolos unos contra otros.

 —Sí, me complace el tratado, señores —declar

dispensándoles una de sus cálidas sonrisas—. Deberíamostar satisfechos de ahorrarnos el ruinoso coste de guerra, aunque sólo sea por un tiempo.

Se volvió hacia Cecil, el único que le merecía unonfianza sin fisuras, pues era sincero cuando ella recurrengaños, se mantenía sereno mientras ella se entregaba

rrebatos de rabia y creaba situaciones difíciles con el solropósito de animar el ambiente—. Me pondréis orriente de los pormenores de estas negociaciones e

nuestra reunión personal, William —le dijo. —Como Su Majestad desee —respondió lord Cec

on una reverencia.William Cecil no salía de su asombro ante aquel

rágil muchacha que de un día para otro había pasado sumir una amedrentadora prepotencia sobre los hombre

que tenía bajo su autoridad. En momentos como aqu

Cecil tenía el convencimiento de que los antiguos rumore—relacionados con el juicio a que habían sometido a smadre Ana Boleyn, también conocida por el nombre de AnBolena, por traición y adulterio, y según los cuales Isabno era hija del rey Enrique— carecían de sentid

Cualquier idiota podía ver en la muchacha el reflejo d

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adre. No sólo en su hermoso cabello rojizo, la narquilina y la radiante sonrisa, sino en su misma arrogancin su autoridad incontestable y en su magnetismo animasimismo, pensó con ironía, Isabel poseía, igual que s

adre, esa rara virtud que inspiraba en hombres y mujereun amor y una devoción inquebrantables, a pesar de snexperiencia y de sus en ocasiones hirientes arrebatos.

Isabel, que había estado caminando incesantementor la sala tanto para dar rienda suelta a su exceso dnergía como para combatir el frío que allí hacía, se instaln su sillón y comenzó a tamborilear con los dedos en

garra tallada de sus brazos. —Prosigamos —ordenó. —Ha llegado el momento, Majestad, de presentar

Parlamento las Actas de Supremacía y Uniformidad par

que sean redactadas como ley. —Al igual que vuestro padre, se os nombrará cabez

uprema de la Iglesia de Inglaterra —anunció el encargaddel Tesoro, el marqués de Windsor, un anciano de rostrgradable cuya cabeza parecía mantenerse en precari

quilibrio por encima de los pliegues de la gorguera. —Prefiero que se me designe dirigente o, mejor aúdirigente supremo —precisó Isabel—. ¿Y el Libro dOraciones de mi difunto hermano? ¿Será restablecido?

 —De inmediato, Majestad —repuso Cecil—. Y d

hora en adelante todos los servicios se celebrarán e

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nglés. —¡Loado sea Dios! —exclamó la reina. —Proponemos asimismo que la asistencia a misa s

onsidere delito castigado con prisión —prosiguió Cec

—, y que quien incurra tres veces en él sea condenado risión perpetua. —¿No es ésta una pena de excesiva dureza, milores

Me recuerda las persecuciones que lleva a cabo la Iglesde Roma. En el continente han nombrado a un nuevnquisidor dominico y a los judíos se les obliga de nuevolevar un retal amarillo cosido a la espalda. No quiero que diga que nuestra reforma se inclina por la crueldad.

 —En cualquier caso, es menos cruel que la quema drotestantes en la hoguera decretada por vuestra herman

—señaló lord Clinton.

Isabel observó el respingo de lord Arundel, el únicatólico que quedaba en su consejo privado, ante eferencia a la encarnizada persecución que habían sufrid

durante el reinado de María los adeptos a la nueva fFueron muchos los hombres, mujeres e incluso niños qu

habían padecido una horrible agonía en la hoguera. Entre lavíctimas se contaba el que fuera buen amigo de su madre, rzobispo Cranmer.

 —He sido testigo del fanatismo protestante de mhermano, tan repugnante como el catolicismo de m

hermana. El reino necesita reponerse de sus heridas

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onseguir la unidad, y sólo lo lograremos asumiendo uérmino medio en asuntos de religión. Aunque no tengaciencia con santos, indulgencias y milagros, noonformaremos con la conducta externa, sin olvidar que la

reencias de todo hombre son una cuestión estrictamenersonal. No es mi intención hurgar en las almas de lohombres.

 —Majestad, hay otro tema del que deberíamos habl—dijo Cecil, con la misma cautela con que alguien entrarn un corral lleno de jabalíes enfurecidos.

 —¿Y cuál es ese tema, lord Cecil? —preguntó Isabedisimulando una sonrisa, pues intuía el motivo de aquambio de tema.

 —Vuestro matrimonio, Majestad. Es cuestión duma importancia. Una alianza extranjera...

 —¡No me habléis de alianza extranjera! —Isabel suso de pie provocando un revuelo de brocados y unntensa oleada de perfume que dejó aturdidos a loonsejeros—. Cuando subí al trono fui aclamada comeina de sangre genuinamente inglesa. ¿Acaso no creéis qu

mis súbditos no desean un príncipe heredero que tambiéo sea? —Pero, Majestad... —¡Más me valdría casarme con vos! —Se volvi

ápidamente hacia el mayordomo real y añadió—

Precisamente, el conde de Arundel quería convencerme d

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que es el mejor partido de toda Inglaterra. —Mirnuevamente al marqués de Windsor, que había estado aervicio de su padre y de su hermano. El anciano sonriomo un jovenzuelo enamorado cuando ella le rozó con lo

dedos la barba cana—. ¡Si mi tesorero fuera más joven, ndudaría un instante en hacer de él mi esposo! —Me habréis de perdonar, señora, pero está

romeando con un tema de la más absoluta importancia —bservó su primer consejero.

 —Si no os conociera a fondo, lord Cecil, os creerartidario de la tan extendida teoría según la cual

naturaleza ha otorgado la belleza a la mujer comompensación por su ausencia de cerebro...

 —Majestad... —imploró el aludido. —... O de los escritos de ese arrogante idiota Joh

Knox, quien sostiene que si una mujer gobierna a lohombres ello es un despropósito semejante a que un ciegirva de guía a quienes tienen sana la vista.

»Os lo he dicho antes y os lo repito —continuó Isabeon la expresión seria ahora y las mejillas arreboladas—

ctuaré en esta cuestión según me dicte Dios. Además... —ñadió, recobrando la compostura con igual rapidez que secupera el control sobre un caballo indisciplinado—, ystoy casada.

Los consejeros la contemplaban boquiabiertos, sin da

rédito a lo que acababan de oír. ¿Había ocurrido, pues, l

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eor? ¿Se había casado en secreto con Dudley? Isabel alza mano derecha, mostrándoles el pesado anillo de oro col rubí recibido en su coronación.

 —¡Mi marido es el reino de Inglaterra! Buenos día

milores. Nunca había visto una persona tan vieja. Cuando K

shley hizo pasar a la encorvada y trémula anciana a ámara de audiencias, Isabel la observó con asombro. Eelo que sobresalía bajo la cofia era ralo y blanco, y tena piel tan arrugada como una manzana secada al sol. E

holgado y anticuado vestido que cubría su enjuto cuerpstaba raído y descolorido. Con todo, Isabel comprendió nstante que aquélla era una mujer de alta cuna. La profund

y ceremoniosa reverencia que le dedicó a pesar d

nquilosamiento de sus articulaciones acabó donfirmarle su nobleza y educación.

 —Hablad —indicó intrigada la reina, prescindiendo dormalidades, antes incluso de que la desconocida hubienderezado el cuerpo—. Decidme por qué habéis venido.

Aunque ya erguida, la anciana, a causa de su jorobuvo que alzar la cabeza para mirarla a los ojos. —Debemos hablar a solas, Majestad.Kat farfulló una exclamación de escándalo ante t

xigencia y en silencio solicitó a la reina que le permitier

despedirla. No obstante, aun cuando la altivez de que hac

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gala la anciana no parecía encajar con su casi andrajosspecto, Isabel intuyó que su visita era de gran importanci

y por ello mandó salir a su dama, que abandonó la estancon enfado evidente.

 —Tengo algo que perteneció a vuestra madre —nunció la vieja. —Decidme cómo os llamáis, y dejémonos d

ecretos. Tal vez me interese lo que traéis, pero no tengmucha paciencia.

 —Lady Sommerville, mi señora, Matilda Sommervill—respondió la mujer, sosteniendo sin pestañear la mirad—. Y quizá la paciencia os llegue con la edad, como a mí eeuma.

Mientras la reina la observaba debatiéndose entre uria y la hilaridad, la vieja hundió la mano entre lo

liegues de su falda y sacó un libro gastado. Luego, parecidudar.

 —Dejadme ver ese libro —ordenó concisamensabel.

 —No se trata de un libro, Majestad.

 —Vamos, salta a la vista que lo es.Consciente al parecer de los límites de su propltivez, lady Sommerville se adelantó con paso vacilante e tendió el volumen forrado en piel de color burdeos.

una distancia prudencial de la reina, se detuvo y susurró:

 —Es un diario. El diario de vuestra madre Ana Bolen

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Isabel sintió que le daba un vuelco el corazón. ¡Smadre! Casi no conservaba recuerdos de ella y, a decverdad, hacía más de veinte años que no pronunciaba snombre. Tras recuperar el dominio de sí, dijo:

 —¿Un diario? ¿Y cómo es, si me permitreguntároslo, que llegó a vuestro poder el diario de uneina?

Los cansados ojos de la anciana adoptaron una miradbstraída, como si se hubiera olvidado por un instante dugar en que se hallaba.

 —Yo tuve el gran honor de servir a vuestra madrntes de su muerte —contestó con reposado orgullo.

Pese a que la lógica exigía que acogiera coscepticismo aquellas palabras y analizara detenidamente bjeto que tenía delante, Isabel lo tomó con gest

spontáneo. Notó el tacto áspero de la piel y el tenue olorergamino y vitela.

La anciana observaba a la reina con calma y separos. La joven soberana debía de saber que decía

verdad. No tenía nada que temer.

 —Sentaos —le indicó Isabel con tono que casi sonmable—. Habladme de mi madre.Lady Sommerville tomó gustosamente asiento en u

illón, con las piernas en la posición más cómoda para sudoloridas articulaciones.

 —Mi tío, lord Kingston —comenzó—, fue alguacil d

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a Torre de Londres durante el reinado de vuestro padrHabía sido un buen soldado y luchó en la batalla dFlodden, donde sufrió graves heridas. A menudo lamentabno haber muerto en el combate, pues luego fue un tullid

ara el resto de su vida y se le agrió el carácter. El buen reEnrique le recompensó poniéndolo al cargo de la fortalezde Londres; mas, aun siendo un gran honor, este puesto lhacía infeliz. Sus muros lo ponían triste, la niebla del río entaba muy mal a su reuma, y la gran armería real hac

que añorase el fragor de los campos de batalla. —La voz dady Sommerville cobraba vigor y confianza a medida que adentraba en los recuerdos y revivía el periodo de suventud—. Lord Kingston estaba de servicio cuand

vuestra madre, embarazada de seis meses de vos, fue asar tres días de feliz retiro en la Torre antes de se

oronada reina. La atendió de mal grado, pues como tantongleses había sido un leal partidario de la primera espos

de vuestro padre, Catalina, aun cuando fuera extranjerPero, puesto que apreciaba la seguridad de su familia y sropia vida, se postró ante la nueva reina e hizo que s

stancia allí fuera lo más cómoda posible. Al cabo de treños ella volvió a la Torre, pero esta vez acusada de traicióy brujería. Mi tío recordaba su llegada en la barcaza, coxpresión triste y sombría. Al pasar del muelle al patio da Torre, tropezó y él la sostuvo del brazo. Ella sonrió, e

eñal de agradecimiento hacia ese nimio gesto d

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mabilidad, pues llevaba mucho tiempo sin recibir ninguny ya sólo le quedaban enemigos.

Isabel advirtió un temblor en sus manos y, parpaciguarse, apretó con fuerza el diario. No en van

ormaba parte de aquella fatídica historia. No se tratabólo del recuerdo de la Torre, aquel inhóspito infierndonde también ella había permanecido encarcelada duranmeses debido a que su hermanastra sospechaba quormaba parte de una conjura para derrocarla. No, e

mucho más que eso.Aquella anciana aireaba las profundas simas de lo

nicios de la vida de Isabel y el final de la de su madrmbos entrelazados de modo tan inextricable como lo

hilos de un tapiz. Hasta entonces raras veces se habermitido pensar en Ana.

Su madre había esperado ilusionada la llegada de uhijo, pero quería que fuese varón, el heredero que Catalinno había podido dar a Enrique. El que hubiese nacido niñhabía resultado uno de los motivos que precipitaron muerte de Ana. De haber sido varón tal vez siguiese co

vida, probablemente reinando. —Proseguid, lady Sommerville. Decís que servisteismi madre en sus últimos días.

 —Mi tío necesitaba mujeres que atendieran a la reinn su reclusión, y eran pocas las que se avenían a hacerl

Sobre vuestra madre se vertían entonces muchas injuria

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Majestad. —La anciana bajó los ojos, avergonzada develar aquella verdad a Isabel.

 —Muchas, en efecto. «Ana Bolena, la puta del rey» lamaban —dijo con labios temblorosos Isabel, invadid

or una oleada de piedad hacia su madre.Como ella, Isabel también había sido el blanco ddios y celos, de rechazo y, a pesar de su condición drincesa, le habían dirigido insultos. Pocos años atrántes de convertirse en reina, nadie la había consideradtra cosa que la hija bastarda del rey Enrique. Le dolía echo. Tenía la garganta seca.

 —Yo amé a vuestra madre desde el primer momentn que la vi en su soledad —declaró de improviso Matilda

Isabel escrutó el arrugado rostro de la ancianuscando algún atisbo de emoción acorde con sus palabra

ero sólo vio el movimiento de unos labios apergaminadoque revelaban un preciado secreto, destinado a seompartido por dos mujeres de sangre noble.

 —Tenía un físico frágil —continuó Matilda—, unamuñecas finas como una varilla, y aquel largo cuello d

isne... Y era tal su finura que uno pasaba por alto el tonetrino de su piel y sus ojos casi excesivamente grandeTenía una voz maravillosa, chispeante y alegre, aun en suerribles circunstancias. Y era tan graciosa... Vuestra madr

me hacía reír, sí señor. Reíamos juntas, solas las dos, pue

nadie más quería compartir su risa. Las otras dama

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miraban y murmuraban, y mi tío se enfadó mucho conmigPero yo le dije, con la valentía de un hombre: «Ana siguiendo la reina hasta que muera. No sois vos sino ella quie

me da órdenes.»

La anciana calló un instante, sonriendo para saboreando tal vez aquel momento de valentía. —Todas las noches, durante las semanas que pasó al

—prosiguió—, me dejó que le cepillase los cabellonegros, largos y sedosos. Era entonces cuando la vencía lanto y lágrimas de rabia y amargura corrían por su

mejillas. Cierta vez me dijo: «A Enrique le gustabepillarme el pelo.» Sólo eso. Aparte de esas ocasione

únicamente la vi llorar cuando ejecutaron a su hermanmientras contemplaba su decapitación desde un parapeto da Torre. Las muertes de los demás, de los hombre

cusados de darse al libertinaje con ella, no la afectaroanto. Pero quería mucho a su hermano George —lad

Sommerville miró a la reina a los ojos—, vuestro tío. —Sí, mi tío.Isabel trató de volver atrás en el tiempo. ¿Se acordab

de George? Según los retratos era bien parecido; según seputación, encantador. No, no conservaba recuerdo algunde él, ni tampoco de su abuelo Thomas, que vendió a su hijor ambición y la abandonó por conveniencia. Incluso s

madre, Ana, era una vaga visión, un tenue aroma a almizcl

una risa melodiosa. Su rostro, sin embargo, siempre estab

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añado por una luz tan intensa que sus detalles quedabarácticamente difuminados.

Uno de los recuerdos que conservaba de su infancra un fino pañuelo de lino bordado con la inicial de s

madre entrelazada con la de su padre, como en un abrazo dnamorados. Más tarde, cuando Ana cayó en el olvidoustituida por Jane Seymour, todas las ropas, esculturainturas y demás objetos adornados con ese atrevidímbolo del éxito de Ana fueron destruidos o arrinconadoustituidos por la inicial de la nueva reina entrelazada coa de Enrique. A lo largo de su solitaria y triste infanciasabel conservó el pañuelo, un tesoro prohibido, en una caj

donde guardaba las escasas joyas que le habían dado y otralhajas de poco valor. Cuando creció, esta caja fu

quedando relegada al fondo de un baúl de madera, y

ecuerdo de su madre se desdibujó igual que el paisaje dun abanico.

 —Habladme del diario. —Yo no supe nada de él hasta el día de la ejecución d

vuestra madre. Recuerdo que ella estaba muy agitad

mientras fuera los obreros trabajaban con sierras martillos en el cadalso sobre el que iba a morir. Laúltimas súplicas de clemencia dirigidas a vuestro padresultaron inútiles, y ya no le quedaban esperanzas. Por unstante pareció que había perdido todo su encanto. Co

gesto torpe, tropezaba con la falda y se retorcía las mano

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Se pasaba los dedos por la cara y por el cabellmurmurando: «Dios me perdone. Dios me perdone.»

»Yo me sentía mareada y aturdida. Su apariencia era lde una pobre mujer. Había perdido el aspecto de reina qu

quería adoptar ante el público presente en su ejecuciónPor eso me sobrepuse y le pregunté amablemente si querque le cepillara el pelo. Entonces me miró y pareciecobrar un poco de sosiego interior. «Sí, por favor, lad

Sommerville. Me complacería mucho», contestó coalma.

»La peiné lentamente, como tanto le gustaba, después de alisarle el cabello me pidió que le hiciese uocado alto que dejara despejado el cuello. Me eché lorar, pues adiviné sus pensamientos. —La anciana se toc

maquinalmente la nuca—. Habían traído un experto verdug

rancés, pero ella temía el dolor y no deseaba que la espadhallara ningún obstáculo.

Isabel advirtió que tenía los ojos arrasados eágrimas, pero no intentó disimularlo delante de aquel

mujer que había ofrecido amistad a su madre hasta

nstante mismo de su muerte. —Cuando estuvo peinada y arreglada con un vestidgris claro —prosiguió la anciana—, se me acercó con esibro en la mano. Estaba muy serena y en su mirada no hab

ningún atisbo de terror. «Tomad esto», me dijo. «Es m

vida. Dádselo a mi hija, a Isabel, cuando sea reina. Lo va

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necesitar.»»Me avergüenza reconocerlo, Majestad, per

ntonces pensé que la hija que el rey había tenido de unsposa a la que tanto despreciaba nunca sería reina d

nglaterra. De todos modos, por amor a vuestra madre, dije que sería un honor cumplir sus deseos. De modo pueque es un honor para mí, al cabo de tantos años, entregaroste diario.

Lady Sommerville se levantó con gran esfuerzo dillón. Isabel la sostuvo con una mano para ayudarla ntonces sus miradas se encontraron.

 —Vuestra madre murió dignamente, Majestad, comuna verdadera reina. —Matilda hizo una profundeverencia y, tomando la mano de Isabel, besó su anillo.

 —Gracias, noble dama —susurró la reina—. Deb

norgulleceros el haber cumplido con la promesa quhicisteis a mi madre.

La anciana observó con una sonrisa el pálidemblante de la reina.

 —Tenéis los ojos de vuestro padre, Isabel, pero

ravés de ellos brilla el espíritu de vuestra madre.Acto seguido, lady Sommerville se volvió y sncaminó con paso cansino hacia la puerta, que no s

molestó en cerrar. Kat y las otras damas apostadas fuerntraron de inmediato en la estancia. Isabel, que se sent

umida en un dulce sueño del que no deseaba desperta

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lzó la mano y les ordenó que salieran. A continuacióxaminó atentamente el diario que durante la exposición dady Sommerville había mantenido en todo momento en la

manos. Estaba viejo. El descolorido tono burdeos de la pi

viraba más bien a rosa y la encuadernación presentaba ustado precario. Aunque apenas quedaban restos de dorada guirnalda que adornaba sus tapas, era evidente qun un tiempo había sido un libro precioso. Lo abrió coxquisita suavidad. En la primera página, en grandes letra

de elegante caligrafía, sobre el amarillento pergamino seía la inscripción

 Diario

de

 Ana Bolena

Isabel pasó a la siguiente página.

4 de enero de 152

 Diario:

Qué extraño, un libro con las páginas en blancJamás había visto nada tan insólito como este diaride pergamino. A diferencia de un libro cuyo autor mofreciera sus pensamientos, palabras y hechos, es

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volumen vacío me reta y se burla de mí, me desafía que llene sus páginas. Pero ¿de qué las llenaré?

Es un regalo que me ha hecho Thomas WyatAsegura que soy capaz de llenarlo; aduce, como razón

que sé escribir en varias lenguas, que soy aficionadala conversación, que aderezo mis palabras con usinfín de anécdotas y deliciosos recuerdos de la cortfrancesa. Esto, no me engaño, son lisonjas dcaballero hacia una dama, pero hay en ellas algo dverdad.

Wyatt, con el regalo en la mano, me encontró en l pequeña habitación de las damas de la reina Catalinsentada a solas ante el escritorio, a punto de acabauna carta para mi madre. Volví la mirada hacia él y lrecibí con una sonrisa franca, pues es un gran hombr

También es un extraordinario escritor (a todas luces mejor poeta de la corte del rey Enrique), guapo com

 pocos y muy alto y vital. Se dice que, salvo en sangrregia, en nada es inferior a Enrique, por cierto qufrecuenta la compañía del buen rey Tudor. Desde l

vuelta a Inglaterra tras mi estancia en la corte del refrancés, este caballero me ha distinguido entre laotras damas, dispensándome más favores incluso quemi gentil hermana María. En sus poemas me halaga sdisimulo, lo cual es causa de admiración y de alguno

celos. Sin embargo, ni aun con eso me esperaba u

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regalo tan inusual. —Pocos hombres, y menos mujeres todaví

 plasman sus pensamientos por escrito —me dijo— pero conozco a una persona cuyos pensamientos

sueños, ingenio y peripecias sabrán llenar como nadestas páginas.Aunque admitió que esta vida cortesana resul

demasiado promiscua y gregaria para fomentar  pensamiento, me pidió que tuviera presente qusiempre estamos solos, incluso cuando noencontramos en compañía de otras personas. Y luegañadió:

 —Si halláis la manera de escribir con el corazóabierto al diario, como a un amigo a quien se confía verdad, sin omitir detalle, vuestro volumen contendr

como las obras de Petrarca, los fragmentos dispersode vuestra alma.

Yo no salía de mi asombro. Thomas Wyatt, el muladino, me había ofrecido una dura nuez de inviernenvuelta en la suave carne de un dátil, un pícar

desafío oculto en amabilísimos cumplidos. Su palabras me hicieron ver que, pese a las escasaoportunidades que para dicha tarea presenta la vida duna dama en la corte, debía escribir y mantener esecreto ese acto íntimo. Lo guardaré en el arcón d

madera labrada que me traje de Francia; tien

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cerradura y llave, y en él estará seguro.¡Un momento! Oigo las risas de la reina y la

damas, que se acercan por el pasillo de regreso dalguna diversión. De modo, pues, que debo acabar aqu

 para reunirme con ellas.Hasta entonces quedo tu fiel servidora.

 An

15 de enero de 152

 Diario:

He fingido una jaqueca para quedarme mientras la

demás iban a ver azuzar a los osos en el patio dcastillo. Estoy sentada junto a la ventana de m pequeña habitación pluma en mano y, pensando en mvida diaria, descubro que el paso del tiempo no halterado mi melancolía. Desde mi retorno de Francia

la aburrida y provinciana corte del rey Enrique estoy servicio de su piadosa reina. Llevo y traigo su prendas de lana o la ropa sucia de cama por oscuros estrechos pasadizos, entre paredes de piedimpregnadas de la humedad y el frío de la niebla qusube desde el Támesis. Me hielan el corazón y msumen en un estado de melancólica añoranza.

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De no haber reclamado desde Londres el regreso dmi padre, al romperse la diplomacia cordial entrambas naciones, aún estaría bailando todas las nochecomo todavía me ocurre en sueños, en

resplandeciente corte de Francisco I. Allí sí que habhechizo, esplendor, belleza y el picante aderezo deamor. Ese endiablado rey (aunque para ser justa,

 persona de Enrique se le asemeja en estatura, majestay apostura varonil) tiene algo que nuestro soberan

 jamás desearía tener: un obsceno y espléndido amo por la lujuria que comparte con todos y cada uno dsus cortesanos más allegados.

Pasé mi juventud en Francia, y desde niña meduqué en compañía de Renée, la princesita coja. Lluz que entraba por los altos ventanales del palaci

real intensificaba los colores de las estancias. Etodos los muros había tapices; en todas las hornacinafiguras; en todos los pisos, multitud de tesoros dincalculable valor: alfombras, pinturas, estatuas objetos de metal para distracción y solaz de lo

sentidos. Grandes filósofos, escritores y eruditoacudían procedentes del mundo entero. Comíamos ecompañía del gran poeta Marot, contemplábamodurante horas la Monna Lisa de Da Vinci, traída poese refinado caballero italiano para ornar el propi

salón real. Ah, aquel tiempo y aquel lugar han dejad

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huellas en mí. Conservo un recuerdo..., el momento dun día perfecto de una vida de la que ahora me separun mundo. Lo referiré con todo detalle, Diario mí

 para que veas qué clase de vida llevaba hasta hace poc

Ana Bolena.Avanzaba a toda prisa por el soleado corredor d palacio para encontrarme con Josette en el probadoya que había prometido que me pondría al corriente dalgunas jugosas habladurías. Pero entonces vaproximarse al rey Francisco, que superaba eesplendor a sus innumerables joyas. Los varones de scorte se pavoneaban con impudicia celebrando cad

 palabra que pronunciaba, adulando cada uno de suelegantes ademanes, complaciendo uno tras otro sucaprichos.

Cuando los tuve cerca, sostuve sin pestañear descarada mirada del rey antes de dedicarle unsomera y seductora reverencia. Al erguirme, noté qutodos los cortesanos estaban mirándomacariciándome, desnudándome con la ment

Cambiamos algunas frases el rey, sus cortesanos yo..., un cumplido acerca del reciente botín obtenid por Su Majestad a expensas de Italia, una broma acercde otra dama, saludos para mi padre el embajador, uninvitación para jugar a las cartas. Yo ladeé la cabeza

 pestañeé y esbocé una sonrisa burlona. Los años d

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educación en el arte de la coquetería surtieron efect pues supe que pensaban: «Ésta es Ana de Boullanhermana de Mary, la impúdica yegua inglesa. Esta e

 joven, todavía virgen, y ofrece un sinfín d

 posibilidades. Me conviene presentar la sonrisa mácautivadora, la pose más llamativa, provocar con mingenio su carcajada más abierta. A ver si puedo ser e

 primero en tenerla por amante y conseguir así de mrey, si es que no se acuesta antes con ella, su profundy lasciva admiración. A ver si puedo ser quien lcuente a Su Majestad, como a él le gusta oír, loexcitantes detalles de nuestros encuentros, la

 palabras dichas entre apasionados abrazos.»Así pues, antes de despedirme fingí que m

entregaba a lúbricos pensamientos, incitando en ello

deliciosas fantasías. Ignoraban, mientras reanudaban camino con paso relajado hacia su próximo y fútentretenimiento, que yo conservaba mi integridad ddoncella, tanto en cuerpo como en disposición. Lvirginidad era mía, pues en tal asunto había tenid

escuela donde aprender.Veía a mi hermana y los apodos que le dedicabanMary era una auténtica belleza, pero algo corta dentendimiento; se dejaba guiar sólo por el deseo y vanagloria temporal. No alcanzaba a pensar más allá d

la conquista de una noche.

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También aprendí de la casta y desaliñada reinClaudia, a quien servíamos como damas. Todadesdeñaban su proceder y se burlaban de ella por laescapadas de su marido. Para la mayoría era una pobr

mujer, mas no para mí, pues yo tenía presente que elera la reina. Le había sido impuesta la corona, habtenido al rey de Francia entre sus piernas y hab

 parido príncipes que llevaban el nombre de éste. Lasuperficiales e ingeniosas damas de la corte, con suoropeles, sus trajes de seda, sus joyas y su cohorte dgalanes no tenían nada. Ni amor, ni nombre, ni glorduradera. Yo les seguía el juego. Reía y coqueteabafingía ser una libertina, bebía de una copa en cuyinterior había representadas escenas impúdicas y nme ruborizaba por ello. Me guiaba por mis propio

razonamientos. Sólo tenía quince años.El soleado pasillo del palacio francés se llenó d

música alegre y percibí un intenso perfume pasar pomi lado. Toqué el mármol jaspeado de una deidadesnuda puesta sobre un pedestal. Fijé la mirada en

 pétreo miembro viril y pensé en la carne. Toqué smuslo; estaba frío, en tanto que mi mano ardíRespiré hondo...

Del patio llegan ahora gritos agudos y el gañido dun perro moribundo. Mi dulce ensoñación se ha rot

como el hielo quebradizo que cubre el cristal de

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ventana. Estoy en Inglaterra. Mi corazón, sin embarglanguidece de añoranza por aquella vida dorada. Ojame hallase en Francia.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

Isabel permaneció inmóvil, aturdida por la

evelaciones del diario. ¡Qué extraño y singular azar aquque había puesto tal documento en sus manos! Se trataba dun documento que le daba acceso a los pensamientos mántimos de su madre y a un mundo acabado hacía más duarenta años.

Era como si de pronto hubiese encontrado la llave duna cámara secreta cerrada por mucho tiempo, una cámaque guardaba misterios a la vez espantosos y fascinantean peligrosos como trascendentes. Buscó en su corazónero no halló ningún sentimiento que pudiera llamars

mor hacia aquella mujer, deseada por su padre durante seños y su esposa y reina durante tres. Desde la infancisabel se había protegido contra el vergonzante recuerdo dna. Para ello utilizó su amargura por la muerte de

raidora y la mancha que por ella pesaba en su propia vida.¡Hacía tan poco que la corona reposaba en su cabeza!Además, todos los días debía tomar importante

decisiones que no sólo afectaban su vida, sino el destino dnglaterra y de la totalidad de sus súbditos. Si la suert

había querido que aquel diario cayese en sus manos emomento tan crucial, sería una insensatez no prestarle

tención debida.

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Un golpe seco en la puerta de la cámara le produjo uobresalto.

 —¡Un momento, Kat!Se preguntó a sí misma qué hacer. Su madr

eguramente había mantenido el diario en secreto contviento y marea, y ahora sólo ella y lady Sommervillonocían su existencia. Isabel resolvió en ese instante qusí debía seguir siendo. Mentiría a Kat sobre el motivo da visita de lady Sommerville y escondería el diario bajlave. En su vida, pública como pocas, aquél sería secreto más íntimo. Isabel ocultó el volumen entre lo

documentos de Estado antes de conceder a sus damas venia para entrar.

 —¿Con quién es la próxima audiencia? —preguntó Kat con voz conciliadora.

 —Lord Braxton y su hijo. Después tenéis la consulmatinal con lord Cecil y, luego, debéis posar para vuestretrato, Majestad.

 —Muy bien. Voy a mi cámara. Vuelvo enseguida —nunció mientras tomaba los documentos y se encaminab

hacia una puerta disimulada que comunicaba con suhabitaciones. —¿Ahora? —exclamó—. Lord Braxton espera desd

hace rato. Y lord Cecil... —Pues que esperen —replicó Isabel, antes d

desaparecer por la puerta apretando el diario contra

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echo.

Kat Ashley tarareaba con aire ausente mientras avivabl fuego del dormitorio de la reina. Isabel se sentía irritad

or su propio nerviosismo, que la hacía caminar arriba bajo por la habitación y toquetear la borla de seda quendía de su cintura.

 —¿Qué vestido llevará Su Majestad para la velada? —reguntó la anciana.

 —No pienso asistir —contestó Isabel, consciente dque con ello suscitaría la curiosidad de Kat—. Esta nochdeseo estar sola.

 —Muy bien. Haré que os suban la cena. Comeremounto al fuego.

 —No, Kat, quiero estar completamente sola.

La anciana parpadeó, sin acabar de comprender. Leina siempre tenía a alguien cerca de ella. La misma K

dormía en un camastro al pie de su cama. Ella, commínimo, debía quedarse y...

 —Traedme velas, todas las que encontréis.

ncendedlas alrededor de mi sillón. —¿Velas? —Iluminad la habitación cuanto os sea posible. —No sé qué capricho os ha dado, Isabel. —Por favor.

Era inútil discutir con la reina cuando se empeñaba e

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lgo, concluyó Kat para sí.

Isabel se instaló en el sillón y su cabeza quedó dentrdel círculo de luz que proyectaban las velas. Sólo se oía

umor del viento en la chimenea y el chisporroteo de eña. Una vez que Kat y el resto de las damas se hubieromarchado, la reina agradeció aquel bendito silencio y sacuna pequeña llave oculta en la funda de una cajita de platon la que abrió el baúl italiano que se hallaba debajo de

ventana. Después, de entre los delicados pliegues de suopas de bautizo extrajo el diario de su madre.

Había tenido que esperar casi una semana para hallase momento de intimidad, aun cuando la idea dntregarse a su lectura no la había abandonado ni por uegundo desde que lady Sommerville introdujera aqu

misterio en su vida.El baúl, perfumado con espliego, estaba lleno de rop

de cama y prendas de vestir debidamente dobladas, algunauyas, otras de su hermano Eduardo y también de su padr

que guardaba como recuerdo. Era todo cuanto le quedab

de su familia. Debajo de una túnica bordada y un par dguantes de cetrería, encontró lo que buscaba, el pequeñlhajero de madera, de cuya tapa se habían borrado hac

mucho, desgastadas, las escenas bíblicas pintadas epujadas en oro. La visión de aquella caja desató u

orrente de recuerdos de infancia, de imágenes inconexa

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del cuarto de los niños, de Hatfield Hall, algunas tiernatras dolorosas, pero todas partes de su vida como el ritm

de su respiración.Al retirar la tapa, quedó al descubierto un revoltijo d

quincalla sin valor, la piedra en forma de corazón quRobin le había regalado en un arrebato de romanticismo, udiminuto dedal esmaltado, el cráneo de un ratón, una plumdescolorida de pájaro. Y el pañuelo de su madre.

Isabel tomó el fino rectángulo de lino y lo sostuvnte ella. Estaba amarillento por el paso del tiempo y en untilla había algunos hilos sueltos, pero las iniciales dus padres continuaban amorosamente entrelazadas.

Una vez instalada con el diario en el regazo y añuelo a modo de marca, abrió aquél por la tercera págin

y entornó los ojos para descifrar la caligrafía. Debería lee

despacio, pues tenía la vista débil y forzarla le producía ugudo dolor de cabeza. Completar su lectura le llevariempo, pues eran pocas las ocasiones que tenía de estaola. De todos modos, eso no le preocupaba. Lo saborear

despacio, igual que un buen vino, ya que presentía que en

historia de Ana hallaría una de las piezas del enigma quonstituía su destino como mujer y como reina. Comenzóeer.

4 de abril de 152

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 Diario:

¡Qué domingo más agitado! Por orden de mi padral salir de la capilla fui a la oficina de cuentas, dond

estaba ultimando los preparativos para el banquete quse brindaría con ocasión de la visita del cardenal. Macerqué a una mesa con tapete verde a la que estabsentado, conversando con el encargado del Tesoro, uhombre feísimo que con expresión lasciva me mirabde reojo de pies a cabeza. Yo deseaba irme, pues eese momento llegaba la barca del cardenal, pero ntuve más remedio que quedarme allí, callada obediente, como le corresponde a una hija.

Finalmente me dirigió la palabra para decir que sPiers Butler había sido nombrado representante de

Corona en Irlanda y que debía ir sin tardanza a ver a m prometido para felicitarlo por el ascenso de su padrLa mención de James Butler y su familia me exasper

 pero lo disimulé de inmediato con una sonrisa. E padre, un señor de la guerra que ha asesinado a más d

un pariente, me inspira miedo, y el hijo, un pusilánimque no siente más simpatía por mí de la que siento y por él, aversión. Aun así, cuando mi padre y ecardenal concluyan las negociaciones de la dote, será mi marido. El caso es que mi abuelo pose

muchas tierras en Irlanda, pero su primo, ese vil Pier

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Butler, ha impedido que los Bolena las ocupemos. Sespera que mi matrimonio con James ponga fin a laviejas disputas y se alcance así la paz en lo que a esasunto respecta. Me trasladaré a las incultas tierras d

Irlanda para reinar entre campesinos salvajes. Mconvertiré en lady Butler. Al menos eso es lo qudicen.

Cuando por fin, con la venia de mi padre, pudmarcharme, salí corriendo hasta la gran ventana paver la barca dorada del cardenal Wolsey deslizarshacia el muelle de palacio. El corazón me dio uvuelco. No sabía adónde ir para calmarme. ¿Qué mconvenía más, permanecer sentada en la estancia de reina o cruzar a la carrera la explanada para dar

 bienvenida a mi amado?

Entonces, a través del cristal vi un relumbre dtafetán púrpura y luego una forma voluminosa

 pesada. Wolsey, con sombrero, guantes y sotan púrpura, aparecía espléndido en su obesidad precedid por los alabarderos, cargado con todos sus símbolo

cardenalicios: cruz de plata, báculo, capelo y el GraSello del Reino. De las puertas de palacio acudían co pompa y ceremonia los representantes del rey, quluciendo cadenas de oro marcaban el paso con sualtos bastones. Yo sabía que si Wolsey estaba all

 pronto desembarcarían sus sirvientes. De pronto vi

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un hombre vestido con sencillez, hermoso para mojos... Henry Percy, delgado y tímido, con unexpresión de bondad en el rostro. El corazón me latdesbocado. A pesar de la distancia, y aun cuando él n

me veía, sentí su amor y percibí su deseo de abandonala comitiva y venir a mi encuentro.Así pues, me encaminé a toda prisa, casi corriend

a los aposentos de la reina Catalina, donde otras damahacían compañía a Su Majestad. Reparé en la agitaciógeneral: damas, cocineras y doncellas sonreían

 bromeaban nerviosas. La reina estaba desayunando aunque ojerosa, mostraba buen ánimo. Los dos día

 previos los había pasado, como todos los viernes sábados, arrodillada sobre las duras losas de la capillrogando perdón a Dios por pecados que, a ojos de lo

demás, no eran sino acciones bondadosas. Yo m preguntaba si el áspero hábito franciscano que llevab bajo el vestido le mortificaba la piel o bien  procuraba un consuelo que consideraba necesario.

El hecho es que su marido Enrique todavía

quiere, aun cuando no halle placer en su cama. Paeso, a quien busca es nada más ni nada menos que a sdama de compañía, ¡mi hermana Mary! La puta de urey francés ahora amante del gran Enrique. Le pedí mi hermana que me confiara el secreto de su embruj

 pues, aunque es hermosa, la corte está llena de otra

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 bellas damas. Con una sonrisa maliciosa, Marrespondió: «Lo importante con los hombres es cómlos amarras...; primero fuerte, luego con holgurdespués los sueltas, para volver a agarrarlos co

fuerza.»Sin embargo, en lo que a mí respecta no necesito dtales ardides, porque mi amado y yo sólo somos uno para el otro, tan claro como lo escribo aquí. Perestoy desviándome de mi relato. Volvamos a esdomingo...

Las damas callaron de pronto, pues desde el pasillllegó un alboroto de voces varoniles. Enseguida entrun alud de apuestos caballeros, dispensando besoreverencias y cumplidos. Las damas se emparejarocon ellos para pasar el día en juegos, música

galanteos. Con los caballeros, como una suave brien mitad de una tormenta, estaba mi amado. A

 principio no nos dijimos nada. Él puso unos cojinesobre un banco de piedra junto a una ventana, luegtomó mi mano, la rozó con sus labios y me conduj

hacia nuestro pequeño nido.Juro que el corazón me latía con tal fuerza que poun instante temí no oír sus palabras. Era gentil generoso, tan distinto de los lascivos caballeros de corte francesa que en cuanto me miró a los ojos todo

los trucos que había imaginado para seducirlo s

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desvanecieron. Fueran cuales fueren sus defectos torpezas, yo se los perdonaba. Pero advertí que uvelo ensombrecía su tierno semblante, y le pregunté razón. Ojalá no lo hubiera hecho, pues Percy me di

entonces la triste noticia de que pocos días anteademás de mis desdichados esponsales con JameButler, también se habían celebrado los suyos. Para scasamiento con lady Mary Talbot se habían aducidmuchas razones, menos el amor.

 Nada tiene de raro en tales negociaciones, ya que enuestro mundo el amor sincero se considera purinsensatez, y el amor dentro del matrimonio, el únic

 permitido, no es más que un deber. Yo, por mi parterepudio con toda mi alma esos principios, y así se ldije a Percy, abominando de nuestros respectivo

matrimonios y maldiciendo a quienes pretendemantenernos separados.

 —El cardenal y el rey apoyan a mi padre —susurrél—. ¿Qué puedo hacer?

 —¡Desafiarlos y casarte conmigo! —respon

temblando, con voz aún más baja. Él palideció despanto.Le pregunté si no se acordaba de la propia herman

del rey, la princesa María. Yo misma había formad parte de su séquito cuando embarcó rumbo a Franc

 para contraer matrimonio con el viejo rey Luis. L

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hablé del gran amor que ella compartía con un tal lorBrandon, duque de Suffolk, y le conté cómo, pomotivo de alianzas, ese amor no fue tomado en cuentObediente sierva de su hermano y su país, la princes

sabía que debía ocupar el trono de Francia como reinSin embargo, aquel frío y desapacible día, antes dzarpar de las costas de Dover —pues yo estaba allí lo vi—, María pidió que si el rey Luis fallecía quedasen libertad para casarse con Brandon. El rey Enriqule dio su promesa en este sentido, y nos hicimos a mar. Le conté a Percy que al cabo de tres meses eviejo rey murió y, sin aguardar noticias de Enriquella y Brandon se unieron en secreto antes de regresa Inglaterra. El rey, enfurecido, los acusó de abusar dsu confianza y los echó de la corte.

 —Pero pronto, amor mío —dije—, los perdonó, aquí viven todavía.

 —¿Qué quieres insinuar con eso? —preguntPercy, confuso.

 —Que en el pecho de nuestro rey late un corazó

tierno que conoce los sentimientos de loenamorados, y nos perdonará tal como hizo con shermana. Si él muestra clemencia, el cardenal Wolsey nuestros padres seguirán su ejemplo. Así habremologrado algo raro y maravilloso, un matrimonio po

amor.

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 —Mi queridísima Ana —dijo Percy tomando mmanos entre las suyas y riendo con terror y deleite a vez—, nunca he conocido a ninguna mujer como túMis palabras no bastan para expresar lo que siento po

ti. Deja, pues, que lo exprese con mis brazos, con mlabios, con mi cuerpo... —¿Significa eso que desobedeceremos

 prohibición y nos casaremos, tal como hicieron  princesa y su duque?

 —¡Sí, sí! —exclamó.Como la vehemencia de su juramento atrajo la

miradas de los allí presentes, incluida la reinimpusimos calma y discreción a nuestra plática. Lmañana transcurrió entre palabras de cariño, promesay planes. Pero pronto sonó la llamada para cuanto

debían volver a la casa del cardenal, pues ésembarcaría sin esperar el cambio de marea.

Como no quería separarme de Percy, lo acompañhasta la orilla del río y, amparados por la niebla y lasombras del atardecer, nos besamos. Sentí que m

faltaba el aire y un calor ardiente en las entrañas. Noabrazamos, y mientras él me acariciaba los senos notla dureza de su miembro contra mi cuerpo. Habflirteado algo en Francia, pero ese ardor, ese dulcdeseo, era nuevo para mí.

Después, las antorchas que alumbraban el paso d

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cortejo nos obligaron a separarnos.Fue un adiós rápido, bajo la gélida mirada d

cardenal, aunque no me importó, porque en nuestrocorazones estábamos desposados. Esta promesa e

firme, y ya se verá que con el tiempo me convertiré elady Percy.Tu afectísima,

 An

22 de noviembre de 152

 Diario:

¿Por dónde comenzar? Mi corazón está destrozadmi vida, acabada. Mi bienamado Percy se encuentrdesterrado en el norte, maniatado por la ira de s

 padre. A mí también me han expulsado de la corte ahora languidezco en la casa que mi familia posee e

Hever, Kent. ¿Que cómo ocurrió esto, preguntas?La última vez que escribí el mundo se presentab brillante. Sentía la corte inglesa casi como un hogar la de Francia como un bello recuerdo. La vida allá eralegre. Nuestro gran rey Enrique, sano y robust

 presidía su corte como un dios encarnado y hactemblar la tierra bajo sus pies. Ataviado con atuendo

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de satén recamados en oro, era el primero, cada veque se ofrecía una fiesta, en danzar con vigoroso

 brincos, como un venado; cabalgaba con gallardí participaba en las justas, por duras que fuesen, y n

 paraba de cantar, de jugar, de componer versos y dhacer de la corte un lugar de ensueño.Al servicio de la reina yo pasaba los días de veran

entretenida en continuos festejos, compras, danzaencuentros secretos con mi amado. Ay, nuestro amonos cegaba y ponía alas a nuestros pies. Nuestrosecretos esponsales parecían un sueño remot

 Nuestro matrimonio era, si no por ley, un hecho,  pronto esperábamos completar nuestra unión.

Y entonces, como un relámpago caído del cielollegó Wolsey, colérico y decidido a poner fin

nuestro amor. Obligó a Percy a comparecer ante eobeso cardenal, que miró a mi amado con expresióde furia, dejándolo tembloroso como un arbolillo emedio de un vendaval. «Desiste —le ordenó— y dejen paz a la muchacha.» Yo era de origen plebeyo y n

estaba a su altura. Nuestro contrato, dijo iracundo, er«una horrible infracción, digna de la justa ira de lo padres, de Dios y del rey». A Enrique le convenía unalianza entre los Talbot y los Northumberland, familia de Percy, para robustecer la defensa de l

frontera con Escocia, de modo que Wolsey, deseos

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de ganarse el favor del rey, separó con vileza a do personas que eran una, nosotros, arrancándoles corazón de sus pechos enamorados.

Percy me contó por escrito (en carta secreta, y

que no nos permitieron despedirnos) que mdefendió, asegurando que mi alcurnia era igual a suya, y que no había consentido en renunciar a nuestr

 juramento.Me estremecí sólo de imaginar la escena: un simp

muchacho contrariando a tan temible enemigo. Coello Wolsey maldijo a mi desdichado Percy y lo envia su casa, con su enfurecido padre. Nuestro honestcompromiso fue disuelto como si jamás hubierexistido.

En cuanto a mí, mi padre me llamó a su

habitaciones y me propinó unos duros azotes. El doloque me produjo no fue nada comparado con el dnuestra separación. A pesar del castigo me mantuvfirme, sin derramar una lágrima, desafiante.

 —El cardenal Wolsey —le dije— piensa que h

ganado la partida conmigo, una muchacha indefensPero oídme bien: juro que si alguna vez tengo pode para ello, le procuraré el mismo disgusto que me hcausado él a mí.

Mi padre me miró boquiabierto, escandalizado d

ver que una muchacha tuviera ínfulas para amenazar

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un personaje tan encumbrado. Después me desterró dla corte, a nuestra lejana casa de Hever Hall dondescribo ahora.

La vida en Edenbridge es un hastío y los día

transcurren sin aliciente alguno. Las flores carecen dolor, los trinos de los pájaros son chirridos en mioídos, me pierdo entre los verdes setos del laberintdeseando desaparecer para siempre. Ayer llegó lnoticia de que Percy y Mary Talbot se han casado. Nlloré, porque no me quedaban lágrimas. Sin embargdentro de mí estalló un renovado odio por el cardenWolsey, y lo maldije una y mil veces.

Un día tendré su cabeza, eso es seguro. Cuándo cómo, no lo sé, pero la hora llegará en que Ana Bolenconseguirá vengarse.

Tu afectísima,

 An

25 de marzo de 152

 Diario:

Mi aburrimiento llega a extremos inimaginableDía tras día, sentadas frente al hogar, oyendo areverendo Parker recitar con su voz monótona salmo

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y escrituras, mi madre y yo damos puntadas y puntadaa un inacabable bordado. Si tengo que dibujar ot

 pezuña de unicornio u otra ala de dragón me pondré gritar como loca. ¿Cómo puede mi madre llevar un

vida tan gris? Levantarse temprano todos los díadurante años, para supervisar la elaboración del pan, dla cerveza, del queso, procurar que la servidumbre esocupada, guardar plumas para las almohadas, hacevelas y rezar, siempre rezar.

Bajo sus ojos velados advierto un fuego mortecinque alguna vez ardió con fuerza y esplendor, pero aquentre patanes y corderos, en medio de campointerminables surcados por un pálido arroyo que ellollaman río, los sueños de mi madre se han apagado una uno, como las velas en una capilla. Si bien nunc

habla del tema, estoy convencida de que antaño hubafecto entre ella y mi ausente padre. No fue umatrimonio por amor, pero una vez casados ambos sconformaron. Elizabeth Howard, orgullosa de umarido que, aunque de cuna plebeya, era emprendedo

y ambicioso. Y Thomas Boleyn contento con unmujer que incrementaba su fortuna, de corazó bondadoso y cara bonita que con orgullo le daba uhijo por año sin morir, que controlaba las cuentas y etrabajo de los campos y la casa con temple seren

soportando en silencio años de soledad.

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Mi madre me impresiona por sus virtudedomésticas que yo haría bien en aprender si pretendaspirar a un buen matrimonio. Puedo tolerar castidad, por descontado, y la modestia, pero deb

reconocer que la humildad y la templanza no van comi carácter. Ella observa mi dolor y me dice: «No taflijas tanto. Volverán a llamarte a la corte. Sal a cazacon tu perro Urian, cuida los jardines, ve a caballo casa de los vecinos, toca el laúd.» Pero no hay nadque anime esta insoportable prisión. Acostarstemprano para ahorrar la cera de las velas, levantarstemprano para atender quehaceres de la casa. Los díase hacen larguísimos.

Dicen que mi amor por Percy irritó al rey Enriqueque la ira de éste equivale a la muerte. Con todo,

vida de destierro a que me ha condenado es much peor. Todas las noches, mientras subo por laescaleras hacia mi dormitorio, maldigo a cada paso snombre y el de Wolsey. Tumbada en mi camastro, nla luz de la luna me alegra, pues las ventanas son ta

angostas que no podía entrar por ellas.Escribí dos veces a Percy y en ambas contraté esecreto los servicios de un mensajero para que entregase la carta en mano, en NorthumberlanAguardé su respuesta durante semanas, que s

convirtieron en meses. Mi espíritu agitado se ib

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aquietando poco a poco, hasta que una mañana gr perdí toda esperanza y mi corazón desfalleciEntonces me marchité y endurecí como una frudulce que, una vez pasado el tiempo de sazón, se sec

y acartona.En la cama el silencio resulta terrible. Más allá destas paredes sólo hay negrura, campos, ganadárboles. No existen aposentos profusameniluminados, llenos de caballeros y damas que sdivierten con la actuación de malabaristas, juglares

 bufones. Ni fiestas, ni mascaradas, ni danzas, nmúsica, ni caballeros galantes. A veces pienso quenloqueceré de tanto silencio, penumbra y soledaOh, dulce Percy, que yaces desconsolado en tu lechconyugal, ¿no es éste un cruel castigo por amar d

verdad? Juro que no correré la misma suerte de mmadre. A las estrellas pongo por testigo.

Tu afectísima,

 An

6 de junio de 152

 Diario:

¡Gran acontecimiento! George, mi hermano, vino

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visitarnos a Hever Hall y se quedó dieciséis días. Eun joven encantador de quien se prendan las mujere

 por su gracia, su atractivo y su ingenio audaz, y poeso mismo lo quiero. Nuestra madre cobró nueva vid

al tener en casa a su único hijo varón con vida, a quieadora tanto como él a ella. Se prepararon manjareespeciales y los tres permanecimos juntos duranthoras, charlando, bebiendo, tocando instrumentomusicales y jugando.

Siempre que podía me escabullía con él cabalgábamos lejos, durante leguas, con Urian pegada las patas de los caballos. Nos llevábamos lohalcones y cazábamos o paseábamos por el senderque bordea el río Eden, dejando pasar ociosos lodías. George me divertía con sus habladurías y m

 ponía al corriente de los últimos chistes retruécanos.

Un día en que estábamos tumbados a la sombra dun olmo, con el perro a nuestros pies, me contó lohechos de los que pende el destino de nuestra famili

Mi hermana Mary aún es la amante del rey. —Debemos sentirnos orgullosos de ella —dijGeorge con una sonrisa maliciosa—. Se dice que coMary Boleyn, el rey y su bragueta siempre estáocupados.

 —¿Y cómo prospera el complemento femenino d

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nuestro buen rey? —pregunté con seriedad. —Está oronda como un pastel, cubierta con

 blasón de los Tudor, todo espadas, venados y granada —¡Granadas!

Reímos hasta que se nos saltaron las lágrimas. —Por Dios que tiene valor esa muchacha —exclamó George mientras hacía una guirnalda dflores para mi cabeza—. Nada en esplendor. Relumbrcon las joyas y los lujosos atuendos con que el rey agasaja todos los días.

 —¿Y qué dice William Carey? ¿Cómo lleva nuestrcuñado el papel de cornudo?

 —Como si el que la esposa de uno se convierta ela cortesana del rey fuera cosa de todos los días. Har

 bien en aprovecharlo y procurarse el favor real

cambio del uso de Mary, pero no hace nada. —Una lástima —me lamenté pensando en la suert

que aguardaba a mi hermana. —No tanto —repuso George—. Debido a Mary h

recibido algún favor del rey. Ahora tengo una cas

solariega, pequeña pero bonita. Aunque es nuestr padre el que disfruta de mayores beneficios. Lceremonia en que lo hicieron par del reino se celebr

 junto con el nombramiento como duque de Richmondel bastardo que Enrique tuvo con Bessie Blount. Fu

un día de mucho calor, pero el nuevo palacio real d

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Bridewell estaba espléndido, y había trompetas doseles dorados por doquier. La ceremonia principase celebró en honor del hijo, claro; sin embargo, fuun gran día para nuestro padre.

 —Le habrán dado dinero, imagino —dije con tonáspero. —Una renta de mil coronas. ¿Qué ocurre, Ana

Parece como si hubieras visto un gato negro. No contesté. Para George, como para todos lo

hombres, el que mi padre incrementase su fortungracias al libertinaje de Mary era algo naturaTambién debería serlo para mí, pero la mera idea mrepugnaba. «Una mujer —pensé— es un castillo o uterreno, un objeto de admiración cuyo valor aumenhasta el momento en que la compran o la venden po

intereses de fortuna, para traer hijos al mundo, comsoborno, premio o pago de una deuda. Se olvidan de scuerpo, de su alma, de su corazón. ¡No, ni siquiera solvidan, porque para ellos no existe!»

Me puse de pie con intención de irme, pero Georg

me rogó que me quedara. Se estaba bien al sol, mejoque en el castillo, dijo. Prometió trenzarme el pelProcuré recobrar la calma, lamentarme en secreto dejar que su charla intrascendente y sus atenciones mapaciguaran. Hablamos de mi destierro, de un posib

regreso a la corte.

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 —El asunto de Percy está olvidado, y ahora, con nueva situación de nuestra familia, te veo de vuelta emenos de un año.

 —Dios te oiga.

 —Thomas Wyatt me preguntó por tu salud. M pidió algo curioso: que te trajera plumas y tinta. ¿quién escribes? ¿A Wyatt? Mira que ahora es uhombre casado y no te conviene meterte ecomplicaciones.

Debí de ruborizarme, porque a continuació preguntó:

 —¿No será a Percy, Ana? —Por supuesto que no. Es poesía lo que escrib

Wyatt me alentó a ello antes de irme, así que pruebocomponer versos.

 —¿Una mujer poeta? ¡Qué ocurrencia! ¿Me dejaráver tus poemas? Ya sabes que yo también escribversos.

 —De eso nada —exclamé.Aduje que eran muy malos, que no valían

 pergamino gastado. Luego cambié de tema diciendque ya era tarde y teníamos un largo camino dregreso. Él me ayudó a levantarme y luego me abrazfraternalmente.

 —Te he traído las plumas y la tinta —dijo.

Apoyé la cabeza en su hombro pensando que era

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única persona en el mundo que me quería por mmisma. ¡Qué tristeza!

Tu afectísima,

 An

4 de julio de 152

 Diario:Anoche, cuando me disponía a acostarme, oí uno

 pasos que se acercaban. Era mi hermano, que con unvela subía con sigilo por la escalera trayéndome uregalo. Al desenvolverlo, comprendí la razón de s

 prudencia. Se trataba de un libro sumamente herétice l Elogio de la locura  de Erasmo, que denuncia corrupción, la codicia y la lascivia del Papa, la Iglesy el clero.

Le di las gracias, de corazón. Un libro es algo rar

en el campo, y uno tan osado como éste equivale a utrofeo. George lamentó no haber podido hacerse couna obra más escandalosa aún, la traducción al inglédel Nuevo Testamento hecha por William Tyndale.

 —Queman los libros en St. Paul’s Cross —explic —, y su autor es perseguido incluso por nuestr propio rey. Los volúmenes que han escapado al fueg

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corren de mano en mano. La Iglesia, tu buen amigWolsey por más señas, sigue la pista de estas copiaregistrando casa por casa. Todos los literatos drenombre se han convertido en sospechosos —añadi

 bajando aún más la voz—, y se ofrecen recompensaslos delatores. —No lo entiendo —dije—. En Francia leí lo

Evangelios traducidos al francés. Allí no ha prohibición. La misma duquesa de Alençon, hermandel rey y mi tutora, apoyaba tales iniciativas.

 —Olvidas que nuestro rey es la niña de los ojos dPapa. Lo ha nombrado defensor de la fe contra loherejes protestantes.

Rogué a mi hermano que me consiguiera la obra dLutero. Era peligroso, repuso, porque Enrique odiab

a Lutero y él mismo había escrito en contra de la obdel alemán, defendiendo los sacramentos católicoLutero, ofendido, lo había llamado a su vez «palurdmentecato, poseso, rey de las mentiras».

Me eché a reír ante semejante audacia. George m

 puso un dedo en los labios y susurró temeroso: —Seguimos siendo buenos católicos, ¿no? —Supongo que sí —contesté—. Vamos a mis

comulgamos, nos confesamos. Pero dime, herman —lo acerqué más a mí—, ¿no te atraen esas idea

 protestantes, el que Dios y el hombre pueda

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comunicarse sin la mediación de los sacerdotes? mí, esa nueva religión me parece atinada.

 —Todavía queman a los herejes —me advirtiGeorge con el pulso agitado.

 —Seré cauta, no diré nada que pueda perjudicarnote lo prometo. —Al advertir que se relajaba, añadí—Pero tráeme esa Biblia de Tyndale en cuanto puedas.

 —Eres una arpía, Ana —dijo entre risas—. Vas matarme a disgustos.

Le pedí que se fuera y luego guardé el volumen emi escondrijo, detrás de una piedra suelta en la pareAnsiaba la llegada de la luz del día. Un libro para leeera un tesoro tan valioso como el oro.

Antes de acostarme me puse de rodillas, como mi habitación fuera una capilla —perdón por

 blasfemia— y supliqué a Jesucristo por la salvacióde mi alma... y por mi pronto regreso a la corte.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

Al cerrar el diario de su madre, Isabel advirtió qu

emblaba. El retorno a la realidad después de permaneceumida en la lectura era como el deslumbramiento quroduce la luz del sol en quien ha pasado mucho tiempo scuras. Esa noche, sin embargo, agotadas buena parte das bujías que Kat había encendido, la estancia se hallaba e

enumbra más allá del pequeño círculo de luz. Isabel tenos ojos fatigados.

Aquellas extrañas veladas habían despertado el recelde Kat. El silencio de la reina irritaba a la anciana, ya qununca había tenido secretos con ella. A menudo se quejab

del semblante cansado y ojeroso de su señora tras pasar unnoche en blanco, y cuando ésta se empecinaba en nevelarle nada, murmuraba en voz baja y mencionab

hábitos malignos y el influjo del diablo.Unas manchas de luz enturbiaron la vista de Isabel

iempo que un agudo dolor estallaba en su cabeza. Aevantarse, la asaltó un mareo que la obligó a aferrarse illón, y fue presa de una de aquellas horrorosas jaqueca

que en ocasiones padecía. —¡Maldita cabeza! —musitó.Tenía la frente sudorosa y dudaba que pudiese llegar

a cama. Si ello era consecuencia de la lectura del diario d

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u madre, pensó, tardaría una eternidad en acabarlo. La idempero, se desvaneció, fulminada por una punzada de dolon las sienes. Apenas tuvo fuerzas para llamar a sus damantes de que el torbellino de luces en su cabeza diera paso

a oscuridad.

6 de noviembre de 152

 Diario:Llevo muchas semanas sin escribir porque lo qu

 podía contar de Hever se reducía al hastío. Ahora, ecambio, han vuelto a recibirme en la corte y estoy dnuevo al servicio de la reina. Duermo en habitacione

contiguas a las de Su Majestad y las otras damas, sieen total. El tiempo transcurre con el ritmo animadque el rey impone a los días, y se diría que nuncdormimos. Cetrería, cacerías —dicen que nunca bajade ocho o diez los caballos que agota Enrique en un

 jornada—, luchas, justas. No hay espectáculo mádivertido que verlo jugar al tenis. Su rival favorito eThomas Wyatt, que en pericia no le anda a la zagCasi todas las noches tocamos la flauta, cantamos —mi voz es muy popular— y bailamos. Que la reina emayor que Enrique se hace evidente ante la vitalidade éste. Tal vez sean los ojos, las manos y el corazó

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del rey, tan inquietos, la causa de su fatiga, y hast parece que sus damas lucen más que ella.

A mi padre, tan encumbrado ahora, Enrique le hconcedido permiso para que viva en la corte con tod

el personal de su casa. Ahora, pues, mi madrcomparte apartamento con él en palacio, un raro favoque, creo, aprecia. Cuenta con dos preciosahabitaciones provistas de armarios de fina maderlabrada llenos de vajilla, y una gran cama con dosel dseda. Se acabó la monotonía de Hever, los díainterminables cosiendo hasta que me sangraban lodedos. Mi madre se ve ahora serena y más hermosSigue desde lejos los devaneos galantes de la

 jóvenes. A mí me observa con atención, sin decir nadEstá claro que es mi padre quien me tiene a su cargo

forja planes para mí, planes que no quiere divulgar.El cardenal Wolsey, cada día más rico y poderos

gracias a la fe que Enrique tiene puesta en él, jamárepara en mí ni aun cuando me tiene cerca. Nrecuerda para nada el dolor que nos infligió a Percy

a mí con su castigo. Pero yo sí que me acuerdo. E pobre Percy sigue en su destierro, y debo admitir qumis sentimientos hacia él ya no son intensos. Tengmuchos pretendientes, pero ninguno de ellos minteresa. No permito que en mi corazón nazca amo

alguno. Sé que mi papel consiste en seguirles el jueg

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 pero ello no me exige sentir. A decir verdad, a nadie limporta si me enamoro o no. Soy un adorno bonituna propiedad destinada a ser comprada y vendida. As

 pues, a nadie entregaré mi corazón.

Anoche, mientras cenábamos, entre la gente sentada una mesa oí a una vieja susurrar que era brujAcabada la cena, mientras los perros devoraban lasobras y los nobles se marchaban a divertirse, fui e

 busca de la mujer y le rogué que me prestara oídoMe miró con ojos empañados, sin dejar de llenar un

 bolsa con restos de comida que se habían salvado dlos perros.

 —¿Qué desea mi señora? —Sonrió, si es que podllamarse sonrisa a aquella aparición de dientes negroy cariados—. ¿Un hechizo, una poción, u

encantamiento que conserve eterna vuestra belleza?Por toda respuesta, puse mi mano en la suya y

hice girar de tal modo que la manga cayera a un lad para mostrar ese pedazo de carne y uña de más al qullaman dedo.

 —¡Seis dedos! —exclamó, apretándome covehemencia la mano—. Vos debéis de ser Ana BolenDesconcertada, intenté apartarme, pero ella m

retuvo. —Sois famosa por este pequeño dedo —añadió—

Dicen que es una marca del diablo.

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 —Igual que esta mancha que tengo aquí —susurré tiempo que me bajaba el cuello para mostrársela—¿Qué os parece, anciana, soy una bruja como vos?

Siguió mirando fijamente mi mano, en silencio, s

 prestar atención a la mancha del cuello. Me escocíalos ojos a causa del humo de las velas y el fétidaliento de la vieja me resultaba insoportable.

 —¿Qué decís? —exigí, pues ella continuaba callad —. Responded pronto, que debo irme.

 —Aguardad, señora; estoy contando cuánto podr pagar por ese dedito.

 —¡Cómo!, ¿comprar mi dedo? —Oh sí, señora, cortarlo. Apenas sangraría

quedaría muy bien en un tarro —dijo con la voquebrada—, al lado de una ala de feto de murciélag

sapos preñados y cosas así. —¡Ni hablar! —exclamé retirando la mano. —¿No lo habíais preguntado? —Os he pedido que me dijerais qué opinabais de m

y del dedo, no que me mutilarais la mano.

Me señaló y repuso: —Mi opinión es que Ana Bolena tiene poderecomo un largo y amarillento pergamino que está podesenrollar, y que, si ella quiere, hará una carrera ta

 brillante como infame.

Tendió la arrugada palma de la mano y me apresur

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a depositar en ella una moneda. Después me volvrespiré hondo y me alejé. «Brillante e infame.» Esa

 palabras siguieron sonando con tal fuerza en mi cabezque tuve que cantar con las otras damas para ahogarla

y hallar algo de paz.Tu afectísima,

 An

20 de abril de 152

 Diario:

Tras enterarme de que a Thomas Wyatt lo ha

nombrado maestro de ceremonias para los festejos dla primavera, hoy, un día cálido y agradable, he salidocabalgar hacia Shooters Hill, detrás del palacio dGreenwich. Allí, oyendo desde la espesura del bosquel ruido de sierras y martillos, desmonté y seguí a pi

 por el sendero bordeado de árboles. Al poco de andatopé con una escena tan extraña que apenas di crédita lo que veía.

Los carpinteros estaban construyendo la rústiccabaña de Robin Hood y sus hombres. Entre loárboles había una mesa rústica para el banquete; máallá habían despejado un claro para las justas

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alrededor se habían dispuesto asientos hechos cotroncos y ramas para los espectadores. Encontré Wyatt sentado a la sombra de un árbol, pluma emano, escribiendo los diálogos para la mascarada d

 bosque de Sherwood. Tenía la frente arrugada y esemblante ceñudo. —¡Vamos, Thomas, no es normal que tengáis qu

devanaros los sesos para inventar palabras d bandidos, siendo vos mismo un bribón!

