de la peña - resistencia, faccionalismo y etnogénesis

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1 Esta versión: VI/08 RESISTENCIA, FACCIONALISMO Y ETNOGÉNESIS EN EL SUR DE JALISCO (MÉXICO) Guillermo de la Peña Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS-Occidente) Guadalajara, México [Preparado para el libro Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico] ¿Qué es la resistencia étnica? Cuando se habla de “resistencia étnica” en México, dos imágenes mediáticas vienen a la mente. Una es la de los encapuchados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, difundida por la televisión internacional a partir de enero de 1994, que ha atraído al Sureste mexicano a los “turistas revolucionarios” del Norte. La otra imagen es la de los “guerreros aztecas” que danzan en el Zócalo (la plaza principal) de la ciudad de México y se ostentan ante todo tipo de turistas como representantes de un movimiento que reivindica la cultura ancestral del “México profundo”. Estos últimos –los “neo- indios institucionales”, como los apodan Jacques Galinier y Antoinette Moliner (2006)-- constituyen una expresión sobresaliente de las modas New Age de la clase media urbana y contribuyen a la mercantilización de lo exótico propiciada por ciertas dependencias gubernamentales y por las agencias de viajes. En general, los danzantes del Zócalo tienen muy poco que ver con lo que ocurre en las comunidades indígenas. 1 Por su parte, los zapatistas de Chiapas han llamado efectivamente la atención sobre la importancia de “la cuestión étnica” en México; pero son escasamente representativos del mundo indígena del país, formado en su mayoría por una población pauperizada y pacífica de campesinos y migrantes que día con día engrosan el sector de trabajadores informales en las grandes ciudades y en los campos de agricultura comercial. Las manifestaciones más significativas de resistencia étnica ocurren entre tales grupos precarios, distribuidos a lo largo y ancho del país. No se trata de una masa homogénea: en los albores del siglo XXI, pueden distinguirse por lo menos cinco categorías de personas que se asumen como indígenas. Éstas son: las comunidades renegociadas, las comunidades reinventadas, los indígenas migrantes, los nuevos intelectuales étnicos y los disidentes religiosos. 2 Todas estas categorías tienen en común 1 La revitalización de las danzas no sólo incluye las supuestas coreografías guerreras sino también la recuperación y reinvención, en medios urbanos y rurales, de tradiciones dancísticas (como la de los concheros) asociadas a pueblos y barrios definidos como indígenas desde la época colonial. Véanse Rostas (1998), F. de la Peña (2005), de la Torre 2005, G. de la Peña (2006a). 2 En otro trabajo (de la Peña 2003) he tratado de caracterizar estas categorías. Las comunidades renegociadas han logrado definir fronteras (físicas y simbólicas) relativamente estables gracias a la apropiación de un territorio (real o supuestamente “ancestral”), la endogamia, la organización familiar que transmite lengua y costumbres, y la persistencia de autoridades comunitarias que combinan funciones rituales y de control social; pero todo ello implica la negociación continua con las autoridades oficiales. Las comunidades reinventadas buscan reforzar sus fronteras mediante la recuperación de lo ancestral. Los migrantes mantienen y amplían las redes sociales de su lugar de origen y resignifican la cultura comunitaria en los nuevos contextos. Los nuevos intelectuales étnicos, merced a su escolaridad, se abren

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El ensayo busca describir y analizar un proceso de reconstrucción comunitaria y étnica en una región del sur de Jalisco, México. Se interesa por examinar la resistencia étnica en la forma en que se ha ido manifestando en la lucha agraria; pero también en las mediaciones, negociaciones, alianzas y oposiciones entre actores con diversos intereses y “mundos de vida.”

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Esta versión: VI/08

RESISTENCIA, FACCIONALISMO Y ETNOGÉNESIS EN EL SUR DE JALISCO (MÉXICO)

Guillermo de la Peña

Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social

(CIESAS-Occidente) Guadalajara, México

[Preparado para el libro Rethinking Histories of Resistance in Brazil and Mexico]

¿Qué es la resistencia étnica? Cuando se habla de “resistencia étnica” en México, dos imágenes mediáticas vienen a la mente. Una es la de los encapuchados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, difundida por la televisión internacional a partir de enero de 1994, que ha atraído al Sureste mexicano a los “turistas revolucionarios” del Norte. La otra imagen es la de los “guerreros aztecas” que danzan en el Zócalo (la plaza principal) de la ciudad de México y se ostentan ante todo tipo de turistas como representantes de un movimiento que reivindica la cultura ancestral del “México profundo”. Estos últimos –los “neo-indios institucionales”, como los apodan Jacques Galinier y Antoinette Moliner (2006)-- constituyen una expresión sobresaliente de las modas New Age de la clase media urbana y contribuyen a la mercantilización de lo exótico propiciada por ciertas dependencias gubernamentales y por las agencias de viajes. En general, los danzantes del Zócalo tienen muy poco que ver con lo que ocurre en las comunidades indígenas.1 Por su parte, los zapatistas de Chiapas han llamado efectivamente la atención sobre la importancia de “la cuestión étnica” en México; pero son escasamente representativos del mundo indígena del país, formado en su mayoría por una población pauperizada y pacífica de campesinos y migrantes que día con día engrosan el sector de trabajadores informales en las grandes ciudades y en los campos de agricultura comercial.

Las manifestaciones más significativas de resistencia étnica ocurren entre tales grupos precarios, distribuidos a lo largo y ancho del país. No se trata de una masa homogénea: en los albores del siglo XXI, pueden distinguirse por lo menos cinco categorías de personas que se asumen como indígenas. Éstas son: las comunidades renegociadas, las comunidades reinventadas, los indígenas migrantes, los nuevos intelectuales étnicos y los disidentes religiosos.2 Todas estas categorías tienen en común 1 La revitalización de las danzas no sólo incluye las supuestas coreografías guerreras sino también la recuperación y reinvención, en medios urbanos y rurales, de tradiciones dancísticas (como la de los concheros) asociadas a pueblos y barrios definidos como indígenas desde la época colonial. Véanse Rostas (1998), F. de la Peña (2005), de la Torre 2005, G. de la Peña (2006a). 2 En otro trabajo (de la Peña 2003) he tratado de caracterizar estas categorías. Las comunidades renegociadas han logrado definir fronteras (físicas y simbólicas) relativamente estables gracias a la apropiación de un territorio (real o supuestamente “ancestral”), la endogamia, la organización familiar que transmite lengua y costumbres, y la persistencia de autoridades comunitarias que combinan funciones rituales y de control social; pero todo ello implica la negociación continua con las autoridades oficiales. Las comunidades reinventadas buscan reforzar sus fronteras mediante la recuperación de lo ancestral. Los migrantes mantienen y amplían las redes sociales de su lugar de origen y resignifican la cultura comunitaria en los nuevos contextos. Los nuevos intelectuales étnicos, merced a su escolaridad, se abren

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el sentido de pertenencia a colectividades que articulan historias propias, expresadas en narrativas que cuestionan la “historia nacional” –i.e. la narrativa oficial difundida en las escuelas y en los discursos estatales—pero además se insertan en ella. El Estado,3 mediante las políticas indigenistas establecidas después de la Revolución Mexicana, ha propiciado la reproducción de identidades étnicas y memorias colectivas diferenciadas; al mismo tiempo, el indigenismo gubernamental proclamaba contradictoriamente la necesidad de fusionar razas e identidades en la “forja” de una sociedad nacionalista, moderna y mestiza (de la Peña 2002a).4 En consecuencia, en los códigos de los sectores dominantes, “lo indio” se volvió equivalente a “la otredad” pobre y atrasada, mientras que “lo mestizo” se equiparaba a “lo nacional” (Bonfil 1988). Esta visión dicotómica fue cuestionada, desde la década de 1930, por algunas movilizaciones populares que se autodefinieron como “indias”; no obstante, entre las organizaciones emergentes de indígenas escolarizados predominaba, al menos hasta los años sesenta, la aceptación de la homogeneización nacionalista (Iwanska 1977). Una de tales organizaciones, probablemente la más fuerte, adoptó como lema una frase de Lázaro Cárdenas: “No buscamos indianizar a los mexicanos, sino mexicanizar a los indígenas”.

A partir de 1970, cuando las políticas económicas y sociales del régimen

instaurado tras la Revolución mostraron su agotamiento, un número creciente de comunidades y organizaciones –sobre todo en las zonas rurales, pero no sólo en ellas-- han enarbolado la bandera de las reivindicaciones étnicas. Y lo han hecho por razones múltiples: la justificación de la defensa de la tierra comunal, el rechazo a la discriminación negativa, la búsqueda de mejores modelos de convivencia y de alternativas a la hostilidad de la sociedad dominante, y la afirmación del derecho a decidir sobre las soluciones a sus problemas mediante autoridades propias que los representen (Mejía y Sarmiento 1987; Warman y Argueta, coords., 1993; Levi 2002; Dietz 2004; G. de la Peña 2005 y 2006b). En 1992, al cumplirse cinco siglos del viaje de Cristóbal Colón, muchas organizaciones se unieron a una red interamericana que se asumió como “Frente 500 años de Resistencia”. Por su parte, el Estado mexicano ha abandonado el modelo de desarrollo proteccionista en favor de una economía abierta al mercado global y ha limitado sus políticas sociales a los grupos más “vulnerables” –los indígenas, entre otros--; concomitantemente, se ha reformado la Constitución para reconocer, aunque de modo limitado, los derechos –sociales, políticos y culturales—de los pueblos indígenas. En este contexto pueden entenderse tanto el fenómeno cada vez más amplio de las comunidades reinventadas como los procesos de etnogénesis. Sobre éstos existen caldeadas discusiones y opiniones contrastantes. Algunos autores conciben tales espacios de inserción e intermediación en la sociedad nacional y construyen narrativas de resignificación cultural que justifiquen estos espacios. Y los disidentes religiosos –i.e. los indígenas conversos a denominaciones evangélicas-- buscan también la resignificación de la cultura y la pertenencia. 3 El “Estado” –dice Philip Abrams (1988) en su incisivo ensayo—es un fetiche: una máscara que, bajo pretensiones de unidad, coherencia y altura de miras, disfraza una multiplicidad de intereses particulares de dominación. Sin entrar en la vasta polémica sobre definiciones, pienso que el término puede usarse con referencia a las instituciones que oficialmente representan el orden legal e instauran políticas públicas de largo plazo, no necesariamente consistentes ni exitosas. 4 La Constitución de 1917 no mencionaba ni una sola vez la palabra “indio” o “indígena”. Sin embargo, reconoció la propiedad comunal de los antiguos pueblos indígenas. Y los gobiernos post-revolucionarios reivindicaron “la gloria del pasado prehispánico” en los museos, promovieron un arte nacionalista de inspiración nativa, apoyaron la producción de artesanías tradicionales como símbolos patrios y sobre todo constituyeron a los indígenas como sujetos que serían amparados y transformados por el Estado (cfr. G. de la Peña 2005).

