cuentos ilustrados

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Libro de cuentos e ilustraciones producido por la Facultad de Diseño y Comunicación de ISIL.

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©ISIL S.A. 2012

Av. Benavides 779, Miraflores. Lima-Perú

www.isil.pe

Facultad de Diseño y Comunicación.

Coordinación y producción: Ítalo Carrera, Sandra León, Liliana Higa.

Diseño de cubierta: Víctor Cruz.

Diseño y diagramación: Santiago López Bocanegra.

Corrección de estilo: Carmen Escobar, Carlos Sotomayor.

Ilustraciones: Thomas Leiva, Felipe Cortázar, Susana Venegas, Claudia Valenzuela, Christian Ayuni,

Daniel Peña, Pierre Jaramillo, Omar Vite, Mariño Pérez.

Acabados: Ángela Quispe.

Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, por cualquier medio, sin consentimiento escrito de los editores.

Sumario Prólogo 7

Miedo en la playa 13

Arando el corazón 19

El limbo de los sueños 27

El sueño más profundo 33

Sendero en casa 39

Común y corriente 47

El tesoro del rey Dasha 55

Es marzo para Humberto 61

Subiendo a la tierra y bajando al cielo 69

Veintiuno 75

Nada es más liberador que el simple acto de volcar en palabras nuestros sueños más profundos, sumergidos en el océano blan-co de una página en estado puro.

La capacidad de abstraer una idea -que involucra sentimientos, recuerdos, fantasías- y comunicarla de modo tal que conecte con las emociones del lector, es un privilegio que no muchos tienen, pero que todos anhelamos.

A lo largo de nuestra vida incorporamos conocimientos que nos permiten crecer e integrarnos dentro de un imaginario cultural definido por el entorno social al que pertenecemos. Comunicarnos es una condición humana que nos trasciende como individuos y nos conecta como personas.

Prólogo

De este modo, la sensibilidad, el conocimiento y la creatividad presentes en la construcción literaria se convierten en fundamento pedagógico de nuestra formación. La importancia de la palabra escrita adquiere aún más significado en una época atravesada por el impacto de la inmediatez irre-flexiva de los medios digitales. Aquello que la letra define dejando huella es un tributo a nuestra condición humana, es la señal de eternidad que de una u otra manera perseguimos.

La intimidad expuesta en las palabras y compartida con el lector, desnuda ante la mirada externa el alma del autor. Una desnudez honesta que el sim-ple –y a la vez complejo- acto de la escritura legitima en el presente para garantizar su presencia futura.

Los textos aquí presentados son un claro ejemplo de cómo las vivencias –reales o ficticias (¿acaso importa saberlo?)- se materializan en emocionadas historias que les dan vida nuevamente. Presentes están los temas universa-les –vida, muerte, amor, desamor, entrega, sacrificio-, que nos igualan en nuestra naturaleza humana.

El gran Carlos Fuentes decía “Ese es el secreto de la literatura. Si te quedas en lo puramente local, desaparece pronto, si te vas voluntariamente a lo universal no vas a lograr la base real que te da la sociedad. De manera que es una mezcla de las dos cosas: lo universal y lo local van juntos, uno no puede prescindir del otro y, si se prescinde, la obra fracasa.”

Como educador siento una enorme felicidad al prologar esta obra. Es la concreción de un proyecto y a la vez un espacio que congrega el talento de algunos de los muchos exponentes del joven talento peruano que día a día llenan las aulas de ISIL.

“Depende de nosotros que la buena literatura siga existiendo, por el goce incomparable que produce, y por lo fundamental que es si queremos tener un futuro en libertad.” Las palabras de Mario Vargas Llosa sintetizan el com-promiso profundo que asumimos ante lo que este libro representa.

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído”, decía el Maestro Jorge Luis Borges.

No podría estar más de acuerdo.

Estas páginas confirman mi orgullo por haberlas leído.

Marcelo Ghiolima, octubre 2012

A todos aquellos que se involucraron en este proyecto.

Miedo en la playa 13

Miedo en la playaPor: Gabriel García Rodriguez ILUSTrACIÓN: Omar Vite León

-“Es un día extraño”-, piensa Verónica.La brisa marina golpea con fuerza su rostro y cuerpo. Cierra los ojos y piensa que tranqui-lamente podría estar en un día de playa en Punta Hermosa o en

Señoritas pero esta en la Florida, en FT Lauderdale para ser precisos y ahí nunca corre viento ni nada que se le parezca, salvo en temporada de huracanes, y es precisamente por eso, que la gente moriría de calor sino fuera por el aire acondicionado.

Esta echada en su toalla sobre la arena sin pensar en nada en particular. A su derecha descansa Omar, ella lo contempla mientras él duerme. Su pelo marrón oscuro y sus grandes ojos color caramelo fue lo primero que la cauti-varon, es un hombre bello por fuera y por dentro piensa Verónica. Él duerme

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plácidamente con una inocencia casi infantil pero ella lo conoce y sabe que detrás de esa aparente calma se esconde un hombre de carácter fuerte que hace temblar a toda la cancillería si las cosas no se hacen como él quiere, un hombre de una inteligencia desbordante que solo se compara con la bondad de su corazón.

A lo lejos ella siente que un vehículo se está acercando a la playa, voltea y observa que una camioneta roja se va aproximando- “que odiosos, ya no se-remos los únicos en la playa”- piensa Verónica, vuelve a su anterior posición y le da la espalda a los nuevos veraneantes. Omar despierta súbitamente y le pregunta si quiere meterse al mar, ella dice que no, que recién han llegado y que el bloqueador aún no hace efecto, él no insiste, sabe que su esposa tiene la piel muy blanca y que el sol de la Florida es inclemente.

Ella se queda en su sitio y ve como su esposo corre en dirección al mar, se pone los lentes de sol y trata de dormir un rato, no puede, no se siente rela-jada. Algo le impide sentirse tranquila, de pronto empieza a sentir miedo, escalofríos inexplicables y decide pararse e ir al mar junto a su marido. Se sienta para tratar de ubicarlo y lo ve a lo lejos conversando en el mar con otra persona, un hombre.

–“Dios mío por favor ayúdame”- Piensa Verónica, en su cabeza. El hombre parado conversando con su esposo es Hans.–

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-“Dios mío por favor ayúdame”- Piensa Verónica, en su cabeza. El hombre parado conversando con su esposo es Hans. –“¿Pero cómo diablos?. No es posible lo condenaron a 5 años, es imposible que este libre. Qué imbécil soy, dos años de soltera en Lima, más casi tres de matrimonio con Omar, dios son los cinco años, Ya ha salido. Que estúpida soy como se me ocurrió regresar a Miami”- Todo esto piensa mientras las lágrimas ya brotan por sus ojos y le queman como si fueran de fuego.

No puede hablar, se le ha ido la voz como en la escena más terrorífica que pueda recordar. Lo de Hans nadie lo sabe, salvo sus padres y sus amigas más íntimas. Ella no hizo nada malo, su único error fue haber creído en un mentiroso.

Es increíble, parece como si los años o la prisión no hubiesen pasado por la vida de Hans. El luce exactamente igual, como si el tiempo se hubiese detenido aquella tarde del 2007 a la salida del juzgado.

Las escenas de aquel día, de su relación tormentosa de cuatro años con él, de los momentos tan difíciles cuando vivían juntos en Florida, todo empieza a aparecer en la mente de Verónica como una película vieja y desgastada. Aquel verano del 2005 que viajaron juntos al Perú, aquel verano en que sus sospechas acerca de las actividades ilícitas de Hans se iban haciendo más evidentes, aquel verano que empezaba a morir y daba paso a la noche más oscura que ella haya tenido que vivir.

