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índice Relato de lo acontecido en Mantua…

Daniel Frini

El marinero de Amsterdam Guillaume Apollinaire

El hombre que abolió el deseo Álvaro Díaz

La última y nos vamos Servando Clemens

Soy un serbio-bosnio Marcelo Licciardi

El carácter de Evangelina Federico Ochoa

El honor de Israel Gow G. K. Chesterton

La obra maestra desconocida Honoré de Balzac

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Datos de la edición Ilíada Eréndira Corona Angustia Luis Gutiérrez González Poesía Elízabeth Reinosa El jardinero Rudyard Kipling Y fue leyenda Edith Vulijscher Lázaro Leonid Andréiev El mago Patricia Licciardi Nieve apocalíptica Samir Karimo

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Datosde la edición

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—Libros… —de pronto la frase se vio in-

terrumpida con un profundo suspiro y con lamisma dulce devoción, continuó cepillando elcabello de la niña que permanecía, impasible,sentada delante de él— se ha dicho tanto de loslibros… Que son grandes tesoros donde se guar-da el conocimiento y la historia de la humani-dad. También que son místicas puertas que alatravesarlas nos transportan a otros mundos.Mundos distantes, tan distantes que se puede lle-gar a lugares inexistentes tan solo pasar de unapágina a otra y a otra. Podemos ir y venir de unlado al otro sin siquiera movernos.

—¡¿Sin movernos?! —Exclamó la pequeñatras dirigirle una inocente mirada inquisidora, alescuchar aquella frase, después de haber sido ex-traída de la tranquilidaden la que se encontrabaabsorta.

—Así es querida.

Noah, sin ápice desorpresa, continuó desli-zando el cepillo suave-mente por los largos ca-bellos negros como del-gadas líneas de tinta. Sele ocurrió que estas lí-neas escondían un prólo-go secreto y constituíanel marco perfecto delhermoso rostro tras elcual aguardaban tantashistorias dormidas enaparente reposo.

Y sin embargo, qué esel movimiento sino qui-

zás simplemente el resultado de una curiosa ilu-sión, pensó solo para sí mismo esta vez, en tantose apresuraba a terminar aquel ritual enternece-dor llevado a cabo siempre acercándose la horade ir a dormir.

—Pero, Noah, aún no tengo sueño. Cuéntamemás sobre los libros, quiero saber todo de ellos.

Noah contempló con dulzura la carita de suinterrogadora, quien lo miraba con grandes ojosavispados y con una resignada sonrisa prosiguió:

—¿Sabías que en la antigüedad los libros vi-vían todos juntos en grandes bibliotecas? Valgadecirlo, eran cuidados por bibliotecarios que de-dicaban su pródiga vida a limpiarlos, ordenarlosy acomodarlos cuidadosamente en grandes y

limpios estantes. Cadauno en su correspon-diente sección de acuer-do a los tipos de textosque en ellos se tratase,bien podían hablar dehistoria, filosofía e in-cluso poesía.

Si alguno se llegaba amaltratar, ellos rápida-mente iniciaban la meti-culosa y delicada tareade restauración. Y si estase tornaba muy difícil ocasi imposible, optabanpor reescribir la obracompleta con mucha de-dicación y paciencia.

—¿Los libros se da-ñaban fácilmente, Noah?

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IlíadaEréndira Corona

Niña leyendo – Franz Eybl (1850)

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—Lamentablemente sí... Así era. Un famosoescritor francés afirmó alguna vez que los librostenían los mismos enemigos que el hombre: elfuego, la humedad, los animales, el tiempo y supropio contenido.

En tiempos de guerra en los antiguos impe-rios… —Noah hizo una breve pausa mientras le-vantaba la vista, como rememorando algún dolo-roso recuerdo que aún le dormitaba en las entra-ñas y entonces prosiguió— en aquellos tiempos

llegaron a ocurrir terribles tragedias, además deincontables pérdidas humanas, también sucedióla lastimosa desaparición de prodigiosas biblio-tecas enteras. Bibliotecas que exhibían sus libroscomo preciosas joyas de las cuales se vanaglo-riaban los gobernantes que las poseían.

—¿De qué estaban hechos los libros, Noah?

—Hace miles de años eran fabricados con pa-pel y tinta, tiempo después la tecnología avanzóy también existieron los formatos electrónicos.En cualquier caso, tinta líquida o electrónica, lostrazos que con ella se hacían daban representa-ción a un número finito de símbolos. Estos sím-bolos podían mezclarse de innumerables mane-ras para obtener los más maravillosos escritos.Irónicamente estos incontables retratos de lo in-finito duraban apenas algunos cuantos años con-tenidos de este modo tan efímero en aquellos li-bros.

De pronto, la niña llevó su pequeña mano alos ojitos en un ademán involuntario que indica-ba cómo el sueño poco a poco estaba haciendopresa de ella.

—Anda, vamos que te arropo ya para que des-canses.

Le tomó de la mano para que bajara cuidado-samente del banco, donde se había encontradoatenta escuchando aquellas viejas historias ape-nas unos minutos antes. Ambos se dirigieron a lapuerta, él al ser más alto tuvo que caminar des-pacio para que los cortos pasitos que iban a sulado no se cansaran.

De camino por un angosto pasillo, hicieron unabreve pausa y en silencio contemplaron durante al-gunos instantes la espléndida vista de una de lasventanillas. A través de estas, se podía apreciar a

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Ilíada

El ratón de bibliotecaCarl Spitzweg (1850)

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lo lejos una de las nebulosas cercanas a la trayec-toria de la nave.

Enseguida continuaron sus pasos dando algu-nas vueltas a la derecha y luego a la izquierda, lanave emulaba una especie de laberinto de com-partimentos hexagonales que Noah conocía dememoria como la palma de su mano.

Pronto se encontraron frente a la entrada del

habitáculo donde ella descansaría, solo entoncessoltó la mano que la guiaba y se metió, de un pe-queño salto, debajo de las sábanas de la cama. Élle acomodó la almohada en la cabecera, le dioun beso de buenas noches en la frente y al darmedia vuelta, cerró la puerta de la habitación. Enesta, había un letrero donde se podía leer elnombre de lo que cuidadosamente había dejadoacomodado unos segundos atrás... “Ilíada”.

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Eréndira CoronaVeracruz - México

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

Ilíada

Bodegón con libros y vela – Henri Matisse (1890)

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León el Grande, Pontifex Maximus, va al encuen-

tro vestido con toda la gala y magnificiencia de laque es capaz. A un paso lo sigue el cónsul Avenius;y, detrás de él, los prefectos Trigecio y Aluano. Sos-tiene fuerte, en su mano derecha, el cayado de pastorde la cristiandad, todo de oro con incrustaciones delas más extrañas gemas.

A León le dijeron que la pompa de Roma asusta alos bárbaros, que Atila es supersticioso, que tiene unenorme respeto por las personas que llevan nombresde animales y que, si bien no le importan los roma-nos, sí lo aterroriza la cólera de su dios crucificado.

Pero el Papa sabe que el rey de los hunos no sienterespeto por ningún nombre, y tampoco tiene el me-nor interés en el dios romano. A Atila solo le importaponer de rodillas a la ciudad arrogante. En cambio, aLeón le tiene sin cuidado lo que el bárbaro le puedahacer a la Ciudad Eterna. Para él, sus verdaderosenemigos están en Oriente, se llaman Nestorio y Eu-tiques, y se empeñan en discrepar con los dogmas y

en tergiversar la doctrina de Pedro, que habla a tra-vés de la voz del Papa. Por esa razón le exigió al em-perador Valentiniano que los elimine de la Creaciónen lugar de pedirle que estacione a las legiones enlas afueras de Roma, para defenderla de las hordasdel Norte. Sabe, también, que es Valentiniano quiendebería estar allí en su lugar; en vez de haber huido aesconderse tras las murallas de Rávena para escapardel saqueo; y que, si él tiene éxito, será la primeravez que el poder espiritual de la Iglesia se impongadonde falló la autoridad temporal del Emperador deOccidente.

Atila, tanjou de todos los pueblos del norte y deleste, martillo del mundo, está montado en su caballo.Lleva el torso desnudo y lleno de tatuajes color azuloscuro; el cabello largo y suelto; unos aros grandes,de oro; y unos brazaletes de plata que ciñen susbíceps. Está erguido sobre su montura, con su espada―quitada a un general romano; y que, le gusta hacercreer, es la espada de Dios, y prometida para venceren todas las batallas― desenvainada y cruzada sobre

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Relato de loacontecido en Mantua,junto a un vado del río Mincio, enlos primeros días de julio de 452

Daniel Frini

Encuentro del Papa León y Atila – Francesco Solimena (circa 1745)

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la grupa del animal. Siente curiosidad por conocer alrepresentante en la Tierra del dios de los romanos.Su Mirada es adusta y terrible.

Detrás de él, están los ocho elegidos y su generalChanat.

Avanza para reclamar los territorios que hace unosaños fueron de Alarico; y a Honoria, hermana de Va-lentiniano, que le fuera prometida en matrimonio,que es otra manera de reclamar el Imperio. A su pue-blo le cuesta moverse de un lugar a otro arrastrandotamaña cantidad de carros llenos de tesoros. A veces,se pregunta: «¿Para qué más?»; pero la sed de Glorialo domina.

A León le dijeron que ese, que puede hacer queRoma se extinga, es muy educado, habla gótico, variaslenguas de los pueblos del norte, griego y, por supues-to, latín. Entonces dice, con corrección académica:

―¿Qué acelga, morocho?

Atila contesta, también en latín, aunque con acentode Panonia:

―¿Cómo andamio, cuervo?

―¿Así que andás con ganas de zamparte Roma?

―Ajá.

―¿Y se podría saber el porqué?

―Mayormente, porque la Honoria quiere que mecase con ella. Hasta una carta me mandó. Me ruegaque la salve, porque el hermano quiere casarla con untal Baso; que parece que es medio carcamán. Y unanillo de ella, también me mandó. Mirá ―dice Atila,levantando el anular de la mano izquierda.

―Ah ―observa el Papa ―. Pero si la Honoria noestá en Roma. Se fue con el hermano a la Galia.

―¡Notepuócreé!

―Se.

―¡Pero si me dijo que me esperaba allá! ―diceAtila, señalando al sur.

―Pero se fue con el hermano para allá ―diceLeón, señalando al norte.

―¡Entonces voy igual y me llevo todo lo que ten-ga valor! ¡Oro, plata, piedras preciosas!

―Piedras, ladrillos, botellas, ánforas pinchadas, pilasde madera para leña…

―¿Ah?

―Que no queda nada de valor en Roma. Alarico sellevó todo hace unos años.

―¡Los tomaré a todos como esclavos!

―¿Y a quién le vas a vender tullidos, desnutridosy viejos desdentados?

―Pero…

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Relato de loacontecido en Mantua, junto a un vado del río

Mincio, el los primeros días de julio de 452

Truco de naipes – André Masson (1923)

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―Cualquiera que tenga capacidad de trabajar, hacerato que se fue de la ciudad. Andan por Galia, Lusi-tania, Alejandría o Constantinopla. Ahí no quedaninguno que sirva.

―¡No jodas!

―En serio. Roma está vacía.

―¡Ja! ¡Al menos, llevaré a mis hombres para quedisfruten de las mujeres! ¡Los lupanares de Romason famosos desde el Mar del Oeste hasta los confi-nes de Asia!

―Eso era antes.

―¿Cómo antes?

―Se. Antes todo era una joda. Pero te hablo de laépoca de mis tatarabuelos. Desde que llegó este―dijo el Papa, levantando su cayado para que seviese la cruz― se puso jodida la cosa. Ahora todosson santos, y el ultimo quilombo cerró hace como

cien años.

―¡Nuuuuuu! ¡Pero entonces…! ¡Es un embole!

―Satamente.

―¡Naaa! ¡Si mandé mis espías y me dijeron que esuna ciudad fantástica!

―Fantasma. Una ciudad fantasma.

―¡Mirá vo!

―Se.

―¡Pero me imaginaba otra cosa!

―Vos sos un tipo culto ¿no?

―Algo.

―¿Oíste hablar del cielo y el infierno que tenemosnosotros los cristianos?

―Clá.

―Pensá en el infierno. ¿Quiénes van allá? Asesi-nos, violentos, malvados, taúres, ladrones y ―Leónhace una pausa para generar suspenso ―…promis-cuos, prostitutas, mujeres livianas, mujeres infieles,ninfómanas. Ahora, pensá en el cielo. ¿Quiénes vanallá? Santas y vírgenes. Y decime: ¿dónde hay sexo,orgías, vino, hidromiel y partusas? ¿En el cielo o enel infierno?

―Calculo que en el infierno.

―Ahí tenés.

―Ahí tenés ¿qué?

―Roma es el cielo.

―¿Ah?

―¡La pelota que sos lerdo! Roma es la sede de¿quién? Del sucesor de Pedro, que vengo a ser yo. Osea que yo soy ¿quién? El representante de Jesucris-to en la Tierra. Y yo tengo las llaves de ¿qué? Delcielo, claro. Yo vivo en Roma, por lo tanto ¡Los queestán ahí van a ir todos al cielo! ¿Entendés?

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Relato de loacontecido en Mantua, junto a un vado del río

Mincio, el los primeros días de julio de 452

Dos sátiros – Rubens (1619)

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―¡Ahora! O sea ¿nada de putas?

―Nada.

―¿Nada de orgías?

―Nada.

―¿Nada de sexo?

―Nada.

―¿Nada de bacanales?

―Nada de nada.

―¡Dejate de joder!

―¿Te das cuenta de la cruz que me toca cargar?

―¡Te compadezco!

―Es lo que se dice un sacerdocio.

―¿Y dónde queda el infierno? ―pregunta Atila.

―Por allá ―dice el Papa, señalando el Noreste.

Atila hace una larga pausa, mirando sin pestañear aLeón, a quien un sudor frío le perla la frente. En esemomento exacto se juega el destino del Imperio deOccidente y la superioridad de la Iglesia sobre lospoderes terrenos.

Atila tira las riendas de su caballo, que gira sobresus patas. Se dirige a sus hombres y les dice

―Vamos.

Roma se ha salvado.

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Relato de loacontecido en Mantua, junto a un vado del río

Mincio, el los primeros días de julio de 452

Daniel FriniBerrotarán (Córdoba) – Argentina

Reside en Buenos Aires

Ingeniero de profesión, escritor y artista visual. Profesor en la Escuela de Escritores del Círculo Literario de Gral. San Martín.

Ha publicado en revistas (virtuales y de papel), blogs y en antologías de varios países. Traducido a diversos idiomas. El último de sus varios libros es: “La vida sexual de las arañas

pollito” (Color Ciego Ediciones, 2019). Destacan entre los varios reconocimientos obtenidos, el Premio Internacional de Monólogo

Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010); el Místico Literario

del Festival Algeciras Fantastika 2017; 1er Premio del III Concurso de Microrrelato Ilustrado Universidad de Jaén (2019) y el 1er

Premio en el Concurso Internacional de Minificción IER/UNAM (Instituto de Energías Renovables de la U.N.A.M, 2020)

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Los segundos pasaban con inusitada rapidez.

Desconocía la hora, pero algo en su interior le anun-ciaba que el momento estaba cerca. Se levantó de lacama en la que se había sentado hacía solo un ins-tante y comenzó a caminar de un lado al otro de lahabitación, como fiera en jaula de zoológico.

Menos de un minuto después suspendió el casimecánico ir y venir, y se sentó de nuevo en el bordede la cama.

Posó la mirada en la blanca pared que la enfrenta-ba, donde su imaginación proyectó, como en telón decinematógrafo, danzantes máscaras burlonas cuyaschanzas y bufonadas aumentaban su desesperación.

Susurros y risas inexistentes, en franco regocijopor su inminente sufrimiento, taladraron sus oídos.

Frotó entre sí las manos sudorosas y a continua-ción, entrelazando los dedos, les dio un giro hacia sucuerpo, para luego estirar los brazos mientras ar-queaba las palmas alejándolas de sí... ¡Track! ¡Tra-ck! ¡Track! sonaron casi al mismo tiempo las articu-laciones de sus dedos, quejándose del maltrato.

El corazón le latía con fuerza mientras aguzabalos sentidos en espera de sonidos, señas, cualquierindicio que delatara la proximidad de sus verdugos.

Intentó pensar en otra cosa; en cualquiera que pu-

diese engañar su angustia... pero le fue imposible, puesen ese instante su cerebro estaba bloqueado y, como esfrecuente en los humanos sometidos a fuertes tensionespsicológicas, cerrado a cualquier pensamiento que noestuviera atado al origen de su mortificación.

Un sonido distante y apagado le llegó a los oídos,anunciando el principio del fin.

—¡Dios mío, ya vienen! —se oyó decir en vozbaja al escuchar voces que indicaban la llegada delos ejecutores de la sentencia.

Se puso de pie y comenzó a retroceder, intentan-do encontrar un inexistente refugio en la pared másalejada de la entrada a la habitación. Con los ojosdesorbitados apuntó hacia la puerta que en cuestiónde segundos traspasarían los crueles carniceros que,sin el más mínimo atisbo de misericordia, consuma-rían el aberrante encargo.

—¡No, por favor! ¡Se los ruego! —alcanzó a de-cir antes de que la puerta se abriera despacio, conuna irritante lentitud que contrastaba con la violenciacon la que su cuerpo había comenzado a temblar.

Dos mujeres y un hombre, con caras preñadas degestos nerviosos que denotaban la necesidad de ac-tuar cuanto antes para culminar la desagradable tareay continuar con sus otras obligaciones, entraron alcuarto. La última en hacerlo, la mayor de las muje-res, cerró la puerta tras de sí y la aseguró, cercenán-dole a la condenada cualquier posibilidad de escape.

Alcanzando la máxima distancia que podía inter-poner entre su humanidad y los visitantes, adosó laespalda a la pared, al tiempo que los tres personajesresponsables de su agonía se disponían en círculoante ella intentando cerrarle todas las salidas... círcu-lo que fueron estrechando progresivamente alrede-dor de su presa.

Con la cercanía de los verdugos, despertaron ensu ser instintos y actitudes que, normalmente aletar-

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AngustiaLuis Gutiérrez González

Niña enferma – Edvard Munch (1886)

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gados, el ser humano suele sacar a relucir en aque-llos momentos en que se sabe perdido. Su mirada setornó agresiva. Su espíritu se cargó de odio contra-rrestando el terror que hasta ese momento la invadía.Cerró los puños y, en una acción desesperada, en laque intentó sacar provecho a su agilidad, se abalanzósobre la más antigua de las mujeres con el fin detraspasar la barrera humana y acceder el otro extre-mo de la habitación, lo que le permitiría ampliar denuevo la distancia entre ella y sus victimarios.

Lo logró. Fue muy rápido su accionar y cuando laseñora intentó agacharse para asirla por los brazos,ya ella terminaba de escabullírsele entre las piernasy pasaba al otro lado.

Sin embargo, no contó con el movimiento felino delhombre, que lanzó un zarpazo antes de que ella pudie-se ponerse de pie para culminar con éxito la improvisa-da maniobra y se apoderó de una de sus piernas.

La fortaleza del contrincante masculino quedó enevidencia cuando, de un solo halón realizado sobrela atenazada extremidad inferior, puso la cintura dela ilusa prófuga al alcance de su otro brazo, con elcual la sujetó con firmeza.

A estas alturas solo le quedaba manotear y pata-lear, cosas que no demoró en hacer; pero que denada le valieron. El hombre se sentó en la cama y,apelando a la fuerza bruta, la haló de nuevo, hacien-do que quedara atravesada sobre sus rodillas y suje-tándole a continuación brazos, tronco y cabeza; in-movilizándole por completo la parte superior delcuerpo. Simultáneamente, la mujer de mayor edad,exigiendo al máximo la energía que aún le concedía

la naturaleza, se había ocupado de sus piernas y pies,a los que literalmente envolvió entre los brazos.

Ya el camino estaba expedito. La dama más jovensacó a relucir los detestables y funestos instrumentosde tortura que la condenada pudo ver por el rabillodel ojo; seguidamente le bajó el pantalón dejandosus pálidas nalgas al descubierto, y a continuaciónfrotó con un algodón empapado en alcohol la partesuperior de aquélla que le quedaba más cerca.

La fría sensación que dejaba en la piel la evapora-ción del producto aplicado para esterilizar el área deasalto, le comunicaron a la víctima la inminente cer-canía del ataque final.

Al observar la preparación de la enorme jeringa,Laurita se dijo que ya era hora de gritar... y gritarcon todas sus fuerzas para dejar claro su rechazo aesas crueles y sanguinarias costumbres.

—¡Nooooo, por lo que más quieras! ¡Ma-mááááááááá! Pero ya era tarde. En su atormentadamente la niña sintió que la descomunal aguja hipo-dérmica penetraba su piel y atravesaba metros de suglúteo izquierdo destrozando a su paso músculos ytejidos, para finalmente estrellarse contra alguno desus huesos. Sin duda quedaría tiesa por el resto de suvida... y aún no había cumplido los ocho años. Creyódesmayarse.

Instantes después escuchó que su madre, al salirde la habitación acompañada de la abuelita Josefinay de Ernesto, su hermano mayor, exclamaba moles-ta: —¡Qué espectáculo por una simple inyección!¡Tan grande y tan necia!

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Angustia

Luis Gutiérrez GonzálezCaracas – Venezuela

Freelancer y escritor. Obtuvo el Segundo lugar en el “II Concurso de Relatos Cortos

Denominación de Origen Calatayud” (Zaragoza, España) y finalista en el Concurso de

microrrelatos Sagitario (2019), organizado por:

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El bergantín holandés Alkmaar volvía de Java

cargado de especias y otras materias preciosas.

Hizo escala en Southampton y los marineros ob-tuvieron permiso para bajar a tierra.

Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba unmono sobre el hombro derecho, un papagayo sobreel izquierdo y, en bandolera, un bulto de telas indiasque pensaba vender en la ciudad junto con los ani-males.

Era a comienzos de la primavera y la noche aúncaía temprano. Hendrijk Wersteeg marchaba a buenpaso por las calles algo neblinosas, que la luz de gasiluminaba apenas. El marinero pensaba en su próxi-mo regreso a Amsterdam, en su madre, a quien lle-vaba tres años sin ver, en su novia, que lo aguardabaen Monikendam. Calculaba cuánto dinero le produ-cirían los animales y las telas, y buscaba un comer-

cio donde pudiera vender esas mercancías exóticas.

En Above Bar Street, un señor muy correcto lodetuvo para preguntarle si buscaba comprador parael papagayo.

—Este pájaro —dijo— me vendría muy bien. Ne-cesito alguien que me hable sin que yo deba respon-derle, pues vivo solo.

Como la mayoría de los marineros holandeses,Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Fijó un precioque el desconocido aceptó.

—Sígame —dijo éste—. Mi casa queda bastantelejos. Usted pondrá el papagayo en una jaula quetengo. Me mostrará usted sus telas y quizás encuen-tre alguna de mi gusto.

Contento de su inesperado éxito, Hendrijk Wers-teeg siguió al gentleman, haciendo durante el ca-mino el elogio de su mono, que, decía, era una espe-cie muy rara, cuyos individuos se adaptan muy bienal clima de Inglaterra y que, además, se encariñancon los amos.

Hendrijk Wersteeg dejó al pronto de hablar. Esta-ba derrochando sus palabras, pues el desconocido nole respondía y ni siquiera parecía escucharlo.

Continuaron caminando en silencio. Nostálgicosde sus tropicales selvas natales, el mono —asustadopor la niebla— soltaba un gemido de niño recién na-cido, y el papagayo batía las alas.

Al cabo de una hora de marcha, el desconocidodijo bruscamente:

—Nos estamos acercando a mi casa.

Habían salido de la ciudad. El camino estaba bor-deado por grandes parques cercados por verjas. Detanto en tanto, brillaban a través de los árboles lasventanas iluminadas de un cottage; a ratos, en la leja-nía, sonaba en el mar el grito siniestro de una sirena.

El desconocido se detuvo ante la reja, sacó una

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Apollinaire a los 36 años, tras recibir una herida de metralla (1916) (foto coloreada)

El marinerode AmsterdamGuillaume Apollinaire

Page 14: Cuentos en red - Revista literaria...en todas las batallas― desenvainada y cruzada sobre 7 Relato de lo acontecido en Mantua, junto a un vado del río Mincio, en los primeros días

llave del bolsillo y abrió una puerta que volvió a ce-rrar una vez que entró Hendrijk.

El marinero estaba impresionado. Apenas distin-guía en el fondo del jardín una casita de bastantebuen aspecto, pero cuyas persianas cerradas no deja-ban filtrar ninguna luz.

El silencioso desconocido, la casa sin vida, todoeso era bastante lúgubre. Pero Hendrijk recordó queel desconocido vivía solo. Es un extravagante —pensó—. Y como un marinero holandés no es lo bas-tante rico como para que alguien piense en desvali-jarlo, se avergonzó de sus temores.

* * *

—Si tiene usted fósforos, alúmbreme —dijo eldesconocido, introduciendo una llave en la cerradurade la puerta del cottage.

El marinero obedeció y, una vez adentro, el des-conocido trajo una lámpara que iluminó una salaamueblada con gusto.

Hendrijk Wersteeg estaba ahora completamentetranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extrañocompañero le compraría buena parte de sus telas.

El desconocido, que había salido de la sala, vol-vió con una jaula:

—Ponga aquí el papagayo —dijo—. Sólo cuandose haya domesticado y sepa decir lo que quiero quediga le pondré sobre una percha.

Después de cerrar la jaula, en la que el pájaroquedó azorado, pidió al marinero que tomara la lám-para y pasara a la habitación vecina, donde habíauna mesa apropiada para desplegar las telas.

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El marinerode Amsterdam

Apollinaire y sus amigos – Marie Laurencin (1909)

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Hendrijk obedeció y entró en la habitación indica-da. En seguida escuchó la puerta cerrarse tras él y lallave que giraba en la cerradura. Estaba preso.

Confundido, dejó la lámpara sobre la mesa y qui-so arrojarse sobre la puerta para forzarla. Pero unavoz lo detuvo:

—¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!

Hendrijk levantó la cabeza y vio, por un tragaluzque no había notado hasta entonces, el caño de unrevólver que lo apuntaba. Aterrorizado, se detuvo.

No había lucha posible: su cuchillo de nada le ser-vía en esa circunstancia, y aun un revólver le hubieraresultado inútil. El desconocido, que lo tenía a sumerced, se escondía detrás del muro, a un costado deltragaluz, desde donde vigilaba al marinero y por don-de pasaba sólo la mano que empuñaba el revólver.

—Escuche bien —dijo el desconocido— y obe-

dezca. El forzado favor que usted me hará le será re-compensado. Pero usted no puede elegir. Deberá obe-decerme sin chistar, de lo contrario lo mataré como aun perro. Abra el cajón de la mesa... Hay un revólverde seis tiros cargado con cinco balas... Tómelo.

El marinero holandés obedecía casi inconsciente-mente. En su hombro, el mono lanzaba gritos de te-rror y temblaba. El desconocido continuó:

—En el fondo del cuarto hay una cortina. Córrala.

Descorrida la cortina, Hendrijk vio una alcoba yen ella, sobre una cama, atada de pies y manos yamordazada, una mujer lo miraba llena de desespe-ración.

—Desate a esa mujer y quítele la mordaza —dijoel desconocido.

Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de ad-mirable belleza, se acercó al tragaluz y arrodillándo-se, exclamó:

—Harry, ésta es una celada infame. Me has traídoa esta casa para asesinarme. Fingiste haberla alquila-do para que pasáramos los primeros tiempos denuestra reconciliación. Pensaba haberte convencido.¡Creía que finalmente estabas seguro de que nuncahe sido culpable! ¡Harry, Harry, soy inocente!

—No te creo —dijo secamente el desconocido.

—¡Harry, soy inocente! —repitió con estrangula-da voz la joven dama.

—Son tus últimas palabras; las guardo cuidadosa-mente y me las repetirán toda la vida —la voz deldesconocido tembló un instante, pero inmediatamen-te recobró energías—. Te quiero todavía —agregó—; si te amara menos sería yo mismo quien te mata-ría. Pero me resulta imposible porque te amo... Aho-ra, marinero, si antes de que yo haya contado hastadiez usted no ha alojado una bala en la cabeza deesta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…

Y antes que el desconocido hubiera llegado al

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Retrato de Guillaume ApollinaireGiorgio de Chirico (1914)

El marinerode Amsterdam

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cuarto, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mu-jer que, siempre arrodillada, lo miraba fijamente. Lavíctima cayó de cara al suelo: había recibido el tiroen la frente. Seguidamente, un segundo disparo he-cho desde el tragaluz hirió al marinero en la sien de-recha. Hendrijk se desplomó contra la mesa, mien-tras el mono, lanzando agudos chillidos de espanto,buscaba refugio en su blusón.

* * *Al día siguiente, unos transeúntes que habían oí-

do gritos extraños procedentes de un cottage de lasafueras de Southampton, avisaron a la policía, quellegó rápidamente y forzó las puertas, encontrando

los cadáveres de la joven dama y del marinero.

El mono salió bruscamente del blusón de su amoy saltó a la cara de uno de los policías. Tanto losasustó, que éstos dieron unos pasos atrás y lo mata-ron a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo.

La justicia informó. Pareció evidente que el mari-nero había matado a la dama y luego se había suici-dado. Sin embargo, las circunstancias del drama pa-recían misteriosas. Los cadáveres fueron identifica-dos sin dificultad, y la gente se preguntaba cómoLady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, pudohaberse encontrado a solas en una aislada casa de

www.cuentosenred.com 16Homenaje a Apollinaire – Marc Chagall (1912)

El marinerode Amsterdam

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campo de las afueras con un marinero llegado la vís-pera a Southampton.

El propietario de la finca no pudo dar ningún in-forme satisfactorio para orientar a la justicia. El co-ttage había sido alquilado ocho días antes del dramapor un tal Collins, de Manchester, a quien, por otraparte, no se pudo encontrar. El tal Collins usabaanteojos y lucía una larga barba roja, que muy bienpodía ser postiza.

El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba asu mujer y la desesperación que exhibió inspirabalástima. Como todo el mundo, no comprendía nadade este asunto.

Después del hecho, se retiró de la vida mundana yvive en su casa de Kensington sin otra compañía queun doméstico mudo y un papagayo que repite sin ce-sar:

—¡Harry, soy inocente!

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Guillaume ApollinaireRoma, 1880 - 1918, París

Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary de Kostrowicki nació en Roma. Su padre, un oficial italiano, abandonó a su familia cuando él tenía cinco años y su mamá, una aristócrata polaca, se afincó con él y su hermano Es-teban en Mónaco, luego en Canes, Niza y finalmente, cuando el dinero se acabó, fueron a París para que los jovencitos pudieran trabajar.Pese a su formación clásica y a tener desde muy joven predilección por autores

como Balzac y Tólstoi, fue un consumado transgresor cuyas excentricidades trascendieron la literatura.Inventó los caligramas (en los que amalgamó la literatura y el dibujo) y acuñó el término “surrealismo”, que aparece por primera vez en el título de su obra teatral “Las tetas de Tiresias (drama surrealista)” (1917). Cuando le preguntaron qué significaba, él respondió: Cuando el hombre quiso imitar el andar, inventó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo. André Breton recuperó el concepto y el vocablo en su manifiesto de 1924. En definitiva —y no solo por lo expuesto—, Apollinaire fue el personaje más influyente en el ambiente cultural parisino de principios del siglo XX.El Marinero de Amsterdam (también conocido como El bergantín holandés), publicado en “El Heresiarca y Cia.” (París, 1910), fue uno de sus primeros cuentos, anterior a las transgresiones que revolucionaron el arte y lo caracterizaron posteriormente. Su estructura clásica es evidente y logra, mediante la sola descripción de los hechos, dotar de una notable profundidad psicológica al protagonista, un tal Collins, de Manchester (Lord Finngal), que acosado por la incertidumbre y los celos, no solo planea su venganza, sino el desprestigio de su esposa y, sobre todo, con muy especial empeño, su propio castigo.