 —¡Ana, qué sorpresa!Se levantó, pero le pedí que volviera a sentarse en

suelo y me acomodé a su lado. —He venido a pediros un favor, caballero. —Bien sabéis que vuestros deseos son órdenes par

mí. Decidme pues, ¿qué favor os he concedido?

 —Representar el papel de lady Marion. Siempre mha gustado ese personaje y creo que lo haría bien.

Thomas esbozó una sonrisa, pero su rostro sensombreció por un instante.

 —¿Qué os ocurre, Thomas? —le pregunté—

Tenéis mala cara. ¿Estáis enfermo? —No, Ana, no es por mí. ¿Qué preocupacione podría tener sentado en este bosque con taencantadora dama, escribiendo bonitas palabras pauna fiesta pagana en un soleado día de abril? No. Es

rey Enrique. Está triste y preocupado por asuntos mu

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graves y se pasa horas encerrado en la sala dConsejo.

La verdad es que yo me había percatado del ánimdecaído del rey, tan opuesto a su habitual jovialidad

 pero no le había dado mayor importancia. —¿Qué mal le aflige? —¿De veras deseáis saberlo? —pregunt

dirigiéndome una mirada intencionada. —Sí. —No es ésta la clase de chisme que interese a la

mujeres —observó a modo de chanza. —¡Decídmelo, Thomas, o si no os daré un

 bofetada! —Como queráis —susurró al tiempo que apoyab

la espalda contra el tronco—. ¿Recordáis, si es qu

habíais nacido, cuando Enrique subió al tronoEntonces resplandecía como un astro; a pesar de s

 juventud invadió Francia y puso en fuga a locaballeros en la batalla de Guinegatte. ¡Qué gestagloriosas! Era maravilloso, os lo aseguro. Enriqu

 pensaba que con la ayuda del sobrino de la reinCatalina, su aliado, podría proseguir con su «graempresa», como la llamaba, y conquistar un día todFrancia.

 —Ese sobrino del que habláis es el emperado

Carlos de España, ¿verdad? —deduje—. La reina

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tiene un gran cariño. —Y en los años previos él la utilizó com

embajadora ante el rey. Pero ahora Carlos cuenta coejércitos más poderosos de lo que Enrique pued

soñar y ha invadido Francia por su cuenta. Tien prisionero al rey Francisco. —Lo he oído. Pero ¿en qué afecta eso a Enrique? —El emperador ya no quiere participar en la «gra

empresa» de Enrique porque proyecta conquistar solo la totalidad del mundo, aun cuando nuestro rey lhabía dado medio millón de coronas para sufragar suaventuras.

 —Entonces, lo ha traicionado. —Sí, pero eso no es todo. Puesto que no ha querid

renunciar a sus sueños de conquista, Enrique ha dejad

que el cardenal Wolsey grave con un impuesto a todosus súbditos. Lo llaman «donación voluntaria», pero

 pueblo considera que es una medida injusta y srebela. Los recaudadores encuentran una graresistencia en el campo, y a veces deben usar

fuerza. El populacho ataca a los comisarionegándose a costear la guerra y, lo que aún es peovierte todo su desprecio sobre el rey y el cardenWolsey. Así, además de la traición de un aliadoEnrique soporta la franca rebelión de las gentes qu

más lo amaban y aclamaban.

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»Su preocupación es fundada, y también la de reina, atrapada entre el afecto hacia su sobrino y amor hacia su esposo.

»Pero, Ana, Catalina también es una fuente d

 problemas. En las tabernas y guarniciones corre rumor de que el matrimonio del rey Enrique esmaldito y que por ese motivo no ha dado hijos varoney la princesa María es la única heredera. La causa dtodo ello no es otra que el incesto, se dice.

 —¿Incesto? —exclamé en voz tan alta que lotrabajadores se volvieron a mirarnos—. ¿Incesto? —repetí más quedo—. ¿Qué queréis decir?

 —Catalina, ya lo sabéis, se casó primero coArturo, el hermano de Enrique. Él, sin embargo, estabmuy débil y falleció antes de que se consumara

matrimonio. Eso al menos aseguró la reina, y todos creyeron. Puesto que el lazo con la realeza españoera de tanta importancia, y siendo la princesa Catalin

 bella y dulce, Enrique la desposó con agrado. Todo fu bien durante años, pero ahora que Catalina ha rebasad

la edad de procrear y Enrique no tiene heredero varóhan comenzado las habladurías. ¿Es este matrimonisin hijos varones, el castigo que Dios le ha enviad

 por tomar por esposa a la viuda de su hermano? —Qué idea más cruel —dije pensando en el gra

amor que Catalina profesaba a Enrique.

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 —Ya sabéis, Ana, que el rey es persona versada elas Escrituras, y en el Levítico  ha encontrado unexplicación a su tragedia. Allí dice que es impuro quun hombre tome a la esposa de su hermano, que co

tal acción destapa la desnudez del hermano y por ellno tendrá hijos. Enrique empieza a temer que esmatrimonio sea su condenación.

Me quedé sin aliento. Todo lo que había dichWyatt encajaba. Le di las gracias, asegurándole qunadie me había hablado de manera tan clara y francsobre asuntos de Estado. Tras besarlo en la mejillsaqué de mi cintura un pequeño cuaderno ornado coencaje y esmalte y lo puse en sus manos com

 presente. Él se lo colgó del cuello. —Lo llevaré junto a mi corazón —prometi

 besándome a su vez.Como el beso tardara en acabar y pudiera habe

llevado a un más dulce intercambio, me separdiciendo:

 —Venid a verme cuando hayáis escrito en él u

 poema dedicado a mí. No será difícil... —Le di otr beso, esta vez en la oreja, acompañado de una picarsonrisa—. ¿O sí?

Luego, recogiéndome las faldas para obsequiarcon un atisbo de tobillo, me alejé por el bosque.

Esta noche he encontrado una habitación solitar

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donde pensar a la luz de las velas. Siento que esacosas que Wyatt dijo, aunque alejadas de mi usuinterés, son de importancia, y por eso las he detalladaquí hasta donde he sido capaz de recordar. El tiemp

dirá si acierto o si no pasan de ser más que habladuríade las que tanto circulan por la corte.Tu afectísima,

 An

2 de mayo de 152

 Diario:

Cuando ayer me vestí para la celebración de fiesta de la primavera ni por un instante imaginé que noche acabaría de manera tan portentosa. Mi vestidel de Marion quiero decir, aunque sencillo, erelegante; estaba confeccionado con seda de colo

crema y paños de ante, y las mangas lucían bordadode hilo color rosa. El corpiño, muy ceñido, me afinabla cintura y dejaba al descubierto pecho, hombros espalda.

Dejé que la reina y las damas se adelantaran y, cola excusa de haber olvidado mi tocado, esperé para vea los caballeros y damas de la corte que, con sus gala

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antiguas, desfilaban por el sendero de los jardines edirección a Shooters Hill. Como telón de fonddoscientos arqueros con uniformes de terciopelverde flanqueaban el camino del bosque. Pronto s

 presentaría lord Benton, que hacía de Robin Hoo para pregonar a todos los presentes: «Venid al verd bosque a ver cómo viven los forajidos.»

La corte se concentró en la entrada del bosque ycomo habían hecho en los ensayos, los arquerotensaron sus armas y lanzaron las flechas al cielCuando apareció Robin Hood sonaron grandes vítore

 pues entonces se vio que no era lord Benton el jefe dlos bandidos, sino el mismísimo rey. Se oyeron risay alegres aclamaciones cuando, tras dar la bienvenidEnrique inició la marcha hacia el interior de la forest

Aguardé a que hubieran desaparecido entre los árboley luego, al oír la música, supe que había dadcomienzo la mascarada.

Mientras me apresuraba por el sendero pensaba qulas otras damas estarían murmurando: «¿Dónde se h

metido Ana? Si no viene, ¿quién representará el papede Marion?» El tiempo apremiaba. Concluida la luchcon espada y daga contra los hombres del sherif

Robin Hood había subido a la torre donde prontaparecería Marion. Di un rodeo, subí por los peldaño

de madera hasta el entarimado, aparté a la sorprendid

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dama que iba a sustituirme y salí, jadeando, escenario.

Mi aparición provocó un coro de exclamaciones ddeleite y, acto seguido, me hallé frente a Su Majestad

Al contemplar su enorme estatura, sus brillantes risueños ojos azules y su sonrisa tan deslumbradorquedé sin aliento. Recitó sus frases de amor a Mariocon osadía y acierto, y yo dije las mías con no menoelegancia. Después me tomó en sus brazos y perdí piYa sé que ese abrazo estaba previsto en lrepresentación, pero juro que noté que algo se mov

 bajo sus calzas, y un ardor inesperado en su beso.La mascarada tocó a su fin y todos aplaudieron co

entusiasmo a los actores. Luego el rey se fue, rodeadde cortesanos, a preparar la justa que se celebraría

continuación. Al sumarme a las damas quacompañaban a la reina Catalina, sentí que ésta mdirigía una mirada de furia. Seguramente habadvertido que no todo había sido ficción, sobre todo modo en que su marido pasaba los brazos en torno

mi talle, cuya esbeltez contrastaba con su cintura cadvez más ancha, y me apretaba contra él. No dijo nadde todas formas, y se encaminó con sus damas hacia

 palestra ornada con pendones que formaban un arciris.

El corazón me latía con fuerza y confuso

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 pensamientos cruzaban por mi mente. ¿De veras eryo objeto de las atenciones del rey? Imposible, penssi aún no hace seis meses que mi hermana Marcalentaba su lecho. El estruendo de veinte trompetas

otros tantos tambores interrumpió mis fantasíaanunciando el inicio de la justa. Sonidos y colorehombres cubiertos de acero a lomos de briosocaballos. El rey, montado en su corcel, se aproximó la reina, tal como dicta la costumbre, para recibir ecalidad de paladín su pañuelo como prenda. Por lo qu

 pude apreciar la mirada de Enrique no reflejaba amoni afecto hacia Catalina; en cambio, en la de és

 percibí un dolor que me hirió los ojos.La liza comenzó. Participaron todos los caballero

y soldados; gritos, vítores y maldiciones jaleaban la

violentas embestidas, el choque de las armas y laestrepitosas caídas. Thomas Wyatt desafió a Enrique fue desarzonado. Ileso, y sin dar muestras dcontrariedad, puesto que había sido vencido por el reabandonó la palestra cogido del brazo de éste.

En el banquete, que tuvo lugar en el recintconstruido con ramas de aliso y flores entrelazadame senté al lado de Wyatt. Se lo veía muy apuesto

 jovial. —Decidme, ¿cuándo robó Enrique el papel d

Robin Hood a lord Benton? —le pregunté.

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 —Cuando se enteró de que seríais vos quien harde Marion. Ha sido evidente que al comienzo de mascarada, cuando no daban con vos, estaba aturdido.

 —¿Y cuando al fin aparecí?

 —Ana, sabéis muy bien cuáles fueron susentimientos.Me ruboricé sin poder evitarlo, y para disimular m

turbación tomé la copa, bebí un sorbo y luego llevé conversación a temas menos comprometidos.

Más tarde, mientras descansaba del baile fuera dcírculo de antorchas, se desveló el misterio y aventura de la noche. Estaba inclinada dando uretoque a mis escarpines cuando unas manos dhombre aparecieron por detrás de mí y me taparon loojos. Pensé que debía de tratarse de Thomas Wyatt.

 —¿Me habéis escrito el poema? —pregunté cocoquetería. Me volví y, por segunda vez en el mismdía me hallé, para mi sorpresa, entre los brazos del rede Inglaterra.

 —¿Un poema?—inquirió con una sonrisa—. ¿D

modo que exigís un poema que ensalce vuestra bellezy vuestro encanto?En ese instante, todo mi cuerpo comenzó a tembla

Sentí a un tiempo miedo, coraje, deseo; luegdespecho, ternura, amargura, y me invadiero

recuerdos del pasado y pensamientos acerca d

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futuro. En el breve instante que medió entre su palabras y mi réplica noté que sobre mí descendícomo un ángel, una calma profunda. El valor venció miedo.

 —¿Acaso no poseo virtudes dignas de que se ledediquen hermosos versos? —Ya lo creo —contestó traspasándome con l

mirada. —Comenzad pues —lo desafié mientras m

apartaba de su lado. —¿Cómo? —preguntó, perplejo. —Comenzad a recitar. Estoy esperando, mi señor.Rió ante mi audacia y me acusó de ser una jove

muy exigente, pero aceptó el reto igual que se recogun guantelete arrojado al suelo.

 —Como el acebo crece verde, perenne, sin mudnunca de color, / así soy yo, y he sido, fiel a mi damen ardor.

 —Continuad. —Como el acebo crece verde, solo con la hiedra e

la espesura, / cuando en las flores y las hojas dramaje no se ve hermosura...»Aquí a mi dama promesa solemne he de dar... / qu

entre todas las otras sólo a ella me he de entregar. —¡Os felicito, Majestad! —exclamé.

 —Y ahora, ¿tendré la recompensa de un beso?

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 —Ya me habéis dado un beso antes, en el escenari —Entonces me resarciré con lo que viene despué

 —Volvió a tomarme entre sus fornidos brazos. —¡Deteneos! —grité, apartándome.

 —¿Osáis dar órdenes a vuestro rey? —Por su propio bien —contesté, con el corazóacelerado—, para protegerlo de ciertas relacioneincestuosas.

 —¿Incestuosas?A pesar de la oscuridad observé que hab

enrojecido de rabia. Perplejo, seguramente s preguntaba si me refería a su desdichado matrimonicon la viuda de su hermano.

 —¿Puedo hablar con franqueza, Majestad?— pregunté—. Mi hermana Mary compartía lecho co

vos no hace mucho. Y os dio un hijo —añadí con ususurro—. El que yo haga lo mismo pareceincestuoso.

Él recobró la calma y dijo, aliviado: —Sois osada en exceso, Ana. No olvidéis que está

hablando con vuestro rey. —Y vos con una doncella que pone todo su empeñen seguir siéndolo, mi señor. —Hice una profundreverencia y luego lo miré con una sonrisa cautivador

 —. Aun así me complace vuestra atención.

Tomó mi mano —por suerte la de cinco dedos—

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la besó demorando los labios en ella. Después, sisolicitármelo, me quitó el anillo de granate y se l

 puso en su dedo meñique. —Ya que no puedo tener vuestro corazón, m

quedaré con esto —dijo antes de desaparecer entrlos árboles, como un venado.Aunque faltaban horas para que finalizasen lo

festejos, estuve sumida en tales ensoñaciones que tiempo pasó volando, y cuando me acosté ni siquiersabía cómo había llegado hasta mi cama. En medio dla oscuridad oía a las damas comentar entre susurrola velada, pero yo sólo tenía un pensamiento. U

 pensamiento que me tuvo temblorosa e insomne hasel alba: el rey de Inglaterra buscaba los favores de AnBolena.

Tu afectísima,

 An

17 de julio de 152

 Diario:

Me siento desconsolada y feliz al mismo tiempo, muy confusa. Mi buen amigo Thomas Wyatt ha huidoRoma, en un exilio elegido por él, aunque obligad

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 por las circunstancias, y el rey de Inglaterra mcorteja. Ambos hechos van unidos como zarzas que senmarañaran en torno a mí. La situación me asombrenormemente.

 No hace tanto que Wyatt me contó asuntos d política y que yo, para agradecérselo, le entregucomo presente un pequeño recuerdo, un cuadernesmaltado prendido de una cinta. Poco después, en fiesta de la primavera, Enrique me robó el anillo y slo puso en un dedo. Cuesta creer que esos docaballeros hayan llegado casi a las manos por causa dtan nimias alhajas.

Esto fue lo que ocurrió. Enrique y sus favoritoentre quienes se contaba Wyatt, estaban jugando a la

 bochas. Los dos se integraban en equipos contrario

cuando el rey reclamó como suyo un punto que era dotro. Wyatt protestó. Luego cuentan que Enrique lseñaló con el dedo, el mismo en que llevaba mi anilly mirándolo fijamente dijo: «Wyatt, os digo que

 bocha es mía. ¡Os digo que es mía!» A pesar de l

vehemencia de sus palabras, sonreía y, creyendo questaba de buen humor, Wyatt replicó: «Y si SMajestad me da permiso para medir la distancidemostraré que es mía.» Entonces, con igudeliberación en el ademán, se sacó del cuello la cin

de mi cuadernillo esmaltado y se inclinó para medir

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lanzamiento. Al ver mi prenda en manos de WyatEnrique interpretó su acción como un desafío qu

 ponía en cuestión el objeto de mis afectos y, como uniño petulante, pateó la bola exclamando: «¡Puede qu

sí, pero entonces ya no me apetece!», y abandonairado el campo de juego.Antes incluso de que este incidente llegara a m

oídos, e ignorando el papel que había desempeñado eél, vinieron a buscarme para hablar en privado con rey. Si bien desde la fiesta de la primavera habdejado patente su interés por mí con miradas dsoslayo y su preferencia por tenerme por pareja d

 baile, casi siempre habíamos estado en público. A pues, entré por vez primera en sus estancias, cuyesplendor y suntuosidad no había imaginado ni e

sueños. Los grandes ventanales en arco, divididos co parteluces, daban entrada al sol por tres costadoiluminando arcones y mesas labradas, ornamentos doro, la enorme repisa de la chimenea en la que habmás de veinte jarras de plata, un magnífico tapiz d

seda de gran tamaño y brillante colorido donde un saJorge mataba al dragón, un ancho sillón con dosel los diversos instrumentos musicales dispuestos en unesquina. El rey, vestido de satén blanco con bordadode hilo de plata, también estaba bañado por la luz d

sol y sus ojos relucían como brasas. El corazón m

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latía con violencia bajo el pecho que, debreconocerlo, exponía de manera calculada. Pero generosa vista de una piel aterciopelada y perfumadsirvieron de poco para calmar la ira del rey.

 —¡Me tomáis por necio! —gritó. En su fren palpitaba una vena que retenía mi mirada. Como yo nsabía cuál era mi delito, aguardé a que me lo dijera—¿Osáis jugar con los afectos de vuestro rey en mismísima corte y con Thomas Wyatt? ¿Acaso no hsituado a vuestro padre en una alta posición...?

Al oír hablar así de mi padre sentí que las piername temblaban.

 —¿Acaso no he ayudado a pagar la dote de la novde vuestro hermano, honrando una vez más a vuestfamilia? —prosiguió Enrique—. ¿Es éste el pago qu

recibo?Yo tenía los miembros agarrotados y mi corazó

sonaba como un tambor, pero conservaba la lucidez, razonando con rapidez comprendí que el rey estabcortejándome, no como un galanteo, sino con pasió

¿Cuál era su propósito? Había gozado de mi hermanAlgunos afirmaban que de mi madre también. Mi padry mi hermano acataban sus deseos como siervo¿Pretendía acaso conquistar a todos los miembros dmi familia? De pronto vi mi amor hacia Percy com

una espina clavada en el corazón de Enrique. ¿Deb

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humillarme como hacían todos o bien seguirle  juego? ¿Era yo tan deseable como me pintaba Wyaen sus versos, una gacela que se escabulle del cazadoen un bosque encantado? Sí, decidí entonces, debía se

esquiva como el viento para que, de ese modo, pomás que me buscase no lograra atraparme. —Wyatt me robó aquella prenda —mentí. Hice un

 pausa y añadí con atrevimiento—: Igual que vos mquitasteis el anillo de granate. Ambos obráis como me hubierais robado el corazón, y eso no ha ocurridaunque yo profese hacia Su Majestad el amor que todsúbdito debe a su rey.

 —Os deseo, Ana. —Su voz era un gruñidapasionado.

Comprendí que hablaba con seriedad absoluta y po

eso me eché a reír con fingida desenvoltura. —Si de esta forma trata el rey a la mujer que dese

no me gustaría ver cómo trata a sus enemigos. —Veréis, yo... yo... —farfulló, desconcertado po

mi impertinencia.

 —Con vuestro permiso, Majestad —dije, deseosde poner fin a la entrevista, y con una profundreverencia me apresuré a salir, dejándolo con unexpresión de azoramiento en el semblante.

Corrí hacia los aposentos de la reina presa de un

gran agitación interior. ¿Qué voy a hacer? Todo lo qu

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dije era verdad. No amo al rey como las mujeres amaa los hombres, pero o mucho me equivoco o él n

 parará hasta atrapar el viento en sus manos.Pedí consejo a mi madre, quien murmuró co

tristeza: «Él es el rey.»Mi hermana me recomendó: «Acéptalo, deja que sentretenga un tiempo contigo. Te regalará hermosovestidos, muchas joyas y hasta, con suerte, u

 bastardo. Serás la amante del rey de Inglaterra, Ana, utítulo que honra a una muchacha sin cartas dnobleza.»

Me enfurecí al oír tan estúpida respuesta, propia duna cortesana sin cerebro.

Después fui a ver a mi padre, que me había mandadllamar. Tenía un aspecto magnífico con su jubón d

satén negro y la elegante gorra dorada que cubría scabello canoso.

 —El rey te distingue con su favor —dijo—, o menos eso parece. —Me abrazó, cosa que no hacdesde que era niña, y sonrió. Sin embargo, no hab

amor en su gesto, y no me dejé engañar—Complácelo, Ana —susurró muy quedo, tanto que shubiera dicho que tenía el diablo a su espalddictándole las palabras—. ¿Me has oído?

 —Sí, padre.

 —¿Lo harás, pues?

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Me tomó enérgicamente por los hombros. Duranmuchos años mi padre había sido mi único dueño señor, pero de pronto atisbé el camino que en uimpreciso futuro ambos íbamos a seguir. El siempr

había ido el primero; pero ahora lo vi ceder el paso quedar a la zaga. —Obraré según mi parecer, padre —contesté.Sus ojos chispearon de furia, pero yo, con un nuev

y peligroso valor, no me arredré y apartándom bruscamente de él salí de la habitación sin mirar atrás

Tu afectísima,

 An

24 de agosto de 152

 Diario:

Su Majestad se empeña en su acoso y yo en m

resistencia. Él asegura estar rebosante de amor, y a parece. Su mal humor se ha esfumado y ha dado pasoun vigor varonil. En sus tareas vuelve a actuar con bríy es de nuevo el espléndido hombre de antaño. Mhabla de su familia, de sus hijos bastardos y de cómcasarlos. Incluso se plantea unir al hijo que le ha dadBessie Blount con su obediente hija María. Cualquie

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cosa, dice, antes de que una mujer rija los destinos dInglaterra, pues las mujeres carecen de la energnecesaria para mantener la paz.

Thomas Wyatt, mi profesor en asuntos de polític

 permanece en el exilio, situación que todos machacan. Ojalá pudiera volver a verlo para pedirconsejo en esta circunstancia en que me hallo debida los apetitos de Enrique. No sé cómo ha podidsurgir en él una pasión tan desesperada. Este hombrque es rey, se ha convertido por voluntad propia en mesclavo. Sólo de verme suspira, jura entre gemidoque está hechizado y me ruega día y noche que sesuya. Me trae presentes, flores, cintas doradas y mescribe canciones que interpreta con voz trémula.

Ese sentimiento no me es del todo desconocid

¿No se parece acaso al amor que yo sentía por HenrPercy? Y en tal caso, si el rey me ama de veras, ¿qudebo hacer? Yo ni le quiero ni deseo seguir los pasode mi hermana, pero mi familia..., ahí está

 problema. Si rechazo las pretensiones del rey

 provoco su ira, ¿qué será de la posición que tanto le hcostado ganar a mi padre? Mi hermano George ha sidrecientemente nombrado copero de Su Majesta¿Volverá a languidecer mi madre en un remoto lugade destierro?

Si, por otra parte, muestro más afecto del qu

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siente un súbdito por su rey, me convertiré en samante, lo cual me repugna. Debo hallar la manera dmantenerlo a raya para no atraer el desastre sobre mcabeza. ¡Oh, si pudiera pensar! Aquí en la corte casi n

hay tiempo para la reflexión ni sitio donde meditacon sosiego. Siempre estoy rodeada del parloteo dlas damas, de entretenimientos, comidas obligaciones para con la reina. Y ese gigante dcabellos dorados que hierve de amor, acosándomnoche y día. Pienso hallar la manera y la hallaré.

Tu afectísima,

 An

13 de octubre de 152

 Diario:

Estoy a salvo, cuando menos por un tiempo. L

respuesta a mi dilema me vino durante un sueño. Soñcon épocas antiguas, con una dama asomada a untorre y un caballero que la amaba sin ser su marido. Erostro de la dama a veces era el de una desconocida a veces el mío propio. Hablaba en verso; quisierecordar sus palabras, pero se desvanecieron despertar. Hubo otra escena, más importante, en

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cual la dama y su admirador jugaban, ante las miradade otros, incluido el marido, sentado muy cerca dellos. Se trataba del juego del amor cortés. El joven s

 ponía al servicio de la dama, le declaraba su pasió

entonaba canciones, la colmaba de halagos, le hac pequeños presentes, le juraba una obediencia absolutElla bromeaba, coqueteaba, se desmayaba en su anhel

 por oír sus versos. Aquí acababa todo. No yacían en emismo lecho. Bastaba con un beso en la mano de dama, la cabeza del enamorado apoyada en la rodilde éste, una tierna caricia... Amor cortés.

Cuando desperté reflexioné sobre este sueño consideré sus posibilidades. Aunque era peligrosimponer semejante juego a un rey, mis alternativaeran pocas. De modo pues que a las siguiente

insinuaciones amorosas de Enrique repussumándome con atrevimiento a la danza y, con risas sonrisas, le permití una breve caricia, respondiendosu ingenio con ingenio y a sus retruécanos con juegode palabras de mi propia invención. Mediante chanza

lo confundí, lo conduje a un estado de freneexacerbado para luego retraerme y, con fingidmodestia, decirle que la virtud no sólo me prohibcontinuar, sino amar a un hombre casado. El re

 parecía una fiera; gritaba, bufaba..., y de repente s

echó a reír. ¡Le gustaba el juego! Así pues, me deshic

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de él y cuando volvió llevamos a cabo la mismrepresentación, aunque con variantes, nuevos versoduelos de ingenio, un beso que me dejé robar... El actfinal acabó con mi salida de escena y, cuando bajó e

telón, de nuevo había logrado mantenerlo a raya. Res por ver cuánto dura.Tu afectísima,

 An

12 de noviembre de 152

 Diario:

Estoy exhausta. Las aventuras de este domingo y loestrafalarios juegos a que he de someterme parmantener a distancia al rey me han agotado. Todcomenzó de buena mañana, con la misa a la que asistla corte entera. Yo estaba de rodillas junto a la reina

cuyas plegarias se oían por encima de las demás. Elno apartaba la vista de su rosario, pero Enriquarrodillado en el banco del rey, al otro lado de lcapilla, mantenía los ojos fijos en mí. Me aventuré dirigirle una sonrisa, que correspondió sin disimulo.

Entonces lo miré con expresión severreprochándole semejante comportamiento, impropi

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de un rey ocupado en rogar a Dios, ¡y soltó uncarcajada! Como todos se volvieran hacia él, simulun ataque de tos que, por supuesto, nadie creyó.

Más tarde, a la salida, se las compuso para situarse

mi lado y susurró: —Mucha dureza habéis puesto en el semblantseñora.

 —Sólo practicaba. Es la que usaré siendo madr para castigar las diabluras de mi hijo.

 —¿Vuestro hijo? ¿Pensáis tener hijos? —Muchos —respondí—. Uno por cada día de

semana.Con una sonrisa encantadora me fui en pos de

reina y sus damas a desayunar, mientras Enrique mseguía con la mirada.

Avanzada la mañana, el rey y sus caballeros sdivirtieron practicando un nuevo pasatiempo pahombres llamado empalizadas. En esta justa, cadcombatiente, protegido con peto y yelmo especialesimula enzarzarse en una furiosa batalla a pie armad

con dos espadas y dos lanzas. Éramos varias las dama —entre quienes no se encontraba la reina, pues habvuelto a la capilla— que mirábamos el combataplaudiendo las proezas, soltando a veces gritos dtemor a causa de su violencia. Enrique, como e

habitual en tales lides, destacaba sobre los demás, y n

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 porque sus hombres lo dejaran vencer por deferencisino porque verdaderamente era el mejor, el quluchaba con más arrojo y derribaba más enemigos.

Entre uno y otro asalto se acercó al borde de

 palestra, donde me encontraba entre las otras damaSu cuerpo, caliente a causa del esfuerzo, despedía unnube de vapor. Con ojos ardientes, y sin pronuncia

 palabra, Enrique me pidió una prenda. Las otras damaobservaron la escena, pero ninguna se atrevió a abrir

 boca siquiera. Le entregué un pañuelo de encaje que se llevó a la nariz para aspirar el perfume francés dque estaba impregnado. Con expresión radiante, volvial campo convertido en mi paladín y en mi nombre diuna soberana paliza a sus adversarios.

Concluido el juego, comencé a alejarme cuand

advertí, por el ruido de su armadura a mis espaldaque me seguía.

 —¡Ana! —Habéis luchado bien, Majestad —le dij

volviéndome con una sonrisa—. Podéis quedaros m

 pañuelo. —Me lo habría quedado aunque no me lo hubiéseofrecido.

 —¡Qué bribón! —exclamé. —Merezco un trofeo por mis victorias. Los h

vencido a todos. —Se quitó el peto y hube d

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disimular la sorpresa que me produjo la visión de simpresionante pecho.

 —Pero ¿podéis vencerme a mí? —pregunté. —¡Venceros a vos! —Se echó a reír.

 —No me refiero a las empalizadas. —¿A qué me retáis, pues? —A una partida de ajedrez —contesté. —Ajedrez... Un pasatiempo para mujeres, pero e

el que soy tan bueno como cualquiera. Acepto el retoSerá en la sala de juego una hora después dalmuerzo.

 —Allí estaré.Para acudir a la cita, me cambié el vestido por otr

que sabía que le agradaba, pues más de una vez mhabía alabado el color —un rojo subido— y el realc

que daba a mis ojos. Tenía un escote generoso, quesperaba aprovechar en mi favor, para confundir smente de lince con la visión de mis pechos, quasomarían cuando me inclinase sobre la mesa pamover las piezas. Llevaba el cabello suelto, me hab

dado ligeros toques de polvo de bermellón en labios mejillas y, por último, con una cinta atcuidadosamente el borde de la manga en torno a mquinto dedo para ocultar el que tengo de más.

El rey no llegó, como es usual en él, con port

fanfarrón y voz atronadora, ataviado con lujosas capa

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de pieles, joyas y prendas finas, sino con discrecióhablando en voz baja y dirigiéndome sonrisas sutileLucía calzas de color claro y una holgada camisa dlino bajo un jubón de ante, e iba con la cabez

descubierta. Se había bañado y no daba muestras dcansancio por los ejercicios matinales. El sol de tarde arrancaba reflejos dorados de su cabello. Sfigura, en suma, era tan gallarda como varonil.

 Nos instalamos cómodamente frente al tablero sin mediar muchas palabras, dimos comienzo a

 partida. Yo abrí el juego con audacia y él, sorprendid por mi táctica, la imitó. Jugábamos en silencio. Yo lcomí un caballo y él me tomó un alfil. Los peonecaían en ambos lados. Después vacilé, simusentirme confusa y ocultar este hecho con bravatas. L

estratagema dio resultado. Ensimismado, fumoviendo piezas con la intención de cercar mi reinYo dejaba escapar profundos suspiros y me mordía elabio inferior. Estaba tan convencido de que mganaba terreno y era tal la confianza que tenía en s

 posición que no advirtió mi treta, y cuando susurr«jaque mate» quedó paralizado. —Jaque mate —repetí alzando la voz. Intenté atrae

su mirada, pero él la mantenía fija en el tablertratando de comprender cómo me las había ingeniad

 para derrotarlo.

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 —No puede ser —murmuró. —Pues es. Os he vencido, Majestad. —¡No! —gritó, echando hacia atrás su asiento co

tanto ímpetu que éste cayó al suelo.

 —Oh, no os comportéis como un niño caprichosMajestad. Es sólo un juego. —¡Y vos sólo sois una mujer! —Una mujer que os ha ganado. —Me eché a reí

no por parecer cruel, sino para aplacar su furia—Ahora debéis premiarme por la victoria.

 —¡Premiaros! En la Torre de Londres deberíaencerraros, por traicionar a vuestro rey.

 —¡Majestad! —Está bien. ¿Qué queréis? —inquirió co

 petulancia.

 —Un beso... —repuse—. Un beso al perdedor...En sus ojos detecté un brillo peligroso, pues estab

forzando los límites de su paciencia. Su enfado, sembargo, se desvaneció con mi inesperada peticióAvanzó hacia mí con la intención de abrazarme, per

lo contuve. —No, Enrique. Soy yo quien da el beso.Oh, cuán intensa fue su fogosidad cuando uniend

mis labios a los suyos busqué con la lengua, al usfrancés, las dulzuras íntimas de su boca.

Tomándome con fuerza entre sus brazos, prolong

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el beso, y cuando por fin nos separamos, con aliento entrecortado, sonrió.

 —La ganadora de este asalto —declarobsequiándome con una profunda reverencia—, An

Bolena.Pese a mis palabras atrevidas y a mis chanzaingeniosas, juro que no me siento como unvencedora, sino como una simple muchacha con agua hasta el cuello.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

La gran serpiente viva cubría tres millas de camino

n su ruidoso y traqueteante avance alzaba una larga spesa nube de polvo. Huyendo del calor de julio, omitiva real, que Isabel integraba por primera vez comeina, había abandonado Londres y llevaba menos de unemana recorriendo el condado de Kent. Los pesado

arromatos, los rebaños de ganado y los caballos cargadoon el equipaje y enseres de la corte habían alterado, paregocijo de sus habitantes, el sosiego de las aldeas situadasu paso.

James Thomas, su oronda esposa Joan y siete de su

hijos habían abandonado, con el permiso de su amo, rabajo durante buena parte del día. Sentados sobre mantaon un queso, una hogaza de pan y cerveza, contemplabaxtasiados el inacabable desfile, sin duda uno de lo

mayores espectáculos que les sería dado admirar en toda svida. La impedimenta y el ganado que habían invadido amino no eran más que el comienzo del memorab

hecho, pues cuando ya habían pasado, dejando tras elloolvo y excrementos, vinieron los caballerizos reales y loortaestandartes, con los abigarrados escudos de armas os espléndidos pendones que, en ausencia de bris

olgaban como si el calor los hubiese marchitado. Delant

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de ellos vigilaban el camino, a lomos de briosos corceleguardias y lanceros. A continuación venían, también aballo, jóvenes damas de honor alegremente engalada

que se cubrían el rostro para protegerse del asfixian

olvo del camino, seguidas de una compañía de guardiaon librea, erguidos sobre sus monturas. —Mirad allá —indicó James Thomas.En cierta ocasión, cuando no era más que un niño

einaba Enrique el Grande, había visto una comitiva comquélla; jamás había olvidado su esplendor, su disciplina l orden que seguía: primero las toscas carretas y rebaño

de ganado, después los señoriales carruajes en que viajabadamas y caballeros, luego los lores del consejo, inalmente el regimiento de guardias que anunciaba roximidad de Su Majestad.

 —Pronto llegará la reina. Todos en pie —ordenó a samilia—. Al rey Enrique, como iba a caballo, pude verl

muy bien. Era apuesto, alto y fornido. Pero ahora, siendquien ocupa el trono una mujer, se guardará del polvdentro de un carruaje.

James Thomas pronto descubrió con alborozo qustaba en un error, pues tras los guardias divisó, erguidobre una hermosa yegua, una mujer pelirroja quesplandeciente de plata y brocados, parecía competir esplendor con el sol.

 —¡Ahí está! —gritó Joan—. La reina.

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haber pasado horas. A mí también me agrada mucho veros aballo... La reina en su viaje de verano, tan altiva

magnífica. —Y con el trasero dolorido. Por favor, Robin, decid

quienes van en cabeza que se detengan. Quiero desmontarr un rato en el carruaje.Dudley sonrió, saboreando la familiaridad con qu

hablaban, ahora que eran amantes. —¿Haréis un alto para visitar la cabaña de lo

ejedores en Oxted? —preguntó. —¿Están esperándome? —preguntó ella con u

uspiro de cansancio. —Sí. —Entonces no voy a defraudarlos. —Protegiéndos

os ojos de la intensidad del sol, Isabel tendió la mirad

obre la ondulante campiña donde pacían los rebaños. Era primera vez que veía aquella región de su país—. Robinde veras creéis que a la gente le gusta que la corte ompleto se abata sobre sus aldeas como una plaga dangosta?

 —Es un gran inconveniente en algunos aspectos, peros campesinos se caracterizan por su hospitalidad. Dodas maneras, traemos nuestro propio vino y nuesterveza —añadió con una sonrisa. Luego le tomó la manin prestar atención a las miradas de los cocheros que iba

detrás—. Os aman, Isabel. Vuestro pueblo quiere ver a s

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nueva reina. Y apuesto a que le agrada lo que ve.Dudley espoleó el caballo y al llegar a la cabeza de

omitiva ordenó a la guardia detenerse y dejó que el ganady los carromatos con los víveres prosiguieran su lent

amino. Isabel aceptó para desmontar la ayuda de uno dus caballerizos. Con las piernas entumecidas tras largahoras de cabalgar, se sacudió el polvo que cubría su faldmientras iba hasta su carruaje. Dentro de éste Kat Ashledormitaba sobre los cojines de seda, con la cara cubierta dudor. El viejo y fiel criado de Isabel, Thomas Parry, qustaba sentado delante de ella repasando las columnas d

números de un gran libro de cuentas, se levantó dnmediato para ayudar a subir a la reina.

 —Señora, ¿dejáis de cabalgar por hoy? —preguntó. —Sí, Thomas. Y tal vez para siempre si sigo ta

magullada.Escrutando el rostro de la reina en busca de señales d

atiga grave o enfermedad, Parry le tendió una cantimplode agua que ella vació a grandes tragos. Al igual que Ka

shley, Parry estaba al servicio de Isabel desde que ésta er

una niña, y su esposa, Blanche, había mecido a la princesn su cuna real. La reina se dejó caer en el asiento al ladde Kat, a quien dirigió una mirada de afecto.

 —Se moría de ganas de salir de aquella malolienasa infestada de pulgas, pero creo que aún soporta peor

viaje —observó la reina con voz queda, para no despertarla

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 —Pues tendrá que acostumbrarse, ¿verdad? De julionoviembre, cada año a partir de éste —dijo Parry.

 —De ese modo confío en conocer buena parte de meino.

 —Sí, por supuesto.Thomas Parry sonrió. El reino de Isabel. Cuán cerchabía estado de perderlo sin llegar a tenerlo siquiera.

Isabel también se sumió en el recuerdo de laribulaciones que había compartido con Kat, Thomas

Blanche. Había reflexionado mucho sobre esa época desdque empezó a leer el diario en que su madre describía ortejo a que la había sometido Enrique.

¿Qué opción tiene una joven cuando un rey o un nobe impone sus afectos? ¿Qué otra cosa puede hacer quometerse?, pensó Isabel. Una mujer no tiene escapatori

Es como un ciervo perseguido por los sabuesos. La mentde la mujer queda anulada por la rígida educación. Se lnculca que un hombre puede obtener siempre cuant

quiere, y que los deseos de una mujer carecen poompleto de importancia. Su madre acosada por Enriqu

Ella misma, apenas una chiquilla, requerida por ThomaSeymour.El gran almirante del reino. Su nombre y su image

nvadieron los pensamientos de Isabel, que evocó su rostrmable, su andar altivo, su barba rojiza y sus brazos duro

omo el hierro.

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Por fortuna Parry había vuelto a concentrarse en lauentas y no advirtió el rubor que ponía en la cara de Isabl simple recuerdo de un hombre que llevaba más de dieños muerto.

Cerró los ojos. Podía percibir su olor..., oh Diohasta su sabor. Aún podía oír el jovial juramento —«¡Por elma de Cristo!»— que atravesó la neblina del sueño unstante antes de que las pesadas cortinas de su cama sbrieran y la imponente presencia de Thomas Seymoulenara sus aposentos.

 —Levantaos, princesa. Es un día demasiado hermosara permanecer en el lecho.

Roja como la grana, Isabel se arrebujó entre laábanas para ocultar sus pequeños senos desnudos, turbad

hasta la mudez.

 —¡Deberíais avergonzaros, almirante! —gritó Kshley, levantándose a toda prisa del camastro que ocupablos pies del lecho de Isabel.

Seymour, cubierto apenas con una bata se hallaba ya aado de la muchacha, de sólo trece años, y comenzó

hacerle cosquillas hasta que sus chillidos y risas resonaroor todo Chelsea Manor. Kat corrió a cerrar la puerta dedormitorio y luego se colocó con los brazos en jarras ana maraña formada por los dos cuerpos que se retorcíantre la ropa, sin saber cómo poner fin a aquel escandalos

spectáculo.

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Mientras miraba al corpulento hombre de barba rojizy a su querida lady Isabel, no pudo evitar reconocer, couna sonrisa, que formaban una pareja encantadora, muchmás hermosa que la de Seymour con su esposa Catherin

una apacible mujer de mediana edad. Arrepentida dnmediato de sus escandalosos pensamientos, Kat hubo ddmitir que Isabel y Catherine no eran las únicas de la cas

que habían sucumbido al embrujo de Thomas Seymour. —Mujer —dijo Seymour con tono jovial, tumbado d

spaldas en el lecho—, daos prisa en vestir a vuestreñora. Esta mañana salimos de caza.

 —¡Fuera de la cama! —le ordenó la anciana, aunquon actitud más festiva que autoritaria—. Vamos, Isabel —ñadió—. Arriba.

 —Que se vaya.

 —Fuera —indicó Kat a Seymour—. La princesnecesita intimidad.

 —No miraré —dijo él, y se volvió hacia el tapiz derciopelo—. Os lo prometo.

Kat e Isabel cambiaron una mirada de escepticismo.

 —No pienso irme —agregó Seymour—, de modo qupresuraos.Con una risita nerviosa, Isabel bajó de la cam

nvuelta en la fina sábana y permaneció inmóvil mientraKat se apresuraba a cubrir su cuerpo con una camisa d

lgodón.

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 —Poneos la chaqueta roja y la falda de brocado negr—espetó Seymour como si todavía se hallara en alta mmpartiendo órdenes a sus marineros.

Mientras Kat le ataba el corsé, la princesa se pregunt

i su madrastra sabría dónde se hallaba su marido y que éststaba poniéndola en ridículo. Luego procuró no pensamás en ella, pues Catherine Parr se había ganado su cariñon dulzura y era, de hecho, la única madre que ella habenido. Una palmada en el trasero le arrancó un grito dorpresa. Se volvió y allí estaba Thomas Seymouonriendo con descaro, pero antes de que Kat consiguierpartarlo, ya había depositado un beso en la ruborizad

mejilla de la princesa, y a la anciana, un buen pellizco en muslo.

 —¡Qué bella! —exclamó, mirando de arriba abajo

sabel—. En los establos dentro de tres cuartos de hora, ¡nun minuto más! —Luego se encaminó hacia la puertdejando a las dos mujeres mudas y perplejas ante semejanmuestra de audacia.

Entre el traqueteo del carruaje y los continuos saltos

ausa de los baches, Isabel recordaba a su adoradmadrastra Catherine Parr. Isabel tenía nueve años cuandEnrique, ya anciano y achacoso, se había desposado colla, su sexta esposa. Sin ilusiones de lograr un matrimonior amor ni más herederos varones, se había conformad

on una mujer cuyos dominios fortaleciesen sus frontera

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on Escocia y que pudiera procurarle consuelo en su vejeY en efecto, ella dio consuelo a su vida, sentada hora trahora sosteniendo su pierna enferma en el regaznfrascada con él en amigables discusiones sobre filosof

y religión. Cuando Enrique eligió a Catherine, ésta erdesde hacía años la figura central de un círculo de mujerenobles de mentalidad avanzada que, con su mecenazgo a lomás destacados eruditos y profesores del continenthabían introducido el humanismo y la reforma religiosa ea corte, ostentando así el primer poder efectivo, aunquimitado, que hubieran tenido nunca las mujeres inglesaobre reyes y príncipes.

 No obstante, reflexionó Isabel, su adoración poCatherine Parr provenía de algo más profundo que espeto, pues a los pocos meses de su coronación no sól

había aplacado el desasosiego de espíritu y el dolor físicde su marido, sino que había rescatado a la hija «bastardade Ana Bolena de su largo y solitario exilio pareincorporarla al tibio regazo de la familia real. Enriqu

volvió a prodigar afecto a su hija y permitió que Catherin

upervisara la educación de Isabel, para lo cual demostrabdotes brillantes. En una rápida maniobra, la reina habntregado a su hijastra el don más preciado que habecibido en toda su vida: su restitución a la línea sucesoria

Cuatro años más tarde Enrique falleció y su viuda s

onvirtió así en la mujer más rica de Inglaterra. Isabel viv

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on la reina en Chelsea y disfrutaba junto a su hermanastrmenor, Eduardo —proclamado rey a la edad de nueve año—, de los amables cuidados de Catherine. Pero tres mesedespués de la muerte de Enrique, todo volvió a cambiar. L

eina viuda se había enamorado perdidamente de ThomaSeymour, tío del joven rey y gran almirante del reino.Por aquellos días, en el ambiente de sensualidad qu

mpregnaba Chelsea Manor, la romántica chiquilla que ersabel fue testigo del alegre cortejo entre Thomas

Catherine. Las risas, la música y la alegría presentes podoquier ofrecieron una existencia embriagadora a plicada y modesta joven princesa. Isabel observó fascinada transformación de Catherine, de recatada y seria dama

muchacha ebria de amor, y cuando Thomas Seymouomenzó a cortejarla, Isabel no se hallaba en condicione

de distinguir entre el acoso de un hombre y un juegnocente.

Thomas en los jardines ofreciéndole delicados ramode flores que había recogido con sus propias manos.

Thomas en su dormitorio despertándola alegrement

odas las mañanas.Thomas retozando como un chicuelo en el aumientras ella trataba de estudiar.

Thomas bromeando, persiguiéndola, tocándola.Al final, ella se ruborizaba con sólo oír mencionar s

nombre. A toda mujer se le enseñaba que el enamoramient

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ra, en sí mismo, una falta a la castidad, y que ningundoncella podía vanagloriarse de que su cuerpo no hubiesido tocado por un hombre si éste había penetrado en s

mente. Thomas Seymour no sólo había penetrado en s

mente. Como una fortaleza con brechas en sus muros, había invadido y se había adueñado de ella por entero.De nada sirvió exponer aquella situación a su nuev

sposa. —¡Cómo puedes pensar tal cosa de Thomas! —

xclamó Catherine Seymour al tiempo que hacía girar unatra vez el anillo de perlas que adornaba su dedo—. Sóluega, Isabel. Es un hombre alegre y te ama como un padre

 —Pero, madre, ya corren habladurías entre loriados. Kat dice que mi reputación...

 —¡Kat es una tonta!

Isabel estaba preocupada por su madrastra. Presentque algo no iba bien. Catherine no era la misma. Lmajestuosa confianza y la serenidad que irradiaba su ser shabían esfumado, dejando paso a un desconcierto y unerviosismo extraños. No hizo nada para poner fin a la

visitas matinales de Thomas al dormitorio de Isabel ni loumores, que comenzaban a propagarse más allá de lomuros de Chelsea Manor.

 —Presta atención, Isabel —le pidió Catherine—Debes aprender la primera norma de una casa real. Tú ere

a princesa y ellos son los criados. Todas sus habladuría

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no pueden causarte daño alguno.Su voz, tan calmada y segura antaño, había adquirido u

matiz agudo. Y lo que decía, incluso Isabel advertía que erlógico.

 —Vos siempre me dijisteis que la modestia de unmuchacha... —¡Cómo osas contradecirme con mis propia

alabras! —exclamó indignada Catherine—. Ahormárchate, déjame en paz y que no vuelva a oír que te quejade mi marido. ¡Es el cuarto que tengo y te aseguro que mha dado más solaz Thomas Seymour en doce meses que lo

tros tres juntos en muchos años!

A solas en el aula, con la vista fija en los textos dCicerón, Isabel aprovechaba la última luz de la tarde. S

receptor, Asham, se había retirado aquejado de unepentina indisposición. Las otras doncellas quompartían los estudios en casa de lady Catherine habíaecibido con regocijo la oportunidad de pasar un dlejadas de sus lecciones, pero Isabel seguía enfrascada e

a traducción de las sentencias pronunciadas por lohombres de Estado de Roma sobre los últimos días de República. Los estudios constituían su único refugio frent

la turbación que la embargaba, pues últimamenCatherine había tomado por costumbre imitar a Thoma

Seymour en sus incursiones matutinas y se metía con él e

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a cama de Isabel para hacerle cosquillas sin tregudemás, la semana anterior la reina viuda la hab

mantenido asida por los brazos mientras énexplicablemente, le rasgaba a tiras la camisa con un larg

uchillo.Todo era muy desconcertante, pensó Isabel. ¿Por quCatherine se comportaba de manera tan extraña? ¿Era tvez porque por fin había quedado embarazada de SeymourLa noticia hizo que Isabel se alegrase por su madrastrero aún así no pudo evitar unos celos incontenibles y un

vergüenza horrible por las fantasías que albergaba hacia marido de la mujer que más amaba en el mundo. Cada dogaba fervientemente a Dios que le concediera su guía, omo obtenía escasa ayuda del cielo, volcaba su atención los libros.

Isabel estaba tan concentrada en el texto que ndvirtió que Thomas Seymour había entrado hasta que yó musitar su nombre. Se volvió, esperando ver al habituompañero de juegos, pero en su lugar halló a un sobrio ortés caballero. Escrutó su rostro y advirtió con alarm

que tenía los ojos arrasados en lágrimas. —¿Es lady Catherine? ¿Está enferma? —Isabel agarron fuerza a Seymour de las manos. Él negó con la cabezin ofrecer explicación por su llanto—. ¿Qué ocurre puesDecídmelo, debéis decírmelo!

 —No he tenido valor para hacerlo, Isabel —dijo él po

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in, reteniendo entre sus manos los dedos de la muchach—. Pero ahora debo decirlo o de lo contrario me volveroco. El amor que siento por vos hace que mi matrimonion lady Catherine sea una carga penosa y pesada.

Isabel sintió que se le cortaba la respiración. No podmoverse. De su cabeza habían huido los pensamientos, laalabras, como una bandada de golondrinas que se levantaon gran revuelo del tejado de una catedral.

 —Me casé con ella porque sabía que quedaríais a sargo tras la muerte de vuestro padre —confesó en voz baj

—. Lo único que deseaba era estar cerca de vos y nonocía otra forma de lograrlo.

Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero Isabomprobó con asombro que de su boca sólo brotabamargas palabras de enojo.

 —Tal vez sea corta de vista, señor, pero no soy ciegNo me queréis por mí misma sino por mi sangre real y mroximidad al trono!

Mientras lo acusaba, Isabel se preguntó cómxpresaba tan bien aquellas ideas cuando nunca hab

eflexionado sobre ello. —No me amáis. ¡No me amáis! —gritó.Entretanto, rogaba con toda su alma que Thoma

Seymour se apresurara a negar sus acusacionedemostrándole que estaba en un error. No tuvo que espera

mucho. El se había puesto de rodillas y decía con tono d

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úplica: —¿En tan bajo concepto me tenéis, Isabel, para dud

de mi sinceridad? —La miró fijamente a los ojos y añadi—: ¿Tan mal pensáis también de vos? Pues debéis sabe

que con tales sospechas os desacreditáis como mujer dignde ser adorada por un hombre como yo. ¿Acaso no veuán encantadora sois, cuán deseable? Me parece... —Erdor de la pasión hizo que se le quebrara la voz—. Marece que sin vos moriré.

Era encantadora. Era deseable. Era una mujer. Y aquehombre la amaba. La amaba. De los labios de Isabel brotun espontáneo suspiro de gozo y alivio. Interpretando aquuspiro como venia, el almirante se puso en pie, tomó a rincesa en sus brazos y la besó como se espera que bes

un hombre enamorado, como sólo en sueños espera se

esada una muchacha. Isabel se ahogaba, flotaba en una grala de dulzura y pasión. Desfallecía...

 —¡Oh, Dios mío!Estas palabras, oídas como desde una gran distancia,

mpulsaron a salir de las profundidades. Al abrir los ojo

vio a lady Catherine, con su abultado vientre, apoyadontra la puerta del aula.Isabel y Seymour se separaron, temblorosos

vergonzados, sin decir palabra. Isabel apenas podespirar por el agobio que sentía. Finalmente, aqu

ilencio quedó interrumpido por una riña de estorninos e

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a repisa de la ventana. Isabel se aventuró a mirar Seymour. Era evidente que trataba a toda prisa de imaginargumentos, excusas, mentiras.

Catherine, haciendo acopio de la dignidad que aún

quedaba, dio media vuelta y se marchó. Y Seymour, tradedicar a Isabel una mirada de aflicción, fue tras ella.

Kat abrió un ojo y se encontró sentada frente a Parrn el acolchado carruaje que avanzaba bamboleante.

 —¿Aún no hemos llegado? —preguntó.Parry le indicó con la mirada que no estaban solos.Al instante la anciana enderezó la espalda y forzó un

onrisa. Era la compañera más íntima de Isabel, pero ausí mantenía siempre un estricto código de etiqueta y un

digna compostura, como persona dedicada al servicio de

eina. —Majestad... —¿Os ha sentado bien la siesta, Kat? —pregunt

sabel. —Bien que se diga, no, con tanto tumbo y sobresalt

ero al menos me ha ayudado a matar el tiempo. A veParry, ¿qué hay de comer en el cesto? Me entra hambruando duermo.

 —¿Y cuándo no tenéis hambre vos, señora AshleyPara mí que siempre tenéis la tripa vacía.

Kat golpeó a Parry con el abanico y él le correspondi

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ropinándole un pellizco en la huesuda rodilla. Isabbservó las bufonadas de los dos viejos amigos, cuy

mutuo trato presentaba un desenfado igual al que dispensaban a ella, antaño princesa y ahora reina. Tiempo

hubo en que las cosas no habían sido fáciles para ningunde los tres.

 —Así que todos entonáis la misma canción —gruñord Tyrwhitt.

Isabel se esforzó cuanto pudo en disimular su temblodelante cié aquel inquisidor, pese a lo mucho que lreocupaba el que Ashley y los Parry estuvierarisioneros en la Torre, sometidos como ella nterrogatorios. Aquella traidora conspiración de Thoma

Seymour los había puesto a todos en aprietos.

 —En efecto, lord Tyrwhitt, ya que, siendo cierta anción, no podemos cambiar la letra.

 —Os repetiré la pregunta, princesa. ¿Teníais algúonocimiento de la conjura del gran almirante del reinara secuestrar a vuestro hermano el rey y fomentar u

evantamiento? —Y yo os repito que no sé nada de ninguna conjura, mis sirvientes tampoco.

 —Pero vos ibais a ser su esposa y la sucesora rono. ¿No sabíais que sin el consentimiento por escrit

efrendado por el sello del Consejo, vuestro matrimoni

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ería absolutamente ilegal y os habría privado de vuestroderechos sucesorios?

 —No tenía ninguna intención de casarme con ThomaSeymour —declaró Isabel, procurando aparentar una calm

y una firmeza que nada tenían que ver con la agitación qua dominaba por dentro.¿Casarse con un hombre que había traicionado a s

ropia esposa y por cuya causa ella misma la habngañado también?

¿Casarse con un hombre cuya siniestra influencia había alejado, tras caer en desgracia, de la casa de smadrastra, a quien la vergüenza destruyó la salud? ¿Con mismo hombre que ahora los había puesto, a ella y a suirvientes, en peligro mortal?

 —Pero vuestro servidor, Thomas Parry, habló e

varias ocasiones con Seymour sobre dicha posibilidad —nsistió Tyrwhitt.

 —Sólo hablaron de tierras, algunas suyas y otras míaque quedan lindantes. Eso dista mucho de preparar umatrimonio.

Tyrwhitt se inclinó hacia ella, acercando tanto la carque percibió con nitidez la pestilencia a cebolla y cervezancia de su aliento.

 —Corre el rumor de que incluso estáis embarazada dSeymour. No me diréis que no queríais casaros con é

verdad?

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 —Eso sería imposible —afirmó ella, sosteniendetadora, la mirada de Tyrwhitt—. El gran almirante estrisionero en la Torre de Londres, privado de la libertad.

Isabel evocó el anguloso rostro de Thomas Seymou

ratando de imaginar qué terrible pasión se había adueñadde él para introducirse a escondidas en palacio y matar erro favorito del rey en su intento de llegar hasta él. ¿Quufrimientos debía de padecer ahora en su cautiverioEstarían torturándolo como habían amenazado hacer co

Kat y Thomas Parry para arrancarles confesiones quelacionaran a la princesa con el traidor?

 —¿Qué información tenéis de los hombres y larmas que Seymour había almacenado en los condadoccidentales para sostener su rebelión?

 —¡Ninguna! ¿Cuántas veces vais a atormentarme co

as mismas preguntas? —Hasta que me reveléis la verdad.Isabel irguió la cabeza y dijo con tono frío y cortante

 —Lord Tyrwhitt, siempre os he considerado uhombre decidido e inteligente. No obstante, tratar a alguie

que un día podría ser vuestra soberana como haríais con umendigo traído de los bajos fondos es una necedabsoluta.

Isabel advirtió un fogonazo de rabia en los acuosojos azules de Tyrwhitt. Era un ultraje que le hablara así un

mocosa de catorce años. Con todo, caviló la princesa,

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lgún legado de valor le había dejado Catherine Parr, ésra su fina intuición de la oportunidad diplomática: cuánd

había que contenerse, cuándo guardar silencio paroteger a los leales amigos y cuándo convenía hablar co

locuencia y valentía. —Id con cuidado, milord, os lo advierto —prosigui—, pues soy hija de mi padre y como él tengo el genio vivy una terrible memoria cuando se trata de enemigos de orona.

El palafrenero de Isabel llegó al galope y ajustó aso del caballo a la marcha del carruaje para hablar por

ventana de éste. —Majestad, estamos cerca de Oxted. ¿Qué disponéis —Deseo ver el mayor número posible de m

úbditos, y que ellos me vean a mí. ¿Qué preparativos shan hecho?

 —Los normales. Han barrido las calles, se ha puestuera de circulación a prostitutas e idiotas, se han retirados patíbulos y se han pintado y decorado tiendas

dificios públicos. Y en la plaza, una multitud aguardvuestra llegada. —Mandad decirles que entraré en la población —

ndicó la reina a Dudley— y que tengo muchas ganas dverlos.

 —Sí, Majestad.

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 —Ah, Robin, haced que me traigan mi monturEntraré a caballo.

La sonrisa que apareció en la cara de Dudley era taálida y reflejaba tal orgullo que a punto estuvo d

descomponer su altivo porte. Espoleó el caballo y se alejSu querido Robin. Tan leal. Tan digno de confianza.Tan diferente de Thomas Seymour...Seymour había muerto decapitado. Isabel aún temblab

l pensar cuán cerca había estado de correr la mismuerte. Lady Catherine no había sido tan afortunada. Tre

meses después de descubrir a Isabel en brazos de Seymouy expulsarla de su casa, había dado a luz a una niñEnfermó a causa del parto, pero Thomas tardó tres días elamar a un médico. La reina viuda, tan majestuosa en uiempo, se puso fuera de sí, tal vez por la sospecha de qu

u marido deseaba verla muerta. Aquejada por una fiebrltísima, expresaba a voces su sospecha de traicióncusándolo a él y a cuantos había alrededor de su lecho d

no atenderla, de mofarse de ella. Thomas, según contabae había arrodillado a su lado para tratar de apaciguarl

ero ella lo apartó de un empujón y le dijo que era esponsable de la ausencia del médico. La fiebre fue eumento, y al fin, dos días antes del cumpleaños de Isabea reina viuda murió. Las duras acusaciones lanzadas en secho de muerte se atribuyeron al desvarío. En la aflicció

de Isabel por la desaparición de su madrastra s

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ntremezclaban, sin embargo, las sospechas. Decían quCatherine había recobrado temporalmente la cordura dictado un nuevo testamento «en perfecta posesión de suacultades»; en él legaba la totalidad de su inmensa fortun

su marido. Aun sin llevar su firma, el documento fuprobado y aceptado sin dilación. Seymour se convirtió, da noche a la mañana, en un hombre riquísimo.

Seymour le había enseñado la primera lección sobras traicioneras artimañas de los hombres ambicioso

Había olvidado a Thomas como se olvida un mal sueño coa llegada de la mañana y en muchos años no había pensadn él, hasta que el diario de su madre le hizo recobrar

memoria de todos aquellos hechos.En la lejanía sonaban las campanas de la igles

dándole la bienvenida. Isabel imaginó su entrada en Oxte

Sería igual que en todos los pueblos y villas que ya llevabvisitados: discursos de bienvenida, juegos, desfilemúsica, cantos y recitado de versos a cargo de niños, todn su honor. Ella se detendría a hablar con las genteronunciaría también un agradable discurso, escucharía

ar de quejas por parte de los próceres, circunstancia qustos aprovecharían para resolver algún problema. Mientraus abastecedores compraran provisiones a los campesino

y mercaderes, iría a la cabaña de los tejedores y luego, tvez, elegiría una casa, lujosa o humilde, y sin previo avis

olicitaría en ella un plato de comida o una bebida fresca

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us muy honrados y a un tiempo atribulados anfitriones.Era fantástico recibir aquel baño de afecto. A pesar d

entirse cansada y dolorida, la reina notó que se lceleraba el corazón al entrar en la villa.

Aún no llevaba seis meses en el trono, pensó Isabel, ya anhelaba el amor de su pueblo.Las campanas sonaban con más brío y a los costado

del camino comenzaban a verse hombres y mujereuciendo sus mejores ropas, campesinos aseados, niñoubidos a hombros de padres y hermanos que estiraban uello para ver a la hija de Enrique el Grande, su nueva mada reina Isabel. Sí, pensó mientras se apartaba unoizos de la cara y se alisaba la chaqueta, les daría ocasión dbservar a placer a la hija de Enrique el Grande.

Pero al día siguiente, cuando llegara a Edenbridge, a

asa de su madre en Hever, sería ella quien lo observarodo con ansia.

25 de marzo de 152

 Diario:

A veces pienso que mi vida no es sino un sueño que las vagas escenas de este sueño son la realidaHoy tengo una sensación parecida, pues Enrique me h

 propuesto que sea su esposa, ¡la legítima reina d

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 para refrescarme el aliento. Después, haciendo acopide toda la dignidad que era posible hallar a taintempestiva hora, bajé a saludar al rey. Estabmanchado de barro de la cabeza a los pies y parec

enardecido. Apestaba a sudor, a humo y a caballo pero en su pasión encontré una extraña dulzura, comsi fuera otro Enrique, y con ello sentí vacilar mfirmeza. Comenzó a caminar de un lado a otro de estancia, agitando el índice para apoyar sus palabras.

 —¡Estoy harto de mi maldito matrimonio! —grit —. El que no haya engendrado un solo hijo varón es ucastigo de Dios.

 —Pero Catalina... —Catalina es mi cuñada, la esposa de mi herman

El lazo de familia que nos une representa, según

derecho canónico, una afinidad que prohíbe matrimonio.

 —No comprendo cómo podréis consegusepararos de la reina.

 —El Papa me ayudará con gusto. Soy defensor de

fe católica. Clemente ha otorgado otras dispensas ecasos de matrimonios reales con problemas dsucesión. Sólo es preciso hacerle ver el error. ¡Él mayudará!

 —Si hay alguien capaz de hacerle entrar en razón —

me aventuré a decir con cautela—, ése sois vo

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Enrique. —Y el cardenal Wolsey. Él me ayudará a llevar l

anulación a buen puerto. —¿Qué dirá Catalina?

 —Estará conforme. Le haré ver que todos estoaños hemos vivido en pecado, y como es tan piadosimagino que tomará los hábitos y se hará esposa dJesús. ¡Oh, Ana, Ana, Ana! —gritó como un poseso—¿No veis que estoy enfermo de amor? No duermo. Ncomo. No puedo gobernar mi reino. No hago más qu

 pensar en vos. ¡Debo haceros mía! ¡Si no, juro qu partiré el mundo en dos con mis propias manos! —Entonces se hincó de rodillas—. Casaos conmigo, olo ruego. ¡Dadme hijos y libradme de la maldición qu

 pesa sobre mi vida!

Permanecí callada e inmóvil como una estatumientras pensaba: «¡Cristo bendito, este hombr

 postrado a mis pies depondría a una reina por mí y mandaría a un convento! Por boca del viejo Wolsediscutiría con el Papa de Roma para tenerme. ¡Qu

mal trago para el cardenal!» Con ello, además dtítulo y el valor del amor del rey, olvidé el dulc placer de la venganza.

 —¡Decid que sí, Ana! —exclamó Enrique—. ¡Decque sí y sed mi reina!

Pero allí, en Hever Hall, con un rey arrodillado

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mis pies, bajo el sol de la mañana que calentaba el airy las losas del suelo, tuve un mal presagio que retenlas palabras en mi garganta. Me llevé la mano al cuellcomo si quisiese deshacer un nudo, pero fue inútil.

 —Lo pensaré —contesté—. Meditaré vuestr propuesta y a su debido tiempo os haré saber mrespuesta.

El rey quedó sin habla al ver que no saltaba dalegría por su ofrecimiento. Mi asombro también ergrande. Algo extraño y frío me tenía paralizada. L

 pedí que se marchara y así lo hizo profiriendo por l bajo maldiciones contra las mujeres. En este estadme hallo, aguardando una señal que me indique si tomar esta senda con Enrique mi futuro será de gloro de perdición.

Tu afectísima,

 An

9 de abril de 152

 Diario:

Acabo de regresar de Canterbury en compañía dGeorge. Durante todo el camino de vuelta n

 pronuncié palabra. Veo mi futuro como un festejo d

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verano, pero esa gloria me abruma. Si los santos nmienten, seré reina y daré a Enrique el hijo varón qutanto desea. Lo sé, y si antes me hundía en un mar dmiedo e indecisión, ahora me hallo a salvo, anclad

con firmeza en el destino de Inglaterra. La reina AnContaré cómo lo he sabido.Enrique me presionaba sin cesar, colmándome d

 promesas y besos. «Me casaré con vos, decía, os harmi esposa y me desharé de Catalina.» Tan halagüeña

 palabras me parecían falsas, pues Catalina, de la má pura estirpe real de España, es amada por todos y tadevota que a buen seguro tiene comunicación direccon Dios. Sin embargo, Enrique no cejaba. Eshombre que hace la guerra a emperadores, imponleyes y cuenta el oro que posee en cantidad infinit

ese hombre, hincado de rodillas, intentaba convenceruna muchacha de origen plebeyo para que aceptaconvertirse en su esposa.

