debate en la revista corpus sobre los pueblos indígenas

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Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N° 2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037, URL: http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub Introducción *CONICET / Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: dlenton@filo.uba.ar. Diana Lenton* En 1884 el Presidente de la Nación Argentina, Julio A. Roca, anunciaba a la Asamblea Legislativa: “No cru- za un solo indio por las extensas pampas donde tenían sus asientos numerosas tribus...” (Diario de Sesiones del Congreso Nacional, sesión del 6/5/1884). Esta afirmación, por encima de su veracidad en términos fácticos y de sus presupuestos axiológicos, de- cantó en el sentido común ciudadano, hasta consolidarse como discurso de verdad tanto entre los apologis- tas como entre los detractores de las campañas militares en particular, y del proceso de expansión estatal en general, sobre los territorios y los cuerpos indígenas. Efectivamente, uno de los más clásicos tópicos del discurso que toma como objeto de referencia a los Pue- blos Originarios es aquel que habla de su acabamiento, concretado o próximo a realiz屜尀䌀吀唀䜀က ✀唀嘀䜀 ha convivido durante más de un siglo, no sin tensiones, con otras líneas argumentativas que negaron tal ex- tinción, reunidas en torno a dos tendencias principales: una, que propugna la integración de los remanentes de las sociedades originarias a una pretendidamente desracializ屜尀䌀䘀䌀 唀儀䔀䬀䜀䘀䌀䘀 倀䌀䔀䬀儀倀䌀 matiz屜尀䌀吀 䜀一 刀吀儀䔀䜀唀儀 刀儀吀 䜀一 䔀圀䌀一 一䌀唀 儀嘀吀儀吀䌀 唀儀䔀䬀䜀䘀䌐 bros en “descendientes” a nivel individual. La otra, que por el contrario enfoca las llamadas Campañas al Desierto para ofrecer una visión inversa de sus resultados –por ejemplo, las teorías sobre el “paseo militar” sostenidas por el revisionismo histórico a mediados del siglo XX-, para deducir, aún desde la denuncia po- lítica, la inexistencia del exterminio, sin problematiz屜尀䌀吀Ȁ一䌀Ȁ唀䬀嘀圀䌀䔀䬀츀倀Ȁ刀吀䜀唀䜀倀嘀䜀Ȁ䘀 En los últimos años, y al calor de ciertas modificaciones tanto en el contexto de producción académica como en el contexto sociopolítico más amplio –entre ellas, la recuperación de la democracia y la dinámica intelectual que le siguió; las nuevas condiciones de participación de las organiz屜尀䌀䔀䬀儀倀䜀唀 䘀䜀 伀䬀 gena; y una nueva concepción de la relación entre actividad científica y compromiso social- ha comenz屜尀䌀䘀儀

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La llamada "Conquista del Desierto" llevada adelante por Roca en 1879, como hecho final de una campaña ya iniciada en el Virreinato del Río de la Plata, tendiente a desalojar a los indígenas que habitaban en las Pampas, culminó con casi su extinción, luego de masacres cometidas por las fuerzas militares que representaban al estado. Sin embargo la historia mitrista (o historia oficial) nos ha pintado siempre la imagen de los aborígenes, como salvajes, malvados e inferiores, a los que había que desplazar. No obstante, cada vez más las escuelas revisionistas interpretan estos acontecimientos como un verdadero genocidio. Obviamente que hay matices en los puntos de vista de los distintos académicos. En este caso, la prestigiosa Revista Corpus, aborda este tema y plantea un debate a fondo. ¿Hubo un genocidio o etnocidio en las Pampas durante las campañas militares? Si es así, ¿cual fue el mecanismo, las órdenes y las consecuencias?

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Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N° 2, 2do. semestre 2011,ISSN 1853-8037, URL: http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus

DEBATEGenocidio y política indigenista:debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas \\\(en orden alfabético\\\)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Introducción

*CONICET / Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: [email protected].

Diana Lenton*

En 1884 el Presidente de la Nación Argentina, Julio A. Roca, anunciaba a la Asamblea Legislativa: “No cru-za un solo indio por las extensas pampas donde tenían sus asientos numerosas tribus...” (Diario de Sesiones del Congreso Nacional, sesión del 6/5/1884\\\).

Esta afirmación, por encima de su veracidad en términos fácticos y de sus presupuestos axiológicos, de-cantó en el sentido común ciudadano, hasta consolidarse como discurso de verdad tanto entre los apologis-tas como entre los detractores de las campañas militares en particular, y del proceso de expansión estatal en general, sobre los territorios y los cuerpos indígenas.

Efectivamente, uno de los más clásicos tópicos del discurso que toma como objeto de referencia a los Pue-blos Originarios es aquel que habla de su acabamiento, concretado o próximo a realiz Este presupuesto ha convivido durante más de un siglo, no sin tensiones, con otras líneas argumentativas que negaron tal ex-tinción, reunidas en torno a dos tendencias principales: una, que propugna la integración de los remanentes de las sociedades originarias a una pretendidamente desracializ sociedad nacional, aunque sin proble-matiz el proceso por el cual las otrora sociedades autónomas devinieron en “remanentes”, o sus miem-bros en “descendientes” a nivel individual. La otra, que por el contrario enfoca las llamadas Campañas al Desierto para ofrecer una visión inversa de sus resultados –por ejemplo, las teorías sobre el “paseo militar” sostenidas por el revisionismo histórico a mediados del siglo XX-, para deducir, aún desde la denuncia po-lítica, la inexistencia del exterminio, sin problematiz

En los últimos años, y al calor de ciertas modificaciones tanto en el contexto de producción académica como en el contexto sociopolítico más amplio –entre ellas, la recuperación de la democracia y la dinámica intelectual que le siguió; las nuevas condiciones de participación de las organiz de militancia indí-gena; y una nueva concepción de la relación entre actividad científica y compromiso social- ha comenz a

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tomar fuerza la discusión en torno a la aplicabilidad del concepto de genocidio en relación a las políticas nacio-nales, regionales y locales respecto de los Pueblos Origi-narios. La comparación con las políticas genocidas lle-vadas adelante por la última dictadura militar, así como con procesos desarrollados en otras partes del mundo –Armenia, Ruanda, nazismo europeo- es un tópico recu-rrente en este debate.

Cuando el Consejo Editorial de Corpus me invitó a coordinar una discusión sobre el genocidio indígena 1 para la Sección Debates de su segundo número, imaginé que la misma seguiría los carriles que suelen estructurar el debate en ámbitos públicos. Acostumbrada a terciar en discusiones que suelen darse en los medios de comuni-cación masiva frente a una audiencia no especializada y entre opinadores que –al menos en una de sus par-tes- suelen contribuir más al negacionismo llano que al esclarecimiento de ideas y procesos, pergeñé ejes de discusión y diseñé estrategias de argumentación que fi-nalmente, por el devenir del debate, resultaron innece-sarias.

Mi intención era generar un encuentro entre acadé-micos de diferente orientación teórica o epistémica, con posición tomada y probada solvencia sobre el tema en cuestión, con quienes se pudiera alternar no sólo desde la propia definición del genocidio sino desde su ocurren-cia –o no- en términos fácticos y descriptivos. Por ello, convocamos a varios historiadores, etnohistoriadores, historiadores del arte, politólogos, antropólogos socia-les, arqueólogos y abogados, de diferentes orientaciones teóricas, a fin de garantizar un piso de diversidad.

Inesperadamente, relativamente pocos aceptaron par-ticipar del debate. Son ellas/os cuatro antropólogas/os sociales, tres historiadoras/es, una arqueóloga y una abogada, pertenecientes al CONICET y/o a las Univer-

sidades Nacionales de La Plata, de Buenos Aires, de la Patagonia San Juan Bosco, de Río Negro y de Cuyo, y a las Universidades de Lausanne y Externado de Colom-bia.

Las “renuncias” registradas –así como la llana falta de respuesta a la invitación en algunos casos-, son índices de la falta de acostumbramiento a esta forma de interlo-cución. Varios invitados, a pesar de ser profesionales de peso en la temática, expresaron no sentirse lo suficiente-mente seguros como para entrar en un debate calificado.

A todos los potenciales autores, junto con la invitación a contribuir con un breve texto (aprox. 3.000 palabras), se les habían sugerido ciertos ejes orientadores que en prin-cipio, estaban orientados a debatir entre académicos de posiciones opuestas, teniendo en cuenta especialmente la presencia de profesionales del derecho implicados en juicios por genocidio.

Dichos ejes eran:• ¿Cómo concibe el proceso histórico de expansión del

Estado sobre los territorios y sociedades de los Pue-blos Originarios, en el período republicano?

• En relación a lo anterior, cómo evalúa la viabilidad / aplicabilidad de la categoría genocidio a las políticas es-tatales republicanas argentinas en relación a los Pue-blos Originarios? ¿De qué hablamos cuando hablamos de genocidio de los pueblos originarios / indígenas / sociedades americanas con presencia regional anterior a la conquista? ¿Usted está de acuerdo con esta califi-cación?

• Razones de la elección del término en lugar de otras categorías jurídicas / sociales próximas, tales como masacre estatal o exterminio o crimen de lesa humanidad. O, si se prefiriera alguna de estas últimas, sustentar de modo similar a lo planteado en el primer eje.

• Descripción detallada de uno o más casos (presentes o históricos) que permitan dar carnadura a la discusión.

• Si está de acuerdo con la categorización de genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…), ¿existe un marco tem-poral que limite la ocurrencia del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…)? ¿Cuándo empieza, y/o cuándo termina, en la historia argentina?

• Relación con conceptos de trauma, víctimas, agencia.

• Posibilidades de reparación del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…). Alcances y límites.

• Implicancias políticas, cotidianas, prácticas y/o teó-ricas de un eventual reconocimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) por parte del Estado na-cional o provinciales.

• ¿El des-encubrimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) debe necesariamente estar unido a su denuncia?

• ¿El des-encubrimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) y su eventual denuncia responde a una demanda de las víctimas? ¿Puede también impli-car violencia o revictimización?

• ¿Dónde debería estar localizado el motor de la de-nuncia, la prueba, y el reconocimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…)? ¿En la Academia? ¿En los tribunales? ¿En las agencias estatales? ¿En las orga-nizaciones representativas e instituciones de gobierno de los Pueblos Originarios? ¿Existen posibilidades de articulación entre estos sectores? ¿Hay un código com-partido? ¿Hay expectativas compartidas? ¿Hay nego-ciaciones? ¿En qué consisten?

La declinación a participar del debate por parte de la mayoría de los profesionales del derecho, y de todos aquellos científicos sociales que han sostenido pública-mente teorías opuestas a las que algunos de nosotros he-

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mos difundido, sobre los procesos históricos que aquí se analizan, configuró un escenario en el que se dejó de discutir en los tonos habituales generados por el debate público, para convertirse en una indagación mucho más fina en las representaciones y discursos de autores que, en casi todos los casos, ya hemos coincidido en congre-sos y encuentros temáticos. Esto le dio un tono particu-lar a un debate que, si perdió algunos elementos, segu-ramente se enriqueció en otros.

Como ya registró Axel Lazzari para su propia expe-riencia como coordinador del debate del primer número de Corpus, muy pocos participantes se avinieron a los ejes de discusión, prefiriendo organizar el relato según sus propias tendencias argumentativas o estéticas. Sin embargo, como también lo expresara Axel, hay que re-conocer el esfuerzo y el compromiso de los autores, que en todos los casos redactaron textos ad hoc, sin resumir ni

refritar textos pasados. Debo agradecerles a todos ellos por esto, más aun considerando el poco tiempo del que dispusieron.

Una vez recibidos los textos de los participantes, pro-cedimos a realizar la segunda etapa del ejercicio, regi-rando los mismos a todos los autores para posibilitar la discusión propiamente dicha. Aun con diferencias en el apego a las reglas del debate y en el estilo de discusión elegido, todos los autores contribuyeron con elementos de primerísima calidad, que seguramente pondrán este número de Corpus en un lugar importante en la biblio-grafía temática.

Los textos han sido ordenados siguiendo cierto hilo argumentativo, aunque pueden leerse en realidad, en cualquier orden, ya que de cada uno se desprenden múl-tiples líneas asociativas.

Agradezco profundamente a Diego Escolar y a Julio Vezub que me hayan considerado para esta grata tarea, y especialmente a Claudia Salomón Tarquini, por su de-dicación a la tarea editorial.

A continuación, se disponen los textos de la primera ronda, seguidos por los de la segunda ronda (discusio-nes y comentarios a los primeros), más el texto de cierre de la editora.

Notas1 En realidad, este sintagma con el que se popularizó

esta discusión en los últimos años, es ambigua y de-biera ser reemplazada por otros como “Genocidio perpetrado por los estados coloniales o republicanos sobre poblaciones indígenas”.

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DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Pueblos indígenas. Racismo, genocidio y represión.

Liliana Tamagno*

*Laboratorio de Investigaciones en Antropología Social LIAS. Universidad Nacional de La Plata. Correo electrónico: [email protected]

IntroducciónAntes de volcar las reflexiones que serán objeto de la discusión a que se nos convoca —y que entiendo

como un interesante desafío— quiero expresar que atravieso un momento de particular sensibilidad per-sonal ante lo que podríamos llamar la visibilidad de la cuestión indígena hoy. Una visibilidad que no es ajena ni a la trayectoria de lucha del movimiento indígena en su conjunto ni a los espacios generados por las políticas estatales y en particular por aplicación de la Ley 26.160, de la Resolución 4811, del Programa de Relevamiento Territorial y de la instrumentación del Consejo de Participación Indígena y que no está exenta de violentas represiones.

Observar la etnicidad como una expresión política de la identidad conlleva a comprender el campo in-dígena como un espacio de disputa en el que se conjugan —sin solución de continuidad— diversidad y desigualdad, etnicidad y clase, lógica de la acumulación y lógica de la reciprocidad (Bartolomé Miguel 1987; Joao Pacheco de Oliveira 1999; Tamagno 1986,1996, 2001, 2008). Es por ello que mi trayectoria de investiga-ción sobre la cuestión indígena me insta a detenerme en el análisis de los alcances y los limites de una coyun-tura particular que comienza finalizada la Dictadura Militar 1976-1983 y en la que reemergen planteos reali-zados en las décadas de 1960 y 1970, que vuelven a tener actualidad en el contexto de las aperturas políticas representadas por los gobiernos constitucionales de la región y sus respectivas articulaciones. Entiendo ade-más que los acontecimientos deben ser pensados inexorablemente en términos de “larga duración” (Braudel 1969) teniendo en cuenta no sólo las coyunturas en las que emergen, sino y al mismo tiempo las condiciones estructurales en las que éstas se gestan y desarrollan. Ello me habilita a traer a este espacio de reflexión y discusión parte del texto de la “Primera Declaración de Barbados por la liberación del indígena”, redactada por antropólogos entre los días 25 y 30 de enero de 1971, en el marco del Simposio sobre la Fricción Interétni-

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ca en América del Sur”, luego de analizar los informes presentados acerca de la situación de las poblaciones in-dígenas/tribales de países del área. Esta declaración es uno de los momentos síntesis en que se interpreta y se evalúa la situación de los pueblos indígenas, al mismo tiempo que se realizan recomendaciones a los estados, a las misiones religiosas y a los antropólogos:

Los indígenas de América continúan sujetos a una relación colonial de dominio que tuvo su origen en el momento de la conquista y que no se ha roto en el seno de las sociedades nacionales. Esta estructura colonial se manifiesta en el hecho de que los territorios ocupados por indígenas se consideran y utilizan como tierras de nadie abiertas a la conquista y a la colonización. El do-minio colonial sobre las poblaciones aborígenes forma parte de la situación de dependencia externa que guar-da la generalidad de los países latinoamericanos frente a las metrópolis imperialistas. La estructura interna de nuestros países dependientes los lleva a actuar en forma colonialista en su relación con las poblaciones indíge-nas, lo que coloca a las sociedades nacionales en la doble calidad de explotados y explotadores. Esto genera una falsa imagen de las sociedades indígenas y de su pers-pectiva histórica, así como una autoconciencia defor-mada de la sociedad nacional. Esta situación se expre-sa en agresiones reiteradas a las sociedades y culturas aborígenes, tanto a través de acciones intervencionistas supuestamente protectoras, como en los casos extremos de masacres y desplazamientos compulsivos, a los que no son ajenas las fuerzas armadas y otros órganos gu-bernamentales. Las propias políticas indigenistas de los gobiernos latinoamericanos se orientan hacia la des-trucción de las culturas aborígenes y se emplean para la manipulación y el control de los grupos indígenas en beneficio de la consolidación de las estructuras existen-tes. Postura que niega la posibilidad de que los indíge-nas se liberen de la dominación colonialista y decidan

su propio destino. Ante esta situación, los Estados, las misiones religiosas y los científicos sociales, principal-mente los antropólogos, deben asumir las responsabili-dades ineludibles de acción inmediata para poner fin a esta agresión, contribuyendo de esta manera a propiciar la liberación del indígena.

En este sentido retomo la propuesta de la necesidad de un “dialogo con la academia” y un “dialogo con el campo” (Tamagno 2001). Aludiendo en el primer caso a un repensar crítico, no sólo de las prácticas académi-cas sino de las narrativas con las que dichas prácticas se expresan textualmente; un pensar que se profundiza en un diálogo cotidiano, intenso y por momentos incluso silencioso, ya que como es sabido no todo puede plas-marse en términos académicamente correctos cuando los sentimientos bullen y el dolor de los otros se convier-te en nuestra desazón frente a violaciones de los dere-chos indígenas, que no deberían suceder en tiempos en que nos acercamos a cumplir 40 años de gobiernos cons-titucionales y los términos “democracia” y “derechos humanos” habitan los relatos que sostienen las políticas sociales en general y las políticas indigenista en parti-cular. En el segundo caso y valorando significativamen-te el espacio de reflexión/discusión para el que se nos convoca en esta oportunidad, aludo a pensar en térmi-nos de diálogo con los referentes indígenas con los que trabajamos y con las situaciones que se desarrollan en el contexto de la observación participante/participación objetivante (Bourdieu y otros 1975), en la necesidad de analizar tanto los alcances y los límites de las políticas indigenistas actuales, como los alcances y los límites de nuestras propias narrativas al respecto.

Cabe señalar, teniendo en cuenta el impacto de toda legislación indígena (Tamagno 1996), que las políticas indigenistas devenidas de la aplicación de los marcos legales antes citados han generado espacios de recono-cimiento y legitimación y han posibilitado condiciones

materiales para que las presencias y las demandas de los pueblos indígenas se expresen, contribuyendo a que la sociedad en su conjunto se sensibilice por una cues-tión largamente negada, silenciada, descalificada. Son ejemplo de ello la movilización generada por el proyecto de relevamiento territorial y por la puesta en acción del Consejo de participación indígena; la movilización que hizo posible la multitudinaria Marcha Indígena del Bi-centenario en el mes de Mayo del 2010 y la recepción de referentes indígenas en la Casa de Gobierno por parte de la Presidenta de la Nación; el espacio particularmen-te dedicado a lo indígena en la escenificación realizada por el Grupo Teatral Fuerza Bruta como corolario de los mismos festejos; así como también el espacio significati-vo que la temática indígena ocupa en la programación del Canal Encuentro del Ministerio de Educación de la Nación; esto para nombrar los que entiendo como de mayor impacto en la sociedad argentina en los últimos años.

Sin embargo y al mismo tiempo, no podemos dejar de reconocer que esas mismas políticas han contribuido a reproducir prácticas que habían sido, o estaban siendo, repensadas y/o revisadas por las propias poblaciones indígenas en el marco de los procesos de transformación y de las dinámicas socioculturales que los caracterizan y que han dado lugar a múltiples respuestas organizativas a lo largo de la relación con los otros conjuntos sociales que conforman la Nación. Un ejemplo de ello son las tensiones que genera al interior del campo indígena el hecho de verse conminados a convertirse en “comuni-dades” y a designar un “cacique” y/o de tener que re-conocer o enfrentar liderazgos que, gestados al calor de las pugnas político partidarias no representan los mo-mentos más significativos de avances de las luchas indí-genas; si es que por avance entendemos la búsqueda de autonomía y la consolidación de formas organizativas guiadas por la lógica de lo colectivo comunitario. Lógica

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cuya significación ha sido históricamente negada, subes-timada o descalificada (Tamagno 2001; 2010) y que aun está vigente en ciertas prácticas y representaciones que ordenan la existencia de los pueblos indígenas a pesar de las presiones en contrario de un mundo globalizado —la sociedad nacional no es ajena a ello— guiado por el individualismo, la competencia, el lucro y el enriqueci-miento de algunos pocos en desmedro de las enormes carencias de muchos.

Acerca de la convocatoria. El surgimiento de una pregunta

Si bien el objetivo de este texto es seguir el derrotero de la guía de preguntas que se nos ha enviado me detendré en el tratamiento del término “pueblos originarios” que aparece ya en el título de las consideraciones mediante las cuales se nos convoca. Los que tenemos unos cuantos años en el tratamiento del campo de la cuestión sabemos de la casi unanimidad en el uso del término “pueblos in-dígenas” en nuestras producciones académicas. Basta re-cordar la preferencia por el término “pueblos indígenas” —compartido por las producciones de la mayoría de los pensadores latinomericanos que marcaron camino en el tratamiento de la situación de las sociedades que pobla-ban el continente con anterioridad a la conquista y colo-nización— reemplazando al término “aborígenes” cuya etimología remontaba a “sin origen” y al término “indio” por connotar subestimación e inferioridad. También quiero recordar las discusiones, de profundo contenido político (político en términos antropológicos y no políti-co partidarios, se entiende) y por lo tanto estratégico que se dieron entre quienes proponían el término “pueblos indígenas” haciendo referencia tanto a la variable diver-sidad como a la variable desigualdad y quienes propo-nían el término “pueblos originarios” poniendo énfasis en la diferencia, tal como quedara expresado en el panel Etnicidad y Movimientos políticos en América latina del

IV Congreso Argentino de Antropología Social que tuvo lugar en la ciudad de Olavarría en 1994. Para quienes se utilizaban el término “pueblos originarios”, la cuestión indígena debía resolverse internamente, prevaleciendo una postura que tenía mucho de esencialismo y que se expresaba en desdeñar toda reflexión conjunta con los no indios o con los blancos. Pensar en términos de etnici-dad aparecía como excluyente de pensar en términos de clase; algo que hemos planteado no es más que una falsa antinomia (Tamagno 2001; 2008) que pretende ocultar la relación inescindible entre etnicidad y poder y entre etnicidad y economía. Me asombra y me inquieta la re-pentina reaparición del término “pueblos originarios” y su masificación en los medios de comunicación, sin que haya llegado a mis oídos información respecto del deba-te que volvió a colocarlo en escena con tanta contunden-cia. Consultada una referente indígena participante de la Conferencias Regional y Ciudadana de las Américas —preparatorias de la Conferencia Mundial contra el Ra-cismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las For-mas Conexas de Intolerancia a realizarse en Durban, Sud África— que tuviera lugar en Chile en el 2000, donde al parecer fue impuesto el término, informó que ni siquiera se dio tiempo a la discusión e interpretó que el objeti-vo era distraer respecto de la incorporación de la varia-ble desigualdad en el tratamiento de la diversidad. En este sentido se me aparece casi como una contradicción pensar en términos de aniquilamiento, crímenes de lesa humanidad o genocidio y aceptar acríticamente el térmi-no “pueblos originarios” que, al menos hasta donde sé, parece haber sido impuesto desde miradas e intereses hegemónicos que pretenden escamotear del análisis la variable desigualdad.

Me pregunto qué quedó del lema “como indios nos dominaron, como indios nos liberaremos”. Qué quedó de los planteos de la Segunda Reunión de Barbados en la cual los representantes del Congreso Indígena de la Re-

pública Argentina se refieren a sí mismos como “indios” y enuncian como postulados fundamentales el respeto por la persona y la personalidad cultural india, a su tie-rra como la tierra del indio, a la personería jurídica de las comunidades indígenas, al libre empleo de los idiomas indígenas; afirmando que son el “punto de mira que empleamos para apreciar la sinceridad de las intencio-nes de los que no son indios que se incorporen a nuestra tarea” (Grupo de Barbados 1979:73). Me pregunto cuál es la justeza y el rigor del término “originario”, cuando en tanto seres humanos todos provenimos de un origen. O es que sólo tienen origen los pueblos preexistentes a la conquista y la colonización?

Atendiendo a los tópicos de la convocatoria

Concibo los procesos históricos de expansión del Esta-do sobre los territorios y sobre las sociedades indígenas en términos de Miguel Bartolomé (1987), cuando refie-re al modo en que lo que los “estados de conquista” se continuaron con los que denomina “estados de expro-piación”, proceso que tuvo como razón de ser la expan-sión de las relaciones de producción impuestas desde Europa, en función de sus propias crisis y necesidades. En la concepción del conquistador el mundo se transfor-mó subjetivamente en uno y por lo tanto posible de ser conquistado, decidiendo sobre él y sobre sus habitantes e imponiendo una relación fatídica de inferioridad/su-perioridad. Un mundo creado a imagen y semejanza del dominador y su ética (Worsley 1966; Said 1978). Un es-tado nacional que se constituyo también sobre el geno-cidio y el etnocidio (Tamagno 2002) y promovió la ocu-pación del territorio, sobre el que impuso un régimen de propiedad privada para beneficio de determinados sec-tores, en nombre de la “civilización” y el “desarrollo”•

Siguiendo esta línea argumental y en tanto, la consti-tución de nuestro país como República independiente,

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implicó un plan sistemático de expropiación de los terri-torio ocupados por los pueblos indígenas —que fueron diezmados, arrinconados, subestimados y abruptamen-te privados de continuar reproduciendo su existencia del modo en que lo realizaban en momentos anteriores a la conquista— podemos afirmar que se produjo un geno-cidio. Cabe aclarar que el genocidio es reconocido como delito a partir de la Convención de las Naciones Unidas para la prevención y la sanción del delito de genocidio en 1948, por lo que los antropólogos nos referimos a et-nocidio, entendido como las acciones que dan lugar a la destrucción masiva de un grupo étnico, o a eliminar cualquier aspecto fundamental de su cultura y organi-zación, como sucedió en la expansión colonial caracteri-zada por la ética del conquistador (Worsley) que conti-nuó guiando el proceso de surgimiento y consolidación de la república con una mentalidad colonial (Quijano 1987; Escobar 2003). El término genocidio fue utilizado conjuntamente con el término racismo en la declaración de principios y objetivos del Congreso Indígena de la República Argentina que tuvo lugar en la Segunda Reu-nión de Barbados (Grupo de Barbados 1978:74-75).

Es por ello que propongo pensar el genocidio en su relación con el etnocidio y por lo tanto con el racismo, definido por Eduardo Menéndez (1971) como la rela-ción social impuesta en el mundo a partir de la expan-sión colonial, legitimadora de la gestación, desarrollo y consolidación de las relaciones capitalistas de produc-ción y los modos particulares de apropiación de la natu-raleza y de explotación humana que éste conlleva. Un racismo que trazó y traza en términos de Edward Said (1978:315) fronteras reales entre los seres humanos entre los cuales se construyeron razas, naciones y civilizacio-nes, que forzaron a las poblaciones humanas a desviarse de las realidades humanas plurales, obligándolas a fijar la atención para “abajo” y para “atrás” de los orígenes

que se presenta como inmutables. Un racismo que no solo se expresa en odiar negros o judíos, sino que está presente en las descalificaciones que cotidianamente jus-tifican la explotación de unos por otros (Tamagno 2002) en los términos expresados en la Segunda Declaración de Barbados.

Respecto a las razones de elección del término geno-cidio/etnocidio en lugar de otras categorías jurídicas / sociales próximas, tales como masacre estatal o exterminio o crimen de lesa humanidad, habría que considerar —sobre todo desde el punto de vista jurídico— los alcances y los límites de cada una de estas denominaciones. No soy especialista en cuestiones jurídicas por lo que entiendo que no es pertinente en este caso opinar respecto de los alcances y los limites de cada uno de los términos en par-ticular y de su operatividad; aunque es de destacar que pensando en términos antropológicos y desde el punto de vista de que toda violencia estatal es reprobable y debe ser sancionada, estos términos podrían interpretar-se como sinónimos

Afirmamos que estamos frente a genocidio cuando las poblaciones indígenas son condenadas a vivir en total in-digencia al ver abruptamente transformada su existencia frente al avance de proyectos en cuya diagramación no participan y que les son ajenos, no sólo porque no tienen en cuenta sus presencias, sino porque desconocen los valores que a pesar de todo aun las sustentan. Valores que se expresan en concepciones de vida, muerte, poder y naturaleza que son alternas a la concepción individua-lista que guía la expansión del capital y el desarrollo tec-nológico a su servicio. Las muertes por desnutrición y por enfermedades que no tienen condiciones para tratar, los casos de suicidio étnico, el arrinconamiento, el des-alojo y la represión cuando se rebelan y se juntan para deliberar sobre su existencia, son y continúan siendo una constante en el cotidiano de los pueblos indígenas.

Por lo tanto es falso circunscribir el etnocidio a lo ocu-rrido en el Siglo XIX en Argentina y en especial a lo ocu-rrido en la llamada Conquista del Desierto, ya que de este modo quedan en el olvido y se desconocen hechos ocurridos a lo largo de nuestra historia cercana, en que los pueblos indígenas se rebelaron para defender sus de-rechos y fueron violentamente reprimidos. Así lo confir-man en el Chaco Argentino las represiones a los movi-mientos que ya a principio del siglo XX se organizaron para enfrentar las imposiciones del blanco y que aunque interpretados en términos de milenarismos fueron ver-daderos momentos de rebelión que implicaron reflexio-nes críticas sobre qué hacer y cómo seguir, tales como los de Napalpi en 1933, Zapallar en 1935, Rincón Bomba en 1947 (Tamagno 2009). También se ocultan —más cerca-nas a nuestros días— las violaciones a los derechos hu-manos ante la ola de desalojos de población indígena y campesino indígena que dieron lugar a la Ley 26.160; la imposibilidad de dicha norma jurídica de frenar los em-bates del interés privado (las amenazas para que desalo-jen, la usurpación violenta de territorio, la práctica cons-tante de corrimiento de alambrados); la represión de la Comunidad Qom de La Primavera, en Formosa que tomó estado público a través de lo que se conoció como “Acampe Qom” en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires; la muerte en condiciones sumamente confusas del referente Qom Mártires López con quien compartimos trabajo de campo y espacios académicos y por la cual se está reclamando investigación y justicia; la violación a los derechos humanos sufrida por la población Wichi de Sauzalito, en la Provincia de Chaco; la ultima repre-sión en el Ingenio Ledesma; la desidia estatal frente a las traumáticas condiciones de existencia de las poblaciones Qom migrantes urbanas azotadas por la falta de trabajo digno y vivienda digna y convertidas en rehenes de toda suerte de clientelismos y/o asistencialismos, que no sólo no dan solución a dichas situaciones sino que atentan

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contra lo colectivo/comunitario y contra la lógica de la reciprocidad (Tamagno 2010).

Si pensamos en términos de Foucault cuando define la política como la continuidad de la guerra por otros me-dios, podemos pensar en políticas de exterminio respec-to de la población indígena; políticas de exterminio que continúan en tanto no se revierte el modo de producción que los ha convertido en poblaciones totalmente empo-brecidas y abandonadas a las presiones de los clientelis-mos locales (Tamagno 2001).

Siguiendo la línea argumental que estoy desarrollando y valorando las rebeliones como respuestas a las impo-siciones desde lo hegemónico, hemos propuesto pensar la dinámica de las poblaciones indígenas en términos de complejos procesos de aceptación/rechazo del modelo impuesto (Tamagno 1991). En este sentido destacamos la necesidad de analizar las presencias actuales de los pueblos indígenas como presencias activas, pues activos han sido a lo largo de la historia. En este sentido enten-demos que se debe ser sumamente cuidadoso para no reducir a las poblaciones indígenas a su mera condición de víctimas. Es claro que son víctimas de una sociedad altamente injusta y desigual y de constantes violaciones a los derechos humanos, pero ello no excluye valorar sus presencias a pesar de la violencia colonial, a pesar de la violencia estatal y a pesar de la violencia a la que están sometidos en el cotidiano de sus existencias.

Qué hacer? La reparación del genocidio debe ir más allá de la de-

nuncia ya que debe comprenderse como constitutivo de las relaciones capitalistas de producción. De todos mo-dos y como toda construcción histórica es realizada por hombres y mujeres, puede deshacerse y rehacerse y por lo tanto puede transformarse. Hay entonces acciones que pueden emprenderse en el sentido de la reparación histórica que los pueblos indígenas demandan.

• Profundizar el análisis crítico respecto de la concep-ción hegemónica de explotación de la naturaleza y de las poblaciones humanas (avance sojero, megamine-ría, megaturismo).

• Profundizar la crítica a la lógica individualista y libe-ral fundada en el lucro, la competencia y la acumula-ción (Sahlins 1977)

• Valorar las lógicas de la reciprocidad y las lógicas co-munitarias (Gordillo 1994; Tamagno 2010) presentes en las poblaciones indígenas o campesino/indígenas.

• Eliminar el término “poblaciones vulnerables” pues impide reconocer el potencial de estas poblaciones para participar activamente en las tomas de decisio-nes que conduzcan a neutralizar dicho modelo de ex-plotación, superando todo “pensamiento único”.

• Revisar y quebrar el estereotipo descalificador que pesa sobre las poblaciones indígenas y las miradas esencialistas que nacidas del colonialismo y de los preconceptos de Occidente en su impulso de describir pero también de dominar, aún perduran y son fun-cionales a la reproducción de la desigualdad; ya que abonan relatos que bajo un presunto reconocimiento y una presunta solidaridad, desdibujan y ocultan las trayectorias de lucha de los pueblos indígenas presen-tando su existencia a partir de imágenes bucólicas y vinculados casi ingenuamente a la naturaleza más que a la sociedad y sus tensiones. Un relato que aunque re-presenta un avance respecto del silenciamiento de eta-pas anteriores, impide comprender en toda su riqueza y dinámica las múltiples expresiones y las múltiples formas organizativas que presentan los pueblos indí-genas y que son el resultado de síntesis particulares de la historia compartida como ciudadanos de un país al que conforman desde su gestación.

• Reconocer que son ciudadanos de un país que durante décadas les negó la categoría de ciudadanos, primero

jurídicamente y luego en la práctica y que por lo tanto es erróneo pensar a los pueblos indígenas como ais-lados de la sociedad en su conjunto, ya que nunca lo estuvieron y tampoco lo están y su existencia como in-tegrantes de la Nación es el producto de una relación compleja entre diversidad y desigualdad.

• Reconocer, por lo tanto, la representatividad política a todos aquellos líderes originados en la organización y la lucha y que son en la actualidad referentes de colec-tivos históricos; no forzar representatividades ni pre-tender hacerlas compatibles con una democracia que en la actualidad tiene muy poco de representativa y mucho de clientelar.

Se trata entonces de pensar cómo superar todos los esencialismos y por lo tanto cómo narrar y tratar a los pueblos indígenas en tanto constituyentes de la Nación Argentina y entendidos como categorías históricamente construidas, producto de procesos complejos de acep-tación rechazo de los modelos que se les impusieron y se les imponen. He acuñado el término “censores de la indianidad” (Tamagno 1991) para señalar a todos aque-llos que se arrogan el derecho de decir quién es indígena y quién no lo es y propongo enriquecer este planteo con los aportes de Edward Said (2003) en el sentido de des-tacar la operatividad y la funcionalidad del estereotipo “indígena” para justificar las actuales relaciones de des-igualdad.

En este sentido entendemos que un eventual recono-cimiento del genocidio por parte del Estado Nacional y de los estados provinciales serían un paso significativo, pues la norma legal sienta las bases del reconocimiento de la violencia sufrida, genera la posibilidad de forta-lecimiento de las victimas a partir del reconocimiento estatal y por lo tanto del reconocimiento social y torna legitimo demandar y exigir, sin estar sujetos a represión y violencia. Sin embargo ello no es suficiente si no se

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transforma el modo de producción –léase capitalismo— que dio lugar al genocidio.

Al mismo tiempo es de esperar que en el contexto ac-tual de mayor visibilidad y reconocimiento, el análisis interdisciplinar contribuya a construir un relato que se acerque a la verdad en términos de reconocimiento de los pueblos indígenas, sus presencias y demandas; un relato que profundice en los condicionamientos del ra-cismo y la colonialidad; un relato que supere la denun-cia puntual y que exceda el tratamiento meramente ju-rídico de los hechos de racismo, etnocidio y genocidio.

Retomando la posición de superar victimizaciones y/o revictimizaciones, no creo necesario exponer a las víctimas al relato público de las vejaciones sufridas. Me atrevo a decir que todos y cada unos de los antropólogos que hemos trabajado largamente con población indíge-na hemos sido testigos o hemos escuchado relatos de in-númeras situaciones de violación de los derechos de los pueblos indígenas. En ese sentido las demandas de los pueblos indígenas, las denuncias por ellos realizadas y su articulación con el saber antropológico, habilitan a los gobiernos a reconocer que la traumática transformación de las condiciones materiales de existencia, el aniquila-miento, la expropiación de los territorios que libremente ocupaban, el arrinconamiento y la sujeción a mano de obra casi esclava, en pos de la imposición de un “mo-delo civilizatorio”, es etnocidio e implica racismo. Los antropólogos —muchos de nosotros trabajadores del estado, en tanto pertenecientes a universidades y cen-tros de investigación estatales— podemos aportar a este reconocimiento y junto con los referentes indígenas ser tenidos en cuenta por el estado a los fines de avanzar en la materia.

20 de septiembre de 2011.

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DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Arqueología y ¿genocidio cultural? Verónica Seldes*

*CONICET – Instituto Nacional de Pensamiento Latinoamericano (INAPL). Correo electrónico: [email protected]

El Estado Nación Argentino se conformó a partir de la construcción de un modelo de unidad territorial, acompañado de un proceso civilizatorio con fuertes componentes de racismo, la institucionalizacion de un estado monoétnico y una supuesta “homogeneidad cultural” en su interior (Bechis 1992). En este proceso, el estado se constituyó invisibilizando al “otro interno” desde una praxis y un discurso naturalizador y le-gitimador de un proyecto de país que subsumió su diversidad cultural bajo el discurso del “ser argentino” (Delrio et al 2010).

Considerando que la ciencia construye discursos hegemónicos que responden a sus contextos sociopolí-ticos de producción, y que esto tiene consecuencias tanto sociales como políticas (Endere y Curtoni 2006), en este trabajo nos centraremos en los discursos que produjo la arqueología en sus inicios y en cuánto con-tribuyó con esto a legitimar y naturalizar una historia que podríamos denominar de “genocidio cultural”.1

En este sentido, resulta interesante el ejercicio de deconstruir los discursos hegemónicos de la ciencia rea-lizando una genealogía de su papel en la legitimación de un determinado proyecto de estado, a la vez que una reflexión sobre la práctica arqueológica tanto en el pasado como en la actualidad.

Siglo XX, ¿cambalache?El objetivo de la arqueología de principios del siglo pasado consistía en la identificación y clasificación de

los pueblos prehispánicos que habitaron el territorio argentino. La arqueología de esta época clasificó a las culturas prehispánicas otorgándoles límites territoriales precisos. Estas supuestas fronteras culturales y te-rritoriales no tenían asidero en lo que los restos arqueológicos evidenciaban, tratándose de fronteras “inven-tadas”; sin embargo, se sostuvieron por mucho tiempo en las publicaciones científicas (Delfino y Rodriguez 1991, Zaburlin 2009).

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Casualmente estas fronteras arqueológicas coincidían con las fronteras políticas de nuestro país (al menos en el Noroeste Argentino). Esto implicaba unos límites para nuestro estado – nación casi inmemoriales, naturalizan-do una frontera política que lejos estaba de representar una frontera histórica y mucho menos cultural (Zabur-lin 2009).

De esta manera la ciencia, que no estuvo desvinculada a lo largo de su historia de su contexto de producción, de alguna manera avaló con su práctica un proyecto po-lítico de época que necesitaba establecer límites territo-riales precisos para su reciente estado - nación (Trinche-ro 2000).

Ecos del silencioBien viene traer a colación la “exótica” construcción

de una pirámide en la cima del Pucará de Tilcara (Que-brada de Humahuaca, Jujuy), monumento “emblemá-tico” erigido en 1935. ¿Emblemático de qué? Probable-mente de la forma de pensar la arqueología de esa época (Belli et al 2005).

Hay varias cuestiones interesantes para resaltar res-pecto a la famosa “pirámide del pucarà”, punto casi obligado para el turismo. Una de ellas es que esta forma constructiva no representa ningún aspecto de la arqui-tectura local; por otra parte, se diseñó destruyendo las construcciones originales y colocando un monumento “importado” sobre lo que fue uno de los lugares cen-trales del asentamiento (Zaburlin 2009). Sobre todo, ha-biendo demolido las construcciones originales, se cons-truyó en homenaje a los arqueólogos que allí trabajaron, poniendo en perspectiva central a los arqueólogos e in-visibilizando de esta manera la arquitectura prehispáni-ca. Pero aún mas interesante resulta la placa colocada en el frente de la pirámide cuya leyenda dice: “De entre las

cenizas milenarias de un pueblo muerto exhumaron las culturas aborígenes dando eco al silencio”.

Luego de tomarnos un momento otorgando un espa-cio a ese “eco del silencio”, aquí nos interesa reflexionar si con este tipo de práctica profesional no se ha colabo-rado a ese proceso que hemos denominado “genocidio cultural”, mediante la negación, en este caso, del víncu-lo histórico entre los antiguos habitantes y los actuales: unas prácticas culturales “muertas”, “perdidas”; un pa-sado lejano del cual, para los arqueólogos de la época, no quedaban más que sus restos materiales.

Doble juego En este punto podemos retomar las reflexiones de Za-

burlin (2009), quien refiere a la relación entre este tipo de práctica arqueológica y el proyecto político del pe-ríodo. De acuerdo a la autora, es posible hablar de un doble juego perverso en el cual la arqueología promovía una historia ficticia acerca de los límites del territorio del norte argentino (por su identificación una cultura = un territorio) que justificaban por lo tanto esos límites na-cionales y, por otro lado, les negaba la historicidad a los pueblos originarios contemporáneos porque lo que los “científicos” estudiaban, eran “culturas muertas”.

Son estos algunos ejemplos que hemos elegido para dar cuenta de qué manera la ciencia, en este caso el dis-curso arqueológico, contribuyó de alguna manera a in-visibilizar la historia de las poblaciones locales quitán-doles su historia, porque a un “pueblo muerto” no se le busca la continuidad.

Esto es, la arqueología de principios del siglo pasado terminó reproduciendo y reforzando el modelo civiliza-torio a través de la realización de clasificaciones de ma-

nera acrítica, delimitando territorios y cortando los lazos históricos entre pasado y presente.

En la medida en que el olvido de la propia historia, y de los significados de los rasgos de la cultura tradicional que sobreviven, cancela la posibilidad de reconocerse como sujetos creadores y transmisores de aquellos sig-nificados, es decir mutila las subjetividades, las acciones que promueven ese olvido constituyen genocidio.

Patrimonialización….¿De que? ¿Para quién? La ciencia hoy

La Quebrada de Humahuaca fue el centro de la esce-na a partir de la declaratoria por parte de la UNESCO como “Patrimonio Cultural de la Humanidad” en julio del 2003.

No puede desconocerse que esto fue producto, en par-te, de la voluntad política del estado de impulsar el desa-rrollo turístico de la región (Cruz y Seldes 2005).

