diario "el avion"

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AVIÓN Le Corbusier

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Diseño de un diario que expresara el relato de Le Corbusier

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AVIÓNLe Corbusier

AVIÓNFrontispicio para estampas de la épica del aire

De pronto, por el esfuerzo de una generación y el efecto acumulativo de los descubrimientos de un si-glo, hemos sido dotados de LA VISTA DE PÁJARO.El aeroplano toma posesión del cielo de los diversoscielos de la tierra.El aeroplano, símbolo de la Nueva Era.Está lo suficientemente alto, allá arriba. Es preciso levantar la cabeza para acomodar la vistaa él. Levantar la cabeza y mirar hacia arriba.Avanzadilla de los ejércitos conquistadores de la Nueva Era, el aeroplano despierta nuestras energíasy nuestra fe.

Una noche de primavera de 1909, desde mi buhar-dilla de estudiante en el Quai St. Michel oí un ruido que llenaba por vez primera el cielo entero de París. Hasta entonces, los hombres sólo tenían constancia de una voz que viniera de lo alto el bramido del vien-to o el fragor del trueno, la voz de la tormenta.

Me asomé a la ventana y estiré el cuello para alcanzar a ver a este mensajero desconocido. El conde de Lambert, tras haber logrado “despegar” en Juvisy, había descendido hacia París y daba vueltas en torno a la Torre Eiffel a una alti-tud de 300 metros. ¡Era algo milagroso, demencial! A partir de ese momento, nuestros sueños podían convertirse en realidad, por osados que fueran.Aquella noche, en París, la alegria fue grande.En la primavera de 1909 los hombres habían apresado la quimera, llevándola por encima de la ciudad.

Durante algunos años, unos locos esparcidos por las llanadas de alfalfa habían consagrado sus energías a un empeño quimérico. Santos Dumont, los hermanos Wright, Voisin, Blériot, Latham, Farman, etc.

Mis recuerdos carecen de precisión histórica. ¿Quiénes eran aquellos tipos tes-tarudos, perdidos en las llanuras? ¿Qué lejanía era la suya, la de quienes se quedaban absurdamente en tierra junto con aquella chaladura que eran sus go-londrinas construidas a base de madera y lona? El sol, seguía todos los días su magno derrotero de uno a otro horizonte, deslumbrándose desde su cenit.

dos

l

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Ellos, los testarudos, empezaban de nuevo, no bien amanecía, ¡para quedarse en tierra! Indiferencia de la ciudad –el apacible París de anteguerra, atestado de despaciosos coches de punto; “¡Arre! ¡So!”, voceaban los cocheros con sus chisteras de papier-mâché, pintadas de blanco en el verano. Los escasos taxis que, con sus motores de dos cilindros –“tof-tof”– circulaban por la vía pública, empezaban ya a molestarnos un poco.

Eran los primeros instrumentos mortíferos que se instalaban en la calle. Algún que otro autobús a motor recibía el nombre de bola de fuego, y era mira-do con suspicacia. Y, frente a éstos, los omnibuses tirados por resignados caba-llos a lo largo de raíles. Encaramados en el “piso de arriba”, nosotros convenía-mos en que había algunas chicas guapas en la ciudad. Se pasaba uno el tiem-po tratando de hacerlas sonreír. Sin embargo, el curso de los acontecimientos co-

menzó a tomar forma y el interés público aumentó. Para una muchedumbre boquiabierta, la contempla-ción de unos seres humanos cuya aspiración consis-te en volar no constituye ningún entretenimiento depoca monta. Un día, los hombres del aeroplano con-sideraron que había llegado el momento de hacer una exhibición.

Fue organizada la “concentración” de Juvisy. Los Latham y los Voisin, acaso los hermanos Wright, hicieron saber que re- montarían vuelo un domingo a las dos de la tarde. El cielo estaba azul. Era prima-vera. ¡Tenemos que ir a verlo! Y fuimos trescientos mil . Los ferrocarriles no habían pensado en tal con-tingencia, lo que prueba que la gente jamás piensa en las verdaderas realidades.