Me sentía indecisa. Pasaba las horas en el jardí pensando en mi suerte. ¿Podía confiar en el destino

 poner mi vida en sus manos? ¿O era acaso una locurentregarme a ese juego?George, enterado de las habladurías que corrían e

 palacio, vino a verme sin tardanza. El semblante firmy la sonrisa cálida de mi hermano me dieron nuevo

ánimos.

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 —Vayamos a donde la Santa Doncella de Kent — propuso—. Dicen que adivina el futuro.

Había oído hablar de aquella muchacha campesinque aconsejaba a reyes y políticos y cuya

 premoniciones suelen convertirse en realidad. Vivcerca, en un convento de Canterbury, al sur de Kent.Fue un largo viaje a caballo por terrenos abrupto

¡Qué inusual panorama, qué multitud de olores sonidos! Al mercado acudían campesinas cargadas cocestos repletos de coles, alcachofas, nabos, cangrejode río, guisantes y grosellas. Sonaban las esquilas dlas vacas y se oía el crujir de los carros cuyas ruedase hundían en el fango. Pastores, corderos, cabracerdos, un rudo jinete que pasó al galope; jóvenecampesinas de pies embarrados que reían, dándos

empellones; hombres toscos que me dirigíaindiscretas miradas. El aire olía a cuero mojado y lanhúmeda. Después surgió en un altozano el campanaride la catedral de Canterbury. Extramuros, los aldeanomontaban sus tenderetes aguardando el alba siguient

 para empezar a vender sus productos.Entramos en la ciudad y localizamos el conventdel Santo Sepulcro. Solicitamos ver a la SanDoncella y enseguida me llevaron por un angostcorredor. A mi paso vi mujeres, las hermanas..

algunas eran monjas; otras, simples aristócratas qu

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languidecían olvidadas por sus familias. Esas jóveneme seguían con la mirada, celosas de las ricavestiduras que nunca volverían a llevar. Sapergaminaban en la ranciedad de una vida oculta tra

los muros del convento.Abrieron la puerta y en una pequeña celda vi a aldeana convertida en monja, arrodillada de espaldasmí. Quedamos a solas en la reducida cámara, dondningún tapiz ni alfombra protegía del frío. Había uestrecho camastro con toscas sábanas y una silla scojín. La estancia se hallaba casi en penumbras y escasa luz que entraba por un ventanuco daba de llenen el crucifijo colgado de la pared, frente al curezaba la muchacha. Me dispuse a exponerle mcuitas. Ella seguía inmóvil y aún no se había vuelt

hacia mí cuando la oí susurrar: —Ana.¡Sabía mi nombre!

 —Santa hermana —dije—. He venido en busca...Entonces me miró. ¡Qué ojos, Diario! ¡No quisier

volver a ver otros iguales! Brillantes como orlíquido, inquietos y agudos como dardos. Terribleterribles y con un fulgor de locura. Reparé en cuerpo que había bajo el hábito de novicia, el dElizabeth Barton, una simple muchacha campesin

aún morena por el sol. Aseguran que en los campo

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en las encharcadas turberas entraba en trance, caía drodillas y le era dado ver el cielo, el infierno,

 purgatorio, las almas errantes...Volvió a pronunciar mi nombre, con voz dulce

 pura, y tomó mis manos entre las suyas, ásperas encallecidas. Sus labios se movieron en silencio. ¿Eruna oración? ¿Palabras divinas inspiradas por Dios¿Una réplica al diablo agazapado tras sus delgadohombros? Ella debió de notar mi rigidez, pues dijo:

 —No os alarméis, buena dama, vuestra suerte esechada. Vuestra vida se despliega ante mis ojo¿Queréis que os diga lo que veo?

 —¡Sí, sí! —pedí.Quería oírlo y a la vez una parte de mí deseab

escapar antes de que anunciara mi destino. Ella cerr

los ojos, se crispó y con labios macilentos gritó: —Aaah... —No era una palabra, sino una exhalació

un suspiro prolongado—. En mis manos tengo lamanos de una reina.

Temí que las piernas no me sostuvieran, pero au

así conservé la calma. —Decidme más. —Oh sí, hay más. De vuestro vientre nacerá u

vástago de la dinastía Tudor, la estrella más rutilantde Inglaterra cuya luz iluminará todo el país duran

cuarenta y cuatro años.

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 —¡Un Tudor! —exclamé—. Un hijo de Enriqu¿Estáis segura?

La muchacha abrió desmesuradamente los ojo pero estaba claro que no me veía.

 —Me siento cansada —gimió. La ayudé a sentarsen la incómoda silla. Parecía cegada, inerme, atrapadentre dos mundos—. Marchaos —susurró—. Sed reina. Sed la reina.

Me marché, pues, y emprendí el camino de regresa casa, sin cambiar una palabra con mi hermano, tantera mi temor a hablar de la profecía. Ahora, ecambio, de nuevo en mi habitación, me atrevo a dar

 por cierta. La monja de Kent no sabía mi nombre sin hacer preguntas, me reveló mi vida. Mi destinestá decidido. Mañana escribiré al rey para decirle l

que desea oír. Seré su esposa, la reina Ana, y le darun hijo.

Tu afectísima,

 An

25 de abril de 152

 Diario:

He dado mi consentimiento a Enrique, por escrit

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Junto con la carta le he enviado un broche com prenda de mi asentimiento. Tiene pintada una damsobre un mar embravecido. Según lo percibo, edama soy yo, que aun sabiendo los peligros qu

entraña tal promesa, desafía la tempestad en una frág barca llamada amor.Amor. Eso es lo que le juré en mi carta; un amor ta

cierto como el suyo, aunque fuera mentira. Sé que n podría desear pretendiente más devoto ni apasionady que el regalo que me hace —ser la reina— es máde lo que habría podido soñar, pero en el fondo de malma sé que no lo amo. Mi anhelo, lo que le pido Dios es que llegue el día en que mi corazón se abrcomo se abren en primavera las rosas al sol.

Aun habiéndole prometido que seré suya, me h

abstenido de comprometerme a yacer con él hasestar legalmente unidos en matrimonio, aduciendo quaunque lo deseo con ardor, mi virtud me prohibiría uintercambio tan íntimo. En esto no he mentido dtodo. Debería desearlo. Mi futuro marido es u

hombre atractivo para cualquier mujer: ancho dhombros, pecho fornido y piernas musculosas, un buena mandíbula y mejillas saludables. Tiene el pelrojizo y aún abundante, y unos ojos azules muexpresivos. Pero lo mejor de todo es su boca, d

labios carnosos y suaves, dientes fuertes y blancos,

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un aliento dulce. Me gusta cómo me besa, con vigoinsistencia, suavidad, recreándose, y la manera en qusonríe. Entonces me parece el hombre más guapo dcuantos he conocido.

Le pregunté a mi hermana Mary por su vigor comamante, pero no me contestó. Me ha extrañado tandiscreción, que ni con halagos, risas o indirectas pudquebrar. Lo único que dice es que es

 prodigiosamente dotado, aunque eso no es ningunnovedad para mí, pues en nuestros abrazos bien lnoto contra mi vientre.

¿Me ama de veras? Yo creo que sí. ¿Me hará reinaTambién lo creo. Oh, Diario, qué bien me procurtener este espacio para escribir con toda confianz

 pues no dispongo de amigos a quienes confiar esto

 pensamientos y sucesos. Tú eres mi gran secreto, qu preservaré con mi vida de ser necesario.

Tu afectísima,

 An

6 de mayo de 152

 Diario:

Tras mi regreso a la corte ocupo una posició

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destacadísima, en nada semejante a la anterior. Lcausa de ello es el amor declarado del rey y laatenciones que me prodiga. La mayoría imagina qusoy su amante en cuerpo y alma. Nadie, ni siquier

Wolsey, creería la verdad, que me mantengo doncelly que cuando Enrique me haga suya no seré sconcubina..., sino reina.

De todos modos, como reina o cortesana consideración en que me tienen damas y caballeros dalcurnia ha variado sustancialmente. Ahora acuden mí en busca de favores, pues conocen mi relación coel rey Enrique. Hasta me llaman amiga.

 —Ay, señora, si me hicierais el favor, al hijo de mhermano le vendría muy bien una palabra vuestra parlabrarse una posición en la corte.

 —Gentil dama, qué hermosa estáis hoy. —Ecaballero me besa entonces la mano—. ¿Podrhablaros de unos bosques que invaden los furtivos que requerirían la intervención del rey?

Qué placer me produce su servilismo. Esos grande

aristócratas deben de pensar que soy estúpida para nrecordar que no hace mucho me tenían por un persona muy inferior, la hija de un hombre plebeyaunque ambicioso, la hermana de la puta del rey.

Sí, incluso mi padre me rinde homenaje a su mod

enviándome cada día joyeros, peluqueras y modista

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Él, tan avaro siempre, quiere ahora asegurarse de qula dama favorita del rey esté radiante. Intenta hablar dcómo van mis cosas con el rey, pero me niego divulgar la verdad de nuestro vínculo. Mi padre s

muere por saberlo. Si aún fuese la muchacha inexperde antes, me abofetearía, me arrastraría por el suelhasta obtener respuesta a sus preguntas. Pero ya nsoy aquella chiquilla, y si bien le mortifica, le inspirtemor y hasta cierto respeto. Cómo disfruto viéndomlibre de su yugo.

Lo más extraño es la consideración que me tienCatalina, de quien aún soy dama. Puesto que no esorda ni ciega, por fuerza debe de saber qué puestocupo en el corazón de Enrique, y sin embargo mtrata con la misma amabilidad de siempre. Mientra

me ocupo a diario de sus necesidades, la observo coatención y advierto que ninguna mujer ama más en mundo al hombre que está enamorado de mí. A bueseguro que ignora los planes de Enrique con respecta ella, pues aun cuando conociese la hondura de su

sentimientos hacia mí, sólo me vería como unamante y nada más. A los reyes, por antigucostumbre, se les permite esta licencia. A vecesiento dolor por ella y me pongo en su lugar. Ama arey como yo amaba a Henry Percy; tal vez más, puest

que yo sólo era una muchacha y Enrique ha sido s

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amado durante muchos años. Me vi obligada a miraaunque de lejos, cómo Percy se casaba y acostaba cootra, tal como debe soportar ella todos los días infidelidad de su marido.

 No debo pensar demasiado en esto ni en mdeslealtad para con la reina, pues vacilaría en mfirmeza. Debo apoyar a Enrique en su convencimientde que la mayor necesidad de Inglaterra es uheredero, un hijo varón, y que no será su esposa quiese lo dé, sino yo.

Últimamente la preocupación me abruma. Etiempo pasa y no parece que se haga nada paconseguir este divorcio. Sé que el rey está ocupado eotros asuntos. El embajador francés, que ha venid

 para estudiar un tratado entre Francia e Inglaterra (

declarar la guerra al emperador Carlos), ocupa ca por entero su tiempo. Todos los días pasa horas coWolsey haciendo planes y luego convocan reunione

 para discutir y negociar con los diplomáticofranceses.

Cuando por la noche, tras estas reuniones, se acerca mí, advierto la tensión en las arrugas de su frente  percibo el cansancio en su voz. Si él y Francisco naúnan fuerzas contra el emperador, éste acabará podominar el mundo. Las tierras alemanas y España so

suyas. Carlos tiene como rehenes a dos hijos d

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Francisco, igual que retuvo antes al propio rey dFrancia. Trocaron su libertad por la cautividad de suhijos.

Qué ironía. Francia e Inglaterra, antiguas enemiga

se ven forzadas ahora a unir sus fuerzas para nexponerse a una derrota. La pequeña princesa Marserá un peón en estas negociaciones. Van a casarla couno de esos hijos prisioneros para sellar así la alianzde los dos países.

A menudo me pregunto en qué cambiará essituación cuando yo sea reina y madre del hijo dEnrique. Por ahora, no obstante, sé que estanegociaciones deben proseguir como si todmarchase bien entre el rey y la reina, pues de lcontrario la guerra acarrearía la muerte de muchos d

quienes participaran en ellas. Guardaré silencio, en confianza de que Enrique cumpla con su palabra.

Tu afectísima,

 An

20 de mayo de 152

 Diario:

La paciencia, lo reconozco, nunca ha sido mi mayo

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virtud. Por ello me sentía envilecida al ser suplantaden la atención del rey por las negociaciones entrfranceses e ingleses. Pero estas conversaciones yhan concluido, y como broche final se celebró e

honor del embajador francés un banquete como no shabía visto igual desde la famosa celebración dCampo de la Tela de Oro. Soporté horas de pruebacon la modista para lucir un vestido superior al de lademás. Recurrí a mi padre para comprar variocollares y regateé con un perfumista para hacerme couna exótica esencia de hechizadores efectos.

Poco tiempo antes había trabado amistad coMaurice Mamoule, actual secretario del embajadovizconde de Turenne... Él, que se acordaba de mí, salegró de comprobar lo mucho que había aumentado

influencia de la flacucha chiquilla de doce años quconociera en la corte de Francisco, si bien pensabtambién que yo era la querida de Enrique. Con todviniendo de una corte tan liberal como la francesa, esno me rebajaba a sus ojos, sino más bien lo contrari

Me mantuvo informada de todas las condiciones dtratado y, unos días antes del banquete, me confesque en los círculos oficiales se rumoreaba quEnrique podría repudiar a su esposa. Le rogué que mdiera más pormenores. El embajador creía, tal com

deseaba Wolsey (pues era partidario de los franceses

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que la elegida sería mi compañera de juegos dinfancia, Renée, princesa por nacimiento y crianza. Ecorazón me dio un vuelco. Se comentaba también quEnrique quería librarse de Catalina, y yo sabía qu

aquella princesa francesa no interesaba para nada rey. Era muy bajita y coja de nacimiento. Enriqu jamás toleraría una madre imperfecta para los muchohijos perfectos que deseaba tener.

De modo que fue grande el gozo con que me atav para esa celebración, con un reluciente vestido dsatén negro y púrpura con ribetes de armiño, el cuasumado a las joyas y el perfume, causó sensacióentre las otras damas mientras nos encaminábamos festejo con la reina Catalina. Cuán memorables fueroese día y esa noche. Enrique resplandecía con s

atuendo de seda amarilla y diamantes, recibiendo a suinvitados con una sonrisa que pregonaba los éxitologrados con los franceses.

La palestra lucía con más fasto que nunca, ornadcon tapices multicolores de frutas y flores purpúrea

y vitrinas abarrotadas de platos y copas de oro y platcomo si con ello quisiera decirse: «Mirad, he aqunuestra riqueza, bien hacéis uniéndoos a nosotrosPrimero se celebró la justa, reñida y animadimbuida, me pareció, de sueños de guerras futura

Después vinieron varias representaciones, una de ella

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 protagonizada por la princesa María, que ya tiene docaños.

Aprisionada en sus vestidos dorados y los múltiplerubíes, esmeraldas y perlas se la veía frágil y más niñ

Recitó su texto con suma dignidad, sin que svocecilla vacilara ni una vez, ignorante de que sutilidad como peón real estaba pronta a concluir. Erey y la reina presidieron el banquete. Yo loobservaba y veía el amor que fluía de Catalina comun río que se mezclara en el agitado mar de Enriqu

 pero ni por un instante volvió a ella siquiera una gode ese amor. Él tenía los ojos pendientes de mí. Tuvla prudencia de buscar las atenciones de otros varone

 pero cada vez que por azar dirigía la vista hacía él, lsorprendía mirándome. Otras personas repararon e

ello. Catalina fingió no verlo.Poco después de la medianoche aparecieron todo

los señores de Francia, vestidos a la manera veneciande terciopelo azul y negro. La música se expandió polos fragantes jardines bañados por la luna y di

comienzo la danza. Para el primer baile Enrique invital vizconde de Turenne a tomar por pareja a su hijMaría. Con una airosa reverencia, la princesa salió a

 palestra con el francés. Su madre resplandecía dtierno orgullo español. Estaba claro que tenía

esperanza de que Enrique se acercara a ella y

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tomase de la mano, pero en un abrir y cerrar de ojosu sonrisa se trocó en mueca amarga, pues el recruzó la pista y plantándose ni más ni menos qufrente a mí, me tendió la mano delante de todos. E

momento fue tan terrible para la reina commaravilloso para mí. Miré a Enrique a los ojoagradeciéndole en silencio aquel gesto, y le di mano. Mientras nos desplazábamos al centro, no sentemblor alguno, sino firmeza y decisión, y con lo

 primeros pasos de una gallarda hizo público su amo por mí.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

Isabel observaba en el gran espejo de su cámara d

año el trabajo de las dos damas que trenzaban sus cabelloon sartas y racimos de diminutas perlas negras.

 —Abrid la boca, Majestad —pidió lady Sidney.Isabel obedeció para que su dama pudiera limpiarle lo

dientes con un palillo de oro esmaltado.

 —¿Queréis empolvaros esta noche? —preguntó ladBolton, tendiendo un frasco con cáscara de huevo lumbre finamente machacados.

 —Me parece que no —respondió Isabel mientraomaba la copa de cristal con agua de mejorana que

frecía lady Sidney—. Todavía soy joven y tengo la piersa, ¿no creéis? —preguntó, tras enjuagarse la bocunque sabía que sus damas se apresurarían a ensalzar suventud y su belleza.

Isabel se puso de pie y, abriéndose paso, fue a sdormitorio, donde Kat y otras damas habían extendidobre la gran cama las ropas que luciría en la velada. En un

mesa estaba expuesto un gran surtido de joyas y encima du sillón reposaban varios pares de escarpines. Tra

quitarse la bata, la reina dejó que las damas dispusieraobre ella las piezas de su atuendo tal como un escuder

yuda a su señor a ponerse la armadura. Primero ataron a s

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alle el peto, que, cubriendo el vientre y los pechoormaría un triángulo plano invertido.

 —¿Tengo medias de seda nuevas? —inquirió la reinaAl instante lady Springfield le presentó dos bandas d

inisísimo tejido de seda. —¿Es del agrado de Su Majestad esta nueva modtaliana? —preguntó mientras le envolvía las piernalancas como el alabastro.

 —Me agradan las cosas bonitas —respondió Isabedelantando el torso para que Kat hiciera pasar por sabeza el pesado vestido de terciopelo y comenzara brochar la hilera de botones de perla de la espalda—unque para mí la vestimenta no es tanto un gusto personomo un asunto de Estado. Los enviados franceses ha

venido a firmar nuestro tratado de amistad, pero también e

a primera vez que los recibiré como reina, y por ello mersona debe reflejar la gloria de Inglaterra.

En su fuero interno la reina sabía que los fastos dquella semana tenían un significado más hondo. Su madrna se había criado y educado en la corte de Francisco I y

demás, había confiado en que su amistad con los francesea ayudase a conseguir que Enrique se divorciara dCatalina de Aragón. Los franceses no podían olvidar qulla era la hija de Anna de Boullans, célebre por su bellezlegría, encanto e inteligencia. Si para los ingleses Ana n

ra más que la «gran puta», desde la perspectiva frances

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oseía unos atributos dignos de emular.Mientras le ataban al vestido las mangas bordadas co

ro y plata, Kat dio a elegir a la reina dos relojes concrustaciones de pedrería.

 —¿La flor o el barco, Majestad? —Ninguno. Llevaré el broche de mi padre. —Como prefiráis. —Kat necesitó ambas manos par

evantar el enorme zafiro orlado de diamantes y rubíes—nteresaos por vuestra prima María y su marido y flamantey —susurró mientras abrochaba la joya en el centro dorpiño.

 —¿Y qué habría de preguntar? —dijo Isabel, entrrritada y divertida por la típica impertinencia de Kat—. ¿Se sienta bien la vida de casada con su novio de infancia y sutoritaria suegra de Médicis? ¿O si va a tener un hijo, u

ríncipe francés que un día podría reclamar mi trono? —Tomaos a broma si os place a vuestra antigu

ompañera —replicó Kat, ocupada en rodear con sartas derlas la garganta, las muñecas y la cintura de Isabel—ero esa joven reina de los escoceses es sobrina de vuestr

adre, y conviene no perderla de vista. Ahora que, además reina de Francia, os causará problemas; recordad lo qus digo.

 —Siempre tengo en cuenta lo que decís, Kat, pero nreo que esta noche sea el momento para sostener un

onversación así con mi prima. Es el momento de celebra

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una alianza ganada con grandes esfuerzos. ¿No opináomo yo?

Kat volvió la cara con gesto malhumorado, pero Isaba tomó por la barbilla y la obligó a mirarla.

 —Estáis radiante, Majestad —dijo Kat con unonrisa mientras daba un último imperceptible ajuste en tuendo real—. Seréis la reina de la noche.

Isabel entró en la sala del Consejo, donde, arrodilladn espera de que apareciese, Robert Dudley inclinó abeza en ademán de acatamiento.

 —Majestad.La reina le tendió la mano, pero ésta se hallaba ta

ubierta de anillos, que Dudley sólo pudo besarle la punde los dedos.

 —Levantaos, Robin. Dejad que os vea —ordenó.

Dudley se puso de pie al instante, irguiéndose comuna imponente torre. A pesar de su estatura, la reina tuvque alzar la barbilla para mirar a los ojos a su palafrenero.

Me quiere de veras, pensó Isabel. No es fácil fingir moción que percibo en su rostro.

Dudley estaba, en efecto, abrumado por la regresencia de su amiga de infancia, incapaz de distinguir a causa de tal impresión se debía a su propia belleza, a rofusión de oro y gemas que destellaban con la luz dtardecer o al hipnótico perfume que esparcía en torno

lla con un discreto agitar de su abanico de plumas d

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vestruz. —Me habéis dejado mudo, Isabel —le susurró al oíd

fin de no delatar una familiaridad con la reina que tenúblicamente prohibida—. Envidio a los embajadore

ranceses que monopolizarán vuestro tiempo esta noche. —No deis por sentado que no vaya a tener tiempo parvos —replicó ella, admirando lo bien que le sentaba Robin el jubón de brocado azul—. Espero teneros poareja en la primera gallarda de la noche.

 —Será para mí un inmenso placer —repuso él, y ontinuación le ofreció el brazo para escoltarla hasta ala donde aguardaban los franceses.

Whitehall, cuyas enormes alas ocupaban más de veintcres a orillas del río, se había convertido en el palaciavorito de Isabel en Londres. Construido a lo largo d

varios siglos, el edificio tenía una distribución arbitraria muchas partes estaban anticuadas o incluso en francdecadencia. Isabel, sin embargo, apreciaba sus majestuosoalones ornados con espléndidos tapices, y ese día s

deleitaba con la deferencia que le demostraban lo

ortesanos y las damas que los llenaban y las profundaeverencias de que era objeto mientras avanzaba del brazde su acompañante. Era estupendo ser la reina de Inglaterrcupar un cargo tan importante por derecho y por méritoropios. En ese momento no sentía la menor preocupació

or nada.

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 —Les horroriza pensar que al inclinarse ante voarezca que también se inclinan ante mí —coment

Dudley, reprimiendo una sonrisa. —No os falta razón, Dudley. Apostaría a que sois e

hombre que más encono despierta en la corte. —A buen seguro que a partir de ahora hallarámayores motivos de queja.

 —¿Y eso por qué? —Porque me he superado a mí mismo con lo

reparativos. Fastuosos y magníficos festejos en todos loentidos. Comida, ornamentación, músicepresentaciones. Viéndolo, os costará creer que estáasi al borde de la bancarrota —señaló con una astuonrisa.

 —¡Robin!

 —Convendréis en que es de suma importancia guardas apariencias con los franceses —se apresuró a decir parplacar el súbito arrebato de la reina—. Y ha costad

mucho menos de lo que en realidad parece. Por ejemplodas las flores las han traído de vuestro castillo d

Richmond, y las aves de caza... —¡Bueno, basta! —Se detuvieron ante las grandeuertas labradas de la cámara real, custodiadas por uequeño regimiento de soldados, franceses e ingleses—ecesito un momento para recobrar mi compostura.

 —Vais a deslumbrarlos, Isabel. Sois como un rayo d

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ol en medio de una nublada tarde inglesa.Isabel respiró hondo, como si quisiera imbuirse a

del valor que aún le faltaba. —Estoy lista —dijo finalmente.

Dudley indicó a los centinelas que abrieran las puertay observó a la reina avanzar con paso majestuoso ncuentro de los embajadores franceses y sus exquisita

damas, ataviadas con relucientes sedas, y aceptar a udignatario en cada brazo: monsieur de Mont-Morenci monsieur de Vielleville. Allí, bajo la obra maestra dHolbein, un mural donde estaba representada la totalidad da familia Tudor, Isabel comenzó a ejercer su embrujobre todos los presentes. Dudley advirtió que con bueino se había situado debajo del gran retrato de su padre,

que tanto se parecía ella, como para recordar a todos s

ncuestionable linaje real. Isabel era una reina y una mujmagnífica, pensó Robert Dudley mientras iniciaba marcha para presidir los festejos de esa noche. El nscatimaría esfuerzos para granjearse no sólo su amor, sina esquiva corona a que accedería quien la hiciese s

sposa.

 —Cuando era princesa estuve dos meses prisionera ea Torre de Londres junto con varios nobles acusados dramar, en mi nombre, el derrocamiento de mi hermana —

xplicó Isabel a los señores de Mont-Morenci y Viellevill

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mientras caminaban a la luz de las antorchas por loardines reales—. A buen seguro me habrían condenado

muerte de no ser por la lealtad de mis súbditos.Se aproximaron a un gran reloj de sol situado en un

uente rodeada de treinta y cuatro columnas rematadas codoradas fieras que sostenían el escudo de armas de loTudor. La grandeza de aquellos jardines habría palidecidin duda al lado de muchos de los de Francia, pero Isabstaba decidida a impresionarlos y convencerlos de que,esar de su juventud y su sexo, era una soberana taoderosa como lo había sido su orgulloso padre.

 —Indica la hora de treinta maneras diferentes —lardeó en referencia al reloj.

 —Casi tantas como opiniones hay respecto a la vque debe traer la paz entre nuestros países —añadi

Vielleville con ironía. —Ah —suspiró con aire pensativo Isabel—. Quo

omines, tot sententiae.

 —En efecto, Majestad —dijo Mont-Morenci—Existen tantas opiniones como hombres... y mujeres, por l

que parece —concluyó con una respetuosa inclinación dabeza.El sonido de una docena de trompetas avisó de que

ena estaba servida. —¿Vamos al cenador, caballeros?

 —Tout à vous   —respondieron espontáneamente lo

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mbajadores al unísono.Los tres rieron, influidos por la grata atmósfera d

momento, al tiempo que de las numerosas fuentes brotabahorros de agua multicolores.

Isabel los condujo hasta una puerta cubierta por enteron rosas Tudor, rojas y blancas, y su follaje. Cuando lbrió no pudo reprimir una exclamación de deleite al ver nterior, adosado a los ventanales de la larga galería d

Whitehall.Habían transformado el espacio en un claro de bosqu

de hadas, iluminado con antorchas, y en él sonaba la mádulce música de laúd y espineta. Las paredes estabaevestidas con brocados de oro y plata, apenas visibles pol sinnúmero de flores recién cortadas que cubrían laaredes, el techo y el suelo. De los arcos y vigas pendía

oronas y guirnaldas de violetas, alhelíes, prímulaotones de oro, claveles y narcisos. Detrás de la tarim

había un gran mural de diminutas rosas de té quepresentaba a la reina a lomos de un corcel blanco. Antrar, los escarpines de Isabel se hundieron en un

lfombra de hojas de abrótano, espliego, hisopo y reina dos prados. Su fragancia entremezclada, deliciosa hasta lndecible, produjo un momentáneo ahogo en la reina, quor lo general aborrecía los olores demasiado intensos.

Se detuvo, y con ella los embajadores que

lanqueaban, y juntos observaron el divertido y espontáne

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spectáculo que se desarrollaba ante ellos. Cada una de ladamas francesas sentadas a la mesa ocupaba el espacio dres personas, dada la anchura de sus faldas. Las damanglesas, dando muestras de buen humor, se habían sentad

n el suelo sobre cojines. Allí, cómodamente instaladaecibían entre risas y bromas las atenciones de loaballeros ingleses.

En un extremo del pabellón Isabel localizó a RobDudley, que como maestro de ceremonias supervisaba santástica creación. Era suyo en cuerpo y alma, pensó; soldado, su leal servidor, su dueño. Este último atributrodujo un escalofrío y un arrebol en las pálidas mejilla

de la reina. De súbito, él se volvió hacia ella. Sus miradae encontraron como se encuentran el halcón y su presusto antes del instante fatal, pues el amor que tan raud

volaba de uno al otro era tan ardiente, veloz y formidablomo la muerte que se abate en forma de rapaz.

Al instante la reina se vio rodeada por una docena dortesanos y damas dispuestos a acompañarla hasta su siti

de honor, bajo un dosel de lilas casi coincidentes en colo

on su vestido, y la imagen de su amado quedó tapada. Dgual, pensó Isabel tomando asiento flanqueada por lombajadores de Francia, la noche es joven y aún podrpurarla.

La reina abrió la puerta de los aposentos privados d

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Dudley y vio que éste reavivaba el fuego de la chimenesabel se detuvo en el umbral, contemplándolo. Él le dirigi

una cálida y familiar sonrisa. Toda la aprensión que habentido ante el descaro de acudir a sus apartamentos s

sfumó sin dejar rastro. —Pasad, rápido —susurró él.Le bajó la capucha y advirtió que Isabel observaba su

habitaciones con una expresión próxima a la extrañeza. —¿Es la modestia de mis apartamentos lo que tanto o

orprende, o es el hecho de haber venido a ellos? —El que haya venido —repuso ella con una sonris

maliciosa. —Me parece que ya hemos causado bastan

scándalo esta noche —señaló Dudley mientras le quitaba capa—. Era un acto oficial. Deberíais haber bailado co

lguien más, aparte de mí. —¡Si lo he hecho! He bailado con los embajadore

Una pieza con cada uno. Y también lo he hecho con lorCecil.

 —¡Isabel!

 —Bueno, me da igual. Vos sois el mejor bailarín y yoy la reina. Bailo con quien me place. Además, sólo haeparado en ello los ingleses. Los franceses no son ta

dados a escandalizarse. ¿No habéis visto cómo coqueteabmadame de Vielleville con el joven lord North?

 —El pobre es tan atolondrado que no atinaba

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oordinar el paso —comentó Dudley, y soltó unarcajada.

 —Es una mujer muy bella. —Palidece comparada con vos. —Una expresión d

ernura suavizó su mirada.Isabel le vio levantar la mano, con la palma hacia elly notó que le daba un vuelco el corazón. Cualquier otersona habría interpretado aquel gesto como un meraludo, pero para ella era un eco del pasado, un

demostración de amor infantil, la mitad de un círculo rotque sólo ella podía volver a unir.

Rememoró el bosque que había detrás de HatfieHall, donde se hallaban ella y Robin, con menos de nuevños, desgreñados y acalorados por el ejercicio. Doaballos castaños pacían a sus anchas bajo un roble. Dudle

ra el más bajo, pues Isabel siempre había sido una niñlta, pero el chiquillo era musculoso y fuerte, y poseía un

gracia especial. Cuando salían a cabalgar, como hacían menudo después de las clases, Robin espoleaba su monturon un vigor que impelía a la bestia a realizar grandes salto

y a correr velozmente, pero Isabel lograba lo mismo de saballo por la pura fuerza de su amor y voluntad.Con sonrisa picara, los niños se situaron uno frente

tro juntando las palmas de las manos, él la izquierda y ela derecha. Robin habló el primero.

 —Juntos somos un campanario.

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Una ráfaga de viento les mandó una lluvia de hojas secas, llos separaron las manos entre risas. Se había desvanecidl hechizo.

 —¿A qué jugamos? —preguntó Isabel.

 —He traído dados. —No me apetece jugar a los dados. —¿Cazamos una rana y la examinamos? —propuso é

un cuando sabía que Isabel se opondría—. O ¿qué oarece el juego de la reina y el cortesano?

 —¡Robin! —exclamó ella. —¿Qué? A vos os gusta el juego y, además, se os d

muy bien. —Sí, me gusta —reconoció Isabel—, pero no es

ien. —¿Por qué no?

 —Porque... es traicionero. —Sólo porque sois vos quien juega —adujo él. —Pues en ese caso...Robin tomó entre los dedos un rizo que hab

scapado del sombrero de Isabel y lo acarició.

 —No os gusta porque deseáis ser reina y teméis noder serlo. —¡No deseo ser reina! —protestó ella, ruborizada—

Mi hermano es el heredero y yo quiero a Eduardo! —Perdonad, no quería molestaros. Pero no hay ningú

mal en fingir...

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Acto seguido, Robin adelantó con mesura un pie ydoblando la espalda, hizo una profunda reverencia, con lorazos estirados hacia atrás. Al enderezarse los juntó uego hizo ondear la mano con un exagerado gesto d

catamiento que arrancó una carcajada de la garganta dsabel. —Maaajestad —saludó con la voz más grave que er

apaz de imitar a su edad. —Sir Dinglebelly —repuso Isabel siguiéndole

uego con extrema seriedad. —¿Acaso me habéis armado caballero? —inquiri

Robin con expresión de extrañeza. —Oh sí, ¿no recordáis la fiesta que di en vuestr

honor? Toda vuestra familia asistió a ella. Vuestro padrstaba muy orgulloso y vuestros hermanos muy celosos.

 —Ah, claro. ¿Cómo pude olvidar tan fastuoselebración? Y ¿no me concedisteis seis magníficas casa

veinte mil ovejas y una alacena con vajilla de oro? —¿Habéis olvidado los caballos? —¡No, Majestad! Alcanzaban para llenar un establo

Fuisteis muy generosa conmigo. —En efecto. Y decidme, sir Robert, por favor, ¿qume habéis traído hoy? —Isabel, plenamente concentrada eu papel, se volvió con ademán imperioso, alejándose de smigo—. Bien sabéis que, además de halagos, vuestra rein

xige presentes. Ricos tesoros. Fortunas. Libros raro

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oyas. Animales exóticos. —Como el verde loro parlanchín que os regalé

emana pasada. —Es lo bastante inteligente para alabar mis virtude

—aseguró Isabel, caminando bajo las ramas del roble coa misma altivez que si se encontrara en una estancia dalacio—. Dios bendiga a la reina Bess —graznó la niñmulando la imaginaria voz de un loro—. ¡Sois la más bel

de las rosas Tudor y vuestra fragancia es más dulce, mádulce, más dulce! Pero eso fue la semana pasada —añadion petulancia—. ¿Dónde está el presente de esta semana?

El niño tomó la mano de Isabel y, extendiendo lodedos, depositó un objeto en su palma. Se trataba de uniedra que, sin ser inusual en su lisura y negro coloonstituía un pequeño milagro por su forma. Saltaba a

vista que no había sido labrada, y, con todo, tenía eontorno de corazón más perfecto que la naturaleza habrodido crear. Al contemplarla, Isabel comprendió eignificado del regalo y abandonó todo fingimiento. Poegunda vez en una misma tarde, había quedad

ompletamente aturdida. —¿Os gusta? —preguntó Dudley, abandonandambién el juego.

 —Sí, claro. ¿De dónde la habéis sacado? —Es un secreto.

 —¡Decídmelo, vamos! Es asombrosa. Debo saberl

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Robin. —No pienso decíroslo —afirmó él, resuelto. —Tenéis la obligación. Vuestra reina os lo ordena —

xigió Isabel con tono altanero.

Robin reflexionó por un instante antes de retomar hilo de la fantasía. —Me tenéis a vuestro servicio, Majestad. Vuestro

deseos son órdenes para mí. Pero ¿no me concederéntes un beso en pago de mi presente?

 —¡No, no os lo concedo! —gritó ella con burlonxpresión de escándalo.

De repente, con ademán melodramático, Robin sostró y comenzó a besarle el borde del vestido.

 —¡Oh, Majestad, Majestad, dejad que os bese el borddel vestido, los pies, las enaguas, los tobillos!

La niña celebró la ocurrencia con una risita, y cuandRobin fue subiendo por la falda hasta las rodilladetallando con jerigonza cortesana las diversas partes de snatomía y su indumentaria, sucumbió a un ataque de risa cabó, como él, inclinada y sin resuello.

 —Cabalguemos un rato —propuso Robin cuando hubecobrado el aliento. —¿Hacia dónde? —preguntó ella, ansiando que

espuesta fuera el oportuno broche que merecía aqumomento intemporal.

El niño sondeó sus ojos del color del ámbar

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ercibió el desafío que le presentaba aquella pálidhiquilla de cabellos rojizos, y como la conocía tan bien

ya entonces la amaba, respondió con la energía de uventurero, un pirata, un rey:

 —Hacia el futuro. ¡Cabalgaremos hacia el futuro!Así había sido, pensó Isabel con una sonrisa mientrau pensamiento volaba como un gran pájaro invisibltravesando el tiempo para depositarla de nuevo en loposentos de Robin. Ante ella tenía al mismo muchachtractivo, vestido con un jubón azul, con la mano en alto, alma hacia ella.

 —Juntos somos una plegaria —susurró éorrespondiendo a su sonrisa, y unió lentamente su manoa de Isabel.

Sí, pensó la reina, era el mismo muchacho, aquel qu

iempre sabía cómo divertirla y hacerla reír. El mismoven leal que, cuando no tenía ninguna esperanza de llegal trono, había vendido parcelas de su propia tierra paagar sus deudas. El hombre que había osado rebelarsontra su hermana María y había mostrado la solidez de un

oca durante sus días de cautiverio en la Torre. Tambiéra, por fin, el único que había hallado el intrincado caminque conducía a su corazón.

Isabel posó de pronto la mirada en unas miniaturaxpuestas en una mesa, y se acercó para observarlas mejor

 —Vuestra familia —dijo.

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Todos los Dudley estaban muertos, salvo Robin y shermano Ambrose. Levantó uno de los retratos, el de udistinguido hombre de párpados pesados, de unos cuarenños.

 —Mi abuelo Edmund —explicó Dudley—. Leervidor e instrumento del rey Enrique VIII. —Mi abuelo...Isabel calló por un instante, recordando las anécdota

que le habían contado sobre el primer rey de la dinastTudor, que había tomado el trono de Inglaterra por luerza. El primer rey inglés que había advertido que oder se obtenía con dinero. Aquel hombre cuyo retratostenía en la mano, Edmund Dudley, había sido enstrumento de que se había valido Enrique para amasar un

gran fortuna.

 —Me han dicho —comentó Isabel— que EdmunDudley utilizó métodos digamos poco edificantes panriquecer a la Corona.

 —Sí, la extorsión es una práctica poco edificante —onvino Robin con una sonrisa forzada—, pero con el

ambién tendía a llenar sustanciosamente sus propias arcas —No despertaba muchas simpatías, ¿verdad? —nquirió la reina.

 —Antipatía sería una palabra más acertada. De hechmuchos lo consideraban una especie de lobo voraz.

 —¿Lo conocisteis? —preguntó Isabel.

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 —No tuve ocasión.Dudley se inclinó, como si con el dedo quisiera quit

l polvo de los diminutos retratos, pero a Isabel no se scapó que ese gesto ocultaba un gran desasosiego en u

hombre que siempre se mantenía sereno. —Porque mi padre lo mandó ejecutar —añadió IsabeEl leve descenso de sus hombros le indicó que hab

certado. —Cualquiera habría pensado que Enrique debía estar

gradecido —dijo él—. A la muerte de su padre habíheredado cuatro millones de libras, y la mayor parte de esuma se la había... procurado mi abuelo.

 —Eso fue al comienzo del reinado de mi padre. Énhelaba el amor de su pueblo. —Isabel tragó saliv

mientras defendía el criminal comportamiento de Enriqu

nfluida por su conocimiento de los problemas que debfrontar un nuevo monarca—. Seguramente cedió a resión popular.

 —Pero acusarlo de traición... —No fue justo, Robin, lo reconozco, pero mi padr

omo sabéis, no era famoso por su sentido de la justici—Isabel tomó otro retrato, con incrustaciones de perlas el marco—. Os parecéis mucho a vuestro padre.

 —Otro traidor a la Corona —masculló Dudley comargura.

 —Los Tudor y los Dudley —dijo Isabel, acariciándol

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a mejilla con el dorso de la mano—, unidos por lazos tastrechos...

De improviso fue ella quien sintió desasosieghuyentó la idea —que de forma tan insidiosa hab

ntroducido Kat en su mente— de que por las venas dRobin Dudley, descendiente de un largo linaje de traidoreanallas, corría «sangre mala». Devolvió la miniatura dohn Dudley a su lugar.

 —¿Os ha gustado mi pequeña galería de retratos damilia? —preguntó él, al tiempo que se ponía a su ladunque sin tocarla.

 —Sí —respondió Isabel, interrumpiendo un tensilencio—. Pero ¿dónde está vuestra madre?

 —Era demasiado modesta para posar ante un artist—Isabel se acercó entonces a la chimenea para calentars

as manos. Dudley se puso rígido. Sobre la repisa habbierta una carta que la reina ya estaba observando secato.

 —«Queridísimo marido...» —leyó en voz alta antes ddirigirle una mirada de desafío—. Por lo que veo o

scribís con Amy, tan alejada de la corte, la pobre.Él advirtió en el rostro de Isabel la tormenta dentimientos encontrados que se desarrollaba en su interio

y buscó una respuesta capaz de sosegarla. —Ella dirige los negocios de la casa com

orresponde a una buena esposa y me pone al corriente —

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epuso. —¿Negocios?Isabel extendió la carta y la acercó a la luz para leerl

un sabiendo que incurría en un acto cruel e infantil y qu

Robin sudaría, crispado, con cada palabra. —«Tal como pedisteis me he apresurado a vender ana enseguida de trasquilada, aun perdiendo una pequeñorción, como no podía ser de otro modo, para que podáliviar la deuda que tanto ansiáis liquidar.» —Isabel parecliviada y algo contrita cuando devolvió la carta a la repis

—. ¿Precisáis dinero? Me ocuparé de que dispongáis dnecesario.

 —No quiero vuestro dinero. Os quiero a vos, Isabe—Dudley tendió la mano, pero ella se apartó.

 —En ese caso, sois un necio. Si os ofrezco título

ropiedades, oro, deberíais aceptarlos y prosperar. Soy eina y, bien mirado, no puedo tener menesterosos en mntorno.

Dudley notó que la dulzura del momento se escapabde forma inexorable, igual que se escurre la arena entre lo

dedos. —¿Cómo se encuentra Amy? —Con expresión adusa reina se tocó una vena que palpitaba con fuerza bajo siel.

 —¿Por qué hacéis esto, Isabel?

 —¿Está bien?

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 —No del todo. Tiene un tumor en un pecho.La reina sintió de repente como si una mano invisibl

a abofetease. Abandonando toda actitud autoritaria, svolvió hacia Robert Dudley y preguntó con la mism

nocencia de una niña: —¿Es grave? Una vez conocí a una mujer, ladWindham, que murió de ese mal. Fue una muerte horrible.

 —No, amor mío —contestó Dudley, rodeándouavemente con el brazo—, no es tan grave. —Para sudentros, se preguntó si debía alegrarles o entristecerlequella noticia.

 —Oh Robin, ¿por qué hemos de padecer tanto en vida?

 —De sobras sabéis la respuesta. La razón es quleváis la corona de Inglaterra. Vuestra responsabilidad e

ompleta, como lo es vuestro poder. Podéis obrar como olazca. Podéis enaltecerme o hundirme. Podéis hacermey o mandar que me ejecuten. Soy vuestra criatura, y m

destino está por entero en vuestras manos.Dudley soltó a Isabel y se apartó para que n

ercibiera su congoja. Pese a los aires que se daba y a sntimo trato con la mujer más poderosa de su mundo, verdad que encerraban sus propias palabras hacía que sintiese profundamente humillado.

 —Estoy exhausta, Robin. ¿Me perdonaréis si no m

quedo?

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éste no le hubiera sido del todo franco al dejar qucreyese que el objeto de un futuro matrimonio no eryo, sino la princesa Renée. Así pues, Wolsey, comlegado pontificio (lo cual significa que obra po

delegación de Roma controlando las virtudes de laalmas de Inglaterra), ha convocado en York un tribunasecreto compuesto por sabios y respetadoeclesiásticos que decidirán sobre el destino reaEstos prelados, claro está, han sido cuidadosamentescogidos, y entre ellos se encuentra WilliamWarham, arzobispo de Canterbury, quien hace año

 puso en duda la legitimidad de la dispensa papal qu permitió a Enrique casarse con la viuda de Arturo. Erey dice que Wolsey dictará sentencia de nulidad e

 breve y que después el Papa confirmará esa decisión.

 No obstante, es de vital importancia que dichreunión se mantenga en secreto, pues si Catalina senterase, seguro que dirigiría sus quejas a su sobrinel emperador Carlos y al mismo Sumo Pontífice. Pertodo se hizo con discreción, asegura Enrique. Lo

miembros de ese tribunal llegaron en botes y barcazaal muelle del castillo de Wolsey y enseguida, con toddiscreción, sin pompa alguna, se retiraron a una sala.

El Papa tiene a Enrique por amigo y paladín desdque éste se opuso a Lutero. (Permítaseme un

 pequeña digresión... Nunca le he hablado al rey de m

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inclinación hacia las ideas protestantes. No lconsidero prudente ahora ni sería útil para nuestro

 planes, pero un día, cuando seamos marido y mujer nos unan los lazos de amor que traen los hijos y

tiempo, le revelaré mis sentimientos...) Es cierto quEnrique respeta al Papa y no me extrañaría que fueel más ferviente monarca de la cristiandad, y aucuando este plan se haya tramado con astucia y vayaredundar en beneficios terrenales, él cresinceramente (ateniéndose a la autoridad del Levítico

que está bajo el amparo de Dios.Wolsey, por su participación en este tribunal, goz

de la consideración y la gratitud de Enrique, puestque en vez de presentarlo como un hombre que quierdeshacerse de su esposa, el rey se defiende de

acusación del tribunal, según la cual él y Catalinfaltaron a lo dispuesto en el derecho canónico y havivido en pecado. Cuando se esgrima la bula papal qules permitía ser marido y mujer, el cardenal y suhombres se apresurarán a demostrar su involuntari

 pero lamentable error, y luego se obtendrá una rápidanulación.Esta noche, aunque cansado, Enrique estab

contento. Confía en que la anulación llegue pronto haga de nosotros dos uno solo. Ruego con toda m

alma que esto se cumpla y pueda darle un hijo.

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Tu afectísima,

 An

21 de junio de 152

 Diario:

La esperanza se ha trocado en horror y el gozo e

aflicción, pues la locura se ha adueñado de Roma. Lomercenarios del ejército imperial, alemanes y algunoespañoles, aunque amotinados contra el emperadohan perpetrado un sangriento saqueo en la CiudaSanta, mutilando, asesinando, robando los tesoros d

las iglesias. Han torturado y matado a sacerdoteobispos y cardenales, y violado y decapitado monjaSus atrocidades son inconcebibles: profanación dreliquias, destrozo de altares, el Vaticano convertiden un establo bañado en sangre... El papa Clemente s

oculta ahora al otro lado del Tíber, en la fortaleza dSant’Angelo.Y en ello precisamente reside el problem

Mientras me lamento por la humanidad, es el egoísmlo que ocupa mis pensamientos. El caso es que tribunal de Wolsey que debe dictaminar sobre ematrimonio del rey Enrique, requiere para s

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legitimidad la confirmación del Santo Padre. Y ahorque se halla prisionero del emperador, no osa avivamás la ira del sobrino de Catalina con una dispensque convertiría su matrimonio en una farsa, rebajaría

la reina al rango de cortesana y haría de la primera unhija bastarda.Por todo ello, aun negándose a admitir su fracas

Wolsey suspendió las sesiones del tribunal secret(secreto para nadie, pues la misma Catalina se enteren cuestión de horas) y después partió hacia Francidonde confía en llegar a un pacto con los francese

 para declarar la guerra a España, ayudar al Papa liberarlo, si es posible. Tanto yo como Enrique, siembargo, sospechamos que Wolsey desea que misión fracase para más tarde ascender él al trono d

Roma.Al lado de Enrique, contemplé la gran comitiva d

Wolsey, el sinfín de hombres vestidos de terciopelnegro, los emblemas eclesiásticos, el Gran Sello dInglaterra, salir por las puertas de Westminster.

 —El cardenal me prometió reavivar pronto  proceso en cuanto se restablezca la paz —me dijo rey—. ¿Creéis que fue franco conmigo, Ana?

 —No olvidéis que es un hombre ambicioso. Vos yo estamos solos frente al mundo. Mientras Wolse

 permanezca en Francia debemos proceder con tot

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independencia.El rey me tomó la mano y la llevó a su corazón.

 —Debo hablar con Catalina. Es necesario qurompa con ella y dejemos de vivir como marido

mujer. —Sí —convine al tiempo que acercaba su mano mi pecho. Entonces él me dio un beso—. Id a vermañana —le susurré al oído.

Así pues, le llevará la noticia del final de smatrimonio y yo me revestiré de dureza para ncompadecerla; de lo contrario no tendré forma dvivir en paz conmigo misma.

Tu afectísima,

 An

6 de agosto de 152

 Diario:De nuevo me encuentro en Hever para pasar lomeses de verano mientras el rey va de cacería cotodos sus hombres. Cuando mi hermano George sseparó de la partida para visitarme, supe que estabequivocada al pensar que Enrique y yo éramos loúnicos que deseábamos nuestro matrimonio. El cas

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es que mi familia —mi padre, mi tío el duque d Norfolk, mi hermano— se mantienen al lado de SMajestad, intrigando, maquinando, proponiendo planeen mi interés (y, por ende, en el suyo). En s

condición de futuros parientes del rey ven medraaprisa sus fortunas. Enrique les ha otorgado mátierras, títulos y mayor proximidad de trato con s

 persona. Como si de arañas se tratase, tejen su tela etorno al rey, atrayéndolo, cazando la presa paralimentar sus apetitos. Me desagrada esta actitud, perno me hallo en situación de elegir. Aunque gobiernel corazón de Enrique, son todavía los hombrequienes gobiernan el mundo.

George ha traído consigo abundantes noticias dWolsey, que aún sigue en Francia. Ese cerdo d

sombrero púrpura —así lo llama mi hermano—concentraba esfuerzos en beneficio propio, tratandde establecer un gobierno papal en el exilio, en ciudad de Aviñón. Arrogándose el título de salvador dla Iglesia, su función habría sido, cómo no, la de hace

de Papa mientras durase el cautiverio de ClementPara ejecutar dicho plan necesita la venia de Enriqu pero éste, en lugar de concedérsela, manddirectamente una petición al Santo Padre en la qusolicitaba ni más ni menos que una licencia par

acceder a la bigamia. Wolsey interceptó esa misiv

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Mi hermano dice que el cardenal ya está enterado dque soy yo con quien el rey quiere casarse, y no sfrancesa Renée. Está furioso, pero aún está máaterrorizado. Aterrorizado e inerme.

George vio la carta que Wolsey escribió al rey. Eella le rogaba que retirase el documento, arguyendque no ansiaba otra cosa en la vida que llevar a buefin el «negocio secreto» de Enrique, y firmaba «con ruda y trémula mano de vuestro más humilde servidoy capellán, T. Carlis Ebor». T. Carlis Ebor, el mumentecato. Así se atragante y asfixie con sumelifluas palabras.

Más tarde, George me enseñó una bolsa dterciopelo de la que sacó un documento enrolladlacrado y con el sello de Enrique. Era una segund

carta que el rector de la iglesia de Hever, JohBarlow, que goza de nuestra más absoluta confianzdebía llevar al Santo Padre, retenido en Sant’AngelMi hermano dijo que no podíamos abrirla, pero comyo ardía en deseos de ver su contenido no paré d

importunarlo con amenazas y negativas. De esmodo, por la noche, antes de hacer llegar la carta manos de Barlow, bajamos a escondidas hasta cocina. Una vez allí, pusimos agua a hervir, con évapor abrirnos cuidadosamente la misiva y a la luz d

unas velas leímos el plan urdido por Enrique y po

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quienes desean verme convertida en reina. No se mencionaba mi nombre, pero su intenció

era clara: que el Papa concediera permiso a Enriqu para desposar a una mujer con la que relacionarse e

el más alto grado de intimidad. Eso era una alusióndedujo George, a la intimidad de Enrique con nuest propia hermana. ¿Era sensato traer a la luz aquell pregunté a George, cuando el mismo vínculo dEnrique con su hermano Arturo era el argumento parla nulidad de su matrimonio? Sin pronunciarse respecto, George me apremió para que concluyese lectura.

A continuación se mencionaba el derecho dEnrique a casarse con una mujer que antes pudiehaber establecido contrato de matrimonio (aunque s

su consumación). Aquella cláusula, referencia clara mi relación con Henry Percy, me pareció sumamentatinada, pues había quienes de seguro esgrimirían es

 juvenil contrato de amor en contra de un matrimonireal. Me dominé para no pensar en mi dulce Percy

en nuestra separación. Eso es cosa del pasado, y ahorsólo queda el futuro.Ay, Diario, cuando leímos el último párrafo de l

misiva, no supe si echarme a reír o a llorar, y mhermano se quedó mudo de asombro. ¡En él s

afirmaba el derecho del rey a casarse con alguien co

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como si fuera un complemento necesario de s persona. Habla sin trabas con sus consejeros delande mí, aunque hasta el momento no me consulta sobrasuntos de Estado, sino sólo en cuestiones d

divorcio, futuro casamiento y sucesión al trono.Hasta nosotros habían llegado noticias de la misióde Wolsey en el extranjero, que evidenciaban el vanfruto de sus esfuerzos. No había logrado nueva sed

 papal en Aviñón, ni la paz, ni ayuda para el divorcioWolsey se enteró de la carta que mandamos al Papa de seguro se sintió traicionado. Preocupado asimism

 por la posibilidad de que mi padre susurrase a oídodel rey la más maliciosa acusación contra él, sapresuró a regresar de Francia. Volvió debilitado con las manos vacías, y tras cabalgar directamen

desde Dover hasta Richmond, envió un mensajero Enrique para preguntar dónde se le recibiría.

Yo me hallaba con el rey cuando llegó el enviaddel cardenal a solicitar instrucciones, previendo quaquél lo recibiría en privado según la costumbr

Antes de que acabara de hablar, Diario, acudieron a mmente las traiciones pasadas, el recuerdo ddespiadado proceder de Wolsey para con Percy conmigo. Aquel hombre me había llamado «muchachinsensata». Ahora era él el insensato. Con tale

 pensamientos, antes de que Enrique tomara la palabr

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con porte altivo y majestuoso pregunté al mensajero«¿Adónde debería acudir el cardenal si no aquí, dondse halla el rey?»

El hombre quedó asombrado por mi audacia y mir

a Enrique, aguardando una réplica más oportuna. Peréste debió de dar por buenas mis palabras, o tal vefuera su enfado con T. Carlis Ebor lo que pesó cuanddijo: «Como indica la dama.» El mensajero palidecial oír estas palabras, acobardado sin duda por la tareque se le presentaba... transmitir la respuesta Wolsey. La ira se descarga, dicen, sobre el mensajerque trae malas nuevas. Temeroso de que esto fuescierto, dio media vuelta y se marchó.

Enrique no me dijo nada, pero tampoco me pidique me ausentase cuando se presentara Wolsey. As

cuando por fin llegó el cardenal, todavía con el polvdel camino prendido en las ropas, y se arrodilló simucha dignidad ante el rey, al estar yo al lado de ést¡también lo hizo ante mí! Tenía las mejillas encarnaday la mirada baja, y balbuceaba, a causa del miedo y

rabia.Luego se levantó y ambos hablaron de diversoasuntos, pero te juro, Diario, que no oí nada de nad

 pues en mi cabeza sonaba un feliz y alegre repique dcampanas. El hombre investido con la púrpu

cardenalicia había sido derrotado por una muchacha

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castigado por sus crueles acciones contra ella.Tu afectísima,

 An

16 de enero de 152

 Diario:

Qué extraño se me hace continuar en mis funcionede dama de Catalina. Entre el rey y la reina prevalecela formalidad y la civilidad, pese a la certidumbre dque un día yo ocuparé el puesto de ella. Cuando miro y observo su expresión de arrojo ante la lucha,

firmeza pintada en la boca, un escalofrío recorre mcuerpo. Reconozco que me falta la confianza que tienEnrique en doblegar la voluntad de Catalina. Él aseguque la conoce bien y que acabará por ceder. Yo lobservo atentamente y hasta ahora no he advertido e

ella signo alguno de debilidad.Muchas noches me invita a jugar a cartas ecompañía de otras damas. A veces me pregunto si nlo hará para alejarme de Enrique. Anoche estábamosentadas frente a frente en la mesa, Catalina y yo. M

 percaté de que miraba a menudo mis manos y se fijabsin disimulo en mi sexto dedo, imposible de oculta

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Al principio me produjo inquietud, pero luego marmé de valor. Utilicé la mano con mayor frecuencisin intentar disimular mi anomalía, sino todo lcontrario. Mientras las otras damas contenían

sonrisa ante mi audacia, la frialdad de la reina sacusó, así como su humor taciturno. La partidcontinuó y más tarde me hice con una carta valiosa: rey de corazones. Sobre la mesa, entre las dos, quedaquel naipe, el monarca pintado con alegres coloretumbado de espaldas. Nadie se movió. Nadie dijo nadEl aire estaba preñado de celos: los suyos por mfuturo, los míos por su pasado. La reina quebrentonces el silencio y, con tono de amargura en su vode marcado acento español, dijo:

 —Ana, habéis tenido la suerte de que os tocara u

rey. Pero vos no sois como las demás. Jugáis a todo nada.

Plegó su abanico de cartas, dejó éstas encima drey y se fue. Yo sentí que se me paraba el corazón

 pues en ese preciso instante comprendí lo qu

significaba tener por enemiga a una gran reina pocuyas venas corrían generaciones de sangre real. Aucuando llegue a casarme con un rey, aun cuando corona repose sobre mi cabeza, jamás tendré smajestad, la seguridad y superioridad que da el linaje.

¿Qué tengo, pues? ¿El amor de Enrique?, ¿

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ambición de mi familia?, ¿la promesa de una monjmedio loca? Si he de ser sincera, es mi deseo dobtener una baza mejor de la que hasta ahora me hdado la vida lo que me lleva a buscar un futur

incierto. Catalina no anda errada. He tenido la suertde que me tocara un rey y con esta única carta voy apostar a un juego grande y peligroso... para obteneun triunfo rotundo o perderlo todo.

Tu afectísima,

 An

29 de marzo de 152

 Diario:

El cardenal ha realizado, tras su retorno, los mádiligentes esfuerzos para que me case con el rey. M

 padre, vanagloriándose de su astucia, me ofreci

consejo en un aparte, y yo tuve que morderme lengua. Aseguró que sería de gran utilidad para mí eque me granjease la amistad de Wolsey. «Todavía esten sus manos forjar o destruir tu destino», afirmSegún noticias recientes el Papa había huido de Romy había encontrado asilo en la ciudad de Orvietquedando así fuera del alcance de los soldados d

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emperador. Ahora Wolsey espera que el Pontífice lenvíe desde allí una complaciente respuesta a suruegos.

Mientras mi padre me hablaba de intrigas y plane

advertí que no me trataba como a su hija menor, sincomo a una igual. Juro que sentí nacer dentro de mí u poder que crecía con cada una de sus palabras. Notque mi alma se expandía, tranquila y despejada comun campo bañado por el sol. Tanta era mi alegría quen un arrebato de magnanimidad di las gracias a m

 padre y le prometí que en adelante respetaría al viejWolsey y me mostraría agradecida hacia él por scolaboración.

Y así lo he hecho. Últimamente él y Enrique haincorporado al servicio de nuestra causa a do

caballeros, el doctor Edward Fox y el doctor StepheGardiner, quienes antes de partir hacia Orvieto cocartas para Clemente, vinieron a presentarme surespetos y a demostrarme el gran afán que el rey y cardenal dedican a la pronta conclusión del proyect

Me trajeron una nota en la que Enrique me decía qurezaba para que él y yo lográramos nuestro objetivo, cual daría más paz a su corazón y más solaz a sespíritu que cualquier otra cosa en el mundo.

Después me enseñaron una segunda carta, con un

lista en la que Wolsey y el rey detallaban todas mi

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virtudes y que Fox y Gardiner leerán de viva voz Papa. Este rosario de alabanzas me hizo sonreír, y jurque con ganas, pues dice en él que soy una doncelsensata y dócil, pura y virginal, sabia y hermosa, d

noble linaje, educada, cortés y apta para dar al rey unsana y numerosa progenie.Con el fin de robustecer sus esperanzas e

Clemente, Enrique envió a la ciudad de Burgos uheraldo con una declaración de guerra contra emperador Carlos. No fue más que una fútil amenazya que él nunca se enfrentaría a España o a Flande

 pues perdería los mercados de lana con que alcuenta. Enrique sabía, sin embargo, que los franceseestaban adentrándose a buen ritmo en Italia y que susoldados pronto liberarían el país y con ello al Sant

Padre.Ahora, pues, aguardamos respuesta. Los días so

invernales y gélidos, pero aquí en el castillo cuentcon el calor que me proporciona el amor de EnriquEstamos esperanzados y hasta diría que somo

dichosos. Él me abraza casi castamente, tanta es sconvicción de que pronto podremos casarnos y yace juntos. Pero quien más me sorprende es el cardenaTodos los lunes por la noche, siempre que la corte shalla en Londres, Wolsey nos agasaja con festejos

 banquetes en sus mansiones de York y Hampto

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3 de mayo de 152

 Diario:

Los doctores Fox y Gardiner llegaron finalmente

Orvieto. Las diversas cartas que les entregó el Papreavivaron nuestras esperanzas. El Santo Padre, sujettodavía a su condición de refugiado, prometió accedea nuestras dos peticiones. La primera, que el juicio eque se dicte sentencia sobre el matrimonio dCatalina y Enrique se celebre en suelo inglés. Parayudar a Wolsey en el caso, el Papa enviará a scardenal Campeggio, un juez sumamente imparcial. la segunda, que cuando los prelados se haya

 pronunciado, su decisión sea inapelable, sin que pueddiscutirla la curia romana ni ningún otro estamento.

En esas cartas se exponía reiteradamente intención de Clemente de apoyar a Enrique aunque emperador se quejara. Nos llenó de gozo expectación en espera de los documentos firmado

 por el Papa. El cardenal Wolsey, entretanto, continu

favoreciendo a nuestra familia: puso fin a la viejdisputa de terrenos con Piers Butler y no sólo don propiedades a mi padre, sino que le otorgó el título dconde de Ormond, distinción que me convierte en hijde noble.

Durante este periodo de espera, en Greenwic

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cayeron enfermas de viruela algunas personas, por lque Enrique dispuso que me trasladara a unahabitaciones que dan a la palestra a fin dresguardarme del peligro. Esas estancias, que nunca s

habían usado como dormitorio, eran, sin embargmuy alegres y el sol entraba a raudales por sus grandeventanas. Por otra parte, permitían una privacidamayor, de manera tal que Enrique venía a menudo

 juntos pasábamos tardes agradables. Me escribcanciones que luego entonábamos al son de la flautala espineta. Me hablaba de batallas, del choque despadas y armaduras, de sus hombres y del valor quanidaba en su pecho. Lo extraño era que al oírlo hablade esas hazañas, yo lo encontraba más parecido a uniño que a un rey; percibía atisbos de bondad

 pensaba, complacida, que aquel hombre que guerreabcomo un soldado me haría feliz como marido.

Seguíamos pues, aguardando esos documentocuando ayer por la tarde vi en la antesala de maposentos a un hombre que, por encontrarse

contraluz, tardé en reconocer. Se trataba del doctoFox. Llegaba fatigado y salpicado de barro tracabalgar noche y día después de cruzar el Canal partraernos sin tardanza nuevas del Papa. ¡Clemente hfirmado unos documentos por los que autoriza que

tribunal dirima el asunto en Inglaterra! Le ofrecí vin

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comida y pan, y me senté con él al lado del fuegEntonces se presentó Enrique y el enviado, mientracomía, refirió todas las argucias y hábiles maniobrade que se valió el doctor Gardiner con el Papa pa

obtener un resultado fructífero. Clemente, presionad por la advertencia de que su leal monarca inglés podretirarle su apoyo, acabó por ceder.

En cuanto al segundo documento, el que garantizabla no revocación de la sentencia, se negó a firmarl

 pero dio su promesa verbal, lo que bastó parinfundirnos ánimos. Alborozado, Enrique me besó, mestrechó entre sus brazos y, tras hacer lo propio coel doctor Fox, continuó con sus demostraciones dalegría.

Más tarde, cuando ya el doctor Fox se hab

retirado para descansar, Enrique y yo nos fundimos eun abrazo. Me besó la cara, el cuello, los hombrodesnudos. Sentí que ante la proximidad dcasamiento, mi castidad flaqueaba. Con su fornidcuerpo pegado al mío, noté un intenso calor entre lo

muslos. Enrique me abrió entonces el corsé y m besó con avidez los senos, los pezones duros erectos. «¿Puedo hacerte mía, Ana? ¿Puedo hacertmía, mi amor?», susurró con voz ronca. Mentrepierna quería decir «sí», pero mis labio

respondieron «no». Nos habíamos contenido tant

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tiempo que no importaba esperar un poco más. Él mdio la razón y se separó. Con las piernas trémulas y corazón palpitante nos despedimos, convencidos dque poco después de que llegara el carden

Campeggio tendríamos un lecho nupcial dondunirnos y engendrar un hijo. El dulzor de la noch primaveral entra por las ventanas mientras escribo a luz de la vela. Todo se solucionará muy pronto.

Tu afectísima,

 An

15 de junio de 152

 Diario:

Jesús nos asista; la epidemia de viruela se extiendCuando la corte se disponía a trasladarse dGreenwich a Waltham, llegaron de Londres noticia

desalentadoras. Todos los días morían miles d personas. Familias enteras agonizaban en cuestión dhoras.

Fui en busca del rey y lo encontré en ladependencias del boticario. Enterado de los hechose había puesto a trabajar con el viejo John Coke, cola esperanza de hallar algún remedio. Los dos estaba

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inclinados ante una mesa abarrotada de tarros y cestollenos de hierbas y pócimas de extraños coloreEnrique machacaba unas flores hediondas mientramaese Coke le susurraba fórmulas al oído.

 —Enrique —lo llamé. Juro que al volverse vi unexpresión casi alegre en su cara. —Pasa, Ana, y mira lo que hemos hecho.Me acerqué y él me enseñó lo que machacaba en

mortero. Era una pasta verdusca que olía a moho. —¿Ves este emplasto de hierbas?—dijo—. Cuand

se unta en la piel extrae del cuerpo la ponzoña de enfermedad.

 —Su Majestad es muy sabio en asuntos de medicin —comentó Coke, enseñando un frasco que contenun líquido amarillento—. Ha preparado una mezc

con beleño, vino y jengibre que la persona afectaddebe tomar durante nueve días seguidos, antes de pasa esta otra.