De pronto ellos empiezan a caminar hacia Verónica, en paso lento pero se-guro y ella puede ver que el rostro de su esposo tiene una expresión extraña, desencajada y ella teme lo peor. Seguro Hans le ha contado sobre la relación que tuvieron, sobre los años de cárcel en Miami, sobre los silencios y la su-puesta traición que ella cometió.

Miedo en la playa

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Ella piensa que es el fin de todo, que Omar no le perdonará que le haya ocultado toda esa historia tan desagradable, larga y dura. Verónica piensa pedirle perdón, por no haberle contado esa parte de su vida, por haber que-rido acabar de raíz con recuerdos que aún duelen y mortifican su existencia. Por recuerdos que hasta hace no poco, le hicieron derramar algunas lágri-mas en la sala de su departamento en San Isidro, sentada en la oscuridad, amparada en el sueño profundo de su marido en la habitación de al lado.

Tiene terror porque sabe que Omar no se lo perdonará, porque seguro él pensará que siempre le ha mentido y que si se ha callado toda esa historia es porque ella también tuvo algo de culpa en todo ese escandaloso asunto del narcotráfico. Como explicarle a su marido que cuando ella empezó a salir con Hans, tenía apenas 18 años y que se enamoró profundamente y que tontamente idealizó en todo sentido a ese hombre que ahora camina junto a él y van en dirección hacia ella.

Ella siente que su cara esta inundada de lágrimas y la siente roja, una mezcla de miedo, tristeza y vergüenza se apoderan de ella. –“¿Por qué estas lloran-do Verónica?” – Pregunta Omar, una vez que terminan de acercarse.- “Hace un rato me acabo de enterar de algo muy desagradable y necesito decírtelo-, -“¿De que te haz enterado Omar?”. –“Me encontré con este hombre hace un rato en el mar y me contó una historia horrorosa, dice que hace poco un narco salió de la cárcel y que apuñaló salvajemente a su ex amante en esta playa. Me dice que tengamos cuidado y que mejor nos marchemos de acá”.

Hans sonríe, mira a Verónica y se presenta.-“Gracias por todo, ya nos va-mos”- dice Verónica. –“Por nada, es tan solo una historia”- contesta él.

GAbrIeL GArCíA rodrIGUez: Escribo porque alimenta mi alma y me ayuda a crecer como ser humano. Solamente mediante la escritura de mis cuentos o relatos puedo llegar a muchas personas, sacarles una sonrisa o hacerlos reflexionar un momento.

Arando el corazón 19

Arando el corazón

Por: Omar Sánchez Ponce ILUSTrACIÓN: Susana Venegas Gandolfo

Con 64 años a cuestas, Rolando salía de Sala de Operaciones .Sa-bía que tal vez era una de las últimas operaciones que realizaría. Era uno de los mejores cardiólogos del país.

Se sentó en el escritorio de su oficina en el hospital, le dio un sorbo a su café tibio. Miró sus manos, las frotó por un buen rato mientras las sentía ya algo ásperas y temblorosas por el paso de los años. Tenía dificultad para respirar y un ligero dolor en el hombro izquierdo. De repente la imagen de su padre llegó a su mente, sonrió y una lágrima comenzó a rodar por su mejilla. Se acordó de todo lo que sucedió ese día en la chacra familiar, el día que todo el camino de su vida encontró el horizonte.

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Nació en Zuñiga, un pueblo en Cañete. Se vivía consumiendo lo que se po-día cosechar o vender. Vivía en una casita de adobe y piso de tierra con sus padres y dos hermanos.

Un día luego de haber terminado de almorzar su padre le dijo que lo enviaría a Lima a estudiar secundaria.

—No me voy, me quedo. Papá, dime en qué quieres que te ayude pero no me digas que me vaya—. Tenía miedo, estaba aterrado.

Su padre lo tomó de la mano.

—Está bien, desde mañana empiezas a trabajar conmigo, te levantas a las 5 am y nos vamos a la chacra—.

A las 6 am salió con su padre a la chacra. Le encargó que saque todo el monte y maleza de la tierra con las manos, para prepararla para sembrar. Era un gran terreno, más o menos 4 cuadras del largo y media de ancho.

— No me voy, me quedo. Papá, dime en qué quieres que te ayude pero no me digas que me vaya —. Tenía miedo, estaba aterrado.

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El sol de a pocos empezó a apoderarse del cielo. El dolor de espalda, de hombros y el sudor que caía en grandes cantidades por su frente denotaban el esfuerzo. Era casi mediodía cuando terminó con esa labor.

—Ya termine papá— decía con una cara llena de sudor pero una sonrisa de satisfacción.

—Muy bien Rolo, ahora junta todo el monte seco y quémalo en el descampado.

Estaba extenuado, no podía mover bien los hombros con facilidad y le do-lían las manos.

—Rolo deja que se queme solito, vamos a almorzar.

Su padre puso su mano en el hombro de Rolando. Él disimulaba el cansancio y el dolor.

—¿Cómo te sientes trabajando conmigo? ¿Te gusta?— preguntaba su pa-dre con una mirada y sonrisa cómplice.

—Si papá—, mentía con otra sonrisa seguida de una mirada al suelo ro-gando que se acabe el día. Demoró en comer porque el dolor de las manos no le dejaba agarrar con facilidad la cuchara.

—Bueno, ahora me vas a ayudar a hacer las zanjas para las plantas— dijo su padre.

— Ya papá. ¿Qué hago?

—Agarra primero el trinche para suavizar la tierra.

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Cogió el trinche en forma de un gran tenedor. Tenía que hundirlo y luego sacar la tierra con fuerza.

Su padre avanzaba con agilidad y rapidez. Rolando trataba de seguirle el ritmo, pero sus manos no le respondían. No podía flexionar sus brazos, cada movimiento hacia que el trinche pese más y más.

Eran casi las 4 de la tarde y ya no podía más, no tenía fuerzas.

—Apura hijo antes que se vaya la luz del sol , ya no vamos a poder trabajar más tarde

Veía a lo lejos que su padre estaba con la pala dando forma a los surcos por donde tenía que pasar el agua. En toda la chacra solo faltaban dos surcos, los que debía hacer Rolando.

Rolando vio las palmas de sus manos llenas de ampollas, algunas partes en carne viva, sangrantes, no podía hacer puño con ellas, estaban petrificadas.

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Su cuerpo se movía por inercia, cada músculo se había puesto de huelga ante el abuso al cual habían sido sometidos, sus articulaciones se negaban a moverse más, era todo lo que su cuerpo podía aguantar.

Las 6 de la tarde. Su padre terminó de arreglar los surcos que Rolando no pudo hacer. Quedó inmóvil viendo a su padre terminar los surcos que debía haber hecho.

—¿Qué pasa? Mira tus manos Rolito— decía su padre cogiéndole ambos hombros con sus manos.

Rolando vio las palmas de sus manos llenas de ampollas, algunas partes en carne viva, sangrantes, no podía hacer puño con ellas, estaban petrificadas.

—No puedo más papá— lloraba lleno de vergüenza y herido en su orgullo.

—Mira ahora mis manos Rolito— Decía su padre llevando las yemas de sus deditos hacia sus viejas manos, ásperas y con callos - ¿Sabes por qué hago todo esto hijo? Levantarme temprano, cuidar la chacra y re-garla para poder vender algunas cositas.

Su padre sonrió y le dijo algo que jamás olvidará.

—Lo hago para que ni tú, ni tus hermanos lo tengan que hacer. Esta vida es dura Rolito, el trabajo nunca acaba y tú tienes la oportunidad de poder hacer otra. Puedes ir a Lima donde no usaras las manos para arar la tierra, las usaras para hacer y crear cosas; usarás tu inteligencia para ser un hombre de bien y un profesional. Tienes una oportunidad que yo

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no tuve, te doy todo lo que mis padres me dieron pero te doy también el chance que puedas ser mucho mejor. No te digo que te vayas, te digo que seas mejor. Tú siempre serás mi hijo y siempre estaré orgulloso de ti.