Desde las nueve de la mañana, los trenes de la líneaP.O. estaban abarrotados. El jefe de estación dijo: “El cielo está azul, es primavera; hoy los parisinos sevan de excursión”. Y añadió algunos vagones. Pero éramos 300.000. Hizo circular trenes por duplicado. Éramos 300.000. Todo ello terminó de muy mala ma-nera. Yo, por ejemplo, subí al tren a las doce. Juvisy está a 15 Kilómetros de París. Llegamos a las siete de la tarde. Entretanto nos di-vertimos. A lo largo de la vía, donde estábamos acampados como nómadas, había vagones que re-gresaban. Los demolimos concienzudamente, a pe-dradas. En nuestro propio tren habíamos roto todo lo rompible. Los trenes que nos seguían, puestos a-presuradamente en servicio y que se hallaban a nuestra zaga formando cola, se inspiraron en nues-tros métodos. También demolimos las señales. A eso de las cuatro, los funcionarios de los suburbios, reunidos, movilizaron a

los bomberos para intimidarnos. Por fin llegamos a Juvisy. Era ya de noche. Nuestro primaveral deporte nos había despertado el apetito. Intentamos salir dela estación para hacernos con algo para comer, pero nos aguardaba una sorpre-sa. Las puertas de la estación estaban cerradas y vigiladas por soldados con la bayoneta calada. “Idiotas”, nos dijeron los soldados. “¿Salir es lo que queréis? ¡Pues bien, mirad: hay trescientos mil que están intentando regresar!” ¡300.000 que trataban de regresar! ¡300.000!

“Venga”, dijeron los soldados, “daos prisa en ocupar vuestros asientos en el tren que os trajo, a menos que queráis pasar la noche en la estación”.

cuatro

Se manifestó entonces una hermosa muestra de inteligencia y solidaridad hu-manas, y de espíritu comunitario. Como es sabido, la plebe, por lo general, co-bra inspiración cuando se hace necesario actuar (los grandes poetas de gran-des epopeyas han celebrado este fenómeno en sus cantares). En vista, así pues, de que nuestro tren no partía y que, durante la noche, llega-ban otros trenes repletos de potenciales espectadores de la “concentración ae-ronáutica”, nos pusimos a demoler la estación. La estación de Juvisy era gran- de. Comenzamos por las salas de espera, y a continuación las oficinas del per-sonal directivo y la del jefe de estación. Aún estoy viendo la sala con el mobiliario patas arriba y sus innumerables ca-bles eléctricos en enmarañados manojos: un caballero, armado con un bastón, se ejercitaba, indómito, en el juego de lanzar la jabalina, metódicamente, con-tra el centro de cada uno de los espejos… A las once volvimos a París.

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Los restaurantes estaban ya cerrados. Hambrientos, nos fuimos a la cama. Todo se aceleró prodigiosamente. Los periódicos anunciaron que Voisin se había elevado, que Latham había volado, que…Una tarde soleada, Auguste Perret, con el que yo es-taba trabajando, irrumpió en el taller blandiendo unIntransigeant con la tinta aún fresca. “¡Bléirot ha cru-zado el Canal! ¡Se terminaron las guerras: las gue-rras son ya imposibles! ¡Ya no hay fronteras!”

Hace mucho tiempo, Icaro se rompió los miembros.Leonardo da Vinci (lo comprobé en la magnífica Ex-posición Aeronáutica de Milán, 1934) lo sabía todo acerca de la aviación. Fue incansable en diseñar má-quinas que son asombrosamente actuales. La solución estaba en sus manos. Pero lo que falta-ba era de motor de combustión interna.

No hay que olvidar que un sabio se dedicó al estu-dio del vuelo de los grandes pájaros planeadores dela cordillera del Himalaya y escribió un informe sobreel para la Academia de la Ciencia de París.