A continuación mostró un cuenco que contenía unespecie de melaza.

 —Enrique... —repetí, tratando de hacerme oír. —Escucha, amada mía —me interrumpió—. Deberecordar que en estos tiempos de epidemia hay qucomer con frugalidad, beber menos y tomar la

 píldoras de Rasis una vez por semana. Elimina

 ponzoña de vuestros aposentos con vinagre y brasero

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encendidos día y noche. —He visto antes esta plaga —murmuró el viej

Coke, volviéndose hacia su mesa de hechicero—Antes de que ataque con dolor en la cabeza y

corazón y que comience el sudor, la persona padecun miedo atroz, una aprensión, si queréis. Despuégolpea como un garrote. Ya puede uno taparse o noque igual arde y suda de la cabeza a la entrepierna.

 —¡Enrique! —grité—. Mi doncella ha caídenferma. —Al advertir que se ponía serio y palidecíañadí—: No podré ir a Waltham con la corte. Debdespedirme de vos. Marcharé hacia Hever y mquedaré allí hasta que pase la epidemia.

 —Una separación ahora... ¡La mera idea me resulinsoportable!

 —Es obligado, mi señor, es la ley —intervino si pedir venia John Coke—. Un miembro de la casa...

 —¡Conozco la ley! —exclamó Enrique, angustiad —. Dejadnos solos, Coke —añadió con menoseveridad. Luego permaneció cerca de mí, pero n

hizo ademán de tocarme. Jamás lo había visto taabatido—. ¿Qué debo hacer? Eres mi amada y quiertenerte a mi lado... pero soy el rey. Estoy obligado

 preservar mi vida. —Me iré. No hay más que hablar. —Me volví par

marcharme.

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 —¡Llévate estas pociones, te lo ruego! —Preparad un paquete con instrucciones y mandar

a alguien a recogerlas.Tenía la mano en el tirador de la puerta cuando sen

que me abrazaba con pasión, tembloroso. Me volví quedamos frente a frente. —Que Dios nos ayude, Ana. No te mueras, po

favor. —Me dio un beso lleno de miedo y amargura. —Ni tampoco vos, amado mío —susurré. Cuand

me soltó, observé que tenía lágrimas en los ojos—Quedad con Dios.

Dicho esto, me fui.Tu afectísima,

 An

23 de junio de 152

 Diario:Escribo con mano trémula. Éste podría ser mi fi pues la muerte ronda por las estancias de Hever temo que venga a buscarme. Tantos han muerto yaAntes de mi apresurada partida de Greenwicmurieron centenares de personas en pocas horaalgunas, miembros de la propia cámara del rey

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que goza de buena salud, aunque permanecenclaustrado en Waltham, Me transmite suesperanzas de que esta epidemia no me haya afectady me anima diciéndome que «poquísimas mujeres

han contraído la dolencia y que ninguna de la corte muy pocas fuera de ella han muerto por su causa. Euna mentira piadosa para infundirme valor. Mdoncella ha muerto, así como la ayudante de nuestrcocinera y la hermana de mi madre. Aunque rezo pola salud del rey, su estado de ánimo me inspira cieramargura. Él se mantiene aislado, pasea solo po

 jardines desiertos, reflexiona y escribe sobre asunto del divorcio anhelando la llegada dCampeggio. No sé cómo puede pensar en eso cuandtan espantosa plaga amenaza nuestras vidas. A vece

me temo que el rey sea cruel, extraño y frío.Ha vuelto a anochecer y los pasillos han quedado

oscuras, pues los criados no han instalado velas antede retirarse. Yo misma he hecho la ronda, pues sin lulos corredores resultan siniestros y atraen a lo

demonios. Una por una he encendido las lámpara pero con escasos resultados. Sólo percibía sombramás alargadas, susurros en los rincones y crujir d

 puertas. Cuando al fin subí por las escaleras quconducían a mi dormitorio creí oír un roce de tela

unos pasos detrás de mí. Me volví para enfrentarme

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espectro y todo cuanto hallé fue una criatura huidizengendrada por el miedo. Dicen que así empieza enfermedad. No hay forma de esconderse. Diariamigo... reza por mí. Mi vida está por completo e

manos de Dios.Tu afectísima,

 An

Dios me ampare, el mal me ataca. Ya no puedescribir.

2 de julio de 152

 Diario:

He conocido el rostro de la muerte y vivo pacontarlo. Es bien poco lo que recuerdo del mal que sapoderó de mi cuerpo, salvo un dolor agudo en lo

ojos y un calor terrible que parecía que me hirviese sangre en las venas. Llamé a mi madre y su semblanfue la última cosa que vi con nitidez antes de que mmente se sumiera en una noche larga y extraña. Dicque estuve en cama burlando a la Parca durante cincdías, retorciéndome, delirando a gritos, a vecegozosos y otras como si sostuviera un combate con

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mismísimo diablo.Mi madre, esa dulce y fiel mujer, me ha explicad

que mi enfermedad tomó un rumbo azaroso, pues elugar de sudar el tósigo, éste se quedó dentr

emponzoñando los humores. Tan desesperada estab por mi vida que mandó llamar al capellán Barlowquien me dio la extremaunción y se marchdespidiéndose de la niña que había bautizado veinaños atrás.

De mi estado de inconsciencia recuerdo muchocolores, brillantes y movedizos. A veces tomaban lforma de duendes que danzaban en círculo. Tambiéhabía música, un alegre y bellísimo tintineo dcampanillas que parecía llegar de muy lejos. Otraveces, sin embargo, me envolvía una oscurida

sofocante, un vacío sin luz ni sonido, tan negro aplastante que pensé que había muerto y me hallaba eel infierno. Dios no residía en aquel lugar, de esestaba segura. Por ello, cuando volvieron los colorey los ruidos disipando aquella negra prisión, solté u

grito de alegría, pues intuí que vivía o me encaminabhacia el cielo.Entonces, justo antes de regresar a este mundo, tuv

una visión. Se me apareció mi abuela Margaret, muerhace mucho. Era hermosa, a pesar de su cara arrugad

y su pelo blanco, pues iba vestida con gran lujo y ten

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el cuerpo de una muchacha. Irradiaba una luz qu parecía surgir de su interior. Llevaba una corona en cabeza y el cuello, las muñecas y los dedos cubiertode joyas. Advertí entonces que su vientre ya no er

 plano, sino abultado como el de una sosegada Virgeencinta. Cruzó las manos sobre el vientre y sonri pero de improviso advertí que su cara era la míEntonces abrí los ojos y me encontré con mi propmadre, que me miraba y sonreía.

He estado débil como un recién nacido durantunos días, pero doy gracias a Dios no sólo por mi vidsino porque mi hermano George y mi padre tambiéhan sanado. Enrique me envió uno de sus médicos, doctor Butts, al conocer mi enfermedad. Estabapenadísimo porque su médico principal se hallab

ausente y no podía venir a socorrerme, pero rezab para que el que me mandaba pudiera curarme. Aunqullegó tarde, pues mi cuerpo ya había curado, lodocumentos que trajo fueron muy benéficos para mespíritu. Entre ellos había una carta del rey de Franc

en la que éste confirmaba su inquebrantable apoyo divorcio de Enrique, hecho de gran importancia, puesin el respaldo de Francisco nuestra causa a bueseguro que estaría perdida. Con el doctor Butts mllegó también otra carta en la que Enrique me rogab

que regresase a la corte en cuanto estuvie

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recuperada.Por el momento me contento con reposar en Heve

rogar por que el cardenal Campeggio viaje s percance desde Italia y dar gracias a Dios por est

viva.Tu afectísima,

 An

5 de agosto de 152

 Diario:

¡Por los clavos de Cristo! El cardenal Campeggi

aún no ha partido hacia Francia cuando durante todeste tiempo Enrique y yo pensábamos que estaba ecamino para traernos la salvación. El pobre hombr

 padece de gota y por eso guarda cama en Italia hasque remita su dolor. Entretanto, los soldado

franceses pierden terreno día a día frente a losoldados imperiales que avanzan hacia Orvieto, dondreside el Papa. ¿Qué sucederá si el emperador Carlotoma prisionero al viejo Clemente? ¿Qué serentonces de la buena disposición que habdemostrado hacia nuestra causa? Todo naufragaría siremedio.

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A mi padre, a mi hermano y a mi tío Norfolk, loacribillo a preguntas sobre la guerra. Hay noches eque no consigo pegar ojo y elevo fervientes rezos Dios rogando que la suerte acompañe a los soldado

del rey Francisco, que luchen con valor y arrojo, y qusus armaduras, espadas y escudos resistan laacometidas de los ejércitos del emperador. Enriququiere que me quede con él en Ampthill un par dsemanas más, pero he decidido regresar a Edenbridg

 para no dar que hablar a la gente. Con su entusiasm por tenerme de nuevo a su lado, Enrique incurre todolos días en escandalosas demostraciones de su amordeseo hacia mí, y hasta ha osado acariciarme e

 público. ¡Incluso me anima a hacer planes para matrimonio, lo cual es una locura! El carden

Campeggio pronto estará restablecido y emprendeel viaje hacia aquí. A su llegada, nada debe llevarlo

 pensar que el rey desea divorciarse de Catalina parcasarse conmigo. Cuando se lo digo a Enrique, se echa reír y me besa con atrevimiento. Debo contenerl

una y otra vez, lo cual me mortifica; es debido a ell por lo que he optado por la prudencia y me marchoHever, a aguardar a que sane la gota del anciancardenal y rogar por la victoria de Francia. Seguirfirme en mi esperanza.

Tu afectísima,

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 An

19 de octubre de 152

 Diario:

Qué desventura la mía. Cuando volvía de cazar coUrian pasé por la cocina y oí una conversación qu

dos criadas mantenían en voz baja. Aunque no eramás que comadreos, quedé azorada ante lo que oEntre risitas comentaban, alegres y escandalizadaque un ama de su casa era el centro de los rumoreque llegaban de Londres. «Ana Bolena, la nueva pu

del rey», me llamaron. ¡Yo, una puta! Yo, que con tanfirmeza he mantenido intacta mi virginidad. Mconducta ha sido limpia y casta..., he mantenido a raya Enrique. ¿Acaso discutiría un rey con el Papa y emperador para casarse legalmente con una puta?

Éstas son, sin embargo, meras habladurías. Mágrave es que el divorcio no haya progresadCampeggio, por fin en Inglaterra, alude sin cesar a sgota y no hay modo de que convoque el tribunal. Parmí que es una argucia, una excusa para demorar lacosas. Él está al servicio del Papa, y el corazón mdice que a pesar de sus afirmaciones de amistad par

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 para exponer con todos los pormenores teológicosus argumentos contra el matrimonio, Campeggio shizo el desentendido, y le rogó que considerara oportunidad de dar por bueno su actual estado d

casado. Como Enrique, firme pero educadamente, smanifestó contrario a ello, el cardenal formuló unnueva propuesta. Esta consistía en que la reina sretirara a un convento; puesto que se trata de unmujer piadosa y razonable, imaginó que seguramenaceptaría.

A la mañana siguiente, Campeggio y Wolsey sdesplazaron en comitiva a Bridewell para comunicarCatalina el destino que el Papa deseaba para ella. Lreina aplazó dar una respuesta, según me contEnrique, y al cabo de unos días fue a Bath para ver

Campeggio, a quien le dirigió palabras durísimas qulo dejaron afligido y asombrado. Catalina le dijo sambages que pensaba vivir y morir como esposa, quera para lo que Dios la había llamado. Ella no habmantenido relaciones con Arturo, de modo qu

cuando se casó con Enrique todavía era virgen. Estabdispuesta a ser descuartizada y morir varias veces, fuera preciso, antes que renunciar a su matrimonicon su legítimo marido el rey.

Por si ello no bastara para mi desdicha, una gra

multitud, irritada por estos intentos de divorci

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marchó hacia el palacio aclamando a Catalin«¡Victoria sobre nuestros enemigos!», gritaban. ¿quién es ese enemigo, me pregunté, sino yo, su futurreina?

Me puse hecha una furia. Arremetí contra Enriqucomo un sabueso azuzado contra un oso. ¿Cómo podesa insignificante mujer española prevalecer sobr

 prelados pontificios, cortesanos y reyes? ¿Cóm podía el rey permitir que el astuto Campeggidemorara el tomar una decisión amparándose en sgota, y jugara con él como si de un naipe se tratara? Elegado había tenido la desvergüenza de no visitarmsiquiera una vez, pese a que Enrique me hab

 prometido que lo haría.El rey trató de rodearme con sus brazos pa

 besarme y aplacarme, pero lo rehuí. Quería quentrara en razón, que viera que estaba poniéndose eridículo. Antes de irse me acarició el cabello y lmano, y prometió hacer virar el rumbo de loacontecimientos. Después partió a caballo con nuevo

 propósitos. Yo me quedé y recé.Ayer llegó una carta de Enrique. En ella explicabque había dado orden de que se impidiera que otrmultitud se acercara a palacio. ¿Qué cree, que si n

 pueden manifestar en público su afecto por la reina n

lo mantendrán en sus corazones? A continuación m

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informaba de que había convocado a todos los ediles al alcalde de Londres a una reunión en Bridewell, cola intención de asegurarse su lealtad para la causa dsu divorcio. Les aseguró que aún amaba a Catalin

 pero que ansiaba la separación para tranquilizar sconciencia y porque era imprescindible que tuviesherederos varones. Los ediles parecían sumisos, dij

 pero cuando oyó que algunos susurraban entre sí, pardejar patente su determinación añadió que si senteraba de que alguien hablaba de modimprocedente acerca de su monarca, «no habría cabeztan bien puesta» que no pudiera hacer rodar.

El golpe de gracia, y objeto principal de su misives que la reina ha encontrado (o acaso falsificado) uncopia de la dispensa concedida por el papa Julio par

su matrimonio con Enrique; esta copia fue entregadsegún asegura, a su madre Isabel en su lecho dmuerte. El documento, cuyo texto no coincide con que tiene guardado Enrique, ha suscitado graconfusión y ansiedad en éste y en el cardenal Wolsey

¡Ahora son ellos quienes retrasan el juicio!El rey, pues, asesta puñaladas a esa bestia, perapenas la hiere y mucho menos le da muertEntretanto, yo permanezco impotente aquí en Hevesin más compensación por mis trabajos que un cuerp

fatigado, un ánimo abatido y un mote hiriente. Negr

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se ve el futuro.Tu afectísima,

 An

2 de marzo de 152

 Diario:

Me temo que vuestra fiel amiga se está volvienduna arpía. Estoy dolida a causa de tantas vejaciones frustraciones. A veces hasta descargo a gritos mi rabisobre el rey. Él me abraza con ternura y me calma co

 palabras esperanzadoras. Al verme en los nuevos

lujosos apartamentos que ahora tengo en Greenwicamueblados con los regalos de Enrique, rodeada de mfamilia y de los cortesanos que confían en que acab

 por convertirme en reina, cualquiera pensaría que sodichosa. Sin embargo, tengo muchos motivos pa

sentirme agraviada. El cardenal Campeggio ya llevsiete meses en Inglaterra y aún no se ha dignadconvocar el tribunal. Siete meses de dilación, de trajíde cartas de aquí a Roma y de Roma aquí, llenas dsolicitudes, vanos argumentos y mentiras.

Enrique mandó a la reina una delegación, entrcuyos miembros se contaba Warham, par

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comunicarle unas resoluciones muy duras para ellCorrían rumores, le informó Warham, de la existencde confabulaciones para asesinar al rey, tras las cualese hallaba Catalina. Por este motivo habían aconsejad

al monarca que se abstuviera de la compañía de reina, ya fuese en el lecho, ya en cualquier otro luga pues corría el riesgo de morir envenenado, bien poella, bien por alguno de los sirvientes de su casa. Erey puso espías en el entorno de la reina e impidió qumantuviera correspondencia con Mendoza, embajador de España. Además, le prohibió que viesesu hija María, medida, ésta, cruel en extrem¿Sirvieron estas medidas para disuadir a la reina? N

 por asomo. La terquedad de esa incólume mártir sacrecienta día a día, y con ella el inquebrantable apoy

que le brindan sus leales súbditos. ¡Algunos días, emis arrebatos de rabia, desearía arrancarle con lauñas esos piadosos ojos, primero uno y después otro! Y también estrangular a los tantísimos hombreengalanados, débiles en el fondo, que a lo sumo so

capaces de intimidarla, pero que no alcanzan comprender su mentalidad ni a desviarla de su firmezAún hay algo peor y más peligroso para mí, y es qu

ese maldito Wolsey está tramando de nuevo m perdición. La semana pasada el capellán de Enriqu

encontró entre mis cosas un libro de Tyndale —

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Obediencia de un cristiano — y lo entregó cardenal. Wolsey se lo llevó al rey. Es cierto que lmera lectura de ese libro se considera herejíImaginé que caería en desgracia, me vi camino de

cárcel, en público cortejo, bajo la miradcomplaciente de Wolsey. Sabía que era una locur pensar en tales cosas, y a decir verdad sentía más irque miedo, de suerte que delante de George y dtodos mis cortesanos incluso juré, con voz firme clara, que ése sería el libro más preciado que el deánel cardenal hubieran arrebatado nunca a nadie.

Fui a ver al rey sin dilación y me postré ante s presencia en demanda de perdón. Él, que había estadreflexionando, dijo para mi alivio que si bien segusiendo un buen católico, deseaba leer el libro

extraer sus propias conclusiones, y hasta escribir utratado al respecto. Me salvaron la mente y el corazóabiertos que tanto aprecio en Enrique.

Es evidente, no obstante, que Wolsey aún desea mcaída, y mientras escribo esto a duras penas alcanzo

creer que el rey llegue a comparecer un día en  juicio ni que logre separarse legalmente de CatalinEse Campeggio es un zorro astuto que, según asegurse deja crecer la barba en señal de duelo por la Iglesde Inglaterra. Creo que jamás tuvo intención d

traernos alegría alguna, sino mentiras y vana

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 promesas de Clemente. Me duele la cabeza debido a rabia y a este frío e inacabable invierno. Llevamomuchas semanas sin ver el sol.

Tu afectísima,

 An

31 de mayo de 152

 Diario:

Qué gran mañana ésta. El tribunal del legad pontificio se ha reunido en sesión y mi boda es ahorsegura. Anoche hacía frío en la mansión de mi padr

en Durham, cuando el rey Enrique vino aquí en sdorada barca para aguardar el cambio de marea. Se lveía muy jovial, muy seguro de sí. Había convocado tribunal haciendo caso omiso de las excusas demoras de Clemente; de este modo evitaba que

Papa lo convocara a Roma, lo que habría siddesastroso para nuestra causa. El tema está, pues, emarcha, y en estos momentos Enrique aguarda en castillo de Greenwich la citación para presentarse eel priorato de Blackfriars, donde se reunirá el tribuna

Anoche nos regaló —a mí, a mi padre y a mhermano— con eruditas epístolas que había escrit

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sobre la cuestión del matrimonio y su nulidad a la ludel derecho canónico. Enrique se ha convertido en uexperto y está convencido de que los cardenaleapoyarán su causa. Durante las horas que pasó co

nosotros estuvo pletórico y disfrutó enormemente dla compañía de su nueva familia, que es como nollama ahora, y su prometida.

Cuando hubo partido la barca de Enrique tras cambio de marea, encontré a mi padre frente a chimenea central, contemplando absorto el fuego. M

 puse a su lado para calentarme las manos, sin decnada. Entonces se cruzaron nuestras miradas y, antede que volviera la cara, vi en sus ojos una especie d

 preocupación, de decepción incluso. Me retiré arriba, en el corredor, encontré a mi dulce hermano

que ahora es gentilhombre de Su Majestad supervisor de las jaurías reales. Aproveché par

 preguntarle si comprendía las cavilaciones de nuestr padre acerca de mi persona, y dijo que sí.

 —Nuestro padre se humilla ante el rey, como l

hago yo. Los dos tememos dar un paso en fals pronunciar cualquier palabra que pueda ser minterpretada, pero tú, Ana, lo tienes a tus pie¡Apuesto a que te lavaría la ropa sucia si se lo pidieraTú gritas y maldices y te entregas a arrebatos según t

antojo. Gozas de confidencias en asuntos d

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importancia, como si fueras un hombre. Y ahora va  presentarse ante el tribunal pontificio a solicitar sdivorcio de Catalina para lograr obtener así tu manEl rey está irreconocible, y tú eres la causa. Nuestr

 padre ve todo esto y no puede entenderlo ni darse pocontento. —¿Por qué? Su hija va a ser reina. —Eso aún está por verse, Ana. —Pero el rey cree... —El rey cree que sus sueños ya se han cumplido. —¡Y yo también lo creo! —exclamé—. Enrique e

rey de esta tierra y ni señores ni emperadores ni Papni Dios le impedirán cumplir su deseo. Y ese desesoy yo. Admito que el modo en que ocurrió es umisterio. Yo utilicé mi coquetería tal como aprendí

hacerlo en Francia; me serví de mi ingenio y de mreticencia, lo reconozco, y eso estimuló su amohacia mí, pero te digo con sinceridad, hermano, que nsé cómo ha llegado Su Majestad a amarme de formtan apasionada. Sí me consta, en cambio, que es ta

honda su pasión que para hacerme suya moverá cielotierra. Mantén la fe, George. Seré reina, ya lo verás.La sonrisa que me dirigió reflejaba tanta confianz

y afecto que sentí el corazón henchido de amor hacél. Aunque mi padre cavile con ceño acerca de m

suerte y su lealtad no sea verdadera, mi buena fortun

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me ha dado un hermano maravilloso.Así pues, aguardo aquí, en la casa de Durham

mientras Enrique espera en Greenwich a que todos loobispos y cardenales reunidos en Blackfriars lo cite

 para sostener ante ellos que durante los últimos veinaños ha estado viviendo en adulterio.Acudid con gracia y honor, Enrique. ¡Sacudid lo

cimientos del mundo y tomad los pedazos caídos evuestras manos, de tal suerte que sean nuestros, sólnuestros!

Tu afectísima,

 An

21 de junio de 152

 Diario:

Ambos bandos han trabado batalla, y en el día d

hoy aún luchan. Ninguno ha vencido. Desde loventanales de Durham he contemplado esta mañana  barca de Catalina cuando se dirigía hacia Blackfria para comparecer ante el tribunal.

Las riberas del río estaban abarrotadas dciudadanos, mujeres sobre todo, que soltaban a s

 paso exclamaciones de afecto y lealtad. No se m

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escapa que sólo eran una parte de los muchos quapoyan a su reina y me odian con saña. Me han habladde las multitudes que se apiñan fuera del priorato dBlackfriars y la aguardan para gritar su nombre

animarla a seguir con su perdida batalla contra el rey.Hacía un calor infernal que la proximidad del río naliviaba. Dentro, la atmósfera tenía la ranciedad dmiedo. Las horas pasaban lentas sin que llegaranoticias de mi padre ni de mi tío Norfolk parinformarme del curso de la vista. Pero cuando la largtarde cedía al crepúsculo, comenzó la procesión dlanchas, barcas y barcazas de los participantes quretornaban a Londres. Entre ellos venía la másuntuosa embarcación, la de Enrique, que se hizo a ulado para atracar en Durham.

Con una sonrisa desafiante, y ante la mirada dtodos, cruzó el jardín a grandes zancadas; ycontagiada por su osadía, salí a recibirlo con m

 brillante vestido de color zafiro, y el pelo suelto sobrlos hombros. Pero una vez dentro de la casa, su altive

se desvaneció. La sonrisa que iluminaba su rostro stransformó en expresión de rabia y cansancio. Laconsejé que tomase asiento y le prodigué mcuidados, enjugándole la frente, ofreciéndole un vasde vino fresco y besándolo con ternura.

Entonces, al recordar, tal vez, la razón por la que s

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 por nada!» Oh, Ana, qué fortaleza la suya. —¡No mayor que la vuestra! —repuse al tiempo qu

tomaba sus manos entre las mías. En los tendones dcuello se advertía su tensión, y en su semblante,

abatimiento—. Catalina dijo la verdad al recordarnosu condición de extranjera. ¡Este es vuestro país y ella es reina se debe a que se casó con vos!

 —Cierto, cierto —concedió el rey, algo máanimado por mis palabras.

 —Los Tudor luchasteis por esta corona y ganasteis —proseguí—. Vos sois el octavo Enriquque gobierna esta tierra y no ha habido otro máglorioso. Ninguna princesa española puede segavuestros designios.

 —¡Ni tampoco debería hacerlo un condenad

cardenal! —Era mi padre, que llegaba del río—. Covuestra venia, Majestad, debo deciros que Wolsey nos sirve con lealtad. Este asunto se nos escapa de lamanos y, en mi opinión, el culpable es él.

 —Un juicio severo, Thomas.

 —Y aún peca de benévolo. El duque de Suffolk, quvos mandasteis a Francia, cuenta que el rey Franciscdijo literalmente que Wolsey gozaba de «umaravilloso contacto con el Papa y con Roma, acomo con el cardenal Campeggio». ¿Dónde está s

lealtad? Incluso Tomás Moro, ese erudito, califica su

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acciones de astutas y afirma que su conducta para covos fue por demás pérfida. El pueblo también lo odiMajestad, por abrumarlo con impuestos destinados financiar guerras en el extranjero. Os digo que debé

vigilarlo de cerca, y no sólo a él sino también a esotro lacayo del Papa, Campeggio. —Gracias por los consejos, lord Ormond, y por lo

tuyos, querida. Pero aunque no os faltara razón en lque a los cardenales se refiere, estoy seguro de qununca se atreverían a obrar contra mí. El Papa ndesea perderme como aliado. Hemos tenido un mdía, amigos míos, pero al final venceremos.

Así, con el buen humor restablecido, el rey cencon nosotros. Reímos y charlamos animadamentDespués, yo toqué el laúd y cantamos, y cuando m

 padre se retiró nos entregamos a besos y abrazoEnrique dijo que por mí estaba dispuesto a removecielo y tierra. Me ama de veras y yo busco en mcorazón un sentimiento comparable. Un día mi amoserá igual al suyo, lo sé, aunque por ahora debo fingir

Tu afectísima,

 An

25 de julio de 152

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 Diario:

Tan inimaginable es la traición cometida por ePapa que tengo aprensión a referirla. Pero deb

hacerlo, pues mi suerte y la de Enrique dependen de sdecisión. El juicio se ha suspendido sin dictaveredicto, ni favorable ni contrario, al divorcio drey. ¡Se ha suspendido para trasladar el caso a RomaUn desastre sin paliativos. Catalina ha ganado es

 batalla, pues si la vista se celebra en aquella ciudad eseguro que la sentencia será favorable a ella.

Está bien claro cómo se ha llegado a este punto, y reina, aunque victoriosa, no ha sido la causa. Ella es umero peón de los hombres y sus guerras, igual que yLo que ha ocurrido es que, sin que tuviéramos noticia

de ello, los franceses sufrieron una terrible derrota esu campaña de Italia, en Landriano, ante las tropaimperiales, y una plaga se llevó a los supervivienteAsí las cosas, mientras Enrique soportaba el calurosverano en Blackfriars aguardando la resolución de s

causa, el papa Clemente fue a Barcelona y firmó utratado con el emperador. Luego nuestro aliadFrancisco fue a Cambrai a acordar la paz con elloIgnorantes de tales sucesos, todo cuanto llegó nuestros oídos fue el grave anuncio de la suspensió

del juicio, con la afirmación de que cuando s

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destrozadas.¿Dónde estaba la gran influencia que supuestamen

tenía el cardenal Wolsey? Es un viejo mentecato impotente que nos hizo creer que aquí en Inglaterr

aquel tribunal nos sería favorable. Maldito seWolsey, el hijo de un carnicero de Ipswich qualcanzó gloriosas alturas. Su estrella ya ha perdido lustre. Enrique me escucha ahora cuando hablo mal dT. Carlis Ebor. A fe mía que descargaré mi rabicontra él. Haré que caiga para no volver a levantarse.

Tu afectísima,

 An

31 de agosto de 152

 Diario:

El rey y yo nos hallamos con toda la corte en plen

cacería de verano. Nos hemos alojado sucesivamenen Waltham, Barnett, Tuttenhanger Holborn, Windsoy Reading. Cuando monto a su lado se oyen ciertomurmullos entre el séquito. Y los murmullos suben dtono cuando voy con él a la grupa de su caballo. Lovillanos que nos ven pasar así se escandalizan, y mayoría cree que soy su amante en cuerpo y alma.

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Hoy hemos cabalgado por prados y colinas, entre estrépito de los cuernos y los ladridos de los perrocontemplando a los venados y disfrutando de la suav

 brisa que acariciaba nuestras caras. Enrique ama

caza. Es maravilloso verlo a lomos de su montura, viry con un fulgor de dicha en los ojos. Cuando cabalgasí, se olvida de cualquier preocupación, incluido sdivorcio de Catalina.

Mi sabueso Urian, que mandé traer, ha matado unvaca desgarrándole la garganta. Enrique hindemnizado al campesino, pero aún así no ha acalladlas murmuraciones. Urian es el nombre de udemonio, dicen, y una vez más me acusan de ser un

 bruja que tiene hechizado al rey. Es verdad que esmuy encaprichado conmigo y que me demuestra s

amor sin tapujos. No es sólo por los regalos, que somuchos —todas mis sillas y mis arneses, mi atuendy hasta mi ropa interior—, sino porque manifies

 públicamente el afecto que siente hacia macariciándome y besándome a la vista de todos.

Esta noche, mientras cenábamos en sus aposentoante un alegre fuego, le he dicho que no era prudenthacer tales demostraciones. Allá en Roma suhombres todavía procuran retrasar el juicio de sdivorcio. La reina, aunque lejos ahora de la mirada d

Enrique, persiste a su vez, con los embajadore

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españoles en su favor. Le he advertido con firmezque hasta que todo se resuelva en nuestro favodebemos ofrecer una imagen de castidad.

Más tarde, cuando ya estábamos satisfechos y co

el arrebol del vino en las mejillas, atizó el fuego y, despaldas a mí, me informó con voz queda, y no siastucia, que unos meses antes Clemente le había dichque si mantenía su estado de matrimonio con Catalinél le concedería una dispensa especial para legitimarnuestros hijos bastardos. ¡No podía dar crédito a moídos! Me levanté y me dispuse a abandonar estancia antes de que advirtiera mis lágrimas de furiEn el umbral de la puerta, me tomó entre sus brazosdijo:

 —No te vayas, Ana. No he dicho que hubier

aceptado esa propuesta. —¿Por qué me lo habéis contado, entonces? —¡Siempre te lo cuento todo! —Me parece que el ofrecimiento es de vuestr

agrado. Mantener a la reina. Tenerme a mí. Obtener

legalización de vuestros hijos bastardos. Conservar amistad del Papa. ¡Sí, Enrique, es muy de vuestragrado! —Intenté zafarme, pero él me retuvEntonces me eché a llorar desconsolada—. Dios míqué necia he sido. ¡He estado aguardando largo tiemp

cuando entretanto podría haber contraído matrimoni

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y tenido hijos! ¡Pero no! ¡He desperdiciado por nadmi tiempo y juventud!

El rey inclinó la cabeza; le temblaba la barbilla tenía los ojos arrasados en lágrimas.

 —Ahora, óyeme, Ana. Nos casaremos, con autorización del Papa o sin ella.Quedé paralizada, como una sorda que de repen

oía. —¿Lo haríais? —Si no tengo otra opción.Guardé silencio, pues sabía lo que aquellas palabra

suponían para él: la excomunión, la guerra santa contrInglaterra.

 —He leído el libro que me diste —dijo Enrique evoz baja—. Obediencia de un cristiano, de Tyndale.

 —¿Y qué habéis encontrado en él? —Los pasajes que marcaste con la uña para qu

reparase en ellos..., los he leído una y otra vez. —Dirigió la vista hacia el fuego—. Es un libro que todrey debería leer. Dice que los monarcas no sólo so

responsables de los cuerpos de sus súbditos, sintambién de sus almas. —Continuad —lo urgí. Mis lágrimas ya se había

secado. —Yo soy rey de Inglaterra y, como tal, en virtud d

un antiguo derecho, emperador absoluto... y Papa d

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autores que sólo tienen una vida a su cuidado. Yo n puedo permitirme ahora una guerra contra toda Europa católica. No dispongo de un ejércitsuficiente numeroso ni de dinero para pagar a m

soldados. Toda Inglaterra sufriría las consecuencias. —Lo sé. —¡Y aún no hemos perdido en Roma! —También lo sé. —¡Cuánto te amo, Ana! —exclamó, abrazándom

 —. ¡Permanece conmigo en esta lucha y lograremola victoria, estoy seguro!

 —Así lo haré, Enrique.Le di un beso. Nuestra batalla será larga y dura, per

esta noche he sabido que se mantiene firme en s propósito y, más importante aún, que ha descubiert

un camino hacia nuestra meta iluminado por una ludistinta..., una luz que no emana de Roma y que tien

 por nombre Lutero.Tu afectísima,

 An

27 de octubre de 152

 Diario:

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¡Qué maravillosa ocasión! El cardenal Wolsey hcaído de su alto pedestal y yo, «esa insensamuchacha», he sido el instrumento de ello. El mismcavó su propia fosa, haciendo prevalecer una le

extranjera —la del Papa— sobre la del rey, desafiandasí la ley inglesa de Praemunire. De este modo, unhermosa mañana de la semana pasada los duques d

 Norfolk y de Suffolk entraron en el palacio de York le requisaron el Gran Sello del Reino, lo despojarode su rango y de todas sus tierras y bienes. Cabizbajabandonó el palacio de York en su lujosa barcmientras los ciudadanos de Londres, llegados en menos un millar de botes, lo abucheaban y exigían quse lo enviase a la Torre. Pero su destino era otro: edestierro a una casa fría y distante llamada Esher.

Mi participación consistió en hacer ver a Enriquque Wolsey no era amigo suyo, sino que, muy por econtrario, había sido motivo de graves problemas desgracias para el rey. Mientras paseábamos por e

 jardín de Greenwich estuve sermoneando a Enrique t

como lo haría un riguroso preceptor. —Ese gran empréstito que dispuso el cardenal parfinanciar vuestra guerra con los franceses —le dije—ha dejado endeudados a todos vuestros súbditos. Y esno es lo peor. Sus yerros diplomáticos han llegado

 privarnos de la alianza con los franceses. Tant

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 besarle los pies al rey Francisco no ha servido dnada. Inglaterra ha perdido su posición entre la

 potencias europeas.Enrique asintió con gesto grave, concediendo qu

eso era cierto, lo cual me dio valor para proseguir. —Es tanta la altura a la que habéis elevado a essacerdote que su fortuna asciende a un tercio dvuestro propio tesoro, y no tiene ningún país qugobernar con su dinero. ¿Sabéis que a este cardeninglés lo llaman el rey de Europa?

Enrique dio un respingo, como si hubiera recibidun golpe, pues en su indignación contra el viejWolsey se mezclaban también la lealtad y el amor, le dolía separarse de él. Pero la suerte del cardenal yestaba echada.

Después de que Wolsey abandonara el palacio dYork, Enrique me llevó allí y estuvimos mirando e

 botín confiscado. Es difícil imaginar las riquezas y cantidad de cosas que vimos dispuestas sobre grandecaballetes y junto a las paredes: tapices, docenas

docenas de alfombras, cojines, colgaduras, diecisécamas labradas con dosel, mesas, tronos, baúlegrandes cuadros, platos y copas de oro para ciecomensales, cruces, cálices y vestiduras doradaadornadas con piedras preciosas...

 —Ahora todo es vuestro, Enrique, y con plen

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derecho —dije. En sus ojos se advertía el asombr por poseer ahora tan cuantioso tesoro.

 —También es tuyo, Ana —señaló. —¿Debo considerarlo un regalo de boda d

Wolsey? —pregunté con una sonrisa irónica.Él no respondió, entristecido, quizá, al recordar lo buenos consejos que el cardenal le había dado en utiempo.

 —Habéis obrado como debíais, Enrique. Habllegado la hora de prescindir de Wolsey.

 —Sí, ahora necesito que quien ocupe su puesto seun laico. ¿Qué os parece el hombre que he elegidTomás Moro?

Me demoré en la respuesta, pues sabía que abogado, erudito autor de la obra Utopía, era amigo d

Enrique. Se trataba de un hombre respetado por simparcialidad, que gozaba de popularidad tanto en corte como entre el pueblo llano, pero la noticia de snombramiento me dio que pensar.

 —Es un católico acérrimo, y se opone al divorci

 —contesté por fin. —En efecto. Y en este punto yo lo dejo obrar segúsu conciencia. Pero él no se ocupará de mi divorcisino de otros asuntos de Estado y cuestiones de leyeMoro siempre me ha demostrado lealtad y obedienci

y sólo me expresa su opinión cuando se lo pido.

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Recordé la ocasión en que lo vi por vez primerMe hallaba en la sala de audiencias y en derredor soía el crujido de rígidas vestiduras de satén y tintineo producido por las cadenas de oro y lo

magníficos broches que lucían los asistentes. El airestaba impregnado de perfume francés, que subía evaharadas de los almidonados pliegues de cada jubóncorpiño. Entonces, en ese multicolor jardín de pavoreales, penetró un ave de plumaje muy distinto... uhombre vestido con severas ropas negras que cubríasin ningún adorno un cuerpo enjuto. Tenía la miraddulce y la expresión amable.

Su reputación le precedía. Amigo de Enrique desdla infancia y consejero suyo durante muchos años, etambién amigo de Catalina, anfitrión de Erasm

siempre que el erudito holandés visitaba Inglaterra, amante de su familia. Todos estaban enterados de slargo matrimonio con Alice, de la existencia de dohijas, una natural, Margaret, y la otra adoptiva, acomo de la devoción que ambas profesaban hacia s

 padre. Yo no podía dejar de mirar esa cara, imaginandlas dulces palabras que susurrarían aquellos labios los oídos de sus hijas. Ellas recibían una suaveducación y una guía que yo no había conocido nconocería jamás. Visualicé el rostro de mi padre, su

ojos acerados, la boca fina como un cuchillo qu

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escupía rudos consejos para impulsar mi ascenssocial, única medida de mi valía. Regresé a m

 presentes circunstancias, a la pregunta que mformulaba Enrique acerca del nuevo lord canciller.

 —La veneración que Moro demuestra por vos eadmirable, y admito que también es sincera, pero tienuna familia que mantener y necesita progresar en scarrera.

 —¿Dudas de sus motivos? —preguntó Enrique. —No de sus motivos, sino de su propensión

mudar de parecer. ¿Acaso en su Utopía no predica inflexibilidad para quienes cometan adulterio cualquier otro pecado carnal? La primera ofensa scastiga con la esclavitud; la segunda, con la muerte.

 —Cierto. Pero también reconoce en su libro

 posibilidad del divorcio, y creo que con margumentos, tanto racionales como teológicoconseguiré que cambie de parecer y se convierta en uvaliosísimo aliado para nuestra causa.

Confío en que Enrique no se equivoque, pue

habremos de afrontar una enconada batalla y una luchterrible.Tuya afectísima,

 An

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2 de diciembre de 152

 Diario:

En este día gris y ventoso he visto partir a m

hermano rumbo a Francia. A la sombra del castillo dDover, en la playa. El viento me agitaba el cabello y falda con tal fuerza que habría caído de no ser por

 brazo de George. Hacía frío, pero nuestro afecto nodaba calor. Él me ha apretado las manos temblorosa

 para hundirlas más en el manguito de zorro mientramirábamos los botes cargados con cestos, baúles

 barricas atravesar la rompiente para llegar hasta  Princess Mary, anclado a distancia de la playa.

Hemos hablado de muchas cosas, sobre todo de  prosperidad que ha traído a nuestra familia el amor d

Enrique. Mi padre ha sido investido conde dWiltshire y de Ormond, George ha sido honrado coel título de lord Rochford, mi hermana se hconvertido en lady Mary Rochford, y yo, en lady AnRochford. Mi hermano, además, es el nuev

embajador en Francia, razón por la cual debía viajardicho país.Hemos recordado el gran banquete que ofreci

Enrique en Whitehall para celebrar ese ascensfamiliar, al cual asistieron numerosas personas d

alcurnia. George ha dicho que le pareció advertir en

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semblante de la hermana del rey, la duquesa dSuffolk, un tono más verde que el del vestido qullevaba puesto cuando me vio sentada a la derecha dEnrique, en el lugar reservado para las reinas. D

Bellay, el embajador francés, observó con atenciólos pormenores de la velada, y George advirtió quEustace Chapuys, el nuevo espía del emperador en corte (y consejero de Catalina), tomaba notas en u

 pequeño bloc que pendía de su cintura. Estoy segurque de lo ocurrido en el festejo salió una carta que samo Carlos empleará como arma en favor de su tía.

En ese festín se sirvieron muchos platos suntuosoy refinados, como gansos, liebres, cordero, pichonecodornices y venado, mantecadas rellenas de bayagrandes cantidades de vino dulce y una enorme tarta d

 pera y manzana. Los músicos amenizaron toda comida. Después vino la diversión de los bufones ycuando retiraron las mesas, volvieron los músicoBailamos y reímos hasta el alba. Fue una nochmaravillosa y algunos comentaron entre susurros qu

aquello parecía el festejo de una boda.Mientras estaba en la playa con mi hermano, llegun caballero con su esposa y su séquito para realizar travesía del Canal. El hombre era apuesto, la mujehermosa, y los seguían varias criadas e hijas. S

detuvieron de cara al viento y se estremecieron d

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vitalidad y su avidez. Su infancia había transcurrido euna especie de cárcel. Al ser el segundo hijo y esta

 por lo tanto, destinado al sacerdocio, hab permanecido enclaustrado en los aposentos de s

 padre. Bien instruido, pero sin poder hablar con nadmás que con sus preceptores, paseaba solo por lo jardines de palacio. Vivía aislado. Pero entoncefalleció su padre, y poco después Arturo. Oh Ana, e

 joven Enrique era como una mariposa que acaba dsalir del capullo. Surgió de él para asumir una vidllena de esplendor y frenesí, como si fuese su estadnatural. Enrique el Grande... un título certero para urey maravilloso y un hombre cabal.

George se volvió y me tomó las manos. —Se casará contigo —añadió—, sé que encontra

la manera de hacerlo. A mi regreso pienso presenciala coronación de mi hermana.

En ese momento se presentó un marinero que invita George a subir a su chalupa para llevarlo al barcque se bamboleaba con el embate de las olas. Lo bes

y lo encomendé a Dios. Embarcó y, mientras lmiraba, una súbita ráfaga le arrebató el sombrero, perél lo recuperó instantáneamente con la mano. Svolvió y me sonrió, como si fuera todavía el mismmuchacho de antes. El tierno amor de esa sonrisa vol

sobre la playa y me envolvió como una capa de lan

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Me quedé quieta observando cómo el barco se hacíala mar y desaparecía más allá del horizonte.

Tu afectísima,

 An

25 de diciembre de 152

 Diario:¡Ay, qué desdicha la mía! Relegada en mi

aposentos, oigo el ruido de las celebracionenavideñas en el gran salón de Greenwich; está

 presididas por el rey y la reina, en tanto que a mí sól

me acompañan mi hermana y mi madre, ThomaCranmer y varios cortesanos afectos. George sigue eFrancia y mi padre —que no creo que conozca significado de la palabra lealtad— participa en lofestejos al lado del rey.

Yo le reproché a Enrique esta decisión, pero éadujo que no estaba en sus manos alterar las antiguacostumbres.

 —Mientras sea la reina —dijo—, Catalina debseguir siendo mi pública consorte tanto en lacelebraciones de Navidad como en las de Pascua. Ytendrás ocasión de asistir a ellas, créeme. Hemo

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 para mí. Aunque católica, me desea la muerte. Si bieel desafecto de Enrique por Catalina aumenta día a díen nada mengua el amor que siente por su precioshija, que es muy lista e instruida para sus trece año

Hasta que de mi vientre no nazca un pequeño príncipesta frágil muchacha sigue siendo su única herederlegal.

Enemigas de menor importancia, mas no por ellmenos peligrosas, son las damas españolas dCatalina. Yo he expresado sin recato mi deseo dverlas hundidas en el fondo del mar. Mary m

 preguntó si era cierto que le dije a María de Moretuna de las damas de la reina, que antes preferiría veahorcada a Catalina que reconocerla como mi señorCuando confesé que así era, se echó a reír, y acabé po

sumarme a sus carcajadas. Me hizo bien sentir quescampaban los nubarrones de mi corazón mientraarremetíamos contra otros adversarios con bromas

 pullas.Luego me preguntó cuál era mi más fervien

deseo, y contesté, sin dudar un instante, que Enriqumandara a la reina y a la princesa María lejos de corte.

 —Te diré cómo puedes conseguir que lo haga erey. —Se inclinó más hacia mí—. Nuestro Enrique e

un hombre lascivo, y no alcanzan todos los besos y la

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caricias del mundo para dejarlo satisfecho. —Así es como lo retengo, hermana. En sus sueño

soy mucho mejor de lo que podría ser en la realidad. —Dale algo, Ana, sin entregarle tu virginida

Adopta la técnica francesa de satisfacerlo... con  boca. Te juro que lo dejarás infinitamente complacidy que te costará trabajo contar los dones y favores qute concederá tras una noche de caricias como ésas.

Sentí que me hervía la sangre. ¿Iba a aceptaconsejo de la concubina que Enrique había usado luego desechado?

 —¿Pretendes enseñarme la estrategia del amocuando estoy a un palmo de ceñir la corona dInglaterra? —le pregunté.

 —Haz como te plazca, hermanita. Esa corona, si

embargo, aún reposa sobre la cabeza de Catalina, y nse desprenderá de ella fácilmente.

 —¡Enrique me ama! —Ya, pero también es veleidoso.Me dieron ganas de abofetearla, pero me contuv

 pues aunque creía en las buenas intenciones dEnrique, lejos de su presencia y de los festejonavideños me sentía abandonada. Cristo bendito, ojami hermana se equivoque y la próxima Navidad ya sereina.

Tu afectísima,

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Wolsey, enfermo de hidropesía y de desesperación, su decir, y necesitado de consuelo, capté en él unsegunda intención. No fueron sus palabras lo que mhizo pensar en su doblez, sino un destello en s

mirada, un asomo de sonrisa en sus finos labios, qudelataban otros propósitos e ideas. Quizá sea que esthijo de un cervecero, que tanto ha progresado en vida, siente admiración por una joven que ha logradque el antaño altivo cardenal tenga ahora quarrastrarse a suplicarle.

Si bien este extraño personaje, tan confiado seguro de sí, suscitó mi curiosidad, me guardé dhacerle preguntas y, fingiendo generosidad, le di u

 pequeño presente para Wolsey: un bloc dorado qullevaba en la cintura, en el cual escribí unas palabra

de consuelo y encomio. Él me dio humildemente lagracias y se retiró tras dedicarme una profundreverencia.

Presiento que Thomas Cromwell va a desempeñaalgún papel en mi futuro. El tiempo demostrará l

acertado de este convencimiento, estoy segura.En su apasionado apego por mi persona, el rey hideado una hábil estrategia para reclamar su divorciEl nuevo capellán de mi familia, Thomas Cranmetraído de Cambridge y hombre afable y bondadoso, s

atrevió a sugerir que Enrique no precisaba

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aprobación de Roma; bastaría con que diversoteólogos se pronunciaran acerca de si el Papa habobrado conforme al derecho al otorgar la dispens

 para la boda del rey con la esposa de su hermano. Es

simple idea tuvo el mismo efecto que un estallido ela cabeza de Enrique. Impresionado hasta lo indecib por la opinión de Cranmer, juró que «estabinspirado», y sin demora mandó numerosos enviadostodas las universidades de Europa, con los bolsillorepletos de oro. Su propósito era orientar lorazonamientos de los especialistas en derechcanónico y ayudarlos a ver la lógica del divorcio dCatalina, de modo que dieran por escrito una opinió

 positiva sobre el particular. Lo que he aprendido desto es que a veces los medios carecen de importanc

si el fin está justificado, y este próximo casamientnuestro es causa suficiente para toda clase de intrigamaquiavélicas.

Hay también otra causa de confusión. Los aldeano burgueses y campesinos desprecian a los sacerdotes

obispos ingleses, pero cuando éstos defienden desdsus púlpitos el derecho de Enrique a divorciarse dCatalina y desprenderse del dominio de Roma, loabuchean y les arrojan piedras, muy ofendidos. HasEnrique vacila en cuestiones que puedan ser tachada

de herejía. Él, que había montado en cólera con la ob

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de Tyndale titulada Prácticas de los prelados,  en cual éste crucificaba a Wolsey y condenaba edivorcio del rey, ofreció de repente a su autor u

 puesto en el Consejo Real, con la condición de que s

retractara en público.Juro que a veces pienso que el mundo está cayenden la locura y que yo también sucumbo a ella. Nobstante, debo seguir firme en mi propósito y afianzaa Enrique en el suyo, a fin de inclinar el platillo de

 balanza a nuestro favor.Tu afectísima,

 An

1 de diciembre de 153

 Diario:

T. Carlis Ebor ha muerto. No decapitado, tal com

había ordenado Enrique, sino víctima de la disentercuando lo llevaban a la Torre de Londres. Yo temíque, en su batalla final para recobrar el favor del reyWolsey saliera de nuevo victorioso, pues en tiemporecientes Enrique había demostrado un honddescontento con sus consejeros Wiltshire, Suffolk

 Norfolk. Decía que el cardenal valía más que todo

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ellos juntos. El rey le había devuelto sus propiedadelo había restituido en el arzobispado de York y lhabía concedido la bonita suma de tres mil libras, todlo cual era muy preocupante. ¿Y si Enriqu

reincorporaba a ese prelado a su Consejo? Wolsetodavía me odiaba. Hace unas semanas me enteré, pociertos espías, de que en su destierro había mantenidcorrespondencia con el obispo de Roma y otorgado saprobación a un edicto que obligaría al rey a separarsde mí.

El duque de Norfolk, atendiendo sin duda interese propios que coincidían con los míos, arrebató cardenal Agostini una comunicación en la que el viejWolsey pedía al Papa la excomunión de Enrique éste no se avenía a expulsarme de la corte. Wolse

tramaba, además, una gran rebelión con el objeto drecuperar las riendas del gobierno. En el Parlamentel flamante lord canciller Tomás Moro habló corencor del «eunuco» Wolsey recientemente caído edesgracia y de la necesidad de que el rey eliminara d

su rebaño a todos los hombres imperfectos corruptos. Mis airadas protestas se sumaron a las dMoro, y la información de Norfolk era de ungravedad tal que Enrique no pudo desestimarla. Cosemblante pétreo, callado y, estoy segura de ello, co

el corazón roto, firmó una orden para que fues

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arrestado sin dilación.Como faltaba decidir quién iba a presentársela

eran muy pocos los que tenían agallas para hacerlme hice cargo del asunto y escogí personalmente

ejecutor. Mi elección, dulce y amarga a un tiemporecayó sobre Henry Percy, lord Northumberland. ¡Ohcuán dulce venganza! Cómo me habría gustado ser unmosca posada en la pared de los aposentos dcardenal esa noche, la víspera del día en que

 proyectaba celebrar triunfalmente su restitución arzobispado de York. Contrariando sus cálculoPercy se presentó en su comedor y pronunció esta

 palabras: «Señor, vengo a arrestaros bajo el cargo dalta traición.»

Después, sometido a fuerte vigilancia, y de camin

a Londres y a su inevitable ejecución, enfermó falleció. Así pues, en la abadía de Leicester ecardenal Wolsey halló una muerte más pacífica de lque yo hubiese preferido, privándome de satisfacción de presenciar su humillante final.

Tu afectísima,

 An

7 de febrero de 153

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 Diario:

Dios bendiga a Cromwell. En estrecha relación coSu Majestad —tiene una habitación en el palacio d

Greenwich a la que el rey acude en secreto— helaborado un plan tan implacable, brillante extraordinario que ahora se atisba el final de la graempresa de Enrique. ¡Qué ingenio posee eshombrecillo para concebir la idea de consagrar al recomo Cabeza Suprema de la Iglesia de Inglaterra!

En el sínodo de Canterbury, Cromwell habló a locongregados señalando que el clero inglés somete poentero su autoridad a un poder extranjero, el del PapLuego, esgrimiendo este hecho en una mano y terror en la otra, acusó a todos los clérigos si

excepción de faltar a la antigua ley de Praemunire, mismo delito de traición que ocasionó la caída dWolsey. Finalmente, exigió que el clero pagara u

 precio, un rescate podría decirse, para obtener  perdón del rey. Cromwell sostiene que cuando se hay

quebrado el espinazo de la Iglesia, desbancado Santo Padre de su trono y Enrique sea el Vicario dCristo aquí en Inglaterra, podrá entonces ordenar

 prelado de más rango del país, el arzobispo dCanterbury, que le conceda el divorcio. Y entonce

nos casaríamos. La conmoción que esto produjo en

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sínodo fue enorme. Horrorizados, pero tragándose rabia, los clérigos trataron en vano de llegar a algunconclusión menos drástica que la de declarar Enrique protector y cabeza suprema de la Iglesia y

clero de Inglaterra.El lord canciller se quedó lívido. Este hombrMoro, ha demostrado ser un inepto para su nuevcargo, que el viejo Wolsey manejaba con contundencia de un garrote. Tal como ya predije Enrique, Moro no ha variado de disposición en lo qual divorcio se refiere, y mantiene la misma rigidePor otra parte, como canciller es una simplmarioneta de Enrique, pues su actitud apacible maleable le impide obrar en contra de la voluntad déste. En el tiempo que lleva desempeñando su

funciones, Moro, a quien se atribuían elevado principios, ha perseguido a los herejes de manerdespiadada. Aplicando la máxima de que lodescreídos merecen el exterminio total, no ha dadmuestra alguna de tolerancia. Sus constantes escrito

sobre este asunto ya incomodaban, y con razón, al re por si eso fuera poco, a los ciudadanos a quienes sdescubrió leyendo las Prácticas de los prelados,  dTyndale, se los obligó a recorrer las calles de Londrearrastrando ese libro atado al cuello con una cuerd

 para luego arrojarlo a una hoguera. Mandó azotar

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torturar a hombres y mujeres, y amenazó coquemarlos vivos.

Insensible al desconcierto de su canciller, Enriqule ordenó que pronunciara un discurso en amba

cámaras defendiendo sus motivos para divorciarse dCatalina. Angustiado y humillado, Moro argumentque su rey no actuaba movido por el amor a una damcomo aseguraban algunos, sino por mero escrúpulo dconciencia. De seguro que mientras pronunciaba estaamargas y falsas palabras debió de sentir una tenaza ela garganta.

Esta decisión de Enrique me espanta, pues es mmano la única razón por la que ha arrebatado el capelal Papa para añadirlo a su corona. Tiemblo sólo d

 pensarlo... Sin embargo, a mis labios aflora un

sonrisa.Quedo, como siempre, tu leal amiga,

 An

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Isabel

 —Creo haber encontrado lo que Su Majestad desea —

nunció el mayordomo real lord Francis Knollys entre intineo del manojo de llaves que pendía de su cintura.

El primo de Isabel tenía piernas largas y la superaba estatura, pero aun así hubo de forzar el paso para no quedaezagado en el largo corredor del castillo de Greenwich.

 —Mi madre fue una de las damas que tuvo la reina Anl final de su vida —añadió—. Según me dijo, era peligros

demostrar cualquier interés o simpatía por vuestra madrEs debido a que a su muerte, la mayor parte de sus efectoersonales fueron ocultados a toda prisa.

Isabel sintió un leve escalofrío de dolor al pensar quhubiera podido borrarse sin reparo alguno el recuerdo duna mujer que en un tiempo gozó del amor de su maridSentía extrañeza y hasta incomodidad por hablar sin trabade su madre, condenada por traición; de su madre, cuynombre apenas había pronunciado en veinticinco años. Srimo, sin embargo, no parecía tener escrúpulos en habl

del tema. —Nuestro amigo Thomas Wyatt, que Dios tenga en s

gloria, siempre aseguró que su padre estaba enamorado dvuestra madre. Le escribió versos y suscitó los celos d

ey. Se mantuvo fiel a ella hasta el día de su muerte.

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Aquel Wyatt, pensó Isabel, no sólo le había dado a Anl diario, sino la confianza para escribir en él, y en muchacasiones había soportado la ira del rey, aunque lograllecer de muerte natural. Su hijo, un patriota protestant

había muerto hacía pocos años bajo el hacha del verdugras encabezar una rebelión fallida cuyo detonante habido la boda de la reina María con un español.

 —Es aquí, Majestad. —Knollys se detuvo ante uerta del fondo del pasillo y buscó en su manojo de llavea que correspondía a la cerradura—. No hay gran cosero creo que lo que contiene la habitación perteneció a eina, vuestra madre. —Empujó la puerta de una cámar

que, aun no siendo mucho mayor que un ropero, debió dhaber constituido en su tiempo la habitación personal dlguna dama o de algún cortesano. Después descorrió u

esado tapiz, dejando al descubierto una ventana, y el polve hizo visible en la poca luz que aún lograba penetrar ravés del sucio cristal—. ¿Os traigo una antorcha?

 —No, no. Bastará con que abráis la ventana.Con un sonoro chirrido, la ventana se abrió sobre su

goznes y la luz de la mañana inundó la estancia. —Gracias, Francis. Os estoy muy agradecida. Podéetiraros.

 —Majestad —dijo Knollys, que tras hacer uneverencia se marchó.

Por fin a solas con lo que quedaba de las pertenencia

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de su madre, Isabel observó con avidez cuanto la rodeabFue fijando la mirada en cada uno de los objetos..., aquí uojín bordado, allá un tapiz doblado con negligencia, un pa

de candelabros de bronce, un crucifijo, una campanilla d

ristal veneciano resquebrajada...Isabel abrió el armario. En su interior pendía udescolorido vestido con ribetes de tonalidades rojas naranjadas, cuyo escueto talle atestiguaba la delgadintura de Ana. Debajo del vestido, en el suelo del armarioeposaban las mangas, con las deshilachadas cintas de sedun prendidas de los ojales. Isabel tomó una y reparó en argo puño que sobresalía para acabar en punta en la zon

del dedo meñique. Aquella era la moda que había inspiradu madre y cuyo único fin era disimular el diminutpéndice de carne y uña, su «marca de hechicera». Isabel s

cercó la manga a la cara y aspiró hondo, pues los olores shabían desvanecido con el tiempo. Aún quedaban, nbstante, restos de un dulce aroma humano, con fragancia

de esencias de almizcle. Su madre. Sí. Su figura era tadistante y a la vez tan familiar... Isabel cerró los ojos y trat

de recordar su cara, pero cuanto pudo evocar fue una luegadora, el recuerdo de una risa alegre y algunas frases duna nana en francés cantada con voz clara y melodiosa.

La reina fijó la vista en el camastro sobre el que spilaban varias cajas de madera y un gran baúl abombad

intado a la usanza de Italia. Al abrirlo se encontró con u

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entenar de polillas resecas y un cúmulo de objetos cuydesorden delataba el descuido con que habían sidguardados. Había un cesto que encerraba unos primorosoapatos de tacón: un par de satén verde ribeteados co

ncaje fruncido; otro, adornado con lazadas de brocado dro, y uno de terciopelo de seda negro con borlalateadas. En todos ellos se observaba todavía la tenu

marca del fino pie de Ana, ante cuya visión Isabel hubo dsforzarse por apartar la mirada.

Había aún más cosas. Envueltos en una gasa hechirones aparecieron un apolillado manguito de piel dorro, una gran caja de plata de cosméticos, entre ellos ufeite blanquísimo que hacía mucho había perdido serfume, un bote de colorete para las mejillas y un tarro d

una loción que antaño fuera untuosa y que ahora se ve

eseca y cuarteada. En diminutas bolsas atadas con cintahabía pociones y mezclas de hierbas que los años habíaeducido a polvo. Encontró asimismo un retrato e

miniatura de un guapo desconocido, tal vez su tío Georgon un marco de diminutas perlas, y, doblada con sum

uidado, una de las libreas de los sirvientes de Ana, derciopelo azul y púrpura con el lema de ésta bordado en echo, «La plus heureuse», la más feliz.

Cerró el baúl de golpe y abrió la tapa de una de laajas de madera. Libros. Los libros de Ana. Isabel sabía qu

quéllos eran los efectos más valiosos, ya que había

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ontribuido a madurar la inteligencia y las convicciones du madre. Isabel tomó uno y leyó el título: El noble arte d

a montería y la caza.  Vio también los célebres Cuento

de Canterbury, de Chaucer, varios libros de caballería

diversos volúmenes de poesía francesa, un gran tomlustrado con todas las flores y árboles de Inglaterra y otrde plantas medicinales y sus aplicaciones. Al cabo dio coun libro de desgastadas tapas de color violáceo que tenor título Obediencia de un cristiano.  Era la obra d

Tyndale que su madre había dado a Enrique para que eyese y se instruyera sobre la nueva religión. Isabel lbrió con cuidado y pasó las páginas como imaginó qu

habrían hecho su madre y su padre. Se detuvo, atraída poun surco casi invisible que señalaba un largo pasaje de ágina setenta y uno, en el que se hablaba del deber qu

enían los reyes de velar por las almas de sus súbditos. Erl pasaje que Ana había marcado con la uña para qu

Enrique reparase en él.La nueva religión. ¿Cuántas personas habían muert

e preguntó Isabel, por el derecho a creer que el hombr

uede hablar con Dios sin necesidad de intermediarios torgar prioridad a la razón sobre la fe? Si la Reformhubiera sido un camino, éste habría tenido su punto dartida en las puertas de Wittenberg, con Lutero, paramificarse por todo el continente, sin pasar de largo po

ninguna ciudad, pueblo ni burgo. Al igual que grande

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generales, Lutero, Calvino y Zwinglio habían conducido lojércitos de conversos por ese camino plagado de mártirel servicio de una revolución que había alterado paiempre la historia del mundo.

Y en Inglaterra, pensó Isabel mientras recorría con ededo el pasaje marcado del libro de Tyndale, una joven hijde un plebeyo había llevado, para consternación de loieles, a un rey de férreas convicciones católicas partarse de Roma para asumir la independencia religios

El camino seguido por Inglaterra había sido, sin dudinuoso y difícil. Enrique, el soberano más apreciado por

Papa en cierto momento, distaba mucho de ser un celoseformador. De no haber sido por la ciega pasión que sentor su madre y la necesidad política de contar con

heredero varón que ella le había prometido, Inglaterra t

vez estaría aún sometida a la mano de hierro de la autoridaontificia.

Su padre, célebre por su insistencia en que matrimonio con la viuda de un hermano era un pecadontra Dios, no pretendía defender el derecho de lo

ngleses a leer las Escrituras en su propia lengua. Pese onocer las obras de Tyndale, había condenado sialiativos la traducción de la Biblia al inglés realizada pose sacerdote. Isabel recordaba que su preceptor le habontado que Enrique había acusado de traición a Tyndal

or el solo hecho de intentar que su Biblia se imprimier

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n Inglaterra, y que los agentes reales lo habían perseguidin tregua cuando huyó a Europa en busca de un edito

Finalmente, el mismo año en que Enrique intervino en ínodo de Canterbury y se nombró a sí mismo cabez

uprema de la Iglesia de Inglaterra, desencadenando sxcomunión, ordenó que ejecutaran a Tyndale por herejEl hombre que en una ocasión dijo a un amigo católico: «SDios me lo permite, no han de pasar muchos años hasta quogre que el mozo que ara la tierra conozca mejor la

Escrituras que vos», fue públicamente estrangulado quemado en la hoguera después de exclamar: «¡Señor, abros ojos del rey de Inglaterra!»

Cuando su padre murió aferrando la mano de su amigThomas Cranmer, el hermanastro de Isabel, Eduardo VI, dólo diez años, ocupó el trono e Inglaterra asumió po

rimera vez un compromiso con el protestantismo fanáticy opresor. Isabel sabía, no obstante, que los validos dEduardo habían despojado las iglesias no tanto por el celde eliminar los objetos sagrados católicos como parnriquecer con el oro y la plata sustraídos de los altares la

xhaustas arcas del Estado.Después, durante el reinado de su hermana María, ontrarrevolución religiosa había sido una auténticesadilla. Restablecidos los vínculos con Roma,

Reforma sobrevivió en la clandestinidad mientras lo

rotestantes morían a millares. El mismo Thomas Cranme

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había perecido víctima de la represión y la propia Isabhabía escapado por poco a la condena. Obligada a asistirmisa para fingir, había rogado día tras día a Jesús que loncediera la fuerza para seguir y restablecer un día

verdadero destino de la nación. Y una vez en el tronoumplía su objetivo sin provocar más derramamientos dangre.

La religión era, con todo, un asunto desconcertantmeditó Isabel al tiempo que ojeaba La locura, de Tyndalncluso ella, cuya postura era moderada e indulgente, creon vehemencia que los sacerdotes debían ser célibeCómo podían atender con dedicación y honradez la ob

de Dios si tenían mujeres en el lecho e hijos qulimentar? Debía reconocer, además, que su gusto por loituales le hacía añorar la pompa, la música qu

ransportaba el espíritu y las solemnes vestiduras dntiguo culto. Aquella cuestión, concluyó finalmenterrando el libro y guardándolo entre los pliegues de salda, era tan profunda y complicada como los entresijo

del alma de cada ser humano y continuaría sometida

ambios durante todo su reinado y aún después. Erastrueque de Iglesia y Estado no se había originado englaterra, pero el hecho de que su punto de máximnflexión girara en torno a sus padres, le procuraba un gralacer y cierta dosis de regocijo.

Isabel cerró el cajón y luego la ventana, y con un

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onrisa de satisfacción abandonó la estancia que albergabos recuerdos de su madre con el firme propósito degresar otro día.

15 de agosto de 153

 Diario:

Me tachan de arrogante y taimada, pero, decidm

¿qué mujer no incurriría en cierta arrogancia cuand por ella, el mismísimo rey de Inglaterra ha expulsadde la corte a su propia esposa? Loado sea Jesucristque ha permitido que ello ocurriera. En todos y caduno de los palacios de Enrique, lady Ana Rochfor

ocupa ahora los aposentos que durante años fueron dCatalina. Qué maravilla no sentir su fría mirada, no veaquella expresión grave y austera, no tener qusoportar en todos los festejos su regia presencia ni saire piadoso. El rey siente gran alivio, pues au

habiendo desposeído a Catalina del trono, todavía nhan llegado de Roma nuevas de castigo nexcomunión.

La princesa María también ha sido alejada de corte. Enrique ordenó que se la apartase de su madrmedida que yo consideré excesiva y hasta cruel. Ésostiene, no obstante, y no sin razón, que las do

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 juntas tendrían mayor fuerza y podrían fomentar unconjura o un levantamiento contra nosotros.