Prometedor discurso sobre el turismo como genera-dor de mayor bienestar para la población. Sin embargo, no debemos dejar de reflexionar sobre las condiciones en las que se elaboró y presentó el proyecto frente a la UNESCO. Si bien se realizaron talleres con la población local y se adjuntaron a la propuesta declaratoria los do-cumentos surgidos de esos encuentros, las perspecti-vas de las comunidades originarias no fueron tenida en cuenta (Belli et al 2005). Aquello a ser patrimonializa-do se decidió en instancias donde el actor local no pudo participar. Sus intereses, sus propias representaciones quedaron excluidas. Así, la población asistió a lo que Machaca denomina “la folklorización de representacio-nes del indio para su venta” (Machaca 2007).

No sólo esto, sino que, a casi diez años de la decla-ratoria, es cierto que hubo grandes efectos económicos

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sobre la región. El problema es que no queda claro hasta qué punto esto constituye un beneficio para la pobla-ción local. El aumento del turismo es innegable, la reva-lorización del valor de la tierra también. Sólo que ahora la misma se ha convertido en un recurso inaccesible: su valor se ha incrementado de tal manera que los compra-dores ¿casualmente? son inversores no locales que cons-truyen costosos hoteles para albergar al nuevo tipo de turista atraído por ver ese “paisaje de la humanidad”.

Esta reinserción de la región en renovados circuitos de producción y consumo, de propuestas de desarrollo económico provenientes de sectores hegemónicos (Belli et al 2005), implica, es cierto, una revalorización de su historia. Lo que antes era invisibilizado ahora aparece con un status especial, ahora tiene valor. “Hay que po-nerlo en valor”, se escucha recurrentemente, incluyendo propuestas arqueológicas de “puesta en valor del patri-monio”.

Ese patrimonio que antes estuvo desvinculado de la historia de la población local y fue invisibilizado como parte de un proceso legitimador del Estado – nación, hoy es recuperado y resignificado.

Por un lado, proponemos reflexionar sobre lo que sig-nifica implementar un proyecto patrimonializador des-ligado de las propias representaciones de la población (Belli et al 2005). A su vez sería interesante discutir so-bre las consecuencias sociales de la práctica arqueológi-ca: ser conscientes de la necesidad de que la ciencia no vuelva a repetir discursos “legitimadores” de prácticas hegemónicas. La permanente autocrítica de las ciencias sociales se impone como estrategia de evaluación de las implicancias de utilizar conceptos como “patrimonio” o “puesta en valor”, desnaturalizando y deconstruyendo los propios discursos para que no se conviertan en nue-vas herramientas legitimadoras (Boasso 2005). En defi-nitiva el desafío es trabajar por una ciencia que no esen-

cialice ni naturalice lo que es resultado de determinados procesos políticos (Trinchero 2000). La “construcción de la argentinidad” es un ejemplo. La “patrimonialización de una región” ¿podría ser otro?.

Frente al reciente redescubrimiento de la arqueología por parte de la comunidad en general y del lugar que ahora se le otorga para acompañar el proceso de patri-monialización de la región, el arqueólogo debería po-sicionarse desde un lugar crítico frente a los discursos triunfalistas acerca de los “beneficios” que este proceso tiene para la población local. Beneficios que no vaya a ser que impliquen una nueva forma de encubrimiento de la diversidad cultural.

Veinte años no es nadaEn los últimos veinte años la arqueología ha comen-

zado a cuestionar esa forma “tradicional” de ejercer su práctica, alejada del contexto y de la realidad en la que trabaja, promoviendo lo que antes era arqueología para especialistas y destinada a engrosar las vitrinas de los museos. En este sentido distintos grupos de investiga-ción han llevado adelante proyectos vinculados a gene-rar aportes en el esclarecimiento y difusión de procesos genocidas recientes, más exactamente durante la última dictadura militar (1976 – 1983). Los trabajos en el “Club Atlético”, “Pozo de Rosario”, “El Vesubio” y “Mansión Seré” son algunos de los ejemplos que incluyeron en al-gunos casos la participación de arqueólogos como peri-tos y testigos de causas judiciales.

En el desarrollo del proyecto antropológico- arqueo-lógico en Mansión Seré o Atila, que funcionara como centro clandestino de detención, por citar un ejemplo que podemos referir de manera directa, los trabajos ar-queológicos han generado (y aún lo siguen haciendo) importante evidencia para el esclarecimiento del geno-cidio. La visibilidad que adquirió este espacio de memo-

ria, con un fuerte apoyo del estado municipal (Dirección de Derechos Humanos de la Municipalidad de Morón), permitió por un lado que se acercaran ex detenidos a dar su testimonio, otros a consultar sobre su probable detención en el lugar, así como referencias de vecinos acerca del funcionamiento de Mansión Seré como cen-tro de detención. Al mismo tiempo las excavaciones han permitido recuperar los cimientos de la casona y su só-tano y en conjunto con las declaraciones de los deteni-dos, rearmar el plano de la casa y la funcionalidad de los espacios mientras funcionaba como centro de detención (Di Vruno y Seldes 2005, Di Vruno et al 2006).

¿Pero cuantos trabajos arqueológicos hacen referencia a los procesos de genocidio de los pueblos originarios?

En este momento en el cual se están generando inte-resantes procesos, donde por un lado las organizaciones indígenas reclaman su reconocimiento como actores so-ciales, reclamando sobre derechos territoriales y reivin-dicando el respeto por su cultura e identidad, solicitan-do mayor participación y decisión sobre el manejo de los bienes culturales, de su historia y su presente y don-de paralelamente a esto, y probablemente fuertemente vinculado, asistimos al resurgimiento de la “cuestión indígena” como tema de las agendas gubernamentales (Delrio y Lenton 2008), la arqueología se encuentra con-minada a comprometerse. Esto genera nuevos desafíos para la disciplina a medida que se avanza en la reflexión sobre el respeto a las comunidades locales, su voz, su relato; abandonando el monólogo arqueológico para transitar instancias de diálogo, de coproducción del co-nocimiento, y para evaluar cuánto puede hacer hoy la ciencia en pos de la visibilización de la diversidad que engloba aquel “ser argentino”, acompañando el proceso que vienen realizando los pueblos originarios.

En este sentido, es importante reconocer que se han generado espacios en los eventos científicos para la dis-

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cusión acerca de las consecuencias sociales de la arqueo-logía, el trabajo en conjunto con las comunidades; y se han desarrollado simposios y reuniones sobre el trata-miento de los restos óseos humanos y la ética profesio-nal.

Muchos de estos encuentros han generado arduos de-bates y han puesto en evidencia las diferentes posturas alrededor de los derechos de las comunidades a decidir sobre el destino de los restos recuperados por la arqueo-logía (los restos humanos principalmente), poniendo sobre el tapete la discusión acerca de la existencia de una continuidad histórica de los pueblos originarios y su vinculación con las comunidades actuales, un punto que todavía sigue discutiéndose y donde lejos se está de generar un consenso.

Estos debates evidencian que hay temas que no han sido lo suficientemente problematizados por el conjun-to de la comunidad arqueológica. El punto de inflexión creemos que sigue siendo el “gran debate” que todavía se debe la arqueología, esto es, la reflexión acerca de cuánto podría contribuir hoy la arqueología para escla-recer procesos genocidas vinculados a los actuales recla-mos de los pueblos indígenas.

Concretamente algunos pasos se han dado en este sentido. Algunos arqueólogos han participado en el proceso de restitución y en algunos casos reentierro de restos humanos; se han retirado cuerpos momificados de las vitrinas de algunos museos, algunos han partici-pado como testigos en casos de disputas territoriales de comunidades indígenas por la tenencia de la tierra…un largo camino aún por recorrer….mas sin un verdadero debate y sinceramiento, este tipo de prácticas podrían perdurar en la historia de la disciplina como casos aisla-dos con ese status periférico.

Esperamos con estas reflexiones haber contribuido a la discusión sobre cuál es el lugar que actualmente pue-de tomar la arqueología en el proceso de conocimiento de nuestra historia, nuestro presente, y los aportes que puede realizar al esclarecimiento de los procesos de et-nocidio; más aún, continuar pensando para quiénes se construyen los discursos científicos (Delfino y Rodríguez 1991) y qué es lo que se está legitimando con su práctica.

NOTAS:1 Somos conscientes de la superposición de los concep-

tos genocidio cultural y etnocidio. Sin embargo, elegi-mos esta expresión dado que estamos convencidos de que el etnocidio, en todo caso, es una manifes-tación del genocidio. Nuestra expresión “genocidio cultural” intenta enfatizar la vía cultural por la cual también se realiza el genocidio.

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DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas \(en orden alfabético\)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

El genocidio en la historia:¿Un anacronismo?

Florencia Roulet*

María Teresa Garrido**

*Lic. en Historia, UBA. Correo electrónico: [email protected]**Lic. en Derecho, Universidad Externado de Colombia. Consultora en derechos humanos y en derecho internacional humanitario.Correo electrónico: [email protected]

La aplicación del concepto de genocidio a la política seguida por el Estado argentino republicano contra los pueblos indígenas libres de la Pampa, la Patagonia y el Chaco suscita a menudo vivas objeciones. La pri-mera consiste en afirmar que, so pena de anacronismo, no se puede usar una noción jurídica consagrada en 1948 por las Naciones Unidas para describir hechos acontecidos varias décadas antes.

La segunda pretende que, en un contexto intelectual marcado por el darwinismo social que afirmaba la superioridad de la raz blanca y su derecho a someter a las demás por la fuerz los responsables de la po-lítica estatal no habrían tenido consciencia de cometer delito alguno. En toda legalidad, no habrían hecho sino acelerar artificialmente el proceso natural de la “inevitable” extinción de las “raz inferiores” y su sustitución por la raz

La tercera supone que, en la medida en que no se llevó a cabo la completa desaparición de los pueblos indígenas, no se puede hablar de genocidio.

Pretendemos desvirtuar estos argumentos desarrollando tres ejes de análisis. Quisiéramos determinar en primer lugar si las prácticas que afectaron a la población indígena durante el proceso de expansión del Estado nacional sobre los territorios y sociedades de los pueblos originarios caben en la actual definición de genocidio. Nos interrogaremos enseguida sobre las nociones jurídicas vigentes en el siglo XIX para evaluar si esos actos o algunos de ellos constituían entonces un delito de lesa humanidad. Concluiremos con una reflexión acerca de si es jurídicamente adecuado y útil hoy calificar aquellos hechos como genocidio.

A la memoria de Pedro Navarro Floria

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1. Crimen de genocidio y delito de lesa huma-nidad

Considerado por la Asamblea General de las Nacio-nes Unidas como un “odioso flagelo” que “en todos los períodos de la historia ha infligido grandes pérdidas a la humanidad”, el genocidio fue definido jurídicamente en 1948 como un conjunto de actos “perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”. Esos actos son: la matanza de miembros del grupo; la lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que acarreen su destrucción física, total o par-cial, las medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo y el traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo1.

En la medida en que estos actos de exterminio son co-metidos de modo sistemático y premeditado contra una población civil, constituyen un delito de lesa humani-dad. Es decir, un crimen que por su naturaleza horrenda agravia, lesiona y ofende a la humanidad en su conjun-to2. Si bien el derecho internacional brinda tardíamen-te una definición que abarca -entre otros- los actos de asesinato, exterminio, esclavitud, deportación o traslado forzoso, encarcelación ilegal, tortura, violación y pros-titución forzada, la noción de crimen contrario a la hu-manidad es antigua. La evocaba por ejemplo el virrey Vértiz, para quien el degüello de indias ancianas era una práctica “repugnante a la humanidad por más razones que quieran alegarse en contrario”3.

¿Correspondieron las políticas estatales republicanas argentinas hacia los pueblos indígenas a las modernas definiciones de genocidio y crimen de lesa humanidad? Veamos en primer lugar las metas que éstas perseguían. Como las campañas previas de Martín Rodríguez y de Juan Manuel de Rosas, la del ministro de guerra Julio

Argentino Roca tenía como objetivo “extirpar el mal de raíz y destruir esos nidos de bandoleros que incuba y mantiene el desierto” (Roca 1948, p.454) 4. Si el discurso oficial proponía “buscar al indio en su guarida, para so-meterlo o expulsarlo” al sur del río Negro -desalojando así quince mil leguas cuadradas de tierras (Roca 1948, pp.445 y 455)-, extraoficialmente se hablaba de extermi-nio, lo que entonces como ahora significaba “expulsión o destierro; desolación, destrucción total de alguna cosa” (RAE 1869, p.349; el subrayado es nuestro). Ignacio Fotheringham, que fuera ayudante y secretario de Roca cuando éste se desempeñaba como Comandante en Jefe de la frontera sur de Córdoba, cuenta sin falsos pudores cómo preparaba ya entonces su jefe sus “proyectos au-daces sobre el exterminio de los indios” (Fotheringham 1970, p.373, 301 y 441). Y el propio Roca afirmaba que el “mejor sistema de concluir con los indios, ya sea ex-tinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del Río Negro” era “el de la guerra ofensiva” y se ufanaba, ya concluida la campaña, de haber “hecho desaparecer las numerosas tribus de la Pampa que se creían invencibles” (Walther 1948, II, p.218, 250).

Consideremos en segundo lugar los métodos utiliza-dos. Como en todas las guerras, era lógico que en la lu-cha se intentara poner fuera de combate a un máximo de enemigos armados. Sin embargo, ésta no fue la táctica adoptada. Más que la batalla frontal, se procuró la de-tención, dispersión y servidumbre de las mujeres e hijos de los indios para impedir su perpetuación como grupo; la captura de sus ganados y demás bienes para obligar-los a rendirse y la apropiación definitiva de los territo-rios que ocupaban. “Los indios -preconizaba el general Alvaro Barros, uno de los ideólogos de la campaña al de-sierto-, serían aniquilados si no cayendo inmediatamen-te en nuestro poder los hombres [...] cayendo irremedia-blemente sus familias y cuanto allí tuviesen”. Además de ser los objetos que estos más amaban, las familias y

ganados de los indios resultaban “indispensables a su existencia”. Sin ellos, “antes que morir de hambre en la selva, [el indio] vendrá cabizbajo y convencido” (Barros 1975, pp. 108, 112, 207-208). La captura de la población no combatiente y el despojo de sus principales medios de subsistencia no eran, pues, el resultado colateral de las operaciones sino el principal método de las tropas en campaña.

Una vez obtenida la victoria se debía acabar con el in-dio como tal desarticulando su organización social, po-lítica y económica para impedirle perpetuar su cultura, obligando a los sobrevivientes a subsumirse individual-mente en los estratos inferiores del proletariado rural. El destino que les esperaba era presentado en términos que Pedro Navarro Floria calificaba como “uno de los más persistentes sofismas constitutivos del discurso de la conquista: la idea de que se podría incorporar esos territorios a la Nación sin afectar a sus habitantes” (Na-varro Floria 2006, p. 9). Un claro ejemplo de ese sofis-ma se encuentra en la prosa de Alvaro Barros. Si bien proponía “hacer desaparecer”, “aniquilar”, “suprimir”, “extinguir”, “ultimar”, “someter”, “dispersar” y “absor-ber” al indio mediante el mestizaje, procuraba con una pirueta retórica que su proyecto no fuera rotulado como exterminio5:

Estamos contra la idea del exterminio de los indios, por ser esto más que innecesario inconveniente, injusto y bárbaro, pero estamos también contra la idea de conservarlos reu-nidos, ya sea en poblaciones especiales con autoridades propias, ya en cuerpos militares especiales también. Bajo una u otra forma ellos pudieran conservar y conservarían su carácter distintivo, su espíritu y sus hábitos de indepen-dencia [...]. La absorción es el único medio seguro, justo, económico y bajo todo punto de vista ventajoso, que tene-mos de acabar con los indios, mezclándose esta raza con la inmigración europea como se ha hecho en toda la América desde el principio de la conquista. (Barros 1975, p. 229)

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El mestizaje que preconizaba Barros no era una libre unión de indios e indias con inmigrantes de ambos se-xos sino, como se había hecho en efecto desde principios de la conquista, la sumisión forzada y a menudo violen-ta de las indias a los hombres blancos. Durante la cam-paña propiamente dicha, las prisioneras eran obligadas a seguir a sus captores a marcha acelerada. Las que no podían sostener el ritmo eran lanceadas. Las que aguan-taban eran finalmente repartidas entre los soldados (Prado 1942, p. 125, 126). Los partes de guerra no men-cionan el lado sucio de estos repartos –las violaciones y otros abusos- sugiriendo incluso que las propias indias consentían en la nueva suerte que les cabía o negando que hubiera intenciones de aprovecharse sexualmente de ellas6. Sin embargo, como en todos los tiempos, es-tas prácticas eran moneda corriente. Uno de los pocos testimonios explícitos con que contamos es el relato del ex-cautivo Santiago Avendaño que narra cómo, duran-te una incursión de las tropas rosistas a los toldos ran-quelinos, los soldados se habían emboscado junto a las aguadas esperando que las mujeres se acercaran a llenar sus odres vacíos.

Los soldados desenfrenados atropellaron a las chinas que temblaban de terror. Echando pie a tierra, les quitaron cuanto tenían sobre el cuerpo y cometieron toda clase de violaciones y de excesos brutales. Todas fueron conduci-das al campamento, donde sufrieron el doble de vejáme-nes, porque se vieron pasar de mano en mano y en poder de los hombres ‘cristianos’ más deshonestos, más brutos y más obscenos que podían haber conocido. (Hux 1999, pp. 129-130).

Captura de familias, confiscación de bienes necesarios a la supervivencia colectiva, desmembramiento de gru-pos familiares, desarticulación de comunidades, viola-ciones, esclavitud sexual: los actos cometidos contra las poblaciones indígenas durante su forzada incorporación al Estado republicano constituyen, sin lugar a dudas,

delitos enmarcados en los conceptos contemporáneos de genocidio y de crimen de lesa humanidad.

2. Derecho de gentes y derecho de la guerra en los siglos XVIII y XIX

Ahora bien, considerando el carácter históricamente contingente de toda formulación jurídica, ¿eran delicti-vas estas conductas según la doctrina jurídica occidental vigente en la Argentina republicana? ¿Cómo calificaba el derecho de la época una guerra que buscaba el extermi-nio del contrincante y adoptaba como método la captura de la población civil, su traslado forzado, su dispersión y su esclavitud? 7

En la mentalidad jurídica rioplatense estuvo vigente hasta entrado el siglo XIX el marco doctrinario del dere-cho de gentes elaborado por los juristas Samuel Puffen-dorf (Alemania, 1632-1694), Christian Wolff (Alemania, 1679-1754) y Emer de Vattel (Suiza, 1714-1767) sobre la base de los escritos de Hugo Grocio (Holanda, 1583-1645). Los trabajos de estos tratadistas eran difundidos en la Universidad de Buenos Aires por su primer rector, Antonio Sáenz8. Aunque aún sin carácter obligatorio, esa doctrina se refería también a las costumbres obser-vadas por los Estados europeos durante las hostilidades, tales como las treguas destinadas a recoger cadáveres y a asistir enfermos9.

Para estos teóricos, las prácticas de la guerra entre Es-tados soberanos debían ajustarse a las nociones de ne-cesidad militar y de proporcionalidad. “Todo lo que se haga de más es reprobado por la Ley Natural, vicioso & condenable ante el Tribunal de la Conciencia”. La inte-gridad del enemigo que se sometía y rendía las armas debía ser preservada a menos que hubiera cometido un grave crimen contra el derecho de gentes, en cuyo caso podía ser esclavizado o ejecutado. Pero en el caso de una guerra contra “naciones feroces que no observan nin-

guna regla ni dan cuartel” era legítimo castigarlas en la persona misma de los cautivos que pudieran conseguir-se, para someterlos a las “leyes de la humanidad”. Con estas naciones “que parecen nutrirse de los furores de la Guerra”, haciéndola sin otro pretexto o motivo que su ferocidad, era válido incluso recurrir al exterminio, ya que se trataba de “monstruos, indignos del nombre de hombres [que] deben ser mirados como enemigos del género humano” (Vattel 1983, p. 27, 106-108).

Esta licencia para el exterminio inspiró a los hombres de Estado que en el siglo XIX, al norte como al sur del continente americano, se proponían ocupar los territo-rios indígenas vaciándolos previamente de indios. En un largo proceso de elaboración discursiva que tenía como finalidad la afirmación de soberanía estatal sobre territo-rios y pueblos hasta entonces pertinazmente externos a las repúblicas en gestación fue cobrando forma un mito que echaría honda raíz en el imaginario colectivo10. Se-gún él, las naciones originarias soberanas con quienes los Estados coloniales y republicanos habían firmado trata-dos de paz hasta la década de 1870, no constituían sino hordas de salvajes morando en desiertos más allá de una “frontera interior” que amputaba al país una parte sus-tancial de los territorios que por derecho le pertenecían. Reducidas a meras corporaciones civiles, se las privaba de un plumazo de personería jurídica internacional. Un elemento central de este mito es la caracterización de los indios como salvajes sanguinarios que hacen de la gue-rra y la rapiña un modo de vida11. La ferocidad indíge-na se volvía necesaria y funcional a la legitimación de la guerra colonial12. De la empresa propagandística que consagró el mito del “Salvaje Innoble” (Jennings 1975, p. 59) se encargarían estrategas, publicistas y la naciente historiografía nacional: “la conquista de la memoria fue uno de los movimientos tácticos que formaron parte de la apropiación imaginaria de la Pampa y la Patagonia, que posibilitó a su vez su conquista material manu mili-tari, entre 1875 y 1885” (Navarro Floria 2005).

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Frente a la construcción de ese mito que llevaba a pos-turas extremas como las de Domingo F. Sarmiento13, se alzaron sin embargo algunas voces críticas que preanun-ciaban el discurso que se iría imponiendo en la segunda mitad del siglo, a saber que la “civilización” daba no sólo derechos sobre los pueblos “salvajes” juzgados infe-riores sino un deber de tutela y protección que excluía la opción del exterminio14. En 1865, el historiador Vicente Quesada condenaba la campaña al desierto de Rosas en duros términos:

Nada estable se funda sobre la iniquidad, y el propósito de exterminar [a] los indios es un crimen, cuya sangre es ignominia para nuestras armas. Someterlos y atraerlos a los usos blandos de la civilización, mejorarlos y conquistarlos para el bien, ése es el único camino justo y digno” (Quesada 1865, pp. 48-49).

En la Revista del Río de la Plata del 22 de agosto de 1869, su contemporáneo, el escritor y legislador José Hernán-dez, coincidía:

Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio y menos de exterminarlos. La civilización sólo puede darnos derechos que se deriven de ella misma [...]

¿Pero qué civilización es ésa que se anuncia con el ruido de los combates y viene precedida del estruendo de las matan-zas? (Hernández 1869).

Hasta el propio Julio A. Roca -respondiendo a la in-quietud de que se procurara “dominar a los indios por medios pacíficos” porque no convenía “extinguir esa raza, que representa la soberanía de la Nación en el de-sierto”-, debió aclarar que “no hay ningún propósito de exterminar la raza”. De ello se encargaría “esa ley del progreso y de la victoria, por la cual la raza más débil, la que no trabaja, tiene que sucumbir al contacto de la mejor dotada, ante la más apta para el trabajo”. Los in-

dios de la Argentina no desaparecerían por el filo de la espada sino “por la absorción y asimilación”.15

Esta evolución de las mentalidades en Argentina acompañaba el desarrollo del pensamiento jurídico occi-dental con respecto a la guerra. Se impone en la segunda mitad del siglo XIX una dinámica tendiente a humanizar los usos bélicos, que llevará a la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja (1863) y a los primeros es-fuerzos de reglamentación del derecho de la guerra. En Estados Unidos, el Código de Lieber elaborado durante la guerra de la Secesión aparecía como la primera tentati-va de codificación de las leyes de la guerra, de aplicación exclusivamente interna16. Siguió enseguida la Conven-ción multilateral para mejorar la suerte de los militares heridos en campaña (I Convenio de Ginebra), que la Ar-gentina ratificó en 1879. En paralelo a esos instrumentos de cumplimiento obligatorio se fueron desarrollando declaraciones de principio que fundan la doctrina del actual derecho internacional humanitario17. Principios como que “el único fin legítimo de la guerra es el debi-litamiento de las fuerzas militares del enemigo” para lo cual basta con “desactivar el mayor número posible de hombres” y que “las leyes de la guerra no reconocen a los beligerantes un poder ilimitado en la adopción de me-dios para perjudicar al enemigo” fueron consagrados ya en la década de 1860. El empleo de armas que agravaran inútilmente el sufrimiento del enemigo puesto fuera de combate o que causaran inevitablemente su muerte era considerado “contrario a las leyes de la humanidad”.18

Creado en 1873 en Gantes (Bélgica), el Instituto de De-recho Internacional redactó un Manual de las leyes de la guerra terrestre que serviría como base para la elabora-ción de la legislación interna de cada Estado. La doctrina sentada en estos primeros textos prohibía el asesinato de un enemigo desarmado o que se hubiera rendido. Como prisionero de guerra, debía ser tratado humanamente: aunque se lo internara en un fuerte u otro lugar de de-

tención, debía ser correctamente alimentado, respetado en su integridad física y retribuido por los trabajos ci-viles que realizara. Estaba prohibido ponerlo al servi-cio militar de la fuerza detentora y exigirle información militar sobre su país. En cuanto a la población civil no combatiente, su vida, su honor familiar, así como sus convicciones y prácticas religiosas debían ser garanti-zados. La población de las regiones invadidas no podía ser obligada a jurar obediencia a la potencia enemiga ni a someterse a sus órdenes. La propiedad privada tam-poco podía ser confiscada. Respecto de los medios y los métodos de hacer la guerra, la doctrina prohibía la des-trucción o apropiación de los bienes del enemigo que no fuera imperiosamente dictada por las necesidades de la guerra, lo mismo que el ataque o bombardeo de aglome-raciones o poblaciones no fortificadas.

Este marco doctrinario y normativo muestra a las cla-ras que las prácticas empleadas en particular durante la campaña al desierto -captura de población no comba-tiente, su traslado forzado, dispersión, distribución y re-ducción a la servidumbre, su involuntaria conversión al catolicismo y los abusos sexuales contra las mujeres, así como la utilización de prisioneros de guerra desarmados como guías e informantes, su detención en campos de concentración y su ejecución arbitraria (cf. Lenton 2005 y Delrio 2005)- eran violatorias de lo que entonces se en-tendía como “leyes de la guerra” y “leyes de la humani-dad” y contrarias al “deber sagrado de civilización” que se atribuían a sí mismas las potencias coloniales y sus retoños en los países independientes. Así fueron percibi-das por varios observadores contemporáneos:

Veinte mil leguas de tierra arrancadas a la barbarie y de-vueltas a la civilización y algunos miles de Indios traidos prisioneros y repartidos a diferentes personas como si fue-ran animales de labranza, he ahí el resultado de la campa-ña” (Zavalía 1892, p. 80).

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En cambio de los tan mentados “beneficios de la civili-zación” se advierte un proyecto coherente de exterminio que, si no busca sistemáticamente la eliminación física de los indios, se empeña en liquidar su existencia como pueblos y en acaparar sus tierras, buscando sentenciar a muerte sus modos de vida, culturas e identidades espe-cíficas.

3. Para qué hablar hoy de genocidio

¿Es válido entonces calificar de genocidio al proceso derivado de la conquista de la Pampa y la Patagonia en-tre 1875 y 1885?

La consagración jurídica de los conceptos que desig-nan prácticas delictivas siempre es posterior a la gene-ralización de su uso, ya que el delito precede al concep-to y éste precede al tipo penal. Lo reciente del término genocidio no debe hacernos olvidar que se trata de un nuevo nombre para un crimen tan viejo como el mun-do. Neologismo elaborado en 1943 por el jurista polaco Raphael Lemkin (1900-1959) para describir el exterminio sistemático de armenios por el Estado turco en 1915, el concepto de genocidio fue formalmente invocado en el acta de acusación contra los criminales de guerra nazis juzgados en Nuremberg en 1946, antes de ser tipificado por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 194819. Afirmar que la política del Estado republicano argentino hacia los indígenas consti-tuyó un genocidio no constituye, pues, un anacronismo, sino simplemente llamar a las cosas por su nombre.

Dicho esto, ¿qué se puede hacer hoy, ante un genocidio de ayer? Tomando prestados conceptos de la teoría de la justicia transicional y sirviéndonos de los elementos per-tinentes de los convenios y declaraciones vigentes relati-vos a los pueblos indígenas podemos explorar las posi-bilidades actuales de reconocimiento y de reparación.20

Tres elementos integran la justicia transicional: justi-cia, verdad y reparación integral. La justicia puede ser retributiva –la que busca el castigo de los criminales- o restaurativa –un modelo alternativo que propende a la reconciliación entre víctimas y victimarios. La verdad puede ser judicial –la que se establece a través de un proceso penal- o no judicial –es decir, la narración que sale de las ciencias sociales y de las experiencias vividas por las mismas comunidades victimizadas. En cuanto a la reparación integral, se manifiesta a través de medidas de restitución, de indemnización, de rehabilitación y de satisfacción, así como a través de garantías de no repe-tición.

En tanto aproximación esencialmente penal –conside-rando que la pena es individual e intransferible- resulta físicamente imposible aspirar hoy a obtener cualquier forma de justicia retributiva respecto de las personas responsables de los crímenes cometidos entonces. Tam-poco es ya posible aspirar a la justicia restaurativa, en la medida en que, así como los victimarios, las víctimas directas individualmente consideradas, también están ausentes.

Las posibilidades empiezan a abrirse, en cambio, en el campo de la verdad. Si no es posible establecer hoy la verdad judicial, la ausencia física de los actores no obs-truye para nada las posibilidades de la verdad no judi-cial. Las víctimas en su dimensión colectiva, es decir los descendientes y la sociedad en su conjunto, tienen un derecho inalienable a conocer toda la verdad sobre los acontecimientos. Esto es, en particular, a obtener infor-mación sobre las circunstancias y motivos que llevaron a los victimarios a cometer crímenes aberrantes y a saber de qué manera se produjeron los hechos, quiénes fueron los responsables y qué destino se dio a las personas.21 En este sentido, la labor de historiadores, antropólogos y arqueólogos que en los últimos años analizan los me-

canismos que hicieron posible el genocidio y deconstru-yen los mitos generados para justificarlo resulta de par-ticular trascendencia. Esos trabajos deberían nutrir los manuales escolares y el debate público en los medios, revertiendo la práctica usual en dichos manuales de des-historizar o arqueologizar discursivamente a las naciones indígenas al presentarlas como objetos de un pasado re-moto cuyo lugar está en los museos y al excluirlas de la representación de nuestro presente. “Una reconstruc-ción de la memoria social sobre la cuestión indígena, y por consiguiente una propuesta de enseñanza de esa historia, deberían comenzar por [...] rehistorizar lo dehisto-rizado, es decir restituir el régimen de historicidad, de contem-poraneidad, a los pueblos originarios” (Navarro Floria 2006, p. 4, resaltado del autor). Fuera del marco académico es también fundamental producir verdades sociales no institucionalizadas, mediante ejercicios de recuperación de la memoria que asocien a diferentes organizaciones indígenas, ONGs, comisiones de la verdad, iglesias, me-dios de comunicación y centros de investigación y edu-cación popular. La verdad así reconstituida transforma el patrimonio colectivo de las víctimas y del conjunto de la sociedad. Estos ejercicios deben permitir asimismo re-pensar los guiones museográficos y la nomenclatura ur-bana, concebir espacios públicos de homenaje, restituir topónimos, adoptar fechas conmemorativas, etc.

Si bien varios aspectos de la reparación integral no pa-recen ya factibles por la desaparición física de las vícti-mas individuales, “una indemnización justa, imparcial y equitativa, por las tierras, los territorios y los recursos que tradicionalmente hayan poseído u ocupado o utiliza-do de otra forma y que hayan sido confiscados, tomados, ocupados, utilizados o dañados sin su consentimiento li-bre, previo e informado” en favor de los descendientes es aún viable (Declaración de las Naciones Unidas so-bre los derechos de los pueblos indígenas, art. 28.1). En

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cuanto a la rehabilitación y a la satisfacción, varios de sus aspectos son posibles, en particular lo concernien-te a la reputación y al nombre, es decir a la dignidad.22 Un aspecto especial de la rehabilitación cuyo marco ju-rídico está dado por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989 y por la mencionada Declaración se concretaría a través de la institucionaliza-ción de la enseñanza bilingüe, del fomento de escuelas concebidas y manejadas por las propias comunidades, amén de otras iniciativas de divulgación e integración de diversos aspectos del conocimiento de cada pueblo.23

Adicionalmente, la rehabilitación y la satisfacción comportan los mecanismos de divulgación y de oficiali-zación ante la colectividad nacional de la verdad no ju-dicial obtenida. Un discurso historiográfico que restitu-yera la historicidad y contemporaneidad de las naciones indígenas en la Argentina actual debería rehumanizar la imagen de los indígenas considerándolos “actores socia-les en todos los campos de la economía, la sociedad, la política, el arte y el pensamiento”. Esa nueva narración del pasado contribuiría asimismo a completar los avan-ces constitucionales de la reforma de 1994 reconociendo la preexistencia de los derechos territoriales indígenas y su exterioridad a los Estados hasta su conquista, así como la preexistencia y legitimidad de sus autoridades y su derecho a la libre determinación (Navarro Floria 2006, pp. 7-8), tal como lo consagran las normas interna-cionales mencionadas.24 Leyes de reconocimiento oficial del genocidio, a la imagen de la ley argentina 26.199 del 2007 sobre el genocidio armenio, pueden servir de refe-rencia. Tal reconocimiento implica que el Estado acepta que los hechos sucedieron, asume su responsabilidad histórica por el dolor y los sufrimientos infligidos a las víctimas, que condena explícitamente los valores racis-tas en que se fundó el genocidio y que se compromete a luchar contra la ideología de la negación y a favor de la dignidad humana.Volver a llamar a las cosas por su

nombre sería “una forma –limitada pero indispensable- de revertir el genocido material y simbólico cometido” (Navarro Floria 2006, p. 7). Persistir en el no reconoci-miento equivale a perpetuar el delito y abre las puertas a la reiteración de esos mismos actos aberrantes:

Si la dignidad de la persona humana es ultrajada por la ejecución de crímenes contra la humanidad y genocidios, sean cuales fueren, también lo está por la negación de es-tos mismos crímenes –el negador hace al testigo lo que el verdugo hace a la víctima. [...]‘Consubstancial’ a los críme-nes de los que se trata, su negación no es un acto ‘apar-te’, es ‘part of it’: ‘asesinato de la memoria’, ‘atentado a la verdad’, destrucción de la prueba y del testimonio ligada intrínsecamente a la criminalidad del Estado, la negación es considerada generalmente como la etapa última de todo proceso genocida. Perpetúa el crimen, manteniendo a los sobrevivientes y a sus descendientes en la vergüenza, sin real acceso al duelo. (Garibian 2009, p. 11).

Este reconocimiento público puede verse también como una primera garantía de no repetición, último elemento de la reparación integral que nos queda por examinar. Se trata de desmontar los mecanismos que hicieron posible la comisión de los crímenes y de aque-llos que aseguraron su impunidad, así como de revisar los actos institucionales que glorificaron esa gesta o ne-garon sus dramáticas consecuencias para los pueblos originarios. El ejercicio de este aspecto de la reparación podría enfocarse en el estudio de la situación actual de las poblaciones indígenas, de la legislación que se aplica a ellas y de las políticas de inversión pública y privada que afectan sus condiciones de vida, a la luz de los ins-trumentos jurídicos internacionales relativos a los dere-chos pasados, presentes y futuros de esos pueblos (cf. en particular el art. 4 y la Parte II., “Tierras” del Convenio 169/89 y los arts. 10 y 25 a 32 de la Declaración del 2007). Los recientes conflictos derivados del recrudecimiento de los procesos de expropiación por intereses mineros,

forestales, turísticos y de agronegocios son reveladores de un legado de injusticias y despojos siempre vigente, amparado en la prepotencia que brinda la impunidad (cf. Roulet 2010). El presente nos ofrece así un terreno propicio para reflexionar sobre el legado de la historia y para no perpetuar bajo nuevas formas los horrores del pasado.

NOTAS:1 Artículo II de la Convención para la prevención y la

sanción del delito de genocidio de las Naciones Uni-das.

2 Para la definición del delito de lesa humanidad, véa-se el artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, de 1998.

3 Carta de Juan José de Vértiz a Joseph Francisco de Amigorena, 10.5.1780, en Archivo Histórico de Men-doza, carpeta 46, documento 23. En 1892, el jurista ar-gentino Eduardo Zavalía usaba la noción de “críme-nes de lesa humanidad” para referirse a los abusos, maltratos, explotación laboral y despojos a los que habían sido sometidos los indígenas por los conquis-tadores españoles (Zavalía 1892, p. 48).

4 En 1823 el gobernador bonaerense Martín Rodríguez afirmaba su proyecto de exterminio: “La experiencia de todo lo hecho [...] nos guía al convencimiento de que la guerra con ellos debe llevarse hasta el extermi-nio. Hemos oído muchas veces a genios más filantró-picos la susceptibilidad de su civilización e industria y lo fácil de su seducción a la amistad. Sería un error permanecer en un concepto de esta naturaleza y tal vez perjudicial” (en Marfany 1944, pp. 1061-1062).

5 Para “hacer desaparecer” al indio, cf. Barros 1975, pp. 77, 230, 235 y 350; “aniquilarlo”, pp. 107, 108, 110 y 137; “extinguirlo”, p. 248; “suprimirlo”, pp. 138, 150 y 232; “ultimarlo en sus guaridas”, p. 342, “someterlo

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7 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N°2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037

y dispersarlo”, pp. 258, 317, 319, 338 y 359 y “absor-berlo” mediante el mestizaje, pp. 229, 249 y 358.

6 Mientras que el comandante Prado relata que ningu-na de las prisioneras rehusó vivir con los soldados (Prado 1942, p. 126), el general Ignacio Fotheringham, que veía a los indios del Chaco como “asquerosos ti-pos todos, aún los del bello sexo”, decía que las chinas “son muy feas y por cierto no inducen a cautivarlas” (Fotheringham 1970, p. 569).

7 Adherimos a la hipótesis del jurista Robert A. Wi-lliams Jr. según la cual “la ley, considerada por Oc-cidente como su instrumento de civilización más respetado y apreciado, era también el instrumento imperial más vital y eficaz durante su empresa ge-nocida de conquista y colonización de los pueblos no Occidentales del Nuevo Mundo, los indígenas ame-ricanos” (Williams 1992, p. 6).

8 Según Antonio Sáenz, el derecho de gentes o jus gen-tium “es universal y sale de la naturaleza, dándose á conocer solamente por la recta razón [...] Es inaltera-ble [...] y obliga á todos, porque en él habla la natura-leza y su Autor” (Sáenz 1939, p. 57).

9 Estas costumbres serían erigidas en fuentes obligato-rias de derecho por el II Convenio de la Haya de 1899 relativo a las leyes y a las costumbres de la guerra terrestre.

10 Este proceso de transferencia gradual de las relacio-nes con las naciones indígenas del ámbito del dere-cho internacional al de la legislación interna se de-signa como la “domesticación o internalización de la cuestión indígena” (cf. Roulet y Navarro Floria 2005).

11 De la población indígena no sometida Julio A. Roca diría que “se dedican indistintamente a la guerra y al robo, que para ellos son sinónimos de trabajo” (Roca 1948, p. 451). Sobre el proceso de salvajización dis-cursiva de los pueblos originarios, véase Jennings

1975, pp. 6-10. Para la Argentina, Delrio 2002 y 2005, pp. 61-63 y Roulet y Navarro Floria 2005.

12 En 1820, el coronel Pedro Andrés García advertía “lo perjudicial que será siempre abrir una guerra perma-nente con dichos naturales, contra quienes parece no puede haber un derecho que nos permita despojarlos con una fuerza armada si no en el caso de invadirnos” (en Ba-rros 1975, pp. 67-68, destacado nuestro).

13 Sarmiento sostenía que el derecho de gentes no se aplicaba a los salvajes, se tratara de caudillos como Facundo o de indios de la pampa: “El derecho de gentes que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta convenio alguno siempre que haya ventaja en violarlo; ¿qué freno contendrá al salvaje argentino [en este contexto, Facundo], que no conoce ese derecho de gentes de las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho? ¿En la Pampa?” (Sarmiento 1990, p. 253).

14 La noción de un “deber sagrado de civilización” que-daría consagrada en la Conferencia de Berlín sobre Africa Occidental en 1885, que marcó la aceptación explícita, por parte de las potencias colonizadoras, de una relación legal de tutela entre los “Estados civili-zados” y sus pupilos, las “tribus aborígenes” (Snow 1919, p. 21). Esta noción sería retomada en el sistema de mandatos de la Sociedad de las Naciones.

15 República Argentina, Congreso Nacional (1879). Dia-rio de sesiones de la Cámara Nacional de Diputados, 51° sesión ordinaria del 13.9.1878, p. 256. Buenos Aires: Mayo.

16 Las ‘Instrucciones de Lieber’ marcaron los intentos ulteriores de codificación de las leyes de la guerra. Ellas integraron la versión original de un proyecto de convenio internacional presentado a la Conferen-cia de Bruselas en 1874 y estimularon la adopción de

los Convenios de la Haya sobre la guerra terrestre de 1899 y de 1907. Estos primeros textos y tratados de derecho internacional humanitario se pueden con-sultar en http://www.icrc.org/dih .

17 La Argentina fue temprana signataria de la Declara-ción sobre diversos puntos del derecho marítimo en tiempos de guerra de 1856.

18 Declaración sobre la utilización en tiempos de guerra de proyectiles de 400 gramos de peso, San Petersbur-go, 1868 y Proyecto de declaración internacional re-lativa a las leyes y costumbres de la guerra. Bruselas, 1874.

19 El acta de acusación de los criminales de guerra juz-gados en Nuremberg en 1946 rezaba “los acusados se han hecho culpables de genocidio deliberado y siste-mático contra grupos nacionales y raciales, contra las poblaciones civiles de ciertos territorios ocupados, con miras a destruir razas y clases determinadas, y grupos nacionales, raciales o religiosos, más espe-cialmente Judíos, Polacos y Gitanos, entre otros” (Cf. http://www.ladocumentationfrancaise.fr/dossiers/justice-penale-internationale/definition-crimes.sht-ml).

20 La justicia transicional es definida como “los proce-sos a través de los cuales se realizan transformacio-nes radicales del orden social y político, bien sea por el paso de un régimen dictatorial a uno democrático, bien por la finalización de un conflicto interno arma-do y la consecución de la paz.” Uno de sus desafíos más complejos es el inevitable dilema que suscita la necesidad de equilibrar el derecho de las víctimas a obtener el castigo de los criminales –justicia- y las condiciones impuestas por el régimen dictatorial para permitir la transición o por los actores armados para desmovilizarse –paz- (Uprimny 2006, p.13, 20, Orozco Abad 2009).

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8 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N°2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037

21 Estos derechos se derivan de los instrumentos uni-versales y regionales sobre derechos humanos, de las jurisprudencias de las diversas cortes internacionales y de las “líneas de los órganos intergubernamentales de la ONU”, condensadas en una serie de principios relativos a la lucha contra la impunidad y a los dere-chos a la reparación, restitutición, indemnización y rehabilitación de las víctimas (Cf. CCJ 2007).

