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EdgarAllan Poe C U E N T O S C U E N T O S 1

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EdgarAllan Poe

C U E N T O SC U E N T O S11

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Edgar Allan Poe

CuentosVolumen I

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Publicado por Ediciones del Sur. Córdoba. Argentina.Junio de 2004.

Distribución gratuita.

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ÍNDICE

Algunos episodios de la vida de un hombre de moda . 6Berenice ........................................................................ 14Conversación con una momia ..................................... 25Cuatro bestias en una: el hombre cameleopardo ..... 47Descenso al Maelstrón ................................................ 57El Ángel de lo Singular ............................................... 80El barril de amontillado .............................................. 93El corazón delator .......................................................103El cottage de Landor ...................................................111El demonio de la perversidad ....................................128El diablo en el campanario .........................................137El engaño del globo .....................................................149El entierro prematuro.................................................166El escarabajo de oro ....................................................184El gato negro ................................................................232El hombre de la multitud ............................................245El pozo y el péndulo ....................................................257El retrato oval ..............................................................279

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ALGUNOS EPISODIOS DE LA VIDADE UN HOMBRE DE MODA

CREO ser acreedor a que se me tenga por todo un hom-bre célebre, aunque no sea el autor de Junius, ni el hom-bre de la máscara de hierro. Me llamo, según afirman,Robert Jones, y nací no sé en qué barrio de la ciudad deFum-Fodge.

El primer acto de mi vida consistió en agarrarme lasnarices con ambas manos. Mi excelente madre, al verlo,auguró que sería un genio; mi padre lloró de alegría yme premió regalándome un tratado de nasología. Fui unsabio en esta ciencia antes de calzar bragas.

Este hecho decidió mi orientación en el camino de laciencia; por él comprendí que todo hombre, con tal quetenga unas narices suficientemente desarrolladas pue-de, sin más, que dejarse arrastrar por su propio instinto,llegar a ser una notabilidad. No me entretuve en diva-gaciones teóricas, sino que, acudiendo a la práctica, todaslas mañanas de todos los días de Dios, me tiraba dos ve-ces de la punta de mi trompa, finalizando esta maniobra,como medio indispensable para el buen resultado de mis

All people went upon their ten toes inwild wondernment.Bishop Hall’s Satires.

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intentos, con media docena de copitas que a continua-ción me endosaba.

Un día, cuando fui mayor de edad, invitóme mi pa-dre a seguirle a su gabinete, y haciéndome sentar frentea él, me preguntó:

—Hijo mío, ¿en qué te ocupas, cuál es tu porvenir,cuál es tu misión?

—Padre —le respondí—, me dedico al estudio de lanasología.

—¿Y qué significa eso de nasología, Robert?—Señor, la ciencia que estudia las narices.—¿Y puedes decirme, hijo, cuál es el significado de la

palabra narices?—Padre, las narices —contesté bajando algo la voz—

las han definido de muy diverso modo millares de sabios—y al decir esto, saqué el reloj, miré la hora y proseguí—:aún no es mediodía, y hasta las doce de la noche tendre-mos tiempo de pasar revista de todas estas definiciones.Empecemos, pues. La nariz, según Bartholius, es esta pro-tuberancia, esta giba, esta excrescencia, esta...

—Todo eso está muy bien, Robert —interrumpió mipadre—, me confieso anonadado por lo profundo de tusconocimientos, te lo juro —dijo, cerrando los ojos y po-niéndose la mano derecha sobre el corazón—. ¡Acércate!—añadió, tomándome del brazo—: tu educación está con-cluida; creo que ya es tiempo de que hagas tu entrada enel mundo, para caminar por él, lo mejor que debes haceres seguir sencillamente a tu nariz. Así, pues, márchate,y que Dios te proteja —gritóme, acompañando sus pala-bras con formidables puntapiés, que yo fui recibiendohasta llegar a la puerta de la calle.

A pesar de todo, acepté el consejo paternal, y resolvíseguir a mis narices. Con mayor fuerza que de ordina-

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rio, me di de ella tres tirones mayúsculos, de los cualesbrotó un folleto sobre la nasología.

Todo Fum-Fodge quedóse estupefacto al leer mi pri-mer obra.

—¡Soberbio ingenio! —dijo el Quarterly.—¡Estupenda fisiología! —dijo el Westminster.—¡No está mal, tuno! —dijo el Foreign.—¡Excelente escritor! —dijo el Edimburgo.—¡Profundo pensador! —dijo el Dublín.—¡Ilustre hombre! —dijo el Bentley.—¡Alma divina! —dijo Fraser.—¡Uno de los nuestros! —dijo Blackwood.—¿Quién será? —dijo una señora literata.—¿Qué será? —dijo una señorita literata.No hice caso de cuanto dijeron de mí estas gacetillas,

y, despreciándolas, fuime derecho al estudio de un ar-tista.

Estaba éste haciendo un retrato a la duquesa de Tal;el marqués de Cual tenía el perrito de aguas de la du-quesa; el conde de Esto-y-lo-otro jugueteaba con el pomode sales de dicha dama y Su Alteza Real de Noli me-tangere se mecía en su butaca.

—¡Oh, bellísimas! —suspiró Su Excelencia.—¡Oh, socorro! —gritó el marqués.—¡Oh, espantosas! —murmuró el conde.—¡Oh, abominables! —gritó Su Alteza Real.—¿Cuánto quiere usted? —me preguntó el artista.—¿Por las narices? —exclamó Su Excelencia.—Mil libras —contesté, tomando asiento.—¿Mil libras? —me dijo el artista, pensativo.—Mil libras —respondí.—Muy buenas son —me dijo con entusiasmo.—Pues valen mil libras —repetí.

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—¿Las garantiza usted? —preguntó, volviéndome lasnarices hacia la luz para examinar las medias tintas.

—Las garantizo —dije, sonándolas con estruendo.—¿Son reales, verdaderas? —repitió palpándolas con

algún temor.—¡Vaya! —dije, cogiéndomelas y retorciéndomelas

bruscamente.—¿No son copia? —tornóme a preguntar, examinán-

domelas con una lente.—Absolutamente originales —le respondí, hinchán-

dolas.—¡Admirable! —gritó entusiasmado por la maniobra.—Mil libras —volví a repetirle.—¿Mil libras? —observóme.—Exactamente —dije.—Justas y cabales —contesté.—Las tendrá usted —respondió—; ¡vaya un manda-

do!Me entregó un billete de mil libras y sacó una copia

de mis narices. Alquilé un piso en Jeremyn-Street, y de-diqué a Su Majestad la nonagésima novena edición demi Nasología, adornada con el retrato de mi trompa.

El príncipe de Gales, ese calaverillo laberinto, me invi-tó a comer un día.

Éramos todos personas notables y gentes del mejortono.