¿Y qué mujer carente de astucia lograría presidir u banquete con el rey y el embajador de Francia, mir

desde esa altura a su propio padre y a los duques d Norfolk y Suffolk y ser centro de las negociacione para la obtención de su mano en matrimonioSeguramente soy taimada, pero no fui yo quien iniciesta extraña y azarosa andadura. Yo era una simplmuchacha enamorada de un muchacho cualquierAdmito que cuando me fue arrebatado ese amor comenzó el acoso de Enrique, me endurecí, mgranjeé enemigos y aprendí a desenvolverme en unsuerte de guerra cortesana en la que un alma menocurtida pronto habría sucumbido.

 No fue ése mi caso. Una vez iniciada, esta enconad batalla por la corona no puede tener más que un finaYo seré la reina. Quienes luchan a mi lado disfrutaráde generosas recompensas, y quienes se oponen a mlamentarán haberlo hecho.

Últimamente el rey es como un toro bravo que vunos verdes pastos en el horizonte y se encamina ellos aplastando todo obstáculo bajo sus pezuñas. Podesdicha, aún no siento un verdadero amor poEnrique, aunque rezo sin descanso por lograrlo. D

todos modos creo que en mi pecho está tomand

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forma un sentimiento parecido.Sería una fría libertina si no me conmoviera tan

devoción. Creo que pronto lo amaré.Tu afectísima,

 An

29 de septiembre de 153

¡Oh, Diario!

El que te escriba, hoy o en cualquier ocasión futurse debe a la buena fortuna y a la lealtad de unsirvienta llamada Margaret. Tras ausentarse para visit

a su hermano enfermo en el sur de Londres, volvía a casa de Durham que tiene mi padre a orillas del ríPor las calles encontró una inusual concentración dgente. Desde casas y chozas todas las mujeres que modian y aman a la reina lanzaban gritos contra mí.

centenares, no, a millares, se reunían blandiendcuchillos, escobas, garrotes y palos, como si desearaherirme con ellos. «No queremos a Ana BolenMuerte a esa puta de ojos saltones», vociferaban.

Mi criada me contó que temblaba de miedo y qu para proteger su vida hasta tuvo que jurar que estaba emi contra. A medida que se acercaba a la casa, la turb

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 —pues en eso se había convertido la multitud— scomponía no sólo con mujeres, sino de hombredisfrazados de tales y armados como ellas. Entre chusma corrió la voz de que yo me encontraba en

casa de Durham.Aunque ansiaba echar a correr para avisarnoMargaret temió despertar sospechas en muchedumbre y buscó un atajo para adelantarse llegar antes a la casa.

Ese día hacía una temperatura agradable y yo mencontraba en mi dormitorio con mi madre y variacostureras probándome unos vestidos para la cortMi padre estaba en Francia, y Enrique también shallaba ausente, de cacería, cuando Margaret traspus

 jadeante como un perro, la puerta para avisarnos de l

que se nos venía encima. —¡Excusad la irrupción, lady Rochford, pero un

gran multitud se acerca vociferando contra vos!Miré a mi madre y ésta ordenó a las costureras:

 —¡Fuera! —Luego, volviéndose hacia Margare

añadió—: Decid al resto de la servidumbre quabandonen de inmediato sus quehaceres y se marcheTodos menos Richardson. Avisadle que se reúna conosotras en la puerta que da al río.

Me avergüenza reconocer que al principio el mied

me paralizó. Sólo tuve presencia de ánimo para toma

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este diario y esconderlo bajo la falda antes de que mmadre me guiara por las escaleras para dejarme cuidado de nuestro mayordomo. Richardson, quconservaba toda la calma, nos condujo con un

celeridad que yo apenas comprendía a través de la graexplanada hasta un bote amarrado en el muellEntonces oí un sonido que nos traía el aire, un sonidque no lograba reconocer. Me detuve y agucé el oídotratando de recordar.

 —¡Ana, ven rápido! —me llamó mi madre.Entonces identifiqué el sonido: era un tumulto d

voces, cada vez más próximo, de gritos contra mí, destrépito de armas, de pasos que se acercaban...

Richardson me agarró por el brazo y me arrastrhasta el bote, donde mi madre me recibió. Mientra

nos alejábamos oímos ruido de cristales rotos, dgarrotazos contra las puertas, vimos irrumpir a la turben la casa y a unos desconocidos salir por las puertatraseras. Un grupo de mujeres corrió hasta la orill

 blandiendo escobas y bastones, chillando, lanzándom

maldiciones y deseos de que el bote se hundiera  pereciese ahogada.Ahora me alojo en Greenwich. No soy una person

 perfecta, pero juro que no merezco tanta ponzoñRuego a Dios que me conceda su amor y me preserv

de todo mal.

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Tu afectísima,

 An

14 de mayo de 153

 Diario:

El rey y Cromwell han librado una dura batal

contra el clero inglés y Tomás Moro, y han salidvictoriosos. Enrique se había mostrado en desacuerdcon la lealtad de la Iglesia a Roma, que redundaba e

 perjuicio de su lealtad a Inglaterra y la corona. Segúlas normas tradicionales, el Papa era el verdadero re

y Enrique un mero peón. Los obispos Tunstall y Fishedefendieron con vehemencia esas antiguas leyes, colo que provocaron la ira de Enrique. A pesar de l

 preocupación que le producía el que sus súbditotuvieran por sagradas las normas de la Iglesia y

temor de que llegaran a derogarse como sucedió etiempos de Thomas Becket, Enrique y Cromwe presentaron el caso en el Parlamento y los loreapoyaron su causa. En su «Súplica contra lotribunales ordinarios», el Parlamento recusó lo

 juzgados eclesiásticos y el derecho canónicredactado en latín, que imponía severas obligaciones

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los ingleses sin contar con el consentimiento de Cámara.

Por decreto canónico, en un juicio contra uacusado de herejía, delito penado con la muert

 pueden actuar como testigos contra él personas vilesfaltas de escrúpulos, mientras que en nuestrotribunales ingleses los testigos deben demostrar shonradez y buenas intenciones como condición pahablar en contra del acusado. El propio lord cancilledel reino, Moro, un católico ferviente como ha

 pocos, aprobaba estas injustas normas en sus escritoAfirmaba en ellos que la herejía es un delito tahorrendo que ninguna ley podría pecar de dureza si eefectiva en la purga de herejes, habida cuenta de qulas almas son mucho más importantes que el derech

civil.Moro, por cierto, no parecía atizar sólo

oposición a las actuaciones cíe Enrique en contra dla Iglesia, sino también al divorcio del rey. ¿Acaso nsabía que la ira de éste es sinónimo de muerte?

Cromwell y Enrique asediaron con intimidaciones amenazas al pusilánime clero, cuyos miembrodébiles y amedrentados por la pérdida de su

 propiedades, sin arrestos para sufrir martirio, ssometieron una vez más a los deseos del rey. Lo

 prelados de Inglaterra entregaron a Enrique u

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documento titulado Sumisión del clero , que suponun gran cambio en el seno de la Iglesia. Por él cedíanla corona sus antiguas prerrogativas y su autoridad.

 partir de ahora no puede redactarse ninguna ley n

convocar sínodo alguno sin el consentimiento real.Fue un gran día para Enrique y para Cromwell, también para mí, pues al despojar a la Iglesia de Romde su poder, el rey no tardará en obtener el divorciolo cual significa que pronto ascenderé al trono. Al dsiguiente de la sumisión del clero, el canciller Morconsciente de su completa derrota, devolvió con buetino el Sello Real y presentó su dimisión del cargEnrique, ahora pleno soberano de su reino y de Iglesia, la aceptó.

Tu afectísima,

 An

20 de agosto de 153

 Diario:

¿Podría otra mujer jactarse de tener más enemigoque yo y más encarnizados? Nobles, plebeyohombres, mujeres, jóvenes, viejos, clérigos y hasniños. La semana pasada, mientras cabalgaba co

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Enrique, un mocoso que aún no habría cumplido lodiez años pasó a la carrera por delante de nuestrocaballos lanzando insultos contra la «puta del rey

 para desaparecer entre unos matorrales. Enriqu

mandó capturar al bribonzuelo y darle un castigo, peryo pedí clemencia por él. Aun siendo demasiado jove para conocer el alcance y las consecuencias de su palabras, arguyó Enrique, crecerá y me odiará comhombre adulto cuando sea reina. Pero de todas formaaccedió a mis deseos y ordenó que lo soltaran.

Más me perturba la duquesa de Suffolk, hermana dEnrique, quien sin duda me recuerda como una simpniña, como la hermana de su dama de compañía, que siguió a Francia cuando hace ya muchos años fue contraer matrimonio con el viejo rey Luis. Ahora s

hermano quiere casarse conmigo, encumbrarme a unsituación más elevada que la suya, convirtiéndome ereina. Me desaira sin disimulo y sus insultos no tieneotra razón que los celos. Ella fue reina de Francdurante tres breves meses y luego se casó en secret

 por amor, con el mejor amigo de Enrique, CharleBrandon. En la actualidad el amor se ha trocado eamargura. Él la trata con dureza y desdén, como a un

 propiedad más.Además, mi tía, la irascible lady Norfolk, m

demostró recientemente la más ultrajante inquin

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celosa también de mi fulgurante ascenso. Verdad eque la genealogía que Enrique encargó para el linajde los Bolena es a todas luces falsa. Ese árbol dfamilia orlado con oro y vivos colores es una mentir

Mi primer antepasado conocido fue un tal GeoffreBoleyn, un mercader de lana de quien se sabe qullegó a suelo inglés hace cien años, y no, comescriben los heraldistas de Enrique, un venerabseñor normando instalado en Inglaterra cinco sigloantes. Pero a pesar de mis advertencias y súplica

 pues sabía que esa invención indignaría a la noblezgenuina, Enrique insistió en la mentira y expuso

 pretencioso documento en los salones de la corte. Lmayoría de las damas se entregaron a cuchicheoocultando el rostro tras el abanico para hacer bromas

mis expensas. No así la duquesa de Norfolk, que saproximó con altivez al documento, lo miró, lo tomen las manos y ¡lo partió en dos!

 No es de extrañar que Enrique se encuentre en talamentable estado de salud. Ya ha cumplido lo

cuarenta, y los años se evidencian en su figura y en scara, que han engordado. Su rostro, sin rastros ya dmocedad, es una máscara de sufrimiento

 preocupación. La úlcera que tiene en la pierna le caumás tormento del que debería soportar cualquie

mortal, por no hablar de sus migrañas. ¡Hasta h

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dejado de montar a caballo!Yo he intentado cuidar de él. He recurrido

 boticarios e incluso a curanderas tildadas de brujas, e busca de remedios. Una poción de caléndula y olmo

 produjo cierta mejoría en la pierna, pero al cabo dunos días la llaga volvía a supurar. Cuando gimatormentado por el dolor de cabeza, le doy masajes elas sienes y en la frente. Entonces susurquejumbroso pero aliviado: «Ay, Ana, qué dulce es efrescor de tus dedos, de tus manos.» En esaocasiones, cuando es casi mi prisionero, siento afect

 por él. La verdad es que temo demasiado a Enriqu para amarlo de veras, para amarlo como una vez améPercy. Quien me haya oído fustigar al rey con palabratajantes jamás imaginaría que tiemblo cuando s

acerca. Tiemblo porque sé de qué es capaz, porquconozco su fuego interior que degenera en furia. En salma percibo un campo de batalla, y en su mentdemonios asustados que se enfrentan a los ángeles dla inteligencia, de la razón y de la poesía. Sólo Wolse

sabía eso del rey... y está muerto.Los demás ven la imagen que él les presenta, magnífica estampa de moderno Poseidón que ofreccon sus jubones de seda y satén carmesí, pieles y orcomo si fuera capaz de hacer temblar la tierra

desencadenar tempestades. Su propósito es inspirarle

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temor, y cuando los tiene amedrentados, lodesprecia. Yo temo la cólera del rey, pero debodisimular este miedo con risas provocadoras

 palabras equiparables a las suyas. Él, que no adviert

que finjo, salvo en la ausencia de sangre regia mtiene por una igual. Puede que sólo seamos iguales dmodo en que es igual el ciervo con respecto a quien l

 persigue hasta abatirlo. Yo sé, con todo, que essupuesta igualdad es el motivo de su amor por mí, razón por la que removerá las siete colinas de Rom

 para convertirme en reina.Tu afectísima,

 An

2 de septiembre de 153

 Diario:

Pensaba que ya tenía el catálogo completo de menemigos, pero alguien ha llegado tan lejos (o tal vetan bajo) que hasta a mí me tomó por sorpresEnrique ha dejado bien claro a todos que se casaconmigo, y quienes desean que tal unión nunca s

 produzca intentan por todos los medios obstaculizarlel camino. Algunos aducen que el matrimonio del re

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con la reina fue justo y legal y que por ello no pueddisolverse. Otros sostienen que el divorcio es uerror, que contraviene la voluntad de Dios. Los hay

 por fin, que arguyen que yo no soy un buen partid

 pues no pertenezco a la nobleza ni aportaría laventajas que traería una princesa extranjera.Y en éstas, lady Northumberland irrumpió de súbit

en el escenario de la política real. Esta mujeamargada y resentida, la esposa de mi querido Percyde cuyo amor ha estado tanto tiempo privada, aparecicon una peligrosa carta en la que lord Northumberlanreconocía haber establecido un precontrato dmatrimonio conmigo. Si se demostrara sautenticidad, ese escrito podría impedir mi boda coEnrique. La acusación es bien cierta, a pesar de qu

aquello sucedió hace mucho tiempo. Aunque no fumás que una promesa que hicieron dos enamorados dcasarse un día, se le adjudica el valor de u

 precontrato y, por lo tanto, nos vincula legalmentYo, sin embargo, no estaba dispuesta a consentir qu

esa maldita bruja echase a perder mis planes, de modque obré con rapidez y osadía.Primero, llevé personalmente aquella carta al rey

le dije: «Esto es un embuste traído por una mujer ququiere perjudicarme sólo porque su esposo nunca

ha amado..., puesto que me amaba a mí. De jóvene

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compartimos una atracción sincera y profunda, per juro que jamás nos desposamos ni tuvimos la relacióde amantes que se da a entender, antes de que ecardenal Wolsey nos separara. Os ruego que llaméis

hombre acusado con esta mentira y le deis ocasión ddecir la verdad.» Enrique, el primero en desear quaquella carta fuera falsa, accedió a mi petición mandó formular la petición a lord Northumberland.

Yo, entretanto, llamé a mi mensajero y le di uncarta que debía hacer llegar sin tardanza a Percy, en cual le pedía una cita secreta en un lugar donde nohabíamos encontrado muchos años antes. Al amparde la noche, disfrazada y cubierta con velos, pasé anlos soñolientos guardias de palacio y subí a ucarruaje. Hacía años que no veía de cerca a Percy

Mientras el vehículo circulaba por las calleadoquinadas, ocupadas sólo por barrenderos

 prostitutas, evoqué su rostro, la dulce expresión de ssemblante, el revuelo que producía en mi corazón las alas que cobraban entonces mis pies para ir a s

encuentro.El carruaje me dejó en una taberna que disponía dhabitaciones. El apremio no había permitido aguardarespuesta de lord Northumberland y no era seguro quse presentara. Dentro, pregunté a un desaliñado moz

en qué habitación hallaría a maese Longheart (u

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seudónimo que habíamos empleado en las notaamorosas que nos escribíamos cuando jóvenes). Aqusujeto, que apestaba a mugre y cerveza, me dirigió unlasciva mirada y preguntó con impertinencia:

 —¿Qué tratos quiere tener con ese hombre? —Decidme dónde está —insistí, con el rostrvelado.

 —Número tres —contestó señalando hacia arribcon la barbilla.

La puerta se abrió antes de que llamara. Percy haboído mis pasos en el corredor. Unas bujías humeantealumbraban la estrecha habitación, la hundida cama el hombre encorvado que me invitó a entrar. AySeñor, no puedo pintar el retrato de esa cardesfigurada y su lastimoso aspecto sin estremecerm

Aunque él no lo admita, no hay duda de que esenfermo. Tiene la tez mortecina, cenicienta, comanchas rojizas, y los ojos hundidos. Nada queda dapuesto muchacho, salvo los ojos, que sostuvieron mmirada con expresión bondadosa.

 —Pasad, Ana —dijo con voz carrasposa. Luegocerró la puerta. No pasamos más de una hora juntos, lo cual ya er

de por sí peligroso. Primero hablamos de loventurosos tiempos pasados, de la verdad que hubo e

nuestras aventuras, del extraño rumbo que hab

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tomado mi vida, de su matrimonio carente de amocon la arpía que ahora pretendía destruirme. DespuéPercy me dijo que el rey lo había llamado comparecer. Sabía que sólo había una respues

 posible para Enrique, una mentira. El rey no deseaboír la verdad si ello implicaba separarse de mí. A pues, como amigos que no precisan disculpas, HenrPercy y yo acordamos actuar unidos por última vez negar el matrimonio que nos habíamos prometido.

Cuando habló delante de Enrique y el Parlamentyo miraba desde una galería. El pobre Percy parecaún más encogido, demacrado y viejo que cuando lhabía visto a solas unos días antes. Con voz ronca perfirme, negó por tres veces nuestro precontrato, comPedro negó por tres veces a Jesús. Satisfechos,

Parlamento y Enrique dijeron «Podéis retiraros», y ahacabó todo.

Tu afectísima,

 An

6 de octubre de 153

 Ah, Diario:

Vivimos un otoño idílico. Navegando por e

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Támesis en una barcaza dorada, las tardes discurrecon dulzura y tibieza mientras dejamos atrás granjacampos y caseríos. Ninguna mirada ni voz dmalhumor enturbia el sosiego de las horas. El rey d

Inglaterra y la marquesa de Pembroke (éste es mnuevo título, que me designa como el par de más aldignidad del reino, por detrás sólo de Enrique y loduques de Norfolk y Suffolk) viajan por este curso dagua hacia Dover para cruzar el Canal. Después eCalais nos reuniremos con el rey de Francia, que serel testigo de nuestra boda. ¡Dios sea loado, por fvamos a casarnos!

En cuanto el arzobispo de Canterbury, Warhammurió de vejez, y así dejó vacante la más importantsede eclesiástica de Inglaterra. La mente de Enriqu

 pareció abrirse como flor en primavera cuyos pétalofuesen venturosas posibilidades de cambio. Ni locortesanos que dieron fingidas excusas para quedar margen de nuestro viaje de boda pudieroensombrecer el buen humor de Enrique. Yo tenía mi

dudas sobre un matrimonio no oficiado en suelinglés, donde se casan y coronan las reinas, perEnrique las disipó asegurándome que el apoyo del reFrancisco valía su peso en oro y que más tarde sercoronada en Inglaterra. Ni aun el rumor de que un

 plaga azota los pueblos de las riberas del Támes

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disminuyó la dicha del rey. Entregado a un frenesí d preparativos, mandó llamar a un sinnúmero de joyerocostureras, encajeras y peleteros para que prepararami ajuar.

En Greenwich partimos en la barcaza real, cargadcon armarios llenos de ropa, cajones conteniendcolgaduras, alfombras y vajillas de oro, y hasta el gratálamo real de Enrique, que fue desarmado para viaje. Nuestros amigos y favoritos —George y MaryHenry Norris, Francis Bryan, Thomas Wyatt— viaja

 por tierra con cientos de personas más que componenuestro séquito, para reunirse con nosotros en Doveantes de la travesía. Mi corazón palpita con fuerzalterado su ritmo por la dicha que promete el destinEn mi cabeza bullen pensamientos, planes y sueños d

inminente cumplimiento.En la brillante superficie del agua veo un espejism

Un millar de cirios arden en la catedral dWinchester... Es un bautizo; allí, ante la pila, estoy yola reina de Inglaterra, sosteniendo en brazos a u

niñito envuelto en sedas y encajes, cuyo dulce rostres una reproducción en miniatura del de Enrique. Veal padre contemplar con una sonrisa a su esposa y a s

 príncipe Tudor, con aspecto radiante, sin dolor, sin irsin otro sentimiento que el amor. Detrás del rey veo

sus cortesanos, antaño resentidos, ahora rebosantes d

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alabanzas y gozo, rindiendo tributo a la madre de sfuturo rey. Y más allá de esas fantásticas figuras shalla mi padre, con las facciones suavizadasonriendo y al borde de las lágrimas. Está orgullos

de mí, de mi vida, de mi hijo de linaje real.La visión se esfuma. Una nube ha tapado el soapagando los rutilantes cirios que ardían en el reflejdel río. En las aguas ensombrecidas surgen ahora laimágenes de mis más encarnizados enemigos. Eespectro de Wolsey, aunque revestido con sus ropajecardenalicios y empuñando la cruz de plata, aparec

 bañado en fuego infernal. Mueve los labiomaldiciéndome, mas no pronuncia palabra alguncondenado a la impotencia y el silencio. Veo Catalina y a María, y también a las maldiciente

duquesas de Norfolk y Suffolk. Avejentadarepulsivas y gibosas, con la piel cubierta de manchaslos dientes cariados, cotorrean con voz chillona.

Ahora el sol recobra su fulgor y de mi cerebrdesaparece este mal sueño, reemplazado por un

radiante esperanza. Quizá aprenda a comportarmcomo corresponde a una reina —con magnanimidad generosidad de espíritu para con mis enemigos— halle ese pozo de donde manan todas las buenaacciones. Pero puede también que no lo aprenda.

Debo poner fin a mis ensoñaciones para acudir

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cenar con Enrique en cubierta bajo las últimas lucedel día. Me ha prometido una sorpresa, de modo quno tardaré en volver a tomar la pluma.

Tu afectísima,

 An

7 de octubre de 153

 Diario:

Me tiembla la mano. No es la humedad de la mañanni la brisa que se filtra en los aposentos de es

 barcaza lo que me impide sostener la pluma, sino un

emoción profundísima que me ha tomado posorpresa. ¿De qué emoción hablo? De amor. De uamor dulce y sincero. El milagro que anhelaba y peden mis oraciones se ha hecho realidad.

Quien oyera relatar lo acontecido anoche, cuand

Enrique me presentó su sorpresa, diría tal vez que nes amor lo que siento, sino gratitud por sgenerosidad. Cuando subí a cubierta para cenar, sobrla mesa no había cordero ni tartas ni liebre asada, sinla colección de joyas de Catalina, el tesoro de familia: brazaletes, collares, broches, pendientesortijas y pequeñas diademas de perlas y esmeralda

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diamantes, rubíes y zafiros resplandecían bajo lodestellos del sol del ocaso. Enrique permanecía muufano, con los ojos brillantes, aguardando como uchiquillo mi expresión de estupor y m

exclamaciones de gozo. Pero yo me quedé de piedr boquiabierta. —¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué dices, Ana? Luch

 por estas joyas con Catalina como lucha un mastín coun oso.

Sé que él esperaba recibir abrazos, besos y demámuestras de entusiasmo por un regalo tan maravillos

 pero yo sólo acerté a echarme a reír, sin controruidosamente. Juro por Dios que mi alegría no era pola derrota de Catalina; era más bien como si de malma se hubiera esfumado todo sentimiento de dolo

Con mi risa salieron despedidos los temores, odios disgustos acumulados durante los seis años anterioreAl observarme, Enrique se unió a mis carcajadas. N

 podíamos parar de reír. Inclinados el uno hacia el otracabamos por abrazarnos y, con las mejillas bañada

en lágrimas, bajamos la cara. Entonces nos miramoDespués nos besamos. Al principio fueron beso breves, con gusto salobre, y luego más profundos  prolongados. El calor afluyó a mis entrañas. La piernas no me sostenían y, de improviso, en mi cabez

sonó, repetido, un susurro, una letanía: «Os am

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Enrique, os amo Enrique, os amo...»Presa de un gozo indescriptible, me aferré a es

hombre, a ese fiel amigo cuyo amor lo había llevadoafrontar tempestades y mares embravecidos, de lo

que había salido íntegro aunque no ileso, sólo parcasarse conmigo. Fue tal mi ansia de aferrarme a scuerpo, que hubo de ser él quien pusiera fin al abrazo

 —Ana, Ana —musitó—. Debemos parar o nllegarás virgen a la noche de bodas. —Se apartó couna mirada de asombro, pues nunca hasta esmomento había notado tanta pasión en mis besos—Ten, ponte esto. —Me hizo volver y me rodeó ecuello con un pesado collar—. Déjame que te vea —añadió.

Enrique me situó frente a él. En sus ojos v

reflejados el agua reluciente, la luz del crepúsculo, larutilantes gemas que adornaban mi cuello, y algo máimportante: mi amor. Sé que vio ese amor.

 —Soy el hombre más dichoso de Inglaterra —dijcon una tierna sonrisa.

 —Y yo —susurré— soy la más dichosa de lamujeres.Tu afectísima,

 An

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Octubre de 153

 Diario:

Días y noches de gozo y deleite. Ataviada con ropa

y joyas reales, rodeada de un deslumbrante séquitdisfruto de un sinfín de banquetes, representaciones  bailes en mi honor. Esta población de Calais es ulugar bien extraño. En suelo francés y bajo soberaninglesa, me ha dispensado una acogida más calurosa dla que me ha ofrecido nunca mi tierra de origeCuando tras salir del edificio del Erario, donde noalojamos, recorríamos la antigua ciudad para oír misen San Nicolás, la multitud nos vitoreaba. Unos niñome entregaron flores, y tanto los hombres como lamujeres me dedicaron sinceras sonrisas.

En mi corazón se apaciguó la exaltación quamenazaba con hacerlo estallar cuando a nuestllegada a Dover, antes de cruzar el Canal, recibimonuevas de que Leonor, la reina de Francia, junto cotodas las damas de abolengo de la corte, se hab

negado a recibirme y a asistir a mi boda. Su decisióes comprensible, por tratarse de la hermana demperador y ser, por lo tanto, pariente de Catalina. Ecambio, la hermana de Francisco, la duquesa Margaride Alençon, no tiene motivos para adoptar esa postur

Siendo yo una muchacha en la corte del rey Francisco

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la serví con lealtad y gran afecto, y de ella aprendí nsólo a cultivar mi talento, sino la coquetería que tantatrae a los hombres. Además, lejos de atenerse a lestablecido, ella defendía las ideas luteranas en

seno de la corte católica. Fue precisamente Margariquien me dio permiso para leer las obras en que mátarde Enrique hallaría argumentos para someter a Iglesia. Este desaire me hirió como una traición, ausin llegar a la bajeza del ofrecimiento del rey francé

 —que bien puede calificarse de insulto— de traeconsigo a la duquesa de Vendôme en lugar de la reinaEsa mujer es célebre por su reputación... ¡dcortesana! Estas féminas de la corte francesa solvidan de que las conozco muy bien: son, sexcepción, licenciosas y lascivas. Que me digan cu

de ellas habría mantenido a raya los apetitos de su redurante seis años. Apuesto a que no habría ni una sola

Al enterarme de estas circunstancias, me mordí lengua. Mantuve la cabeza alta, sin dejarme domina

 por el mal genio. Pedí a Enrique que indicara a s

 primo Francisco la conveniencia de dejar a la duquesde Vendôme en casa y presentarse solo, y añadí quera de la mayor importancia para mí que lo hicierEnrique, acostumbrado como está a mis rabietaapreció esta vez la dignidad de mi postura y, orgullos

y contento, afirmó que nada podría apartarlo de s

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 propósito. Nuestro casamiento se llevará a cabo coFrancisco a su lado.

Tu afectísima,

 An

22 de octubre de 153

 Diario:Mis doncellas cuchichean mientras llenan un

 bañera de latón ante el animado fuego de la chimeney encienden braseros para que la estancia estcaldeada cuando me bañe. Sé que el gentilhombre d

cámara de Enrique hace lo mismo en los aposentos déste contiguos a los míos.Ya me imagino los comentarios que harán mi

damas cuando las dispense de sus tareas. «El rey y marquesa de Pembroke se han bañado cada uno por s

lado —murmurarán—. Han cenado y han bebido utanto...; a ella el aliento le olía a vino, lo he notado. Hvuelto, aún temprano, a sus aposentos y nos ha dichque iba a bañarse. Cuando fuimos a buscar la bañerlos mayordomos nos dijeron que de la cámara del retambién se habían llevado otra. Lady Ana cantaba co

 buen humor. Calentamos el agua, la perfumamos co

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esencia de rosa y aceites, y luego la ayudamos entrar. Si queréis saber la verdad, lady Ana no es gracosa: delgada, de pechos pequeños y cuello demasiadlargo. Total, que cualquiera se preguntaría qué pud

ver el rey en ella. El caso es que, tras el baño, no pidió que la cubriésemos con ese estupendo camisóde satén negro que Enrique mandó confeccionar parella, hecho lo cual le cepillamos el pelo hasta dejarltan lustroso como su atuendo. Después nos di

 permiso para retirarnos. Va a acostarse con el rey —susurrarán escandalizadas—. Cinco días antes de

 boda. Después de mantener todos estos años virginidad, ¿por qué no esperar? Nunca lo entenderé.»

A continuación expondré el porqué de mi insólitdecisión. Ya he escrito aquí acerca del amor qu

recientemente he descubierto hacia Enrique y de lacelebraciones que me dispensan en Calais. Esta noches la vigilia de la partida del rey hacia Boulogndonde se reunirá con Francisco y participará con él elides y festejos antes de partir juntos hacia aquí para

 boda. Enrique y yo decidimos cenar en privado, puessu regreso, y con motivo del casamiento, habrá todclase de actos y dispondremos de poca intimidad.

Así pues, al atardecer me vestí con esmero y por  puerta disimulada que comunica nuestros aposento

fui a su cámara. Él, que había mandado disponer

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cena frente a la chimenea, despidió a todos sugentileshombres, me ofreció una silla y sirvió vinDespués me besó el cuello.

 —Dos grandes reyes asistirán a tu boda, Ana. ¿Qu

dices al respecto? —Digo que dos está bien —respondí mirándolo los ojos—, pero con uno sería suficiente.

Enrique sonrió, satisfecho con el cumplido, y trasituar su silla delante de la mía, bebió un largo trago.

 —¿Debo entender que te tiene sin cuidado el quFrancisco bendiga nuestro casamiento? —preguntó.

 —No es eso. Sin embargo, en los últimos tiempohabéis puesto vuestro poder por encima del clero, locardenales y el Papa. ¿Por qué habríais de compartirlcon otro hombre, aunque sea un rey?

Tras reflexionar por unos segundos, Enrique esbozuna sonrisa y respondió:

 —Me complace que pienses así, querida. Tom bebe...

Acepté la copa que me ofrecía, y brindamos.

 —Por el rey más grande, que no teme a hombralguno... Enrique.Se hinchó hasta tal punto de satisfacción que m

 pareció más corpulento de lo que es. El corazóestuvo a punto de salírseme del pecho al sentirme e

 presencia de un espíritu tan magno y excelent

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¡Cuánto amor sentí por ese hombre, Diario, capaz dsacudir los cimientos del mundo por mí!

 —Cenemos y bebamos —le propuse—. Despuéen el tálamo real, podréis hacerme vuestra en cuerpo

alma. —¿Ahora? ¿Aquí? —preguntó con expresión dazoramiento—. ¿Antes de la noche de bodas?

 —Exactamente. —Tomé una de sus manos entre lamías—. Enrique, durante seis años hemos violado todnorma existente, salvo una. Os propongo violarlatodas. ¿Qué me decís?

Con velocidad vertiginosa se puso de pie ylevantándome en brazos, me cubrió de besos sin dejade repetir mi nombre.

 Nos retiramos, pues, cada uno a su aposento,

tomar un baño como un bautismo previo al fuegLuego volveremos a estar juntos para cumplir dosueños. Siempre había soñado casarme por amoEnrique quiere un hijo. Así se harán realidad esos dodeseos.

Tu afectísima,

 An

23 de octubre de 153

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 Ay, diario:

¡Juraría que Dios se mofa de mí desde el cielo¿Qué otra cosa me cabe suponer al recordar la noch

anterior? Esa noche que auguraba gloria y prometcumplida recompensa por seis años de serensacrificio y castidad por parte de ambos. CuandEnrique, magnífico rey y modelo de virilidad, tuvo objeto de sus deseos en el lecho, ofreciéndoabrazos y besos... fracasó. Fracasó por completo.

Tal vez se debiera al exceso de vino francés. Hab bebido con la cena, y también mientras tomaba  baño, seguramente con la intención de armarse dvalor para ese momento de tanta importancia. Quizhaya que achacarlo a la tensión de todos estos años,

viaje a Calais, a su frágil salud. O probablemenocurriese —y eso es lo que más temo— que mirarme desnuda en el lecho ya no vio a la antañhuidiza presa como un deseo a alcanzar, sino comsimple víctima atrapada que suplicara con ojos d

gacela una muerte piadosa. Esta pudo ser la causa dque su ardor se enfriara, pues ni su terrible necesidade tener hijos bastó para alumbrar el fuego dcazador, apagado con mi entrega.

De nada sirvieron zalamerías, bromas ni tierno

abrazos para encenderlo. Habría preferido que s

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enfureciera, que maldijera ese penoso momento, yque una intensa pasión a veces alumbra otra. Pero nfue así. Quedó abatido sin remedio. Como encogido

 pesar de su gran corpulencia, me rehuía la mirada. Y

tenía los ojos arrasados en lágrimas, no porque msintiese herida o decepcionada, sino porque me hacdaño el dolor de mi amado.

Así pues, nuestra noche de celebración y de rebeldunión —de Enrique el rey y Ana la marquesa dPembroke y en breve futura reina— la pasamoseparados, yo rígida bajo los doseles de la gran camaEnrique abatido en un sillón, al lado de la ventanaguardando la llegada del día.

Al final debí de quedarme dormida, pues cuandabrí los ojos por la mañana, el rey ya no estaba en

cámara. Sin llamar a mis damas, me puse como pudel camisón y adopté una expresión falsa —lánguida satisfecha—, para engañarlos a todos. De regreso emis habitaciones pregunté con buen humor a mdamas por el paradero del rey. De sus miradas gacha

deduje que Enrique se había puesto la máscara de uleón triunfante, y que ahora todos sabían con certezque nuestra relación era un hecho cumplido y que mfuturo como reina estaba asegurado. Respondieroque mi prometido había partido al alba para Boulogn

con un gran efectivo de soldados.

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Siento que el corazón me pesa como una losa. ¿Quvengativo Dios retribuye tan grandes esfuerzos con tatriste recompensa? Debo pasar cuatro días sola coeste secreto. Nadie ha de conocer la decadencia d

Enrique, ese declive de fuerzas que deseo transitoriQuizá necesite, para hallar el vigor, el dorado vínculque da el matrimonio legal. Pero pienso también qucon ese fracaso algo nació dentro del rey que ningununión legal conseguirá borrar. Como una simientenfermiza plantada en invierno, amenaza con brotacon la lluvia y el sol de las próximas estaciones crecer como horrible enredadera que estrangule gozo de la vida y la vida del amor.

De nada sirve, sin embargo, rumiar tanto. Mmáscara de alegría se pegará a mi rostro hasta que s

imagen reflejada en el espejo me engañe también a mCon la espalda erguida como una vara, tiendo la miradhacia el porvenir. Para bien o para mal, los añodesvelarán lo que me depara.

Tu afectísima,

 An

28 de octubre de 153

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 Diario:

Seguimos en Calais. El viento y la lluvia no cesaEs por ello que nos han aconsejado que nembarcásemos aún hacia Inglaterra. Desde la últim

vez que escribí han sucedido muchas cosas que haalterado tanto las circunstancias como mi disposicióde ánimo. Mientras Enrique estuvo en Boulognadonde había ido a buscar al rey, combatí desesperación extrayendo fuerzas de amigos familiares. Mis hermanos, dichosos de volver a estaen Francia, organizaron un paseo con almuerzincluido por la costa. Thomas Wyatt, amigo fiel etodo momento, que todavía me rinde respetuoshomenaje, escribió una poesía para la ocasión, acercde sus sentimientos, nunca correspondidos y cosa y

del pasado, hacia mí. Es como sigue:

 A veces siento el fuego que me ha acompañado

 Por mar, por tierra, por agua y por aire,

Y ahora sigo las brasas que de Dover a Calais

Contra mi voluntad se han apagado.

Una tarde, sentados a solas frente a la chimeneThomas y yo pasamos las horas recordando viejotiempos. Han transcurrido diez años desde que volví

la corte inglesa procedente de Francia y él me regala

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este diario. Me preguntó si lo había llenado y responque había escrito versos y algún recuerdo, poco má

 pues a pesar de la inquebrantable amistad de ThomaWyatt, hay en mí un escrúpulo que no me permit

hablar de lo que he escrito.Los dos reyes llegaron el día previo al fijado pami boda, pero me ausenté por motivos de dignidad

 protocolo. Enrique vino a saludarme. Ni él ni yhablamos del triste fracaso de la víspera de su partid

 pues traía graves novedades. Al cuarto día de su viajel rey de Francia retiró su apoyo a nuestrmatrimonio. Habían llegado noticias de Austria, dondlas tropas de Carlos habían infligido una sevederrota a los turcos. Tras la victoria, los hombres desobrino de Catalina ansiaban un nuevo campo d

 batalla, y Francisco temía que si daba su bendiciónnuestro matrimonio el emperador respondieslanzando sus ejércitos contra Francia.

 No supe qué decir. Aquello parecía un insulto, uúltimo obstáculo en nuestro largo camino plagado d

contrariedades, pero en esta ocasión logré conservala calma. No me tomé esas circunstancias como unofensa personal, sino como simples cuestione

 políticas propias de soberanos y papas. Me sentreina, y obrando como tal, en lugar de lágrimas

cólera ofrecí a Enrique una posible solución.

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 palabras habrían alabado esa compostura regia quúltimamente se ha forjado en mí y al orgullo que en despierta.

Había llegado pues el momento de organizar

encuentro con Francisco, y debía ser un actespléndido. Era necesario que le ofreciésemos entorno más fastuoso, la música más deliciosa, el vinmás selecto, los más exquisitos manjares, las máricas vestiduras. Yo estaba decidida a proporcionarltodo aquello y aún más, pues con nuestra hospitalidadebíamos demostrarle que no le guardábamos renco

 por habernos retirado su apoyo y que para él sería dinterés que, aun volviéndonos públicamente la espalden el trato privado fuese nuestro fiel y buen amigo.

La noche que habría sido escenario de

celebración de nuestra boda, Enrique y el reFrancisco cenaron juntos en las dependencias dgremio de mercaderes, que con gran solicitud yo habdecorado con los más suntuosos ornamentos. Loarmarios y vitrinas crujían con el peso de la vajilla d

oro de Enrique. Las paredes estaban cubiertas poentero de magníficos tapices y todos los rinconeresplandecían con velas sostenidas por candelabros doro con gemas engastadas. Expertísimos músicotraídos de París interpretaban las composiciones d

moda. Cuando ambos soberanos estuvieron hartos d

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comida, vino y risas, se abrieron de par en par la puertas y por ellas entraron ocho damas enmascaradadanzando al son de una melodía. Sus vestidos eran dgasa, tela de plata y satén carmesí ornado con encaje

de oro. Cada una de las misteriosas damas escogió un invitado francés como pareja de baile. Uno de ellofue Francisco, espléndido con su traje de color violey oro en cuyo cuello relucían diamantes, perlas esmeraldas de gran tamaño. Luego, obedeciendo a unseñal convenida, las damas se quitaron las máscaraLa pareja del rey de Francia era yo.

El monarca me miró con ojos resplandecientes dsorpresa y alborozo, evidenciando la admiració

 producida por mi audaz e ingeniosa entrada. Desde  presidencia de la mesa, Enrique observó nuestra

 piruetas y brincos, complacido de ver que el augustrey de Francia rendía homenaje a su amada. Despuémantuve una conversación privada con él. Hablamode un sinfín de cosas, rememoramos los años de mestancia en su corte, intercambiamos halagos

algunas palabras serias que rozaban asuntos de EstadMe pidió disculpas (¡a mí!) por haber desautorizad públicamente nuestro casamiento y me dio unexplicación que yo, con real donaire, acepté. En lugadel apoyo público, ofreció deliciosas intrigas y

contribución de los cardenales franceses Tournon

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Grammont para hacer que el papa Clemente aplace sentencia sobre el divorcio, que se augura favorableCatalina.

La noche fue un éxito rotundo y Enrique no cabía e

sí de júbilo. Cuando nos retiramos, ya tarde, quisaprovechar que estaba de excelente ánimo y mescurrí sin ser convidada entre los brazos de Enriqudonde hallé ardiente acogida. Fue maravillosa eunión imprevista, áspera y a la vez tierna y doloros

 pero dulce. Mi cuerpo y mis entrañas recibieron poentero al rey, y él se me mostró en su vertiente máapasionada. La noche dio paso al día, pero no por ellnos alejamos del lecho real. Luego, comenzaron latormentas y resultó imposible emprender el regresoInglaterra.

Para nosotros ese empeoramiento del tiempresultó maravilloso. Nos servían las comidas a

 puerta del dormitorio. Durante tres días y tres nocheseguidas no vimos a nadie. Reímos, cantamos interpretamos duetos, bebimos, nos bañamos junto

frente al fuego, forjamos planes e hicimos el amoPor fin, hace dos horas, Enrique se ha vestiddiciendo que debía atender los preparativos para viaje, pues el temporal estaba por ceder. Me ha dadun beso y ha sonreído. Nunca antes vi a un hombre ta

satisfecho. Después me ha dejado, y aquí estoy, sol

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escribiendo.Mis temores se han disipado casi por completo. M

matrimonio es seguro y, si hay un Dios en el cielo, destos días de sensualidad pronto notaré el fruto en m

vientre. Veo ante mí un futuro despejado, pues el amo bendice esta unión y brillará como un faro iluminandsiempre nuestro camino.

Tu afectísima,

 An

3 de enero de 153

 Diario:¡Alabado sea Jesucristo, la profecía se cumpl

¡Estoy embarazada! Desde que regresamos de Calahe rezado todos los días para que llegara el milagr

 pues con el estorbo de las fiestas y los asuntos d

Estado, el rey y yo hemos disfrutado de poco tiemp para la intimidad y el amor. Toda la corte sabía que pofin nos habíamos acostado juntos. Mis buenos amigorogaban también por que aquella reclusión en Calatuviera un feliz resultado.

Casi no me atrevía a respirar cuando se aproximabmi período, pero no llegó. Vivía cada acceso d

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náuseas con alegría. De repente se me dio por devoragrandes cantidades de manzanas, aunque nunca mhabían gustado. Los pechos me crecieron hasasomar por el escote del corpiño. La cara tomó un

redondez que limó todos los ángulos. No dije nada Enrique, pues aguardaba a tener la prueba inequívocde mi estado, pero cuando dos días después de Añ

 Nuevo se cumplió la fecha del segundo mes sinovedad, fui a verlo. Tras decirle que había olvidadentregarle un presente, le ofrecí una preciosa cajiforrada con tela de plata. Él parecía cansado abrumado por sus obligaciones.

 —No tengo nada que darte a cambio —me dijo. —Pero Enrique —repuse—, este regalo te l

entrego a cambio de uno que me hiciste.

Ladeó la cabeza y, tras observar mi misteriossonrisa, abrió la cajita. Dentro, entre gasas, había ugorrito de bautismo que yo misma había bordado cohilo de oro y púrpura. Lo miró fijamente y tardó unosegundos en desentrañar el significado.

 —¿Es verdad? —susurró con tono de incredulidad —Estoy embarazada de nuestro hijo, Enriqu Nuestro hijo.

Entonces me estrechó fuertemente entre sus brazoy gritó mi nombre. Me besó la boca, las mejillas, lo

 párpados, el cuello. Sentí en los pechos la humedad d

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sus lágrimas y el temblor de su cuerpo mientrasusurraba: «Gracias, gracias, gracias». Finalmente sapartó y, al borde de las lágrimas, me dijo:

 —Queda mucho por hacer, pues este niño deb

nacer de una reina.Yo le tomé una mano y la besé. —Soy yo, Enrique, mi señor, quien te da las má

humildes gracias.A continuación se marchó a grandes zancada

completamente decidido a poner la corona dInglaterra sobre mi cabeza.

Tu afectísima,

 An

16 de enero de 153

 Diario:

Por debajo de la corte oficial, compuesta de loresdamas, miembros del Parlamento, consejerocancilleres y obispos, hay una corte privada, ugabinete secreto integrado por unos pocos, que soquienes realmente manejan las riendas del Estado. Ela actualidad son el rey y el secretario Cromwequienes deciden cuándo sale el sol y cuándo sube

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marea. No paran de idear planes y proyectos, Enrique cada día aprecia más las opiniones dCromwell. No hay duda de que es inteligente y apoysin reservas nuestro matrimonio.

Este hombre extraño, aun sin poseer gran estaturfísica ni la pompa del cardenal Wolsey —lujosacasas, maravillosas joyas, fastuosos festejos—, m

 parece una persona mucho más valiosa. Su figuraunque modesta, irradia dignidad. Pero yo sé quesconde una ambición tan grande como la del viejcardenal. Lo adivino en la expresión de sus ojos. Ncomete errores, ya que la caída de Wolsey le sirvió dlección. Veo que Enrique se apoya en él como antañse apoyó en el cardenal, y eso me da que pensaCromwell, que de tan alto favor goza ahora, ¿llegar

con el caprichoso correr del tiempo a caer tan bajcomo su señor? Qué más da. Ahora todos los asuntode importancia están parados, salvo uno. Ese asuntsuele decir Enrique, es como una moneda, que tienen una cara nuestro matrimonio y en la otra s

divorcio de Catalina.Desde aquí se reclamó el pronto regreso dCranmer desde la corte imperial española, donde erembajador, para consagrarlo como arzobispo dCanterbury. Entretanto, los agentes que Enrique tien

en Roma solicitaron de Clemente las bulas papale

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necesarias para hacerlo. El Santo Padre no debe sabeantes de concederlas, que el nuevo nombramiento dCranmer tiene un solo propósito, el divorcio del rey

 pues de lo contrario todo estaría perdido. Clemen

todavía cree, tal como le prometiera el rey Franciscque Enrique acatará la decisión que sobre smatrimonio pronuncie el tribunal que se constituirá eFrancia esta primavera.

Por ello no debe hablarse de matrimonio, embarazni coronación si no es con voz queda. Este frío sosegado mes de enero discurre con gran lentituTodas las mañanas, al despertar, rezo para que no haysangre entre mis piernas, para que ningún abortdesbarate tan minuciosos planes.

Mi padre, una de las pocas personas que conoce m

estado, vino a visitarme a mis aposentos, dondestaban expuestos todos los presentes de Enriqufinísimas alfombras, profusión de platos de oro, unnueva mesa de juego con taraceas de azulejos... Aadvertir que permanecía ceñudo junto al fuego s

 pronunciar palabra, le dije en broma: —Parecéis enfadado, padre. ¿Acaso tenéis ydemasiados nietos?

 No respondió ni me miró, pero yo, sin hacer casde su silencio, seguí presionándolo.

 —Decidme, ¿cómo habéis cambiado de idea acerc

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de este matrimonio? ¿Por qué ahora os oponéis a él? —Nunca lo quise. —¿Que nunca lo quisisteis? Fuisteis vos quien m

situó, siendo todavía una muchacha, bajo la mirada d

Enrique. Vos me ataviasteis, me peinasteis, mservisteis al rey como un refinado manjar francés e bandeja de plata. Vos queríais excitar su deseo.

 —¡Pero no que se casara contigo! —¿Por qué no? Seré reina, padre, reina d

Inglaterra.Apretó los labios con fuerza. Parecía como

acabara de engullir un amargo brebaje. En la chimenechisporroteó un tizón encendido y, en ese momentoal oír el chasquido, adiviné lo que pensaba.

 —Estaré por encima de vos. ¿Es eso? Seré vuestr

reina. Deberéis postraros ante la menor de vuestrahijas, y eso os mortifica, ¿verdad?

 —Sobremanera —susurró con vehemencia. —Fuisteis vos quien abonó la tierra, padre, y ahor

no os agrada la cosecha que ha dado.

 —¿Niegas tu propia ambición? —¡Sí, la niego! —exclamé—. Cuando era unchiquilla recién llegada de Francia sólo tenía unambición: casarme con un joven por amor. Entoncevos y el cardenal Wolsey invadisteis el tranquil

arroyo que era mi vida y lo represasteis, obstruyend

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su curso natural, y así, cuando el persistente amor dEnrique rompió el dique, el agua se trocó en creciden tumultuoso torrente que buscaba un nuevo cauceel suyo propio. ¡En ese cauce se ahogó Wolsey

ahora podríais quedar atrapado vos! —Escúchame, Ana —masculló con mirada fría acerada—. Este juego es más peligroso de lo qucrees. Tratas como juguetes a reyes y prelados, y aunRoma. Los pones en ridículo. Y otros hombremorirán por tu causa. Vas a acabar mal, me temo, contigo arrastrarás a esta familia.

Se marchó de modo repentino, dejando a su hijmenor cargada de miedo y de rabia contra sinsensible padre.

Tu afectísima,

 An

27 de enero de 153

 Diario:

La pluma me tiembla en la mano y la razón es qume he casado con el rey de Inglaterra. Han pasado seaños desde que nos propusimos este matrimoni¡Seis años! Me asombran todas las montañas qu

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hubieron de removerse para llegar a este insólithecho, aunque en realidad no se pareció en nada a lque yo había imaginado, pues se celebró de mod

 precipitado y secreto, de madrugada, mientras todo

dormían.El secretario Cromwell, Enrique y yo concebimo juntos el plan. Nuestros mensajeros despertaron resto de testigos —tan sólo mis padres, mi hermanThomas Wyatt y su hermana Margaret Lee— reclamaron su presencia conminándolos a que svistieran sin tardanza. Con toda discreción se les pidique cruzaran con sigilo las solitarias estancias d

 palacio en dirección a la capilla donde aguardábamoEnrique, Cromwell y yo. En voz baja, temblando dfrío, les rogamos que tuvieran paciencia y buen

disposición, sin revelarles nuestro plan. Hasta qullegó Thomas Cranmer, con porte serio y vestido

 pontificios no supieron cuál era el propósito daquella reunión. El prelado los invitó entonces acercarse para ser testigos del matrimonio entre

rey y Ana Bolena.Fue un breve y simple intercambio de juramento Nuestras voces resonaban en la capilla. Oí que mmadre lloraba. En cuanto a mi padre, no me atreví mirarlo. Enrique estaba de mal humor, rígido a caus

del miedo y seguramente por la rabia que le produc

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el que nuestro casamiento consistiera en esa pobre furtiva ceremonia, lejos de la celebración qumerecía. En el instante en que me ponía el anillo,

 puerta de la capilla chirrió sobre sus goznes. Fue sól

una corriente de aire que la había movido, pero el rese sobresaltó como una bestia acorralada y soltó u juramento entre dientes. Con ánimo de tranquilizarlle tomé la mano y la posé en mi vientre.

 —No hay de qué preocuparse, querido —le dije—Ya está hecho.

Cromwell se adelantó para felicitarnos y continuación pidió que le entregáramos los anillo

 para guardarlos. Hasta que lleguen las bulas dClemente y la consagración de Cranmer, esta uniódebe permanecer en secreto. Después, uno a un

abandonamos la capilla por separado. Yo regresé a maposentos. Los corredores estaban oscuros y helado

 pero no sentí el frío ni la soledad, sino al niño qudormía en mi vientre como una parte de mí. M

 pregunté si podría soñar, si compartiría mis sueños

yo los suyos, si cuando el bufón me hacía reír notaría el calor y el benéfico efecto de mcarcajadas.

Entré de puntillas en mis habitaciones para ndespertar a las damas, que dormían, y me dirigí hac

mi lecho; allí me entregué al sueño, por vez primer

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como mujer casada.Tu afectísima,

 An

24 de mayo de 153

 Diario:

Esta noche permanezco dichosamente retirada en Torre de Londres, tal como hicieron todos los reyes reinas antes de ser coronados. Aun siendo cierto quel amor de Enrique y mi propia resolución han hech

 posible la llegada de este día, debe reconocerse

 papel decisivo del plan concebido por ThomaCromwell. Así, paso a relatar sus últimas maniobracomo un capítulo digno de constar en la Historia, pueeste matrimonio ya comienza a crecer como una rammás del antiguo árbol de linajes de Inglaterra.

Mi matrimonio se mantuvo en secreto hasta qullegaron las bulas de Roma y Thomas Cranmer fuconsagrado arzobispo primado de Inglaterra. Sembargo, antes de jurar obediencia a la Iglesia, dacuerdo con el astuto plan ideado por el rey Cromwell, este buen hombre prestó un insólit

 juramento delante de varios testigos. Juró que siempr

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se supeditaría a la voluntad del rey y el país. Despuéen el Parlamento, se aprobó una ley que le concedautoridad suprema en todas las cuestioneespirituales, pero le prohibía apelar a Roma. M

hermano viajó al continente para comunicar al rey dFrancia la noticia de nuestro casamiento. Franciscotorgó su generosa bendición y su hermana Margaritque apenas unos meses antes me había desairado eCalais, le transmitió sus más amables saludos para lodos. Todo estaba preparado, pues, para aparecer e

 público como pareja legalmente unida.Enrique notificó nuestra boda al Parlamento y

Catalina se le comunicó por medio de un enviado reaElla, haciendo gala de su terquedad habitual, no se di

 por vencida. «Todavía sigo siendo la reina —les dijo

las duquesas de Norfolk y Suffolk—, y lo seré hasmi muerte.» Según me contaron, hace poco mandconfeccionar nuevos uniformes para sus sirvientes ordenó que bordasen en ellos la inicial de Enriquentrelazada con la suya. Ya no siento nada por ella

Diario, ni tristeza ni enojo ni compasión. Sólo deseque por algún mágico encantamiento como los dMerlín, desaparezca sin más. Si bien aquí en la corsu brillo se apaga por momentos y las voces de suadeptos, aunque persistentes, no son ahora más qu

débiles susurros, no por ello deja de constituir un

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molestia.Volvamos, empero, al tema del que querí

ocuparme. El divorcio de Catalina y Enrique sdirimió de forma definitiva hace seis días, en

 priorato de Dunstable. El arzobispo Cranmer, en usde su nueva autoridad, dictó que aquel matrimonio nera válido y que ambas partes quedaban, por lo tantlibres de volver a casarse. Y ayer mismo, el arzobispodesde una elevada galería de Lambeth Mano

 proclamó la entera legalidad de mi matrimonio coEnrique. De modo, pues, que ya no había obstácul

 para mi coronación.Hoy ha amanecido un día claro y perfecto. En nad

me han afectado los supersticiosos rumores que vemalos augurios en esta ocasión —el pez de casi cie

 pies de largo que se encontró varado en una playa dnorte o el gran cometa cuya cola semejaba una canos

 barba de viejo—. He despertado en el castillo dGreenwich con el sonido de distantes cañonazos. Mdamas me han arrancado de la cama para ataviarme co

un vestido de brocado de oro con mangas y corpiñsalpicados de perlas y un paño más en la falda a causde mi abultado vientre. Me han cepillado el cabello luego, como tocado, me han ceñido una gruesdiadema de diamantes de la cual pendía una cola d

gasa y oro.

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Margaret Mortimer, que miraba hacia el río por ventana, ha gritado: «¡Mirad, un gran dragón rojo quescupe fuego por la boca!» En una barcaza venía, eefecto, un dragón acompañado de varios terrible

monstruos y diablos que arrojaban fuego con gra bullicio. Esa espléndida barcaza precedía una flota dcentenares de embarcaciones engalanadas co

 banderas multicolores y campanillas, que venían  buscarme dejando una estela de música en el TámesiAsí pues, entre ese espectáculo flotante me llevarorío arriba hasta la Torre de Londres, cuyos cañonedispararon salvas para darme la bienvenida.

Junto a las escaleras de la fortaleza se habcongregado una multitud. Cuando llegué a la poternse apartó formando un pasadizo, al fondo del cual vi

mi marido Enrique, que sonrió y abrió los brazodispuesto a recibirme en ellos. Con la mirada prendiden la calidez de la suya, recorrí la distancia que noseparaba. Fue un trayecto feliz, aunque fue inclusmejor el instante en que al llegar posó las manos en

vientre que alberga su hijo y me besó con reverenciSoy incapaz de expresar lo mucho que me reconfortesa pública manifestación de amor.

Después, el viejo lord Kingston, alcaide de la Torrcruzó el patio y, con Enrique, me escoltó hasta lo

aposentos de la reina, restaurados y renovados para

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ocasión. No logré discernir si el agrio semblante dKingston se debía al dolor que aqueja su cuerptullido o al reconocido afecto que profesa poCatalina y su pesadumbre por tener que ser m

anfitrión. Sin embargo, se ha mostrado afable, y nadensombrece este placentero retiro de tres días tras cual me transformaré en persona real.

Tu afectísima,

 An

30 de mayo de 153

 Diario:¿Es cierto? ¿Me atreveré a escribirlo? He sid

coronada reina de Inglaterra. La reina Ana. Ana lreina. Anna Regina. Esta expresión es ahora una belrealidad. Bella y legal. Mi corazón late ya a un ritm

 pausado, pero durante las horas que duró la ceremontemí varias veces que me fuera a estallar, a un tiempde gozo y de terror.

El sábado por la mañana recorrí en comitiva lacalles de Londres, engalanadas con pendones de sedy telas multicolores que la brisa hacía ondear y dfuentes de las que manaba vino. Los nobles miraba

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desde las ventanas, y los plebeyos, guardias, artesanoy caballeros observaban a pie de calle el deslumbrandesfile. Había franceses, ataviados con trajes dterciopelo azul y gualda, montados en espléndido

 palafrenes, grandes damas en carruajes color carmesel lord canciller de Inglaterra, el alcalde de Londretodos vestidos de gala. Con el prominente vientrexpuesto con orgullo a la vista de todos, cubierta coun blanco vestido ribeteado de armiño y con portregio yo era transportada en una silla de manos, bajun palio sostenido por cuatro caballeros. Finalmentmarchaban treinta damas que pertenecían a diversoestamentos de la nobleza y, detrás de ellos, la guardidel rey.

Fue un espectáculo maravilloso, aunque, para se

franca, pocos exclamaron «Dios salve a la reina» y squitaron el sombrero a mi paso. Mi bufón lo

 provocaba gritando «¡Me parece que todos tenéis cabeza tiñosa y no osáis descubriros!», la mayor partde las veces sin obtener reacción alguna. En realida

su actitud no me sorprendió. Sé que el pueblo no mtiene en gran estima. Lo más seguro es que mirara para ver ese dedo de más que tengo o la mancha dcuello, para muchos una señal de que soy una especde bruja.

Sin embargo, no fue ese día, sino al siguient

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cuando me llevaron a la abadía de Westminster parmi coronación. En ese momento solemne y triunfal, altiva duquesa de Norfolk entró sosteniendo la cola dmi vestido, mientras el duque de Suffolk, que no hab

reparado en medios para evitar que esa ocasióllegase, caminaba delante de mí llevando la coronhasta el altar donde aguardaba el arzobispo CranmeAllí me arrodillé para ser ungida. Enrique, bendito se

 permanecía a un lado, en las sombras, dirigiéndommiradas de aliento. Apenas oí las bendiciones en latí

 pronunciadas por Cranmer ni el antiguo rito de coronación, pero sentí el dulce peso de la corona dsan Eduardo en la cabeza, el frío tacto del cetro de oren la mano derecha y la suavidad de la vara de marfen la izquierda. Así coronada, di sola unos pasos has

mi trono de terciopelo dorado, me volví y me senté.Al mirar aquel mar de rostros de quienes ya era

mis súbditos, me asaltó un miedo espantoso. Quissonreír, pero noté el semblante rígido, como si mhubiese convertido en una estatua de hielo. Sentí qu

el cetro y la vara me pesaban en exceso, y temí qucon el temblor se me resbalaran de las manos cayesen con estrépito al suelo. De haber ocurridtodas esas personas de expresión adusta se habríareído de mí, mientras susurraban: «Ana, la rein

impostora... Una plebeya, una puta que pretende hace

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de su hijo bastardo nuestro rey.» Pero entonces, y esmomento lo recordaré siempre, noté en el vientre la

 patadas de mi hijo, como si me dijera: «Madre, ntemas, porque yo estoy aquí, contigo.» Esa señ

venida de mi interior me infundió, como udeslumbrante sol de verano, un calor tan íntimo qutrocó en sonrisa la rigidez de mis facciones. Era unsonrisa tan resplandeciente y tan llena de amor quiluminó la penumbra de la abadía y su luz se proyectsobre todo Londres proclamando mi derecho a ocupaeste trono.

Tu afectísima,

 Reina An

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Isabel

Era tal el silencio que reinaba en el castillo, qu

uando Isabel cerró el diario percibió el pulso de la sangrn los oídos. La joven reina esbozó una sonrisa al pensa

que había asistido a la coronación de su madre. La patada du diminuto pie había insuflado a Ana el valor parnfrentarse al mundo como reina. Sí, concluyó, su madr

había sido valerosa. Había resistido los embates coirmeza. Al contrario de lo que siempre había creído, nra de su padre, sino de ella, de quien Isabel había extraídu valentía. Desde niña le habían dicho que era hija de unraidora y que todos los traidores son cobardes. El dolo

ausado por estas acusaciones y la reputación de adúltera rostituta de Ana habían herido el alma de la pequeñrincesa hasta llevarla a no pronunciar el nombre de Ana nensar en ella siquiera. Con todo, Isabel veía ahora que s

madre había hecho algo extraordinario, milagroso inclusohabía logrado la victoria contra lo imposible. Habontenido la pasión del rey de Inglaterra durante seis añoon el fin de llevar la corona y garantizar la legitimidad du prole.

Isabel llevaba varios meses leyendo el diario en ratomuertos, y su contenido la había emocionado, educado

hasta enfadado a veces. En las últimas páginas leída

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quedaba plasmado el camino por el cual su madre habasado de plebeya a reina, en una ceremonia que más biearecía un funeral que una celebración, y también la repuls

del pueblo, de sus súbditos, cuando por fin accedió

rono. La descripción de aquella ceremonia hizo que Isabvocase el día en que ella había sido coronada.Aun siendo hija del rey, había obtenido la corona tra

una larga batalla. De niña siempre había vivido a la sombrde Eduardo, el heredero indiscutido. Su padre, aunqumable, dedicaba poco tiempo a aquella alegre niñelirroja cuya presencia sin duda debía de despertar en margos recuerdos del amor más apasionado de su vida.

 No obstante haber pasado la infancia alejada de orte, privada de los cuidados de su padre, para Isabel

muerte de éste había sido como si el sol se hubiera puest

ara no volver a salir. Luego, el breve y turbulento reinadde su hermano Eduardo, sometido a la codicia de lohombres que pretendían controlarlo, había concluido en ubrir y cerrar de ojos.

Por último, había reinado María, la siguiente en

ínea de sucesión, que se había aferrado al trono con lagarras de un halcón. Su infancia como única heredera dEnrique y Catalina había sido un periodo dulce lacentero, pero entonces Ana Bolena había entrado en s

vida para desbaratarlo todo. La fría danza de la amargura

l odio de María giraban en torno a la madre de Isabel, y, e

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menor medida, a su pequeña hermanastra.María había dado, debía reconocerlo, notable

muestras de contención con respecto a ella durante sambién breve reinado. Ante la serie de intrigas destinadas

ibrar el país de la reina católica y poner en el trono a opular princesa que tan asombroso parecido guardaba col rey Enrique, todos los consejeros de María la había

urgido a eliminar a la «pequeña puta», la hereje protestany posible usurpadora de su corona.

Isabel se levantó del sillón y notó el cansancio en suhombros. Tras apagar la última vela, se acomodó en secho. Los ladrillos calientes que Kat había puesto entre laábanas se habían enfriado hacía rato, de modo que scurrucó para entrar en calor. Sin embargo, el sueño tardn acudir, pues ante sus ojos desfilaban los recuerdos de

inuoso camino que había desembocado en su coronacióomo una onírica escena teatral protagonizada por ella y samilia.

El año en que María quedó embarazada de su maridFelipe, fue una de las épocas más negras de la vida d

sabel. Con el futuro nacimiento de un heredero legítimdel trono, todas sus esperanzas de ser reina quedaroplastadas, como el cuerpo de una gaviota que choca contr

un acantilado. La habían llamado de su largo exilio parcompañar a la reina durante su embarazo en Greenwic

Sabía que su presencia produciría en María y su

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onsejeros un odioso regocijo. Se regodearían viendómo se desvanecían sus pretensiones a la corona a medid

que crecía el vientre de la reina.Habría sido de prever que en sus días más fecundos

gozosos, la soberana hubiera suavizado el trato infligido os protestantes, pero no fue así. Desde su cámara deposo, presa de un sanguinario frenesí, María ordenntensificar la persecución de aquéllos, como si necesitarradicar hasta el último de los infieles de Inglaterra ante

de traer su hijo al mundo.Durante ese periodo de reclusión Felipe concibió u

vivo interés por su cuñada de veintiún años. Habían pasadmuchas horas juntos hablando de las opciones dmatrimonio de Isabel, que sin excepción habríaedundando en un incremento del ya sustancial poder qu

Felipe tenía en Europa y que, también sin excepción, elechazaba con tanta suavidad como firmeza. Recordó que

melancólico talante del rey español ejercía sobre elierto atractivo. No la superaba en estatura y siempre sncontraba algo indispuesto, ya que padecía una dolenc

rónica de estómago. Él demostraba un evidente deleior aquella robusta joven cuyo ingenio y erudicióontrastaban con la severa piedad de su madura espossabel intuía que el interés de Felipe por ella obedecía,

menos en parte, a razones prácticas. Su esposa podía mor

n el parto, y si él quería mantener el control de Inglaterr

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rataría sin duda de casarse con la hermana de la fallecido obstante, al recordar aquellos días en que aguardaban

que María diese a luz al varón que prometieran laomadronas, Isabel pensó que el interés de Felipe por s

ersona iba más allá de las maniobras políticas. Estabonvencida de que se había enamorado de ella y que hubiera preferido para compartir el trono.

Pero el hijo de María no llegó a nacer. La fecha tasperada vino y se fue sin síntomas de parto. La reinermaneció durante horas en el suelo, entre cojines, viendon tristeza y horror cómo comenzaba a mermar

volumen de su vientre. Mientras éste disminuía, el poder a importancia de Isabel empezaron a crecer en proporciónversa. Era obvio que María había sufrido un falsmbarazo y que, muy posiblemente, ya había llegado a

menopausia. Mortificada por su fracaso, la reina abandona cámara de reposo y anunció a la corte que se trasladabl palacio de Oatlands; Isabel fue despedida sin preámbulo

y enviada de nuevo al exilio.En los distintos viajes que cada una realizó, qued

atente el escaso apoyo con que María contaba entre suúbditos. Ya no quedaban católicos menores de treinta añoy el sanguinario trato dispensado por la reina a lorotestantes había suscitado la ira del pueblo llano. El falsmbarazo fue el golpe definitivo que, como hacha d

verdugo, segó cualquier ascendiente que María pudie

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ener en los corazones de los ingleses. La pomposomitiva hacia Oatlands había hallado a su paso, según supsabel, muchos semblantes sombríos y gritos forzados d

«Dios salve a la reina». En su retorno a Hatfield, e

ambio, la modesta caravana de Isabel había pasado poaminos flanqueados de campesinos que le dirigíardorosos saludos. A través de ellos la princesa había idomprendiendo una profunda verdad: las gentes dnglaterra la amaban con fervor, veían en ella la encarnacióemenina de su amado Enrique VIII y creían que sería sróxima reina.

