dartigues andre el creyente ante la critica contemporanea

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  • Andr Dartigues .

    el creyente ante la crtica

    contempornea f

    %

    marova

  • ANDRE DARTIGUES naci en Berdoues (Gers),

    en 1934. Licenciado en Teologa

    y en Filosofa y Letras, diplomado en la

    Escuela Superior de estudios filosficos, sacerdote,

    fue profesor en el Seminario Mayor de Auch

    y capelln de la Iglesia universitaria y de los Equipos de Enseantes de la dicesis.

    Desde 1969 ensea historia de filosofa moderna

    y contempornea en el Instituto Catlico de

    Toulouse. A travs de sus trabajos

    y sus cursos demuestra gran inters por el pensamiento

    alemn del siglo XIX y XX, as como por las

    cuestiones que le plantean a la teologa las corrientes filosficas contemporneas.

    El CREYENTE ante la crtica contempornea

  • creer

    comprender coleccin dirigida por

    Antonio Caizares Luis Maldonado Juan Martn Velasco

    El CREYENTE ante la crtica contempornea

    Andr Dartigues

    Ediciones Marova, S. L. E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16

  • Cubierta diseada por Jos Ramn Ballesteros.

    Traduccin realizada por Felipe Martn.

    Con las debidas licencias.

    Depsito legal: M. 30251.1981. ISBN 84-269-0434-3.

    EDITIONS DU CENTURIN, 1975 EDICIONES MAROVA, S. L., E. Jardiel Poncela, 4, Madrid-16 (Espaa), 1981.

    Reservados todos los derechos.

    Printed in Spain. Impreso en Espaa por Grficas Halar, S. L, Abdn Terradas, 4, Madrid-15, 1981 (11-81).

    PREFACIO

  • Las reflexiones que siguen no pretenden en forma alguna ofrecer una exposicin sistemtica sobre la naturaleza y el con-tenido de la fe cristiana. Dicho contenido se da aqu por supuesto y aunque es necesario reelaborarlo y profundizarlo sin cesar, otros trabajos se encargan de hacerlo con la suficiente amplitud. Lo que nosotros nos proponemos abordar es una cuestin a la que todo creyente es hoy especialmente sensible y desde la que intenta replantearse su fe; es sta: Bajo qu condiciones es posible la fe cristiana hoy?

    Entre dichas condiciones, hay unas que afectan a la natura-leza misma del acto de fe, no son especficas de una poca cul-tural concreta: son las condiciones que hacen relacin directa a aquella disponibilidad de la inteligencia y del corazn sin la que es difcil que la Palabra pueda penetrar, siendo entregada a los pjaros, como aquel grano de semilla que cay sobre el camino de la parbola evanglica. Otras, sin embargo, son propias de una poca determinada, guardan relacin con un contexto cul-tural y social: son stas las que van a acaparar nuestra atencin. Indudablemente estas condiciones en cuanto tales varan de un pas a otro y sobre todo de un continente a otro: lo que puede ser vlido aplicado a Espaa no tiene por qu serlo igualmente para la China o la India. Queda fuera de nuestro objetivo, por tanto, el querer abarcarlas todas. Somos conscientes, pues, de las limitaciones tanto espaciales como temporales de las contesta-ciones de la fe que vamos a intentar analizar.

    Por otra parte, el contexto temporal y espacial que a nos-otros nos ha tocado vivir es un contexto muy concreto. La di-ficultad de creer adquiere dentro de l un tinte particular, te-

    9

  • niendo en cuenta cmo es la sociedad a la que pertenecemos y cmo ha evolucionado el pensamiento que la sustenta tal como queda reflejado en su antropologa o en su filosofa. A este res-pecto creemos vislumbrar una fuerte crisis de la afirmacin, no de cualquier afirmacin, sino de una afirmacin fundamental que podamos denominar metafsica, ya que su terreno es el Ab-soluto. No existe ya el Absoluto? Ha quedado ms bien des-plazado? A este propsito nos ha asaltado con una claridad un poco confusa y teida de pesimismo la idea de la muerte, bien sea de la muerte de Dios o de la muerte del hombre, como se prefiera, ya que constituyen el trasfondo o el contrapunto necesario de todas las afirmaciones esenciales en torno a las cua-les se ha edificado nuestra cultura occidental y el pozo de donde la fe ha sacado sus formulaciones. Ni que decir tiene que este resurgimiento de la idea de la muerte de Dios no pone en la picota una fe especfica y particularla poca del anticristia-nismo es ya una poca pasadasino ms bien la misma idea de creer en general, incluso aquellas que fueron propuestas como sucedneas de un cristianismo fallecido.

    Tal vez se tenga la impresin de que con estas nuevas co-rrientes de pensamiento no hemos recorrido el camino que con-vena: bien porque parezca excesivamente corto, habindonos li-mitado solamente a sobrevolarlo sin dar una idea suficiente y adecuada de la riqueza de sus anlisis; o bien porque resulte a otros excesivamente largo, haciendo perder el tiempo a una fe cristiana que lo nico que requiere es que se la reafirme sin ms. La dificultad est en que se pensamiento moderno, crtico o analtico, no se sita como en otro tiempo en la sintona de las afirmaciones de fe. En la antigua apologtica tanto la fe como su negacin sintonizaban, se situaban una frente a la otra (como puede verse, por ejemplo, en el siglo XVIII con la confrontacin entre los diccionarios filosficos de los enciclopedistas y los anti-diccionarios de los defensores del cristianismo). La discu-sin sobre las verdades de la fe tena desde el punto de vista del sujeto una comn longitud de onda, tanto para los ata-cantes como para los defensores de la fe. El pensamiento crtico actual, sin embargo, ha abierto una brecha profunda, en cuyas races se encuentre tal vez ciertos vestigios del lenguaje de la fe, pero con el que no tiene nada que ver, tal como se desarrolla

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    y discurre en la actualidad. De ah que no nos quede ms recurso que observar hacia dnde desemboca esa brecha abierta y pre-guntarnos si ha conseguido socavar la fe hasta su derrumbamiento.

    A veces este tipo de problemtica irrita a algunos creyentes que confiesan estar ya hartos de esas puestas en cuestin que otros creyentes aceptan demasiado alegremente y a la ligera, sin pensar o caer en la cuenta que son fenmenos de un espacio geogrfico y de una situacin determinada. Nunca, sin embargo, se ha dicho que la fe sea algo cmodo, que no suponga, una vez recibida, una trabajosa tarea para el pensamiento y la razn. La tarea que hoy se le impone al creyente que reflexiona no es exactamente la misma de ayer, ni evidentemente la misma del futuro. Es la suya, la de su poca; basta con que la asuma con nimo y confianza.

  • I EN BUSCA DE UN ESPACIO

    DE CREDIBILIDAD

  • Nuestro tiempo est bajo el signo de la huida de los dioses, segn aquel conocido himno de Holderlin: Cuando todo se acabe, cuando la luz se apague, el sacerdote ser el primero que caiga, pero su templo, la iconografa y el rito le seguirn, fieles, al pas de las Sombras, y ningn resplandor subsistir. Como el humo dorado que sube de las antorchas funerarias, una leyenda sobrevivir y cubrir de nubarrones nuestros espritus dubitan-tes 1. Desaparicin de la luz y permanencia de la leyenda. Una ojeada a a fe cristiana de hoy puede darnos a impresin de que en muchos sectores lo que en otro tiempo sirvi para iluminar la vida ha quedado reducido actualmente a un puro y piadoso souvenir. Evidentemente se seguir hojeando con respeto los libros de viejas estampas, como belleza conservada y como sello vetusto de nuestra cultura y nuestra historia, pero en plan retro, como algo perteneciente al pasado, como esas historias bellas que son las leyendas.

    Es ms, tanto ms bellas sern cuanto menos tiles y verda-deras sean. Lo mismo que esos viejos instrumentos agrarios col-gados como inservibles o esos venerables documentos protegi-dos tras las vitrinas de los museos. Se leern un da los Evan-geliosporque se seguirn leyendocomo se lee actualmente a Homero? De todo aquello que se tuvo como verdadero durante una cierta poca no se conservar ms que la fumata dorada por no ser ms que un momento transitorio dentro de la historia de la conciencia humana? Se podra incluso decir que mientras fuese contestado, mientras provocase persecuciones del signo que

    1 HOLDERLIN, Germania.

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  • fuesen, el cristianismo estaba vigente, aunque fuese signo de contradiccin. Pero si lo nico que se conserva de l es su pa-siva belleza y si lo nico que provoca es nostalgia, entonces es que su hora ha pasado, que ha comenzado otra poca en la que ya nadie puede temer nada de l. Hoy nos quedamos maravillados ante las estatuas del Zeus olmpico, pero nos remos de su ra^o. No se puede, pues, eludir la cuestin de saber si el cristianismo y la fe que le define son verdaderos tambin para el futuro y para siempre o si solamente es vlido para una poca, una poca que comenz con el apogeo del Imperio romano y que acab alrededor del ao 2000. Asistiramos en este caso a las ltimas irradiaciones de un da que no volver.

    Esta cuestin fue evocada por Marx a propsito del arte y la poca griega, pero no hay duda de que el cristianismo era para l tambin un fenmeno del mismo tipo. Un hombre no puede hacerse nio sin hacerse al mismo tiempo pueril, Pero no goza con la ingenuidad del nio? Y no debe esforzarse por reproducir su verdad y autenticidad, aunque a un nivel ms elevado?.. . Por qu motivo la irreversibilidad de aquella infan-cia histrica de la humanidad, en todo su bello esplendor, no va a seguir ejerciendo una atraccin eterna?. . . Los griegos fue-ron ciertamente unos nios; el encanto que seguimos encon-trando en sus obras de arte no tiene por qu quedar contrariado u oscurecido por el hecho de que fuese una etapa de la huma-nidad ya superada y caduca. Precisamente eso es lo que refleja su arte; el resultado inseparable de aquella ideologa y de aquel estado de inmadurez social en que surgi y que ya indudable-mente no volver a darse 2.

    Transferidas del helenismo al cristianismo estas observaciones de Marx dan pie a las siguientes cuestiones: Las condiciones de posibilidad de la fe cristiana no son en el fondo unas condi-ciones puramente hstrico-sociales que, una vez superadas, hacen que en adelante la fe cristiana sea inadmisible por caduca? Y si a pesar de todo, la fe subsiste, cul es subsuelo en el que se enraiza? Cmo puede a la vez nacer en la historia y hundir sus races ms all de la historia, de suerte que no se confunda con las formas perecederas de esta ltima cuya subsistencia es

    2 K. MARX, Introduccin a la Crtica de la economa poltica.

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    meramente memorstica? Si as formuladas resultan un poco abstractas estas cuestiones, vamos a intentar precisarlas y formu-larlas de otra forma.