Los grandes pájaros planeadores surcan el cielo mediante el plano de sus alas, que les sirve de soporte; pero tales alas no son ni planas ni rígidas: están in-clinadas, y lo que permite a estos grandes planea-dores mantenerse en el aire durante horas sin mo-ver sus alas son las imperceptibles modificaciones del plano-soporte. Qué bella lección para todos aquellos que, tanto es-túpidamente, se aferran a la extrema teoría materia-lista actual, la cual establece que toda solución se deriva estrictamente del (como ellos dicen) análisis “deductivo”. He aquí al automóvil traqueteando por los centenarios caminos de carros de Francia; al sa-bio que estudia el cielo del Himalaya y sus buitres.Lo que produce vida es la chispa que se enciende en los seres alertas, en los sensibles, en los que se compenetran con todas las cosas, en los que se sienten animados por la energía creadora ese don magistral cultivado y desarrollado por la modestia, el desinterés y la perseverancia.

¡El logro fue total! El hombre (más pesado que el aire, con su máquina más pe-sada que el aire) había volado.Esto fue antes de la Gran Guerra.¡No existía una finalidad precisa! No existía la idea de que un día serviría a unpropósito o que tal propósito se convertiría en el símbolo de la nueva era. Bueno es meditar sobre este hecho esencial, fundamental. Los grandes descubrimientos son desinteresados, al no ser predecibles sus consecuencias. El inventor, el creador, van en pos de una quimera del espíritu: sucede que la encuentran sin darse cuenta, en una encrucijada, y entonces sus ojos no tienen más remedio que verla y sus manos no tienen más remedio que asirla. Una vez más, y siempre, he de decir que debemos mantenernos preparados a lo largo de la vida para, en cualquier instante, captar el milagro inherente a las cosas.El logro, pues fue total.Sólo quedaban las consecuencias.Y después, ahora, hoy, el resto consiste en medir el acontecimiento, sus reali-dades y sus posibilidades, y en concebir con osadía, y con las miras puestas muy alto, lo que haremos de ello y hacia dónde lo dirigiremos.

seis

siete

Sobrevino la Gran Guerra. El hombre había adquirido “la vista de pájaro”. ¡Qué inesperado regalo el de poder otear desde lo alto los ejércitos en el fren-te! Pero el pájaro puede ser paloma o halcón. Qué inesperado regalo el de po-der despegar de noche, al amparo de la oscuridad, y ponerse a sembrar la muerte con bombas sobre ciudades dormidas. Pero el halcón se precipita so-bre su presa y la agarra con su pico y sus garras. Qué inesperado regalo el de poder llegar desde las alturas con una ametralla-dora en la punta del pico, escupiendo muerte en abanico sobre hombres acu-rrucados en agujeros.La guerra constituyó una tremenda palanca para la aviación. A un ritmo febril-mente acelerado, bajo el mandato del Estado, a las órdenes de la Autoridad, todas las puertas se abrieron al descubrimiento. Hubo éxito, los fines que se perseguían fueron alcanzados y los progresos que hicieron fueron asombrosos. Todo ello para matar y destruir. Una gran convicción embargaba a la Autoridad. Si no se hubiese producido la guerra, la aviación aún seguiría siendo una acti-vidad chapucera en míseros tallercitos de mecánica, en los prados de alfalfa. Los Parlamentos aún seguirían declarando que el país tenía otras cosas en las que pensar, en vez de hacer caso a unos seres ambiguos cuya intención es “emponzoñar el hermoso cielo de nuestro París –el cielo de la Patrie, tan puro y virginal, etc.” ¿Acaso THiers, un hombre inteligente, bajo cuya presidencia se hallaba el Parlamento, no declaraba ochenta años atrás que había problemas más serios en los que ocupar la atención de los diputados que la estrambótica ambición de algunos visionarios, consistente en unir una ciudad con otra por medio de una línea férrea –¡sí, caballeros, una línea férrea!

La guerra fue el laboratorio infernal en el que la avia-ción se hizo adulta y cobró forma impecable.La guerra dio también a luz toda una dinastía de a-viadores cuyo pan de cada día era el impávido arro-jo, la temeridad y el desdén hacia la muerte. Fueron bautizados con el nombre de “ases”.

