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REVISTA DE SANTANDER EDICIÓN 6 2011 filosofía 176 177 JOHN STUART MILL De la individualidad como uno de los elementos del bienestar Fuente de una de las más sólidas tradiciones del pensar sobre la libertad individual, John Stuart Mill (1806-1873) vino al mundo en Londres justo en la época en que el ciudadano emergía como la figura paradigmática de la humanidad, mientras estamentos y corporaciones eran sometidos a crítica por los procesos de construcción de las naciones modernas. Recibió una esmerada educación diseñada por su padre, basada en la lectura y los viajes, hasta que en una historia de la Revolución Francesa descubrió con asombro los principios de la democracia representativa. Desde entonces escribió contra muchos de los prejuicios de su época, en defensa de la igualdad de los géneros y de la libertad del ciudadano, y contra la reacción europea posterior a 1848. Con su esposa, Harriet Taylor, discutió por años las ideas de su ensayo Sobre la Libertad (1859), una defensa del derecho que hoy llamamos, en el artículo 16 de nuestra carta fundamental, “al libre desarrollo de la personalidad”, es decir, a la autonomía del ciudadano. Este pensador advirtió que la igualdad social y el poder de la anónima opinión pública podrían llegar a imponer sobre la humanidad el opresivo yugo de la uniformidad en las ideas y en las acciones, inhibiendo los rasgos singulares del carácter en los ciudadanos, quienes deben luchar por conservar su libertad frente a la heteronomía de la opinión de las masas. Este texto es el capítulo tercero del ensayo Sobre la Libertad, en la versión castellana de Pablo de Azcárate que en más de 15 ediciones ha publicado Alianza Editorial. Para propósitos educativos se ofrece a los lectores. P ara el bienestar intelectual de la humanidad, del que depen- de cualquier otro bienestar, es necesaria la libertad de opi- nión, y la libertad de expresar toda opinión. Son cuatro las razones que so- portan este imperativo: Primera, una opinión, aunque sea reducida al silencio, puede ser verdade- ra. Negar esto sería aceptar nuestra propia infalibilidad. Segunda, aunque la opinión redu- cida a silencio sea errónea, puede contener, y con frecuencia contiene, una porción de ver- dad; y como la opinión general o prevalecien- te sobre cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, sólo por la colisión de opinio- nes adversas tiene alguna probabilidad de ser reconocida la verdad entera. Tercera, aunque la opinión ad- mitida fuera no sólo verdadera, sino toda la verdad, a menos que pueda ser y sea vigorosa y lealmente discutida, será sostenida por los más de los que la admitan como un prejuicio, con poca comprensión o sentido de sus fun- damentos sociales. Y no sólo esto, sino que, por la cuarta razón, el sentido de la misma doctrina correrá el riesgo de perderse o debilitarse, perdiendo su vital efecto sobre el carácter y la conducta; el dogma se convertirá en una profesión meramente formal, ineficaz para el bien, pero llenando de obstáculos el terreno e impidiendo el desarrollo de toda convicción real y sentida de corazón, fundada sobre la razón o la experiencia personal. Antes de abandonar este tema de la libertad de opinión conviene decir algo de aquellos para quienes la libre expresión de todas las opiniones debe ser permitida a condición de que la manera de hacerlo sea moderada y no vaya más allá de los límites de una discusión leal. Mucho se puede decir respecto de la imposibilidad de fijar dónde estos supuestos límites deben colocarse; pues si el criterio es que no se ofenda a aquellos cuyas opiniones se atacan, pienso que la experiencia atestigua que esta ofensa se pro- duce siempre que el ataque es poderoso; y que todo contradictor vigoroso a quien sea difícil contestarle se les aparecerá, si se pone un verdadero interés en el asunto, como un contradictor intemperante. Pero esto, aunque es una consideración importante desde un punto de vista práctico, se esfuma ante una objeción más fundamental. Indudablemente la manera de afirmar una opinión, aunque sea verdadera, puede ser muy objetable y me- recer justamente una severa censura. Pero las principales ofensas de esta especie son tales que, salvo confesiones accidentales, no pue- den ser demostradas. La más grave entre ellas es argüir sofísticamente, suprimir hechos o argumentos, exponer inexactamente los ele- mentos del caso o desnaturalizar la opinión contraria. Pero todo esto, aun en el grado más agudo, se hace con tanta frecuencia y de la mejor fe por personas que ni son conside- radas, ni en muchos otros respectos merecen ser consideradas como ignorantes o incom- petentes, que muy rara vez es posible decla- rar, en conciencia y con suficientes motivos, moralmente culpable un falseamiento de los hechos; y todavía menos podía la ley mez- clarse en esta especie de deslealtad polémica. Respecto a lo que comúnmente se entiende por una discusión intemperante, especial- mente la invectiva, el sarcasmo, el personalis- mo y cosas análogas, su denuncia atraería más simpatía si se propusiera siempre su prohibición para ambas partes; pero sólo se desea restringir su empleo contra la opinión prevaleciente; contra la que no prevalece no sólo pueden ser usadas sin la desaprobación general, sino que probablemente quien las use será alabado por su honrado celo y justa indignación. Sin embargo, el daño que oca- sionan estos procedimientos, no es nunca tan grande como cuando se emplea contra opiniones comparativamente indefensas; y la ventaja injusta que una opinión puede obtener de esta manera de proclamarse recae casi únicamente en las opiniones aceptadas. La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tiene interés en que se les haga justicia; pero esta arma está nega- da, por la misma naturaleza del caso, a aque- llos que atacan una opinión prevaleciente, no pueden servirse de ella sin comprometer John Stuart Mill (1806-1873).

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Page 1: de la individualidad como uno de los elementos del bienestar - UIS · 2012-08-15 · edición 6 2011 ei de santanDer filosofa 178 179 de la individualidad como uno de los elementos

revista de santanderedic ión 6 2011

filosofía

176 177

j o h n stua rt MILL

de la individualidad como uno de los elementos del bienestar

Fuente de una de las más sólidas tradiciones del pensar sobre la libertad individual, John Stuart Mill (1806-1873) vino al mundo en Londres justo en la época en que el ciudadano emergía como la figura paradigmática de la humanidad, mientras estamentos y corporaciones eran sometidos a crítica por los procesos de construcción de las naciones modernas. Recibió una esmerada educación diseñada por su padre, basada en la lectura y los viajes, hasta que en una historia de la Revolución Francesa descubrió con asombro los principios de la democracia representativa. Desde entonces escribió contra muchos de los prejuicios de su época, en defensa de la igualdad de los géneros y de la libertad del ciudadano, y contra la reacción europea posterior a 1848. Con su esposa, Harriet Taylor, discutió por años las ideas de su ensayo Sobre la Libertad (1859), una defensa del derecho que hoy llamamos, en el artículo 16 de nuestra carta fundamental, “al libre desarrollo de la personalidad”, es decir, a la autonomía del ciudadano. Este pensador advirtió que la igualdad social y el poder de la anónima opinión pública podrían llegar a imponer sobre la humanidad el opresivo yugo de la uniformidad en las ideas y en las acciones, inhibiendo los rasgos singulares del carácter en los ciudadanos, quienes deben luchar por conservar su libertad frente a la heteronomía de la opinión de las masas. Este texto es el capítulo tercero del ensayo Sobre la Libertad, en la versión castellana de Pablo de Azcárate que en más de 15 ediciones ha publicado Alianza Editorial. Para propósitos educativos se ofrece a los lectores.

P ara el bienestar intelectual de la humanidad, del que depen-de cualquier otro bienestar, es nece saria la libertad de opi-nión, y la libertad de expresar

toda opinión. Son cuatro las razones que so-portan este imperativo:

Primera, una opinión, aunque sea reducida al silencio, puede ser verdade-ra. Negar esto sería aceptar nuestra propia infalibi lidad.

Segunda, aunque la opinión redu-cida a silencio sea errónea, puede contener, y con frecuencia contiene, una porción de ver-dad; y como la opinión general o prevalecien-te sobre cualquier asunto rara vez o nunca es toda la verdad, sólo por la colisión de opinio-nes adversas tiene alguna pro babilidad de ser reconocida la verdad entera.

Tercera, aunque la opinión ad-mitida fuera no sólo verdadera, sino toda la verdad, a menos que pueda ser y sea vigorosa y lealmente discutida, será sostenida por los más de los que la admitan como un prejuicio, con poca comprensión o sentido de sus fun-damentos sociales.

Y no sólo esto, sino que, por la cuarta razón, el sentido de la misma doctrina correrá el riesgo de perderse o debilitarse, per diendo su vital efecto sobre el carácter y la conducta; el dogma se convertirá en una profesión meramente formal, ineficaz para el bien, pero llenando de obstáculos el terre no e impidiendo el desarrollo de toda convicción real y sentida de corazón, fundada sobre la razón o la experien cia personal.

Antes de abandonar este tema de la libertad de opinión con viene decir algo

de aquellos para quienes la libre expresión de todas las opiniones debe ser permitida a condición de que la manera de hacerlo sea moderada y no vaya más allá de los límites de una discusión leal. Mucho se puede decir res pecto de la imposibilidad de fijar dónde estos supuestos lími tes deben colocarse; pues si el criterio es que no se ofenda a aquellos cuyas opiniones se atacan, pienso que la experien cia atestigua que esta ofensa se pro-duce siempre que el ata que es poderoso; y que todo contradictor vigoroso a quien sea difícil contestarle se les aparecerá, si se pone un ver dadero interés en el asunto, como un contradictor intempe rante. Pero esto, aunque es una consideración importante desde un punto de vista práctico, se esfuma ante una obje ción más fundamental. Indudablemente la manera de afir mar una opinión, aunque sea verdadera, puede ser muy ob jetable y me-recer justamente una severa censura. Pero las

principales ofensas de esta especie son tales que, salvo con fesiones accidentales, no pue-den ser demostradas. La más grave entre ellas es argüir sofísticamente, suprimir hechos o argumentos, exponer inexactamente los ele-mentos del caso o desnaturalizar la opinión contraria.

Pero todo esto, aun en el grado más agudo, se hace con tanta frecuencia y de la me jor fe por personas que ni son conside-radas, ni en muchos otros respectos merecen ser consideradas como ignorantes o incom-petentes, que muy rara vez es posible decla-rar, en con ciencia y con suficientes motivos, moralmente culpable un falseamiento de los hechos; y todavía menos podía la ley mez-clarse en esta especie de deslealtad polémica. Respecto a lo que comúnmente se entiende por una discusión intempe rante, especial-mente la invectiva, el sarcasmo, el personalis-mo y cosas análogas, su denuncia atraería más simpatía si se propusiera siempre su prohibición para ambas partes; pero sólo se desea restringir su empleo contra la opinión prevale ciente; contra la que no prevalece no sólo pueden ser usadas sin la desaprobación general, sino que probablemente quien las use será alabado por su honrado celo y justa indignación. Sin embargo, el daño que oca-sionan estos procedimientos, no es nunca tan grande como cuando se emplea contra opi niones comparativamente indefensas; y la ventaja injusta que una opinión puede obtener de esta manera de procla marse recae casi únicamente en las opiniones aceptadas. La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tiene interés en que se les haga justicia; pero esta arma está nega-da, por la misma na turaleza del caso, a aque-llos que atacan una opinión preva leciente, no pueden servirse de ella sin comprometer

John Stuart Mill (1806-1873).

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su pro pia seguridad, y si pudieran no conse-guirían otra cosa que desacreditar su propia causa.

En general, las opiniones con-trarias a las comúnmente admitidas sólo pueden lograr ser escuchadas mediante una estudiada moderación de lenguaje y evi-tando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil, sin que puedan desviarse en lo más mínimo de esta lí nea de conducta, sin perder terreno, en tanto que el insulto des-mesurado empleado por parte de la opinión prevalecien te desvía al pueblo de profesar las opiniones contrarias y de oír a aquellos que las profesan. Por tanto, en interés de la verdad y de la justicia, es mucho más impor-tante restringir el empleo de este lenguaje de vituperio que el otro; y, por ejem plo, si fuera necesario elegir, sería mucho más necesario res tringir los ataques ofensivos para la infi-delidad que para la religión. Es, sin embargo, obvio que la ley y la autoridad nada tienen que hacer en la restricción de ninguno de los dos, mientras que la opinión debe, en todo caso, determinar su veredicto por las circunstancias de cada caso individual; sea cualquiera la parte del argumento en que se coloque, debe ser condenado todo aquel en cuya requisitoria se ma nifiesta la mala fe, la maldad, el fanatismo o la intolerancia, pero no deben inferirse estos vicios del partido que la perso na tome, aunque sea el opuesto al nuestro en la cuestión; y debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea la opi-nión que sostenga, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que en realidad son sus adversarios y sus opi niones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas ni ocul tar lo que pueda redundar en su favor. Ésta es la verdadera moralidad en la discusión pública; y aunque con frecuencia sea violada, me fe-licito de pensar que hay muchos polemis tas que la observan escrupulosamente y un nú-mero mayor todavía que conscientemente se esfuerzan por observarla.

Tales son las razones que hacen imperativo el que los seres humanos sean

libres para formar sus opiniones y para ex-presarlas sin reserva; y tales las destructoras consecuencias que se producen para la inteli-gencia, y por ella para la natu raleza moral del hombre, si esta libertad no se concede, o al menos se mantiene a pesar de su prohibición. Permítasenos ahora que examinemos si las mismas razones no exigen que los hombres sean libres para obrar según sus opiniones, para llevarlas a la práctica en sus vidas, sin impedimento físico o moral por parte de sus semejantes, en tanto lo hagan a sus propios riesgos y peligros.