Guillaume ApollinaireAmadeo Modigliani (1915)

El marinerode Amsterdam

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PoesíaElizabeth Reinosa

EL SISAL NO SOSTIENE LA CABEZA

Es la energía de los brazos quienes construyen

el círculo de muerte alrededor del cuello

antes el cuchillo entre los dientes

la caricia del metal jugando con la lengua

antes las manos desfibrando

las entrañas de la hoja

el brote como una leche tibia

al interior

deslinde que se teje con los dedos

el silencio y los dedos

la furia de un campo minado.

La longitud de una cuerda puede medirse

de la cabeza a la rama más alta del algodonero.

Todos desean amarrarse al árbol

y permanecer conexos hasta la muda.

La urraca en la horca – Pieter Brueghel (1568)

BOCA CIEGA

La mujer flota en el agua

parece tan creíble

pensar que hace unos minutos

atrapaba un pez de espuma,

que su mano soportó un cordel

que la hizo sangrar desde su origen.

Sobre la mujer no hay nubes

ni pájaros ni moscas

solo signos que interrogan

el silencio.

Ofelia – Frances Macdonald (1898)

Elizabeth Reinosa Cuba

Poeta y narradora. Ingeniera en Ciencias Informáticas.Autora de los libros En la

punta del iceberg (Ediciones La Luz, 2011); Striptease de la memoria (Ediciones Montecallado, 2016); Formas de contener el vacío (Samarcanda, España, 2016); Las Seis en punto (Sed de Belleza, 2017); Brújulas (Edicio-

nes La Luz, 2018) y Líneas de tiempo (Ed. Abril, 2020). Sus cuentos y poemas han sido publicados por periódicos, revistas y antologías de España, Co-lombia, Chile, Argentina, Honduras, Perú, Italia, México, Estados Unidos y Cuba.

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Fue ingenuo creer por tantos años que podía adivi-

nar el futuro. No lo digo con desdén, al contrario; laingenuidad es una virtud que rara vez trasciende laniñez, ese fugaz cachito de vida en el que estamosmás cerca de nuestra esencia, antes de que la petu-lancia adolescente nos mancille el candor y, en elafán de ser para los demás lo que creemos que quie-ren, nos falsifiquemos hasta convertirnos en adultos.

Juan —lo llamaré Juan; los olvidados no tienennombre— no entendió al principio la índole de supeculiaridad. Una voluntad subrepticia, parecida alinstinto, relegó al rincón oscuro de su mente dondese esconde lo atroz e inverosímil la verdad aciaga,demasiado espantosa, imposible de asumir, de serculpable de todo… El malentendido se gestó cuandotenía seis años, una tarde de curiosidad exaltada enla que, tras acosar a don Matías con preguntas sobresu antiguo oficio de enterrador, el anciano, harto de

evocar aquella vida que para entonces, despojada yadel disfraz de la costumbre, había sido una larga des-ventura, le dio un manotazo en la cabeza diciendo:«¡Ya no joda, m’hijo!». El asunto debió quedar ahí,pero había público, y la troupe del bar Danubio, siem-pre más atenta a lo que ocurría en otras mesas que enla propia, estalló en carcajadas. Años después, Juancomprendió que no lloró por el golpe, sino de ver-güenza, y que fue la reacción de los demás lo que learraigó el rencor hacia don Matías, pero esa noche,mientras daba vueltas en su cama, todavía sonrojado,entre la ilusión de ser Simbad y un viaje a cierta islaremota, visualizó con notable viveza al viejo muertoen un cajón y a su padre paleándole tierra encima. Elorgullo cedió ante la culpa y se fue con Gulliver aLaputa hasta quedarse dormido.

Cuando despertó, la comidilla del barrio era la sú-bita muerte de don Matías. Juancito abrió los ojos

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El hombreque abolió el deseoÁlvaro Díaz

El enigma del oráculo – Giorgio de Chirico (1910)

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enormes al enterarse y en el sepelio, viendo a su pa-dre palear tierra sobre el cajón con el resto de latroupe, debido a una huelga del Sindicato de Tanato-prácticos y Afines, pasó del asombro al horror: todoocurría exactamente como lo visualizó, excepto porel hecho de que su papá volvió a casa maltrecho, to-siendo mucho, y también murió esa noche, asfixia-do, según el médico, por el polvo que inhaló en latarde.

Juan atravesó el duelo absorto en su terror, comodespertando despacito de una pesadilla, y no fue has-ta semanas después que le confesó a su madre la sos-pecha de que podía ver el futuro. Ella lo miró triste,pensando que ¡qué desgracia!, como si fuera pocoquedarse viuda, ahora su hijito perdía la chaveta, ydominando la angustia le dijo que no fuera ridículo,que aquel delirio debió ser pura casualidad, porquesi de veras fuera vidente habría predicho la muertede su papá, no la de un viejo que apenas conocían yvivía como a tres cuadras… Esa lógica endeble lebastó al niño para disipar el sentimiento entreveradode horror, admiración y culpa que lo embargaba,aunque le quedó la sensación de ser un poco raro.

Pronto volvió a la escuela. No era un buen alumnoy la intuición de ser distinto, reflejada en los demás,se convirtió en certeza. Se burlaban de él, andabasiempre solo, un par de brutos lo acosaban y a cadarato la maestra lo reprendía por alguna torpeza, hastaque un día más triste que otros se vio de abanderado,querido por todo el mundo, con muchos amigos…, yel augurio se cumplió otra vez fielmente. Fue unalástima que Rubén, el mejor alumno de su clase ydel colegio, quedara medio turulato por una menin-gitis. A Juancito le habría encantado vencerlo en supropio juego. Se sentía capaz de todo.

Desde entonces, la vida de Juan cambió por com-pleto y, pese a que las desgracias le fueron tan afinescomo su buena estrella, se convirtió en oráculo de supropia buenaventura. Era muy inteligente y una ma-gia sobrenatural parecía responder siempre a sus de-seos. Se graduó con honores en Física a los catorce y

a los dieciséis en Filosofía, a los veinte era un exito-so hombre de negocios y a los treinta, en un país queatravesaba la peor crisis económica de su historia,mientras millones de infelices se sumían en la mise-ria, había amasado una cuantiosa fortuna. En el amorno fue menos afortunado: tuvo a todas las mujeresque quiso y se casó con una famosa actriz danesaque lo enamoró desde la pantalla del cine Fancy. Sumadre no pudo asistir a la boda: murió el mismo díaque él conoció a Esbjerg.

Lo asombroso, sobre todo para él, era que jamás sehabía esforzado por nada, y eso opacaba sus alegrías.Tras cada logro volvía a acosarlo velado, subrepti-cio, el mismo resabio de culpa que lo acosó de niño.Se sentía indigno, como si su bonanza fuera unainjusticia; pero muy dentro de nosotros hay un guar-dián secreto que nos protege, que nos hace ignorarlas verdades incómodas sustituyéndolas por otrasplausibles, convincentes, y Juan le endilgó a la codi-cia y envidia de los demás la razón de su buenaven-tura. Todos querían estar bajo su influjo y, aunque nobuscaba los negocios, las propuestas aparecían sobre

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El hombreque abolió el deseo

El amor, el deseo y la muerteGeorge Barbier (1914)

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su escritorio como súplicas en un altar. Jamás tuvoque invertir ni arriesgar nada; se había convertido enun símbolo del éxito y la imagen que proyectaba erasuficiente para que su firma, por sí sola, valiera mi-llones. Muchas veces quiso explicarse la razón deaquel absurdo, pero era el mismo modelo de nego-cios de los bancos, excepto porque los bancos avala-ban con dinero ajeno y él no, de modo que siemprehalló respuesta en una frase que escuchó o leyó enalguna parte: «El dinero atrae al dinero», se decía, yaunque no quedaba del todo satisfecho, fue un anes-tésico efectivo hasta que una de las muchas tardesque dedicaba a la lectura, la verdad horrenda que sucandor pueril relegó a las sombras y la convenienciamantuvo ahí, emergió al fin.

Tres cosas había conservado Juan intactas desde sutemprana infancia: la curiosidad exaltada; la pasiónpor la lectura, donde hallaba refugio de las desgra-cias que opacaban el fulgor de su buena estrella; yuna inocencia de espíritu que lo hacía profundamente

humano, acaso demasiado; de modo que no fue ex-traño que tuviera una revelación mientras leía: al pa-recer, solo somos capaces de conocemos a nosotrosmismos por comparación, como si resultara impres-cindible que lo poco de esencial que nos ocurre lehaya ocurrido antes a otro para que, en la contempla-ción de las vicisitudes ajenas, se revelen nuestrospropios secretos…, ¿y dónde, si no en los libros, po-dría alguien extraordinario hallar un personaje con elque identificarse?

Juan dedicaba la mayor parte del tiempo a sus in-quietudes intelectuales. En aquellos días lo ocupabauna ingente curiosidad por las religiones, que en sumayoría le parecían desquiciadas, y al comparar di-versas traducciones del Viejo Testamento, indignadopor la magnitud de la infamia, no se percató al prin-cipio de que el personaje principal de aquel hermosolibro de antropología y filosofía, poco a poco se leiba haciendo carne. Ese creador torpe, replicado ensu Adán, que incurría en un error tras otro —¡quétorpeza dar libre albedrío y vedar el conocimientodel bien y del mal!— era, como él, una víctima de supropia ignorancia: no se había dado cuenta de que nilos dioses pueden burlar la inexorable Ley del Equi-librio que rige el universo… Tenía el rostro empapa-do en lágrimas aun antes de entender que se estabaviendo a sí mismo en aquel personaje patético. Bajóel libro a su regazo, fijó la vista en un rincón oscurodel estudio, ciego a todo, y de pronto, el celoso guar-dián secreto de las verdades incómodas quedó inde-fenso.

Juan temblaba, absorto en la certeza que se le reve-laba despacio, como una fotografía, de que no veíael futuro, ¡lo creaba! Había confundido sus deseosconsumados con presagios cumplidos… ¡Su condi-ción no era de oráculo, sino la de un dios!

Otro, cualquiera, hubiera sucumbido a la euforia alsaberse omnipotente; habría deseado la vida eterna,ser el rey del mundo, poseerlo todo…, pero Juan nolo hizo. Él no se parecía a nosotros, era —lo dije—profundamente humano: le preocupaban los demás

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El hombreque abolió el deseo

Prudencia y deseoFrances Macdonald (1915)

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y, a medida que la revelación se completaba, una ra-zón distinta, inconsciente, como si una lógica de otraíndole se impusiera desde sus emociones, lo hizocomprender que todas las desgracias que lo asolaronfueron el costo de sus éxitos… «Es Ley el equili-brio», dijo su voz desde tan adentro que le parecióajena, y lo invadió una tristeza monstruosa, indes-criptible. Se supo maldito, sintió sobre sus hombrosel peso infinito de todas las culpas. Las cosas buenasde las que también fue responsable perdieron para éltoda importancia y recordó en un instante, veloces ehirientes como rayos, cada una de las fatalidades quehabía provocado; desde las muertes de don Matías ysu padre hasta la miseria en que sumió a miles de in-felices por ambición; su mamá, la meningitis de Ru-bén… ¡Todo! ¡Todo era su culpa!

Encerrado en su estudio, con la voluntad quebrada,lloró semanas enteras en la más profunda soledadhasta la última lágrima. Se negó a endilgarle a al-guien más aquella inconmensurable pena y no deseóalejarla. Quiso sufrir resignado lo que creyó merecery, mientras le crecía la barba y el desespero, Esbjerg,presa de una insólita alegría, se fugó a la India consu instructor de yoga.

Cuando Juan halló al fin algo de calma, buscó unaexplicación plausible que mitigara su dolor. «Tododeseo cumplido tiene consecuencias nefastas para losdemás», pensó, «no solo los míos; el mismo día quealguien compra un yate de millones, miles de niñosmueren de hambre… En este mundo absurdo quecreamos, el deseo del más fuerte se paga con la ne-cesidad del desgraciado», y esa verdad le pareció ra-zonable: todos somos dioses en un olimpo que privi-legia el egoísmo…, pero no bastó para convencerlo.La culpa persistía. Si podía crear otras realidadescon solo desearlo, él era un dios más poderoso quesus congéneres. Se le ocurrió entonces que tal vez, sideseara el bien de todos los demás, podría redimirse,pero pronto entendió que era imposible: la inexora-ble Ley del Equilibrio compensaría la felicidad ajenahaciéndolo acreedor de todos los pesares, y no podría

tolerarlo; tarde o temprano iba a desear un alivio. Nilos omnipotentes pueden soportar ese tormento.

¡Estaba preso en la desgracia de ser consciente!

Fue inútil proponerse no desear hasta que hallara laforma de enmendar sus errores. A veces el conserjetocaba la puerta del penthouse llevándole una pizzaque no había pedido, canastas con foie-gras y Cham-pagne, el Courvoisier Napoleon que tanto le gustabao ropa limpia que nunca envió a la lavandería. Deci-dió entonces satisfacer por sí mismo cada deseo queasomara, limitar su contacto con el mundo al conserje—a quien le asignó un generoso estipendio para verlosiempre feliz y agradecido— y refugiarse en el sue-ño… Es aquí oportuno señalar que los deseos cumpli-dos de Juan, esos que tenían consecuencias nefastaspara los demás, eran conscientes; de algún modo queno podía comprender, estaban vinculados a la volun-tad, pero a una voluntad que, siendo suya, le parecía

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El hombreque abolió el deseo

El joven Rembrandt como Demócrito, el filósofo risueño – Rembrandt (1629)

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ajena; una especie de pulsión que lo dominaba a supesar y le hizo sospechar que él también se veía conlos ojos del prójimo, que al medirse con la vara de losdemás se había convertido en alguien que no era: unaversión adulterada de sí mismo que lo subyugaba.

Dedicó sus horas de vigilia a procurar en la filoso-fía un auxilio, un método o cualquier recurso que loayudara a abrazar la ataraxia que vislumbró Demó-crito y Epicuro desglosó con lucidez. La búsquedafue ardua, interrumpida constantemente por reflexio-nes que lo alejaban de su propósito. Es normal quelas mentes inquietas se disipen, y Juan no solo sedesviaba por sendas insospechadas, sino que incluso

se detenía para cuestionarse cosas insólitas, comoque no estaba leyendo las palabras de Demócrito yEpicuro, sino las de doxógrafos que acaso malinter-pretaron o hasta falsificaron sus pensamientos; en-tonces se desviaba por los caminos del existencialis-mo, que luego debía desandar, para concluir que es-taba obligado a ver hasta a los antiguos griegos conlos ojos de otros…, o que la historia era una creaciónfalaz, una verdad incluso más incierta que el futu-ro…, y seguía leyendo a Lucrecio como si leyera aEpicuro para no desesperarse y sucumbir a la tenta-ción de desear saberlo todo, dejando al mundo sumi-do en la más completa ignorancia.

Así estuvo varios años. Los periódicos ya habíandejado de hablar de su presunto surmenage, de lahonda depresión en que lo sumió el abandono de suesposa y de publicar fotos de intrépidos paparazzisque lo sorprendían en cueros, barbudo y con la greñadescuidada, durmiendo en el balcón, cuando decidióhacer un último intento por redimirse antes de tomarla decisión extrema que había vislumbrado.

Consagró la mayor parte de su fortuna a ayudar alos necesitados. Vendió sus empresas e instaló come-dores comunales, refugios, escuelas, asignó becas…,pero no tardó en comprender que la caridad era unafarsa, una pantomima que le compraba una pizca dealivio efímero sin reparar nada, y no le quedó otro re-medio que abrazar la decisión desesperada cuyas in-ciertas consecuencias podían sumirlo en la peor de lasdesgracias: ¡haría realidad un último deseo!

Se mudó a un pueblo remoto y en una piecita hu-milde, casi pobre, deseó con toda el alma ya no de-sear nada, nunca.

Desde entonces, nadie sabe de Juan. Se lo ha olvi-dado, e intuyo que si lo recordaran en este tiempo, tanafín a la convicción de que vivir sin deseos es algo asícomo un ensayo de la muerte, lo creerían vegetando.Yo, en cambio, que soy un viejo anacrónico y para re-cordarlo lo tuve que inventar —desear que exista—,

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El hombreque abolió el deseo

El filósofo – Edouard Manet (1867)

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creo que encontró por accidente la felicidad verdade-ra; que al discernir el deseo de la necesidad, al finvive satisfecho, leyendo, callando lo que sabe, sinotro propósito que gozar de la belleza cuando se pre-senta, sin esperarla, sorprendiéndose a cada rato de unocaso, del colibrí o las mariposas. Lo imagino libre decaprichos y fracasos, exento de toda vanidad, recor-

dando con desdén a ese otro dios —el que creyeronmuerto— que vive escondido con sus culpas en un

rincón del universo, no por piedad, como él, sinoavergonzado de su cobardía, de no tener el coraje para

renunciar a la omnipotencia que diseminó como unaplaga en réplicas exactas de su ignorancia y barbarie;

soberbio y mezquino, como nosotros.

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El hombreque abolió el deseo

Álvaro DíazMontevideo, UruguayReside en Yucatán, México

3er lugar en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

El enigma de la llegada y la tarde – Giorgio de Chirico (1912)

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En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cum-

plía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadiede forma más perfecta que con el pobre hijo de suúnico hermano. Todos los del pueblo sabían, tam-bién, que George Turrell había dado muchos disgus-tos a su familia desde su adolescencia, y a nadie lesorprendió enterarse de que, tras recibir múltiplesoportunidades y desperdiciarlas todas, George, ins-pector de la policía de la India, se había enredadocon la hija de un suboficial retirado y había muertoal caerse de un caballo unas semanas antes de quenaciera su hijo. Por fortuna, los padres de George yahabían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta ycinco años y poseía medios propios, se podía haberlavado las manos de todo aquel lamentable asunto,se comportó noblemente y aceptó la responsabilidadde hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella

época, estaba delicada de los pulmones, por lo quehabía tenido que irse a pasar una temporada al sur deFrancia. Pagó el viaje del niño y una niñera desdeBombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niñocuando tuvo un ataque de disentería infantil por cul-pa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo quedespedir y, por último, delgada y cansada, perotriunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plena-mente restablecido a su casa de Hampshire. Todosesos detalles eran del dominio público, pues Helenera de carácter muy abierto y mantenía que lo únicoque se lograba con silenciar un escándalo era darlemayores proporciones. Reconocía que George siem-pre había sido una oveja negra, pero las cosas hubie-ran podido ir mucho peor si la madre hubiera insisti-do en su derecho a quedarse con el niño. Por suerteparecía que la gente de esa clase estaba dispuesta ahacer casi cualquier cosa por dinero, y como Georgesiempre había recurrido a ella cuando tenía proble-mas, Helen se sentía justificada —y sus amigos esta-ban de acuerdo con ella— al cortar todos los lazoscon la familia del suboficial y dar al niño todas lasventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bau-tizara al niño con el nombre de Michael. Nada indi-caba hasta entonces, decía la propia Helen, que ellafuera muy aficionada a los niños, pero pese a todoslos defectos de George siempre lo había querido mu-cho, y señalaba que Michael tenía exactamente lamisma boca que George, lo cual ya era un buen pun-to de partida. De hecho, lo que Michael reproducíacon más fidelidad era la frente, amplia, despejada ybonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor tra-zada que el tipo familiar. Pero Helen, que no queríareconocer nada por el lado de la madre, juraba queera un Turrell perfecto, y como no había nadie quese lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zan-jada para siempre. En unos años Michael pasó a for-mar parte del pueblo, tan aceptado por todos comosiempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico ybastante guapo. A los seis años quiso saber por quéno podía llamarle «mamá», igual que hacían todoslos niños con sus madres. Le explicó que no era más

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El jardineroRudyard Kipling

Rudyard Kipling a los 24 años,de pié junto a su padre (1890)

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que su tía, y que las tías no eran lo mismo que lasmamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» alirse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entreellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, peroHelen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos,y cuando Michael se enteró se puso furioso.

—¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? —preguntóal final de la rabieta.

—Porque lo mejor es decir siempre la verdad —respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras élpataleaba en la cuna.

—Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no meparece bien.

—¿No te parece bien?

—No, y además —y Helen sintió que se ponía ten-so—, además, ahora que lo has dicho ya no te voy allamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.

—Pero ¿no te parece una crueldad? —preguntóHelen en voz baja.

—¡No me importa! ¡No me importa! Me has hechodaño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré dañotoda mi vida!

—¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes loque…

—¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré to-davía más daño!

—Gracias a Dios yo me moriré mucho antes quetú, cariño.

—¡Ja! Emma dice que nunca se sabe —Michael ha-bía estado hablando con la anciana y fea criada deHelen—. Hay muchos niños que se mueren de peque-ños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!

Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, perolos llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver ylos dos lloraron juntos.

* * *

Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en

una escuela privada, algo o alguien le sugirió la ideade que su situación familiar no era normal. Atacó aHelen con el tema, y derribó sus defensas titubeantescon la franqueza de la familia.

—No me creo ni una palabra —dijo animadamenteal final—. La gente no hubiera dicho lo que dijo simis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes,tía. He leído muchas cosas de gente como yo en lahistoria de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare.Para empezar, Guillermo el Conquistador y… bue-no, montones más, y a todos les fue estupendo. A tino te importa que yo sea… eso, ¿verdad?

—Como si me fuera a… —empezó ella.

—Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asuntosi te hace llorar.

Y nunca lo volvió a mencionar por su propia vo-luntad, pero dos años después, cuando contrajo lasanginas durante las vacaciones, y le subió la tempe-ratura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa has-ta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, conla seguridad de que nada en el mundo podía hacer

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El jardinero

Retrato de Kipling – John Collier (1891)

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que cambiaran las cosas entre ellos.

Los cursos en su internado y las maravillosas vaca-ciones de Navidades, Semana Santa y verano se su-cedieron como una sarta de joyas variadas y precio-sas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con eltiempo, Michael fue creándose sus propios intereses,que fueron apareciendo y desapareciendo sucesiva-mente, pero su interés por Helen era constante ycada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afec-to del que era capaz, con sus consejos y con su dine-ro, y como Michael no era ningún tonto, la guerra selo llevó justo antes de lo que prometía ser una bri-llante carrera. En octubre tenía que haber ido a Ox-ford con una beca. A fines de agosto estaba a puntode sumarse al primer holocausto de muchachos delos internados privados que se lanzaron a la primeralínea del combate, pero el capitán de su compañía demilicias estudiantiles, en la que era sargento desdehacía casi un año, lo persuadió y lo convenció paraque optara a un despacho de oficial en un batallón deformación tan reciente que la mitad de sus efectivosseguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército,y la otra mitad estaba incubando la meningitis debi-

do al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas.A Helen le había estremecido la idea de que se alis-tara directamente.

—Pero es la costumbre de la familia —había reídoMichael.

—¿No me irás a decir que te has seguido creyendoaquella vieja historia todo este tiempo? —dijo Helen(Emma, la criada, había muerto hacía años)—. Te hedado mi palabra de honor, y la repito, de que… que…no pasa nada. Te lo aseguro.

—Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me hapreocupado —replicó Michael indiferente—. A loque me refería era a que de haberme alistado ya ha-bría entrado en faena… Igual que mi abuelo.

—¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo deque acabe demasiado pronto?

—No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K1.

—Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero queera imposible que durase hasta después de Navidad.Por motivos financieros.

—Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que esdel ejército regular, dice que va para largo.

El batallón de Michael tuvo buena suerte porque,por una casualidad que supuso varios «permisos»,fue destinado a la defensa costera en trincheras bajasde la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte avigilar un estuario escocés, y por último lo retuvie-ron varias semanas con rumores infundados de unservicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo díaen que Michael iba a pasar con Helen cuatro horasenteras en una encrucijada ferroviaria más al norte,lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanzade Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle untelegrama de despedida.

En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lodestacaron cerca del Saliente, donde llevó una vidameritoria y sin complicaciones, mientras se prepara-ba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de lossectores de Armentieres y de Laventie cuando empe-

1 Referencia a lord Kitchenner, secretario de Guerra británico.

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El jardinero

Rudyard Kipling a los 34 años (1899)

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zó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averi-guó que el batallón estaba bien entrenado en la for-ma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lorobó a la División a la que pertenecía, so pretexto deayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en ge-neral en la zona de Ypres.

Un mes después, y cuando Michael acababa de es-cribir a Helen que no pasaba nada especial y por lotanto no había que preocuparse, un pedazo de metra-lla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instan-táneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo quehasta entonces habían sido los cimientos de la paredde un establo, y sepultó el cadáver con tal precisiónque nadie salvo un experto hubiera podido decir quehabía pasado algo desagradable.

* * *

Para entonces el pueblo ya tenía mucha experien-cia de la guerra y, en plan típicamente inglés, habíaido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuan-do la jefa de correos entregó a su hija de siete añosel telegrama oficial que debía llevar a la señorita Tu-rrell, observó al jardinero del pastor protestante: «Leha tocado a la señorita Helen, esta vez», y él replicó,pensando en su propio hijo: «Bueno, ha durado másque otros.» La niña llegó a la puerta principal todallorosa, porque el señorito Michael siempre le dabacaramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró ba-jando las persianas de la casa una tras otra y dicién-dole a cada ventana: «Cuando dicen que ha desapa-recido significa siempre que ha muerto.»

Después ocupó su lugar en la lúgubre procesiónque había de pasar por una serie de emociones esté-riles. El pastor protestante, naturalmente, predicó laesperanza y profetizó que muy pronto llegarían noti-cias de algún campo de prisioneros. Varios amigostambién le contaron historias completamente verda-deras, pero siempre de otras mujeres a las que alcabo de meses y meses de silencio, les habían de-vuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconse-jaron que se pusiera en contacto con secretarios infa-libles de organizaciones que podían comunicarse conneutrales benévolos y podían extraer información in-cluso de los comandantes más reservados de los hu-nos2. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le su-girieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez,en uno de sus permisos, Michael la había llevado auna fábrica de municiones, donde vio cómo iba pa-sando una granada por todas las fases, desde el car-tucho vacío hasta el producto acabado. Entonces lehabía asombrado que no dejaran de manosear en unsolo momento aquel objeto horrible, y ahora, al pre-parar sus documentos, pensaba: «Me están transfor-mando en una afligida pariente».

En su momento, cuando todas las organizacionescontestaron diciendo que lamentaban profunda o sin-ceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero in-terno cedió y todos sus sentimientos —salvo el deagradecimiento por esta liberación— acabaron enuna bendita pasividad. Michael había muerto, y su

2 Forma despectiva en que los ingleses se referían a los alemanes.

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Frontispicio de “Cuentos sencillos de las colinas” (edición americana de 1899)

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propio mundo se había detenido, y ella se había pa-rado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundoseguía adelante, pero no le importaba: no le afectabaen ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidadcon la que podía pronunciar el nombre de Michaelen una conversación e inclinar la cabeza en el ánguloapropiado, cuando los demás pronunciaban el mur-mullo de condolencia.

Cuando por fin comprendió que aquello era que seestaba empezando a consolar, el armisticio con todossus repiques de campanas le pasó por encima y no seenteró. Al cabo de un año más había superado todosu aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que re-gresaban, de forma que ya podía darles la mano ydesearles todo género de venturas casi con sinceri-dad. No le interesaba para nada ninguna de las con-secuencias de la guerra, ni nacionales ni personales;sin embargo, sintiéndose inmensamente distante,participó en varios comités de socorro y expresó opi-niones muy firmes —porque podía escucharse mien-tras hablaba— acerca del lugar del monumento a loscaídos del pueblo que éste proyectaba construir.

Después le llegó, como pariente más próxima, unacomunicación oficial —que respaldaban una cartadirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identi-dad plateada y un reloj— en la que se le notificabaque se había encontrado el cadáver del teniente Mi-chael Turrell y que, tras ser identificado, se le habíavuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar deHagenzeele, con indicación de la letra de la fila y elnúmero de la tumba.

De manera que ahora Helen se vio empujada a otroproceso de la transformación: a un mundo lleno deparientes contentos o destrozados, seguros ya de queexistía un altar en la tierra en el que podían consa-grar su cariño. Y estos pronto le explicaron, y leaclararon con horarios transparentes, lo fácil que eray lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumbade su propio pariente.

—No es lo mismo —como dijo la mujer del pastorprotestante— que si lo hubieran matado en Mesopo-tamia, o incluso en Galípoli.

La agonía de que la despertaran a una especie desegunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de laMancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abre-viados, se enteró de que a Hagenzeele Tres se podíallegar cómodamente en un tren de la tarde que enla-zaba con el transbordador de la mañana, y de que ha-bía un hotelito agradable a menos de tres kilómetrosdel propio Hagenzeele, donde se podía pasar una no-che con toda comodidad y ver a la mañana siguientela tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una au-toridad central que vivía en una chabola de tablas ycartón en las afueras de una ciudad destruida, llena depolvareda de cal y de papeles agitados por el viento.

—A propósito —dijo la autoridad—, usted sabedónde está su tumba, evidentemente.

—Sí, gracias —dijo Helen, y mostró la fila y el nú-

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El jardinero

Rudyard Kipling a los 44 años, llegando a Winnipeg (Canadá) (1910)

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mero escritos en la máquina de escribir portátil delpropio Michael. El oficial hubiera podido compro-barlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpu-so entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndo-le que le dijera dónde estaba su hijo, que había sidocabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad sellamaba Anderson, pero como era de una familia res-petable se había alistado, naturalmente, con el nom-bre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a prin-cipios de 1915. No tenía el número de su chapa deidentidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pilapodía haber utilizado como alias, pero a ella le ha-bían dado en la Agencia Cook un billete de turistaque caducaba al final de Semana Santa y, si no en-contraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al de-cir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápi-damente salió la mujer del oficial de un cuartito quehabía detrás de la oficina y entre los tres, llevaron ala mujer a la cama turca.

—Esto pasa muy a menudo —dijo la mujer del ofi-cial, aflojando el corsé de la desmayada—. Ayer dijoque lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segurade que sabe el número de su tumba? Eso es lo másimportante.

—Sí, gracias —dijo Helen, y salió corriendo antesde que la mujer de la cama turca empezara a sollozar.

* * *El té que se tomó en una estructura de madera a ra-

yas malvas y azules, llena hasta los topes y con unafachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida enuna pesadilla.

Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de fac-ciones vulgares que, al oír que preguntaba el horariodel tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.

—Yo también voy a Hagenzeele —explicó—. Perono a Hagenzeele Tres; el mío está en la Fábrica deAzúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justoal sur de Hagenzeele Tres. ¿Tiene ya habitación en elhotel de aquí?

—Sí, gracias. Les envié un telegrama.

—Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi

no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos debaño en el antiguo Lion d’Or, el hotel que está aloeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte tambiénse lleva una buena parte de la clientela.

—Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.

—¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde elArmisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gra-cias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienenmuchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, hevisto que les resulta de mucho alivio que venga alguienpara ver… el sitio y contárselo después. Y además seles pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas quehacer —rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak quellevaba en bandolera—. Ya tengo dos o tres que ver enla Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementeriosde la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas,¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de unazona para que merezca la pena, doy el salto y vengo.Le aseguro que alivia mucho a la gente.

—Claro. Supongo —respondió Helen, temblandoal entrar en el trenecillo.

—Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos juntoa las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque sino no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo porlo menos 10 ó 15 encargos —y volvió a golpear laKodak—. Esta noche tengo que ponerlos en orden.¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?

—Un sobrino —dijo Helen—. Pero lo quería mucho.

—¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo des-pués de la muerte. ¿Qué cree usted?

—Bueno, yo no… No he querido pensar mucho enese tipo de cosas —dijo Helen casi levantando lasmanos para rechazar a la mujer.

—Quizá sea mejor —respondió ésta—. Supongoque ya debe de bastar con la sensación de pérdida.Bueno, no quiero preocuparla más.

Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al ho-tel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicadosus nombres) insistió en cenar a la misma mesa queella, y después de la cena, en un saloncito horroroso

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El jardinero

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lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contóa Helen sus «encargos», con las biografías de losmuertos, cuando las sabía, y descripciones de sus pa-rientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi lasnueve y media, antes de huir a su habitación.

Casi inmediatamente después sonó una llamada ala puerta y entró la señora Scarsworth, con la horro-rosa lista en las manos.