Allí estaba un neoplatoniano que citó a Porfirio,Jamblico, Plotino, Proclus, Herocles, Máximo de Tur ySyrianus. Un profesor de perfectibilidad humana, quecitó a Turgot, Price, Priestley, Condorcet, de Stael yAmbitius.

Don Positivo Paradoja afirmó que todos los locos eranfilósofos, y que todos los filósofos eran locos.

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Don Teólogo Teología charló acerca de Eusebio yArrio; sobre la herejía y el concilio de Nicea; sobre elPuseísmo y el Consustancialismo; sobre Homoousios yHomoiosios.

El señor Guisado disertó sobre la lengua a la escar-lata, las coles en salsa veloutée, la vaca a la Sainte-Menchould, el escabeche a la San Florentino y los sorbe-tes de naranja en mosaico.

Bibulus, o Bumper dijo cuatro palabras sobre el Mar-kobrunner, el Champagne mousseux, el Chaulbertin, elRichebourg y el San Jorge; sobre el Haut-brian, el Eco-ville y el Médoc, sobre el Grave, el Sauterne, el Laffite yel Saint-Peray, y moviendo la cabeza con ademán despre-ciativo añadió que se preciaba de saber distinguir con losojos cerrados el amontillado del Jerez.

El señor Tintontintino de Florencia habló de Cimabue,de Arpino, Carpacio y Agostino, de las tinieblas deCaravaggio, de la suavidad de Albano, del colorido deTiziano, de las comadres de Rubens y de las picardihuelasde Juan Steen.

El rector de la universidad Fum-Fidge nos contó quela luna se llamaba Bendis en Tracia, Bubastes en Egip-to, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.

También habló un gran turco de Estambul, que creíafirmemente que los ángeles son caballos, gallos y toros;que en el séptimo cielo existía uno que tenía setenta milcabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vacaazul celeste, con un número infinito de cuernos verdes.

Don Delfín Poligloto habló de lo que habían llegado aser las ochenta y tres tragedias de Esquilo, las cincuen-ta y cuatro oraciones de Isaías, los trescientos noventa yun discursos de Lisias, los ciento ochenta tratados deTeofrasto, el octavo libro de las secciones cónicas Apollo-

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nio, los himnos y ditirambos de Píndaro, y las cuarentay cinco tragedias de Homero el Joven.

Don Fernado Fitz-Tosillus Feldspar hizo una reseñadel fuego central de la tierra y de las capas terciarias,aeriformes, fluidiformes y solidiformes; de las esquitasy chorlos; de la mica-esquita y la pudinga, el cianito y ellipidalito; la amatista, el magnesio y otras muchas cosasmás.

Y, por último, me encontraba yo, que hablé de mí, demí, y, sobre todo, de mí, de nasología, de mi folleto y demí. Enseñé mis narices, y hablé de mí.

—¡Hombre venturoso, ¡maravillosa criatura! —dijoel príncipe.

—¡Soberbio! —exclamaron a una todos los convida-dos, y a la mañana siguiente, Su Excelencia la duquesame honró con su visita.

—¿Vendrá usted a Almack, hermosa criatura? —medijo, haciéndome una caricia en la barba.

—Se lo prometo, bajo palabra de honor —contesté.—¿Con todas sus narices, por supuesto? —pregun-

tóme.—Eso ni qué decir tiene —respondíle.—He aquí una tarjeta de convite, bellísimo ángel.

¿Anuncio su visita?, ¿vendrá usted?—Querida duquesa, con todo mi corazón.—¿Quién le habla de su corazón? Con sus narices, con

todas sus narices ¿no es verdad?—Ni un adarme menos, amor mío. Me las retorcí una

o dos veces y dirigíme hacia Almack.Los salones estaban cuajados de invitados.—¡Ya llega! —gritó uno desde la escalera.—¡Ya llega! —repitió otro que estaba situado un poco

más arriba.

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—¡Llega! —gritó la duquesa—. ¡Ya llegó nuestro án-gel!

Y, estrechándome entre sus brazos, me dio tres be-sos en las narices.

Inmediatamente la asamblea dio inequívocas mues-tras de desaprobación.

—¡Diávolo! —exclamó el conde Capricornutti.—¡Dios nos asista! —dijo el señor Navajas.—¡Mille tonerres! —gritó el príncipe de Grenouille.—¡Mil diablos! —gruñó el elector de Bluddenuff.“Esto no puedo quedar así”, pensé. Monté en cólera,

y, encaramándome con Bluddenuff, le dije:—Caballero, es usted un monigote.—Caballero, —replicó después de una pausa—, ¡re-

lámpagos y truenos!No hubo necesidad de una palabra más; cambiamos

nuestras tarjetas, y a la mañana siguiente, en Chalk-Farm,le aplasté las narices, y, por lo tanto, pude presentar lasmías a mis amigos.

—¡Bestia! —me llamó el primero.—¡Tonto! —el segundo.—¡Avestruz! —el tercero.—¡Burro! —el cuarto.—¡Simple! —el quinto.—¡Badulaque! —el sexto.—¡Largo de aquí! —me dijo el séptimo.Eso me apesadumbró de un modo atroz, y fui a ver a

mi padre.—Padre mío —le pregunté—, ¿cuál es la misión de

mi vida?—Hijo mío —me contestó—, el estudio de la nasología;

pero al desnarigar al elector has traspasado los límitesde tus designios. Tienes unas narices hermosísimas; peroBluddenuff ya no las tiene. Te concedo que en Fum-

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Fludge la magnitud de una notabilidad es proporcionala la dimensión de su trompa; pero, por Dios, hijo, com-prende que no puede existir rivalidad posible para unanotabilidad que no tenga absolutamente ninguna.

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BERENICE

LA DESDICHA es diversa. La desgracia cunde multiformesobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizontecomo el arco iris, sus colores son tan variados como losde éste y también tan distintos y tan íntimamente uni-dos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arcoiris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo defealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Peroasí como en la ética el mal es una consecuencia del bien,así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memo-ria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las ago-nías que son se originan en los éxtasis que pudieron ha-ber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi ape-llido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venera-bles que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linajeha sido llamado raza de visionarios, y en muchos deta-lles sorprendentes, en el carácter de la mansión fami-liar en los frescos del salón principal, en las colgadurasde los dormitorios, en los relieves de algunos pilares dela sala de armas, pero especialmente en la galería de cua-

Dicebant mihi sodales, si sepulch-rum amicae visitarem, curas measaliquantulum fore levatas.EBNAIAT

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dros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último,en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elemen-tos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionancon este aposento y con sus volúmenes, de los cuales novolveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Peroes simplemente ocioso decir que no había vivido antes,que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis?No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero notrato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo deformas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de so-nidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no seráexcluido, una memoria como una sombra, vaga, variable,indefinida, insegura, y como una sombra también en laimposibilidad de librarme de ella mientras brille el solde mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso dela larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-exis-tencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación,a los extraños dominios del pensamiento y la erudiciónmonásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojosasombrados y ardientes, que malgastara mi infancia en-tre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; perosí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la viri-lidad me encontrara aún en la mansión de mis padres;sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentesde mi vida, asombrosa la inversión total que se produjoen el carácter de mis pensamientos más comunes. Lasrealidades terrenales me afectaban como visiones, y sólocomo visiones, mientras las extrañas ideas del mundode los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de miexistencia cotidiana, sino realmente en mi sola y enteraexistencia.