Esta última condición es, natu-ralmente, indispensable. Nadie pretende que las acciones sean tan libres como las opi-niones. Por el contrario, hasta las opiniones pierden su inmunidad cuando las circuns-tancias en las cuales son expresadas hacen de esta expresión una instigación positiva a alguna acción perjudicial. La opinión de que los negociantes en trigo son los que matan de hambre a los pobres, o que la propiedad privada es un robo, no debe ser estorbada cuando circula simplemente a través de la prensa, pero puede justamente incurrir en un castigo cuan do se expresa oralmente ante una multitud excitada reunida delante de la casa de un comerciante en trigos, o cuando se presenta ante esa misma multitud en for-ma de cartel. Accio nes de cualquier especie que sean, que sin causa justificada perjudican a otro, pueden, y en los casos más importan-tes deben, absolutamente ser fiscalizadas por la desaprobación, y cuando sea necesario, por la activa intervención del género humano. La libertad del individuo debe ser limitada; no debe convertirse en perjuicio para los demás. Pero si se abstiene de molestar a los demás en lo que les afecta y obra, meramen-te, según su propia inclinación y juicio en cosas que a él solo se refieren, las mismas razones que demuestran que la opinión debe ser libre, prueban también que debe ser le permitido poner en práctica sus opiniones por su cuenta y riesgo. Que los hombres no son infalibles; que sus verda des, en la mayor

parte, no son más que verdades a medias; que la unanimidad de opinión no es deseable, a menos que resulte de la más completa y libre comparación de opiniones opuestas y que la diversidad no es un mal, sino un bien, has ta que la humanidad sea mucho más capaz de lo que es al presente de reconocer todos los as-pectos de la verdad, son principios aplicables a la manera de obrar de los hombres, tanto como a sus opiniones. De igual modo que es útil, en tanto la humanidad sea imperfecta, que existan diferentes opiniones, lo es que existan diferentes maneras de vivir; que se deje el campo libre a los diferentes caracteres, con tal de que no perjudiquen a los demás; y que el valor de las distin tas maneras de vivir sea prácticamente demostrado, cuando alguien las considere convenientes. En una palabra, es de seable que en las cosas que no conciernen primariamente a los demás sea afirmada la individualidad. Donde la regla de conducta no es el propio carácter de la perso-na, sino las tradiciones o costumbres de los demás, falta uno de los principales elementos de la felicidad humana, y el más importante, sin duda, del progreso individual y social.

La mayor dificultad con que se tropieza en el manteni miento de este prin-cipio no está en la apreciación de los me dios que conducen a un fin reconocido, sino en la indiferen cia general de las personas para el fin mismo. Si se comprendiera que el libre desenvolvimiento de la individualidad es uno de los principios esenciales del bienestar; que no sólo es un elemento coordinado con todo lo que designan los términos civilización, ins-trucción, educación, cultura, sino que es una parte necesaria y una condición para todas estas cosas, no habría peligro de que la liber-tad fuera depre ciada y el ajuste de los límites entre ella y la intervención so cial no presenta-ría ninguna dificultad extraordinaria.

Pero el mal está en que a la espon-taneidad individual apenas se le concede, por el común pensar, valor intrínseco alguno, ni se la considera digna de atención por sí mis-ma. La mayoría, sa tisfecha con los hábitos de la humanidad, tal como ahora son (pues ellos la hacen ser lo que es), no puede comprender por qué estos hábitos no han de ser bastante buenos para todo el mundo; y lo que es más, la espontaneidad no forma parte del ideal de la mayoría de los reformadores morales o sociales, sino que más bien la consideran con recelo, como un obstáculo perturbador y acaso invencible para la acepta ción general de lo que en su fuero interno consideran sería lo mejor para la humanidad.

nadie niega que la juventud deba ser instruida

y educada de manera que conozca y utilice los

resultados obtenidos por la experiencia humana.

Pero el privilegio y la propia madurez de sus

facultades consisten en utilizar e interpretar

la expe riencia a su manera. A él corresponde

determinar lo que, de la experiencia recogida, es

aplicable a sus circunstancias y carácter.

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Pocas personas, fuera de Ale-mania, comprenden todavía el sentido de la doctrina sobre la cual Wilhelm von Humbol-dt, tan eminente savant como político, com-puso unas consideraciones sobre el hombre individual y los últimos fines supremos de su existencia: “el verdadero fin del hom bre –no aquel que le señalan sus inclinaciones varia-bles, sino el que le prescribe la eterna e in-mutable razón–, es el desenvolvimiento más elevado y más armonioso de sus fa cultades en un todo armonioso”; que, por consiguien-te, el objetivo “hacia el cual todo ser humano debe incesantemente dirigir sus esfuerzos, y sobre el cual debe mantener fija su mirada, especialmente aquellos que deseen influir sobre sus conciudadanos, es la individuali-dad de po der y desenvolvimiento”, que para esto se necesitan dos re quisitos: “libertad y variedad de situaciones”; y que de la unión de éstos surge “el vigor individual y la diver-sidad múltiple”, las cuales se asocian en la “originalidad”.1

Por poco divulgada que esté entre la gente esta doctrina de Humboldt, y por mucho que sorprenda el alto valor que se da en ella a la individualidad, la cuestión, si bien se consi dera, es tan sólo de más o de menos. Nadie piensa que la ex celencia en la conducta humana consista en que la gente no haga más que copiarse unos a otros. Nadie sostiene que en la manera como las gentes vivan y rijan sus negocios no deba influir para nada su propio juicio o su propio carácter indi vidual. Por otra parte, sería absurdo pretender que la gente viva como si nada se hubiera conocido en el mundo antes de su venida a él; como si la experiencia no hubiera hecho nada para mostrar que una manera de vivir es preferi-

1 Wilhelm von Humboldt, “Consideraciones sobre el hombre individual y los fines últimos supremos de su existencia”, cap. II de sus “Ideas para un ensayo de deter-minación de los límites que circunscriben la acción del Estado”, en Escritos políticos, México, Fondo de Cultura Económica, 1943, p. 94-95.

ble a otra. Nadie niega que la juventud deba ser instruida y educada de manera que co-nozca y utilice los resultados obtenidos por la experiencia humana.

Pero el privilegio y la propia ma-durez de sus facultades consisten en utilizar e interpretar la expe riencia a su manera. A él corresponde determinar lo que, de la expe-riencia recogida, es aplicable a sus circuns-tancias y carácter. Las tradiciones y hábitos de otras gentes son, en una cierta extensión, testimonio de lo que la experiencia les ha enseñado a ellas; testimonio y presunción que deben ser acogidos con deferencia por ellas; si bien, en primer lugar, su experiencia puede haber sido demasiado escasa, o pueden ellos no haberla interpretado derechamente. En segundo lu gar, su interpretación de la experiencia, aun siendo correc ta, puede no serles aplicable. Las costumbres están hechas para circunstancias y caracteres ordinarios; y sus circuns tancias o su carácter pueden ser extraordinarios. En tercer lugar, aunque las costumbres sean no sólo buenas como ta les sino adecuadas a ellas, el conformarse a una costumbre meramente como costumbre, no educa ni desarrolla en ellas ninguna de las cualidades que son el atributo distintivo del ser humano.

Las facultades humanas de percep-ción, juicio, discernimiento, actividad mental y hasta preferencia moral, sólo se ejercitan cuando se hace una elección. El que hace una cosa cualquiera porque ésa es la costumbre, no hace elección ninguna. No gana práctica alguna ni en discernir ni en desear lo que sea mejor. Las potencias mentales y mora-les, igual que la muscular, sólo se mejoran con el uso. No se ejercitan más las facultades haciendo una cosa meramente porque otros la hacen que creyéndola porque otros la creen. Cuando una persona acepta una de-terminada opinión, sin que sus fundamentos aparezcan en forma concluyente a su propia razón, esta razón no puede fortalecerse, sino que probablemente se debilitará; y si los mo-tivos de un acto no están conformes con sus

propios sentimientos o su carácter (donde no se trata de las afecciones o los derechos de los de más), se habrá ganado mucho para hacer sus sentimientos y carácter inertes y torpes, en vez de activos y enérgicos.

El que deje al mundo, o cuando menos a su mundo, elegir por él su plan de vida no necesita ninguna otra facultad más que la de la imitación propia de los monos. El que escoge por sí mismo su plan emplea todas sus facultades. Debe em plear la obser-vación para ver, el razonamiento y el juicio para prever, la actividad para reunir los ma-teriales de la decisión, el discernimiento para decidir, y cuando ha decidido, la firmeza y el autodominio para sostener su deliberada decisión. Y cuanto más amplia sea la parte de su conducta, la cual determina según su propio juicio y senti miento, más necesita y ejercita todas estas cualidades. Es po sible que sin ninguna de estas cosas se vea guiado por la bue na senda y apartado del camino perjudicial. ¿Pero cuál será su valor compa-rativo como ser humano? Realmente no sólo es importante lo que los hombres hacen, sino también la cla se de hombres que lo hacen. Entre las obras del hombre, en cuyo perfec-cionamiento y embellecimiento se emplea legíti mamente la vida humana, la primera en importancia es, se guramente, el hombre mis-mo. Suponiendo que fuera posi ble construir casas, hacer crecer el trigo, ganar batallas, defender causas y hasta erigir templos y decir oraciones me cánicamente -por autómatas en forma humana- sería una pérdida considera-ble cambiar por estos autómatas los mis mos hombres y mujeres que habitan actualmente las partes más civilizadas del mundo y que seguramente son tipos de pauperados de lo que la naturaleza puede producir y produ cirá algún día. La naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo y dispuesta a hacer exac tamente el trabajo que le sea prescrito, sino un árbol que ne-cesita crecer y desarrollarse por todos lados, según las ten dencias de sus fuerzas interio-res, que hacen de él una cosa viva.

Se concederá probablemente que es deseable que los hombres cultiven su inteli-gencia, y que vale más continuar inteligente-mente una costumbre, y aun ocasionalmente apartarse de ella con inteligencia, que se-guirla de una mane ra ciega y simplemente mecánica. Se admite, hasta un cierto punto, que nuestra inteligencia nos pertenezca, pero no existe la misma facilidad para admitir que nuestros deseos y nuestros impulsos nos pertenezcan en igual forma; poseer impul-sos propios, de cierta fuerza, es considerado como un peligro y una trampa. No obstante, los deseos y los impulsos forman parte de un ser humano perfecto, lo mismo que las creencias y las abstenciones: y los impulsos fuertes sólo son peligrosos cuando no están debidamente equilibrados, cuando una serie de propósitos e inclinaciones se desarro llan fuertemente, en tanto que otros, que deben coexistir con ellos, permanecen débiles e inactivos. No obran mal los hombres por-que sus deseos sean fuertes, sino porque sus conciencias son débiles. No existe ninguna conexión natural entre impulsos fuertes y conciencias débiles; la relación na tural se da en el otro sentido. Decir que los deseos y senti mientos de una persona son más fuer-tes y más varios que los de otra, significa meramente que la primera tiene más mate-ria primera de naturaleza humana y, por consiguiente, que es capaz, quizá, de más

El que escoge por sí mismo su plan emplea todas

sus facultades. Debe em plear la observación

para ver, el razonamiento y el juicio para prever,

la actividad para reunir los materiales de la

decisión, el discernimiento para decidir, y cuando

ha decidido, la f irmeza y el autodominio para

sostener su deliberada decisión.

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mal, pero ciertamente de más bien. Impulsos fuertes son sencillamente otro nombre de la ener gía. La energía puede ser empleada en usos malos; pero ma yor bien puede hacer una naturaleza enérgica que una natu raleza indolente o apática. Aquellos que tienen más sentimientos naturales son siempre los que pueden llegar a tener más fuertes sentimien-tos cultivados.

La misma fuerte sensibilidad que hace a los impulsos personales vivos y po-derosos es la fuente de la que nace el más apasionado amor a la virtud y el más estricto dominio de sí mismo. Por medio de su cul-tivo, la sociedad cumple su deber y protege sus intereses; no rechazando la materia de la que se hacen los héroes porque ella no sepa cómo hacerlos. Se dice que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impul sos son suyos propios, es decir, son la expresión de su propia naturaleza, desarrollada y modificada por su propia cultura. El que carece de deseos e impulsos propios no tiene más carácter que una máquina de vapor. Si, además de ser su-yos, sus impulsos son fuertes y están dirigi-dos por una vo luntad poderosa, esa persona tiene un carácter enérgico. Quienquiera que piense que no debe facilitarse el desenvol-vimiento de la individualidad de deseos y de impulsos debe mantener que la sociedad no tiene necesidad de naturalezas fuertes –que no es mejor por encerrar un gran número de personas de carácter– y que no es deseable un elevado pro medio de energía.

En las sociedades primitivas estas fuerzas pueden estar y estuvieron demasiado por encima del poder que la sociedad en-tonces poseía de limitarlas y disciplinarlas. Hubo tiempos en los cuales el elemento de espontaneidad e individualidad dominó excesivamente y el principio social sostenía con él dura lucha. La dificultad consistía, entonces, en inducir a hombres de cuerpo y espíritu fuertes a la obediencia de re glas que exigían de ellos el dominio de sus impulsos. Para vencer esta dificultad, la ley y la disci-plina (como los papas luchando contra los

emperadores) afirmaron su poder so bre el hombre todo, recabando la intervención en toda su vida, a fin de contener su carácter, para cuya sujeción nin gún otro medio había parecido suficiente a la sociedad. Pero ahora la sociedad absorbe lo mejor de la individua-lidad; y el peligro que amenaza a la natura-leza humana no es el exceso, sino la falta de impulsos y preferencias personales. Las cosas han cambiado mucho desde los tiempos en que las pasiones de aquellos que eran fuertes, por su posición o por sus cuali dades perso-nales, se mantenían habitualmente en estado de rebeldía contra leyes y ordenanzas y nece-sitaban ser riguro samente encadenados para que las personas que los rodea ban pudieran gozar de alguna partícula de seguridad. En nuestros tiempos, toda persona, desde la clase social más alta hasta la más baja, vive como bajo la mirada de una cen sura hostil y temible. No sólo en lo que concierne a otros, sino en lo que solamente concierne a ellos mismos, el indivi duo o la familia no se pre-guntan: ¿qué prefiero yo?, o ¿qué es lo que más convendría a mi carácter y disposición?, o ¿qué es lo que más amplio campo dejaría a lo que en mí es mejor y más elevado, permi-tiendo su desarrollo y crecimiento?, sino que se preguntan: ¿qué es lo más conveniente a mi posición?, ¿qué hacen ordinariamente las personas en mis circunstan cias y situación económica?, o (lo que es peor) ¿qué hacen ordinariamente las personas cuyas circuns-tancias y situa ciones son superiores a la mía?