—Sí… sí…, ya lo sé —comenzó—. Está ustedharta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted…usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces qui-zá no… Pero no importa. Tengo que contárselo a al-guien. No puedo aguantar más.

—Pero, por favor…

La señora Scarsworth había retrocedido hacia lapuerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidoscon la boca.

—Dentro de un minuto —dijo—. Usted… ustedsabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablandoabajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo me-nos algunas —paseó la vista por la habitación—. Quépapel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica,¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es quehay una… y para mí era lo más importante del mun-do. ¿Me entiende? —Helen asintió—. Más que nadieen el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. Notendría que representar nada para mí. Pero lo era. Loes. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.

—Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? —preguntóHelen desesperada.

—Porque estoy tan harta de mentir. Harta de men-tir… siempre mentiras… año tras año. Cuando noestoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siem-pre tengo que inventarme algo, siempre. Usted nosabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no teníaque haber sido… lo único verdadero… lo único im-portante que me había pasado en la vida, y tenía quehacer como que no era nada. Tenía que pensar cadapalabra que decía y pensar todas las mentiras que ibaa inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!

—¿Cuántos años? —preguntó Helen.

—Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuar-tos después. Desde entonces he venido a verle ochoveces. Mañana será la novena y… y no puedo… nopuedo volver a verle sin que nadie en el mundo losepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir.¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sidouna mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se mere-ce eso. Por eso… por eso… tenía que decírselo a us-ted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!

Se llevó las manos juntas casi a la altura de la bocay luego las bajó de repente, todavía juntas, lo másabajo posible, por debajo de la cintura. Helen se ade-lantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellasy murmuró:

—¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!

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El jardinero

Rudyard Kipling a los 48 años (1914)

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La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Así es como se lo tomausted?

Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó,pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.

* * *A la mañana siguiente la señora Scarsworth se

marchó muy de mañana a hacer su ronda de encar-gos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele Tres. Elcementerio todavía no estaba terminado, y se hallabaa casi dos metros de altura sobre el camino que lobordeaba a lo largo de centenares de metros. En lu-gar de entradas había pasos por encima de una zanjahonda que circundaba el muro limítrofe sin acabar.Helen subió unos escalones hechos de tierra batidacon superficie de madera y se encontró de golpefrente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzee-le Tres ya había 21.000 muertos. Lo único que veíaera un mar implacable de cruces negras, en cuyosfrontis había tiritas de estaño grabado que formabanángulos de todo tipo. No podía distinguir ningún tipode orden ni de colocación en aquella masa; nada másque una maleza hasta la cintura, como de hierbasgolpeadas por la muerte, que se abalanzaban haciaella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a laderecha, desesperada, preguntándose cómo podríaorientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una

línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tum-bas que ya tenían su losa definitiva, en torno a lascuales se habían plantado flores, y cuya hierba reciénsembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras biengrabadas al final de las filas y al consultar su papelitovio que no era allí donde tenía que buscar.

Junto a una línea de losas había arrodillado unhombre, evidentemente un jardinero, porque estabaafirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fuehacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó alverla y, sin preludio ni saludos, preguntó:

—¿A quién busca?

—Al teniente Michael Turrell… mi sobrino —dijoHelen lentamente, palabra tras palabra, como habíahecho miles de veces en su vida.

El hombre levantó la vista y la miró con una com-pasión infinita antes de volverse de la hierba reciénsembrada hacia las cruces negras y desnudas.

* * *—Venga conmigo —dijo—, y le enseñaré dónde

está su hijo.

Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió aechar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombrese inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue conven-cida de que era el jardinero.

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El jardinero

Rudyard KiplingBombay, 1865-1936, Londres

A los 25 años ya era un poeta y escritor maduro y reconocido que había recorrido los cinco continentes. Escribía lo que quería decir y, celoso de su independencia, por no comprometer su opinión rechazó el Premio Nacional de Literatura de 1895, la Orden de Mérito del Reino Unido y tres veces el título de Caballero de la Orden del Imperio Británico, pero aceptó el Pre-mio Nobel de Literatura en 1907, ya que no lo condicionaba.

Pese a que “El libro de la selva” es su obra más conocida, sus cuentos infantiles tuvieron el propósito de recorrer a contramano el camino de su admirado Jonathan Swift, cuyo devastador alegato contra la con-dición humana (Los viajes de Gulliver), acabó, tras la censura de editores, convertido en libro para niños.Los hechos sobrenaturales son recurrentes en sus cuentos, pero a diferencia de Poe, se manifiestan de forma gradual. En El jardinero, cuento de 1925 publicado en “Debits and Credits” (Londres, 1926), recrea en Helen su propia experiencia tras la muerte de su hijo John en la batalla de Loos (1915), cuyo cuerpo no se identificó hasta 1922. La descripción detallada del largo duelo no solo es una catarsis, sino que involucra al lector y lo sensibiliza para hacerlo testigo del milagro que Helen ignora y, quizás, de la trascendencia espiritual (una suerte de resurrección) de su hijo John Kipling.

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Mamá se estaba volviendo loca, preparando la

cena de año nuevo. Eran las seis de la tarde y ella mepidió…, no, no, más bien me exigió que fuera a sa-car a mi padre de las cantinas y que lo trajera de re-greso a casa. Dijo que no quería que el viejo se mu-riera en las vísperas de la reunión familiar porqueiba a arruinar un festejo tan importante.

—Deja que tome para que se relaje. Ya tiene bas-tantes líos en la cabeza.

—Nada de relajarse. Anda, mijo, ve por el cochinode tu padre.

Salí de casa pensando en que faltaban pocas horaspara que finalizara otro año y que mis padres segui-rían en las mismas: discutiendo por cualquier insig-nificancia.

Uno de los amigos más allegados de papá me dijodónde estaba metido, enseguida me pidió unas mo-

nedas para seguir con la juerga y finalmente se que-dó dormido con el cuerpo recargado en una barda.

Llegué a la cantina más decaída y deprimente de laciudad. El coche de papá estaba mal estacionado ycon un faro reventado. Empujé la puerta vaivén, y alentrar miré a dos esclavos del trago, sentados a labarra y al cantinero que me miraba con recelo. Papáestaba en medio de los dos hombres, con la cabezaapoyada en un plato con cacahuates, con una botellaadherida a la mano derecha y la otra colgando comoun péndulo.

—¿Qué desea? —me preguntó el cantinero.

—Vengo por mi padre.

Papá despertó de su sueño etílico y se sorprendióal verme. Frotó sus ojos para comprobar que no esta-ba alucinando.

—Ven, siéntate. Tómate un traguito conmigo.

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La últimay nos vamosServando Clemens

El borracho – Marc Chagall (1912)

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Apenas podía pronunciar palabra.

—Vamos a casa. Mamá nos está esperando.

—Solo bébete una cervecita con tu padre.

Accedí a regañadientes. Le quité el polvo a uno delos taburetes y lo jalé para sentarme. El cantinero meacercó una botella de cerveza que no tenía etiqueta.Tomé un sorbito. Estaba malísima y además tibia.Aguanté las ganas de escupir el asqueroso suelo quede por sí ya estaba lleno de salivazos y de colillas decigarrillo. Uno de los parroquianos se fue tamba-leando al baño y no volvió a salir, el otro estaba iner-te. No sabía qué decirle, no sabía cómo papá podíapasar el rato en un sitio tan degradante. Casi nuncaconversábamos. Su alcoholismo nos había distancia-do tanto que en ocasiones ya no sabía nada de él; meparecía un extraño que vivía en nuestro hogar.

—¿Cómo estás?

—Estoy bien. Vámonos. Mamá te busca.

—Perdón, hijo. Después iré a casa. No tengo ganasde discutir. Échate una conmigo y matemos las penas.

Papá le cerró un ojo al cantinero y este le acercóun vaso con licor. Papá lo engulló de un tirón, ca-rraspeó tan fuerte que parecía que iba a expulsar lasamígdalas y los ojos le empezaron a lagrimear. Elolor a meados me aguijoneaba las fosas nasales.

—Ya vámonos. Mamá casi tiene listo el pavo.

Examiné su cara demacrada, las bolsas negruzcasque colgaban debajo de sus ojos y los brazos esque-léticos que ya no llenaban las mangas de la camisa.Recordé que apenas probaba bocado. Llegué a pen-sar que le quedaban pocos días de vida, pues sucuerpo parecía una calavera con ropa.

—¿Y ya tienes novia?

—Sí, sí.

—¿Cómo se llama?

Me puso su mano temblorosa en el hombro y con-fesó que me quería más que a nadie en la vida, lodijo con la sinceridad de un borracho.

—Deberíamos volver. Mamá se va a enojar.

—Ella siempre está enojada conmigo, no me so-porta. —Su voz se tornó más firme, pero más triste.

—Así es mamá. No te debería sorprender.

—Tu mamá está loca.

—¿Qué mujer no lo está?

—Y aun así las amamos…

—No nos queda de otra.

Papá se quedó mirando el fondo del vaso, como siestuviera buscando una hormiga y noté que sus ojosse habían humedecido todavía más.

—Deja la bebida como propósito de año nuevo.Hazlo por mamá, hazlo por mis hermanos que toda-vía son pequeños.

—No puedo, estoy enganchado hasta el tuétano.

—¿Cómo fue que caíste en el vicio? Antes eras unhombre hecho y derecho.

—Ya ni me acuerdo cómo fue que me enredé. Solo séque ayudó a borrar algunos malos pasajes de mi vida.

—¿Y sí te los borró?

—Vaya que sí, ni siquiera me acuerdo dónde cara-jos dejé las llaves del coche.

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La últimay nos vamos

Ebrios – James Ensor (1883)

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—¡Aquí están! —dijo el cantinero, haciendo tinti-near el manojo de llaves. Luego se marchó para de-jarnos conversar a gusto.

Papá arqueó la boca, intentando trazar una falsasonrisa. Su cara parecía la de los payasos viejos,aquellos que no provocan risa, sino pena.

—¿Tus angustias fueron provocadas por algunapelea con mamá?

—Tu madre y yo estamos separados desde hacetiempo. Ya no me quiere.

Sentí que una araña intentaba descender por migarganta. Tomé la botella y bebí hasta acabarme laúltima gota. Tuve un mareo que casi me tumba deltaburete.

—No…, no lo sabía.

En realidad sí lo sabía, pero no lo quería aceptar.

—Tenemos once años así. Seguimos casados, peroel amor se acabó.

—¡Dios!

—Lo siento. ¡La cagué!

—Pero ustedes duermen juntos y…

—Una vez que entramos a nuestra recámara, yotiendo una cobija en el suelo, me tiro como perro, ycuando las luces se apagan, tu madre y yo nos volve-mos unos completos desconocidos.

Papá hizo otro ademán. El cantinero llenó el vaso yyo pedí lo mismo para estar a la par. Una rata pasócorriendo por el estante de botellas. Ya nada podíaprovocarme repulsión.

—No sé qué decirte. Estoy sorprendido.

—No digas nada. Solo pasa un momentito conmi-go, es necesario, me hace mucha falta.

Bebí el líquido ambarino, el cual me supo a choco-late en ese instante de amargura.

—Claro, papá. Aquí estoy contigo. Pase lo quepase yo siempre seré tu hijo.

Me siguió preguntando asuntos de mi vida y mecontó las hazañas de su juventud. Escuché todo y medeleité con sus anécdotas. Nos carcajeamos como unpar de borrachines primerizos que se beben el mun-do y que se burlan de la vida. La luz que entraba porla ventana se estaba extinguiendo. Ya casi era de no-che. Volví a la cruda realidad. Le quedaban pocashoras al año. Le dije a papá que tenía que retornar y

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Efecto de la lámpara en la cena – Felix Vallotton (1899)

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que sería lindo que pasara la noche con nosotros.Apoyó los codos en la barra y se rascó el canoso einsípido bigote.

—¡Antes de que te vayas, tómate el último tragoconmigo!

Creí que se trataba de una despedida. El cantineroabrió otra botella y nos dijo que era especial. Nosllenó los vasos a rebosar. Papá y yo brindamos y be-bimos nuestro último trago. Nos abrazamos. Salí conla mente obnubilada de aquel lúgubre bar.

Retorné a casa, cabizbajo y atolondrado. Tuve unmal presentimiento. Lloré algunos minutos en el um-bral de la casa. Entré, limpiándome las lágrimas.Mamá y mis hermanos estaban sentados en sus si-llas, con los platos servidos. Mamá preguntó por pa-pá casi por inercia.

—Se sentía mal y no pudo venir.

—Otra vez. No es posible.

Mamá sacó la botella de Coca-Cola del refrigera-dor. Mis hermanos empezaron a cenar como si nada.Ellos ya estaban acostumbrados a esa situación, ellosnunca lo conocieron en sus épocas de sobriedad. Mi-ramos la televisión como era costumbre, porque noteníamos ningún tema de conversación. Mis herma-nos estaban clavados en sus celulares. Faltaba mediahora para las doce.

De repente, papá abrió la puerta, entró a casa, dejóla chaqueta y el sombrero en el perchero y dijo convoz sólida:

—Hola, familia. —Se miraba más joven, como sihubiera atravesado el túnel del tiempo.

Estaba fajado, cara lavada, sus ojos chispeaban lucidez,

se encontraba perfectamente peinado hacia atrás congel y perfumado. No sé cómo demonios lo hizo. Pa-recía estar en sus cinco sentidos. Mamá intentó dis-cutir algo para no perder la vieja tradición. Papá ladejó hablar a sus anchas y solo atinó a pedir perdónpor todos sus errores y hasta por sus aciertos. ¡Déja-las que hablen y tú escucha!, decía el abuelo. Mamáno logró disimular su sonrisa de colegiala. Parecíaque éramos la familia de antes, como cuando yo eraun pequeño. Papá se me acercó (su aliento olía a cer-veza y chicle de menta) y me murmuró al oído:

—Empezaré el año asistiendo a alcohólicos anóni-mos y voy a reconquistar a tu madre y a tus herma-nos, te lo juro por Dios.

No le creí ni una sola de sus palabras, porque élsiempre resbalaba con cualquier lata de cerveza ycaía hasta el fondo del abismo.

—Gracias.

—No, gracias a ti por escucharme, hijo, sólo nece-sitaba eso.

Papá necesitaba una mano que lo sacara del atolla-dero. Cenamos con tranquilidad. Apagamos el televi-sor. Platicamos acerca de nuestros propósitos para elaño nuevo. ¡Reímos como nunca! Papá se levantó desu silla con presteza, hizo un brindis con su vaso derefresco y aseguró que dejaría de beber para siempre.

Ese fue el mejor fin de año de nuestra familia. Algocambió en la mirada de mamá, parecía que se habíaenamorado de nuevo. Papá no volvió a tomar, ¡increí-ble!, cumplió su promesa y revivió su alma, la cualhabía sumergido en el fondo de una botella de licor.

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La últimay nos vamos

Servando ClemensHuatabampo - México

Ganador del II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Cuando el turco llegó al pueblo su cara le valió el

sobrenombre de Quimbombó. Al principio solo eraun rumor que corría subrepticio, como una nube jo-cosa, bajo los mentones de los jóvenes, que a supaso, ni intentaban disimular la risa que les provoca-ba el aspecto del gordito turco con cara de ají.

El ingenioso del grupo, apodado El Hidalgo, porjusticiero de causas perdidas, había creado un canti-to: “okra, quimbombo, gombo, gumbo, turco ají”3 yel Fideo Barriga, mote que le habían asignado antesde que la tuberculosis lo transformara en enclenquey flaco, lo acompañaba con la armónica. A raíz delinstrumento y de la enfermedad padecida, lo únicogrueso que conservaba eran sus labios ya de por síbastante prominentes por ser mulato.

El Enano, que medía dos metros, casi nunca son-reía, no sabían si porque miraba a todos desde arribacomo queriendo mostrar superioridad o si porque ca-recía de sentido del humor, era el único que no fes-tejaba los cánticos pero tenía la actitud más violentadel grupo.

Al Lungo, que medía apenas un metro sesenta, ledaba pena el turco pero no se quería arriesgar a serllamado muñequita por compadecerse de la víctima,de modo que festejaba las ocurrencias y con apenasuna tenue voz cantaba junto con los demás.

El muchacho, que ni era tan gordo ni tenía tantacara de ají, no conocía el significado de los términosde la cantinela y por eso al pasar, saludaba con unasonrisa amistosa que daba la impresión de querer in-tegrar el grupo algún día. Pero solo recibía puteadasy más burlas como respuesta.

En ese lugar tropical, donde el viento era algo se-mejante a una brisa hirviente que parecía provenir deuna estufa, todos se movían en cámara lenta y ellos,ni siquiera eso; se sentaban en el umbral del local

3 La okra, también llamada quimbombó, qumbio, gumbo y ajíturco, entre otras denominaciones, es una verdura con formade vaina de color verde, similar a un pimiento pequeño o unajudía verde.

cerrado desde que el gallego había muerto y que ha-bía dejado al pueblo sin un mísero bar donde refres-carse, añorando el enorme ventilador de techo queallí había mandado a colocar el finado y que fue elmayor acontecimiento del pueblo en aquel año.

Los jóvenes se reunían cuando terminaba la jorna-da de trabajo y vislumbraban la posibilidad de ver elpaseo de las jovencitas por las veredas de la plaza si-tuada enfrente.

La familia del turco se había establecido sin quenadie supiera de dónde procedían, pero prácticamen-te todo el pueblo desfiló, intrigado y curioso, durantedías por delante de la tienda que el jefe de familia

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Y fue leyendaEdith Vulijscher

Hombre y mujer – Fernand Leger (1921)

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instalaba con la ayuda de su hijo. Muchos coloresiban llenando los escaparates y parecían instalar elarco iris en el gris pueblerino. Decenas de rollos detelas multicolores fueron acomodadas en líneas ver-ticales y horizontales, junto a tapices y alfombrascon dibujos de Oriente, que solo actuarían como de-coración, porque, en el infierno sofocante que eraese pueblo, caminar sobre alfombras cuando ni des-calzos soportaban el calor de las baldosas, era im-pensable.

Por el contrario, las telas se veían estupendas paraaquel clima, lienzos livianos, linos, algodones, or-ganzas y sedas, la mayoría de colores claros en tonospastel, estimulaban la imaginación de las señorasque ya comenzaban a diseñar futuras prendas. Solounos pocos rollos aparecían como manchas negrasinfiltradas en tanto colorido, pues el turco tambiénanticipaba los lutos por venir. El hombre, buen co-merciante, conocía muy bien cómo debía surtir sutienda, se apreciaba que no era improvisado, tal ofi-

cio se había ido transmitiendo de generación en ge-neración con lo cual parecía marcado el futuro parasu hijo. El joven le tomó muy pronto la mano al ne-gocio, se podía observar cómo disfrutaba entre enca-jes y mujeres. En poco tiempo conoció las preferen-cias de cada una de ellas y, por la paciencia y el buengusto que poseía, fue famoso en el pueblo y tambiénen los poblados cercanos.

Una noche en que el Enano y el Hidalgo volvíanempapados en alcohol vieron pasar a una joven en-vuelta en telas vaporosas que se dirigía en una motohacia las afueras del pueblo, allí donde existían lu-gares para placeres considerados pecaminosos. Cre-yendo que una prostituta nueva trabajaba en el caba-ret, organizaron con el resto del grupo una visitapara el fin de semana. El Lungo inventó una excusapara no acompañarlos y el mulato agradecido por lainclusión ofreció pagar las copas.

El sábado, en el auto hurtado al padre del Enano,partieron con los gargueros ya bien humedecidos,

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Y fue leyenda

Ilustración de @pilar.san.martin, experimenta con el arte y el diseño ecológico (© 2021).

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profilácticos en los bolsillos y el ánimo eufórico quese fue elevando cada vez más durante el trayecto.

Al llegar al local recibieron la primera sorpresa, uncartel sencillo pero bien iluminado anunciaba: “Hoygran actuación: “LA QUIMBOMBÓ”. Sin com-prender cómo y desde cuándo se podía anunciar detal modo a una nueva prostituta y además con esenombre, ingresaron al local donde encontraron mon-tado un escenario en el que se anunciaba como “laPiaf del Caribe” al famoso transformista La Quim-bombó, recién llegado desde Bahamas, Su actuaciónfue incomparable, muchos parroquianos que nuncahabían escuchado mencionar algo sobre transformis-mo, ni alcanzaron a darse cuenta de que se trataba deun hombre, y además de fantasear escenas libidino-sas con esa belleza morocha y bien curveada hubie-ran querido tener cuatro manos para aplaudir másaún, su magnífica voz y el entonado canto.

Pero los guapos del grupo que habían ido con otrasintenciones reconocieron al turco, lo odiaron de in-mediato y decidieron darle el escarmiento que el jus-ticiero consideró obligatorio.

Después de la actuación, con el local vacío y lascalles apenas iluminadas por farolitos coloniales muy

vistosos pero poco prácticos, salió el turco abrazan-do al Lungo, la amistad que los unía dejó descon-certados a los otros que demoraron unos minutos enreaccionar, para después rodearlos y darles, ahora alos dos, la paliza programada que los escarmentarapor varios motivos: ocultar su afinidad, ser artista ysobre todo tener éxito, algo que los fracasados pue-blerinos no estaban dispuestos a permitir.

Pero la sorpresa fue mayúscula cuando los que de-bieron ser víctimas resultaron excelentes pugilistasque siguiendo la consigna ajedrecista de que “la me-jor defensa es un buen ataque” les dieron una felpea-da memorable dejándolos más avergonzados queamoratados.

Terminado el contrato del turco en ese cabaret, conla tienda cerrada desde hacía un año, después de quesus padres habían muerto con poca diferencia de me-ses, no se los vio más a él ni a su amigo.

Con los años fue llegando la modernidad tambiénal pueblo y la televisión mostraba flashes de la ac-tuación del famoso transformista.

Y hoy, a pesar de los setenta y pico por cumplir,sus prácticas están inalterables. Le siguen llamandoLa Quimbombó y es leyenda en el Caribe.

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Y fue leyenda

Edith VulijscherBuenos Aires - Argentina

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Cuando conocí a Nuria no actué como un buen

criollo. En un hotel que pudo haber estado en SanFrancisco o más probablemente en Boston (fue unviaje inmerso en alcohol, fluido que aclara los deta-lles más insignificantes y oscurece el escenario ha-ciendo atemporal y memorable lo que la resaca no selleva al páramo del olvido), dos negritos me pidieronque dijera que era su tutor y/o encargado accidental,para que les permitieran entrar al gimnasio (Guestsonly). Tomaron mi etílica perplejidad por afirmativa,y cuando me empujaban hacia la puerta, apareció miángel.

No vi bien el resto, pero esos ojos grises, tristes ytintineantes como campanas fúnebres sonaron pro-fundo en mi almita desgarrada.

Parece que los negritos habían abusado de la tre-ta, y que se habían presentado en los últimos díascon más acompañantes que Madonna.

—Él está con nosotros, —protestaron los delin-

cuentitos, echándome una mirada tan anhelantecomo amenazante. ¡Tiene que dejarnos entrar!

—¿El señor no puede estar con ustedes, verdad?Al pronunciar la última palabra replicó las campanashacia mí. Esta vez mi perplejidad fue tomada encontra de los diablillos, quienes marcharon hacia elascensor al ritmo de un paso, un insulto. (De todosmodos hubieran estado condenados: aún de haber po-dido reaccionar, esos ojos no los tenían por dignos ri-vales).

—Disculpe, pero estos bribones vienen molestan-do desde hace días y si encuentran intrusos en elgimnasio podría perder mi trabajo.

Su inglés confirmó lo que sus ojos ya me habíandicho: no era yanqui.

Traté de sorprenderla, de sugerir que sí sabía porsu mirada y su acento de dónde era, podría adivinarlo que sentía, qué esperaba de la vida en un país le-jano, y que podía contar conmigo en sus sueños, yo

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Soy unserbio-bosnio

Ojos de fuego – Vajda Lajos (1938)

Marcelo Licciardi

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no era un turista más, yo…

—¿Rumana? —No. —¿Polaca? —Niet —¿Che-ca? —…

—¿Yugoslava?

Sonrió, y al sonreír vi el resto en una revelaciónque a la vez fue advertencia (¿Quieres eso de mí?Pero mira lo que soy. Mi cara tiene hendijas que fil-tran mi pasado. Puedes ver el tiempo y el sufrimien-to con una mera caricia. Mis piernas ya no son las deantes; mi sonrisa es recadera de mis ojos y, ya ves,mis ojos no se ríen ni volverán a hacerlo jamás).

—Yugoeslavia no existe más. Su voz sonó ajena,venida de otros ojos menos tristes. Soy croata…

Quería decirle que no me importaban sus piernasni los surcos de su cara. Que quería hacerle el amorpor sus ojos, para compensar tanta miseria y dolor,para remediar tanta humillación sufrida en tierra aje-na. Quizá el lector piense que el bálsamo de tantospesares mal pueda ser un acto físico -si bien con undejo de trascendencia-, y quizás se equivoque. Hayseres tan castigados por la vida que la entrega dealgo personal sirve para mitigar su dolor, en un mun-do donde todo y en especial la caridad tiende a ha-cerse impersonalmente. Dinero sí, a regañadientes.Hablar con el miserable, es impensable. Cientos deobligaciones fingidas y reales nos excusan de en-frentar un hecho frío y simple: no queremos quenada ajeno a nuestras confortables vidas nos molestey termine por hacernos entender que ese dolor ajenoes el precio que otros pagan por nuestras conforta-bles vidas. Execro a quien es vivo testimonio de mimiserable egoísmo.

Mi parte del trato, pues, sería dar amor instantáneoen el envase de sexo. Su parte, entregarme desespera-ción en el mismo envase.

Los rasguños en mi espalda serían la medida.

—¿Puedo verte después? (mi mirada símil deses-peración).

—¿Para qué? (No sigas adelante. Ilusionarme seríamortal. Tu piel joven despreciaría la mía ajada y sin

vida, y ya no podría vivir con la conciencia de esedesprecio, yo, que un día fui la reina de Belgrado).

—Quiero hacerte feliz (soy un demi-urgo. Hurgoy doy. Hurgo y doy).

—…(Dame. Hurga. Solo una vez aunque sea. Re-víveme).

Aunque su boca no se abrió, sus ojos grises hicie-ron la cita. Sonreí y me fui al bar. Esa noche me es-peraba una ardua tarea. De una erección convincentedependía la estabilidad emocional de una ciudadanacroata.

Debíamos encontrarnos en el bar de otro hotel,para no comprometer su trabajo. Yo llegué veinteminutos antes, buscando matar la ansiedad, esa brujaque mezcla en su caldero alegría a cuenta con el ali-vio de que todo haya pasado, con algunos tragos demásque el criollo es corajudo pero entonado pelea mejor.

Cuando miré a la barra, vi que mi balcánica (y es-taba por verse si volcánica) cita ya estaba allí. Consu tristeza domeñada, adiestrada para no espantar

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Soy unserbio-bosnio

Coqueteo – Thomas Sully (1844)

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(¡cuando tanto atraía!) y la sobrecarga emotiva dehaber llegado antes, frágil, casi desnuda; cauta, peroanhelante, transparente: podía leer en sus ojos AMA-ME, por favor.

Ensayé mi sonrisa asesina, acomodé mi melena y,león histérico, decidí demorar el asalto.

Mi nivel de libido fue desafiado por una largaconversación sobre el conflicto político-racial entreserbios y croatas, la situación en Bosnia, las ambi-ciones de un señor llamado Slobodan Milosevic. Alverla de cerca, hablando de temas mundanos, sir-viendo café mecánicamente y actuando como per-fecta dueña de la situación, comencé a notar susarrugas, mal disimuladas bajo el maquillaje. Al prin-cipio no le di importancia, pero con el transcurrir delos minutos sucedió que los surcos comenzaron a ro-dear esos maravillosos ojos grises y los fueron dre-nando de magia, vaciándolos de tristeza y de soledadhasta que me di cuenta de que estaba en manos deuna mistificadora, una vivilla e insaciable cincuento-na que cubría sus caloresde eslava devora-hom-bres con un velo de tristemisterio que la cercaníade la carne disipaba.

¿O era que yo habíallenado esos ojos con mipropia tristeza? Sí, esoera. Yo había envuelto depoesía el magro comer-cio negándome una vezmás a ver la realidad, tra-tando de cabalgar en unanube hasta que -otra vez-la mañana me sorpren-diera con escalofríos y lacarne lacerada por el fue-go de una pasión nadamás que humana. ¿Hastacuándo buscaría otrosmundos, otros colores,

otras penetraciones?

Bueno, al menos esta vez había visto venir el tren.Saltar sería poco elegante, pero la conciencia del pe-ligro me permitía jugar el juego sin remordimientos,¿No me das absoluto, no me das desesperación?Tendrás perversión. ¿No me entregas tu alma, noquieres compasión? Tendrás crueldad. ¿Quieres de-vorar mi cuerpo joven? Sea. Pero no saldrás indem-ne. Los rasguños esta vez no solo calcinarán tu pielde panqueque reseco. Ya lo verás.

Mi clase de geopolítica avanzó entre ríos de al-cohol y café. Me enteré de que para una croata comoella, nacida en Bosnia, todo podía ser aceptable ex-cepto un serbio, llevando el rechazo al odio incondi-cional si ese serbio era coterráneo. Al hablar de sutierra sus ojos recobraron por un instante el fuego,pero un fuego mezquino, arbóreo, ancestral, que ali-vió mi culpa -prematura, pero ya pesada- por lo quese avecinaba. Cuando el alcohol comenzaba a domi-narme, ella dijo “vamos”.

Me pidió que subierayo primero a mi habita-ción. En mi ebriedad yaavanzada le di el númerode mi cuarto de hotel ante-rior. No sé si a causa de susbrujos antepasados o dela excitación que gober-naba todo su cuerpo, perodetectó el error y miran-do mi llave me corrigiócon un susurro en el oídoque me recorrió a la velo-cidad de la luz y se grabóen mi disco ya rígido(504, 504, 504), como unmantra lascivo y carnal.

No puedo informarcuánto la esperé. Recuerdoun cuadro ecuestre, unaprimorosa terminación del

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Soy unserbio-bosnio

La metamorfósis de los amantesAndré Masson (1938)

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cielorraso —giratorio— y una lámpara encendida,elementos que no sirven para calcular el tiempo, tan-to menos en un sopor que tiende la cama para quenos recostemos con las piernas en la realidad y la ca-beza en los campos de los sueños. Sí recuerdo comosi fuera ahora que entró como si entrara a mi cabeza,arreglándose el teñido pelo y ya desabotonándose elvestido negro.

—¡Nuria, te amo —grité con una voz viscosa quenadie que no fuera ella podría tomar en serio.

Después recuerdo unas manos frías, nudosas, des-vistiéndome, y unos senos deprimidos mirando alsud; unas piernas hinchadas por la celulitis y un tem-blor hambriento y desesperado; un cuerpo recipientey una boca conquistadora.

¿Qué, en nombre del cielo, provocó tamaña excita-ción? Sus manos jugueteando, murmurando palabrasque no alcanzaba a descifrar pero que entendía a laperfección, vinieron después. ¿El alcohol tenía algúnbrebaje que sus sabias manos me habían ocultado, ola decadencia me excita tanto?

El hecho es que mi próximo recuerdo es mi reco-rrida a lengua viva por todos los lugares núricos, pe-regrinados profusamente por razas varias, con elfondo de una letanía que se asemejaba a las palabrasque Kinski murmuraba en situación similar en unade vampiros clase B.

¡Y la croata temblaba! Quiero decir, no ese tem-blor automático del músculo estimulado, sino el delcuerpo en movimiento, baile sin música. ¡Reía, llora-ba, me besaba, cantaba! Yo arremetía con desespera-do furor tras la conquista de algo que sabía que jamásalcanzaría. Sentía la sangre correr por mi espalda ysus uñas regodeándose sin culpa. Casi aprendí elcántico que entonaba en su extraña lengua. Fui vio-lento. Rasgaba no sé qué, a veces la sábana. Lo únicoen inglés que emitió su arrugada boca fue “MORE”.

Y en el divino momento en que herida de esamuerte que los franceses llaman pequeña esperabatodo mi amor, le clavé lo que me faltaba, los ojos, yen un acto de crueldad suprema le dije:

—Soy un serbio-bosnio.