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procesos como formas de recuperación de la identidad auténtica de los pueblos, previamente diluida por el colonialismo y el acoso de los gobiernos postcoloniales (Hill 1997; Bonfil 1988); otros, como posible resultado de manipulaciones por parte de un Estado neoliberal que abdica de sus responsabilidades sociales (Favre 1996; Hale 2001); otros más como producto de las argucias de nuevos líderes indígenas en busca de poder personal, o de maniobras de grupos externos (ONGs, iglesias, partidos políticos) que utilizan mañosamente a la gente para justificar sus propósitos y acciones (Vázquez León 1992; Kuper 2003). Propongo un enfoque más complejo, que tome en cuenta diversos argumentos.5 Para empezar, las comunidades reinventadas no se basan en la ficción pura; requieren de una narrativa creíble –con sustento al menos parcial en tradiciones y memorias vivas, documentos, etc.-- que justifique la defensa de una identidad colectiva. La etnogénesis –o re-etnización (Gros 2000)— implica que, poco a poco, un grupo se reconoce y presenta ante otros como un sujeto social distintivo porque sus miembros comparten una cultura propia (concepciones del pasado, mitos de origen, costumbres, creencias, símbolos, valores y prácticas…).6 Pero tal auto-reconocimiento no ocurriría si no se encontrara en ello una ventaja común, una perspectiva de mejora: por ejemplo, la posibilidad de reclamar, por la propia diferencia, derechos frente al Estado, la nación y la sociedad internacional (Tully 1995; Karlsson 2003). En América Latina, tanto el abandono de ciertas políticas sociales –en especial las de Reforma Agraria—como el avance de discursos, leyes y acciones que reconocen y fomentan la multiculturalidad, han propiciado que las demandas populares de todo tipo se expresen como reclamos por los derechos culturales (de la Peña 2002c; Yashar 2005). Ahora bien: la conciencia de los derechos inherentes a la diversidad cultural se explica en buena medida por la información recibida desde fuera: por parte de un Estado que reitera o innova sus políticas, o de organizaciones que amplían su influencia (partidos, iglesias, grupos de presión), o de movimientos sociales y asociaciones civiles (ONGs) que buscan abrir los espacios públicos --y también fortalecerse. La etnogénesis, entonces, se constituye como un vasto campo de relaciones verticales y horizontales, que puede incluir –o no—manipulaciones y engaños, apoyos y beneficios. Además, suele requerir de nuevos liderazgos, que pueden chocar con los existentes y generar luchas facciosas; requiere igualmente de nuevos “intelectuales orgánicos” que articulen narrativas y discursos que muchos considerarán subversivos y molestos. ¿Es la etnogénesis una forma de “resistencia”? La respuesta a esta pregunta es, igualmente, objeto de polémica. Para los teóricos de la política indigenista mexicana que prevaleció hasta la década de 1970, la persistencia de las culturas e identidades étnicas dependía fundamentalmente de la vigencia en ciertas zonas del país (las “regiones de refugio”) de las relaciones de producción precapitalistas, que eran a su vez sostenidas por el dominio de las oligarquías regionales (Aguirre Beltrán 1958 y 1967). Tal dominio excluía efectivamente a una parte de la población del acceso a los recursos estratégicos –económicos, políticos y culturales-- de la nación moderna, y esto explicaba las distorsiones y estancamientos de la “aculturación”.7 Sin embargo, otros autores insistieron en la agencia colectiva de los pueblos indígenas en la defensa de sus

5 Una discusión amplia y matizada del concepto puede encontrarse en Bartolomé 2006. 6 Por supuesto, como lo planteó Barth (1969) en su escrito seminal, lo importante no es que los componentes culturales sean únicos y “originales” sino que en el grupo se consideren distintivos y emblemáticos. 7 Los argumentos de los indigenistas clásicos son muy sofisticados e interesantes, pero en última instancia veían la “aculturación plena” y la integración a la sociedad nacional como una condición necesaria del proceso de modernización. Véase Palerm, ed. 1976; cfr. Lameiras 1987 y de la Peña 1995.

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culturas e identidades, entendidas como recursos valiosos y “vehículos de supervivencia” (Adams 1995). Por ejemplo, Edward H. Spicer, en su estudio clásico sobre los indios del Noroeste mexicano y el Suroeste estadounidense, usa expresamente la palabra resistencia al analizar el parcial fracaso de la asimilación religiosa, lingüística, política, económica y cultural que pretendieron imponer los sucesivos “ciclos de conquista” (Spicer 1962: caps. 19 y 20).8 En un escrito posterior, el mismo autor propone el concepto de “sistema de identidad persistente” para referirse más generalmente al tipo de organización que hace viable la resistencia de grupos minoritarios frente a los poderes coloniales o nacionales; tal organización tiene como punto de partida el conflicto e incluye formas de comunicación, valores morales compartidos, sentido de la historia, liderazgo eficaz y símbolos vigorosos que expresan oposición al dominio externo (Spicer 1971). Con todo, Spicer también plantea que las políticas de asimilación a la sociedad mayor son muchas veces exitosas. En el caso de los pueblos (o “tribus”) estudiados por él, un factor determinante para la asimilación exitosa fue la fundación colonial de reducciones o “pueblos de indios” mediante la congregación de la población previamente dispersa, que podía entonces sujetarse a una evangelización intensiva y a formas rígidas de control, más tarde aprovechadas por los gobiernos nacionales; en cambio, los indios que continuaron viviendo en caseríos o rancherías remotas pudieron constituirse en “enclaves étnicos” (Spicer 1962: 12-13, 288-298, 463-467, 581-586).9 Por su parte, tanto Gonzalo Aguirre Beltrán (1953) como Eric Wolf (1956 y 1957) habían subrayado la importancia del mismo artefacto colonial de control: el pueblo nucleado de indios –la comunidad campesina, cerrada y corporativa-- para la conservación de las distinciones culturales y étnicas. Ahora bien: en el siglo XX y en los albores del XXI, el concepto de “sistema de identidad persistente” no sólo puede aplicarse a las rancherías remotas y a las comunidades corporativas sino también a pueblos ampliamente comunicados, a grupos que viven en ciudades e incluso a contextos de migración internacional (Spicer 1980, Castile y Kushner, eds. 1981, Castile 1987, Pérez Ruiz 2002, Fox y Rivera-Salgado, eds. 2004, Martínez Casas y de la Peña 2004, Martínez Casas 2007). Y los procesos de etnogénesis en el México contemporáneo podrían proporcionar ejemplos particularmente iluminadores para comprender el fenómeno más general de resistencia étnica.

El presente ensayo busca describir y analizar un proceso de reconstrucción comunitaria y étnica en una región del sur de Jalisco, México: la Sierra de Manantlán, donde se ha vivido, a partir de 1940, un largo proceso de confrontación entre los campesinos de la comunidad de Ayotitlán, por un lado, y por el otro grupos invasores de tierras y bosques: ganaderos de las zonas vecinas y empresarios forestales y mineros, quienes han gozado de protección política. A lo largo de esa lucha, la gente de Ayotitlán ha sido calificada por sus contrincantes como “los indios”. En contraste, el término “mestizos” se refiere vagamente a todos los que “no son indios”. Sin embargo, la dicotomía no es nítida y los términos muchas veces se aplican en forma situacional (“indexical”). Además, los ayotitlenses están internamente divididos por rivalidades familiares y facciosas, y por alianzas cruzadas con actores externos. Entre los actores externos encontramos empresarios, funcionarios gubernamentales, organizaciones

8 Para Spicer (1962), la conquista del Nuevo Mundo ha implicado ciclos de acoso –violento o mediante instituciones de control-- a los pueblos indígenas por parte de los sucesivos regímenes de gobierno, desde el siglo XVI hasta nuestros días. 9 En el Noroeste mexicano prevalecieron los enclaves asociados a la creación y mantenimiento de rancherías dispersas (Lumholtz 1904; Spicer 1962; Sariego 2002).

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agrarias oficialistas, organizaciones agrarias radicales, sacerdotes, maestros de escuela progresistas y grupos universitarios de las ciudades de Guadalajara y Autlán.10 Estos últimos han introducido programas de protección ecológica –que culminaron en la creación de una zona protegida, la Reserva de la Biosfera de Manantlán--, desarrollo social, fortalecimiento de la comunidad y rescate cultural e identitario. Además, después de la revuelta chiapaneca de 1994, la gente de Manantlán fue por primera vez incluida en los programas indigenistas gubernamentales; así, las nociones “identidad indígena”, “etnicidad”, “cultura” son ahora utilizadas en las negociaciones internas y externas, aunque los significados de tales nociones varían. Me interesa examinar la resistencia étnica en la forma en que se ha ido manifestando en la lucha agraria; pero también en las mediaciones, negociaciones, alianzas y oposiciones entre actores con diversos intereses y “mundos de vida” (cfr. Long 1992). El escenario y su historia Se llama Sierra de Manantlán a la cadena de montañas que marca parcialmente la división entre los estados de Jalisco y Colima. En ella, en la vertiente suroccidental, se encuentra la comunidad de Ayotitlán, constituida por unas 60 rancherías (caseríos) dispersas en un área de más de 50,000 hectáreas, la mayoría de vocación forestal.11 Actualmente, sólo diez de estos pequeños asentamientos cuentan con más de 100 habitantes. En la cabecera comunitaria, también llamada Ayotitlán, viven cerca de 600 personas. Ahí está la vieja capilla franciscana (que data del siglo XVII); hay también una pequeña clínica, una escuela y algunas oficinas gubernamentales. Hasta la década de 1970 la cabecera sólo era accesible por veredas; a partir de entonces se han abierto caminos rudimentarios.).12

La extrema dispersión poblacional está relacionada con la precariedad de los coamiles: las tierras de ladera donde se practica agricultura de roza, tumba y quema.13 Si bien el agua no escasea durante la estación de lluvias (junio-octubre), la mayor parte de la tierra es montañosa, con un suelo vegetal de extrema delgadez; por ello, los campos de cultivo deben rotarse cada dos o tres años. Cuando la población de una ranchería –formada por familias extensas, usualmente unidas por lazos patrilineales—crece más allá de la capacidad productiva de la tierra circundante, los más jóvenes se marchan y fundan en tierra virgen un nuevo caserío. Además de la agricultura, las actividades económicas tradicionales han incluido la manufactura y venta de productos artesanales, tales como equipales (sillas tejidas de corteza de otate y pencas de maguey) y bules (vasijas hechas con guajes o calabazas). Pero también ha sido frecuente –y muchas veces necesaria para la supervivencia-- la migración estacional a las plantaciones de las llanuras costeras.

10 Guadalajara, la capital de Jalisco, es una metrópolis de cinco millones de habitantes que ejerce una vasta influencia en el centro-occidente de México. Las dos ciudades más importantes del sur jalisciense son Zapotlán (Ciudad Guzmán) y Autlán; en ambas existen sedes de la Universidad de Guadalajara. 11 En lengua náhuatl, Ayotitlán significa “junto a las calabazas”. Manantlán se puede traducir como “el lugar de nuestra madre”. 12 El Censo Nacional de 2000 registra 543 habitantes en la cabecera y 1163 en Telcruz. Contigua a la cabecera se encuentra la ranchería de Tiroma (163 habitantes en 2000). El poblado de Telcruz, más próspero y mejor comunicado, se convirtió en las últimas décadas en el principal vínculo comercial con la Costa Pacífica (Rojas et al. 1996: 112-114). 13 Coamil: la milpa (sembradío de maíz, frecuentemente entreverado con frijol, chile y calabaza) cultivada con el instrumento llamado coa (del náhuatl quauhtli: “estaca, árbol, madera”). Ésta es un palo puntiagudo en un extremo y provisto de una pala triangular en el otro. Véase Seler (1998 [1901]: 66).