Durante el año siguiente, a María sólo le quedaballecer. Al final fue su propia condición de mujer lo que llevó a la muerte, con la podredumbre de su matriz. Felip

había cumplido la parte que convenía a sus interese

onvenciéndola durante sus últimos días de vida de qunombrase a Isabel su sucesora. De este modo, cuando lomensajeros reales llegaron a Hatfield con las noticias taargamente esperadas, Isabel estaba más que dispuesta pau ascensión al trono. Dispuesta y anhelante.

Isabel pensó en su pobre madre. Apenas un alma shabía descubierto de buen grado en su honor el día de soronación, celebrada en primavera. En cambio, el día de oronación de Isabel, a pesar de la crudeza del invierno, la

gentes habían lanzado miles de sombreros al aire. E

spectáculo superó con creces sus expectativas. Las calle

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staban abarrotadas. Un millar de jinetes cabalgaban erillante desfile, su silla de manos con brocado de oro, smado Robin a lomos de un blanco corcel detrás de ell

grandes vítores, encomendaciones a Dios y buenos deseo

iernas palabras que se vertían en oleadas sobre ella. Habido un momento de gozo y alegría. «¡Dios guarde a SMajestad!», gritaban. «¡Y Dios os guarde a todovosotros!», respondía ella, henchida de emoción.

Allí donde la comitiva se detenía, se recitaba uoema o se entonaba una canción. Isabel escuchabtentamente y se sumaba con tanto fervor a la fiesta quuando reemprendía la marcha había entregado a cada un

de sus súbditos una diminuta parte de su corazón. Lromesa que hizo ante una enfebrecida multitud dondinenses en Cheapside, de ser tan buena con ellos com

amás lo había sido una reina con su pueblo, la colmó de untusiasmo comparable al de quienes la escuchaban, porqu

veían con claridad que todo su ascendiente se lo debía exclusiva al pueblo. Sin su amor, no le cabía la menor dud

de que María la habría mandado ejecutar por hereje. Sin s

mor, nunca habría llegado a sentir la corona de Inglaterrobre su cabeza.Isabel notó que el sueño al fin la vencía. Aquel amo

ra lo que le había faltado a su madre, pensó antes ddormirse.

Ana había sido una incomprendida, y es

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ncomprensión la había llevado a la muerte.

4 de junio de 153

 Diario:

Éste es el verano más dichoso de mi vida. Los díason largos y la cálida brisa de Windsor estimpregnada de la fragancia de las rosas y la hierb

recién cortada. Enrique no quiso salir de caceríPrefirió quedarse a mi lado. Cuando va con suhombres a cazar, regresa al caer la noche y me traramilletes de violetas, cestos de moras, una pluma dlechuza o un lazo de hierba trenzada con sauce

lánguidos lirios. Está sumamente orgulloso de mvientre, y me atrevería a decir que ninguna mujer debde sentirse más amada que yo.

Del ajuar de Catalina he recibido una gran cantidade joyas, copas de plata, ropa de cama, bacines, cama

y taburetes. A través de mi propio consejo privad puedo recaudar las rentas de mis propiedadeAdemás, Enrique me ha honrado con la condición dmujer independiente, lo cual me permite administramis ganancias sin intervención de su parte.

Por fortuna no han llegado a nuestros oído protestas de Roma ni del emperador Carlos. Deben d

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comprender que quien se opone a Enrique corrserios riesgos. Francisco, que sigue prestándonos samistad, envió un regalo de boda: cuatro mulas y unlujosa litera de estilo italiano, bañada en oro

ricamente labrada; su interior está tapizado coterciopelo púrpura y acolchado con plumas. En uncarta adjunta expresaba su confianza en que aqu

 presente fuera digno de tan hermosa reina.Mis aposentos son día y noche escenario de tod

clase de diversiones: música, danzas, juegos mascaradas. Tengo un nuevo bufón, o más bien deberdecir bufona, pues ¡es una mujer! Nos hace reír muchcon sus bromas y sus observaciones sagaces. Entrmis doncellas y los caballeros surgen muchos idilioacompañados de las correspondientes intriga

azoramientos y risas. En relación con cuantos mrodean mantengo un proceder virtuoso y pacífico. H

 prohibido cualquier disputa y no permito que mservidores frecuenten lugares de mala fama ncompañías obscenas. Mis damas, a quienes h

 prohibido holgazanear o tomarse libertadelicenciosas, se mantienen ocupadas cosiendo para lomenesterosos y asistiendo todos los días a loservicios religiosos. A veces pienso que me he vueltdemasiado seria, pero ahora que Enrique ha sid

nombrado cabeza suprema de la Iglesia y el Estado,

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reina debe dar ejemplo cristiano. Además, Dio bendice a los buenos creyentes con hijos varones, polo que mi proceder ha de ajustarse a la moral y a suleyes.

Hay un joven cortesano que atrae mi atención. Sllama Mark Smeaton y es un músico y cantanmagnífico. Posee un atractivo impregnado dhonradez y gracia que me recuerda al joven Percy quamé. Mark me rinde homenaje con un fervor qusobrepasa el debido a una soberana y que para mí tientrazas de amor cortés. Se sienta a mis pies y, mientratañe el laúd, canta baladas tan dulces como un coro dángeles. No debería alentarlo, pero su devoción mllega al alma y a menudo reclamo su presencia en mreuniones privadas. Incluso Enrique se ha encariñad

con él y le presta la atención que tendría un padre coun hijo.

Mi salud es excelente y mis mejillas, habitualment pálidas, muestran un subido arrebol. El bebé se muevy da vigorosas patadas, y a nadie se le ocurre hablar d

aborto. Aun así, me inquieta la posibilidad de morir eel parto, y por ello envié un mensaje a la monja dKent solicitando una vez más su colaboración. Puestque en la profecía en que habló de mi hijo Tudor y dsu largo y próspero reinado no hizo alusión alguna

mí ni a mi vida, quise recurrir a ella para, con la ayud

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de sus visiones, conocer mi destino, ya que si he dfallecer debo tomar ciertas disposiciones y dejaescritas algunas cartas. Pero lo que he sabido por respuesta de su abadesa es que la buena herman

mantiene una estricta clausura y ha relegado loasuntos mundanos en aras de la espiritualidad. Dmodo que mi destino sólo será revelado con el lentcurso del tiempo y deberé vivir con mi impaciencia.

Tu afectísima,

 An

12 de julio de 153

 Diario:

Por fin han llegado noticias de Roma, y son malaHace dos días, cuando Enrique salió a cazar, sentí unextraña inquietud. Durante su ausencia me preocupab

que pudiera correr algún peligro y que mis temorefueran proféticos. Desde que empezó este embaraz juro que poseo otro sentido aparte de la vista y oído, una especie de certidumbre que no se funda en razón. Si bien al caer la noche él aún no había vueltno presentí que estuviera enfermo ni herido. Cuandme disponía a acostarme, llegó el conde d

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Shrewsbury para informarme de que Su Majesta pernoctaría en Buckdon Lodge y regresaría tras otr jornada de caza. Sentí un escalofrío y le pregunté Shrewsbury si el rey estaba bien y si había cobrad

muchas piezas. El rey estaba perfectamente, repuso,  bien los venados se habían mostrado esquivos a suflechas. Esa noche dormí intranquila y pasé el dsiguiente en un extraño estado.

Por la noche el rey volvió con varios hombres.  juzgar por sus exclamaciones y sus vivas parecalegre, pero cuando vino a mis aposentos y entrgrandes abrazos se interesó por mí y por nuestro hij

 percibí un dolor y un desasosiego soterrados. L pregunté cómo se encontraba y contestó que sólo u poco cansado por la distancia recorrida. Entonces l

invité a tomar asiento, le hice masaje en las sienes volví a insistir con cautela. Dejó escapar un largsuspiro e hizo ademán de hablar, pero no articul

 palabra. Se tapó los ojos con la mano y con voapagada me confesó:

 —Ana... no he estado cazando. —¿Dónde has estado, pues? —En Guildford, con los miembros de mi consej

 No quería que te preocuparas, pero la verdad es quhan llegado nuevas de Clemente sobre el asunto de m

divorcio.

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 —¿No te lo ha concedido? —Aún peor. Ha anulado nuestro matrimonio

declarado ilegítima toda descendencia que tengamoSi no me separo de inmediato de ti y restituyo

Catalina en septiembre... me excomulgará. Y tambiéal arzobispo Cranmer.Un nuevo suspiro brotó de su garganta y de repen

me pareció más abatido que nunca. Me arrodillé, cuando hablé las palabras resonaron en mi cabezcomo en una caracola vacía.

 —¿Acaso no lo habíamos previsto, Enrique? —Sí, por supuesto, pero saber que se avecina un

gran tempestad no evita el daño que causa cuandfinalmente llega. No por ello deja de anegar locampos, arrancar los árboles, arrasar las playas y dej

un reguero de muertos. —Sacudió la cabeza, turbad —. No esperaba que fuera a sentirme tan... vacío. LIglesia católica siempre ha sido una madre para mMe he comportado como su hijo fiel y de ella hobtenido gran auxilio.

 No opuse nada a aquello, consciente de imprudencia que supone hablar mal de su madre a uhijo, aun cuando él se hubiese referido a ella codureza.

 —Ahora el ingrato hijo decapitará a su madre par

sustituir la cabeza por la suya propia —prosiguió

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tiempo que me dirigía una mirada de desesperación— No me ha dejado otra alternativa, Ana, te lo aseguro.

 —Escúchame —dije, y tomé sus manos con dulzur —. Algunas madres no quieren dejar que sus hijo

crezcan, maduren y asuman los derechos que Dios leha otorgado. Y tú, Enrique, como rey de Inglaterr posees derechos antiguos y soberanos. Si la Iglesia nte los reconoce, deberás tomarlos por la fuerza. ¡Poel bien de Inglaterra!

El rey asentía en silencio, concediéndome la razóaunque a desgana.

 —¿No hay nada que pueda hacerse? —pregunté. —Mis consejeros en derecho canónico propone

que vaya más allá de lo dispuesto por Clemenapelando a un concilio general, pero con ello sólo s

lograría retrasar la sentencia. —¿No podría ayudarte el rey Francisco? Él está e

 buenas relaciones con el Papa. ¿Qué dice Cromwede todo esto?

 —Lo mismo que tú —repuso Enrique, y soltó un

áspera carcajada—. Que mis derechos como re prevalecen sobre la voluntad de la Iglesia. Sembargo, a veces tengo dudas sobre ese hombre. M

 parece que no siente temor de Dios. —Yo creo que Cromwell teme a Dios igual qu

todos nosotros. Lo que le ocurre es que no teme a

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Iglesia, y considero que su posición es acertada.Enrique esbozó una extraña sonrisa y me acarició

mejilla. —Mi esposa luterana. Me ha secuestrado de la cas

de mi madre, seduciéndome con promesas mayoreque las que el cielo depara.Al oír aquello sentí un escalofrío, pues siempr

había creído que era yo la secuestrada. No obstantguardé silencio y no lo contradije, consciente de quyo le había formulado una promesa cuycumplimiento le compensaría de la pérdida de Madre Iglesia. Nuestro hijo. Su pequeño príncipe. Y lsucesión ininterrumpida de grandes reyes Tudor.

Tu afectísima,

 An

5 de agosto de 153

 Diario:

Soy víctima de una traición atroz, y el traidor eEnrique. Fue un golpe inesperado, sobre todo despuéde haber sido tan bondadoso conmigo. Recientemenmandó a mis aposentos de Greenwich, donde prontdescansaré antes del alumbramiento, una lujosa cam

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con dosel de satén carmesí ribeteado con orTambién exigió a Catalina, para gran disgusto de ellque me entregara un lujoso paño traído de España coel cual habían enfajado a todas las criaturas reales e

su bautismo.Pero el jueves pasado llegaron a mis oídos ciertahabladurías sobre las escapadas de Enrique coElizabeth Carew, una de mis damas de compañía, unmuchacha de gran belleza y pocas luces. Pensé que strataba de mentiras malintencionadas oportunamen

 propagadas en el momento en que me hallo próxima parir y mi lengua, por lo general tan afilada, se hsuavizado a causa de ello. Resultaba inconcebibl

 pues Enrique me había poseído por entero, en cuerpy alma, hacía menos de un año. Doce meses apenas d

tanto batallar, codo con codo, como soldadoconsagrados a una gran cruzada.

Pero cuando el domingo en misa, entre el sonido dlas campanas y el roce del tafetán, oí susurrar lonombres de los nobles que prestaban su apoyo a es

coqueteo, de súbito supe que era cierto. Sabía que enada amenazaba mi corona, pues ésta reposfirmemente en mi cabeza; sabía también que conducta de Enrique no era censurable, ni siquierextraordinaria según el habitual proceder de los reye

 pero la idea de que volcara su pasión en otra muje

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marchitó el nuevo y frágil amor que sentía por é¡Todos esos años de dolor y afanes echados al olviden brazos de una muchacha inepta!

Me encaminé hacia las habitaciones de Enriqu

todo lo deprisa que mi estado me permitía, y marrojé sobre él con furia desatada. «¡Cerdo putañero!le espeté al tiempo que lo abofeteaba. Me miraturdido y supe, por la expresión de sus ojos, que lorumores eran ciertos. Sin poder contener las lágrimale dije:

 —¿Dónde está el dulce y tierno hombre qu prometió adorarme siempre, que en sus cartaafirmaba que no deseaba a otra? —Me volví a un lady a otro como si buscara a tal hombre—. ¿Dónde esteh, pues aquí no veo más que un repugnante traido

hipócrita?La mirada que me dirigió Enrique estaba cargada d

tanto desprecio que me cogió por sorpresa. Cuando yesperaba ver alguna señal de remordimiento, m

 paralizó con esta respuesta glacial:

 —Vas a cerrar los ojos, querida, y a resignartcomo otras mejores que tú se han resignado. Ydeberías saber que en cualquier momento pueddegradarte en igual medida que te he encumbrado. —Se tocó la mejilla, enrojecida por la bofetada, y lueg

me tomó por el cuello con ademán amenazado

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impidiéndome respirar por un instante—. Reina An —susurró antes de soltarme—, márchate.

 —Me iré, Enrique —repliqué, sosteniéndole mirada, sin retroceder un paso—, pero recuerda qu

has ofendido gravemente a tu esposa, la madre de hijo.Entonces me volví y abandoné con altivez su

aposentos para retirarme a rumiar mi pena en privad Nadie sabe sino tú, Diario, la hondura del dolor desta traición. Me encuentro muy sola.

Llevamos varios días sin hablarnos Enrique y yo. E bebé me da fuertes patadas en el vientre y en ese dolohallo solaz, pues si el amor del rey se ha disipado, escriatura que se agita bajo mi corazón continuasiendo un cordón dorado que nos une a Su Majestad

a mí... brillante, irrompible y eterno.Tu afectísima,

 An

29 de agosto de 153

 Diario:

¡Qué día tan glorioso! Entre sones de tambores trompetas y el ondear de estandartes al viento, ocup

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mi puesto en la barca real. Enrique me despidió co besos y muestras de regocijo. Atrás quedó nuestrenfado. Me abrazó con ternura y, tras posar la mano emi vientre a modo de bendición, me susurró al oído

«Te amo, Ana. Este niño hace de los dos una sol persona.» Se marchó no sin antes escuchar variovítores.

El balanceo de los árboles en las verdes orillas dTámesis, bañado por el sol, hizo que me sinties

 protagonista absoluta del momento, más aún qudurante la coronación. Con la marea descendimohacia Greenwich. Las gentes se apiñaban en lariberas. Saludaban, pero sin sonreír. Lament

 profundamente esto último, pues yo era su reina y eel vientre cobijaba a su heredero Tudor. Pero en s

mayoría aún son leales a Catalina y a su hija. Cuandmi hijo haya nacido cambiarán de parecer, estosegura, y me amarán y saludarán deseando larga vida salud a la reina Ana, Al llegar al castillo de Greenwicla luz del atardecer arrancaba un resplandor rojizo

sus muros y almenas. Muchos lores y damaaguardaban en la orilla para acompañarme hasta mhabitaciones. La ceremonia fue dispuesta hacmuchos años por el padre de Enrique, el primer reTudor. Quizá su deseo de instituir este rito para e

nacimiento de sus hijos se debiera a que buscab

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 prestigiarse, pues no había llegado al trono por linajsino por la fuerza de las armas.

El gran río, presente a lo largo de la Historia, pensentonces, discurría bajo aquella barca real, y Enriqu

yo y nuestro hijo habíamos desembocado en él comarroyos, entrando para siempre en sus anales.Con discreta pompa fui conducida a la capilla dond

aguardaba mi buen amigo Cranmer. Recibí comunión de sus manos y los nobles presentes ssumaron a sus plegarias para que Dios me concedierun buen alumbramiento. Al salir vi a la princesa Marídelgada y rígida, que observaba mi paso. Le dirigí unamable sonrisa, pues me sentía tan colmada de amoque bien podía concederle una parte de él, pero adverque interpretó mi gesto como una provocación. N

me importó, pues yo sabía que deseaba mi muerte y de mi hijo.

Los lores y las damas congregados macompañaron entonces a mis aposentos, donde ssirvió vino y se brindó en mi honor. Mi herman

George se hallaba entre ellos, radiante de orgullo dicha por mí. Lo tomé de la mano y le susurré al oído —Hermano, ¿crees que esto hará que cambien la

cosas entre ellos y yo? —Sí —repuso—. Cuando seas madre de su futur

rey, se les caerá la venda de los ojos y por fin verán

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la dulce mujer que tengo por hermana.Me sentí tan agradecida hacia él que a punto estuv

de echarme a llorar. Pero antes de que fluyeran lalágrimas, George y mi tío lord Rochford me tomaro

uno de cada mano y me condujeron a la puerta de maposentos, frente a la cual me dejaron deseándome mejor de las suertes. Todos los caballeros se retiraroy mis damas entraron conmigo para luego cerrar

 puerta. Como ordena el ritual, a partir de ahora, hasel alumbramiento, permaneceré recluida en esestancia con la sola compañía de mis damas.

El lugar era oscuro y mal ventilado, con las paredelos techos y las ventanas, a excepción de uncubiertos con pesados tapices. Vi el estrecho jergódonde tenían lugar los partos, los braseros par

caldear la habitación, los frascos de perfumedestinados a disimular el olor de la sangre, y reparcon un estremecimiento en los bacines y jofainas, lotrozos de tela de lino, el completísimo juego dlancetas y otros instrumentos de las comadronas.

La otra cámara no era tan sombría. El dosel de mcama tenía ricas colgaduras. Me imaginé en aqulecho, recibiendo con orgullo de madre a lodignatarios del reino. Al presentarme sus respetoverían al pequeño príncipe dormido en su cuna rea

con cuatro remates de oro y plata, y colcha de te

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forrada de armiño.Dicen que pronto llegará el día del parto. Rueg

con toda mi alma para que Dios me dé coraje y valo para no gritar, pues entre quienes aguardan al otro lad

de la puerta los hay que ansían oír mis alaridos paregocijarse en su odio hacia mí. Te suplico, Señodame fuerzas en esta hora crucial y haz que mi hijnazca hermoso y sano.

Tu afectísima,

 An

Septiembre de 153

 Diario:

Tengo una hija y se llama Isabel. Su alumbramientoterrible y sangriento, lo viví como un oscuro sueño eel que oía a las comadronas murmurar sortilegio

entre mis piernas abiertas. Mis plegarias para que niño naciese vivo, pronunciadas una y otra vez comuna letanía se mezclaban con los gritos de dolor. Ni usoplo de brisa agitaba las colgaduras de mi camcuando entró Enrique, sonriente y con aliento cerveza, para ver a su pequeño príncipe. No advirtió expresión de temor de mis damas, que volvieron

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rostro para que no las viera y más tarde las recordarcomo testigos del delito que en aquella estancia shabía cometido. Sólo reparó en el fuerte llanto dheredero durante tan largo tiempo deseado.

 —¿Dónde está, Ana? ¿Dónde está mi hijo? —Dsus abotagadas facciones se habían disipado los mesey los años de penalidades, de manera que en esmomento se veía tan joven y apuesto como cuandcomenzó a cortejarme hace siete años—. Muéstrama mi hijo. —Miró alrededor, y al fijar los ojos en cuna, una fría oleada de miedo inundó su corazón.

 —Tienes una hermosa hija —dije con el escascoraje que me quedaba.

 —Una hija... —musitó—. ¿Una hija?De su mirada surgió una llamarada asesina..., cont

mí, contra la niña. Por un instante temí que tomara a  pequeña y le abriese la cabeza, que la golpeara contrlas columnas de la cama hasta dejarla destrozada. Srabia era una ola de terrible silencio que se abatcontra mi cuerpo exhausto.

 —¡Eres una embustera —vociferó—, unembustera! Me prometiste un varón. ¿Por esgimoteante hembra he renunciado a mi piadosa reinal amor de mis súbditos y a Roma? ¡Pagarás por esniña, Ana!

Lívido, sudoroso y airado, abandonó la estancia.

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Un varón. Esa simple promesa, que había servid para mantener vivo nuestro sueño, nuestro amor, sermi perdición. Ay, ciertas promesas son difíciles dcumplir y más valdría no hacerlas. Ciertas promesa

son mentiras que no quisiéramos haber dicho.Los pensamientos giran en mi cabeza como unnoria. ¿Y el «hijo Tudor» que la monja de Kent habí

 predicho que nacería de mi vientre? Un vástagafirmó, que iluminaría las tierras británicas. ¿Acaso nentendí bien? ¿Se referían sus palabras a algo del orbceleste? ¿Estaría yo tan ciega como para interpretamal su auténtico significado? Cuando, sin ser más quuna muchacha flacucha, estuve en aquella celda y oráculo habló por labios de la monja, ¿fue taangustiosa mi necesidad que capté sólo lo que ansiab

oír? Así debió de ser, pues esa adivina nunca jura efalso. ¡Qué necia soy!

Tras bañar y envolver a la recién nacida en metrode tela, de manera tal que sólo asomaba su carita,

 pusieron en mis brazos.

Miré fijamente a esa sonrosada criatura que suponmi hundimiento. Berreaba, enseñando las encías, forcejeaba por librarse de la prieta envoltura dmuselina. Entonces abrió los ojos, y no di crédito a lque veía. ¡Eran los ojos de Enrique cuando es

enojado!

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Oh Dios mío, Isabel, eres hija de tu padre. Aunacida de mis entrañas, de mi sangre, de mis plegariano quedas a salvo de su cólera. ¿Te dejará vivir? ¿Mdejará vivir a mí? ¿A qué mundo te he traído, inocent

hija mía? Estos pechos míos te reclaman y en estmomento no anhelo más que apoyarte contra mcorazón y dejar que te nutras de mi amor de madrPero ahí llega tu nodriza, oronda, suave y acogedorque te arrebata de mis brazos. Aunque lo hace con unhumilde sonrisa, sabe que será ella quien te dará dmamar, quien contará los dedos de tus manos y tu

 pies, quien peinará tus cabellos y secará las lágrimaque yo nunca veré. No, no me dejarán tenerte cerchija, ya que van a criarte como princesa. Recibiráreverencias en lugar de besos, abrazos amortiguado

 por metros de satén, halagos cortesanos en lugar dtiernas palabras de amor.

Ah Isabel, tan pequeñita, te oigo llorar en la cámarde al lado. Te oigo, te siento, recuerdo cuando aún ttenía en mi vientre. Pediré verte y te traerán es

noche, pero mañana ya estarás secuestrada, abajo, elas habitaciones de los niños, tan lejos de aquseparada de mí por oscuros corredores. Ningún llantinfantil podrá interrumpir los festejos de Enrique, lareuniones con los consejeros, sus actos de lujuri

Cada vez te veré menos. Mis pechos se secarán

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dejarán de reclamar tu boca. Tendré que cantar  bailar, sostener conversaciones frívolas con mdamas, jugar a cartas. Seré la reina, pero nunca tendré en brazos.

En una ocasión leí la historia de una noble romancuyo recuerdo aún perdura. Encerrada en prisión privada de comida por sus carceleros, que pretendíamatarla de hambre, se mantuvo viva gracias a su hijque la visitaba a diario y la alimentaba en secreto. Es

 buena hija, que acababa de ser madre, con fingidoabrazos dejaba que bajo los pliegues de su vestido elmamara todos los días de sus pechos rebosantes dleche. La anciana no se debilitaba ni desfallecía, cuando los guardianes descubrieron el ardiconmovidos por recuerdos maternales, la dejaron e

libertad. Madre e hija, hija y madre, se amaban la unala otra. Oh, Isabel...

Ahora Enrique me aborrece y me acusa de haberlengañado y colmado de vergüenza. Todos los torneoy festejos previstos para el nacimiento del príncip

han sido anulados y sustituidos por simples rondas d brindis a la salud de la princesa y votos para que  padre Enrique y tu madre Ana pronto conciban eanhelado varón. Juntaremos con rabia nuestrocuerpos, rogando con cada embestida para que cuand

vuelva a esta cámara de alumbramiento nazca el hij

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 prometido.Pero estoy segura de que todo será en vano. L

monja enloquecida auguró un sol Tudor, y cuando tmiro a los ojos, esos ojos idénticos a los de tu padr

sé que ese sol eres tú, Isabel. Iluminarás el mundo cotu esplendor y gloria, a despecho de la furia dEnrique. De eso estoy segura.

Veo mi futuro llegar hasta mí como un vientsombrío y ululante. Yo estoy perdida, hija, pero tú noTú serás reina.

Tu afectísima,

 An

12 de octubre 153

 Diario:

Me he enterado recientemente de unos hechos mu

desagradables. A las reinas encintas se les miente par preservar su salud, o más bien, la salud de sus hijoPor eso me mantuvieron en la ignorancia de un graescándalo que atañe a la santa monja de Kent. Hestado hablando contra mí y contra el rey, asegurandque acabaremos mal, que se abatirán plagas sobrnuestra casa y que el matrimonio de Enrique co

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Catalina es válido. Su Majestad está muy enfadado Cromwell ha mandado arrestar a la religiosa. Esecretario tiene una lista de simpatizantes de ésta son muchos los que tiemblan ante la idea de que s

nombre figure en ella. Se rumorea que la monja sconfesará culpable de corrupción, aduciendo que sdejó convencer por diversos cortesanos, entre elloTomás Moro.

Me siento como un pez al que han sacado del agu No sé qué pensar de esa monja. ¿Ha mentido, o bieconfiesa para no correr la suerte de los traidores¿Acaso es falso que poseyera el don de la videncia lo que predijo hace años no fueron más que deliriode una loca muchacha campesina convertida e

 profetisa por obispos ávidos de milagros?

Entonces creí en sus palabras, aunque las interpretde acuerdo con lo que deseaba oír. De todos modoIsabel será soberana, me lo dice el corazón, pero e

 preciso que yo contribuya con mano firme cumplimiento de esa promesa. El rey es cada vez má

reacio conmigo, y a mí me faltan las fuerzas parreavivar su amor. Está bastante complacido con shijita, me habla de una ley de sucesión que garanticsu ascenso al trono por delante de María, claro qu

 por detrás de los varones que está seguro le daré. Po

eso me muestro amable y sumisa con él y lo alient

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 para que dicha ley se apruebe. Mis enemigos sonríecon afectación y murmuran que me arrastro tras dEnrique como un perro. Aunque me concoma, debhumillarme, porque siento en mi corazón que n

tendré hijos varones y mi obligación es proteger loderechos de Isabel.Es extraño pensar en el día de la coronación de m

hija, siendo como es ahora tan pequeñita y tan frágiRosada, con el pelo rojizo y unos ojos dulces que mreconocen como su madre, que reconocen mi cuerpcomo su hogar, aun cuando sean tan pocas laocasiones que tengo de estrecharla entre mis brazosnunca pueda darle el pecho. Ella me conoce, siembargo, se acurruca en mi seno y me sonríe. Nnecesito estímulos para querer a esta niña; m

recuerda el amor que sentí por el joven Percy, sólque éste es mayor. Siempre que me hallo sentada hagque me la traigan en un cojín de terciopelo que sitúaa mis pies. Todas mis damas opinan que es hermossus ricitos y su piel satinada despiden un olor nuevo.

Le he suplicado a Enrique que prescindiésemos dlas normas y permitiésemos que Isabel se quedara conosotros en lugar de enviarla lejos de la corte a s

 propia casa, pero él se burló de mí. —No es que no me guste mi hija, pero es una niñ

Ana. ¿No te parece que deberías dedicar más afanes

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darme hijos varones en lugar de pasar el tiempembobada con esta criatura?

Pronunció estas palabras con frialdad, y sentí misma desolación que encontraría en un resec

laberinto de setos en invierno. Sabía que era inútrogar, pero aún tenía esperanzas de que cambiara d parecer y me concediese el consuelo de teneconmigo a mi hija.

 —Los vástagos de la realeza se los envía a su propcasa cuando sólo tienen tres meses —dije—. Esnorma está hecha por hombres que nada saben de necesidad que siente una madre de tener a su hijo e

 brazos, Enrique. —¡Éste es un rito de reyes! —replicó, gruñend

como un oso—. ¡De reyes! ¡Y te guardarás bien d

oponerte a él!Me hinqué de rodillas y le besé la mano par

aplacarlo, murmurando disculpas. Aunque mavergüenza haber caído tan bajo, no pienso hace

 peligrar la posición de Isabel con mi arrogancia.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

Isabel miraba aturdida los trémulos halos de luz de la

velas, cegada por las lágrimas. —Madre —musitó.Suspiró, exhalando todo el aire de sus pulmones. L

ectura de aquellas páginas la había conmovidrofundamente. Su madre la había amado, la había adorad

había luchado por mantenerla a su lado. No obstanteyendo entre líneas Isabel había tenido la sensación de quse amor maternal había sido una novedad tan sorprendentara Ana como ahora lo era para ella misma. Ana llevabanto tiempo batallando por la corona, esforzándose po

mar a Enrique y defendiéndose de sus contrarios, que eu pensamiento, el fruto que había nacido de ella acabó poonvertirse en el ansiado príncipe.

Cuán grande debió de ser ese amor, pensó Isabel, parque su madre pasara por alto la decepción que habupuesto tener una niña en lugar de un varón. ¿O acaso, sreguntó, era eso sencillamente lo que significaba se

madre? No poder dejar de amar al hijo, sin importar sexo o su estado de salud.

Aun así, a Isabel le parecía que Ana había sentido comayor hondura, había luchado con más arrojo, se hab

humillado con más resignación y había creído en su destin

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on más ahínco del que cualquier madre pondría en unhija.

La había amado.Y de Enrique, su padre infiel, ¿qué debía pensar? Sab

que no sería correcto denigrarlo. Él era el soberano yegún una antigua ley no escrita, tenía derecho a disfrutade una amante, fuera cual fuere el sentimiento qurofesase hacia su reina.

Él había muerto el año en que Isabel cumplía loatorce, y para entonces el apuesto, glorioso, robusto nimoso rey cuya estampa adornaba retratos, tapices, joya

mobiliario y monedas, se había convertido en una masnforme de carne que por ojos tenía dos hendijas en unara hinchada y lasciva, y que, debido a su gran peso y a sierna enferma, debía ser trasladado de un lugar a otro e

una silla cargada por seis hombres. Isabel lo conoció ese estado y sabía que apenas se había preocupado de ell

Enrique sólo la consideraba una valiosa baza política, unrincesa a la que casar con un príncipe extranjero, y duranquellos años raras veces se había tomado la molestia d

verla.Siempre que la llamaban porque el rey le concedudiencia, su corazón infantil temblaba con el miedo que

mayoría de las personas reserva para el día del Juicio. Nsaba ni mirarlo a los ojos, pues sabía que siempre exig

un acatamiento y una sumisión absolutos. Aquéllas era

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ctitudes que todo hijo debía guardar para con sus padreero además Enrique era rey y estaba muy acostumbradoontar con la obediencia ciega de cualquier persona, pomportante o noble que ésta fuera. Durante esas audiencia

sabel se ponía de rodillas y permanecía callada a sus pieercibiendo el hedor de las llagas y los sucios vendajes du pierna enferma. En ocasiones Enrique olvidaba que s

hija estaba presente y no la dispensaba de su postura hasque a ella se le entumecían las piernas y se sentía mareador los nocivos olores.

Y aun así, pensó Isabel, siempre lo había amadodmiraba su poder y la lealtad que inspiraba en su

úbditos. La enorgullecía oír a los cortesanos asegurar quu aspecto y su carácter se parecían a los que tenía su padruando joven. Siempre había hallado la manera d

erdonarle sus ofensas: el poco caso que le había hechus atroces arrebatos de cólera. Y el que hubiese asesinadsu madre.

Basta, se dijo a sí misma mientras guardaba bajo llavl diario. No debía pensar más en aquello. Era suficient

ara una noche haberse enterado de lo mucho que la habquerido su madre. La joven reina notó que algo crecía en snterior, que se expandía como una planta que, tratravesar la tierra y desplegar sus brotes, se yergue parecibir la calidez del sol. Y mientras la luz de la mañan

somaba por las ventanas de sus aposentos, Isabel Tudo

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hija de Ana Bolena, advirtió, sorprendida, que estabonriendo.

 —¡Majestad!

Isabel se volvió y vio a su secretario, William Cecique se acercaba a ella durante su paseo por la gran galerdel palacio de Richmond, único ejercicio posible equella tarde fría y lluviosa. Con decisión, Cecil se abriaso entre las damas que la acompañaban hasta situarse a sado.

 —Buenos días, milord. Confío en que la reunión dsta mañana haya sido fructífera.

 —El debate ha sido acalorado y no ha concluido hashora, Majestad.

Con un gesto, Isabel lo invitó a informarle de lo

ormenores, pero él se mostró remiso, dirigiendo unmirada al corro de las damas.

 —Contáis con mi entera atención, lord Cecil —lnimó la reina.

Cecil, no obstante, hizo gala de su terquedad habitual

e negó a hablar ante aquel auditorio. —De acuerdo.Con un ademán imperceptible, Isabel ordenó a su

damas que se retiraran. Una vez que éstas se hubieromarchado, lo que ocurrió de inmediato, la reina y Cec

quedaron a solas en la larga galería, cuyo silencio sól

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mortiguaba el repiqueteo de la lluvia en los ventanales. —Dejad que lo adivine —dijo Isabel—. Escoci

Queréis más dinero para la causa de los rebelderotestantes.

 —Es una necesidad imperiosa —corroboró Cecil. —Ya he invertido en exceso. Soy muy pobre, Cecidemás, los franceses no tomarán a bien que haga frente

us aliados. —¿Queréis, pues, que John Knox y su pandilla d

atólicos dirijan el país?Por toda respuesta, Isabel exhaló un suspiro d

xasperación. —Mandad entonces a vuestras tropas y oponedle

esistencia —dijo Cecil. —No pienso hacerlo.

 —Estáis en un error, Majestad, y seguís mal consejn esta decisión.

Isabel se detuvo en seco y giró sobre sus talones contención de lanzarse a la yugular de su consejero, pero sontuvo al advertir la sinceridad y la determinación con qu

ste la miraba. William Cecil era su más concienzudonsejero, el mejor informado y poseía, además, unminuciosidad prodigiosa. Su antiguo mayordomo era uiel protestante que, a pesar de ello, había conseguido hacendispensables sus servicios a su hermana católica Mar

durante el reinado de ésta, sin renunciar por ello a s

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ealtad hacia Isabel.Invariablemente se mostraba partidario de un

ntervención armada en Escocia. Creía en la justicia de tmedida desde que él mismo había participado en la batal

de Pinkie, por la década de 1540. —En estos momentos no me inclino a seguir vuestrecomendación, lord Cecil. Volved a hablarme del asunt

dentro de una semana o dos. —En ese caso, dimitiré de mi cargo —dijo

nesperadamente. —¿Cómo? —Ésta es mi postura. Sería una equivocación d

grandes proporciones, y no podría seguir considerándomvuestro consejero si insistierais en adoptar tan desastrosstrategia.

Isabel escrutó el rostro de su secretario, buscando menor atisbo de indecisión, pero no halló ni un asomo dduda.

 —De acuerdo. Ocupaos de los detalles e informadmde todo.

 —Gracias, Majestad. Os prometo que no orrepentiréis de vuestra decisión. —¿Me prometéis también —inquirió Isabel cuand

Cecil se disponía a marcharse— que cuando acabemos dagar esta guerra en el extranjero dispondremos de capit

uficiente para atender nuestro propio gobierno?

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 —No, Majestad. Pero sí os garantizo que vuestraronteras del norte quedarán a salvo de cualquier invasióatólica.

 —Algo es algo —concluyó Isabel con acritud.

2 de diciembre de 153

 Diario:

La rabia me corroe las entrañas. Me han arrebatada Isabel para llevarla a Hatfield. Allí vivirá codesconocidos que pronto se convertirán en su familiSoy la reina, pero no puedo hacer nada por impedeste acto contrario a la naturaleza. Estoy separada d

mi hija, atrapada por una tradición sin alma, por lanormas ideadas por hombres que no tienen en cuenlos sentimientos de las mujeres.

Siento también un odio enorme hacia lady María, uodio que no para de crecer. Desdichada suerte la m

que, cuando finalmente concluyó la batalla con smadre Catalina, no me concede tregua en nada. Comun dragón que surgiera de las cenizas de s

 predecesora, María se erige amenazante, enseñandlos colmillos, con la mirada fija en la corona qureclama como suya. Opone resistencia a su padre coterquedad, idéntica a la de su madre, sutil, pero no po

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ello menos firme. Cuando le comunicaron que ya nera heredera de Enrique y que se la despojaba de stítulo de princesa, replicó que no sabía que existiermás princesa de Inglaterra que ella y se negó

responder por otro nombre que no fuera el quasegura que le corresponde ante Dios y la ley dInglaterra.

Esta muchacha, a sus diecisiete años, coquetea cola traición, pues sabe que tales declaraciones y sactitud rebelde inflaman a la población que aún modia, que me llama «la gran puta» (Isabel es «pequeña puta») y que vería con buenos ojos a esespañola en el trono. Ay, Diario, he rogado con fervo

 para que en el corazón de mis súbditos naciera afecto hacia mí y hacia mi hija, pero son duros com

rocas. Cuando hago generosos donativos a los pobrede las villas adonde trasladamos la corte, diez libra

 para una vaca con que alimentar a los hijos pese a qu bastarían unos pocos chelines, dicen que la puintenta comprar el amor de sus súbditos. Y aunque e

 pueblo detesta la ruindad del Papa y el clero y ssiente indignado ante la corrupción y las indulgenciaquerrían tener una reina papista y añoran los ritocatólicos. ¡No puedo entenderlo!

Aquí en la corte lady María cuenta también co

leales seguidores que, a la mínima ocasión, haría

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ondear una bandera en su nombre para arrastrar coella a todos esos plebeyos. Abundan los cuchicheos elos que se comenta cuán merecida es mi caída. Y eorigen de estas habladurías siempre es María. S

impone doblegar el nervio de esta muchacha comsea, pero temo que los planes de Enrique relativos a ssucesión fracasen. Ha ordenado que María se desplaca Hatfield, fije su residencia allí y sirva como dama dhonor a su hermanastra Isabel. ¿Por qué poner unvíbora al lado de la cuna de nuestra hija?, le pregunty me contestó que mi preocupación era infundad

 pues María sólo es desobediente y no represenningún peligro.

Puede que vea enemigos acechando detrás de cadárbol, pero siento que la decisión de Enrique y el poc

valor que concede a mis temores son una sordvenganza contra mí. Venganza por humillarlo al darluna hembra en lugar de un varón. Si bien persiste econvertir en ley esa acta de sucesión, conmigo smuestra distante y sólo acude a mi lecho impelido po

la necesidad de un príncipe heredero. Sería ciega si nviese cómo devora con la mirada a mis doncellas máguapas, o sorda si no percibiera el amargo tono quemplea cuando me llama «mi reina».

El amor por Enrique que sembré y cultivé has

verlo crecer, ahora se marchita como una planta a

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que no se riega, pues no se nutrió de un pozo quhubiera en mi interior, sino de su pasión turbulenta. Lfalta de ese amor hacia mí, cuya ración pensé recibirdiario durante muchos años, me deja vacía

desconsolada. Mi hermano George sigue comembajador en Francia, y ahora me han arrebatado a mhija de los brazos. Heme aquí, pues, rodeada dcortesanos que, como si de lobos se tratara, mdespedazarían sin piedad a la menor ocasión.

Debo ser fuerte, hacer acopio de entereza comenzar de nuevo. Mis enemigos no se saldrán cola suya. He luchado por lograr esta posición y esnombre y no conseguirán hacerme vacilar. Soy la reinAna. Que intenten echarme de este trono. Que lintenten.

Tu afectísima,

 An

 Abril de 153

 Diario:

Vuelvo a estar embarazada. Enrique esperentusiasmado, que esta vez sea un niño, pero temotro desengaño y no abandona su actitud distante y u

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tanto cruel. Se rumorea que no sólo se acuesta codamas de la corte, sino también con prostitutas de bajestofa a las que visita en la ciudad. Con la inquietud dque pueda traer el mal francés a nuestra cama, decid

ir a ver a una vieja que, según me dijeron, ofrecmejores remedios que cualquier boticario.El primer día de primavera me vestí modestament

y, sin confiar a nadie mis intenciones, mandé que mtrajeran un carruaje sencillo guiado por mi cocherhabitual. El acompañante que me llevé en esta salidfue Purkoy, un perrito que me regaló mi primFrancis Bryan. El animal se arrellana cómodamente emi regazo y acepta, incansable, que lo mime acaricie. Es mi dulce y fiel súbdito, me sigue a toda

 partes y me profesa una devoción ciega.

El sol brillaba con fuerza cuando salí de palaciAunque algunas personas me reconocieron, sólo mdirigieron mudas reverencias. Cuando llegó carruaje, observé que en lugar de mi buen cochervenía un desconocido con librea, alto y desgarbad

cuyo nombre, según dijo, era John. Al ayudarme subir, me dedicó una sonrisa algo lasciva, y pensé qutal vez se trataba de un buen hombre que amaba a sreina. A pesar de ello decidí, por prudencia, que serímejor que él no supiese que mi intención era visitar

la vieja, pues si debía lealtad a otras personas, tal ve

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creyese que conspiraba con hechiceras y diera pie rumores nada convenientes. Sé muy bien que es desta manera como se disparan las maledicencias.

Así pues, partimos John el cochero, Purkoy y y

Recorrimos primero calles empedradas y luegangostas callejas hasta llegar a una casa de ruinosfachada. Con Purkoy bajo el brazo, al llamar tomé

 precaución de situarme de modo que John no viese la vieja que abría la puerta.

«Sed bienvenida, buena dama», me dijo ellinvitándome a entrar.

 No hallé el lugar oscuro y malsano que habimaginado y que auguraba el exterior del edificio. Esol entraba por la puerta y las ventanas del jardíformando juegos de luces y sombras en las mesa

donde se apilaban manojos de flores, hierbas y auinsectos vivos atrapados en tarros. De las viga

 pendían más plantas de intensa fragancia, y en unconcha nacarada hervía algo que despedía volutas dun olor dulzón. Junto a una ventana permanecí

 posado en su alcándara, un loro verde de cola carmey pico negro. Con la cabeza ladeada, el ave emitió ugraznido parecido al ladrido de un perro y el pobrPurkoy se puso a temblar en mis brazos.

La anciana, evidentemente, ignoraba mi identida

ya que, aun siendo amable, no me hizo ningun

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reverencia ni se arrodilló ante mí. Me alegró manteneel anonimato, pues todas las personas cambian dconducta cuando saben quién soy. Por eso escondí lamanos, para que no viera mi famoso dedo

descubriese con ello que tenía delante a lady Ana. —Dejad el perro en el suelo y que husmee por ahseñora. Encontrará mucho que oler. ¿Qué va a se

 pues? —inquirió la vieja mientras se ponía a machacunas semillas amarillas en un mortero de madera—¿Algo para vuestro embarazo?

Solté una carcajada, pues no había manera de quaquella mujer se hubiera enterado de mi recientestado.

 —No es eso lo que preciso, pero ¿podrías decirmsi es varón o niña?

 —No, a eso no alcanza mi saber. Sin ser mmédico a mi manera, no soy vidente; no, señora.

Imitando a Purkoy, me tomé la libertad de observade cerca los frascos que abarrotaban los estantes. Eellos había sustancias conocidas y otras raras, secas

 bien en forma de poción. Todas despertaron mcuriosidad. Vi flores amarillas de retama, que Enriqusuele tomar cuando sufre un empacho, y bayas d

 berberís, buenas para combatir diarreas y fiebres. —Mi marido va con otras mujeres y temo qu

traiga algún mal a nuestro lecho.

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 —Bien hacéis en preocuparos. ¿Presenta algúsigno de enfermedad..., erupciones en el cuerpo, en

 palma de las manos o en la planta de los pies, algunllaga en el miembro, pérdida de pelo en la cara o en

cabeza? —No, nada de eso.La anciana me miró fijamente a los ojos, como

sondeara mi alma. —Ya no sois joven, pero aún sois hermosa. ¿Po

qué creéis que va con otras mujeres? —Es una historia demasiado triste y larga com

 para contarla ahora —respondí con una amargsonrisa.

La vieja sonrió, revelando unos dientes blancos  pequeños, que sorprendían por lo bien conservados.

 —Tal vez queráis volver otro día para hacerlo. Ytambién os contaré la mía. Aun vieja como soy, lohombres todavía me confunden con la prisa con quencuentran y abandonan el amor. Si pudieran querer sus esposas como quieren a sus madres...

Sacudió la cabeza y luego me indicó que macercara a la luz. Me puse a mirar por la ventana la plantas que crecían en el jardín, mientras ella mexaminaba el cabello, las uñas, la piel, los ojos y aliento. Luego alzó los brazos invitándome a hacer l

mismo, y me palpó los senos.

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 —Estáis bien —dictaminó por fin—. Por vuestravenas corren humores sanos, pero padecéis dmelancolía, y para eso puedo daros algo.

Se volvió hacia los estantes y buscó detenidament

con la mirada hasta dar con el bote que buscaba. Macerqué y comprobé que contenía un polvo de coloverde oscuro.

 —¿Qué es? —Agripalma. Sólo tenéis que mezclarla con u

 poco de agua y bebería. No hay mejor planta pardisipar la melancolía del corazón, robustecerlo recuperar la alegría y el ánimo de antaño.

 —¿Estás segura de que en un tiempo fui una mujealegre?

 —Completamente segura, señora.

 —¿Por qué? —Por la chispa que aún queda en vuestros ojos.Purkoy ladraba al loro y éste, desde su alcándara l

contestaba con ladridos idénticos a los suyos. Levantal perro mientras la anciana ponía la agripalma en un

hoja de pergamino y doblaba ésta como un sobre, quselló con un poco de lacre. Después le pagué lo qume pidió.

 —Volved a verme si advertís en él, o en vos, laseñales que os he descrito. —Abrió la puerta y añadi

 —: Buena suerte, señora, y que Dios os acompañe.

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Era extraño, pero no tenía ganas de irme. Lcompañía de la anciana en aquella humilde morada mhabía reconfortado más que todas las comodidades dla corte. Pero como no podía quedarme ni confesarl

mis verdaderas penas, tomé el sobre y luegestrechándole las manos con afecto, dije: —Eres muy amable. —¡Buenos días! ¡Buenos días! —oí gritar al loro

cerrar la puerta.John bajó del pescante para ayudarme a subir

carruaje. Aunque las normas le impedían hace preguntas, su mirada delataba una gran curiosidaVolvió a ocupar su sitio, pero antes de que arreara los caballos, la puerta de la casa se abrió con ucrujido y la anciana vino hasta mí presurosa.

 —¡Señora! —gritó casi sin resuello. Me asomé a ventana y me puso otro paquete en la mano—. Alg

 para vuestro embarazo, una infusión excelente para loriñones y el hígado. —Yo iba a abrir mi bolsa, perella me contuvo—. No, es un regalo.

Así se acabó la visita. Las caballerías, bajo restallido del látigo, emprendieron la marcha con unsacudida. Sentí que se me humedecían los ojos. Lalágrimas no eran de dolor ni de rabia, sino por acritud comprensiva que había tenido la anciana co

otra mujer. Estreché a Purkoy entre mis brazos y s

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contacto me consoló, aun cuando nunca me baste parsustituir el de la pequeña a la que tanto echo dmenos.

Tu afectísima,

 An

4 de julio de 153

 Diario:

¿Acaso todos los hombres son unos traidores? ¿Eque no existe ni uno solo digno de confianza? Por todla corte comenzó a correr el rumor de una conju

 para envenenar a lady María, y se me atribuye a mí. S bien no deseaba añadir leña al fuego de estacalumnias, necesitaba información acerca de quién ladifundía, de modo que envié a mis propios espíaVolvieron como hurones, trayendo en la boca retazo

del embuste, que junté hasta completar la figura de  bestia. Lady María es, como siempre, el corazón dinfundio; se queja de encontrarse mal, y lo atribuye una poción que alguien ha añadido a su comida. Puestque, según ella, no dispone siquiera de catador a sservicio, ha de comer lo que le ponen, o en cascontrario morir de hambre. Los pies de esta best

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fueron sus fieles sirvientes y partidarios, que llevarocon premura las nuevas de Hatfield Hall a la corte, sus ojos, los de John, el cochero, quien refirió mencuentro con la vieja que habló de pociones junto

mi carruaje. Hoy en día, a una anciana le basta con qula relacionen con una poción para que la llamen brujPero ¿cuál fue la boca que puso dientes a este rumorLa respuesta supuso una dolorosa sorpresa inclus

 para mí, tan avezada como estoy a traiciones: ni más nmenos que Henry Percy, mi antiguo enamorado, cuyo servicio estaba hasta hace poco John, condenado conductor del carruaje.

Percy. El buen amigo y enamorado que hasta nhace mucho conspiró conmigo a fin de que nuestr

 pasado compromiso de amor no entorpeciera m

 presente. Al principio no podía creer que hubiese sidél quien propagara este infundio, pero lo oí de variafuentes, y cuando en la misa del domingo vi que rehumi mirada, supe que era verdad. Nunca entenderé poqué se ha vuelto contra mí. Quizá la enfermedad que

corroe el cuerpo le ha endurecido el alma. Tal vehaya buscado un nuevo chivo expiatorio para su vidamargada: yo. Quizá también alguna turbia venta

 política sea la recompensa que espera obtener de mcaída. No lo sé ni pretendo averiguarlo. Lo único qu

haré será negar estos maliciosos rumores y remenda

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como pueda la raída prenda de mi reputación.Con este propósito, así como para ver a Isabe

cabalgué hasta Hatfield Manor. No me gusta esa casa pesar de sus amplios jardines y explanadas y de

abundante caza que hay en los bosques que la rodeaEs de ladrillo rojo, a la antigua usanza, coronada dfeas torres y almenas, fría y austera por dentro. Estoconvencida que si en vez de Isabel hubiera parido uvarón, éste tendría una residencia mucho máespléndida.

Reservándome el dulce placer de besar a mi hijme armé de compostura y benevolencia y mandé usaludo a lady María, a quien solicité que me visitase me honrara como reina. Con franqueza añadí que ser

 bien recibida y restituida en el favor y la buen

disposición de su padre.Lo normal sería que esa muchacha que tanto anhe

el amor del rey aprendiese obediencia para ganársel pero no cede. La respuesta a mi amable invitación mllegó como una bofetada en la forma de una escue

nota escrita de su puño y letra en la que decía que parella no había otra reina de Inglaterra más que smadre. Y que si «la amante del rey, marquesa dPembroke» tenía la bondad de hablar a su padre en sfavor, le quedaría sumamente agradecida. Semejant

desaire me heló la sangre.

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Llamé a la señora Shelton, a cuyo cuidado está esmaldita zorra, y le di instrucciones de que a todinsubordinación de su parte se correspondiera con unintolerancia igual.

 —Abofeteadla si es preciso —le dije—. Que sufrel enojo de la reina como siente ya el del rey.A continuación me alejé de allí para trasladarme

toda prisa a los soleados aposentos donde mi Isabdormía en su cuna. Sus servidores, que suman ochen

 personas, llenaban las estancias con su trajín. Haballí un ama seca, que ordenaba la ropita confeccionad

 por varias costureras y bordadoras, y mientras un buenúmero de ayudas de cámara y alabarderos atendíadiversas tareas, tres criadas se turnaban para mecer cuna de la niña.

Mi prima lady Bryan, gobernanta del servicio, vinosaludarme, contenta por mi oportuna visita, que

 permitía consultarme acerca de importantecuestiones de crianza. La nodriza Agnes, que habdado el pecho a la princesa desde su nacimient

sufría últimamente una merma de leche que hacnecesario elegir otra ama de cría. Lady Brian m presentó varios nombres, comentando los méritos dlas diversas mujeres, y juntas pasamos un buen ratdeliberando, ya que la salud y conducta de las nodriza

son asuntos de gran importancia. Aunque no e

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 preciso que sea de alcurnia, debe ser de buen linajlimpio de criminalidad y locura. Aun las viandas

 bebidas que toma cuando da de mamar al bebé debeser cuidadosamente vigiladas, para no pasarle lo

humores de su cuerpo. Finalmente acordamos quMary Gibbons, de Hampstead, ocupara el lugar dAgnes.

También se requirió mi consejo para otra cuestiónla visita del enviado francés, que debía llegar al cabde diez días para examinar a la princesa como pas

 previo a sus desposorios con el tercer hijo del reFrancisco. Si bien las amonestaciones no se haría

 públicas hasta pasados siete años, esos diplomáticosolicitaban poder informar satisfactoriamente sobre candidata. Verán primero a Isabel envuelta en la

riquísimas vestiduras que le corresponden com princesa, y después en su estado natural, parcerciorarse de la ausencia de defectos físicos, puelos maliciosos rumores sobre sus deformidades hallegado ya a todas las cortes de Europa. Aunqu

aborrezco estas costumbres que rebajan a mi hija caa la mera condición de pertenencia real, nada puedhacer en contra, y me procura algún consuelo el sabeque su esposo será todo un príncipe de Francia.

Con tal motivo, pues, me enseñaron los vestidos

la ropa de cama de Isabel preparados para la ocasió

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 por las costureras. Observé con deleite la forma de tamenudas prendas y el primor de sus puntillas encajes. Satén amarillo pálido bordado con hilos doro y una rosa Tudor, divisa de Isabel, pendía de do

rosas Tudor de mayor tamaño en las que estamosimbolizados Enrique y yo. Los vestidos eran de lamás finas sedas y gasas blancas, forradas con tupidencaje francés, con profusión de cintas y escarapelacolor carmesí. El gorro, que semejaba una diminucorona, estaba tachonado de minúsculos diamantes

 perlas.Finalmente mi dulce niña despertó, y me la trajero

roja y llorando. Me pareció que la muselina que envolvía le daba demasiado calor y mandé al ama quse la quitara. En cuanto se vio libre de apreturas, call

y se rindió mansamente en mis brazos. Ah, cuántquiero a esta criatura. Tal vez sea ella lo único buenque he hecho en mi azarosa vida. La tarde fue undelicia, pero para mi pesar llegó la hora de regresar

 palacio. Me habría quedado más, pero Enrique m

reprende por los ratos que paso en Hatfield y no gusta que vaya a caballo hasta allí. Dice que cabalga por aquel camino es arriesgado y que cualquie percance perjudicaría al hijo que espero. Delante dél, acato sus deseos y apenas protesto, pero no piens

 privarme de mi Isabel y repetiré este trayecto siempr

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que me sea posible.Tu afectísima,

 An

22 de septiembre de 153

 Diario:

El cisma con la Iglesia católica se cierne como unnegra nube sobre la ya tormentosa situación dInglaterra. Los súbditos de Enrique sienten un vivresquemor por tener que jurar que respaldaráfielmente nuestro matrimonio sin tomar en cuen

ninguna autoridad ni potencia extranjera. También sles exige que rechacen bajo juramento la validez de smatrimonio con Catalina y acaten a Isabel com

 primera candidata al trono. En las ciudades y pueblose respira un clima de irritación contra los sacerdote

que predican que el Papa no es más que el obispo dRoma y que para los ingleses el arzobispo dCanterbury es el prelado supremo. La gente no acepde buen grado estos cambios. A todos, hombres mujeres, plebeyos y nobles, les obligan a jurar, s

 pena de tortura, muerte o amputación, que aman a «ramera» que ahora es su reina y a negar que su re

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sea un tirano y un hereje.A la santa monja de Kent, que al final se retractó d

sus profecías contra el rey y contra mí, la colgaron eTyburn, le arrancaron las entrañas aún viva y, tra

descuartizarla, expusieron por separado las partes dsu cuerpo en distintos lugares de Londres. Su muertme atormenta. En mis sueños veo sus ojoenloquecidos. Sus profecías alteraron el curso de mvida, y aunque después cambiase de opinión, sigcreyendo que aquellas palabras que pronunció ante mno sólo eran sinceras, sino el fruto de una inspiraciódivina.

Tomás Moro rehusó con terquedad prestacualquier clase de juramento. Aunque acepta acatar eacta de sucesión, su conciencia le impide negar

validez del primer matrimonio del rey. El muy astutoencaró el compromiso deseándonos larga vida Enrique, a mí y a nuestra noble descendencia, pero sreconocer en ningún momento que nuestrmatrimonio fuera legítimo. Y en la cuestión de que e

rey sea cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra, snegó en redondo a jurar, valiéndose como argumentde un texto escrito hace mucho por Enrique, el Asert

de los siete sacramentos, que admitía la autoridasuprema del Papa. Osó afirmar que era el Sum

Pontífice quien había puesto la corona de Inglaterra e

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manos de Enrique y que, por lo tanto, poddesposeerlo de ella cuando quisiera. Esrazonamiento y el desacato que implicaba, enfurecióEnrique. Por ello Moro no tardó en ser arrestado

ahora se encuentra en la celda de los traidores de Torre de Londres.Enrique está apenado por la conducta de Moro,

hasta duda de sus propias creencias. Yo, en cambiome río de esa «conciencia» que Moro define dsagrada y que, a no dudarlo, haría de él un veneradmártir si fuese sentenciado a muerte acusado dtraición. ¿De qué sirve la conciencia, pregunto, conduce al error? Un hombre que ha perdido cordura podría, siguiendo los dictados de sconciencia, asesinar a su esposa y a sus hijo

¿Deberíamos en ese caso perdonarlo? A Moro, quien el pueblo tiene en tan alta estima, la conciencle dice que el Papa —un mortal— no es sólo e

 príncipe de Roma, sino que fue el propio Dios quielo puso en su trono, por lo cual tiene derecho

impartir órdenes a los reyes de toda la cristiandaEstá a todas luces equivocado, como saben lomiembros del creciente ejército luterano. Ese Papa eun hombre, nacido de mujer, y no tiene mayocomunicación con Dios que cualquier otra person

hombre o mujer.

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¿Dónde estaba la conciencia de Moro cuandaceptó el cargo de lord canciller sabiend

 perfectamente que la intención de Enrique erhacerme reina? Puede que estuviera en su bols

necesitada de ingresos con que mantener a su famili¿Dónde estaba su conciencia cuando, tras depender dThomas Wolsey para su ascenso, dio a éste la espaldcon acusaciones tan crueles y despiadadas quhicieron temblar hasta a sus partidarios?

Veo la confusión causada por el amor que m profesó Enrique y pienso en la ironía que, auhabiéndose disipado ese amor, las leyes de Inglaterrhayan cambiado. El rey controla la Iglesia y mi hijdescuella como sucesora al trono. Cuando emprendaquella vía no imaginé ni por un instante que las cosa

resultaran así. Pero así han sido, y aún no he llegado final del camino. Veremos qué curso sigue.

Tu afectísima,

 An

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Isabel

Isabel alzó la mirada del montón de documentos qu

enía en su escritorio para observar el rostro de RobeDudley, inclinado sobre un pergamino en el que escribon trazos bien medidos. Llevaban casi todo el dncerrados a solas en la cámara real, y la reina habtendido las solicitudes de audiencia de sus consejero

quello era demasiado hermoso, pensó Isabel, paermitir que sus vanidosos y viejos consejero

desbaratasen el hechizo que entre los dos habían forjadCuando se sacudía de encima las rígidas constricciones ormalidades que habitualmente la encorsetaban, podí

durante varias horas seguidas, imaginar que ella y Dudleran el rey y la reina, ocupados en atender en buenrmonía los asuntos de Estado.

 —¿A quién escribís, Robin? —le preguntó. —A lord Sussex, representante de la Corona e

rlanda —repuso él, sin dejar de escribir—. Le pido qunvíe algunos caballos irlandeses para vuestro usersonal. —Terminó con un floreo de la pluma y miró sabel—. Le digo que os habéis convertido en unxcelente cazadora y necesitáis animales fuertes, bie

dispuestos para el galope, que os fascina cabalgar y que co

vuestras carreras reventáis a los mejores caballos.

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Dudley le dedicó una sonrisa tan cálida que ella suborizó. Al final de aquellas sesiones, que se habían hechrecuentes durante el viaje a Escocia emprendido po

William Cecil para negociar el tratado de Edimburgo

sabel solía acabar en brazos de Dudley, cuando erepúsculo de los días de verano daba paso a la suavidad da noche. No ignoraba que tenía a toda la corscandalizada y que hasta la gente común comentaba ndecoroso comportamiento de la reina, pero por

momento ella no accedía a proceder como le dictaba decoro. Tiempo habría para ello. Además, en su reclusióno habían descuidado el trabajo.

Había supervisado las negociaciones con Escocievisando los despachos que a diario enviaba lord Cecil

haciéndole llegar con prontitud sus impresiones

piniones. Se había mantenido informada de lomovimientos de su ambiciosa prima María de Escocia quras la reciente muerte de su esposo Francisco, el joven re

de Francia, amenazaba con retornar a la isla con suidículas reivindicaciones al trono de Inglaterra. Aparte d

llo, había examinado y añadido enmiendas al proyecto dey presentado por sus consejeros para la reforma de moneda.

Robin, por su lado, debido a la influencia obtenidomo favorito había atraído tantos seguidores com

detractores. Aprendía mucho sobre las tácticas de gobiern

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y las ingentes propiedades reales, y le ofrecía buenoonsejos en diversas cuestiones.

Era cierto que durante las últimas semanas Isabpenas había dedicado tiempo a actividades en las que n

articipara su amante. Cuando no trabajaban como lo hacíantonces, salían a cabalgar, a cazar, se entretenían euegos o bien, sencillamente, permanecían juntos sin otrompañía. Isabel evitaba con toda delicadeza discutir cous insistentes consejeros sobre el matrimonio con uríncipe extranjero. Ni siquiera había avanzado más en ectura del diario de su madre, pues le resultaba dolorosonocer el inicio de la pendiente que la conduciría al fin

de su vida, aunque, a decir verdad, durante las noches spasionada intimidad con Dudley la tenía demasiadcupada para entregarse a algo tan personal como la lectu

de un diario. —Aquí tengo un interesante documento, Robin —

nunció Isabel. —¿Qué es? —preguntó él con aire distraído. —El nombramiento de conde... para un tal Robe

Dudley —repuso Isabel, reprimiendo una sonrisa bservar el esfuerzo con que Robin intentaba disimular satisfacción. No en vano ambos sabían que elevar a Dudlela categoría de par del reino era uno de los prerrequisitoara su matrimonio.

 —No sabía que hubierais ordenado su redacción —

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dijo él al tiempo que se ponía de pie y se desperezaba coanguidez, procurando aparentar tranquilidad.

Ella sabía, sin embargo, que el corazón le latceleradamente y que ansiaba ver el documento, sentir

ergamino entre los dedos. Pero aunque estaba enamoradde su palafrenero y creía ser correspondida con iguervor, Isabel no se engañaba respecto a él. Robert Dudlera el hombre más ambicioso de cuántos conocía, y habcabado aceptando de buena gana todos los regaloropiedades o títulos que ella le había concedido.

Dudley cruzó la estancia con ese modo de andar quanto gustaba a la reina, en el que se sumaban donaire

virilidad, y se inclinó hacia ella para besarla en el cuellsabel se preguntó por un instante si su mirada estarendiente de su reina y amante o del título de conde qu

ostenía en las manos. —¿Cuándo va a firmarlo Su Majestad? —inquirió co

ormalidad. —Cuando nos plazca —respondió ella con altive

mpleando el plural mayestático que tanto despech

roducía en él.Dolido pero sin deseos de demostrarlo, Dudley evantó un mechón de cabello y la besó en los hombrosabel se volvió y los cálidos labios de él recorrieron edonda superficie de los pequeños senos que asomaba

or el escote cuadrado del corpiño. Isabel dejó escapar u

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uspiro y, cerrando los ojos, introdujo los dedos en landas del tupido pelo castaño de Robin. De repente perdil mundo de vista, y el pergamino que nombraba a Robe

Dudley conde de Leicester cayó mansamente al suelo.

Isabel caminaba presurosa por los verdes jardines dalacio de Richmond para reunirse con Robin en lostablos. Le había prometido que le acompañaría en unabalgada a rienda suelta a lomos de su nuevo alazán. Eranto su anhelo por ver a su amado que apenas reparaba eos arriates o en el aroma que despedían las plantas qurecían junto a los senderos. Iba tan distraída que sorpresa fue mayúscula cuando topó con su secretari

William Cecil, que venía a su encuentro. —¡Lord Cecil! Me habéis sobresaltado.

Le indicó con un gesto que se adelantara paraludarle, lo que él hizo con la debida cortesía, aunque non su habitual afabilidad. Isabel había descubierto nquebrantable terquedad de Cecil el año anterior, cocasión de sus dudas ante la oportunidad de enviar u

jército inglés a Escocia en apoyo de los rebelderotestantes. Entonces había cedido a sus demandas y locontecimientos habían demostrado lo acertado de suicio. Ese día, además del cansancio por el viaje degreso desde Edimburgo, había en su rostro una expresió

de severidad y hasta disgusto que delataba un grav

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desasosiego, y ella no ignoraba el motivo. El consejeromenzó a hablar sin su venia, con voz entrecortada por ucha que se libraba en su interior entre la rabia y

necesaria actitud diplomática.

 —Estoy confuso, Majestad —dijo—. No alcanzo omprender cómo pueden haberse deteriorado hasta tunto las cosas durante mi ausencia.

 —¿Las cosas? —preguntó Isabel, resuelta a nacilitarle el camino para la reprimenda que se avecinaba—A qué os referís, William?