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Soy unserbio-bosnio

Marcelo LicciardiBuenos Aires, Argentina

Nació en el siglo XX.Morirá en el siglo XXI,

solo para comenzar de nuevo.

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I

Cuando Lázaro salió del sepulcro donde se habíahallado durante tres días y tres noches bajo el miste-rioso poder de la muerte y regresó vivo a casa, nadienotó, al principio, las siniestras particularidades que,con el tiempo, hicieron que causara espanto inclusosu nombre. Rebosantes de luminoso júbilo por su re-torno a la vida, familiares y amigos le rodeabanconstantemente de atenciones y saciaban su ávidasolicitud con los afanes por procurarle comida, bebi-da y ropas nuevas. Le vistieron suntuosamente conlos vivos colores de la esperanza y la risa y cuandoél, semejante a un desposado con atuendo nupcial,volvió a sentarse con ellos a la mesa y de nuevo be-bió y de nuevo comió, ellos vertieron lágrimas deternura y llamaron a los vecinos para que contempla-ran al que había resucitado milagrosamente. Acudíanlos vecinos, y se alegraban, conmovidos; acudíandesconocidos de ciudades y pueblos lejanos, y conexclamaciones de júbilo expresaban su reverente ad-miración ante el milagro; como abejas rondaban entorno a la casa de María y Marta.

Y todo lo nuevo que había aparecido en el rostroy en los modales de Lázaro, lo explicaban de maneranatural como huella de la grave dolencia y de lasconmociones padecidas. Era evidente que la labordestructora de la muerte sobre el cadáver había sidotan sólo detenida, pero no anulada del todo, por elmilagroso poder: lo que la muerte tuvo tiempo dehacer con el rostro y sobre el cuerpo de Lázaro eracomo el dibujo inconcluso de un pintor bajo un finocristal. Las sienes de Lázaro, las ojeras y el cuencode las mejillas tenían un denso color azulenco terro-so, así como también los largos dedos de las manos,en cuyas uñas, crecidas en la tumba, el azul se torna-ba más oscuro, ya cárdeno. Aquí y allá, en los labiosy en el cuerpo, se había cuarteado la piel tumefacta,y en esos sitios quedaban finas grietas rojizas, bri-llantes como salpicadas de mica translúcida. Ade-más, se había vuelto obeso. El cuerpo, hinchado enla tumba, conservaba unas proporciones monstruo-sas y unas repelentes protuberancias bajo las cuales

se adivinaba la hedionda viscosidad de la putrefac-ción.

Sin embargo, pronto desapareció el olor a cadáverque impregnaba la mortaja de Lázaro y se hubieradicho que también su cuerpo; de allí a poco se ate-nuó la lividez de las manos y del rostro y se cicatri-zaron en parte las pequeñas grietas rojizas de la piel,aunque nunca llegaron a cerrarse del todo. Así sepresentó a la gente en su segunda vida, pero su as-pecto les pareció natural a quienes le habían visto ensu lecho mortuorio.

Además del rostro, también el talante de Lázaroparecía cambiado; pero esta circunstancia tampocosorprendió a nadie ni llamó debidamente la atención.Antes de su muerte, Lázaro había sido siempre unhombre jovial, despreocupado, amigo de la risa y dela burla inocente. Precisamente por esa agradable ysosegada jovialidad, exenta de malicia y de aspereza,le había cobrado tanto afecto el Maestro. Ahora, encambio, se mostraba serio y taciturno; no bromeabani acogía con risas las chanzas de los demás; tam-bién las palabras que de tarde en tarde pronunciabaeran las palabras más imprescindibles, tan carentesde significado y enjundia como los sonidos con queun animal expresa el dolor y el contento, la sed y elhambre. Palabras que puede pronunciar un hombretoda la vida sin que nadie llegue a saber nunca cuá-les fueron los sufrimientos o las alegrías de su alma.

Así, con la faz de un cadáver sobre el cual lamuerte se había enseñoreado en las tinieblas durantetres días, vestido con el suntuoso atuendo nupcialresplandeciente de oro amarillo y de púrpura escarla-ta, hosco y taciturno, espantosamente distinto y ex-traño ya, aunque nadie lo hubiera advertido todavía,se sentaba Lázaro a la mesa del festín, entre sus ami-gos y allegados. El alborozo, en torno suyo, se des-plegaba en anchurosas oleadas, unas veces suaves yotras estrepitosas, cálidas miradas de afecto busca-ban su rostro, que aún conservaba el frío de la tum-ba, y la mano tibia de un amigo acariciaba la suya,

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LázaroLeonid Andréiev

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grávida y azulenca. Sonaba la música. Habían llama-do a unos músicos que tocaban alegremente el cím-balo y la flauta, la cítara y el guzli4. Era como si so-bre la venturosa morada de María y de Marta zum-baran las abejas, cantaran las chicharras y trinaranlos pájaros.

II

Algún incauto levantó el velo. Con el soplo im-prudente de una palabra lanzada al azar, alguienrompió el luminoso hechizo y descubrió la verdad ensu monstruosa desnudez.

La idea no se había concretado aún en su mente, yya preguntaban los labios sonriendo:

—¿Por qué no nos cuentas lo que hubo allá, Lá-zaro?

Y todos enmudecieron, sobrecogidos por la pre-gunta. Como si sólo entonces cayeran en la cuentade que Lázaro había estado muerto tres días, le mira-ban curiosamente en espera de la respuesta. Pero Lá-zaro callaba.

—¿No quieres contarlo? —se extrañó el que pre-guntaba—. ¿Tan espantoso ha sido?

Otra vez había quedado su pensamiento a la zagade las palabras. De lo contrario, no habría formuladouna pregunta que, en el mismo instante, hizo que uninsoportable espanto oprimiera su propio corazón.Todos se sintieron inquietos y esperaron ya con an-gustia las palabras de Lázaro; pero él callaba, fría yseveramente, y tenía los ojos gachos. Y de nuevo ad-virtieron, como por primera vez, la espantosa lividezazulenca del rostro y el repugnante abultamiento.Una de las manos de Lázaro, violácea, yacía sobre lamesa como olvidada por su dueño, y todas las mira-das se habían clavado en ella, igual que si de ella es-perasen la ansiada respuesta.

Los músicos tocaban aún, pero el silencio acabóllegando también hasta ellos y, lo mismo que el aguaapaga las brasas dispersas, así apagó los alegrescompases. Enmudeció la flauta; enmudecieron tam-

4 Antiguo instrumento de cuerdas ruso.

bién el sonoro címbalo y el guzli susurrante, luegoexpiró la cítara con una nota trémula y quebradacomo si se hubiera roto una cuerda, como si hubieramuerto la propia canción. Y se hizo el silencio.

—Entonces, ¿no quieres? —insistió el que pre-guntaba, incapaz de frenar su lengua incontinente.

Reinaba el silencio y la mano violácea yacía in-móvil. En esto, se agitó levemente. Todos exhalaronun suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro resu-rrecto los contemplaba fijamente con mirada gráviday terrible que lo abarcaba todo de golpe.

Habían transcurrido tres días desde que Lázarosalió del sepulcro. A partir de aquel momento, mu-chos habían advertido el nefasto poder de su mirada;pero, ni los que fueron sojuzgados por ella parasiempre ni los que hallaron en la fuente prístina de lavida, tan misteriosa como la muerte, la fuerza nece-saria para resistirle, ni unos ni otros lograron expli-car jamás la tremenda sugestión encerrada en la pro-fundidad de sus negras pupilas. Miraba Lázaro demanera tranquila y sencilla, sin deseo de ocultarnada pero también sin intención de expresar algo:

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Lázaro

Leonid Andréiev a los 28 años (1900)

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miraba incluso fríamente, como quien siente infinitaindiferencia por todo lo vivo. Muchos pasaban a sulado, distraídos, sin fijarse en él; pero más tarde seenteraban, admirados y sobrecogidos, de quién eraaquel plácido hombre obeso que les había rozadocon el vuelo de sus suntuosas y llamativas vestidu-ras. El sol no dejaba de brillar cuando él lo miraba,la fuente no cesaba de fluir y el cielo de su tierra na-tal permanecía límpido y azul, pero quien había caí-do bajo su mirada misteriosa no escuchaba ya el fluirdel agua ni reconocía el cielo natal. Unas veces seponía a llorar amargamente y otras, desesperado, semesaba el cabello y suplicaba, enajenado, la ayudade los demás. Sin embargo, lo más frecuente era que,sereno e indiferente, comenzara a morirse y conti-nuara muriéndose durante años ante los ojos de to-dos, apático, pálido y mustio como un árbol que seseca silenciosamente sobre un terreno pedregoso.Los primeros, los que gritaban y se debatían, algunasveces volvían a la vida; pero los otros, jamás.

—Entonces, Lázaro, ¿no quieres contarnos lo queviste allá? —repitió por tercera vez el que preguntaba.

Pero su voz era ahora indiferente, apagada, y undenso tedio gris velaba sus ojos. Ese mismo tediogris, muerto, cubrió todos los demás rostros como sifuera polvo, y los comensales se escrutaban unos aotros con obtuso estupor, incapaces de comprenderpor qué se habían reunido en torno a la mesa ricamen-te servida. Cesaron de hablar. Pensaban con abuliaque probablemente sería hora de volver a sus casas,pero no lograban superar el indolente y pegajoso abu-rrimiento que debilitaba sus músculos, y continuabansentados, ajenos los unos a los otros, semejantes a dé-biles lucecillas esparcidas por un campo nocturno.

Sin embargo, los músicos habían sido pagadospara que tocaran; volvieron, pues, a tomar sus instru-mentos y de nuevo fluyeron y saltaron los compases,estudiadamente tristes, estudiadamente alegres. Enellos se desplegaba la armonía de siempre, pero los co-mensales la escuchaban sorprendidos: no sabían quéfalta hacía aquello ni por qué debían los músicos ras-guear las cuerdas o hinchar los carrillos para soplar ensus flautas, produciendo un extraño ruido polifónico.

—¡Qué mal lo hacen! —dijo alguien.

Ofendidos, los músicos se marcharon. Tras ellosse dispersaron también los comensales uno por uno,ya que se había hecho de noche. Cuando se vieronenvueltos en la apacible tiniebla, cuando empezarona respirar más fácilmente, a cada uno se le aparecióde pronto la imagen de Lázaro con un halo pavoro-so: el rostro lívido del cadáver, la suntuosa y brillan-te indumentaria nupcial y la mirada fría, que en elfondo conservaba un quieto terror. Estaban como pe-trificados, aquí y allá, rodeados por sombras, y enlas sombras adquiría creciente nitidez la tremendavisión, la imagen sobrenatural de aquel que durantetres días se había hallado bajo el misterioso poder dela muerte. Tres días estuvo muerto; tres veces salió yse puso el sol, y él estaba muerto; los niños jugaban,el agua de los torrentes rumoreaba entre las piedras,la cálida polvareda se arremolinaba sobre el camino,y él estaba muerto. Y ahora se hallaba de nuevo en-tre los hombres, los tocaba, los miraba: ¡los miraba!Y a través de los pequeños círculos negros de suspupilas, como a través de cristales oscuros, contem-plaba a los hombres el inescrutable más allá.

III

Nadie se preocupaba ya de Lázaro, no le queda-ban parientes ni amigos, y el vasto desierto que abra-zaba la ciudad santa llegó hasta el umbral de su vi-vienda. El desierto entró en la casa, se tendió sobreel lecho de Lázaro como una esposa y apagó el fue-go del hogar. Nadie se preocupaba de Lázaro. Unatras otra, se marcharon María y Marta, sus hermanas.Marta se había resistido a abandonarle, preguntándo-se quién le alimentaría y le compadecería luego: llo-raba y rezaba.

Pero una noche, mientras el viento galopaba porel desierto y los cipreses se doblaban, silbando, so-bre el tejado, se vistió con sigilo y con sigilo se ale-jó. Lázaro oiría probablemente el ruido de la puertay luego, al quedar mal encajada, su golpeteo bajo lasráfagas de viento; pero, no se levantó, no salió ni fuea mirar. Toda la noche, hasta por la mañana, zumba-ron sobre su cabeza los cipreses y batió lastimera-

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Lázaro

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mente la puerta dejando entrar a bocanadas el ateri-do desierto que husmeaba ávidamente por todas par-tes. Todos le rehuían como a un leproso, y como aun leproso querían colgarle del cuello una campani-lla para evitar a tiempo un encuentro con él. Pero al-guien habló, palideciendo, de lo terrible que sería es-cuchar por la noche la campanilla de Lázaro al piede la ventana, y todos, perdiendo también el color,estuvieron de acuerdo con él.

Ya que no se preocupaba de sí mismo, quizá sehubiera muerto Lázaro de hambre si los vecinos, im-pelidos por un vago temor, no se hubieran encargadode procurarle comida. Se la hacían llegar por los chi-quillos, que no le temían, pero tampoco se burlabande él como en su inconsciente crueldad suelen reírsede todos los desgraciados. Si ellos se mostraban in-diferentes hacia él, Lázaro les pagaba con idénticaindiferencia: no experimentaba el deseo de acariciaruna cabecita morena ni de asomarse a unos ojos in-genuos y brillantes. La casa de Lázaro iba derrum-bándose bajo el poder del tiempo y del desierto, yhacía mucho que sus cabras, famélicas y balantes,

habían buscado refugio en casas vecinas. Su atuendonupcial tenía un aspecto lamentable. Desde que se lopuso, el fausto día en que vinieron los músicos, nose lo había quitado ni cambiado, como si para él noexistiera diferencia entre lo nuevo y lo viejo, entre loroto y lo intacto. Habían palidecido los vivos colo-res, apagados por el sol, y el delicado tejido quedóreducido a jirones por los rabiosos perros de la ciu-dad y las matas espinosas del desierto.

De día, cuando el sol implacable se convertía enasesino de todo lo viviente, e incluso los escorpionesse metían debajo de las piedras y allí se retorcían,presa del loco deseo de morder, él permanecía senta-do, inmóvil, bajo los rayos ardientes, levantando ha-cia arriba el rostro lívido y la hirsuta barba salvaje.

Cuando la gente le dirigía todavía la palabra, lepreguntaron una vez:

—¡Pobre Lázaro! ¿Te gusta estar sentado aquímirando al sol?

Y él contestó:

—Sí. Me gusta.

«Probablemente, fue tanto el frío de la tumba du-rante esos tres días y tan profunda la oscuridad, queno existen sobre la tierra calor ni luces bastantespara devolver el calor a Lázaro y para iluminar lasombra de sus ojos», pensó el que había hecho lapregunta. Y se alejó con un suspiro.

Cuando el disco de púrpura incandescente decli-naba sobre la tierra, Lázaro salía al desierto y cami-naba en línea recta hacia el sol como si quisiera dar-le alcance. Siempre iba en la dirección del sol, ycuantos trataron de seguirle en su camino y enterarsede lo que hacía Lázaro de noche en el desierto con-servaban en la mente una visión imborrable: la silue-ta negra de un hombre alto y obeso sobre el fondorojo de un enorme disco encendido. La noche losahuyentaba, con sus terrores, y no llegaban a ente-rarse de lo que hacía Lázaro en el desierto; pero laimagen negra sobre rojo se les grababa al fuego en elcerebro y no se desvanecía. Lo mismo que un animal

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Lázaro

Leonid Andréiev a los 33 años (1904)

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se frota frenéticamente el hocico con las patas cuan-do se le ha metido algo en los ojos, así se restrega-ban ellos estúpidamente los párpados; pero la huelladejada por Lázaro era imborrable. Quizá no habríapodido hacerla desaparecer nada más que la muerte.Sin embargo, había gente que vivía lejos, que no ha-bía visto nunca a Lázaro y sólo había oído hablar deél. Con atrevida curiosidad más fuerte que el temor yalimentada por el propio temor, con remota burla enel ánimo, iban hasta donde estaba sentado al sol y seponían a hablarle. El aspecto de Lázaro había mejo-rado un poco por entonces y no era ya tan espantoso.Al pronto, esas gentes sacudían los dedos y pensa-ban con reprobación en la estupidez de los habitan-tes de la ciudad santa. Pero cuando terminaba el bre-ve coloquio y ellos emprendían el regreso a sus ca-sas, era tal su aspecto que los habitantes de Jerusalénlos reconocían al instante y comentaban:

—Otro loco a quien ha mirado Lázaro —y llenosde compasión chascaban los dedos y elevaban losbrazos al cielo.

Con gran estrépito de armas, llegaban valerososguerreros que desconocían el miedo; llegaban ale-gres jóvenes entre canciones y risas; acudían por uninstante graves hombres de negocios haciendo sonarlas monedas; altivos sacerdotes del Templo dejabansus báculos a la puerta de Lázaro. Pero, ninguno re-gresaba como había llegado: una idéntica sombraaterradora caía inevitablemente sobre sus almas yprestaba un aspecto nuevo al viejo mundo conocido.

Los que aún conservaban el deseo de hablar ex-presaban así sus sensaciones:

Todos los objetos visibles para los ojos y palpa-bles para el tacto se volvían ligeros, huecos y trans-parentes; se volvían semejantes a sombras claras enla tiniebla de la noche; y es que la inmensa oscuri-dad que envuelve el universo no estaba iluminadapor el sol, la luna ni las estrellas, sino que abrigaba ala tierra con un infinito velo negro, la abrazaba comouna madre; penetraba en todos los cuerpos, en el hie-rro y en la piedra; y las partículas de esos cuerpos setornaban solitarias al perder su vínculo; penetraba en

la profundidad de las partículas y se tornaban solita-rias las partículas de las partículas, porque el granvacío que envuelve el universo no era colmado pornada visible, ni por el sol, ni por la luna ni por las es-trellas, sino que reinaba ilimitadamente, penetrabaen todas partes, lo desintegraba todo: un cuerpo deotro cuerpo y unas moléculas de otras moléculas; losárboles extendían sus raíces en el vacío, y ellos tam-bién estaban vacíos; en el vacío se alzaban los tem-plos, los palacios y las casas, amenazando con un es-pectral derrumbamiento, y ellos mismos estaban va-cíos; en el vacío se movía inquietamente el hombre,vacío y liviano él mismo como una sombra; porqueel tiempo había dejado de existir y el comienzo decada cosa se juntaba con su final: apenas se había le-vantado un edificio, los constructores golpeaban to-davía con los martillos, cuando ya se divisaban susruinas, y el vacío en el lugar de las ruinas; apenashabía nacido una criatura cuando sobre su cabeza seencendían ya los cirios mortuorios, cuando ya seapagaban y cuando se hacía ya el vacío en el lugarde la criatura y de los cirios mortuorios; y el hombre,envuelto en el vacío y la oscuridad, temblaba sin es-peranza ante el horror infinito.

Así decían los que aún sentían ganas de hablar.Pero probablemente habrían podido decir muchomás los que no querían hablar y morían en silencio.

IVPor entonces vivía en Roma un célebre escultor.

Con barro, con mármol y con bronce había creadocuerpos de dioses y de hombres, infundiéndoles tandivina belleza que todos la reputaban por inmortal.Sin embargo, el escultor estaba descontento de susobras y afirmaba que algo más había, realmente be-llísimo, que él no podía plasmar ni en mármol ni enbronce.

—No he recogido aún el resplandor de la luna —decía— ni me he embriagado aún con la luz del sol,y no tiene alma mi mármol ni mi hermoso broncetiene vida.

Y cuando, en las noches la luna, vagaba lenta-mente por el camino, envuelto en su blanca toga, pi-

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Lázaro

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sando las sombras negras de los cipreses, los que secruzaban con él reían amistosamente y decían:

—¿Vas a recoger la luz de la luna, Aurelio? ¿Porqué no llevas una cesta?

Él señalaba sus ojos, riendo también:

—Éstas son las cestas donde recojo la luz de laluna y el fulgor del sol.

Y era verdad: brillaba la luna en sus ojos y el solresplandecía en ellos; pero no podía trasladarlos almármol, y ése era el luminoso tormento de su vida.

Descendía de antiguo linaje patricio, tenía esposabuena y varios hijos y no carecía de nada.

Cuando llegó hasta sus oídos el vago rumor acer-ca de Lázaro, consultó con su mujer y sus amigos yemprendió la larga jornada hacia Judea para ver alhombre milagrosamente resucitado. Por aquellosdías andaba algo aburrido y con el viaje esperaba

reanimar un poco su atención fatigada. No le asusta-ba lo que le habían contado de Lázaro: había medita-do mucho sobre la muerte, y no le agradaba, perotampoco le agradaban los que la confundían con lavida. «A este lado, la vida, tan bella; al otro lado, lamuerte misteriosa —reflexionaba—, y el hombre nopuede idear nada mejor que, mientras vive, gozar dela vida y de la belleza de lo creado.» Alimentaba in-cluso cierto ambicioso deseo: persuadir a Lázaro dela validez de su opinión y volver su alma a la vidacomo había sido devuelto su cuerpo. El empeño leparecía tanto más fácil por cuanto los rumores sobreel resucitado, medrosos y extraños, no repetían todala verdad acerca de él, y sólo prevenían vagamentecontra algo aterrador.

Lázaro estaba a punto de levantarse de la piedra yseguir al sol que declinaba en el desierto cuando sele acercó el rico romano, a quien escoltaba un escla-vo armado, y le interpeló con voz sonora:

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Lázaro

Grupo Sreda (Grupo de los miércoles), formado por notables de la cultura rusa (1902). Sentados (izquierda), Maksim Gorki, su mentor y amigo, junto a Leonid Andréiev.

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—¡Lázaro!

Entonces vio Lázaro el hermoso y altivo rostroiluminado por la gloria, las espléndidas vestiduras,las piedras preciosas centelleando al sol. Los rayosrojizos prestaban a la cabeza y al rostro el brillomate del bronce; Lázaro lo advirtió también. Quedódócilmente sentado en su sitio y agachó los ojos,agobiado.

—La verdad es que eres feo, mi pobre Lázaro —dijo con calma el romano jugueteando con su cadenade oro—; eres incluso espantoso, mi pobre amigo.La muerte no anduvo perezosa el día en que caísteimprudentemente en sus manos. Pero, estás gordocomo un tonel y los hombres gordos no son malva-dos, decía el gran César, y yo no atino a comprenderpor qué te tiene tanto miedo la gente. ¿Puedo que-darme en tu casa esta noche? Es tarde ya, y no tengoalbergue.

Nadie le había pedido todavía a Lázaro que lehospedara una noche.

—No tengo lecho que ofrecerte —contestó.

—Yo soy un poco guerrero, conque puedo dormirsentado —objetó el romano—. Encenderemos lum-bre…

—No tengo lumbre.

—Entonces, charlaremos en la oscuridad comodos amigos. Supongo que tendrás un poco de vino.

—No tengo vino.

El romano rió:

—Ahora comprendo por qué estás tan huraño yno te gusta tu segunda vida. ¡No tienes vino! Bueno,pues nos pasaremos sin él. Hay discursos que se su-ben a la cabeza tanto como el falerno.

Despidió al esclavo con un gesto y se quedaronsolos. El escultor volvió a hablar, pero se hubiera di-cho que con el sol declinante escapaba la vida de suspalabras, que se tornaban pálidas y hueras, parecíanvacilar sobre piernas inseguras, hasta resbalar y caer,

ebrias de un vino de pesares y desesperanza. Entreellas quedaban negros intervalos como remotas alu-siones al gran vacío y a la gran tiniebla.

—Ahora soy tu huésped y no me ofenderás, Láza-ro —dijo—. La hospitalidad es un deber incluso paraquien permaneció tres días muerto. Porque me handicho que tú permaneciste tres días en el sepulcro.Haría mucho frío... y allí tomarías esa mala costum-bre de prescindir del fuego y del vino. Pues, a mí megusta el fuego; aquí oscurece tan pronto… Tienesunas líneas muy interesantes de la frente y de las ce-jas: se diría las ruinas de algunos palacios cubiertasde cenizas después de un terremoto. Pero, ¿por quéllevas ropas tan feas y extrañas? He visto a desposa-dos en vuestro país y se ponen una indumentaria pa-recida, tan ridícula, tan horrible… Dime, ¿eres túacaso un desposado?

El sol se había puesto ya, una sombra gigantescaacudió desde Oriente como si unos enormes piesdescalzos hicieran crujir la arena, y el soplo de unarauda carrera bañó de frío sus espaldas.

—En la oscuridad pareces aún más voluminoso,Lázaro, igual que si hubieras engordado en estos mi-nutos. ¿Te alimentas acaso de las tinieblas? Pues, amí me gustaría que hubiera fuego, aunque fuese pe-queño, sí, aunque fuese un fuego pequeño. Y sientoun poco de frío. Tenéis aquí unas noches tan bárba-ramente frías… Si no estuviera tan oscuro, yo diríaque me estás mirando, Lázaro. Sí, me parece que memiras… Porque estás mirándome, lo noto. Y ahora tehas sonreído.

Había llegadola noche, y el aire se saturó de den-sa oscuridad.

—¡Qué gusto cuando vuelva a salir el sol maña-na!… Ya sabrás que soy un gran escultor: así dicenmis amigos. Soy un creador; sí, lo que hago se llamacrear, pero se precisa la luz del día para eso. Doyvida al mármol frío y fundo el bronce sonoro sobreel fuego vivo, sobre el fuego ardiente… ¿Por qué metiendes la mano?

—Vamos —dijo Lázaro—. Eres mi huésped.

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Lázaro

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Y entraron en la casa. Y la larga noche se exten-dió sobre la tierra.

Como tardaba en regresar su señor, el esclavo fueen su busca cuando el sol estaba ya alto. Y bajo losrayos ardientes los vio sentados a los dos, a Lázaro ya su señor, el uno junto al otro; miraban hacia lo altoy callaban. El esclavo rompió a llorar y gritó con vozrecia:

—¡Señor! ¿Qué te ocurre? ¡Señor!

Aquel mismo día emprendió Aurelio el regreso aRoma. Durante el viaje entero estuvo ensimismado ytaciturno, observándolo atentamente todo —la gente,el barco y el mar—, como si se esforzara por grabaralgo en su mente. En el mar les sorprendió una fuer-te tempestad, y todo el tiempo que duró permanecióel escultor sobre cubierta mirando ávidamente lasolas que se encrespaban y se venían abajo. En casa,sus familiares se asustaron al ver el terrible cambiooperado en él, pero él los tranquilizó diciendo signi-ficativamente:

—Lo he encontrado.

Y se puso al trabajo, con las vestiduras sucias queno se había cambiado en todo el viaje, y el mármolresonó dócilmente bajo los golpes sordos del marti-llo. Trabajó larga y ávidamente, sin dejar que entraranadie, hasta que finalmente anunció una mañana quela obra estaba lista y mandó llamar a los amigos, ri-gurosos apreciadores y entendidos en arte.

Mientras los esperaba, se vistió con magníficas ro-pas de fiesta, amarillas del oro y rojas de la púrpura.

—Esto es lo que he creado —dijo meditabundo.

Sus amigos contemplaron la obra, y una sombrade profunda tristeza veló sus rostros.

Era algo monstruoso, carente de cualquiera de lasformas habituales al ojo humano, aunque no dejabade dar la ilusión de una imagen nueva, ignota. Sobreuna pequeña rama retorcida —o su remedo mons-truoso— se asentaba, también de manera retorcida yextraña, una mole ciclópea, informe, atormentada,

de un algo vuelto hacia dentro, de un algo vuelto ha-cia fuera, de feroces aristas que en vano intentabanhuir de sí mismas. Y, por casualidad, debajo de unode esos salientes que clamaban de modo feroz des-cubrieron una mariposa primorosamente cinceladacuyas alas translúcidas parecían estremecidas en unimpotente anhelo de volar.

—¿Qué significa esta divina mariposa, Aurelio?—preguntó alguien indeciso.

—No lo sé —contestó el escultor.

Sin embargo, era preciso decir la verdad. Y unode los amigos, el que mayor afecto profesaba a Au-relio, afirmó rotundamente:

—¡Esto es horrible, mi pobre Aurelio! Hay quedestruirlo. Dame el martillo.

Y, de dos martillazos, desbarató la monstruosamole, dejando tan sólo la mariposa primorosamenteesculpida.

Desde entonces, Aurelio no creó ya nada más.

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Lázaro

Retrato de Leonid AndréievIlyá Repin (1904)

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Contemplaba con profunda indiferencia el mármol yel bronce, así como todas sus divinas creaciones ante-riores, plasmación de la belleza inmortal. Con la es-peranza de devolverle su antiguo ardor por el trabajoy despertar su ánimo apagado, le llevaban a ver her-mosas obras de otros artistas; pero él permanecíaigual de indiferente, y la sonrisa no entibiaba su bocaprieta. Y sólo cuando le hablaban mucho y largamen-te de la belleza, objetaba con voz cansina y lánguida:

—Pero, si todo eso es mentira…

Durante el día, cuando alumbraba el sol, salía a suhermoso jardín, trazado con gran arte, buscaba unlugar donde no hubiera sombra y allí exponía a laluz y al calor su cabeza destocada y sus ojos opacos.Revoloteaban las mariposas blancas y rojas, el aguaque brotaba de la boca torcida de un sátiro voluptuo-samente ebrio caía chapoteando en el pilón de már-mol, y Aurelio permanecía sentado, inmóvil, pálidoreflejo del que, allá en la lejanía, estaba sentado,igualmente inmóvil, a la misma puerta del desiertopedregoso, bajo un sol de fuego.

V

Y sucedió que Lázaro fue llamado a comparecerante el gran emperador, ante el divino Augusto.

Lázaro fue vestido suntuosamente con solemneatuendo nupcial, como si el tiempo hubiese dictami-nado que hasta su muerte habría de seguir siendo eldesposado de una desposada ignota. Era como si hu-bieran redorado y ornado con nuevas borlas flaman-tes un viejo ataúd medio podrido, que empezara ya adesbaratarse. Y le condujeron con gran pompa gen-tes que vestían ropas lujosas y llamativas, como side verdad se tratara de una comitiva nupcial, y losbatidores hacían sonar sus trompetas, pidiendo pasopara los emisarios del emperador. Pero los caminosde Lázaro estaban solitarios: todo su país natal mal-decía ya el odioso nombre del milagrosamente resu-rrecto, y la gente se dispersaba a la sola noticia de sunefasta proximidad. Las trompetas de cobre lanza-ban sus toques en la soledad, y únicamente el desier-to respondía con eco prolongado.

Luego le llevaron por mar en la más elegante ytambién la más lúgubre nave que jamás se reflejaraen las aguas del Mediterráneo. Aunque iba muchagente a bordo, el barco estaba triste y silenciosocomo un sepulcro y el agua parecía llorar con deses-peranza al lamer la esbelta proa, graciosamente en-corvada. Lázaro iba sentado, solitario, presentandoal sol la cabeza destocada. Escuchaba el rumor delas olas y callaba mientras los marineros y los emisa-rios, formando aparte un borroso conjunto de som-bras, estaban sentados o tendidos con indolencia ydesmayo. Si en aquel momento hubiera resonado untrueno y el viento hubiese arrebatado las velas depúrpura, el barco habría zozobrado probablemente,pues ninguno de los que iban a bordo tenía fuerzasni deseos de luchar por la vida. Con un supremo es-fuerzo, algunos se llegaban hasta la borda y escruta-ban ávidamente la sima azul y límpida por ver si nose deslizaba entre las olas el hombro rosado de unanáyade o no pasaba al galope, levantando salpicadu-ras con los cascos, algún centauro locamente alboro-zado y ebrio. Pero el mar estaba desierto y mudo, ydesierto estaba el abismo marino.

Lázaro recorrió con indiferencia las calles de laCiudad Eterna como si todas sus riquezas, toda lamagnificencia de los edificios levantados por titanes,todo el esplendor, la belleza y la armonía de una vidarefinada sólo fueran el eco del viento en el desierto, elreflejo de las muertas arenas movedizas. Rodaban loscarros veloces, se movían multitudes de hombresfuertes, agraciados y altivos, constructores de la Ciu-dad Eterna y orgullosos participantes de su vida; so-naban canciones, reían las fuentes y reían las mujerescon su risa perlada; filosofaban los borrachos y lossobrios los escuchaban con una sonrisa. Y los cascosde los caballos repicaban y repicaban sobre las pie-dras del pavimento. Rodeado de alegre rumor por to-das partes, se movía en medio de la ciudad como unfrío manchón de silencio un hombre obeso, pesado,sembrando a su paso fastidio, ira y una vaga angustiaconsuntiva. «¿Quién se atreve a estar triste enRoma?», se indignaban los ciudadanos frunciendo elceño. A los dos días, toda la parlotera ciudad de Romaestaba enterada de la presencia del milagrosamenteresurrecto y sus habitantes le rehuían con temor.