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En la época colonial, Ayotitlán era un sujeto del pueblo indígena de Cuzalapa, que a su vez formaba parte de la llamada Provincia de Amula, según afirma la Relación Geográfica de 1579. En la misma fuente, se informa que las lenguas habladas en la comarca eran el “otomita” (otomí) y el náhuatl o mexicano (Acuña, ed. 1987: 76-81).14 Al avanzar el dominio colonial, el náhuatl, usado como lingua franca, terminó por desplazar completamente al otomí. La economía era una continuación de la prehispánica, según las listas de tributos que recopilara la arqueóloga Isabel Kelly (citada en Benz y Benz 1994): cultivaban en tierras altas, maíz, frijol, chile y calabaza, y en tierras bajas algodón –con el que fabricaban mantas y vestimentas—y cacao; tenían en sus huertos domésticos árboles frutales (ciruelos, guamúchiles, platanares), panales de miel, aves domesticadas (guajolotes y chachalacas), y practicaban la caza de monte y la pesca en los ríos. Sin embargo, las estancias ganaderas de los españoles pronto mermaron las posesiones de los nativos. Según la tradición local, las vastas tierras de Ayotitlán llegaban hasta el Océano Pacífico, en la actual Colima; pero –según la memoria histórica del lugar-- “los españoles se robaron los mejores terrenos y sólo nos dejaron el puro cerro”.15

Lo cierto es que, en la segunda mitad del siglo XIX, las tierras de Cuzalapa y Ayotitlán estaban sitiadas por varias grandes haciendas que se habían expandido gracias a la desamortización traída por las Leyes de Reforma y a los abusos de supuestos representantes comunales que vendían las tierras para su provecho particular (Gerritzer 2002: 49-51; Robertson 2002: 89-91). Apareció un pueblo llamado Cuautitlán, que a causa de una epidemia se transplantó de su lugar original (en el vecino Valle de Autlán) a las tierras ayotitlenses. La mayoría de los habitantes de este nuevo poblado no era considerada indígena, sino mulata o mestiza.16 Y también llegaron pobladores mestizos a Cuzalapa, cuyo número se acrecentó a principios del siglo XX, durante las décadas de la Revolución y la Cristiada, pues muchos de ellos huían de la violencia (Gerritzer 2002: 51-53). Las propias rancherías de Ayotitlán sufrieron en esas décadas el asalto de forajidos y tropas de diversas banderas, y por esa causa hubo familias que se remontaron a las partes más altas de la sierra, donde todavía viven sus descendientes. Hubo también lugareños –sobre todo los de Tenamaxtla, una ranchería que conservó fama de rebelde-- que se levantaron en armas y lograron ahuyentar a algunos de los hacendados invasores (Robertson 2002: 98-101). La lucha por la tierra y los bosques: 1921-1980 En junio de 1921, con base en la nueva legislación agraria que trajo la Revolución triunfante, la comunidad indígena de Ayotitlán solicitó formalmente la confirmación y titulación de sus terrenos ancestrales, que continuaba ocupando parcialmente y trabajando en forma pacífica. La solicitud no prosperó: la Comisión Nacional Agraria (CNA) exigió la presentación de la merced de tierras virreinal.17 Pero ésta no estaba disponible en su versión original; además, los comuneros no habían mostrado “pruebas 14 Otros sujetos de Cuzalapa eran Chacala, Tlalchichila y Apango (Ibid.); los dos últimos han desaparecido. 15 Un documento de mediados del siglo XVIII menciona que la Corona española había otorgado a los naturales la categoría de república, con sus correspondientes tierras (Robertson 2002: 81). 16 La población africana apareció probablemente a finales del siglo XVII para laborar en las plantaciones de caña de azúcar de los valles, pero se ha asimilado totalmente a la población mestiza. Hoy en día nadie es clasificado como “mulato” o “negro”. 17 La Constitución de 1917 reconocía dos formas de propiedad social: la comunidad agraria (por recuperación o confirmación de una posesión colectiva existente desde la Colonia) y el ejido (por dotación del Estado a un grupo de peticionarios).

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de despojo”.18 El expediente no fue cerrado, sin embargo, y la CNA ordenó el retiro de los invasores (varias sociedades anónimas, algunas de ellas estadounidenses) que comenzaban a explotar los montes ayotitlenses. No obstante, los invasores volvieron y se multiplicaron después de 1940, con renovados ímpetus.19 A partir de entonces, se desarrolló una lucha, en ocasiones violenta, en defensa de la tierra y los bosques, impulsada por el Consejo de Mayores –la autoridad tradicional, que no era oficialmente reconocida por el gobierno mexicano —, en contra de los talamontes fuereños (Durán Legazpi 1987; Rojas et al. 1996). Ayotitlán, al igual que Cuzalapa y Chacala (también antiguos pueblos de indios), dependía de la autoridad mestiza del municipio de Autlán, y luego de la autoridad de Cuautitlán, al constituirse en 1946 el municipio de este nombre, cuya cabecera municipal estaba dominada por mestizos. Mucha gente de esta cabecera no ocultaba su desconfianza e incluso menosprecio por “los inditos”. De hecho, desde principios del siglo XX, cuando el párroco de Cuautitlán estableció la primera escuela en Ayotitlán, el idioma, las costumbres y la organización política de los ancestros habían sufrido persecución; en la escuela se castigaba a los niños que hablaban náhuatl y el cura quiso prohibir la celebración de las fiestas de los santos por considerarlas semi-paganas y dispendiosas. Cuando el gobierno post-revolucionario introdujo escuelas rurales en la sierra, éstas tenían como tarea la imposición de la lengua castellana. En la década de 1950, la comunidad volvió a solicitar la titulación de sus tierras; por su parte, los talamontes –a quienes protegía una poderosa familia de políticos y militares de Cuautitlán-- difundieron la idea de que los indios eran además peligrosos y violentos. Por falta de definición oficial de los linderos comunales, se dieron varios enfrentamientos entre campesinos de Ayotitlán, Cuzalapa y otros poblados vecinos.20 En 1956, un grupo de uniformados tomó por asalto la ranchería de Tenamaxtla, donde se reunía el Consejo de Mayores; incendiaron las casas y asesinaron a quienes no lograron escapar.21 Los sobrevivientes dejaron de aparecer en público. En lugar del Consejo, una asamblea comunal nombró un Comité Provisional de Bienes Comunales, que se registraría ante las autoridades agrarias federales para continuar la lucha. A pesar de esto, los Mayores siguieron influyendo en las decisiones colectivas. Temerosos y desanimados, los ayotitlenses conscientemente buscaron minimizar las señas de su estigmatizada identidad étnica. Durante la estación seca, muchos de ellos iban a trabajar a los valles irrigados de la costa y de la zona Autlán-El Grullo; si se presentaban como indígenas, los empleadores les pagaban menos, o se negaban a contratarlos.22 Por ello, a principios de la década de 1960, tanto la lengua náhuatl como

18 Los representantes ayotitlenses presentaron una copia certificada, con fecha de 1757, que la CNA declaró improcedente seis años después (el 6 de diciembre de 1927). Citado en Registro Nacional Agrario (en adelante RNA), Archivo General Agrario (en adelante AGA), Dotación de Tierras, Memorándum, Ejido Ayotitlán, Mpio. de Cuautitlán, Exp. 23/834-3643-236, 18 de mayo de 1975, fojas 74-75. 19 Las sociedades anónimas habían obtenido títulos de propiedad de una parte de tierras comunitarias. En las décadas de 1930 y 1940 las vendieron a negociantes de Colima, Autlán y Guadalajara. Véase RNA, AGA, ibid., Exp. 23/834-152, 30 de marzo de 1939. 20 RNA, AGA, ibid., Exp. 23/834-832, 17 de octubre de 1953 y 10 de agosto de 1954. Cuzalapa logró en 1950 el reconocimiento de sus tierras comunales (24 057 hectáreas), que le fueron oficialmente entregadas en 1959. La comunidad agraria de Chacala fue reconocida en 1965 y un año después le fueron entregadas 23 303 hectáreas. 21 En el Censo Nacional de 1950, Tenamaxtla aparece registrada con 116 habitantes. En los censos siguientes no aparece más. 22 Desde finales del siglo XIX, existía en el estado de Colima una prohibición oficial del uso del calzón de manta –una prenda considerada “de indios”--, cuya desobediencia se castigaba con multa o cárcel. Véanse las referencias y testimonios que aporta Robertson (2002: 170, notas 289, 290 y 291).

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la indumentaria de los ancestros habían caído en desuso.23 Por la misma época, la Comisión Nacional Campesina –CNC, la rama rural del Partido Revolucionario Institucional (PRI, el poderoso partido gobernante)—propuso al Comité Provisional de Bienes Comunales que desistiera de la demanda de confirmación de tierras de comunidad y, en su lugar, solicitara la dotación de un ejido. Esto ocurrió en el contexto de una campaña nacional para ampliar los beneficios de la reforma agraria a grupos potencialmente rebeldes; a su vez esta campaña trataba de contrarrestar el auge de organizaciones rurales disidentes en otras partes del país, como la Central Campesina Independiente y el Partido Agrario y Obrero de Rubén Jaramillo (de la Peña 2002b: 375-377). La dotación ejidal no implica ningún reconocimiento de derechos previos de la comunidad; por tanto, no es necesario presentar pruebas sobre estos derechos; y por eso mismo, son las autoridades federales las que deciden el monto de la tierra asignada y el número de ejidatarios. Según los enviados de la CNC, el pleito por el régimen de comunidad agraria era imposible; además, el convertirse en ejidatarios libraría a la gente de la discriminación racista (pues el ser ejidatario supuestamente implicaba que no se era “indio”) y le otorgaría la protección del PRI.

Aunque el Consejo de Mayores se opuso, el voto a favor del ejido obtuvo la mayoría en la asamblea comunal. Así, en enero de 1963, la Comisión Agraria del estado de Jalisco aprobó la constitución del Ejido de Ayotitlán, con una dotación de 55 332 hectáreas (de las cuales sólo el 6% se definía como “tierra de cultivo”). En julio del mismo año, se instauró formalmente el Comisariado Ejidal y se dio posesión provisional a 776 ejidatarios de 50 332 hectáreas, es decir, 5 000 menos de las aprobadas. Un mes después, la resolución presidencial de dotación confirmaba la misma cantidad y reiteraba la improcedencia de las previas solicitudes de restitución.24 Pese a ello, las maniobras de los empresarios forestales detuvieron la ejecución de la posesión ejidal definitiva hasta 1977, e incluso entonces la dotación efectiva –por razones nunca explicadas oficialmente—fue sólo de 34,700 hectáreas (Durán Legazpi 1987: 283-284).25 Los talamontes seguían cortando árboles, bajo pretexto de permisos previos otorgados por el Comité Ejidal; uno de ellos mantenía el control directo de una enorme extensión boscosa; por añadidura, las autoridades judiciales consignaban a los ayotitlenses que pretendían proteger el bosque.26 En 1968, con apoyo de la CNC, se había obtenido una ampliación ejidal de 10 330 hectáreas, que beneficiaba a 842 familias; oficialmente, estos terrenos no fueron entregados sino hasta 1981. Las luchas faccionales –entre los comuneros que apoyaban al Consejo de Mayores y los que desde entonces son llamados cenecistas: miembros de la CNC-- entorpecieron la elaboración de una lista definitiva de ejidatarios. Y la depredación forestal de los invasores no pudo detenerse por las flamantes autoridades ejidales, quienes ni siquiera contaban con un

23 La indumentaria tradicional es semejante a la de otros pueblos nahuas del sur de Jalisco: cotón (una especie de blusón cerrado al frente y abierto por el cuello), calzón blanco de manta y ceñidor rojo para los hombres; jolotón o blusa bordada y falda larga de manta oscura para las mujeres. 24 RNA, AGA, Acta: Resolución Presidencial, Ejido Ayotitlán, Mpio. de Cuautitlán, Exp. 23/834-152, 28 de agosto de 1963, fojas 3-16, y 23 de septiembre de 1963, fojas 37-50. 25 RNA, AGA, Dotación de Tierras, Acta, Ejido Ayotitlán, Mpio. de Cuautitlán, Exp. 23/834-152, 6 de mayo de 1977, fojas 17-22, 24-29, 76-78. 26 RNA, AGA, ibidem, Exp. 23/834-832, 24 de marzo de 1969, f. 263; 31 de julio de 1972, f. 298; Exp. 23/834-262, 22 de marzo de 1976, f. 30. Los empresarios forestales que operaban en Ayotitlán tenían también ingerencia en otras muchas explotaciones madereras del sur y la costa jaliscienses (Torres y Cuevas s.f.).