22 La restitución consiste en devolver a la víctima di-recta su situación previa, es decir libertad, derechos suspendidos, situación social, identidad, vida fami-liar, ciudadanía, lugar de habitación o puesto de tra-bajo, bienes confiscados, etc. En caso de desaparición forzada, se trata de establecer la suerte corrida por la víctima. La indemnización atañe a la reparación del daño físico y/o mental así como los daños mate-riales y los perjuicios. La rehabilitación abarca tanto los aspectos de salud física y/o psicológica, como la rehabilitación del buen nombre, la dignidad, la re-putación, entre otros. Por último, la satisfacción se concreta mediante la verificación de los hechos y la difusión pública de la verdad; la búsqueda y hallazgo de las personas desaparecidas o de sus restos; el reco-nocimiento público de la responsabilidad estatal y la presentación pública de excusas; la aplicación de san-ciones judiciales o administrativas a los responsables cuando es posible; la conmemoración de las víctimas y la rendición de homenajes públicos (Uprimny 2006, pp. 76 a 78).

23 Véanse en particular los arts. 4 y 5 del Convenio 169/89, y los arts.11 a 14 de la mencionada Declara-ción.

24 Cf. artículo 3 de la Declaración del 2007 y las dispo-siciones previstas por esta Declaración y por el Con-venio 169 de la OIT acerca de los mecanismos de con-sulta y de consentimiento previo, libre e informado.

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Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N° 2, 2do. semestre 2011,ISSN 1853-8037, URL: http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus

DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Historia y silencio: La Conquista del Desierto como genocidio no-narrado

Pilar Pérez*

*IIDyPCA UNRN CONICET. Correo electrónico: [email protected]

El campo de los estudios sobre genocidio ha venido creciendo sostenidamente desde principios de la dé-cada del noventa descentralizando el monopolio de la atribución de genocidio, y de los estudios al respecto, al holocausto. La principal ventaja de que exista este espacio de debate radica en su carácter interdiscipli-nario (ya que cuenta con contribuciones de la historia, sociología, derecho, ciencias políticas, antropología, demografía, entre otras). Estos enfoques enriquecen, sin duda, el estudio de un proceso social complejo que lejos de circunscribirse a un evento violento –aislado y con un fin concreto- requiere del análisis de múltiples niveles para ser comprendido y para sopesar su magnitud espacio temporal (Straus, 2006).

Por otra parte, la categoría genocidio es hoy invocada desde agencias muy distantes. En el caso argentino la denuncia por genocidio es sostenida por numerosas organizaciones indígenas y de derechos humanos para referir al proceso de incorporación de los pueblos originarios al estado nacional. Por otra parte, en términos de política internacional, la categoría está siendo apropiada desde estados poderosos, como los Estados Unidos –aunque no solamente- para justificar intervenciones armadas en países del tercer mundo1. Por esto, una preocupación central de los investigadores comprometidos con su estudio orbita en torno a la generalización indiscriminada del término. En gran medida porque al explicar diversos procesos como genocidas –la trata esclavista, la colonización, las dictaduras latinoamericanas de segunda mitad del siglo XX, etc- se corre el riego de diluir la especificidad del término o de equiparar procesos muy distintos entre sí.

Por supuesto existen numerosos intentos por clasificar los distintos tipos de genocidio. En este sentido, cabe destacar, por un lado, la trascendencia y, por otro, las constricciones que emergen de la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio propuesta por Raphael Lemkin y adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Genocidio, resaltan numerosos especialistas en el tema, es un crimen antiguo al que se le otorgó un nombre por primera vez como consecuencia de los crímenes nazis (Kuper, 2002).

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En primer lugar, la Convención genera un piso de discusión común para pensar las acciones, los grupos y las responsabilidades en torno a un crimen perpetra-do sobre un sector de la sociedad (ya no un individuo). Precisamente por este quiebre en el derecho liberal la Convención presenta numerosos problemas para su im-plementación en la justicia, como ha sido demostrado -por ejemplo- en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (Magnarella, 2002). Más allá de los problemas de orden legal que la Convención genera en cortes na-cionales e internacionales, el origen jurídico del término impone ciertos límites propios del lenguaje que impiden la profundización en los procesos particulares. Uno de estos límites estructurantes de los estudios sobre genoci-dio radica, a mi entender, en considerar al genocidio, en tanto crimen, como un fin en sí mismo y, en este sentido, reducir su estudio en demostrar la intencionalidad del mismo. De esta forma se asume la lógica del proceso ju-rídico que deja de lado el motivo por ser irrelevante para determinar al responsable del crimen. Sin embargo, para las ciencias sociales y humanas el motivo es parte funda-mental para comprender el proceso y su desenlace. De esta forma, Zygmunt Bauman (1989) propone pensar el genocidio ya no como un fin en sí mismo, sino más bien como un medio cuyo fin es cambiar radicalmente una sociedad y convertirla en algo mejor. En consecuencia, el genocidio es parte constituyente de un proyecto a fu-turo.

Ambos enfoques tienen mucho para aportar cuando se propone analizar el caso argentino. Pensar el geno-cidio como fin nos permite destacar políticas de estado concretas sobre una población singularizada y discrimi-nada dentro de la matriz estado-nación-territorio que se materializa sobre fines del siglo XIX. Mientras el geno-cidio como medio nos habilita a reflexionar sobre una ingeniería social determinada hegemónicamente por la elite nacional centrada en Buenos Aires y con un alcance

temporal que abarca gran parte del siglo XX. En estas dos líneas se enmarca desde estudios recientes el pro-ceso que en Argentina se denominó “Conquista del De-sierto”.

El genocidio como fin: civilización y barbarie

Si bien desde principios de la década de 1870 el es-tado argentino comenzó una ofensiva militar hacia las “tierras de indios” no fue sino hasta fines de la misma cuando la organización burocrática del estado y las ne-cesidades del modelo económico permitieron al estado quebrantar todos los acuerdos y tratados firmados con caciques representativos de parcialidades soberanas de las pampas (Briones y Carrasco, 2000) y avanzar militar-mente sobre la Patagonia. La Conquista fue sustentada en principio por medio de la Ley de empréstitos para su financiamiento e ideológicamente fue fomentada por intelectuales orgánicos al proyecto institucional desde el Congreso Nacional. Paralelamente operó una singu-larización del “indio” como un otro salvaje, extranjero e indeseable –respecto del inmigrante blanco europeo-. El territorio bajo su poder sometía el potencial de las tie-rras argentinas en un desierto. En consecuencia el indio encarnaba lo indeseable de lo que la comunidad ima-ginada -construida desde el estado- esperaba para sus miembros (Lenton 2005).

Los indígenas a los que normalmente se les reconocían adscripciones étnicas-territoriales (araucanos, manzane-ros, pampas, etc) comenzaron a ser nombrados simple-mente como “indio” -junto a una adscripción nacional “chileno” o “argentino”-, categoría que reunía las carac-terísticas ya mencionadas y que lo convertían no solo en un otro condenable sino también peligroso (Delrio 2005). El peligro que el indígena representaba operaba en diversos niveles. Desde la membresía nacional encar-naba un agente posible de desintegración por su atribui-

do barbarismo o extranjería. Desde el poder soberano te-rritorializado disputaba legitimidad a su autoridad por su sola presencia en el territorio y, conjuntamente, era la muestra viva de la incapacidad del estado de garantizar el orden, los derechos de propiedad y en definitiva, el progreso. Como contracara, las campañas exitosas en el sur demostraron la capacidad del estado de terminar con el “problema del indio” y fueron motivo de legitimación en carreras políticas como la del propio Julio A. Roca.

El proceso de ocupación y sometimiento llevó cerca de 5 años, en los cuales el ejército argentino sentó fuer-tes y fortines estratégicos a lo largo del río Negro desde donde operativizó campañas sucesivas y garantizó el control de la Patagonia norte. La Conquista del Desierto fue seguida desde la prensa porteña y fue acompañada por numerosos intelectuales reconocidos de la época, es-critores, fotógrafos, ingenieros, etc quienes buscaban en esta marcha ser parte de un capítulo fundante del estado nacional (Navarro Floria 2007) y que oportunamente lo-gró sellar la idea de que la Argentina era un país distinto en Latinoamérica, esto es, libre de indios.

En tanto, otras marchas se iniciaban para los indígenas en Patagonia. Aquellos que sobrevivían a las embestidas militares eran trasladados de a pie por cientos de kiló-metros hasta los fuertes que funcionaban como campos de concentración. Como revela el estudio de Enrique Mases (2002), en tanto nuevos polos productivos, como el norte azucarero o la región cuyana, demandaran fuer-za de trabajo, hombres jóvenes –en su mayoría- eran de-portados hacia esos centros para trabajar como mano de obra esclava. En el caso de las mujeres y las niñas, prin-cipalmente, eran trasladadas a Buenos Aires para ser uti-lizados como servidumbre en las casas de la alta socie-dad. La obligación que estas familias receptoras tenían con los “indiecitos” era las de darle bautismo cristiano y por ende un nuevo nombre. Otro destino que tenían

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los hombres era el propio ejército y la marina para for-mar parte de las divisiones que iniciaban las campañas militares del norte del país. Finalmente algunos fueron conservados como piezas de museo en vida y también después de muertos en el Museo de La Plata (Añon Suá-rez, Harrison y Pepe 2008).

A medida que los mercados laborales fueron satura-dos, aquellos sin destino continuaron siendo hacinados en los campos de concentración que duraron hasta fi-nes de la década del 80 –a pesar de que oficialmente las campañas terminaron con la rendición de Saihueque el 1 de enero de 1885-, respondiendo a necesidades pun-tuales de otros polos económicos del país. En tanto, se debatían diversas estrategias inconclusas para reubicar a los sobrevivientes, las tierras se repartían entre pobla-dores que cumplieran con las características deseables del ciudadano argentino y se “colonizaban” por grandes compañías que monopolizaban grandes extensiones de tierra.

En esta breve descripción que retoma algunos de los aportes más destacados del tema podemos reconocer en el proceso de ocupación y sometimiento los 5 actos que menciona el artículo 2 de la Convención sancionada por la ONU (para un análisis detallado ver Delrio et al 2010)

El genocidio en relación a los pueblos origina-rios

La categoría genocidio tiende a ser utilizada para de-nunciar procesos de sometimiento y expropiación de pueblos indígenas en todo el mundo, en general con el fin de reivindicar derechos y visibilizar situaciones de vulneración de los mismos. Sin embargo, dentro de la academia existen esfuerzos por darle un uso más acota-do, preciso y problematizado. En este sentido podemos destacar dos tendencias. En primer lugar, la utilización de categorías como etnocidio, culturicidio o limpieza ét-

nica que reemplazan genocidio y buscan focalizar en el aspecto cultural para incluir procesos de violencia sim-bólica y aculturación.2

En segundo lugar, se distinguen los procesos según la relación constituida por el perpetrador. El parteaguas está centrado en los que se consideran genocidios colo-nialistas, de expansión y en detrimento de un otro exter-no. En este caso el perpetrador no necesariamente es un estado, sino que puede provenir de agencias particula-res3. Por su parte, los genocidios modernos se caracteri-zan por la singularización por parte de un estado de un otro interno (Feierstein 2005, p.60). Es decir, cuando el estado quiebra el mandato fundacional de hacer vivir y provoca la muerte de un sector de la sociedad.

En relación a la Conquista del Desierto, en particu-lar, en la búsqueda por clasificar comparativamente este proceso existen dos tendencias sobre las que pue-den leerse recreados distintos supuestos que el propio genocidio instaló en la historia nacional y en el sentido común de la sociedad argentina en general. En primer lugar, la ausencia de responsables en la eliminación de los indígenas. Asimismo su asimilación a la civilización como destino indeclinable. En segundo lugar, y como consecuencia de la anterior, el confinamiento al pasado de la existencia de indígenas en el país y, por ende, la fragmentación del proceso histórico que, entre otras co-sas, descontextualiza los procesos contemporáneos de reafirmación y etnogénesis (Escolar 2007).

Una primera tendencia es entender la Conquista como un etnocidio -reemplazando genocidio- haciendo énfa-sis sobre todo en la pérdida cultural, en la asimilación y, por ende, reforzando la idea del inevitable proceso de extinción. Siguiendo el planteo de Delrio (2010), de esta manera se suele, por un lado, restar importancia a la eliminación física concreta que produjeron las cam-pañas militares de ocupación del espacio patagónico.

Asimismo, se reitera la falta de intención de exterminio. Finalmente, se ratifica la incorporación forzada como vía inevitable en donde el estado solo colaboró –con exce-sos- a acelerar. De esta forma, se confirma a través de la clasificación académica enfocada en la asimilación –con todas las dificultades que el término implica- lo que la generación del 80 proponía como parte de una política de estado.

En segundo lugar, se entiende el proceso de la Con-quista del Desierto como un genocidio colonialista. Si bien nos interesa analizar esta divisoria -que cuenta con un amplio consenso en los estudios comparativos de ge-nocidio- para el caso argentino, creemos necesario hacer hincapié en que cuando se asume a priori que la Con-quista fue una guerra contra un otro externo se reinscri-ben las lecturas extranjerizantes, así como la invisibiliza-ción de este sector de la sociedad. Pero principalmente se relega al pasado la presencia indígena y se minimizan las consecuencias del genocidio que perduran hasta el presente.

El genocidio como medio para constituir una nueva sociedad

Durante la ocupación militar los indios reducidos por el ejército fueron concentrados dentro del territorio pa-tagónico en Valcheta, Chichinales, Choele-Choel y Roca principalmente. Muchos fueron clasificados, seleccio-nados y deportados desde estos campos y trasladados hasta los cuarteles de Retiro o hacia la Isla Martín Gar-cía donde esperaban un nuevo destino. Sin embargo, los campos también representaron el espacio desde donde varios caciques que contaban con el reconocimiento previo del estado negociaron –en clara asimetría- con-diciones de subsistencia, la posibilidad de recibir tierras, para aquellos que se reagruparon en su entorno (Del-rio, 2005)4. Las condiciones de vida de aquellos que que-

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daban en los campos –muchos viejos y débiles- fueron denunciadas por misioneros salesianos, viajeros e inclu-sive por algunos militares. Pero fundamentalmente, los campos forman parte de la memoria social indígena.

De esta manera en una fecha tardía como noviembre de 1889, producto en parte de los debates sobre qué ha-cer con los sobrevivientes, la Comisión central de tierras y colonias informa al Ministro del Interior que

En las márgenes del Río Valchetas existen en la actualidad bajo la vijilancia de una Comisaría Policial, no menos de 500 indios sometidos; según informes fidedignos que esta comisión ha recogido, viven en la mayor miseria sin que haya esperanza de que se civilicen por falta de medios con-ducentes a ese fin. Esta comisión piensa que por humani-dad y conveniencia del país debe modificarse este estado de cosas (…)

No escapará a V.E. la importancia que para el país tiene la formación de una colonia en el corazón del desierto, con elementos que ya existen allí y que aseguran el éxito de la Colonia. No es posible todavía formar esas colonias con in-migrantes europeos, y son los indígenas bien organizados y vigilados los que prepararán las rutas por donde muy luego penetrará una civilización más completa. (AGN-DAI, Exp grales, 1889, legajo 25, exp, 7977)

Previo a la Conquista, los indígenas eran considera-dos un otro interno, es decir interno al territorio preten-dido como nacional –pero escasamente conocido por el estado- pero externo a la membresía argentina (Briones y Delrio, 2002). A partir de la constitución material de un estado de excepción en los campos de concentración, los indígenas de los campos son estructuralmente pro-ducidos como sujetos subalternos dentro de la norma que impone la matriz estado-nación-territorio. En la cita de la Comisión, se destaca esta contradicción en donde por un lado surge la necesidad humanitaria y como con-tracara se afirma que los indios –vigilados- serán quie-

nes preparen el camino para la civilización en la cual no son incluidos, sea por falta de condiciones, sea porque se espera la llegada de otros (inmigrantes) mejor prepa-rados. Esta práctica discriminatoria será reiterada suce-sivamente a través de las inspecciones de tierras y será argumento central para justificar desalojos y corridas (Perez, 2009a). Resta aclarar que la creación de la colonia con indígenas no fue autorizada.

Por otra parte, nos estamos refiriendo a aquellos in-dios que son listados, cuantificados, vigilados, distribui-dos y –eventualmente- racionados por el estado que son los que están en los campos. Tal como destacan Nagy y Papazian (2009) para el caso de Martín García los indios sometidos se encuentran presos no por crímenes o faltas contra la sociedad sino por ser indios. Sin embargo, exis-ten también aquellos otros que permanecen por fuera de los campos que siguen perteneciendo al mundo de los salvajes, del desierto y por sobre todo, no tienen ninguna capacidad de negociar o reclamar asientos de tierra. Es decir que el campo se vuelve un umbral entre la civili-zación y la barbarie. El indio del desierto puede volver a caer en su estado de salvajismo si queda fuera del campo – como el espacio de disciplinamiento y control en don-de el estado realiza su poder soberano-.

Retomando la metáfora de Agamben (2003), el indio corresponde a la figura del “hombre-lobo”. Su esencia reificada por el estado contiene la latencia de que pue-de volverse sobre su estado animal y de esta forma ser agente de la disolución de la civilización. Por esto, aquellos que están dentro de los campos despiertan re-clamos “humanitarios”, son seres humanos en terribles condiciones, pero al mismo tiempo no pueden dejar de ser vigilados, porque antes que humanos son indios. En contrapartida la razón de ser del estado y su legitimidad de ejercer violencia se materializa en su relación con este otro interno.

Palabras finalesEl proceso genocida funda una relación entre el estado

y el indio en donde este es construido estructuralmente como una excepción dentro de la matriz del estado. Esto que se produce en el momento histórico de la Conquis-ta marcará la relación entre el estado y los indios como sus márgenes a lo largo del siglo XX. Según Das y Poole (2008) los márgenes son supuestos necesarios del esta-do, en donde este encuentra legitimidad para recrear su siempre incompleto “sistema de estado” (Abrams, 1988) y a través de cuyas prácticas y rutinas se reproduce la construcción imaginaria del estado (Ferguson y Gupta, 2002).

La falta de historización del proceso a lo largo de gran parte del siglo XX apoyó el discurso de la extinción, sim-plificó el proceso histórico de construcción del estado nacional y colaboró en eludir responsabilidades. Más aún, el silencio de la historia autorizó la reproducción de formas de violencia simbólica y física sobre los indí-genas, las cuales en caso de emerger por su gravedad, como el caso de Rincón Bomba (Mapelman, 2010), apare-cen como hechos aislados y disociados de una trayecto-ria de relación. También aparecen como hechos aislados los desalojos, relocalizaciones, arreos de personas, entre otras formas de violencia enmarcadas en actos (i)legales ejercidas sobre los indígenas con el aval de o por parte del estado a lo largo del siglo XX (Pérez, 2009b y 2011).

Paralelamente la historia incompleta o la ausencia de imágenes sobre la otra cara del proceso civilizatorio –parte inherente del mismo siguiendo la propuesta de Traverso (1997)- sostuvo la desconexión entre pasado y presente que fomentó el proceso de invisibilización –sea como estrategia indígena para evitar la discriminación o como parte del proyecto homogeneizador de la nación- que en la actualidad es fundamental para deslegitimar demandas por derechos y por tierras. Por otra parte, la

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5 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N°2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037

sociedad argentina desconoce esta otra parte -o descree, ya que ha sido educada en asumir la extinción “natural” de los indios- del proceso de consolidación del estado-nación como producto de políticas concretas de las elites del siglo XIX que pensaban en una sociedad argentina homogénea, producida por el estado sobre su territorio soberano.

NOTAS:

1 Para un análisis detallado sobre el M.A.R.O. (Mass Atrocity Response Operations; A Military Planning Handbookv) producido por el actual gobierno de EEUU ver el número especial de Genocide Studies and Prevention vol 6, 2011

2 Según los casos seguidos por Totten, Parsons y Hitchcock (2002), se suele avalar estas categorías para expresar la supresión física involuntaria, por ejemplo, la mortandad de indígenas por viruela en el contexto de la Conquista de America. Al mismo tiempo se utiliza etnocidio para procesos de asimila-ción forzada con la intención de “civilizar” o re-edu-car como suele caracterizarse el caso de las escuelas residenciales en Canadá.

3 Por ejemplo las compañías comerciales en tiempos coloniales que explotan determinados recursos (in-cluida la mano de obra) y que como consecuencia socavan la subsistencia de un determinado grupo so-cial

4 Quizás otra vía para negociar reconocimientos por parte del estado correspondía al haber prestado ser-vicios en las campañas.

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Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N° 2, 2do. semestre 2011,ISSN 1853-8037, URL: http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus

DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Genocidio como categoría analítica: Memoria social y marcos alternativos

Walter Delrio y

Ana Ramos*

*CONICET-IIPDyCa (UNRN). Correos electrónicos: [email protected], [email protected]

En los últimos años se ha venido produciendo un cambio significativo en el abordaje historiográfico sobre la relación entre pueblos originarios y políticas de estado en Argentina. Especialmente, esto es visible en relación a dos ejes: en primer lugar, la identificación de nuevas fuentes, temas, relaciones y procesos que complejizan la descripción hasta no hace mucho hegemónicamente homogénea; y, en segundo lugar, en cuanto al debate y aplicación de categorías de análisis que enmarcan al proceso de relación estado-pueblos originarios como crimen de lesa humanidad.

En este proceso, una primera conclusión es que ha sido subrayada la existencia de una verdadera política de estado hacia la población originaria, implementada en las últimas dos décadas del siglo XIX. Este énfasis representa un cambio de paradigma frente a los supuestos de inexistencia de dichas políticas y de la “extin-ción indígena” que habían sido impuestos por el discurso político contemporáneo sobre las campañas de sometimiento y continuados, en gran medida, a través de todo el siglo XX por parte del discurso historio-gráfico. Al mismo tiempo, estas nuevas direcciones en las investigaciones han llevado a nuevas preguntas en torno a la continuidad/transformación/cambio de las políticas estatales, sobre la agencia de los pueblos originarios en este proceso, y con respecto a las implicancias que la conceptualización sobre el sometimiento estatal puede tener en el establecimiento de víctimas y reparaciones cuando se refiere al mismo como crimen de lesa humanidad, violencia o masacre estatal, o genocidio.

Proponemos aquí abordar brevemente los dos ejes mencionados. En primer lugar, y en relación con la ampliación de temas y fuentes, introducir el caso de los niños apropiados en el contexto de las campañas de conquista de norpatagonia. En segundo lugar, en cuanto al debate teórico-conceptual sobre el proceso de sometimiento, pensar en la necesidad de tomar en serio otros marcos de interpretación en la discusión de las categorías de análisis, especialmente aquellos que han sido producidos desde trayectorias socioculturales subordinadas.

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1. Memoria de la persecución y memoria del reencuentro

Sabía llorar, después seguía conversando mi abuelita. Los habían llevado lejos, para dónde... porque mi abuela dice que escapó, cómo le llaman este lugar, sabía decir ella... Choele Choel. En Choele Choel sabía decir, de ahí dice que se escapó ella. (2004)

La apropiación de menores –dentro de lo que ha sido el disciplinamiento y la utilización de la población ori-ginaria como fuerza de trabajo- ha constituido a lo largo de más de un siglo un no-tema para la historiografía. Las descripciones sobre el desarrollo de misiones religiosas en el área a menudo simplificaron y redujeron los cam-pos de visibilidad sobre la distribución, deportación y apropiación de menores durante las campañas de con-quista y los años siguientes a las mismas. En el sentido común esto se expresa en el icono de Ceferino Namuncu-rá, hijo del “terrible cacique” convertido al “servicio de Dios” que ha venido a condensar todo lo que se debiera conocer de las políticas de expropiación, distribución y disciplinamiento de menores indígenas.

En el presente, existen trabajos -algunos de ellos aún en curso- que han dado cuenta de los mecanismos de traslado y distribución de menores durante las campa-ñas militares y años siguientes (Mases 2002, Lenton y Sosa 2009, Nagy y Papazián 2009, Escolar 2008). Estos vienen demostrando lo sistemático y extendido de este fenómeno de apropiación y borramiento de identidad que ha llegado a representar porcentajes muy altos en determinadas ciudades como por ejemplo, Carmen de Patagones (Delrio y Quintana mi). Más allá de reponer aquí los resultados de este tipo de línea de trabajo nos interesa enfocar en cómo esa experiencia aparece en la memoria colectiva.

Florentino Yanquetruz, de la meseta chubutense (Ar-gentina), contaba que en los años en que “fue la guerra esa” cuando los winka perseguían y “degollaban a los paisanos y las paisanas”, una de las estrategias había consistido en esconder a los niños para que no se los lle-varan:

y se enterraban, hacían una cueva para que no los vieran, andaban de a caballo parece los de ellos. Desde adonde vinieron no sé… era para quitarle los derechos, sacarlos del campo nomás, entonces para zafar de la muerte que hacían los grandotes esos, los… los asesinos éstos que andaban, di-cen que creaban así como una cueva y los metían adentro de la cueva, ahí no podían porque pasaban de largo, algún muchachito han podido salvar, pobre gente, cómo habrán sufrido…(2008)

Narrativas como éstas expresan un tipo particular y especial de memoria que conservó una generación para las siguientes. Se trata de una de las narrativas que sue-len ser denominadas como las “historias tristes”. Son aquellas que se sitúan temporalmente en los años poste-riores a los enfrentamientos con los ejércitos nacionales. En la memoria, el tiempo de las “expediciones militares” en los que tenían que huir por la cordillera, reagrupar-se, aliarse, organizar parlamentos y planificar estrategias comunes culmina con la “entrega” o el “sometimiento”. Es entonces cuando inician los “tiempos tristes” y el “su-frimiento de los abuelos” así como la dispersión de las familias y los desplazamientos en los que se originan los grupos actuales de pertenencia. Las historias tristes refieren al nuevo contexto, en el que los grupos indíge-nas dejan de tener control sobre su territorio, sobre sus familias y sobre sus destinos, es decir, historias de impo-tencia y sobre el qué hacer pese a ella. Las narraciones se cuentan desde el regreso de aquellos que sí pudieron hacerlo. Estas historias del regreso y la reestructuración tienen como telón de fondo el no evento de lo que no

puede ser nombrado: los niños perdidos, quienes nunca volvieron, o fallecieron.

Esta memoria, transmitida tanto por el discurso –o fragmentos de discursos—y por otras expresiones de si-lencio –como los sentimientos de tristeza expresados en el llanto de las abuelas-, es colectiva en tanto aún mantie-ne su capacidad para actualizar las huellas dejadas por los acontecimientos. Los testigos eran niños en los años del evento referido, y en sus relatos, o silencios, ellos aún se encontraban afectados por el acontecimiento -impre-sionados, lastimados, afligidos, hambreados o heridos. A través del relato, nuestros interlocutores –también ni-ños al momento de recibirlo—vuelven a ser testigos, en tanto también se encuentran bajo el efecto del aconteci-miento cuya impotencia, violencia y tristeza comunica el testimonio (Ricoeur 1999, p.83).

Los sentidos más significativos y los efectos más per-formativos de la transmisión de memorias sobre contex-tos post-violencia residen más en la construcción de los silencios que en el detalle de lo efectivamente expresado en discurso. La transmisión de memoria consiste tam-bién en el respeto de estos silencios significativos, es de-cir, en la decisión de volver a transmitirlos como tales. Sin embargo, en ocasiones, los silencios devienen imáge-nes discursivas y dan textura a uno de los “no eventos” (Trouillot 1995) de la historia oficial: los campos de con-centración indígenas en Patagonia.

Las experiencias del post-sometimiento son contadas generalmente a través del protagonismo de mujeres y niños, y a través de ciertas imágenes específicas: el arreo como si fueran animales, los años de encierro, las “pilas de muertos”, la apropiación de los niños y el hambre. Estas historias refieren a eventos ocurridos en lugares distantes entre sí como las provincias de Mendoza, La Pampa, Buenos Aires o distintas localidades de Río Ne-gro (Valcheta, Choele Choel, Chichinales).

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A medida que los grupos parentales iban siendo so-metidos por el ejército nacional, comenzaba la marcha hacia los sitios destinados a su concentración. En algu-nos casos la población originaria era obligada a cumplir un servicio para el ejército como baqueanos, guías o tro-pa. Cada fortín o fuerte solía funcionar de vigilancia de un grupo más o menos numeroso de sometidos. No obs-tante, estas detenciones temporales servían de paso ha-cia otras mayores que se fueron conformando en lugares frecuentemente inhóspitos. A este tipo de concentracio-nes fue destinada la mayor parte de la población ori-ginaria sometida o presentada. Algunos de estos sitios son recordados con los nombres actuales de los parajes. Otros también son mencionados en otro tipo de fuen-tes, como las memorias escritas de los misioneros sale-sianos, de los nuevos pobladores que se asentaron en la región o los partes militares. Aparecen episodios de con-centración de personas, por ejemplo en Fortín Castro, hacia febrero de 18841; Chichinales2 por lo menos desde 1885; y Valcheta3. Todos ellos ubicados en la actual pro-vincia de Río Negro. En cuanto al actual territorio de Neuquén, el padre Domingo Milanesio aseguraba que en la región cordillerana había 20.000 indios agrupados.4 Con respecto a Valcheta tanto la memoria social como la documentación de archivo permiten suponerlo como el centro más importante en cuanto al número de personas que fueron trasladadas allí. En algunos casos, el recuer-do sobre esta concentración remite a campos donde sim-plemente “los mataban a todos”.

La memoria se detiene en este evento particular de la concentración y la deportación, y los relatos que la ac-tualizan inscriben en los cuerpos de las mujeres y los ni-ños las experiencias compartidas de dolor. En distintos lugares de la Patagonia, donde estas historias han sido escuchadas, este evento del pasado suele ser nombrado con la expresión “nos arreaban como animales”. Gene-ralmente recorrían largas distancias, y gran parte del

recorrido era realizado de a pie. La tortura y al muerte están presentes en estas marchas.

Decía mi abuela que cuando lo llevaron el que se cansaba lo mataban ahí nomás y listo, aparte que lo llevaron a pata… a los muchachitos, lo mataron iba a al asador y el fuego, … Así era la guerra de antes, 13 años tenía ella cuando la llevaron, la madre y ella” (2004)

A: dicen que los mandan todo como animales ahí

C: claro. Y ahí dicen que los van racionando nomás, para que vayan y lleguen vivos hasta donde los van a terminar a todos, dicen que los rondaban... así...

A: los que no podían caminar dicen que les cortaban el co-gote nomás (2004)

Los destinos eran variados y con funciones también diferentes, como mencionamos antes, pero en todos los casos los grupos concentrados se encontraban encerra-dos y bajo vigilancia. Algunas historias describen estos lugares como sitios de espera desde los cuales niños y mujeres eran deportados, o morían de hambre o por falta de atención médica. Otras historias los describen como “cuarteles” en los que eran obligados a trabajos forzados. La transmisión de datos precisos sobre las ubi-caciones geográficas de estos lugares de concentración o sobre la duración del “cautiverio” nos permite compren-der la extensión de esta política estatal represiva. Locali-zados en Valcheta, Choe Choel, Chinchinales, Mendoza, Buenos Aires, el tiempo de permanencia oscila entre uno y hasta más de cinco años.

Claro, ahí es donde los llevaban, lo llevaban. Dice que veía gente, que enfermaban las mujeres, que tenían criatura, dice que le cortaban la cabeza, se iba nomás. Una galleta dice que le daban por semana, si comió alcanzaba un ca-chito y si no... te morías por ahí nomás... sabía llorar mi pobre abuelita y yo... después mi mamá me pasó a mí con mi abuelita y yo crié con mi abuelita...(2004)

Donde los tenían encerrados se morían de hambre… y ha-bía un cerrito, no sé qué, decía que ahí era donde ponían, los tiraban, los muertos…” (2006)

Quienes protagonizan estas historias, los testigos que pudieron transmitir las experiencias a sus familias, ge-neralmente fueron mujeres, pero sobre todo fueron ni-ños que quedaron huérfanos o no llegaron a conocer a sus padres:

Ella fue cautiva, la abuela mía era cautiva, era chiquita, y después cuando lo cautivaron vino a salir después cuando se acomodó todo lo... ahí, se vino a salir, disparó, salió, se vino para acá, e hizo familia. Solía llorar mi abuela. Y sí yo me acuerdo, de repente me acuerdo, porque ella contaba la abuela. Las tropas se la llevaban... la agarraron cuando hubo esa guerra, eso, ahí se cautivó, cuál era la madre ni conoció tampoco, cuando era señorita vino a salir, mejor vamos a salir, le dijeron de ahí, si estaban cautivados. La cautivaron antes la gente, igual que un animal, como que yo tengo una animal ahora, lo agarro y lo llevo así, esos son cautivos, que le dicen, no sabe qué es lo que pasa. (…) Esa fue cautivada con la guerra no sabía cuál era la mamá cuando la agarraron (1997)

En estos relatos y otros similares, el testigo protagonis-ta del evento es un niño. En los recuerdos citados arriba, son estas niñas y niños los que escapan de los campos de concentración y regresan en búsqueda de parientes. Estos relatos puntuales denuncian los eventos implíci-tos en ellos, es decir, el destino desconocido de los niños que, separados de sus padres o sin recuerdos sobre ellos, jamás pudieron regresar. Del mismo modo, la memoria resguarda las experiencias de aquellos niños que pudie-ron reconstruirlas tiempo después, pero en el contexto de esta posibilidad, se manifiestan aquellas otras expe-riencias que ya no podrían ser recontadas:

Mi abuela contaba que se escapó dice mi abuela dice, sabía contarme ella, cuando sacaban a los chicos, cuando sacaban a los chicos que se llevaban. Ella dice que se escapó porque

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la escondió la madre de ella debajo de ropa (…), era chiqui-ta, y así se había escapado. Cuando la querían llevar a ella. Se la querían llevar. Y ella dice que la madre de ella dice que se sentó y se quedó sentada ahí, no le sacaron a la rastra ni nada, y se quedó ahí nomás, y abajo dice que la puso a ella con la pilcha esa, con la pollera que se ponen, claro, lo llaman quipán o iquilla, también lo llaman iquilla a ése. Ella era chiquita, así dice que la había salvado su mamá. Y de los demás dice que lo llevaron, a todos… Pero no sé cómo… tiene nombre ese cuando sacaban los hijos, los chicos saca-ban todos, los llevaban los chicos todos” (2006)

Fragmentos de la historia como éstos pueden ser es-cuchados en distintos lugares de la Patagonia. Las abue-las y abuelos que relataron sus experiencias del pasado fueron los niños que vivieron las masacres, las marchas forzadas, los campos de concentración, el hambre, la separación de sus familias. Estos fragmentos de histo-ria, estructurados poéticamente en textos identificables como “el arreo”, “el cautiverio” y “el modo en que se salvaron”, no sólo describen explícitamente detalles de un no-evento en la historia nacional sino que, sobre todo, implicitan las trayectorias colectivas y personales de quienes nunca han podido reestructurar en sentidos culturalmente significativos las experiencias del pasado. Es decir, las historias de los niños que no “regresaron”.

2. Marcos de interpretación y formas históricas de entender una relación

“Muchos volvieron y muchos no” (anciano mapuche de Cañadón Grande, 2006)

La memoria social resguarda una historia política de relaciones, en la cual las trayectorias colectivas, familia-res y personales se entrecruzaron significativamente en un momento específico de la historia. No obstante, estas memorias no sólo reconstruyen eventos pasados, sino que también operan como marcos de interpretación en

el presente. Esta doble función es la de las narrativas mapuche y tehuelche sobre los años que siguieron des-pués del “sometimiento” o “la guerra”, y que suelen ser nombrados también como los “del regreso a casa”. La fuerza política de estos marcos de interpretación sobre el pasado reside en el carácter denunciante y en el énfasis reestructurador que la selección poética de imágenes y expresiones pone en primer plano.

Ciertos eventos y experiencias del pasado se objeti-varon en ngtram o narrativas históricas con carácter de verdad, y son estos géneros del arte verbal mapuche los que, en su función poética, actualizan los marcos de interpretación sobre la historia. De este modo, ciertos acontecimientos comunes del pasado se vuelven hitos históricos con cierta autonomía del pasado y del presen-te, y adquieren el potencial político que distintas genera-ciones le van inscribiendo (Wolin 1994). En este marco, las narrativas del regreso (como las historias del nahuel o tigre, los relatos sobre las vicisitudes del itinerario de retorno y otros5) ponen en primer plano la perspectiva de la reestructuración de las relaciones sociales y la con-formación de nuevos grupos de pertenencia en un con-texto en el que los niños ya no están con sus padres y las mujeres ya no están con sus familias, y a veces, tampoco con sus hijos.

Enmarcados en esta perspectiva de la reestructura-ción, ciertos acontecimientos se tiñen de sentidos cul-turalmente significativos. Los grupos de pertenencia actuales son el resultado de estos regresos así como las trayectorias familiares suelen iniciar con la soledad de un niño o una mujer (abuelos y abuelas de nuestros in-terlocutores) que estuvieron varios meses acampando y sobreviviendo hasta llegar a un poblado de parientes o de personas que con el tiempo devendrían familia.

Y ahí donde los largaron, era que se desparramaba la gente, porque la abuela tenía hermanas acá por Languineo, por

eso se vino campeando la familia, y los padres… si ella era jovencita…, y los padres quién sabe para dónde habrán ido… capaz han muerto… yo nunca me enteré los bisabue-los de nosotros a dónde fueron…(2006)

Otros relatos inician en los campos de concentración, cuando generalmente un niño, una niña o una mujer lo-gran sortear la vigilancia, en algunos casos haciéndose pasar por muertos. Es entonces cuando, en algunos rela-tos, se encuentran con el nahuel o el ñanco que los ayuda-rá en el viaje de retorno, o reciben conocimientos y sabe-res prácticos de los antepasados que viven en el mundo debajo de la tierra, o vuelven de estados de locura o de situaciones de hambre a través de rogativas (Ramos 2010 a y b). En todos los casos ellos retornan en búsqueda de parientes y de un lugar tranquilo donde vivir en un te-rritorio que, a partir de entonces, había pasado a manos privadas.

Entonces por eso mi abuela (tenía 13 años) disparó de allá de la guerra, se escapó… donde estaban todos los compa-ñeros encerrados, y ella se salvó, dejaron heridas pero sal-vó. Dice que como vio que se retiraban un poco los que andaban matando gente, dice que se rodó para allá para el lado de un zanjoncito hecho un canalcito y se metió ahí. Fue rodando, fue rodando… y después cuando… al rato apa-recieron de vuelta… Porque lo iban a matar, entonces dice que venían recorriendo encontrando otros muertos, como diez muertos ¿vio? Y esta calladita nomás, calladita, dice pero ese pasó al ladito de él y no lo vieron nada. Y cuando se fueron otra vez, vio que se alejaron… dice que se corrió para abajo. Y se vino para el pueblo de los otros parientes que tenía (2004)

El regreso es, entonces, la historia de los que “se salva-ron”, y de los que, como expresó Catalina Antilef, “vol-vieron y sabían conversar”. La memoria social de los con-textos de violencia, y específicamente sobre el destino de los niños y mujeres que murieron o fueron apropiados por las políticas estatales post-sometimiento, se entra-

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ma con las historias familiares de quienes retornaron y socializaron en contextos de pertenencia mapuche y te-huelche. Sin embargo, como anticipamos antes, son es-tas historias reiteradas en distintas familias, las que nos permiten reconstruir el no-evento de los discursos he-gemónicos y las prácticas invisibilizadas de exterminio.

Creemos que estos años en los que funcionaron los lu-gares de encierro (campos de concentración) y los poste-riores de dispersión y de búsqueda, es decir, de retorno, constituyen un periodo importante en la historia indíge-na. Las campañas militares finalizan oficialmente en el año 1885, a fines de 1890 se levantan recién los campos de concentración, y las personas irán llegando a los lu-gares en los que se localizarán “para vivir tranquilos” en el transcurso de la siguiente década. La memoria so-cial resguarda este periodo en particular como “histo-rias tristes”, un evento que no ha tenido imágenes en las narrativas oficiales, y como “historias del regreso”, una interpretación del pasado que subraya la agencia indí-gena en la reestructuración de un pueblo. Este modo de reconstruir la historia -destacando las prácticas socia-les motivadas por la liberación, el reencuentro de seres queridos, la conformación de nuevos grupos sociales, la recuperación de los conocimientos perdidos o la ayuda de los antepasados en la búsqueda de “la casa”- no deja de resaltar aquello que no está siendo dicho sobre este mismo proceso. Como venimos sosteniendo, la historia mapuche y tehuelche del regreso también se reconstruye en los silencios, los cuales, al igual que el discurso, son una creación política y cultural que toman lugar en un contexto particular (Dwyer 2009).

Los silencios, los fragmentos expresados y los énfasis poéticos del arte verbal se entraman en un marco com-plejo de interpretación sobre prácticas sociales del pa-sado pero también del presente. Muchos de nuestros interlocutores –hoy adultos y ancianos— actualizaron las luchas de sus padres y abuelos en nuevas narrativas

sobre sus propias experiencias de niños de la violencia y la represión estatal. Una mujer de Vuelta del Río recor-daba:

Ellos vinieron de allá, el campo acá, los corrían a los pai-sanos acá, llegó la gendarmería en el año 1939 por ahí, y empezó a llevar a gente de hasta de a pie los llevaba, los llevaba a toda la gente, a los paisanos a todos, a trabajar, lo llevaban a latigazos, una paliza, le metían leña ahí. Yo lo tengo como experiencia, yo tenía ya en el año 1940 tenía nueve, diez, nueve años tenía. (2006)

Margarita Burgos, hoy anciana, recuerda el desalojo de su familia y la violencia de los gendarmes de los que fue testigo en Cañadón Grande cuando era pequeña:

Los animales dicen que le quemaban, todo, decían. Le iban a quemar toda la casa, y así nos sacaron a nosotros. Ese a donde estábamos. Mataban a la gente ahí, como mataban a la gente, andaban con hijos y le sacaban a azotes a los hijos y los mandaban a trabajar lejos, y los mataban a azo-tes… Era mocosa yo, como voy a saber. Pero vi como mi padre con un gendarme peleó mi padre… Y lo llevaron… y a todas sus tropillas, le llevaron toda la tropilla, una matra, una bolsa había laboreado mi madre, y lo llevaron todo. Yo prendida al pantalón de mi padre, cómo lloraba yo. Prendi-do estaba yo. (2006)

Historia como éstas se repiten en el sur, en la meseta y en el noroeste de Chubut. El modo en que se hace sentido sobre experiencias recientes de represión actualiza mar-cos complejos de una historia de larga duración donde silencios, fragmentos y expresiones se conjugan en una misma historia política de relaciones con el poder. En otras palabras, las memorias del afecto, aquellas en las que las abuelas “sabían llorar” cuando recordaban, son actualizadas al narrar las experiencias de las siguientes generaciones. En este sentido, creemos que el no-evento de las políticas estatales post-sometimiento es, en la vida cotidiana de las personas mapuche y tehuelche, el hito

histórico en el que se organizan los marcos de interpre-tación, aun vigentes, sobre la historia, las relaciones de poder y la incorporación al estado nación. La historia de lo impensable (el arreo como animales, el encierro, las muertes y el hambre) se vuelve a denunciar en otros eventos más recientes.

Palabras finales: de la reparación y victimización al re-conocimiento de la agencia y programa político

Como categoría de uso -jurídica- genocidio implica la descripción de un tipo de proceso estatal de eliminación colectiva –no sólo física-, borramiento de identidad y ex-propiación, pero un proceso en el cual también se origi-na y asegura la negación de otros marcos de interpreta-ción. En este sentido, como categoría analítica debiera dar cuenta no sólo de cómo otros marcos se silenciaron sino también de cómo esos marcos pueden articularse para una comprensión más profunda –o al menos menos etnocéntrica- de estos procesos.