No quiero decir con esto que prefieran lo que es la costumbre a lo que se adapta a sus in clinaciones; no se les ocurre tener ninguna inclinación, ex cepto para lo que es habitual. Así el mismo espíritu se doble ga al yugo; hasta en lo que las gentes hacen por placer, la conformidad es la prime-ra cosa en que piensan; se interesan en masa, ejercitan su elección sólo entre las cosas que se ha cen corrientemente; la singularidad de gusto o la excentrici dad de conducta se evi-tan como crímenes; a fuerza de no se guir su natural, llegan a no tener natural que seguir;

sus capacidades humanas están resecas y consumidas; se hacen incapaces de todo de-seo fuerte o placer natural y, general mente, no tienen ni ideas ni sentimientos nacidos en ellos o que puedan decirse propios suyos. Ahora bien, ¿es ésta la condición deseable de la naturaleza humana?

Lo es en la doctrina calvinista. Según esta doctrina, el mayor defecto del hombre es tener una voluntad propia. Todo el bien de que la humanidad es capaz está com-prendido en la obediencia. No se da a elegir; es preciso obrar así y no de otra manera; “todo lo que no es un deber, es un pecado”. Es tando la naturaleza humana radicalmente corrompida, para nadie puede haber reden-ción hasta que haya matado esa na turaleza humana dentro de él. Para quien sostenga esta teo ría, el aniquilamiento de todas las facultades, capacidades y susceptibilidades humanas no es ningún mal; el hombre no necesita ninguna capacidad sino la de some-terse a la volun tad de Dios; y si emplea sus facultades para algo que no sea el más eficaz cumplimiento de esa supuesta voluntad, mejor estaría sin ellas. Ésta es la teoría del calvinismo profesada, con más o menos ate-nuaciones, por muchos que no se consi deran calvinistas; consisten estas atenuaciones en dar a la voluntad de Dios una interpretación menos ascética; afir mando ser su voluntad que los hombres satisfagan algunas de sus inclinaciones; no, naturalmente, en la forma que ellos mismos prefieran, sino a manera de obediencia, es decir, en la forma que les sea prescrita por la autoridad que, por la misma naturaleza del caso, ha de ser la misma para todos.

Bajo tal insidiosa forma, existe actualmente una fuerte tendencia en favor de esta estrecha teoría de la vida y hacia este tipo inflexible y mezquino de carácter hu-mano que pa trocina. Muchas personas creen sinceramente, sin duda, que los seres huma-nos así torturados y reducidos al tamaño de enanos, son tales como su Hacedor quiso que fueran; ni más ni menos que como muchos

han pensado que los árboles son más bonitos cuando están tallados en forma de bolas o de animales que en la que la Naturaleza les dio. Pero si forma parte de la religión creer que el hombre ha sido hecho por un Ser bueno, más se conforma con esta fe creer que este Ser le ha concedido todas las facultades humanas para que puedan ser cultivadas y desarrolla-das, no desarraigadas y consumi das, y que complace toda aproximación lograda por sus criaturas a la concepción ideal que en ellas se encierra, todo aumento en cualquiera de sus capacidades de comprensión, acción o goce. Existe un tipo de perfección humana diferen-te del calvinista: una concepción de la huma-nidad en la que ésta recibe su naturaleza para otros fines que para renunciar a ella. “La afir-mación de sí mismo de los paganos es uno de los valores humanos tanto como la pro-pia negación de los cristianos”. Con el ideal griego del desenvolvimiento de sí mismo se combina, sin superarle, el ideal platónico y cristia no de autonomía. Acaso sea preferible ser un John Knox que un Alcibíades, pero mejor que cualquiera de ellos es un Pericles; y un Pericles que existiera hoy no de jaría de tener algunas de las buenas cualidades que pertene cieron a John Knox.

No es vistiendo uniformemente todo lo que es individual en los seres hu-manos como se hace de ellos un noble y her moso objeto de contemplación, sino cul-tivándolo y hacién dolo resaltar, dentro de los límites impuestos por los dere chos e intereses de los demás; y como las obras participan del carácter de aquellos que las ejecutan, por el mismo pro ceso la vida humana, haciéndose también rica, diversa y ani mada, provee de más abundante alimento a los altos pensa-mientos y sentimientos elevados y fortale-ce el vínculo que une todo individuo a la raza haciéndola infinitamente más digna de que se pertenezca a ella. En proporción al desenvol vimiento de su individualidad, cada persona adquiere un mayor valor para sí mismo y es capaz, por consiguiente, de adquirir un mayor valor para los demás. Se

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da una mayor plenitud de vida en su pro-pia existencia y cuando hay más vida en las unidades hay también más en la masa que se compone de ellas. No puede prescindirse de aquella canti dad de compresión necesaria para impedir que los ejempla res más fuertes de la especie humana violen los derechos de los demás; mas para esto existe una amplia compensación aun desde el punto de vista del desenvolvimiento humano. Los medios de desenvolvimiento que el individuo pierde al impedírsele satisfacer sus inclinaciones con perjuicio de su prójimo, se obtienen, princi-palmente, a expensas del desen volvimiento de los demás. Y aun para él mismo hay una compensación equivalente en el mejor des-envolvimiento de la parte social de su natu-raleza, hecha posible gracias a la restricción impuesta a su parte egoísta. Atenerse a las rígidas reglas de la justicia por los demás, desarrolla los sentimien tos y capacidades que tienen como objeto el bien ajeno.

Pero constreñir en cosas que no afectan al bien de los demás, y sólo por cau-sar una contrariedad, no desarrolla nada que tenga valor, excepto la fuerza de carácter que pueda desple garse resistiendo a la im-posición. Si se accede, esta sumisión embota y adormece toda nuestra naturaleza. Para dejar libre juego a la naturaleza de cada uno es esencial que personas diferentes puedan seguir diferentes vidas. En la misma pro-porción con la que, en una época determi-nada, ha sido prac ticada esta amplitud, se ha elevado su valor para la posteri dad. Hasta el despotismo no produce sus peores efectos en tanto que la individualidad existe bajo él; y todo lo que ani quila la individualidad es des-potismo, cualquiera que sea el nombre con que se le designe, y tanto si pretende imponer la voluntad de Dios o las disposiciones de los hombres.

Habiendo dicho que individua-lidad vale tanto como de senvolvimiento, y que es sólo el cultivo de la individualidad lo que produce, o puede producir, seres huma-nos bien desa rrollados, puedo cerrar aquí el

argumento: ¿pues qué más ni mejor puede decirse de ninguna condición de los negocios humanos, sino que ella acerca a los seres hu-manos mismos a lo mejor que ellos pueden ser?, ¿o qué peor puede decirse de alguna obstrucción al bien, sino que ella impide esto mis mo? Indudablemente, sin embargo, es-tas consideraciones no serán bastantes para convencer a aquellos que más necesitan ser convencidos; y es, además, necesario mostrar que estos seres humanos desarrollados son de alguna utilidad a los no desarrollados: hacer ver a aquellos que ni quieren la li bertad ni se servirán de ella, que pueden ser recompensa-dos de una manera apreciable, por dejar a los demás hacer uso de ella sin obstáculo.

En primer lugar, me atrevo a su-gerir que podrían, acaso, aprender algo de ellas. Nadie negará que la originalidad es un elemento de valor en los asuntos humanos. Siempre son necesarias personas no sólo para descubrir nuevas verdades y señalar el mo-mento en que lo que venía siendo considera-do como verdadero deja de serlo, sino también para iniciar nuevas prácticas, dando ejemplo de una conducta más es clarecida, de un mejor gusto y sentido en la vida humana. Esto no puede ser negado por nadie que no crea que el mun do ha alcanzado ya la perfec-ción en todas sus maneras y cos tumbres. Es verdad que no todos son igualmente capaces de hacer este beneficio; son pocas las per-sonas, comparadas con toda la humanidad, cuyos experimentos, de ser adopta dos por los demás, darían lugar a un mejoramiento en la práctica establecida. Pero estas pocas son la sal de la tierra; sin ellas la vida humana sería una laguna estancada. No sólo introducen cosas buenas que antes no existían, sino que dan vida a las ya existentes. Si nada nuevo hubiera que hacer, ¿ce saría de ser necesaria la inteligencia? ¿Es una razón que las cosas sean antiguas para que quienes las hacen olviden por qué son hechas, y las hagan como brutos y no como seres humanos? Demasiado gran-de es la tendencia de las mejores creencias y prácticas a degenerar en algo mecánico; y

a me nos que una serie de personas eviten, con su inagotable ori ginalidad, que los fun-damentos de estas creencias y prácti cas se conviertan en meras tradiciones, semejante materia muerta no resistiría el más ligero choque con algo realmente vivo y no habría razón para que la civilización no muera como en el imperio bizantino.

Es verdad que los hombres de ge-nio son, y probablemente siempre lo serán, una pequeña minoría; pero para tenerlos es necesario cuidar el suelo en el cual crecen. El genio sólo puede alentar libremente en una atmósfera de libertad. Los hombres de genio son, ex vi termini, más individuales que los demás, menos capaces, por consiguiente, de adaptarse, sin una compresión perjudicial, a alguno de los pocos moldes que la sociedad proporciona para ahorrar a sus miembros el trabajo de formar su propio carácter. Si por timidez consienten en ser forzados dentro de uno de estos moldes y en dejar sin desenvol-ver aquella parte de ellos mismos que bajo la presión no pueda ser desenvuel ta, la sociedad poca mejora obtendrá de su genio. Si son de carácter fuerte y rompen sus cadenas, se con-vierten en pun to de mira de la sociedad, la cual, no habiendo logrado redu cirles al lugar

común, les señala solemnemente como “tur-bulentos”, “extravagantes” o cosa parecida, que es tanto como si nos lamentáramos de que el río Niágara no se desli ce tan suave-mente entre sus orillas como un canal holan-dés.

Si insisto tanto sobre la importan-cia del genio y la necesi dad de dejarle desen-volverse libremente, tanto en el pensa miento como en la práctica, es porque si bien estoy seguro de que en teoría nadie negará esta posición, no dejo de reco nocer que en la rea-lidad casi todos son totalmente indiferen tes para con ella.

La gente considera al genio como una cosa hermosa cuan do capacita a un hombre para escribir un poema inspirado o pintar un cuadro. Pero en su verdadero sentido, es decir, como originalidad de pen-samiento y acción, aunque nadie diga que no sea una cosa admirable, casi todos, en el fondo de su corazón, piensan que pueden pa-sarse muy bien sin él. Desgraciadamente, es esto demasiado natural para que sor prenda. La originalidad es la única cosa cuya utilidad no pueden comprender los espíritus vulgares. No pueden ver lo que es capaz de hacer por ellos; ¿y cómo podrían verlo? Si pudieran ver lo que puede hacer por ellos, dejaría de ser ori ginalidad. El primer servicio que la origi-nalidad les presta es abrirles los ojos; lo que una vez hecho, y por completo, les pondrá en la posibilidad de ser ellos mismos originales. En tretanto, recordando que nunca se ha he-cho nada que no haya sido alguien el primero en hacer, y que todas las cosas buenas que existen son fruto de la originalidad, dejémos-les ser lo bastante modestos para creer que todavía queda algo por ser realizado por ella, y asegurarse de que tanto más ne cesaria les es la originalidad cuanto menos cuenta se dan de su falta.

La simple verdad es que sea cual sea el homenaje que se profese, y aun se rin-da, a la real o supuesta superioridad mental, la tendencia general de las cosas a través del mundo es a hacer de la mediocridad el poder

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supremo en los hombres. En la historia an-tigua, en la Edad Media y, en menor grado, a través de la transición del feudalismo a los tiempos presentes, el individuo fue un poder en sí mismo; y si tenía grandes talentos o una elevada posición social, era una po tencia considerable. Actualmente los individuos están perdidos en la multitud. En política es casi una trivialidad decir que es la opinión pública la que gobierna el mundo. El único poder que merece tal nombre es el de las masas, y el de los gobiernos que se hacen órganos de las tendencias e instintos de las masas. Esto es verdad tanto en las relaciones morales y sociales de la vida privada como en las transacciones pú blicas. Aquellos cuyas opiniones forman la llamada opinión pública no son siempre la misma clase de público; en Améri ca son toda la población blanca; en Inglaterra, principal mente la clase media. Pero son siempre una masa, es decir, una mediocridad colectiva. Y lo que todavía es una mayor novedad, la masa no recibe ahora sus opiniones de los dig natarios de la Iglesia o del Estado, de jefes ostensibles o de los li-bros. Su pensamiento se forma para ella por hombres de su mismo nivel, que se dirigen a ella, o hablan en su nom bre, del asunto del momento, a través de los periódicos.

No me lamento de todo esto. No afirmo que haya algo mejor que sea compa-tible, como regla general, con el bajo nivel del es píritu humano al presente. Pero esto no hace que el gobier no de la mediocridad deje de ser un gobierno mediocre. Ningún gobierno por una democracia o una aristo-cracia numerosa ha sabido elevarse sobre la mediocridad, ni en sus actos políticos ni en las opiniones, cualidades y tono del es píritu que en él alienta, excepto en aquellos casos en los que el soberano “Muchos” se ha dejado guiar (como siempre ha hecho en sus mejo-res tiempos) por los consejos e influencia de Uno o Varios, mejor dotados e instruidos. La iniciativa de todas las cosas nobles y discretas proviene y debe provenir de los individuos; en un principio, generalmente de algún indi-

viduo aislado. El honor y la gloria del hombre medio consiste en que es capaz de seguir esta iniciativa; que puede respon der, internamen-te, a las cosas nobles y discretas o ser condu-cido a ellas con los ojos abiertos. No es esto fomentar esa es pecie de “culto a los héroes” que aplaude al hombre fuerte y de genio que se apodera violentamente del gobierno del mundo, sometiéndolo, a pesar suyo, a sus propios manda tos. Todo lo que puede exigir es libertad para señalar el ca mino. El poder de obligar a los demás a seguirle no sólo es incompatible con su libertad y desenvolvi-miento sino que corrompe al hombre fuerte mismo.