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Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en laheredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo,enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa,desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la coli-na; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerra-do en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la inten-sa y penosa meditación; ella, vagando despreocupada-mente por la vida, sin pensar en las sombras del caminoo en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Be-renice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises rui-nas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmue-ven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen antemí, como en los primeros días de su alegría y de su di-cha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza!¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyadeentre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterioy terror, y una historia que no debe ser relatada. La en-fermedad —una enfermedad fatal— cayó sobre ella comoel simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de latransformación la arrasó, penetrando en su mente, ensus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil yterrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destruc-tor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la co-nocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provoca-das por la primera y fatal, que ocasionó una revolucióntan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debemencionarse como la más afligente y obstinada una es-pecie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalep-sia, estado muy semejante a la disolución efectiva y dela cual su manera de recobrarse era, en muchos casos,brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad—pues me han dicho que no debo darle otro nombre—,mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asu-

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miendo, por último, un carácter monomaniaco de una es-pecie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez másvigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascen-diente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistíaen una irritabilidad morbosa de esas propiedades de lamente que la ciencia psicológica designa con la palabraatención. Es más que probable que no se me entienda;pero temo, en verdad, que no haya manera posible deproporcionar a la inteligencia del lector corriente unaidea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés conque en mi caso las facultades de meditación (por no em-plear términos técnicos) actuaban y se sumían en la con-templación de los objetos del universo, aun de los máscomunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atenciónclavada en alguna nota trivial, al margen de un libro oen su tipografía; pasar la mayor parte de un día de vera-no absorto en una sombra extraña que caía oblicuamen-te sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante todauna noche en la observación de la tranquila llama de unalámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros conel perfume de una flor; repetir monótonamente algunapalabra común hasta que el sonido, por obra de la fre-cuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en lamente; perder todo sentido de movimiento o de existen-cia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, lar-go tiempo prolongada; tales eran algunas de las extra-vagancias más comunes y menos perniciosas provocadaspor un estado de las facultades mentales, no único, porcierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explica-ción.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa ymórbida atención así excitada por objetos triviales en símismos no debe confundirse con la tendencia a la medi-

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tación, común a todos los hombres, y que se da especial-mente en las personas de imaginación ardiente. Tampo-co era, como pudo suponerse al principio, un estado agu-do o una exageración de esa tendencia, sino primaria yesencialmente distinta, diferente. En un caso, el soña-dor o el fanático, interesado en un objeto habitualmenteno trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multi-tud de deducciones y sugerencias que de él proceden,hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo devoluptuosidad, el incitamentum o primera causa de susmeditaciones desaparece en un completo olvido. En micaso, el objeto primario era invariablemente trivial, aun-que asumiera, a través del intermedio de mi visión per-turbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deduccio-nes, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas re-tornaban tercamente al objeto original como a su centro.Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo delensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista,había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exage-rado que constituía el rasgo dominante del mal. En unapalabra: las facultades mentales más ejercidas en mi casoeran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientrasen el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad parairritar el trastorno, participaban ampliamente, como secomprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa,de las características peculiares del trastorno mismo.Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italia-no Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regnidei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y lade Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica senten-cia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est:et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est,

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ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas delaboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo porcosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino delcual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ata-ques de la violencia humana y la feroz furia de las aguasy los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llama-da asfódelo. Y aunque para un observador descuidadopueda parecer fuera de duda que la alteración produci-da en la condición moral de Berenice por su desventura-da enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejer-cicio de esa intensa y anormal meditación, cuya natura-leza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo algu-no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal,su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la rui-na total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de medi-tar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos me-dios por los cuales había llegado a producirse una revo-lución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones noparticipaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, yeran semejantes a las que, en similares circunstancias,podían presentarse en el común de los hombres. Fiel asu propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambiosmenos importantes, pero más llamativos, operados en laconstitución física de Berenice, en la singular y espan-tosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incompara-ble, seguramente no la amé. En la extraña anomalía demi existencia, los sentimientos en mí nunca venían delcorazón, y las pasiones siempre venían de la inteligen-cia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadasdel bosque a mediodía y en el silencio de mi bibliotecapor la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yola había visto, no como una Berenice viva, palpitante,

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sino como la Berenice de un sueño; no como una mora-dora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; nocomo una cosa para admirar, sino para analizar; no comoun objeto de amor, sino como el tema de una especula-ción tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora tem-blaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sinembargo, lamentando amargamente su decadencia y suruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, enun mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuan-do, una tarde de invierno —en uno de estos días intem-pestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la no-driza de la hermosa Alción—, me senté, creyéndome solo,en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando losojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la at-mósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del apo-sento, o los grises vestidos que envolvían su figura, losque le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? Nosabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada delmundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Unescalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sen-sación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradorainvadió mi alma y, reclinándome en el asiento, perma-necí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clava-dos en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni unvestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea delcontorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en surostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente pláci-da; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caíaparcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienescon innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente,que por su matiz fantástico discordaban por completo

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con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos notenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivéinvoluntariamente su mirada vidriosa para contemplarlos labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en unasonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambia-da Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalánunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiesemuerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, al-zando la vista, vi que mi prima había salido del aposen-to. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, nohabía salido ni se apartaría el blanco y horrible espectrode los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una som-bra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo enesa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mimemoria. Los vi entonces con más claridad que un mo-mento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí yallí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; lar-gos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contra-yéndose a su alrededor, como en el momento mismo enque habían empezado a distenderse. Entonces sobrevinotoda la furia de mi monomanía y luché en vano contrasu extraña e irresistible influencia. Entre los múltiplesobjetos del mundo exterior no tenía pensamientos sinopara los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. To-dos los otros asuntos y todos los diferentes intereses seabsorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eranlos únicos presentes a mi mirada mental, y en su insus-tituible individualidad llegaron a ser la esencia de mivida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hiceadoptar todas las actitudes. Examiné sus característi-cas. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su confor-mación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Meestremecía al asignarles en imaginación un poder sensi-

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ble y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una ca-pacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de made-moiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, yde Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes sesdents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insen-sato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, poreso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólosu posesión podía devolverme la paz, restituyéndome ala razón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró yse fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una se-gunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, senta-do en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la me-ditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terri-ble ascendiente como si, con la claridad más viva y másespantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombrasdel recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito comode horror y consternación, y luego, tras una pausa, el so-nido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentosde dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo depar en par una de las puertas de la biblioteca, vi en laantecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien medijo que Berenice ya no existía. Había tenido un accesode epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer lanoche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y ter-minados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo.Me parecía que acababa de despertar de un sueño con-fuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desdela puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del me-lancólico periodo intermedio no tenía conocimiento realo, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo es-taba repleto de horror, horror más horrible por lo vago,terror más terrible por su ambigüedad. Era una página

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atroz en la historia de mi existencia, escrita toda conrecuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché pordescifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, comoel espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrantegrito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había he-cho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en vozalta, y los susurrantes ecos del aposento me respondie-ron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había jun-to a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la habíavisto a menudo, pues era propiedad del médico de la fa-milia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por quéme estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecíanser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en lasabiertas páginas de un libro y en una frase subrayada:Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem,curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, alleerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se conge-ló en mis venas?