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deslinde definitivo de las tierras recibidas.27 Por añadidura, desde el vecino estado de Colima, el Consorcio Minero Peña Colorada invadió por el sureste las tierras de Ayotitlán, sin permiso de sus dueños, para explotar los ricos yacimientos de cobre que ahí existían (Ibidem: 284-286). Los nuevos actores políticos y la creación de la Reserva de la Biosfera de Manantlán El ejido exigía formalmente la parcelación de la tierra cultivable. Tradicionalmente, éstas se repartían anualmente en cada ranchería, mediante el común acuerdo de las familias. El encargado de organizar el reparto cíclico era el llamado cabezal, nombrado periódicamente por el Consejo de Mayores. Pero los nuevos arreglos agrarios y las presiones políticas de los invasores exigían que las autoridades tradicionales desaparecieran. Sin embargo, en la década de 1980 los partidarios del régimen de comunidad pudieron reforzar su capacidad de acción, con el apoyo de nuevos actores que se hicieron presentes en la sierra. Entre éstos se contaban algunos sacerdotes inspirados por la Teología de la Liberación,28 y también maestros rurales que tenían nexos con la Alianza Campesina Revolucionaria (ACR), una organización rural de izquierda (Torres y Cuevas s.f.).

Por otro lado, desde mediados de los setenta, varios grupos de investigadores y estudiantes de la Universidad de Guadalajara exploraban la sierra, atraídos por la abundancia, diversidad y rareza de las especies zoológicas y vegetales, y por noticias de la presencia del teosinte (Zea perennis), un ancestro distante del maíz, que crece silvestre y puede ser usado en la producción de variedades híbridas de gran resistencia. No sólo encontraron tal especie, sino también otra más antigua y hasta entonces no estudiada: el Zea diploperennis (Guzmán 1978). En consecuencia, la Universidad creó un programa de investigación integral y protección ecológica, e instaló en el corazón de la sierra el Laboratorio Natural Las Joyas; éste, a su vez, se convirtió en el pivote de varios proyectos científicos internacionales (Jardel, ed., 1992; Gerritzer 2002). Asimismo, los universitarios realizaron estudios socioeconómicos y se interesaron en buscar soluciones para los problemas de marginación de la población serrana, y para detener la expoliación de los recursos forestales (León y Gutiérrez 1988; Rojas et al. 1996).

Entre tanto, buscando legitimarse, el Comisariado Ejidal había iniciado juicios

en contra de la empresa minera, los depredadores del bosque, y las autoridades federales y estatales. Con todo, la invasión minera no cesó; ni la devastación forestal se detuvo hasta que un decreto presidencial creó, en 1987, la Reserva de la Biosfera Sierra de Manantlán, promovida por los universitarios, los comuneros y la ACR, con el apoyo del gobierno estatal y de numerosas instituciones científicas internacionales.29 La Reserva comprende 139 577 hectáreas; casi todas las del Ejido de Ayotitlán están ahí incluidas. En la zona nuclear de la Reserva (42,000 hectáreas) quedó prohibida toda actividad que 27 RNA, AGA, Dotación Ejidal, Ejido de Ayotitlán, Mpio. de Cuautitlán, Exp. 23/834-832, 10 de junio de 1975, f. 359. 28 Tras la reunión del episcopado latinoamericano en Medellín, celebrado en 1969, la Iglesia Católica latinoamericana promovió una pastoral social en la que se denunciaba la injusta distribución del ingreso y las oportunidades de vida. En las diócesis de Jalisco se propició en las décadas de 1970 y 1980 la creación de comunidades de base, que combinaban la reflexión sobre la Biblia con la búsqueda de soluciones a problemas sociales específicos. Véase de la Peña y de la Torre 1994. 29 Vease el "Decreto por el que se declara la Reserva de la Biosfera de la Sierra de Manantlán", Diario Oficial de la Federación, 24 de marzo de 1987, pp. 10-22.

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pudiera afectar los recursos (flora, fauna, yacimientos) o modificar el uso del suelo; asimismo, en el resto (zona de protección) fue suspendida la tala de árboles durante 50 años; por otro lado, se autorizó a la población residente a mantener sus actividades tradicionales, bajo la supervisión de las autoridades de la Reserva. Una vez publicado el Decreto, un cuerpo de policía forestal se instaló en el área y forzó la salida de las empresas madereras. Junto con estas importantísimas acciones gubernamentales de protección del bosque, surgieron iniciativas para promover un plan de “desarrollo sustentable” que partiera de la propia cultura de los habitantes, lo cual implicaba la revitalización de las costumbres y conocimientos ancestrales (Robertson 2002; Moreno Badajoz 2004). En estas iniciativas participaban el Consejo de Mayores y sus seguidores, además de la ACR y los universitarios, y era particularmente importante la presencia de jóvenes educados de la localidad, que habían trabajado en el Laboratorio Natural Las Joyas o en las pesquisas socioeconómicas sobre el área, y cursado estudios superiores. Así, en julio de 1993, se formalizó la creación de la Unión de Pueblos Indígenas de Manantlán (UPIM), una asociación civil que ha logrado canalizar hacia la región recursos de instituciones públicas, universitarias y privadas, y se ha propuesto igualmente la promoción de los derechos humanos y la sustentabilidad ambiental y cultural. En 1994, tras la aparición armada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, el Instituto Nacional Indigenista (INI) y la recién fundada Procuraduría de Asuntos Indígenas de Jalisco se hicieron presentes con sus programas, por vez primera, en la Sierra de Manantlán y en otras zonas del Sur de Jalisco (véase de la Peña 2001). El mismo año, en la Universidad de Guadalajara se fundó la Unidad de Apoyo a Comunidades Indígenas (UACI).30 La labor de la UACI se inspiraba en las ideas del pedagogo brasileño Paulo Freire, así como en las del político anticolonialista de Guinea Amílcar Cabral y el antropólogo mexicano Juan José Rendón (entre otros). Su propósito era triple: 1) asesorar jurídicamente a la comunidad en la lucha por sus derechos agrarios; 2) detener la agresión neocolonial a a la cultura comunitaria, concebida como una totalidad armónica, y 3) apoyar a los lugareños en la reconstitución de su cultura (véase UACI 2000; cfr. Freire 1971; Cabral 1971; Rendón 2004).

Así, los universitarios convocaron a la gente de Ayotitlán a fundar comités comunitarios de defensa y promoción de los derechos humanos. A su vez, estos comités pusieron en marcha talleres de educación y conscientización,31 sobre temas agrarios, productivos y culturales, centrados en la recuperación de la memoria colectiva y en el diseño de soluciones a los problemas comunes (UACI 2000). Por ejemplo, un taller sobre normatividad, gobierno y derechos se ha dedicado a elaborar un Estatuto Comunal que permita establecer consensos entre todos los ayotitlenses. Este taller creó un nuevo espacio de expresión para el Consejo de Mayores. En otros grupos de trabajo se han discutido los problemas agrarios y económicos de la comunidad, así como las posibles estrategias para desarrollar la forestería, la agricultura, el comercio y la industria doméstica (mediante mejoría en las técnicas de bordado, tejido y labrado de madera). Un vivero en la ranchería de Tirona reproduce y difunde plantas medicinales que corrían peligro de extinguirse en la región. Y cada aspecto de la cultura tradicional expresiva ha merecido un taller donde se hurga la memoria de los ancianos y se registran creencias y prácticas olvidadas. Asimismo, la UACI ha facilitado el 30 El ejército federal ocupó la sierra durante algunos días, para capturar a supuestos zapatistas de la región (que nunca aparecieron). 31 Conscientización: el término acuñado por Freire para designar procesos educativos no alienados.

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intercambio de experiencias y las visitas mutuas entre los ayotitlenses y otros pueblos indígenas, en particular los huicholes del norte de Jalisco y varias comunidades nahuas del sur del estado. En 1995, la UACI negoció con el INI para que se apoyara financieramente a un grupo de Ayotitlán que asistió al Congreso Nacional Indígena, celebrado en la ciudad de México y auspiciado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Seis años después, los ayotitlenses acudieron a Nurío a otra sesión similar, esta vez apoyados por la propia Universidad de Guadalajara.32 Registros en los talleres de identidad y cultura Los talleres referidos a identidad y cultura han develado y reconstruído un conjunto de prácticas (“la costumbre”) y una cosmovisión que combina aspectos originales con elementos emparentados con la cultura náhuatl, y se niega a divorciar la lucha política de la memoria histórica (UACI 2001). Una piedra angular en tal cosmovisión es la firme creencia en la presencia viva y ubicua de los ancestros, “los señores” o “viejitos”; ellos hacen, por ejemplo, que los grandes árboles (tepemezquites) situados frente a la vieja capilla de la cabecera comunal se mantengan verdes y floridos en todas las estaciones del año, para que la gente recuerde que ahí está su raíz y que la unión de los pueblos está en la fidelidad a los orígenes. La gente que se va de la comunidad termina por volver, gracias a estos árboles; por ello, se dice, “el que los troza, se muere” (Higareda 2000: 180; Robertson 2002: 13). Los ancestros habitan en el interior de los cerros y son los dueños de la naturaleza; en ella se manifiestan continuamente. Los ayotitlenses pueden llegar hasta sus moradas a través de las cuevas o los pozos; pero para lograrlo deben lidiar con los traviesos ruendes o duendes, que corresponden a los tlaloques o chaneques del panteón mesoamericano. Estos personajes, con apariencia de niños pícaros, pueden causar erupciones de piel y la enfermedad del susto; para evitar estos males, los ruendes deben aplacarse con bebidas alcohólicas, a las que son muy aficionados. Algunos ancianos dan testimonio de haber penetrado las puertas del mundo de “los señores”, donde se maravillaron con paisajes exuberantes y escucharon “palabras sabias, pronunciadas en la lengua de los antiguos mexicanos”. Y estas palabras indican que la vida humana depende de las dádivas de la tierra, madre alimentadora, a la que hay que agradecer con ofrendas y rituales (Robertson 2002: 156-158). Se han organizado asimismo talleres para revitalización y difusión de las artesanías, consideradas como una herencia valiosa y como una forma autónoma de satisfacer necesidades y obtener ingresos. Los equipales (sillones) de Ayotitlán, por ejemplo, conservan buena fama, y se ha fomentado su fabricación: se usa madera de guásima (cortada en luna llena para que se conserve mejor) y también otate y carrizo; la goma para pegar las partes se extrae de una orquídea. La cera de los panales se transfigura en velas, importantísimas en los rituales. Con palma se hacen las chinas –manto para guarecerse de la lluvia—y se tejen sombreros; con tule (junco) se tejen petates (esteras). Del carrizo se hace la chirimía (la flauta que se escucha en las fiestas). Todos los materiales son dones de la tierra, pero el barro que se convierte en cerámica es la tierra misma: merece mayor respeto; cuando se recoge hay que dejar una monedita, y al amasar jarros y comales las mujeres no pueden reírse a carcajadas. Se ha perdido el arte de las “bateas primorosamente pintadas” que describiera Villaseñor y Sánchez en el 32 Puede parecer extraño que una institución gubernamental propiciara una reunión convocada por un organismo que se declaraba rebelde al Estado. Pero entre los funcionarios del INI existía simpatía por las demandas del EZLN, y además deseaban establecer vínculos amistosos con los ayotitlenses. Por otra parte, el INI apoyó ampliamente las labores de la UACI.