    Notamos en primer lugar que no es suficiente con la mera formulacin de los enunciados de la fe, tal como se expresan por\ ejemplo en un Credo, para que se d realmente fe, es decir, para que el espritu se adhiera a dichos enunciados y los haga propios. Muchos no creyentes leen y releen los textos en los que se expresa y refleja el cristianismola Biblia, por ejemplo y no se sienten identificados con ellos. Pueden mostrarse inte-resados, emocionarse incluso con ellos, sin que por ello dejen de considerarlos como documentos puramente humanos. Pinsese en la forma en que Montherlant supo hacer vibrar ciertas fibras del ms puro espritu cristiano sin sentirse en absoluto personal-mente identificado con ellas. El hecho, pues, de que se pueda uno ocupar del contenido de la fe sin sentirse creyente establece una cierta distancia entre la expresin y la adhesin que conviene analizar. Sera de mal gusto medir dicha distancia en trminos exclusivamente morales, convirtiendo al no creyente en un ser culpable, pues en ese caso el masivo incremento de la increencia, convertido en un fenmeno de civilizacin3, nos obligara a tachar de esa forma a mucha gente. Por otra parte, desde el punto de vista del creyente dicha distancia es percibida y vivida con cierto embarazo o incomodidad al tener que dar cuenta del contenido exacto de su fe: al ser sta siempre la fe de la Igle-sia y al comportar siempre una serie de proposiciones que es preciso afirmar sin rodeos, el creyente se siente ms de una vez en aprietos hasta el punto de silenciar aquellas verdades ms chocantes con los tiempos que vivimos. Una encuesta relativa-mente reciente puso en evidencia que un punto tan capital para el cristianismo como la resurreccin se haba convertido para un gran nmero de catlicos en un punto dudoso 4 . Si denomina-

    s Cf. a este respecto Georges MOREL, Problmes actuis de religin,

    Pars, Aubier-Montaigne, 1968. Dios: Alienacin o problema del hombre?, Madrid, Marova, 1970.

    4 Sondeo aparecido en la revista Le Plerin du XX sicle del 28 de oc-

    tubre de 1973: Entre los catlicos practicantes, el 13 por 100 piensa que no hay nada despus de la muerte, el 31 por 100 cree que habr algo y el 49 por t00 (uno de cada dos) afirma la existencia de una vida nueva. Entre los catlicos no-practicantescuyo nmero es muy elevado en Fran-

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  • mos espacio de credibilidad a ese campo mvil que separa al sujeto creyente de los enunciados a los que debe prestar adhesin, la pregunta que nos hacemos es sta: Qu ha ocurrido en dicho espacio desde hace unos cien aos para ac para que lio creble devenga increble? Estar el hombre en vas de cambiar de espacio y de medio, como aquellos anfibios que salieron/del agua para inaugurar la aventura terrestre, siendo el ateo / del siglo xx el mutante de la nueva especie? As expresada, la pre-gunta es un eco de aquella proclama de F. Nietzsche: El ms grande de los ltimos acontecimientosa saber: que Dios ha muerto y que la fe en el Dios cristiano se ha hecho increble comienza ya a extender sus primeras sombras sobre Europa 5.

    LA FE Y LA ANTIGUA CONFIGURACIN CULTURAL

    Determinar en qu sentido ha podido modificarse el espacio de credibilidad presupone que se haya previamente delimitado y precisado su antigua configuracin. Esa delimitacin haba que-dado ya trazada por San Anselmo en su clebre programa sobre la inteligencia de la fe (intellectus fidei). No se trata efectiva-mente de llegar a la fe partiendo de una argumentacin, como si los enunciados de fe fuesen demostrables; la fe es un don y don previo sin el que no es posible una comprensin autntica de lo que dicha fe afirma: no se trata de comprender para creer, sino de creer para comprender. Aunque ese compren-der es siempre algo intrnseco de la fe y no puede jams pro-ducirse sin ella, no es menos cierto que exige tambin una credibilidad plausible de esa misma fe, un sentido que San An-selmo denomin vatio fidei y que sera perceptible tanto desde el exterior cpmo desde el interior. Dicho sentido podra, pues, constituir el terreno en el que podran encontrarse cristianos y no-cristianos: Aun cuando estos ltimos buscan la ratio preci-samente porque no creen y nosotros, por el contrario, porque

    cael 8 por 100 cree en una vida nueva, el 31 por 100 en la existencia de 'algo' y el 48 por 100 (uno tambin de cada dos) estiman que no existe nada despus de la muerte. 5

    El Gay saber, Narcea, S. A. de Ediciones, Madrid, pg. 347.

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    creemos, el objeto de nuestra bsqueda, sin embargles el mis-mo, nico 6.

    \ La actualizacin de esa formulacin estara, como observa Hj Bouillard, en la bsqueda de un criterio de credibilidad ba-sado justamente en su carcter de comunicabilidad. Una de las caractersticas de la situacin religiosa de nuestro tiempo, debido a U presencia masiva del atesmo y al ineludible encuentro de las religiones no cristianas, est en que el pensamiento cristiano no puede desplegarse ya sin entrecruzarse con las convicciones y razones que se le oponen 7. San Anselmo no indica que ese entrecruzarse sea una especie de reflejo de autodefensa, revestido con las tpicas radicalizaciones apologticas, sino ms bien como una bsqueda comn en la que cristianos y no cristianos, cre-yentes y no creyentes, podran comunicarse. El espacio de credi-bilidad se convertira, pues, en un espacio de comunicabilidad, en el que se inscribira tanto la postura fiduciaria del creyente como la del no creyente, pero sin que supusiese merma alguna en la posibilidad y libertad del creyente para asegurar y confir-mar su propia fe, con toda la riqueza de una mayor comprensin de fe que de ah resultara.

    Respecto a la configuracin de dicho espacio, ni que decir tiene que ha variado mucho a lo largo de los siglos, de acuerdo con las diversas conexiones que la fe ha mantenido con las di-versas culturas ambientales. Sera, pues, una ingenuidad verlo como algo uniforme: toda evolucin cultural, al modificar el campo de la razn, modifica de rechazo la misma forma de inte-ligibilidad de la fe. Pinsese, por ejemplo, en la gran revolucin que se produjo en el siglo xin en las universidades de la cris-tiandad con el redescubrimiento de Aristteles y de la que surgi la poderosa sntesis tomista. Que incluso en pocas de fe pro-funda, sta no pueda permanecer como algo pasivamente recibido sino que exija una perpetua confrontacin con la razn, queda testimoniado por aquel dialctico excepcional que fue Abelardo: Est claro que mientras los hombres son nios pequeos, que no han alcanzado la edad de la discrecin, siguen siempre las creencias y los hbitos Se vida de las personas con las que con-

    6 Cur Deus homo, I, 3.

    7 H. BOUILLARD, Comprendre ce que l'on croit, Pars, 1971, Aubier Mon-

    taigne, pg. 29.

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  • viven y sobre todo de las personas ms queridas. Pero una vez que son adultos y que pueden seguir su propia decisin, no es ya al juicio de los otros sino al propio juicio al que tienen que confiarse 8. Hacerse adulto en la fe supone el afrontar la njo-vedad de las ciencias y de las filosofas desde una perspectiva de fe que, lejos de quedar disuelta con esa confrontacin, queda ms bien fortalecida. E, inversamente, desde la perspectiva de cualquier postura filosfica nueva que se haya podido asimilar habr que afrontar el misterio de la fe, lo mismo que Jacob se enfrent con el ngel, aun a riesgo de salir malparado. El tes-timonio de todos los grandes pensadores medievales pone de manifiesto que su fe, por fuerte que fuese, nunca fue fcil ni infantil.

    Es preciso adems que los interrogantes surjan tambin desde el interior mismo de la fe. No solamente porque el creyente vive su fe en una bsqueda constante de una mayor comprensin o inteligibilidad de la mismaen este sentido la frmula de San Anselmo es vlida para todas las pocas, sino porque la ex-presin de la fe ha modelado el espacio cultural en el que surge cualquier nueva ideologa. La Iglesia, incluso despus de los im-pactos del Renacimiento y de la Reforma, mantendr por mucho tiempo la nostalgia de aquella poca en la que, al transmitir la fe, transmita tambin los conocimientos en los que se vehicu-laba. De esa forma fue cmo la filosofa, como sntesis simblica de todos los conocimientos naturales, qued durante mucho tiem-po impregnada del contenido de la Biblia y de la Tradicin cris-tiana. El (Anselmo) hereda de los Padres de la Iglesia, para quienes la revelacin bblica supona una culminacin de toda la filosofa de los griegos, filosofa, no lo olvidemos, que en s misma, en su esencia, era teologa 9.

    Indudablemente Santo Toms distinguir con claridad la filo-sofa de la teologa, pero esa distincin no es una separacin: la primera sigue estando respecto a la segunda en una relacin de subordinacin, como la ancilla segn la clsica expresin. Es de destacar cmo la sntesis teolgica que Santo Toms rea-liza, basada en los enunciados indemostrables de la fe, sigue

    8 Citado por M. D. CHENU, La Foi dans l'intelligence, Pars, 1964,

    Le Cerf. 9 H. BOUILLARD, obra citada, pg. 29.

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    \siendo, no obstante, la ciencia suprema y la ms englobante, bajo la cual quedan situadas necesariamente las ciencias subalternas. Al tratarlos (los artculos de la fe) como notificaciones transmi-tidas por una ciencia superior, la ciencia que Dios tiene de s m^smo, Santo Toms los considera como tales aptos para poder proveer de luz a la ciencia subalterna del fiel creyente. Es el mismo caso de la ptica que se subordina a la fsica general, aceptando, sin demostrarlos por su propia cuenta, los principios que le proporciona el fsico. La teologa no es ms que la sn-tesis mximade lo que nadie puede extraarse, ya que se trata de Dios y su creaturadel orden general de las disciplinas del saber. La fe es el lugar espiritual y lgico de la subalternacin 10. En su leccin inaugural de la Universidad de Pars (1256) Santo Toms abord tambin este problema, ilustrando ese enraiza-miento de la ciencia en la fe a partir de un versculo del salmo 103, de tus altas moradas abrevas las montaas: Por eso, dice, la comunicacin de la verdad es descrita aqu con la metfora de las cosas materiales: la imagen fsica de la lluvia cayendo de las nubes, formando ros que fecundan la tierra. Del mismo modo la luz divina ilumina el espritu de los maestros y doctores, me-diante cuyo ministerio es difundida posteriormente en la mente de los hombres n .

    La imagen de un saber que se remonta a su fuente divina deja traslucir por transparencia, y no por correspondencia, una estructura jerrquica en la Iglesia, presente e influyente a su vez en todos los sectores de la vida social. No se trata tampoco aqu de que dicha estructura sea algo inmvil e incontestado. Mien-tras al comienzo del siglo x m Joaquim de Flore anuncia la era del Amor que deba traer consigo una disolucin de todas las instituciones eclesisticas, hs rdenes mendicantes, en ciertos mo-mentos identificadas y condenadas junto al Evangelio eterno del monje calabrs, tratan de insuflar una nueva vida a sus ins-tituciones. El conflicto entre la vida y la estructura, entre la mstica y el dogma, es una rplica de la tensin entre la razn y la fe. Pero as como la tensin entre la razn y la fe queda re-suelta con la misma fe, as tambin el conflicto entre la mstica

    10 M. D. CHENU, obra citada, pg. 121.

    11 Citado por M. D. CHENU, Saint Tbomas d'Aquin et la thologie,

    Pars, 1959, Le Seuil, pg. 84.