Si esto fuera posible, podríamos problematizar6 aspec-tos de una historia que no podíamos ver y preguntarnos por las dimensiones del proceso histórico que se ilumi-nan cuando “lo que ocurrió en el pasado” se reconstruye desde una perspectiva intercultural. Estos marcos de in-terpretación alternativos permiten tanto ver eventos en los no-eventos como ver agencia en la negación del otro.

Las memorias referidas brevemente en este trabajo no constituyen meramente la denuncia de un suceso aco-tado en el tiempo, sino que crean un marco, que si bien se inicia en ese contexto acotado de las campañas y la violencia de estado, crea conceptos, términos, sentidos de la historia, una forma de entender una relación his-tórica de subordinación y alterización que se extiende hasta el presente. Una continuidad de transmisión de las experiencias de niños a otros niños a través de marcos de interpretación que permiten comprender y volver a transmitir sus propias experiencias de violencia estatal.

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Sin perder el valor de denuncia –y de fuente para el re-lato historiográfico-7, estas memorias contadas desde la reestructuración nos sugieren otros desafíos. Ellas con-llevan la necesidad de repensar las categorías de análisis con las que construimos eventos del pasado. En primer lugar, para dar cuenta de la agencia indígena en el pro-ceso histórico; pero donde “agencia” incluye a los ante-pasados, a los no-humanos o prácticas como hacer roga-tivas, habitar temporalmente debajo de la tierra o recibir ayuda de un tigre para rencontrarse con los parientes. Segundo, para reconstruir también las dimensiones po-líticas que originaron una historia y las que se actualizan cuando ésta es recontada.

Un ngtram es una historia verdadera que narra –en pa-labras o silencios- los acontecimientos del pasado pero desde una perspectiva relacional (conversaciones de los antiguos). El ngtram implicita una conversación en la que las experiencias –vividas o heredadas- se vuelven transmisibles. Y es por esta relación que los marcos de interpretación de la memoria social interpelan política-mente a quienes reciben los relatos. El marco de inter-pretación es conocimiento sobre el pasado pero también es un programa político sobre el curso de la historia y la definición de agencia. En este sentido, complejiza tanto la noción de victima que propone la noción de genocidio al enfocar en la agencia de quienes han intervenido e in-tervienen en el curso de la historia, como también la de reparación, al proponer un programa político de acción frente a las relaciones establecidas.

En breve, esto no contradice la noción de genocidio como categoría de uso –más allá de las falencias que esta pueda tener o no en términos jurídicos-, en tanto lo que se subraya es precisamente la política estatal ca-racterizada por la masacre, la expropiación y diferentes medidas tendientes a imposibilitar la reproducción del grupo. Pero sí nos coloca ante la búsqueda de un con-cepto analítico –sea genocidio, masacre o violencia es-

tatal- que pueda establecer una relación compleja entre marcos alternativos de interpretación. Especialmente pensando que algunos de estos marcos –mucho antes que la convención de las Naciones Unidas- vienen cons-truyendo sentido sobre estas prácticas estatales a partir de la experiencia social. En éstos no se habla de víctimas sino de la agencia de los abuelos y de un legado que fun-damentalmente es una orientación para la acción, más que un reclamo de reparación en el que vuelvan a ser considerados como sujetos pasivos de la historia.

NOTAS:

1 Allí fueron concentradas “300 personas de las tribus de los caciques Andrés Pichaleo y Juan Sacamata” (Garofoli, José Datos Biográficos y Excursiones del P. Milanesio, p. 74; manuscrito, Archivo Salesiano Ins-pectoría Buenos Aires (ASIBA), indígenas 201.2).

2 El padre Pedro Giacomini refería la presencia de 20 familias del cacique Coñuel en Chichinales (Giacomi-ni, Pedro, Misiones de la Patagonia, p. 59). También se-ría el lugar de concentración de más de 1000 personas hacia 1886 cuando los salesianos Cagliero, Remotti y Panaro realizan una extendida visita a la gente de Ñancuche y Sayhueque, por entonces prisioneras del ejército en aquel punto (Garofoli, José, op. cit., p. 169; ASIBA, indígenas C. 201.4 doc. 60). Chichinales apa-rece en un relato registrado por Lehmann-Nitsche (1938) como el sitio de concentración de Sayhueque.

3 El caso de Valcheta es el más significativo tanto por el número de personas que habría implicado, como por su mención repetida en distintas narraciones ma-puche-tehuelche en el área patagónica, que refieren a dicho asentamiento como un lugar de concentración, tortura y muerte. De las distintas versiones se des-prende que por lo menos funcionó hasta mediados de la década de 1890.

4 Giacomini, Pedro, op. cit, p. 99.

5 Ver Ramos (2010 a y b)

6 Entendemos aquí problematización en términos de Foucault como la posibilidad de crear objetos de re-flexión vedados hasta entonces.

7 De hecho a partir de estos ngtram es que fue posible reorientar búsquedas en los archivos históricos para dar cuenta de la documentación existente en ellos so-bre los centros de concentración, modalidades y des-tinos de la distribución de indígenas y prácticas de disciplinamiento desde el momento de las campañas en adelante. Véase: Pérez 2009, Delrio 2005,y 2007 en-tre otros.

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DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

De montoneros a indios: Sarmiento y la producción del homo sacer argentino

Diego Escolar*

*CONICET - Centro Científico y Técnico Mendoza / Universidad Nacional de Cuyo. Correo electrónico: [email protected]

En recientes artículos de prensa en torno al 12 de octubre (hasta hace poco “Día de la Raza” y redefinido oficialmente ahora como “Día de la diversidad cultural”) el periodista argentino Mariano Grondona, el es-critor Martín Caparrós y el historiador Luis Alberto Romero, entre otros, se refirieron al genocidio indígena en Argentina como tropo del relato histórico kirchnerista y apelaron a una crítica de apariencia historio-gráfica para cuestionar su existencia. Aún a sabiendas del contexto militante en el cual se inscriben estos planteos, me interesa partir de algunos postulados reproducidos en ellos para analizar algunos aspectos fundacionales de la producción del genocidio indígena desde y más allá de la imaginación liberal. Concreta-mente, la vinculación histórica entre la categoría de “indio”, las prácticas genocidas y la violencia fundadora del estado.

Destacaremos un argumento típico y otro reciente del anti-indigenismo liberal presentes en estos panfle-tos. El primero, el uso anacrónico del concepto de genocidio para aplicarlo al sometimiento de los indígenas en la Argentina, en especial durante la “Campaña del Desierto” en el siglo XIX, dado que el término no existía en la época. El segundo, enunciado por Grondona, la criminalización de Julio Argentino Roca al con-trario de la indiferencia que habría merecido la figura de Sarmiento, quien (afortunada e inexplicablemente) habría pasado inadvertida para el revisionismo K.

En los tiempos de Roca desde luego no se utilizaba el término genocidio, acuñado por el jurista polaco Raphaël Lemkin a mediados del siglo XX para tipificar criminalmente el holocausto nazi. Pero esta crítica epistemológica de anacronismo conceptual es endeble precisamente en términos epistemológicos. El pro-pio ejercicio de la historiografía puede concebirse en la práctica como una inevitable tensión (toda vez que, en nuestra ontología, el pasado no existe en el presente sino a través de mediaciones discursivas) entre la aproximación a una imposible identidad con el espíritu de época y la proyección de modelos de pensamien-to, perspectivas, categorías y deseos total o parcialmente presentes (genocidio, elites letradas, burocracia, emancipación, estado…). Más llamativa es, sin embargo, la crítica del único historiador profesional que in-

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terviene en esta campaña de prensa, Luis Alberto Rome-ro. Cuestionando también la extemporaneidad del uso del concepto de “genocidio” para la Campaña del De-sierto, despliega crasos errores históricos cuando no evi-dentes anacronismos al contrastar a Roca con los aztecas (“al menos Roca no realizaba sacrificios humanos”), al hablar de “imperios aborígenes” en la Patagonia y al ca-lificar al estado argentino durante el gobierno kirchne-rista como “totalitarismo” estalinista, básicamente por la intención de sus partidarios de colocar un monumen-to del fallecido ex presidente.

Como propone Rancière la “provocación negacio-nista” no se sostiene generalmente mediante pruebas, sino que sus argumentos parecen adquirir más fuerza de convicción cuánto más inconsistentes resultan en los hechos, como lo demuestra la acumulación de interven-ciones periodísticas contrarias a las demandas indígenas (Hanglin, Grondona, Caparrós) que repiten argumentos calcados de la épica militar argentina, impermeables a la crítica historiográfica seria. Ya sea invocando perga-minos como Grondona o, como Caparrós, autoridicu-lizándose, la propaganda antiindígena interpela a una suerte de “Doña Rosa” liberal que no se preocupa por argumentos históricos sino que eventualmente se iden-tifica con los supuestos racistas, la épica del inmigrante, el tono iconoclasta y, en Caparrós y Hanglin, la ética de “sacarse la culpa” celebrada por el inconfundible folklo-re lacaniano porteño.

No es lo más difícil, efectivamente, determinar ni pro-bar que ocurrió un genocidio, o varios, sobre pueblos indígenas de la Argentina atendiendo a las caracterís-ticas tipológicas asociadas al término. Investigaciones serias pueden resistir exitosamente el embate de los negacionistas, sea que consideremos al genocidio como un concepto jurídico, una aberración moral y política o la descripción de un evento histórico efectivamente su-cedido. Los problemas comienzan más bien cuando se

pretende utilizar el concepto como una categoría gene-ral explicativa de los procesos históricos, o cuando se lo instituye como principal emblema de identificación de un colectivo social movilizado, aspectos que pasaremos a desarrollar en breve.

La segunda crítica de Grondona sobre la excesiva cri-minalización de Roca y aparente rehabilitación de Sar-miento es, sin embargo, parcialmente correcta. Roca ha sido mistificado como símbolo de un genocidio indíge-na argentino cuyos orígenes, ideólogos, ejecutores, pro-yección histórica y profundidad social trascienden con mucho su papel. Sarmiento ha recibido críticas en este sentido, pero no han cuajado en nada comparable a la monumentalización de Roca como genocida. Esto de-riva en gran medida, sostengo, del modo en que tradi-cionalmente la Campaña del Desierto ha sido instituida como el evento mítico del “fin de los indios” y el mismo Roca como héroe fundador de territorio, raza y destino colectivo de la Argentina. Como todo mito en sentido antropológico, el de Roca y la “Campaña del Desierto” constituyen sin embargo matrices de representación y pensamiento colectivos que pueden ser y han sido rea-propiados. Tal cual la liturgia nacional argentina repro-dujo el mito de Roca, tanto los indígenas o sus simpa-tizantes como la izquierda en general lo ha reinvestido de significado para reivindicar demandas indígenas, ar-ticular un sentido de experiencia histórica colectivo o cuestionar relaciones de dominación y el orden político.

Pero me parece importante retomar la figura de Sar-miento para analizar la relación histórica entre la cate-gorización indígena y la institución de un orden estatal que en su fundación soberana excluye un sector de su población del cuerpo político.

Habitualmente el estudio del genocidio indígena co-locó el acento en la reconstrucción del padecimiento de las víctimas y la responsabilidad política, criminal y mo-ral de los victimarios. Este esfuerzo tendió a fortalecer la

noción de dos sociedades históricamente separadas, con lógicas diferentes, una de las cuales, la “sociedad crio-lla” o “los blancos” termina haciendo de la otra el obje-to de un conjunto de acciones genocidas planificadas y desarrolladas por su estado, el Estado argentino. Estos usos del concepto, más que erróneos son parcialmente simplificadores de la experiencia histórica indígena (y criolla), simplificación tal vez inevitable para represen-tar ciertos procesos, pero que dificulta la comprensión de algunos puntos clave de la institución de la relación “indios”=genocidio.

Retomaré un caso que trabajé más extensamente en un estudio previo (Escolar 2007) el cual no es incorporado generalmente en la saga negativa del genocidio indígena pero que considero fundamental para su comprensión si se lo pretende colocar, como viene proponiendo la crítica antropológica local (véase la síntesis periodística sobre la problemática del genocidio indígena en Argentina de Diana Lenton)1 en relación a la constitución del Estado.

En 1862 luego de la derrota del ejército federal por las tropas de Buenos Aires en la Batalla de Pavón, Domingo Faustino Sarmiento fue enviado por Mitre para dirigir la intervención y represión contra los federales en las pro-vincias de Cuyo, La Rioja y Córdoba. Después de una masiva insurrección federal sofocada cruentamente por Sarmiento, su prestigioso líder el Chacho Peñaloza es asesinado a “lanza seca”, inerme y rendido, por la parti-da militar enviada a capturarlo. Su cabeza es enarbolada en lo alto de una pica, exhibida junto con sus miembros descuartizados. Dijo Sarmiento a propósito del hecho:

Yo, inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados, aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a ese inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían con-vencido en meses de su muerte” (Sarmiento y Mitre 1911, p. 230).

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El asesinato del Chacho no fue un caso aislado sino la (provisoria) culminación de un ciclo de represión que desató el ejército de Buenos Aires para someter la resis-tencia federal en las provincias. Las víctimas fueron los pobladores de la campaña semiárida o “travesía” cuya-na, los Llanos riojanos, sur de Córdoba, etc. a menudo calificados como “gauchos”. Este ritual de sacrificio te-rrorista, como muchas otras prácticas que toleró o pro-movió entre sus tropas (fusilamientos masivos, torturas, asesinatos y esclavización de civiles inocentes, incendio de pueblos) fueron denunciados por contemporáneos como José Hernández, Juan Bautista Alberdi y el propio Bartolomé Mitre como un crimen análogo a los que el propio Sarmiento inscribió dentro del sórdido decálogo de la “barbarie” federal como símbolos elocuentes de la negación de la civilización, la sociedad y, básicamente, lo político.

A partir de estos hechos y debido a la repercusión que tuvieron en la política nacional Sarmiento escribió un li-bro destinado básicamente a justificar su papel en la eje-cución del Chacho y la represión de las montoneras. El Chacho último Caudillo de la Montonera de los Llanos (1947[1866]) es uno de los textos más importantes del au-tor para conocer su pensamiento político. Una especie de secuela del Facundo, pero en donde su voz no se si-túa como en éste extemporánea, desapegada del escena-rio de la acción narrativa, sino que se coloca a sí mismo como personaje cargado de responsabilidad y participe de los hechos. Es asimismo un tratado sobre el gobierno y la legitimidad de la administración de la violencia sin reglas en la producción de la soberanía del estado.

El libro vincula dos argumentos: primero, la imposi-bilidad de una incorporación política de las poblaciones campesinas de la campaña de las provincias interiores (y gran parte de su plebe urbana) en la ciudadanía. Se-gundo, el carácter esencialmente indígena de dichas po-blaciones.

La masiva insurrección montonera será vista como ex-presión bélica de una “resistencia cultural” indígena, un “movimiento indígena campesino” (Sarmiento 1947, p. 90) explicado a su vez por el resentimiento hacia la po-blación blanca y culta de una masa rural que obedece a un ancestral odio indígena, originado en las injusticias, masacres y expropiaciones sufridas desde la coloniza-ción española. Un pasado de despojo en el cual las po-blaciones “…fueron desalojadas por los conquistadores para hacer de las tierras de labor estancias (…) (p. 91). Esta indigenización histórica, geográfica y cultural de las montoneras y sus caudillos contrasta en forma no-table con la canónica construcción del “gaucho” como sujeto popular en Facundo.2

Por otro lado, la caracterización indígena no explica sólo los motivos de la rebelión sino la imposibilidad de un comportamiento propiamente político (incluso en el marco de una guerra) para el procesamiento de los an-tagonismos. Para legitimar el asesinato y mutilación del Chacho por las fuerzas nacionales, Sarmiento había re-clamado que las órdenes del presidente Mitre considera-ban a la montonera como “salteadores” y no como ene-migos políticos.3 Tal caracterización sólo cabría en tanto sus demandas asumieran una forma legítima y sus líde-res se hubieren organizado con un programa o demanda inteligible. Escribiendo en la prensa local, Sarmiento jus-tificaba la guerra afirmando que “no es un sistema po-lítico lo que estos bárbaros amenazan destruir. Es todo orden social, es la propiedad tan penosamente adquiri-da” (1947, p. 137); las montoneras son “negaciones de la sociedad misma (p. 235)”. Esto, a pesar de haber ad-mitido que “de los prisioneros tomados, solo quince en más de ciento no tuvieron quién solicitase su libertad y los acreditase honrados, lo que probaba que eran todos gente conocida y de buena familia” (p. 81).

El carácter primordialmente indígena de las montone-ras y sus bases opera en El Chacho… como argumento

explícito de la necesidad de exclusión de parte de lo que potencialmente puede ser considerado el “pueblo” de la comunidad política.

Sarmiento plantea que los montoneros no sólo están fuera de la ley ordinaria sino también del Derecho de Gentes, antecedente jurídico del concepto de derechos humanos (1947, p. 218). La discusión desarrollada en El Chacho... sobre las facultades oficiales de represión se inscribió en una agenda nacional –incluyendo la propia coalición liberal gobernante—, marcada por los debates sobre los límites a la incorporación de la disidencia po-lítica en un estado republicano. En un famoso discurso en el Senado sobre el estado de sitio—con motivo de una nueva intervención de San Juan en 1869, durante la presidencia de Sarmiento—el mismo Mitre, ahora en la oposición, acusó a Sarmiento de haber asimilado las prácticas de los caudillos y violar los derechos humanos al ajusticiar al Chacho por delitos políticos, a pesar de sus ideales liberales:

El Congreso Constituyente de 1853 prohibió las ejecuciones a lanza y cuchillo (…) También existe en nuestra Constitu-ción, como una garantía de derecho humano [énfasis propio] y un bálsamo derramado sobre antiguas y dolorosas heridas esta otra prohibición: no se matará por delitos políticos [desta-cado en el original] (Mitre 1869, pp. 7-8) (…) [Un mandata-rio] podía matar a sus enemigos políticos con sólo calificar-los de bandidos o bandoleros (1969, p. 44).

En ocasión de la famosa polémica desatada en torno a la publicación de Campaña en el Ejército Grande (Sarmien-to 1962 [1852]), Juan Bautista Alberdi había acusado a también a Sarmiento de impulsar “La guerra militar y de exterminio contra el modo de ser de nuestras poblacio-nes pastoras y sus representantes naturales (1945, pp.10-11).”

La represión de las montoneras podría encuadrarse en la figura de genocidio en muchos aspectos análogo a las

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prácticas de la guerra contra los pueblos indígenas. Los asesinatos, torturas, reparto de personas y confinamien-to de población civil; la destrucción de las bases mate-riales de su existencia; la producción de una excepción basada en reales o supuestas características culturales y biológicas; sobre todo, la justificación de su sometimien-to a un orden soberano estatal mediante la simultánea exclusión del orden jurídico y político de ese mismo es-tado constitucional.

Por ello, si bien considero técnica y moralmente co-rrecta catalogarla de genocidio, no creo que resulte del todo adecuada la concepción de la Campaña del Desier-to como el “genocidio constitutivo” del Estado argen-tino, toda vez que sería difícil establecer, primero cuál genocidio sería más propiamente constitutivo; y luego, exigiría una justificación mayor de qué significaría el concepto “constitutivo”. En términos históricos la ma-tanza y exclusión soberana (reducción a meros cuerpos que cualquiera puede matar sin violar la ley, descono-ciendo la norma constitucional vigente) de los campesi-nos del interior y los restos del partido federal moviliza-do entre 1962 y 1963 tras la batalla de Pavón, a partir del cual el estado de Buenos Aires conquista las provincias del interior y su ejército de convierte en el de la Nación, parece corresponder mejor a la noción de un genocidio “constitutivo” del estado argentino, si por ello entende-mos la producción original de un orden político sobera-no mediante un acto de violencia fundadora. Los grupos indígenas libres del área pampeana y patagónica son conquistados con posterioridad a la secuela de conflic-tos más cruentos suscitados por la imposición de la regla estatal nacional en las provincias, y participaron en las campañas muchos ex montoneros y algunos jefes fede-rales, la guerra (con genocidio incorporado) de conquis-ta militar consolidó en todo caso el dominio y expandió el territorio de un estado ya constituido.

Pero en la tradición filosófico-política occidental “po-der constitutivo” hace referencia básicamente a un con-cepto distinto de soberanía: la capacidad del soberano (el Rey, los convencionales, el pueblo) de suspender la propia legalidad del estado, no para consolidar un po-der omnímodo para la destrucción del pueblo sino para fundar un nuevo orden político y jurídico legítimo, una nueva constitución. En la tradición democrática, espe-cialmente la antiliberal, tal noción supone la posibili-dad de trascendencia de las limitaciones formales y sis-témicas a la democracia y fundar un nuevo orden sin condicionamientos impuestos por el anterior. Es esta la concepción que desde Lawson, Locke, Madison y Sieyès hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin alimentó nociones como poder constituyente, violencia fundadora, poder fundador o dictadura soberana (Kalyvas 2008; Benjamin 1991, Schmitt 2005). La relación de este poder sobera-no y el estado de excepción con la posibilidad cierta y constitutiva del genocidio, es desarrollada en las últimas décadas por Giorgio Agamben (1998, 2005) vinculando básicamente una inspiración crítica en Carl Schmitt con el concepto de biopolítica tal cual lo desarrolla Michael Foucault. Para él, el estado de excepción (en cierto modo como para Benjamin el “estado de emergencia perma-nente”) es el nomos de todo estado moderno, siempre produce un tipo de homo sacer, grupos de personas que se transforman en mera vida desnuda, que quedan exclui-das del orden legal y político del mismo estado que las contiene y pueden ser asesinadas por cualquiera, y que pueden coincidir con una parte o toda su población. Es decir, la soberanía siempre implica en esta línea la posibi-lidad de que la tendencia al control de toda la esfera de la vida humana por parte del estado moderno sumada a la capacidad de suspender su propia legalidad sin violar la ley, se traduzca en el poder indiscriminado de matar sin por ello romper sus propios fundamentos legales.

Si analizamos el discurso y prácticas de Sarmiento con relación a las montoneras del Chacho es clara la relación que puede establecerse con el de Roca y otros promoto-res con relación a la Campaña del Desierto en cuanto al modo en que se argumenta la necesidad y posibilidad de eliminar a los indígenas o someterlos sin considerar para ellos las normas de derecho que la misma constitución sanciona, en la medida en que se trata de población que habita lo que se asume como territorio nacional (más allá de que se argumente un origen “chileno”). Pero deseo destacar que precisamente la línea que recorre ambos momentos genocidas para ser considerados legítimos, incluso legales, en el caso de Sarmiento con las montone-ras y de Roca con los pueblos indígenas de la Patagonia, es la categorización indígena de los grupos exceptuados. Este es el argumento final que permite justificar ambas conquistas del interior del territorio y el espacio social estatal.

Solemos no cuestionar la calificación indígena de las poblaciones autóctonas de la Patagonia hacia finales del siglo XIX. Pero siempre fue visto como problemático o imposible calificar de indígenas a los “gauchos” o “crio-llos” de las provincias de antigua ocupación colonial en el centro y norte de la Argentina. La decisiva indigeni-zación de las montoneras por parte de Sarmiento (en el momento fundador de un poder soberano estatal) nos dice que no se trata sólo de que el estado argentino o los detentores prácticos de su soberanía cometieron geno-cidio con los indígenas, sino que también la indigeniza-ción o reconocimiento de la indianidad de la población fue un argumento para cometer y legitimar genocidios, o “colonización interior” en el marco de un estado re-publicano. No se trata solamente, entonces, de que los indígenas sean o hayan sido blanco de genocidio por parte del estado, sino que lo indígena fue constituido históricamente, también, como un tropo corporizado de

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soberanía en el sentido negativo de excepción y poder de muerte sobre los cuerpos del propio estado moder-no. La capacidad de expansión y contracción de los co-lectivos identificados como indígenas, o mejor dicho, la variable abarcabilidad de tal clasificación entonces, no sólo estuvo asociada en el pasado como en la actuali-dad a demandas emancipatorias, de derechos restituti-vos y reconocimiento, sino también, históricamente, a la producción de una excepción y exclusión del orden de lo político y las garantías constitucionales, de un homo sacer argentino (papel en el cual Sarmiento fue uno de los principales agentes). Tal vez por eso también la “in-visibilización” y ubicuidad de la identidad indígena fue también una estrategia de supervivencia para aquellos grupos o sectores capaces de ser señalados como tales, y no sólo el resultado de una ideología étnico-nacional de homoegenización promovida por las elites o de políticas asimilacionistas (Escolar 2007, 2011 en prensa).

En este sentido, más allá de la justicia de las demandas por genocidio de los pueblos indígenas en Argentina y de la necesidad de refutar las campañas negacionistas, consolidar al genocidio como principal mito de refun-dación de identidades y pueblos indígenas actuales, o como principal demanda y símbolo de los indígenas como colectivo social movilizado entraña también el pe-ligro de reproducir o rehabilitar su locus de excepción como respuesta estatal potencial. Pregunto si esta edifi-cación de una subjetividad contenciosa a través de la fi-jación nítida de lo indígena anclada en la experiencia del genocidio como marcador universal (lo que finalmente conceptualizaré con el horrible neologismo “genocidi-ficación”), cuidadosamente evitada durante largos pe-

ríodos por las bases sociales capaces de ser interpeladas como indígenas, puede reproducir la noción de su ge-nocidio como matriz de la historia capaz de proyectarse teleológicamente hacia el presente y futuro, indepen-dientemente de las intenciones políticas o morales que se quieran instituir en el debate.

NOTAS:1 “El Estado se construyó sobre un genocidio”. Página

12, 10 de octubre de 2011.2 No sólo en aquel libro los pobladores de las campa-

ñas o “llanuras” interiores son descriptos como es-pañoles degenerados, pero radicalmente diferentes de los indígenas (en este caso pampeanos y patagóni-cos), sino que algunas tradiciones culturales gauchas descriptas en aquel son modificadas en El Chacho… para mostrarlas como indígenas. En Facundo, Sar-miento afirmaba por ejemplo que “En las llanuras ar-gentinas no existe la tribu nómade; el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le pertenece” (Sarmiento 1963: 69). Sin embargo, para explicar que “El Chacho no usó de la coerción que casi siempre los gobiernos cultos necesitan para llamar a los pueblos a la guerra” dirá que utilizó for-mas de lealtad que define como “la organización pri-mitiva de la tribu nómade” (1963, p. 82).

3 Sarmiento invoca las órdenes secretas del presidente Mitre “quiero hacer en La Rioja una guerra de policía (...) declarando ladrones a los montoneros, sin hacer-les el honor de considerarlos como partidarios políti-cos ni elevar sus depredaciones al rango de reacción (Sarmiento 1947, p. 143).

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DEBATEGenocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

1879 – 1979:Genocidio indígena, historiografía y dictadura

*Centro Nacional Patagónico, CONICET; Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, UNPSJB. Correo electrónico: [email protected]

A la luz de las intervenciones repetidas en la prensa de los últimos días, se me ocurre que se detectan al menos dos debates dentro del debate sobre “genocidio indígena”. Se trata de identificarlos con la mayor nitidez, a los fines de deslindar derivas y motivaciones que no son inherentes a la discusión propiamente histórica, aunque sí a las formas actuales de valoración del pasado, como ser los posicionamientos respecto del gobierno nacional y los relatos que se movilizan por parte de oficialistas y opositores. Para caracterizar el campo es imprescindible historiar las discusiones, seguir su articulación en el tiempo e indagar en qué con-textos se realzan o adquieren relevancia pública. Básicamente, por delante de la adecuación de la categoría “genocidio” a determinados procesos y acontecimientos, hay un conflicto primario relativo a la verificación o no de crímenes masivos durante el proceso de formación del Estado nacional y el capitalismo, los niveles de legitimidad, justificación y tolerancia hacia el pasado traumático, su condición inexorable o necesaria y, recién entonces, el uso emblemático de los olvidos, las memorias y las representaciones para intervenir ideológicamente en los conflictos presentes. Con excepciones filosóficas en un debate empobrecido por pro-pagandistas, el uso o el rechazo de la categoría “genocidio” es subsidiario de la valoración y gravedad que se atribuyen a hechos mayormente constatados, incluso a desgano. Por ello la discusión es otra: ¿hubo o no crímenes masivos y exterminio de poblaciones en el proceso expansivo del Estado argentino?

La metodología historiográfica es eficaz para distinguir los niveles del debate, caracterizar el juego de fuerzas y los conflictos que lo delimitan. Vale decir, historiar las circunstancias y el recorrido que configuran la discusión. (Cuando digo “historiografía” el ejercicio incluye la “antropología”). Desde el exilio en México, David Viñas (1982) dio productividad a sus fuentes al preguntarse si “los indios fueron los desaparecidos de 1879”, trazando un paralelo con la dictadura, perspectiva que fue cuestionada por la simpleza de la compa-ración (Mases 2002, p.15).

Julio Esteban Vezub*

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Pero Viñas sabía con quiénes se enfrentaba: las fuer-zas armadas pensaron las prácticas que acompañaron la expansión socio—territorial del siglo XIX como el hito fundacional del mismo devenir que ellas clausuraban a fines del XX. Antes del golpe de 1976, la publicación Política seguida con el aborigen, a cargo de la Dirección de Estudios Históricos del Comando en Jefe del Ejérci-to (1974), describía las tácticas de “combate irregular” indígena sistematizando en realidad otra cosa, acumu-lando enseñanzas para la “guerra sucia” contra las orga-nizaciones revolucionarias. Fue la celebración del cente-nario de la ocupación de la línea del río Negro en 1979, sintetizada como “Campaña del Desierto”, la que puso en serie los dos acontecimientos represivos como parte de un mismo proceso de (re)organización nacional. El “Plan Cultural” de la junta militar le dio rol estratégi-co al “Congreso Nacional de Historia sobre la Conquis-ta del Desierto”, realizado en General Roca ese mismo año, igual que a los partes de campaña, memorias e his-torias laudatorias que se editaban a través de Eudeba, sello que estaba intervenido como toda la universidad (Invernizzi 2005). Estas operaciones son conocidas, aun-que no se ha reflexionado lo suficiente sobre su efecto en la homologación de experiencias traumáticas diferentes y temporalmente distantes. Las imágenes especulares entre 1879 y 1979 todavía pautan una porción importan-te de las interpretaciones sobre las masacres del último cuarto del siglo XIX.

Con el advenimiento de la democracia perduró una visión resignada y al mismo tiempo superflua sobre el crisol de razas, principalmente desde la historia social argentina, conforme a la cual las campañas militares ha-brían resuelto la “cuestión indígena” a favor del tras-plante y la homogeneización de población, acelerando la extinción. Aunque las especializaciones no fueron rígidas en la división de planteamientos, la antropo-logía sociocultural fue contradiciendo dicho corolario

histórico, seguramente por la mayor interlocución con los protagonistas del activismo étnico que se fortaleció a partir de los noventa. Probablemente, la vitalidad de la militancia indígena e indigenista explique algo del re-vanchismo clasista y la urgencia del tema para la mayo-ría de los que niegan el genocidio desde La Nación.

Parte de la dificultad para ahondar los contenidos tie-ne que ver con que el debate se desarrolla principalmen-te según las reglas de la prensa. Incluso cuando las voces académicas asumen la responsabilidad de manifestarse lo hacen con las constricciones del género, pensando más en los efectos políticos y sus posibles lecturas que en la teoría y los estudios de caso que sostienen cada argu-mento. La negación del genocidio y la valoración posi-tiva del orden conservador, incluidas sus consecuencias para los indígenas, tuvieron base en corporaciones como la Academia Argentina de la Historia, mayoritariamente al margen de las universidades y los organismos estata-les de ciencia y técnica. En 2004 Juan José Cresto insta-laba la polémica, en su doble condición de director de esa asociación y del Museo Histórico Nacional, del que sería reemplazado a poco de sus dichos. Cresto cargaba contra “el mito del genocidio” que “oculta reivindicacio-nes territoriales”, volviendo sobre el impresionismo de malones y cautivas laceradas en las plantas de los pies. Utilizando el correo de lectores de La Nación, Pedro Na-varro Floria lo refutó expeditivamente, discutiendo las afirmaciones más endebles sobre la carencia de docu-mentación probatoria y aquellas según las cuales la “[…] pampa agreste estaba totalmente desierta, con algunos bolsones de pobladores aislados”.

También desde la prensa José Emilio Burucúa sostuvo criterios que considera técnicos, partiendo de la defini-ción de genocidio de Lemkin, recogida por las Nacio-nes Unidas en 1948. Según Burucúa la definición es muy precisa, aunque a continuación la ensancha para incluir casos que no quedan contenidos dentro de la definición

original, como “[…] la dimensión política para compren-der también el genocidio camboyano”. Para Burucúa el rasgo que define jurídicamente a la dictadura de 1976 como genocidio es “lo que se hizo con los niños, la sus-tracción de bebés”, requisito que no alcanzaría para ca-racterizar así “el caso de Roca”, donde la clave es com-probar la intencionalidad explícita del exterminio, su condición “actuada y planificada”:

…está circulando una frase que se le atribuye, que habla del exterminio de un pueblo una cultura, una raza. Pero es apócrifa. No hay un investigador que diga que se pronun-ció. Roca va al Congreso y habla de sus intenciones, habla de llevar la civilización a los indígenas, pero no parece que fuera una matanza programada para hacer desaparecer un pueblo. Es muy discutible que sea un genocidio (Moledo y Jawtuschenko 2009).

En la línea de Hobsbawm cuando se pronunció sobre el juicio “Irving contra Lipstadt”1, Burucúa considera que para definirlo como tal se debería corroborar que el genocidio se ejecutó siguiendo órdenes documentadas, limitando el valor de los discursos de Roca como prue-ba, aunque éstos hablen de “operaciones militares” y el mandato de liberar “[…] totalmente esos vastos y fértiles territorios de sus enemigos tradicionales, que desde la conquista fueron un dique al desenvolvimiento de nues-tra riqueza pastoril”2. Más adelante volveré sobre cuán sistemáticas y planificadas fueron las órdenes de Esta-do de 1880. Pero el positivismo del registro está en la base de su desconcierto, ante la dificultad de narrar una masacre y encontrarle las causas. Si las pruebas son una cuestión jurídica que excede la labor del historiador, será fructífero pensar la trama histórica que hizo posible cada matanza, independientemente del rótulo que se le pon-ga o las fuentes que respalden que había sido ordenada.

Un trabajo anticipaba a fines de la década de 1990 el problema de la voluntad política, aunque la discusión

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no se orientaba todavía en términos de “genocidio”. Se trata de la investigación de Mónica Quijada, quien a pro-pósito de las condiciones de la “conversión de los indios en ciudadanos”, cuestionaba la “percepción generaliza-da” sobre el “exterminio de los nativos” y su “práctica desaparición física”, ubicando en el último cuarto del siglo XIX

…la existencia de una política de concesión de tierras y la puesta en marcha de una serie de iniciativas destinadas a la integración de un colectivo que, lejos de haber desapa-recido como saldo de la campaña militar, fue el objeto de preocupaciones oficiales y oficiosas destinadas a definir el lugar que los aborígenes vencidos debían ocupar en la na-cionalidad que se estaba construyendo (1999, p. 676-677).

Algo que nadie discutió en esa época según Quijada, fue la necesidad de la desaparición de “[…] aquellos grupos humanos que no compartían las supuestas pre-misas de la ‘vida civilizada’”. Se pregunta “[…] cuáles eran los mecanismos y los límites que daban contenido específico a esa exclusión”, respondiéndose que la acele-ración de la extinción física no parece haber sido la idea favorecida en comparación con las perspectivas de asi-milación (1999, p.688-689). Estos matices se expresaron en funcionarios como Álvaro Barros, primer gobernador de la Patagonia. A diferencia de Quijada, entiendo que se debe indagar el modo en que las expectativas gradua-listas incluyeron determinaciones biopolíticas, por más que la sobrevivencia de la mayoría de los indígenas sea el resultado que se constata. Tanto la tendencia a la ani-quilación como la transformación cultural convivieron en el pensamiento y las prácticas del staff de Roca. La frase en el parlamento, “…no cruza un solo indio por las extensas pampas”, significa ambas cosas.

Aparece aquí uno de los primeros corolarios de esta síntesis historiográfica: las masacres se deberían estudiar descentrándolas de Roca e incluso de sus lugartenientes.

Quizás el aporte imprevisto de Mariano Grondona, que abre la seguidilla de artículos en la prensa de octubre de 2011, sea recordar que además de Roca se debe discutir a Sarmiento para comprender la violencia republicana. Pero no lo digo en pos de un revisionismo redivivo sino para focalizar el análisis más allá de las élites, en las rela-ciones entre éstas y las bases sociales que materializaron las masacres, y donde se materializaron las masacres. Para banalizarlas, Grondona se respalda en la autoridad de estudioso de Luis Alberto Romero y en la ficción de Félix Luna, quien sólo le dedica a las campañas 13 pági-nas de un total de 490, impostando la voz de un Roca que “recuerda” su conducción de las operaciones de traslado de la frontera al río Negro como “[…] una alegre cabal-gata de buenos camaradas bajo el tibio sol otoñal de la Patagonia”, experiencia que según este “Roca anciano” nada tendría de épica, porque el esfuerzo bélico ya es-taba hecho de las décadas anteriores (Luna 1991, p.146). Hay tensión entre esta empatía imaginada y los números de muertos y prisioneros que consigna Luna, basándose en las memorias del ministerio de Guerra y Marina. Pero este y otros datos sintomáticos no le impiden a Gron-dona “desenmascarar esta falacia” del genocidio para aniquilar a los “pueblos originarios”. Grondona insiste con los tópicos desvencijados del “flagelo del malón” y los mapuches “invasores”, “araucanos que provenían de Chile”, ignorando más de veinte años de cambio de pa-radigma histórico y antropológico, además de un dato muy elemental, que la historia que se discute es también la de regiones como el Chaco, donde mapuches y tehuel-ches tuvieron escasa ingerencia, salvo su movilización como tropa represiva a partir de la segunda mitad de la década de 1880.

Si la ligereza metodológica es un desliz a concederle a Grondona, se puede exigir más de Romero, a quien no se le conocen investigaciones particularizadas sobre estos temas pero es idóneo en los procederes del “oficio del

historiador” que reclama. De hecho evita cualquier con-sideración sobre mapuches extranjeros o malones devas-tadores. En su intervención del 5 de octubre se muestra con todo vigor cómo la historia sociopolítica argentina margina las relaciones y los conflictos con los indígenas de la parte principal del relato liberal-republicano. Pero el fantasma que acosa a Romero es el de un Kirchner to-talitario, no el de Calfucurá ni Roca. Me concentro en-tonces en la médula del argumento histórico:

Roca fue un militar profesional que guerreó para construir el Estado nacional […] derrotó a los imperios aborígenes del Sur y definió las fronteras argentinas, ocupando un te-rritorio que por entonces también pretendían los chilenos. No hay nada de excepcional en esta historia, similar a la de cualquier otro Estado nacional construido con los mé-todos que por entonces eran considerados normales. Los nacionalistas integrales, quienes consideran esencialmente ‘argentino’ cada fragmento del territorio —no es mi caso—, deben admitir que Roca contribuyó a una soberanía que creen legítima. En cuanto a los pueblos originarios, cierta-mente hoy no aprobaríamos la manera como los trató Roca, y la conducta del gobernador Insfrán nos parece detestable. Pero si se trata de leer el pasado desde el presente, debe-ríamos condenar también la manera en que, a lo largo de siglos, algunos ‘pueblos originarios’ —por ejemplo, los az-tecas o los incas— trataron a otros. Al menos, Roca no hacía sacrificios rituales con los prisioneros.

Después de una primera oración atinada siguen los deslices (“imperios aborígenes”), generalmente suge-ridos como razonamientos de otros (“los nacionalistas integrales”, “si se trata de leer el pasado desde el pre-sente”, etc.) y la desaprensión (“la manera como los tra-tó Roca”). Para Romero se trata apenas de la repetición de casos parecidos o mundiales, lo que clausura su in-terés y singularidad. Pienso en cambio que no alcanza con invocar el “contexto de época”, aplanando procesos históricos. De manera exhaustiva, el análisis contextual

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también debería aplicarse a lo detestable del presente. Precisamente, es el contexto global del colonialismo republicano y el liberalismo europeo el que no sale in-demne del balance. Basta advertir la condición ritual de los cueros cabelludos y cerebros que se exhibían en los museos del mundo para entender que el de La Plata no era una excepción, aunque Roca no practicara sacrificios con los prisioneros.

Entre las posiciones que trivializan la discusión la más astuta es la de Martín Caparrós, que se hace fuerte en las debilidades del indigenismo moralizante, la veneración por lo ecológico y los atavismos, la historicidad endeble, el multiculturalismo que oblitera las diferencias de clase y ensalza la autenticidad primordial, etc. Desde el cinis-mo, quizá su acierto sea señalar que la categoría misma de “pueblos originarios” acusa síntomas de crisis. Pero el indigenismo intelectual que construye no pasa de la caricatura, se esboza en la subestimación de cuestiones tan evidentes como que portar un apellido indígena era un emplazamiento muy serio dentro de las clasificacio-nes de raza y clase hasta ayer nomás, sin hablar de la subalternidad que hoy perdura, por más que ser indíge-na le parezca un clientelismo conveniente. (“Si yo fuera pobre y argentino intentaría ser originario”). Todo ello sin superar la hipocresía de la inclusión nacional-ciu-dadana defendida por Cresto: “No digo que los ‘origi-narios’ no tengan tanto derecho como cualquiera a una vida digna”, concluye Caparrós para dar por terminado el análisis de los modos históricos de producción de las diferencias.

Del otro lado está la “Red de Investigadores en Ge-nocidio y Política Indígena”. Muchos de sus integrantes también participan del “Grupo de Estudios en Aborigi-nalidad, Provincias y Nación” (GEAPRONA). No me explayaré sobre sus posicionamientos porque algunos de sus referentes lo harán por sí mismos en este deba-

te de Corpus. Solamente quisiera señalar el salto produ-cido por Walter Delrio, Diego Escolar y Diana Lenton, entre otros que integran o integraron estos equipos, en materia de estudios sobre las dinámicas de exterminio, desplazamiento forzado y reparto de mujeres y niños. Para ello ingresaron en archivos vedados como el de la Armada, donde Papazian y Nagy (2010) desentrañan el funcionamiento del campo de concentración de la isla Martín García. También en el caso de Escolar, que rea-liza una verdadera arqueología de las estancias mendo-cinas donde contingentes familiares patagónicos eran reducidos a la servidumbre. Además, los investigadores que conforman la red ampliaron las pesquisas a otras re-giones como el Chaco, extendiendo la variable temporal hasta las matanzas del siglo XX, durante las presidencias de Alvear y Perón (Mapelman y Musante 2010).

Mencioné que la problemática genocida ha sido en lo fundamental un asunto de antropólogos y solo subsidia-riamente de historiadores. Aunque estas preocupaciones se desarrollaron tempranamente en estudios como los de Enrique Mases sobre la “cuestión indígena”, más atentos al tipo de solución que el Estado y las élites le encontra-ron al problema que a las políticas y reacciones de los indígenas. Estas búsquedas fueron solidarias del curso más general de la historiografía de las últimas décadas, hacia el conocimiento complejo de la sociedad indígena y no solamente de ésta, también del Estado, desdibujan-do el “malón” como institución central de la economía del siglo XIX, describiendo las redes indígenas y crio-llas, las vinculaciones entre tolderías, ranchos, fortines y estancias, la complejidad de los mercados fronterizos, etc. No es el lugar para citar bibliografía, seguramente cometeré omisiones mencionando los textos emblemá-ticos que dialogan o se alimentan recíprocamente con la antropología desde el campo de la historia indígena.