La paz. Nada más que destruir. La aviación, asípues, se quedó sin empleo. Las fábricas de avia-ción dejan de producir aeroplanos y se ponen a ha-cer automóviles. Todavía hago uso constante de un coche que en su capó lleva dos alas desplegadas yla leyenda, paradójica pero llena de oculta ternura: “Avión Voisin”. Cortaron las alas de Icaro y le pusie-ron debajo cuatro ruedas. Conviene recordar que cuando llegó la paz el aeroplano fue abandonado, se lo dejó donde estaba, desposeído de toda finali-dad, inutilizado e inutilizable.

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Y cuando, andando el tiempo, unos locos (nuevos locos, locos de nuevo, siempre locos) empezaron adecir y escribir: “El aeroplano debe transportar pa-sajeros, entregar el correo, despachar mercancías, convertirse en un utensilio doméstico, etc”, se tenía la impresión de que se trataba de una nueva extra-vagancia. Una bondadosa tía mía, por la que yo sen-tía afecto y respeto infinitos, solía decir: “El aeropla-no es tentar a la Providencia”. Aún quedaban gentes testarudas como mi tía.

Y se crearon las líneas comerciales. ¡Esta vez las líneas aéreas cobraron exis-tencia sin contar con el beneplácito de las autoridades! Durante años, temera-riamente, establecieron “vuelos comerciales” de capital en capital, sin balizas, sin aeropuertos intermedios, sin aeródromos seguros. La gente sentía una total indiferencia, incapaz de comprender “que un día eso resultaría provechoso”. Así es la historia contemporánea, el “adelantado presente”. Intente, discierna, proponga, trate de realizar algo: “Señor, usted está loco, es un utópico, etc.”Así funciona el mundo. Pese a lo cual, los locos, siglo tras siglo, tiran del mun-do por la nariz.

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Todos somos iguales, incluido yo. En 1928, por ejemplo, antes de salir para Moscú, pensé que podría acortar el viaje tomando un avión. Descubrí los aero-puertos de Le Bourget, Colonia y Berlín. Me di cuenta de que la gente, a fuerzade fe y determinación, poco a poco, sin orden ni concierto, había ido equipan-do hangares, instrumentos, edificios y personal. Se partía a una hora dada y...he aquí que se llegaba con exactitud cronométrica. Sólo creemos en lo que ve-mos, cuando la cosa ya está hecha. De ahí la infeliz existencia de los creadores.Un día, en concreto, llegué al aeropuerto de Ámsterdam, lugar de cita de varias grandes líneas. Me invitaron a la torre de observación del jefe del aeropuerto. Vi una estación rebosante de tráfico. Allí está el avión de París: mire, ahí está elavión de Londres. Allí el de Basilea, allá el de Berlín. Ése es el que viene de Suecia. Los aviones se detienen a la entrada de la estación y desembarcan pa- sajeros y equipaje. Se sitúan en posición de salida. Una señal, un color aquí, una bandera acullá, y el aeroplano parte de nuevo, to-dos han despegado pero ya están aterrizando otros. Una noche, en París, los telegramas anunciaron que

Lindbergh estaba sobrevolando suelo francés y que a determinada hora, en la oscuridad, llegaría a Le Bourget. París se lanza por todas las carreteras al encuentro de este hombre prodigioso. ¡Qué ova- ción! ¡Qué júbilo! Las masas no quieren hechos, ra-zonamientos, cálculos ni teoremas: vuelven la espal-da. Lo que quieren son demostraciones sensacio-nales, que son simbólicas tal como ellas conciben el simbolismo. ¡Entonces aplauden unánimamente! Aplauso algo tardío, al que, mientras las masas per-manecían indiferentes, precedió el sufrimiento, la de-sesperación, las dilaciones y los contratiempos. Las masas tienen necesidad del espectáculo. Espectáculo es el que Lindbergh, tras salir de un ci-ne a medianoche en América, vengan a parar a París. La gente dice: “Qué estupenda aventura”.