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Siglo XVIII, así como la confección de ropa de manta; pero no se han dejado las técnicas de bordado, y se busca recuperar la manufactura de vasijas de tecomate o guaje (una especie de calabaza) barnizadas con aceite de chía. Y en la edificación de la vivienda aún se usan adobes y tejas producidas localmente (Robertson 2002: 75, 158-164). Gracias a los talleres, se ha vuelto importante conocer las palabras náhuatl que nombran a las materias primas y a los objetos artesanales. Más aún: se busca activamente revitalizar la lengua ancestral, y por ello se ha pedido a la Dirección de Educación Indígena estatal que el náhuatl se enseñe en las escuelas. La medicina tradicional continúa viva (Higareda 2000). Se distinguen tres artes: el de las parteras, el de las hierberas-sobadoras, y el de los médicos de rama. Estos últimos reciben el don de la sanación directamente de los ancestros, y son capaces de aplacar los malos aires (una forma que toman los ruendes), que pueden tumbar las milpas. Cuando vienen las borrascas, hay que “cortarlas”, ofreciendo un vaso de mezcal a los cuatro vientos. También en las curaciones de enfermedades –que pueden ser causadas por los propios ruendes, cuando se enojan—debe celebrarse un ritual de ofrenda semejante. Cuando ejerce su oficio, el médico de rama debe crear una atmósfera propicia a los antepasados, con rezos y sahumerios de copal. Sus prácticas incluyen limpias, que consisten en pasar un huevo crudo, o bien ramas de zapote blanco y flores de cempasúchil, por el cuerpo del enfermo, así como el uso de ungüentos, cataplasmas, infusiones y chiquiadores (compresas), elaborados con una gran variedad de especies vegetales. A lo largo de su vida el curandero llega a acumular conocimientos acerca de unas 150 plantas medicinales. El oficio se aprende de una persona mayor que lo practica, pero son también indispensables la oración, el ayuno, las visitas a los cerros a llevar ofrendas y hablar con los ancestros. No basta conocer las plantas: hay que reconocer las enfermedades específicas en el contexto cultural del mundo indígena: por ejemplo, los sustos, los males de aire, los enruendamientos, los latidos…33 Pese a los ataques verbales de los médicos occidentales que atienden las clínicas públicas de la región, la práctica de los curanderos continúa viva y eficaz. Últimamente, se ha enriquecido y fortalecido por la comunicación --fomentada por la UACI-- entre los terapeutas locales y los de otras partes del país.34 El registro y la revitalización del calendario de fiestas religiosas ha sido otro aspecto sobresaliente de los talleres culturales. En este calendario, las celebraciones a los santos o a la Virgen María (en diferentes advocaciones) ocurren todos los meses, en diferentes asentamientos de la Sierra de Manantlán (Robertson 2002: 176-179). Cada imagen sagrada tiene un mayordomo o encargado. Ayudado por su esposa y familiares, el mayordomo provee música, cohetes, flores, velas, comida y bebida, y se asegura de que un sacerdote oficie la misa. Los mayordomos cambian cada año, en una celebración que incluye una misa y el sacrificio de un toro. A las fiestas principales de la cabecera –San Sebastián, en enero; la Virgen de la Candelaria, en febrero, y la Virgen de Guadalupe, en diciembre-- antecede un novenario de oraciones y jolgorio, y durante esos días se escenifican la Danza de Conquista y la Danza de las Malinches. En la 33 Todas estas enfermedades se presentan en otros pueblos mesoamericanos, particularmente el susto, que resulta de una impresión fuerte y afecta particularmente a los niños (Campos 2002; de la Peña 2006). Para el caso de Manantlán, véase la información detallada que Yésica Higareda (2000: 190-196) presenta sobre la curación del susto. 34 Con apoyo de la Universidad de Guadalajara (a través de la UACI) y de otras instituciones (académicas y ONGs), varias organizaciones de médicos indígenas tradicionales han convocado a reuniones exitosas de intercambio y promoción. Véase la Memoria del Foro Nacional en Defensa de la Medicina Tradicional (2004).

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primera –un desarrollo del espectáculo de Moros y Cristianos que se representa en muchas comunidades de América Latina y España-- se enfrentan simbólicamente “los mexicanos”, de vestimenta roja, y “los españoles”, de vestimenta azul. Las Malinches son muchachas y niñas ataviadas con indumentaria tradicional. La imagen de la Virgen de la Candelaria recorre cada año los poblados de la sierra: en cada visita es festejada (Rojas et al. 1996: 116-117). San Sebastián tiene guardianes especiales (papasqueros), que le cantan y lo sacan a pasear en un equipal. El día de San Juan el Bautista (24 de junio, al comienzo de las lluvias) su imagen es “bautizada” en el río. En octubre, la capilla es escenario de velaciones en agradecimiento de la cosecha. Un punto culminante en el año ritual es la Navidad: además de las ceremonias de adoración al Niño Jesús, tienen lugar las pastorelas: representaciones teatrales, aprendidas originalmente de los frailes de la época colonial, cuyos diálogos rimados recogen la narración evangélica de la adoración de los pastores.35 Estas representaciones pueden interpretarse como alegorías de orden cristiano, donde el bien celestial (el Niño Jesús y el ángel vestido de blanco) triunfa sobre el mal de los infiernos (los diablos ataviados de negro y rojo), y se concluye que los mortales deben optar por el bien (Camacho 2000). Significados de la etnicidad recobrada: cinco testimonios En el modelo de interpretación de la cultura adoptado y transmitido por la UACI, los rituales comunitarios constituyen el espacio simbólico donde se recrea la solidaridad, expresada en la participación y el esfuerzo concertado, y se cataliza la memoria colectiva, expresada en el cuidado compartido de la costumbre. Por la costumbre, más allá de los discursos, la historia propia se hace presente en los ritmos de las estaciones y se incorpora en la vida cotidiana. Los rituales, además, mantienen una interdependencia funcional con las creencias en el mundo mágico de los antepasados y los duendes, marcan el ciclo de las estaciones y la agricultura, permiten la sabiduría benigna de los curanderos, recrean la vestimenta de antaño y dan significado al trabajo artesanal. El culto sincrético a los santos y a las vírgenes –como ocurre en el mundo postcolonial iberoamericano—distribuye y reproduce responsabilidades prácticas que expresan pertenencia comunitaria. Y el discurso de recuperación / reinvención de la comunidad, la cultura y la identidad –el discurso etnogenético, que constituye el “nosotros”-- promete una vida armonizada con los semejantes y la naturaleza. Pero además proporciona claves para la acción política, entendida como la reivindicación de la historia y la cosmovisión propia en las decisiones que afectan el destino colectivo. Sin embargo, la forma en que este discurso es procesado sufre muchas variaciones, pues depende de la posición de los actores en un campo social complejo. Presento aquí cinco testimonios de ayotitlenses de experiencias e intereses variados. El presente etnográfico es el año 2001.36

1. Don Juventino

35 En los talleres de la UACI se han recuperado y transcrito las versiones existentes del texto de las pastorelas. Los personajes son los pastores, el ángel que anuncia el nacimiento, las gilas –muchachas campesinas--, y Luzbel con sus vasallos los diablos. Hay además un personaje chusco, Bartolo, símbolo de la pereza, y un ermitaño que lo presiona a unirse a la adoración de los pastores y así evitar que los diablos lo arrastren al infierno. 36 Los testimonios fueron recabados en varias conversaciones informales que tuvieron lugar en la cabecera de Ayotitlán, en las rancherías de Tirona y Loma Colorada y en la ciudad de Guadalajara.

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Se presenta como el miembro más joven del Consejo de Mayores: tiene “solamente” 78 años. Sabe leer y escribir, pero sólo asistió un año a la escuela. Le gusta presumir sobre los antiguos orígenes de Ayotitlán. Según él:

“Tenochtitlán, la capital del Imperio Azteca, iba a ser fundada aquí. El dios Huitzilopochtli había anunciado a los sacerdotes que encontrarían una isla en medio de un lago y ahí verían un águila en un nopal, devorando una serpiente. Las montañas tapaban el lago, y los sacerdotes pasaron sin verlo; pero algunos más listos sí lo vieron y se quedaron. Por eso decimos que los mexicanos originales somos nosotros”.

También afirma que la sabiduría de los nativos viene de los espíritus que viven en la vieja capilla franciscana y en lo profundo de la sierra, y hablan con los ancianos: “por eso necesitamos rescatar la fuerza del Consejo de Mayores”. Y se acuerda con tristeza de los tiempos en que su padre y otros Mayores tenían que esconderse porque los madereros los iban a matar, en complicidad con las autoridades corruptas. Afortunadamente,

“don Zeferino todavía vive, ha guardado nuestros papeles, ahí tú puedes ver que la comunidad es muy grande, nuestras tierras llegan hasta el mar del Pacífico.37 Él peleó contra los que se metían a nuestras tierras; él lo sabe todo. El Consejo de Mayores estaba muerto, pero entonces los muchachos de la UACI llamaron a don Zeferino y a otros viejos que sabían las cosas de antes. Y vino de [la ciudad] de México un profesor de antropología a ayudarnos con nuestras tradiciones (…) Ahora estamos volviendo a sentir gusto por todas nuestras fiestas. “La verdadera autoridad es la de los Mayores, ellos tienen la obligación de nombrar al delegado municipal, nomás por un año; tienen que castigar a los que no se portan correctamente, y defender a la comunidad (…) Esta comunidad siempre ha sido atacada, decía mi padre que también en la Revolución todos los ejércitos venían y mataban gente, y luego los madereros hicieron lo mismo…”

Para don Juventino, lo que hace la UACI y en general la universidad es muy bueno; aunque no parece saber mucho acerca de la Reserva de la Biosfera. Le gusta el interés de los jóvenes citadinos que trabajan con los jóvenes locales para resucitar las viejas costumbres: “a ver si así los jóvenes dejan de irse. Cada vez se siembra menos, porque nos faltan brazos”. Y está muy contento de haber viajado a los Congresos Nacionales Indígenas y conocido a los zapatistas. 2. Ildefonso En contraste con la versión de don Juventino, quien ve la historia local en términos de la resistencia de los “verdaderos mexicanos” a la agresión de los invasores, Ildefonso piensa que los principales conflictos en Ayotitlán han sido causados por pleitos internos. Él pertenece a una familia cenecista; empezó la escuela primaria en 37 Don Zeferino tiene mas de 90 años. Vive en una ranchería remota y es considerado el más sabio de los Mayores. En marzo de 2003, para celebrar el equinoccio de primavera, la UACI organizó una reunión interamericana de ancianos indígenas en el Lago de Chapala, donde se ubica uno de los principales lugares sagrados de la etnia wixarika (huichola). Acudieron representantes de 20 países, entre ellos miembros del Consejo de Mayores de Manantlán, quienes se expresaron en términos semejantes a los de don Juventino (incluyendo la alabanza del mítico don Zeferino). Véase Robertson el al. (eds.) 2007: 31-33.