Dicha red de estudios sobre genocidio aportó una edi-ción para un público amplio, dirigida por Osvaldo Ba-

yer (2010), que resume los resultados de varias investi-gaciones y promueve el diálogo entre las perspectivas académicas y militantes. Dentro de la misma, la “cruel-dad” se insinúa como la pauta explicativa de la histo-ria argentina, sin que esta valoración se despliegue ni se justifique en la obra, donde tampoco se precisan los ciclos ni el período del genocidio de los pueblos origi-narios del actual territorio argentino. Este aparece como un largo devenir inconcluso, perpetrado por un Estado-Leviatán plenamente racional, relativamente siempre igual a sí mismo. La despolitización de las víctimas y su representación son el efecto inesperado, acompaña-do por una percepción del “Estado genocida” que pla-nifica sistemáticamente sus políticas de exterminio hacia 1880, lo que supone que éste estaba dado ex ante su con-figuración histórica. Esta crítica no significa desdeñar la observación de rutinas, regularidades, redes represivas y campos de concentración, diseños, organizaciones, burocracias e ideologías criminales. Tampoco que la planificación estaba presente sobre todo en los planes, valga la redundancia, antes que en las posibilidades de implementarla a rajatabla. Más aún, habría que atender a la anarquía represiva, concretada por aparatos en for-mación que dependían para funcionar de la misma base social a la que castigaban.

Antes que la “historia oficial” y los libros de Eudeba de los años setenta, que agotados en su eficacia deslizan pistas sobre las masacres, pienso que el conflicto prin-cipal es con la historiografía liberal-progresista post-dictadura, la que generalmente no se pronuncia sobre estos temas, preocupada por no esmerilar la valoración modernista del orden conservador. De los “historiado-res oficiales” también se queja Romero.

Ofrece pocas ventajas retrotraer al siglo anterior una categoría construida para pensar los exterminios de ma-sas del siglo XX, por más que las condiciones que la ca-tegoría sistematiza sean preexistentes, más aún cuando

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sus premisas son en lo fundamental jurídicas y políticas antes que históricas,3 si se considera además que la es-cala del Holocausto europeo lo desborda todo. Por ello resulta difícil ajustar cada historia a las tipologías de los genocidios modernos. Porque al ensanchar una catego-ría para que quepa todo siempre falta una dosis de algo, o los requisitos entran en contradicción. Por ejemplo, el “genocidio constituyente” que define Feierstein “[…] re-quiere del aniquilamiento de todas aquellas fracciones excluidas del pacto estatal” (2007, p.99), pacto que era integrado en medida muy considerable por las jefaturas indígenas del sur, que lo siguieron integrando incluso después de las masacres, obviamente en condiciones muy desmejoradas de subalternidad.

Respecto de los límites temporales, la caracterización como genocida del Estado actual lo acerca sin quererlo al totalitarismo kirchnerista que dictamina Romero. Con ingenuidad, se pasa de la concentración de la responsa-bilidad en Roca a la dilución de las responsabilidades dentro de una “sociedad genocida” que es vista como un bloque con aristas nítidas, separada de la indígena.4 Por ello es importante estudiar no solamente las víctimas sino también los victimarios, en todos los niveles, desde los ideólogos hasta los operadores represivos de base. Esto plantea Saul Friedländer (2007) sobre el Holocausto, cuya historia no se hace solamente con la historia de los judíos, los alemanes o los nazis. Este señalamiento sobre la necesidad de desgastar la dimensión racial del análi-sis permite advertir que ni las víctimas ni los victimarios se pueden representar como una totalidad. Además, que el Estado articula intereses de aquellos que se identifi-can como pueblos originarios, junto con los intereses de clase. (No solamente el actual “gobierno”, porque prima una confusión entre éste y el “Estado”).

Por sobre las categorías encuentro productivo descri-bir densamente la textura histórica de la violencia colo-

nial (y republicana) que se ejerce sobre los sectores po-pulares, subalternos y en proceso de subalternización, de carácter diverso. Biopoder que el Estado compartió con las clases propietarias, iglesias y científicos dentro del proceso de fundación de una burguesía. En los cam-pos de concentración de 1880 se produce socialmente la fuerza coactiva del Estado, las fuerzas armadas, con su materia prima de reclutamiento forzoso y privilegiado, los “indios”. Para conocer este proceso a fondo hacen falta programas de estudio que superen el paradigma de las “áreas culturales” y las pujas de la “autenticidad”,5 que miren dentro y fuera del campo de concentración atendiendo no solamente al numeroso insumo indígena, sino también al complejo universo de prisioneros y car-celeros.

Estas reflexiones no enfrentan, sino acompañan, lo que Horacio González denomina una idea de inclusión social que reconsidere la diversidad cultural y guíe jus-ticieramente un sistema de reparaciones a cargo del Es-tado nacional, antes que una “[…] revisión radical de todo el ciclo histórico de las naciones surgidas de las independencias americanas”. Veo muy justificada la propuesta de intervenir culturalmente los monumentos de Roca, mandarlos a la estancia familiar y reemplazar los billetes. Porque las naciones tienen derecho a discu-tir y actualizar cuáles son los referentes en que quieren respaldarse, qué retratos circulan por las manos de sus ciudadanos y habitantes. Ello sin olvidar que durante el proceso formativo del Estado nacional hubo crímenes, cerrando así el ciclo de la historiografía de la dictadura cívico-militar. Pienso por último que la relación entre el conocimiento histórico y la denuncia no debe darse por sentada, que si en algo se parecen el historiador y el juez es en la metodología con que afrontan el proceso de ins-trucción o la pericia, más que en la sentencia. Descreo de los “motores de denuncia”, me esfuerzo por conocer

y comprender lo que sucedió, trasmitirlo responsable-mente, antes que obtener resultados administrables para las luchas sociales y políticas, incluso cuando participo o me solidarizo con ellas.

NOTAS:

1 Hobsbawm se pronunció sobre la negación del geno-cidio nazi por parte de Irving: “…si faltan las prue-bas o si los datos son escasos, contradictorios o sos-pechosos, es imposible desmentir una hipótesis, por improbable que sea. Las pruebas pueden mostrar de manera concluyente, contra quienes lo niegan, que el genocidio nazi realmente tuvo lugar, pero aunque ningún historiador serio dude de que la ‘solución fi-nal’ fue querida por Hitler, no podemos demostrar que verdaderamente él haya dado una orden específica en ese sentido. Dado el modo de actuar de Hitler, una orden escrita semejante es improbable y no fue encontrada. Por lo tanto, si desbaratar la tesis de M. Faurisson no resulta difícil, no podemos, sin elaborados argumen-tos, rechazar la tesis enunciada por David Irving” (Hobsbawm 2000, resaltado en el original).

2 Julio Argentino Roca, “Discurso ante el Congreso al asumir la presidencia”, 12 de octubre de 1880. Publi-cado en Halperín Donghi (2007, apéndice, 487-491).

3 Chalk y Jonassohn (2010, p. 30-34) consignan que el “genocidio” se definió en las Naciones Unidas con muchas restricciones, como la exclusión de los “gru-pos políticos” del detalle posible de víctimas, en vir-tud de las presiones del bloque soviético y el interés prioritario de las grandes potencias de condenar a los derrotados de la Segunda Guerra Mundial.

4 Véase el reportaje a Diana Lenton (Aranda 2011).5 Me remito a los planteamientos de Escolar (2011) y

Bascopé (2009).

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DEBATE

Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Autores y comentaristas (en orden alfabético)

Walter Delrio y Ana Ramos

Diego Escolar

Pilar Pérez

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Verónica Seldes

Liliana Tamagno

Julio Esteban Vezub

Liliana Tamagno

Quiero comenzar esta segunda etapa del debate destacando la necesidad de historizar respecto del objeto de nuestra reflexión, al mismo tiempo que historizar respecto de su tratamiento desde las ciencias sociales. Esta necesidad, que aparece señalada en algunas de las ponencias, se trasforma en un ejercicio insoslayable de toda investigación científica toda vez que reconocemos que el conocimiento es acumulativo y que todo nuevo conocimiento debe contextualizarse en el “estado de la cuestión”, evitando suponer que las pro-blemáticas aparecen en tanto “nosotros las tratamos”. El hecho de que algunas cuestiones ya abordadas por la academia se reactualicen, habilita la reflexión sobre conceptualizaciones que aunque en apariencia superadoras, no van más allá de colocar “el viejo vino en nuevos odres” (Tamagno 2006). Así reaparece una cuestión cara a la antropología como es la relación entre etnicidad y política y entre etnicidad y clase, convocándonos a la posibilidad de nuevos interrogantes en un continuum cuyo objetivo es superar cualquier mirada ingenua (Bourdieu y otros 1975).

En referencia a los pueblos del Chaco, no encontramos que hayan sido pensados en términos de “extin-ción” (ver propuesta de Del Rio y Ramos) ya que desde principios del siglo XX fueron mano de obra necesa-ria e imprescindible en los emprendimientos desarrollados por quienes ocupaban el territorio, y los necesi-taban dóciles. Los trabajos ya clásicos de Cordeu y Siffredi (1971) y de Miller (1979) —a pesar de los marcos de referencia teóricos que los animaron y que han sido criticados— describen un sinnúmero de situaciones que, reconstruidas a través de los testimonios relevados y de la indagación en los medios de comunica-ción de la época, dan cuenta de una clara política de control, sometimiento y exterminio de las poblaciones indígenas—cuando éstas se rebelaban— por parte del Estado (llámese Ejército, Policía, Gendarmería). Al mismo tiempo un trabajo de Mirta Lischetti (1972) reflexiona sobre los movimientos mesiánicos y analiza el caso del Chaco revisando la aplicación a estos movimientos, del concepto de irracionalidad y contextua-lizándolos en las situaciones de sometimiento y privación impuestas por el orden colonial y por la lógica estatal. Así quienes estudiamos antropología en la década de 1970 nos encontramos por un lado con una fenomenología que opacó incluso los aspectos reveladores presentes en los trabajos de sus mismos hacedo-res y por el otro con corrientes teóricas que, acudiendo al materialismo histórico, debatían sobre si América

Reflexiones de los autores y la editora sobre el debate

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Latina era feudal o capitalista (Laclau 1973) y/o sobre las particularidades de un capitalismo regional definido como “dependiente” (Cardoso y Faletto 1970). Un pen-samiento intelectual de influencia sociológica volcado al análisis de clase condujo —tal vez por la necesidad de revisar fuertemente el esencialismo culturalista— al error de desestimar el valor analítico de la diversidad. Muchos de los sectores que habían sido pensados como “indios” fueron pensados como “campesinos” como si estas formas de categorizar se excluyeran mutuamen-te. Roberto Cardoso de Oliveira (1972) marcaria un hito en la polémica al señalar que la etnía y la clase son cla-sificaciones que coexisten. La brutal represión ejercida durante la Dictadura Militar que comenzó en 1976 y la represión anterior durante el Gobierno de Isabel Perón contribuirían a obturar el debate1.

Es en el sentido de historizar, que valoramos la inves-tigación sobre la apropiación de menores en la región de Pampa y Patagonia que presentan Del Rio y Ramos en su trabajo de la primera etapa de esta convocatoria y que entendemos puede ser complementada con las apropiaciones de menores en la región chaqueña2 y con las dificultades para sobrevivir de aquellos que integra-ban los contingentes de indígenas que eran trasladados para trabajar en los ingenios y quebrachales junto con sus familias (Gordillo 2007, Tamagno 2001). Coincido con los autores en que estos espacios de reclutamiento y utilización de mano de obra indígena funcionaban de modo semejante a lo que conocemos como “campos de concentración”; conceptualización que utilicé en las Jor-nadas de Geografía e Historia realizadas en el año 2000 en Resistencia, Pcia. de Chaco y que fue relativizada por uno de los participantes —prefiero decir el pecado y no el pecador dado que ello no ha quedado escrito— con el argumento de que los indígenas también festejaban, jugaban al fútbol y bailaban, como si estos momentos de distracción del horror pudieran menguar la atrocidad

que implicaba el tratamiento de la mano de obra casi esclava. En un trabajo anterior (Tamagno 2002) afirmo que sólo una sociedad fundada en el genocidio puede generar y soportar el genocidio que implicó la represión durante el periodo 1975-1983 ya citado.

Lo expuesto por los autores me habilita a pensar en términos no sólo de la necesidad de reconocer la diver-sidad y de avanzar en la construcción de la intercultu-ralidad entendida como propositiva, sino también en términos de la desigualdad generada por la estratifica-ción en clases sociales propias del modo de producción capitalista y su lógica de expropiación y acumulación (Tamagno 2001, 2006). La mirada intercultural no basta, si no pensamos al mismo tiempo en los condicionamien-tos de una sociedad de mercado guiada por las ansias de ganancia y acumulación y por la explotación y la re-presión necesarias para hacerlas posibles3. Lo sucedido no aconteció sólo por una cuestión de enfrentamiento cultural, ni por ausencia de conocimiento, no es la diver-sidad la que genera la desigualdad, sino por el contrario, es la imposición de la desigualdad la que conlleva a ne-gar y/o exacerbar la diversidad, según los casos, como argumento legitimador de la conquista y expropiación (Worsley 1976).

En uno de los primeros artículos escritos sobre pobla-ción toba migrante (Tamagno 1986) quedó ya plantea-da la necesidad de pensar en términos de identidad de clase y de identidad étnica, cuando —luego de la caída de la Dictadura Militar— el debate con la fenomenolo-gía se retomó no sólo como un ejercicio intelectual sino al mismo tiempo militante. Respecto del debate sobre el “genocidio constitutivo” que aparece en la propuesta de Escolar en la primera etapa del debate, propongo saldar la polémica acudiendo a los planteos ya clásicos de Peter Worsley (1966) y a lo señalado en un artículo de Eduar-do Menéndez (1972) para pensar que América se confor-mó con el genocidio que implicó la expansión colonial y

que fue la acumulación originaria de capital, producto de dicha expansión, lo que hizo posible la gestación del capitalismo en los países centrales, algo que en el debate que nos ocupa es señalado por Pérez quien acude a los planteos de Bauman. Worsley (1966) pone el acento en la ética del conquistador que hizo necesaria la imposición de una relación fatídica de inferioridad/superioridad, relación que entendemos aún está presente en un pensa-miento colonial que ha sobrevivido hasta nuestros días a través de la colonialidad (Escobar 2003, Quijano 1987). El racismo aparece así como el ideario que legitima la violencia a través de la cual los intereses del conquista-dor se impusieran, sin miramiento alguno respecto de las atrocidades y los crímenes de lesa humanidad come-tidos ante la necesidad de someter y silenciar. En este sentido resaltamos el aporte de Vezub a este debate al pensar en términos de capitalismo.

Todo ello me insta a señalar —teniendo en cuenta el debate periodístico del cual se ocupa Escolar— que en tanto investigadores, debemos evitar caer en las tram-pas que suele tendernos la práctica de producción de conocimiento, cuando ésta se restringe al análisis del acontecimiento y de la coyuntura y no se apela al mis-mo tiempo y desde una perspectiva materialista y dia-léctica, al análisis estructural, desestimando variables y generando reduccionismos y por lo tanto empobreci-miento del debate. Entiendo que es necesario no redu-cir el debate a la instancia de lo coyuntural y superar la limitación de todo análisis que se funde sólo en las de-nuncias de las crueldades y aberraciones cometidas por individuos y/o instituciones. El genocidio y el racismo deben ser interpretados no simplemente como situa-ciones extremas o aberrantes de una etapa particular de nuestra existencia como nación, sino como prácticas que se actualizan en tanto funcionales al ejercicio de la vio-lencia que implica la sociedad de mercado, el régimen capitalista y la inacabable necesidad de acumulación de

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los sectores dominantes. Un racismo que no se limita—como dice Eduardo Menéndez (1972— a discriminar ne-gros y odiar judíos sino que permite que se silencien los dispositivos de control, la represión y la muerte que se ejerce sobre las poblaciones indígenas y campesino indí-genas cuando reclaman y demandan y cuando —desde una lógica de la reciprocidad alterna a la lógica capita-lista de acumulación (Tamagno 2010)— se oponen a los megaemprendimientos mineros y turísticos y al avance del cultivo de soja y de los agronegocios4.

Finalmente el diálogo con los planteos de Roulet con-firma lo planteado con anterioridad (Tamagno 1996, 2008) respecto de la distancia entre una legislación de avanzada en cuanto a reconocimiento de derechos y unas prácticas estatales que no sólo no se condicen con ella sino que ni siquiera aplican la legislación vigente para esclarecer los crímenes perpetrados en la actuali-dad sobre las poblaciones indígenas y campesino indí-genas, originadas en los intereses de los capitalistas que continúan —a pesar de la visibilidad y el reconocimien-to de la necesidad de una reparación histórica— avan-zando con total impunidad.

Julio Esteban Vezub

Dediqué mi primera intervención a circunscribir el continuismo historiográfico, destacando que pocos as-pectos del proceso de construcción del Estado-nación y una sociedad nueva se tramaron tan intensamente como las visiones del genocidio indígena y la última dictadu-ra. Avanzada la discusión con los que niegan o justifi-can las formas masivas de la violencia, más por ausencia que por presencia en el debate de esta clase de posicio-nes, retomaré aquí algunos planteamientos propios y de los demás participantes, como apuntes para una línea de estudio sobre la trama histórica que hizo posible las matanzas del tránsito del siglo XIX al XX.

Una primera pregunta es por la consideración del ge-nocidio como un “no-evento” de la historia nacional. En respaldo parcial de esta caracterización, es cierto que hay que discutir con las versiones que lo niegan, sobre la base de aseverar que los pueblos originarios son un mito, al punto de contraponer identidades y derechos colecti-vos que son garantizados por distintos instrumentos del derecho nacional e internacional a “…las nociones de individuo, contrato político e igualdad ante la ley que recoge nuestra Constitución”, nociones que estas versio-nes ven ahora amenazadas, desatendiendo que los “nue-vos derechos” se reconocen para paliar su vulneración por parte del Estado y que la ficción contractual se funda en violencias y asimetrías de toda clase. (Véase la nueva nota de Luis Alberto Romero en Perfil del 20/11/11). ¿Se trata entonces de una ausencia del registro y los relatos clásicos como afirman Delrio y Ramos? Incluso acep-tando la hegemonía historiográfica, es difícil concluir que esta hegemonía haya sido homogénea, en atención al indigenismo previo a 1976 y a perspectivas como la de Álvaro Yunque, Mario Tesler y Liborio Justo, quien firmaba como “Lobodón Garra”. El caso del último es sugestivo por ser nieto del comandante Liborio Bernal, lo que traza una genealogía con las prácticas ambiguas y los documentos de uno de los persecutores de 1880. La dificultad de esta perspectiva sobre la hegemonía homo-génea de los discursos viene de oponer los archivos tex-tuales y “verosímiles” por un lado, oficiales u oficiosos, con las memorias “veraces” por el otro. Una clasificación que sintetiza las voces de víctimas y victimarios, reite-rando la división tradicional entre oralidad y alfabeto (en un polo la trasmisión cultural de los indígenas, en el otro el aparato burocrático de Estado). Con esta división se pasa por alto que los caciques del siglo XIX tenían sus equipos letrados, y que escribieron documentos con su versión contemporánea a los hechos. En dirección más propicia, los mismos Delrio y Ramos comentan que los ngtram les ayudaron a reorientar las búsquedas en los archivos clásicamente “históricos”, lo que permitiría ad-

vertir las derivas e influencias recíprocas entre distintos tipos de fuentes.

Acuerdo que hay tomarse muy en serio las narracio-nes orales y su estatuto como fuentes históricas plenas, pero yendo más allá de su tristeza, preguntando por su dispersión y regularidades, ambigüedades, contradic-ciones, desplazamientos, vacilaciones, dislocaciones, formas de selección y representatividad. Además de considerar cómo se alimentan con las lecturas o enuncia-dos históricos que circulan regionalmente, tanto a nivel popular como “desde arriba”. (Que los abuelos y nietos son buenos lectores lo evidencia la difusión patagónica de textos como Las matanzas del Neuquén de Curruhuin-ca-Roux, que glosa a Francisco P. Moreno). En este sen-tido, es importante resaltar que las categorías analíticas no emanan por sí mismas de los relatos ni de las fuentes históricas “clásicas”, siendo producto de la mediación del investigador. Ambas clases de memorias, familiares e historiográficas, académicas o no, comparten la misma dificultad y potencialidad en tanto se estructuran en dos direcciones, del pasado al presente y viceversa. El pro-blema es identificar una narrativa con la “verdad”, obje-tivando “hitos históricos” que adquieren autonomía del pasado, tanto en relación a la experiencia vivida como al contexto en el que se construye cada relato. De mane-ra paradojal, este giro lingüístico podría desinteresarse de la objetividad del discurso, en tanto tenga coherencia interior, perdiendo eficacia política incluso como denun-cia, ya que cualquier historia contada podría ser enton-ces verdadera para los parámetros de legitimación de la propia narración.

Que la “verdad” está en el fondo del debate lo muestra el énfasis retórico, por ejemplo “…la existencia de una verdadera política de estado hacia la población origina-ria” en 1880, la que no necesitaría mayor demostración ni complejización mientras que, intervenciones como la de Escolar, sugieren que tanto la política indigenista

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como la “población originaria” se construyeron junto al Estado en el mismo proceso (lo que es diferente a hablar de “mito” en clave Romero). Así, una evidencia como el reclutamiento indígena es vista exclusivamente como obligación, cuando también retomaba prácticas de mi-litarización social con las que estuvieron muy compro-metidas las jefaturas indígenas del siglo XIX. El axioma de la narración verdadera tiene por núcleo el devenir de un sujeto-víctima, que enuncia y es enunciado en la ca-dena de memorias, la que a su vez actualiza el genocidio hasta el presente, sosteniendo una ontología de víctimas despolitizadas por efecto del meta-relato circular, con-fundiendo subordinación y “alterización” con genoci-dio. Una versión menos operativa del genocidio como categoría de análisis se encuentra en el planteamiento de Tamagno, quien lo homologa con represión, indigencia y exclusión sociopolítica. Dicho duramente, sería como afirmar que vivimos en dictadura por la desaparición de Julio López o el asesinato de Mariano Ferreyra. Una vez más, es necesario preguntarse por el lugar y el poder del antropólogo-historiador en estas narrativas, el real-ce de algunos contenidos, deslindando mejor entre las voces que las enuncian y las que asumen los datos. De no ser así la verdad del ngtram se establece axiomática y afectivamente antes que analíticamente, delimitando el silencio como un significante vacío que se puebla de contenidos preestablecidos. Por el contrario, pienso que estas memorias tienen una potencialidad enorme cuyas verdades pueden escucharse históricamente.

Un reclamo de reparación no tendría por qué empla-zar a los sujetos en la pasividad histórica, menos aún si los individuos o los colectivos actuales hacen suyos los reclamos como herramientas argumentativas en la di-rección política que les parezca. De aquí se desprenden dos modalidades de compromiso igualmente legítimas pero de eficiencia diferente, porque las “orientaciones para la acción” que se deducen de los relatos dan por

resultado manifiestos que se fundan en categorías mora-les o humanistas, muy vulnerables frente a argumentos más calibrados como los de Romero. Como sostuve en la primera intervención, en sintonía con Horacio González y su preocupación por el “grado cero” y los “suplemen-tos de pureza” de la historia nacional en versión origi-naria, no me convence la revisión completa del ciclo de las revoluciones de independencia, en virtud de las legi-timidades, disputas y resolución de conflictos que abre el espacio de la nación para una “ciudadanía de índole colectiva” como la que interpreta González, sedimenta-da en “…el modo imperfecto en que siempre se dan los acontecimientos nacionales”. Esto significa prestar aten-ción a la coyuntura actual como oportunidad histórica para las reparaciones y perdones por parte del Estado, como se ha hecho en Australia.

Tengo la impresión que los colaboracionismos tam-bién habitan el silencio de las “historias tristes” al decir de Delrio y Ramos, como núcleo perturbador que no se enuncia o es olvidado. Frente a esta desestabilización de la memoria, la “agencia” se esgrime a menudo como mu-letilla, donde lo indígena se presenta predeterminado a resistir, como el reverso del Estado, según diría Joaquín Bascopé. Sobre esto arroja varios indicios Ana Ramos en su libro reciente, cuando comenta los indicadores de prosperidad mapuche-tehuelche que se constatan en Colonia Cushamen, Chubut, hasta 1930. Al igual que los “grandes caciques” convertidos en “grandes estancie-ros” según una indagación temprana de Claudia Brio-nes, o las redes que los vinculaban con organizaciones derechistas como la Liga Patriótica. Ningún genocidio toleraría esta clase de negociaciones que exceden su lí-mite. Por ello criticaba la despolitización de las víctimas que se aloja en la Historia de la crueldad argentina, entendi-da como la versión paroxismal de las “historias tristes”, en la medida que la lectura moral dificulta comprender este tipo de compromisos políticos.

Esto plantea Escolar, al proponer que los estudios sobre genocidio indígena colocan el acento en el padecimien-to de las víctimas y la criminalidad de los victimarios, desatendiendo antecedentes como las montoneras del noroeste cuya condición indígena fue precisamente un argumento para la exclusión política. Escolar lo vislum-bra, entre otros motivos, porque desgastó las aristas con las que se representan histórica y antropológicamente el Estado y los actores, los que distan de ser homogéneos o constantemente resistentes. El modo en que piensa la historia social de las periferias regionales, descentrada del antagonismo entre sociedad indígena y criolla, le permite salir de la encerrona de las “áreas culturales” y su favorecimiento de la idea de la extinción. Escolar des-cribe violencias indiscriminadas que eran ejercidas con-tra sectores subalternos o en vías de subalternización, cuyas lógicas no se comprenden completamente desde la “matriz estado-nación-territorio” porque muchas de las respuestas indígenas a la violencia estatal parecen acomodarse a dicha matriz sin rechazarla de plano.

Roulet y Garrido presentan los fundamentos más con-tundentes a favor de la aplicación del genocidio como concepto, basados en la existencia anterior de un corpus filosófico y jurídico condenatorio, bien conocido por las élites argentinas. Devuelven así historicidad a la catego-ría y la separan de la lectura moral, aunque los modos en que cada uno de los participantes del debate atribu-ye intencionalidad diferente a las mismas fuentes es una cuestión metodológica interesantísima para profundizar a futuro. Por ejemplo, mientras Roulet y Garrido ven pi-ruetas retóricas en Álvaro Barros, yo leo en sus textos una convivencia entre tendencias antagónicas, inclusión y exterminio, que también se rastrea en sus prácticas como comandante de frontera y gobernador. Las posi-bilidades que las autoras detallan a los fines de justicia, verdad y reparación integral, obligan a moderar el pre-dicado más duro de mi intervención anterior, donde du-

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daba del uso retrospectivo de la categoría “genocidio”. Después de atender sus argumentos, las “pocas venta-jas” de retrotraerla al siglo XIX a las que me referí en la primera vuelta quedan ahora restringidas a la compren-sión histórica de la complejidad de la violencia masiva, además de la crítica de la ubicación del genocidio como “…principal emblema de identificación de un colectivo social movilizado” en los términos de Escolar, antes que a los efectos jurídicos de la categoría que Roulet y Garri-do plantean muy bien y que encuentro valederas. Por lo visto, establecer una verdad jurídica es más estricto, jus-tamente, porque sostener una verdad histórica es más complejo.

En discusión con Roulet y Garrido, cabe preguntarse cómo se recortaban las mentalidades jurídicas del siglo XIX contra las prácticas y las condiciones precarias de estatidad o los conflictos facciosos que, antes que sus convicciones humanistas, motivaban muchas de las acusaciones entre adversarios como Hernández, Mitre o Sarmiento. Por ello planteaba que hay que estudiar el proceso en su diversidad de actores, desde los legisla-dores hasta la base técnica de las operaciones represi-vas. “Crimen de lesa humanidad” no es lo mismo que “genocidio”, lo que además tenía un significado distin-to del que adquirió con los desarrollos posteriores del derecho humanitario. A diferencia de Roulet y Garri-do, entiendo que la condena del genocidio no quedaba contenida dentro del derecho de guerra decimonónico, más aún si se atiende a los argumentos de Escolar sobre la producción del homo sacer y su reducción a un mero cuerpo, cuya condición como rival político o internacio-nal es desconocida por ese derecho. Es cierto como plan-tean que la captura de la población no combatiente y el despojo de sus medios de subsistencia eran el princi-pal método de las tropas en campaña. Ahora bien, estas prácticas que probarían el genocidio también estaban presentes en las guerras de independencia y caudillos,

cuya dinámica pasaba por la captura de la población ci-vil, los traslados forzados, la territorialización y el con-trol de recursos como el ganado.

Por delante de las categorías, una morfología de las líneas de fuerza que tensionan una configuración socio-histórica debería apuntar al estudio de la violencia es-tatal que se ejerció masivamente sobre colectivos más amplios que los pueblos originarios, muchos de los cua-les tampoco se consideraban a sí mismos de esa mane-ra. Necesariamente, habrá que precisar los ciclos de la violencia contra los indígenas y sectores populares crio-llos, por fuera de los aparatos clasificatorios. La perio-dización de los crímenes es importante para identificar los ciclos de guerra, persecución y desterritorialización, cautividad y vigilancia, concentración, asesinatos, pes-tes, distribución y servidumbre, disciplina laboral, ges-tación de la base social de las fuerzas armadas y servicio militar. Si bien muchas de estas etapas son simultáneas, identificarlas ayudará a comprender la lógica global y los niveles efectivos de la planificación represiva. Con el fin de avanzar en el debate y la comprensión del proceso, habrá que estudiar la problemática del genocidio sin re-ducirla a las disputas por las tierras, profundizar a nivel micro el conocimiento de las dinámicas de los campos de concentración y a nivel macro su configuración en re-des. Entre otras cuestiones, se puede comparar el papel de los bautismos cristianos con la política mapuche de intercambios de nombres para establecer alianzas como lo estudia Menard. Como desafío futuro tengo la impre-sión que la apropiación de niños y niñas, que se atribu-ye a motivaciones genocidas, debe pensarse dentro del marco más amplio de los crímenes modernos contra la infancia, sumamente lesivos para los indígenas, criollos e inmigrantes que poblaban los orfanatos y realizaban tareas serviles como criados.

Verónica Seldes

Agradezco la posibilidad de compartir este espacio con lo colegas. No es la intención cuestionar sus trabajos sino retomar algunas de sus ideas y conceptos que me permiten reforzar los argumentos expuestos.

En el recorrido por la historia del concepto de geno-cidio que realizan Roulet y Garrido encontramos un re-forzamiento de la idea de genocidio cultural o etnocidio que hemos expuesto. Tomamos su descripción sobre los intentos por parte del estado, en el proceso de incorpo-ración de los pueblos a la nación, de desarticulación de los modos de vida de los pueblos indígenas, originarios o como se decida nombrarlos (no quisiera detenerme en este punto); ese proceso de asimilación a un estado monoétnico que impuso la matriz cultural de occidente frente a la diversidad cultural existente, intentando coar-tar de alguna manera la posibilidad de transmisión de la cultura y cortando los lazos históricos de los pueblos, contando con el discurso “científico” de los arqueólogos que afirmaban la muerte de los pueblos prehispánicos y reafirmaban una práctica académica anclada en el pasa-do, en el “estudio de las formas de vida del pasado” sin vínculos con el presente.

Retomamos de Pilar Perez la necesidad de reflexionar sobre el alcance temporal del genocidio que abarca gran parte del siglo XX, cuyas implicancias pueden verse hoy en día. En el trabajo no pretendimos reemplazar geno-cidio con etnocidio corriendo el peligro, como dice la autora, de reforzar la idea de un inevitable exterminio; por el contrario, consideramos que ambos conceptos son parte de un mismo proceso solo indisoluble en términos analíticos pero no en sus implicancias prácticas. En este sentido los procesos de etnocidio o genocidio cultural re-sultan fundamentales para evaluar las consecuencias, no ya del exterminio físico sino de los procesos de acultura-ción que sufrieron los pueblos indígenas en nuestro país.

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Y en esto rescatamos la propuesta de Vezub de descri-bir la “textura histórica” de la violencia que se viene ejer-ciendo desde los tiempos de la colonia sobre los sectores populares, ampliando la mirada desde ese biopoder que describe, considerando no solo al estado sino incorpo-rando en el análisis las relaciones entre las elites y las bases sociales que materializaron y legitimaron ciertas prácticas y discursos, entre ellos el científico, el arqueo-lógico. Las consecuencias de este proceso perduran en la actualidad tanto en la manera en la que se hace ar-queología como en la imagen del arqueólogo que circula en la comunidad en general: esa persona tan alejada del mundo cotidiano que se dedica a estudiar “cosas viejas” de los “indios que vivían hace muchos años en nuestro país”. Las palabras finales de Pilar Perez expresan la idea que tratamos de plasmar cuando nos referíamos a la falta de una historización autocrítica del proceso de construcción de discursos científicos que, en este caso, generaron la desconexión entre pasado y presente fo-mentando a su vez en el imaginario colectivo la idea de arqueólogos que trabajan sobre historias antiguas, pre-historias que quedaron ancladas en un pasado remoto.

Continuando con la arqueología y parafraseando a Tamagno, consideramos fundamental el ejercicio de de-construir nuestra práctica profesional, ese repensar de manera crítica las prácticas académicas, revisando las concepciones hegemónicas que se sostuvieron respec-to al genocidio cultural/etnocidio, las que se sostienen en la actualidad, y sus implicancias sociales. Coincidi-mos plenamente con la autora en que para comprender los diferentes acontecimientos hay que considerar las coyunturas y las condiciones estructurales de las que emergen, esto es en parte nuestra propuesta, que se ten-ga en cuenta tanto en una mirada retrospectiva cuando hablamos de genocidio de fines del siglo XIX principios del XX, como cuando nos posicionamos hoy en nuestra práctica profesional y las narrativas que se construyen

sobre las coyunturas presentes, especialmente cuando se trabaja en zonas de conflictos y reclamos territoriales, en la convivencia con megaemprendimientos turísticos promovidos por las políticas de promoción de “paisajes naturales y culturales” como es el caso de la provincia de Jujuy.

Al intentar detenernos en la idea de genocidio cultural intentamos, como dice Escolar, no utilizar el concepto genocidio como una categoría general explicativa de to-dos los procesos históricos y en todas sus dimensiones. El ejercicio de historizar la práctica arqueológica, fun-ciona en ese sentido, ir revisando los procesos y mos-trando las particularidades que el uso de conceptos que expliquen todo tiende a subsumir. Como dicen Delrio y Ramos, avalamos una propuesta de repensar las cate-gorías de análisis con las cuales vamos construyendo y reconstruyendo la historia, considerando las dimensio-nes políticas que sostuvieron determinados paradigmas hegemónicos que aún se reconocen en ciertas prácticas y discursos. Por supuesto estamos generalizando y revi-sando un proceso que en los últimos años ha comenzado a revertirse, pero tal vez todavía queda ese sabor del ar-queólogo trabajando con “culturas muertas” flotando en el ambiente, tanto académico como fuera de él.

Y con ese aire enrarecido flotando en el ambiente trae-mos a colación la pregunta ¿Qué se puede hacer hoy ante un genocidio de ayer? En primer lugar reconocer que no hay un genocidio del pasado que haya finaliza-do sino que como todo proceso hoy estamos viendo sus continuidades y consecuencias. Consideramos que la propuesta de no reproducir las lógicas hegemónicas que naturalizan cierta práctica profesional acrítica de sus condiciones de producción, sería un buen avance; pro-mover instancias de diálogo con los diferentes actores sociales sería otro.

En este sentido coincidimos con Roulet y Garrido en la propuesta de difundir una historia diferente sobre los pueblos indígenas, sobre el genocidio / etnocidio, fuera del ámbito académico. Un punto fundamental lo consti-tuyen los manuales escolares donde se “deshistorice”y rehistorice los pueblos indígenas, ya no objeto de un pa-sado remoto sólo visible en los museos, sino reposicio-nando a los pueblos indígenas en su dimensión histórica y su desarrollo hasta la actualidad.

Celebro también las propuestas de repensar los guio-nes museográficos, las nomenclaturas urbanas, la adop-ción de fechas conmemorativas, la divulgación de medi-cinas no occidentales, etc.

Distinto es el caso de la generación de espacios y de-bates en los medios de comunicación. En este punto con-sideramos que no basta la difusión de programas en el canal Encuentro, la TV pública, y en diferentes espacios gráficos ¿Quiénes son los que acceden a este tipo de pro-puestas? ¿Cuánta gente teniendo acceso realmente lo utiliza? ¿Cómo instalar el tema en la sociedad a través de los medios, si sus propuestas tinellizadas, lejos están de generar conciencia crítica? Por supuesto existen excep-ciones pero, ¿cómo lograr abrir el juego frente a la fuer-za de las propuestas mediáticas pasatistas y traspasar el ambiente “intelectual de clase media progre” y llegar al público masivo? Esta discusión excede a los objetivos de la convocatoria de esta revista pero nos parece impor-tante dejar planteado el tema.

Frente a este escenario, la arqueología podría reposicio-narse para contribuir a esclarecer procesos de genocidio / etnocidio, por ejemplo frente a los actuales reclamos de los pueblos indígenas. Podría: trabajar en la visibili-zación de la historia de las poblaciones, recuperando su historia como lo viene haciendo, pero tal vez centrada en ver los restos materiales no ya como hechos del pasado, sino como un proceso dinámico que no finalizó cuando

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ocurrió la conquista española y cuando el estado invi-sibilizó las particularidades de cada pueblo en pos de una argentinidad homogénea y única, sino mostrando la historia como un continuum que llega hasta el día de hoy ser crítica frente a las propuestas patrimonialistas, surgidas y llevadas a la práctica desvinculadas de las po-blaciones indígenas

Sin embargo consideramos que no se trata apenas de hacer una lista de las cosas que la arqueología “debería” o “podría” hacer frente a las problemáticas de luchas territoriales y reclamos indígenas, no porque no las con-sideremos justas y las apoyemos, sino porque conside-ramos que es sumamente necesario este debate dentro de la academia. De nada serviría dar un recetario de ac-ciones concretas si no se logra consenso para encontrar las maneras de posicionarse, actuar y trabajar junto a la comunidad en general, y para esto hay todavía un largo camino para seguir recorriendo, reflexionando sobre las consecuencias de nuestra praxis, desde una perspectiva histórica sí, pero ante todo anclados en los contextos ac-tuales de producción y reproducción de conocimiento.

Diego Escolar

Yo no quiero ser indio quiero ser ser humanoDurante la última dictadura militar Mimí Jofré y su her-

mano vivían en Campo de los Andes –un cuartel militar en el departamento mendocino de San Carlos—. Cuan-do iban muy temprano a la escuela y pasaban repentina-mente los camiones del ejército, se escondían en la zanja hasta bien entrada la noche o la mañana siguiente. Ellos eran descendientes de huarpes o “de los indios”, les de-cía su abuela y a veces sus padres. Y siempre los soldados habían matado a los indios. El hermano de Mimí repetía que “no quiero ser indio, sino ser humano”. “Ahí va al ser humano…!” se burlaban sus familiares.

A sus otros tres hermanos no los había matado el ejér-cito sino el veneno utilizado para las viñas en las que su padre trabajaba como contratista. Sixto Jofré había emigrado en la década de 1940, cuando las lagunas de Guanacache, en el norte de Mendoza, se secaron junto con el ecosistema circundante por la utilización del agua para los viñedos. Varios años vivieron en Rodeo del Me-dio, donde Mimí conoció los relatos sobre el campo de concentración que tenía montado en su estancia el Coro-nel Rufino Ortega, principal comandante de las tropas que partieron de Mendoza a las sucesivas campañas de la Campaña del Desierto y némesis de la conquista del triángulo de Neuquén entre 1882-1883.

A raíz de algunos puntos que han surgido en este de-bate, quisiera extenderme brevemente sobre una cues-tión que ya traté en mi primera intervención, la noción del genocidio como una forma de conciencia histórica, y una capaz de movilizar políticamente a los pueblos indí-genas u originarios.

Todos los participantes hemos coincidido en la nece-sidad de reconocer, investigar y condenar lo que puede ser caracterizado como un genocidio, o varios, perpetra-dos contra pueblos indígenas en Argentina, las prácticas (estatales o no estatales) de violencia colectiva etniciza-da o racializada que ese legado de genocidio todavía informa o induce, develar o denunciar, finalmente, su silenciamiento o negación por parte del propio campo historiográfico y otros muchos sectores de la sociedad. Pero algo muy distinto, y en esto me diferencio, es ha-cer del genocidio indígena el genocidio constitutivo del estado argentino; considero esta calificación, desde mi falible opinión, un error desde el punto de vista hstórico y teórico, como así también una representación cultural poderosa que independientemente de su carácter sim-patético con las causas de los pueblos indígenas puede tener derivaciones indeseadas para los mismos, como la (casi siempre subrepticia) re-institución de los indígenas

como el homo sacer (en el sentido de Agamben) cuyo sa-crificio inicial y sucesivo funda y refunda la soberanía de dicho estado (volviendo a Mauss), y lo indígena como subjetividad “genocidificada”, que a través de signos corporizados como fenomitos (Escolar 2007) inscribe a las subjetividades indigenizadas y sus cuerpos como po-tenciales “campos de concentración portátiles” de vidas que pueden ser matadas sin violar el orden jurídico y moral de una sociedad.

Por un lado, mis diferencias se basan en una apre-ciación historiográfica. Pese a la importancia que los pueblos indígenas tuvieron en la formación del Estado argentino y en muchas cosas más, como bien señala Ve-zub no sólo como víctimas, sino también como construc-tores (invisibilizados también) de ese mismo estado o estatalidad, distamos mucho de haber demostrado que la posibilidad o condición misma de la formación del Estado- Nación haya sido el genocidio indígena. Ade-más, aún si considerásemos al genocidio o las prácticas genocidas como el motor de la formación del estado, o inclusive si en lugar de hablar de genocidio nos refiriése-mos a una “violencia fundadora” del estado, es dudoso que tal sacrificio o destrucción fundacional haya tenido como primer objeto a los indígenas. Más bien, hasta cier-to punto, podríamos decir que si lo indígena emergió en ese momento fundacional, no fue tanto como un colec-tivo existente sobre el cual definir la soberanía del esta-do sino como un tropo relativamente flexible, según la época, de excepción soberana que podía abarcar diver-sos contingentes de población, sectores sociales y ene-migos políticos al interior de un espacio social y político ya incorporado en el proceso de formación estatal—de ahí precisamente su eficacia—. Pero entonces, llegamos a una crítica política ¿Hasta qué punto el sostenimiento del genocidio indígena como mito fundacional del Esta-do argentino desactiva este verdadero efecto sacrificial o, por el contrario, corre el riesgo de hacer el juego a la

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reproducción de lo indígena y de los cuerpos indígenas como blancos móviles siempre disponibles para la vio-lencia estatal (o de muchos otros tipos de violencia), re-asociando indisolublemente lo indígena con la vida que puede ser descartada y matada impunemente?

Esa posición es resistida por muchos indígenas, como el hermano de Mimí Jofré, que escapando a la adscrip-ción familiar clamaba por “ser humano”, no indígena, apropiándose involuntariamente del terror genocida en el que había sido parcialmente socializado, terror que se asociaba a toda situación histórica de represión.