Parece, sin embargo, que cuan-do en todas partes la opinión de la masa de hombres ordinarios se ha convertido o se está convirtiendo en el poder dominante, el con-trapeso y el correctivo a esta ten dencia sería la individualidad más y más acentuada de quie nes ocupan las preeminencias del pen-samiento. En tales cir cunstancias es cuando los individuos excepcionales deben ser más que nunca no ya cohibidos, sino incitados a actuar de manera diferente que la masa. En otros tiempos no había ventaja alguna en que hicieran esto, a no ser que obraran no sólo de modo diferente, sino mejor. Ahora, el mero ejemplo de disconformidad, la mera repulsa a hincar la rodilla ante la costumbre es en sí misma un servicio. Precisamente porque la tiranía de la opinión es tal que hace de la excentricidad un reproche, es deseable, a fin de quebrar esa tiranía, que haya gente excén-trica. La excentricidad ha abundado siempre cuando y donde ha abundado la fuerza de carácter; y la suma de excentricidad en una sociedad ha sido generalmen te proporcional a la suma de genio, vigor mental y valentía moral que ella contiene. El mayor peligro de nuestro tiempo se muestra bien en el escaso número de personas que se de ciden a ser ex-céntricas.

He dicho que es importante dejar el campo más libre po sible a las cosas des-usadas, a fin de que, con el tiempo, pueda

aparecer cuáles de ellas son adecuadas para convertirse en costumbres. Pero la inde-pendencia de acción y el menospre cio de la costumbre no sólo deben ser alentados por la posi bilidad que ofrecen para que surjan mejores métodos de ac ción y costumbres más dignas de una general aceptación; ni son sólo las personas de una notoria superioridad mental las que pueden justamente aspirar a realizar su vida a su propia manera. No hay razón para que toda la existencia humana sea construida sobre uno o un corto número de patrones. Con tal de que una persona posea una razonable cantidad de sentido común y de experiencia, su propio modo de arreglar su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí, sino por ser el suyo. Los seres humanos no son como los carne ros; y aun los carneros no son tan iguales que no se les pueda distinguir. Un hombre no puede con-seguir un traje o un par de botas que le estén bien, a menos que se los haga a la medi da o que pueda escogerlos en un gran almacén; ¿y es más fá cil proveerle de una vida que de un traje, o son los seres humanos más seme-jantes unos a otros, en su total conforma ción física y espiritual, que en la configuración de sus pies? Si fuera sólo que las gentes tuvieran diversidad de gustos, ya sería razón bastante para no intentar imponer a todos un mismo modelo. Pero personas diferentes requieren también diferentes condiciones para su des-envolvimiento espiritual; y no pueden vivir saludablemente en las mismas condicio nes morales, como toda la variedad de plantas no pueden vi vir en las mismas condiciones físicas, en la misma atmósfera o en el mis-mo clima. Las mismas cosas que ayudan a una persona en el cultivo de su naturaleza superior son obstácu los para otra. La misma manera de vivir excita a uno saluda blemente, poniendo en el mejor orden todas sus facul-tades de acción y goce, mientras para otro es una carga abruma dora que suspende o ani-quila toda la vida interior.

Son tales las diferencias entre seres humanos en sus placeres y dolo res, y

en la manera de sentir la acción de las dife-rentes in fluencias físicas y morales, que, si no existe una diversidad correspondiente en sus modos de vivir, ni pueden obtener toda su parte en la felicidad ni llegar a la altura mental, mo ral y estética de que su naturaleza es capaz. ¿Por qué, enton ces, la tolerancia, por lo que se refiere al sentimiento públi co, se extiende sólo a gustos y modos de vida aceptados por la multitud de sus partida-rios? En ninguna parte (excepto en algunas instituciones monásticas) es absolutamente negada la diversidad de gusto; a una persona puede gustarle o no gustarle, sin que sea vi-tuperable, el remar, el fumar, la músi ca, los ejercicios atléticos, los dados, las cartas, o el estudio, porque el número de partidarios y de enemigos de todas es tas cosas es demasia-do grande para ser reducidos a silencio. Pero el hombre, y más todavía la mujer, que puede ser acu sado de hacer «lo que nadie hace», o de no hacer «lo que hace todo el mundo», es víctima de una calificación tan despecti va como si él o ella hubieran cometido algún grave delito moral. Es preciso poseer un títu-lo, o algún otro signo de rango que como tal se le considere, para que se les consienta, en parte, el lujo de obrar a su gusto, sin perjudi-car a su repu tación. Para que se les consienta, en parte, repito, porque quien se fíe excesi-vamente en esta indulgencia corre el riesgo

El promedio general de la humanidad es

moderado, no sólo en inteligencia sino en

inclinaciones; no tiene gustos ni deseos bastante

fuer tes para inclinarle a hacer nada que no

sea usual, y, por consiguiente, no comprende a

quienes los tienen, clasif icándoles entre los seres

extravagantes y desor denados a los cuales está

acostumbrado a despreciar.

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de algo peor que discursos injuriosos; estaría en peligro de comparecer ante una comisión como lunático y de verse des poseído de su propiedad, que sería entregada a sus parien-tes.2

Hay un rasgo característico de la dirección presente de la opinión pública, singularmente propio para hacerla intole-rante respecto a toda marcada demostración de individualidad. El promedio general de la humanidad es moderado, no sólo en inteli-gencia sino en inclinaciones; no tiene gustos

2 Hay algo a la vez denigrante y horrible, en la especie de testimonio so bre el cual, en los años últimos, toda persona puede ser judicialmente declarada incapaz para la dirección de sus negocios, y dada de lado, des pués de su muerte, la disposición que hubiera hecho de su propiedad, si es ella bastante para pagar los gastos del litigio, los cuales siempre son cargados sobre la pro-piedad misma. Todos los menudos detalles de su vida diaria son investigados, y cualquiera de ellos, que visto a través de las facultades perceptivas y descriptivas del espíritu más mezquino entre los mezquinos, tenga una apariencia de semejanza con el más absoluto lugar común, es presentado ante el jurado, y frecuentemente con éxito, como muestra de locura; los jurados son apenas menos ignorantes que los mismos testigos; y los jueces, con esa extraordinaria falta de conoci miento de la naturaleza y de la vida humana que constantemente nos asombra en los juristas ingleses, con frecuencia contribuyen a inducir los a error. Estos juicios dicen más que volúmenes enteros sobre el esta do de la opinión vulgar respecto a la libertad humana. Lejos de atribuir ningún valor a la individualidad, lejos de respetar el derecho de cada in dividuo a obrar, en cosas indiferentes, como bien parezca a su propio juicio e inclinaciones, jueces y jurados, no pueden concebir que una per sona cuerda desee una tal libertad. En otros tiempos, cuando se propo nía quemar a los ateos, gente caritativa acos-tumbraba a sugerir su reclu sión en una casa de locos; no sería sorprendente que viéramos esto mismo hecho en nuestros días, y que sus autores se aplaudieran por la adopción de un sistema de trato de estos desgraciados tan humano y cristiano, en vez de perseguirlos por causa religiosa, no sin una oculta satisfacción por haberles dado con ello su merecido.

ni deseos bastante fuertes para inclinarle a hacer nada que no sea usual, y, por consi-guiente, no comprende a quienes los tienen, clasificándoles entre los seres extravagantes y desor denados a los cuales está acostumbrado a despreciar. Ahora, sobre este hecho, que es general, no tenemos sino suponer que se ha declarado un fuerte movimiento hacia el mejora miento moral, y es evidente lo que debemos esperar. En nuestros días se ha de-clarado un tal movimiento como éste; mucho se ha hecho, actualmente, en el camino de una mayor regularidad de conducta, y en la limitación de los excesos; y hay un espíritu filantrópico universal, para cuyo ejercicio ningún campo es más favorable que el del mejoramiento moral y prudencial de nues-tros semejantes. Estas tendencias de los tiem-pos hacen que el público esté más dispuesto que en períodos anteriores a prescribir reglas generales de con ducta y a tratar de hacer que cada uno se conforme al mode lo aprobado. Y este modelo, expreso o tácito, consiste en no desear nada fuertemente. Su carácter ideal es no tener nin gún carácter acusado; mutilar por compresión, como el pie de una mujer china, toda parte de la naturaleza humana que resalte y tienda a hacer a la persona mar-cadamente deseme jante, en su aspecto gene-ral, al común de la humanidad.

Como es corriente que ocurra con ideales que excluyen una mitad de lo que es deseable, el tipo actual de aprobación produ-ce sólo una imitación inferior de la otra mi-tad. En lu gar de grandes energías guiadas por una razón vigorosa y fuertes sentimientos poderosamente dominados por una voluntad consciente, su resultado son sentimientos y energías débiles, las cuales pueden, por con-siguiente, ser some tidas a la regla, al menos exteriormente, sin ningún esfuerzo de vo-luntad ni de razón. Los caracteres enérgicos van sien do, en una gran escala, meramente legendarios. Actualmen te en nuestro país apenas hay otro campo para la energía que el de los negocios. La energía gastada en ellos puede todavía ser mirada como considerable.

La poca energía que este em pleo deja libre se gasta en algún capricho (hobby), que puede ser útil y hasta filantrópico, pero que siempre es una sola cosa, y generalmente una cosa de reducidas dimensiones. La grandeza de Inglaterra es colectiva; pequeños, individual-mente, sólo somos capaces de algo grande por nuestra cos tumbre de combinarnos; y con esto nuestros filántropos morales y reli-giosos están perfectamente contentos. Pero fueron hombres de otro cuño los que hicie-ron de Inglaterra lo que ha sido; y hombres de otro cuño serán necesarios para prevenir su decadencia.

El despotismo de la costumbre es en todas partes el eterno obstáculo al des-envolvimiento humano, encontrándose en incesante antagonismo con esa tendencia a conseguir algo mejor que la costumbre, denominada según las circunstan cias, el es-píritu de libertad o el de progreso o mejora-miento. El espíritu de progreso no es siempre un espíritu de libertad, pues puede tratar de imponer mejoramientos a un pueblo que no los desea; y el espíritu de libertad, en tanto que resiste estos intentos, puede aliarse, tem-poral y localmente, con los adversarios del progreso; pero la única fuente de mejoras, infalible y permanente, es la libertad, ya que, gracias a ella, hay tantos centros indepen-dientes de mejoramiento, como individuos. El principio progresivo, sin embargo, en cual quiera de sus formas, sea como amor de la libertad o del me joramiento, es antagóni-co al imperio de la costumbre, en volviendo, cuando menos, la emancipación de este yugo; y la lucha entre los dos constituye el principal interés de la historia de la humanidad.

La mayor parte del mundo no tie-ne historia, propiamente hablando, porque el despotismo de la costumbre es completo. Éste es el caso de todo el Oriente. La costum-bre es allí, en todas las cosas, la apelación final; justi cia y rectitud significan confor-midad con la costumbre; na die, excepto algún tirano intoxicado con el poder, piensa en resistir al argumento de la costumbre. Y

estamos viendo el resultado. Aquellas nacio-nes debieron, en un principio, ha ber tenido originalidad; no brotaron de la tierra popu-losas, ilustradas y versadas en muchas de las artes de la vida; lodo esto se lo hicieron ellas mismas y fueron, entonces, las más grandes y las más poderosas naciones del mundo. ¿Qué son ahora? Los vasallos o los dependientes de tribus cuyos ante pasados erraban por los bosques, cuando los suyos tenían magníficos palacios y espléndidos templos, pero sobre los cuales la costumbre compartía su impe-rio con la libertad y el progreso. Un pueblo, al parecer, puede ser progresivo du rante un cierto tiempo, y después detenerse, ¿cuándo se de tiene? Cuando cesa de tener individua-lidad.

Si un tal cambio hubiera de afectar a las naciones de Europa, no tendría lugar exactamente en la misma forma: el despo-tismo de la cos tumbre que amenaza a estas naciones no es, precisamente, estaciona-miento. Proscribe la singularidad, pero no es obs táculo al cambio, con tal que todo cambie a la vez. Hemos acabado con las costumbres inalterables de nuestros prede cesores; cada cual debe todavía vestirse como los demás, pero la moda puede cambiar una o dos veces al año. Así cui damos de que cuando se haga un cambio, se haga por el cambio mismo, no por ninguna idea de belleza o convenien cia; pues la misma idea de belleza o conveniencia

El despotismo de la costumbre es en todas

par tes el eterno obstáculo al desenvolvimiento

humano, encontrándose en incesante

antagonismo con esa tendencia a conseguir algo

mejor que la costumbre, denominada según las

circunstan cias, el espír itu de liber tad o el de

progreso o mejoramiento.

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no atraería la atención de todo el mundo, en un momento determinado, ni sería si-multáneamente abandonada por todos, en otro. Pero nosotros somos tan progresivos como variables; conti nuamente hacemos nuevas invenciones en cosas mecánicas y las conservamos hasta que son superadas por otras mejo res. Anhelamos el mejoramiento en política, en educación, hasta en moral, si bien en esta última nuestra idea de perfec-cionamiento consiste principalmente en per-suadir, o forzar, a los demás a ser tan buenos como nosotros mismos.