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Lázaro

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Pero también había allí muchos hombres audacesque querían probar sus fuerzas y Lázaro acudía dó-cilmente a su temeraria llamada. Ocupado por losasuntos estatales, el emperador aplazó su recepción,y el milagrosamente resurrecto anduvo entre la gentesiete días enteros.

Así llegó Lázaro donde un jocoso borracho, y elborracho le acogió con risas de sus labios rojos.

—¡Bebe, Lázaro, bebe! —gritaba—. ¡Lo que seva a reír Augusto cuando te vea borracho!

Y reían las mujeres ebrias, desnudas, y posabanpétalos de rosas sobre las manos azulencas de Láza-ro. Pero, fijó el borracho sus ojos en los ojos de Lá-zaro y concluyó para siempre su alegría. Toda suvida siguió borracho; no bebía ya nada, y sin embar-go continuaba borracho, pero en lugar de las faustasensoñaciones que proporciona el vino, eran pesadi-llas horribles las que poblaban su desdichada mente.Las horribles pesadillas se convirtieron en el único

alimento de su espíritu doliente. Las pesadillas horri-bles le mantenían día y noche obsesionado con susengendros monstruosos, y la propia muerte era me-nos espantosa que sus feroces augurios.

Llegó una vez Lázaro hasta un joven y una don-cella que se amaban y eran hermosos en su amor.Abrazando orgullosa y fuertemente a su amada, eljoven dijo con suave compasión:

—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros.¿Acaso hay nada más poderoso que el amor?

Y Lázaro los miró. Y toda la vida siguieron ellosamándose, pero su amor se tornó triste y apagadocomo los cipreses fúnebres que nutren sus raíces conla podredumbre de los sepulcros y buscan vanamenteel cielo con las lanzas de sus copas negras en la apaci-ble hora crepuscular. Arrojados el uno en brazos delotro por la fuerza ignota de la vida, mezclaban los be-sos con las lágrimas y el placer con el dolor, sintién-dose doblemente esclavos: esclavos dóciles de la vidaprepotente y sumisos siervos de la Nada, siniestra-mente silenciosa. Eternamente unidos y eternamentedesunidos, se encendían como chispas y como chis-pas se apagaban en la oscuridad sin límites.

Llegó Lázaro hasta un orgulloso sabio, y el sabiole dijo:

—Conozco de antemano cuanto de espantosopuedas decirme, Lázaro. ¿Con qué otra cosa me pue-des horrorizar?

Sin embargo, no había transcurrido mucho tiempocuando ya se percató el sabio de que la noción delhorror no es todavía horror y de que la visión de lamuerte no es todavía la muerte. Y se percató de quela sabiduría y la estupidez son exactamente igualesante la faz de lo Infinito, ya que lo Infinito las desco-noce. Y desapareció la divisoria entre la sabiduría yla ignorancia, entre la verdad y la mentira, entre lode arriba y lo de abajo, y su pensamiento informequedó flotando en el vacío. Entonces se llevó lasmanos a su cabeza canosa y gritó frenéticamente:

—¡No puedo pensar! ¡No puedo pensar!

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Lázaro

Retrato de Leonid AndréievIlyá Repin (1905)

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Así perecía, bajo la mirada apática del milagrosa-mente resurrecto, todo lo que es afirmación de lavida, de su espíritu y sus alegrías. La gente empezó adecir que era peligroso dejarle llegar hasta el empe-rador, que más valía matarlo y, después de enterrar-lo, en secreto, decirle al emperador que se habíamarchado nadie sabía adónde. Ya sacaban filo a lasespadas, y jóvenes leales al bien del pueblo se prepa-raban ya abnegadamente para hacer de asesinos,cuando Augusto ordenó la comparecencia de Lázaropara la mañana siguiente, desbaratando así los crue-les propósitos.

Ya que no era posible eliminar totalmente a Láza-ro, quisieron al menos mitigar la penosa impresiónque causaba su rostro. Con este fin, juntaron a barbe-ros y artistas habilidosos que se afanaron toda la no-che en torno a la cabeza de Lázaro. Recortaron labarba y la rizaron, dándole un aire más aseado y pre-sentable. Eliminaron con afeites la lividez cadavéri-ca de las manos, blanqueándolas, y de las mejillasaplicándoles colorete. Las arrugas repelentes conque los sufrimientos habían surcado su rostro senilfueron rellenadas, estucadas, borradas del todo, y so-bre aquel fondo liso trazaron hábilmente con pince-les muy finos las arrugas que imprimen la risa jovialy la alegría sana y benévola.

Lázaro se sometía con indiferencia a todas aque-llas manipulaciones, y pronto quedó convertido enun anciano de buen ver, grueso por naturaleza, en unsosegado y afable abuelo de numerosos nietos queaún conservaba en los labios la sonrisa con que ha-bía contado alguna historia divertida y, en las comi-suras de los ojos, una plácida ternura senil. Pero, nose atrevieron a despojarle de su atuendo nupcial;pero no pudieron cambiarle los ojos, cristales oscu-ros y extraños a través de los cuales contemplaba alos hombres el inescrutable más allá.

VIEl esplendor de los aposentos imperiales no im-

presionó a Lázaro. Al pasar miraba, y no miraba, contanta indiferencia como si no hiciese distinción entresu casa derrumbada, hasta donde había llegado el de-

sierto, y el bello y sólido palacio de piedra. Y, bajosus pies, el firme mármol de los suelos se asemejabaa las arenas movedizas del desierto, y la multitud dearrogantes personajes magníficamente vestidos seasemejaba al vacío del aire bajo sus miradas. Nadiele miraba a la cara por temor al terrible maleficio desus ojos, pero cuando el rumor de su pesado caminarindicaba a los presentes que había pasado ya por de-lante de ellos, levantaban la cabeza y observabancon medrosa curiosidad la elevada silueta del an-ciano obeso, algo encorvado, que se adentraba pau-sadamente en el corazón mismo del palacio imperial.De haber sido la propia muerte la que pasara, no leshabría causado mayor sobresalto a las gentes, pueshasta entonces había sucedido que sólo los muertosconocían la muerte mientras que los vivos conocíansólo la vida, y no había ningún puente entre una yotra. En cambio, aquel hombre extraordinario cono-cía la muerte, y ese maldito conocimiento suyo eramisterioso y terrible. «Matará a nuestro gran Augus-to, a nuestro divino Augusto», pensaban las gentescon terror, y lanzaban estériles maldiciones en segui-miento de Lázaro que continuaba avanzando y aden-trándose más y más.

También César estaba enterado de quién era Lá-zaro y se había preparado para el encuentro con él.Pero era hombre valeroso, tenía consciencia de sutremenda fuerza invencible y no quiso respaldarse enel débil apoyo de los hombres para su duelo fatalcon el milagrosamente resurrecto. Recibió a Lázaroa solas, cara a cara los dos.

—No alces tu mirada hacia mí, Lázaro —ordenóal recién llegado—. He oído decir que tu cabeza escomo la cabeza de la Medusa y conviertes en piedraa todo el que miras. Pero, yo quiero mirarte a ti bieny hablar contigo antes de convertirme en piedra —añadió el emperador con zumba no exenta de temor.

Acercándose a Lázaro, observó atentamente surostro y el extraño atuendo de fiesta. Y cayó en latrampa del habilidoso retoque, a pesar de su miradaaguda y perspicaz.

—Bueno, pues a primera vista no pareces tan te-

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Lázaro

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rrible, respetable anciano. Pero, cuando lo terribleadopta un aire tan respetable y grato, tanto peor parala gente. Ahora, vamos a hablar.

Augusto tomó asiento y entabló el diálogo, inte-rrogando tanto con la mirada como con las palabras:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro contestó con indiferencia:

—No sabía que fuera necesario.

—¿Eres cristiano?

—No.

Augusto aprobó con la cabeza.

—Eso está bien. A mí no me agradan los cristia-nos. Sacuden el árbol de la vida sin darle tiempo acubrirse de frutos y esparcen al viento sus flores olo-rosas. Pero, entonces, ¿quién eres tú?

—He sido un muerto —respondió Lázaro concierto esfuerzo.

—Lo he oído decir. Pero, ¿quién eres ahora?

Lázaro tardó en contestar, y al fin repitió, indife-rente y opacamente:

—He sido un muerto.

—Escúchame, desconocido —profirió el empera-dor, exponiendo clara y severamente lo que ya teníapensado decir: mi reino es un reino de seres vivos ymi pueblo es un pueblo de seres vivos y no de muer-tos. Y tú sobras aquí. No sé quién eres, no sé lo quehabrás visto allá; pero, si mientes, yo odio tu mentiray si dices la verdad, yo odio tu verdad. En mi pechosiento el palpitar de la vida, en mis manos siento lafuerza y mis soberbios pensamientos circunvuelan elespacio igual que águilas. Y allá, detrás de mis es-paldas y bajo la protección de mi poder, al amparode leyes que yo he dictado, viven, trabajan y gozanlas gentes. ¿Captas tú esa divina armonía de la vida?¿Captas tú ese grito de guerra que lanzan las gentesal porvenir retándolo a la lucha?

Augusto extendió los brazos en gesto de oración

y exclamó solemnemente:

—¡Bendita seas tú, grande y divina vida!

Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguiócon recalcado rigor:

—Tú sobras aquí. Mísero despojo que la muerteno acabó de devorar, inspiras a las gentes angustia yrepulsión a la vida; tú, como la oruga en los campos,roes la espiga granada de la alegría y expeles la babade la desesperanza y del pesar. Tu verdad es comouna espada roñosa en manos de un asesino nocturno.Y como a un asesino te haré ajusticiar. Pero antesquiero mirar tus ojos. Es posible que sólo inspirentemor a los cobardes y en el valiente despierten elansia de combatir y de vencer: en ese caso, eres dig-no de una recompensa y no del ajusticiamiento…¡Mírame, pues, Lázaro!

En el primer instante le pareció al divino Augusto—tan suave, tierna y fascinante era la mirada de Lá-

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Lázaro

Retrato de Leonid AndréievIlyá Repin (1912)

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zaro— que era un amigo quien le contemplaba. Noauguraba terror sino una dulce calma, y lo Infinito sele aparecía como una tierna amante, una hermanacompasiva o una madre. Pero el tierno abrazo de loInfinito iba estrechándose más, y ya le faltaba elaliento a la boca ávida de besos, y a través del suavetejido del cuerpo despuntaba ya el hierro de los hue-sos formando un cíngulo férreo y las uñas romas yfrías de alguien rozaron el corazón y se hundieronblandamente en él.

—Me duele —dijo el divino Augusto palidecien-do—. Pero, mira, Lázaro, ¡mira!

Fue como si se abriera lentamente una pesada puer-ta cerrada durante siglos y, a medida que se ensancha-ba la abertura, se deslizase fría y pausadamente el tre-

mendo horror de lo Infinito. Igual que dos sombras pe-netraron el vacío inabarcable y la inabarcable oscuri-dad y apagaron el sol, y se llevaron la tierra de debajode los pies, y se llevaron el tejado de encima de la ca-beza. Y el corazón, convertido en hielo, dejó de doler.

—¡Mira, Lázaro, mira! —ordenó Augusto tamba-leándose.

El tiempo se detuvo y el comienzo y el final decada cosa se aproximaron terriblemente. Recién eri-gido, ya se había derrumbado el trono de Augusto, yel vacío ocupaba ya el lugar del trono y de Augusto.Sin ruido se desmoronó Roma y una nueva ciudad sealzó en su lugar y fue absorbida por el vacío. Ciuda-des, estados y países caían rápidamente como gigan-tes fantasmales y desaparecían en el vacío, y las ne-gras fauces de lo Infinito los engullían indiferente-mente, sin saciarse.

—¡Detente! —ordenó el emperador.

En su voz resonaba ya la indiferencia, colgabansus brazos inertes y en la vana lucha contra la tinie-bla que avanzaba se encendían y se apagaban susojos de águila.

—Me has matado, Lázaro —dijo con voz opaca ylenta.

Y estas palabras de desesperanza le salvaron.

Se acordó del pueblo, al que tenía el deber de ser-vir de escudo, y un dolor lancinante y salvador tras-pasó su corazón casi muerto. «Condenados a pere-cer», pensó angustiado. «Sombras luminosas en lastinieblas de lo Infinito», pensó con horror. «Vasosfrágiles con sangre viva y palpitante, con un corazónque sabe de pesares y de grandes alegrías», pensócon ternura.

Reflexionando y sintiendo de esta manera, incli-nando los platillos de la balanza unas veces hacia ellado de la vida y otras hacia el lado de la muerte,volvió lentamente a la vida para hallar, en sus pade-cimientos y sus gozos, un amparo contra las tinieblasdel vacío y el horror de lo Infinito.

—¡No, no me has matado, Lázaro! —dijo con fir-

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Lázaro

Leonid Andéiev en Finlandia, poco antes de su muerte (fotografía coloreada, 1918 o 9)

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meza—. Pero yo te mataré a ti. ¡Vete!

Aquella noche saboreó con particular deleite lacomida y la bebida el divino Augusto. Pero a vecesquedaba su mano suspensa en el aire, y un brilloopaco sucedía al radiante fulgor de sus ojos de águi-la: era el horror que corría a sus pies en gélida olea-da. Vencido pero no muerto, esperando fríamente suhora, el horror se convirtió para toda la vida en som-bra negra a su cabecera, adueñándose de sus nochesy cediendo sumisamente los días luminosos a los pe-sares y los gozos de la vida.

Al día siguiente, por orden del emperador, leabrasaron los ojos a Lázaro con un hierro candente yle mandaron a su tierra. El divino Augusto no se de-cidió a quitarle la vida.

Lázaro volvió al desierto, y el desierto le acogiócon el hálito sibilante del viento y con el tórrido ca-lor del sol. De nuevo se estaba sentado sobre unapiedra, levantando hacia lo alto la barba hirsuta ysalvaje, y las dos oquedades negras, en el sitio de losojos abrasados, se clavaban en el cielo con espantosafijeza. A lo lejos bullía y se agitaba la ciudad santa,

pero allí cerca estaba todo solitario y callado: nadiese aproximaba al lugar donde terminaba sus días elhombre milagrosamente resucitado, y los vecinoshabían abandonado sus casas hacía ya mucho tiem-po. Arrinconado por el hierro candente hasta lo másprofundo del cráneo, su maldito conocimiento seagazapaba allí como en una emboscada; como desdeuna emboscada clavaba en las personas un millar deojos invisibles, y nadie se atrevía ya a mirar a Láza-ro. Al atardecer, cuando el sol declinaba hacia suocaso, rojeando y ensanchándose, Lázaro el ciegoiba lentamente tras él. Obeso y débil, tropezaba enlas piedras y caía, pero se levantaba pesadamente yde nuevo caminaba.

Y sobre la franja roja del crepúsculo, su cuerponegro y sus brazos extendidos formaban un mons-truoso simulacro de la cruz.

Sucedió que marchó una tarde al desierto y novolvió jamás. Aparentemente, así acabó la segundavida de Lázaro, que permaneció tres días bajo elmisterioso poder de la muerte y resucitó milagrosa-mente.

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Leonid AndréievOriol (Rusia), 1871-1919, Mustamäki (Finlandia)

Pese a que la crítica (y Wikipedia) quiso encasillarlo en una única corriente artística, Andréiev fue un prolífico escritor y dramaturgo muy versátil e inquieto, cuyas obras son a veces realistas y otras simbolistas. Publicó en periódicos y revistas desde adolescente y fue casi ignorado hasta que Gorki leyó uno de sus cuentos en El Mensajero de Moscú y quiso conocerlo. Así se forjó su amistad y Andréiev, gracias al auspicio de su mentor, obtuvo

notoriedad. Siendo abiertamente partidario de la revolución, sufrió persecuciones y no pudo gozar del notable éxito de obras como Risa roja (1904) o Los siete ahorcados (1908). Más tarde, tras el triunfo revolucionario (que traicionó sus expectativas) fue perseguido por sus duras críticas al régimen, tan apasionadas como las que le dirigió antes al zarismo. Pobre y evitado hasta por sus amigos, se exilió en Finlandia, donde murió poco tiempo después de un ataque cardíaco, a los 48 años.Estos antecedentes serían solo anecdóticos si no nos permitieran reconocer al propio Andréiev en su Lázaro (1906), que trata un tema recurrente en la literatura de forma única. Su Lázaro no redescubre los placeres de la vida tras la resurrección ni aprecia esa segunda oportunidad, al contrario: rehuye al contacto con la gente y desprecia su superficialidad; la pureza de su mirada, que denuncia a los ojos ajenos la fatuidad y el despropósito de sus vidas, lo convierte en un monstruo rechazado por todos.Algunos críticos respetados han visto en el Lázaro de Andréiev a un ser sin alma, ajeno a la vida, pero me atrevo a otra interpretación (cada lectura es distinta): este Lázaro, al regresar de la muerte está más vivo que los vivos; en comunión con su alma, es más humano; goza de contemplar el sol y no se afana en buscar palabras para describir lo indescriptible: calla. Su sabiduría es una maldición inocultable en el reflejo de sus ojos… Desde esa perspectiva, adquiere otro sentido ese pasaje soberbio que dice: “la noción del horror no es todavía horror… la visión de la muerte no es todavía la muerte. Y se percató de que la sabiduría y la estupidez son exactamente iguales ante la faz de lo Infinito…”.

Lázaro

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Mi abuela, Evangelina Barros, era una mujer

menuda, de huesos simples y baja estatura, como si aDios en la creación no le hubiera alcanzado el barropara hacerla, pero lo que Él no le dio en cuerpo, elEspíritu Santo se lo regaló en corazón y adornado conuna cinta de resabio que le permitía amar y odiar conla misma fuerza y determinación. Vivió sin mayorespretensiones, solo era lo que para su familia fue: elconcreto de sus cimientos y el bastión de su casa.

Esa noche, aunque ahora no me acuerdo porquése había quedado sola, puso el revólver de mi abuelodebajo de la almohada, su cama eran tres sacos de fi-que, repletos de billetes, cubiertos con una sábanavieja, que, para la época, era toda una fortuna y queera el pago por la cosecha de café. Un dinero que eramás ajeno que propio porque para los campesinos, elcafé, es más una novela romántica que un negociolucrativo.

Se despertó cuando sintió el crujir de una rama yla caída de un peso sobre la tapa de uno de los tan-ques metálicos que habían quedado de la época de lamarimba, donde se almacenaba la gasolina para loscamiones que la transportaban hasta la península,pero ahora servían para guardar el agua que se usabaen tiempos de sequía y que estaban pegados a la pa-red del patio. Entonces se levantó con ese sigilo quetienen los gatos a mitad de la noche, sacó de debajode la almohada el revólver, lo montó, quitó la trancade la puerta de madera, la abrió lo suficiente para sa-car el brazo y apuntando al cielo, hizo tres tiros. Fueahí cuando escuchó a los perros, con sus ladridosahogados, correr tras algo que corría más rápido queellos y que luchaba por volver a saltar la pared.Cuando los perros dejaron de ladrar cerró la puerta,volvió a su cama, sacó los casquillos del revólver, lemetió balas nuevas, lo puso debajo de la almohada yse volvió acostar.

Por la mañana, la Sra. Amelia, que colaboraba conlas labores de la casa, llegó angustiada, pidiéndole a

mi abuela algo de dinero y el permiso para estar consu hijo en la clínica, al parecer, el muchacho habíallegado de madrugada a su casa, con la ropa rasgada ycon una pierna rota. Mi abuela, se llevó la mano alsostén y sacó un par de billetes doblados, custodiadospor un brochecito de la virgen de Chiquinquirá, entre-gándoselos en la mano, le dijo que se calmara y quetranquilizara, que fuera a ver a su hijo y que ella pasa-ba después, por si necesitaba algo más.

Evangelina se bañó, se cambió mientras escuchaba

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Federico Ochoa

El carácterde Evangelina

Evangelina

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las noticias en la radio, desayunó y salió para la clíni-ca. Al llegar al centro médico preguntó por el pacien-te y por la señora Amelia, con quien se encontró en elpasillo y que iba saliendo a comprar unas medicinas,le preguntó cómo estaba su hijo, si el dinero que lehabía dado le alcanzaba y le preguntó también, qué encuál habitación lo tenían, la señora Amelia, ya másserena, le respondía con la cabeza a cada preguntaque mi abuela le hacía y, antes de salir, le señaló lapuerta donde tenían al herido.

Cuando Evangelina entró, el muchacho que esta-ba acostado, con una pierna enyesada y alzada, pali-deció como si hubiera visto a la mismísima muerte,vestida de un color salmón, acercarse a su cama. Miabuela, de pie y muy cerca al convaleciente, sacó desu bolso el revólver de mi abuelo, le apuntó a la ca-beza y le dijo:

—Agradece que no te mato por consideración conAmelia, pero la próxima vez… —entonces amartillóel arma que sostenía con firmeza y lo sentenció:

—Ya sabes, por mi casa no vuelvas más.

Guardó el revólver en el bolso mientras una man-cha húmeda fue creciendo en la sábana que cubría alpaciente. Evangelina lo miró con una chispa de satis-facción y remató:

—El cobarde solo amenaza cuando está a salvo.Dile a la enfermera que te cambie y le dices a tu ma-má, que pase por la casa si necesita algo más. Que temejores.

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El carácterde Evangelina

Abuela Evangelina y Checho (Federico Ochoa)

Federico OchoaUrumita - Colombia

Mención especial y Premio de los lectores (accésit por más “me gusta”) en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Soy Juan Osorio, mago de profesión. Siempre

tuve facilidad para correr el telón de la realidad yponer en su lugar un mundo creado por mí tan per-fecto que nadie se da cuenta de la sustitución.

A lo largo de mi vida, tuve que improvisar recur-sos para salir adelante y usando mi as en la manga lo-gré salir, aunque no siempre, de muchas encrucijadas.La magia es mi vida y también mi artilugio. A vecesme resulta difícil distinguir si escondo en la galera larealidad o si soy yo quien intenta ocultarse de ella.

No van a conocer quién soy realmente porquearmo mi barricada creando una atmósfera de efectosilusorios que tapan mi verdadera esencia. Pero ¿quées verdadero y genuino lo que se ve, o la realidadque está detrás del truco?

Hoy tomé la calle diagonal para acortar camino,mientras las luces de los carteles despertaban con sus

colores brillantes a los caminantes dormidos. Me apu-ré para poder tomar un café antes de la función.

El número más notable de mi show es cuando mevolatilizo luego de colocarme en un baúl, pero conun agregado que no posee ningún otro espectáculo.Llamo previamente a alguien del público para quecompruebe que no hay doble piso, ni puerta en elsuelo del escenario. Y entonces por arte de magia¡Desaparezco!

La sala está llena y dos señoras hablan animada-mente, tal vez algo exaltadas por el programa queplanearon para esfumarse de su rutina doméstica.Además mi propuesta de crear una realidad alternati-va genera cierto misterio, pero también inquietud.

Por allí un niño desnuda un alfajor y tira su ropade papel al piso mientras golpea la butaca de adelan-te con sus zapatos, sin que la madre se inmute. Tiene

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El magoPatricia Licciardi

Ilustración de @pilar.san.martin, experimenta con el arte y el diseño ecológico (© 2021).

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una varita de luces que adquirió en la entrada delteatro y juega a sacar un conejo de su galera de car-tón, que probablemente haya sido usada en algúnacto del colegio.

Debo confesarles que en los días donde el mundome aplasta con su crudeza, no me sale el truco de ha-cer desaparecer lo que me perturba para quedarmesolo con lo que me hace bien. Lo intento muchas ve-ces, cambio de varita mágica y nada.

Entonces construyo pequeños refugios, envol-viéndome con mi capa para esconderme de esa rea-lidad que es refractaria a los pases mágicos. Y salgocuando todo está mejor.

La magia te enseña a creer en algo y volverlo po-sible y desde este ángulo no es oficio de embusteros.Sí de soñadores, aunque les he dicho, no siempre sepuede llevar a cabo su prédica.

Un señor de edad avanzada mira su reloj apuradopor saber cuándo comenzará la función, aunque conel íntimo deseo de retrasar el tiempo para vivir mu-chos años más. Pero Cronos sigue sus propias leyesy no puede ser afectado por ningún conjuro movidopor el anhelo de juventud o de vida eterna.

Ya estoy en el clímax de mi show, voy a elegir aese hombre robusto con gafas para que revise todo ycompruebe que soy un mago de verdad. Lo hace ylevanta el pulgar en señal de aprobación.

Entro en el baúl y contemplo orgulloso la atmós-fera que supe crear.

Claro que cuando mi asistente de pollera roja bri-llante y sombrero con estrellas haciendo juego, mos-tró su interior, yo ya no estaba.

Pero esta vez he desaparecido para siempre, por pri-mera vez el truco me salió bien y pude ingresar a otrarealidad que responde a mis sueños. No pienso regresar.

Lo único que lamento amigos, es que ustedes sequeden sin narrador porque ahora cierro la puerta parapermanecer definitivamente en mi nuevo universo.

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El mago

La seducción de MerlínEdward Burne-Jones (1874)

Patricia LicciardiBuenos Aires - Argentina

Mención especial en el II Concurso Oscar Wilde de Cuento, organizado por:

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Caía una tormentosa tarde color de aceituna y de

plata, cuando el Padre Brown, envuelto en una man-ta escocesa de color gris, llegó al término de un valleescocés de color gris y contempló el singular castillode Glengyle. El castillo cerraba el paso de un barran-co o cañada y parecía el fin del mundo. Aquella cas-cada de techos inclinados y cúspides de pizarra ver-demar, al estilo de los viejos «châteaux» franco-es-coceses, hacía pensar a un inglés en los sombrerosen forma de campanarios que usan las brujas de loscuentos. Y los pinares que se balanceaban en tornode sus verdes torreones, parecían, por comparación,negros como innumerables bandadas de cuervos.Esta nota de diabolismo soñador y casi soñoliento no

era una simple casualidad del paisaje. Pues en aquellugar descansaba una de esas nubes de orgullo y delocura y de misteriosa aflicción que caen con mayorpesadumbre sobre las casas nobles de Escocia quesobre ninguna otra morada de los hijos del hombre.Pues Escocia padece una dosis doble del veneno lla-mado «herencia»: la tradición de la sangre en el aris-tócrata, y la tradición del destino en el calvinista.

El sacerdote había robado un día a sus trabajos enGlasgow, para ir a ver a su amigo Flambeau el detec-tive aficionado, que estaba a la sazón en el castillode Glengyle acompañado de un empleado oficial,haciendo averiguaciones sobre la vida y muerte deldifunto conde de Glengyle. Este misterioso persona-je era el último representante de una raza cuyo valor,locura y violenta astucia la habían hecho terrible,aun entre la siniestra nobleza de la nación, allá por elsiglo XVI. Ninguna familia estuvo más metida enaquel laberinto de ambiciones, en los secretos de lossecretos de aquel palacio de mentiras que se edificóen torno a María, reina de los escoceses.

Una copla local daba testimonio de las causas y re-sultados de sus maquinaciones, en estas cándidas pa-labras:

Como la savia verde para los árboleses el oro rojo para los Ogilvie.

Durante muchos siglos, el castillo de Glengyle nohabía tenido un amo digno, y era de creer que yapara la época de la reina Victoria, agotadas las ex-centricidades, sería de otro modo. Sin embargo, elúltimo Glengyle cumplió la tradición de su tribu, ha-ciendo la única cosa original que le quedaba por ha-cer: desapareció. No quiero decir que se fue a otropaís; al contrario: si aún estaba en alguna parte, to-dos los indicios hacían creer que permanecía en elcastillo. Pero, aunque su nombre constaba en el re-gistro de la iglesia, así como en el voluminoso librorojo de los Pares, nadie lo había visto bajo el sol.

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G. K. Chesterton

El honorde Israel Gow

Chesterton a los 17 años (1891)

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A menos que lo hubiera visto cierto servidor solita-rio que era para él algo entre jardinero y palafrenero.Era este sujeto tan sordo que la gente apresurada lotomaba por mudo, aunque los más penetrantes lo te-nían por medio imbécil. Era un labriego flaco, peli-rrojo, de obstinada mandíbula y barba, y de ojos azu-les casi negros; respondía al nombre de Israel Gow,y era el único servidor de aquella desierta propiedad.Pero la diligencia con que cultivaba las papas y laregularidad con que desaparecía en la cocina, hacíanpensar a la gente que estaba preparando la comida asu superior, y que el extravagante conde seguía es-condido en el castillo. Con todo, si alguien deseabaaveriguarlo a ciencia cierta, el criado afirmaba con lamayor persistencia que el amo estaba ausente.

Una mañana, el director de la escuela y el pastor(los Glengyle eran presbiterianos) recibieron unacita para el castillo. Ahí se encontraron con que eljardinero, cocinero y palafrenero había añadido a susmuchos oficios el de empresario de pompas fúne-bres, y había metido en un ataúd a su noble y difuntoseñor. Si se aclaró o dejó de aclararse el caso, esasunto que todavía aparece algo confuso, porquenunca se procedió a hacer la menor averiguación le-gal, hasta que Flambeau apareció por aquella zonadel Norte. De esto, a la sazón, hacía unos dos o tresdías. Y hasta entonces el cadáver de Lord Glengyle(si es que era su cadáver) había quedado depositadoen la iglesia de la colina.

Al pasar el Padre Brown por el vago jardín y entraren la sombra del castillo, había unas nubes opacas yel aire era húmedo y tempestuoso. Sobre el jirón deoro verdoso del último reflejo solar, vio una negrasilueta humana: era un hombre con sombrero alto yuna enorme azada al hombro. Aquella combinaciónhacía pensar en un sepulturero; pero el Padre Brownla encontró muy natural al recordar al criado sordoque cultivaba las papas. No le eran desconocidas lascostumbres de los labriegos de Escocia, y sabía queeran lo bastante solemnes para creerse obligados allevar traje negro durante una investigación oficial, ylo bastante económicos para no desperdiciar por esouna hora de laboreo. Y la mirada entre sorprendida y

desconfiada con que vio pasar al sacerdote era tam-bién algo que convenía muy bien a su tipo de celosoguardián.

Flambeau en persona vino a abrir la puerta, acom-pañado de un hombre de aspecto frágil, con cabelloscolor gris metálico y un rollo de papeles en la mano:era el inspector Craven, de Scotland Yard. El vestí-bulo estaba completamente abandonado y casi vacío,pero las caras pálidas y burlonas de los perversosOgilvie los contemplaban desde sus pelucas negras yennegrecidas telas.

Siguiendo a los otros hacia una sala interior, el Pa-dre Brown vio que se habían instalado en una largamesa de roble, llena de papeles garabateados, dewhisky y de tabaco en un extremo. El resto de lamesa lo ocupaban varios objetos; objetos tan inexpli-cables como indiferentes. Uno parecía un montonci-to de vidrios rotos. Otro era un montón de polvo par-do. El tercer objeto era un bastón.

—Esto parece un museo geológico —dijo el PadreBrown, sentándose y señalando con la cabeza el pol-vo pardo y los cristalinos fragmentos.

—No un museo geológico —aclaró Flambeau—,un museo psicológico.

—¡Por amor de Dios! —dijo el policía oficial,riendo—. No empecemos con palabras difíciles.

—¿No sabe usted lo que quiere decir psicología?—preguntó Flambeau con amable sorpresa—. Psico-logía quiere decir estar loco.

—No lo entiendo bien —insisto el oficial.

—Bueno —dijo Flambeau con decisión—. Lo queyo quiero decir es que sólo una cosa hemos puestoen claro respecto a Lord Glengyle, y es que era unmaniático.