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la bi-blioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró uncriado de puntillas. Había en sus ojos un violento terrory me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo?Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvajegrito que había turbado el silencio de la noche, de la ser-vidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y suvoz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me ha-bló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáverdesfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpi-taba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, desangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente lamano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi aten-ción a un objeto que había contra la pared; lo miré duran-

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te unos minutos: era una pala. Con un alarido salté has-ta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla,y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesa-damente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocán-dose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental,mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos,marfilinos, que se desparramaron por el piso.

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CONVERSACIÓN CON UNA MOMIA

EL SYMPOSIUM de la noche anterior había sido un tanto ex-cesivo para mis nervios. Me dolía horriblemente la cabe-za y me dominaba una invencible modorra. Por ello; envez de pasar la velada fuera de casa como me lo habíapropuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comerun bocado e irme inmediatamente a la cama.

Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me gus-ta tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más deuna libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable enciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición quehacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres nohay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esanoche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comícinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy di-ferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstrac-ta de cinco pero, en concreto, se refiere a las botellas decerveza que las tostadas de queso requieren imprescindi-blemente a modo de condimento.

Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse migorro de dormir con intención de no quitármelo hasta

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las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almoha-da y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumíen profundo sueño.

Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas hu-manas? Apenas había completado mi tercer ronquido,cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar fu-riosamente, seguida de unos golpes de llamador que medespertaron al instante. Un minuto después, mientrasestaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una car-ta que me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo ami-go el doctor Ponnonner. Decía así:

“Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reci-ba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin,después de perseverantes gestiones, he obtenido el consenti-miento de los directores del Museo para proceder al examende la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso paraquitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos po-cos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. Lamomia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a lasonce de la noche.

Su amigo, PONNONNER”.

Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estabatodo lo despierto que puede estarlo un hombre. Salté dela cama como en éxtasis, derribando cuanto encontrabaa mi paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todolo que daba a casa del doctor.

Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansie-dad. Me habían estado esperando con impaciencia. Lamomia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, yapenas hube entrado comenzó el examen.

Aquella momia era una de las dos traídas pocos añosantes por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnon-ner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas

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líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo.En aquella región, aunque las grutas son menos magnífi-cas que las tebanas, presentan mayor interés pues pro-porcionan muchísimos datos sobre la vida privada de losegipcios. La cámara de donde había sido extraída nues-tra momia era riquísima en esta clase de datos; sus pa-redes aparecían íntegramente cubiertas de frescos ybajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosai-cos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.

El tesoro había sido depositado en el museo en la mis-ma condición en que lo encontrara el capitán Sabretash,vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ochoaños había quedado allí sometido tan sólo a las miradasexteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momiaintacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuánraramente llegan a nuestras playas antigüedades no ro-badas, comprenderán que no nos faltaban razones paracongratularnos de nuestra buena fortuna.

Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi sie-te pies de largo, unos tres de ancho y dos y medio de pro-fundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supu-simos al comienzo que había sido construida con made-ra (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se tra-taba de cartón o, mejor dicho, de papier maché compues-to de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturasque representaban escenas funerarias y otros temas deduelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veían-se grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda conte-nían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon erade la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos—simplemente fonéticos— y decirnos que componían lapalabra Allamistakeo.1

1 All a mistake, un puro engaño. (N. de T.)

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Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla,pero luego de hacerlo dimos con una segunda, en formade ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todosentido parecida. El hueco entre las dos había sido re-llenado con resina, por lo cual los colores de la caja in-terna estaban algo borrados.

Al abrirla —cosa que no nos dio ningún trabajo— lle-gamos a una tercera caja, también en forma de ataúd,idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitíaaún el peculiar aroma de esa madera. No había intervaloentre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamen-te ajustadas.

Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuer-po. Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaríaenvuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, ha-llamos una especie de estuche de papiro cubierto de unacapa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturasrepresentaban temas correspondientes a los varios de-beres del alma y su presentación ante diferentes deida-des, todo ello acompañado de numerosas figuras huma-nas idénticas, que probablemente pretendían ser retra-tos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a lospies aparecía una inscripción en forma de columna, tra-zada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombrey títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus pa-rientes.

En el cuello de la momia, que emergía de aquel es-tuche, había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio yde diversos colores, dispuestas de modo que formabanimágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo ala-do. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar pa-recido.

Arrancando el papiro, descubrimos que la carne sehallaba perfectamente conservada y que no despedía el

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menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muyseca, lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban enbuen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido ex-traídos y reemplazados por otros de vidrio, muy hermo-sos y de extraordinario parecido a los naturales, salvoque miraban de una manera demasiado fija. Los dedos ylas uñas habían sido brillantemente dorados.

Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de laepidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuadocon betún; pero, al raspar la superficie con un instrumen-to de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, per-cibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromá-ticas.

Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando lashabituales aberturas por las cuales se extraían las en-trañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Nin-guno de nosotros sabía en aquel momento que con fre-cuencia suelen encontrarse momias que no han sido va-ciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebropor las fosas nasales y los intestinos por una incisión delcostado; el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto ensalmuera, donde permanecía varias semanas, hasta elmomento del embalsamamiento propiamente dicho.

Como no encontrábamos la menor señal de una aber-tura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumen-tos de disección, cuando hice notar que eran más de lasdos de la mañana. Se decidió entonces postergar el exa-men interno hasta la noche siguiente, y estábamos a pun-to de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dosexperiencias con la pila voltaica.

Si la aplicación de electricidad a una momia cuya an-tigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro milaños no era demasiado sensata, resultaba en cambio lobastante original como para que todos aprobáramos la

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idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, pre-paramos una batería en el consultorio del doctor y tras-ladamos allí a nuestro egipcio.

Nos costó muchísimo trabajo poner en descubiertouna porción del músculo temporal, que parecía menosrígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero,tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la me-nor muestra de sensibilidad galvánica cuando estableci-mos el contacto. Esta primera prueba nos pareció deci-siva y, riéndonos de nuestra insensatez nos despedía-mos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeroncasualmente sobre los de la momia y quedaron clavadospor la estupefacción. Me había bastado una mirada paradarme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos devidrio y que nos habían llamado la atención por ciertaextraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los pár-pados que sólo una pequeña porción de la túnica albugíneaera visible.

Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobreel fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.

No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso lapalabra no resultaría exacta. Es probable sin embargoque, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algonervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trata-ron de disimular el espanto que se apoderó de ellos. Dabalástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon,gracias a un procedimiento inexplicable, había consegui-do hacerse invisible. En, cuanto a Mr. Silk Buckingham,no creo que tendrá la audacia de negar que se había me-tido a gatas debajo de la mesa.

Pasado el primer momento de estupefacción, resol-vimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Di-rigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del piederecho. Practicamos una incisión en la zona exterior

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del los sesamoideum pollicis pedís, llegando hasta la raízdel músculo abductor. Luego de reajustar la batería, apli-camos la corriente a los nervios al descubierto. Enton-ces, con un movimiento extraordinariamente lleno devida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerlacasi en contacto con el abdomen y, estirando la piernacon inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnon-ner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho ca-ballero como una flecha disparada por una catapulta, pro-yectándolo por una ventana a la calle.

Corrimos en masa a recoger los destrozados restosde la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla enla escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fer-vor científico, y más que nunca convencido de que debía-mos proseguir el experimento sin desfallecer.

Siguiendo su consejo, decidimos practicar una pro-funda incisión en la punta de la nariz, que el doctor suje-tó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimocontacto con los alambres de la pila.

Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efec-to producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáverabrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, comohace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornu-dó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamenteel puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, vol-viéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les diri-gió en perfecto egipcio el siguiente discurso:

—Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendidocomo mortificado por la conducta de ustedes. Nada me-jor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobreestúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y loperdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... quehan viajado y trabajado en Egipto, al punto que podríadecirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra...

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Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablarel egipcio con la misma perfección que su lengua pro-pia... Ustedes, a quienes había considerado siempre comolos leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad espera-ba una conducta más caballeresca de parte de los dos!¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la for-ma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrirque permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen demi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado?¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, quehayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, eldoctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?

Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circuns-tancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia lapuerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuanlargos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cadauna de esas líneas de conducta hubiera podido ser muyplausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que noalcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos nin-guna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razónen el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la leyde los contrarios y la acepta habitualmente como solu-ción de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibili-dad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y co-rriente de la momia privara a sus palabras de todo efec-to aterrador. De todos modos, los hechos son como loshe contado, y ninguno de nosotros demostró espanto es-pecial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algofuera de lo normal.

Por mí parte me sentía convencido de que todo esta-ba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejosdel alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonnerse metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró confijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr.

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Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello,. Mr.Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar de-recho en el ángulo izquierdo de la boca.

El egipcio lo miró severamente durante largo rato,tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:

—¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oídoo no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo dela boca!

Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóseel pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por víade compensación, insertó el pulgar izquierdo en el án-gulo derecho de la abertura antes mencionada.

Al no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la mo-mia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono pe-rentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.

Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idiomafonético; y si no fuera por la carencia de caracteres jero-glíficos en las imprentas norteamericanas, me hubieseencantado reproducir aquí su excelentísimo discurso enla forma original.

Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la con-versación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo;tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupocontamos con los señores Gliddon y Buckingham comointérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua mater-na de la momia con inimitable fluidez y gracia; pero nopude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la in-troducción de imágenes modernas, vale decir absoluta-mente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veíanobligados en ocasiones a emplear formas concretas paraexplicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo,no pudo hacer comprender en cierto momento al egip-cio la palabra “política” hasta que no hubo dibujado en lapared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz lle-

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na de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribu-na, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo dere-cho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojosvueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un án-gulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Bucking-ham no consiguió hacerle entender la noción absoluta-mente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonnerle sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso su-mamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca.2

Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr.Gliddon versó principalmente sobre los grandes benefi-cios que el desempaquetamiento y destripamiento de lasmomias había proporcionado a la ciencia, aprovechandoesto para excusarnos de todos los inconvenientes quepudiéramos haber causado en especial a la momia lla-mada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (puesapenas era una insinuación) que, una vez explicadas es-tas cosas, muy bien podíamos continuar con el examenproyectado.

Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a prepararsus instrumentos.

Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos es-crúpulos de conciencia —cuya naturaleza no pude lle-gar a comprender— con respecto a la sugestión del ora-dor. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofre-cidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de to-dos los presentes.

Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmedia-tamente de reparar los daños que el bisturí había ocasio-nado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente,le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadradade esparadrapo negro en la punta de la nariz.

2 Poe hace un juego de palabras con wig, peluca, y whig, partido po-lítico norteamericano formado hacia 1834. (N. del T.)

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Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el títu-lo de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a cau-sa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guarda-rropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, ad-mirablemente cortada por Jennings; un par de pantalo-nes de tartán celeste con trabillas, una camisa de guingacolor rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blan-co, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas decharol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo,un par de patillas y una corbata del modelo en cascada.Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor(que se hallaban en proporción de dos a uno), tuvimosalguna dificultad para disponer aquellas prendas en lapersona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podi-do decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dioentonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillónjunto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía ciga-rros y vino.

La conversación no tardó en animarse. Como es na-tural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastan-te notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.

—Hubiera pensado —expresó Mr. Buckingham— queestaba usted muerto desde hacía mucho.

—¡Cómo! —replicó el conde, profundamente sorpren-dido—. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi pa-dre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando mu-rió.

Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos,tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de lamomia había sido muy groseramente estimada. Hacíacinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le ha-bían depositado en las catacumbas de Eleithias.

—Mi observación, empero —continuó Mr. Bucking-ham—, no se refería a la edad de usted en el momento

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de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reco-nocer que es usted un hombre joven), sino a la inmensi-dad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio,envuelto en betún.

—¿En qué? —dijo el conde.—En betún —persistió Mr. Buckingham.—¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efec-

to; pero en mi tiempo se empleaba casi exclusivamenteel bicloruro de mercurio.

—Lo que nos resulta particularmente difícil de com-prender —dijo el doctor Ponnonner— es cómo, despuésde morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años,se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan sa-ludable.

—Si hubiese estado muerto, como dice usted —repli-có el conde—, lo más probable es que continuaraestándolo; pero veo que se hallan ustedes en la infanciadel galvanismo y no son capaces de llevar a cabo la queen nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Pormí parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores ami-gos consideraron qué estaba muerto o que debía estarlo;me embalsamaron, pues, inmediatamente, pero... supon-go que están ustedes al tanto del principio fundamentaldel embalsamamiento.