No es el progreso lo que objeta-mos; por el contrario, nos alaba mos de ser el pueblo más progresivo que ha existido nun-ca. La individualidad es contra lo que noso-tros luchamos; cree ríamos haber hecho algo maravilloso si nos hubiéramos he cho todos iguales; olvidando que la desemejanza entre dos personas es, generalmente, la primera cosa que llama la atención de cada una de ellas respecto a la imperfección de su propio tipo, y la superioridad de otro, o la posibili-dad de obtener algo superior a ambos, com-binando sus respectivas ventajas. Tenemos un ejemplo en China, nación de mucho ta-lento, y hasta, en ciertos respectos, de sabidu-ría, gracias a la rara y buena fortuna de haber sido dotada en un remoto período con una serie de costumbres particularmente bue nas, obra en cierta medida de hombres a los que los más cul tos europeos deben conceder, bajo ciertas limitaciones, el tí tulo de sabios y filó-sofos. Son también notables estas costumbres por la excelente manera de imprimir lo más po sible sus mejores doctrinas en cada espíri-tu de la comuni dad, y asegurar que aquellos que se las han apropiado mejor ocuparán los puestos de honor y poder. Seguramente que el pueblo que hizo esto ha descubierto el secreto del progreso humano y debe haberse puesto decididamente a la cabeza del mo-vimiento del mundo. Por el contrario, se ha hecho estacionario, permaneciendo así du-rante miles de años; y si en lo sucesivo expe-rimentan algún perfeccionamiento será por

extranjeros. Han superado todas las espe-ranzas en lo que los filántropos ingleses tan industriosamente procuran: hacer un pueblo uniforme, que todo él gobierne sus pensa-mientos y conducta por las mismas máximas y reglas; y éstos son los frutos. El moderno régime de opinión pública es, en una forma inorgánica, lo que en forma organizada son los siste mas educativos y políticos de China; y a menos que la indivi dualidad sea capaz de afirmarse triunfalmente contra ese yugo, Europa, a pesar de sus nobles antecedentes y de profe sar el cristianismo, tenderá a conver-tirse en otra China.

¿Qué es lo que hasta ahora ha preservado a Europa de esta suerte? ¿Qué ha hecho a la familia europea de naciones una porción de la humanidad progresiva, y no una estacionaria? Ninguna superior ex-celencia en ellas, que cuando existe, existe como efecto y no como causa, sino su notable diversi dad de carácter y cultura. Individuos, clases, naciones, han sido extremadamente desemejantes unos de otros; han se guido una gran variedad de caminos conduciendo todos a algo de valor; y aunque en todo mo-mento aquellos que se guían caminos dife-rentes han sido intolerantes unos con otros y cada uno hubiera considerado como una cosa exce lente que el resto hubiera sido constreñi-do a seguir su propio camino, sus intentos de interponerse en el desenvolvimiento de cada uno de los otros rara vez han tenido un éxito perma nente, y todos y cada uno se han visto obligados, en ocasio nes, a recibir el bien que los demás ofrecían. Europa, a mi juicio, debe totalmente a esta pluralidad de caminos su de senvolvimiento progresivo y multilateral. Pero empieza ya a poseer este beneficio en un grado considerablemente me nor. Decidida-mente va avanzando hacia el ideal chino de ha cer a todo el pueblo igual. Tocqueville, en su última impor tante obra, observa cuanto más se asemejan uno a otro los franceses de hoy que los de la última generación. La mis-ma observación, pero en un más alto grado, puede hacerse res pecto a los ingleses.

En un pasaje ya citado de Wilhelm von Humboldt, señala dos cosas como con-diciones necesarias para el desenvolvimiento humano, en cuanto necesarias para hacer a las gentes desemejantes unas de otras, a saber: libertad y variedad de situaciones. La segunda de estas dos condiciones disminuye en nuestro país por días. Las cir cunstancias que rodean a las diferentes clases e indi-viduos, formando sus caracteres, se hacen cada día más análogas. Antiguamente, los diferentes rangos, las diversas vecinda des, las distintas industrias y profesiones vivían en lo que podían ser llamados mundos diferen-tes; actualmente viven, en un cierto grado, en el mismo. Comparativamente hablan do, ahora leen, oyen y ven las mismas cosas, van a los mis mos sitios, tienen los mismos objetos de esperanzas y temo res, los mismos derechos y libertades y los mismos medios de afirmarlos. Siendo grandes las diferen-cias de posición que quedan, no son nada comparadas con las que han desa parecido. Y la asimilación sigue su marcha. Todos los cam bios políticos de la época la favorecen en cuanto tienden a elevar al de abajo y a rebajar al de arriba. Toda extensión de la educación la fomenta, porque la educación pone al pue-blo bajo influencias comunes y le da acceso al caudal general de hechos y sentimientos. Las mejoras en los medios de comu nicación la favorecen, poniendo a los habitantes de luga-res distanciados en contacto personal, y es-tableciendo una rápi da corriente de cambios de residencia entre las distintas ciu dades. El aumento del comercio y las manufacturas la pro mueven difundiendo más ampliamente las ventajas de las circunstancias favorables y abriendo respecto a todos los objetos de ambición, aun los más altos, la competencia gene ral, por donde el deseo de elevarse deja de ser el carácter de una clase particular y se convierte en carácter de todas las clases. Una influencia más poderosa que todas éstas para

producir una general semejanza en toda la humanidad es el establecimiento, en este y en otros países libres, de la ascen dencia de la opinión pública en el Estado. A medida que se van gradualmente nivelando las varias eminencias sociales que permitían a las per-sonas escudadas detrás de ellas des preciar la opinión de la multitud; a medida que la idea mis ma de resistir a la voluntad del público, cuando positiva mente se ha reconocido que la tiene, desaparece más y más de las mentes de los políticos prácticos, deja de haber apo-yo social para la disconformidad; no queda ningún poder sus tantivo en la sociedad que, opuesto él mismo a la ascenden cia del núme-ro, esté interesado en tomar bajo su protec-ción opiniones y tendencias que disientan de las del público.

La combinación de todas estas causas forma una masa tan grande de in-fluencias hostiles a la individualidad, que no es fácil ver cómo podrá ésta mantener su posición. Tendrá que hacerlo con creciente dificultad, a menos que la parte inteli gente del público se apreste a darse cuenta de su valor, a ver que es bueno que haya diferen-cias, aunque no sean mejores e incluso aun-que a ellos les parezca que son peores. Si los de rechos de la individualidad han de ser afir-mados siempre, ahora es tiempo de hacerlo, cuando falta todavía mucho para completarla forzada asimilación. Sólo en los primeros momentos puede lucharse con éxito contra las usurpacio nes. La pretensión de que todos se asemejen a nosotros mis mos crece por lo que se alimenta. Si la resistencia espera a que la vida esté casi reducida a un tipo uniforme, toda des viación de este tipo será considerada impía, inmoral, hasta monstruosa y contraria a la Naturaleza. La humanidad se hace rápi-damente incapaz de concebir la diversidad cuando durante algún tiempo ha perdido la costumbre de verla. ❖

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j o h n stua rt MILL y h a r r i e t TAYLOR

dos ensayos sobre el sentido del matrimonio y del divorcio

En el verano de 1830, en una cena ofrecida en la residencia de William J. Fox, ministro unitario de la capilla londinense de South Place, se conocieron Harriet Taylor (1808-1858) y John Stuart Mill (1806-1873). Ella tenía entonces 23 años, estaba felizmente casada desde hacía cuatro años y era madre de dos hijos. Él era un soltero de 25 años, hijo autodidacta de un funcionario de la administración inglesa de la Indias, James Mill. En su autobiografía, John Stuart Mill confesó que la amistad que ese día nació y que mantuvo hasta la muerte de la señora Taylor había sido “el honor y la bendición principal” de su existencia, así como la principal fuente de buena parte de lo que había hecho a favor del mejoramiento del género humano. En su opinión, se trataba de “la persona más admirable” que había conocido en su vida, dado su anhelo de perfeccionamiento constante. Interesados en el mejoramiento de la condición social de las mujeres, a comienzos de 1832 se comprometieron los dos a escribir, el uno para el otro, ensayos sobre la condición de la mujer bajo el régimen del matrimonio. Ese pensar conjunto para encontrar los caminos del mejoramiento del género femenino fue cerrado por Mill después de la muerte de Taylor, cuando terminó su famoso ensayo titulado El sometimiento de la mujer (1869). Pudo entonces concluir, después de más de tres décadas de reflexiones, que la subordinación legal de un sexo al otro era “injusta en sí misma y uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad”. En consecuencia, tendría que ser reemplazado por el principio de la “perfecta igualdad, sin admitir ningún poder o privilegio para un sexo ni ninguna incapacidad para el otro”. Los dos ensayos iniciales de este pensar conjunto contra el prejuicio de la desigualdad natural entre los géneros, escritos en 1832, hacen parte de la colección Mill-Taylor de la British Library of Political and Economic Science, en la London School of Economics. Fueron publicados por primera vez en 1951, gracias al economista liberal Friedrich A. Hayek. Para propósitos educativos, hemos escogido la traducción castellana de Pere Casanellas, publicada en Madrid por A. Machado Libros (2000).

El ensayo de Harriet TAYLOR

Si pudiera ser la Providencia del mundo por algún tiempo, con la expresa finali dad de elevar la condición de la mujer, acudiría a ti para conocer los medios; el fin no sería otro que erradicar todo aquello que obstaculiza el amor o cualquier cosa que es, o que al menos se supone que es, expresión del amor. En el estado actual del espíritu de la mujer, absoluta mente falto de educación, y con todo aquello que le es natural de timi-dez y dependencia, multiplicado mil veces

por su hábito de profunda dependencia, sería probablemente perjudicial quitarle de una vez todos los frenos: buscaría quien la pro-tegiera a un precio todavía más costoso que en la actualidad, pero sin elevar en absoluto su natura leza. Me parece entonces que si se hiciera brotar en la mujer el deseo de elevar su condición social, adquiriría un poder que, en el estado presente de la civilización y del carácter del hombre, tendría consecuencias tre mendas.

El matrimonio Arnolfini de Jan Van Eyck, 1434.

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Tanto si la naturaleza estableció una diferencia entre la naturaleza del hom-bre y la de la mujer, como si no, parece que ahora todos los hombres, a excepción de unos cuantos de elevado espíritu, son más o menos sensuales; mientras que las mujeres, por el contrario, están totalmente exentas de este rasgo, aunque pueda no parecer así en el caso de algunas. Parece extraño que sea así, a no ser que este rasgo estuviera destinado a ser una fuente de poder en estados semicivi-lizados como el actual, o acaso no sea ésta la explicación. La única explicación es que los hábitos de libertad y la profunda toleran cia con que son educados los varones, mientras que por el contrario a las jóvenes se les forma en lo que se llama pureza, pueden haber pro-ducido la apariencia de naturalezas distintas en los dos sexos. Tan cierto es que actual-mente no hay igualdad en nada, puesto que al hombre le corres ponden todas las satisfac-ciones, cualesquiera que sean, y a la mujer todas las desazones e incomodidades; como que toda satisfacción aumentaría muchísimo, tanto en calidad como en cantidad, si se in-troduce la igualdad perfecta entre los sexos.

A la mujer se la educa para un único objeto: ganarse la vida casándose. Algunos pobres espíritus lo consiguen sin necesidad de ir a la iglesia, pero se trata de lo mismo: éstas no son en nada peores que sus respetadas hermanas que si lo hacen. Casarse es el objetivo de su existencia, y cuando lo han conseguido dejan de exis tir por lo que respecta a cualquier cosa digna de ser llama-da vida o cualquier finalidad provechosa. Se observan muy pocos matrimonios en los que exista una afinidad, goce o compañerismo reales entre las dos partes. La mujer sabe cuál es su poder y con él consigue lo que se le ha enseñado a considerar “propio” de su estado. La mujer, que adqui riría poder por este me-dio, es inepta para el poder; sin embargo, las mujeres pierden su poder a cambio de bene-ficios mezquinos, y me asombra que nunca hayan logrado algún resultado importante;

pero su espíritu ha degenerado por culpa del hábito de la dependencia.

Creo que dentro de quinientos años ninguna de las tonterías de sus ante-pasados provocará tanto asombro y desdén como el hecho de las prohibiciones legislati-vas referentes a cuestiones de sentimiento o, mejor dicho, de la expresión del sentimiento. Aunque alguna vez la ley intente establecer cual manifestación de sentimiento hay que dar a quién, parece absolutamente conve-niente no legislar para todas las ocasiones ni decir a cuántos hay que visitar y a cuántos hay que dar audiencia, y qué clase y grado de sentimiento es necesario para darse un apre-tón de manos. El único sistema consecuente con esta idea es el de los tur cos. Estoy segura de que si toda la sociedad estuviera realmente educada, aunque las leyes actuales del matri-monio continua ran se prescindiría totalmen-te de ellas, porque nadie se casaría. La forma más sabia y acaso más rápida de poner fin a los males del matrimonio se hallará fomen-tando la educación —al igual que es la forma de lograr que todo salga bien—; pero es duro que, entretanto, se deje sin remedio a aque-llos que más sufren sus males y que son siem-pre las mejores personas. ¿No sería entonces lo mejor un divorcio que cualquiera pudiera conseguir sin ninguna razón determinada, y por un bajo costo, pero que sólo se pudiera obtener al final de un largo período? Debería trans currir un tiempo no inferior a dos años entre la solicitud del divorcio y el permiso para contraer nuevas nupcias, pero lo que se concediese debería estar seguro desde el momento de pedirlo, a no ser que durante ese tiempo se retirara la petición.

(¡Con sólo hablar de ello ya ten-go gana de un abogado! ¡Oh, qué absurdo y mezquino que es todo ello!)

En el actual sistema de costumbres y de opiniones, las jóvenes entran en lo que se llama un contrato, pero ignoran por com-pleto sus condiciones; y el hecho de que las ignoren se considera absolutamente esencial para su idoneidad.