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Ayotitlán y la terminó en Cuautitlán. A sus cincuenta y pocos años, ha sido varias veces Presidente del Comisariado Ejidal y Delegado de la CNC.

Ildefonso, desde muy joven, participó en las acciones de denuncia por la ineptitud y corrupción de los funcionarios agrarios del gobierno federal, que retrasaron por décadas el deslinde de las tierras dotadas.38 Pero es un ardiente defensor del ejido: insiste en que la acción de dotación fue la viable; piensa que, si se hubiera insistido en el proceso de restitución de las tierras comunales

“todavía estaríamos esperando (…) ¿Qué no ven que tenemos un camino, aunque sea malo, gracias al ejido? Antes teníamos que andar por los cerros, a pie o en mula”.

Con todo, tiene preparado su propio discurso etnicista:

“Las comunidades indígenas han sufrido una pobreza terrible, a pesar de que son las que han cuidado las tierras mexicanas. Aquí los mestizos nos quitaron muchas tierras, pero eso fue porque los indios nos peleábamos todo el tiempo y se nos olvidaba pagar impuestos, así que mientras nosotros estábamos en el pleito ellos le compraban los títulos al cobrador de impuestos (…) Cuando en 1921 los Mayores pusieron una demanda para que nos devolvieran la tierra, eran muy ignorantes, y no recibieron asesoría legal, así que no sacaron nada. Y también ahora, ahora que ya tenemos un ejido, no hemos recibido toda la tierra que nos corresponde por ley, porque la gente ignorante se sigue peleando”

En cambio, desaprueba la presencia de la UACI y la creación de la Reserva de la

Biosfera:

“Los de la Universidad son todos izquierdosos, todos del PRD [Partido de la Revolución Democrática], y en realidad nosotros, la gente, les importamos muy poco. Gracias al ejido, las compañías madereras nos pagaban dinero por los árboles que cortaban. Ahora se hizo la Reserva, y ya no tenemos ese dinero; ni siquiera nos dejan tocar el bosque. Eso está mal, porque los árboles desparraman semillas, el bosque crece muy aprisa, y por eso hay tanto incendios forestales”.

Aunque no lamenta la pérdida de la lengua náhuatl ni de la indumentaria

tradicional, reconoce que eso se debió a la agresión racista:

“Al gobierno en Colima no le gustaban los calzonudos; nuestros paisanos que iban a trabajar o a vender aguacates y manzanas de acá de la sierra tenían que comprar o rentar pantalones, porque si no, los metían a la cárcel”

En cuanto a las demandas étnicas, piensa que las comunidades indígenas deberían convertirse en municipios independientes. “Por ejemplo, Ayotitlán debería separarse de Cuautitlán y tener su propio Presidente Municipal, pero no un Consejo de Mayores, que es pura vacilada (broma)”. También afirma que los indígenas deberían tener representantes “serios” en el Congreso. En cuanto a los programas del INI y otras

38 Véase RAN, AGA, Dotación de Tierras, Oficios, Ejido Ayotitlán, Mpio. de Cuautitlán, Exp. 83/834-3643-236, 14 de julio de 1981, fojas 164-165.

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acciones asistenciales del gobierno, opina que son paternalistas, inequitativos y mal administrados:

“El INI nomás da dinero a los que son amigos de los universitarios, todos del PRD o la ACR, y el dinero les sirve para emborracharse. Dizque los beneficiarios iban a volverse autosuficientes y devolverlo, pero nunca ha pasado eso. También otros programas como PROCAMPO o PROGRESA han vuelto irresponsable a la gente. Sería mejor enseñarlos a trabajar”.39

3. Manuel Tiene alrededor de 45 años. Sus padres migraron a Autlán cuando era adolescente, y ahí cursó la escuela secundaria; no la continuó estudiando porque la familia volvió a la sierra. Ha sido miembro de la ACR y de la UPIM, ha participado en numerosos talleres y cursos de capacitación promovidos por el Laboratorio Las Joyas y la UACI, y es ahora uno de los líderes de una cooperativa de producción (la Sociedad de Solidaridad Social Miguel Fernández, nombrada así por uno de los fundadores de la ACR en la Sierra de Manantlán). Desde su punto de vista, fue la ACR la que inició el cambio en la Sierra:

“Tuvimos nuestros primeros contactos en 1979. Había entonces una complicidad total y vergonzosa entre los empresarios forestales, las autoridades municipales y el Comisariado Ejidal. Y además el Consorcio Minero nos invadía desde Colima, también con la complicidad de las autoridades de aquí y de gente de muy arriba del gobierno. Entonces la ACR organizó manifestaciones de protesta, en Guadalajara y hasta en [la ciudad de] México. Cuando empezaron a venir los universitarios, la ACR los ayudó a tomar conciencia de los problemas del campo”. Manuel narra con orgullo cómo la ACR y la UPIM condujeron a la gente de una

docena de rancherías a apoyar a los universitarios y a los técnicos de la Secretaría de Ecología en el proyecto de creación de la Reserva de la Biosfera; deplora en cambio lo que han hecho las autoridades ejidales:

“Vimos al mismo gobernador de Jalisco. Entonces ya pudimos echar a patadas a los talamontes, y ahora estamos en paz. La Reserva puso fin a la explotación irracional del bosque, que había secado las fuentes de agua y acabado con la fauna silvestre (…) Lástima que los que controlan el ejido sean ineficientes y corruptos. Es cierto que contrataron a un abogado que consiguió que los madereros pagaran una compensación, pero ese dinero se lo repartieron entre los jefes y los simpatizantes de la CNC. Ni siquiera han sido capaces de completar el censo ejidal, y también con el censo querían hacer trampa, por eso no nos han inscrito en el Registro Nacional Agrario”.

Sostiene que el Consejo de Mayores ha sido muy importante para unificar a la

gente y para luchar contra la pobreza y el alcoholismo: 39 El PROCAMPO (Programa de Ayuda al Campo) reparte subsidios a los productores de maiz; PROGRESA (Programa de Educación y Salud, hoy llamado Programa Oportunidades) otorga becas a las familias en situación de pobreza que se comprometen a enviar a sus niños a la escuela y llevarlos periódicamente a revisión médica.

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“Tenemos que esforzarnos por alcanzar la armonía, para que ya mandemos lejos toda la tristeza que teníamos (…) La solución a nuestros problemas está en nuestras capacidades humanas, no en estar explotando y devorando nuestros recursos hasta acabar con ellos. Los Mayores conocen nuestra historia, nuestras maneras de vida, nuestra cultura. Ellos pueden traernos optimismo; para ser nosotros, dependemos de ellos”.

Pero la gran esperanza de Manuel está en el proyecto de desarrollo sustentable

llevado adelante por su cooperativa, que ha obtenido ayuda técnica de la Reserva de la Biosfera, la Universidad de Colima y la Secretaría de Agricultura, y además financiamientos públicos y privados:

“Hoy somos 125 miembros. De hecho éramos más, pero una parte se separó y formó un grupo independiente; no importa, si se hacen las cosas de buena fe. Nuestro principal proyecto es de apicultura, y funciona muy bien; pero también tenemos pequeñas plantaciones de café, jamaica y zarzamoras, y ya empezamos a producir licor de café y jabón. Tenemos una tienda en Telcruz, y además exportamos a Guadalajara y México. Vamos despacio, pero si estamos unidos llegaremos muy lejos…”

4. Roberta Tiene cerca de 40 años. Es una de las personas más escolarizadas de la Sierra. Por impulso de una maestra de la escuela de Ayotitlán –que vivía en Cuautitlán y desde ahí acudía a su trabajo-- terminó la primaria y la secundaria en la cabecera del municipio. A las mujeres “no las dejaban estudiar, pero yo me rebelé (…) Tenía el apoyo de mi abuelo, que sabía leer y escribir: él hacía las cartas de la comunidad”. En 1981, por recomendación del director de la secundaria, consiguió un empleo como alfabetizadora en el Instituto Nacional de Educación de Adultos; así pudo financiarse los estudios de preparatoria en Guadalajara. Pero se mantuvo en contacto con la sierra, y por influencia de los universitarios del Laboratorio Las Joyas decidió estudiar agronomía en la Universidad de Guadalajara. En 1992, ya graduada, estaba de regreso en Ayotitlán, como investigadora asistente en Las Joyas; fue, además, una de las fundadoras de la UPIM y ha colaborado con la UACI desde sus comienzos. Afirma que la fundación de la UPIM tenía como uno de sus objetivos la superación de la enemistad que se había creado entre los partidarios de la CNC y los que apoyaban a la ACR:

“En los ochentas los aserraderos estaban en su apogeo, y una buena parte de los ejidatarios estaba de acuerdo en seguir vendiendo [madera], porque el abogado de la CNC –que también tenía negocios con los madereros—había conseguido pagos para el ejido; pero el pago se repartía inequitativamente, y mucha gente quedaba descontenta (…) Era muy difícil coordinar a todos, había más de 1 600 ejidatarios, y a muchos no les tocaba nada (…) La tala era excesiva y el bosque se acababa (…) La UPIM la empezamos como un grupo comunitario, vinculado a la Iglesia, y en 1993 lo registramos como una asociación civil, para [tener reconocimiento oficial y] que no nos acusaran de subversivos. Queríamos la unión para lograr la explotación racional del bosque, y también queríamos defender a los trabajadores migrantes que iban a los campos agrícolas, porque

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estaban muy desprotegidos. Y queríamos y todavía queremos trabajar con los ejidatarios para lograr que el gobierno federal entregue o compense las 15 000 hectáreas que faltan de la dotación definitiva.”

La UPIM tiene registrados 500 miembros, pero en la práctica –según el testimonio de Roberta-- participan casi 2 000 personas en diversas actividades. Incluso hay un buen número de la CNC. “Lo que pasa es que los de la CNC no quieren que se nos considere indígenas, o comunidad indígena, porque creen que nos van a quitar la tierra”. Pero reconoce que también hay una cuestión partidista: los ejidos tienen un vínculo orgánico con la CNC, que a su vez forma parte del sector campesino del PRI; en cambio, el régimen de comunidad agraria permite más independencia. Para Roberta, la UPIM podría y debería conseguir el cambio de régimen agrario, y el siguiente paso sería la autonomía municipal:

“En el municipio de Cuautitlán hay 15 000 habitantes; nosotros, los de Ayotitlán llegamos a 9 0000, mientras que los mestizos son sólo 6 000. Y nos han tratado muy mal, todo el gasto público se hace en la cabecera mestiza. Por eso es importante recuperar la identidad, defendernos como lo que somos, encontrar en nosotros mismos nuestra propia dignidad, y esto sólo es posible si nos identificamos y valoramos lo que somos, lo que tenemos y el lugar donde estamos. Por eso apoyamos desde el principio a la UACI en el rescate de la cultura: la lengua, el vestido, las fiestas y el gobierno tradicional. Aunque ya poca gente hable náhuatl, queremos que en las escuelas los niños lo aprendan, y ya algunos maestros se interesan y les han enseñado a cantar el himno nacional y otras canciones en náhuatl”.