—¡De ninguna manera!—¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien,

no entraré en detalles, pero deba decir que en Egipto elembalsamamiento propiamente dicho consistía en la sus-pensión indefinida de todas las funciones animales so-metidas al proceso. Empleo el término “animal” en susentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sinoel moral y el vital. Repito que el principio básico consis-tía entre nosotros en suspender y mantener latentes to-das las funciones animales sometidas al proceso de em-

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balsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fue-se la condición en que se encontraba el sujeto en el mo-mento de ser embalsamado, así continuaba por siempre.Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre delEscarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven us-tedes ahora.

—¡La sangre del Escarabajo! —exclamó el doctor Pon-nonner.

—Sí. El Escarabajo era el emblema, las “armas” deuna distinguidísima familia patricia muy poco numero-sa. Ser “de la sangre del Escarabajo” significa sencilla-mente pertenecer a dicha, familia cuyo emblema era elEscarabajo. Hablo figurativamente.

—Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté ustedvivo?

—Pues bien, la costumbre general en Egipto consis-te en extraer el cerebro y las entrañas del cadáver antesde embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos seeximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escaraba-jo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; y noresulta cómodo vivir sin ellos.

—Ya veo —dijo Mr. Buckingham—, y presumo quetodas las momias que nos han llegado enteras son de laraza del Escarabajo.

—Sin la menor duda.—Yo había pensado —dijo tímidamente Mr. Gliddon—

que el Escarabajo era uno de los dioses egipcios.—¿Uno de los qué egipcios? —gritó la momia, ponién-

dose de pie.—Uno de los dioses —repitió el erudito.—Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de

esa manera —dijo el conde, volviendo a sentarse—. Nin-guna nación de este mundo ha reconocido nunca más deun dios. El Escarabajo, el Ibis, etc., eran para nosotros

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los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros),los intermediarios a través de los cuales adorábamos aun Creador demasiado augusto para dirigirnos a él di-rectamente.

Hubo una pausa. La conversación fue reanudada porel doctor Ponnonner.

—A juzgar por lo que nos ha explicado usted —dijo—,no sería improbable que en las catacumbas próximas alNilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos eigualmente vivas.

—Sin la menor duda —replicó el conde—. Todos losEscarabajos embalsamados vivos por accidente siguenestando vivos. Incluso algunos de aquellos, embalsama-dos expresamente, pueden haber sido olvidados por susejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sustumbas.

—¿Sería usted tan amable de explicarnos —pregun-té— qué entiende por embalsamar “expresamente”?

—Con mucho gusto —repuso la momia, luego de mi-rarme atentamente a través del monóculo, pues era laprimera vez que me atrevía a hacerle una pregunta di-recta.

—Con mucho gusto —repitió—. La duración usual dela vida humana en mi tiempo era de unos ochocientosaños. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirlesalgún accidente extraordinario, antes de los seiscientos;pero la cifra anterior era considerada como el términonatural. Luego de descubierta el principio del embalsa-mamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros fi-lósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy lau-dable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a losintereses de la ciencia, si ese término natural era vivi-do en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo,la experiencia había demostrado que algo así resultaba

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indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a laedad de quinientos años, escribía un libro con muchísi-mo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente,dejando instrucciones a sus albaceas pro tempore, paraque lo resucitaran transcurrido un cierto período —di-gamos quinientos o seiscientos años—. Al reanudar suvida, el sabio descubría invariablemente que su gran obrase había convertido en una especie de libreta de notasreunidas al azar, algo así como una palestra literaria detodas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pen-dencias personales de un ejército de exasperados comen-tadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nom-bre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado yagobiado de tal manera el texto, que el autor se veía pre-cisado a encender una linterna para buscar su propiolibro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el tra-bajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramen-te de nuevo, el historiador consideraba su deber poner-se a corregir de inmediato, con su conocimiento y expe-riencias personales, las tradiciones corrientes sobre laépoca en que había vivido anteriormente. Y así, ese pro-ceso de nueva redacción y de rectificación personal, cum-plido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedíaque nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.

—Perdóneme usted —dijo en este punto el doctorPonnonner, apoyando suavemente la mano sobre el bra-zo del egipcio—. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedointerrumpirlo un instante?

—Ciertamente, señor —replicó el conde.—Tan sólo una pregunta —continuó el doctor—. Men-

cionó usted las correcciones personales del historiadora las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígameusted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran ver-daderas?

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—Pues bien, señor mío, los historiadores descubríanque las tales tradiciones se encontraban absolutamentea la par de las historias mismas antes de ser reescritas;vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna cir-cunstancia, la menor palabra que no fuera total y radi-calmente falsa.

—De todas maneras —insistió el doctor—, puesto quesabemos que han pasado por lo menos cinco mil años des-de su entierro, doy por descontado que las historias deaquel período, si no las tradiciones, eran suficientemen-te explícitas sobre el tema de mayor interés universal,o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjohace tan sólo diez siglos.

—¡Caballero! —exclamó el conde Allamistakeo.El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el

egipcio las comprendiera después de muchas explicacio-nes adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este últi-mo:

—Confieso que las ideas que acaba de sugerirme meresultan completamente nuevas. En mis tiempos jamássupe que alguien abrigara la singular fantasía de que eluniverso o este mundo, si lo prefiere hubiera tenido ja-más un principio. Sólo recuerdo que una vez —una veztan sólo— escuché de un hombre de grandes conocimien-tos cierta remota insinuación acerca del origen de la razahumana, y esa misma persona empleó la palabra Adán(o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero éllo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la ge-neración espontánea de cinco vastas hordas humanas sali-das del limo (como nacen miles de otros organismos in-feriores), y que surgieron simultáneamente en cincopartes distintas y casi iguales del globo.

Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros,y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire signi-

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ficativo. Entonces Mr. Silk Buckingham, luego de echaruna ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo,habló como sigue:

—La larga duración de la vida en sus tiempos, así comola costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas,según nos ha explicado usted, debe haber contribuidoprofundamente al desarrollo y a la acumulación generaldel saber. Presumo, pues, que la marcada inferioridadde los egipcios antiguos en materias científicas, si se loscompara con los modernos, y más especialmente con losyanquis, nace de la mayor dureza del cráneo egipcio.

—Debo confesar nuevamente —repuso el conde conmucha gentileza— que me cuesta un tanto comprender-le. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?

Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda cla-se de detalles sobre las teorías frenológicas y las mara-villas del magnetismo animal.

Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso anarrarnos algunas anécdotas que demostraron claramen-te cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habíanflorecido en Egipto en tiempos tan remotos como paraque su recuerdo se hubiese perdido; así como que los pro-cedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelascomparados con los verdaderos milagros de los sabiosde Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seressimilares.

Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular loseclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contes-tó que sí.

Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole pre-guntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta queuno de los presentes, que hasta entonces no había abier-to la boca, me susurró al oído que para esa clase de in-formaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin ex-

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plicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su Defacie lunae.