Pero, después de todo, el único argumento que creo serviría para impresio-nar tanto a las naturalezas elevadas como a las bajas es el siguiente: ¿quién desearía tener a su lado a una persona sin que exista afecto por ella? Cualquiera admitiría que los be-neficiarios de una ley del divorcio deben ser aquellos que tienen inclinación a separarse: ¿quién desearía que otro permaneciera con él en contra de su deseo? Yo creo que nadie, aunque alguna gente ironiza sobre este tema y no está dispuesta a creer que uno “desee realmente marcharse”. Suponed que en vez de llamarse “ley del divorcio” se llamara “prue-ba del amor”: en ese caso les gustaría más.

En los tiempos actuales, en este estado de civilización, ¿qué mal se podría hacer situando primero a la mujer en la más entera igualdad con el hombre, y suprimien-do luego todas las leyes, sin excepción, que hacen referencia al matrimonio? En ese caso, si una mujer tuviera hijos, debería encargarse de ellos: las mujeres no podrían tener hijos sin reflexionar sobre cómo mantenerlos. Las mujeres ya no tendrían más motivo que los hombres para disminuir su persona a cambio de pan o de cualquier otra cosa. Como los empleos públicos también les estarían abier-tos a ellas, todas las profesiones se dividirían entre los sexos, según una distribución natu-ral. Los padres proveerían lo preciso para sus hijas lo mismo que para sus hijos.

Todas las dificultades respecto del divorcio giran, al parecer, en torno a la con-sideración sobre la suerte de los hijos. Pero, según este proyecto, las mujeres tendrían interés en no tener hijos, mientras que ac-tualmente se piensa que la mujer tiene interés en tener hijos, como otros tantos vínculos con el hombre que la mantiene.

El amor, en su sentido más verda-dero y excelso, parece ser la manera como se manifiesta todo lo que hay de bueno y de más bello en la naturaleza de los seres humanos. Nadie, en mayor medida que los poetas, se ha aproximado a la percepción de la belleza del mundo material, y menos aún en lo re-

ferente al mundo espiritual. Es por ello que nunca han existido poetas sin la inspiración de aquel sentimiento que nos causa la per-cepción de la belleza en todas sus formas, y por todos los medios que se nos ofrecen, e igualmente por la visión. ¿No hemos nacido con los cinco sentidos, únicamente como fundamento para otros que podamos crear con ellos? Y quien prolonga y acendra estos sentidos materiales hasta lo más alto, hasta el infinito, es el que mejor realiza el fin de la creación; es decir: quien más goza más vir-tuoso es. Te corresponde entonces a ti, el más digno de ser el apóstol de todas las supremas virtudes, enseñar todo lo que se pueda en-señar: que cuanta más alta es la calidad del goce, mayor es la cantidad. Tal vez no hay más que una clase a la que esto se pueda en-señar: la naturaleza poética luchando contra la superstición, y tú el mejor preparado para ser su salvador.

Retrato de Harriet

Taylor de autor

desconocido,

National Portrait

Gallery.

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El ensayo de John Stuart MILL

Aquella mujer a quien está con-sagrada mi vida ha deseado que pusiera por escrito mis opiniones sobre el tema que, de todos los que tienen relación con las institu-ciones humanas, más afecta a su felicidad. En las siguientes páginas sólo podré ofrecer una exposición de aquello que puedo hacer sin sus sugeren cias y sus decisiones. A su turno, ella no ha rehusado poner por escrito para mí lo que ha pensado y sen tido sobre el mismo tema, de tal suerte que allí aprenderé probablemente todo lo que he y seguramente lo que no he descubierto por mí mismo. En la investi gación de la verdad, como en cualquier otra cosa, “no es bueno que el hombre esté solo”. Por sobre todo, en lo que refiere a las rela ciones del hombre con la mujer, la ley que ambos deben observar debe ser hecha verda-deramente por los dos, y no, como hasta el presen te, solamente por el más fuerte.

¡Qué fácil nos resultaría tanto a tí como a mí resolver esta cuestión sólo para nosotros! Sus dificultades, porque dificulta-des tiene, obstruyen los caminos de todas las gran des cuestiones que tienen que ser decididas para la humanidad en general y, por lo tanto, no para naturalezas que se pa-recen unas a otras, sino para naturalezas, o al menos caracteres, que tienden hacia todos los puntos del ámbito moral. Toda la moral popular, como te dije alguna vez, consiste en un compromiso entre naturalezas que se encuentran en pugna, de tal suerte que cada una debe renunciar a cierta parte de lo que sus propios deseos piden, con el fin de evitar los daños de una perpetua lucha con todas las demás. Esa es la mejor moral popular, que alcanza su apaciguamiento general re-duciendo a lo más mínimo la felicidad de las naturalezas superiores. Resulta así que éstas son las únicas que realmente sufren a conse-cuencia del compromiso, porque se les pide renunciar a lo que las haría realmente felices; mientras que a las demás sólo se les exige re-primir deseos cuya satisfacción no compor-

taría una felicidad real. Por lo demás, en el ajuste del compromiso las naturalezas supe-riores cuentan sólo en proporción a su nú-mero, ¡tan pequeño! y al número de aquellas sobre las que pueden ejercer su influencia; mientras que las condiciones del compromi-so pesan duramente sobre ellas, en tanto que tienen una mayor capacidad de felicidad y, consiguientemente, un sentido más agudo de carencia y de frus tración cuando el grado de felicidad que conocen debería corres ponder a su suerte pero por circunstancias externas adversas les es denegado.

Por naturalezas superiores entien-do aquellos caracteres que, por una combina-ción de prerrogativas naturales y adquiridas, tienen la mayor capacidad de sentir la felici-dad y de producirla en los demás. Producirla de dos maneras: teniendo belleza para ser contemplados y siendo, por lo tanto, objetos naturales de admiración y de amor; y tam-bién ajustándose, y siendo llevados, por sus cualidades de inteligencia y de corazón, a promover mediante sus acciones, y mediante todo lo que depende de su voluntad, la mayor felicidad posible de todos los que se encuen-tran dentro de su esfera de influencia.

Si todas las personas fueran como éstas, o por lo menos fueran guiadas por éstas, la moral sería algo muy diferente de lo que ahora tiene que ser. O mejor dicho, no existiría en absoluto como moral, puesto que moral e inclinación coincidirían. Si todos se parecieran a tí, amada amiga, sería vano prescribirles normas: siguiendo sus propios impulsos bajo la guía de su propio sentir hallarían más feli cidad y producirían más a los demás que obedeciendo principios o máximas morales, sean los que fueren. Por-que estos principios no pueden adaptarse de antemano a cada una de las circunstancias particulares que puede tener en cuenta un intelecto sano y vigoro so movido por una voluntad fuerte y guiado por lo que Thomas Carlyle llama “un corazón abierto y lleno de

amor”. Donde existe un genuino y fuerte de-seo de hacer lo que es mejor para la felicidad de todos, las normas generales se convierten en meras ayudas para la prudencia en la selección de los medios y dejan de ser obliga-ciones perento rias. Sólo es necesario que los deseos sean rectos y la “imaginación elevada y delicada”, pues con tal que se desdeñe toda falsa apariencia, “para los puros todas las cosas son puras”.

Es bastante fácil basarse, para el alcance moral de nuestra cues tión, en tales caracteres. Las naturalezas superiores son, desde luego, naturalezas apasionadas. Para ellas el matrimonio no es más que un acto continuado de sacrificio de sí mismo en el que no tiene lugar la devoción. Por lo tanto, cualquier traba que les impida bus car y unir-se a alguien que puedan amar perfectamente es un yugo al que no pueden someterse sin opresión. Y despreciarían estar unidas a esta persona una vez encontrada por otros vínculos que una elec ción libre y volunta-ria. Si tales naturalezas se han desarrollado sana mente en otros respectos, tendrán todos los otros sentimientos buenos y meritorios suficientemente fuertes como para impedir-les conseguir su felicidad a expensas de un mayor sufrimiento de los demás; y es éste el límite de la indulgencia que la moral debería imponer en un caso tal.

Pero, en esta materia, ¿acaso la moral que conviene a las naturalezas superio-res será también la mejor para las naturalezas inferiores? Mi convicción es que sí, y será un acontecimiento digno de celebrarse. Todas las dificultades de la moral de cualquier clase provienen del conflicto que continuamente surge entre la moral más elevada y la moral popular, incluso la mejor moral popular que el grado de evo lución alcanzado algún día por la mayoría del género humano per mita existir.

Si todas, o al menos la mayoría de las personas, al elegir un compañero del otro sexo, se dejaran guiar por cualquier anhelo real o sentido de la felicidad que esta

compañía, según su mejor forma, es capaz de dar a las mejores naturalezas, nunca ha-bría habido nin guna razón para que la ley o la opinión hubieran puesto límites a la más ilimitada libertad de unirse y separarse. Ni tampoco es proba ble que la moral popular hubiera impuesto nunca, en un pueblo ci-vilizado o culto, ninguna restricción a esta libertad. Pero, como ya te dije una vez, la ley del matrimonio tal como actualmente existe ha sido hecha por personas sensuales, para personas sensuales y para obligar a estas per-sonas. El objetivo y propósito de esa ley es, o bien atar el sentido con la esperanza de que haciéndolo así se ata tam bién el alma, o bien atar el sentido porque el alma no se tiene en cuenta. Tales propósitos nunca se podían haber introducido en la mente de ninguno de aquellos a quienes la naturaleza había dado almas capaces de los grados superiores de felicidad; una tal ley no podía haber existido más que entre personas cuyas naturalezas sin tonizaban en cierto grado con ella, y para quienes, por lo tanto, esa ley era más conve-niente de lo que podrían suponer a primera vista aquellos cuyas naturalezas son muy diferentes.

Creo que no se puede poner en duda que la indisolubilidad del matrimonio ha actuado poderosamente durante mucho

Creo que no se puede poner en duda que

la indisolubilidad del matrimonio ha actuado

poderosamente durante mucho tiempo para

elevar la situación social de la mujer. En casi

todos los países, esta ley reemplazó una

situación en la que existía la facultad de repudiar,

pero sólo en una de las par tes: el más fuer te

podía rechazar al más débil, pero el más débil no

podía separarse del más fuer te.

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tiempo para elevar la situación social de la mujer. En casi todos los países, esta ley re-emplazó una situación en la que existía la facultad de repudiar, pero sólo en una de las partes: el más fuerte podía rechazar al más débil, pero el más débil no podía separarse del más fuerte. Para una mujer de carácter apasionado, la diferencia entre esto y lo que ahora existe no es muy apreciable, puesto que preferiría ser repudiada a permanecer unida solamente porque uno no puede des-embarazarse de ella. Pero las aspiraciones de la mayoría de las mujeres no son tan elevadas: preferirían conservar cualquier unión que hubieran tenido con un hombre al cual no prefieren sobre ningún otro, y por el cual sienten aquella clase de afecto infe-rior que a menudo producen los hábitos de la intimidad. Ahora bien, presumiendo lo que se puede presumir de la gran mayoría de hombres, a saber, que son atraídos hacia la mujer únicamente por la sensualidad o, en el mejor de los casos, por un gusto transitorio, es innegable que la promesa irrevo cable ha dado a las mujeres, una vez desvanecido el gusto pasajero, la posibilidad de permanecer unidas a los hombres, que, de otra manera, las hubieran abandonado. Del mero hecho de estar indiso lublemente unidos nació cierta

importante comunidad de intereses: el ma-rido se interesaba por su mujer en tanto que su mujer, si no lo hacía por algún mejor sen-timiento, era esencial para su respeta bilidad que su mujer también fuera respetada; y generalmente, cuan do el primer retroceso del sentimiento producido por la saciedad se ponía en marcha, el mero hecho de conti-nuar juntos, si la mujer tenía algo digno de amor en ella y el hombre no era enteramente sensual, difícilmente dejaría de originar al-gún sentimiento de esti mación y de apego. Ella obtenía también, lo cual a menudo le es mucho más importante, la certeza de que no sería separada de sus hijos.

Pero si esto es todo lo que la vida humana puede ofrecer a la mujer, es bastante poco. Y cualquier mujer que se sienta capaz de profunda felicidad y cuyos anhelos no hayan sido artificialmente sofocados, pre-tenderá ser liberada de sólo esto y aspirar a más. Pero en general las mujeres, como ya he observado, se contentan más fácilmente, y creo que es ésta la causa de la aversión ge-neral que las mujeres tienen a la idea de fa-cilitar el divorcio. Tienen la creencia común de que el poder que ejercen sobre el hombre proviene prin cipalmente de la sensualidad de éste, y que esta misma sensualidad se iría a

cualquier parte en busca de satisfacción si no estuviera con tenida por la ley y la reputación. Por su parte, ellas buscan princi palmente en el matrimonio un hogar y el estado o condi-ción de mujer casada, con la añadidura o no, como puede suceder, de una situación es-pléndida, etc. Una vez obtenido todo esto, la indisolubilidad del matrimonio les da la se-guridad de mantenerlo. Y la mayor parte de las mujeres, bien porque estas cosas les dan toda la felicidad de que son capaces, bien por razón de las barreras artifi ciales que refrenan todo movimiento espontáneo en busca de su mayor felicidad, están generalmente más pre-ocupadas por no perder el bien que poseen que no por ir en busca de uno mayor. Pien-san que si el matrimonio se pudiera disolver, no podrían mantener la posición que en otro tiempo adquirieron; o bien no podrían más que embaucando la atención de los hombres mediante aquellos arti ficios, en extremo des-agradables para una mujer sencilla, por los que una astuta señora estableció y mantiene ahora su influjo.

Estas consideraciones no son nada para un carácter de senti mientos profundos, pero seguramente tienen su importancia para los caracteres de donde provienen. Sin embargo, la única conclusión que se puede

sacar de ellas es una a favor de la cual exis-tirían abun dantes razones aun cuando la ley del matrimonio tal como ahora existe fuera la perfección. Esta conclusión es lo absurdo y lo inmo ral de un estado social y de opinión según el cual la mujer depende totalmente en cuanto a su situación social del hecho de es-tar o no casada. Esto es ciertamente injusto, absolutamente injusto, y ello desde cualquier punto de vista moral, incluso desde el punto de vista vulgar según el cual debería existir cualquier motivo para casarse a excepción de la felicidad que dos personas que se quieren mutuamente sienten al unir sus existencias.