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  • y la estructura se resuelve en la Iglesia, que queda con ello re-novada y fortalecida. I

    Todos sabemos que dicho equilibrio no durar indefinidameri-te: la Reforma reabrir de nuevo esos conflictos, que tendrn ya una solucin menos armoniosa y mucho ms dolorosa. Lo qe se pondr fundamentalmente de relieve en dicha solucin desde el punto de vista catlico ser precisamente el rol, tan contestado por los reformadores, de la estructura jurdica y social de la Iglesia. A partir de entonces, el espacio o contexto en el que crece y se desarrolla la fe se escinde en regiones y mbitos apa-rentemente incomunicables entre s. Para unos, lo importante, por encima de todo, ser el misterio y la secreta comunicacin que Dios hace de su vida al espritu humano; la fe es una luz infusa, gracia mstica ya, que los dones del Espritu Santo se encargarn de desarrollar. Para otros, la fe es ante todo docili-dad a una enseanza recibida, en la que la autoridad de la Igle-sia es una autoridad comisionada por el Maestro para proponer las verdades reveladas: obedecer ser la actitud primordial del fiel 12. Desde el punto de vista catlico, pues, el espacio de credibilidad tiende a coincidir con el de la autoridad de la Igle-sia. La dificultad de creer queda, por tanto, circunscrita a la adhesin a esa autoridad, como lo testimonian, desde el comienzo ya de nuestro siglo, las formulaciones de los prembulos de la fe de los manuales de teologa.

    Se presupona que se haba alcanzado ya el poder demostrar en filosofa la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Los tratados apologticos pretendan demostrarnos mediante la historia evanglica que Jess haba sido el enviado de Dios para aportar a los hombres la revelacin sobrenatural y la salvacin y que haba confiado ese depsito a la Iglesia instituida por l. Establecida, pues, de esa forma la autoridad divina de la Iglesia, todo hombre tena la obligacin de acoger su enseanza, de reci-bir en la fe los dogmas y los preceptos por ella presentados 13.

    Determinadas corrientes teolgicas, preocupadas por hacer ms estrechos an los vnculos entre la Iglesia y las verdades de fe, subordinaban en efecto la adhesin a dichas verdades a la obe-

    12 M. D. CHENU, La Foi dans l'intelgence, obra citada, pg. 22.

    13 H. BOUILLARD, obra citada, pg. 15.

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    diencia al magisterio eclesistico. Una tal preocupacin poda en el fondo significar que la fe es ante todo fe de la Iglesia y que como tal no poda quedar disuelta en la mera opinin personal. Pero subordinar tan rgida y excesivamente la adhesin del cre-yente a la obediencia al magisterio conduca a no hacer de esa adhesin ms que un gesto de obediencia. La Iglesia no era ya solamente la depositara cualificada de la revelacin, se converta ms bien en el motivo del asentimiento de fe. El creyente, desde el momento en que se adhera a la Iglesia, poda, al parecer, des-interesarse sin ms del contenido de s fe; o al menos reducir a una mera adhesin social, sin que tuviese necesidad de ulterio-res penetraciones, la aceptacin de las verdades reveladas por Dios: Una fe implcita, como se deca, bastara para vivir como cristiano, aunque se ignorase la Encarnacin de Cristo o la exis-tencia del Verbo en Dios 14.

    Delegar de esa forma en la Iglesia en cuanto a los contenidos de fe, sin examinarlos ni asumirlos personalmente, puede supo-ner una solucin de seguridad ante la avalancha y pluralismo de nuevas ideas que va a caracterizar a nuestro tiempo. Pero no supone eso en el fondo mantener la fe de los fieles en un estado de inmadurez prolongada y hacerla cada vez ms frgil para cuando llegue el da en que indefectiblemente va a tener que afrontar la prueba de las nuevas situaciones y concepciones ideolgicas?

    NUEVOS CONDICIONAMIENTOS SOCIALES

    Podramos resumir la novedad de la situacin actual de la siguiente forma-. La fe, y la Iglesia que debe conservarla y tes-timoniarla, no segregan ya el espacio socio-cultural que aseguraba su credibilidad. Es como si ahora al espacio de credibilidad le sucediese un espacio de incredibilidad. La increencia, como con-secuencia, que se presentaba como una anomala antes, durante el perodo de cristiandad, tiende ahora a convertirse en norma mientras que la creencia religiosa comienza a aparecer como ex-cepcin que subsiste a contracorriente del espritu del tiempo.

    14 M. D. CHENU, obra citada, pg. 23.

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  • Indudablemente una afirmacin de ese tipo debe ser matizada: porque si la fe no respira ya la atmsfera que ella misma antes segregaba, su persistencia es un testimonio de su capacidad de adaptacin a nuevos ambientes socio-culturales. Por otra parte, lo que hemos denominado espacio de incredibilidad es algo de-masiado indefinido y proteiforme como para aceptarlo como rasgo decisivo y definitorio de las civilizaciones del maana. Est claro, sin embargo, que se ha abierto camino una crisis sin precedentes, en la doble referencia que fundamenta la fe: en la referencia a la Iglesia, con la dimensin sociolgica que implica; y la refe-rencia a Dios con el contexto cultural en el que dicha referencia qued conceptualizada.

    Que la fe no pueda ya descansar sin ms en las instituciones, que debe ser algo ms que una simple obediencia pastoral e irre-flexiva, es algo que ha sido demasiadas veces subrayado ya para volver a insistir en ello. La definicin que Santo Toms da del acto de creer, pensar algo prestndole su asentimientodefini-cin que toma de San Agustnsupone que se d igual impor-tancia al pensar que al consentir. Y aunque es verdad que el contenido al que la fe presta su consentimiento es un contenido recibido de la Iglesia y en la Iglesia, y aunque es igualmente ver-dad que se puede ser creyente sin ser telogo, tambin es verdad que la fe va referida a un contenido que tiene que ser asimilado de una forma personal y propia. Por eso la adhesin a las ins-tituciones no reemplaza nunca la adhesin a Dios que caracteriza toda fe viva: las instituciones estn al servicio de la fe; no pue-den nunca reemplazarla. De lo contrario, tendra razn aquella terrible denuncia de Loisy: El dogma cristiano, en descomposi-cin, no es ya el apoyo y sostn de las instituciones religiosas; son las instituciones religiosas las que codo a codo sostienen las creencias religiosas 15.

    Desde el momento, sin embargo, en que las instituciones son ms que cuestionadas, no basta con declarar que el vnculo entre la fe y las instituciones es ms dbil que lo que pensaban los tericos de la fe implcita para que queden soslayadas todas las dificultades. Porque se quiera no cualquier modificacin profunda que afecte al cuerpo social de la Iglesia repercute inevitablemente

    15 A. LOISY, Memoires, t. III, pg. 217.

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    en las consciencias de los creyentes. En cuanto menos se identifica una planta con el humus o el clima del que se nutre, tanto ms resentir y padecer en su vitalidad cualquier modificacin o alteracin qumica o climtica de sus elementos, de su bio-tipo. En nuestro caso concreto, si el acto de fe es adhesin a un contenido de pensamiento, todo cambio que afecte a las con-diciones subjetivas de dicha adhesin repercute sobre el contenido conceptual al que se adhiere. Las condiciones psicolgicas y so-ciales de la fe no pueden modificarse sin que quede afectado el contenido mismo de la fe. Es ese proceso de complicada evolucin que se ha intentado definir con el trmino ampliamente vulga-rizado de secularizacin.

    No viene al caso ahora reavivar el debate que dicho trmino suscit, pero s tratar de circunscribir, a partir de los hechos que provoc, ese espacio de incredibilidad que hace crecer en torno a la fe una especie de desierto. El fenmeno de la secularizacin se define esencialmente a partir de la nocin de autonoma: Se entiende por secularizacin al fenmeno segn el cual las reali-dades constitutivas de la vida humana (realidades polticas, cul-turales, cientficas...) tienden a establecerse en una autonoma cada vez ms grande respecto a las normas y a las instituciones de carcter religioso o sagrado 16. Hacerse autnomo es eman-ciparse de una ley exterior y constituir o descubrir por s mismo las propias normas. Pues bien, es relativamente fcil delimitar los sectores del pensamiento y de la accin humana que han conse-guido elaborar sus propias normas al margen de las religiones consideradas como instancias reguladoras. Es evidente que dicha independencia se produjo ante todo en sectores que tenan una tcnica propia de funcionamiento, como la industria y ms am-pliamente la economa: La religin se detiene a las puertas de las fbricas. Pero tambin la organizacin poltica se ha ido definiendo poco a poco sin referencia religiosa alguna, cuando no lo ha hecho con referencias antirreligiosas. Como la industria y la economa, el Estado no tiene tampoco necesidad de recurrir a la religin para su propio funcionamiento; un recurso seme-jante no podra por menos de ser considerado como regresivo.

    16 R. MARL, El Cristianismo ante la prueba de la secularizacin, en

    tudes, enero, 1968, pg. 62.

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  • Las fuerzas que estn en la trastienda de este proceso distan mucho de ser fuerzas misteriosas. Tienen su origen en los pro-cesos de racionalizacin liberados por la modernizacin (es decir: por la instauracin en primer lugar de un orden capitalista, y posteriormente de un orden socio-econmico industrial) en la so-ciedad en general y en las instituciones polticas en particular. Los 'territorios liberados' los sectores secularizados de la sociedad ocupan un lugar tan central dentro y en torno a la economa capitalista e industrial que toda tentativa de 'reconquista' en nombre del tradicionalismo poltico-religioso comprometera todo el funcionamiento de dicha economa 17. Las nociones de racio-nalizacin, modernizacin... es evidente que tienen, desde la filo-sofa del siglo de las Luces, una connotacin de oposicin a la religin por arcaizante y obscurantista. Tampoco hay que simpli-ficar este proceso uniendo el epteto capitalista al trmino eco-noma: la mayor parte de las alternativas socialistas realizadas hasta ahora no solamente consideran cualquier referencia reli-giosa como caduca, sino que la rechazan positivamente.

    Para resumir digamos: en el transcurso de las pocas ante-riores, la religin legitimaba (segn una frmula de Max Weber) las estructuras de una sociedad dada proponiendo una visin del mundo tal que salir del mundo tal y como estaba definido por la religin era perderse en las tinieblas del caos, en la anomia y eventualmente en la locura 18. Hoy, al menos en las socie-dades industriales, esas estructuras se determinan mediante una lgica propia, funcional, a la que le es indiferente que los miem-bros del cuerpo social se definan como creyentes o no-creyentes.

    Una de las consecuencias inmediatas de esta emancipacin de las estructuras sociales es la de disminuir el poder de coaccin que en otro tiempo podan ejercer sobre las conciencias las ins-tituciones religiosas. Puede que no haya que seguir hasta sus ltimas consecuencias los anlisis de Berger, segn los cuales las iglesias habran pasado de una situacin de monopolio a una situacin concurrente de mercado, porque una Iglesia es algo muy distinto a una empresa que produce y vende su mercanca religiosa. La analoga, sin embargo, pone de manifiesto un he-

    17 Peter BERGER, La Religin dans la conscience moderne, Pars, 1973,

    Le Centurin, pg. 210. 18

    lb'idem, pg. 215.