Interrogué entonces a la momia acerca de espejosustorios y lentes, y de manera general sobre la fabrica-ción del vidrio; pero, apenas había formulado mis pre-guntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suave-mente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echaraun vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, selimitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los mo-dernos poseíamos microscopios que nos permitieran ta-llar camafeos en el estilo de los egipcios.

Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta,el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto dela manera más extraordinaria.

—¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! —exclamó,con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos,quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que secallara.

—¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nue-va York! —gritaba entusiasmado—. ¡O, si le resulta de-masiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capi-tolio de Washington!

Y nuestro excelente y diminuto médico siguió deta-llando minuciosamente las proporciones del edificio delCapitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba ador-nado con no menos de veinticuatro columnas, las cualestenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diezpies una de otra.

El conde dijo que lamentaba no recordar en ese mo-mento las dimensiones exactas de cualquiera de los prin-cipales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientoshabían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cu-yas ruinas seguían aún en pie en la época de su entie-rro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero

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(ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, pertene-ciente a un palacio secundario en un suburbio llamadoKarnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de trein-ta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticincopies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilopor una avenida de dos millas de largo, compuesta poresfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cienpies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a re-cordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total de-bía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban rica-mente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior:El conde no pretendía afirmar que dentro del área delpalacio hubieran podido construirse unos cincuenta osesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin es-tar completamente seguro, pensaba que, con algún es-fuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescien-tos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak erabastante insignificante. De todas maneras el conde nopodía negarse conscientemente a admitir el ingenio, lamagnificencia y la superioridad de la fuente del BowlingGreen, tal como la había descrito el doctor. Se veía for-zado a reconocer que en Egipto jamás se había visto unacosa semejante.

Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestrosferrocarriles.

Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferro-carriles eran un tanto débiles, mal concebidos y torpe-mente realizados. Por supuesto que no se los podía com-parar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, di-rectas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipciostransportaban templos enteros y sólidos obeliscos de cien-to cincuenta pies de altura.

Aludía nuestras gigantescas fuerzas mecánicas.

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Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero mepreguntó cómo me las habría arreglado para colocar lasimpostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeñocomo el de Karnak.

Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber sitenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El condese limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon meguiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja quelos ingenieros encargados de las perforaciones en el GranOasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.

Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio le-vantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nues-tro acero habría podido ejecutar los profundos relievesque se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la solaayuda de instrumentos de cobre.

Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudentetrasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos bus-car un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímosen alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy cla-ro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movi-miento del Progreso.

El conde se limitó a decir que los Grandes Movimien-tos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuan-to al Progreso, en cierta época había sido una verdade-ra calamidad, pero nunca llegó a progresar.

Hablamos entonces de la belleza e importancia de lademocracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entenderdebidamente al conde las ventajas de que gozábamos vi-viendo allí donde existía el sufragio ad libitum, y no ha-bía ningún rey.

Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me diola impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubi-mos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás,había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provin-

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cias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejem-plo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron yconfeccionaron la más ingeniosa constitución que puedaconcebirse. Durante un tiempo se las arreglaron nota-blemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarroneríaera prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en quelos quince Estados, a quienes se agregaron otros quinceo veinte, se consolidaron creando el más odioso e inso-portable despotismo que jamás se haya visto en la su-perficie de la tierra.

Pregunté el nombre del tirano usurpador.El conde creía recordar que se llamaba Populacho.No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplo-

rar la ignorancia de los egipcios sobre el vapor.El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada.

En cambio el contertulio silencioso me dio fuertementeen las costillas con el codo, diciéndome que bastante ha-bía hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmenteera tan tonto como para no saber que la moderna máqui-na de vapor deriva de la invención de Hero, pasando porSalomón de Caus.

Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados.Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctorPonnonner acudió a socorrernos e inquirió si el puebloegipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernosen la importantísima cuestión del vestido.

El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus panta-lones y, tomando luego uno de los faldones de su cha-queta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por finlo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradual-mente de oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nadaa manera de contestación.

Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercán-dose con gran dignidad a la momia, le pidió que declara-

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ra francamente, por su honor de caballero, si alguna vezlos egipcios habían sido capaces de comprender la fabri-cación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras deBrandeth.

Esperamos ansiosamente una respuesta, pero envano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó ybajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamásuna derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Real-mente me resultaba insoportable el espectáculo de lamortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero,me incliné secamente y salí.

Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y memetí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de lamañana. Desde las siete estoy levantado, redactandoesta crónica para beneficio de mi familia y de la humani-dad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una ar-pía.

Diré la verdad: estoy amargamente cansado de estavida y del siglo XIX en general. Me siento convencido deque todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saberquién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto mehaya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casade Ponnonner y me haré embalsamar por un par de cien-tos de años.

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CUATRO BESTIAS EN UNA: EL HOMBRE CAMELEOPARDO

ANTÍOCO EPÍFANES es generalmente visto como el Gog delprofeta Ezequiel. Este honor es, empero, más propiamen-te atribuido a Cambises, el hijo de Ciro. Y ciertamenteel carácter del monarca sirio no necesita ningún otro or-namento. Su acceso al trono, o mejor dicho, su usurpa-ción de la soberanía, unos ciento setenta años antes deCristo; su intento de saquear el templo de Diana en Efeso;su implacable hostilidad hacia los Judíos; su profanaciónal Santo de los Santos; y su miserable muerte en Tebas,luego de un tumultuoso reinado de once años, son cir-cunstancias bastante relevantes, y generalmente han sidomucho más reportadas por los historiadores de esta épo-ca, que su impía, vil, cruel, tonta y antojadiza conjunciónde hechos que hicieron el sumatoria de su vida privaday reputación.

Vamos a suponer, amado lector, que estamos ahoraen el año tres mil ochocientos treinta, y vamos, por unosminutos, a imaginarnos a nosotros mismos dentro de una

Chacun a ses vertus.1“Xerxes” (Crebillón)

1 Cada cual tiene sus virtudes.

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de las más grotescas habitaciones humanas, la remarcableciudad de Antioquía. Se asegura que en Siria y otras na-ciones, hubo dieciséis ciudades con el mismo nombre,aparte de la que estoy aludiendo particularmente. Perola nuestra es aquella denominada Antioquía Epidafne,por su vecindad con el pequeño pueblo de Dafne, dondetenemos un templo dedicado a tal divinidad. Fue cons-truido por (hay, sin embargo, alguna disputa sobre estamateria) Seleuco Nicanor, el primer rey del país des-pués de la muerte de Alejandro Magno, en memoria deAntíoco, su padre, y se convirtió inmediatamente en resi-dencia de la monarquía siria. En los tiempos florecien-tes del Imperio Romano, fue una usual estación del pre-fecto de las provincias de Medio Oriente; y muchos delos emperadores pasaron aquí gran parte de sus tiem-pos. Pero percibo que hemos llegado a la ciudad misma.Ascendamos por su almenaje, y lancemos nuestra vistasobre el pueblo y los vecinos.