Abrazó con todos sus fuerzas a su padre. Le había enseñado con una simple lección, cuanto lo quería

Mirando sus manos, ya temblorosas, solo atino a sonreír. Su última opera-ción había sido exitosa.

Sentado en su silla, había sido derrotado por el enemigo que siempre había vencido otras veces. Un infarto estaba acabando con su vida. Rolando pensó en su familia, en lo que consiguió gracias a la influencia de su padre y son-riendo dijo con su último suspiro “Papá…lo logré”.

omAr SáNChez PoNCe: Desde niño siempre me gustó imaginar historias, crear personajes o recrear alguna experiencia vivida. Cuando empecé a escribir me di cuenta que esas historias las podía plasmar en papel y com-partirlas con otros.

El limbo de los sueños 27

El limbo de los sueñosPor: Roberto Vargas Soriano ILUSTrACIÓN: Claudia Valenzuela Suarez

La miró caminar por las sendas en donde la soledad es errante

— Réquiem —

Hola, ven y siéntate conmigo frente a la división del horizonte. El reflejo circundante nos llama a contemplar la oceánica belleza que inunda este mundo. Hoy compartiré contigo lo que queda de la noche. ¡Pero qué descor-tés de mi parte!, no me he presentado, no te diré mi verdadero nombre ya que saldrías despavorida, llámame Réquiem. Y tú niña, que has buscado en este oscuro mar la maravillosa y maldita soledad, te llamaré Luz, porque como tal, nunca deberían dejar de brillar los faros en el mar de la desesperanza.

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Siento los deslizamientos entre los últimos y lejanos dedos que tocan cada granulo de arena, que sumadas no pueden ni llegar a completar los años de vida del Dios que hoy te trajo aquí, ese Dios que sabe que cada creación que pisa esta tierra, es devuelta a sus orígenes primarios gracias al que te habla ahora tan congraciadamente. Deja que pasee mi vista por tu ser mientras te hablo ¿si?, mi mirada que ha sido testigo de las existencias más absurdas, vidas que nunca han tenido la oportunidad de ver lo que te voy a mostrar ahora. Y te admito que no he hablado con alma más pura que la tuya en lo que van ya muchos siglos.

Te voy a entregar un libro sagrado y me iré, ya que yo no puedo verlo, sólo las personas que tienen la bendición de estar vivas pueden hacerlo, y yo, pues simplemente no puedo.

Te voy a entregar un libro sagrado y me iré, ya que yo no puedo verlo, sólo las personas que tienen la bendición de estar vivas pueden hacerlo, y yo, pues simplemente no puedo.

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— Luz —

Enamorada del misterio que irradia el momento, despierta su joven curio-sidad hacia el suceso enigmático. Entierra los pies en la arena y agradece al viento guía por su travesía. Se aleja de la bienvenida que le da la portada, de sus primeras y vacías hojas de lino. Se detiene en un indescifrable símbolo, y halla grabada una detallada y magnifica ilustración, un druida hablando con los dioses de la naturaleza. No hay texto alguno que narre o explique dicha imagen. Las figuras consumen toda la hoja, y la enumeración de la página se resume al inferior derecho de su cara, en símbolos complejos que se mezclan con animales quiméricos. Pasa suavemente las hojas sin dejar de lado cada minúsculo detalle. Las imágenes cobran coherencia de manera secuencial, pero se da cuenta que no cambia mucho el contexto de la histo-ria, sigue el sabio con sus dioses, como rogándoles que se cumpla algo con suma urgencia, una petición desconocida, pero manifestada en un ademán de tristeza y súplica.

Ya navegando por sus últimas páginas, se pregunta así misma por el pedido desmesurado y repetitivo de aquel personaje retratado de forma secuencial, pero le causa más intriga notar que las escenas no corren la misma suerte, son dibujos diferentes, el movimiento de las flores, el ondular del ropaje, hasta el cielo muestra su fluidez fragmentada hoja por hoja. Cada grabado, cada segundo, como si el artista que realizó la obra tuviera la habilidad de controlar el tiempo y el espacio a su antojo.

La gélida brisa marina la obliga a que preste atención a la noche. Se separa de la ilación de la obra. Mira a su alrededor y no logra divisar a nadie. En las pausas del oleaje escucha el paso de alguien, siente una siniestra presencia en la oscuridad, una agitada respiración le revela a alguien no muy lejos de ella, rodeándola con pasos irregulares y entorpecidos.

El limbo de los sueños

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— Réquiem —

No te preocupes niña, soy yo. No soy más ni menos que cualquier ángel que se rebosa bajo los querubines cantares del limbo de los sueños, sólo que vivo en un infinito luto que no entristece, ya que me dedico a lo que ellos no quieren dedicarse y cumplo un determinado fin. No sé qué has visto en ese libro, pero conozco a ese pobre anciano que estuvo largos años rogando tu existencia ante los dioses paganos, y déjame decirte que lo logró. No tengo idea de porque lo hizo, pero debes de ser especial. Tenía la necesidad de mostrártelo antes de que despertaras, ya que gracias a él, hoy no te llevaré conmigo, sólo hasta que la vejez toque tus últimos días.

Olvida este sueño, como los demás sueños que olvidarás, y despiertate de una vez.

roberTo VArGAS SorIANo: Me gusta escribir porque pienso que es una forma de trasmitir sinceridad, porque al escribir uno lo hace solo, y en esa soledad, no eres hijo, hermano, padre o amigo, eres solo tú .

El sueño más profundo 33

El sueño más profundoPor: Antonella Manrique Vilca ILUSTrACIÓN: Daniel Peña Bresciani

En algún tiempo, hubo una parte de mi casa que me causaba esca-lofríos; sentía que había algo escondido allí y que solo buscaba aquel instante oportuno para salir.

Jamás dije nada a nadie, solo trataba de no prestarle atención, pues algo dentro de mí me decía que no era buena idea el averiguarlo.

Ya había hallado la manera de calmar mi curiosidad durante el día, me man-tenía ocupada ayudando a mi abuela a cuidar sus preciadas plantitas; luego, ella me contaba una historia en la que siempre había un héroe, y en la que yo, continuamente, era la protagonista; Siempre juntas, así nos gustaba es-tar, al menos hasta que llegase la noche.

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El momento más triste de un día, lo propiciaba un beso. Uno de esos en mi frente, era señal de que ella ya se iba.

Y como si fuera magia, desaparecía.

Sola durante las noches, era difícil asimilarlo, más aún cuando solo tienes 12.

No era tanto el temor a quedarme sola, sino, era el miedo que le tenía a mi curiosidad.

En cualquier momento me podía traicionar.

Acostada en mi cama, me dedicaba a rezar; pero la idea de saber que había algo ahí mismo, a pocos metros de mí, esperando a ser encontrado, solo me ponía ansiosa, desaparecían mis ganas de dormir.

Y así eran mis noches, era una niña la cual no se permitía así misma soñar, la cual luchaba por no caer en el error de la curiosidad, pues sentía que podía perder aquello que creía tener.

Abrí los ojos intempestivamente, impresionada por aquel último acto, y vi como aquella luz se disipaba lentamente.

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Pero un día, se me hizo inevitable.

No pude más, me encontraba aquella noche frente a mi espejo y me decía que ya era el momento, ya había esperado mucho para eso.

Muy dentro de mí, fuera de esas ganas increíbles por saciar mi curiosidad, sabía que ya estaba lista.

Fue entonces que me dirigí a mi habitación, donde se encontraba aquella pequeña puertecita blanca, que jamás había sido abierta.

“Pareciera que estuviese hecha para mí” – pensé.

Esa noche, aquella puertecita tenía el color blanco más puro que el de un lirio.