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    cho importante, y es que si la institucin religiosa no se impone ya a los individuos como algo necesario e inevitable, la verdad que les propone tiende tambin a perder su carcter de necesidad y por tanto, subjetivamente, de su evidencia. Subjetivamente el hombre de la calle tiene una inclinacin a poner en duda los contenidos religiosos. Objetivamente el hombre de la calle se enfrenta con una gran diversidad de religiones y de otras instan-cias que pretenden definir y conceptualizar la realidad, con una pluralidad, pues, de modelos que se disputan su adhesin o al menos su atencin, pero ninguno de ellos est en situacin de forzar su adhesin 19.

    Las religiones, por consiguiente, an conservando su pro-psito de definir la realidad de una forma global y de modelarla, tienden a no dirigirse de hecho ms que a un sector privado, gru-pos restringidos, familias, individuos. Incluso aqu hay que aadir que dicho sector privado es frgil en cuanto transmisor y media-dor de la fe religiosa: la educacin religiosa recibida en la familia o en la escuela por parte del nio, queda rpidamente afrontada con un abanico de modelos socio-culturales extraos que la ponen en cuestin. David Riesman analiz ese fenmeno mediante la nocin de extro-determinacin que corresponde al tipo de so-ciedad y de individuo definido por la sociedad industrial avan-zada. Todos los extro-determinados tienen en comn que la ac-titud del individuo est orientada y canalizada por la de sus con-temporneoslos que conoce personalmente e incluso los que slo conoce de una forma indirecta, mediante la mediacin de un amigo o de las comunicaciones de masa... Las metas que el individuo extrodeterminado se fija varan segn y de acuerdo con esa influencia; nicamente el esfuerzo en cuanto actitud y la atencin que se presta a las reacciones del otro persisten sin cam-bios durante toda la existencia20. Indudablemente que no se expresa ah ms que un modelo formal, que no existe en estado puro en parte alguna. Pero denota la creciente impotencia de los modelos de conducta recibidos por tradicin y por educacin (que Riesman denomina introdeterminados) para dar a la personalidad una forma social definitiva. El hombre contemporneo, especial-

    19 P. BERGER, obra citada, pg. 203.

    30 David RIESMAN, La joule solitaire, Pars, 1964, Artaud, pg. 45.

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  • mente los jvenes, conciben cada vez ms sus pautas de conducta como una adaptacin al mundo ambiente de donde brotan sin cesar, como una ebullicin volcnica, las ideas y las nuevas im-genes. Ya no se navega contra viento y marea tratando de no perder el rumbo y observando las pautas recibidas de la tradi-cin; se tiende ms bien a abrazar los imprevisibles perfiles de cualquier elemento movedizo en el que nada hay trazado de an-temano. Para el extro-determinado los mecanismos de control no funcionan como un giroscopio, sino ms bien como un radar 21. Ser, pues, muy difcil a una institucin fuertemente vertebrada como la Iglesia catlica, para la que el pasado y la interioridad tienen gran importancia, integrar y asimilar ese or-ganismo epidrmico desentendindose de toda memoria del pa-sado y buscando incesantemente el rumbo.

    NUEVO CONTEXTO IDEOLGICO

    Una modificacin de las condiciones histricas y sociolgicas de la fe, es decir, de las condiciones de adhesin tal como la institucin las impone o propone al creyente, no se produce sin producirse al mismo tiempo un cuestionamiento de su contenido. Cul es la relacin exacta que une las condiciones exteriores de la fe con su contenido? El nudo de la cuestin es demasiado complejo como para que pueda solventarse en forma de simple relacin de causa a efecto. Porque si es verdad que la seculari-zacin entraa una incredibilidad de las proposiciones de fe, es tal vez igualmente verdad que esas proposiciones han jugado un papel predominante y determinante en el proceso histrico de la secularizacin. La concepcin, por ejemplo, de un Dios trans-cendente que escapa a todo empeo o afn conceptual humano ha podido muy bien contribuir a ese desencantamiento del mun-do del que hablaba Max Weber, a la expulsin de las divinida-des intermediarias y de las fuerzas ocultas que, una vez rechazadas, dejaban el campo libre al autnomo ejercicio de la razn para la concepcin cientfica y la construccin dinmica del mundo y de la sociedad.

    31 Ibdem, pg. 50.

    28

    Al fin y al cabo, pues, la crisis que afecta a la relacin que la fe mantiene con su marco institucional, afecta tambin a la relacin que mantiene con su objeto, que es Dios. A propsito de esto, habra que hacer notar lo siguiente: Dios, que nunca result ser algo evidente, se ha vuelto ya, al parecer, increble, para utilizar la expresin de Nietzsche. Increble supone, en este contexto, que se ha acotado un nuevo espacio de credibilidad, que la zona de lo que se puede admitir como proposicin verda-dera ha quedado notablemente delimitada. Tambin podramos denominarla como zona de lo posible, fuera de la cual todo apa-recera como pura elucubracin imaginaria, incompatible con el sentido crtico. Si Dios es increble, entonces su realidad no cabe ya dentro del nuevo espacio de credibilidad, su realidad se ha vuelto imposible dentro de la regin de las cosas definitiva-mente consideradas como posibles. Como se ve, aflora en todo esto la vieja o renovada forma de todos los racionalismos y po-sitivismos; se percibe tambin la persistencia o supervivencia del esquema, comn a ambos, del siglo de las Luces: la religin es algo que pertenece ya, como el arte griego, a una infancia de la Humanidad que ya no volver a repetirse. El hombre adulto no puede por menos de relegar a Dios al desvn de los sueos y trastos viejos, un desvn del que un hombre que se quiera res-ponsable ha de desembarazarse. Esa marginacin o superacin de la realidad divina encuentra su justificacin en dos proposi-ciones claves, en torno a las cuales queda establecido el nuevo espacio de credibilidad: Dios no explica ya nada; Dios mismo queda explicado.

    La primera proposicin recuerda la clebre frase de Laplace de que Dios es una hiptesis intil para el progreso de las ciencias y de la tcnica. Nada ms que dicho progreso es consi-derado aqu como un progreso del hombre total y no como algo exclusivamente reducido al campo del conocimiento cientfico. Es decir: a medida que la ciencia va conquistando nuevos hori-zontes (en el campo de las matemticas, de las ciencias natura-les, sociales e histricas) es el hombre en toda su integridad y en cuanto tal el que se va conquistando a s mismo, liberndose de la noche confusa de las religiones. El hombre se hace, se origina a s mismo a partir de sus propios dioses, dioses que pierden su existencia desde el momento que pierden su funcin. Dios no

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  • es ms que la crislida de la que el hombre llegado a la madurez se desembaraza para poder emprender definitivamente el vuelo con sus propias alas.

    No es difcil reconocer en esto la gnesis del hombre que describi Feuerbach: lo que se prepara o incuba en la religin, lo que en s misma es la religin sin saberlo, es la toma de con-ciencia por el hombre mismo de su ser genrico, es decir: el conocimiento y el proyecto de todo el hombre en cada hombre. Dios no es ms que el nombre extrao, alienante y alternante, del hombre, verdadero sujeto de todas las propiedades (sabidura, poder, bondad...) que se le atribuyen a Dios. En la primera parte (de La Esencia del Cristianismo) demuestro que el verdadero sentido de la teologa es la antropologa, que no hay diferencia alguna entre los predicados del ser divino y los predicados del ser humano..., y que no hay, pues, diferencia tampoco entre el. sujeto o ser de Dios y el sujeto o ser del hombre, que son idnticos; en la segunda parte, por el contrario, demuestro que la diferencia que se hace, o mejor que se pretende hacer, entre los predicados teolgicos y los predicados antropolgicos, queda reducida a la nada o al absurdo 22. Al soar a Dios, y concre-tamente al Dios creador, el hombre en realidad se estaba con-cibiendo a s mismo, aun cuando se concibiese bajo la forma de un nio que amasa a capricho una naturaleza muelle. El Dios-Creador como el Dios-Providencia, hacedor de milagros, quedan situados al margen de toda realidad y de toda objetividad. De esa forma, al no depender de los condicionamientos reales y objetivos, pueden incluso hacer lo imposible: Cmo el que cre el mundo a partir de la nada va a ser incapaz de transformar el agua en vino, de hacer hablar a los animales y de hacer brotar por encanto el agua de la roca? 23. Sin embargo, para creer en ese mundo imaginario y en su creador igualmente imaginario hay que ignorar la verdadera naturaleza de las cosas, las verdaderas leyes del mundo tal y como las ciencias evidencian. Tan pronto como stas desvelan lo que an por consideracin a la religin se denominan causas segundas, la causa primera, que lo ex-plicaba todo de una forma englobante, acabar por no explicar en

    22 L. FEUERBACH, L'Essence du Christianisme, Pars, 1973, Maspero, p-

    gina 105. La cursiva es del autor. 23 lbidem, pg. 232.

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    concreto nada; quedar relegada a esas zonas cada vez ms re-ducidas de las cosas inexplicables, en espera del da en que in-cluso esas zonas desaparecern del todo, porque lo inexplicable quedar a su vez explicado. Dios es el concepto que suple 19 falta de teoras 24, es el nombre de la diferencia entre lo que sabemos y lo que no sabemos an. Por ese motivo su residencia, igual que la de esos fantasmas nocturnos que todo el mundo imagina pero que nadie est seguro de haber visto, son las ti-nieblas: la noche es la cuna de la religin 25.

    Que slo la ciencia sea fuente de verdad y que en adelante la nica realidad sea la realidad de lo sensible y de lo cientfi-camente demostrable, he ah, como dira Jacques Monod, una idea sobria y fra. Porque habr que contentarse de aqu en adelante con el mundo de la necesidad (y del azar), en el que no habr otros milagros que los producidos por el esfuerzo hu-mano, que penetra una naturaleza indiferente y resistente. Al trabajo mgico del Creador Providencial que se traduce de una forma inmediata en resultados, puesto que parte de la nada, le sucede ahora ya el largo trabajo del hombre que no pliega el mundo a sus deseos ms que renunciando a la fantasa. Por eso el hombre de Feuerbach crece a medida que Dios retrocede, Dios: es decir, la ignorancia e impotencia del hombre (a no ser que se trate de su cmoda indolencia y pereza). Porque este movimiento podra incluso asociarse al que propuso Saint-Simn: reemplazar una religin ignorante por una religin sabia, y, como consecuencia, una religin holgazana por una religin trabaja-dora 26. Indudablemente Saint-Simn no era el terico de la re-ligin que trataba de ser Feuerbach; pero mucho antes que l y de una manera bastante ms precisa elabor un Nuevo Cris-tianismo; es decir: una religin humana en la que los sabios, ingenieros e industriales ocupasen el puesto del antiguo clero, convertido en casta intil. De esta forma, y a despecho de las muchas diferencias que pueden existir entre los filsofos del progreso del siglo xix, es todo un espectro de nuevas ideas lo que empieza a fraguarse, espectro que no se parar y que llegar

    "l lbidem, pg. 339.

    23 lbidem, pg. 340.

    -" Cf. H. DESROCHE, Les Divins revs, Pars, 1972, Descle, pgs. 48 V siguientes.