La negra silueta de Gow, con su sombrero de copay su azada al hombro, pasó por la ventana, destacadaconfusamente sobre el cielo nublado. El Padre Bro-wn la contempló mecánicamente, y dijo:

—Ya me doy cuenta de que algo extraño le suce-

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El honorde Israel Gow

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día, cuando de tal modo permaneció enterrado envida y tanta prisa se dio en enterrarse al morir. Pero,¿qué razones especiales hay para creerlo loco?

—Bueno —contestó Flambeau—; vea la lista deobjetos que Mr. Craven ha encontrado en la casa.

—Habrá que encender una vela —dijo Craven—.Va a caer una tormenta, y ya está muy oscuro paraleer.

—¿Ha encontrado usted alguna vela entre sus mu-chas curiosidades? —preguntó Brown, sonriendo.

Flambeau levantó el grave rostro y fijó sus negrosojos en el amigo.

—También esto es curioso —dijo—. Veinticincovelas, y ni rastro de candeleros.

En la oscuridad creciente de la sala, en medio delcreciente rumor del viento tempestuoso, Brown bus-có en la mesa, entre los demás despojos, el montónde velas de cera. Al hacerlo, se inclinó casualmentesobre el montón de polvo rojizo, y no pudo contenerun estornudo.

—¡Rapé! —dijo.

Tomó una vela, la encendió con mucho cuidado, ydespués la metió en una botella de whisky vacía. Elaire inquieto de la noche, penetrando por la ventanadesvencijada, agitaba la larga llama como una ban-dera. Y en torno del castillo podían oírse las millas ymillas de pino negro, hirviendo como un negro maren torno de una roca.

—Voy a leer el inventario —anunció Craven gra-vemente, tomando un papel—. El inventario de to-das las cosas inconexas e inexplicables que hemosencontrado en el castillo. Antes conviene que sepausted que esto está desmantelado y abandonado,pero que uno o dos cuartos han sido, evidentemente,habitados por alguien, por alguien que no es el cria-do Gow, y que llevaba, sin duda, una vida muy sim-ple, aunque no miserable. He aquí la lista:

1. Un verdadero tesoro en piedras preciosas, casi

todas diamantes, y todas sueltas, sin ninguna montu-ra. Desde luego, es muy natural que los Ogilvie po-seyeran joyas de familia, pero en las joyas de familialas piedras siempre aparecen montadas en artículosde adorno, y los Ogilvie parece que hubieran llevadosus piedras sueltas en los bolsillos, como monedasde cobre.

2. Montones y montones de rapé, pero no guardadoen cuerno, tabaquera ni bolsa, sino por ahí sobre lasrepisas de las chimeneas, sobre el piano, en cual-quier parte, como si el caballero no quisiera darse eltrabajo de abrir una bolsa o levantar una tapa.

3. Aquí y allá, por toda la casa, montoncitos demetal, resortes y ruedas microscópicas, como si hu-bieran destripado algún juguete mecánico.

4. Las velas, que hay que ensartar en botellas porno haber un solo candelero…

Y ahora fíjese usted en que esto es mucho más ex-travagante de lo que uno se imagina. Porque ya el

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El honorde Israel Gow

Chesterton a los 35 años (1909)

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enigma central lo teníamos descontado: a primera vis-ta hemos comprendido que algo extraño había pasadocon el difunto conde. Hemos venido aquí para averi-guar si realmente vivió aquí, si realmente murió aquí,si este espantajo pelirrojo que lo inhumó tuvo algoque ver en su muerte. Ahora bien: supóngase usted lopeor, imagine usted la explicación más extraña y me-lodramática. Suponga que el criado mató a su amo, oque éste no ha muerto verdaderamente, o que el amose ha disfrazado de criado, o que el criado ha sido en-terrado en lugar del amo. Invente usted la tragediaque más le guste, al estilo de Wilkie Collins, y todavíaasí le será imposible explicarse esta ausencia de can-deleros, o el hecho de que un anciano caballero debuena familia derramase el rapé sobre el piano. El co-razón, el centro del enigma, está claro; pero no así loscontornos y orillas. Porque no hay hilo de imagina-ción que pueda conectar el rapé, los diamantes, lasvelas y los mecanismos de relojería triturados.

—Yo creo ver la conexión —dijo el sacerdote—.Este Glengyle tenía la manía de odiar la revoluciónfrancesa. Era un entusiasta del ancien régime, y tra-taba de reproducir al pie de la letra la vida familiarde los últimos Borbones. Tenía rapé, porque era unlujo del siglo XVIII; velas de cera, porque eran elprocedimiento del alumbrado del siglo XVIII; lostrocitos metálicos representan la chifladura de cerra-jero de Luis XVI; y los diamantes, el collar de dia-mantes de María Antonieta.

Los dos amigos lo miraron con ojos atónitos.

—¡Qué suposición más extraordinaria y perfecta!—exclamó Flambeau—. ¿Y cree usted realmente quees verdadera?

—Estoy perfectamente seguro de que no lo es —contestó el Padre Brown—. Sólo que ustedes asegu-ran que no hay medio de conectar el rapé, los dia-mantes, las relojerías y las velas, y yo les propongola primera conexión que se me ocurre, para demos-trarles lo contrario. Pero estoy seguro de que la ver-dad es más profunda, está más allá.

Calló un instante, y escuchó el aullar del viento enlas torres. Luego dijo:

—El difunto conde de Glengyle era un ladrón. Vi-vía una segunda vida oscura, era un condenado vio-lador de cerraduras y puertas. No tenía ningún can-delero, porque estas velas sólo las usaba, cortándolasen cabos, en la linternita que llevaba consigo. El ra-pé lo usaba como han usado la pimienta los más fe-roces criminales franceses: para arrojarlo a los ojosde sus perseguidores. Pero la prueba más concluyen-te es la curiosa coincidencia de los diamantes y lasruedecitas de acero. Supongo que ustedes también loverán claro: sólo con diamantes o con ruedecitas deacero se pueden cortar las vidrieras.

La rama rota de un pino azotó pesadamente sobrela vidriera que tenían a la espalda, como parodiandoa un ladrón nocturno, pero ninguno volvió la cara.Los policías estaban pendientes del Padre Brown.

—Diamantes y ruedecitas de acero —rumió Cra-ven—. ¿Y sólo en eso se funda usted para considerarverdadera su explicación?

—Yo no la juzgo verdadera —replicó el sacerdoteplácidamente—. Pero ustedes aseguraban que eraimposible establecer la menor relación entre esoscuatro objetos… La verdad tiene que ser mucho másprecisa. Glengyle había descubierto, o creía haberdescubierto, un tesoro de piedras preciosas en suspropiedades. Alguien lo había embaucado con esosdiamantes sueltos, asegurándole que habían sido ha-llados en las cavernas del castillo. Las ruedecillas deacero eran algo concerniente a la talla de los diaman-tes. La talla tenía que hacerse muy en pequeño y mo-destamente, con ayuda de unos cuantos pastores ogente ruda de esos valles. El rapé es el mayor lujo delos pastores escoses; lo único con que se les puedesobornar. Esta gente no usaba candeleros, porque nolos necesitaba: cuando iban a explorar los sótanos,llevaban las velas en la mano.

—¿Y eso es todo? —preguntó Flambeau, tras largapausa—. ¿Al fin ha llegado usted a la verdad?

—¡Oh, no! —dijo el Padre Brown.

El viento murió en los términos del pinar comocon un murmullo de burla, y el Padre Brown, con

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El honorde Israel Gow

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cara impasible continuó:

—Yo sólo he lanzado esa suposición porque uste-des afirmaban que no había medio de relacionar eltabaco, los pequeños mecanismos, las velas y laspiedras brillantes. Fácil es construir diez falsas filo-sofías sobre los datos del Universo, o diez falsas teo-rías sobre los datos del castillo de Glengyle. Pero loque necesitamos es la explicación verdadera del cas-tillo y del Universo. Vamos a ver, ¿no hay más docu-mentos?

Craven rió de buena gana, y Flambeau, sonriendo,se levantó, recorrió la longitud de la mesa, y señaló:

—Documentos número cinco, seis, siete; y todosmás variados que instructivos, seguramente. He aquíuna curiosa colección, no de lápices, sino de minasde lápices; más allá una insignificante caña de bam-bú, con el puño astillado: bien pudo ser el instru-mento del crimen. Sólo que no sabemos si hay cri-men. Y el resto, algunos viejos misales y cuadritos

de asunto católico que los Ogilvie conservaban talvez desde la Edad Media, porque su orgullo familiarera mayor que su puritanismo. Sólo los hemos in-cluido en nuestro museo porque parece que han sidocortados y mutilados de un modo singular.

Afuera la terca tempestad arrastraba una nidada denubes sobre Glengyle, y de pronto la amplia salaquedó sumergida en la oscuridad, al tiempo que elPadre Brown examinaba las páginas miniadas de losmisales. Antes de que aquella onda de oscuridad sedisipara, el Padre Brown volvió a hablar; pero con lavoz de un hombre distinto.

—Mr. Craven —dijo como hombre a quien le qui-tan de encima diez años—, usted tiene autorizaciónpara examinar la sepultura, ¿verdad? Cuanto antes,mejor: así entraremos de lleno en este horrible mis-terio. Yo en lugar de usted, procedería a ello ahoramismo.

—¿Ahora mismo? —preguntó, asombrado, el poli-cía—. ¿Y por qué ahora?

—Porque esto ya es muy serio —contestó Brown—. Aquí no se trata ya de rapé derramado o piedrasdesmontadas por cualquier causa. Para esto sólopuede haber una razón, y la razón va a dar en lasraíces del mundo. Estas estampas religiosas no estánsimplemente sucias ni han sido rasguñadas o rayadaspor ocio infantil o por celo protestante, sino que hansido estropeadas muy cuidadosamente y de un modomuy sospechoso. Dondequiera que aparecía en lasantiguas miniaturas el gran nombre ornamental deDios, ha sido raspado laboriosamente. Y sólo otracosa más ha sido raspada: el halo en torno a la cabe-za del Niño Jesús. De modo que venga el permiso,venga la azada o el hacha y vamos ahora mismo aabrir ese ataúd.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el oficiallondinense.

—Quiero decir —contestó el curita, y su voz pare-ció dominar el ruido de la tempestad—, quiero decirque el Diablo puede estar sentado en el torreón deeste castillo en este mismo instante, el gran Diablo

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Chesterton a los 46 años (1921)

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del Universo, más grande que cien elefantes y au-llando como el Apocalipsis. Hay en todo esto algode magia negra.

—Magia negra —repitió Flambeau en voz baja,porque era hombre bastante ilustrado para no enten-der de eso—. ¿Qué significan, pues, esos últimos do-cumentos?

—Algo horrible, me parece —dijo el Padre Browncon impaciencia—. ¿Cómo he de saberlo a cienciacierta? ¿Cómo voy a adivinar todo lo que hay en estelaberinto? Tal vez el rapé y el bambú son instrumen-tos de tortura. Tal vez la cera y las limaduras de ace-ro representan aquí la manía de un loco. Tal vez conlas minas de los lápices se hace una bebida enloque-cedora. Sólo hay un medio para irrumpir de una vezen el seno de estos enigmas, y es ir al cementerio dela colina.

Sus compañeros apenas se dieron cuenta de que lohabían obedecido y seguido, cuando, en el jardín, ungolpe de viento les azotó la cara. Sin embargo, lo ha-bían obedecido como autómatas, porque Craven seencontró con un hacha en la mano, y la autorizaciónpara abrir la tumba en el bolsillo. Flambeau llevabala azada del jardinero, y el mismo Padre Brown lle-vaba el librito dorado del cual habían arrancado elnombre de Dios.

El camino que, sobre la colina, conducía al cemen-terio de la parroquia era tortuoso, pero breve; con lafuria del viento resultaba largo y difícil. Hasta dondela vista alcanzaba, y cada vez más lejos, conformesubían la colina, se extendía el mar inacabable de pi-nos, doblados por el viento. Y todo aquel orbe pare-cía tan vano como inmenso; tan vano como si elviento silbara sobre un planeta deshabitado e inútil.Y en aquel infinito de bosques azulosos y cenizoscantaba, estridente, el antiguo dolor que hay en elcorazón de todas las cosas paganas. Parecía que enlas voces íntimas de aquel insondable follaje grita-ban los perdidos y errabundos dioses gentiles, extra-viados por aquella selva, e incapaces de hallar otravez la senda de los cielos.

—Ya ven ustedes —dijo el Padre Brown en vozbaja, pero no sofocada—. El pueblo escocés, antesde que existiera Escocia, era lo más curioso delmundo. Todavía lo es, por lo demás. Pero en tiemposprehistóricos, yo creo que adoraban a los demonios.Y por eso —añadió con buen humor—, por eso ca-yeron en la teología puritana.

—Pero, amigo mío —dijo Flambeau, de mal hu-mor—, ¿qué significa todo ese rapé?

—Pues, amigo mío —replicó Brown con igual se-riedad y siguiendo su tema—, una de las pruebas detoda religión verdadera es el materialismo. Ahorabien; la adoración de los demonios es una religiónverdadera.

Habían llegado al calvero de la colina, uno de lospocos sitios que dejaba libre el rumoroso pinar. Unapequeña cerca de palos y alambres vibraba en elviento, indicando el límite del cementerio. El inspec-tor Craven llegó al sitio de la sepultura, y Flambeauhincó la azada y se apoyó en ella para hacer saltar lalosa; ambos se sentían sacudidos por la tempestadcomo los palos y alambres de la cerca. Crecían juntoa la tumba unos cardos enormes, ya mustios, grises yplateados. Una o dos veces, el viento arrancó unoscardos lanzándolos como flechas frente a Craven,que se echaba atrás, asustado.

Flambeau arrancaba la hierba y abría la tierra hú-meda. De pronto se detuvo, apoyándose en la azadacomo en un báculo.

—Adelante —dijo cortésmente el sacerdote—. Es-tamos en el camino de la verdad. ¿Qué teme usted?

—Temo a la verdad —dijo Flambeau.

El detective londinense empezó a hablar ruidosa-mente, tratando de parecer muy animado:

—¿Por qué diablos se escondería tanto este hom-bre? ¿Sería repugnante tal vez? ¿Sería leproso?

—O algo peor —contestó Flambeau.

—¿Qué por ejemplo? —continuó el otro—. ¿Quépeor que un leproso?

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—No sé —dijo Flambeau.

Siguió cavando en silencio y, después de algunosminutos, dijo con voz sorprendida:

—Temo que fuera deforme.

—Como aquel trozo de papel que usted recordará—dijo tranquilamente el Padre Brown—. Y, contodo, logramos triunfar de aquel papel.

Flambeau siguió cavando con energía. Entretanto,la tempestad había arrastrado poco a poco las nubesprendidas como humareda a los picos de las monta-ñas, y comenzaban a revelarse los nebulosos camposde estrellas. Al fin Flambeau descubrió un granataúd de roble y lo levantó un poco sobre los bordesde la fosa. Craven se adelantó con su hacha. El vien-to le arrojó un cardo en la cara y lo hizo retroceder;después dio un paso decidido, y con una energíaigual a la de Flambeau, rajó y abrió hasta quitar deltodo la tapa. Y todo aquello apareció a la luz gris delas estrellas.

—Huesos —dijo Craven. Y luego añadió comosorprendido—: ¡Y son de hombre!

Y Flambeau, con voz desigual:

—Y ¿no tienen… nada extraordinario?

—Parece que no. —Contestó el oficial con vozronca, inclinándose sobre el oscuro y ruinoso esque-leto—. Espere un poco.

Sobre el enorme cuerpo de Flambeau pasó comouna ola pesada:

—Y ahora que lo pienso. ¿Por qué había de ser de-forme? El hombre que vive en estas malditas monta-ñas, ¿cómo va a librarse de esta obsesión enloquece-dora, de esta incesante sucesión de cosas negras, bos-ques y bosques, y, sobre todo, de este horror profundoe inconsciente? ¡Si esto parece la pesadilla de unateo! ¡Pinos y pinos y más pinos, y millones de…!

—¡Dios! —gritó el hombre junto al ataúd—; no te-nía cabeza.

Y mientras los otros se quedaban estupefactos, elsacerdote dejó ver por primera vez su asombro:

—¿Conque no hay cabeza? —preguntó—. ¿Falta lacabeza? —como si hubiera esperado otra deficiencia.

Por la mente de aquellos hombres cruzaron insen-satas visiones de un niño acéfalo nacido en la casade los Glengyle, de un joven acéfalo ocultándose enel castillo, de un hombre acéfalo cruzando esos anti-guos salones o ese profuso jardín… Pero, a pesar delenervamiento que los dominaba, aquellas funestas

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Bernard Shaw, Hilaire Belloc y G. K. Chesterton (1927)

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imágenes se disiparon en un instante sin echar raícesen su alma. Y los tres se quedaron escuchando losbosques ensordecedores y los gritos del cielo, comounas bestias fatigadas. El pensamiento parecía algoenorme que se les había escapado de la mano.

—En torno a esta sepultura —dijo el Padre Brown— sí que hay tres hombres sin cabeza.

El pálido detective londinense abrió la boca paradecir algo, y se quedó con la boca abierta. Un largosilbido de viento rasgó el cielo. El policía contemplóel hacha que tenía en las manos, como si no le perte-neciera, y la dejó caer.

—Padre —dijo Flambeau, con aquella voz grave einfantil que tan raras veces se le oía—. ¿Qué hacemos?

La respuesta de su amigo fue tan rápida como un

disparo.

—Dormir —dijo el Padre Brown—. Dormir. He-mos llegado al término del camino. ¿Sabe usted loque es el sueño? ¿Sabe usted que todo el que duermecree en Dios? El sueño es un sacramento, porque esun acto de fe y es un acto de nutrición. Y necesita-mos un sacramento, aunque sea de orden natural. Hacaído sobre nosotros algo que muy pocas veces caesobre los hombres, y que es acaso lo peor que lespuede caer encima.

Los abiertos labios de Craven se juntaron para pre-guntar:

—¿Qué quiere usted decir?

El sacerdote había vuelto ya la cara hacia el casti-llo cuando contestó:

—Hemos descubierto la verdad, y la verdad no tie-ne sentido.

Y echó a andar con un paso inquieto y precipitado,muy raro en él. Y cuando todos llegaron al castillo,se acostó al instante y se durmió con la simplicidadde un perro.

A pesar de su místico elogio del sueño, el PadreBrown se levantó más temprano que los demás, conexcepción del callado jardinero. Y los otros lo en-contraron fumando su pipa y observando la muda la-bor del experto jardinero en el jardincito cercano a lacocina. Hacia el amanecer la tormenta se había des-hecho en lluvias torrenciales, y el día resultó muyfresco. Parece que el jardinero había estado un ratocharlando con Brown, pero al ver a los detectives,hoscamente clavó la azada en un surco, dijo algo desu almuerzo, se alejó por entre las filas de berzas yse encerró en la cocina.

—Ese hombre vale mucho —dijo el Padre Brown—. Logra admirablemente las papas. Pero —añadiócon ecuánime compasión— tiene sus faltas. ¿Quiénno las tiene? Por ejemplo, no ha trazado derecho estesurco —y dio con el pie en el sitio—. Tengo mis du-das sobre el éxito de esta papa.

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Frontispicio de La sabiduría del padre Brown (Gassell & Company Ltd., 1914)

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—¿Y por qué? —preguntó Craven, divertido conla nueva locura del hombrecito.

—Tengo mis dudas —continuó éste—, porquetambién las tiene el viejo Gow. Ha andado metiendosistemáticamente la azada por todas partes, menosaquí. ¡Ha de haber aquí una papa colosal!

Flambeau arrancó la azada y la hincó impetuosa-mente en aquel sitio. Al revolver la tierra, sacó algoque no parecía papa, sino una seta monstruosa e hi-pertrofiada. Al dar sobre ella la azada, hubo un chi-rrido, y el extraño objeto rodó como una pelota, de-jando ver la mueca de un cráneo.

—El conde de Glengyle —dijo melancólicamenteel Padre Brown.

Y después le arrebató la azada a Flambeau.

—Conviene ocultarlo otra vez —dijo—. Y volvió aenterrar el cráneo.

Y reclinándose en la azada, dejó ver una miradavacía y una frente llena de arrugas.

—¿Qué puede significar este horror?

Y, siempre apoyado en la azada, hundió la cara enlas manos, como lo hacen los hombres en la iglesia.

El cielo brillaba, azul y plata; los pájaros charla-ban, y parecía que eran los mismos árboles los queestaban charlando. Y los tres hombres callaban.

—Bueno, yo renuncio —exclamó Flambeau—.Esto no me entra en la cabeza, y esto se ha acabado.Rapé, devocionarios estropeados, interiores de cajasde música y qué sé yo qué más…

Pero Brown, descubriéndose la cara y arrojando laazada con impaciencia, lo interrumpió:

—¡Calle, calle! Todo eso está más claro que el día.Esta mañana, al abrir los ojos, entendí todo eso delrapé y las rodajas de acero. Y después me he puestoa probar un poco al viejo Gow, que no es tan sordoni tan estúpido como aparenta. No hay nada de maloen todos esos objetos encontrados. También me ha-

bía yo equivocado en lo de los misales estropeados:no hay ningún mal en ello. Pero esto último me in-quieta. Profanar sepulcros y robarse las cabezas delos muertos, ¿puede no ser malo? ¿No estará en estola magia negra? Esto no concuerda con la sencillísi-ma historia de las velas y del rapé —y se puso a pa-sear, fumando filosóficamente.

—Amigo mío —dijo Flambeau con un gesto debuen humor—. Tenga cuidado conmigo, recuerdeque yo he sido un criminal. La inmensa ventaja deese estado consiste en que yo mismo forzaba la intri-ga y la desarrollaba al instante. Pero esta función po-licíaca de esperar y esperar sin fin es demasiado parami impaciencia francesa. Toda mi vida, para bien opara mal, lo he hecho todo en un instante. Todo due-lo que se me ofrecía había de ser para la mañana deldía siguiente; toda cuenta, al contado; ni siquieraaplazaba yo una visita al dentista.

El Padre Brown dejó caer la pipa, que se rompió entres pedazos sobre el suelo, y abrió unos ojos de idiota.

—¡Dios mío, qué estúpido soy!; ¡pero qué estúpidoseñor!

Y soltó una risa descompuesta:

—¡El dentista! —repitió—. ¡Seis horas en el máscompleto abismo espiritual, y todo por no haber pen-sado en el dentista! ¡Una idea tan sencilla, tan her-mosa, tan pacífica! Amigos: hemos pasado una no-che en el infierno; pero ahora se ha levantado el sol,los pájaros cantan, y la radiante evocación del den-tista restituye al mundo su tranquilidad.

—Yo descifraré este misterio, aunque me vea for-zado a recurrir a los tormentos de la Inquisición —dijo Flambeau, encaminándose al castillo.

El Padre Brown tuvo que contener un ímpetu deponerse a bailar en mitad del cantero, ya iluminadopor el sol, y gritó después de un modo casi lastimosoy como un chiquillo:

—¡Por favor, déjenme ser loco un instante! ¡He pa-decido tanto con este misterio! Ahora comprendoque todo esto es de lo más inocente. Apenas un poco

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extravagante. Y eso, ¿qué importa?

Dio una vuelta en un pie como un chiquillo, y des-pués se enfrentó con sus amigos y dijo gravemente:

—Esta no es la historia de un crimen, sino de unasingular y torcida honradez. Precisamente se trataquizá del único hombre en la tierra que ha tomadoexactamente lo que le deben. Es un caso extremo deesa lógica vital y terrible que constituye la religiónde esta raza. La vieja copla sobre la casa de Glengy-le: «Como la savia verde para los árboles / es el ororojo para los Ogilvie», es al mismo tiempo metafóri-ca y literal. No sólo significa el anhelo de bienestarde los Glengyle; también significa, literalmente, quecoleccionaban oro, que tenían una gran cantidad deornamentos y utensilios de este metal. Que eran, ensuma, avaros con la manía del oro. Y a la luz de estasuposición, recorramos ahora todos los objetos en-contrados en el castillo: diamantes sin sortija de oro;velas sin sus candelabros de oro; rapé sin tabaquerasde oro; minas de lápiz sin el lapicero de oro; un bas-tón sin su puño de oro; piezas de relojería sin las ca-jas de oro de los relojes, o, mejor dicho, sin relojes.Y, aunque parezca locura, el halo del Niño Jesús y elnombre de Dios de los viejos misales sólo han sidoraspados porque eran de oro legítimo.

Flambeau encendió un cigarrillo mientras su ami-go continuaba:

—Todo ese oro ha sido sustraído, pero no robado.Un ladrón nunca hubiera dejado rastros semejantes:se habría llevado las tabaqueras con el rapé; los lapi-ceros con las minas, etc.. Tratamos con un hombreque tiene una conciencia muy singular, pero que tie-ne conciencia. Este extraño moralista ha estado ha-blando conmigo esta mañana en el jardincito de lacocina, y de sus labios oí una historia que me permi-te reconstruirlo todo.

«El difunto Archibaldo Ogilvie era el hombre máscercano al tipo del hombre bueno que jamás hayanacido en Glengyle. Pero su amarga virtud se con-virtió en misantropía. Las faltas de sus antecesoreslo abrumaban, y de ellas inducía la maldad general

de la raza humana. Sobre todo tenía desconfianza dela filantropía o liberalidad. Y se prometió a sí mismoque, si encontraba un hombre capaz de tomar sólo loque estrictamente le correspondía, ese sería el dueñode todo el oro de Glengyle. Tras este reto a la huma-nidad, se encerró en su castillo, sin la menor espe-ranza de que el reto fuera contestado. Sin embargo,una noche, un muchacho sordo, y al parecer idiota,vino de una aldea distante a traerle un telegrama, yGlengyle, con un humorismo amargo, le dio un cuar-to de penique nuevo. Mejor dicho, eso creyó haberhecho, porque cuando, un instante después, examinólas monedas, vio que aún conservaba el cuarto depenique, y echó de menos en cambio una libra ester-lina. Este accidente fue para él un tema de amargasmeditaciones. De cualquier modo el muchacho de-mostraría la codicia que era de esperar en la especiehumana. O desaparecería, un ladrón robando unamoneda; o volvería virtuosamente, un pedante bus-cando una recompensa. Pero a la media noche, LordGlengyle tuvo que levantarse a abrir la puerta —por-que vivía solo— y se encontró con el sordo idiota. Yel sordo idiota venía a devolverle, no la libra esterli-na, sino la suma exacta de diecinueve chelines, oncepeniques y tres cuartos de penique, Es decir, que elmuchacho había tomado para sí un cuarto de penique.

»La exactitud extravagante de este acto impresionóvivamente al desequilibrado caballero. Se dijo que,nuevo Diógenes afortunado, había descubierto alhombre honrado que deseaba. Hizo entonces un nue-vo testamento, que yo he visto esta mañana. Trajo asu enorme y abandonado caserón al muchacho, loeducó, hizo de él su criado solitario y, a su manera,lo instituyó heredero de sus bienes. Este extraño sor-do. aunque entiende poco, entendió muy bien las dosideas fijas de su señor: primero, que en este mundolo esencial es el derecho, y segundo, que él había deser, por derecho, el dueño de todo el oro de Glengy-le. Y esto es todo, y es muy sencillo. El hombre hasacado de la casa todo el oro que había, y ni una par-tícula que no fuera de oro; ni siquiera un grano derapé. Y así levantó todo el oro de las viejas miniatu-ras, convencido de que dejaba todo el resto intacto.

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Todo eso me era ya comprensible, pero no podía yoentender lo del cráneo, y me desesperaba el hecho dehaberlo encontrado escondido entre las papas. Medesesperaba… hasta que Flambeau dijo la palabrafeliz.

»Todo está ya muy claro, y todo irá bien. Estehombre volverá el cráneo a la sepultura en cuanto le

haya extraído las muelas de oro.»

Y, en efecto, al pasar aquella mañana por la colinadonde estaba el cementerio, Flambeau vio a aquelextraño ser, a aquel justo avaro cavando en la sepul-tura profanada, con la bufanda escocesa al cuello,agitada por el viento de la montaña, y en la cabeza eldecente sombrero de copa.

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Gilbert Keith ChestertonLondres, 1874-1936, Beaconsfield

Chesterton fue un gigante, y no solo en sentido figurado: medía 1,93 y pesaba más de 130 kg.; una vez le dijo a su amigo, Bernard Shaw: “Al verte, cualquiera pensaría que una hambruna asoló Inglaterra”, a lo que Shaw respondió: “Al verte, cualquiera pensaría que tú la causaste”. Se lo recuerda como un escritor y periodista fervientemente católico y pionero del distributismo, pero eso solo define la última etapa de su vida. De joven fue

un agnóstico militante con cierta paradójica pasión por el ocultismo y el espiritismo. A los 27 años (1901) se casó con Frances Blogg, una anglicana practicante que lo introdujo al cristianismo y, final-mente, a los 48 (1922), influido sobre todo por el cura John O’Connor (modelo de su famoso padre Brown) se convirtió al catolicismo. En su dilatada obra, que incluye novelas, poesía, ensayos, crítica, libros de viajes y artículos periodísticos, podemos atestiguar esa transformación. La serie de más de 50 cuentos (recopilados en 5 libros) que protagoniza el padre Brown, escritos entre 1911 y 1935, es una detallada bitácora de ese proceso, ya que en dicho personaje convergió la opinión de Chesterton. En los dos primeros libros, cuyo éxito lo hizo rico –El candor del padre Brown (1911) y La sabiduría del padre Brown (1914)–, el protagonista, un cura de carácter desagradable, rechoncho y bajito, que contrasta con el porte aristocrático de Sherlock Holmes y el cosmopolitismo de Hercules Poirot, resuelve crímenes con una lógica intuitiva que siempre se impone a lo irracional, haciendo que la razón prevalezca sobre el misticismo con análisis de notable profundidad filosófica. En todos ellos, Chesterton recurre a la misma estructura: una fórmula mágica en la que cada crimen da lugar a especulaciones fantásticas que el intelecto acaba desbaratando. Los siguientes libros de la serie: La incertidumbre del padre Brown (1926); El secreto del padre Brown (1927) y El escándalo del padre Brown (1935), posteriores a su conversión al catolicismo, no gozaron del mismo éxito y fueron criticados por ser menos ingeniosos y profundos, además de contener pasajes que expresaban la intolerancia y racismo del autor respecto a estereotipos culturales y creencias religiosas incompatibles con su ortodoxia.Escogimos para ustedes un cuento de su primer libro, El honor de Israel Gow (The honor of Israel Gow,

también conocido como La honestidad de Israel Gow), al que Borges consideró uno de los mejores cuentos policiales y creemos representativo del que, a nuestro parecer, fue el mejor período de Chesterton, quien en su debate interior entre la razón y la mística religiosa, acuñó pasajes brillantes, como el que dice: «Ha caído sobre nosotros algo que muy pocas veces cae sobre los hombres, y que es acaso lo peor que les puede caer encima … Hemos descubierto la verdad, y la verdad no tiene sentido».

El honorde Israel Gow

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Llevaba mucho tiempo confinado en

casa. Hacía más de dos meses que no veía lacalle, ni a mis amigos. Creía que era ese día.El toque de queda ya había sido levantado ypodíamos circular sin problemas. Decíanque antes de aquel fatídico día la gente se lopasaba pipa respirando aire libre. Y así salí ala calle. Hice muñecos de nieve, creé coheteshelados y aparatos cibernéticos holográficoscon los copos. Pero fue entonces cuando lo

sobrenatural ocurrió. Los copos de nieve quecaían liberaban un olor muy especial: gentehabía que se volvía locamente zombi, perohabía otra que como era pura —sí, los coposde nieve analizaban el interior humano— yquería purificar el mundo recibió un llama-miento de la Diosa Despena para que devora-se a la humanidad a través de un mecanismoque convertía en estatuas heladas comesti-bles a los desquiciados asesinos.

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NieveapocalípticaSamir Karimo

Samir KarimoLisboa - Portugal

Finalista en el I y II Concurso OscarWilde de Cuento, organizados por:

Boceto de El derretimiento de la doncella de la nieve – Vasily Petrov (1864)

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A un Lord.