Le decimos: tenés que ser indígena y además eman-ciparte; pero hacerlo a partir de reconocer que los indí-genas siempre fueron y serán objeto de genocidio. De-cimos que eso te moviliza como pueblo. Decimos que tu genocidio es la base de tu movilización política. Re-ducimos tu historia compleja (¿formaría o no parte de la experiencia indígena?) de emigración, escolarización, duelo, dictadura militar, viñedos, fiestas en Campo de los Andes, noviazgos, partidos de fútbol, papá sindica-lista, peronista, etc. a tu condición de indígena por siem-pre objeto de genocidio.

Roulet y Garrido distinguen en su análisis en este mis-mo debate dos ámbitos principales en que podría “hacer-se algo” respecto de un genocidio. El de la justicia y el de la historia. En el primero, nos encontramos que pese al pormenorizado análisis jurídico de la figura de genocidio y del caso de los pueblos indígenas en Argentina, las au-toras terminan afirmando que prácticamente no se puede obtener ningún resultado en la justicia transicional (única que rescatan como medio) ni en su faz retributiva de cas-tigo de los criminales o restaurativa, que propende a la re-conciliación entre víctimas y victimarios (Uprimny 2006, pp. 114-122). Ni siquiera es posible obtener la “verdad ju-dicial”, nos dicen, “por la antigüedad de los hechos”.

Una visión excesivamente legalista parece asociar la justicia al aparato jurídico y la legislación oficial vigente: hasta la “verdad judicial” se muestra impotente por el paso del tiempo, no sabemos si ante la falta de los testi-gos oculares, o la imposibilidad de presenciar la escena del crimen. Sin embargo existen testimonios de época, partes militares, documentos eclesiásticos, y otras fuen-tes que permiten “probar” sino todos, la mayoría de los crímenes de genocidio.

En nuestras propias investigaciones, por ejemplo, he-mos analizado cientos de actas de bautismo de Mendo-za durante la Campaña del Desierto y años posteriores donde se demuestra que niños y jóvenes indígenas fue-ron entregados masivamente a padrinos criollos quienes adquirían la patria potestad que les permitía disponer de sus vidas y trabajo. A diferencia de la apropiación de niños durante la última dictadura militar, entonces, en el caso de la Campaña del Desierto existe un documento probatorio e individualizador en el sentido literal del tér-mino. Estas actas bautismales son un documento, tanto de la inscripción de los niños indígenas como ciudada-nos (antes de la existencia del registro civil) como de su apropiación (una de las prácticas más aberrantes del ge-nocidio), en muchos casos separándolos de sus padres biológicos que a menudo incluso figuran en las actas como presentes pero sin nombre. Pero las actas indivi-dualizan si, en algunos casos a las víctimas y en todos a participantes indirectos: los curas que avalaban con la confección del acta la apropiación y los padrinos.

Pero las autoras aceptan que si bien la verdad judi-cial no puede obtenerse, la “verdad social” si es posible. La misma se vincularía básicamente a las memorias de las comunidades descendientes de las víctimas y a “un nuevo discurso historiográfico” que para debería resti-tuir “la historicidad y contemporaneidad de las naciones indígenas en la Argentina actual,” básicamente rehuma-

nizando la imagen de los indígenas. No puedo dejar de acordar sobre este punto, aunque con ciertas dudas y salvedades sobre un punto particular. ¿Qué significaría para el historiador o el antropólogo tal “rehumaniza-ción”? ¿Mostrar una imagen idealizada, reduccionista, del genocidio como el evento central o definitorio de la experiencia indígena o incorporar el genocidio como parte de una experiencia histórica y actual mucho más compleja, plena de contradicciones, luchas y transfor-maciones? ¿Reificar los sujetos indígenas como iguales a sí mismos, radicalmente “otros” y siempre resistiendo en todo tiempo y lugar o mostrar también las fronteras a menudo borrosas entre indígenas o pueblos originarios y el resto de la sociedad, pueblo, o política nacional?

En este debate Delrio y Ramos describen las “historias tristes” que algunos narradores cuentan en las comuni-dades indígenas de la meseta chubutense. Un subgénero histórico, podríamos decir, cuya eficacia es la de estar li-gado a la idea de una verdad irreductible al discurso que se transmite sin embargo con toda la potencia afectiva y la inintelegibilidad constitutiva del evento traumático inicial. Los autores derivan desde estos relatos al genoci-dio como un “no-evento” para el estado argentino, pero también para los propios narradores “Estas historias (…) tienen como telón de fondo el no-evento de lo que no puede ser nombrado: los niños perdidos, quienes nunca volvieron, o fallecieron.”

De este corpus sumado a otros similares y diversos ma-teriales de archivo recogidos por un grupo de historiado-res y antropólogos entre los que nos contamos algunos de los participantes de este debate, los autores pasan de identificar al genocidio indígena como un no-evento, a definirlo como el macro-evento, incluso constitutivo, del Estado Argentino. De la subrepresentación a la hiperre-presentación del genocidio: “ creemos que el no-evento de las políticas estatales post-sometimiento es, en la vida

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cotidiana de las personas mapuche y tehuelche, el hito histórico en el que se organizan los marcos de interpre-tación, aun vigentes, sobre la historia, las relaciones de poder y la incorporación al estado nación.”

En el análisis se dice que en estos relatos “la memoria social resguarda una historia política de relaciones” y que los relatos de las historias tristes y del regreso tienen un potencial político. Que “adquieren el potencial polí-tico que distintas generaciones le van inscribiendo (Wo-lin 1994).” Que suponen “una interpretación del pasado que subraya la agencia indígena en la reestructuración de un pueblo.” ¿Pero qué es lo político aquí? ¿Cómo se define tal potencial? Los autores nos dicen que radica en su carácter de denuncia, en ciertas convenciones de gé-nero: la interpelación de los ancestros a las generaciones presentes supuesta en el género Ngitram, y también la presencia de una agencia indígena en una reconstitución social protagonizada por los niños retornados que esta-ría narrada en las historias del regreso.

Al primer problema (no imposible pero difícil de supe-rar) de departicularizar las “historias tristes” de Chubut sobre la post-campaña del desierto, interpretarlas como índices de un genocidio, universalizarlas al nivel de rela-tos sobre un no-evento genocida estatal nacional e idea-lizarlas como memorias de un genocidio constitutivo y constituyente, se le sumaría el de demostrar su supuesto carácter político. Los mismos relatos señalados, en rigor, no parecen transmitir una historia política sino una me-moria traumática, evidenciada por la imposibilidad de dar inteligibilidad a los hechos narrados, donde el len-guaje no alcanza a representar lo vivido y es reemplaza-do por el silencio y el llanto. El trauma es un exceso del sentido que linda con la ausencia del sentido. Aquí es donde tenemos que ser cautos a la hora de interpretarlo, de no reducir las contradicciones y aporías insoportables de lo real actualizadas en él.

Pero además, la base de la lectura del no-evento es que el sentido verdadero de los relatos se halla en lo que no se dice. ¿Cómo se llena el silencio y el llanto? Como no podía ser de otra manera, mediante la operación de in-terpretación de los investigadores. Pese a las apelacio-nes a la perspectiva y voz (o silencios) de los narradores, el nombre, la inteligibilidad y sentido del no-evento, es decir “El genocidio constitutivo”, es colocado por los investigadores. Se identifican víctimas y victimarios, destinos colectivos, ethos y proyectos de pueblo, agen-cias. No cuestionamos la responsabilidad del esfuerzo investigativo de los autores, ni su compromiso con los informantes ni eventualmente la adecuación de sus in-terpretaciones a los usos del pasado o productividad política actuales de los relatos, al menos para una parte sustancial de los grupos que los recrean. Señalamos, si, los problemas de promover una lectura excesivamente lineal y moral de estas narrativas, vinculada tal vez a una visión de la memoria colectiva como reflejo o conti-nuidad directa, tanto de los hechos del pasado como de las memorias socialmente producidas en otros momen-tos históricos. Por ejemplo: el trauma puede haber sido no sólo originado en la masacre, sino en la experiencia de la necesidad pos-retorno de encontrar un statu quo y reconfigurar relaciones comunitarias entre víctimas y victimarios, colaboracionistas y resistentes (como mues-tra del Pino para un contexto muy diferente de prácticas genocidas o de violencia política masiva). No creo que la postulada agencia, por su parte, quede evidenciada. El relato muestra más bien un momento de ausencia de toda agencia de las víctimas, un “hecho victimal total” desde el cual se es incapaz de articular respuesta social o política, excepto la lucha por la supervivencia física. Tampoco queda claro que el esfuerzo de crear vínculos sociales en las narrativas del regreso remita “a una agen-cia indígena en la reestructuración de un pueblo”.

Hay algo que suena demasiado teleológico aquí. Su-poniendo que pudiéramos hablar de una agencia de los niños a partir de los silencios del relato, sería más difícil clasificar simplemente esta agencia como “indígena” o “mapuche”, puesto que deberíamos definir primero lo que constituiría el sujeto indígena o mapuche y la indi-genidad o mapuchidad de tal agencia en ese contexto, según las marcas de la narración. Excepto que nos con-tentemos con el gesto tautológico de designar a priori como indígenas y mapuches a los personajes o narrado-res. Esta teleología se completa con el desiderátum de la “restructuración de un pueblo”. Supongamos que el des-tino de la agencia ya está prefigurado y su contenido es tan claro que puede inferirse de los silencios de una na-rración. ¿Puede una simple agencia tener miras de tanta proyección temporal y coherencia política, toda agencia definida como indígena apunta a la reconstrucción de un pueblo? ¿No hay agencias indígenas que apunten en otras direcciones (así como pueden haber agencias no-indígenas que apunten a la reconstrucción de pueblos indígenas)? ¿O lo que definiría la indigenidad de una agencia sería la promoción de una pueblitud?

Todos estos comentarios no apuntan tanto a cuestionar la posibilidad de que, efectivamente puedan demostrar-se estas cadenas interpretativas, sino a señalar las gran-des brechas que deben ser llenadas para la demostración de este tipo de argumentos, y el uso excesivo de cadenas metonímicas para formar una ilusión de verdad. En la argumentación que hemos analizado, esto puede ob-servarse como un círculo de carreras de saltos lógicos: las narraciones refieren una agencia (primer salto); esta agencia es indígena (segundo salto). En la medida que esta agencia es indígena, promueve la reproducción o reestructuración de un pueblo (tercer salto). En la me-dida que promueve la reestructuración de un pueblo, es una agencia (cierre del círculo).

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Pero además, finalmente ¿Por qué el genocidio poli-tizaría? ¿Por su demanda de reparación? ¿Por la repro-ducción y expresión discursiva de la crueldad y el terror original? ¿Por servir a la reconstrucción de un pueblo (¿sirve?)?) ¿Por una potencial demanda de emancipa-ción (¿la hace?)?. Creo que el problema para demostrar esto es que no queda otra opción que analizar el uso pos-terior de la representación de los hechos, más que los he-chos. Porque el momento del genocidio, en la medida en que excluye totalmente a un antagonista tanto de la vida como de la posibilidad de existencia política (en rigor no lo derrota sino que elimina al otro como antagonista), al contrario que la guerra, no es el sustrato esencial de lo político, ni su continuación por otros medios, sino la negación de lo político. Otra cosa son los usos sociales posteriores que pueden tomar como referencia o deri-varse del genocidio.

La postulación del carácter político del genocidio y sus memorias requiere mayor demostración entonces que la mera afirmación de dicha politicidad. Comenzar por de-finir qué es político y qué no. Y, si se insiste en atender a las memorias como un proceso, deslindar distintas poli-ticidades posibles. Las que tuvo eventualmente el even-to genocida en el tiempo histórico (durante los sucesos y en el período inmediato; en el período posterior, luego, en relación con distintos contextos históricos) y las que tiene o puede tener en la época actual, sea en sus dimen-siones simbólicas, pragmáticas o historizadoras.

Walter Delrio y Ana Ramos

Antes que nada agradecemos a los editores de Cor-pus la posibilidad de abrir un debate entre colegas, el cual principalmente procura reflexionar tanto sobre de-sarrollos académicos como sobre discusiones instaladas en nuestra sociedad. Las citas de los distintos trabajos

remiten, indudablemente, a un debate que excede a los ámbitos disciplinarios de la Historia, la Antropología, el Derecho o la Arqueología. En particular agradecemos a los colegas por permitir a través de sus lecturas ampliar nuestro conocimiento y perspectivas.

En común, encontramos que en la pregunta o elec-ción de un ¿nuevo? concepto, todos estamos sumamente advertidos con respecto a que su aplicación no recurra al efecto homogeneizador que hemos denunciado para otras matrices conceptuales desde las cuales se ha cons-truido el relato historiográfico sobre los procesos de so-metimiento estatal de los pueblos originarios/indígenas. En relación con ello se manifiesta y comparte la necesi-dad de reconstruir tanto la genealogía de los procesos de consolidación estatal en relación con las prácticas geno-cidas como la propia agencia de los grupos subalterni-zados. Identificamos y compartimos con los colegas que no hay historias, itinerarios ni narraciones homogéneas sino construcciones homogeneizantes, tanto de sectores dominantes como subalternos —incluyendo los acadé-micos—- en cada contexto histórico.

Es precisamente desde esta lectura compartida que algunos de los trabajos aquí reunidos nos permiten dar cuenta, desde las actuales perspectivas de investigación —y resultado de líneas de trabajo que ya cuentan con años de desarrollo—, de la complejidad de procesos ma-yormente “no-narrados” como señala Pilar Pérez por parte de la historiografía en nuestro país, así como de los objetivos políticos que tanto la “narración” como la “no-narración” han tenido. En esta reconstrucción ge-nealógica es fundamental el aporte que Florencia Roulet y María Teresa Garrido realizan en relación con los mar-cos jurídicos contemporáneos al proceso de formación y consolidación del estado nacional y de las narraciones sobre el evento de la conquista hasta nuestros días. Los trabajos de Pilar Pérez y de Liliana Tamagno nos infor-

man y llevan a reflexionar sobre la historia de los mismos conceptos de genocidio y etnocidio y fundamentalmente de los marcos conceptuales puestos en discusión y uso en la segunda mitad del siglo XX. Junto con el planteo de Verónica Seldes, estos trabajos nos conducen a pensar en las tensiones, conflictos y relaciones de poder desple-gados históricamente en el debate conceptual en torno al hablar-narrar la conquista.

Los trabajos de Diego Escolar y Julio Vezub remarcan algo también implícito y explícito en los ya menciona-dos, al presentarnos los alcances de la construcción he-gemónica instalada en el “sentido común” en nuestra so-ciedad y cómo los debates historiográficos son al mismo tiempo debates políticos. Sin embargo, sería importante la pregunta con respecto a por qué existiendo ya una tra-yectoria de varios investigadores y equipos de investiga-ción sobre el proceso de sometimiento e incorporación indígena por parte del estado argentino, el foco sobre el debate recae nuevamente en no-especialistas, periodis-tas con alcance masivo, y el “sentido común” o supues-tos hegemónicos. Ya que es precisamente desde estas lecturas, desde donde se suponen lineales relaciones en-tre “nuevas modas conceptuales” y acciones políticas de sectores homogéneamente identificados; en una supues-ta influencia no dialéctica sino con un único sentido: de los académicos a las organizaciones indígenas.

Por el contrario, en nuestro país, la utilización del con-cepto “genocidio” se dio en primer lugar en el discurso de organizaciones de los pueblos originarios en un con-texto de lucha por el reconocimiento que se abre con el retorno de la democracia en la década de 1980. En par-ticular, 1992 constituye un año clave—y no un punto de llegada— en este proceso. Es con posterioridad que al-gunos académicos comienzan a utilizar el término y su uso se extiende, aunque con considerables diferencias, matices, cuestionamientos y preguntas.

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No consideramos posible hablar de algo así como “los estudios sobre genocidio” en relación a este proceso. Ya que, en todo caso, el encontrar un concepto operativo —y en permanente cuestionamiento— fue para muchos, como lo demuestran parte de los trabajos aquí reunidos, resultado de nuevas preguntas y metodologías. Si dife-rentes investigaciones condujeron a preguntas similares, no fue por la aplicación desde el concepto hacia el archi-vo o el trabajo de campo, sino precisamente al revés. Se trata de un desarrollo desde la casuística lo que ha lleva-do a la adopción —repetimos, plena de cuestionamien-tos y puestas en sospecha— del concepto. En todo caso la “simplificación” (y la lineal atribución de una inten-cionalidad política determinada) ha sido desde el marco de interpretación hegemónico, desde el negacionismo, y no desde el trabajo historiográfico que las nuevas líneas de investigación vienen sosteniendo. En estas últimas, reiteramos, la puesta en sospecha de la utilidad y aplica-bilidad de los conceptos ha sido constante.

Tampoco coincidimos en que hoy por hoy el “genoci-dio” sea como dice Escolar el “principal mito de refun-dación de identidades y pueblos indígenas actuales, o como principal demanda y símbolo de los indígenas”. En todo caso, éste ha sido uno de los argumentos de aquellos que se oponen a su existencia, desde el negacio-nismo, para reconstruir o rehabilitar, como dice el pro-pio Escolar, “un locus de excepción”. Siendo los proce-sos identitarios mucho más complejos que un cambio en la utilización de conceptos —supuestamente siguiendo tendencias de la historiografía— lo cierto, en todo caso, es que hoy confluyen en un mismo debate los procesos identitarios y académicos, con las mismas —y/o dife-rentes— preguntas e impugnaciones a la hegemonía y al proceso histórico de su conformación. Como señala Pérez, sería importante no minimizar “las consecuencias del genocidio que perduran hasta el presente”. Ya que si afirmamos que un genocidio existió, debemos compren-

der las agencias subalternas precisamente bajo este tipo de condicionamientos y en el marco de sus continuida-des y cambios, es decir en una coyuntura sensiblemente distinta a la previa. Por lo tanto, si bien podemos identi-ficar elementos “similares” entre antes y después, éstos no pueden ser comprendidos sólo como continuidades, sino que es necesario dar cuenta de los cambios existen-tes en los condicionamientos. En Pampa y Patagonia por ejemplo, “algo” cambió entre las décadas de 1870 y 1880. Es allí que la pregunta por lo “constitutivo” o “fundan-te” de un nuevo tipo de relación con el estado, es suma-mente válida.5

Sin dudas, como plantea Escolar, existe también una genealogía en la construcción de este tipo de prácticas, y en el proceso de construcción de la otredad, y eso es lo que diferentes líneas de trabajo vienen permitiendo observar. Pero precisamente, estas genealogías se sirven de aquellos que son considerados, elegidos, como “hitos históricos” y haríamos muy mal en no tenerlos en cuenta o minimizar su significado, ya que han sido diseñados como marcadores de puntos de inflexión. Por ejemplo, no podríamos entender con idéntico significado, antes y después de las campañas al desierto, el atribuir “venir de Chile”, ser “araucano”, ser “pehuenche”, o ser “in-dígena” a una persona. Dar cuenta de los procesos por los cuales determinados eventos son construidos como “hitos” iluminaría sobre los conflictos y agencias en la constitución del conjunto de relaciones sociales por las que entendemos el estado.

Identificamos entonces dos grandes perspectivas en cuanto a los nuevos enfoques sobre los procesos de sometimiento indígena: por un lado, la reconstrucción genealógica de la hegemonía y, por el otro, la recons-trucción impugnadora o no, pero sí alternativa, desde la experiencia heredada de quienes fueron subalterni-zados. En primer lugar, y consideramos que hoy en día de forma contundente, las demandas de precisión en la

descripción histórica son poco a poco respondidas por las actuales investigaciones que vienen desarrollándose en proyectos grupales y tesis6. Nuevas respuestas para nuevas preguntas, que podrán permitirnos debatir con mayor profundidad en cuanto a la aplicabilidad del con-cepto genocidio para ciertos procesos, o precisar térmi-nos como “genocidio constituyente”, “masacre estatal”, etc.

Ahora bien, en este proceso de describir la compleji-dad de cada contexto en el que se produce conocimiento histórico surge una pregunta. ¿Existió algún contexto no-militante? ¿La descripción hegemónica desde finales del siglo XIX sobre las “campañas del desierto” no es acaso también plausible de ser interpretada como inscripta en un “contexto militante”?7 Consideramos que éste tam-bién es el caso de la segunda perspectiva mencionada, vale decir, de los puntos de vista emergentes desde la experiencia heredada. El contexto político en el que las memorias indígenas y de sectores subalternos devienen fuerzas sociales está organizado por los marcos de in-terpretación hegemónicos fuertemente instalados en la sociedad argentina y que quedan de manifiesto en las intervenciones de autores, académicos o no, citados por Escolar y Vezub, por ejemplo. Es que precisamente ese marco de construcción de la “imposibilidad del otro” —que ha sido subrayado por todos los autores para el proceso de sometimiento indígena— es, en definitiva, la imposibilidad de pensar al mismo proceso desde otra perspectiva y desde otros marcos de interpretación. Así, estos marcos, hegemónicos o no, no son ontologías ais-ladas sino que deben ser tenidos en cuenta en su pro-ceso histórico de relación a lo largo de más de un siglo. Si entendemos que desde algunos de ellos se dio forma a la invisibilización, operativa para las prácticas de ex-plotación extraeconómica de la fuerza de trabajo indíge-na, debemos tomar en serio el hecho que desde otros se orientaron construcciones de sentido diferentes, a veces

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a través de la identificación como pueblo, familia linaje o clase.

Esto forma parte de lo que podríamos denominar como experiencias heredadas. Al respecto, y a partir de discusiones más informales con algunos colegas con los que compartimos este número, quienes nos han seña-lado oportunas preguntas, nos gustaría subrayar que, cuando nos referimos a estas experiencias desde las na-rrativas mapuche-tehuelche, no estamos suponiendo homogeneidad. Aun cuando destacamos la importancia de experiencias que no siendo idénticas sí fueron ma-sivamente comunes, la conformación de extensas redes de transmisión y comunicabilidad, y la producción de formas de hacer sentido compartidas, nunca podrían ser homogéneas historias ancladas en trayectorias per-sonales y familiares, y constituidas mayormente por si-lencios. Sí creemos poder señalar que las contadas que incorporamos —a través de nuestro recorte y pensando en este dossier— fueron transmitidas por personas que se identifican, en mayor o menor grado, con las trayec-torias familiares de quienes fueron conformando las comunidades mapuche o mapuche-tehuelche en la pro-vincia de Chubut. Es en estos contextos, que el término “tristeza”, “sufrimiento de los abuelos” o frases como “sabía llorar la abuela cuando contaba” son utilizados por los narradores para introducir las contadas.

Desde este ángulo, creemos que la historización de los contextos en los que se produce y transmite conocimien-to histórico –a través de eventos comunicativos, formas narrativas y silencios significativos—y el análisis de es-tos contextos como espacios de tensión entre sujeción (imposiciones) y subjetividad (experiencias ancladas en trayectorias particulares) son parte de la empresa de una Antropología Histórica. Por lo tanto, es una postura epistémica que lleva a identificar (seleccionar, recortar) y asociar narrativas según los criterios que la memoria

social va estableciendo. Entre estos distintos criterios, las “historias tristes” pueden reponer imágenes, valora-ciones, y conexiones de sentido poco confortables para otras formas de pensar los eventos históricos post-cam-pañas militares, pero también es una opción hacer histo-ria problematizando la misma “incomodidad”.

Al mismo tiempo, no debemos entender las historias tristes como narrativas aisladas, puesto que éstas forman parte de cadenas textuales complejas en las cuales preci-samente se describe un tipo de coyuntura especial. Espe-cial porque hay, de algún modo, un antes y un después a partir de ella, y porque ese después impuesto es conside-rado también como fruto de lo que hicieron los abuelos (quienes no son recordados como victimas pasivas)8. En esa cadena discursiva, lo que podríamos llamar “trau-ma social” a falta de una categoría mejor (aun sabiendo que no es traducible al sintagma “historias tristes” ele-gida del castellano por parte de los narradores) es sólo un nuevo comienzo. Nos referimos a ello en la prime-ra ronda de trabajos como “hito histórico”, intentando dar cuenta del sentido de reestructuración que tienen estas historias en las memorias sociales de las personas mapuche y tehuelche con quienes conversamos. En ese contexto algo cambió y por eso es recordado, y no aisla-do de la historia que llega hasta nuestros días. Las narra-tivas refieren a lo que como historiadores identificamos como “campañas de conquista” pero no sólo a este con-texto, sino también a los de las siguientes generaciones. Las narrativas señalan entonces una trayectoria, no es el genocidio –o las campañas del siglo XIX- lo que se ac-tualiza sino la memoria sobre las relaciones sociales. Es, por lo tanto, una posición política sobre el mismo curso de la historia lo que se transmite en ellas; una posición desde la cual se esgrimen preguntas para el historiador, el antropólogo o el jurista puesto que, por ejemplo, nos exigen volver al archivo, a las memorias o a las leyes con otras lecturas y reformulaciones.

El ngtram tiene la función social de transmitir aque-llo que es considerado como “verdadero”. Esta es la valoración metadiscursiva que define a este género. Los antropólogos e historiadores estamos comenzando a tomar en serio el hecho de que existen otros marcos de interpretación y que su incorporación al trabajo his-toriográfico nos permitiría dar cuenta de otras formas9, también heterogéneas y también compartidas —aunque no hegemónicas—, de construir sentido del pasado al contar la historia del sometimiento estatal de los pue-blos originarios/indígenas. En ellas, como subrayamos en la primera ronda, no hay nociones esencializadas de víctima-victimarios como sujetos preconcebidos, sino que se complejizan las descripciones de cuáles han sido las expropiaciones sucesivas, los condicionamientos, las agencias y las estrategias.

Entendiendo como Ranciére a la política como la irrupción, a diferencia de la política como policía, con-sideramos que los ngtram también son una fuente indis-pensable para dar cuenta tanto de la política como de la policía en la matriz estado-nación-territorio. Es decir, de la agencia subalterna y de los procesos de identificación en el marco de procesos más generales de construcción hegemónica de otredad y de aboriginalidad.

Pilar Pérez

Defender la historia

Me gustaría volver sobre el silencio de la historia como parte constitutiva del genocidio. Volver sobre la historia de forma crítica pero también como una militante de la disciplina. Me gustaría entonces, en esta coda del texto, defender la historia. Teniendo en cuenta que una de las características trabajadas por la literatura de los estudios sobre genocidio (Jones 2006) está relacionada a la nega-ción del genocidio como rasgo común en casos compa-

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rativos, creo fundamental destacar dos ejes vinculados a la historia.

En primer lugar, la indeclinable necesidad de recons-truir el proceso histórico y de discutir categorías ancla-das en los mismos. Por esto, me detendré a desarrollar algunas características del campo de concentración de Valcheta, para dar, aunque más no sea, una aproxima-ción a la complejidad de las relaciones que el genocidio instaura en términos de prácticas y rutinas que habilita. En segundo lugar, me interesa subrayar el papel de la disciplina como espacio de debate hegemónico en torno a construcciones de verdad y sus implicancias y efectos para repensar las formas de constitución del estado ar-gentino.

El campo de concentración de Valcheta

Compartimos la propuesta de Das y Poole —que se desprende de una lectura crítica de Agamben— en don-de las autoras consideran que la construcción de la ex-cepcionalidad se entrama en “prácticas incrustadas en la cotidianeidad del presente” (Das y Poole 2008) que se construyen históricamente y que, por ende, no son está-ticas y son disputables. Teniendo en cuenta este marco, nos gustaría puntualizar algunas características del cam-po de concentración de Valcheta.

Según el informe de Lorenzo Wintter al Ministro de Guerra en Agosto de 1883 (AGN, Fondo Wintter, leg 1149, S/D), el Teniente Coronel Roa fue enviado al sur persiguiendo a Saihueque e Inacayal. Fundamentalmen-te, Roa buscaba interceptar los pasos que muchos grupos usaban desde varios años atrás para comerciar con los galeses de la Colonia Chubut (Rawson y Gaiman). Como resultado, y para evitar la reconcentración de indios en Buenos Aires, la gente de Utrac (apresados aisladamen-te), Charmata y Pichalao fueron conducidos a Valcheta

donde serían malamente racionados por el estado hasta fines de 1887. En octubre se produce la masacre de Ge-noa, cuyos sobrevivientes, más la gente de Chiquichan y Qual, son conducidos por el Mayor Vidal hacia Valche-ta. Mientras sus animales, 2.500 lanares, más yeguarizos y vacunos, son arriados por el Comandante Lasciar ha-cia la colonia galesa (SHE, 5to de caballería, 1881-1937, fjs. 556). Tomando los datos de mínima que aportan las fuentes el número de los últimos presos enviados a Val-cheta sería de 600.

Ante el inminente cese del racionamiento, en 1886, el entonces Gobernador Wintter remite un pedido para crear una colonia indígena por la necesidad urgen-te —en su criterio— de repartirle tierras a la gente de Charmata y Pichalao. Ya en febrero de 1887, este pedido será acompañado con listas de los presos de las tribus de Pichalao, Charmata, y se agregan también la gente de Cual y Chiquillan (AHPRN, MI, 1886, caja 1). Estas listas distinguen hombres, mujeres, niños y niñas, con sus nombres, quienes suman un total de 214 personas presas en el campo. Cabe preguntarse ante esta informa-ción el destino del resto de los mencionados, sabemos que existen pedidos puntuales de mujeres y niños (AGN fondo Wintter, leg 1217, varios —entre ellos el mismo Roa pide una chinita—) que se encuentran en Valcheta, y que también continúan los repartos a demanda hasta por lo menos 1888 —se envían varias familias indígenas del territorio nacional de Río Negro a Misiones a pedido del Gobernador Rudecindo Roca (AGN-DAI, Exp gra-les, 1889, leg 1)— pero también hay muchos otros que están en Valcheta y no son incorporados a estas listas.

La campaña punitiva de Roa fue al mismo tiempo un viaje de exploración tras el cual presentó un informe descriptivo, en el cual el Teniente Coronel destacaba con admiración a las tribus de Charmata y Pichalao, quizás por esto estuvieran ya en consideración para un proyec-

to de colonias. En su lectura estas tribus eran un ejemplo por su capacidad de criar ganado vacuno de una cali-dad excepcional y por los índices de longevidad y escasa mortalidad, en detrimento comparativo con los galeses que hacían “vegetar” la colonia que el estado les había cedido dentro de su, reconocido pero casi desconocido, territorio nacional en 1865 (Roa 1887).

Por otra parte, desde que el ejército se retira en 1885, el control del campo queda bajo la vigilancia de una co-misaría de policía que depende de la jefatura de policía de la gobernación a cargo de J. J. Biedma. Concretamen-te serán las policías departamentales las que definan a través de su trabajo el adentro y el afuera del campo. En las memorias del Ministerio del Interior de 1888 se des-taca que la policía, además de sus tareas de vigilancia, debe recorrer el territorio “donde puedan refugiarse los desertores del ejército ó indígenas que se alzan de las diferentes tribus sometidas.” (MMI 1888 pp 291) Hacia adentro del campo son las encargadas de mantener el orden y regular las prácticas de los presos.

En este sentido, el comisario de policía Miller será re-prendido desde la gobernación reiteradas veces por los abusos cometidos contra algunos indios. Entre otras for-mas de abuso se destacan la venta de pasaportes para quienes estaban de paso o para aquellos que querían sa-lir ya sea a cazar o viajar a algunos de los pueblos cer-canos. También es observado por sacarle gente para tra-bajo al Capitanejo Sacamata (que se encuentra dentro de las listas mencionadas previamente confeccionadas por Wintter), por correrlos de las parcelas de tierra en donde estaban asentados y por despojarlos de los pocos anima-les de los que lograban hacerse (AHPRN, copiadores de notas de gobernación, 1887, 01, fjs 235 y 1888, 02, fjs 147).

Retomando algunas de las características de constitu-ción y operación del campo, insertas en el contexto ma-yor de la Conquista del Desierto, entendemos que es en

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este periodo en donde se produce un cambio radical en las relaciones entre indígenas y estado que marcarán el devenir de las mismas a lo largo del siglo XX. Ya que si bien los indios representan un otro interno que está a disposición del poder ya sea como mano de obra for-zada o como trofeo o como preso sin ninguna condena, en definitiva, como un cuerpo asesinable, también es en este espacio en donde comienzan a encarnarse formas de poder que conjugan las fronteras de lo (i)legal. Constitu-yendo los dos extremos del estado de excepción, en los términos ya citados de Agamben, el “hombre lobo” pero también el soberano.

La policía, sin necesidad de mencionar las enormes di-ficultades en las que están asentadas en el territorio que también les da elementos para justificar sus acciones de abuso, disponen —entre otras cosas— el quiénes y cómo pueden moverse los indios sometidos por el territorio. Controlan y reducen la circulación y hacen uso y abuso de prácticas impuestas dentro del territorio desde la ocu-pación militar que es la obligatoriedad para los indios de circular con permisos y pasaportes y siguiendo las rutas de fuertes y fortines. Esta última nos vincula asimismo con prácticas de legibilidad (Trouillot 2003) en donde el estado encarnado en sus funcionarios marca y garantiza identidades diferenciadas. Al mismo tiempo, y contra-dictoriamente con la pretensión homogeneizadora de constitución de ciudadanía, se reproducen las diferen-cias jerárquicas que el estado reconoce en la organiza-ción de las tribus indígenas. Estos son, como ya ha sido trabajado por otros historiadores, los intersticios sobre los que se reagrupan estratégicamente varios indígenas para garantizar su supervivencia (Delrio 2005, Salomón Tarquini 2010). En definitiva, son estos los márgenes so-bre los que comienza a reproducirse el estado como idea.

Para principios del siglo XX, Valcheta estaba constitui-da como colonia en donde los lotes estaban repartidos

preferentemente entre extranjeros (siempre mejor consi-derados que los indios). En 1904, el inspector de tierras describe la sección El Salado de la colonia Valcheta. Una zona totalmente inservible y casi inhabitable que está poblada por indios. “Puede asegurarse que [las familias] son dignas de toda lástima por su estado de salvajismo, cosa que yo creia extinguida en mi patria; la mayoría de estas son descendientes de la raza ‘tehuelche’ en pleno vigor de sus costumbres de holganza y vicios, que dá vergüenza referirlos” (AHPRN, Inspección Tierras Val-cheta, 1904, fjs 9). Con la sola excepción de Juan Saca-mata ninguno de los indios listados por Wintter en 1887 recibe título en la Colonia Valcheta.

La historia estalladaTal como lo describe el archivero de la dirección de

Tierras y Colonias en 1901, los pedidos del Gobernador Wintter para conformar una colonia indígena fueron encontrados en una “...carpeta caratulada ‘documentos inservibles’ que perteneció al extinguido Departamento de Obras Públicas...” (AHPRN, MI, 1886, caja 1). En este sentido cabe destacar, en primer lugar, el corte estable-cido por el biopoder respecto a los indios reducidos en los campos y, en segundo lugar, lo fragmentado y dise-minado que se encuentra el archivo para reconstruir esta parte de la historia que hoy nos resulta imprescindible para entender los reveses de los proyectos civilizatorios.

Como ya se ha dicho, el silencio de la historia fue fun-cional a esta reproducción de la marginalidad impues-ta sobre los cuerpos indígenas, pero al mismo tiempo nos permite ver hoy con una claridad contundente los límites de una construcción única de verdad histórica. Hasta 1880 los indígenas del sur tenían una presencia, autonomía y fuerza que no volvieron a tener nunca más por la relación estructural que se establece en el proceso genocida. Si bien las prácticas de marginalización y de

excepcionalidad aparecen en diversas experiencias de la historia argentina, no creo que todas puedan ser consi-deradas genocidios.

Por referirme brevemente al terrorismo de estado de la última dictadura —comparación más que frecuente— si bien comparte algunas características, una clave de diferenciación entre los procesos está, justamente, en la construcción del enemigo desde el estado como perpe-trador del crimen. El estado argentino del siglo XIX, de-fine, fija y esencializa a los indígenas otorgándoles una imagen negativa enraizada —hasta la actualidad— tan-to en las políticas de estado como en el sentido común argentino que dista enormemente de la caracterización profundamente ambigua y, en casos, arbitraria de un subversivo (Calveiro 1998). De esta forma, cualquiera que no se adecuara a las normas de disciplinamiento del estado terrorista podía ser un potencial desapareci-do. En suma, la ambigüedad y arbitrariedad del estado dictatorial proyecta el terror sobre toda la sociedad y no sobre un sector singularizado en particular.

En este sentido, estamos en una etapa en donde re-cién comienza a historiarse y definirse el proceso de la Conquista del Desierto. Los esfuerzos están orientados a narrar el proceso en un nivel de densidad que nos per-mita conocer y cuestionar no sólo el relato sino la mismí-sima construcción del estado nacional que se consolida en la década de 1880 —de ahí las resistencias también—. Dado el protagonismo que el estado argentino se arrogó en este proceso, complejizar las fronteras de la narración nacional es en cierta medida iluminar —en el sentido benjaminiano— la posibilidad de entender que otras for-mas de construcción del estado, la nación y el territorio son posibles.

Si bien esta última afirmación implica disputas en are-nas muy distintas, la historia —entre otras disciplinas— también forma parte de un debate hegemónico por la

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verdad que lentamente está intentando abrir sus regis-tros, sus métodos, su teoría para combatir sus silencios y exponer las formas racistas y discriminatorias que éstos cobran por ejemplo en planes de estudio, o en causas ju-diciales por conflictos de tierras donde se desestiman las demandas indígenas por “desconocimiento” del proceso histórico, o en representaciones folclorizadas y estáticas de lo indígena, o en monumentos a genocidas. Esto, por otra parte, lejos de ser una propuesta por reproducir pre-tensiones de totalidad de la disciplina es más bien una forma de sincerar lo precario de esta forma de narración del pasado, pero reconociendo el enorme peso de la his-toria para empezar a hablar de reparación.

Florencia Roulet y María Teresa Garrido

Los aportes contenidos en este dossier ilustran cabal-mente uno de los tres elementos de la justicia transicio-nal que evocamos en nuestro trabajo al tratar las posibili-dades actuales de reconocimiento y reparación del delito de genocidio: el de la reconstrucción de una memoria social que permita establecer una verdad no judicial so-bre las circunstancias y los motivos que llevaron al Esta-do argentino republicano a cometer un genocidio con-tra los pueblos indígenas y, colateralmente, contra otros sectores subalternos ideológicamente “indianizados”, como lo muestra Diego Escolar. Su trabajo acerca del discurso de Sarmiento sobre las montoneras federales —que complementa los de Pedro Navarro Floria (2000) sobre Sarmiento y la cuestión indígena— refleja cómo se construyó el concepto mismo de “lo indígena” como excepción negativa al estado de derecho, autorizando la conquista de sus territorios y su eliminación en tanto colectivo diferenciado al interior de la sociedad nacio-nal, tema que también toca Pilar Pérez. Walter Delrío y Ana Ramos abordan los mecanismos puestos en prácti-

ca para implementar el genocidio, en particular la apro-piación de niños, su traslado a campos de concentración y posterior distribución, y rescatan la memoria de ese trauma en sus descendientes, que expresan en “historias tristes” y en silencios cargados de sentido todo el dolor de aquella violenta separación de su gente, de su tierra y de su identidad. Otra faceta de este ejercicio de memoria es la reflexión crítica acerca de los mitos elaborados para justificar el genocidio y acerca del rol de la ciencia y de los medios en su construcción y difusión, tema que desa-rrollan Verónica Seldes y Julio Esteban Vezub.

La cuestión que permanece abierta para el debate en estos trabajos es fundamentalmente terminológica: ¿se trata del “genocidio constitutivo” del Estado argentino –donde el énfasis estaría puesto en el concepto “consti-tutivo”— o de la culminación de un proceso de construc-ción de un orden político soberano iniciado con la im-posición de la regla estatal nacional a las provincias del interior? (Escolar). ¿Se trata más bien de un “genocidio cultural” que subsume en un imaginario “ser argentino” la diversidad cultural y deshistoriza el proceso de cons-titución territorial del Estado? (Seldes). ¿Es pertinente formular una distinción entre el genocidio como fin y el genocidio como medio, o entre los genocidios colonialis-tas que implican agencias diversas actuando contra un otro externo y los genocidios modernos caracterizados por la acción del Estado contra un otro interno? Hablar más bien de etnocidio, culturicidio o limpieza étnica, ¿no implica caer en la trampa de minimizar la intención de exterminio físico de los indios? (Pérez). ¿No se corre el riesgo, al explicar las actuales condiciones de margina-lidad, explotación y pobreza de los pueblos indígenas argentinos como consecuencia del genocidio estatal, de reducirlos nuevamente a una condición de víctimas, rei-terando la práctica de ignorarlos como “presencias acti-

vas”? (Tamagno). Cuando se aborda el genocidio como un largo devenir inconcluso perpetrado por un Estado siempre igual a sí mismo, ¿no se incurre en una esencia-lización que tiene por efecto diluir las responsabilidades dentro de una sociedad que se erige como un bloque ho-mogéneo, separada de lo indígena? (Vezub)

Lo que queda relativamente opacado en este debate semántico es el tema de la utilidad de invocar uno u otro concepto, teniendo en cuenta las consecuencias prácticas del uso que hagamos de ellos. Si las ciencias sociales tie-nen mucho que aportar en términos de restitución de la memoria y elaboración de un nuevo discurso histórico sobre ese pasado traumático y sus secuelas presentes, es en el campo del derecho donde encontraremos respues-tas al “para qué” de este ejercicio. A diferencia de las ciencias sociales, que acogen con fruición los neologis-mos y asumen como una de sus tareas la de crearlos, el derecho es sumamente cauto y lento en proponer nue-vas definiciones de delitos. Pero, una vez formalmente adoptadas, éstas tienen la ventaja de transformarse en referencias para prescribir conductas y señalar respon-sabilidades a los Estados y sus diversas agencias. A dife-rencia de conceptos antropológicos como el de etnocidio o genocidio cultural, los conceptos jurídicos de genocidio y crimen de lesa humanidad describen conductas delic-tivas precisas cuya responsabilidad última es imputable a los Estados en la actualidad. Es asimismo en el cam-po del derecho —y en particular en el terreno en rápido desarrollo de la justicia transicional— donde se avanza en propuestas concretas de reconocimiento y reparación para las víctimas de crímenes de lesa humanidad y de genocidio mediante avances legislativos y una amplia gama de medidas. Este aspecto, que desarrollamos con el enfoque interdisciplinario que requería la naturaleza de las preguntas formuladas en el cuestionario, pretende ser el principal aporte de nuestra contribución.

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Diana Lenton

Comentario final del debate

Tal como propone el título de este debate, lo que aquí se discutió no es, en realidad, la ocurrencia del genoci-dio como proceso histórico, sino hasta dónde nos sirve pensar con estas categorías para explicar lo que pasó y lo que pasa. Dado que los participantes de este encuen-tro coincidimos en el hecho básico –la existencia de una serie de procesos en el registro histórico y en el presente que resultan coincidentes con las definiciones jurídicas de genocidio-, la discusión ganó espacio para la profun-didad y el detalle de las diferentes implicancias de la categoría genocidio cuando es aplicada a la política in-digenista10.

Leí con placer las contribuciones enviadas a este de-bate y los comentarios sumados posteriormente por los mismos autores, y son tantos los comentarios que se me ocurren, que se me hace difícil ordenarlos. Por otra par-te, varios de los participantes hicieron un trabajo enco-miable de síntesis transversal al comentar los aportes de sus colegas. Seguramente dejaré mucho en el tintero, aunque creo que de todas maneras y afortunadamente, tendremos oportunidad de seguir debatiendo esto en otras instancias, más allá de los plazos impuestos por la realidad editorial. Por eso, sólo elegiré algunos puntos de los planteados en los textos, para redondear este en-cuentro, a medida que los temas van surgiendo, deses-timando una lectura centrada en los ejes iniciales envia-dos a los participantes. Trataré también de no repetir las relecturas con las que varios participantes sistematizan las contribuciones de los colegas, recomendando por el contrario su lectura directa.