Me sentí tan atraída que cuando pretendía darle el beneficio a la duda, ya era tarde la puerta ya se había abierto.

Una de mis manos, en un acto de desesperación, actuó por si sola y giró la dorada perilla.

No podía ver nada, solo había una inmensa luz que me cegaba.

Trataba de avanzar dando pequeños pasitos, tenía mucho miedo; con un brazo me cubría los ojos y el otro, lo mantenía extendido por si llegara a tocar algo.

De repente, tuve una sensación muy extraña, sentía como si alguien me estuviese cogiendo la mano y la acariciaba suavemente.

Me paralicé. Pero al mismo tiempo me invadió una sensación de tranquili-dad, me hacía sentir segura, ya no me cubría los ojos pero aún los mantenía cerrados.

Escuché muy cerca de mi oído una dulce voz que dijo: “tranquila Sofía, aquí estoy, ya no tengas miedo de ver a tu alrededor, aquí estoy.”

Y besó mi frente.

Abrí los ojos intempestivamente, impresionada por aquel último acto, y vi como aquella luz se disipaba lentamente.

Ya no me encontraba de pie, estaba echada y había alguien recostado en mi pecho sollozando y cogiendo mi mano con aquella ternura que había logrado paralizarme.

¿Mamá? – pregunté suavemente

Su mirada fue la que me respondió.

Ese día recibí el abrazo más largo de mi vida, y el más placentero.

Entendí que había permanecido en silencio durante mucho tiempo, y que ella siempre estuvo ahí.

Aquel día desperté, de mi sueño más profundo.

ANToNeLLA mANrIqUe: Me encanta el lado artístico que poseo, me encan-ta crear situaciones y personajes desde pequeña. Mis experiencias,  las vivencias de los demás, son el complemento perfecto a mi imaginación.

39Sendero en casa

Sendero en casaPor: Ántero Gargurevich Feijoó ILUSTrACIÓN: Thomas Leiva Torres

“El terrorismo nace del odio, se basa en el desprecio de la vida del hombre y es un auténtico crimen contra la humanidad” - Juan Pablo II.

9 de febrero de 1992. Son las tres de la mañana y el sonido de los niños pa-teando un balón en el parque frente a mi casa resulta insoportable. Durante horas se escuchó el bullicio de los pasos desesperados detrás de la pelota desinflada de Henry, un flaco de la cuadra. En el afán de escapar de ese sonido me acurruqué en la cama junto a mis padres pero pasó una hora y la historia no cambió. De pronto, de manera impertinente el juego se detuvo. “¿Algo sucedió?”, me pregunté sorprendido, mientras el sonido del silencio inundó la madrugada… Sin embargo, el sueño aún era insuficiente.

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Recuerdo aquel día como si fuera ayer, era cumpleaños de mi padre y en casa mamá preparó una cena para recibirlo.

Cuando llegó nos reunimos todos en la sala y cantamos el tradicional “Happy Birthday”. La sonrisa de papá era inmensa, sus carcajadas y sus muestras de cariño hacia mi hermana y a mí no paraban.

Sandrita, en ese entonces, tenía ocho años y cursaba el tercer grado de pri-maria en un colegio de la zona, a diferencia de mí que con dos navidades encima pasaba mis días jugando con los hijos de la empleada del hogar.

¿La razón?, nunca nadie estaba en casa y no tenían a quien dejar a mi cui-dado. Usualmente turnaban para irme a recoger; a veces era mamá, otro día papá y raramente mi hermana. Ese día no fue la excepción.

Mamá vestía una blusa roja y tacos altos, era usual verla en sastre al salir del trabajo. Siempre decía que el mejor ejemplo para sus alumnos tenía que partir de ella, por eso evitaba bromear con nosotros delante de los demás. Su imagen era de una mujer dura y dedicada a su familia. El colegio en el que trabajaba se llamaba Virgen de la Merced y era parte de una ONG encargada de construir instituciones educativas en las zonas rurales de la capital.

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El terrorismo en esa época generó que países de Europa, como Francia, Ita-lia, España y Holanda tuvieran los ojos puestos en el país, y la mejor manera de ayudar a salir de la recesión era poniendo colegios. Mi mamá o “Charito”, como le decían, fue directora de uno de ellos en Ancón, lugar alejado de Lima en el que nos instalamos por su comodidad laboral y donde finalmente me crié.

Al igual que mamá, papá también estuvo ligado a la educación, pero en un nivel superior. Él era profesor de Filosofía y Sociología en la Universidad Ma-yor de San Marcos (UNMSM) y en la Universidad del Callao, en ambos casos enseñó desde que era estudiante. Destacado entre sus colegas catedráticos, por su apasionada labor pedagógica, papá aprovechaba su juventud para llegar con mayor esmero a los universitarios. En las mañanas dictaba clases de Filosofía, en las tardes de Sociología y en las noches estudiaba Derecho. Siempre fue alguien comprometido con su desarrollo profesional, pero tam-bién con el avance del país.

“Si el Perú se librara de corruptos todo sería diferente”, repetía cada vez que escuchaba en la transmisión de RPP algún discurso improvisado de un político.

Esa noche, luego de las celebraciones del cumpleaños, decidimos ir a dor-mir. Sandra, mi hermana, se acomodó en uno de los sillones de la sala, mientras yo, aturdido por el juego de fulbito de los vecinos busqué refugio junto a papá. Luego, el silencio detuvo la noche y el sonido de una sirena se escuchó a lo lejos. En la oscuridad, las luces amarillas de autos ingresaban al cuarto. “¿Qué pasa?”, me preguntaba mientras intentaba ver por la ventana pegada a la cabecera de la cama. Con esfuerzo logré ponerme de pie y mis ojos vieron la calle, lo que vi fue espeluznante.

Sendero en casa

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Personas uniformadas de verde ingresaban sigilosamente a las casas y saca-ban a los padres de familia, una vez en la calle los arrodillaban y azotaban hasta que dieran alguna información que ellos buscaban. Yo no entendía nada. De pronto me percaté que los hombres cada vez estaban más cerca de casa. Con un esfuerzo sobrehumano intenté advertirle a papá pero ya era demasiado tarde.

De un golpe potente abrieron la puerta. Los gritos desesperados de Sandra se escucharon en la sala. Papá despertó al escuchar el llanto de mi hermana, cogió una escoba y caminó hacia ella. Los hombres de verde confrontaron su fuerza y con maniobras marciales lo mandaron al piso.

“¡Déjenlo, ¿Qué quieren?!”, preguntaba mamá mientras sus brazos tem-blaban alrededor de nosotros. “¿Qué buscan? Él no ha hecho nada”.

De un golpe potente abrieron la puerta. Los gritos desesperados de Sandra se escucharon en la sala. Papá despertó al escuchar el llanto de mi hermana, cogió una escoba y caminó hacia ella.

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Papá parecía adormecido por la golpiza y con mucho esfuerzo logró ponerse de pie, las marrocas rodearon sus muñecas y a empujones fue sacado a la calle. De un auto negro como la noche estacionado a pocos metros bajó un hombre bajo de aspecto temeroso.

“¿Así que tú eres el soplón no?, Te cagaste por meterte con nosotros”.

Papá reaccionó y exclamó por nuestra liberación.

“Ellos no tienen nada que ver carajo. Déjalos tranquilos, es mi familia”.

El hombre cada vez más cerca de él ascendió la cabeza en claro aviso de que nos dejaran libres, pero mamá no quería huir. Ella no iba dejar a papá solo, menos aun cuando una corazonada le decía que el terrorismo había llegado a su casa. No se equivocó.

El hombre cada vez más cerca de él ascendió la cabeza en claro aviso de que nos dejaran libres, pero mamá no quería huir.