IGILLETTE

Hacia finales del año 1612, una fría mañana de di-ciembre, un muchacho cuyas ropas eran de muy fla-ca apariencia se paseaba ante la puerta de una casasituada en la calle de los Grands-Augustins, en París.Tras haber andado mucho rato por aquella calle conla irresolución de un enamorado que no se atreve apresentarse en casa de su primera amante, por fácilque esta sea, acabó por franquear el umbral de aque-lla puerta, y preguntó si estaba en casa maeseFrançois Porbus5. A la respuesta afirmativa que ledio una anciana ocupada en barrer una sala baja, elmuchacho subió despacio los peldaños y se fue dete-niendo de escalón en escalón, como cualquier corte-sano sin experiencia, preocupado por la acogida quedispensará el Rey. Cuando llegó a lo alto del caracol,se quedó un rato en el rellano, inseguro de si tomaríael grotesco llamador que adornaba la puerta del ta-ller en el que seguramente estaría trabajando el pin-tor de Enrique IV, abandonado en favor de Rubenspor María de Medici. El joven experimentaba esasensación profunda que ha debido de hacer vibrar elcorazón de los grandes artistas cuando, en lo álgidode la juventud y de su amor por el arte, han aborda-do a un hombre de genio o alguna obra maestra. Hayen todos los sentimientos humanos una flor primiti-va, engendrada por un noble entusiasmo que se vadebilitando progresivamente, hasta que la felicidadya no es otra cosa que un recuerdo y la gloria unamentira. Entre nuestras emociones frágiles, nada separece tanto al amor como la joven pasión de un ar-tista que inicia el delicioso suplicio de su destino degloria y desdicha, pasión llena de audacia y de timi-dez, de creencias difusas y de desánimos ciertos. A

5 Franz Porbus, el Joven (1570-1622), destacado retratista fla-menco llamado a la corte de Francia por María de Medici.

aquel que, escaso de dinero y siendo un adolescentegenial no ha palpitado intensamente al presentarseante un maestro, siempre le faltará una cuerda en elcorazón, no sé qué pincelada, un sentimiento en laobra, cierta expresión de poesía. Si bien algunos fan-farrones pagados de sí mismos creen demasiadopronto en el porvenir, tan solo son personas superio-res para los necios. En este caso, el joven desconoci-do parecía tener mérito auténtico, si es que el talentoha de medirse por esa primera timidez, por ese inde-finible pudor que la gente destinada a la gloria sabeperder en el ejercicio de su arte, como las mujeresbonitas pierden el suyo en la noria de la coquetería.La costumbre del triunfo disminuye la duda, y el pu-dor es, tal vez, una duda.

Abrumado de miseria y sorprendido en ese momen-to de su propia presunción, el pobre neófito no habría

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La obramaestra desconocida

Honoré de Balzac

Boceto para un retrato de Balzac a los 21 añosAtribuido a Achille Devéria (1820)

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entrado en casa del pintor al que debemos el admira-ble retrato de Enrique IV sin un auxilio extraordinarioque la casualidad le envió. Un anciano acertó a subirla escalera. En la extravagancia de su traje, en lamagnificencia de su golilla de encaje, en la prepon-derante seguridad de sus andares, el joven adivinó enaquel personaje o al protector o a un amigo del pin-tor. Retrocedió por el rellano para hacerle sitio y loexaminó curiosamente, con esperanza de hallar en élla afable naturaleza de un artista, o el carácter servi-cial de la gente que gusta del arte; pero había algodiabólico en aquel rostro, y sobre todo ese no sé quéque engatusa a los artistas. Imaginen una frente cal-va, abombada, prominente, que cae haciendo techosobre una naricilla aplastada, respingona como la deRabelais o la de Sócrates; una boca risueña y arruga-da, un mentón breve, orgullosamente levantado,guarnecido por una barba gris recortada en punta;

unos ojos verde mar, amortecidos en apariencia porla edad, pero que, debido al contraste del blanco na-carado en el que flotaba la pupila, debían de lanzar aveces miradas magnéticas en lo álgido de la ira o delentusiasmo. Por otro lado, el rostro estaba singular-mente ajado por las fatigas de la edad, y más aún poresos pensamientos que labran de igual modo el almay el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas, y apenassi se veían algunas trazas de cejas por encima de susprominentes arcos. Pongan esa cabeza encima de uncuerpo delicado y endeble, rodéenla de un encajeresplandeciente de blancura y de labor similar a la deuna pala de servir pescado, arrojen sobre el negrojustillo del anciano una pesada cadena de oro, y ten-drán una imperfecta imagen de aquel personaje alque la débil luz de la escalera prestaba aún un colorfantástico. Hubieran dicho ustedes un lienzo deRembrandt que avanzaba silenciosamente y sin mar-co por la negra atmósfera que aquel pintor hizo suya.Arrojó sobre el muchacho una mirada marcada porla sagacidad, dio tres golpes en la puerta y dijo a unhombre valetudinario, de unos cuarenta años deedad, que acudió a abrir:

—Buenos días, maestro.

Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar aljoven creyéndole traído por el anciano y se preocupótanto menos de él cuanto que el neófito quedó bajoel encanto que deben de experimentar los que sonpintores de natura ante el aspecto del primer tallerque ven y en el que se revelan algunos de los proce-dimientos materiales del arte. Una cristalera abiertaen la bóveda iluminaba el taller de maese Porbus.Concentrada en un lienzo colgado del caballete, yque aún no estaba manchado sino por tres o cuatrotrazos blancos, la luz no alcanzaba hasta las negrasprofundidades de los ángulos de aquella amplia es-tancia; pero unos cuantos reflejos perdidos encen-dían dentro de aquella sombra rojiza una lentejuelaplateada en el vientre de una coraza de reitre6 colga-

6 Derivado de reiter (retirada), el término reitre refiere condesdén a los antiguos soldados de caballería alemana.

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La obra maestradesconocida

Retrato de Balzac – Louis Boulanger (1836)

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da del muro, rayaban con un brusco surco de luz lacornisa tallada y encerada de un antiguo aparador re-pleto de cacharros curiosos, o alfilereaban con pun-tos restallantes la trama granillosa de algunas viejascortinas de brocado de oro, de grandes pliegues taza-dos, arrojadas allí como modelo. Écorchés7 de esca-yola, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amoro-samente pulidas por los besos de los siglos, cubríanmesitas y consolas. Innumerables esbozos, estudiosa los tres lápices8, a la sanguina o a la pluma, cu-brían las paredes hasta el techo. Cajas de colores,frascos de aceite y de esencia, escabeles volcados nodejaban sino un estrecho camino para llegar bajo laaureola que proyectaba la alta cristalera, cuyos rayoscaían de plano sobre el pálido rostro de Porbus y so-bre el cráneo de marfil del hombre singular. Prontoquedó la atención del joven exclusivamente prendidaen un cuadro que, en aquel tiempo de turbación y re-voluciones, ya se había hecho famoso, y que visita-ban algunos de esos testarudos a los que se debe laconservación del fuego sagrado durante los malos días.Aquella hermosa página representaba una María Egip-ciaca9 disponiéndose a pagar el tránsito del barco.Esa obra maestra, destinada a María de Medici, fuevendida por ella en los días de su miseria.

—Tu santa me gusta —dijo el anciano a Porbus—,y te la pagaría diez escudos de oro por encima delprecio que da la reina; pero pisarle el terreno… ¡quédiablo!

—¿Os parece bien?

—¡Pfff! ¡pfff! —dijo el anciano—, bien; sí y no.No está de mal ver la mujer en cuestión, pero no tie-ne vida. ¡Vosotros, es que creéis que lo tenéis todohecho en cuanto habéis dibujado correctamente una

7 Écorchés, que en francés significa literalmente: “desollados”,refiere a los modelos anatómicos de cuerpos sin piel, con mús-culos expuestos, comunes en talleres de pintura y escultura.

8 Refiere a la técnica de blanco, sepia y negro, y el términosiguiente, sanguina, al rojo del óxido de hierro.

9 Refiere María de Egipto o Santa María Egipcíaca (c344–c421), asceta que se retiró al desierto tras una vida de pros-titución y fue tema de muchos pintores y escultores.

figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyesde la anatomía! ¡Coloreáis este contorneado con untono de carne hecho de antemano en vuestra paleta,cuidando de mantener un lado más oscuro que elotro y, como de vez en cuando miráis a una mujerdesnuda que está de pie encima de una mesa, creéishaber copiado la naturaleza, os imagináis que soispintores y habéis robado el secreto de Dios!… ¡Prrr!¡No basta para ser un gran poeta con saberse a fondola sintaxis y no cometer errores de lengua! Mira a tusanta, Porbus. Del primer envite parece admirable,pero al segundo vistazo se aprecia que está pegada alfondo del lienzo y que no podría uno rodear su cuer-po; es una silueta que tan solo tiene una cara, es unaapariencia recortada que no podría ni volverse, nicambiar de postura. No siento aire entre ese brazo yel campo del cuadro; faltan el espacio y la profundi-dad; no obstante, es cierto que todo está en perspec-tiva, y la degradación aérea está observada con exac-titud; pero, a pesar de tan loables esfuerzos, yo nome podría creer que ese hermoso cuerpo esté anima-

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La obra maestradesconocida

Daguerrotipo de Balzac (1840-2)

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do por el tibio hálito de la vida. ¡Me parece que sialargase la mano hasta ese seno de tan firme redon-dez, lo hallaría frío como el mármol! No, amigomío, no corre la sangre bajo esa piel de marfil, laexistencia no hincha con su rocío de púrpura las ve-nas que se entrelazan en red bajo la ambarina trans-parencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita,pero este otro está inmóvil; la vida y la muerte lu-chan en todos los fragmentos: aquí es una mujer, ahíuna estatua, más allá un cadáver. Tu creación está in-completa. No has podido insuflar más que una por-ción de tu alma a tu obra adorada. La antorcha dePrometeo se ha apagado más de una vez en tus ma-nos, y muchos lugares de tu cuadro no han sido toca-dos por la llama celeste.

—Pero ¿por qué, mi querido maestro? —dijo res-petuosamente Porbus al anciano, mientras al mucha-cho le costaba reprimir un fuerte deseo de pegarle.

—¡Ah!, ahí está —dijo el ancianillo—. Has flotadoindeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y elcolor, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa delos viejos maestros alemanes y el deslumbrante ar-dor, la feliz abundancia de los pintores italianos. Hasquerido imitar a la vez a Hans Holbein y a Tiziano, aAlberto Durero y a Pablo Veronese. ¡Ciertamente erauna magnífica ambición! Pero, ¿qué ha ocurrido? Nohas logrado ni el severo encanto de la sequedad, nilas decepcionantes magias del claroscuro. En este si-tio, como un bronce fundido que revienta un moldedemasiado débil, el color rico y rubicundo de Ti-ziano ha reventado el flaco contorno de Alberto Du-rero en el que lo habías vaciado. En otro lugar, elcontorno ha resistido y contenido los magníficosdesbordamientos de la paleta veneciana. Tu figurano está ni perfectamente dibujada ni perfectamentepintada, y lleva por todas partes las huellas de estadesdichada indecisión. Si no te sentías lo bastantefuerte para fundir juntas en el fuego de tu genio lasdos maneras rivales, tenías que optar francamenteentre la una o la otra, con el fin de obtener la unidadque simula una de las condiciones de la vida. No tie-nes verdad más que en los centros, tus contornos es-tán mal, no admiten el abrazo y no prometen nadapor detrás. Aquí sí que hay verdad —dijo el ancianoseñalando el pecho de la santa—. También aquí —prosiguió indicando el punto en el que, en el cuadro,acababa el hombro—. Pero ahí —dijo volviendo alcentro del seno— todo es falso. No analicemos nada,sería desesperarte.

El anciano se sentó en un escabel, se sujetó la ca-beza en las manos y permaneció mudo.

—Maestro —le dijo Porbus—, no obstante, he estu-diado muy bien este seno sobre el desnudo; pero, paranuestra desdicha, existen en la naturaleza efectos ver-daderos que dejan de ser probables en el lienzo…

—¡La misión del arte no es copiar la naturaleza,sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino unpoeta! —exclamó con vivacidad el anciano interrum-

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La obra maestradesconocida

Caricatura de BalzacGaspard-Félix Nadar (1850)

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piendo a Porbus con un gesto despótico—. ¡Si no, unescultor se libraría de todas sus fatigas modelando auna mujer! Bien, pues intenta modelar la mano de tuamante y ponerla ante ti, y hallarás un horrible cadá-ver sin ningún parecido, y no tendrás más remedioque ir a buscar el cincel del hombre que, sin copiár-tela exactamente, sea capaz de figurarte su movi-miento y su vida. Nosotros tenemos que captar el es-píritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los se-res. ¡Los efectos, los efectos! ¡Bah! Los efectos sonapenas accidentes de la vida, no la vida. Una mano,ya que he tomado ese ejemplo, una mano no está so-lamente unida al cuerpo, expresa y prolonga un pen-samiento que hay que captar y plasmar. ¡Ni el pintor,ni el poeta, ni el escultor deben separar el efecto dela causa, que dependen invenciblemente uno de laotra! Ahí está la auténtica lucha. Muchos pintorestriunfan instintivamente sin conocer este tema delarte. ¡Vosotros dibujáis una mujer, pero no la veis!No es así como se consigue forzar el arcano de la na-turaleza. Vuestra mano reproduce, sin que vosotroslo penséis, el modelo que habéis copiado en el tallerde vuestro maestro. No bajáis suficientemente a laintimidad de la forma, no la perseguís con suficienteamor y perseverancia en sus rodeos y en sus fugas.La belleza es una cosa solemne y difícil que no sedeja alcanzar de ese modo; hay que esperar sus ho-ras, espiarla, oprimirla y abrazarla estrechamentepara forzarla a rendirse. La forma es un Proteo, mu-cho, más inasible y más fértil en repliegues que elProteo de la fábula; solo después de largos combatespuede uno obligarla a mostrarse bajo su verdaderoaspecto; ¡pero vosotros os conformáis con la primeraapariencia que ella os entrega!, o cuanto mucho conla segunda, o con la tercera; ¡no es así como actúanlos victoriosos luchadores! Esos pintores invictos yano se dejan engañar por todas esas evasivas; perse-veran hasta que la naturaleza queda reducida a mos-trarse desnuda por completo y en su auténtico espíri-tu. Así procedió Rafael —dijo el anciano quitándoseel bonete de terciopelo negro para expresar el respe-

to que le inspiraba el rey del arte—; su gran superio-ridad procede del sentido íntimo que, en él, parecequerer romper la forma. La forma es, en sus figuras,lo que es entre nosotros: una mediación para comu-nicarse ideas, sensaciones, una amplia poesía. Todafigura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha apa-recido en una visión sublime, teñido de luz, designa-do por una voz interior, despojado por un dedo ce-lestial que ha mostrado, en el pasado de toda unavida, las fuentes de la expresión. Vosotros les com-ponéis a vuestras mujeres hermosos vestidos de car-ne, hermosos paños de cabellos, pero ¿dónde está lasangre que engendra la calma o la pasión y que cau-sa efectos particulares? Tu santa es una mujer more-na, pero esto, mi pobre Porbus, ¡es de una rubia!Vuestras figuras son así pálidos fantasmas colorea-dos que paseáis ante nuestros ojos, y a eso lo llamáispintura y arte. ¡Por haber hecho algo que se parece

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La donna velataRaffaello Sancio da Urbino (1516)

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más a una mujer que a una casa, pensáis haber alcan-zado la meta, y, tan orgullosos de no tener que escri-bir al lado de vuestras figuras currus venustus o pul-cher homo10, como los primeros pintores, os imagi-náis que sois maravillosos artistas! ¡Ja, ja!, aún nohabéis llegado ahí, compañeros del alma, tendréisque desgastar muchos lápices, llenar muchos lienzosantes de llegar. ¡Por descontado, una mujer lleva lacabeza de esta manera, se sujeta la falda así, sus ojoslanguidecen y se funden con ese aire de dulzura re-signada; la sombra palpitante de las pestañas flotaasí sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué fal-ta? Una nada, pero esa nada lo es todo. Vosotros te-néis la apariencia de la vida, pero no expresáis su ex-ceso que desborda, ese no sé qué que tal vez sea elalma y que flota nubosamente por encima del envol-torio; en fin, esa flor de vida que sorprendieron Ti-ziano y Rafael. Partiendo del punto extremo al quevosotros llegáis, tal vez se hiciera excelente pintura;pero os cansáis demasiado pronto. El vulgar admira,y el auténtico entendido sonríe. ¡Oh, Mabuse11! ¡Oh,maestro mío! —añadió aquel singular personaje—,¡eres un ladrón, te llevaste la vida contigo! Salvo —prosiguió— que este lienzo vale más que las pintu-ras de ese bellaco de Rubens, con sus montañas decarnes flamencas espolvoreadas de bermellón, susoleadas de cabelleras pelirrojas, y su alboroto de co-lores. Cuando menos, vos tenéis color, sentimiento ydibujo, las tres partes esenciales del arte.

—¡Pero si esta santa es preciosa, buen hombre! —exclamó con voz fuerte el muchacho saliendo de unaprofunda abstracción—. Estas dos figuras, la de lasanta y la del barquero, tienen una finura de intenciónignorada por los pintores italianos. No conozco a unosolo capaz de inventarse la indecisión del barquero.

—¿Es de vos este bribonzuelo? —preguntó Porbusal anciano.

—¡Ah!, maestro, perdonad mi osadía —contestó el

10 En latín: «“Un hermoso carruaje” o “un hombre apuesto”»11 Refiere a Jan Gossaert (1499-1562), destacado pintor fla-

menco, llamado Mabuse.

neófito sonrojándose—. Soy desconocido, pero em-borronador por instinto, y he llegado hace poco aesta ciudad, fuente de toda ciencia.

—¡Manos a la obra! —le dijo Porbus presentándo-le un lápiz rojo y una hoja de papel.

El desconocido copió con presteza la María en tra-zado.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el anciano—. ¿Os llamáis?

El joven escribió abajo Nicolas Poussin12.

—Pues no está mal para un principiante —dijo elsingular personaje que tan alocadamente discutía—.Veo que se puede hablar de pintura delante de ti. Note recrimino por haber admirado la santa de Porbus.Es una obra maestra para todo el mundo, y tan sololos iniciados en los más íntimos arcanos del artepueden descubrir en qué peca. Pero ya que eres dig-

12 Refiere a Nicolas Poussin (1594-1665), maestro del clasi-cismo francés.

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Autorretrato – Nicolas Poussin (1649)

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no de la lección, y capaz de entender, voy a hacertever cuán poca cosa haría falta para completar estaobra. Sé todo ojos y todo atención, quizá nunca se tevuelva a presentar una ocasión semejante de instruir-te. ¿Tu paleta, Porbus?

Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El ancianillose remangó con un movimiento de convulsiva brus-quedad, metió el pulgar en la paleta jaspeada y repletade tonos que Porbus le tendía; le arrancó de las manosmás que cogió un puñado de pinceles de todas las di-mensiones, y su barba recortada en punta se removióde pronto por amenazadores esfuerzos que expresa-ban el prurito de una amorosa fantasía. Mientras car-gaba el pincel de color, farfullaba entre dientes: «Es-tos sí que son tonos como para tirarlos por la ventanajunto al que los ha compuesto, son de una crudeza yuna falsedad que subleva, ¿cómo pintar con esto?».

Después mojaba con febril vivacidad la punta del pin-cel en los diferentes montones de colores, cuya escalaentera recorría algunas veces más rápido de lo que re-corre un organista de catedral la extensión de su tecla-do en el O Filii13 de Semana Santa.

Porbus y Poussin permanecían inmóviles cada unoa un lado del lienzo, sumergidos en la más vehemen-te contemplación.

—¿Ves, muchacho —decía el anciano sin volverse—, ves cómo por medio de tres o cuatro toques y unapequeña veladura azulada se podía hacer circular elaire alrededor de la cabeza de esta pobre santa que sedebía estar asfixiando, presa en esa espesa atmósfera?¡Mira cómo revolotea ahora este paño, y cómo secomprende que lo levanta la brisa! Antes parecía unatela almidonada y prendida con alfileres. ¿Ves comoel reluciente satinado que acabo de colocar sobre lossenos refleja la turgencia flexible de una piel de mu-chacha, y cómo el tono mezclado de marrón rojo y deocre calcinado entibia la gris frialdad de esa gransombra donde la sangre se congelaba en vez de fluir?Muchacho, muchacho, esto que te estoy enseñando,ningún maestro podría enseñártelo. Mabuse era el úni-co que poseía el secreto de dar vida a las figuras. Ma-buse no tuvo más que un alumno, que soy yo. ¡Yo nolos he tenido, y soy viejo! Tú tienes bastante inteligen-cia para adivinar el resto, en lo que te permito atisbar.

Mientras hablaba, el extraño anciano iba tocandotodas las partes del cuadro: aquí dos pinceladas, alláuna sola, pero siempre tan acertadas que podría de-cirse que el resultado era una nueva pintura, una pin-tura bañada de luz. Trabajaba con tan apasionado ar-dor que el sudor se perlaba en su frente desnuda, ibaa tal velocidad con movimientos tan bruscos, tan im-pacientes y entrecortados, que al joven Poussin leparecía que en el cuerpo de aquel extraño personajehabía un demonio que actuaba a través de sus ma-nos, apoderándose de ellas contra la voluntad del

13 Refiere al himno en latín, propio del Domingo de Resurrec-ción, que dice: «Oh, hijos e hijas, el Rey celestial, el Rey dela gloria ha resucitado hoy de la muerte».

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AutorretratoJan Gossaert, Mabuse (c.1528)

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hombre; el brillo sobrenatural de sus ojos, sus con-vulsiones que parecían efecto de algún tipo de resis-tencia, daban a aquella idea un semblante de verdadque necesariamente había de obrar sobre una imagi-nación juvenil. Iba diciendo: «¡Paf, paf, paf! ¡Así seunta, muchacho! ¡Venid, pinceladitas mías, doradmevosotras este tono glacial! ¡Venga, vamos! ¡Pum!,¡pum!, ¡pum!», decía, y seguía entibiando las partesdonde había notado un defecto de vida, haciendodesaparecer con unas cuantas placas de color las di-ferencias de temperamento, y restableciendo la uni-formidad de tono que pedía una ardiente egipcia.

—Fíjate, muchacho, la única pincelada que cuentaes la última. Porbus ha dado cien, yo no doy más queuna. Nadie nos agradece lo que está debajo. ¡Apren-de bien eso!

Por fin aquel demonio se detuvo y, volviéndose ha-cia Porbus y Poussin mudos de admiración, les dijo:

—Y, con todo, no le llega a mi Catherine Les-cault14; no obstante, podría uno poner su nombre alpie de semejante obra. Sí, yo la firmaría —añadió le-vantándose para tomar un espejo en el que la miró—. Ahora, vamos a almorzar —dijo—. Venid los dosa mi casa. ¡Tengo jamón ahumado, buen vino! ¡Apesar de los malos tiempos que corren, hablaremosde pintura! De eso hablaremos. Y he aquí un mucha-chito —añadió dando una palmada en el hombro deNicolas Poussin— que tiene facilidad.

Advirtiendo entonces la lamentable casaca del nor-mando, se sacó del cinturón una escarcela de piel,hurgó en ella, sacó dos monedas de oro, y enseñán-doselas dijo:

—Te compro el dibujo.

—Acéptalas —dijo Porbus a Poussin al verlo estre-mecerse sonrojado de vergüenza, porque tenía el or-gullo del pobre—. Vamos, cógelas, ¡que lleva en subolsa el rescate de dos reyes!

14 Refiere a Catherine Lescault, célebre cortesana conocidacomo La Belle Noiseuse (La bella ruidosa).

Bajaron los tres del taller y fueron andando, depar-tiendo sobre las artes, hasta una hermosa casa demadera situada cerca del puente Saint-Michel, y cu-yos ornamentos, la aldaba, los marcos de ventana,los arabescos, maravillaron a Poussin.

El pintor en ciernes se halló de repente en una salabaja, ante un buen fuego, junto a una mesa repleta deapetitosos manjares, y, por una dicha inaudita, en lacompañía de dos grandes artistas llenos de bondad.

—Muchacho —le dijo Porbus viéndole pasmadofrente a un cuadro—, no miréis demasiado ese lien-zo, caeríais en la desesperación.

Era el Adán que hizo Mabuse para salir de la cárcelen la que tanto tiempo le retuvieron sus acreedores.Aquella figura ofrecía, en efecto, tal fuerza de reali-dad, que Nicolas Poussin empezó a partir de aquelmomento a comprender el verdadero sentido de lasconfusas palabras dichas por el anciano. Este mirabael cuadro con aire satisfecho, pero sin entusiasmo, yparecía decir: «¡Yo he hecho cosas mejores!».

—Hay vida —dijo—, mi pobre maestro se superóa sí mismo en él; pero aún faltaba un poco de verdaden el fondo del lienzo. El hombre sí está vivo, se le-vanta y va a echar a andar hacia nosotros. Pero elaire, el cielo, el viento que respiramos, vemos y sen-timos, no están. ¡Además, no deja de haber ahí sola-mente un hombre! Ahora bien, el único hombre queacaba de salir de las manos de Dios, debía de teneralgo divino que falta. El propio Mabuse lo decía condesdén cuando no estaba borracho.

Poussin miraba alternativamente al anciano y aPorbus con inquieta curiosidad. Se acercó a estecomo para preguntarle el nombre de su huésped;pero el pintor se puso un dedo en los labios con airede misterio, y el joven, vivamente interesado, per-maneció en silencio, con la esperanza de que tarde otemprano alguna palabra le permitiría adivinar elnombre del huésped, de cuya riqueza y cuyos talen-tos quedaba suficiente constancia por el respeto que

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Porbus le testimoniaba, y por las maravillas amonto-nadas en aquella sala.

Poussin, viendo encima del oscuro revestimientode roble un magnífico retrato de mujer, exclamó:

—¡Qué hermoso Giorgione!

—¡No! —contestó el anciano—, estáis viendo unode mis primeros mamarrachos.

—¡Diantre!, o sea, que entonces estoy en casa deldios de la pintura —dijo ingenuamente Poussin.

El anciano sonrió como hombre familiarizado des-de hacía mucho con aquel elogio.

—¡Maestro Frenhofer! —dijo Porbus—, ¿no po-dríais mandar que me trajeran un poco de vuestroexcelente vino del Rin?

—Dos toneles —contestó el anciano—. Uno paradesquitarme del placer que he tenido esta mañanaviendo a tu linda pecadora, y otro como regalo deamistad.

—¡Ah!, si yo no estuviera siempre indispuesto —prosiguió Porbus—, y quisiérais dejarme ver a vues-tra Belle Noiseuse, podría hacer alguna pintura alta,ancha y profunda, en la que las figuras serían de ta-maño natural.

—¡Mostrar mi obra! —exclamó el anciano congran emoción—. No, no, aún debo perfeccionarla.Ayer, hacia última hora —dijo—, creí haber acaba-do. Sus ojos me parecían húmedos, su carne estabaagitada. Las trenzas de sus cabellos ondulaban. ¡Res-piraba! Aunque he encontrado el modo de plasmaren un lienzo plano el relieve y la redondez de la na-turaleza, esta mañana, a la luz del día, reconocí mierror. ¡Ah!, para llegar a ese glorioso resultado, estu-dié a fondo a los grandes maestros del color, he idoanalizando y levantando capa por capa los cuadrosde Tiziano, el rey de la luz; al igual que ese soberanopintor, esbocé mi figura en un tono claro con unapasta flexible y rica, porque la sombra no es sino un

accidente, recuerda eso, muchacho. Después hevuelto sobre mi obra, y, por medio de medias tintas yveladuras cuya transparencia iba disminuyendo cadavez más, plasmé las más vigorosas sombras y hastalos negros más trabajados; porque las sombras de lospintores ordinarios son de otra naturaleza que sus to-nos iluminados; es madera, bronce, es todo lo quequeráis, excepto carne en la sombra. Siente uno quesi su figura cambiara de posición, los sitios sombrea-dos no se limpiarían, no se volverían luminosos. ¡Heevitado ese defecto en el que han caído muchos delos más ilustres, y en mi obra la blancura se revela

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Representación de FrenhoferP. Soyes (c.1905)

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bajo la opacidad de la sombra más persistente! Aligual que esa legión de ignorantes que se figuran quedibujan correctamente porque hacen un trazo cuida-dosamente desbarbado, yo no he marcado secamentelos bordes exteriores de mi figura ni resaltado hastael mínimo detalle anatómico, porque el cuerpo hu-mano no termina en líneas. En esto, los escultorespueden acercarse a la verdad más que nosotros. Lanaturaleza conlleva una serie de redondeces que seenvuelven unas en otras. ¡Hablando en rigor, el dibu-jo no existe! ¡No os riáis, joven! Por muy singularesque estas palabras os parezcan, algún día compren-deréis sus razones. La línea es el medio mediante elcual el hombre se da cuenta del efecto de la luz so-bre los objetos; pero no hay líneas en la naturaleza,donde todo está lleno: ¡es moldeando como se dibu-ja, es decir, como se destacan las cosas del medio enel que están, la distribución de la luz es la única queda la apariencia al cuerpo! Por eso no he definido laslíneas, he esparcido por los contornos una nube demedias tintas rubias y cálidas que hacen que uno nopueda indicar con precisión el sitio en el que se reú-nen los contornos con los fondos. De cerca, este tra-bajo parece algodonoso, como si careciera de preci-sión, pero a dos pasos todo se consolida, se define yse destaca; el cuerpo gira, las formas cobran realce,se siente el aire circular todo alrededor. No obstante,aún no estoy contento, tengo dudas. Tal vez hicierafalta no dibujar un solo trazo, y valiera más atacaruna figura por el medio aferrándose primero a losrealces más iluminados, para luego pasar a las por-ciones más oscuras. ¿No es así como procede el sol,ese divino pintor del universo? ¡Oh, naturaleza, na-turaleza! ¡Quién te habrá sorprendido nunca en tusfugas! Fijaos, la demasía de ciencia, al igual que laignorancia, llega a una negación. ¡Dudo de mi obra!

El anciano hizo una pausa, después prosiguió:

—Llevo diez años, joven, trabajando; pero ¿quéson diez años de nada cuando se trata de luchar conla naturaleza? ¡Ignoramos cuanto tiempo tardó Pig-

malión para hacer la única estatua que caminó!

El anciano cayó en una profunda ensoñación, y sequedó con los ojos fijos jugueteando maquinalmentecon el cuchillo.

—Está en plena conversación con su espíritu —dijo Porbus en voz baja.

Al oír aquellas palabras, Nicolas Poussin se sintióbajo el poder de una inexplicable curiosidad de artis-ta. Aquel anciano de ojos blancos, atento y estúpido,convertido para él en más que un hombre, se le apa-reció como un genio caprichoso que vivía en una es-fera desconocida. Despertaba en el alma mil ideasconfusas. El fenómeno moral de esa especie de fas-cinación no puede definirse, así como tampoco pue-de traducirse la emoción suscitada por un canto querecuerda la patria en el corazón del exilado. El des-precio que aquel anciano fingía expresar por las máshermosas tentativas del arte, su riqueza, sus moda-les, las deferencias de Porbus para con él, aquellaobra mantenida en secreto tanto tiempo, obra de pa-ciencia, obra de genio seguramente, si había queprestar crédito a la cabeza de virgen que con tantafranqueza había admirado el joven Poussin, y que,hermosa siempre, incluso junto al Adán de Mabuse,atestiguaba el imperial hacer de uno de los príncipesdel arte; todo en aquel anciano iba más allá de los lí-mites de la naturaleza humana. Lo que la rica imagi-nación de Nicolas Poussin pudo captar de claro yperceptible ante aquel ser sobrenatural, era una ima-gen completa de la naturaleza del artista, de esa na-turaleza loca a la que tantos poderes le son confiadosy que con tanta frecuencia abusa de ellos, llevándosea la fría razón a los burgueses, e incluso a algunosaficionados, a través de mil caminos pedregosos, alládonde para ellos no hay nada; mientras que, jugueto-na en sus fantasías, esa muchacha de blancas alasdescubre epopeyas, castillos, obras de arte… ¡Natu-raleza burlona y bondadosa, fecunda y pobre! Así,para el entusiasta Poussin, aquel anciano se habíaconvertido, mediante una súbita transfiguración, en

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el arte mismo, en el arte con sus secretos, sus fogosi-dades y sus ensueños.