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Yo digo que no es una aventura estupenda. Que essuerte. Haré una somera exposición de mi idea, a fin de expresar un pensamiento digno de ser recal-cado. Al hacerlo, devalúo un poco el efecto de Lindbergh, sin duda admirable.Yo prefiero la travesía de Coste, y digo que eso sí es una “estupenda aventura”.Dieudonné Coste decidió cruzar el Atlántico, par-tiendo de París. En esa dirección, los vientos son más adversos.Se preparó para su empresa. Puso y mantuvo a pun-to su aeroplano. Preparó la ruta científicamente. A continuación, y durante meses, estudió el mapa meteorológico. Observó el juego de los vientos.En esa ruta, los vientos juegan a un juego que ha costado ya la vida a muchas almas atrevidas. Coste no quiere morir, lo que quiere es cruzar el Atlántico. Se pasa noches y noches observando, ta-bulando los informes de todos los puntos de la ruta.Despuntaba el alba. “Vámonos a la cama, no sali-mos, los vientos son desfavorables”.

Pasaron semanas, meses. La gente empezó a lanzar sonrisitas despreciativas. “¿Lo hará? ¿No lo hará?” los amigos, los rivales, todo el mundo. Dominando sus nervios, sus susceptibilidades, su vanidad y su orgullo, Coste no partía. Una noche esperó el momento propicio, el momento correcto y única-mente admisible, el que significaba el éxito, y no una muerte y extinción heroicas.Y de repente el momento llegó. “Coste parte”.El aeroplano despegó. Y llegó. Nueva York estaba en fête. Espléndidos festejos,espléndida travesía, una aventura espléndida.Una aventura espléndida significa: “Quiero hacer esto. Para poder hacerlo lo pondré todo a punto. Esperaré el momento oportuno. Llevaré a cabo lo que hedecidido hacer. Tendré éxito. Llegaré en el momento que me he propuesto, a un lugar determinado, tranquilo y sonriente, un conquistador, no un cadáver”. Los verdaderos heroes son pulcros y elegantes dueños de sí. No son hirsutos nidesmenelados ni están cubiertos de sangre. Los dioses sonríen. Tal es la fuerzadel carácter.

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Mermoz es así punto por punto. Un hombre que llevó a cabo la travesía aérea de Francia a Sudamérica teniendo que enfrentarse con toda suerte de dificulta-des, insultos y hostilidades. Ha tenido que sobrellevar el fardo que supone la lucha contra los elementos y los acontecimientos; pero su vida es tranquila y llena de dominio.Así deberíamos ser nosotros –los que también deseamos cambiar algo en el mundo existente.Dicho queda: día a día, y en todas las partes del mundo, los heroes de la avia-ción lograron llevar a cabo su tarea. Un total imponente. Vidas hermosas y no-bles, entregadas con estoicismo. El destino, para ciertos seres humanos.

Deseamos cambiar algo en el mundo actual. Porque la vista de pájaro nos ha posibilitados el ver nuestras ciudades y los campos que las rodean, y la visión no es halagüeña.Sabíamos muy bien que nuestras ciudades se hallaban hundidas en indignida-des aborrecibles para los hombres; que nuestras ciudades hacían de los hom-bres mártires, y que nos vemos despojados de “deleites esenciales”, que esta-mos hacinados y encerrados en tenerías que cada día y cada hora nos minan, nos avejentan, destruyen la especie y hacen de nosotros ciervos.