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  • hasta nuestra poca actual: El Dios-Providencia y las Religiones que lo sostienen estn tocando a su fin, porque el hombre jus-tamente comienza a hacerse cargo de su historia. Es una esca-tologa al revs: no estamos en los ltimos tiempos, en esos tiem-pos en que todo va a ser juzgado y asumido por Dios; estamos ms bien en los comienzos del tiempo humano, tiempo en el que por fin nos atrevemos a tomar en nuestras manos nuestros propios orgenes. Es el trnsito de la prehistoria a la historia, como dir Marx. Mucho mejor que Feuerbach y de una forma muy distinta al enfoque puramente abstracto de concebir la g-nesis del hombre a partir de sus propios dioses, Marx mostrar cmo el hombre se produce, se hace a s mismo, al producir sus condiciones de existencia. El hombre deja de ser un enigma desde el momento en que comprende que su historia tiene una base terrestre, desde el momento que comprende que es l mismo el que construye esa historia, al organizar para su super-vivencia el trabajo y las formas de socializacin que de l se derivan. El creador, pues, no es otra cosa que una creatura; y si aparece como algo distinto y la creatura an suspira en la opre-sin, eso desaparecer en el momento que la creatura se libere del fantasma de la divinidad al liberarse de la hostilidad de la naturaleza y de la explotacin del hombre por el hombre. Tra-bajo y lucha son las palabras-claves que borrarn definitivamente las palabras Creacin y Providencia divinas.

    Estas son, pues, las nuevas concepciones del conocimiento ob-jetivo y de la accin eficaz que tienen perturbado al creyente de hoy: Dios no solamente es intil, es adems un obstculo. Es ms, esa perturbacin del creyente se acrecienta an ms cuan-do se le muestra cmo el hombre, que no tiene ya necesidad de Creador alguno, crea l mismo sus dioses a partir de mecanismos de los que era totalmente inconsciente. No deja de ser una fata-lidad que al tratar de explicar al hombre sin Dios se acabe ex-plicando al Dios del hombre. Habra que evocar tambin aqu a los maestros de la sospecha y al numeroso squito que puebla hoy la escena y el proscenio filosfico. Retengamos o fijmosnos al menos, dentro de toda esa multiforme sospecha, en el paso lgico que hace Marx del anlisis de la produccin del hombre por s mismo al anlisis de sus producciones: Es el hombre

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    el que hace a la religin, no la religin la que hace al hombre 27. Porque si el hombre se hace a s mismo, entonces hace o cons-truye tambin todo lo que le constituye como hombre, es decir: su ser econmico, sociolgico, esttico, religioso, etc., todo su ser cultural en suma. Todo esto envolviendo y redefiniendo la animalidad de su reproduccin. Ahora bien, dicha produccin se concretiza en productos, y los productos tienen la extraa pro-piedad de desvincularse de su productor, de subsistir y estable-cerse como si proviniesen de otra parte y como si el hombre no hiciese otra cosa ms que encontrarlos y aceptarlos. De esta forma cualquier objeto de uso corriente, como la mesa de ma-dera que no encierra misterio alguno para el carpintero que la construy, queda investido de una esencia nueva e invisible, su valor de cambio, desde el momento en que queda expuesto en una tienda comercial. Se fetichiza, se llena de sutilezas metaf-sicas y teolgicas... A la vez captable e incaptable, ya no le basta con asentar sus patas sobre el suelo, se levanta, por as decirlo, sobre su propia cabeza de madera frente a las otras mercancas y se entrega a caprichos an ms extravagantes que si se pusiera a bailar 28. De la misma forma las ideas se eman-cipan de la mente del hombre y de las condiciones materiales en las que se formaron para aparecer como eternas y transcendentes; y eso desde el momento en que el trabajo intelectual se separa del trabajo manual, trabajo este del que se abastece la clase pen-sante para despus distanciar y olvidar las manos esclavas que lo realizan as como la tierra a la que retornan. A partir de este momento la conciencia est ya en condiciones de emanciparse del mundo real y pasar a la formacin de la teora pura, la teolo-ga, filosofa, moral...29. Aparece, pues, la ideologa, cuya g-nesis e interpretacin puede perfectamente desprenderse de estos principios. Estamos, pues, en perfectas condiciones para compren-der el vuelco e inversin de situaciones a que nos hallamos ex-puestos: el sistema teolgico que pone los comienzos del mundo en Dios y que ordena la jerarqua de las creaturas de acuerdo con ese principio olvida que l mismo, como sistema producido,

    27 Introduccin a la Crtica de la filosofa del derecho de Hegel.

    28 K. MARX, El Capital, Madrid-Buenos Aires, 1967, E.D.A.F., tomo I,

    pgina 74. 29

    K. MARX, La Ideologa alemana.

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  • tiene su origen en las condiciones materiales y exteriores que lo provocaron. Dios no puede ser el origen de todo, porque hemos conseguido dar, a nuestra vez, con su propio origen; la gnesis de los dioses no precede a la gnesis de los hombres; es ms bien al revs como ponen de manifiesto los mitos paganos.

    Podramos tambin esbozar un esquema semejante a partir del psicoanlisis o de la teora nietzschana del doble valor. Subraye-mos solamente que en este contexto la entrada del hombre en el mbito de la ciencia convierte en sospechoso cualquier discurso religioso o metafsico con pretensiones de absoluto. Como intenta demostrar M. Foucault, la edad clsica fue tal vez la edad de oro de un lenguaje totalmente transparente a s mismo, ya que nin-guna espesura o estructura econmica, poltica o fsica oscureca la claridad geomtrica del discurso. En dicha claridad la finitud humana slo se conceba como si estuviese baada la infinitud, a la que quedaba remitida y referida como a su alteridad y a su interioridad absolutas. Guardando las distancias, el hombre no puede hablar sobre Dios, pero al mismo tiempo no puede por menos de hablar sobre l. Cuando la finitud humana, sin embargo, se define en base a los contenidos concretos de su existencia, y no ya en relacin al pensamiento de lo infinito, ste deviene ms que inaccesible, impensable. As pues el pensamiento moderno quedar contestado en sus propias elaboraciones metafsicas y mostrar, a la vez, que las reflexiones sobre la vida, el trabajo y el lenguaje, en la medida en que son vlidas como analtica de la finitud, ponen de manifiesto el fin de la metafsica: la filo-sofa de la vida denuncia a la metafsica como cortina de humo e ilusin, la filosofa del trabajo como pensamiento alienado e ideo-loga y la del lenguaje como epifenmeno cultural 30.

    Fin de la cristiandad, fin de la metafsica y del dios que con-ceptualmente segrega; son como taidos de campana, tocando a muerto. Puesto que la religin cristiana toca a su fin, su fin po-dra muy bien ser el fin de toda religin, del homo religiosus. Desde hace unos dos mil aos, dice Nietzsche, no se ha inventado un solo dios nuevo; la muerte del Dios cristiano debe, pues, ser la muerte del ltimo dios. Por eso, desde el campo cristiano, se

    30 M. FOUCAULT, Les Mots et les Choses, Pars, 1966, Gallimard, p-

    gina 328.

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    han propuesto programas de subsistencia del cristianismo; pro-gramas que, en su propia oposicin, testimonian su insoslayable desconcierto. De esa forma se ha intentado restaurar ciertos is-lotes de cristiandad, en los que la fe tuviese la posibilidad de reencontrar la atmsfera y el aroma de las pocas gloriosas de la Iglesia: como la tierra se ha hecho ingrata y estril y la flor de la fe no puede desarrollarse espontneamente en esas condiciones, no queda ms solucin que importar, aunque sea con sacrificios, un poco de tierra de los orgenes para cultivar en ella, en plan de invernadero, una planta ms que extica. Esta solucin sa-tisface las aoranzas nostlgicas de un orden y una belleza que no hubieran debido desaparecer; y desde un punto de vista ex-terior a la fe, dicha solucin puede justificarse como una tenta-tiva entre otras de reconstruir un refugio en el que uno pueda sentirse como en su propia casa. Todo esto est muy bien, pero cmo conciliar el espritu catlico, universal y ecumnico pro-pio del cristianismo con esa regionalizacin y con esa especie de desesperanza que no conseguira aglutinar ms que unos cuan-tos supervivientes en un nuevo arca no mayor que una chalupa?

    Otra tentativa sera, en sentido inverso, la de asumir esa se-cularizacin de estructuras y de pensamiento en una especie de huida hacia adelante. Si el cristianismo tuvo bastante que ver en la conquista de la autonoma del hombre y del mundo, la fe debe poder encontrar su puesto dentro del universalismo que inici, por encima de aquel regionalismo sociolgico y psicolgico que caracteriza a la religin. Se trata, sin duda, de la idea de un cristianismo sin religin tal como Dietrich Bonhoeffer trat de definir en sus cartas desde la prisin: Cmo hablar de Dios sin religin, esto es: sin las premisas temporalmente condiciona-das de la metafsica, de la interioridad, etc.? Cmo hablar (aun-que acaso ya nr siquiera se pueda 'hablar' de ello como hasta ahora) 'mundanamente' de Dios?... Qu significan el culto y la plegaria en una ausencia total de religin?31. Bonhoeffer era muy sensible (y no fue ciertamente el nico) al carcter cada vez ms marginal y recesivo de la religin. Iba a ser la fe algo re-servado solo para los momentos de angustia e impotencia? No

    '" Resistencia y Sumisin, Rarcelona, 1969, Ediciones Ariel, S. A., p-gina 161.

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  • es la fe algo ms que mero consuelo y ltimo recurso? No debe, ms bien, ser algo que anime y revitalice el corazn mismo de la existencia, de la vida, las ms destacadas vanguardias del pen-samiento y de la accin en las que el hombre actual se halla in-merso? Todo esto supona, y an hoy da supone, un problema para la Iglesia, en la medida sobre todo en que este movimiento no encierra una finalidad eclesistica, sino humana y csmica, en la medida en que es todo hombre y todo el hombre lo que debe ser salvado, incluso el ms autnomo y el ms ateo.

    Queda el problema de saber si es suficiente esta especie de reconciliacin con los signos del tiempo. Parece que no; parece que los telogos llamados telogos de la muerte de Dios no se contentaron con un cristianismo sin religin, sino que pasaron, segn el ttulo de un libro de Thomas Altizer, a un Evangelio del atesmo cristiano. Precisamente Altizer, el ms radical de todos ellos, conceba el cristianismo como una religin al revs: mien-tras que las religiones sacrales, de corte oriental, hacen difuminar lo profano dentro de la nebulosa sagrada que lo envuelve, el cristianismo, al contrario, hace entrar a lo sagrado dentro de lo profano. Que Dios muere significa que abandona su transcenden-cia para encarnarse en Jess y que el espritu de Jess, a su vez, se extiende por la humanidad y por el mundo. Desde ese mo-mento, pues, ya no hay Dios, sino solamente la plenitud de lo profano en la que Dios definitivamente se ha sepultado. Si hay un fenmeno clave que abra las puertas del siglo xx, ese es el fenmeno de la muerte de Dios, el derrumbamiento de toda sig-nificacin y de toda realidad que est ms all de la inmanencia radical de la que el hombre moderno ha tomado tan clara con-ciencia, inmanencia que borra incluso el recuerdo o la sombra de la transcendencia32. En esta inmanencia radical, la fe no tiene ya que volverse hacia su pasado, sino conducirnos al centro del mundo, al corazn de lo profano, con el anuncio de que Cristo est presente ah, y no en ninguna otra parte 33. De esta forma la fe sintoniza con la misma sustancia del atesmo y tam-bin ella, como Nietzsche, puede anunciar gozosamente que Dios ha muerto. Si el espacio de la fe y el del atesmo se mez-

    32 Citado por Thomas W. OGLETREE, La controverse sur la mort de

    Dieu, Tournai, 1968, Casterman, pg. 76. 33 Ibdem, pg. 97.