—Sí, mi querido Porbus —prosiguió Frenhofer—,hasta ahora me ha faltado encontrar una mujer irre-prochable, un cuerpo cuyos contornos sean de belle-za perfecta, y cuya tez… Pero, viva, ¿dónde podríaen qué lugar se halla viva —dijo interrumpiéndose—esa inencontrable Venus de los antiguos, tantas vecesbuscada, y de la que nosotros apenas si hallamos al-gunos encantos dispersos? ¡Oh!, por ver un momen-to, una sola vez, la naturaleza divina completa, elideal, en fin, daría toda mi fortuna, pero ¡iré a bus-carte a tus limbos, belleza celestial! Como Orfeo,bajaré al infierno del arte para traerme de él la vida.

—Podemos irnos de aquí —dijo Porbus a Poussin—, ¡ya no nos oye, no nos ve!

—Vamos a su taller —contestó el joven maravillado.

—¡Oh!, ese viejo reitre ha sabido guardar la entra-da. Sus tesoros están demasiado bien guardadoscomo para que podamos llegar hasta ellos. Yo no heesperado ni a vuestro parecer ni a vuestra fantasíapara intentar el asalto al misterio.

—¿O sea, que hay un misterio?

—Sí —contestó Porbus—. El viejo Frenhofer es elúnico alumno que Mabuse consintió en tener. Con-vertido en amigo suyo, en su salvador, en su padre,Frenhofer sacrificó la mayor parte de sus tesoros ensatisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabusele legó el secreto del relieve, el poder de dar a las fi-guras esa vida extraordinaria, esa flor de naturaleza,nuestra eterna desesperación; pero cuyo hacer poseíaél tan bien, que un día, que había vendido para beberel damasco de flores con el que tenía que vestirse enla entrada de Carlos V15, acompañó a su maestro conun traje de papel pintado de damasco. El particularbrillo de la tela llevada por Mabuse sorprendió al

15 Refiere a Carlos de Austria (1500-1558), rey de Españacomo Carlos I y emperador del Sacro Imperio RomanoGermánico como Carlos V.

emperador, quien, queriendo felicitar al protector delviejo borracho, descubrió la superchería. Frenhoferes un hombre apasionado por nuestro arte que vemás alto y más lejos que los demás pintores. Ha me-ditado profundamente sobre los colores, sobre laverdad absoluta de la línea; pero, a fuerza de investi-gaciones, ha llegado a dudar del propio objeto de suspesquisas. En sus momentos de desesperación, pre-tende que el dibujo no existe y que, con trazos, solose pueden plasmar figuras geométricas; cosa que esdemasiado absoluta, porque con el trazo y el negro,que no es un color, se puede hacer una figura; lo cualdemuestra que nuestro arte está, como la naturaleza,compuesto por una infinidad de elementos; el dibujoda un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sinel esqueleto es una cosa más incompleta que el es-queleto sin la vida. Y por fin, hay algo más ciertoque todo esto, y es que la práctica y la observaciónlo son todo en un pintor, y que si el razonamiento yla poesía se pelean con los pinceles, se puede llegara la duda, como lo hizo este buen hombre, que tienetanto de loco como de pintor. Pintor sublime, tuvo ladesgracia de nacer rico, cosa que le permitió divagar.¡No le imitéis! ¡Trabajad!, los pintores solo debenmeditar con el pincel en la mano.

—Conseguiremos entrar —exclamó Poussin, queya no escuchaba a Porbus y ya no dudaba de nada.

Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desco-nocido, y le dejó invitándole a que fuera a verlo.

Nicolas Poussin volvió a pasos lentos hacia la callede la Harpe, y rebasó sin darse cuenta el modesto al-bergue en el que se alojaba. Subiendo con inquietaprontitud su mísera escalera, llegó a una habitaciónalta, situada bajo una techumbre de entramado, inge-nua y ligera cobertura de las casas del viejo París.Junto a la única y oscura ventana de aquella habita-ción, vio a una muchacha que, al ruido de la puerta,se incorporó repentinamente con un movimiento deamor; había reconocido al pintor en el modo como élhabía atacado al pestillo.

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—¿Qué te pasa? —le dijo.

—¡Me pasa, me pasa —exclamaba él sofocándosede gusto— que me he sentido pintor! ¡Había dudadode mí hasta ahora, pero esta mañana he creído en mímismo! ¡Puedo ser un gran hombre! ¡Gillette, sere-mos ricos, felices! Hay oro en estos pinceles.

Pero de repente calló. Su rostro serio y vigorosoperdió toda expresión de alegría cuando comparó lainmensidad de sus esperanzas con la mediocridad desus recursos. Las paredes estaban cubiertas por sim-ples papeles repletos de bocetos a lápiz. No poseía nicuatro lienzos propios. Los colores tenían a la sazónprecios elevados, y el pobre joven veía su paleta casidesnuda. En el seno de aquella miseria, poseía y sen-tía increíbles riquezas de corazón, y la sobreabun-dancia de un genio devorador. Traído a París por ungentilhombre amigo suyo, o tal vez por su propio ta-lento, repentinamente había encontrado una amante,una de esas almas nobles y generosas que vienen asufrir junto a un gran hombre, que se desposan consus miserias y se esfuerzan por comprender sus ca-prichos; fuertes para la miseria y el amor, como otrasson intrépidas para llevar encima el lujo, para haceralarde de su insensibilidad. La sonrisa que paseabaen los labios de Gillette iluminaba de oro aquel des-ván y rivalizaba con el brillo del cielo. El sol nosiempre brillaba, mientras que ella siempre estabaallí, recogida en su pasión, atada a su felicidad, a susufrimiento, consolando al genio que desbordaba enel amor antes de apoderarse del arte.

—Escucha, Gillette, ven.

La obediente y alegre muchacha saltó a las rodillasdel pintor. Era toda gracia, toda belleza, linda comouna primavera, estaba adornada con todas las rique-zas femeninas y las iluminaba con el fuego de unahermosa alma.

—¡Oh, Dios! —exclamó él—, nunca me atreveré adecirle…

—¿Un secreto? —prosiguió ella—. ¡Oh!, quierosaberlo.

Poussin se quedó abstraído.

—Vamos, dilo.

—¡Gillette, pobre corazón querido!

—¡Oh!, ¿quieres algo de mí?

—Sí.

—Si deseas que vuelva a posar para ti como el otrodía —prosiguió ella con un mohincito enfadado—,nunca más consentiré; porque, en esos momentos,tus ojos ya no me dicen nada. Ya no piensas en mí, ysin embargo, me estás mirando.

—¿Preferirías verme copiar a otra mujer?

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Ilustración de Pierre Vidal para una edición de Le Chef-d'oeuvre inconnu (1897)

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—Puede ser —dijo ella—, si fuera muy fea.

—Bueno —prosiguió Poussin con tono serio—,pues, ¿y si para mi futura gloria, si para hacerme ungran pintor tuvieras que ir a posar a casa de otro?

—Quieres ponerme a prueba —dijo ella—. Sabesde sobra que no iría.

Poussin inclinó la cabeza sobre el pecho como unhombre que sucumbe a una alegría o a un dolor de-masiado fuerte para su alma.

—Escucha —dijo ella, halando la manga del raídojubón de Poussin—, te tengo dicho, Nick, que daríami vida por ti, pero nunca te he prometido, mientrasviva, renunciar a mi amor.

—¿Renunciar? —exclamó Poussin.

—Si me mostrase así a otro, tú ya no me querrías.Y yo misma me encontraría indigna de ti. Obedecera tus caprichos, ¿no es cosa natural y sencilla? Muya mi pesar soy feliz y hasta me siento orgullosa dehacer tu santa voluntad. Pero ¡para otro! ¡Vaya!

—Perdona, Gillette mía —dijo el pintor arrojándo-se a sus rodillas—. Prefiero ser amado que glorioso.Para mí, eres más hermosa que la fortuna y los hono-res. Toma, tira mis pinceles, quema esos bocetos. Mehe equivocado, mi vocación es amarte. No soy pin-tor, soy un amante. ¡Perezcan el arte y todos sus se-cretos!

Ella lo miraba. ¡Se sentía dichosa, encantada! Erauna reina en plena posesión de sus poderes e instinti-vamente reconocía que, por ella, las artes habíansido abandonadas arrojadas a sus pies como ungrano de incienso.

—Sin embargo no es más que un anciano —prosi-guió Poussin—. No podrá ver sino a la mujer en ti.¡Eres tan perfecta!

—Hay que estar muy enamorada —exclamó elladispuesta a sacrificar sus escrúpulos de amor para

recompensar a su amante por todos los sacrificiosque por ella hacía—. Pero —prosiguió— eso seríaperderme. ¡Ah!, perderme por ti. ¡Sí, eso es hermo-so!, pero tú me olvidarás. ¡Ay, qué mal pensamientohas tenido!

—Lo he tenido y te quiero —dijo él con una espe-cie de contrición—, pero soy un infame.

—¿Por qué no consultamos al padre Hardouin? —dijo ella.

—¡Oh, no!, que sea un secreto entre nosotros dos.

—Bueno, iré; pero tú no estés presente —dijo ella—. Quédate a la puerta armado con tu daga; si grito,entra y mata al pintor.

No viendo más que su arte, Poussin estrechó a Gi-llette en sus brazos.

«¡Ya no me quiere!», pensó Gillette cuando se ha-lló sola.

Se estaba arrepintiendo de su resolución. Pero muypronto fue presa de un terror más cruel que su arre-pentimiento; se esforzó por ahuyentar un pensamien-to horrible que le emanaba del alma. Creía amar yamenos al pintor, le parecía menos digno de su estimaque antes.

IICATHERINE LESCAULT

Tres meses después del encuentro de Poussin yPorbus, este fue a ver a maese Frenhofer. El ancianoera a la sazón víctima de uno de esos profundos y es-pontáneos desánimos cuya causa está, si hemos decreer a los matemáticos de la medicina, en una maladigestión, en el viento, el calor o algún abotarga-miento de los hipocondrios; y, según los espiritualis-tas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral;el hombrecillo, lisa y llanamente se había extenuadoperfeccionando su misterioso cuadro. Estaba lángui-

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damente sentado en una amplia silla de roble tallado,guarnecida de cuero negro, y, sin abandonar su me-lancólica actitud, lanzó sobre Porbus la mirada de unhombre que se había establecido en su propio tedio.

—¿Qué le pasa, maestro? —preguntó Porbus—.¿Era malo el ultramar que fuisteis a buscar a Brujas?¿No ha sabido usted moler su nuevo blanco?, ¿esmalo el aceite o son duros los pinceles?

—¡Ah! —exclamó el anciano—, durante un mo-mento he creído que mi obra estaba concluida; perociertamente me he equivocado en unos cuantos deta-lles y no estaré tranquilo hasta tanto no haya aclara-do mis dudas. He decidido viajar; iré a Turquía, aGrecia, a Asia, para buscar una modelo y compararmi cuadro con diversas naturalezas. Tal vez tengaahí arriba —prosiguió dejando escapar una sonrisade contento— a la naturaleza misma. A veces, casisiento miedo de que un soplo me despierte a esa mu-jer y desaparezca.

Después se levantó de repente, como para mar-charse.

—¡Oh! ¡Oh! —respondió Porbus—, llego a tiempopara evitaros el gasto y las fatigas del viaje.

—¿Cómo? —preguntó Frenhofer asombrado.

—El joven Poussin es amado por una mujer cuyaincomparable belleza resulta sin imperfección ningu-na. Pero, mi querido maestro, si él consiente en pres-tárosla, vos al menos tendréis que dejarnos ver vues-tro lienzo.

El anciano se quedó de pie, inmóvil, en un estadode alelamiento perfecto.

—¡Cómo! —exclamó por fin dolorosamente—,¿enseñar a mi criatura, a mi esposa? ¿Desgarrar elvelo con el que he cubierto castamente mi felicidad?Pero, ¡eso sería una prostitución horrible! Hace diezaños que vivo con esa mujer. Es mía, solo mía. Mequiere. ¿No me ha sonreído acaso a cada pincelada

que le he dado? Ella tiene alma, el alma con la queyo la he dotado. Se sonrojaría si se detuvieran en ellaotros ojos que no fueran los míos. ¡¿Que la miren?!Pero ¿qué marido, qué amante podría ser tan vil paraconducir a su mujer a la deshonra? Cuando haces uncuadro para la corte, no le pones toda tu alma, no lesvendes a los cortesanos más que unos maniquíes co-loreados. ¡Mi pintura no es una pintura, es un senti-miento, una pasión! Nacida en mi taller, en él debepermanecer virgen, y no puede salir de él más quevestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan des-nudas más que a sus amantes! ¿Poseemos acaso a lamodelo de Rafael, a la Angélica de Ariosto, a la Bea-triz del Dante? ¡No! ¡No vemos más que sus formas!¡Bien! Pues la obra que yo mantengo allá arriba bajosiete llaves es una excepción en nuestro arte; no esun lienzo, ¡es una mujer! Una mujer con la que lloro,río, hablo y pienso. ¿Quieres que de pronto abando-ne una felicidad de diez años como quien se quita unabrigo? ¿Que de pronto deje de ser padre, amante yDios?. Esta mujer no es una criatura, sino una crea-ción. Que venga el joven ese, le daré mis tesoros, ledaré mis cuadros del Correggio, de Miguel Ángel,

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Udnie, una jovencita americanaFrancis Picabia (1913)

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de Tiziano, besaré la marca de sus pasos por el pol-vo…, pero ¿convertirlo en mi rival? ¡Qué humilla-ción sería para mí! ¡Ah! Soy todavía, más que pin-tor, amante. Sí, tendré fuerzas para quemar a mi Be-lle Noiseuse en mi último suspiro; pero ¿hacerle so-portar la mirada de un hombre, de un joven, de unpintor? ¡No, no! ¡Al día siguiente mataría a aquelque la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mata-ría al instante a ti, amigo mío, si no la saludases derodillas! ¿Quieres ahora que someta yo a mi ídolo alas frías miradas y a las estúpidas críticas de los im-béciles? ¡Ah!, el amor es un misterio; tan solo tienevida en el fondo de los corazones, y todo está perdi-do cuando un hombre le dice incluso a su amigo:«¡Esa es la mujer que amo!».

El anciano parecía haber rejuvenecido; a sus ojosvolvieron el brillo y la vida; sus pálidas mejillas es-taban matizadas por un rubor vivo y le temblaban lasmanos. Porbus, asombrado de la violencia apasiona-da con que fueron dichas aquellas palabras, no sabíaqué contestar a un sentimiento tan nuevo como hon-do. ¿Era Frenhofer razonable o estaba loco? ¿Se ha-llaba subyugado por una fantasía de artista, o lasideas que había expresado procedían de ese inexpre-sable fanatismo producido en nosotros por el largoalumbramiento de una gran obra? ¿Se podía transigiralguna vez con esa extraña pasión?

Presa de todos aquellos pensamientos, Porbus ledijo al anciano:

—¿Pero no es acaso mujer por mujer? ¿No aban-dona Poussin a su amante a vuestras miradas?

—¡Valiente amante! —contestó Frenhofer—. Ellalo traicionará tarde o temprano. ¡La mía me será fielsiempre!

—¡Está bien! —prosiguió Porbus—, no hablemosmás del tema. Pero antes de que encontréis, inclusoen Asia, una mujer tan hermosa, tan perfecta, tal vezmuera usted sin haber acabado vuestro cuadro.

—¡Oh!, está acabado —dijo Frenhofer—. El quelo viera, creería distinguir una mujer tendida en unlecho de terciopelo, rodeada de cortinajes. Junto aella un incensario de oro exhala perfumes. Sentiríasla tentación de coger la borla del cordón que sostie-nen las cortinas, y te parecería ver el seno de Cathe-rine Lescault moverse al ritmo de su respiración. Noobstante, yo quisiera tener la certeza…

—Pues vete a Asia —respondió Porbus percibien-do la vacilación en la mirada de Frenhofer, y diounos pasos hacia la puerta de la estancia.

En ese momento habían llegado Gillette y NicolasPoussin a la casa de Frenhofer. Cuando la muchachase disponía a entrar, se soltó del brazo del pintor yretrocedió como si hubiera sido presa de algún re-

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La muchacha al pianoKazimir Malevich (1913)

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pentino presentimiento.

—¿Pero qué es lo que vengo a hacer aquí? —lepreguntó a su amante con un profundo tono de voz,mirándolo fijamente.

—Gillette, eres mi dueña y señora y quiero obede-certe en todo. Tú eres mi conciencia y mi gloria.Vuelve a casa, yo seré más feliz, quizá, que si…

—¿Soy acaso dueña de mí cuando me hablas deese modo? ¡Oh, no! Soy solo una niña. Vamos —añadió Gillette haciendo al parecer un gran esfuerzo—, si nuestro amor muere, y se me llena el corazónde una enorme tristeza, ¿no será acaso la celebridadel precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos;ser siempre como un recuerdo en tu paleta será vivirtodavía.

Al abrir la puerta de la casa, los dos amantes setropezaron con Porbus, que, sorprendido por la be-lleza de Gillette, cuyos ojos estaban a la sazón llenosde lágrimas, la estrechó, toda temblorosa, y, lleván-dola ante el anciano, dijo:

—Mirad, ¿no vale acaso todas las obras maestrasdel mundo?

Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí, en laactitud ingenua y sencilla de una joven georgianainocente y asustada, raptada y presentada por unosbandoleros a algún mercader de esclavos. Un púdicorubor sonrojaba su rostro, tenía los ojos bajos, lasmanos le colgaban a los lados, sus fuerzas parecíanabandonarla y unas lágrimas protestaban contra laviolencia hecha a su pudor. En ese instante, Poussin,desesperado por haber sacado aquel hermoso tesorode su desván, se maldijo a sí mismo. Se volvió másamante que artista y mil escrúpulos le torturaron elcorazón cuando vio los ojos rejuvenecidos del an-ciano, que, por costumbre de pintor, desvistió, porasí decir, a aquella muchacha adivinando sus más se-cretas formas. Poussin regresó entonces a los celosferoces del verdadero amor.

—¡Gillette, vámonos! —exclamó.

Al escuchar ese tono, ese grito, la dichosa amantealzó los ojos hacia él y corrió a sus brazos:

—¡Ah!, entonces sí me quieres —contestó desha-ciéndose en llanto.

Tras haber tenido la energía de callar su sufrimien-to, le faltaron fuerzas para ocultar su felicidad.

—¡Oh!, dejádmela un rato —dijo el viejo pintor—,y la compararéis con mi Catherine. Sí, consiento.

También había amor en el grito de Frenhofer. Pare-cía tener coquetería por su simulacro de mujer, y dis-frutar de antemano del triunfo que la belleza de suvirgen lograría sobre la de una muchacha auténtica.

—No lo dejéis que se arrepienta —exclamó Porbusdando un golpe en el hombro de Poussin—. Los fru-tos del amor pasan rápidamente, los del arte son in-mortales.

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Espejo oval – Frantisek Kupka (1911)

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—¿De modo —contestó Gillette mirando atenta aPoussin y Porbus—, que para él no soy más que unamujer? —y alzó la cabeza con orgullo; pero cuando,tras haber lanzado una chispeante mirada a Frenho-fer, vio que su amante contemplaba absorto el retratoque no hacía mucho tomó por un Giorgione, dijo—:¡Ah! ¡Subamos! A mí nunca me ha mirado así.

—Anciano —prosiguió Poussin arrancado de sumeditación por la voz de Gillette—, mira esta espa-da, te la clavaré en el corazón a la primera palabrade queja que pronuncie esta muchacha, prenderéfuego tu casa y de ella no saldrá nadie. ¿Entiendes?

Nicolas Poussin estaba sombrío. Sus terribles pala-bras, su actitud y su gesto consolaron a Gillette, quecasi le perdonó que la sacrificara a la pintura y a su

glorioso porvenir. Porbus y Poussin se quedaron enla puerta del taller, mirándose uno a otro en silencio.Si bien, al principio, el pintor de la María Egipciacase permitió algunas exclamaciones: «¡Ah!, se estádesnudando. ¡Le está diciendo que se ponga a la luz!¡La está comparando!», pronto calló ante el aspectode Poussin, cuyo rostro estaba profundamente triste;y aunque los pintores viejos ya no tienen esos escrú-pulos, tan pequeños en presencia del arte, admiró losde Poussin, tan ingenuos y hermosos. El joven teníasu mano en la empuñadura de su daga y el oído casipegado a la puerta. Ambos, en la sombra y de pie,parecían así dos conspiradores esperando el momen-to de matar a un tirano.

—Entrad, entrad —les dijo el anciano resplande-ciendo de felicidad—. Mi obra es perfecta y ahorapuedo enseñarla con orgullo. ¡Nunca un pintor, nisus pinceles, colores, lienzo ni luz alguna podráncrear una rival para Catherine Lescault!

Presa de viva curiosidad, Porbus y Poussin corrie-ron al centro del amplio taller cubierto de polvo, enel que todo estaba en desorden, donde vieron aquí yallá cuadros colgados de las paredes. Se detuvieroninicialmente ante una figura de mujer de tamaño na-tural, semidesnuda, por la que quedaron sobrecogi-dos de admiración.

—¡Oh!, no os detengáis en eso —dijo Frenhofer—, es un lienzo que emborroné para estudiar unapose, ese cuadro no vale nada. Ahí tenéis mis errores—prosiguió, señalándoles arrebatadoras composicio-nes colgadas por las paredes en torno a ellos.

Ante aquellas palabras, Porbus y Poussin, estupe-factos de aquel desdén por semejantes obras, busca-ron el anunciado retrato, sin conseguir verlo.

—¡Bien!, ¡pues helo aquí! —les dijo el anciano cu-yos cabellos estaban en desorden, tenía el rostro in-flamado por una exaltación sobrenatural, sus ojoschispeaban, y jadeaba como un jovencito ebrio deamor—. ¡Ah! —exclamó—. ¡No esperabais tantaperfección! Estáis ante una mujer y buscáis un cua-

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Mujer en azul – Fernand Leger (1912)

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dro. Hay tanta profundidad en este lienzo, el aire esen él tan auténtico, que no podéis distinguirlo delaire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido,desaparecido! Aquí tenéis las propias formas de unamuchacha. ¿No he captado bien el color y la vivaci-dad de la línea que parece rematar el cuerpo? ¿No esel mismo fenómeno que nos presentan los objetosque están en la atmósfera como los peces en el agua?Admirad cómo los contornos se destacan del fondo.¿No parece acaso que podéis pasar la mano por esaespalda? Durante siete años, he estado estudiandolos efectos del acoplamiento de la luz y los objetos.Y esos cabellos…, ¿veis cómo los inunda la luz?Pero ¡si está respirando, creo! Ese seno, ¿veis? ¡Ah!¿Quién no querría adorarla de rodillas? Las carnespalpitan… Va a levantarse en cualquier momento,esperad.

—¿Vos veis algo? —preguntó Poussin a Porbus.

—Yo no. ¿Y vos?

—Nada.

Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis, ymiraron si acaso la luz, al caer cenital sobre el lienzoque aquel les mostraba, neutralizaba todos sus efec-tos. Examinaron entonces la pintura poniéndose a laderecha, a la izquierda, de frente, agachándose y le-vantándose alternativamente.

—Sí, sí, es un lienzo —les decía Frenhofer enga-ñándose sobre la finalidad de aquel escrupuloso exa-men—. Mirad, aquí está el bastidor, el caballete, porfin aquí tenéis mis colores, mis pinceles —y se apo-deró de una brocha que les presentó en un ingenuomovimiento.

—Este viejo lansquenete16 se está burlando de no-sotros —dijo Poussin volviendo ante el supuestocuadro—. Yo aquí no veo más que colores confusa-mente amasados y contenidos en una multitud de lí-neas extrañas que forman un muro de pintura.

—Nos equivocamos, mirad —prosiguió Porbus.

16 Lansquenete: Soldado alemán de infantería que peleó juntolos españoles durante la dominación de la casa de Austria.

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Atribulada – Vasili Kandinsky (1917)

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Al acercarse, distinguieron en una esquina del lien-zo la punta de un pie descalzo que salía de aquelcaos de colores, de tonos, de indecisos matices, unaespecie de niebla sin forma…, pero era un pie deli-cioso, ¡un pie vivo! Se quedaron petrificados de ad-miración ante aquel fragmento salvado de una in-creíble, lenta y progresiva destrucción. Aquel pieaparecía allí como el torso de una Venus de mármolde Paros que surge entre los escombros de una villaincendiada.

—Hay una mujer debajo —exclamó Porbus ha-ciendo observar a Poussin las diversas capas de co-lores que el viejo pintor había superpuesto sucesiva-mente, creyendo perfeccionar su pintura.

Los dos pintores se volvieron espontáneamente ha-cia Frenhofer, comenzando a comprender, pero va-gamente, el éxtasis en que vivía.

—Él va de buena fe —dijo Porbus.

—Sí, amigo mío —contestó el anciano despertán-dose—, hace falta fe, fe en el arte, y vivir durantemucho tiempo con la propia obra para producir unacreación semejante. Algunas de esas sombras mehan costado mucho trabajo. Mirad, tiene ahí en lamejilla, por debajo de los ojos, una ligera penumbraque, si la observáis en la naturaleza, os parecerá casiintraducible. Pues bien, ¿creéis que el reproducir eseefecto no me ha costado esfuerzos inauditos? Perotambién, mi querido Porbus, mira atentamente miobra y comprenderás mejor lo que te decía sobre elmodo de tratar el modelado y los contornos; mira laluz del seno, observa cómo, mediante una serie depinceladas y realces intensamente empastados, heconseguido captar la auténtica luz y combinarla conla reluciente blancura de los tonos claros; y cómo, através un trabajo contrario, borrando los resaltes y elgrano del empaste, he podido, a fuerza de acariciarel contorno de mi figura, anegarlo en el medio tonohasta eliminar la idea del dibujo y los medios artifi-ciales, y darle el aspecto y la rotundidad propia de lanaturaleza. Acercáos, veréis mejor ese trabajo. Delejos desaparece. ¿Veis?, ahí es, creo yo, muy nota-ble —y con la punta del pincel les señalaba a los dospintores una masa de color claro.

Porbus le dio una palmada en el hombro del an-ciano volviéndose hacia Poussin:

—¿Sabéis que en él vemos a un gran pintor? —dijo.

—Es aún más poeta que pintor —contestó grave-mente Poussin.

—Aquí —prosiguió Porbus tocando el lienzo—termina nuestro arte en la tierra.

—Y, de ahí se eleva hasta perderse en los cielos —dijo Poussin.

—¡Cuántos goces en este trozo de lienzo! —excla-mó Porbus.

El anciano, absorto, no los escuchaba, y le sonreíaa aquella mujer imaginaria.

—Pero tarde o temprano se dará cuenta de que enel lienzo no hay nada —exclamó Poussin.

—¿Que no hay nada en el lienzo? —dijo Frenhofermirando alternativamente a los dos pintores y a supresunto cuadro.

—¿Qué habéis hecho? —contestó Porbus a Poussin.

El anciano asió con fuerza el brazo del joven y le dijo:

—¡No veis nada, manant17! ¡Maheustre! ¡Putico!¿Entonces a qué has subido aquí? Mi buen Porbus—prosiguió volviéndose hacia el pintor—, ¿os estáisburlando vos también de mí? Contestad. Soy amigovuestro, decid… ¿Es que he estropeado mi cuadro?

Porbus, indeciso, no se atrevió a decir nada; perola ansiedad pintada en la blanca fisonomía del an-ciano era tan cruel que señaló el lienzo diciendo:

—¡Mirad!

Frenhofer contempló su cuadro durante un mo-mento y se tambaleó.

—¡Nada, nada! Y he trabajado diez años.

Se sentó y se echó a llorar.

—¡Soy entonces un imbécil, un loco! ¡O sea, queno tengo ni talento, ni capacidad, que ya no soy más

17 Manant: Término injurioso que significa «patán, palurdo». El tér-mino siguiente: “Maheustre”, refería a los soldados del ejércitoreal, convertido luego en sinónimo de «bandido, asesino».

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que un hombre rico que, al andar, no hace más queandar! ¡Entonces no he producido nada!

Contempló su lienzo a través de las lágrimas, se le-vantó de pronto con orgullo y arrojó sobre los dospintores una mirada enardecida.

—¡Por la sangre, por el cuerpo y la cabeza de Cris-to, sois unos envidiosos que quieren hacerme creerque está estropeada para robármela! ¡Pues yo la veo!—gritó—, y es maravillosamente hermosa.

En aquel momento, Poussin oyó el llanto de Gille-tte, olvidada en un rincón.

—¿Qué te pasa, ángel mío? —le preguntó el pintorsúbitamente enamorado de nuevo.

—¡Mátame! —dijo ella—. Sería una infamia seguir

queriéndote, porque te desprecio. Eres mi vida, y meespantas. Creo que ya te odio.

Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofercubría a su Catherine con una sarga verde, con lagrave tranquilidad de un vendedor de alhajas quecierra sus gavetas creyéndose en compañía de dies-tros ladrones. Arrojó sobre los dos pintores una mi-rada profundamente socarrona, llena de desprecio yde recelo, y los echó silenciosamente de su taller conconvulsiva prontitud. Después, en el umbral de lacasa, les dijo:

—Adiós, amiguitos.

Aquel adiós les heló la sangre. Al día siguiente,Porbus, preocupado, volvió a ver a Frenhofer y seenteró de que había muerto durante la noche, tras ha-ber quemado sus lienzos.

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Honoré de BalzacTours, 1799-1850, París

Su primera publicación (Crowmwell, 1818) fue un rotundo fracaso, y su carrera de escritor pudo terminar ahí, si madame de Berny, una mujer casada que le doblaba la edad y fue la primera de una larga lista de amantes, no le hubiera financiado la publicación de algunas novelas históricas y melodramas que le reportaron beneficios económicos. En 1819 publicó, por primera vez con su nombre, El último chuan, que marcó el inicio de su éxito literario. Ya era

un autor reconocido cuando en 1834 publicó La búsqueda de lo absoluto, con la que iniciara la sociedad ficticia que dio lugar al monumental proyecto de La comedia humana, cuyo nombre concibió como contraposición irónica a La divina comedia de Dante Alighieri.Decidimos publicar La obra maestra desconocida porque transciende la literatura, ya que, además de ser admirable, se constituyó en una guía estética para artistas de diversas disciplinas como Rodin, Rilke, Picasso, Max Ernst, Gauguin, Cézanne (que dijo: “Frenhofer c’est moi”) y, quizás, el propio Balzac que, como Frenhofer, retocó este cuento por largos años, reescribiéndolo cinco veces entre 1831 y 1846.Su estructura, sin apartarse de lo clásico, tiene su singularidad; se divide en dos partes, una de corte teórico y otra más narrativa. En la primera, tras dificultades kafkianas (quizás Kafka hubiera dicho Blazaquianas), el joven Poussin se integra a un grupo en el que están representadas las tres etapas de maduración de un artista: él, joven, ambicioso, con todo por descubrir, Porbus, ya mayor pero que no ha logrado su realización, y Frenhofer, el sabio maestro que, estando más allá de la técnica, abraza la poesía de la imagen y expone un concepto de arte completamente nuevo para la época en que se escribió este cuento. Esta primera parte termina con la descripción del amor puro de Gillette, cuya importancia se sugiere desde el título. La segunda parte inicia describiendo el amor de Frenhofer por su obra, idéntico al de Gillette por Poussin, que contrasta con el corazón dividido del joven pintor entre su amante y sus ambiciones. Los sacrificios que, por amor, consienten en hacer Frenhofer y Gillette son iguales y, al final, cada uno a su modo, ambos se inmolan. Las frases sublimes en este cuento son muchas y los conceptos estéticos propios del arte abstracto (más de medio siglo antes de que ese concepto existiera) fue un presagio o, quizás, una incitación deliberada que se constituyó en guía para grandes artistas desde fines del siglo XIX, dando lugar al impresionismo, expresionismo, cubismo, etc..