Comenzaré, para orientarme, por retomar una serie de inquietudes que Liliana Tamagno planteó antes de entrar de lleno en el debate: la coyuntura particular en

que este debate se presenta; la utilización del sintagma pueblos originarios en lugar de pueblos o sociedades indíge-nas, con las connotaciones que pudieran acompañarlo; y la necesidad de profundizar en la reflexión sobre la prác-tica profesional y sus contextos. Seguiré luego por las cuestiones planteadas por otros participantes, acerca de la relación entre investigación y acción; y aspectos pro-blemáticos de la focalización en casos; de los enfoques de género y etarios; de los subgéneros narrativos organi-zados por el campo; y del lugar del genocidio indígena en una cronología genocida nacional.

Hablar del genocidio sufrido por los pueblos indígenas, en contextos de apertura democrá-tica

Efectivamente, como plantea Tamagno, estamos en una coyuntura difícil, en la que los evidentes logros en el campo del reconocimiento de derechos, de visibiliza-ción de los propios pueblos y de su capacidad política -incluyendo su tan controvertida “participación” en la política estatal-, y el nuevo y ampliado espacio que en-contramos, por ejemplo, para la denuncia del genocidio pasado, convive con la realidad cotidiana de la continui-dad de la explotación –capitalista pero potenciada y or-ganizada étnicamente-, la aceleración en la expropiación de sus territorios por el avance del modelo extractivo, y la impunidad en la represión de los militantes indígenas. Digo que es una coyuntura difícil porque es claramente más fácil señalar al genocida, o al autor de la violencia estatal, cuando éste está claramente situado en el polo de máxima represión, explotación, etc. Pero cómo defi-nir, cómo comprender primero, la política indigenista de una gestión que seguramente merece reconocimiento por avances en lo político, aun en el campo de lo indí-gena, pero a la vez se muestra, si no activamente res-

ponsable, al menos indiferente a los costos del modelo socioeconómico que sustenta.

Esto no es ajeno al problema que nos ocupa, ya que el genocidio no se define únicamente por el exterminio sis-temático en un lapso acotado de tiempo, sino que tam-bién se constituye y extiende en términos simbólicos y políticos en la medida en que se continúa reproducien-do, junto con la lógica binaria propia de los sistemas de pensamiento totalitarios (Calveiro 2001), las condicio-nes estructurales que posibilitan su continuidad. Hace unos años reflexionábamos, en una presentación en un Congreso sobre Derechos Humanos –en el que insisti-mos, no sin resistencia, en participar de la Mesa sobre “consecuencias del terrorismo de estado” y no de la de “problemas indígenas”, precisamente para poder plan-tear este enfoque- que “cuando los procesos genocidas no obtienen un reconocimiento jurídico, moral y públi-co, nos encontramos ante un proceso histórico que lejos de creerse cerrado, mantiene su vigencia”. Por eso, a la vez de confrontar con el negacionismo y de remar contra la idea de que “si pasó algo de esto, es imposible ave-riguarlo”, debemos encarar la tarea de destacar que en el espacio físico y social que hoy encuadra al estado-na-ción argentino, existen grupos humanos que no son sólo “descendientes” de quienes sobrevivieron a las prácti-cas genocidas de fines del siglo XIX, sino que son a la vez ellos mismos víctimas de un pasado-presente que se perpetúa en prácticas más o menos sutiles, pero que no dejan de ser genocidas (Red 2007).

Y éste es uno de los elementos que los configuran, a los de hoy y a los de ayer, como parte de una “comunidad de víctimas” que, en cierta medida configura hoy su sub-jetividad como sujetos políticos, ciudadanos argentinos sí, pero ciudadanos/víctimas/descendientes; así como partícipes de una relación de explotación económica sí, pero explotados/víctimas/descendientes. Y esto nos lle-va a la siguiente cuestión.

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La dificultad de nombrarNo concuerdo con asignar una relación tan directa

entre el nombrar a ciertos grupos como “pueblos indí-genas” y la posibilidad de visibilizar relaciones de des-igualdad y de explotación, vs. el nombrarlos como “pue-blos originarios” conducente al ocultamiento de dicha relación y a la esencialización de características deriva-das de dicha desigualdad. En realidad, quiero advertir que nuestra elección del sintagma “pueblos originarios” se debió a que hoy por hoy es el que eligen para autoi-dentificarse muchas organizaciones, que quizás tienen mayor representación entre aquellos con quienes yo personalmente hago trabajo de campo, de manera que asumo mi responsabilidad si es que existe algún sesgo o “deformación profesional” que determinó la preferencia de una expresión sobre otra.

Otros grupos (comunidades, organizaciones) prefie-ren otros términos (incluso en Formosa se sigue utili-zando “aborígenes”, tan criticado en otros contextos), pero creo que actualmente “pueblos originarios” tiene mayor aceptación como expresión “políticamente co-rrecta” tanto a nivel local como internacional. Claro está que la corrección política no implica directamente iden-tificación subjetiva ni menos afectiva: esta expresión, omnipresente en documentos y performances públicas tiene poca aplicación en las relaciones cotidianas, donde las personas continúan siendo “indias”, u otras palabras con mayor o menor carga negativa según la situación, y para referencias específicas, se utilizan los etnónimos localmente aceptados: qom o toba; mapuche, pampa o ranquel; kolla, cholo u omaguaca, etc. La disputa sobre los etnónimos es dura, sensible y en algunos casos cru-cial para la defensa de ciertas posiciones. Por eso, aun-que creo que en realidad es más correcto llamar a “cada pueblo por su nombre” y no por categorías hiperétnicas como “originarios” o “indígenas”, ambas reproductoras

de la simbología colonial (Bonfil Batalla 1972), no hay soluciones garantizadas.

Especularmente, nos encontramos con una gran difi-cultad a la hora de nombrar a la sociedad no-indígena: ¿criollos? ¿blancos? Tal vez lo más neutral es decir “no indígena”. Pero esa expresión también presenta el pro-blema de presentar a la sociedad nacional como escin-dida en dos bloques homogéneos, ignorando los ma-tices y las dinámicas poblacionales que dieron lugar a esa representación. Por eso en algunos textos hablamos de “sociedad nacional”, “sociedad argentina”, etc. para referirnos al opuesto complementario del sector autoi-dentificado “indígena”/“originario”/etc., en el sentido de aquella parte de la sociedad que no se autoidentifica como indígena, en un estricto momento presente11.

Respecto de la historia política de la indianidad que rescata Tamagno, me gustaría recordar empero que tam-bién se utilizaron otros términos. Por ejemplo, no siem-pre la ecuación era “pueblos indígenas”, ya que la expre-sión “pueblos” fue largamente resistida por el discurso dominante, temeroso de la disolución estatal. De hecho, ignoro los detalles de la imposición del término en las conferencias preparatorias de Durban, pero en cambio recuerdo ya a la vuelta de Durban 2001, la insistencia de Viviana Figueroa, quien aún era estudiante de Derecho, para que la Cancillería argentina admitiera el término Pueblos y no el de Poblaciones con el que se estaba ma-nejando, en contra de lo aceptado por la Constitución reformada en 1994 y por el Convenio 169 de la OIT. El desafío del momento era lograr la aplicación de la idea de “pueblos”.

En Neuquén, por ejemplo, el reconocimiento provin-cial de las hoy llamadas comunidades se realizó a partir de la década del 60 bajo el insulso rótulo de “Agrupa-ciones” Indígenas, o Araucanas, mientras la iglesia lo-cal comprometida con el MSTM12 auspiciaba el nombre

de “Tribus” Mapuches13. En los años 80 se extendió por todo el continente el slogan “Si como indios nos sometie-ron, como indios nos liberaremos”14, que aparentemente pone énfasis en la diferencia “esencial” más que en la desigualdad y en las articulaciones de clase, mientras paralelamente, organizaciones como el CISA o el CMPI15 incrementaban sus denuncias por la explotación econó-mica y la violencia política de todo signo. Quiero decir que la elección del término parece tener que ver más con experiencias locales y subjetividades históricamen-te moldeadas que con posiciones ideológicas estrictas en relación a la lucha de clases. Hoy en día se escuchan discursos (por ejemplo del Frente Mapuche Campesino, como hoy la Organización Mapuche de Derechos Hu-manos y Medio Ambiente, o del Movimiento Nacional Campesino Indígena que ha perdido últimamente tan-tos militantes por la defensa de sus territorios –siendo el último, al momento que esto se escribe, el lule-vilela Cristian Ferreyra-, y que es un ejemplo de articulación de movimientos tanto étnicos como de clase), que no desde-ñan presentarse a la vez como Pueblos Originarios16.

Por eso, personalmente no encuentro contradicción entre un enfoque que contemple la afirmación del geno-cidio con la utilización del rótulo de “pueblos origina-rios”. Sin embargo, creo que ésta es una discusión que se han dado y seguramente se seguirán dando las mismas organizaciones de militancia indígena.

Rescato del planteo de Liliana Tamagno la llamada de atención sobre la esquiva articulación entre etnia y cla-se (esquiva para las pretensiones de definición unívoca; aunque no por ello menos evidente en términos cotidia-nos). Es cierto que la Dictadura Militar, como la gestión Lopez Rega, intentaron clausurar la problemática es-cindiendo la reflexión sobre lo indígena de la cuestión económico-social. De allí que algunas organizaciones de la época –no todas-, para eludir la vigilancia, redujeron

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sus demandas a lo que luego se llamó “reclamos cultu-ralistas”, es decir, reducidos a cuestiones relativas a una “cultura” esencializada, dehistorizada y despolitizada. Pero aun así, la represión sufrida por el movimiento in-dígena en esos años es prueba de que dicha articulación no pudo ser ocultada (Lenton 2009; 2011).

Más aun, agregaría que hoy es la resistencia al modelo económico-productivo impuesto, especialmente cuando sus territorios están amenazados, lo que desencadena en muchos casos la conciencia étnica, y quienes hasta ayer se reconocían como “vecinos” de algún paraje silencian-do su origen común indígena, terminan reconociéndose y manifestándose en nuevas “comunidades”.

Sobre la reflexividad inherente a nuestra prác-tica profesional y sus correlatos metodológi-cos y éticos

Tamagno también se refiere a la necesidad de entablar “diálogos” con la academia y con el campo, en el sen-tido de contextuar y resituar nuestras indagaciones en las producciones académicas que nos antecedieron, así como con las contemporáneas, y de prestar atención a los mensajes provenientes de las personas e institucio-nes con las que trabajamos “afuera” de la academia. No podemos menos que coincidir en la necesidad de supe-rar las invisibles barreras que fragmentan y aíslan nues-tras producciones, de tal manera que muchas veces no conocemos lo que otros equipos producen hoy, ni lo que generaciones pasadas de científicos sociales escribieron. La ética implicada en la relación con las comunidades es un tema más abiertamente discutido y difundido; sin embargo no hemos llegado aún a un consenso en torno a los procedimientos éticamente legítimos en el trato con los grupos y organizaciones indígenas.

Uno de los elementos del contexto de producción teó-rica que seguramente provocará un vuelco en la forma

de hacer historia o antropología es el progresivo aumen-to, en los últimos años, de la presencia de estudiantes in-dígenas en niveles terciarios y universitarios de ciencias sociales.

En esta cuestión, la contribución de Verónica Seldes constituye un aporte concreto a la reflexión sobre la cons-titución de la arqueología como ciencia del “pasado” in-dígena en el marco de la consolidación del estado geno-cida y de sus límites espacio-temporales. En ese marco, el discurso nacionalista definió la pertenencia de ciertos pueblos originarios como “indios argentinos”17 mientras relegaba a otros a la extranjeridad permanente18. Déca-das después, el paradigma “patrimonial” reemplazará al nacionalista, aunque manteniendo la relación de sub-ordinación de las poblaciones alternativamente visibili-zadas o invisibilizadas.

Sin embargo, y a pesar de la lentitud con que parece extenderse la práctica reflexiva, hay señales de cambio, y ya no es tan extraña la figura del “investigador compro-metido”. ¿Qué significa, en este contexto, ser “compro-metido”? Afortunadamente, se ha ido superando aquella disyuntiva según la cual el profesional debía optar entre la excelencia “científica” o el compromiso, descripto fre-cuentemente como romanticismo mal informado. Por el contrario, hoy ser un científico comprometido significa simplemente hacer buena ciencia, respetando la norma-tiva vigente, articulando correctamente los espacios de diseño, investigación y difusión, y siempre, postulando las hipótesis y conclusiones correspondientes con hones-tidad intelectual. Por eso, en el conjunto de temas que hoy nos preocupan, no se trata de promover reivindi-caciones románticas, sino apenas de aplicar las defini-ciones disponibles en nuestras disciplinas, investigando los casos a través de las metodologías adecuadas, y al fin, “llamar a las cosas por su nombre”, como señalan Florencia Roulet y María Teresa Garrido.

Por otro lado –y concuerdo con Seldes en que hace fal-ta todavía un largo camino de consensos intra e interdis-ciplinarios para llegar a esto- la coherencia que nos recla-ma, por ejemplo, aplicar las premisas del conocimiento libre e informado más la consulta previa a los pueblos indígenas en temas que los afectan, implica incorporar a miembros de estos pueblos, ya no como destinatarios de la “devolución” de un profesional que trabaja de manera aislada, sino desde la etapa de diseño y ejecución de la investigación.

El trabajo de Pilar Pérez, como “militante” de la his-toria, apunta en la misma dirección, al concentrarse en aportar la densidad histórica indispensable para com-prender los hechos en su especificidad así como en su generalidad. Así, el análisis de documentos referidos al campo de Valcheta cumple en la presentación de Pérez el doble rol de “iluminador” en sentido benjaminiano de las características de la represión militar masiva en la Patagonia de finales del siglo XIX, que deben ser den-samente descriptas para evaluar su carácter genocida, o mejor dicho, su lugar en un proceso histórico que com-parte cualidades con otros genocidios, como también de iluminador de los alcances de la disciplina histórica como herramienta social y a la vez como punto de ob-servación de procesos sociales que querrán, o no, seguir siendo narrados. La disciplina entonces es señalada, en forma similar al planteo de Seldes para la arqueología, como parte constitutiva del genocidio, como resultado de la realización simbólica del genocidio y a la vez como capital necesario para empezar a hablar de reparación19.

Genocidio, etnocidio, culturicidio: sus impli-cancias para la investigación y para la búsque-da de justicia

Uno de los puntos interesantes de este debate es el que permite confrontar términos como genocidio, etnocidio,

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genocidio cultural y otros, en relación con el marco con-textual en que se utilizan.

Suele decirse que el término “genocidio” alude a la extinción física mientras que los otros términos se refie-ren a distintos aspectos del acabamiento “cultural” –es decir, sin exterminio físico-. Sin embargo, la experiencia y las lecturas previas nos han llevado a desconfiar de la neutralidad de esta distinción cuando es aplicada a la historia que nos ocupa.

Así, Pérez señala que se suele avalar el uso de catego-rías como “etnocidio” para expresar “la supresión física involuntaria, por ejemplo, la mortandad de indígenas por viruela” en contextos de contacto interétnico (ava-lando la idea de su inferioridad biológica), tanto como para definir “procesos de asimilación forzada con la in-tención de “civilizar” o re-educar como suele caracteri-zarse el caso de las escuelas residenciales en Canadá”20. Se deduce entonces que el empleo del término “etnoci-dio” en este rango de casos tiene como denominador co-mún la elusión de responsabilidades para el grupo que perpetró el “etnocidio” y la atribución última de las pér-didas a la “naturaleza” o al “proceso histórico” –también entendido como desarrollo “natural”.

En cambio, Verónica Seldes nos propone otra mirada, al sostener que el etnocidio “entendido como olvido de la propia historia, y de los significados de los rasgos de la cultura tradicional que sobreviven, cancela la posibi-lidad de reconocerse como sujetos creadores y transmi-sores de aquellos significados, es decir mutila las subje-tividades”, y por ende, el etnocidio entendido como las acciones que promueven ese olvido sería un elemento constitutivo del genocidio, en lugar de una categoría alternativa al mismo. Creo que ambas tienen su cuo-ta de razón, dado que si bien comparto absolutamente con Seldes que el etnocidio o genocidio cultural es parte integrante del proceso genocida –de hecho, también la

Convención de la ONU de 1948 integra la pérdida de identidad forzada dentro de su definición de genocidio-, creo que Pérez apunta al funcionamiento social de estas categorías, en la que una –la de genocidio- es temida por ciertos sectores que en cambio toleran mejor la de etno-cidio como su versión domesticada.

La instalación en el sentido común –y en el sentido común académico- de la idea de una extinción o cua-siextinción sin responsables21, además de naturalizar la pertenencia de los grupos afectados al “pasado” y al “ex-terior” de la sociedad nacional, instala al mismo tiem-po la eterna sospecha sobre quienes hoy se reconozcan como miembros de los grupos supuestamente extintos (Escolar 2007; Tamagno 1991; Rodríguez 2008).

También señala Pérez que la utilización de estas cate-gorías alternativas termina, en los hechos, oscureciendo la magnitud del impacto físico sobre los cuerpos, refuer-za la idea de que sólo hubo “transformaciones”, releva así también a los autores de su responsabilidad política, dado que, o el impacto no fue tan importante, o se pro-dujo “sin intención” –y por ende, como también señalaba Pilar, no se contempla en algunas definiciones jurídico/políticas-, y fortalece la idea de que el devenir de la natu-raleza y el progreso son los responsables, en un proceso que el estado, por sí o a través de sus particulares, sólo habrían, tal vez, “acelerado”. Pérez reflexiona entonces que lo que a fines del siglo XIX era objeto de discusión política22, terminó convertido por la práctica académica del siglo XX en una decisión terminológica cerrada.

Sin embargo, quiero advertir que estamos ante ten-dencias que pueden ser revertidas, si media suficiente trabajo de investigación y esclarecimiento. Por ejemplo, en Brasil, donde también el paradigma de la extinción hegemoniza la academia y el sentido común ciudadano, la demanda judicial presentada en 1994 por el genoci-dio de los Panará, ocurrido a partir de 1967 (fecha en

que fueron “contactados”) por causas “involuntarias” (enfermedades, miseria, hacinamiento, extrañamiento territorial), sustentó el uso de esta categoría y la deter-minación de la responsabilidad estatal necesaria, en que el Estado brasileño debía haber evitado las muertes y no lo hizo “por indecisión o por ineptitud”, además de sos-pecharse de la existencia de grandes presiones económi-cas que influyeron en esta decisión (o ausencia) estatal. También en Brasil, el tribunal implicado en el juicio por la masacre de Haximu (del pueblo yanomami), perpe-trada en 1993 a manos de garimpeiros (buscadores de oro minoristas en tierras amazónicas), determinó que “es el propio Estado el que crea las condiciones de posibilidad del crimen”, aun cuando los ejecutores sean particulares, en virtud del activo apoyo estatal a determinadas acti-vidades económicas, como en este caso, la minería por lavado (Ramos y Lenton 2009).

En ambos casos, las presentaciones judiciales requirie-ron investigación previa realizada por antropólogos y juristas, trabajo conceptual para lograr que se aceptara la calificación de genocidio, y un compromiso importante por parte de los abogados que llevaron las causas, para sostenerlas a pesar de los embates del sistema socioeco-nómico. Me gustaría aclarar que el compromiso con la declaración de “genocidio” (en lugar del más disponible “masacre” por ejemplo) no se debe a una simple prefe-rencia terminológica, sino que la determinación de que un caso puede analizarse desde el marco jurídico relativo al genocidio tiene consecuencias prácticas importantes, por ejemplo, en la posibilidad de acceso al fuero federal, y de allí a ciertos jurados mejor dispuestos a condenar a personajes influyentes en el ámbito local, por ejemplo.

En cambio, aun cuando las Ciencias Sociales y el Dere-cho puedan dialogar y complementarse en la búsqueda de mejoras sociales, creo que existen algunas diferencias importantes. Por ejemplo, desde un punto de vista teóri-

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co / metodológico, la justicia brasileña reconoció como genocidio a estos dos “casos”, que desde las ciencias sociales pueden considerarse “acontecimientos” recor-tados por sus características paradigmáticas dentro de un proceso genocida más o menos extenso, pero nunca, como ya señalamos, cada uno de ellos un genocidio en sí mismo. Ocurre lo mismo en la justicia argentina, en la que desde 2004 dos abogados intentan obtener la apro-bación de sendas demandas por las matanzas ocurridas en Napalpí en 1924 y en La Bomba en 1947, bajo la figura jurídica de genocidio23.

Del diálogo y las complementariedades posibles entre Derecho y Ciencias Sociales se ocupan Florencia Roulet y María Teresa Garrido, en una demostración ejemplar de la riqueza extraíble de tal articulación. A la vez, respon-den, como si hubiera estado planificado, a las afirmacio-nes y latiguillos de sentido común que desbordan de los discursos mediáticos enumerados en sus contribuciones por Diego Escolar y especialmente por Julio Vezub. Así, contestan amplia, documentada y contundentemente a las denuncias de anacronismo, de descontextualización y de “inseguridad metodológica” que una y otra vez re-piten los pseudohistoriadores de los grandes medios.

Las autoras han realizado un trabajo muy importante de sistematización de citas documentales para el perío-do previo a 1880, que apunta directamente a sostener los elementos básicos del concepto de genocidio. Finalmen-te, Roulet y Garrido ensayan una discusión sobre las po-sibilidades de obtener / realizar justicia, revisando va-rios “niveles” posibles.

Aquí me gustaría hacer notar que si bien es cierto que desde el derecho penal “resulta físicamente impo-sible aspirar hoy a obtener cualquier forma de justicia retributiva respecto de las personas responsables de los crímenes cometidos entonces”, si ese “entonces” resulta inaccesible cuando hablamos de las campañas militares

oficialmente reconocidas como Campañas al Desierto, no lo es para los actos genocidas que, en continuidad con aquéllas, se extendieron por muchas décadas. Con ese criterio, en la Justicia federal con sede en Formosa se está evaluando por estos días imputar a siete individuos que están implicados en los hechos de 1947.24

Más aún, tratándose de justicia restaurativa, me gusta-ría discutir el concepto de “víctimas directas”, dado que, como se ha demostrado para otros procesos históricos, los efectos del terrorismo de estado –categoría muy poco usada cuando se trata de población originaria- persisten a través de las generaciones. Con este criterio, tampoco todas las víctimas están ausentes, ni siquiera de las cam-pañas de fines del siglo XIX.

Por último, si bien es cierto que los conceptos y defi-niciones del Derecho están mucho más orientados a la acción y menos a la especulación que los de las Humani-dades y Ciencias sociales, creo que las “propuestas” que el Derecho puede formular para el mejoramiento de las relaciones sociales no pueden surgir sólo del campo del Derecho sino, necesariamente, del diálogo con las Cien-cias sociales, dado que, por ejemplo, las propuestas de restitución, reparación, reconocimiento, deben calibrar-se y reevaluarse a la luz de los resultados de intentos de reparación efectuados en el marco de otros genocidios, con metodologías de investigación social.

Es cierto, como observan Roulet y Garrido, que las in-tervenciones aquí reunidas casi no trabajaron sobre el tema de la utilidad, del “para qué”. Puede ser resulta-do de la práctica del intelectual de interrogarse, valga la paradoja, por fuera de la práctica, presumiendo que el conocimiento es apetecible por el conocimiento mismo. Pero es posible también que, por tratarse de investigado-res que ya vienen hace tiempo publicando y discutien-do estos temas, la cuestión de la finalidad práctica haya quedado sobreentendida: todos entendemos, creo, que

la comprensión de los procesos genocidas es necesaria para lograr justicia, aunque más no sea, en el sentido de la enunciación de una “verdad histórica” que si no es la única, al menos sea mejor que otras. (De todos modos, admito que evidentemente, la discusión teórica resultó más seductora, en general, que la búsqueda de conte-nidos concretos, y para algunos participantes más que para otros).

Diego Escolar problematiza la posibilidad de encon-trar cierta “verdad social” que pueda restituirse para “rehabilitar” a las víctimas. Si bien sus preguntas son indudablemente correctas desde un punto de vista an-tropológico –y todos sabemos que siempre, los relatos históricos son construidos y los grupos sociales repre-sentados en dichos relatos son recortados de entre un entramado de redes y congelados, para poder operar con ellos-, hay dos razones por las cuales creo que sin embargo, la búsqueda de este nuevo relato que incorpo-re los hechos calificados de genocidas para rehabilitar a sus víctimas es válida: la primera, porque es la forma en que nos manejamos social y cotidianamente para cons-truir nuestras propias identidades, y en ese sentido, la memoria histórica es parte de ese proceso de construc-ción del sujeto. Entonces, me pregunto, si podemos ad-mitir que otras memorias que nos constituyen también son resultado de recortes más o menos involuntarios, y si esto se manifiesta más evidentemente aún cuando en esa “historia a medida personal” se integran definicio-nes políticas relativas a procesos recientes –por ejemplo, la restitución de su historia, que se asimila a su identi-dad, en los casos de víctimas de la dictadura de los 70-, ¿por qué no aceptar que en las reconstrucciones de la historia / memoria de las víctimas del genocidio indí-gena se incluyan algunos elementos de idealización o generalización que son parte de los procesos sociales de memoria y reidentificación y que es esperable que a lo largo del tiempo vayan matizándose? Esto no significa

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que nosotros como historiadores o antropólogos nos ne-guemos a la búsqueda de explicaciones complejas y no edulcoradas, sino que hay características del modo de reconstrucción social de las memorias identitarias que se van a producir con o sin nuestra participación.

En segundo lugar, creo que la pregunta de Escolar so-bre la pertinencia de representar a los pueblos indíge-nas –más aun, a los sujetos indígenas- como iguales a sí mismos, siempre resistiendo, es decir, sin revelar las cualidades de cambio, agencia, diversidad e interacción con lo no indígena, es en realidad parte de otra cuestión más amplia que no puede abordarse, en realidad, den-tro de los límites de este debate, ya que los procesos o proyectos genocidas, los acontecimientos dentro de ta-les procesos, etc., no dependen para su calificación de la capacidad descriptiva que hayamos desarrollado sobre las víctimas. Si bien las relaciones entre diferentes po-sicionamientos en aquella “sociedad de frontera”25 den-tro de la cual se produjeron actos genocidas, deben ser analizadas para comprender los motivos y la mecánica de hechos e instituciones, el carácter genocida del proce-so excede la mayoría de dichas relaciones. Por ejemplo, cuando llegamos a señalar las relaciones, y más aún, las colaboraciones de determinada fracción del mundo indí-gena para con algún sector del ejército, ello no modifica las posibilidades –afirmativas o negativas- de considerar genocidas las acciones que se tomaron sobre ella.

Tal vez sería más interesante discutir si necesariamen-te la definición de genocidio requiere la pretensión de “otredad absoluta” (con ausencia de relaciones previas) entre sector victimario y víctima26. Como describía Pilar, esto es parte del modelo de genocidio “colonialista”. Por mi parte, y dadas las características del caso argentino, con su larga historia de relaciones mutuas, la existen-

cia de una sociedad de frontera (que prefiero no llamar mestiza para no avalar la idea de identidades netas que confluyen en la hibridación), y como propone Escolar, con los antecedentes de violencia estatal masiva (¿geno-cida?) contra la población rural de las llamadas “provin-cias viejas”, no apoyo el modelo colonialista, sino que entiendo que corresponde analizarlo desde la perpectiva de genocidio realizado contra un otro interno, que aúna sectores con diferentes grados de “otredad” e “interni-dad”.

Finalmente, creo que las perspectivas de “rehumani-zación” a las que aluden Florencia Roulet y María Teresa Garrido deben entenderse como intento de reversión de su operación opuesta, la “deshumanización” que siem-pre precede, acompaña y sucede a los procesos genoci-das (Levi 2005). Esa misma deshumanización persistente que hace que en el relato de los Jofré que nos trae Die-go Escolar, el ser huarpe, aun hoy, pueda ser entendido como ser no “humano”.

Los campos de concentración como sitio neu-rálgico del proceso genocida

La lucha hegemónica resulta victoriosa cuando se logra inscribir la modalidad represiva (por ejemplo re-partimientos, concentraciones) dentro de lo socialmen-te permitido. Esta operación fue canalizada en nuestro país y en relación a la política indigenista, a través de la fórmula civilización-barbarie, que asumió una función omniexplicativa.

Según Hanna Arendt, los campos de concentración “son la verdadera institución central del poder organiza-do totalitario”; son “más esenciales para la preservación del poder del régimen que cualquiera de sus otras ins-

tituciones” (Arendt 1982 [1952]). Sólo son posibles, nos dice Calveiro retomando a Deleuze y Guattari cuando el intento totalizador del Estado “encuentra su expresión molecular”, permea la sociedad hasta hacerse inescin-dible de ella. Por eso son una modalidad represiva es-pecífica; no hay campos de concentración en todas las sociedades; no todos los poderes totalitarios son con-centracionarios. Calveiro (2001) propone el análisis del campo de concentración como vía para la comprensión de las características del poder que circula por un deter-minado tejido social.

Los campos de concentración profundizan y eviden-cian la terrible asimetría de poder entre unos y otros; su función es hacer reconocible esta asimetría para pa-ralizar e imposibilitar la oposición. Sin embargo, el re-conocimiento de la pretensión totalizante de esta clase de poder no nos habilita para negar las posibilidades de resistencia de las víctimas, en la medida en que el poder total es apenas una ilusión del Estado. Por eso es tan in-dispensable la investigación que devele la cotidianeidad en estos campos y las formas en que realizaron sus co-metidos, junto a las voces de sus víctimas (Nagy y Papa-zian 2009).

La calificación de “víctimas” para los habitantes de estos campos, como se verá, no justifica ni implica pre-sunción de homogeneidad, ni de falta de agencia. Por el contrario, como afirma Myriam Jimeno Santoyo (2010), la categoría de víctima cumple la función de amalgamar situaciones y narrativas caracterizadas por su extre-ma diversidad, creando “comunidades emocionales” a partir de experiencias que tienen en común la violencia política o económica en situaciones de desigualdad. En este proceso, las historias individuales y familiares crean

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subjetividad a partir de terrenos compartidos, cerrando la brecha entre sujeto y evento.

Por otra parte, si asumimos la definición de “institu-ciones totales” provista por Goffman (1992) como “in-vernaderos donde se transforma a las personas”, a partir de los estudios de Delrio (2001; 2005) y posteriormente otros investigadores, es claro que las concentraciones a orillas del Río Negro apuntaban más al carácter de estas instituciones que al de simples localizaciones de “esca-la” en el viaje hacia su ubicación definitiva. Los indios no sólo debían ser desarmados en su independencia del modelo económico y político, sino reeducados para con-vertirse en “descendientes de indios”. Para eso, el poder estatal con el apoyo de la agencia religiosa intervenía no solamente en su capacitación para el trabajo proletariza-do y la obediencia civil, sino en la conformación de sus familias, sus relaciones conyugales, sus hábitos alimen-ticios (Belza 1974).

En este debate, Pilar Pérez, en su proyecto de devolver densidad histórica a categorías teóricas un tanto licua-das, se interna en el análisis del campo de Valcheta para intentar desde el caso, un acercamiento a la generalidad.

No puedo evitar la tentación de mencionar en este punto, que a la seguidilla reciente de “columnas” de opinión en medios de prensa que analizan Vezub y Es-colar en este volumen, se agregó en los últimos días un artículo, casi un editorial de Julio Rajneri, director del Diario “Río Negro” y persona de considerable influencia económica y política en el norte patagónico. En este ex-tenso artículo27, profuso en citas académicas y recursos de autoridad, e ilustrado con una de las más conocidas fotografías “de cuerpo entero” de la hagiografía roquis-ta, más varias de Antonio Pozzo, Rajneri se suma a la “teoría de los excesos” al afirmar que “no hay evidencias de que se hayan producido actos de ferocidad semejan-

tes [a los cometidos por Calfucurá en tiempos de Rosas], ni que haya habido instrucciones específicas similares por parte de Roca a sus comandantes o subordinados, aunque no se pueda descartar actos repudiables como el un tanto confuso episodio que provocó la captura del cacique pehuenche Purrán en 1880”. Y agrega, en su in-tento por negar si no los hechos, al menos su sistemati-cidad: “En cambio, puede descartarse por inverosímil la hipótesis de la existencia de un campo de concentración en Valcheta, con alambrado de púas de tres metros y la muerte por inanición de los indios cautivos, al parecer un invento surgido de la nada. Ni siquiera es probable que ya se usara en Argentina el alambre de púas, paten-tado en Illinois en 1874.”

Claramente, Rajneri hace referencia al episodio inclui-do en las memorias de John Daniel Evans, que recuperara Walter Delrio (2003) hace unos cuantos años. Es probable que le haya llegado la mención del mismo a través de al-gunos de los textos académicos o de difusión circulados por Delrio o por quienes lo recogimos posteriormente, de allí que lo nombre como “campo de concentración” –nombre que no le otorga Evans-. Sin embargo, no men-ciona el testimonio de Evans, para evitar precisamente que la “idea peregrina” se visibilice como documento, y materializa la disputa en el elemento “alambre de púas”.

Es interesante aclarar que aunque no era frecuente, el sintagma “campo de concentracion”, ya se utilizaba en el siglo XIX –si bien no con las connotaciones que toma luego de Auschwitz-, por ejemplo en la publicación de las memorias de George H. Newbery que nos señaló hace un tiempo Claudia Salomón Tarquini28.

Pérez, entonces, ha realizado una búsqueda exhaus-tiva de documentación relativa a Valcheta, para com-prender su lugar en la cadena de relaciones y eventos del proceso genocida. De allí surge también que estos

campos son lugares de “conversión” de los prisione-ros, como afirmaba Delrio, de “disciplinamiento” según Nagy y Papazian (2009), pero con la “latencia” del retor-no a la vida salvaje. Esto es lo que permitía a Estanislao Zeballos, en 1882, sostener que los “indios reducidos” en General Conesa no debían recibir raciones del gobierno, ya que “los indios no trabajan, no siembran, sino que sólo bolean avestruces”; por el contrario, debían ser fu-silados sin juicio previo, porque estaban “en peor cate-goría que los salteadores de caminos”. De hecho, en la misma ocasión –la discusión de una partida presupues-taria para racionamiento de los indios de Conesa y de los gendarmes que los vigilan-, el sector oficialista insistió a favor del racionamiento con el argumento de que, de negarse los fondos, los indios reducidos –ex indios ami-gos- se dispersarían y se unirían a los “salvajes” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, sesiones del 7 y 9/9/1882; Lenton 2005).

Es decir que la latencia del retorno a la vida salvaje atraviesa todos los campos de “confinamiento, depor-tación y disciplinamiento” (Lenton et al. 2010), y las hambrunas derivadas del encierro y la prisión son vistas alternativamente como efecto de su situación, o como ín-dice de su propia inaptitud para la vida civilizada, obtu-rando su visibilización como sujetos de derecho.

“Pero fundamentalmente”, nos dice Pilar, “los campos forman [hoy] parte de la memoria social indígena”.

En este punto quisiera detenerme, ya que efectiva-mente, son innumerables los relatos que recorren las co-munidades y que arraigan no sólo parte de la memoria, sino el mismo origen de la comunidad o el linaje, en la experiencia concentracionaria. Así, entre las tantas co-munidades actuales que se “rearmaron” luego del hosti-gamiento militar a partir de familias dispersas, en varios casos la figura aglutinante es un jefe de familia que luego de salir (por liberación o huida) de alguno de estos cam-

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pos29, se reunió con antiguos compañeros de presidio para formar “familia”.

La consecuencia inmediata que esta realidad nos trae es la imposibilidad de mensurar la “extinción” en tér-minos cuantitativos, por ejemplo, toda vez que los gru-pos “eliminados” pueden haber renacido, como parte de otros linajes. También se evidencia que la historia de quienes sobrevivieron contiene también la memoria de quienes no pudieron volver. Por eso, y no porque se suponga que el mundo indígena es homogéneo, es que sostenemos que el genocidio afectó a la totalidad de los pueblos implicados.

Hilando fino: variables de la mecánica genoci-da y metodologías apropiadas

Uno de los temas que merecen y aún esperan desarro-llo es el de la variable de género en la experiencia geno-cida.

Como afirman Florencia Roulet y M. Teresa Garrido, los voceros como Alvaro Barros, Manuel Prado y otros proponían la “mezcla de razas” como solución para la “absorción” de los indígenas (en el caso de Barros, a quien podríamos sumar el de Manuel Cabral30; en el caso de Prado, ni siquiera existe una propuesta política, sino sólo una descripción de hechos que aun contra toda evidencia, nunca llega a inculpar al ejército), sin mencio-nar el procedimiento por medio del cual se llegaba a esa “mezcla”.

Obviamente, se estaba hablando siempre de mujeres prisioneras a las que se convertía inmediatamente en pa-reja sexual de los soldados. El carácter utilitario de esta compañía es destacada por Prado, Ebelot y otros, quie-nes consideran a las “mujeres de la tropa” en un insumo indispensable para evitar su deserción.

Mi afirmación de que se trata de mujeres indígenas prisioneras se debe a la observación de que no hay “re-cetas de poblamiento” que consideren la invitación al matrimonio interétnico con mujeres libres indias –más allá de que por supuesto estos matrimonios también se producían. En el imaginario hegemónico, tal posibilidad no era considerada “civilizatoria”. Tal vez el único per-sonaje público –bastante excéntrico, por su parte- que encaró una relación familiar con una mujer indígena li-bre, tehuelche en su caso, fue Ramón Lista, con su mu-jer Koila. La consecuencia, en forma de crítica pública, humillación y aislamiento social, fue inmediata, y se ex-tendió hasta el suicidio de su esposa oficial, la poetisa Agustina Andrade.

La otra modalidad imperante es la de la violación di-recta (sin establecimiento de relación de pareja), denun-ciada y descripta tanto por Avendaño, como rescatan Roulet y Garrido, como por algunos sacerdotes como Beauvoir y Salvaire (Belza 1974; Copello 1944). La vio-lación como arma de guerra en este tipo de conflictos ha sido descripta por numerosos autores (por ej Reid Cun-ningham 2008).

En cambio, en el mismo imaginario social los varones indígenas tenían vedada cualquier posibilidad de ma-trimonio con no indígenas. Esto, que ha sido verificado para otros escenarios genocidas31, tiene su correlato ac-tual en las narrativas familiares de las clases favoreci-das, que suelen sostener cierta (controlada) proporción de sangre indígena, a partir de “una tatarabuela” (jamás un tatarabuelo).

Por eso mismo, y en razón de que no parece haber una ruptura decisiva con los paradigmas de patriarcado y nacionalismo que dieron sentido tanto a las campañas militares como al doble sometimiento por razones de género, me preguntaba en una ocasión anterior (Lenton

2010; 2011), si realmente la sociedad argentina está pre-parada hoy para reevaluar críticamente el significado de acciones simbólicas como el “Monumento a la mujer ori-ginaria” que se propone levantar en la ciudad de Buenos Aires, y que diseñado por el escultor Andrés Zerneri, se presenta como un acto de justicia, mientras permanece dentro de los estereotipos del género: siempre desnuda, siempre disponible, esta “mujer originaria” es homena-jeada (sólo) en su función reproductiva, ya que se afirma que ella está (mestizamente) embarazada del “ser ar-gentino”. Mi pregunta era entonces, ¿qué se homenajea, junto con la desnudez de la mujer originaria? ¿La viola-ción previa? ¿La sumisión, que aún sin mediar violación física, puede ser signo y consecuencia de la disparidad de fuerzas en la relación patronal? ¿La disponibilidad perpetua e indiscriminada, que en algunas provincias argentinas es regla indiscutida, llegando en su expresión más brutal a definirse a través del “chineo”? (Gonzalez 2011)

Otro subtema, traído a este debate por la intervención de Walter Delrio y Ana Ramos, es el que considera la variable etaria de dos maneras: la focalización en las his-torias de “niños apropiados” a través de las “narrativas del regreso”, y la atención a la perspectiva infantil en el registro de la violencia y las masacres masivas.

Delrio y Ramos se proponen, explícitamente, explorar las posibilidades de abordaje de la huella de la experien-cia infantil en la memoria colectiva. Sin embargo, aun cuando manifiestan que el objetivo de su comunicación no es exponer los “resultados” de esta línea de traba-jo, creo apropiado advertir que esa parte, tan necesa-ria como ésta, ya ha sido volcada por ellos en forma de resultados parciales en diferentes reuniones científicas (por ej., Ramos 2010, Delrio 2011).

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En clave metodológica entonces, los autores observan que las llamadas “historias tristes” están construidas desde un presente que se representa en parte como su-perador y en parte como continuidad de los “tiempos tristes” que se inician con el sometimiento, y que es im-prescindible develarlo para comprender los sentidos asignados al relato. Los autores observan también que estas narraciones tienen una limitación intrínseca, y es que se cuentan “desde el regreso de aquellos que sí pu-dieron”, recortándose como un negativo, las historias que no pueden ser contadas porque pertenecen a quie-nes no pudieron regresar, es decir, los que, aun habien-do sobrevivido tal vez, no pudieron reintegrar su relato al relato colectivo.

Personalmente creo que esto no puede entenderse como un defecto del enfoque o del recorte que propo-nen Delrio y Ramos, sino que por el contrario es el re-conocimiento de características específicas del corpus elegido, que precisamente a través de su identificación permite empezar a pensar caminos para su superación. De la misma manera en que Pilar Pérez advierte sobre la sujeción de la Historia a determinados materiales docu-mentales que atraviesan dificultades específicas para lle-gar al investigador, Delrio y Ramos desnudan las carac-terísticas propias del subgénero que han contribuido a identificar y rescatar para el trabajo científico, alertando sobre cuestiones que deben ser tenidas en cuenta para no sobreinterpretar algunos elementos en detrimento de otros, pero que se compensan por la riqueza que prome-te el enfoque.

Para equilibrar esta dificultad –la ausencia de los rela-tos perdidos-, los autores nos proponen varias opciones.

Por un lado, el perfeccionamiento de la técnica y la sensibilidad etnográfica para poder extraer máximo sen-tido de la situación etnográfica en que se inserta el rela-

to. De hecho, buena parte de los desarrollos metodológi-cos en antropología se han dirigido a este objetivo: cómo informarnos de lo que no se nos está informando (Gu-ber 1991). Para ello, me gustaría agregar, existen tam-bién líneas de exploración metodológica especialmente preocupadas por la situación etnográfica que involucra niños (Szulc 2011), así como por las historias de vida que involucran recuerdos infantiles (Nash 1974), que sería interesante combinar con la metodología que nuestros autores están siguiendo. Sería interesante saber también qué limitaciones entraña la perspectiva infantil para la memoria colectiva, en términos de recuerdo/olvido o de orientación temporoespacial.

Por otro lado, Walter Delrio y Ana Ramos proponen un abordaje de tipo inductivo para reponer a través de los elementos reiterados en diferentes relatos, una histo-ria de mayor generalidad que permita reconstruir, junto con el evento, el no-evento, es decir aquello que el po-der hegemónico silenció. Que no es lo mismo, ni por el proceso histórico que lo produjo, ni por la metodología adecuada para su revelado, ni por el impacto que su na-rrativa provoca en los colectivos presentes, que los si-lencios que las narraciones de las víctimas provocan, ya sea por ausencia de relato o porque hay cosas que, por la violencia simbólica que implican, (aún) no pueden ser contadas. Haciendo una extrapolación grosera para mejor comprensión, creo que no puede ser igualmente valorado, no es lo mismo, el silencio de un sobreviviente de la dictadura del 70 que no quiere contarle a sus hi-jos cómo fue torturado (o el de un ex combatiente), que el silencio de Videla o de Menéndez, o el de los diarios cómplices.