No es ninguna superioridad en los derechos legales lo que con vierte artificial-mente la condición de las mujeres casadas en desea ble, puesto que en este respecto las mu-jeres solteras, especialmente si poseen propie-dad, están en una situación de superioridad: la inca pacidad civil es mayor en el caso de la mujer casada. No es la ley, sino la educación y la costumbre, lo que produce la diferencia. Se educa a las mujeres de tal manera que no puedan subsistir, en el mero sentido físico de la palabra, sin que un hombre las mantenga; de tal manera que no puedan protegerse a sí mismas contra la inju ria o el insulto sin que algún hombre, sobre el que tengan algún

Casamiento a la moda es una serie de seis cuadros pintados por William Hogarth en 1715. Se trata de una denuncia moralizante sobre las

terribles consecuencias de los matrimonios acordados por dinero entre las clases altas inglesas del siglo XVIII.

1. El contrato. 2. Cara a cara. 3. Visita al curandero. 4. La esposa se consigue acompañante.

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derecho especial, las proteja; de tal manera que no tengan ninguna vocación u oficio útil que realizar en el mundo si se quedan solte-ras. Puesto que se educa a las mujeres para estar casadas, y lo poco que se les enseña que merezca ser llamado útil es principalmente lo que en el curso natural de las cosas no podrá ponerse en práctica a no ser que se casen, o hasta que se casen. Por consiguiente, una mujer soltera se considera ella misma, y es considerada por los demás, como una especie de excrecencia en la superficie de la socie dad, sin que tenga ninguna utilidad, función u oficio en ella. Es ver dad que no se le impiden actividades útiles y honradas de diversas cla-ses; pero, mientras que una mujer casada se supone que es un miembro útil de la sociedad a no ser que existan pruebas de lo con trario, una mujer soltera debe hacer lo que muy pocos, hombres o mujeres, llegan a hacer: demostrarlo.

Todo esto, aunque no menos realmente absurdo e inmoral incluso bajo la ley del matrimonio que ahora existe, se sale eviden temente del marco de esta ley y concuerda con el estado general de la socie-dad de que esta ley forma parte. Y no podría seguir exis tiendo si la ley cambiara y el ma-trimonio dejara de ser un contrato o fuera

un contrato pero mas fácil de disolver. Y es que la indiso lubilidad del matrimonio es el fundamento de la suerte actual de la mujer, y todo se iría abajo y debería reconstruirse si este funda mento se hundiera.

Y la verdad es que esta cuestión del matrimonio no puede ser correctamente con-siderada de una manera aislada. No se trata de saber qué es lo que debería ser el matri-monio, sino de algo mucho más amplio: ¿qué es lo que la mujer debería ser? Resolvamos prime ro esta pregunta, y lo otro se resolverá por sí solo. Determinemos si el matri monio debe ser una relación entre dos seres iguales o entre un ser superior y uno inferior, entre un protector y uno que necesita de él, y fácil-mente se solucionarán todas las demás incer-tidumbres.

Pero sobre esta cuestión no hay, ciertamente, ninguna dificul tad. No hay nin-guna desigualdad natural entre los sexos, a no ser, quizá, en cuanto a la fuerza física; y hasta de esto se puede dudar. Pero si la fuerza física ha de ser la medida de la superioridad, los hombres no serían mejores que los brutos. Cada paso en el progre so de la civilización ha tendido a disminuir la consideración dada a la fuerza física, hasta nuestros tiempos, en que esta cualidad apenas otorga ninguna

ventaja, a excepción de las que le son pro pias: el hombre fuerte casi no tiene, o no tiene en absoluto, la facultad de usar de su fuerza como medio para adquirir alguna ventaja so-bre el físicamente más débil. De igual mane-ra, cada paso en el progreso de la civilización ha estado caracterizado por un acercamiento cada vez mayor a la igualdad en la condición de los sexos; y si todavía están muy lejos de ser iguales, el obstáculo no está ahora en la diferencia de fuerza física, sino en sentimien-tos y prejuicios artificiales.

Si la naturaleza no hizo al hombre y a la mujer desiguales, menos aún debería la ley considerarlos así. Se puede dar por senta-do, como uno de aquellos supuestos que per-derían fuerza si hicié ramos algo tan ridículo como intentar probarlos, que los hombres y las mujeres deben ser perfectamente co-iguales: que la mujer no debe depender del hombre más que el hombre de la mujer, a no ser en la medida que su amor así lo entraña, mediante una entrega voluntaria, que renue-va y a su vez es renovada por una opción libre y espontánea.

Mas esta perfecta independencia mutua en todo excepto en cuanto al amor, no puede darse si existe una dependencia de tipo económico, dependencia que en la inmensa mayoría de casos debe existir, si la mujer no está capacitada, igual que el hombre, para ganarse su propia subsistencia.

Por lo tanto, el primer paso, e indispensable, hacia la emancipa ción de la mujer, es que reciba una educación tal que no deba depen der ni de su padre ni de su marido para su subsistencia, lo cual en nueve casos de cada diez la convierte en el juguete o la sirviente del hombre que la mantiene, y en el décimo, únicamente en su sumisa amiga. Que no se nos diga que ella obtiene en compensación un beneficio equivalente: si los hombres tienen por cosa baja y servil en los hombres aceptar el sustento como pre-cio de dependencia, ¿por qué no lo estiman también así en el caso de las mujeres? Única-mente porque no desean que las mujeres sean

sus iguales. Cuando existe un amor fuerte, la dependencia es su recompensa; pero tiene que ser una dependencia voluntaria, y cuan-to más perfectamente voluntaria es, cuanto más exclusivamente cada uno lo debe todo al amor del otro y a nada más, mayor es la felicidad. Mas, cuando no hay amor, la mu-jer que quiere la dependencia por motivo de su manutención demuestra ser de espíritu mezquino, igual que un hombre en el mismo caso; o lo demostraría si este recurso no fuera demasiado a menudo el único que su educa-ción le ha dado, y si su educación no le hubie-ra también enseñado a no considerar como una degradación aquello que es la esencia de toda prostitución: el acto de entregar su per-sona a cambio de pan.

No se desprende de ahí que la mujer deba de hecho mantenerse a sí mis-ma porque esté capacitada para hacerlo: en nuestros días normalmente no lo hará. No es conveniente sobrecargar el mercado de traba-jo con un doble número de competidores. En un estado de cosas sano, el marido debería poder ganar con su solo trabajo todo lo ne-cesario para los dos, y no sería necesario que la mujer contribuyera a la mera obtención de lo que se requiere para mantenerse; redun-daría en beneficio de la felicidad de los dos el que su ocupación fuera más bien adornar y embellecer la vida. Salvo en la clase obrera actual, ésta será su tarea ordinaria, si es que tarea puede llamarse, puesto que se llevará a cabo mucho más siendo que haciendo.

Todos hemos oído lo que vulgar-mente se dice sobre que la tarea propia de una mujer es la administración de la casa y la educación de los hijos. Por lo que se re-fiere a la administración de la casa, si no se trata más que de cuidar de que los criados cumplan con sus deberes, eso no es una ocu-pación: cualquier mujer de alguna mane ra capaz de hacerlo lo puede hacer sin dedicar más de media hora cada día a este propósito en particular. No es como el trabajo de un jefe de oficina, al que sus subordinados traen el trabajo para que lo inspeccione cuando lo

5. El amante salta por la ventana mientras la adúltera dama se arrodilla a los pies del esposo. Éste los ha pillado in fraganti y recibe una

estocada mortal. 6. La viuda se envenena.

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han acabado: en la ejecución de los quehace-res domésticos los defectos se presentan ellos mismos para ser inspec cionados; la habilidad de la administración consiste en saber la ma-nera apropiada de advertir una falta cuando ocurre, y en aconsejar e instruir razonable-mente sobre cómo evitarla; y depende más del establecimiento de un buen sistema al principio, que de una con tinua y solícita vigi-lancia. Pero si se trata de que la señora de la casa tenga que hacer ella misma el trabajo de los criados, eso está bien y habrá que hacerlo cuando no existen medios para pagar cria-dos, pero en ningún otro caso.

En cuanto a la educación de los hijos, si se trata de instruirlos en las diferen-tes artes o las diferentes ramas del saber, es absurdo imponer esto a las madres. Absurdo en dos sentidos: absurdo dedi car la mitad de los seres humanos adultos a realizar en una pequeña escala lo que un número mucho menor de profesores podría reali zar por to-dos, consagrándose exclusivamente a ello; y absurdo dedi car a todas las madres a hacer aquello para lo cual unas personas están más capacitadas que otras y para lo cual la mayo-ría de las madres no están posiblemente tan preparadas como personas for madas para esta profesión. De nuevo aquí, cuando no hay medios para pagar profesores, la madre es el profesor natural; pero no es necesario tomar disposiciones especiales para este caso. Tanto si tiene que enseñar como si no, es conve-niente que la mujer sea instruida. Porque el saber es deseable por sí mismo; es deseable por su utilidad, por la satisfacción que da y por su embellecedora influen cia cuando no es cultivado hasta el punto de descuidar los otros dones. Lo que sabe lo podrá enseñar a sus hijos en caso de necesi dad; pero incluir esta tarea dentro de sus ocupaciones, tanto si puede hacer un trabajo mejor como si no, es absurdo.

La educación que en realidad de-ben dar las madres y que si no se recibe de ellas difícilmente se obtiene con un mínimo de perfección, es la formación de los afectos;

y, a través de los afectos, de la con ciencia y de la totalidad del ser moral. Pero esta precio-sísima e indis pensabilísima parte de la edu-cación no ocupa tiempo: no es un oficio, una ocupación, y una madre no la lleva a cabo sentándose durante una o dos horas con su niño para cumplir con su trabajo. La efectúa estando con el niño; haciéndolo feliz y, por lo tanto, haciéndolo estar en paz con todas las cosas; conteniendo las malas costumbres desde el principio y amando al niño y ha-ciendo que el niño la ame. No es mediante acciones particulares, sino imperceptible e inconscientemente, como hace que su carác-ter se transmita a su niño, que su niño ame lo que ella ama, venere lo que ella venera e imite, en la medida en que un niño puede hacerlo, su ejemplo. Estas cosas no las puede hacer un profesor a sueldo, y son mejores y más importantes que todas las demás. Pero, imponer a las madres lo que un profesor puede hacer, es un mero despilfarro de la magní fica existencia de una mujer llamada a un altísimo destino. Con res pecto a tales cosas, su función es cuidar de que se realicen correc tamente, no hacerlas ella.

La gran labor de la mujer debería ser embellecer la vida: cultivar, en atención a sí misma y a todos aquellos que la rodean, to-das sus facultades de la mente, del alma y del cuerpo; todas sus capacida des de recrearse y de recrear a los demás; y difundir belleza, ele gancia y gracia por doquier. Si además de esto la actividad de su naturaleza le exige una ocupación más activa y definida, no le será nunca difícil encontrarla: si ama, su impulso natural será asociar su existencia con la de aquel a quien ama y compartir las ocupa-ciones de él; y, si él la quiere (con ese amor de igualdad que es el único que merece el nom-bre de amor), ella se interesará natural mente tanto por sus ocupaciones y se familiarizará tan entera mente con ellas, como lo permita la más perfecta confianza que él le pueda otorgar.

Tales serán naturalmente las ocu-paciones de una mujer que ha cumplido con

lo que parece ser considerado el fin de su existencia, y que ha alcanzado lo que real-mente es el estado más feliz de la exis tencia, uniéndose a un hombre a quien ama. Pero tanto si es así como si no, las mujeres no serán nunca lo que deben ser hasta que, tan universalmente como los hombres, tengan el poder de ganarse su sustento y, por consi-guiente, hasta que los padres de cada chica le hayan dado medios de subsistencia inde-pendientes o le hayan dado una educación que la capacite para proveerse de esos medios por sí misma. La única diferencia entre los empleos de los hombres y los de la mujer será que aquellos que están más relacionados con la belleza o que requieren delicadeza y gusto más bien que esfuerzo físico caerán natu-ralmente dentro de la parte de la mujer: en parti cular, todas las ramas de las bellas artes.

Al considerar, pues, cuál sea la mejor ley del matrimonio, tene mos que supo-ner que la mujer ya es lo que debería ser en el mejor de los estados sociales: no menos capaz de existir independiente y respetablemente sin el hombre, que el hombre sin la mujer. El matrimonio, no importa sobre qué bases se haya establecido, sería enteramente una cuestión de libre elección y no, como ahora es para la mujer, algo casi absolutamente ne-cesario; algo, por lo menos, que cada mujer desea por motivos muy artificiales y que, si no lo alcan za, su vida es considerada un fra-caso.

Habiendo sentado estos supuestos y no siendo ya para la mujer ventajoso el he-cho de estar casada meramente por el motivo de estar casada, ¿por qué insistiría la mujer en la indisolubilidad del matrimonio, como si pudiera ser bueno para una de las partes la continuación del vínculo cuando la otra par-te desea su disolución?

Nadie niega que existen nume-rosos casos en que la felicidad de los dos aumentaría mucho mediante la disolución del matrimonio. Añadiremos que cuando la situación social de los dos sexos sea per-fectamente igual, un divorcio a favor de la

felicidad de una de las dos partes lo será también a favor de la felicidad de las dos. Única mente una persona sensual desearía mantener una conexión mera mente animal con una persona del otro sexo, a no ser que estuviera perfectamente segura de que esa otra persona la prefería a cualquier otra del mundo. Esta certeza no puede ser nunca del todo perfecta bajo la ley del matrimonio tal como ahora existe; sería, en cambio, casi absoluta, si el vínculo fuera meramente vo-luntario.