El aeroplano es un alegato.Un alegato contra la ciudad.Un alegato contra quienes controlan la ciudad.Por medio del aeroplano, ahora tenemos ya la prue-ba, registrada en la placa fotográfica, de que nues-tro deseo de alterar los métodos arquitectónicos y urbanísticos es un deseo justo.Hay un grado de error que no puede ser sobrepasa-do. Ha llegado el momento en que resulta imperati-vo revolucionar las condiciones que han sumido a las personas y la sociedad en la apatía, la miseria y el infortunio. La historia de la aviación, breve y rápi-da, tan próxima a nosotros, nos explica los elemen-tos hostiles que nos circundan y nos proporciona la certeza de que pronto nos justificarán las mismísi-mas leyes de la vida.

doce

El aeroplano mira la ciudad con sus ojos de águila. Contempla Londres, París, Berlín, Nueva York, Barcelona, Buenos Aires, Sao Paulo. ¡Triste recuen-to, ay! El aeroplano revela el siguiente hecho: que loshombres han construido ciudades destinadas a los hombres, pero no para darles placer, para conc-tentarlos, para hacerlos felices, ¡sino para hacer di-nero! Así, todo cuanto resulta más entrañable al co- razón,el mismísimo ambiente del trabajo cotidiano, el amor,la amistad, la tristeza –la casa y la vista a la que se abre la ventana–, todo ello constituye un entorno hosco y brutal, sin carácter ni atractivo.No se le ha concedido la más mínima efusión de idealismo. No ha habido sino una pasión devorado-ra: la de hacer dinero. Acaba uno fatigado de cami-nar por las calles de innumerables barriadas, en me-dio de una atmósfera deprimente. Acaba uno abru-mado. Se da uno prisa en volver a casa y cerrar lapuerta al opresivo recuerdo. Y sin embargo son mi-llones de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, los que pasan ahí lentamente, sin alegría, los días de su vida. El aeroplano es algo que escudriña, que actúa y ve con rapidez, que no se fatiga; más aún, que llega hasta el fondo de la cruel realidad –con su ojo de águila penetra en la miseria. Hay fotografías para aquellos que no se atreven a ir y ver las cosas des-de lo alto por sí mismos.

Así son las grandes ciudades del mundo, las del siglo XIX, bulliciosas, crueles, desalmadas y empeñadas en el lucro.El aeroplano infunde, sobre todo, una nueva conciencia moral, la conciencia moderna. Hay que derruir las ciudades junto con su miseria. En buena parte hay que destruirlas y edificar otras nuevas.

Una tarde de invierno, empapada de sol, partí con mi amigo Durafour en un vue-vuelo sobre el Atlas hacia las ciudades del M’Zab, en el tercer desierto en dire-cción sur.El M’Zab es tierra de sed y de muerte. Los mozabitas, herejes perseguidos, ex-pulsados al exilio desde el Islam, terminaron por llegar a un territorio tan remoto y tan terriblemente árido, que los dejaron en paz. Cesó la persecución, pues se supuso que el hambre y la sed concluirían la obra de destrucción. Esto sucedió hace mil años. Los mozabitas hicieron las siete ciudades y los siete oasis del M’Zab –ciudades de invierno y de verano.Conocí la ciudad de verano –uno de los oasis– de Ghardaia. Había ido en agos-to: el calor era espantoso.

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Pero tan pronto como se ponía uno a caminar entre las palmeras y el follaje de albaricoque, el melocotón y la granada, se experimentaba una sensación de bie-nestar y frescura. Un delicioso espectáculo de agua y verdor. Cuatro mil pozos horadados en la roca hasta una profundidad de 80 a 120 me-tros; 90.000 palmeras plantadas a fin de proveer, con sus dátiles, el diario sus-tento; y no hablemos de las casas del oasis, hechas de barro moldeado a manoy construidas con arreglo a planos de sorprendente eficacia y concordancia con los sensibles deseos de terreno.Por el contrario, la ciudad de invierno, bajo un sol implacable, daba la impre-sión de un infierno de piedra; simplemente calles estrechas, empinadas, muros silenciosos, impasibilidad. Se decía uno así mismo: “El invierno es la estación de la contrición, de la reversión, del letargo… ¡lástima!”.Durafour, timoneando su pequeño avión, señaló hacia dos pequeñas motas en el horizonte: “¡Ahí están las ciudades! ¡Vas a ver!” Y entonces, como un halcón, se lanzó varias veces sobre una de las ciudades, descendiendo en espiral pa-ra luego zambullirse en picado, rozar casi los tejados y salir en espiral en la otradirección y, ya en las alturas alejarse. Así comencé a descubrir el principio de las ciudades del M’Zab.