Traigo a colación esta reflexión sobre los silencios por-que creo que, si bien Delrio y Ramos no otorgaron tan-to espacio en su contribución a la “demostración” del genocidio en sí mismo como a pensar estos subgéneros

narrativos que proponen, es precisamente a través del develado de esta combinación de silencios (los deriva-dos de la impunidad y los derivados del trauma) que se puede llegar a mensurar la magnitud del genocidio y especialmente de su continuidad, a través de su recrea-ción simbólica cada vez que alguien lo vuelve a relatar, con la carga de emotividad y la actualización del terror (Trinchero 2005) que comporta. La continuidad del ge-nocidio, como ya explicamos, se expresa también en la continuidad de ideas de comunalización, en las que la communitas es una derivación de la experiencia de la vio-lencia masiva. Estas “historias tristes” siguen funcionan-do así, como “signos triples”, por lo que la emoción y la actualización de relaciones sociales son inescindibles de la transmisión de meros contenidos.

Por eso, creo que no es atinada la crítica de Diego Es-colar, que parece deducir una flaqueza de estos “vacíos”. “¿Cómo se llena el silencio y el llanto? Como no podía ser de otra manera, mediante la operación de interpre-tación de los investigadores (…)”. Dado que precisa-mente la tarea del historiador, como la del antropólogo, es en gran parte la de completar esos claros, endémicos no sólo en las memorias colectivas, sino también en los documentos oficiales. De eso se trata nuestro trabajo: de editar, completar, revelar e interpretar, con nuestras capacidades y sensibilidades diferentes y con mayor o menor suerte, pero siempre conscientes de nuestra inter-vención sobre la falsa transparencia del texto.

Por último, Delrio y Ramos reclaman una perspecti-va intercultural que amplíe y resuelva ciertas tensiones que las explicaciones unilaterales no pueden abordar. Esta perspectiva implica dialogar con –no necesaria-mente adoptar- marcos de interpretación que pueden ser ininteligibles desde nuestra propia mirada occiden-tal, racional, científica y dualista (por ej. el rol del nawel, los mundos sobrenaturales). Y me gustaría agregar que

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tal vez, dentro de esos marcos de diversidad difíciles de transitar, está el papel del silencio, tan desprestigiado en nuestra cultura, pero que cumple funciones en la perfor-mance del ngtram que no son directamente traducibles y que sólo pueden aprehenderse con trabajo de campo.

El genocidio en la (larga) historia nacionalDiego Escolar se concentró, en sus dos presentaciones,

en discutir el carácter “constitutivo” del “genocidio in-dígena”. Como resumen Roulet y Garrido, para quienes “la cuestión que permanece abierta para el debate en estos trabajos es fundamentalmente terminológica: ¿se trata del “genocidio constitutivo” del Estado argentino –donde el énfasis estaría puesto en el concepto “constitu-tivo”- o de la culminación de un proceso de construcción de un orden político soberano iniciado con la imposición de la regla estatal nacional a las provincias del interior? ”

Si bien no quedan dudas de la validez de la investiga-ción documental realizada por Escolar (2007 y ss.), que demuestra la magnitud de la violencia desatada desde los lugares del poder político contra los que podríamos llamar “dirigentes populares no digeribles por el mo-delo de república liberal deseada”, creo que es un error oponer ambos corpus de violencia u ordenarlos en térmi-nos de precedencia.

Uno de los problemas derivados de este planteo es que, así como los que hablamos de genocidio para las políticas desatadas en tiempos de la “Organización Na-cional” debemos lidiar con la crítica, desde algunos mo-delos teóricos, que sostiene que al no haber un estado consolidado, no puede hablarse de genocidio, imagino que este problema se agrava al proyectarnos hacia un pasado más remoto. Habría que establecer cuál es la agencia responsable del genocidio en un momento de “guerra total” y múltiples usinas de violencia política. No digo que no sea interesante y adecuado el planteo de

considerar genocidio –o parte de un proceso genocida- a los acontecimientos que describe Diego. Es claro que a través de esa multiplicidad de acontecimientos puede rastrearse un patrón de violencia que tiende a organi-zar la desaparición de ciertos grupos sociales y no otros. Pero por otra parte, no logro visualizar cómo los pro-blemas de sobresimplificación, teleologías, elusión de la agencia, etc., que Escolar identifica en la aplicación de la categoría genocidio a pueblos indígenas, se evitarían al aplicarse a la población criolla / indígena identificada con los caudillos perseguidos.

Más importante, creo que hay un error de concepto en torno a la calidad de “constituyente”. Este calificativo (y no “constitutivo”, al menos en nuestras producciones) parte de la clasificación de Daniel Feierstein de diferen-tes marcos genocidas (Feierstein 2000). El equipo con el que comenzamos a trabajar estos temas en la Universi-dad de Buenos Aires comenzó entonces a proponer hace unos años que el genocidio de los indígenas por las FF. AA. “argentinas” coincidía con la categoría de consti-tuyente en el modelo de Feierstein. Esto implica reco-nocer que dicho genocidio coincidió y se co-construyó junto con el Estado nacional, y por ende, dicho estado, su normativa, sus instituciones, están modelados por los mismos procesos que dieron lugar al genocidio. Esto nos brinda marco de interpretación, también para la conti-nuidad de prácticas que causan la destrucción de modos de vida tradicionales, y reproducen los daños físicos y sociales del genocidio, como en el ejemplo de la fami-lia Jofré, donde el modelo agrícola parece “completar” en el cuerpo, no de cualquiera, sino de los mismos gru-pos afectados por las campañas roquistas, la empresa de aquéllas.

Decíamos por lo tanto que el genocidio perpetrado por la Generación del ’80 es “constituyente” porque sus consecuencias nos siguen constituyendo hoy como so-ciedad. No porque haya sido el “primero”. Si Escolar

puede demostrar por su parte que la represión de las montoneras durante el siglo XIX conforman un geno-cidio, y ese genocidio es también “constituyente”, será porque deja huellas perdurables en la constitución del cuerpo social, no porque se haya producido “antes”.

Otro punto a discutir es el de las posibles consecuen-cias negativas que Escolar encuentra en crear “una re-presentación cultural poderosa”, que termine recreando a los indígenas como homo sacer, es decir como aquellos que pueden ser matados sin alteración del orden social. Sobre esto, mi opinión es que debemos diferenciar los hechos sociales de nuestra descripción de los mismos: la narrativa del genocidio ya es una representación cul-tural poderosa, que nos excede y que forma parte del sentido común argentino, con todas sus contradiccio-nes, como apuntaba Quijada (et al., 2000). Los indígenas por su parte ya han pasado por el lugar del homo sacer, y como se ha dicho aquí varias veces, en cierta medida siguen habitando el estado de excepción que Agamben describió. De hecho, varios de nosotros (incluyendo a Escolar) hemos postulado ya las relaciones entre estas categorías acuñadas por Agamben y los procesos histó-ricos documentados. Con más o menos tecnicismos, hay infinidad de enunciadores indígenas y no indígenas que en cualquier lugar del país pueden decirnos que el indio es “ciudadano de segunda” no sólo por sus condiciones materiales de existencia sino porque su muerte o su en-fermedad no vale lo mismo que la de otros ciudadanos.

Lo que no queda claro es cómo la investigación y/o la denuncia del genocidio, o más aún, la calificación del genocidio como constituyente, es lo que podría reinsti-tuir a los indígenas como homo sacer. Si se puede anali-zar desde el absurdo, diríamos que durante las décadas en que los investigadores sociales le dieron la espalda a esta temática estaban protegiendo a los indígenas. ¿Son nuestras ideas sobre el genocidio lo que pone en riesgo a los indígenas? ¿Es su difusión? ¿El silencio es salud?

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A esta altura, creo que lo que nosotros como profesio-nales podemos aportarles a los indígenas / víctimas / descendientes es documentación y algunos detalles de marco interpretativo, pero no mucho más, a despecho de los opinólogos mediáticos que buscan descubrir, ante cada expresión política indígena, quién o quiénes son los “blancos” que les inyectan ideas.

Por otra parte, creo que también es errada la futuro-logía de Diego, cuando imagina un interlocutor que le dice al indígena que podrá “emanciparse” pero “a partir de reconocer que los indígenas siempre fueron y serán objeto de genocidio”. No creo que estemos en condicio-nes de adivinar genocidios a futuro. Más allá de esto, que creo exagerado, entiendo que la idea principal que Escolar quiera transmitir es que existe un reduccionismo en el caso de ver “sólo” genocidio donde hay personas y grupos con afiliaciones políticas, religiosas, experien-cias históricas, etc., que los atraviesan más allá de los límites de lo “indígena”. Podemos acordar en que tal perspectiva sería efectivamente un reduccionismo. Sin embargo, encuentro dos problemas: la primera pregun-ta, es a quién se refiere Diego, ya que al menos ninguno de los que estamos participando de este debate –como muchos otros investigadores- hemos dejado de buscar permanentemente las complejidades de cada situación histórica y social en que están insertos aquellos que tam-bién, además de todas las otras afiliaciones, son víctimas de genocidio. En mi caso particular, para no hablar por otros, mi tema de investigación principal es la articula-ción de la militancia indigenista con las otras militancias en organizaciones sociales, sindicales y políticas a partir de 1960. Y ello no nos impide reconocer el carácter ge-nocida y constituyente de las acciones que llevaron en determinado momento de la historia a los grupos indí-genas a configurarse de determinada manera32.

Por otra parte, creo que el temor de Escolar tiene más que ver con visualizar “sólo indígenas” donde además hay sujetos en múltiples roles (que es a lo que se refería Tamagno y con lo que empezamos este trabajo), y con la posibilidad de realizar lecturas simplistas y lineales, poco complejas, de los datos, que con la categoría de ge-nocidio.

En la misma dirección, Julio Vezub advierte sobre los riesgos de preasignar grados de verosimilitud diferen-ciales a diferentes géneros o a diferentes discursos étnica y socialmente situados, así como el de reducir ciertos re-latos a su carácter de “verdad” perdiendo de vista otras variables más ricas tal vez para el análisis que la cuestión de su verosimilitud. Por ejemplo, una línea de indaga-ción podría ser, dice Vezub, los colaboracionismos que se silencian, y que podrían estar contribuyendo a las ten-siones y al trauma manifestado en las “historias tristes” descriptas por Delrio y Ramos. Estoy de acuerdo en que la multiplicidad de estrategias disponibles (a veces no tan múltiple), en momentos en que las salidas colectivas e individuales no estaban nada claras, generó infinidad de historias que a veces, no están disponibles para ser contadas. Sin embargo, mi impresión es que no es ése el punto principal de la “tristeza” de las historias. En co-munidades en que se explicita y se “trabaja” socialmente un origen ambiguamente viciado por la concesión de lo-tes en premio por la contribución al ejército del ancestro fundador (ver por ej. Lenton y Szulc 2011), las “historias tristes” siguen siendo las de las corridas, las separacio-nes, la exacerbación de la violencia.

No creo que los “indicios” sobre la prosperidad de los ulmenche –que no es noticia nueva tampoco- o las redes con la Liga Patriótica invaliden el carácter genocida de las campañas militares. Es insostenible que “ningún ge-nocidio toleraría esta clase de negociaciones (…)”, ya

que por el contrario todos los genocidios la contemplan como posibilidad, y la ambigüedad de las relaciones en-tre el grupo perseguido y el genocida ha sido descripta por Primo Levi, por Hanna Arendt, por Pilar Calveiro, por Ana Longoni, entre otros. Creo que por el contra-rio es la simplificación de sentido común contenida en la ecuación indios-víctimas-miseria eterna-despolitización la que nos puede mover a extrañamiento frente a la exis-tencia de situaciones diferentes.

En esa clave, Vezub aporta una sistematización muy interesante del debate público instalado en los medios en los últimos meses. En su contribución queda eviden-ciada la violencia simbólica que no se mezquina en di-chos ámbitos y que constituye tal vez su principal arma.

Para ir finalizando, estoy de acuerdo con Vezub y Es-colar en la necesidad de ampliar el foco para hacer en-trar algo más que pueblos originarios en el análisis de los procesos de violencia estatal, y de analizar las con-tinuidades de los procesos represivos anteriores a las campañas, y no sólo las rupturas. Sin embargo, no con-cuerdo con los ejemplos elegidos: decididamente, los bautismos cristianos no son la continuidad del lakutun33 y las prácticas militaristas de algunos grupos indígenas tampoco son equiparables a la incorporación forzada al ejército. Especialmente, por la resistencia que dentro de la sociedad “blanca” despertaba la última (Lenton 2005), evidenciando la continuidad de la frontera a pesar de la apropiación de los cuerpos.

Como expresamos hace un tiempo, “en el caso de los pueblos indígenas se aprecia una serie de mecanismos materiales que no pueden ser pensados como genocidas pero sí producto de las relaciones instauradas a partir de prácticas genocidas, es decir, que determinadas formas de accionar estatal, de institucionalizar su relación con

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los indígenas, de diagramar políticas ante estos pueblos, y a su vez, los modos a los que estos recurren para re-clamar, negociar y luchar contra estas prácticas hege-mónicas son herederas de una práctica genocida, que configura los espacios sociales a ser transitados por las comunidades nativas” (Red 2010).

Los intercambios producidos en este debate dejaron al descubierto, junto con la complejidad del tema en cues-tión y del caudal de trabajo invertido hasta la fecha –a despecho de la fantasía de “ofuscamiento romántico” que propalan los negacionistas-, el malestar del traba-jo intelectual ante las tensiones que atraviesan las cate-gorías teóricas disponibles para el mismo. Será parte de nuestra agenda en adelante, la problematización y even-tual propuesta de nuevos conceptos que presenten solu-ciones a los problemas que aquí se manifestaron.

También, “habrá que buscar el sentido del dictum ador-niano siempre por la idea central de construir una cultu-ra en que las coordenadas que hicieron posible la abso-lutización del horror se tornen inexistentes o dejen de ocupar la centralidad. Lo que lleva a afirmar que no es que no se pueda escribir después de Auschwitz sino que hay que hacerlo desde otro horizonte cultural, ya que el anterior llevó, precisamente, a Auschwitz. Desde esta perspectiva lo primero es comprender (abrazar y penetrar la lógica genocida) para luego volver a escribir”34.

NOTAS:1 Fue la represión a los sectores sindicales, estudianti-

les, religiosos e intelectuales —que se opusieron al avance de los intereses del gran capital (ver carta de Rodolfo Walsh a los representantes del Golpe Mili-tar de 1976) y a la sistemática retracción de las con-quistas sociales obtenidas durante el gobierno pero-nista (1945-1955)— lo que allanó el camino para que

los sectores hegemónicos implementaran, las polí-ticas neoliberales que permitieron nuevos momen-tos de acumulación de capital. A modo de ejemplo tenemos la represión a la lucha de las denominadas “Ligas Agrarias” que en la década de 1970 tuvieron epicentro en Roque Sáenz Peña, territorio ocupado mayoritariamente por indígenas y campesino indí-genas; donde —y tal vez no por casualidad— encon-tramos hoy la Fundación Evangélica del Buen Pastor sede del principal centro de formación evangélica y el Instituto de Formación Superior CIFMA que co-menzó formando Auxiliares Docentes Aborígenes (1983) para luego crear (1995) la Carrera de Maestro Bilingüe Intercultural.

2 Ver restitución de los restos de la niña ache llamada Krygi y renombrada Damiana. Secuestrada luego de que su familia fuera diezmada, traída a La Plata y entregada a la familia Korn en calidad de doméstica, encerrada luego en Melchor Romero por supuestas “comportamientos violentos”. Fue estudiada en el Museo de La Plata donde se encuentran fotografías de su cuerpo enteramente desnudo y sometido a mediciones antropométricas. El cráneo de Krygi que fue separado del cuerpo para ser enviado a Alema-nia para su estudio, aún no ha sido restituido.

3 Entiendo que el análisis realizado por Marx en su obra El Capital respecto del modus operandi del capitalismo y su lógica de obtención de plusvalía a partir de la explotación de mano de obra no ha sido superado aún y coincido con los posteriores avances de Maurice Godelier (1978) en el sentido de señalar el modo en que la expansión de dicho modo de pro-ducción ha influido e influye sobre las formas alter-nas preexistentes.

4 Ejemplo de ello son las represiones que se sucedie-ron en el Chaco entre 1903 y 1947, así como las re-cientes de La Primavera y Sauzalito para nombrar

sólo las más conocidas por su alcance mediático, sin olvidar el asesinato de Mártires López dirigente qom de la Unión Campesina hace algo más de dos meses; hechos señalados por Ottenheimer y otros (2011) y reafirmados por los integrantes del Panel “Memorias, territorialidades y conflictos en el Cha-co Argentino” Congreso Internacional de ASAEC, Córdoba, Argentina 8-11 de Noviembre del 2011. Al cierre de este trabajo la muerte de Cristian Ferreyra referente del Movimiento Campesino de Santiago del Estero MOCASE enluta nuevamente el movi-miento campesino, como una muestra más del re-sultado de los agronegocios que conllevan: destruc-ción, muerte, deforestación, desolación, pobreza para la mayoría, hambre y mayor dependencia.

5 Y, en efecto, las narrativas como las de “los tiempos tristes” o de los “sufrimientos de los abuelos” tam-bién realizan preguntas y respuestas sobre el cam-bio y la continuidad .

6 Existe un corpus extenso de trabajos —y de muchos años de investigación— más allá de la obra de di-fusión coordinada por Osvaldo Bayer a la que hace referencia Vezub (“Historia de la crueldad argenti-na”). Sobre la cual el autor se explaya en las supues-tas implicancias de lo que ha sido en definitiva una elección poética de Bayer con respecto al término “crueldad” incluido en el título de la compilación. Por cierto, los trabajos compilados son heterogé-neos: los hay de difusión, ensayos y de investigación en archivos y sobre la memoria social. En ninguno de ellos se retoma la idea de “crueldad” sino que se reflexiona sobre la necesidad de buscar otros marcos para pensar lo que sucedió en el complejo proceso de sometimiento e incorporación.

7 Ya en la década de 2000, organizaciones indígenas en Chubut se manifestaron públicamente contra la creación de un museo por parte de la multinacional

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Benetton, que mantenía y mantiene conflictos con distintas comunidades mapuche-tehuelche, denun-ciando la expropiación de la historia, la memoria y la asimetría en el poder de fijación de sentido de la historia. Parte de la prensa chubutense, tanto como quienes financiaron el museo, identificaron a quie-nes se manifestaban como militantes —con intereses de sector, en la tierra fundamentalmente— en con-traposición con el discurso científico. Pero acaso ¿no existía “militancia” en la defensa de los intereses de la multinacional terrateniente?

8 Aclaramos que entendemos que el no ser pasivos no implica no haber sido víctimas. Si identificamos y acordamos que las prácticas estatales del contex-to de las campañas son pasibles de ser nombradas como genocidio o violencia estatal, deberíamos ad-mitir que sí hubo víctimas. Es decir, reconocer la dialéctica de una relación no implica negar la asime-tría de la misma.

9 Como sostiene Liliana Tamagno, de los “valores que se expresan en concepciones de vida, muerte, poder y naturaleza que son alternas a la concepción in-dividualista que guía la expansión del capital y el desarrollo tecnológico a su servicio”.

10 Adoptamos el término política indigenista para refe-rirnos a toda política de Estado referida a los pueblos originarios, independientemente de su contenido axiológico. En este sentido, por ejemplo, la política indigenista argentina abarca no sólo las últimas nor-mativas reconocedoras de derechos colectivos de los pueblos originarios, sino también, por ejemplo, las históricas leyes N° 215/1867 y N° 947/1878 que autorizaron la llamada “Campaña del Desierto”. De esta manera evitamos llamar política indígena a la po-lítica de Estado (pese a que suele ser el término uti-lizado por el discurso estatal), para diferenciarla de

la política indígena en tanto política de representación y estrategias de participación y/o autonomización de las organizaciones de militancia y/o colectivos de per-tenencia de los pueblos originarios.

11 Por si sirve para consuelo, las organizaciones de mi-litancia indígena (¡también difíciles de definir!) ex-presan a veces la misma dificultad para nombrar a su contraparte sin apelar a categorías coloniales, a la vez que conscientemente integran esta discusión en la puja política. En un documental reciente de factura mapuche (El grito del Lanin, producido por el grupo Centro de Comunicación Mapuche Kona Producciones, 2010), la militante Pety Piciñam ex-presa ante un auditorio no-mapuche: “[Propone-mos] la construcción de un nuevo estado, que en el caso neuquino debe asumirse bicultural. Porque en esta provincia que hoy se llama Neuquén, hay dos culturas: el pueblo mapuche y la sociedad que ha llegado después. ¡Ustedes sabrán cómo denominar-se! Nosotros decimos a veces “no mapuche”, kaxiface en nuestro idioma: “gente de otro origen”. Pero lo hacemos no por la negativa, sino porque realmen-te no sabemos cómo ustedes se quieren denominar, autoidentificarse. Esta es una tarea que ustedes tie-nen, una vez que puedan decidir qué quieren ser: si quieren seguir siendo huincas, explotadores, usur-padores, o quieren seguir un camino hacia la inter-culturalidad (…) donde cada uno pueda cumplir su función, pero no uno invadiendo al otro”.

12 Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo.13 Algunos documentos del MSTM citaban el Conve-

nio 107 de la OIT, ratificado durante la presidencia de Frondizi, que tiene por objeto las “poblaciones indígenas, y otras poblaciones tribuales y semitri-buales” (Lenton 2005).

14 Primer Congreso del CISA en Ollantaytambo, 1980.

15 Consejo Indio de Sud América con sede en Lima; Consejo Mundial de Pueblos Indios con sede en Ottawa.

16 Las organizaciones indígenas norteamericanas sue-len presentarse como Native Peoples, aunque la ex-presión más coincidente con “Pueblos Originarios” es la de “First Nations”. En algunos lugares de la Patagonia argentina está empezando a extenderse el concepto de “Primeros Pobladores”, quizá más ade-cuado, aunque con dificultades en su aplicación.

17 Ver Lazzari 1996; Roca 2008.

18 Lazzari y Lenton 2000

19 Es interesante la reflexión que Pilar Pérez introduce sobre la problemática metodológica derivada de la fijación de la Historia a un tipo de documentación que ha sido especial objeto de destrucción volun-taria y/o fortuita. Muchas veces, el documento es objeto de políticas de ocultamiento que comparten sus principios con las que llevan a la represión de los cuerpos. Esto se complementa con la relación de subordinación de otras metodologías, como la historia oral, más capaz de recrear marcos alternati-vos, y casualmente subestimada frente a la historia “documentada” (por escrito). Sin embargo, parte de nuestra tarea como investigadores del genocidio es la de insistir en la existencia y en la validez de la documentación pertinente, tanto escrita como oral.

20 Sin embargo, la caracterización de “etnocidio” para el caso de los niños recluidos en las escuelas cana-dienses ha sido ya denunciada como negacionismo. Ver por ej. Churchill 2000.

21 Un “crimen sin criminal” (Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena 2008).

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29 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N°2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037

22 La década de 1880 y especialmente la de 1890 son abundantes en discusiones sobre las perspectivas de supervivencia, por ejemplo, de las sociedades fueguinas. Si bien muchas de estas discusiones se producían por ejemplo en medio de debates parla-mentarios sobre la libertad religiosa, el rol de pio-neros y funcionarios, la distribución de los fondos del estado en la región, etc., creo que puede hablarse de un tópico social en sí mismo, consistente en “la extinción de los fueguinos” que, desde produccio-nes literarias (Ramón Lista), de crónica periodística (Roberto Payró, Eduardo Holmberg), de denuncia comprometida (José L. Borrero, Ismael Viñas), o de observación estratégica (José Fagnano, Thomas Bridges) atravesaron el siglo posterior. Dentro de la clase política, algunos sectores avalaban abierta-mente la idea de extinción como proceso inevitable, salvando el rol del estado en el proceso. Por citar un caso, el Senador Miguel Cané expresaba duran-te la discusión de la concesión de los terrenos de la Misión La Candelaria a los salesianos: “Yo no tengo gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en toda la superficie del globo; pero es el deber de las sociedades civilizadas, así como el médico a la cabecera del enfermo sin remedio, hacer cuanto pueda por prolongar la existencia y aumen-tar el bienestar de esas razas desvalidas é indefen-sas” (Diario de Sesiones del Senado de la Nación, 29/8/1899; Lenton 2005).

23 Ver Ramos y Lenton 2009; Red de Investigadores 2008; Mapelman y Musante 2010.

24 Entre ellos, un ex Juez Federal de Formosa y Cama-rista de Chaco, y ex miembros de la Fuerza Aérea Argentina y de Gendarmería. En Diario La Mañana

de Formosa, 29/11/2011, http://www.lamanana-onli-ne.com.ar/nota.php?id=11724

25 Término que elegimos hace tiempo, justamente, para eludir la pesada tarea de definir posiciones muchas veces ambiguas (Lenton 2005).

26 De hecho, los genocidios mejor caracterizados, como los producidos por los nazis, o el de Ruanda, se dan en contextos donde se hace imposible pensar la otre-dad en términos de aislamiento.

27 “Roca y los Mapuches”. Por Julio Rajneri. Viernes 9/12/2011. http://www.rionegro.com.ar/diario/rn/nota.aspx?idart=769983&idcat=10101&tipo=2

28 “When we were near enough to see this [wide, ado-be] wall, I asked my guide if he knew what purpose it served, since other forts (…) had no palisades (…). Luan’s indignation then burst forth. From his hot torrent of words I was able to grasp that Puan had been a concentration camp, like the one on the Naposta River. All the Indian who lived hereabouts –men, women and children- had been herded into the enclosure like cattle in a corral, and were giv-en rations by the government. According to Luan, somebody along the way kept most of the rations for himself, and the population of Puan would cer-tainly have starved to death, had not the garrison commander tried to alleviate their lot by permitting a few of the best hunters to go out during the day and bring back whatever they could catch with their boleadoras and arrows” (Newbery 1953; cursivas en el original). La descripción subsiguiente de este campo no se asemeja ni a Martin García ni a Valche-ta, excepto por las figuras de los pobladores encer-rados “como ganado” y la cuestión ubicua del robo de víveres. El relato del “testigo” Newbery, como el de John D. Evans sobre Valcheta (Delrio 2003; Del-rio et al. 2010), enfatiza la victimización total de los

encerrados, dejando poco espacio para la agencia indígena que se puede percibir a través de estudios más densos sobre la forma de funcionamiento de es-tos campos (ver por ejemplo, el artículo de Nagy y Papazian, en este volumen).

29 En la zona centro neuquina donde realizo mi inves-tigación, suelen mencionarse Martín García o Chi-chinales como puntos de partida. Pero en otros ca-sos, la memoria familiar sobre el confinamiento no conserva nombres de “campos” sino de cuarteles o regimientos donde el ancestro fuera “destinado”, sin que sea posible a veces diferenciar entre incor-poración al ejército o confinamiento en campos. Ver por ej., Lenton y Szulc 2011.

30 Decía el Diputado Manuel Cabral: “Yo no quiero mantener los pocos indios que hablan, por ejemplo, unos toba, otros chulupí; yo quiero que la escuela argentina, la escuela nacional, vaya al centro de los indios, de tal manera que los indiecitos se convier-tan en ciudadanos argentinos. Las misiones solas no pueden, so pena de estar en contra de la religión, sino mantener el 6º mandamiento. (...) Lo que debe-mos es llevar gente que establezca el cruzamiento con los indígenas para que se pierda por completo la raza primitiva. (...) Yo no sé qué le habrá dicho San Pedro a Irala cuando llegó al cielo, haciéndole cargos sobre sus siete consortes, pero es evidente y notorio que en los anales de la conquista del Río de la Plata, figura Irala como uno de sus más claros va-rones. ¿Y qué hizo Irala? Lo mismo que debe hacer el Patronato de Indios, bajo una forma más ó menos culta” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputa-dos, sesión del 4/1/1900; Lenton 2005).

31 Como afirma Mahmood Mamdani (2001), el matrimo-nio interétnico habilitado es siempre el de “hombre de la casta superior” con “mujer de la casta inferior”.

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30 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 1, N°2, 2do. semestre 2011, ISSN 1853-8037

32 Más aun, vengo observando que a pesar de que la historia de las comunidades indígenas está atrave-sada por la represión, los secuestros, el exilio, de los años 1970 al igual que en el resto del país, nuestra experiencia en trabajo de campo indica que cuando los indígenas quieren destacar la tragedia, se refie-ren a la de las campañas militares entre 1870 y 1950, por ser la que epitomiza su tragedia social y a la vez, como ya hemos dicho, la que a veces les da naci-miento en tanto comunidades. Es tambien lo que configura su subjetividad, de tal manera que podría decirse que lo que los define como víctimas es lo mismo que los define como indios. No pasa esto por ejemplo, con la tragedia de los 1970, independiente-mente de su gravedad y de las múltiples formas en que el ser indígena se posiciona ante ella.

33 Primero, porque en el bautismo no está implicado sólo un cambio de nombre, sino el ingreso a una estructura diferente. Se puede decir que el lakutun implica abrir nuevas relaciones parentales, pero in-dudablemente no hay alianza ni horizontalidad en el bautismo cristiano, que implicó la imposición de miles de nombres con ocultamiento de la identidad anterior, y generalmente no como expresión de ad-miración mutua sino en el marco del sometimiento de adultos y el secuestro de chicos.

34 Tomado de Red (2007).

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Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 2, N° 1, 1er semestre 2012, ISSN 1853-8037, URL: http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus

Carta al Editor

El objetivo de este texto es retomar algunos ejes plan-teados en mis participaciones anteriores a la luz de las producciones que conforman la sección y de la intere-sante intervención final de Diana Lenton en su carácter de coordinadora del debate.

Al referirse a los interrogantes por mí planteados respecto de la tensión entre los términos “pueblos in-dígenas” / “pueblos originarios” Lenton aclara que “la disputa sobre los etnónimos es dura, sensible y en al-gunos casos crucial para la defensa de ciertas posicio-nes”. Agrego que esto se debe a que los etnónimos son el producto del interjuego de poder, del poder entre quien nomina y quien es nominado. Es en ese contexto que me he permitido expresar mis inquietudes respecto de la revitalización del término “pueblos originarios” en el sentido de que parece distraer del reconocimiento de la relación entre etnicidad y desigualdad, entre etnicidad y clase social, por lo que la advertencia se dirige más al contenido del término y su uso, que al término en sí mis-mo. Sólo comprendiendo la variable desigualdad y por lo tanto analizando la etnicidad en su articulación indi-soluble con la clase —en términos de Godelier y fuera de todo mecanicismo— se superarán los esencialismos, dado que toda etnicidad es política pues es contrastiva y se gesta y reproduce en el contexto de las relaciones de

Replica a Genocidio y políticas indigenistas:

Debate sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana. Vol. 1, N°2, julio-diciembre 2011

Liliana Tamagno*

poder existentes entre los grupos que se identifican como diferentes, apelando a ciertos diacríticos y definiéndose dialécticamente en la relación. Entiendo la política y el poder en términos foucaultianos, comprendiendo el po-der como algo que está presente en todas las relaciones sociales y derivando en última instancia de las condicio-nes de producción en las que los individuos desarrollan su existencia, superando así toda interpretación formal del poder limitado a lo jurídico y entendido desde la concepción negativa del “tú no debes”. Es en este sen-tido que tengo la necesidad de señalar que lo que suce-de en el campo indígena en la actualidad no puede ser pensado solo en términos de diversidad cultural —lo que conduciría a interpretaciones esencialistas— sino que tiene que ser pensado también, y de modo no exclu-yente, en el marco de otro de los momentos particulares de acumulación de capital que caracterizan al modo de producción capitalista (en el caso del Gran Chaco, la ex-pansión sojera).

Ello conduce necesariamente a una explicitación sobre el marco epistemológico con el cual desarrollo la tarea investigativa y que es el materialista dialéctico. Materia-lista en el sentido de reconocer —en oposición al idealis-mo— que los objetos/sujetos de análisis existen mas allá de que sean pensados y que es a esas condiciones mate-

riales de existencia que tenemos que acercarnos, logran-do verdades parciales (Schaff 1991) y no relativas; pues si no, caemos en el relativismo absoluto que tanto ha sido criticado en el contexto de la propia antropología. Para ello es necesario tratar de reconocer el mayor nú-mero de variables que actúan en los procesos analizados y cotejar y poner a prueba una y otra vez las interpreta-ciones que de esta tarea surjan. En tanto investigadores, nos movemos en un campo de disputa y nos vincula-mos con procesos, por lo cual tenemos que tener bien en claro que las “cosas” no comienzan cuando nosotros llegamos. Cuando utilizo el término dialéctico lo utilizo en el sentido de advertir respecto de las limitaciones de todo análisis dualista, algo que desarrollé en trabajos an-teriores (Tamagno 2001) al trabajar sobre los planteos —desde mi punto de vista— solo aparentemente enfrenta-dos de Stefano Varese (1979 y Miguel Bartolomé (1979). Siguiendo este razonamiento, el lema “como indios nos dominaron, como indios nos liberaremos” no refiere, a mi entender, a un esencialismo, ya que el término indio, en tanto etnónimo descalificador y racista, fue el término que se usó para justificar y legitimar la conquista y la expropiación.

Es por ello que entiendo que el debate teórico debe tener como objetivo último la preocupación de encontrar

*Laboratorio de Investigaciones en Antropología Social LIAS

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2 Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana, Vol. 2, N° 1, 1er semestre 2012, ISSN 1853-8037

herramientas conceptuales que nos permitan acercarnos cada vez más a la comprensión del objeto investigado, evitando quedar entrampados en un inútil preciosismo teórico. Es importante también que los análisis no se rea-licen sólo a partir de narrativas, pues estas no son sino expresiones válidas —pero expresiones al fin— que se hacen realidad en situaciones que deben comprender-se tanto en términos coyunturales como estructurales (Braudel 1969). Advierto al mismo tiempo que las condi-ciones estructurales no se transforman con el mero reco-nocimiento y/o las buenas intenciones, ni solo con cuer-pos legales de avanzada, sino con políticas de estado que limiten fuertemente los intereses de los poderosos. De lo contrario continuará la posibilidad del genocidio, pues las ansias de lucro y de acumulación del capital parecen ser infinitas, ya que ni tan siquiera las advertencias de los foros internacionales —lease fundamentalmente Da-vos— producen efectos neutralizadores de las mismas. En este sentido es que entiendo que en el mundo que estamos analizando, la superación del racismo vendrá de la mano de la transformación del modo de producción capitalista, de lo contrario reaparecerá y se reavivará en cada momento de acumulación de capital y allí la antro-pología tendrá que atravesar “otros partos” en el sentido de Godelier y otros ajustes conceptuales serán necesarios.

En última instancia el objetivo final de toda produc-ción de conocimiento debe ser la gestación de un marco referencial que vaya en el sentido de desentrañar el ma-yor numero de variables presentes en las situaciones que nos preocupan —en este caso la violencia estatal contra los sectores populares— contribuyendo así a la posibili-dad de su transformación. Y digo “sectores populares” —aun reconociendo la vaguedad del término—, pues si bien nos estamos refiriendo específicamente en este de-bate a la cuestión indígena, la violencia estatal se expre-sa también en la criminalización de la pobreza, ya que estos procedimientos acusan una cuota significativa de

racismo cuando la mera “portación de cara” hace sospe-choso al individuo y cuando al pensar en la inseguridad se piensa inmediatamente en robos y hurtos de las pro-piedades privadas de los sectores medios y acomodados y no se piensa que también hay inseguridad en la vida de todos aquellos que viven en condiciones de carencia y que son cotidianamente objeto de vejámenes y presiones clientelares por parte de los poderosos. Y es aquí don-de la etnicidad y la clase se visualizan como claramente articuladas; algo que no solo planteé desde mi primer artículo producido sobre la cuestión indígena (Tamagno 1986) sino que he continuado analizando a lo largo de mi trayectoria de investigación.

Solo a modo de ejemplo y para confirmar la indiso-lubilidad de ambas categorías no excluyentes entre sí (Cardoso de Oliveira 1992), traigo a este debate el relato de un acontecimiento que conmocionó al Brasil. El 22 de abril de 1997 la prensa brasilera denunciaba que Galdino Jesús dos Santos, referente indígena que había llegado a Brasilia junto con otros indígenas para demandar ante las autoridades, fue quemado vivo por jóvenes de fami-lias acomodadas que buscaban diversión luego de una noche de tragos y juerga, a la madrugada, mientras dor-mía en una parada de ómnibus. El legista Fabio Conder Comparato que estaba participando de un Seminario sobre Derechos Humanos, cuando fue entrevistado dijo que el crimen de Brasilia era “un síntoma alarmante del desprecio que una parte de la sociedad brasilera mani-fiesta en relación a los pobres… la explicación que los jóvenes dieron es reveladora, no sabían que se trataba de un indio… en la cabeza de ellos un mendigo no es un ser humano… a esto ha contribuido no solo el am-biente general de violencia y desprecio por la miseria…. sino también una política económica liberal que rechaza el principio fundamental de la solidaridad y cuyo único interés es mantener una estabilidad monetaria y una re-gularidad de las finanzas públicas”.

Lo antedicho refuerza la idea planteada en la prime-ra versión de mi trabajo en este debate en el sentido de la necesidad de pensar el genocidio en su relación con el etnocidio y por lo tanto con el racismo, definido por Eduardo Menéndez (1971) como la relación social im-puesta en el mundo a partir de la expansión colonial, legitimadora de la gestación, desarrollo y consolidación de las relaciones capitalistas de producción y los modos particulares de apropiación de la naturaleza y de explo-tación humana que este conlleva.

Hay racismo cuando la vida del otro no vale lo mis-mo que la nuestra, cuando nos conmueve la miseria del otro pero al mismo tiempo y contradictoriamente en-tendemos que tenemos derecho a disfrutar de nuestros privilegios de clase y los defendemos toda vez que se ven amenazados por las demandas de quienes menos tienen. Somos portadores de racismo por pertenecer a una sociedad dividida en clases, a una sociedad cuya estructura supone propiedad privada de los medios de producción y al mismo tiempo expropiación de los bie-nes que deberían ser comunes y competencia y acumu-lación sin medida y sin importar los costos. Solo cuando el dolor del otro nos duela como nuestro propio dolor y se nos haga realmente intolerable la desigualdad y la explotación, iremos más allá de producir narrativas más o menos criticas y prácticas más o menos impugnadoras de las condiciones de existencia que criticamos.

El racismo fue el ideario justificador del genocidio so-bre el cual se fundó la república y el que aún continúa respecto de los pueblos preexistentes, de los sectores campesino-indígenas y de los sectores populares. El ge-nocidio de los años 70 también está siendo pensado en términos de los intereses de quienes organizaron la repre-sión y el crimen institucionalizado, ya que fue necesario matar, destruir, robar bienes y niños, torturar y desapa-recer para aleccionar así a toda la sociedad respecto de lo que podría pasarle si se oponía al avance de un nuevo

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momento de acumulación de capital que implicaba en-trega de los recursos naturales y extranjerización de los bienes del Estado. Allí estuvo también presente —pen-sando en términos estructurales— la cuestión de clase. Así la denuncia del horror, si bien necesaria, no es sufi-ciente, no es solo cuestión de “tomar conciencia”, pues no es solo transformando el ideario o la narrativa que lo expresa que se transformará la desigualdad que atravie-sa nuestra sociedad —finalmente de eso se trata—. Lo que debe transformarse son las condiciones materiales de existencia y el modo de producción que la genera.

Quiero aclarar que cuando me refiero a pensar en tér-minos de clases sociales, y porque el análisis que pro-pongo no se agota de ninguna manera en las narrativas, lo hago independientemente de que los sujetos o colec-tivos en los que estoy pensando utilicen la categoría cla-se social o se reconozca como clase; ya que en el caso de la gente indígena con la que he trabajado y trabajo, ha sido la categoría “pobres” la utilizada por ellos. Al mismo tiempo el hecho de que en la década de 1970 no fuera unánime el reconocimiento de la “cuestión de cla-se” y que hubiera un importante sector de la militancia que analizaba la coyuntura solo en términos de “cues-tión nacional” y de colonialismo, no invalida de ninguna manera analizar dicha coyuntura en términos de clase en el sentido marxista, reconociendo una sociedad divi-dida entre los que detentan la propiedad de los medios de producción y se arrogan el derecho de expropiar y los que sufriendo la imposición de los mecanismos de apro-piación/expropiación tienen solo para vender su fuerza material de trabajo o sus capacidades intelectuales; así como también analizarla en términos de un capitalis-

mo dependiente, producto de las relaciones coloniales y neocoloniales.

Estas afirmaciones van a merecer de parte de algunos la crítica de haberme “quedado en los 60” o tal vez “en el 45”, pero esta es mi posición generada en un sinnúmero de lecturas tanto académicas como políticas —si es que se pueden distinguir—, en el análisis y participación en las luchas de los años 60 y 70 y en el análisis propio de la tarea de investigación de la cual se desprende este tex-to. Todo ello reconociendo estar inmersa en un mundo signado por el capitalismo y experimentado desde una cierta condición de clase y desde diferentes posiciones de clase según los consecuentes exilios internos y exter-nos experimentados entre 1975 y 1984.

Finalmente no acuerdo con el planteo de Escolar en el debate a que hago referencia, cuando la capacidad de agencia de las victimas le hace suponer que no hubo ge-nocidio. Racismo, genocidio y capacidad de agencia no son excluyentes y es por eso que nos encontramos con un movimiento indígena —a nivel nacional e internacio-nal— que más allá de las debilidades, tensiones y con-tradicciones que lo atraviesan se ha convertido en una impugnación clara a los avances del capital y por eso es controlado y reprimido ferozmente. Sus referentes acep-tan, negocian, incorporan y hasta parecieran dejarse cooptar por el poderoso, en juegos que son el produc-to de procesos complejos de aceptación/rechazo de los modelos impuestos o de los que se pretenden imponer, algo que ya afirmamos hace más de 20 años (Tamagno 1991) intentando superar cualquier análisis dualista. La capacidad de agencia no excluye el reconocimiento de la

violencia y el racismo con que los modelos hegemónicos se impusieron y pretenden imponerse y esto se vincula con algo que ya he planteado en trabajos anteriores res-pecto de la importancia de no reducirlos a su sola con-dición de víctimas, pues ese reduccionismo conlleva la negación de toda posibilidad de transformar, desde su lugar en la sociedad —y subordinaciones y clientelismos mediantes— el futuro de la misma.

Referencias bibliográficas:Bartolomé, M. (1979). Conciencia étnica y autogestión

indígena. En Indianidad y descolonización en América La-tina. Documento de la Segunda Reunión de Barbados. Mé-xico: Editorial Nueva Imagen.

Braudel, F. (1969). La larga duración. En La historia y las Ciencias Sociales. Madrid: Alianza.

Cardoso de Oliveira, R. (1992). Etnicidad y estructura so-cial. México: CEP

Menéndez, E. (1971). Racismo, colonialismo y violencia científica. Revista Transformaciones 47. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina

Schaff, A. (1992). Historia y verdad. México: Editorial Gri-jalbo.

Tamagno, L. (1991). La cuestión indígena en Argentina y los censores de la indianidad. América Indígena. LI (1) 123-152.

Varese, E. (1979). ¿Estrategia étnica o estrategia de clase? En Indianidad y descolonización en América Latina. Docu-mento de la Segunda Reunión de Barbados. México: Edito-rial Nueva Imagen.