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    clan de esta forma, entonces ya no hay motivo para investigar en qu sentido la primera puede ser creble para el segundo.

    Una vez ms, sin embargo, habra que asegurarse de que la muerte de Dios constituya en verdad una ventaja, de que el hombre, alcanzada ya su estatura de ateo, haya recogido como quera Feuerbach toda la herencia divina que iba a conducirle a la madurez. Porque incluso en su autonoma, en su positividad, en su cientificidad, el pensamiento moderno sigue escrutando esa inmanencia. Pero... encuentra, en el lugar que Dios haba ocupado y que ya no ocupa, al hombre que surgi y se aliment de sus despojos?

  • II EL PESO DE UNA AUSENCIA

  • El tema de la muerte de Dios en el sentido moderno de la expresin: muerte del Dios Padre, del Dios que est en los Cielos, se inicia hacia el final del siglo xvni en la literatura ro-mntica alemana con el clebre sueo de Jean-Paul Richter: Discurso del Cristo muerto desde lo alto del edificio csmico, anunciando que no existe Dios. En el sueo del novelista, Cristo se les aparece a los muertos y les revela que l estaba equivo-cado, que en realidad Dios no existe. Los muertos gritaron: Ohl Cristo no existe Dios? El les respondi: definitivamente no, no hay Dios. Todas las sombras se pusieron a temblar con violencia y Cristo prosigui as: He recorrido los mundos, me he sobreelevado por encima de los soles y tampoco all haba Dios alguno; he bajado hasta los ltimos lmites del universo, he mi-rado en el abismo y he gritado: Padre!, dnde ests? Pero no he odo ms que la lluvia que caa gota a gota en el abismo. Los nios muertos que se haban despertado en el cementerio corrieron y se postraron ante la figura majestuosa que haba sobre el altar y dijeron: Jess, no tenemos padre? Y les respondi l con un torrente de lgrimas: Somos todos hurfanos; vosotros

    ^y yo no tenemos ya padre. La seora Stal, al referirnos este pasaje, comenta: El sombro estilo que en l se manifiesta me conmocion y me parece bien que se extienda ms all de la tumba el horrible espanto que debe experimentar la creatura privada de Dios 1. Ese horrible espanto puede que hoy no su-ponga ms que un efecto estilstico, porque a la larga acaba uno habitundose a la muerte de un muerto. Adems, la moda de la

    1 De l'Allemagne, Pars, 1956, M. Didier, pg. 259.

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  • muerte de Dios, a la que Sartre incluso se someta despus de la guerra comenzando una conferencia con un seores: Dios ha muerto, est en vas de esfumarse y ser necesario encon-trar otras frmulas para impresionar al auditorio. Pero la idea de que la ruptura de toda referencia a Dios tenga o traiga con-secuencias, de que no se rompe impunemente, como deca Nietzsche, esa cadena que una el cielo con la tierra, merece siempre nuestra atencin. Porque si el hombre se senta molesto y abrumado con un Dios a quien le costaba esfuerzo situar y definir, otro tanto o ms le va a ocurrir con su cadver, como en aquella obra de Ionesco en la que el cadver que se quera ocultar y disimular empezaba a crecer sin cesar hasta ocupar el aparta-mento entero.

    Resulta, sin duda, extrao hablar de Dios como de un muerto. Sin embargo, la frmula es exacta si Dios no es ms que la ex-presin de una poca, de una etapa de humanidad, si su existen-cia est ligada a la existencia de las civilizaciones, cuya transito-riedad no dej Paul Valry de recordarnos. Lo que para el romntico Sartre no era ms que una pesadilla rpidamente di-sipada con el despertar, no ser para nosotros una realidad que tenemos hoy que afrontar? Dos tentaciones hay que procurar evitar en esto.

    La primera es la de una fe fcil, preocupada ante todo por la seguridad, y para la cual este cuestionamiento de la realidad de Dios no supone ms que una incomprensin y una mala fe pasa-jeras, que no tiene por qu afectarle. Una fe sin problemas, ig-norante o desconocedora an de que los problemas tarde o tem-prano vendrn a pesar de su voluntad, y que tal vez cuando esos problemas lleguen, tendr que afrontar esa aparente muerte de Dios corriendo el riesgo de su propia muerte. Cuando no se pue-de ya evitar el combate de la fe, este combate se convierte en -una verdadera batalla y la fe no tiene ms remedio que afrontar a aquellas fuerzas que le ponen en cuestin.

    La otra tentacin es la de la increencia cmoda, para la cual la ausencia de Dios no es en el fondo ms que la ausencia de algo superfluo o de una ilusin, a la que le han encontrado ya unos sucedneos mejores, ausencia, por tanto, que no traer gra-ves consecuencias. Una ingenuidad de este tipo fue la que Nietzs-che denunci en aquellos asesinos de Dios, demasiado poco

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    inteligentes para poder percibir y calibrar la prueba que supon-dra para la humanidad una muerte semejante. Esta amplia ple-nitud con sus consecuencias de ruptura, destruccin, hundimiento, derrumbamientos que ahora tenemos ante nosotros, quin ser capaz de adivinar lo suficiente toda su importancia como para hacerse el maestro y el pregonero de toda esa ingente lgica de horror, el profeta de un oscurecimiento y eclipse de sol como nunca se han dado en la tierra?2. Nietzsche presiente que el hombre sin Dios no ser ya el mismo hombre menos una refe-rencia, el mundo sin Dios el mismo mundo menos un aderezo prescindible; presiente que tanto el hombre como el mundo su-frirn una inaudita metamorfosis que espantar a todos aquellos a los que esta idea coja desprevenidos.

    Por eso, all donde Dios ya no es nombrado, donde ha que-dado definitivamente enterrado, surge un vaco que sigue preocu-pando, un vaco que se llena con el horror de su sombra. Dios ha muerto, pero los hombres son de una estirpe tal que durante milenios an seguirn existiendo las cavernas en las que se ma-nifestar su sombra3. Todo este ajetreo que se organiza en torno a su ausencia nos recuerda, por otra parte, aquella elabora-cin del duelo de que habla Freud y que llega y vuelve a matar al muerto, cuyo recuerdo obsesivo configura el psiquismo del afligido en torno al vaco que no consigue colmar.

    Si llegamos, pues, hasta el final de esta enorme lgica de la muerte de Diosen el caso, claro, de que dicha lgica tenga un final, no tenemos ms remedio que penetrar crticamente en los escombros de los sustitutos divinos, de aquellas significa-ciones y valores que han intentado ocupar su lugar. Lo que Nietzsche cuestiona es precisamente ese lugar en s mismo, es decir: aquella configuracin verticalescala de valoresque situaba arriba el bien y abajo el mal. El hombre sin Dios es como aquel hombre a quien se le amputa un miembro, pero que sigue sintindolo, como miembro fantasma, y que an sigue utilizndolo para orientarse en el espacio en el que antes se mova. Ahora bien, si el cuerpo amputado-modificado es trasladado a otro espacio, a otro contexto, entonces ha de renunciar a los antiguos puntos

    2 El Gay saber, prrafo 343.

    3 Ib'tdem, prrafo 108.

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  • cardinales, es decir, a los viejos puntos referenciales de valor y de verdad. Llevar, pues, hasta el final la dinmica de dicha lgica, supone emprender un camino y una trayectoria que pone en cuestin no slo la nocin de Dios, sino incluso las mismas no-ciones o valores en nombre de los cuales Dios fue destituido, es decir: pone en cuestin al mismo hombre, del que Dios era una simple alienacin, a una cierta concepcin de la realidad respecto a la cual Dios no era ms que una ilusin.

    DE LA MUERTE DE DIOS A LA DISOLUCIN DEL HOMBRE

    Tal vez, como dijo Hegel, la palabra Dios sea o haya sido una palabra demasiado bien conocida como para ser efectiva-mente conocida y medida en toda su profundidad. Lo bien co-nocido en general es, justamente por ser bien conocido, descono-cido 4. Nos deslizbamos sobre dicha palabra como sobre el suelo que pisamos sin que nos disemos cuenta, como con el aire que respiramos sin percatarnos muy bien de ello. Es preciso que nos falte el suelo, que nos falte el aire, para que empecemos a tomar conciencia seria de su importancia, de su necesidad. Hubo una elisin del nombre de Dios, ya lo dijimos a propsito del fenmeno de la secularizacin, una difuminacin que aparente-mente no supuso cambio alguno en las actividades tcnicas y cientficas del hombre. La palabra Dios, la referencia a Dios de-jaron de ser tiles. Pero la palabra no es la cosa, y si la muerte de Dios es algo ms que la muerte o el fin de una palabra o in-cluso de una invocacin verbal, entonces hay que culminar el proceso hasta la realidad referencial a que haca relacin la pala-bra Dios. La cuestin, entonces, es sta: si dejamos esa rea-lidad, el puesto o lugar que esa realidad ocupaba, en blanco va a ser efectivamente ocupado dicho puesto por un discurso de referencia exclusiva al hombre, al mundo, a la inmanencia? Y una vez realizado ese discurso va a resultar que la palabra Dios, en efecto, carece definitivamente de sentido? O va a subsistir, por el contrario, como hueco no ocupado, como una

    4 Prefacio a la Fenomenologa del espritu.

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    herida incicatrizable que se recrudece cada vez que se intenta cerrar?

    La imagen o idea de la herida es afn a la del suspiro con la que Marx caracterizaba la religin: la religin es el suspiro de la creatura oprimida, el alma de un mundo sin corazn 5. Si cesa la opresin, si el mundo recupera su alma, entonces el sus-piro cesar. Aqu es el hombre, con todas sus ricas potenciali-dades de conocimiento y accin, el que vuelve sobre su herida original; el hombre o la humanidad no designan solamente el ser del hombre, sino su falta de ser. Son, pues, los que ocupan aquel hueco, el puesto de Dios, de acuerdo con aquel movimien-to que ya esbozaba la transformacin feuerbachiana de la teologa en antropologa. Si tras esta subversin subsiste algo que pueda parecer religioso, habr que denominarlo humanismo. Ahora bien, la palabra hombre tan bien conocidapara utilizar de nuevo la expresin hegeliana-no es demasiado bien conocida y por ello tambin desconocida? Indudablemente un discurso en torno al hombre no es lo mismo que un discurso en torno a Dios; el antropocentrismo, un pensamiento cuyo centro lo ocupa el hom-bre, no es el teocentrismo, pensamiento cuyo centro est ocupado por Dios. Sin embargo, esa diferencia de organizacin discursiva no impide que dicho centrosea de uno o de otrosiga siendo enigmtico. Porque slo en apariencia puede decirse que el hom-bre est ms cerca del hombre que de Dios, como pone de ma-nifiestoaun cuando no se acepten todas sus conclusionesla crtica contempornea de la idea del hombre.