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El interrogatorio se hacía más intenso con el pasar de los minutos. Ver a mi padre sangrando era impactante, el llanto no aguanto en mí y empezó a emerger. Papá, al ver las lágrimas caer de mi rostro pidió parar el castigo por un momento, se acercó a mí y tranquilo dijo a mi oído “Nada va pasar, solo estamos jugando”. Esa frase calmó mi llanto.

Las sirenas advirtieron a los hombres de verde que la policía se acercaba, en un acto apurado por dejar la escena todos volvieron a sus vehículos.

En la pista, solo quedaron el hombre bajo y papá. Sus manos lo ayudaron a levantarse y subir al auto mientras le decía “Hermano, esta lucha valdrá la pena. Tu vida tendrá sus frutos para el país”. Su arma apunto su rostro. Mamá cubrió mis ojos y los de mi hermana, los siguientes segundos no se oyó nada. Un sonido fuerte se escuchó a lo lejos, y las manos de mi madre apretaron nuestros ojos cada vez más fuerte…

“Papá se había ido”, murmuró dolida.

Este cuento está dedicado a mi padre, “Sé que Arbasthios te seguirá cui-dando”.

ANTero GArGUreVICh: Escribo porque me da calma, porque me relaja, porque solo así enfrento mis miedos. Escribo para sentirme menos solo, para ser dueño de mis historias, de mis destinos. Escribo porque siento, porque lloro. Escribo para sentirme más humano.

47Común y corriente

Común y corriente

Por: Francisco Merino Córdova ILUSTrACIÓN: Felipe Cortazar Velarde

Frederick Hobbes es un joven común y corriente. Un chico alegre y divertido. Una persona tierna, dulce, locuaz, y, a veces, algo sardónica.

Le gusta socializar y, tal vez por esto, posee muchas cualidades que le ayu-dan a ser el centro de atención. En cuanto a su vida: la vive como todos. Tiene momentos felices y, también, melancólicos. Ratos de ansiedad por algo que él espera con desmesurada emoción y otros en los que permanece sereno leyendo un libro, matando al tiempo porque simplemente no tiene nada que hacer. Pero sobre todo tiene una vida ordinaria, como cualquier chico de 19 años.

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“Frederick es un muchacho normal, como tantos otros”, dice Mozart; su vecino de celda del manicomio en donde se encuentra internado desde hace ya cuatro meses.

Cuatro largos y fantásticos meses en los que aprendió rápidamente a estable-cer una comunicación afectiva con, casi, todos los pacientes de aquel centro de rehabilitación mental.

Desde la perspectiva de Frederick todos ellos son normales. Pero, en cambio, los enfermeros que los cuidan llevan una vida absurda, siempre van de un lado a otro sin hacer nada divertido. Solo los transportan, les dan de comer y los asisten en cualquier cosa indispensable según las reglas del Instituto Mental Niehls Bohr, pero, claro, no lo hacen por cariño o porque los estiman de alguna u otra manera, sino sencillamente porque esa es su obligación y por eso les pagan.

Ni siquiera se molestan en charlar un poco con ellos, ya que esa es la tarea de los psicólogos y psiquiatras de aquel centro de salud.

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“Parece que nos tienen asco”, le dijo una vez Frederick a su amigo y com-pañero de pabellón, “no entiendo sus motivos, ellos nos atienden porque nosotros somos sus amos y ellos nuestros sirvientes, y no sé por qué hasta evitan mirarnos a los ojos, creo que uno de estos días deberíamos hacer un cambio de personal”.

Frederick tiene una rutina privilegiada y poco ordinaria: Todos los días lo levanta un enfermero robusto a las 8 a.m. y le da de comer cuatro panes inte-grales con palta, un huevo sancochado y un delicioso jugo de papaya; dieta que el psiquiatra en trabajo con el nutricionista le han asignado.

Luego, se queda sólo en su celda y se dispone a seguir escribiendo su libro de amor. Lo ha titulado: No ames, sólo juega.

“Un excelente título para simplificar el extenso y complicado significado del amor”, escribe con entusiasmo al final de lo que será el prólogo.

Pasado un par de horas de constante creación literaria e inspiración de-mente, “porque los escritores tenemos tantas ideas en la cabeza que en un momento nos convertimos en personas psicóticas”, Frederick, saca su nariz al pasillo a través de dos de los catorce barrotes grisáceos que dan la forma rectangular a su celda, para respirar un poco de aire puro y, enseguida, se sienta al fondo, en la esquina derecha de lo que, posiblemente, será su ha-bitación permanente.

Permanece sentado alrededor de una hora mirando a la pared, nadie sabe por qué. Después voltea y pide que le coloquen su película favorita: The silence of the lambs.

Común y corriente

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“Algún día seré mucho más listo que Hannibal Lecter, aunque no pueda comer humanos ni matarlos, pero lo que sí podré hacer es ver a alguien y saber casi toda su vida con tan solo mirarlo a los ojos”, le dice todos los días al enfermero que se encarga de poner las películas aceptadas por el Dr. Huckman, el director del Instituto Mental Niehls Bohr.

La película dura una hora y cincuenta, y a las 2p.m., justo diez minutos luego de que haya culminado la película, Frederick es llamado a almorzar junto con sus compañeros de pabellón.

En el patio de comidas, Frederick tiene la costumbre de sentarse con su me-jor amigo: El ingeniero Eiffel. Gustave Eiffel, o como lo llaman todos: Inge, se encuentra recluido en un piso por encima del de Frederick.

“Algún día seré mucho más listo que Hannibal Lecter, aunque no pueda comer humanos ni matarlos, pero lo que sí podré hacer es ver a alguien y saber casi toda su vida con tan solo mirarlo a los ojos”

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Siempre tienen de qué conversar, y todos los días que se sientan juntos char-lan del avance de la novela de Frederick o del plano de la futura edificación que Eiffel levantará en París, o en alguna otra ciudad avanzada.

“¡La Torre Eiffel es el pasado! Ahora mi querido amigo John F. Kennedy quie-re que haga el diseño de un edificio de 2000 metros de altura.

¡Todo un reto para la ingeniería moderna!”, le comparte en ese momento a Frederick, que lo está escuchando con gran interés, como si fuera un típico discurso político que se sabe es falso pero, a la vez, convincente.

Al terminar la hora y media de almuerzo, establecida por el Instituto, los buenos amigos se despiden y cada uno se dirige a la terapia diaria que les corresponde. A Frederick le toca en la Sala de la Comunicación.

Allí, el psicólogo al mando realiza las dinámicas respectivas para que los pacientes puedan socializar con el mundo exterior, si es que algún día les dan de alta, situación que, por ahora, parece utópica.

“¡La Torre Eiffel es el pasado! Ahora mi querido amigo John F. Kennedy quiere que haga el diseño de un edificio de 2000 metros de altura.

Común y corriente

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Y en ese espacio circular permanece, junto con algunos pacientes de otros pabellones, hasta las seis y media, hora en que cada uno se dirige a los ba-ños para hacer cola ordenadamente y, así, esperar su turno para darse una cálida y refrescante ducha. Luego de cenar, a las 8.15p.m., Frederick Hobbes se encuentra en su cómoda cama con un polo azul y un short rojo como pi-jama, los únicos recuerdos palpables que tiene de su familia.

“Hasta mañana papá. Aún te estoy esperando. Visítame con la familia, les encantará mi nueva oficina. Te quiero”, le dice telepáticamente, como todas las noches, a su padre, quien ya no quiere volver a ver la decepción más grande que tuvo en la vida: un hijo loco… su hijo. Y, así, Frederick duerme. Se sumerge en sus sueños, e inconscientemente, se ve en casa con su fami-lia, abrazando a su papá.

Porque, después de todo, es un muchacho… ¿cómo se dice? Ah, sí: co-mún y corriente.

FrANCISCo merINo CÓrdoVA: Pienso que escribiendo puedo crear historias que no existen o que quizá desconozco, pero que me fascinaría descubrir y qué mejor que siendo yo mismo o, mejor dicho, mi cerebro para crearlas a mi manera.