Roberta se muestra optimista porque la Reserva ha consolidado la protección del bosque; porque el Consejo de Mayores, formado por 40 miembros que se reúnen cada mes, va logrando –con el apoyo de los talleres de la UACI—que muchos ayotitlenses poco a poco superen sus diferencias y se unan para conseguir avances en la comunidad, y porque las autoridades municipales, que en un inicio veían a la UPIM y al Consejo de Mayores con desconfianza, finalmente los respeta y acepta colaborar en un proyecto de ampliación de servicios públicos, para el que han pedido apoyo del gobierno federal. La UACI ha tenido asimismo un papel relevante, no sólo en el rescate cultural, sino en labores de enlace y gestión: con varias agencias gubernamentales (INI, SEDESOL, DIF) han tramitado exitosamente apoyos para un cúmulo de proyectos: ganadería estabulada, agricultura orgánica, cocinas rústicas, panaderías, molinos de nixtamal, electrificación por celdas solares, pequeña irrigación, potabilización… Y capacitación para todas estas actividades. Admite, sin embargo, que el camino por recorrer es todavía muy largo. 5. Mercedes A sus 29 años, Mercedes es conocida en la región como curandera, pero también por su afinidad con el Congreso Nacional Indígena (CNI), que articuló a muchas organizaciones étnicas nacionales a partir del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas. Terminó la escuela primaria en la cabecera comunal. Se declara consciente de su condición de mujer indígena, a partir de experiencias dentro y fuera de su comunidad, pero afirma que “la conciencia de la opresión de género” la motivó a “no depender siempre de otros”. Desde niña veía los maltratos que sufrían las mujeres a manos de hombres alcohólicos:

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“No había justicia para las mujeres golpeadas, no se reconocían sus valores… Ellas no tenían voz, tenían miedo, no querían dar su palabra […] Lo que nos empezó a dar posibilidades de hablar fueron los talleres de medicina natural. Ahora ya las mujeres no se dejan así nomás, y denuncian las golpizas. [Una amiga mía] hasta metió a su papá a la cárcel, porque le pegaba a su mamá”.

Los talleres de medicina natural los promovió Roberta, apoyada por la UACI, en

1994-1995. Convocaban a mujeres de todas las edades y condiciones; y los conducía Mari-Chuy, una joven curandera de Tuxpan –otra comunidad del sur de Jalisco, también de origen nahua--, quien había fundado en su pueblo una casa de salud comunitaria (cfr. de la Peña 2006b: 485-488). El propósito era recuperar las tradiciones curativas locales, pero también se hablaba de nuevas prácticas de nutrición, de posibles aprovechamientos de recursos locales y del valor del trabajo femenino. Mari-Chuy, a su vez, había participado en su parroquia en el movimiento de las Comunidades Eclesiales de Base, y no ocultaba sus simpatías por el EZLN. Prosigue Mercedes:

“Los maridos y los papás no se opusieron mucho a los talleres. Aquí también se conocía de plantas, pero aprendimos a preparar jarabes, pomadas y tinturas. Me pasé una semana en Tuxpan aprendiendo a dar masajes; fue la primera vez que salí de la comunidad. Aprendí a dar tratamientos y atendía a mi mamá y a mis hermanos, pero después mis compañeras me convencieron de que pusiéramos aquí en la cabecera una casa de salud, aunque yo me sentía muy insegura. Con el tiempo, ya me siento más segura; he recuperado a dos niñas inválidas, a otra que se había golpeado la columna y a un muchacho que tenía la cadera salida. Hago limpias a personas cargadas de energía negativa; primero les doy un masaje de relajación y luego les paso un huevo, que se bate con el calor, se oscurece y a veces se rompe; es que sueltan todo [lo malo que llevan dentro]. A veces los llevo al río, [porque] el agua y el sol cargan de energía positiva y sacan la negativa”.

En enero de 1996 viajó a Chiapas a participar en el Primer Foro Indígena, convocado por los zapatistas, en donde el CNI cobró fuerza. Otras reuniones en ese año y los siguientes la llevaron a la Sierra Huichola, a Oaxaca, a la ciudad de México, a Veracruz y finalmente a Europa:

“En el Foro de San Cristóbal (Chiapas) había como 5000 personas, [en talleres]. Yo me fui al [taller] de mujeres, y el debate fue grande, se hablaba de derechos de las etnias, pero también de los de las mujeres indígenas, por ejemplo a ser representantes en las asambleas de la comunidad. [Decíamos que] podemos tener nuestro propio terreno, como mujeres, independientemente del marido, aunque aquí sea todavía muy difícil. Yo empecé a despertar porque estaba dormida. Somos seres humanos y pensamos igual [de bien que los hombres], aunque nos digan que somos fáciles y no sabemos nada. Fueron cuatro días; les di mucho valor, a pesar de que no había comodidades. Y además yo no sabía nada de lo que pasaba en Chiapas, y entonces empecé a ver periódicos.

“Con los huicholes tuvimos encuentros interculturales. Los hombres de allá no querían que las mujeres fueran, pero sí [asistieron], gracias a Mari-Chuy, que los regañó. Yo también los regañé, les dije: ¿Cómo vamos a progresar? Si no participamos nunca haremos nada. Ellas quieren venir, y siempre las mujeres van por delante. Y ustedes nomás quieren poliginia, ¿y por qué no poliandria?

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Total, que sí llegaron las mujeres. Si la mujer calla, muere. Y hablamos de derechos y de reconocimiento, hicimos talleres, intercambiamos experiencias. Aprendimos y enseñamos. Hablamos del trabajo de la lana borreguera, de proyectos productivos con hongos, grana cochinilla, bordado, chaquira, huaraches, de la milpa; y de espiritualidad.

“En Oaxaca fui al Encuentro Nacional de Mujeres […] En septiembre de 1997 fui a la Ciudad de México, al Segundo Congreso Indígena; éramos como 3500, y dimos el grito, estábamos junto a una pirámide […] Pero lo que sí fue tremendo fue lo de [mi viaje a] Europa. Yo confío mucho en Mari-Chuy, pero le decía, ¿qué vamos a hacer con los hijos, con las hermanas? Me enfermé [por la angustia que sentía] y ni podía caminar. Mari Chuy me curó con emplastos. Sacar el pasaporte fue un relajo, tardé como 15 días con los papeles. Y luego cuando llegué a Madrid no sabía qué hacer, hasta que me sacaron de la fila dos policías [y me ayudaron]. Me invitaba en Sevilla el Sindicato de Obreros del Campo, a que les diera charlas sobre la realidad de México, de las mujeres, de la falta de respecto a los indígenas. La gente que me oía hasta lloraba, y me hacían muchas preguntas. Se me quitó la vergüenza de hablar, creo que me da más pena aquí que allá […] Y luego fui por otras ciudades, dando charlas. Me di cuenta de que hay que hablar con el corazón”.

Mari-Chuy y Mercedes han llevado a cabo, en Tuxpan y en la Sierra de Manantlán, un proyecto de investigación-acción sobre rescate de la medicina tradicional y desarrollo de la mujer, financiado por el INI. Algunas reflexiones finales En la sección introductoria de este ensayo, me referí al uso del término resistencia por Edward Spicer en su libro de 1962 y por la red de organizaciones indígenas y afroamericanas –el Frente 500 Años de Resistencia-- que surgió al comienzo de la década de 1990. En ambos casos, resistencia significaba un proceso de largo plazo, de oposición a la asimilación cultural y la exclusión política impuestas por los poderes coloniales y continuada por los gobiernos independientes en las Américas. El largo plazo implica que la oposición no puede ser todo el tiempo violenta, aunque en ciertas circunstancias sí pueda serlo. Así, esta visión de la resistencia cultural no se identifica necesariamente con los procesos revolucionarios que buscan la captura del Estado. En muchos sentidos, se emparienta con “las armas de los débiles” de James C. Scott (1985), quien destaca la importancia de las formas cotidianas y no violentas de rebeldía motivada por lo que Edward P. Thompson (1971 ) bautizó “economía moral”; es decir, por el imperativo de solidaridad que lleva a la defensa manifiesta o solapada de la supervivencia del grupo a que se pertenece. El enfoque de Scott tuvo, en las dos últimas décadas del siglo XX, un gran influjo en los historiadores, antropólogos y en muchos otros científicos sociales, incluidos los latinoamericanistas: John Gledhill (en este volumen) y Alan Knight (1994) ya nos ha hablado de ello, así como de las críticas que tal enfoque ha suscitado. A partir de Scott, puede señalarse incluso un cambio de énfasis (¿de “paradigma”?) en la literatura, coincidente con el desencanto de las izquierdas: las guerras campesinas y las grandes movilizaciones populares que se habían retratado en tono épico pierden importancia frente a las maniobras, reticencias y “guiones ocultos” que descubren quienes estudian comunidades en resistencia. Para el caso de México, autores como John Womack (1968), Eric Wolf (1969), Jean Meyer (1973-1974), Arturo Warman (1976), Alan Knight (1986) y John Tutino

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(1986) han arrojado luz sobre las condiciones en que surgieron movilizaciones populares de envergadura, durante las primeras décadas del siglo XX. Tutino resumió las tres condiciones principales: el sentimiento colectivo de agravio en los sectores dominados, la atribución explícita del agravio a las acciones del gobierno y/o de un sector dominante específico, y la percepción real o ficticia de que los guardianes del orden público se encuentran en situación de debilidad o división (y por tanto es posible lograr mediante la movilización que las cosas cambien). El enfoque de Scott muestra que, cuando no existe el último componente, la resignación no es la única alternativa. Como también lo argumentan los autores de la corriente historiográfica conocida como Estudios Subalternos, “subalternidad” no es sinónimo de pasividad.

En el caso de los habitantes de Ayotitlán, encontramos una conciencia histórica generalizada de agravio por el despojo e invasión de sus tierras y la persecución de su lengua, creencias y costumbres. También encontramos una situación histórica de indefensión y pesimismo, que tuvo uno de sus puntos culminantes en 1956, cuando, tras la matanza de Tenamaxtla, el Consejo de Mayores se vio forzado a la clandestinidad. Pero la percepción de la gente, en esos tiempos, acerca de sus escasas posibilidades de cambio, no sólo debe entenderse como causada por la represión armada sino mediada por relaciones sociales, políticas y culturales. Por su historia, Manantlán puede considerarse un ejemplo paradigmático de lo que Gonzalo Aguirre Beltrán (1967) llama “proceso dominical”: el dominio sobre un sector indígena en obvia situación de desventaja por parte de actores “mestizos” o “blancos” que cuentan con recursos estratégicos (dinero, prestigio, información, relaciones y la protección o el control directo del poder público).