    El hombre es una invencin de fecha reciente, como clara-mente lo demuestra la arqueologa de nuestro sistema pensante 6. La conocida frase de Michel Foucault, como la obra a la que sirve de cierre, subraya que el fenmeno hombre no es un fenmeno propio de toda cultura, sino que aparece ms bien en una poca determinada; que se trata de un fenmeno cultural. Sin entrar ahora en la problemtica que Foucault plantea, pode-mos retener y enfatizar que, en efecto, hombre es una palabra cuyo contenido ha sido muy diverso a lo largo de la historia, desde aquel bpedo sin plumas de Platn o aquel animal ra-

    5 Introduccin a la Crtica de la filosofa 'del derecho en Hegel.

    6 Las palabras y las cosas, op cit., pg. 398.

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  • cional de Aristteles. Estas definiciones y otras parecidas no contemplan an el hombre como una referencia original, pues lo reintegran en la naturaleza animal de la que slo se diferencia mediante una diferencia especfica: el hombre es uno de los anmales, aunque dotado de unas propiedades (pensamiento, len-guaje) que otros animales no poseen. Aun cuando la teologa cris-tiana ascienda desde su origen natural a su origen divino, consi-derndolo como un ser creado a imagen de Dios, el hombre, sin embargo, siempre ser visto y comprendido desde una instancia distinta a l mismo y superior. Lo que caracteriza a los tiempos modernos, de acuerdo con el proceso autonmico que describi-mos, es el afn por encontrar el comienzo del hombre en s mismo, en esa suficiencia mediante la cual se descubre ante todo como sujeto pensante y actuante. Slo acudir a las referencias externas (Dios, la naturaleza) a partir de ese primer descubri-miento. Tal es la revolucin que oper Descartes, que continu Kant y que alguien denomin copernicana. Sucede precisa-mente aqu lo mismo que con la primera idea de Coprnico; viendo que no poda llegar a explicar los movimientos del cielo admitiendo que toda la constelacin de estrellas giraba en torno al espectador, se pregunt si no tendra mucho ms xito ha-ciendo girar"al observador alrededor de los astros inmviles7. Es este observador que parte de s mismo para ir a las cosas lo que se denomin sujeto. Si sujeto quiere decir, como recuerda Heidegger, aquello que lo aglutina todo en torno a s, el cen-tro de referencia de todo y si dicho trmino se aplica en primer lugar al hombre, eso significa entonces que lo existente sobre el que todo existente como tal se funda en cuanto a su manera de ser y en cuanto a su verdad ser el hombre. El hombre se convierte en el centro de referencia de lo existente en cuanto tal 8. La esencia de los tiempos modernos podra, pues, caracte-rizarse por esa promocin del hombre como sujeto, sean cuales sean, por otra parte, las determinaciones y las opciones que se tomen a este respecto. En adelante el hombre es solamente res-ponsable ante s mismo, tomando conciencia de su capacidad de

    7 Crtica de la Kazan pura, prefacio a la segunda edicin castellana.

    Traduccin de Garca Morente, Madrid. 8 Martin HEIDEGGER, La poca de las concepciones del mundo, -en

    Chemins qui ne menent nulle part, Pars, 1962, Gallimard, pg. 80.

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    disear su destino en el momento mismo en que adquiere el dominio del mundo, de ese mundo que l pone ante s en forma de objetividad cientfica y tecnolgica. Solamente con este mo-vimiento es como la palabra humanismo puede alcanzar todo su sentido. Porque ese trmino, lo mismo que el de antropologa, intenta designar esa interpretacin filosfica del hombre que explica y evala la totalidad de lo existente a partir del hombre y en direccin del hombre 9.

    No es difcil ver en esta conquista del hombre por s mismo el proceso autonmico conocido con el trmino de seculariza-cin. Ahora bien, es en este justo momento en que parece cul-minarse la consolidacin del hombre como sujeto, cuando las ciencias humanas ponen en cuestin la nocin de sujeto y por tanto la nocin misma de hombre que le es inseparable.

    En un clebre texto 10, Freud evoc el extrao destino del hombre, cuyo dominio e imperio retrocede a medida que crece su capacidad de conocimiento objetivo. Segn Freud, las grandes revoluciones cientficas, que hubieran debido confortar y forta-lecer al hombre, ya que aseguraban su propio progreso, han arro-jado ms bien un saldo contrario al infligir tres heridas o humi-llaciones en su narcisismo, esa tendencia que posee el hombre hacia el autoenamoramiento y afirmacin de su propia imagen. En primer lugar est la humillacin cosmolgica infligida por Co-prnico que convirti a la Tierra en un planeta como otro cual-quiera expulsndola del centro del cosmos, centro que el hombre crea ocupar antes gracias a ella. Viene despus la humillacin biolgica, infligida por Darwin, que reincorpora al hombre a la lnea animal de donde sali por evolucin, destituyndole de su rol de rey de la creacin. Est en ltimo lugar la humillacin psicolgica producida por el mismo Freud, demostrando que la conciencia del hombre, con la que ste crea ejercer la soberana que le quedaba, est determinada por un inconsciente que se le escapa, de tal forma que acaba no siendo ya dueo ni de su propia casa. Sin duda en cada una de estas etapas, grosso modo aqu bosquejadas, el hombre gana en conocimientos y tambin en poder, puesto que sus conocimientos le abren posibilidades

    9 Ibdem.

    10 Una dificultad del psicoanlisis, en Psicoanlisis aplicado, Madrid,

    1948, Editorial Biblioteca Nueva, Obras Completas, t. I, pg. 951.

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  • de nuevas tcnicas; pero, por extraa paradoja, dichos progresos le despojan de lo que l crea ser y, en vez de servirle para re-solver su propio enigma, queda su enigma agigantado a la luz de los nuevos datos positivos aportados. Desarrollarse las cien-cias humanas y explotar o saltar hecha aicos la misma nocin de sujeto, centro y nudo del conocimiento y del poder del hom-bre, es todo uno.

    S es verdad, en efecto, que las ciencias de la naturaleza ponen en entredicho la imagen del hombre a medida que se desarrollan, tambin es verdad que slo lo alcanzan de una forma indirecta, es decir: a travs de la sombra que el mismo hombre proyecta sobre el mundo. El sujeto de esas ciencias parece quedar ms intacto e incluso ms protegido e inaccesible: no fue Compte el que crey que la etapa de la ciencia, la edad del positivismo, deba desembocar en una nueva religin de la humanidad? Pero cuando el hombre se convierte l mismo en objeto de la ciencia de las mltiples cienciasentonces se difumina el sujeto al mismo tiempo que la idea de hombre que se trataba de definir. Porque al estudiar al hombre, las ciencias han decantado una se-rie de sectores positivos en los que deba penetrar el anlisis: por ejemplo, el lenguaje, los mitos, la historia. Ahora bien, cada uno de estos sectores aparece regido por unas leyes, de cuyo fun-cionamiento el hombre se escapa. Lo que es el lenguaje, lo que son los mitos, lo que es la historia se decanta y se clarifica jus-tamente al tiempo que se evapora y se inasequibiliza la cues-tin o el problema crucial: quin y qu es el sujeto del len-guaje, de los mitos, de la historia?

    Es por todos sabido que para los partidarios del anlisis es-tructural la lingstica proporciona el modelo de todas las dems ciencias humanas. Pues bien, desde Saussure la lingstica define la lengua como un sistema; en consecuencia admite que el sujeto que habla no es ms que el campo de resonancia de dicho sis-tema, pero sin entrar de forma alguna dentro del campo siste-mtico a definir. Tal es el sujeto significante con que nos en-contramos en el modelo lingstico que fundamenta las ciencias humanas: el hombre no aparece para nada como un sujeto donador de sentido, sino como el lugar de produccin y de expresin del sentido, un espacio de intercambio, de seleccin y combinacin reglamentadas entre los sistemas simblicos..., lugar, espaci,

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    campo en el que l se produce con la ilusin de su sustancia ' autocreadora n . El hombre no es el sujeto sustancial, no es en

    s mismo nada positivo, slo ese espacio o ese vaco no definido en el que se produce algo que no es l.

    No extraar volver a encontrar esta misma concepcin en Lvi-Strauss. El sujeto de los mitos no tiene ms realidad y sus-tancia que la del lenguaje, o el de las matemticas o el de la msica. Si lo prioritario es la estructura, sta se define con ese soporte exterior que nosotros denominamos sujeto humano, tanto en el dominio de las representaciones culturales como en el de los constituyentes biolgicos o fsico-qumicos: no tenemos ya necesidad de saber a quin pertenecen los mitos para compren-der los sistemas mticos, lo mismo que no tenemos necesidad de saber a quin pertenecen las clulas para comprender el sistema celular. Evidentemente tiene que haber individuos para que haya mitos, como tiene que haberlos tambin para que haya clulas. Pero la actualizacin pasajera de unos y de otras en individuos presupone slo niveles de organizacin que como tales no pertenecen a nadie. Lo mismo, pues, que el bilogo, tambin el etnlogo borra su yo ante esas estructuras, a las que queda redu-cido su pensamiento. Si hay, en efecto, una experiencia ntima, que a lo largo de veinte aos dedicados al estudio de los mitos haya calado hondo en quien escribe estas lneas, dicha experien-cia reside o radica en que la consistencia del yo, la mayor preocu-pacin de toda la filosofa occidental, no resiste en su aplicacin continua al mismo objeto que lo invade por completo y que le impregna del sentimiento vivido de su irrealidad u.

    Podr la historia, al menos, escapar a una tal reduccin? Porque la historia presupone la accin humana y s se rechaza que esta accin responda o se rija a su vez por los mviles de una Providencia o de una Razn Transcendente, se mantendr al menos al hombre como sujeto primario, el que hace la historia y para quien sta se realiza. Los hombres construyen su propia historia, escriba Marx en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Pues bien, Althusser observa que sera una equivocacin ampa-rarse en esas frmulas (o en otras parecidas que pueden encon-

    11 Louis MARN, La disolucin del hombre en las ciencias humanas,

    en Concilium, nm. 86. 12

    Claude LVI-STRAUSS, L'homme nu, Pars, 1971, Plon, pg. 559.

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  • trarse en Marx) para concluir que la historia tiene un sujeto y que ese sujeto sea el hombre. El mismo Marx, aade, propuso en el prefacio de ese mismo texto un correctivo que invalida tal conclusin: Demuestro, por el contrario, cmo la lucha de cla-ses en Francia cre las circunstancias y las relaciones que hicieron posible que un personaje tan mediocre como grotesco (Napo-len I I I ) desempeara el papel de hroe. No discutiremos el contenido o verdadero significado de las tesis de Marx, cuya intencin humanista parece peligroso negar o por lo menos arriesgado. Segn Althusser, sin embargo, si la historia es el funcionamiento de una totalidad que no se puede analizar nada ms que en sus redes estructurales, entonces no cabe imputarla a sujeto alguno, ni individual ni colectivo como podra ser el Hombre o la Humanidad. Los hombres, dice, no son los su-jetos de la historia; no son ms que meros gestores. As con-cluye Althusser en su Respuesta a John Lewis: La historia es claramente un proceso sin Sujetos ni Fines, proceso cuyas cir-cunstancias dadas, en las que los hombres actan como sujetos determinados por las relaciones sociales, constituyen el producto de la lucha de clases. La historia no tiene, pues, en el sentido filosfico del trmino, un Sujeto, sino un motor: la lucha de clases 13.