 —Asuntos de Estado, señora..., y lo que de vuestreputación quedaba.

 —He estado atendiendo los asuntos de Estado, lorCecil, igual que habéis hecho vos en Escocia. Encuentro ratado muy satisfactorio. Ya no tendremos qu

reocuparnos por su alianza con los franceses ni por unosible invasión desde el norte. Hemos establecido de un

vez por todas el protestantismo en las islas Británicas. Euanto a mi reputación...

 —Dicen que durante estos meses habéis permanecid

ecluida y que apenas os han visto, de tan absorbida comhabéis estado con lord Robert. —Es verdad que he pasado algunos buenos ratos co

Robin. —¿Acaso no comprendéis que vuestra reputación s

stá viniendo abajo? —espetó lord Cecil, a punto de perde

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a compostura—. ¿No advertís que se están desvaneciendvuestras posibilidades de pactar un ventajoso matrimonion un buen partido extranjero? Vuestra prima María d

Escocia cree que proyectáis casaros con vuestr

alafrenero. El padre del archiduque está prestando oídosos rumores sobre vuestro comportamiento. Las calumniavertidas por el embajador De Quandra son aún máeligrosas. ¡Ha informado al rey Felipe de que sois un

mujer enteramente poseída por la lujuria, carente de tino onciencia, con un millar de demonios en el cuerpo!

 —El embajador español nunca me ha tenido en bueoncepto, y considera que hasta que no me haya casado neré más que una mujer inútil.

El silencio que guardó Cecil tras esta observacióoliviantó a Isabel.

 —Pensáis igual que él, ¿verdad? —añadió. Dio medvuelta y se alejó para que no viera las lágrimas de rabia quhabían aflorado a sus ojos.

 —De que debéis casaros, no hay duda, Majestad —espondió con tono más suave lord Cecil, yendo tras el

—. Debéis saber, además, que bajo ninguna circunstancs tengo por una persona inútil. Vuestra conducta con lorRobert... —prosiguió, eligiendo cuidadosamente laalabras—, aun cuando sólo sea criticable por lo que a lapariencias se refiere, es más grave de lo que creéi

demás, ha contribuido a degradar seriamente m

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osición... —Eso no es cierto —replicó con énfasis Isabel.Lord Cecil, no obstante, estaba decidido a exponer su

quejas, y continuó como si la reina no hubiera hablado.

 —... Hasta tal punto que si insistís en conservar a eshombre como consejero principal y mantenéis la idea dasaros con él...

 —¿Y cómo suponéis que iba a casarme con lorRobert, secretario Cecil? —lo interrumpió la reina—. Éya tiene esposa.

 —Una esposa que está enferma, como sabe toda orte.

 —¿Osáis insinuar que Robin y yo esperamos a qumy Dudley muera?

 —¿Lo negáis, Majestad? —inquirió, sin inmutarse,

onsejero.Isabel sintió que la furia le atenazaba la garganta al o

or boca de Cecil su terrible e inconfesable deseo. —Como os decía, si es vuestro propósito seguir po

ste peligroso camino, me veré imposibilitado de continu

vuestro servicio en calidad de secretario. —¡William! —Isabel se volvió y observó la expresióde pesar de Cecil y su gesto de impotencia. De improvisintió que se le entumecían los sentidos, como si

hubieran arrojado una pesada alfombra sobre la cabeza. La

iguientes palabras de Cecil le llegaron distantes

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pagadas. —Os serviré gustoso en cualquier otro carg

Majestad. En la cocina, en el jardín... Sé que es unnsensatez pediros que elijáis entre mí y lord Robert, y n

ienso presionaros para que me deis respuesta dnmediato. Pero si os place, Majestad, reflexionad en elldurante unas semanas y hacedme saber vuestra decisión.

Cecil le solicitó con la mirada la venia para irsccedió a ello con una breve inclinación de la cabeza, y onsejero se marchó en silencio.

Isabel permaneció rígida e inmóvil como una columnde piedra en el jardín y para sus adentros inició unmaginaria discusión con su secretario.

¡No me obliguéis a elegir, Cecil, os lo ruego! Ha sidanta la dicha de que he gozado... Dudley cuenta con m

doración y confianza. ¿No veis que no quiero llevar a mama ni entregar mi cuerpo a un rudo extranjero? Quierasarme con mi amigo, mi compatriota, mi amado. Puedbrar según me plazca. No soy una muchacha indefensa, ropiedad de un padre con cuya vida se negocia. ¡Soy

eina de Inglaterra y por Dios que las cosas se harán a mmanera!De pronto, como salida de una densa niebla ribereñ

sabel notó el sol del mediodía abatirse sobre su cabezdesnuda, sintió la nube de fragancias que subían del jardín

yó los comentarios que hacían tres damas de camino hac

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a peraleda, y de pronto la asaltó un terrible dolor, como e hubieran traspasado el cerebro con una decena de aguja

Se tambaleó y, al no hallar de dónde aferrarse, a puntstuvo de caer.

 —Kat, ayúdame —musitó.Sabía que en los jardines de palacio había cortesanolabarderos, sirvientes y jardineros, pero le aterrorizaba dea de que alguien la viera en tal estado de fragilidad, d

modo que hizo acopio de toda su voluntad y se irguiMidiendo con cuidado los pasos, envarándose cada vez qualudaba a los caballeros o damas que encontraba en samino, regresó a palacio y subió directamente a suposentos.

El agotamiento de Isabel debió de ser evidente paodos, pues cuando llegó, pálida como un cadáver, Kat y

había preparado la cama real. La reina se dejó caegradecida, en brazos de la anciana y dejó que la acostara. odos los murmullos de Isabel, Kat contestabnvariablemente:

 —Reposad, dulce niña, reposad.

Tres días permaneció en cama la reina, atormentador un fuego en la cabeza que parecía absorberle todo alor de los miembros y las entrañas. El dolor la hac

delirar, y hasta gritaba en sueños. Unas veces llamaba

Robin Dudley y otras a Cecil, e incluso, para asombro d

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ma, a su madre Ana. Fueron convocados tres médicos dalacio, que, en torno al lecho de Isabel, prescribierontre murmullos inútiles remedios. Tenía el puls

vigoroso, dictaminaron. No padecía fiebre ni mal francé

ero seguía tan postrada que durante esos tres días Kat ndurmió en ningún momento por temor a que su señoalleciera sin tener a ningún ser querido a su lado.

Cuando al atardecer del tercer día Isabel abrió lojos, vio que la anciana encendía velas para alumbrar siguiente noche de vigilia; se movía con patente lentitud l cansancio se evidenciaba también en la pesadez de suárpados.

 —Kat.Isabel pronunció su primera palabra después de ta

rolongado silencio con sorprendente vigor y claridad. A

ír su nombre, el ama se volvió y vio que la reina sncorporaba con agilidad y mirada despierta.

 —¡Isabel! —exclamó, antes de correr a abrazarla, col rostro bañado en lágrimas. Después le apartó lo

húmedos cabellos de la frente y le escrutó los ojo

ratando de hallar una explicación. —Estoy bien —la tranquilizó la reina—. Mncuentro perfectamente. Algo débil, quizá, pero bastaron comer algo ligero para reponerme.

 —¡Lady Sidney! —llamó Kat.

Enseguida se abrió la puerta, pues la dama s

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ncontraba sentada justo fuera. Cuando entró en dormitorio, Kat disponía varias almohadas como respaldara la reina.

 —Majestad, me alegra mucho veros mejorada. —Lad

Sidney se acercó al lecho, se arrodilló y besó la mano dsabel—. ¿Qué deseáis? —Un caldo bien sustancioso, que esté algo salado,

eras cortadas en rodajas. Ah, y un paño húmedo, puepesto igual que una cabra.

 —Sí, señora —dijo lady Sidney con una sonrisa, omprobar que la reina volvía a ser la de siempre.

 —Otra cosa más, Mary —añadió Isabel cuando dama se dirigía ya hacia la puerta—. Cuando volváicupaos de que Kat se acueste de inmediato.

 —Se hará según mandáis —prometió lady Sidney.

 —Majestad... —se dispuso a objetar la anciana.Isabel, que veía que el agotamiento estaba a punto d

vencer a su amiga, la interrumpió. —Katherine Champernowne Ashley —dijo con ton

ntre severo y burlón—, vuestra reina ha contraído con vo

una deuda infinita por vuestros cuidados y devociónigualables, pero os ha ordenado que descanséis y nolerará ninguna desobediencia al respecto.

 —Sí, Majestad. —Kat inclinó la cabeza con renuency en ese momento abdicó de los cuidados que prodigaba

a reina, pues ya la veía recuperada.

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 —Ahora traedme el jarro turco que tengo en la mes—pidió Isabel. Cuando Kat le acercó el pequeñecipiente, extrajo una llave de éste y añadió—: Abrid ercón que hay al pie de la cama y dadme el libro de tapa

ojizas. Luego poned las velas más cerca de mi cabeza.Kat, algo aturdida a causa del sueño, cumplió coentitud el encargo. Cuando depositó el diario de Ana en la

manos de Isabel estaba demasiado cansada para preguntarsqué libro podía ser aquel que la reina guardaba bajo llave ie de la cama.

 —Soñé con mi madre —murmuró Isabel al tomarlntre sus manos.

 —Oí que la llamabais mientras dormíais. —¿Sí? —Isabel esbozó una sonrisa mientras s

nsimismaba en el recuerdo.

 —¿Qué soñasteis? —Ella se hallaba en lo alto de la torre de un palacio,

l menos pensé que era ella, pues no le vi la cara porqustaba iluminada por una luz potentísima. Me llamaba po

mi nombre. Acércate, Isabel, decía, quiero que sepas algo.

 —¿Y qué era? —Nada —respondió Isabel, estrechando el diariontra el pecho—. No le dio tiempo, pues el castillomenzó a desmoronarse. Las piedras cayeron como ulud, pero ella permaneció sentada en un taburete, en medi

os escombros. —Tomó la mano de Kat y acarició su pie

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eseca, salpicada de manchas marrones—. Vamos, dejaque lady Sidney os acueste. Reposad, que mañana piensevantarme y necesitaré que estéis recuperada.

La anciana se retiró, reacia y a un tiempo agradecid

del dormitorio de la reina. Isabel abrió el diario de Ana ocalizó el punto donde había interrumpido la lecturHabía despertado con un miedo terrible, mezclado con udeseo no menos intenso, de conocer los pormenores dunesto final de su madre. De súbito tuvo la certeza de qun aquellas páginas no sólo se hallaba su historia, sino lave de su futuro. Le convenía estudiar el diario y aprende

de él igual que un general estudiaría los detalles de una graatalla. Isabel sabía que se encontraba frente a la primera d

una larga serie de encrucijadas, y que para guiar sus pasono contaba con otro mapa que el libro que ahora tenía e

as manos.Comenzó a leer casi con avidez, resuelta a llegar has

l final antes del alba. En cuestión de segundos quedó tabsorta en la lectura que cuando Mary Sidney volvió con aldo y las peras, ni siquiera advirtió su presencia.

12 de diciembre de 153

 Diario:

Me siento por completo trastornada. He visto a un

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 persona obrar de manera tan vil y malvada que el dolome oprime el corazón. Esa persona ha expulsado de corte a una pobre viuda desamparada cuyo único delitfue casarse otra vez por amor y quedar embarazada d

dicha unión. Esta pobre viuda, ahora feliz esposa, eMary Boleyn Carey, y la cruel persona, su hermanayo misma.

Al reflexionar acerca de ello comprendo lo que mimpulsó a caer en tan deplorable acción. Mi nuevembarazo había terminado en un aborto justo el dantes de enterarme de los nuevos esponsales de mhermana. Aún me hallaba en cama, sin haber reunido evalor para decírselo al rey —dolorida, débicompadecida de mí y de esta desgracia que viene sumarse a todas las demás—, cuando recibí a m

hermana, que acababa de llegar, radiante, de Calais, descubrí que en su vientre crecía una nueva vida. L

 bilis me subió a la garganta y, sin medir laconsecuencias, le grité que se había rebajado a misma, que había traído el escándalo a mi corte

deshonrado mi nombre. Aun cegada por la furiadvertí que en el alegre rostro de Mary aparecía unexpresión de asombro y desconsuelo. Dio medvuelta para huir de mi presencia. Y yo, como uarquero que lanza sus flechas, le espeté estas palabra

que la dejaron paralizada:

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 —¿Quién te ha dado la venia para retirarte de  presencia de la reina? Vuelve aquí, deja que vea la carde una hermana que sin el permiso del rey osentregarse a un simple soldado cuando podría habers

obtenido alguna ventaja de una alianza matrimonial. —Debes perdonarme, hermana. Él es joven y amor venció a la razón. Era tal mi convencimiento dque el mundo me deparaba tan poca cosa y él tantque pensé que lo mejor era escogerlo y llevar unexistencia pobre y honrada a su lado. Nuestra madrnuestro padre y aun nuestro hermano han sido cruelecon nosotras y nos han dado la espalda.

 —¡Y lo mismo haré yo! —grité—. ¡Vete, que eesta corte no hay sitio más que para un bufón!

Aunque dolida por mis palabras, se mantuvo firm

sostenida sin duda por el amor de su marido, abandonó mi cámara. Si mal me encontraba anteluego fue peor. Lloré y me entregué a la rabia hastvomitar, presa de un aborrecimiento igual de hondhacia mí misma como hacia mi venturosa hermana.

Cuando volví a ver al secretario Cromwell en suoficinas privadas, me enseñó una carta que Mary había escrito para rogarle que hablara en su favor Enrique, en la confianza de que éste intercedería anmí para calmar mi rabia. Afirmaba que sabía qu

 podría haber conseguido un hombre de mayo

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alcurnia, pero nunca a otro que la amase tanto y fuermás honesto. «Preferiría mendigar el pan con él a sela más espléndida reina de la cristiandad», escribió.

 —Si me permitís que os dé un consejo, Majesta

 —dijo Cromwell—, yo perdonaría a vuestra hermanDespués de todo, lleva vuestra misma sangre... y mal ya está hecho. El rey... —se quedó callado, comsi no hallase las palabras adecuadas.

 —¿Qué ocurre con el rey? —Creo que no le gustaría que lo importunaran po

un asunto como éste. —Tenéis razón —reconocí.Omití decirle que el rey interpretaría como un

ofensa el que le mencionaran el nombre de su antiguamante, y tampoco me digné informarle de lo

remordimientos que padecía a causa del modo en qume había comportado con mi hermana.

 —Haced llegar a Mary y a su marido mi bendicióntambién la del rey. Cuando nazca el niño leenviaremos un espléndido regalo para convencerla d

la sinceridad de nuestro afecto. —Perfecto, Majestad. Dejadlo en mis manos.Mientras abandonaba las habitaciones de Cromwel

me extrañó que un hombre que gozaba de tan altfavor por parte del rey viviera en tan austero entorn

 Nada le habría impedido tener mullidos cojines en la

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sillas, alfombras en el suelo y unas cortinas paramortiguar las corrientes de aire. Tal vez en su enterdedicación al servicio del monarca no sienta el frío nla desolación de sus espartanos aposentos.

Para entonces Enrique estaba enterado de maborto. En público apenas mostró conmigo máfrialdad que antes, pero en mi lecho, al que acudió altas horas de la noche para ejercer sus derechos —

 puesto que ya no venía para hallar placer—, me tratcon extrema rudeza. Apestaba a cerveza y en su cuerpse olía el perfume de otra mujer.

 —¿Cómo está mi reina? —preguntó con ese tonde voz con que me demuestra su aversión—Volveremos a intentarlo, Ana, aunque tu vientre n

 parece un aposento acogedor para mis hijos.

Me mordí la lengua para reprimir las amarga palabras que pugnaban por salir de mi garganta. Mabrí de piernas y recibí su hediondo aliento y sodiosa simiente, pues éste es el lecho que yo mismhe preparado y no tengo más remedio que yacer en él

Tu afectísima,

 An

24 de marzo de 153

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 Diario:

A pesar de todas mis desdichas, ayer pasé con mdamas una animada velada, pues la bufona que tengo

mi servicio —llamada Niniane— nos divierte muchotodas. Tiene un ingenio maravilloso para hacer burde nuestros enemigos. No para de soltadespropósitos y retruécanos, y entona cancione

 picantes con estrofas que, luego de cantarlas ella unvez, todas coreamos. Hace inimaginablecontorsiones con el cuerpo y con la carmalabarismos, cuenta picaras historias que acompañcon sonidos, imitando el ruido de los cascos de locaballos, el tañido de las campanas o los truenos dlas tormentas. Muchas veces nos deleita haciendo d

los hombres el blanco de sus mofas y sus jocosorelatos; sus protagonistas son nobles faltos dcerebro, petimetres engreídos, torpes patanes obispos lascivos. A un cornudo que sorprendió a smujer acostada con su amante, lo describió diciend

que parecía un perro que acababa de caer de unventana. Reímos hasta que se nos saltaron lalágrimas, pero pedimos más, hasta casi no tenernos e

 pie. La compensé generosamente con halagos y oro,le ordené que permaneciera cerca de mí, pues m

cuitas se multiplican día a día y necesito un respiro d

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vez en cuando. No contento con las putas que mantiene en burdele

 privados, ni siquiera con las doncellas que llama a suaposentos para satisfacer su insaciab

concupiscencia, Enrique ha vuelto a adoptar Elizabeth Carew como amante. No parece un caprich pasajero. Ni siquiera en mi presencia tratan ddisimular la relación que mantienen, y hasta hacealarde de ella delante de toda la corte.

Últimamente esa bella dama luce ricos collares  joyas que por fuerza son de origen real, y una afectadsonrisa en el rostro nacida de la confianza que

 protección de Enrique le inspira. Después de sufrdurante meses esta humillación en silencio, me dejganar por la rabia y ordené a Elizabeth Carew qu

abandonara la corte. Enrique lo supo y me desautorizde inmediato. También me hizo llegar un duro mensajen el que me aconsejaba por mi bien que mconformase con lo que había hecho por mí, pues

 pudiera volver atrás ahora no lo haría. Ay, Jesús, es

hombre, mi marido, me humilla hasta el alma. ¡Habesufrido tanto como receptora de su amor nrequerido, para después recibir el mismo trato que reina Catalina!

Y aún hay más. Enrique ha comenzado a demostra

 predilección por su hija María. Le ha enviado un

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exquisita litera y ricas colgaduras para sus aposentode Hatfield Manor. Peor es todavía mi temor frente ahecho de que ante sus cortesanos hable de ella comás fervor que de Isabel. La última vez que visité a m

hija me desplacé a Hertfordshire en compañía ddiversos caballeros y damas, todos de gran abolengEntre ellos se encontraban los duques de Suffolk

 Norfolk. El viaje fue muy agradable, y yo, contentesperaba ver en torno a la princesa a todos aquellocortesanos rindiéndole el debido homenaje, pero ecuanto llegamos a las puertas de Hatfield y se llevaronuestros caballos y carruajes, todos desaparecierocomo por ensalmo, salvo dos de mis damas. Sin un

 palabra de advertencia, aunque sin duda se trataba dun plan premeditado, no se encaminaron hacia lo

aposentos de mi hija, sino hacia los de lady Marí para rendirle homenaje. Me quedé muda junto a mdos leales damas, esforzándome por contener mindignación. Ellas, igualmente sorprendidas por aqu

 burdo motín, se afanaron por quitarle hierr

urgiéndome a ir directamente a las habitaciones dIsabel, pues sabían que al verla se aplacaría mi enojo.Aunque todavía no ha cumplido los dos años, Isab

ya muestra un espíritu vivo y se ve que está fuerte, yque se mueve como un torbellino sobre sus menudo

 pies. Es una niña feliz y tan hermosa que casi m

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entran ganas de llorar al contemplarla. Lady Bryan minformó de que mi niña sufre un poco a causa de qulos dientes le salen con gran lentitud. Le prometí qule enviaría aceite de espliego para aliviar el dolor d

encías y calmar su llanto por las noches.La tarde, que pudo haber transcurrido con placideacabó por echarla a perder la insultante nota que mhizo llegar lady María. En ella me comunicaba snegativa a salir de sus aposentos, dando como motivque no quería verme. Y cuando más tarde di a la señorShelton órdenes de castigar a la muchacha por sinsolencia, Enrique volvió a desautorizarme.

Si una vez me pareció monstruosa su acusación dintentar envenenarla, confieso que últimamente cavilsi no será su muerte el único final posible para t

 persona. Ella y su adusta madre siguen rehusand plegarse al juramento que todos los habitantes del padeben prestar bajo pena cié muerte. ¡Por Dios quseré la causa del fin de esa muchacha o bien será elquien me lleve a la tumba!

Tu afectísima,

 An

2 de abril de 153

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 Diario:

¡Mucho me temo que los franceses estéabandonándome igual que las ratas abandonan el barc

que zozobra! Mis buenos aliados, las gentes del padonde me eduqué, partidarios de mi matrimonio, mdan escasas pruebas de amistad. Muestra palpable dello la tuve a raíz de la llegada de la delegación del reFrancisco encabezada por el almirante de Francia y mviejo amigo Chabot de Brion, a quien había recibidcon agasajos en ocasión de sus numerosas visitas Inglaterra, así como en Calais con anterioridad a m

 boda. Ese hombre y yo nos comprendíamohablábamos el mismo lenguaje, sosteníamos igualeopiniones, y estaba convencida de que las atencione

que me dispensaba eran sinceras.En esta ocasión Chabot no solicitó audiencia de m

tal como impone la cortesía, ni me trajo ningun prenda de afecto de Francisco, ni me transmitisiquiera los saludos de su rey. Cuando Enrique l

 preguntó si deseaba presentar sus respetos a la reinel almirante contestó que ¡lo haría si de ese modcomplacía al rey! Declinó su asistencia a todos lofestejos, justas y partidos de tenis que yo haborganizado para él, y cuando el azar lo puso frente

mí, se mostró tan frío y distante que por un moment

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tuve la extraña sensación que aquel hombre no erChabot, sino algún desconocido que se hacía pasar poél. Grande fue, pues, la confusión que me causó scomportamiento, y así se mantuvo hasta que s

iniciaron las negociaciones que lo habían traído Inglaterra tendentes a llegar a una alianza entre ambo países y pedir la mano de mi hija en matrimonio.

La lealtad del rey francés se ha decantado, segú parece, del lado de Roma. Si bien aún sostiene que matrimonio de Enrique con Catalina no es válidasegura que María sigue siendo la heredera y con tmotivo exigió que se llevaran a término unos antiguoesponsales pactados para la unión de ésta con su hijel delfín de Francia. Los franceses amenazaron, samenazaron con casar al príncipe francés con la hij

del Emperador si no se cumplía aquel compromiso.Tan desagradables sorpresas hicieron que m

sintiera abatida y a punto incluso de perder la cordurtanto que durante el banquete final en honor de lodelegados franceses bebí en demasía y perdí con ell

el control de mis palabras. Chabot estaba sentado, sabandonar su fría actitud, a mi derecha, dándomtrivial conversación, en tanto que yo parloteaba comuna locuela. Después reparé en Enrique, que al otrlado del salón miraba con ardor a su amante; estab

transido y la expresión de su cara —tan llena d

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 pasión, tan parecida al semblante que una vez siluminó por mí— hizo brotar súbitamente de mgarganta una amarga carcajada que, por el influjo dvino, se convirtió en un torrente de risa desatad

Chabot, ofendido, preguntó si estaba mofándome dél, lo cual me produjo nuevas carcajadas. Con rostro encendido de cólera, se levantó con intencióde irse. Entonces recobré de inmediato la compostury lo agarré del brazo, consciente de que aqumomentáneo rapto de insensatez podía causar u

 perjuicio irreparable a la causa de mi hija, que tant peligro corría. Consciente de que sólo la verda podría calmar al francés, le confesé, aun a costa dhumillarme, que había visto las atenciones quEnrique dedicaba a su amante. Me tranquiliz

comprobar que él daba crédito a mi explicacióaunque, para mí, la conmiseración que entonceadvertí en sus ojos fue como una bofetada.

Antes de despedir a la delegación, Enrique expressu desacuerdo con la propuesta y ofreció com

alternativa que Isabel fuese entregada en matrimonial duque de Angulema. Los emisarios se marcharonno sin antes prometer formalmente que harían llegala respuesta con prontitud. Yo creía que ecomportamiento de Enrique para conmigo no pod

ser más frío, pero me equivocaba. Cuando lo

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franceses hubieron partido, me clavó una dura mirady dijo:

 —Deberías suplicar a Dios que su respuesta sefavorable a tu hija, pues ¿de qué me servís tú o ella

no es para esta clase de alianzas?Han transcurrido muchas semanas y aún no sabemoqué se ha decidido. Las navidades se aproximan y mencuentro sin ánimo para celebrarlas. Tomo ladisposiciones que de mí se esperan —preparación dregalos, festejos y demás—, pero cada día el silencique viene del otro lado del Canal resuena en mi cabezcomo el duro toque de una gran campana en solitario corredor de un monasterio. Ruego que esvez Dios se ponga de mi parte, pues nunca han sido tagrandes mis pecados como las penas que por ellos h

tenido que pagar.Vuestra afectísima,

 An

14 de abril de 153

 Diario:

¡Mis plegarias han sido escuchadas! Los francesehan accedido por fin a que el duque de Angulema s

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despose con Isabel. El matrimonio se negociará eCalais a últimos de mayo. Además, mi hermano shalla de regreso en Inglaterra tras su largo servicio eFrancia. Él es mi mejor amigo, el que me trae no sól

las diversiones, las canciones, modas, libros e ideaen boga en Francia, sino un afecto y una lealtad quañoraba sobremanera. Tanta es la atención que dedica su reina y hermana que mi vida parece habereverdecido. El y Francis Weston, Henry Norris Mark Smeaton frecuentan las fiestas, los bailes, lasesiones de juegos y entretenimientos a las que asisthasta altas horas con mis damas.

Bien sé que Dios no ha sido tan bondadoso coalgunos hombres. Recientemente han ido a parar

 prisión varios monjes cartujos que se negaron

 prestar el juramento. Tomás Moro y John Fishesiguen languideciendo entre los muros de la Torre pola misma causa. El secretario Cromwell los visita menudo y les sugiere toda suerte de salidas paaceptar, sin merma de su honor, lo que todos lo

demás han acatado. Incluso los miembros de la familMoro han jurado. Pero él sigue oponiéndose y cólera de Enrique se acrecienta por momentos. Quiésabe, tal vez el viejo Moro se avenga a razones

 preste juramento para poner fin a tan inút

encarcelamiento.

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George me acompaña muchas veces a Hatfieldonde comprueba cuán rápidamente crece su preciossobrina.

Cromwell, Enrique y yo estamos tomand

disposiciones para su destete. Lady María, que aúsigue confinada en Hatfield, mantiene corte allí, ntan en secreto como algunos suponen, y recibagasajos por parte de sus partidarios, entre quienes sencuentra el embajador Chapuys. Las cartas que éstenvía al emperador van, a no dudarlo, cargadas dintrigas y conspiraciones destinadas a situarla ecabeza de la línea de sucesión.

 No sé si he mencionado ya que Clemente hfallecido y en su lugar hay un nuevo Papa, Pablo IIEste hombre, mucho más decidido de carácter que s

antecesor, amenaza directamente a Enrique codesposeerlo de su reino por el matrimonio contraídconmigo, e incluso con una posible invasión. Taleintimidaciones preocupan bien poco al rey, ya quFrancia y España pronto entrarán en guerra, y con ell

el emperador estará demasiado ocupado para ademáinvadir Inglaterra. Por otra parte, esta guerra haría quFrancisco reclamara la ayuda inglesa y se estrechauna alianza que daría gran satisfacción al rey.

Mi ánimo ha mejorado tanto que hasta dispongo d

fuerzas para idear estrategias propias, pero la

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expondré en otra ocasión.Tu afectísima,

 An

20 de mayo de 153

 Diario:

Estoy embarazada y dentro de mí crece unesperanza nueva, con la pujanza de la simiente qugermina en primavera. Habrás de perdonarme, Isabe

 pero ahora en mis oraciones pido que ese hijo sea uvarón, el príncipe que anhela Enrique y que ser

nuestro salvador. Esta esperanza, unida a una granecesidad de resistir, de sobrellevar esta vida y estdestino elegidos por mí, ha hecho que elabore un plaque, de llegar a buen puerto, restablecería mi posicióy poder en el trono. Debo hacer que el rey me ame d

nuevo. He de reanimar en este cuerpo gastado y eeste corazón marchito a aquella muchacha intrépida arrogante cuya mirada atrajo a Enrique al centro de uoscuro dédalo de deseo y lo mantuvo allí durante selargos años. He de fingir que me inspira lujuria escuerpo que antaño parecía de hierro y ahora es unmasa informe cubierta de pústulas. Aún má

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importante que la pasión física es, sin embargconvencerlo de que no fueron en vano los sacrificioy cuitas que por mí soportó, que sus ardides

 proyectos, su divorcio y posterior matrimoni

conmigo trajeron, al cabo, buen fruto, aparte de muerte de amigos, la excomunión de la Iglesia y odio de sus súbditos. Reflexionaré sobre este pla

 para perfilarlo en todos sus pormenores, pues n puedo permitirme siquiera un error.

 Niniane, mi bufona, hace chistes graciosísimos cuenta de mi embarazo. Me parece que debe de habetenido hijos para conocer con tanto detalle lomovimientos que se sienten dentro, las extravaganciay antojos y que da ese estado. Una noche en questábamos solas en mi dormitorio, se subió de u

salto a la cama y, aovillándose, se puso a imitar a criatura que llevo en mi vientre, dando berrido

 patadas, exigiendo crujientes manzanas, confiterecién hechos y dulces nanas.

 —¡Soy el príncipe! —gritaba con voz infantil—

Soy el príncipe y futuro rey y estoy hastiado de tanoscuridad. ¡Traedme luz! ¡Y dulces! ¡Y muchas joyas oro, pues siendo hijo de mi padre, deseo, ante todriqueza!

El maestro Holbein me ha hecho un retrato. Aunqu

nadie lo dijera, no se me escapó que no salí nad

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favorecida, pues en él aparezco con el cabello ocult bajo una capucha y el rostro hinchado a causa de membarazo. La única persona que se indignó al ver retrato fue Niniane.

 —¿Quién es esa matrona gordezuela con varia papadas? —exclamó—. ¡Imposible que seáis voMajestad, pues tenéis un cuello de cisne!

Cuando le dije que, en efecto, era yo, agarró aqucuadro y, danzando por el cuarto, se puso a entonauna alocada canción en la que exigía que Holbefuese castigado por aquel retrato tan insultante. Que lcolgaran desnudo de los pulgares en Tyburn y lmetieran enrollada entre las nalgas su afrentos

 pintura, cantaba. Ay, cómo me hace reír. Por otr parte, a su manera estrafalaria me procura u

sentimiento de amistad, pues en su atrevido humor shalla la verdad, una rara cualidad que muy pocoquieren compartir conmigo.

Siempre que inquiero sobre su vida, Niniane vuelvdel revés mis preguntas y hace bromas acerca de ella

conservando intacto el misterio de su historia. menudo me maravilla esta mujer desaforada en la quse trasluce a la vez una gran inteligencia y much

 bondad. ¿Qué la llevó a adoptar esta clase de vida? ¿Dqué familia procede? ¿Es de origen noble o plebeyo

Quizá se avenga a hablar de ello algún día.

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Tu afectísima,

 An

7 de junio de 153

 Diario:

Mi estrella vuelve a relucir; como antes, soy

 bienamada de Enrique. Ahora me prodiga mácuidados que nunca y siempre me tiene a su ladReferiré por qué caminos hemos llegado a este puntPrimero el niño que espero rellenó mis mejilladescarnadas, y las arrugas que habían aparecido e

torno a mis ojos y mi boca las combatí con variaaplicaciones de cinabrio, que, aun siendo corrosivo dañino para la piel, aportó a mi cara una espectaculaapariencia de lisura. La palidez la disimulé con polvode plomo y un suave toque de alumbre en las mejilla

y para dar color a los labios empleé púrpura. De esmanera he recobrado un aspecto de lozanía hermosura que casi había desaparecido de mDesdeñando redecillas y tocados, me dejé el cabellsuelto, tal como solía llevarlo cuando Enrique mcortejaba. Mis vestidos son ahora de los colores quel rey prefiere: rojo intenso, rosado, negro y verd

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esmeralda. Entre las joyas he escogido aquellas qume regaló cuando nuestra relación era más intensa. H

 pagado sumas cuantiosas por diversos perfumefranceses, aceites de baño y afeites, para deja

siempre a mi paso una nube de fragancia.De este modo me presenté ante el rey, primersólo durante breves instantes, cruzando laconcurridas estancias donde se hallaba. En silencio dirigí seductoras sonrisas, alguna mirada de soslayo otras demostrativas de franca admiración por s

 persona. Los festejos de la llegada de la primavera m procuraron oportuna ocasión de lucimiento. Como mnombraron reina de la celebración, llevaba un vestidtachonado de flores de seda. En la mascaradinterpreté una alegre danza y una canción que todo

aplaudieron de buena gana. Con agrado comprobé quel rey no estaba pendiente de su amante, sino que mmiraba con expresión de orgullo. Al saludar, hice un

 profunda reverencia en dirección a él y, fijando mojos en los suyos, advertí que lo tenía prendado d

nuevo. En cuanto dio comienzo el baile, cruzó salón, me tomó de la mano y me condujo al centro dla pista, donde efectuamos los alegres pasos de ungallarda. Estaba contento, no me cabía duda, de modque esa noche lo aguardé en mi habitación y, tal com

había supuesto, el rey vino a mi encuentro.

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Mientras le servía vino aromático ante un animadfuego, reuní todo mi coraje y pasé a hacer gala de misma intrepidez que mostraba con él antes de que amor y el matrimonio me debilitaran. Al tiempo que

daba un suave masaje en las sienes, le dije que si s paraba a pensar en ello con toda franqueza, sabría questaba unido a mí como ningún otro hombre lo estaba una mujer, que yo lo había rescatado del pecaminosestado en que vivía con Catalina, y que, sin mí, jamáhabría reformado la Iglesia. Dicha reforma le habreportado, además, todas las riquezas de lomonasterios, que hacían de él el soberano más ricque hubiese conocido Inglaterra.

Me escuchó atentamente, prendido de cada palabry hasta en un momento me pidió que prosiguiese, a l

cual accedí sin hacerme de rogar. Le di mi cepillo ycomo solía hacer cuando éramos jóvenes, me cepillel pelo con largas y delicadas pasadas hasta dejármelcomo reluciente seda negra. Le dije que su virilidanos había procurado una nueva ocasión de tener

nuestro príncipe y, luego, como el maestro Holbein pinté un cuadro en el que Enrique y yo estábamos a ulado, como aliados, en tanto que en el otro sagolpaban todos nuestros enemigos; el emperador, lovolubles franceses, el beligerante Papa, las pertinace

Catalina y María, que a sus espaldas conspiraban pa

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un levantamiento armado. Le dije que a él y a mí nohabían separado fuerzas y hombres incapaces dcomprender la fortaleza de nuestro vínculo. Despuéle di un beso, con el que avivé la pasión del soberano

del hombre que había tras él. No fue necesario que lincitase más, pues pronto me arrancó el vestido y mcondujo al lecho.

Puesto que últimamente habíamos mantenidrelaciones, no me sorprendieron su obesidad ni lavenas varicosas y las llagas que cubren sus muslos sus pantorrillas, pero en tales ocasiones no fingdeseo y sólo tuve que volver la cara y dejar quacabase de gozar. Esta vez hice acopio de toda mentereza para abrirle mi corazón y hacer el amor coél. Fue una prueba para mi pericia de actriz, pues, co

toda franqueza, no me queda ni una chispa de afecthacia esa bestia que tengo por marido.

Una vez satisfecho, el rey quedó henchido desperanza por nuestro futuro, su hijo, la gloria dInglaterra. Volvió a pronunciar mi nombre co

sentimientos de amor, y me regocijé en silencio porque una vez más mi astucia había trocado el destiny, con mi hija en brazos, me apartaba del abismo haciel cual nos dirigíamos. Jesucristo sea loado, Ésostiene nuestra causa.

Tu afectísima,

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 An

20 de julio de 153

 Diario:

¿Cómo puede ser que un hombre tan valioso erudito contribuya a su propia ejecución? ¿Qu

sentido tiene aferrarse con tanta fidelidad a lo propios principios oponiéndolos a los de alguien quetodos se impone, tomando la muerte como únicsalida? ¡Condenado Tomás Moro! Ahora está muerto su cabeza hace compañía en el puente de Londre

clavada en una pica, a las de John Fisher y los monjecartujos. ¿No podía haber prestado el juramento  preservado así su vida? Con esto, todo lo que hconseguido Enrique es hacer de Moro un mártcatólico en torno al cual se juntarán sus súbditos co

más fervor aún.Mi hermano y mi padre presenciaron laejecuciones. La primera fue la de Fisher. Esthombre, recientemente nombrado obispo dRochester por el Papa, era tan flaco que causó pasmel que de su esquelético cadáver pudiera manar tansangre. Sin embargo, no es su decapitación lo que m

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atormenta en sueños, sino la de la Moro. La larga enmarañada barba cana, las exhortaciones que dirigial verdugo para que no errara el golpe, advirtiéndoque tenía el cuello corto... Tras vendarse él mismo lo

ojos, tendió su cuerpo enfermo sobre el cadalso, pueel tajo era bajo y muy pequeño. Incluso se permiti bromear, diciéndole al verdugo que no le cortara  barba, ya que ésta no era culpable de nada. Me imagina ese gran hombre, a ese mentecato sin seso tumbad

 boca abajo aguardando el hachazo.Cuando llegó la noticia de su ejecución, el rey y y

nos hallábamos frente a la mesa de juegos. —¡Por la sangre de Cristo! —vociferó él con

semblante encendido—. ¡El hombre más honesto dreino ha muerto!

Después salió de la sala y permaneció encerrado taciturno por varios días.

 No quiero pensar más en esto. Voy a apartar de mmente sucesos tan terribles, pues todavía soy la reiny debo concentrarme en asuntos de suma importancia

Tu afectísima,

 An

10 de agosto de 153

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 Diario:

Este verano, Enrique ha llevado consigo a su reincuyo vientre está cada vez más abultado, en s

desplazamiento de costumbre, y le dispensa el máregio trato. Con él asisto a las cacerías como antaño juntos vemos correr los ciervos, disparamos, bebemocerveza al caer la tarde y gozamos de más alegría de que hemos tenido en muchos años.

En los condados de Winchester y Hampshirnuestros nobles súbditos nos acogieron con grahospitalidad en mansiones, castillos y pabellones dcaza, y aunque las lluvias nos han privado de practicala cetrería, ninguna turba de villanos ensombrecinuestro viaje de placer. Yo hago votos por que est

sea augurio de que el pueblo acepte un día a su reina a la princesa, aunque el corazón me dice que es miedo a la mano de hierro de Enrique y la sumisióforzada lo que amansa al pueblo llano.

Aún nos aguardaban, sin embargo, placeres de ot

índole. Los monasterios de Rochester y Dunst sabrieron ofreciendo al rey sus tesoros de piezarománicas. Grandes y pesadas cruces de orexquisitos tapices, mitras, báculos y cálicetachonados de gemas..., todo un cúmulo, en definitiv

de bienes tan factuosos como innecesarios para

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culto a Dios, que fueron trasladados a Londres ecalidad de botín real.

Tal vez estas flamantes riquezas hayan hechcambiar de parecer a Enrique, pues ahora critica s

tapujos a esas dos españolas que tiene colgadas dcuello cual piedras de molino. —No pienso seguir soportando las tribulacione

inquietudes e intrigas que durante tanto tiempo htolerado a cuenta de la reina viuda y lady María —le odecir dirigiéndose a Suffolk—. Ya veréis cómo en l

 próxima sesión del Parlamento quedaré libre dtrabas. ¡Se me acabó la paciencia!

Me abstuve de intervenir, pues comprendí que nsería necesario persuadir más al rey de conveniencia de su ejecución. Ah, que fantástico ser

que esas fieras desapareciesen de este mundo para qumi Isabel no tuviese que padecer su inquina. Rezo paque Enrique no vacile y llegue hasta el final, tal comhizo para convertirme en reina. De ser así, nuestrfuturo quedaría asegurado.

Ahora, alojados en Wolfe Hall, en el condado dWiltshire, cerca de Gales, la familia Seymour noatiende como si estuviéramos en nuestra propia casThomas y su esposa Margaret nos inspiran con sfecundidad. Tienen diez hijos, cinco niñas y cinc

hembras. Edward ya lleva unos años com

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gentilhombre de Enrique, y su hermana Jane, unmuchacha bastante apocada, era dama de honor dCatalina. Su hermano habló por ella, que eextremadamente tímida, para pedirnos una ocupació

en la corte. Enrique dejó claro que le gustarcomplacer a Edward, así que miraré de hallar un lugaentre mis damas para esa medrosa muchacha.

 No miento si digo que disfruto de este verano, per preferiría retornar a las comodidades de mi cort pues debo proteger a este hijo hasta el final y dar a lusin percance alguno.

Tu afectísima,

 An

5 de diciembre de 153

 Diario:

¡Es cosa de no creer la última felonía de Enriqu¡Ha tomado por amante a una vulgar mosca muerta! Mdama de honor, la tímida y recatada Jane Seymour, emi nueva sustituta. Nadie la considera bonita, pues eentrada en carnes, carece por completo de gracia habla en voz tan baja que apenas si se la oye. Tampocdestaca por su inteligencia, pero no le hace falta, pue

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su hermano Edward piensa por ella. Enrique está taembobado con ella como lo estuvo conmigo en otrotiempos. ¿Cómo puede despertar esa insulsa Jansemejante pasión en el rey? De buen seguro qu

Edward Seymour lo ha planeado todo con objeto dmedrar en la corte. Temo que mi veleidoso primFrancis Bryan y también Nicholas Carew participecon él en esta conspiración. ¿Es que no existe ningúcortesano leal? Me inclino a creer que no. Han puesta Jane a representar mi antiguo papel, tentando Enrique con hábiles chanzas, sonrisas afectadas actitud sumisa, pero nada de todo eso conduce lecho, sino a castos besos y promesas de hijos.

Reconozco que he perdido la paciencia con ese re putañero y ya no me esfuerzo por disimular lo much

que lo aborrezco. Tanto en público como en privadno dejo de vituperarlo. Cuando él dice «sí» yo dig«no», sólo por el placer de contradecirlo. Todos lodías ideo nuevas formas de irritar y ridiculizar a es

 pomposo patán: me burlo de sus horroroso

escarpines y de sus atuendos cubiertos de pedrería quno paran de aumentar de talla, se parece cada vez másun enorme tapiz. Cuando ordenó a todos sugentileshombres que se raparan la cabeza y se dejara

 barba, yo, aprovechando una ocurrencia de Ninian

anuncié en voz bien alta en una cena que el rey parec

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una bola de billar barbuda. Norfolk tampoco queda a salvo de mis pullas. S

enemistad ya es antigua, pero ahora me calumnia cocreciente descaro. Dicen que se quejó de que yo l

había hablado con una desconsideración que ni lo perros merecen, pero Niniane, al oírlo, replicó qudebería sentirse halagado, puesto que yo trataba a m

 perros mejor que la mayoría de las personas. Ecuanto a Jane Seymour, que coquetea audazmente coel rey, un día en que la sorprendí sentada en larodillas de éste le di un sonoro bofetón que le dejuna buena marca.

Enrique tolera mis vejaciones con extrañimpavidez. Mi hermano se inquieta, pues teme questa calma sea igual a la que antecede a las tormenta

Aún así, me siento poseída por un demonio infernque me hace obrar con desatada osadía. El cruel Dioque decidió mi suerte será el juez que dictamin

 posteriores castigos, pues el guante ya ha sidarrojado y ahora comienza la batalla.

Tu afectísima,

 An

9 de enero de 153

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 Diario:

Ha fallecido Catalina, la antigua reina de Inglaterry yo estoy hundida. Su final fue tan violento y extrañ

con vómitos y terribles dolores de estómago, qualgunos aseguran que fue envenenada. Pero eso no ecierto, pues sus únicos enemigos éramos el rey y yy ninguno de los dos es culpable de su muertEnrique no cabe en sí de gozo; al enterarse de noticia exclamó: «¡Dios sea loado por librarnos duna guerra!» En eso no anda errado. El sobrino dCatalina, el emperador Carlos, no tendrá ahora motiv

 para invadirnos mientras su prima María permanezcasalvo, pues ¿quién puede prever por dónde sdecantará la sucesión al trono?

Pasaré a referir ahora por qué me he recluido en mcuarto, aun cuando ni siquiera aquí hallo solaz. Everdad que lloré de dicha cuando supe de la muerte dCatalina y hasta hice un generoso regalo a Ellis, mensajero que me la trajo. Me alegró que Enriqu

hiciera traer a Isabel de Hatfield Hall para quasistiese a las celebraciones vestida con el mismcolor gualda de su jubón y mi vestido, y también que venir a mi cámara se pusiera a bailar con mis damauna alegre gavota. Pero cuando el rey tomó a nuest

hija en brazos y se la llevó para recorrer con ella la

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estancias de palacio y mostrarla con orgullo a todosus gentileshombres, reclamando agasajos para ellsentí una súbita opresión en el alma. Despedí a todamis damas, y ni siquiera Niniane pudo apaciguar m

 pena.Caí en la cuenta de que la muerte de Catalina podacarrear mi final. Mientras ella vivía Enrique no poddivorciarse de mí, pues se habría visto obligado restituirla, pero ahora el rey es libre de desposarscon quien le plazca. Cuanto más lo pienso, más sacrecienta mi temor. Veo el embeleso con quEnrique mira a esa zalamera de Jane Seymour escucho las habladurías que auguran su tercematrimonio, cosa que él nunca desmiente.

Ay, Isabel, el hombre que presume con su hij

 pelirroja ataviada de gualda ante sus cortesanos puedser el instrumento de mi destrucción, y de la tuyReza conmigo, dulce niña, en tus oraciones infantile

 para que esta criatura que llevo dentro sea un varó pues el rey Enrique aprecia en poco a su familia y aú

es más escaso el cariño que se propone darle. Comun gran temporal que se abate contra las costas, temque sea incontenible y no ceje en su furia hashabernos anegado a todos.

Tu afectísima,

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 An

28 de enero de 153

 Diario:

El mayor de mis temores se ha cumplido. H perdido a mi salvador, pues la pequeña masa de carnexpelida de mi vientre era claramente un varón.

Las celebraciones por la muerte de Catalina durabadesde hacía semanas. Enrique había prohibido a todollevar luto. Los festejos, danzas, mascaradas y hasmisas de acción de gracias se sucedían, y quieneamaban a Catalina tuvieron que vivir su duelo e

secreto, bajo amenaza de muerte. Se organizó un justa, pero yo, que no tenía ganas de presenciar algarabía de la multitud, permanecí en mis aposentoacompañada de Margaret Lee y Niniane, que noentretuvo con los alegres versos y canciones d

Chaucer.De pronto oímos un ruido como de soldados que sacercaran a mi puerta, y mi tío Norfolk irrumpió en cámara con aciagas noticias. ¡El rey yacía muerto en

 palestra! Lo habían desarzonado en combate y scaballo había caído sobre él, aplastándolo. Los puñaledel miedo me traspasaron las piernas, los brazos,

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cabeza y las entrañas. Margaret afirmó que estab pálida como una muerta y trató de consolarme, per Norfolk, como una víbora maligna, me mordió corazón con sus duras palabras. La muerte de Enriqu

dijo, suponía mi perdición, pues nadie quería a Isaben el trono. Si presentaba batalla por ella y reclamabla regencia, la discordia y la guerra civil se abatiríasobre Inglaterra. Todo esto me espetó mientras ylamentaba la repentina pérdida de Enrique, si bien ndejaba de aliviarme el que hubiera muerto tan bestimarido. Después, Norfolk se marchó sin reverencalguna, como si yo ya no fuese la reina.

Aturdida, mortificada, atormentada por tan terrible presagios, me asaltó un descontrolado tembloMargaret y Niniane trataron de confortarme co

amables palabras, pero mi única obsesión era tener Isabel en mis brazos, pues presentía el peligro que scernía sobre ella. Margaret abandonó la cámara con

 promesa de hacer que me trajeran a Isabel y llamar mis pocos cortesanos leales.

Pero cuando éstos —Wyatt, Norris, Weston— s presentaron, me informaron que el rey ¡estaba vivoHabía pasado dos horas sin conocimiento, commuerto, pero después había vuelto a montar y hasamenazaba con seguir participando en la justa. Vencid

 por el cansancio, me acosté, y aunque Niniane se la

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ingenió para arrancarme alguna sonrisa haciendcomentarios jocosos sobre tan perversoacontecimientos, mi palidez y mi debilidad sacrecentaron. Así fue como el día mismo en qu

Catalina recibió sepultura la sangre manó de entre m piernas y mi hijo murió en mi cuerpo. La comadronexaminó el menudo feto y concluyó que era el de uvarón. Así se lo comunicaron a Enrique, que irrumpien mi cámara presa de una furia aún mayor que la ddía del nacimiento de Isabel.

 —Ya veo que Dios no desea darme hijos varones —musitó con frialdad.

De nada me sirvió decirle que aquel aborto no eobra de Dios, sino el efecto de la noticia de su propmuerte que con tanta rudeza me había dado Norfol

Triste únicamente por la pérdida de su hijo, siconmiserarse de mí ni del estado de debilidad en qume hallaba, se fue con paso airado y, antes de cruzar eumbral, me dijo que volveríamos a hablar cuandestuviese recuperada.

Tras la marcha del rey, Margaret Lee, que tantfidelidad me ha demostrado siempre, se echó a lloraQuise consolarla diciéndole que tendría más hijo

 pero ella pasó a expresarme sus temores. En la cortse comentaba que Enrique creía ahora que yo lo hab

seducido con sortilegios y que ello privaba nuestr

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matrimonio de toda validez. Dios le había hecho veesta verdad, aseguraba, al no concedernos ningún hijvarón y, con tal convencimiento, su propósito erhacer de Jane Seymour su nueva esposa. ¡Hechicerí

¡Yo, una bruja! Los seis dedos de mi mano, la marcdel diablo en mi cuello, las pociones que habempleado para aliviar sus dolores, el efecto mágicque sobre sus jaquecas ejercían mis dedos... todo eshabía acabado por volverse contra mí. Supe entonceque mi suerte no sería mejor que la de Catalina, ni futuro de Isabel más halagüeño que el de María. Me vrepudiada con una hija bastarda, desterrada en lejanasdesoladas mansiones, sin derecho a recibir siquierconsuelo de los demás.

Mi cuerpo está débil y una gran pesadez me oprim

el corazón. Yazgo en la cama sin ánimo parlevantarme. ¿Qué va a ser de mí?

Tu afectísima,

 An

6 de febrero de 153

 Diario:

¡Qué amargura más grande la mía! Mi querid

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Purkoy ha muerto. El rey me informó de ello con misma brutalidad con que mi tío Norfolk me avisó dla supuesta muerte de aquél. Yo estaba rezando con mcapellán Matthew Parker cuando él se presentó en m

cámara para decirme que partía hacia Londres para lofestejos del martes de carnaval y que yo debquedarme en Greenwich. Le supliqué que m

 permitiese ir con él, pues Isabel se encontraba eLondres y tenía necesidad de verla. Desoyó m

 petición y también se negó a llevar siquiera una nocon las medidas de unos gorros de seda que quermandar hacer para ella. Me dijo que la niña n

 precisaba de tan lujosos tocados y me reprochó quno tuviera mejor forma de pasar el tiempo que haceridículas listas de cosas inútiles.

Soliviantada por esos comentarios sobre nuesthija, le eché en cara que con su veleidad diera pie que los otros me mostraran sin disimulo su deslealtaIncluso el secretario Cromwell se descubría ahora cabeza ante la sola mención del nombre de lady Marí

A esto Enrique no dio respuesta, o cuando menoninguna capaz de satisfacerme. Como hizo ademán dirse, lo agarré del brazo y le espeté unas cuantaverdades acerca de su nueva amada, lady Jane.

 —Juega contigo, Enrique, igual que hice yo. D

hecho, imita mi astucia. Según me han dicho, no quis

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tomar la bolsa de monedas de oro que le diste. ¿Nadujo que no mancillaría su virtud ni su honoaceptando aquel presente sin ser antes tu esposa? ¿Taciego estás como para no ver que tiene dos hermano

que procuran medrar gracias a ella? —Contén esa lengua de serpiente, Ana, o yo mismte haré callar.

 —¿Y cómo lo conseguirás, Enrique¿Divorciándote de mí? ¿Mandándome a un convento?

 —No pongas a prueba la poca paciencia que mqueda, Ana.

Pese a sus amenazas, me armé de valor y, mirándolfijamente a los ojos, le dije:

 —Nunca te he amado, Enrique. Ni una sola vez eestos diez años. —Observé que aunque le temblaba

los labios, mantenía firme la mandíbula mientras yhería su orgullo con una sonrisa irónica—. ¿Pensabaacaso que llegué a amarte? Sí, lo pensabas.

Le saqué los colores con estas falsas palabras, puela verdad es, Diario, que lo amé por un tiempo, ante

de entregarme a él. Y en Calais, y en el curso deinvierno siguiente. Pero en ese momento no quisdarle la satisfacción de que lo supiera.

 —Márchate —grité—, quédate con esa hipócrimuchacha de cara caballuna. Pero más vale que

quites del pensamiento la idea de que Ana Bolena hay

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amado alguna vez a Su Majestad, porque eso nocurrió jamás. Jamás.

Me miró con expresión de ira y en ese instante temque alzara la mano y me matase de un golpe. Si

embargo prefirió atacar de otro modo. —Tu perro ha muerto —anunció con una sonrisa—Es una lástima, ya que sin duda se trataba de tu máleal servidor.

 Ni siquiera vi salir a Enrique por la puerta, puetenía los ojos arrasados en lágrimas. Lágrimas de laque él era, para su satisfacción, responsable.

Tu afectísima,

 An

9 de abril de 153

 Diario:

Por un breve tiempo creí que todo volvía a marchde modo satisfactorio. El embajador Chapuys trajo umensaje del emperador. En él transmitía el deseo d

 parlamentar con Enrique y conmigo en la esperanza dllegar a algún acuerdo, ahora que la muerte de Catalinha eliminado cualquier obstáculo que impida unalianza. Fue motivo de gran satisfacción para mí

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respeto que Carlos me expresaba como reina al queretratar conmigo así como con Enrique. Esta propuesespañola complació, además, a Cromwell, ya quúltimamente insistía en que la amistad de lo

franceses no era de fiar. Me parece que le preocupabque un día Inglaterra pudiera quedarse sola frente España y Francia a la vez. Por todo ello se organizuna ronda de reuniones y festejos que tenían Chapuys como asistente más destacado.

Dado que Enrique no tomó medidas para excluirmde dichos actos, hice preparativos para una comid

 privada en mis aposentos. Esta se celebraría despuéde una misa a la que asistirían los nobles del reino cuyo invitado de honor sería Chapuys, en la esperanzde que pudiera cerrarse alguna importante negociació

en mi mesa. Todo fue bien en la misa. El obispCranmer pronunció un sermón de marcado contenid

 político y Chapuys correspondió, complaciente, a msonrisas. Pero cuando llegó la hora en que embajador debía acudir a mis aposentos, Enriqu

requirió su presencia, así como la de los miembrodel Consejo; de ese modo me dejó presidiendo uvacío banquete cuyo plato fuerte fue mi humillación.

Al final, el rey se negó a aceptar las condiciones dChapuys, a saber, que debía someterse a la volunta

del Papa y legitimar a su hija María. Cromwel

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furioso por el fracaso de los planes que con tantesmero había elaborado, se retiró indispuesto a suhabitaciones, donde ha guardado cama durante cincdías. Su desconcierto es, me temo, el único consuel

al que me queda aferrarme.Enrique ya casi no se fija en Isabel ni se molesta efingir consideración alguna hacia mí. Me parece qumis días en la corte están contados, y varias de mdamas se atreven a hablarme de remotos conventodonde podría hallar refugio una reina repudiada.

Pocas cosas me alivian de mis penas. Sólo música de Mark Smeaton y las ocurrencias de Ninianobran como bálsamos en mi alma. Todavía cuento cola fidelidad insobornable de unos cuantos amigoThomas Wyatt, Henry Norris, Francis Weston. Bie

sé que sus agasajos no son fruto de un verdaderafecto, pues mi belleza se ha marchitado ya, sino unexpresión de valiente fidelidad y amor cortés. Laatenciones que me prodigan han hecho nacer en mí u

 profundo aprecio hacia ellos, más intenso aún que

que conocí con Percy o con el rey, y más insólito quel que siento por Isabel, ya que a ella me ata el vínculde la sangre. Esta amistad es una flor hermosísim

 pues no existe sentimiento más gratificante que entrega mutua de dos corazones.

Aunque el afecto que me inspiran las mujeres e

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escaso, pues siempre me han reservado odio desconfianza, Margaret Lee es como una hermana parmí, más de lo que lo fuera Mary. ¡Intentcomplacerme a cada instante! Puesto que es mi dam

de cámara, tiene la obligación de atenderme en tod pero extrema su esmero sin yo pedírselo, y así, a hora de elegir la ropa que he de llevar, siempre escogcon gran atención el color, el estilo y el corte que máme favorezcan. Me atilda sin cansarse, me calienta lo

 pies y las manos, y cuando me duele la cabeza, me dmasajes con tanta ternura que a veces no puedcontener las lágrimas.

Tampoco debo olvidarme de George. Ningunmujer ha tenido un hermano mejor. Con él compartrecuerdos de nuestras vidas, desde que éramos niño

Aún me alegra con burlas y chanzas, y entonces la risdisipa como por ensalmo las cuitas y penas d

 presente. Cierro los ojos y lo oigo subir a hurtadilla por la escalera que conduce a mi cuarto de Hever Haldonde hablábamos en susurros para que nadie no

oyera planear grandes guerras y distraccioneinfantiles.Recuerdo un día de otoño en que, estando en

 bosque de Edenbridge, me coronó con una guirnaldde flores y me nombró reina de las hojas.

 —¡Postraos de rodillas ante vuestra soberana! —

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gritaba yo con altivez mientras alrededor caíamillares de hojas rojas, amarillas y anaranjadas.

 —¡Majestad, contemplad cómo se pliegan vuestrosúbditos a vuestras órdenes! —exclamaba él.

Después prorrumpíamos en carcajadas. Durante utiempo fui la reina de Inglaterra. Ahora sólo soy lreina de las hojas.

Tu afectísima,

 An

Me hallo prisionera, Diario, prisionera en la Torrde Londres. Estoy perdida, acabada, acusada dadulterio, esto es, de traición, pues como tal sconsidera en Inglaterra el adulterio de una reina, y

traición se castiga con la muerte. Ni siquiera puedesperar un juicio imparcial o que se contenten coenviarme a un remoto convento. No; Enrique necesique yo muera. Mark Smeaton y Henry Norris tambiése encuentran en la Torre, acusados de comerci

carnal con la reina. Dicen que han confesado quyacieron conmigo. No lo creo, pues son hombrehonestos y tales cargos son una falsedad absoluta, unmentira. ¿Les habrán arrancado esta confesión cotorturas? ¿Me torturarán a mí también? ¡Cromwell

seguro que él es el responsable de esta intrig

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Últimamente me había vuelto la espalda, es muy capade actos de tal calibre. Yo misma vi cómo guiaba arey por el laberinto de sus divorcios de Catalina y dPapa, hasta hacerlo llegar a mi lecho. Recuerdo bie

sus ojos saltones, la fría expresión de su rostrcuando acudió a mis aposentos. Aun callado, pues dejque fuera mi tío Norfolk quien me comunicase arresto, su presencia me envolvió como un velmortuorio. A plena luz del día me llevaron en untosca barcaza para que todos fueran testigos de mdesgracia, sin escolta de amigos ni leales cortesanoacompañada únicamente por enemigos y arpías: ladKingston, mi tía lady Bolena, la dama Coffin. Subicaron detrás de mí, donde yo no pudiera verlas, no pronunciaron palabra alguna de aliento. Sentí su

miradas clavadas en mi nuca y entonces la cordura mdejó para unirse a las turbulentas corrientes del rí

 privándome de tino y razón. Oh Dios, socórreme. M parece que al llegar aquí no me comporté comcorresponde a una reina. Reía, sollozaba, temblaba

Cuando la barcaza me dejó en los escalones de Torre, encogida el alma por la visión de los muros dla fortaleza, tropecé y caí de rodillas. Lord Kingstoel alcaide, que había salido a recibirme, me tomó d

 brazo y me dijo una palabra amable, o al menos cre

que lo fue, pues todo cuanto recuerdo de lo sucedid

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en ese momento es que le pregunté si me encerraríaen una mazmorra. Él respondió que me alojaría en lomismos aposentos que había ocupado antes de mcoronación. También recuerdo que mientras m

conducían a ellos, vi a un rollizo cuervo de la Torrdar saltos en la explanada, como un bufón, y me dirisa. Pero en aquel instante oí el estruendo de locañonazos que al otro lado del Támesis anunciaban mllegada, y luego vi un cadalso destinado a laejecuciones. Pensé entonces en el buen padre MorLa imagen de su cabeza rodando sobre la hierba marrancó amargas lágrimas. Lord Kingston macompañó hasta la puerta de mi prisión y, cuando sdisponía a irse, lo aferré del brazo. Le preguntdesesperada si moriría sin recibir justicia, y respondi

que hasta el más miserable súbdito del rey tenderecho a ella. Al oír aquello me eché a reír como unloca, ante la mirada compadecida del alcaide. Mandque me trajeran un espejo para ver qué apariencia tenuna reina caída en desgracia, pero no me concediero

siquiera ese deseo. Estoy atrapada, atrapada con estamujeres que me atormentan contándome que toda ciudad ha recibido con regocijo la noticia de marresto y que lady María, no, la princesa Maríocupará el puesto que por derecho le corresponde e

la sucesión. Aunque me odian, me sirven co

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diligencia. Imagino que les habrán dicho: «Retened ela memoria cuanto diga, pues con sus palabras sinculpará más.» Y lo cierto es que de mi boca surgecomo de un pozo rebosante de miedo, una jerigonz

 plagada de imprecaciones contra mis enemigos maldiciones contra Inglaterra, a la que deseo, muero, siete años de tormentas y pestes. IsabeIsabel, ¿qué te he hecho? Si yo soy una traidorentonces tú no eres más que la hija de una traidorHas perdido sin remedio a tu madre, la futura corony, tal vez, la vida. Y la culpa es mía, sólo míaPerdóname, dulce niña. Y mi madre. Morirá de dolorMorirá cuando yo muera. Jesús, ayúdame. Estoy solatengo miedo.

 An

13 de mayo de 153

 Diario:

He recobrado la cordura, pero todo cuanto veo materra tanto que casi prefiero refugiarme en demencia. Han arrestado a mi hermano con acusación de que éramos amantes. ¡Nosotroincestuosos! Me espanta de veras que el empeño d

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Enrique por casarse con esa insípida mujer lo lleve recurrir a tamaña calumnia. También dicen que FrancWeston y William Breyerton fueron amantes míoAhora están con Mark Smeaton y Henry Norris en

Torre. Hasta a Thomas Wyatt y a Richard Page haencarcelado bajo esos mismos cargos. Ay, Dios míoes insufrible que tales hombres padezcan por causa dlos desatinos de mi vida. Suplico a mis carceleras qume den noticias de su suerte, pero ellas sólo mcuentan retazos de las habladurías que corren respectal rey. Según éstas, Enrique se desplaza por las nocheen barcaza hasta la casa de los Carew, donde se alojJane Seymour, y allí pasa alegres veladas mientraaguarda mi juicio y mi ejecución.

He rogado a lord Kingston que hiciera llegar m

cartas a Enrique y al secretario Cromwell, pero él sniega y dice que sólo transmitirá mensajes orales. Sque el alcaide es ferviente partidario de la princesMaría, como antes lo fue de Catalina, y que no mconcederá ningún favor que pudiera rehabilitarm

Debo hallar, sin embargo, la manera de establececomunicación con mis acusadores, para que sepan quno me confesaré culpable de esos delitos ni de ningúotro forjado con mentiras y dádivas, y recordarles quno encontrarán ningún hombre honesto dispuesto

declarar contra mí.

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Sigo sin noticias de mi padre e ignoro si tambiéestá preso, o bien si integra también el bando de macusadores sin yo saberlo. Cualquier hombre con dohijos caídos en desgracia se entregaría al desaliento

moriría de vergüenza. Sospecho, no obstante, que dno verse personalmente implicado él podría valerse dnuestro infortunio para obtener ventaja.

El poco consuelo que hallo aquí se lo debo a sobrina de lord Kingston, lady Sommerville, que se hsumado a las filas de mis carceleras. Aunque ya no e

 joven ni bonita, esa dama tiene una mirada dulcísimcon la que transmite sosiego a cuantos la rodean. despecho de la irritación que con ello causa a su tío a las otras damas, me trata con amabilidad y, lo que emás, como a la reina que aún soy. Todos los días ansí

la llegada de los ratos en que estamos a solas las do para hablar sin trabas y sin temor, y aprovechatambién para escribir en estas páginas. Si bien no mda falsas promesas de que vaya a salir de esta prisión eludir los cargos que se me imputan, me ofrece

esperanza del paraíso si muero, pues asegura que no hconocido mujer más buena que yo. También me solazleyéndome las Escrituras, escuchándome hablar dIsabel y refiriéndome las travesuras de sus propiohijos. Además, Diario, me cepilla el pelo co

maravillosa suavidad. En ocasiones, este pequeñ

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servicio me hace llorar, pues me recuerda el tiempen que era Enrique quien me procuraba placer de esmodo.

He considerado la posibilidad de pedir a lad

Sommerville que me ayudara en secreto a hacer llegamis cartas, pero no me he atrevido. No creo que mnegara este favor, pero no quiero que ponga en peligrsu vida por mí. He suplicado que el arzobispo Cranmeviniera para oírme en confesión, pero también esto mha sido negado. A veces temo que mis ojos nvolverán a ver el rostro amable de una personconocida.

Tu afectísima,

 An

15 de mayo de 153

 Diario:Mi destino se ha transformado en una pesadilatroz. Voy a morir acusada de traicionar a Enrique, lcual es una mentira abominable. Mi marido, el que fumi amigo y enamorado durante diez años, masesinará en público a sangre fría..., y nadie pondreparos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo ha podido sucede

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que todos los nobles de Inglaterra se hayaconfabulado para ejecutar a una dama sólo para que esposo de ésta pueda casarse con otra? Bien es ciertque Enrique no es un marido cualquiera, sino el rey, e

sol, un dios en la tierra, pero yo, que lo he conocid bien, sé que es un hombre, ni más ni menoentronizado por otros hombres por medio de guerramatanzas y ambición de poder. Ellos conocen, comla conocieron antes sus padres y sus abuelos, esverdad que los degrada. Del mismo modo que unsalsa picante no puede ocultar el sabor de la carn

 podrida, todos los atavíos de la vida de la corte n bastan para disfrazar los bajos instintos que gobiernalos corazones de los nobles de este país.