55El tesoro del rey dasha

El tesoro del rey DashaPor: Lorena Orellana Cárdenas ILUSTrACIÓN: Christian Ayuni Chea

En Dioval reinaba Dasha, un hombre joven, sabio y muy justo. Era capaz de hacer cosas grandiosas, conseguir treguas imposibles y velar por el bienestar del reino; claro que no lo hacía solo, te-

nía a su lado a la reina Evangeline, una mujer hermosa y llena de vida, ella se dedicaba a ayudar a su esposo y a todas las mujeres del reino, las asistía en los partos y les enseñaba a tejer pequeñas zapatillas. La reina acompañaba a Dasha a todos los bailes, reuniones y trabajos que podían desempeñar juntos.

El rey Dasha había logrado terminar con la pobreza, la violencia y había reducido enfermedades y la depresión, con aquel método que solo él y la reina conocían, un método mágico y divino. Todos los días los reyes salían a trabajar con los pobladores, enseñando y ayudando, entre risas, cantos y comidas hasta el atardecer.

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El rey Dasha prohibió hablar de la noticia,

mandó sacar todos los diarios y guardó silencio.

Pero una mañana de octubre las hojas caían de los árboles y entrabas por la ventana, el aire llevaba un perfume de otoño, esos de hojas secas y un toque de nostalgia, mientras en la cama de los reyes, la reina Evangeline no pudo levantarse, se quejó de un fuerte dolor en el vientre. El rey Dasha por primera vez salió solo a trabajar con los pobladores y a su regresó la encontró muy grave, de inmediato llamó al médico, pero fue imposible, un extraño mal parecía haberse apoderado de ella. Se intentaron miles de pócimas, llega-ban curanderos de todos lados y todo era inútil; el rey intentó con su don salvador defender a su reina, pero fue en vano. La reina emprendió el viaje, ese viaje que nadie desea ganarse, pero que por alguna razón es seguro y sin retorno. Y ese fue el viaje de la reina Evangeline, como su nombre; como un ángel, ella emprendió el viaje y no pudo llevar a su rey.

El rey Dasha prohibió hablar de la noticia, mandó sacar todos los diarios y guardó silencio. El tema fue enterrado junto a la reina.

Al día siguiente volvió a sus labores, pero las lluvias empapaban las calles, era imposible salir de las casas. A los pocos días un desconocido virus entró en Dioval, los síntomas: falta de apetito, dolor al escuchar voces o ruidos, sensibi-lidad en la vista, pocas fuerzas para caminar y un dolor extraño en el corazón. Era el virus temido, pero en poco tiempo invadió a la población, los médicos no encontraban cura alguna y la única esperanza eran los poderes curativos del rey Dasha, a quien por cierto no se lo veía en semanas por el reino.

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Un día una mujer llegó hasta la puerta de su palacio y exclamó:

¡Dasha, regalo de Dios, he venido a postrarme ante tu palacio para suplicarte que cures al padre de mis hijos, el hombre al que uní mi vida se encuentra enfermo por un virus que nadie conoce. Yo no tengo la cura, pero tengo el valor de morir por él si necesita algo de mí; yo nunca pude darle hijos, pero le daré todo mi amor hasta la muerte! ¡Baja de tu palacio “Regalo de Dios” y sálvalo!

Y al escuchar esto el rey, se levantó de su cama y bajó rápidamente, caminó hacia la mujer y le dijo:

¡Llévame con él!

Caminaron hasta la casa del hombre enfermo y al verlo el rey lo miró fija-mente, como intentando salvarlo sin saber la receta de pronto le dijo:

¿qué mal tan grande te aleja de aquella mujer que tanto te ama?, el hombre lo miró y respondió entre balbuceos: El peor de todos y no pue-do luchar, quiero estar junto a ella y ni eso puedo, no soporto el roce de un abrazo, ni un beso, no puedo escuchar su hermosa voz y ya casi no puedo abrir los ojos para contemplarla… ¡Si usted lo conoce dígamelo, que me muero!

El rey lo miró por última vez fijamente, bajó la mirada y salió del cuarto sin decir nada. Afuera la mujer del enfermo lo esperaba ansiosa, pero el rey Dasha no la miró y salió de la casa mientras ella le hablaba.

El rey camino durante largo rato sin quitar la mirada del suelo, escuchando a la gente correr despavorida por el mal extraño; llegó a su palacio, cerró las

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puertas y no salió en días. Las desgracias se apoderaron de Dioval y el rey no aparecía, la gente no tenía qué comer, dónde comprar, todos estaban in-fectados. En la puerta del palacio algunos pobladores aún sanos le gritaban:

¡Rey Dasha, dónde está! ¡Lo necesitamos, no podemos solos contra este mal!

Pero era en vano, el rey estaba encerrado en su mundo, dentro de la cama que antes compartía con la reina Evangeline, mirando una pintura de ella y un cofre pequeño entre sus brazos. Sin soltarlo escuchaba las súplicas de su reino, sin dar la cara.

Días después las súplicas se convirtieron en agresiones e insultos, pero el rey seguía en su cama, abrazado a la pintura y el cofre.

Y una mañana, extrañamente el sol alumbró, las lluvias cesaron y un rumor se oyó, el rey Dasha había desaparecido, a dónde, nadie lo sabía, pero había dejado un recado:

Yo perdí mi único tesoro, mi Evangeline y en su vientre mi princesa, pero os pido calma, este virus no os derrotará, pues el amor que una vez reinó en Dioval es más fuerte que cualquier mal…y yo iré a rescatar el tesoro de ustedes, que se los quieren arrebatar.

¡Qué salga el sol en Dioval, porque el extraño virus será derrotado y le arrancaré de sus brazos mi único tesoro!

Algunos dicen que el rey huyó sin rumbo, otros que derrotó al virus y en-contró a su Evangeline y su princesa, y juntos vivieron felices para siempre.

LoreNA oreLLANA CárdeNAS: Amo la fotografía, escribir, jugar, leer, clow-near, el teatro y la naturaleza. No hago deportes, ni veo novelas. Tengo mala memoria, pero recuerdo a menudo que quiero ser feliz. Si lo que hago ayuda, entonces que me ayude a seguir haciéndolo.

61Es marzo para Humberto

Es marzo para Humberto

Por: Jonathan Arriaga Negrón ILUSTrACIÓN: Pierre jaramillo Gomero

Caminaba lento mirando sus desgastados zapatos. Las manos en los bolsillos. El pobre miraba la destellante y alumbrada calle camino a casa, llena de luces y decorados.

Cada cierto momento, con una sonrisa fatua y la mirada perdida recorría la calle, de extremo a extremo. Echaba un suspiro de cansancio deteniéndose a lo pronto y volvía maquinalmente a su andar.

Se hizo de noche y disfrutó de un cigarrillo mientras el viento de Lima des-peinaba sus cabellos. La oscuridad irrumpía ante sus ojos y estando solo se sentía niño.

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Empezaba a darle miedo la noche, no por lo peligroso de alguna de calle, sino por la soledad que se apoderada de su voluntad de seguir andando.

Así que apresuró el paso a casa, dejando caer el cigarrillo frente a él, dándo-le fin al mismo y a su estancia callejera, con una pisada.

—Carambas, Humberto, llegas tarde—le sorprendieron.

—Lo siento dijo cerrando la puerta y avanzando temeroso al comedor mientras se quitaba el abrigo.

Repasaba la mirada de los extraños hombres frente a él, algunos sentados con una copa en la mano, otros de pie, otros charlando, y los demás senta-dos en el living-room mirándose entre ellos estudiosos y expectantes. No reconocía a ninguno.

—Hola— dijo alzando una mano torpemente.