No solamente hay, sino que es inútil esperar que no haya siem pre, innume-rables casos en los que si pudiera disolverse el primer enlace formado, esto se haría, y debe-ría hacerse. Desde hace mucho tiempo se ha observado que, de todos los actos serios de la vida de un ser humano, no hay ninguno que se lleve a cabo ordinariamente con tan poca premeditación o consideración como aquel que es irre vocable y que tiene consecuencias más funestas que ningún otro acto de la vida humana si resulta un fracaso. Y esto no es tan asombroso como parece, puesto que la imprudencia, mientras per manezca el con-trato indisoluble, consiste simplemente en casarse. En efecto, una deliberación muy afa-nosa y cuidadosa pero hecha previamente al matrimonio, demuestra poco sentido común. El matrimonio es realmente lo que a veces se ha dicho: una lotería; y quienquiera que esté en condiciones de calcular las probabilidades con tranquilidad y valorarlas correctamen-te, no es de esperar que compre un número. Quienes se casan después de esmerase mu-cho en el asunto, normalmente no hacen más que comprar más cara su frustración. Pues en el matrimonio los fracasos son los que lógica mente deben acompañar a una prime-ra elección: los interesados son inexpertos y no pueden juzgar. Y no parece que este mal sea reme diable. Se permite que la mujer se entregue a sí misma por toda la vida a una edad en que no se le permite disponer de los más insig nificantes bienes inmuebles. ¿En-tonces, qué? Si la gente no se tiene que casar

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hasta que se haya vuelto prudente, raramente se va a casar antes de la treintena: ¿se puede esperar esto?, ¿o acaso hay que de searlo? Para orientar el juicio inmaduro, está el consejo de los padres y tutores: ¡Vaya seguridad! La úni-ca cosa que una chica puede hacer peor que casarse para satisfacerse a sí misma, es casar-se para complacer a cualquier otra persona. Por más paradójico que pueda sonar a los oídos de quienes se piensan que han adquiri-do la prudencia igual que los vinos adquieren calidad, mediante la conser vación, es sin embargo verdad que A, una persona común, puede saber mejor lo que es adecuado para su propia felicidad, que B, otra persona común, puede saber lo que es adecuado para la felici-dad de A. Los padres y las madres, tal como el mundo está organizado, no juzgan más sabiamente que sus hijos e hijas, sólo juzgan de una manera diferente; y teniendo los jui-cios de unos y de otros una con sistencia más bien común, o, mejor dicho, una fragilidad común, el propio yo de la persona tiene la ventaja de un número considerable mente mayor de datos a partir de los cuales juzgar, y además la de estar más interesado en la cuestión. Los necios dirán que estar inte-

resado en la cuestión inhabilita para decidir; pero es curioso que no distingan entre estar interesado en una causa como una parte lo está delante del juez, es decir, interesado en decidir en un sentido, sea justo o equivocado, y estar interesado como lo está una persona en la administración de sus propios bienes, interesado en decidir correctamente. Las partes mismas sólo tienen interés en hacer lo que está más a favor de su felicidad, mientras que los familiares pueden tener toda clase de intereses egoístas al inducirlas a casarse o a no casarse.

La primera elección, pues, se hace en condiciones muy desven tajosas. Por el mismo hecho de ser la primera, los interesados están necesariamente faltos de experiencia sobre la cuestión particular; por lo común son jóvenes (sobre todo la parte que tiene más peli gro de equivocarse) y, por consiguiente, normalmente inexpertos en el conocimiento y juicio del hombre y de ellos mismos; y, por últi mo, raramente se les ha ofrecido ni una sola oportunidad de obte ner un conocimiento real uno de otro, ya que en nueve de cada diez casos no han estado nun-ca uno en compañía del otro enteramente libres de coacciones o sin representar, cons-ciente o inconsciente mente, un papel.

Por lo tanto, hay muchas probabili-dades contra una en contra de la hipótesis de que una persona que requiere, o es capaz de mucha felicidad, hallará esta felicidad en una primera elección; y en una enorme propor-ción de casos la primera elección es tal que, no pudiendo ser revocada, únicamente amar-ga la existencia. Existen, pues, poderosísimas razones para permitir un cambio ulterior.

Lo que se puede decir a favor de la indisolubilidad, dejando la superstición apar-te, se reduce a que es muy deseable que los cam bios no sean frecuentes y que la primera elección sea, aunque no necesariamente, sí muy generalmente mantenida. Y que, con-siguientemente, deberíamos tomar precau-ciones, no fuera que, al dar facilidades para retractarse de una mala elección, fomentára-

mos la realización de tal elección con el pre-texto de que habría proba blemente ocasión para retractarse.

Es conveniente exponer con toda la fuerza posible los argu mentos que se pueden alegar en apoyo de esta opinión en cuestión.

Los repetidos intentos de felicidad, y los repetidos fracasos, tienen los más perju-diciales efectos sobre cualquier espíritu. Los espíritus más selectos se estropean y se has-tían de todas las cosas; su susceptibilidad se apaga o se convierte en fuente de amargura; y pierden la capacidad de contentamiento. En las naturalezas más comu nes los efectos pro-ducidos no son menos deplorables. No sola-mente se deteriora su capacidad de felicidad, sino que su moral se depra va: se extingue todo refinamiento o delicadeza de carácter, se mar chita todo sentido de deber particular o de sublimidad referente a la relación entre los sexos, y tales uniones llegan a considerarse con los mismos sentimientos con los que se vive ahora un lío amoroso pasajero.

Baste esto en cuanto a las partes mismas. Pero es que además de las partes hay que considerar también a los hijos, seres que depen den totalmente tanto para su felicidad como para su excelencia de los padres, y que a no ser en los casos extremos de flagrante inmo ralidad o de constantes riñas y discu-siones, deben ser mejor atendi dos, en los dos aspectos, si los padres permanecen juntos.

Es tan importante esta última con-sideración que estoy conven cido de que, si los matrimonios se pudieran disolver fácilmente, dos personas de diferente sexo que unen sus destinos, considerarían generalmente como su deber, si fueran sensatas, el evitar tener hijos hasta que hubieran vivido juntas du-rante un período considerable mente largo de tiempo y hubieran encontrado una en otra una feli cidad adecuada a sus aspiraciones. Si se observase este principio de moral, ¡cuán-tas de las dificultades del tema que estamos conside rando desaparecerían! Estar unidos los padres de un ser humano debería ser verdaderamente la última prenda del más

profundo, santo y deseable amor, ya que éste es un vínculo que, indepen dientemente de lo convencional, es ciertamente indisoluble; un vínculo adicional y externo, preciosísimo cuando las almas ya están indisolublemente unidas, pero simplemente oneroso mientras alguno de los dos considere como posible el que algún día deseen separarse.

Apenas se puede esperar, sin em-bargo, que todo esto sea seguido por nadie más que por aquellos que a la mayor eleva-ción y delicadeza de sentimientos unen la fuerza de la más circuns pecta reflexión. Si los sentimientos son obtusos, no se sentirá la fuerza de estas consideraciones; y si el enten-dimiento es débil o temerario, sea por defec-to inherente o por inexperiencia, las per sonas se imaginarán enamoradas por toda su vida con un ser per fecto, mientras que la realidad es muy de otra manera, y creerán que no arriesgan nada creando una nueva relación con aquel ser del que ya no se podrán desha-cer. Por lo tanto, las más de las veces suce-derá que cuando aparezcan circunstancias que induzcan a los padres a separarse, habrá

todavía se puede argüir otro argumento en

contra de la facili dad del divorcio, y es el

siguiente. la mayoría de las personas no tie nen

más que una mediana capacidad de felicidad.

Pero nadie la des cubre sin la experiencia e

incluso muy pocos la descubren a pesar de

llegar a tener esa experiencia; y la mayor par te

de las personas des cargan constantemente este

descontento, que tiene un origen inter no, en

cosas externas.

El señor William Hallet y señora por Thomas Gainsborough.

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hijos que sufrirán las consecuen cias de la separación. Y no veo cómo se puede superar entera mente esta dificultad, hasta que los usos de la sociedad admitan una comunidad de vida regulada, entre personas relacionadas íntimamente, lo cual evitaría la necesidad de una separación total de los padres incluso cuando hubieran cesado de estar unidos por un vínculo más estrecho que un mutuo bien-quererse y un común interés por los hijos.

Todavía se puede argüir otro argu-mento en contra de la facili dad del divorcio, y es el siguiente. La mayoría de las personas no tie nen más que una mediana capacidad de felicidad. Pero nadie la des cubre sin la experiencia e incluso muy pocos la descubren a pesar de llegar a tener esa experiencia; y la mayor parte de las personas des cargan cons-tantemente este descontento, que tiene un origen inter no, en cosas externas. De ahí que, esperando del matrimonio un grado mucho mayor de felicidad del que normalmente con-siguen, e ignorando que el fallo se encuen-tra en su escasa capacidad de feli cidad, se imaginan que serían más felices con alguna

otra persona, o, en todo caso, en su espíritu la frustración queda asociada con el ser en el que habían puesto sus esperanzas. Así es como se llegan a tener cierta aversión durante un tiempo, y durante ese tiempo se sentirían inclinados a separarse. Pero si permanecen unidos, al cabo de un tiempo desaparece el sentimiento de frustración y pasan la vida juntos con tanta felicidad como habrían po-dido encontrar sol teros o en cualquier otra unión, sin haber pasado por el deterioro de repetidos e infructuosos experimentos.

Tales son los argumentos para adherirse a la indisolubilidad del contrato. Y para caracteres como los que componen la gran mayo ría de la raza humana, es inne-gable que estos argumentos tienen un peso considerable.

No obstante, el peso no es tan grande como parece. En todos los argumen-tos antedichos se presupone tácitamente que se trata de escoger entre una prohibición absoluta del divorcio y una situación en la que las partes se separarían al más pasajero sentimiento de dis gusto. Pero ésta no es en realidad la alternativa. Si el divorcio llegara a ser tan libre, intervendrían en él el mismo sentido de res ponsabilidad moral y las mis-mas cohibiciones de la reputación que en cualquier otro de los actos de nuestra vida. En ningún estado social, a no ser aquel en que la opinión aprueba casi la promiscui dad sexual (y en el cual, por consiguiente, incluso el vínculo in disoluble no es prácticamente respetado), podría ser más que infa mante para cualquiera de las partes, especialmente para la mujer, cambiar frecuentemente o por motivos ligeros. Creo que en un esta do social medianamente moral se mantendría casi siempre la prime ra elección, especialmente cuando hubiera habido hijos, a no ser en caso de tal incompatibilidad de caracteres que hiciera realmente penoso a una o a las dos partes el vivir juntos o en caso de que uno de ellos se apasionara fuertemente por una ter-cera persona. En nin guno de estos dos casos

veo argumento suficientemente fuerte para convencerme de que la primera unión debie-ra ser enérgicamente mantenida.

No veo por qué la opinión no ten-dría que actuar con tanta efi cacia para im-poner las verdaderas normas de moral sobre estas materias, como actúa a la hora de impo-ner las falsas. Las definicio nes de castidad y de prostitución de Robert Owen son perfec-tamente tan simples y se fijan tan firmemente en la mente como las definiciones vulgares que relacionan las ideas de virtud y de vicio con la realización o la no realización de un ceremonial arbitrario.

Los argumentos, pues, a favor de la indisolubilidad del matri monio no son nada en comparación con los argumentos muchí-simo más potentes para dejarlo depender en cuanto a su permanencia, al igual que las otras relaciones voluntariamente contraídas por los seres humanos, de los deseos de las partes contrayentes. El más fuerte de todos estos argumentos es que solamente así po-drán la condición y el carácter de la mujer llegar a ser lo que deben ser.

Cuando las mujeres eran mera-mente esclavas, establecer un vín culo per-manente con sus amos fue un primer paso hacia su evolu ción. Ahora este paso ya está terminado, y en el progreso de la civi lización ha llegado el tiempo en que la mujer puede aspirar a algo más que a encontrar meramen-te un protector. La situación de la mujer sol-tera ya no es peligrosa y precaria, y la ley y la opinión común bastan, sin que sea necesaria ninguna protección especial más, para defen-

todavía se puede argüir otro argumento en

contra de la facili dad del divorcio, y es el

siguiente. la mayoría de las personas no tie nen

más que una mediana capacidad de felicidad.

Pero nadie la des cubre sin la experiencia e

incluso muy pocos la descubren a pesar de

llegar a tener esa experiencia; y la mayor par te

de las personas des cargan constantemente

este descontento, que tiene un origen inter no,

en cosas externas.

derla en circunstancias habituales del ultraje o de la investigación. En resumen, la mujer ya no es una simple propiedad, sino una per-sona que no se valora únicamente por el ma-rido o el padre que tenga sino por sí misma. Ahora está preparada para la igualdad. Es absurdo, empero, hablar de igualdad mien-tras el matri monio sea un vínculo indisolu-ble. Fue un cambio muy positivo, desde un estado en que todas las obligaciones recaían sobre el lado del más débil y todos los dere-chos sobre el lado del más fuerte físi camente, hasta la condición presente, en que las obli-gaciones están nominalmente repartidas por igual entre los dos. Pero esta igualdad no-minal no es una igualdad real. El más fuerte siempre puede exo nerarse, por completo o en gran parte, de todas las obligaciones que encuentra onerosas; el más débil, en cambio, no puede. El marido puede maltratar a su mujer, despreciarla y buscar otras mujeres, tal vez no del todo impunemente, pero ¿qué son las penalidades que la opinión le impo-ne comparadas con las que recaen sobre la mujer que, incluso siendo así provocada, se desquita de su marido? Quizá sea verdad que si el divorcio estuviera permitido, la opinión de la gente, con análoga injusticia, juzgaría a la mujer que recurriera a ese remedio más duramente que al marido. Pero en este caso las conse cuencias serían menores: una vez separados, ella sería comparativa mente in-dependiente de la opinión, mientras que en tanto perma nece fuertemente unida a uno de los que crean la opinión, debe ser en gran medida su esclava. ❖

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