Ahora bien: según este mismo autor, la persistencia de las diferencias étnicas son funcionales a la exclusión del acceso a los recursos estratégicos que sufre el sector dominado. En otras palabras: la forma en que se genera y ejerce el poder implica la creación y reproducción de sujetos indígenas subalternos. El caso de Ayotitlán muestra un proceso más complejo. En los años sesenta, un grupo de ayotitlenses aceptó y utilizó alianzas con la CNC para romper con el proyecto de reconstitución de la comunidad indígena como titular de la tierra; en su lugar promovieron la creación de un ejido que los constituiría jurídicamente como campesinos vinculados al régimen revolucionario --ya no como indígenas. Sin embargo, en la práctica el ser ejidatarios no logró detener la depredación del bosque ni la discriminación negativa hacia los serranos, lo cual facilitó la influencia local de los eclesiásticos críticos y de la ACR traída por los maestros. Esta, además, denunciaba la creciente corrupción y el agotamiento de las políticas populistas del PRI. El Consejo de Mayores levantó otra vez sus banderas y acusó a las nuevas autoridades agrarias y a sus seguidores (los cenecistas) de usar su papel de intermediación respecto de los empresarios forestales y el municipio para acaparar los beneficios. En los años setenta y ochenta, las nuevas alianzas de la facción de los Mayores con actores externos, que culminaron en la creación de la Reserva de la Biosfera en 1987, la expulsión de los madereros invasores y la fundación en 1993 de la UPIM (en la que confluyeron comuneros, curas, ACR y universitarios), modificaron la naturaleza de la intermediación. En 1994, la aparición de la UACI permitió la continuidad de las alianzas y propició el acceso a recursos públicos. Pero también, en la coyuntura de la difusión nacional de las acciones del EZLN y la vinculación de gente de Ayotitlán con el Congreso Nacional Indígena zapatista, surgió un nuevo tipo de discurso en el que la reivindicación de “lo indígena” se convertía en sinónimo de combate a la exclusión. Este discurso, a su vez, resultaba de pertinencia estratégica respecto de las

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oportunidades brindadas por los cambios constitucionales (1992 y 2001) que reconocieron ciertos derechos indígenas, así como por la proclamación oficial de la multiculturalidad de la nación, y por las nuevas políticas sociales de atención “focalizada” a los “grupos vulnerables”.40 En Ayotitlán, al final del siglo XX, la etnogénesis no ocurrió por un acto de prestidigitación que hizo aparecer una identidad colectiva ex nihilo sino se fue forjando en un proceso de cambio en el contenido de las relaciones políticas existentes, paralelo al fortalecimiento y legitimación del rechazo a la dominación externa y a la negación de la legitimidad de la facción cenecista. La resistencia se volvió visible e inteligible como resignificación de la historia y la cultura local; pero también se convirtió en un recurso para trazar las fronteras del nosotros étnico. Para entender el proceso, no basta describir y analizar los discursos y las acciones de un grupo que se da por existente sino es necesario tener en cuenta el complejo campo de relaciones verticales y horizontales –de alianza y contradicción— donde se elaboran concepciones sobre lo interno y lo externo, lo comunitario y lo nacional.

Los testimonios y narrativas que he presentado en la sección anterior muestran

tanto la complejidad del campo social como la constitución diferenciada de subjetividades subalternas. También se ponen de manifiesto las diferentes perspectivas con que los actores locales articulan los temas de la cultura, la identidad y las relaciones interétnicas –que ahora se discuten abiertamente-- y los relacionan con su situación personal y colectiva. Así, don Juventino expresa el punto de vista optimista de alguien que, tras muchas vicisitudes desagradables, ha recobrado una posición de prestigio en su comunidad, en parte por el reconocimiento que la UACI hace de su persona. Por el contrario, Ildefonso siente mermado su poder y prestigio por las acciones del Laboratorio Natural Las Joyas, la UACI y ciertas agencias gubernamentales (INI, SEDESOL y sobre todo la administración de la Reserva de la Biosfera) que escapan totalmente a su mediación y han abolido la autoridad del Comisariado Ejidal sobre una gran parte de las tierras. A su vez, Manuel y Roberta se autodefinen como activos participantes de un proceso de cambio y consideran positiva la intervención de la UACI (y previamente de la ACR y de la Iglesia). Por su parte, Mercedes subraya la persistencia interna de las desventajas de género y las puertas que se han abierto a las mujeres al apropiarse de un espacio legitimado por la tradición (el curanderismo) y al multiplicarse las posibilidades de contactos externos. Sin embargo, las narrativas muestran que la distinción entre lo “interno” y lo “externo” está mediada por la participación de los ayotitlenses en ámbitos extracomunitarios: Ildefonso en la CNC, Manuel en la ACR y la UPIM; Roberta en las comunidades de base, la ACR, la UPIM y la UACI; Mercedes en el CNI y en redes nacionales e internacionales de medicina alternativa.

La diversidad de perspectivas se refleja en la diversidad discursiva. El discurso de don Juventino es emocional y abierto, el de Ildefonso oficialista y más bien cauto, mientras que Manuel y Roberta utilizan un lenguaje elaborado y cargado políticamente, y Mercedes utiliza términos New Age. Los cinco se identifican como miembros de una colectividad que ha sufrido numerosos agravios históricos. Pero Ildefonso, sin defender explícitamente a los talamontes, deja ver que éstos resultaban beneficiosos cuando el

40 El Programa Oportunidades, por ejemplo, considera a los indígenas como un grupo particularmente vulnerable (cfr. nota 38).

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Comisariado Ejidal podía cobrarles por la extracción de madera.41 Para Ildefonso, los problemas en la comunidad los han creado “los ignorantes, los izquierdosos y los peleoneros”. En cambio Manuel culpa a los invasores coludidos con las autoridades locales, y Roberta a la falta de unidad y de diálogo. Ambos subrayan el papel negativo de los dirigentes cenecistas. Mercedes, por su parte, no disocia la política de los problemas de género: la defensa de la comunidad y la dignidad de los indígenas, para ella, no tiene sentido sin la participación igualitaria de las mujeres. Como Roberta y Manuel, piensa que la reivindicación histórica particular no está disociada de la defensa de los derechos humanos y la búsqueda de ciudadanía.

Sobre el tema de la condición indígena, don Juventino la asocia al mito del águila y la serpiente y concluye que los Mayores deben recobrar su autoridad, porque son los que saben de dónde vienen los ayotitlenses: lo indígena, entonces, se define por la descendencia y reivindica una jerarquía. Ildefonso dice que el Consejo de Mayores es “una vacilada”; para él la condición indígena representa un pasado de discriminación racista, pero también la posibilidad de acceder a la independencia municipal (donde su candidatura a la presidencia municipal sería probablemente apoyada por el PRI). Manuel está sobre todo preocupado por metas de desarrollo social y económico, pero reconoce el valor de la etnicidad como bandera de unidad y símbolo solidario; Roberta claramente ve la recuperación identitaria como un paso hacia la autonomía, la justicia y el desarrollo equitativo. Y Mercedes ve críticamente el mundo indígena como un mundo internamente desigual, pero también como una realidad que, al recuperar una sabiduría heredada, trasciende lo local y se abre al mundo.

Para terminar este trabajo, me referiré brevemente a ciertas conexiones con

algunos otros que han sido presentados en este mismo seminario (y publicados en este mismo libro). El examen de la etnogénesis en Ayotitlán muestra un proceso de alianza y conflicto, recuperación del pasado y apertura al futuro, afirmación de lo propio y búsqueda de participación en la nación. Se entiende en el contexto espacio-temporal del México del siglo XX –y por ello resultan claros los paralelismos con la contribución de Margarita Zárate y con otros casos mexicanos de resistencia indígena --, pero lo puede iluminar la comparación con procesos en otros tiempos y latitudes (particularmente en Brasil). Por ejemplo, Patricia Pessar, en su replanteamiento de los movimientos milenaristas, nos enseña el valor estratégico de la cultura llamada tradicional (y en especial la religión) en la búsqueda de una modernidad de distinto tipo. John Monteiro contrasta la perspectiva limitada (y finalmente falsa) de los estudios de los indígenas brasileños que hacen énfasis en la “aculturación”, con los que reconocen la perspectiva de los sujetos indígenas históricos (no esencializados). Ilka Leite, al describirnos las vicisitudes del movimiento quilombola y analizar las diferentes visiones interpretativas del quilombo –como historia, como legislación y como utopía—proporciona un modelo sugerente para entender tanto la conformación del movimiento étnico en las coyunturas mexicanas como las distintas visiones interpretativas de la comunidad indígena. Luis Nicolau Parés muestra igualmente la historicidad de las concepciones del movimiento candomblé. Además, introduce una mirada crítica a aquellas interpretaciones fáciles y esencialistas de los movimientos de revitalización identitaria que ignoran los fenómenos de cooptación y las múltiples afiliaciones de los participantes. Pero subraya la 41 También la comunidad de Cuzalapa ha demandado acceso al bosque de la Reserva (Público, 3 de enero de 2001). Por su parte, el Consejo Nacional de Áreas Naturales Protegidas ha declarado 2001) que la fragilidad del ecosistema de Manantlán hace necesario que se le proteja de la explotación irracional de los propios habitantes de la Sierra (Mural, 10 de febrero de 2001).

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importancia de la diferencia cultural y religiosa subalterna en la producción de una conciencia histórica que permite narrativas alternativas a la narrativa hegemónica. A su vez, John Gledhill plantea una cuestión clave: ¿tiene sentido hablar de resistencias comunitarias –y utopías: él mismo puede descubrirlas en su estudio de Ostula— en un contexto dominado estructuralmente por la economía neoliberal? Su respuesta, y la de quienes participamos en este trabajo colectivo, es reiterar la inevitabilidad del pensamiento y los proyectos subalternos en la marcha de la historia. AGRADECIMIENTOS Este trabajo se basa en una investigación de campo y archivo realizada en el periodo 1999-2002, en el contexto del proyecto colectivo “Las políticas sociales hacia los indígenas en México: actores, mediaciones y nichos de identidad”, bajo mi coordinación y con el patrocinio de CIESAS, CONACYT y la Fundación Ford. Agradezco su valiosa colaboración a mis colegas y alumnos, en particular a mis asistentes Alejandra Navarro, Rocío Moreno, Carlota Rivera y Cristina Alfaro, y asimismo a mis generosos amigos de la Unidad de Apoyo a Comunidades Indígenas (UACI) de la Universidad de Guadalajara, especialmente a Margarita Robertson, Jaime Hernández , César Delgado y Samuel Salvador. Expreso también mi gratitud a mis informantes de Ayotitlán, cuyo anonimato debo respetar, y a todas las personas que me recibieron en mis visitas a la Sierra de Manantlán. Durante el proceso de producción del manuscrito (2007-2008) me beneficié de los comentarios de mis colegas del Seminario “Rethinking histories of resistance in Brazil and Mexico”; menciono en particular a Ilka Leite, Mariela Hita, Sasha Schell, Luis Nicolau Parés y John Gledhill. Participar en este seminario ha sido una gran experiencia: gracias a su promotor, John Gledhill, y a quienes con él colaboraron para organizarlo: Sasha Schell, Claudia Nateri, Mariela Hita y REFERENCIAS Acuña, René (ed.). 1988. Relaciones geográficas del siglo XVI: Nueva Galicia, México: Universidad Nacional Autónoma de México. Adams, Richard N. 1995. Etnias en evolución social, México: Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Aguirre Beltrán, Gonzalo. 1958. El proceso de aculturación, México: Universidad Nacional Autónoma de México.

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