El aeroplano nos lo había revelado todo, y lo que nosrevelo nos proporcionó una gran lección.Tras los ciegos muros de las calles había casas ri-sueñas, cada una de las cuales se habría, con tres amplios porches, sobre un jardín exquisito. Al oír el ruido del motor, las mujeres se habían meti-do precipitadamente bajo los porches. La ciudad entera estaba bajo los porches, observando al ae-roplano realizar su vuelo en espiral: después hubo signos de alegría y sorpresa cuando pasamos comoun torbellino justo por encima del nivel de los teja-dos. La lección es esta: todas y cada una de las ca-sas del M’Zab, sí todas y cada una, son un lugar de bienaventuranza, de alegría, de existencia serena, regulada como insoslayable verdad, al servicio del hombre y para cada hombre. Es algo que puede apreciarse claramente allá arriba, en el aire. Los numerosos porches de la ciudad dan a otros tantos jardines. En el M’Zab no se admite que fami-lia alguna carezca de porche y jardín.Tal es el abismo que separa las creaciones natura-les de la gente del desierto de las creaciones inhu-manas de la civilización blanca; esta civilización a la que la sed de dinero ha hecho entrar en su cre-púsculo, esta civilización que pronto será reempla-zada por otra nueva.

catorce

Pues pronto llegará el día en que lo que la vista de pájaro entraña –que la nobleza, la grandiosidad y elestilo deberían insertarse en la planificación de nues-tras ciudades– será un hecho.El aeroplano, sobrevolando bosques ríos, montañas y mares, y revelando el poderío supremo de las le-yes, los sencillos principios que regulan los fenóme-nos naturales, llegará a las ciudades de la nueva erade la civilización de la maquina.En el aspecto de la ciudad se plasmará la dignidad,la fuerza y la conciencia de las cosas. Será como unsímbolo espiritual que ya no proclama una catástro-fe, sino una victoria. La imagen exacta de la ciudad se expresará en una planificación del suelo de cortetotalmente nuevo. Estos pequeños solares, estas puertas situadas a intervalos de diez o quince me-tros la una de la otra, estas calles en siniestra confu-sión, llenas de ruido y mugre, habrán dejado de existir. La arquitectura de la ciudad y el alcance desus empeños se verán animados por un nuevo rase-ro de grandeza. La era de las grandes obras para elbienestar público se verá coronada por un clamoro-so éxito. En su nuevo hogar, cada persona, como una cuestión de derecho consuetudinario, habrá ad-quirido la dicha de las alegrías íntimas y el orgullo de la obra común llevada felizmente a término. El aeroplano es el símbolo de la nueva era. En el ápice de la inmensa pirámide

del progreso mecánico, el aeroplano inaugura la Nueva Era, se adentra en ella con el vuelo de sus alas. Los adelantos mecánicos de la feroz época prepara-toria –cien años de ciegas tentativas en el campo de los descubrimientos– handerruido los fundamentos de una civilización milenaria.Hoy nos encaramos con la civilización mecánica, con el reino de la Nueva Era.En el cielo, el aeroplano eleva nuestros corazones por encima de las cosas me-diocres. El aeroplano nos ha dado la vista de pájaro. Cuando el ojo ve con clari-dad, la mente toma una decisión clara.

Mayo, 1935

“El avión podría haber escrito la palabra Esperanza en el firmamento”@

ColofónNombre: Javiera Pradenas Meneses

Taller IV Profesor: Javier Cancino Díaz

Esta edición fue impresa en papel Quest (Ivory) formato 48 x 28 cm. cerrado (vertical)

Compuesta con tipografía: Clarendon LT Std (Roman), Bickham Script Pro (Regular) y

Helvetica LT Std (Light).

Los textos que conforman esta edición pertenecen

Una traducción de Pablo Sorozabal Serrano, El paseante 1987, Madrid, España.

Esta edición se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2008, Santiago de Chile.