Se dejó llevar extrañado y con una sonrisa obligada, decidió adentrarse, poco a poco, a un paraje que le resultaba utópico, donde varias mujeres, jóvenes y viejas, corrían de extremo a extremo sonriéndole.

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Una llevaba la pasta. La otra el pollo recién cocido. Un pastel. El puré. La ensalada. La champaña.

—Ve a ponerte cómodo, querido— dijo una de las mujeres, dándole, tier-namente, un beso en la mejilla.

El hombre miraba aturdido todo lo que pasaba. Decidió sentarse. Se percató de que algunos conversaban muy sigilosos y lo miraban de soslayo. Otros echaban carcajadas estruendosas y valientes, dominantes de su humani-dad. Algunas mujeres puntillosas por una velada perfecta disfrazaban la mesa, colocando al lado de una vieja y elegante vajilla algunos brillantes cubiertos de plata.

Hasta las que andaban sentadas, las más extrañas, fingían preocupación y veían atentísimas como se desarrollaba la preparación del banquete. Sen-tadas en el comedor, sin mover un dedo, esperando regordetas, llenar el estomago.

—Y Humberto ¿Cómo has estado?—le pregunto un tipo muy joven que se había sentado a su derecha.

Humberto escudriñaba en su rostro afeitado, vital y galano algún indicio de reconocimiento.

No lo reconocía. Se echó un paso al lado y llevándose otro cigarrillo a la boca lo miró autoritario y tajante.

Ambos se miraron ridículos. El hombre se levanto y acercó a él dos copas y la champaña. Empezó a servir muy preocupado de no derramar.

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¡Vamos, Humberto, sírvase!-dijo el hombre entregándole una copa.

El tipo lo miró unos segundos sin entender lo que ocurría. Ahora él lo es-cudriñaba, respetuoso y apocado. Repasaba cada surco de su frente, las arrugas de sus ojos, de su boca. Empezó a beber haciéndole un gesto de salud muy solemne.

—¡Qué buena champaña!—Gruñó el tipo al terminar de beber su copa de un golpe.

Humberto lo miró perspicazmente y luego hizo lo mismo.

Ese joven hombre no fue el único que se le acercó a preguntarle algo. Hum-berto tuvo que decir reiteradas veces que estaba bien, pues la gente que andaba por allí se la pasaba conversando, bebiendo y bromeando.

El tipo lo miró unos segundos sin entender lo que ocurría. Ahora él lo escudriñaba, respetuoso y apocado. Repasaba cada surco de su frente, las arrugas de sus ojos, de su boca.

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Sintió que era parte de un molesto protocolo. No tuvo mayor reparo que mimetizarse con el resto y responder iracundo. Respondió las mismas pre-guntas toda la noche: ¿Cómo has estado? ¿Qué harás pronto? ¿Dejaste el tabaco? ¿Qué dice la vida, Humberto? ¿Humberto? ¿Humberto?

Y desfilaron muchas personas más por esa casa. La gente no paraba de llegar. Gente desconocida que irrumpía su tranquilidad.

El comedor lucia arreglado y perfecto. La mujer que lo recibió con un beso a su llegada, anunciaba ahora la cena y faltaba poco para el festín.

Se iban acercando todos, ávidamente, a la inmensa mesa. Humberto con su silencio, mirando todo, desde lejos, se había aislado.

Estaba solitario a mitad del living room. Había seguido toda la liturgia im-previsible y seguía mirando todo, sin entender nada, perplejo. El pollo en

Se iban acercando todos, ávidamente, a la inmensa mesa. Humberto con su silencio, mirando todo, desde lejos, se había aislado.

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la mesa, la ensalada, el vino, la champaña, el mantel nuevo, las voces. El sonido de los platos, los cubiertos, el pollo siendo masticado.

La misma mujer al verlo desconcertado se le acercó y atrevida le preguntó al oído: -¿Humbertito, todo bien?

-Sí, pero dígame ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué estamos celebrando? –preguntó dándose un espacio y mirando fijamente a la mujer.

-Tu cumpleaños, querido, es tu cumpleaños.

JoNAThAN ArrIAGA: Escribo porque me hace feliz. Porque me hace sentir libre y estoico, sereno y poderoso. Porque me permite jugar, endemonia-damente, a ser dios. Escribo porque es un riesgo, un desafío, porque no encuentro mejor método para ser yo mismo.

69Subiendo a la tierra y bajando al cielo

Subiendo a la tierra y bajando al cielo

Por: Carolina Amaya Montero ILUSTrACIÓN: Mariño Pérez Peña

Una hoja y lápices de colores hacían que a Marquito le brillen los ojos. Le gustaba tanto pintar, que no le importaba si se salía de la raya a pesar de que su profesora le decía lo contrario, pues

donde no había color, estaba vacío.

Le gustaban tanto los colores, que un día tuvo la idea de pintar todo aquello que sea blanco.

Pintó paredes, cuadernos, las canas de su abuelita; quiso pintar a Mimí su gato, pero éste no se dejó a comparación de Nube, la cachorrita de su vecina.

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Pintó todo el camino desde su colegio hasta su casa; se subió al techo y también lo pintó hasta que el cielo se puso gris, casi negro.

Cuando terminó, descansó sobre el tejado y se dio cuenta de algo...

-”¡¡Las estrellas!!”- dijo - “¡¿Cómo voy a pintar las estrellas?!”

Marquito pasó varios días pensando en cómo llegar hasta las estrellas.

Un día, vio caer una estrella fugaz, le pregunto a su mamá por qué se caía y ella le responde: “A veces caen, a veces suben, quién sabe, derrepente tu estás de cabeza”. Emocionado, va corriendo al lugar donde aquella estrella blanca cayó, pues era su única oportunidad de pintar una.

Al llegar al lugar, descubre a la estrella caída, pero llorando.

“Hola, me llamo Marco, ¿Cómo te llamas? ¿Por qué lloras…?” le preguntó; la estrella le responde, “Me llamo Capella. Solo quería saber que había aquí arriba, pero una fuerza extraña me jaló.

Ahora estoy adolorida y he perdido mi forma”.

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Marquito quiere consolar a Capella pero no sabe cómo hacerlo, solo sabe que los colores a él lo hacen muy feliz, por lo que le propone pintarla para que ella también comparta su felicidad.

Al terminar, la estrella se sintió mucho mejor, recobró fuerzas, y le gustó tanto, que en agradecimiento le propuso concederle el deseo más grande a Marquito.

“Me encantaría pintar todas las estrellas del cielo” –dijo.

“¡Qué gran idea!” – Dijo Capella - “Estoy segura que a todas mis amigas les encantaría, ¿Pero por qué quieres hacerlo? Somos muchas y te vas a demorar…”

Marquito le responde “Es que me faltan pintarlas, son blancas, y me he pro-puesto pintar todo lo que sea blanco.”

Esa misma noche, Capella lo lleva al cielo a cumplir su deseo. Marquito se sube en ella y…

“¡Estamos volando!”- gritó.

Capella le responde “En realidad estamos cayendo, todo aquí está de ca-beza”.

Caen y caen tanto que el cielo se pone gris, casi negro; y los ojos de Marquito le brillan tanto como las estrellas que veía desde su tejado.

Ya en el cielo, estaba tan emocionado que pintó tantas estrellas como pudo. Y no se dio cuenta que sus colores se terminaban.

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“Tengo que regresar a la tierra para traer nuevos colores” Dijo.

Capella se ofreció valientemente a subir con Marquito a la tierra y retornarlo en cuanto consiga más colores. Todos los días fueron así, Marquito bajaba al cielo y subía a la tierra, hasta que terminó de pintar la última estrella; cumplió su deseo.

Todas las estrellas estaban muy agradecidas y contentas con sus nuevos colores, por lo que se reúnen y deciden, entre todas, concederle a Marquito un deseo que dure para siempre.