    Podra objetarse, con razn, que no hemos hecho otra cosa ms que simplificar toda una panormica y que hemos cogido slo una pequea muestra de ese anlisis estructural que no re-presenta ms que una pequea parte dentro del conjunto de las ciencias humanas. Sin embargo, es suficiente como muestra para recordarnos que la difusin de dicho enfoque provoca ms de una inquietud: que el hombre no sea ms que una ilusin, un fantasma intangible que se desvanece ante las ciencias humanas como el fantasma de Dios se desvaneci ante las ciencias de la naturaleza.

    Todos sabemos que fue M. Foucault quien tema tiz ese des-vanecimiento del hombre, o esa muerte del hombre. La en-trada reciente del hombre en el campo de las ciencias supedit todo discurso de tipo metafsicosobre Dios, el hombre, la na-turalezaa las condiciones que hacen posible dicho discurso; y

    13 L. ALTHUSSER, Rponse a John Lewis, Pars, 1973, Maspero, pg. 73.

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    que esas condiciones, vida, deseo y lenguaje, son incluso las que hacen al hombre posible en la forma en que las elaboran la biologa, la economa y la filologa. Las condiciones de posibili-dad del hombre son, pues, exteriores al hombre y ms antiguas que l: le sobrepasan con toda su solidez y le atraviesan, pe-netrando en l, como si no fuese ms que un simple objeto de la naturaleza 14. La penetracin de dichas condiciones es tal que no solamente le impiden al hombre el poder alcanzar lo absoluto y hablar sobre ello con conocimiento de causa, sino que le impiden el poder alcanzar o acercarse a s mismo, el poder identificarse o conciliarse con el yo pienso, o yo soy. Yo no soy, en efecto, lo que creo ser, sino que soy lo que no creo ser y lo que, en un sentido, no soy: es decir, ese inconsciente (biolgico, econmico, psquico) que existe en m como si fuese otro yo.

    > De esta forma el hombre queda irreductiblemente aorillado en su O T R O , su sombra, con el que no podr nunca identificarse, pero del que tampoco podr separarse. En una palabra, no es contemporneo de s mismo, pues comenz o coexisti con las condiciones que le sobrepasan: lo que habla en l es ms anti-guo que l. Y como no puede remontarse hasta el origen de esas condiciones que preexistan ya cuando l, como hombre, apareca, podemos afirmar que el hombre es un ser sin patria, sin orgenes, un ser cuyo nacimiento nunca tuvo lugar. Adems, si lo originario en el hombre le sustrae toda posibilidad de ori-gen propio, le sustrae tambin toda esperanza de fin en el sentido de meta, dejndole como regalo slo el fin de la muerte. Porque vida, deseo y lenguaje son fenmenos que el tiempo hace y deshace sin cesar. En vano intent el pensamiento clsico, me-diante el poder del lenguaje, conservar en la unidad de un cua-dro o de un fresco lo que el tiempo se encargaba de disipar: la ilusin del discurso metafsico que crea poder dominar y con-trolar el tiempo. Consecuentemente, si el hombre no puede re-montarse a sus orgenes, si carece de origen y de metas, en-tonces no es ms que una mera disociacin y dispersin. El tiempo le aparta tanto de la maana de la que surgi como del

    14 M. FOUCAULT, Las Palabras y las cosas, op. cit., pg. 324.

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  • maana que se le anunci 15. El doble del hombre es tambin su tumba, el hombre no es ms que cenizas arrojadas al viento o un simple rostro de arena a la orilla del mar 16.

    Llevando hasta sus ltimas consecuencias las conclusiones que cabe sacar del anlisis estructural, Foucault tambin desemboca en aquel presentimiento que tuvo Nietzsche de que la muerte de Dios no supondra el advenimiento del hombre sino su ocaso. Tal vez el primer esfuerzo de este desarraigo de la Antropolo-ga habra que verlo en la experiencia de Federico Nietzsche: a travs de una crtica filolgica, a travs de una cierta forma de biologismo, Nietzsche encontr el punto en el que Dios y el hombre se identifican, en el que la muerte del primero es sin-nimo de la desaparicin del segundo y en el que la promesa o anuncio del superhombre significa ante todo y fundamentalmente la inminencia de la muerte del hombre 17.

    LA DESTRUCCIN EXPLOSIVA DEL LENGUAJE

    Podramos, pues, borrar tambin de nuestra terminologa la palabra hombre, pues se revela en el anlisis tan inconsistente como la palabra Dios. Dios, decamos, no designa ms que una nebulosa mtica. El hombre, por su parte, al esfumarse cuan-do cientficamente intentamos acercarnos a l, no es ms que el signo de una incgnita tan inaccesible como la incgnita de Dios. Ahora bien, esta afirmacin nos deja escpticos. Basta con que nos despertemos y espabilemos como quien sale de una pe-sadilla, en la que nos creamos muertos, para que nuestra exis-tencia de vivos no nos ofrezca duda alguna, para que reaparezca, en su sentido trivial y cotidiano, el uso de la palabra hombre o los hombres. En realidad la crisis no afecta a esa experien-cia cotidiana y bruta, aunque no deje de manifestarse en ella; afecta ms bien al sentido de dicha experiencia, a la armadura inteligible que la hace conceptualizable y a travs de la cual es-tructuramos nuestras aspiraciones y nostalgias.

    Habr, pues, que decir que la muerte de Dios y la del hom-15

    Ibdem, pg. 345. 16

    Ibdem, pg. 398. 17 Ibdem, pg. 353.

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    bre no pasan de ser muertes culturales, muertes que se producen slo en el interior de un lenguaje, dentro del cual tanto Dios como el hombre tenan un sentido. Ese lenguaje, que desde Nietzsche se ha vuelto sospechoso y problemtico, corresponde a la configuracin de unas conceptualizaciones sobre las que se apoyaban la metafsica y la moral tradicionales. Configuracin conceptual, porque gracias a ella podamos orientarnos respecto a los puntos cardinales del sentido y los valores: el sentido su-pone un punto de partida y un punto de llegada, un antes y un despus; los valores suponen un arriba y un abajo o una dere-cha y una izquierda, en funcin de lo cual podemos realizar nues-tras opciones para la accin. En su ingenua simplificacin, el ca-tecismo ilustraba todo esto con aquella imagen arquetpica del hombre como un ser en la encrucijada de dos caminos: el de la virtud, estrecho y ascendente que conduca a una meta de luz y esplendor, y el del vicio, laso y descendente, que conduca a las tinieblas y el caos. Se saba a dnde se iba o por lo menos a dnde se deba ir, porque se tena una visin estructurada y jerarquizada del mundo, que tena establecido ya de antemano el punto o meta de mayor plenitud del ser y el de mayor po-breza de ser; y en consecuencia la meta de la dicha y la de la desgracia. Una configuracin semejante slo es posible si se or-dena y estructura en torno a un centro, del que todo surge y al que todo vuelve; un punto central que los filsofos denomi-naban principio y que Platn design como el Bien. Con este nombre, cargado de tan rica tradicin, el hombre imaginaba un universo lejano de estructura muy simple: un punto fijo, consis-tente y firme, a cuyo alrededor se extenda una amplia y generosa circunferencia y que resuma, en una reduccin simplificante, la diversidad y la multiforme gracia de los dones. Direccin, sen-tido, centro: en estos tres trminos, fuente de tantas nostalgias, est el secreto del 'principio', su verdadera esencia 18.

    Ahora bien, si admitimosy ya precisaremos las razones de esta admisinque la crisis de nuestro tiempo es la crisis de todo principio, del tipo u orden que sea 19, comprenderemos fcilmente por qu el principio-hombre es tan vulnerable como

    18 Stanislas BRETN, Du principe, Pars, 1971, B.S.R., pg. 284.

    19 Ibdem, pg. 273.

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  • el principio-Dios, al que cierto humanismo pretenda suplir y relevar. Una concepcin que borre y excluya de s toda idea de centro o principio, haciendo imposible cualquier referencia a di-cha idea, no dar ms contenido sustancial al significante hombre que al significante Dios. Si no hay ya centro alguno o, por em-plear otro trmino, no hay absoluto, lo que menos importa en-tonces es el nombre que se le d a ese centro o a ese absoluto: Dios, hombre, razn, materia... son todos sustantivos vacos de contenido referencial real, ya que se ha destruido la estructura que les proporcionaba un sentido. Reemplazar un principio de arriba por un principio de abajo supondra en cualquier caso conservar un principio o un centro y consecuentemente la es-tructura gravitatoria del viejo edificio metafsico. Pero lo que se nos dice es justamente lo contrario, que esa vieja estructura ha saltado hecha aicos.

    Nos preguntamos, pues, cules son las razones que han po-dido conducir a conclusiones tan extraamente radicales? Es ver-dad que, una vez abierta la brecha de la sospecha, resultara arbi-trario poner diques en ella. La fuerza de la negacin radica en que puede alcanzar tantos objetivos como razones para ella se tengan; razones que, por otra parte, desaparecen en la vorgine que ellas mismas provocan: las razones que se tenan para negar la realidad de Dios quedan a su vez absorbidas y evaporadas por las razones cientficas que se tienen para negar la realidad del hombre. Se ha abierto una dinmica de la negacin que se auto-abastece en su propio proceso analtico de conocimientono ol-videmos que todo anlisis descomponey que convierte en pre-carias y provisionales todas las nociones sintticas que pretendan subordinarse a dicho conocimiento. As ocurre con las nociones de materia, naturaleza, hombre, mundo; no son ms que envol-torios metafsicos de los diferentes sectores en que se efecta el trabajo de penetracin cientfica. Pero una tal penetracin no deja el envoltorio intacto; ste rpidamente queda desbordado por el aparato analtico al que le proporcionaba un objeto y un ttulo. Quin puede decir, por ejemplo, lo que es la naturaleza de las ciencias de la naturaleza o el hombre de las ciencias del hombre (humanas)? Estos viejos trminos no son ya las banderas que marcan las avanzadillas de la ciencia, mostrndoles el camino; se asemejan ms bien a vestidos desfasados hechos para cuerpos

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    que han crecido o incluso que han cambiado de forma. El cono-cimiento analtico no progresa bajo el techado de un edificio metafsico que le organice sus resultados; camina ms bien a tientas en un vaco metafsico; o si se prefiere mejor esta ima-gen: no estructura sus caminos en torno a un nico planeta, previamente acotado y definido, sino que los dispersa por un espacio intersideral del que nadie sabe cul es el centro y cules son sus fronteras.

    Este rechazo, sin embargo, de un principio metafsico como unificador de todos los conocimientos no cabe imputarlo al pro-ceso cientfico en s mismo. Si el proceso cientfico rechaza de-terminadas nociones por su inconsistencia explicativa en los m-bitos que le son propios, eso no supone que rechace la hiptesis de un principio unitario, hiptesis cuya elaboracin es de otro orden y que pertenece a otras competencias. En realid