Ahora, todos los que han sobrevivido a esa

matanzas se lanzan como buitres sobre los despojode los caídos. Muchos pares de ojos observan corapacidad el festín que dejarán los que han sidcondenados conmigo: propiedades, rentas, tapiceropas, casas y mobiliario espléndidos. Se abatirá

sobre las sanguinolentas carroñas para despedazarlodesgarrarlos y disputárselos con ávidos picos.Sus familias renegarán de los caídos, pues e

insensato demostrar afecto por un traidor, aunque sede la misma sangre. A nadie escapa, sin embargo, qu

mi padre no peca de insensato y que sabe abandonar u

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 barco cuando zozobra. Dicen que en el juicio declarcontra Weston, Norris, Breyerton y Smeaton y ayuda condenarlos por haber cometido adulterio con shija. También aseguran que se ofreció a actuar com

testigo incluso en mi juicio y en el de mi herman pero que al final lo dispensaron de ello. No me cabduda que, de haber estado allí, nos habría consideradigual que lo hicieron los veintiséis pares del reinculpables del cargo imputado, pues mi padre aprecdemasiado su vida como para permitir que sospechesiquiera que siente estima por un traidor. Qué digo, la verdad es que mi padre nunca me quiso. Jamás mconsideró otra cosa que una mercancía con la qucomerciar para sacar beneficio. Pero yo era unmuchacha no exenta de belleza, terca y orgullos

como un hombre. Le mortificó, de seguro, que su hijmenor osara arrebatarle las riendas de su mano parmontar el impetuoso caballo que era su vida, cabalgar hacia la gloria y el desastre. No, nunca mquiso.

Es necesario que escriba sobre mi juicio, pues ya hentrado en la Historia, y si ahora es peligroso parcualquiera dar de él una versión distinta de la impues

 por Enrique, un día se sabrá la infamante verdad y sdenostará al tribunal que ha cometido tan enorm

injusticia. Mis amigos comparecieron ante los pare

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hace tres días y fueron declarados culpables dtraición por mantener comercio carnal con la reina conspirar contra el rey. Serán ajusticiados cométodos horrendos, que sólo se emplean para castig

a los traidores y a los herejes. Hoy, tres días despuéde su condena, llegó la mía.Me han conducido desde mis aposentos al edifici

que alberga la cámara real. Al entrar vi una estancvastísima, en la que se agolpaban no menos de dos m

 personas, ansiosas por presenciar el insólito juicio duna reina por traición. En la abarrotada y malolientsala se encontraban el alcalde de Londres, sus edileincontables cortesanos, diversos embajadores d

 países extranjeros con sus respectivos secretariomiembros de la nobleza rural acompañados de su

esposas, quienes debieron de rogarles que le permitiesen viajar a Londres para no perderse taextraordinario acontecimiento, y un gran número dgentes del pueblo llano, que no deseaban otra cosa quver caer el peso de la justicia sobre la «gran puta» a

que tanto habían odiado.La multitud se apartó dejando un pasillo frente a mComo si de una entrada triunfal se tratara, adopté, cola espalda erguida y la barbilla alta, el porte más regique había presentado en muchos años. Mis damas, co

la excepción de Jane Seymour, que había decidido n

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acudir, se me antojaron aves engalanadas con su mejo plumaje, aunque no las vi juntas como antes, formanduna preciosa y risueña bandada en torno a mí, sinarropadas por sus familias o sus nuevos amigos.

Margaret Lee se aferraba al brazo de Thomas Wyacon una mezcla de gozo y pena en el semblante por reciente liberación de su hermano y la condena qusobre mí se cernía. A Wyatt, cuyo rostro expresabuna indecible tristeza, le di en silencio las gracias poti, Diario, mi más fiel amigo en todo momento.

 Niniane se había situado en un costado del pasillo quizá influida por aquel ridículo espectáculo fu

 precisamente ella, mi bufona, la única persona a quiedirigí la palabra.

 —Niniane —dije deteniéndome delante de ella.

Al principio se mostró sorprendida, pero dinmediato esbozó una maliciosa sonrisa.

 —Me parece que van a cambiaros el nombre —musitó al tiempo que se inclinaba hacia mí.

 —¿Y qué nombre van a ponerme? —pregunté.

 —Reina Ana Sin Cabeza, Majestad. —Será muy acertado —comenté con tono risueño —Os quiero, mi señora —dijo—. Sabed que es

corazón siempre os añorará.Seguí caminando. En el fondo me aguardaba

tribunal, integrado por todos los pares de Inglaterr

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distribuidos en dos largas hileras, vestidos con ropajecolor escarlata y una expresión grave en el rostrEntre ellos vi a Henry Percy de Northumberlan

 pálido, abatido, avejentado. El estrado central no l

ocupaba el rey, pues no tenía arrestos para ello, sinmi tío Norfolk, que, inclinado bajo el peso de variacadenas de oro, empuñaba un largo bastón blanco; conde de Surrey; el duque de Suffolk, y el lorcanciller Audley.

Sin perder tiempo, mi tío pasó a leer con voz claraimperturbable los cargos que se me imputaban: qudurante más de tres años, sin respeto por matrimonio y con el corazón henchido de malosentimientos contra el rey, cediendo a diario a mlujuria, con falsedad y ánimo traicionero, mediant

 palabras, besos, caricias, presentes y variadaincitaciones incalificables, procuré hacer caer a loservidores habituales del rey en la práctica dadulterio y el concubinato. De mi hermano Georgdijeron que se dejó seducir por mis ardientes

 profundos besos y que mantuvo comercio carnconmigo, por lo que incurrió en incesto. Aseguraroque con ellos había tramado una confabulación paasesinar al rey, a quien nunca quise de veras, llegandincluso a prometer que, tras su muerte me casaría co

uno de mis amantes. Se precisaron los lugares

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fechas en que se habían producido mis supuestodelitos. Mi incontrolable lujuria me había llevado, polo visto, a cometer frecuentes y peligrosaindiscreciones. Me había acostado con varios amante

 por noche, apenas un mes después de que naciesIsabel, y en ocasiones durante mi embarazo. Debreconocer que me acusaron de alguna cosa cierta, poejemplo, de que me había mofado del rey, de svestimenta y de su persona, y que había ridiculizadlas baladas que escribía. Sin embargo, que se aferraraa aquello como prueba de mi traición no me parecisino una muestra de su rabia.

Una vez que hubieron sido leídas las acusacioneme levanté con intención de hablar en mi defens

 pero mi tío me mandó callar sin contemplaciones. N

se iba a permitir la comparecencia de testigos a mfavor. Tan ultrajantes e irregulares disposicioneescandalizaron de tal manera a los asistentes, que soyó una ruidosa agitación y gritos de «¡Dadle la ven

 para hablar!» y «¡Dejad que presente pruebas!» Es

momento fue, creo, el más dulce que he disfrutadcomo reina, pues sentí que el pueblo estaba conmig No puedo decir que contara con su afecto, pero siduda era indignante ver que si la propia esposa del rerecibía aquel trato, cualquiera por debajo de ella pod

correr aún peor suerte, pues quedaba demostrado qu

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la justicia había muerto en Inglaterra.De esta manera, refrenando las maldiciones qu

merecían aquellos cobardes, hablé sólo pardeclararme inocente de los cargos y puse de ello

Dios por testigo. Acto seguido, Norfolk solicitó todos los lores del tribunal que diesen su veredictuno a uno, me declararon culpable, como no podía sede otro modo. Escuché esa palabra una y otra vez, persólo me afectó cuando la oí salir de una boca.

Henry Percy vaciló antes de pronunciar la palabque acarrearía la muerte de la única mujer a la quhabía amado. Vaciló, y en ese instante le lancé un retotraté de que me mirara a los ojos. Sin embargo, fucomo guantelete arrojado que nadie recoge a causa dun miedo invencible. Rehuyó mi mirada y, con la vis

al frente, dijo «culpable» con voz más recia inclusque los demás.

 Norfolk golpeó tres veces seguidas el suelo con s bastón blanco y el sonido resonó en la sala, tasilenciosa entonces que hasta se habría podido oír

vuelo de una mosca. —Puesto que habéis ofendido a Su Majestacometiendo traición contra su persona, merecéis muerte y seréis, por lo tanto, quemada en la explanadde la Torre de Londres, o bien decapitada, según

decisión del rey, que más tarde se dará a conocer.

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Entonces oí un sordo murmullo proveniente de multitud. Unos gritaban: «¡No hay derecho! ¿Dóndestá el rey, con su nueva amante? ¿Dónde está l

 justicia aquí?», y otros lanzaban quedas imprecacione

contra aquel indigno tribunal. Si los ánimos no shubieran encrespado de aquel modo me habrían sacadde la sala sin decir otra palabra, pero ello obligó duque de Norfolk a sopesar la conveniencia ddejarme hablar o de obligarme a guardar silencio, finalmente me otorgó permiso.

Consciente de que si alguna vez poseí un ápice ddignidad, ése era el momento en que más necesitabapelar a ella, miré de frente, uno tras otro, a macusadores y, sin la menor vacilación en la voz, dije:

 —Caballeros, sé como vosotros que el motivo po

el que me habéis condenado nada tiene que ver con laacusaciones que se han vertido aquí. Mis único

 pecados de lesa majestad fueron los celos y la falta dhumildad. Pero vosotros debéis doblegaros a voluntad del rey, sin prestar oídos a vuestr

conciencia. Estoy preparada para morir, milores, sólo lamento que por mi causa vayan a perder la vidunos hombres inocentes que siempre han sido lealesEnrique.

Después, volviéndome hacia la multitud, hacia m

 propios súbditos que callaban expectantes, dejé qu

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vieran el rostro de la mujer que durante tanto tiemphabían injuriado, para que comprobaran por sí mismola verdad de mi inocencia, y les pedí humildementque rezaran por mí. No dejé que nadie me toca

cuando, con paso majestuoso, como reina dInglaterra, me encaminé hacia la salida.Más tarde, lady Sommerville vino a los aposento

de mi prisión a informarme de la farsa, que ellollaman juicio, a que sometieron a mi hermano. Georgse defendió con tanta gracia e ingenio que mucho

 pensaron que quedaría libre. Pero parece que se dejganar por la rabia y, saboreando un momento ddesafío, hizo pública una acusación de la quterminantemente le habían prohibido hablar: impotencia de Enrique. Dijeron que yo había contad

a mi cuñada, y ésta a mi hermano, que el rey carecía dvigor para la cópula. Ello hizo que estallasen talecarcajadas entre el público que mi tío hubo de llamaal orden. Según me explicó la buena dama, fue tal furia que provocó en los lores ese gesto de desdé

que a mi hermano le costó la libertad y la vida. Comcastigo final, nos mantendrán separados hasta nuestrejecución, sin permitirnos el consuelo de estar juntoni un momento.

Lady Sommerville agregó por fin que, al acabar

sesión, Norfolk invitó a los pares a levantarse, lo qu

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hicieron todos menos uno. Henry Percy continuó esu asiento, postrado y enfermo. Lo sacaron de estancia cuatro guardias, pues los demás lores ndisponían de tiempo para los débiles ni los heridos.

Me aguarda, pues, la hoguera o, si algún recuerdo dmí alcanzara a suscitar la generosidad del rey, ehacha. Estoy muy cansada y en mis rezos pido que

 paz venga a mi encuentro mientras duermo, pero laesperanzas de esta desgraciada mujer de refugiarse edulces sueños sólo son una quimera.

Tu afectísima,

 An

16 de mayo de 153

 Diario:

He recibido la visita de mi amigo el arzobisp

Cranmer. Por un instante pensé que había venido parcomunicarme el perdón del rey, consistente, tal veen mi destierro a un lejano convento. Pero la únicindulgencia que me trajo el prelado fue la noticia duna muerte rápida. No van a quemarme, así lo hdispuesto Enrique. Pobre Cranmer... delgado comuna espada, con la nariz afilada como el pico de un av

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y los ojos apagados por el sufrimiento. Olía incienso, como si hubiera permanecido varias horarezando en una capilla. Su voz, no obstante, era firmcuando me saludó con una sonrisa. Dado que deb

aprovechar el tiempo de que disponía, enseguida pasa informarme de la misión que le había encomendadel secretario Cromwell.

 —El rey y Cromwell están bien informados de cues mi disposición —dijo—, ya que tras vuestrarresto le escribí a Enrique que nunca he tenido mejoopinión de una mujer que la que tengo de vos, y que dtodas las criaturas vivas, después de Su Majestad, voerais la que en más estima tenía.

 —¿Escribisteis eso a Enrique? —Naturalmente que lo hice, pues es la pura verdad

 —Fue un acto de gran coraje, Thomas. —El rey está decidido en contraer un nuev

matrimonio, Ana —prosiguió tras un carraspeo—, no quiere encontrar ningún impedimento. Ademáquiere también que Isabel... sea declarada bastarda.

Al oír esas terribles palabras me tambaleé, como hubiera recibido un violento golpe. Todos mdesvelos para proteger a mi hija han sido en vano.

 —Así pues, mi muerte no les basta. —Unos días antes de vuestro juicio intentó una ve

más con amenazas que Henry Percy firmara u

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documento en el que declarase la existencia dvuestro precontrato de matrimonio con él. Auestando débil y enfermo, Percy se negó. Ahora el requiere que vos le procuréis esa prueba de que vuestr

matrimonio con él fue nulo. —¿Que yo le procure la prueba? —Sí. Podéis contradecir a lord Northumberlan

asegurando que sí hicisteis ese precontrato, o biedeclarar los amoríos del rey con vuestra hermana, lque os situaría en afinidad excesiva para umatrimonio legal.

 —De modo que yo debo declarar que Enriqufornicó con Mary...

 —No me pidáis que desentrañe el tortuos pensamiento del rey, pues sabéis que es imposible.

 —Si nunca estuvimos casados, Cranmer —señalanimada por unas posibilidades que hasta entonces nhabía entrevisto—, ¿no se desprendería de ello que ynunca fui reina?

 —Sí.

 —Y el adulterio cometido por una mujer que no sereina nunca es delito de traición. —Veo adonde queréis ir a parar, señora. Mas po

desgracia —se le quebraba la voz al decirlo—, el reno quiere que viváis. Sólo desea que Isabel se

declarada ilegítima.

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 —Decidme, ¿fue Cromwell quien ideó el plan? —Casi por entero. Yo le he seguido la pista hast

los encuentros con el embajador Chapuys destinadosforjar una alianza imperial. ¿Recordáis que cuand

esas negociaciones se malograron, Cromwell guardcama durante cinco días alegando que estaba enfermoMi parecer es que entonces debió de perfilar esintriga, pues salió de su retiro como una malignmariposa, con las alas desplegadas para envolver a s

 presa. La presa erais vos, señora. Reunió a todovuestros enemigos, a todos los espías de vuestra cas

 para que le aportaran pruebas contra vos. Hizo ir Mark Smeaton a su casa de la calle Throgsneck con engaño de que quería que tocara para él y allí, cotorturas, le arrancaron la confesión.

 —Ya me parecía. Pero ¿por qué? ¿Por qué hizo esCromwell? ¿Acaso no violentó antes la ley y razonamiento humano con el fin de hacer posible mmatrimonio con Enrique?

 —Olvidáis que es una mariposa que adapta su vuel

al viento que sopla. —Sí, y en Inglaterra sólo sopla un viento —reconocí con amargura—. Y este viento se llamEnrique.

 —Tened presente que al principio Cromwell s

mostró ferviente partidario de la alianza imperial, per

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cuando el rey la rechazó, el secretario se dio cuende que había errado eligiendo bando. Para complacerEnrique sólo podía hacer una cosa: ofrecerle un nuevmatrimonio con Jane Seymour. Un matrimonio si

impedimentos. —Pero ¿Enrique desea sinceramente vermmuerta? En un tiempo me amó, Cranmer. Me amó cotodo el corazón y toda el alma. Vos conocéis tan biecomo yo los afanes que pasó para hacerme suya.

 —Y vos sabéis que con un hombre como Enrique e péndulo de la pasión oscila tanto hacia un lado comhacia el contrario. Señora, temo... —Calló, como las palabras se le hubieran encallado en la garganta—Temo que si no le concedéis lo que quiere, laconsecuencias para Isabel pueden ser peores.

Me estremecí. —¿La mataría a ella también? —pregunté con vo

entrecortada. —El rey Enrique es capaz de todo, y no e

inconcebible que diera muerte a su propia hija si co

ello satisfaciese alguna necesidad. Él, o su íncubCromwell, podrían hallar cualquier excusa, igual quhan hecho con vos. Puesto que vos sois una brujvuestra hija también lo es. También cabe que sienduna bastarda, mermen sus perspectivas de matrimoni

y la niña se convierta en una pieza innecesaria, en u

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estorbo incluso. Todo es posible, teniendo en cuentque el rey está loco.

 —Estáis incurriendo en traición al hablar asarzobispo.

 —Si la verdad es traición, entonces esta acusacióes justa. —A mí me condenaron con una mentira. —Bien lo sabemos todos, señora.Abrumado por la vergüenza, no pudo soportar segu

mirándome y volvió la vista hacia la ventana. Aadvertir que apretaba los dientes y mantenía los ojofijos en una dirección, me acerqué para comprobaqué observaba tan atentamente. Varias parejas dobreros trasladaban unos tablones hasta el centro de explanada, donde los apilaban junto al cadalso en

que había perecido Tomás Moro. —Preguntabais si al rey no le quedaba ningú

afecto por vos. Creo que tal vez guarde un rescoldo desa antorcha que tanto ardió. Ha mandado venir dCalais al mejor verdugo del continente, con

 propósito de que vuestra ejecución... se lleve a cabde manera limpia.El terror se apoderó de mi cuerpo, pero d

inmediato recobré la calma e incluso me permicomentar con ironía:

 —Tengo entendido que los verdugos de Calais so

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muy buenos, y puesto que mi cuello es delgado, ejecución no estará exenta de elegancia.

 —¡Ay, Majestad! —Cranmer cayó de rodillas antmí y luego me tomó la mano y la besó, derramand

lágrimas. —Vamos, amigo mío, no lloréis por mí. Yo nodudo de que este fin que parece tan cruel e injusto se

 parte de un designio de Dios que, aun cuando nosotros nos parece incomprensible, resulta perfecta sus ojos.

Dije esto para apaciguarlo, aunque en el fondo no lcreía. No obstante, logré calmarlo, y pronto se enjuglas lágrimas y se levantó.

 —Me avergüenza que seáis vos quien me dconsuelo cuando debería ser yo quien os lo ofreciera

 —No importa. Traedme con que escribir edocumento que Enrique desea.

Cuando me trajeron pluma y pergamino, tomasiento y redacté una confesión, concediendo que había establecido precontrato de matrimonio co

Henry Percy y que me unían estrechos lazos al rey pogrados de afinidad con mi hermana, y también que lhabía hechizado y que ya no estaba vinculado a mí ematrimonio por esas ataduras. Reconocí que nuestrhija era ilegítima y después firmé «Ana, marquesa d

Pembroke». Mientras secaba con cuidado la tinta, par

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que no hubiese duda ni error acerca de esdeclaración, pregunté a Cranmer qué sería de él.

 —Estoy a resguardo, supongo. Ciertos miembrodel Consejo Real me citaron para advertirme que m

deber era dar a entender que creía en vuestrculpabilidad. Lord Sussex no omitió recordarme contenido de nuestra profecía predilecta: «Despuéserán quemados dos o tres obispos y una reina.»

 —Como si fuera necesario recordaros que podíacaer conmigo.

Cranmer cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrá —Os he dejado sola, Majestad —se lamentó—

 pero creedme si os digo que no fue por cobardía. Voya estabais perdida y mi apoyo no os habría servido dnada. Debo preservar mi vida para continuar con

labor de la nueva Iglesia. —Lo sé, Cranmer. Hicisteis bien. Con mi últim

aliento rezaré para que el éxito os acompañe Inglaterra nunca vuelva a caer bajo el poder de Rom

 —Al advertir su profunda tristeza, inquirí: —

¿Volveréis a ver algún día a vuestra esposa holandesa —Me parece que no. Ese matrimonio fue un actinsensato.

 —Os casasteis por amor, Cranmer, lo cual einfrecuente, pero nunca insensato. Quizá cuand

Enrique se harte de vuestros servicios podáis volver

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Holanda y verla. —Sí, quizá —respondió con una sonrisa—. Gracia

Majestad, por pensar en mí en tan difícil trance. Jurque no conozco a nadie más honrado que vos.

Después el buen sacerdote escuchó mi últimconfesión y me administró una penitencia benévo por mis pecados. Era el momento de irse. Mientraenrollaba el documento condenatorio y lo guardaba euna bolsa, comentó que no me diría que tuviese valo

 pues yo era más valiente de lo que nunca alcanzaríaserlo él. Después me encomendó a Dios y prometique rezaría fervorosamente por mi alma. Le di un besy lo dejé marchar.

Sentí que me envolvía una extraña dicha, como me hubieran arropado con un tupido chal, pue

Enrique me había otorgado un valioso presente  permitir que viniese a verme el arzobispo, y sabtambién que había hecho cuanto estaba en mi man

 para proteger a mi dulce e inocente niña.Tu afectísima,

 An

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Isabel

 —¡Majestad!

El saludo de Mary Sidney cortó el hilo de loensamientos de Isabel, desviándolos de la tragedia en quan inmersa se hallaba: Ana, el arzobispo Cranmer, s

último encuentro en la Torre, todo se esfumó con edesfile de sus damas, que cruzaron el dormitorio re

argadas de cubos de agua caliente para el baño. —¡Vamos, arriba! —gritó sin ceremonias lady Sidney

etirando la colcha de satén—. Ya habéis permanecidastante tiempo en cama. Vuestros consejeros estámpacientes por veros, igual que mi hermano.

 —¿Cómo está Robin? —preguntó Isabel, advirtiendon cierta extrañeza que apenas había pensado en su amandurante aquellos días.

 —Suspira por vos, señora. Robert ha permanecidaciturno y casi mudo desde el regreso de lord Cecil y omienzo de vuestra indisposición. Os ayudaré evantaros. Apoyaos en mí, pues de seguro tendréis laiernas débiles.

 —¿Dónde está Kat? —Dormida y roncando en su cama. Anoche, cuando

costé entre las risas de las otras damas, perdió el mund

de vista en tres segundos. Ni siquiera se movió cuando

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rdilla de lady Benton se paseó por sus hombros. Estabotalmente agotada.

Mary Sidney ayudó a Isabel a ponerse de pie. Aunquentía que las piernas apenas la sostenían, la reina no tard

n declinar la asistencia de su dama. —Podéis iros. Aseguraos de que pongan un buehorro de esencia de lilas en mi baño. También me lavaré elo.

 —¿No es una imprudencia, Majestad? Si acabáis de... —Dejadme sola. —Sí, señora —dijo la dama, y a continuación s

marchó a la habitación contigua.Pese a que todavía le quedaban páginas por leer, Isab

omó el diario de su madre, que había dejado entre loliegues de las sábanas, para guardarlo bajo llave en el baú

Con el vuelo del camisón flotando en torno a sus tobilloe encaminó hacia el cuarto de baño.

Lady Sidney supervisaba los preparativos, ordenandñadir agua fría a la bañera, más toallas de lino y unaulgaradas de pétalos de rosa y hierbas aromáticas. Isab

bservó que el vapor que ascendía de la bañera habmpañado todo el espejo. Tras cerciorarse de que emperatura del agua era correcta, Mary Sidney invitó a eina a entrar en ella. Otra dama le quitó el camisón ante

de que se introdujera en el agua tibia y fragante.

Varias manos comenzaron a frotarle suavemente l

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iel. El vapor había aportado blandura al aire y apagado lavoces de sus damas. Estas, conscientes de la debilidad de eina, charlaban con más sosiego del habitual. El aroma dspliego y demás plantas flotaba en torno a su cabez

Mientras el agua le lamía el cuello, los pensamientos dsabel volaron hacia la Torre de Londres.Identificada con su madre, sintió la delgadez de s

uello e imaginó el golpe del hacha del verdugo. Sreguntó si habría sentido dolor, si durante un brevísimnstante alcanzaría a ver el mundo por los ojos de unabeza cercenada, caída sobre la hierba.

«La traición de los hombres...»El horror de esta imagen la obligó a reflexionar en

valentía de su madre. Ana había luchado tanto tiempo poreservar su dignidad y el control de su destino... Con

misma bravura de un hombre, de un audaz caballero, a largo de los años se había enfrentado, uno tras otro, ormidables enemigos —Wolsey, Suffolk, el pap

Clemente—, sólo para acabar derrotada por el que fuera sgran aliado.

Ah, la traición, se lamentó en silencio Isabel. Enriquhabía luchado al lado de Ana mientras ella supo manteneu fortaleza, mientras rehusó darle lo que más deseaba: sexo. En el momento en que había sucumbido a su galante

y al santo estado de matrimonio, pensó Isabel co

margura, él le había vuelto la espalda con súbita

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epugnante perversidad. Había traspasado la férrermadura, empalado a la mujer que antes amó por

vulnerable brecha abierta entre sus muslos.Hasta entonces Isabel no había conocido la traicioner

vileza de su padre. Enrique había amado a Ana con unasión tan intensa que había hecho temblar los cimientode Inglaterra y de la cristiandad entera. Y luego, cuandmudó de antojo, no le bastó con desterrarla. Isabel siemprhabía creído, como creían los demás, que Ana habmerecido su muerte, por adúltera y traidora. Los pocos quonocían su inocencia estaban muertos o, como lad

Sommerville, callaban la verdad para proteger sus vidas. Emismo Cromwell, artífice de los triunfos más sonados dEnrique, había perdido la cabeza siguiendo la estela de smadre. Ahora Isabel tenía frente a sí el espectro del padr

l que había amado, transformado en infiel y bestiutañero.

 —Lord Cecil estaba muy preocupado, Majestad —omentó lady Sidney, interrumpiendo las cavilaciones dsabel—. Preguntaba por vuestra salud dos o tres veces

día. Es un servidor fidelísimo, señora.«Y está carcomido por la culpa», añadió para sudentros la reina. Cecil no ignoraba que su ultimátum habido la razón de que enfermase, y sin duda estarrrepentido. Sin embargo, decidió que cuando lo viese s

mostraría amable y generosa con él, pues los motivos qu

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o animaban eran puros y nada egoístas. Estaba convencidde que sus amores con Dudley eran injuriosos para alguieque ostentaba su posición y que sería un desastre que sasara con él. No obstante, lo que le convenía en es

momento era dejar de pensar y relajarse con los masajes dus damas y la aromática neblina que envolvía su cabezor fortuna libre de jaqueca.

La primera reunión que mantuvo con el consejrivado tras su recuperación fue un rotundo éxito. Isablabó efusivamente a sus miembros por el triunfo logradn Edimburgo y los sorprendió mostrando su insóliredisposición a aprobar un nuevo impuesto. Ese día hub

un cierto clima de camaradería, bromas desenfadadas lguna que otra carcajada que hicieron las delicias de

eina. Creía haberlos hechizado por entero y tambiéranquilizado. Hasta lord Cecil estaba de buen humounque ciertos atisbos de reserva eran indicio de que n

había olvidado su ultimátum. Ella, por su parte, omitihablar de la concesión del título de conde a Robin. Y

habría tiempo para eso...Los rayos de sol de la tarde penetraban oblicuos poos cristales mientras los consejeros charlabafablemente y recogían sus papeles para irse. Isabel fue rimera en reparar en la entrada de un nervioso y jove

mensajero, que hincó la rodilla, esperando. Cuando la rein

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o dispensó de tal postura, los consejeros guardaroilencio, como si presintieran la importancia de la misióor la que estaba allí. El muchacho carraspeó por dos vecentes de decidirse a hablar.

 —Majestad. Vengo de Devon, de Cumnor House.Ante la mención de la casa familiar de Robin a Isabe dio un vuelco el corazón. De repente deseó que el jove

desapareciera con la nube de humo surgida de un conjurero él continuó hablando.

 —Lady Amy Dudley ha muerto. Sus criados ncontraron al pie de las escaleras, al volver de la feri

Estaba... —el mensajero titubeó por un instante—. Estabdesnucada, pero no parecía que hubiera muerto onsecuencia de la caída. Ni siquiera tenía desarreglado ocado. Dicen que ha sido un asesinato.

Mientras oía las exclamaciones y nerviosos susurroque la noticia había provocado en sus consejeros, Isabel ssforzó por mantener la compostura.

 —¿Se ha informado a lord Robert Dudley de esmuerte? —preguntó.

 —Sí, Majestad. Hace unos momentos, en los establo —Bien —dijo Isabel, decidida a no mirar a los ojos ninguno de sus consejeros ni dejar que percibieran el ardode sus mejillas—. Que alguien le pague —añadió svolverse, antes de encaminarse con paso vivo hacia

uerta.

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¡Lo saben!, pensó Isabel mientras despedía con ugesto al pequeño grupo de damas que aguardaban fuera de ámara para acompañarla de regreso a sus aposentos. Ese instante terrible no podía soportar sus miradas furtiva

ni su cortesana deferencia. Tuvo que recorrer pasillos que le antojaban larguísimos y decenas de peldaños dondncontraba cortesanos, guardias y alabarderos en cuyoostros creía ver sin excepción sonrisas contenidas.

Cuando por fin entró en la cámara real, se estremecil hallarla abarrotada de damas y caballeros que guardaba

un extraño silencio. El causante de dicho silencio shallaba, según descubrió, en un rincón de la estancia, eompañía de su hermana, Mary Sidney.

Robin estaba pálido y su miedo resultaba palpable eu postura abatida.

 —¡Fuera! —ordenó Isabel—. ¡Todo el mundo fuera!Tan tajantes sonaron las palabras de la reina que e

uestión de segundos la sala quedó despejada. La propKat, que volvía en aquel momento del dormitorio real, couen tino no quiso preguntar si la orden la incluía también

lla y optó por marcharse con los demás. Sólo quedRobin, inmóvil en la penumbra del anochecer, pues con onmoción nadie se había acordado de encender las velas.

Isabel se dirigió hacia su dormitorio y Dudley iguió en silencio. Rogó para que las profunda

nspiraciones de aire la calmaran, la fortalecieran,

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portaran una brizna de serenidad, pues se sentía a punto dstallar.

 —¿Por qué? —dijo, quebrando finalmente el opresivilencio.

 —Isabel... —Se estaba muriendo, Robin. ¿No podíais habesperado?

Dudley se acercó a ella con intención de abrazarlero Isabel retrocedió unos pasos.

 —¿Cómo podéis pensar eso de mí, señora? No haruebas de que fuera asesinada, sólo extrañaircunstancias.

Isabel observó atentamente a Dudley. Examinó cadictus de los músculos de su cara, el tono de su voz, batimiento que reflejaba su físico todo, pero a pesar de s

desesperado intento no logró discernir si mentía o decía verdad.

 —A Amy la encontraron al pie de las escaleraSeguramente se desnucó al caer.

 —Y ahora sospechan de vos —señaló Isabel—.

ambién de mí. ¿Acaso no advertís las interpretaciones que da pie? La reina de Inglaterra pierde la cabeza por salafrenero. No quieren que su esposa siga siendo ustorbo para su escandaloso amancebamiento. A la mujer l

han encontrado oportunamente muerta.

 —Yo no asesiné a Amy, lo juro.

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 —¿Juráis también que no hicisteis que la asesinaranJuráis que no dejasteis bien claro a vuestros más fieleervidores que vuestro más ferviente deseo era veros libr

de ella?

 —Os repito que no asesiné a Amy. Aunque no piensmentiros. Me alegra que esté muerta. —¡Robin!Tras las últimas palabras de Dudley, Isabel sintió qu

a habitación comenzaba a girar, de modo que por unoegundos no vio ante sí a su amante, sino el hinchaduerpo de su padre Enrique. La bestia. Enrique que, vestid

de amarillo chillón, mostró luto por la ejecución de smadre casándose al día siguiente con Jane Seymour. Eambién se alegró de la muerte de su esposa.

«La traición de los hombres...»

 —Sed sincera, Isabel. —El semblante de Dudlevolvió a hacerse visible, sustituyendo la fantasmagóricparición de Enrique—. Vos también deseabais su muerte.

 —Reconozco que os quería para mí sola, pero nuncdeseé mancharme las manos con la sangre de otra mujer.

 —Yo os amo, Isabel, con todo el corazón y toda elma. Da igual que sea Dios o los hados quienes han tenidbien despejar mi camino..., el caso es que ahora soy libr

de casarme. —¡No! —Isabel se tapó los oídos con las manos—

No digáis eso!

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Volvía a oír la voz de su padre. «Me alegra que estmuerta... Libre para casarme... Me alegra que estmuerta...»

 —Isabel. —Dudley tendió una mano hacia la rein

que temblaba de pies a cabeza. —No, por favor. No me toquéis. —Isabel trató dranquilizarse, de recuperar la capacidad de razonar—hora marchaos, Robin. Creo que debéis retiraros de orte por un tiempo. Habrá una encuesta y se demostra

vuestra inocencia. —Lo miró fijamente a los ojos—. Somprobará que sois inocente, ¿verdad?

 —Sí. —Bien. Entonces marchad a Kew. Quedaos al

discretamente hasta que os manden venir. No habléis conadie de esto salvo con lord Cecil, a quien enviaré con m

omunicados. —¿Me escribiréis? Si debo permanecer lejos de vo

no podría resistir el estar alejado también de vuestroensamientos.

 —Os escribiré.

Dudley se arrodilló ante Isabel y apoyó la cabeza entros pliegues de su falda. Ella posó las manos a ambos ladode su cara y le enjugó las lágrimas que bañaban sumejillas. Así permanecieron por unos instantes, hasta qulla le indicó que se levantara. Entonces, tras besar

iernamente la mano, Robert Dudley pidió a su reina

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venia para marcharse y, tembloroso, abandonó la estancia.Frágil como un cristal veneciano, Isabel Tudor se dej

aer sobre el lecho y comenzó a sollozar. Lloró por smadre y por su padre, por Robin y por Amy, por el amo

or la muerte y por la pérdida irremediable de sus dulceueños inalcanzables.

17 de mayo de 153

 Diario:

El rey ha mostrado piedad una vez más. Hdispensado a mis amigos y a mi hermano dsufrimiento de una lenta agonía. Aun así, ahora y

están muertos, las cabezas segadas del cuerpo, y s preciosa sangre sólo ha servido para salpicar las botade un verdugo. Como que desde la ventana de m

 prisión no se ve el cadalso, he pedido a lady Kingstoque me llevara a contemplar el monstruoso acto qu

yo había desencadenado con mi locura.Se había congregado una gran muchedumbre pa presenciar el acontecimiento: familias enteracargadas con cestos con la merienda, funcionarios dalta y baja condición, dignatarios extranjerocomerciantes que habían cerrado sus tiendas como de un día festivo se tratara... Habían construido u

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cadalso bien alto, para que nadie se perdiese aquelmuestra de la brutalidad humana. Por él han id

 pasando, uno a uno, Norris, Weston, Breyerton Smeaton. Desde el parapeto en que me hallaba alcanc

a oír sus últimas palabras, pero según me han contadninguno me ha traicionado y sólo han solicitado compasión de Dios y una buena muerte.

Cuando mi hermano llegó al cadalso, se hizo silencio entre la multitud. Las mujeres acercaban a suhijos para que vieran al incestuoso. Un hombre gordlo miró esbozando una sonrisa lasciva mientras schupaba los grasientos dedos; quizá recordaba cómse retorcían bajo su repulsivo cuerpo su hermana o shija. He visto a un joven noble, que en sinexperiencia tenía cifradas sus esperanzas en la cort

real, mirar aquel espectáculo con expresióatormentada. El miedo corría sin duda por sus vena

 pues ante él tenía una demostración clara de lomortales peligros que entrañaba su nueva profesión.

Yo ansiaba desesperadamente atraer hacia mí l

mirada de George antes de que inclinara la cabez para expresarle mi cariño y recibir el suyo, con el fide alumbrar con su luz nuestra tenebrosa muerte. Perél tenía la vista fija al frente, pendiente de cada uno dsus movimientos y eligiendo cada palabra, para que

último acto de su vida pudiera ser recordado com

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ejemplo de dignidad y coraje. Después de dar su adió postrero, levantó la vista hacia el cielo por el qudeambulaban, como velas de navíos, unas grandenubes. Me acordé de aquel desapacible día en que lo v

 partir de Dover hacia Francia. He vuelto a contemplel airoso gesto con que rescató el sombrero que había arrebatado el viento. Ah, aquél fue un día feli

 pletórico de esperanzas.Como permanecí mirando el cielo, no lo v

arrodillarse ante el verdugo. Sólo oí el sonido dhachazo y los gritos de la multitud. Entonces me volv

 pues no quería ver la sangre de mi hermano en explanada.

Lady Kingston me observaba desde la puerta de mcelda con una expresión de crueldad en su rostro d

nariz bulbosa y barbilla protuberante. Vencida por lhorrible escena que acababa de presenciar, y temiendque Isabel pudiera padecer igual fin por mi culpa, hablé con tono implorante. Me humillé y me declararrepentida del trato que había dado a lady María, co

la esperanza de que se apiade de su pequeñhermanastra, una pobre niña inocente que no cuencon otros amigos en este mundo. A pesar de sfrialdad, mi carcelera accedió a transmitir m

 palabras a la mujer que ella llama princesa Marí

Entonces sentí que la tenaza que me oprimía el pech

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cedía y conseguí respirar mejor.Ahora, he de prepararme para mi muerte, qu

llegará mañana con el día. Dame fuerzas, Jesús, te lsuplico.

Tu afectísima, An

18 de mayo de 153

 Diario:

Han pospuesto mi fin un día más y aunque sospechque con ello sólo tratan de prolongar mi sufrimient

me alegro por esta demora, ya que me concede utiempo precioso para escribir a Isabel, desde lo máhondo de mi corazón, algo que sólo ella debe leeDejaré este cuaderno a cargo de lady Sommervillquien me ha prometido que se lo entregará a mi hij

cuando llegue el momento oportuno.Tú, Diario, has sido como un bondadoso y discretconfidente para mí. En tus páginas en blanco he id

 plasmando el relato de mi vida entera. Con el curso dtodos estos años he llegado a verte como a una damnoble y generosa dotada de ingenio y grainteligencia. A menudo así te he imaginado, leyend

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mis confesiones junto a una soleada ventana, con misma avidez con que alguien leería la carta de unamiga.

Aunque nunca me enviaste respuesta, de ti h

recibido un invisible caudal de riqueza. Al entrar econtacto la pluma con el papel, se producía unextraña alquimia. Igual que la piedra filosofal, acogíacomo metales innobles mis recuerdos, sueñoconversaciones, esperanzas, temores y pensamientodispersos, y los trocabas en oro. Ese oro era expansión de mi mente, la elevación de mi alma, u

 presente por el que quiero darte las gracias con todmi corazón. Deja que me despida de ti con múltimos versos.

Oh muerte, acúname en tu seno,Tráeme el reposo ansiado,

 Libera mi inocente espíritu

 De este pecho agobiado.

Suene de las campanas el quejido,

 Anuncie mi muerte su tañido;Ya que no hay remedio,

 La muerte me aguarda...

 Pues mi nombre han mancillado

Con rencor y falsedad,

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 Decir sólo me deja mi hado

 Adiós al gozo, adiós al solaz.

 Injusta es mi condena

Que hiere de muerte mi fama,

Cuanto queráis decir podéis, Mas lo que buscáis no lo hallaréis.

Tu afectísima,

 An

 Mi querida Isabel:

La última vez que te acuné entre mis brazos sóltenías tres años. Eras más hermosa que una muñequiy tenías el carácter más decidido y dulce que me hay

sido dado ver en una niña. Recuerdo aquel día, pues sol de primavera entraba por las ventanas y tu vestiditde satén rojo parecía encendido de tanta luz cuandviniste corriendo hacia mí. Quizá no guardes recuerdalguno de esos años, pero no miento si te digo, Isabe

que aun siendo por desgracia escasos los ratos quhemos pasado juntas, me conocías y me querías. Mquerías con un afán acaparador que a tu corta edad natendía a razones. Mi regazo era tu trono y yo tu únicsúbdito. Arrellanada en él, exigías mi atención po

entero y no tolerabas estorbos ni distracciones. T

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ordenabas qué canciones debía cantarte, qué cuentorelatarte, en qué sitios del cuello, orejas y pies besary hacerte cosquillas. Esas raras horas de delicioscompañía eran mis momentos más felices. Confío e

que conserves alguna memoria de ellas, porque debmorir sabiendo que te dejo huérfana de madre en umundo cruel y peligroso.

Todo apunta a que nunca lleves la corona dInglaterra. María puede reinar y la descendencia dJane Seymour tendrá sin duda preferencia sobre tmas para tener una buena muerte he de creer que tú udía serás reina. No es la profecía de la monja de Kenlo que me inspira esta esperanza, aunque creo quadivinaba auténticamente el futuro antes de trocarsen peón de hombres poderosos. Mi fe se basa en l

azaroso del destino, en la forma extraña que tiene darrebatar con repentina violencia el control de lacosas, y te veo gobernando un día Inglaterra, puedispones, aparte de mi sangre atrevida, el linaje real dtu padre.

Mañana moriré, no por avidez de lujuria, sino pomi determinación de dirigir mi propio destino. Biesé que no es éste el proceder habitual de una mujer;menudo he pensado que en esta cuestión mi espírit

 parece el de un hombre. En este mundo la mujer nac

sometida a un amo, su padre. Él gobierna su vida has

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entregarla a un marido que la gobernará a su vez hasque muera. Muchos sacerdotes predican que lamujeres carecen de alma, pero alguna alteración de mnaturaleza me ha impedido siempre rendir obedienc

a los hombres. Cuando no era más que una muchachme consideré ya una adversaria digna de su talla. Lodesafié a todos, a mi padre, al cardenal Wolsey, Enrique, y me mantuve firme en esta batalla. Reunmis fuerzas, avancé, retrocedí, participé en muchaescaramuzas, practiqué la diplomacia, gané algunadestacadas batallas... y perdí la guerra.

Aun así, aparte del dolor de dejarte, hija mía, no marrepiento de nada, pues he vivido con una intensidaque a la mayoría de las mujeres les está vedada. Hconocido el verdadero amor, he luchado por un

corona y la he ganado, he tratado como una igual reyes, reinas y cardenales. He tenido una hija. Algunodicen que era una bruja, pero tú, que habrás leído esdiario, sabes que mi poder no provenía de Satán.

Creo que el corazón se me empezó a endurecer, y

cobrar así fortaleza, con la pérdida de mi primer amoHenry Percy. Entonces, en lugar de languidecer poese duro revés, como un oso herido y ensangrentadencadenado y acosado por fieros mastines, mincorporé con ira para atacar y devolver los golpes, d

suerte que cada día lo vivía como preludio de la luch

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que reanudaría al siguiente.Aunque amé fielmente a mi padre y a Percy y

Enrique con pasión, y los tres me traicionaron, no tdiré que todos los hombres sean traidores. H

conocido algunos —tu tío George, Thomas Wyat Norris, Weston, Breyerton— que eran persona buenas y honestas. Además, perdono a tu padre, Isabey creo comprender los extraños vericuetos de smente. Los hombres ansían aquello que no poseen aborrecen lo que se halla bajo su control. Yo fusucesivamente ambas cosas para Enrique.

Así pues, hija mía, aunque he sufrido y voy a mormañana por esta necesidad de gobernar mi destino, ruego que tomes ejemplo de mí. No permitas quningún hombre sea tu dueño. Ama, entrégate a lo

 placeres de la carne, cásate si quieres, pero dejsiempre una parte de tu espíritu fuera de su alcancCon esta idea inclinaré la cabeza ante el verdugo, librde lamentaciones, sin temor a la muerte. Y aunquantes de recibir los sacramentos juraré por

condenación de mi alma que soy inocente de todos locrímenes de que me han acusado, por tu bien mdoblegaré humildemente a la voluntad del rey solicitaré su perdón.

Mañana moriré, y a pesar de ello siento regocij

 pues una parte de mí sigue viviendo en ti. Mi diari

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que es la historia de tus predecesores, es mi úniclegado. No olvides que este corazón de madre escolmado de amor por ti, Isabel, y ten presente qudesde el cielo estaré mirándote con ternura durant

toda tu vida. Adiós, dulce niña, adiós.Tu afectísima,

 An

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Isabel

William Cecil levantó la vista cuando vio entrar a

eina en la cámara del consejo. Apenas había amanecido n la corte casi todos dormían. Él, madrugadoprovechaba esos momentos sumido en plácida meditacióusto detrás de la puerta y por este motivo Isabel no sercató al principio de que había alguien más en la estanci

El insólito porte de la reina —indicio, según le pareció l, de una especie de honda y fría determinación— lo hiz

desistir de anunciar su presencia.La vio dirigirse resueltamente hacia su escritorio

evolver el montón de documentos de Estado y cartas, has

ncontrar lo que buscaba.Fue en ese instante, al advertir el reflejo del sol en cero, cuando reparó en el estilete que empuñaba en

mano. Entonces la reina alzó el arma y la descargó sobre ergamino, una, dos veces, tal vez diez, hasta que de él sól

quedaron delgadas tiras esparcidas por el suelo. Cuando svolvía para irse, vio a su consejero.

Cecil tuvo la impresión de que en ese momento Isabnderezó aun más la regia postura que normalmen

mantenía. No le sonrió, pero tampoco rehuyó su mirada. Simitó a saludarlo con una leve inclinación de la cabez

ntes de salir por la puerta.

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Al cabo de unos minutos, Cecil se levantó y sncaminó hacia los restos del documento esparcidos por uelo. Los recogió y los puso encima del escritorio. Tardoco en recomponer la página que con tanta saña la rein

había destruido. Era el documento por el que nombrabonde a Robert Dudley.

 —Hacedla pasar, Kat, y dejadnos solas.La anciana abrió la puerta y, tras invitar a lady Matild

Sommerville a entrar en la cámara, se retiró. La dama quisaludarla con una reverencia, pero Isabel se lo impidiosando con gesto suave la mano en su brazo.

 —Por favor —dijo—. Venid a sentaros conmigo, ladSommerville.

Mientras se dirigían hacia los asientos de la ventan

asaron por delante de una mesa donde había una docena drazaletes adornados con bordados idénticos, seguramen

destinados a ser lucidos como distintivos en las libreas da servidumbre real. La anciana se paró a mirarlos conterés, si bien no osó tomarse la libertad de tocarlos. A

dvertir su curiosidad, Isabel le ofreció uno, que elcercó a los ojos.El emblema representaba un halcón con corona

etro situado sobre una raíz de la que brotaban rosalancas y rojas. La dama sonrió al reconocerlo.

 —Es un bonito símbolo, ¿no os parece, lad

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Sommerville? —Sí, y honraréis la memoria de vuestra madre si usá

u insignia favorita, Majestad. —Al ver que la dama sdisponía a dejar el brazalete en la mesa, Isabel añadió—

o; conservadlo si os place, como prenda de recuerdo das dos. Venid, sentaos.La anciana aristócrata y la joven reina se instalaro

unto a la ventana que daba al río. —Querría que me contarais cómo murió mi madr

ady Sommerville —pidió Isabel.La vieja guardó silencio, contemplando inmóvil la

arcazas que surcaban el Támesis durante tan prolongadato que Isabel dudó que hubiese oído su petición. Tambiéra posible que el dolor le impidiera responde

Finalmente, lady Sommerville comenzó a hablar. Con lo

nudosos dedos retorcía el brazalete bordado, mientras sujos apagados volvían a presenciar lo que había acontecid

muchos años atrás. —Aquella mañana, lucía un sol espléndido. La rein

vuestra madre, había logrado encontrar los últimos resto

de fuerza y valentía necesarios piara afrontar el final. Nomandó que le pusiéramos un sencillo vestido de damascgris, de cuello abierto, que le recogiéramos el pelo con uocado de lino. Aunque no llevaba ningún afeite en la carstaba bellísima. Lozana y bellísima. Se la veía sonrient

asi dichosa. Lord Kingston se indignó al verla así

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declaró que la reina parecía feliz ante la perspectiva de smuerte. Yo, empero, sabía que eso no era cierto, pues nquería dejar este mundo ni a su hijita, que quedaba tandefensa como un cordero entre leones.

»Con paso erguido avanzó por la explanada. No llorni desfalleció al ver el cadalso y el gentío, cuya algarabesó al acercarse ella. Hasta el verdugo francés de Sain

Omer quedó tan admirado de su belleza y su calmadesignación, que parecía incapaz de llevar a cabo sometido.

»Subió por las escaleras del cadalso, que por ordedel rey habían puesto más bajo tras la ejecución de shermano y sus amigos, con el propósito de que no fueraantos los ciudadanos que la vieran morir. Miró alrededoonfusa al no ver el tajo donde debía apoyar la cabez

Entonces el verdugo, mientras ella le entregaba ungratificación por sus servicios, le explicó amablemente quon su pericia no lo necesitaba. Después la animó a decus últimas palabras y ella, volviéndose hacia la multituostuvo sin pestañear sus miradas ávidas de sangre.

»Con voz firme y recia pronunció su adiós y pidió ueblo que rezara por ella. Luego hizo como hacen todouantos se hallan en igual trance: para proteger a sus sere

queridos mintió prodigando grandes alabanzas al rey smarido, afirmando que jamás hubo príncipe más gentil n

más compasivo.

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»Después se arrodilló, disponiendo con sumo cuidada falda en torno a los tobillos, y se tapó con una vendquellos preciosos ojos negros que tenía. El verdug

deseoso de ahorrarle el último instante de miedo y dolo

deó una argucia. Tras tomar la espada que tenía guardadajo un montón de paja, se alejó hacia los escalones dadalso gritando: «¡Traedme la espada!» Entonces, mientra

vuestra madre volvía la cabeza hacia el lugar de dondrocedía la voz, él giró sobre los talones, veloz como ayo, y con un certero mandoble la decapitó. El ardiuncionó. Ella ni se dio cuenta, os lo aseguro.

Lady Sommerville calló, presa de una tristeza y uhorror tan profundos como debió de sentirlos en momento de la ejecución.

 —Tal como dicta la costumbre —prosiguió—, e

verdugo le quitó la venda de los ojos y sostuvo en alto nsangrentada cabeza para que todos la vieran. La multituanzó vítores, pero en honor a la verdad os diré, Majesta

que carecían de ardor y que fueron pocos los que scercaron para mojar un trozo de tela en su sangre con

ntención de guardarlo como recuerdo. Hizo gala de tanvalentía al morir que en aquel momento el rey parecebajado a la mera condición de asesino de mujere

Contrariamente a lo que luego se rumoreó, los labios de eina no se movieron después de que la cabeza queda

ercenada del cuerpo. Vuelvo a aseguraros que no sinti

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dolor y que murió al instante.Isabel apoyó con gesto consolador sus largos dedo

n la huesuda mano de lady Sommerville, sin atreverse mirarla a los ojos.

 —Entre las otras damas y yo envolvimos el cuerpo a cabeza con un lienzo —continuó la anciana—. Como qul rey no tuvo a bien disponer un ataúd, pusimos las doartes en una simple caja, y varios hombres la llevaron a apilla de San Pedro ad Vincula, justo al lado de lxplanada de la Torre. Allí la enterraron bajo el coro, y aligue hoy en día.

Las dos mujeres permanecieron calladas por un ratscuchando los gritos de los barqueros que llegaban desdl río.

 —¿Leísteis el diario, lady Sommerville? —pregunt

or fin Isabel. —Oh sí, sin omitir ni una palabra, Majestad. Lo l

odo, menos el pasaje que escribió sólo para vos. —Puesto que me habéis ofrecido un presente d

ncalculable valor —dijo, sonriendo, Isabel—, es mi dese

orresponderos con uno no menos valioso. Decidme, ois tan amable, ¿cómo puedo recompensar vuestridelidad?

La anciana reflexionó apenas un instante, como si yhubiera previsto el ofrecimiento.

 —Tengo una nieta, Majestad, una dulce muchacha d

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dieciséis años. Nunca ha estado en la corte y se siente taatisfecha con la vida que lleva en el campo que nmbiciona venir aquí. —La vieja dama hizo una pausa parlegir delicadamente las palabras—. Está enamorada de u

oven, hijo de un artesano en cuyo taller trabaja de aprendiEl muchacho siente igual devoción por ella, pero, tal comdicta la costumbre, mi hijo y su mujer han dispuesto darn matrimonio a un viejo viudo desdentado para acrecentaus propiedades. —Dirigió una mirada implorante a la rein

—. Esa boda partirá el corazón de mi chiquilla en medazos, Majestad.

A lady Sommerville se le llenaron los ojos dágrimas de manera tan repentina que hasta a ella misma orprendió. Isabel extrajo un pañuelo de su manga y se lfreció para que se enjugara los ojos.

 —Perdonadme —suplicó la anciana. —No hay nada que perdonar. He escuchado vuestr

etición y os la concedo. Haré que vuestro hijo y su esposeciban una generosa compensación por el sacrificio dermitir que la muchacha se case con quien desea.

 —Majestad... —murmuró lady Sommervillbrumada.Isabel posó la mirada en el diario de su madre, qu

eposaba en su cama. —Consideradlo un presente de... mi madre, la rein

na.

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 —Fue una gran mujer, Majestad, y también una grancomprendida. A pesar de todo, deberíais estar orgullos

de la sangre de los Bolena que corre por vuestras venas.Isabel ayudó a lady Sommerville a levantarse y

compañó a la puerta. —Me habéis concedido un gran honor con esudiencia, Majestad.

 —Soy yo quien me siento honrada —repuso Isabemirando los fatigados ojos de la anciana—. Me habédevuelto un tesoro que ni sospechaba haber perdido, y umor que había olvidado haber tenido.

Cuando lady Sommerville se enderezó tras hacer uneverencia, se halló envuelta en un abrazo tan cálido com

nunca lo había recibido antes su viejo cuerpo. —Dios os bendiga, hija —musitó—. Es una fortun

ara Inglaterra teneros como reina.Cuando se hubo cerrado la puerta, Isabel se acercó a

ama y tomó el diario. Apretándolo contra el pecho, cerros ojos, y con todo su empeño intentó rescatar decuerdo la imagen del rostro de su madre, pero no l

onsiguió. —Kat —llamó, y al instante se presentó su dama dompañía—. Encargad que preparen mi barcaza. Esta tardré río abajo.

 —¿Puedo preguntaros cuál será vuestro destino?

 —¿Mi destino? La Torre de Londres.

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Sin fanfarrias, la barcaza real se deslizaba por el ríon austera grandeza. En el cielo, algunos rayos de sotravesaban las grandes nubes, encendiendo con su fulgor

uperficie agua. Isabel permanecía sola en cubierta, ya quhabía prescindido de la compañía de sus damas. —No es propio de una reina —la había regañado K

— salir sin cortesanos ni damas, y, además, para ir a Torre. ¿Qué asunto reclama tan intempestiva visita?

 —Un asunto personal —respondió Isabel sinmutarse ante la familiar impertinencia de Kat.

Mientras veía jugar el sol sobre el agua y entre lanubes, Isabel notó que una gran calma invadía su corazóDe improviso sintió un bienestar, una fuerza y una entereznuevos para ella. Era un asunto que debía atender co

urgencia, y sobre el cual no podía recurrir a ninguno de suonsejeros, ni siquiera William Cecil.

Madre.La discreta llegada de la reina al muelle de la Torr

omó totalmente por sorpresa a los alabarderos de la Puer

de los Traidores. Se pusieron en pie de inmediato y, yrguidos, murmuraron ceremoniosos saludos mientrasabel desembarcaba y entraba en la explanada de la Torrasando bajo el rastrillo. Cuando ya avanzaba a solas por xtenso recinto, el alcaide salió a su encuentr

acudiéndose restos de la cena de la pechera.

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 —¡Majestad, qué honor! No os esperábamos; ¿en quuedo serviros? Cuidad dónde ponéis los pies. Combservaréis, estamos cambiando el empedrado de estendero, y no estaría bien que resbalarais y cayerai

Queréis sosteneros en mi brazo? —Veo perfectamente dónde no debo pisar, lorHarrington, aunque os agradezco el ofrecimiento. Prefieraminar sola. Es más, os agradecería que despejarais xplanada. Que no queden obreros ni guardias, quiero estotalmente sola.

 —¿Sola, Majestad?A Isabel le bastó con la severidad del semblante par

onfirmar la orden. El alcaide se alejó sacudiendo abeza, tan desconcertado por la inusitada demanda quropezó entre dos losas y a punto estuvo de caer. Isabel l

bservó con una sonrisa mientras los albañiles, carpinteroy los guardias desaparecían por las distintas puertas.

Cuando al fin se halló a solas en el patio del antiguastillo, dominado por los imponentes muros de la Torr

Blanca, dirigió la mirada hacia el tramo de ronda qu

mediaba entre la Torre de las Campanas y la de Beauchampdonde había salido a estirar las piernas durante su propiautiverio. Se acordó de aquella húmeda escalera y de sncuentro con Robin. Evocó el horror de las mazmorras us repulsivos instrumentos de tortura que la había

mantenido en vela por las noches, temerosa de ser víctim

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de los potros de tormento, las empulgaderas o los lechode púas. La Torre era una cárcel capaz de provocar por ola la muerte de sus presos mediante el terror y erspectiva de una agonía espantosa. Ahora ella

ontrolaba, se había sobrepuesto al miedo a la fortaleza yos espectros de quienes allí habían perdido la vida.Se aproximó a las puertas de la Cámara Real y la

brió. Luego se adentró en la estancia bajo cuyo techesonara, amplificada, la algarabía de las personas que ella se habían congregado durante el juicio de su madrmaginó los tres golpes seguidos que con su bastón hab

dado el duque de Norfolk en la tarima de madera pamponer orden, las togas escarlata de los veintiséis pare

del reino y el miedo que los atenazaba, pues sabían que rraban en su dictamen atraerían sobre sus cabezas la ir

del rey.Madre.Imaginó a Ana, la reina, de pie ante el tribuna

espondiendo a sus falsas y detestables acusaciones colegante actitud de desafío, recurriendo para ello a su

últimas reservas de coraje. Oyendo cómo sus enemigos quienes en un tiempo tuvo por amigos la declarabaulpable de traición, adulterio e incesto. «Condenada po

una monumental mentira.» No obstante, pensó Isabel, su madre no había sido un

anta. Seguramente sus manos se habían manchado d

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angre. Había sido implacable y audaz hasta extremos quninguna mujer inglesa antes que ella había osado llegaDesde su adolescencia había demostrado una graerquedad y un temperamento indómito. Había sido un

mujer poseída por la pasión y la ambición, pero decididano dejarse dominar por los hombres.Isabel meditó sobre los inescrutables caminos qu

gobiernan la herencia. Sin haber conocido a su madre y sihaber podido aprender nada de ella, su carácter era emuchos sentidos, un reflejo del suyo.

En muchos sentidos, aunque no en todos. Aneflexionó, siempre había actuado guiada por la cólera y nhelo de venganza. Wolsey. Catalina. María. Norfolk

Pero la malquerencia, acrecentada y extendida como unonzoña, había acabado por volverse contra ella. En ningú

aso, concluyó, le convenía imitar aquel rasgo de su madreCuando la reina salió de la Cámara Real, el ciel

staba completamente cubierto y la explanada de la Torrra gris bajo los densos nubarrones. Si bien ya no habadalso, Isabel se encaminó hacia el lugar donde antes s

rguía, allí donde la sangre de la reina Ana había manchada hierba un día de mayo. ¿Cómo era posible que hubierlegado hasta allí para hallar tan ignominiosa muerte?, sreguntó Isabel. El padre y el esposo de una mujer era

quienes condicionaban la vida de ésta, pensó

ontinuación. El padre de Ana había utilizado con pasmos

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rueldad a su hija para medrar y luego, cuando ya no le erútil, la había abandonado.

El marido de Ana. No había duda de que Enrique lhabía amado. Pero ella había quedado atrapada por es

mor, igual que un animal acosado por sabuesos. No habíenido más salida que participar en la caza. Enrique quería sin atenerse a razones ni impedimentos. Cuando uey desea a una mujer, ésta no tiene otra opción quceptar. A no ser que, como Ana, se lo tome como un gra

desafío. Ella había sido la presa más esquiva de las quEnrique había perseguido, la que lo incitó a una impetuosarrera por peligrosos terrenos, haciéndole bullir la sangron el anhelo de su captura. Consiguió rehuirlo, año traño, hasta volverlo medio loco. Sin embargo, no deblvidar que Ana seguía siendo la pieza acosada, la presa,

que no tenía otra alternativa que seguir huyendo o rendirssu amor, el cual, como siempre había sabido ella en e

ondo, equivalía a la muerte.Isabel desplazó el foco de sus reflexiones al marid

de su madre. El hombre que en su diario Ana hab

alificado de «bestia» era su propio padre.Isabel no podía por menos de aceptar que amaba a sadre. Él era su dueño, su rey, su dios antes que Dios. hora se enteraba por su madre de que había sido u

monstruo. ¡Ay, cuán duro era el golpe de esa revelación!

A pesar de su extrema crueldad y de sus injusta

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cciones, Isabel sabía que no podía prescindir de cuanto dEnrique había en ella. De él había aprendido lo que tal veería el principio más destacado de su reinado: que aunquuera bondadosa y generosa y procurara la paz de su reino

a armonía entre sus súbditos, debía gobernar siempre comano férrea, o de lo contrario perdería el trono al que tante había costado acceder.

Isabel sintió un escalofrío, pues la oscuridad se hacada vez más densa alrededor. Se encaminó entonces por xplanada hacia la capilla de San Pedro ad Vincula y abrius puertas. Era un templo de estilo normando, pequeñustero y hasta cierto punto melancólico, apenas iluminador unas cuantas velas e impregnado de un intenso aromancienso. Se arrodilló por un instante ante el crucifijo dltar y enseguida se dirigió hacia el coro. En el suelo d

mármol, ninguna lápida ni inscripción indicaba que aleposaban los restos mortales de su madre, asesinada pou propio padre. De improviso Isabel se vio invadida por

dolor de una añoranza tan tremenda que se puso a temblade pies a cabeza. Su madre, que la había llevado en s

vientre, que la había amado, que había muerto porque elhabía nacido mujer, yacía bajo sus pies, un esqueletdecapitado del que ya casi nadie tenía memoria.

Isabel aguzó el oído, como si intentase percibir equel silencio la voz de Ana, algún mensaje, lección

dvertencia de ella. Lo único que sintió, sin embargo, fu

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un terrible dolor por Robin Dudley. Su más preciadmigo, el que le había procurado las más dulceensaciones y compartido sus más descabelladas fantasía

Ya no podía confiar en él. No podía confiar en ningú

hombre. Si su madre pudiera dejar oír su voz, estaba seguque le repetiría: «Nunca dejes que un hombre te controleEntonces, en su mente comenzó a fraguarse una extrañdea. El único hombre que por naturaleza tenía derechoobre ella —su padre— estaba muerto. ¿Por qué debasarse ahora... o nunca? ¿Para qué renunciar al fabulosoder de la corona en favor de un marido? ¿Acaso tenuncia no sería una insensatez?

De repente cambió el signo de sus preguntas. ¿Mstaré volviendo loca?, pensó. ¿En qué desvaríos estoayendo? ¿Una soberana que se plantea no tene

descendencia y poner fin a la dinastía más gloriosa que hgobernado Inglaterra?

Recordó un día en que, siendo niña, había anunciadrgullosamente a Robin que nunca se casaría. El se habchado a reír y la había llamado tonta, añadiendo que, al s

rincesa, estaba destinada a casarse. Veinte años despuéonvertida en reina, aquella promesa volvía a su memoriAcaso ya entonces su corazón infantil intuía que la

mujeres debían recelar del amor? —¿No me casaré nunca? —se preguntó en voz alta.

Las palabras resonaron en la capilla de mármol. ¿N

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me casaré? ¿No tendré hijos? ¿No tendré nunca una hijaDe repente notó sus ojos anegados de lágrimas. No tenenunca una hija que hablaría con cariño de ella, quonservaría como tesoros los vestigios de su vida: u

nillo, un libro, un pañuelo bordado con sus iniciales. Ne dijo, abandonando esa vía de sentimentalismo. ¿Para qunecesitaba tener hijos? Contaría con la riqueza de suúbditos que la amaban y adoraban, que durante largiempo recordarían su glorioso reinado.

Entonces, como un milagro, la penumbra de la capilquedó traspasada por un postrer rayo de sol que penetrabor la ventana del triforio. Isabel fijó la mirada en s

desconcertante resplandor y de repente... ¡Oh! Se habransformado en la cegadora luz que entraba por la

ventanas de su habitación de Hatfield. Le llegó el olor d

delicioso aroma a esencias y a almizcle. Oyó la alegre risa melodiosa nana en francés. Y después, de la luz surgiórillante y nítida, la imagen de unos ojos, vivace

negrísimos y fascinantes. ¡Sí, sí, eran los ojos de su madrUnos ojos picaros y seductores capaces de volver loco d

deseo a un hombre, de ahogarle el alma en su oscuro maUnos ojos chispeantes, de mirada altiva, reflejo de unnteligencia que no se doblegaba a la desesperación. Unojos eternamente esperanzados que buscaban pasión dond

no era posible hallarla.

La visión comenzó a difuminarse.

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 —¡No! —exclamó Isabel, con el ansia de retenerunos instantes más.

Los ojos parecieron sonreír e Isabel vio, exultantque en ellos se reflejaba la dicha indecible de una niñita d

elo rojizo que corría hacia los brazos de su madre. —¡No te vayas, quédate conmigo!Tendió la mano hacia ellos, pero la imagen era cad

vez más débil. Poco a poco fue esfumándose, hasta quólo quedó un haz de luz que descendía desde la ventana driforio. Luego también ésta se apagó. Una nubnterceptaba el sol.

Isabel permaneció en la capilla, inmóvil como unmagen de la Virgen. La visión se había desvanecido, perlla había recuperado la memoria. Había recordado ncorporado un fragmento del espíritu de su madre, que y

nunca la abandonaría. El temple de ésta se había sumado uyo y la ayudaría a redoblar sus energías durante los año

venideros; ahora otro corazón que también latiría en secho. Iba a necesitar toda esa valentía para ser la reina qu

había profetizado la monja de Kent, el sol Tudor qu

urgido del vientre de Ana Bolena, luciría como la máesplandeciente estrella de Inglaterra.Isabel se volvió y abandonó la capilla con la fuerza d

destino a sus espaldas, dejando tras de sí el eco qurodujeron las puertas al cerrarse.

«Sí, soy la hija de mi madre, y haré que se sien

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rgullosa de mí», pensó mientras caminaba por xplanada ahora iluminada por el último sol de la tarde.