Marquito entonces piensa y dice “Si me concedieron un deseo a mí, ¿Por qué no lo hacen con los demás niños?” Las estrellas se quedan asombradas por su humildad y le proponen el siguiente acuerdo:

“Cada año, muchas estrellas suben a la tierra, y cada vez que un niño las vea, se le cumplirá el deseo más grande que pueda tener, así será por siempre”.

Los años han pasado y hoy, Marco, que ya creció, sigue viendo su arte en el cielo gris, casi negro que ahora brilla de colores; y cada vez que ve una estrella subir, siente la satisfacción de saber que el deseo de un niño se está cumpliendo.

Por eso, siempre que se ve una estrella caer, en realidad sube; y si se pide un deseo, puede llegar a cumplirse si lo sientes desde el corazón, como Mar-quito lo hizo algún día.

CAroLINA AmAyA: Los cuentos para niños me gustan mucho, pues siento la historia y la vivo tal como lo haría uno de ellos. Siento que regreso en el tiempo y que vuelvo a ser la misma niña cándida y sonriente que un día fui. 

75Veintiuno

VeintiunoPor: Álvaro Guzmán Catanzaro ILUSTrACIÓN: Pierre Jaramillo Gomero

Siempre que paso frente a un casino, me imagino que un día entro totalmente decidido y apuesto una mínima cantidad de dinero, y salgo con un gran premio en los bolsillos.

Confieso que no tengo experiencia en las apuestas ni esos tipos de jue-gos. Pocas veces he entrado a un casino en el pasado, cuando estaba en el colegio. Me dejaba crecer la barba lo más que podía para evitar posibles complicaciones y disfrutada de los elíxires y cigarros gratis que te invitaban las atentas señoritas que engríen al cliente en esos lugares.

... me confirmaron que habían depositado en mi cuenta de ahorro en soles un pago que venía esperando desde hace varios meses por la edición de unos textos importantes.

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Me subí a un taxi rumbo a mi cama. Abrí por completo la ventana del carro y comencé a respirar hondo y parejo, llenando gustosamente mis pulmones con ese aire nocturno y limeño.

Mi emoción fue tal, que esa misma noche me fui con unos amigos a celebrar el acontecimiento en un bar local. El tiempo como de costumbre, pasó rápi-do e imperceptible. En eso, recordé que existían los relojes y le pedí al Gato que me dijera la hora.

Bueno muchachos, creo que ya fue suficiente celebración por hoy. ¿Qué dicen si la seguimos mañana? – dije de manera sorpresiva y enredada.

Como era de esperarse, mi masculinidad fue atacada por todos. Pero tem-prano no era y el cansancio me estaba ganando. Luego de unos minutos y un último sorbo, me levanté, me despedí de todos (incluyendo una señorita que iba de salida y a la cual no conocía), me tropecé levemente, cause algunas risas finales y me fui tratando en vano de mantener la postura.

Me subí a un taxi rumbo a mi cama. Abrí por completo la ventana del carro y comencé a respirar hondo y parejo, llenando gustosamente mis pulmones con ese aire nocturno y limeño.

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De pronto, me llamó la atención un resplandor que brillaba varios metros más adelante y extendía su aura hasta la pista de enfrente. Como si fuese un palacio hecho íntegramente de oro. Le pedí al taxista que se detuviera y me bajé invadido por una profunda curiosidad y asombro.

Mi cara de desconcierto fue evidente al encontrarme parado frente a una puerta grande y dorada con un hombre enternado de descendencia asiática que me llevaba, por lo menos, tres cabezas. Había olvidado por completo que ese era un casino: el “Lucky Dragon”.

Mi destino me estaba avisando a gritos lo que tenía que hacer. Saludé al hombre como si fuese un cliente regular. Ni bien entré, una señorita me abordó preguntando si deseaba algo de tomar.

Un martini, por favor – respondí con soltura.

Aunque no estaba seguro de lo que hacía ahí dentro, una inexplicable e inusual confianza me envolvía a cada paso. Caminé en línea recta sin dejar que se revele mi inexperiencia. Sin embargo, no estaba pensando en lo que tenía que hacer…en realidad no estaba pensando en nada. Solo reaccionaba al entorno.

En mi vida había jugado black jack. Antes de llegar a la mesa, otra señorita de azul me señaló en dónde podía sacar fichas. Verdad, necesito fichas – pensé. Llegué a la ventanilla y cambié un billete de cien soles.

En mi mano cayeron 4 fichas con el número “25”.

Di media vuelta y emprendí de nuevo el camino hacia el juego que me espe-raba con un asiento desocupado en el medio.

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Ni bien me senté, comencé a copiar con disimulo la actitud y gestos de los hombres que me acompañaban a cada lado. Ambos me miraron de reojo. Yo seguía inmutable. El repartidor de cartas comenzó a hacer lo suyo. La perso-na a mi izquierda era un hombre gordo bastante mayor y nervioso, que daba grandes sorbos a su vaso. Puse las fichas sobre la mesa. Aposté una de ellas.

El hombre de mi derecha volvió a darme una mirada rápida. Era un señor chino de contextura delgada con canas en el lugar de las patillas. Usaba anteojos de lunas amarillas y se le veía muy concentrado.

Reparte – ordenó él. Reparte – repetí yo.

En el primer juego, rechacé una tercera carta del repartidor. Ni si quiera había revisado las mías. Lo único que sabía por las películas es que la suma de las cartas tenía que dar 21.

El hombre de mi derecha volvió a darme una mirada rápida. Era un señor chino de contextura delgada con canas en el lugar de las patillas.

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En la segunda pasada, mantuve mi ficha y añadí otra. Esta vez sí acepté la tercera carta. Les di la vuelta.

Felicitaciones, señor – me dijo el muchacho. Se me congelaron las ve-nas. ¿O sea, saqué veintiuno? No lo podía creer.

Sin embargo, no me permití dar muestras de sorpresa y comprometer la mi-sión. Miré al repartidor con una leve sonrisa y le di las gracias levantando la ceja derecha. Aunque los sujetos que me acompañaban ni se movieron, percibí que les había fastidiado en el alma. En la siguiente pasada, aposté cuatro fichas. Terminé mi martini y pedí otro. Otra vez tenía dos cartas en la mesa. Esta vez sí las levanté con cautela, pero me fue imposible sumar ambos números.

Ya era mi turno. De manera inexplicable, mi dedo medio se movió por su cuenta y golpeó la mesa dos veces. Una carta voló hacia mí, y cuando menos

Miré al repartidor con una leve sonrisa y le di las gracias levantando la ceja derecha. Aunque los sujetos que me acompañaban ni se movieron, percibí que les había fastidiado en el alma.

Veintiuno

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lo esperaba, había ganado de nuevo. Esta vez los dos hombres voltearon a verme. Me imaginaba las palabras que estarían repitiendo en sus cabezas. Ahora tenía más fichas al frente, las cuales acomodé en pequeñas torres. Pedí otra copa. ¡Está rico esto, ah! – exclamé hacia ellos.

Miré al repartidor y le hice un gesto para continuar. El gordo sudaba de manera inhumana. El chino hablaba solo y estaba a punto de arrancar-se las patillas.

En el tercer juego, aposté casi todo. Dejé pasar una carta. Esta vez no me fijé en nada. Me tocaba a mí de nuevo. Le pedí una carta más, la agarré, me la acerqué a la cara, le di la vuelta. Me paré, la tiré sobre la mesa, me dieron más fichas, le regalé unas cuantas al repartidor y sin decir nada, me retiré con los bolsillos llenos.

áLVAro GUzmáN CATANzAro: Escribo porque me divierte. Porque me nace y porque no cuesta. Porque tengo la incontrolable necesidad de expresarme y la palabra siempre está a la mano. Escribo porque es terapéutico y ayuda a mantener la cordura.

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