¿Qué río ancho y rápido es que fuerza su camino, coninnumerables saltos, a través de las salvajes montañas,y finalmente a través de las salvajes construcciones?

Es el Orontes, y es la única traza de agua a la vista,con la excepción del Mediterráneo, que se expande, comoun ancho espejo, a través de doce millas hacia el sur. To-dos han visto el Mediterráneo, pero déjenme decirles,hay algunos que han dado miradas furtivas sobre Antio-quía. Éstos, unos pocos, como usted y yo, han tenido, almismo tiempo, las ventajas de una moderna educación.Por consiguiente desisten de reconocer el mar, y prestancompleta atención a la masa de casas que permanecenbajo nuestro. Ustedes recordarán que es el año del mun-do tres mil ochocientos treinta. Donde más tarde, porejemplo, en el año de nuestro Señor mil ochocientos cua-renta y cinco, no tendríamos tal extraordinario espec-

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táculo. En el siglo diecinueve Antioquía está —o mejortendríamos que decir, estará— en un lamentable estadode decaimiento. Ha estado, para esta época, totalmentedestruida, en tres diferentes períodos, por tres terremo-tos sucesivos. Por consiguiente, al decir verdad, lo pocoque pudo haber quedado, será encontrado en un estadotan desolado y ruinoso que el patriarca debería mudarsu residencia a Damasco. Esto está bien. Veo que aprove-cha mi consejo, y dedica la mayoría de su tiempo a reco-nocer los lugares para

...Satisfacer vuestros ojosCon las memorias y las cosas famosasQue más honran a esta ciudad.Le pido perdón; había olvidado que Shakespeare no

florecería hasta dentro de diecisiete siglos y medio. Pero¿la apariencia de Epidaphne no me justifica en llamarlagrotesca?

“Está bien fortificada; y a este respecto, está tan endeuda con la naturaleza como con el arte.”

Muy cierto.“Hay un gran número de palacios estatales.”Los hay.“Y los numerosos templos, suntuosos y magníficos,

pueden ser tranquilamente comparados con los más lau-dados de la antigüedad.”

Todo esto tengo que admitirlo. Aún tenemos una in-finidad de chozas de barro, y caramancheles abomina-bles. No podemos sino percibir abundancia de suciedaden cada esquina, y, no sería por el poderoso humo de idó-latras inciensos, no tendría duda que encontraríamosuna intolerable pestilencia. ¿Alguna vez vio calles taninsufriblemente estrechas, o casas tan milagrosamentealtas? ¡Qué lóbrega se ven sus sombras proyectadas so-bre el piso! Es que si no fuera que las lámparas pendien-

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tes de las interminables columnatas son mantenidas en-cendidas aún de día, tendríamos sin duda la oscuridaddel Egipto en el tiempo de la desolación.

“¡Ciertamente es un lugar extraño! ¿Cuál es el signi-ficado particular de todas estas singulares construccio-nes? ¡Mire! Son torres encima de otras, y todas apuntanhacia lo que yo tomo por el Palacio Real.”

Este es el nuevo Templo del Sol, que es adorado enSiria bajo el título de Elah Gabalah. Más adelante, unnotorio Emperador Romano instituiría su culto en Roma,y consecuentemente tomó del mismo su apodo: Heliogá-balo. Me atrevo a decirle que eche un vistazo a la divini-dad dentro del templo. No necesitará mirar hacia arri-ba, al cielo; su arca no está arriba, al menos no el arcaadorada por los sirios. Esta deidad es encontrada en elinterior de aquella construcción. Es adorada bajo la figu-ra de un gran pilar que está en la punta de un cono o pirá-mide, donde se connota el fuego.

“¡Escucha! ¿Quién puede de aquellos ridículos seres,estar, medio desnudo, con su rostro pintado, gritando ygesticulando al gentío?”

Algunos son charlatanes de feria. Otros pertenecena la raza de los filósofos. La mayoría, empero, aquellosespecialmente que machacan al populacho con palos, sonlos principales cortesanos del palacio, ejecutando comotarea pesada, alguna laudable vis cómica del rey.

“¿Pero, qué tenemos aquí? ¡Cielos! ¡El pueblo es aba-rrotado junto a bestias salvajes! ¡Qué terrible espectácu-lo, de peligrosa extravagancia!”

Terrible, con su permiso; pero no tanto como paraser peligroso. Cada animal si usted se toma la molestiade observar, está siguiendo, muy tranquilamente, a suamo. Algunos pocos son guiados con sogas alrededor delcuello, pero éstos son mayormente los menos o solamen-

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te especies tímidas. El león, el tigre, y el leopardo estánenteramente sin ningún freno. Todos han sido entrena-do sin dificultad para la presente profesión, y siguen asus respectivos dueños como si fueran una especie devalets-de-chambre. Es verdad, hay ocasiones en las quela Naturaleza se asegura sus dominios violados, pero porentonces si un hombre era devorado o si un toro consa-grado era sacrificado, eran circunstancias de muy pocamonta para ser menos que inferiores en Epimanes.

“¿Pero, qué extraordinario tumulto escucho? Segu-ramente éste es un ruido alto para la ciudad. Debe serel principio de alguna conmoción de inusual interés.”

Sí, indudablemente. El rey ha ordenado algún espec-táculo novel, algunas exhibiciones de gladiadores en elhipódromo, o quizás la masacre de los prisioneros escitas,o la incendio de su nuevo palacio, o la demolición de al-gún enorme templo, o tal vez la muerte en la hoguera dealgunos judíos. Los gritos se acrecientan. Los alaridosde risas ascienden a los cielos. El aire se vuelve diso-nante con instrumentos de viento, y horrible con el cla-mor de un millón de gargantas. Dejémoslo descender,por amor a la diversión, y veamos qué pasa. ¡Pero cuida-do! Aquí estamos en la calle principal, la calle de Timarco.Un mar de gente viene por esta vía, y encontraremos unagran dificultad en detener la ola. Ellos vienen desbor-dando el callejón desde la calle Heracles, que desembo-ca directamente en el palacio. Por consiguiente, debeser probable que el Rey esté entre los alborotadores. Sí,escucho los gritos del líder proclamando su advenimien-to en la pomposa fraseología del Este. Debemos echarun vistazo a esta persona cuando pase por el templo deAshimah. Podemos salvaguardarnos en el vestíbulo delsantuario; él estará aquí enseguida. En mientras pode-mos examinar esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh! Es el dios Ashi-

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mah en persona. Tú lo percibes, sin embargo, que no esun cordero, ni una cabra ni un sátiro ni tampoco el diosPan de los Arcadianos. Aun todas estas apariencias hansido dadas, pido perdón, serán dadas, por los entendi-dos de futuras épocas, al dios Ashimah de los sirios. Pon-lo en tus lentes, y dime qué es. ¿Qué es?

“¡Dios bendito! ¡Es como un mono!”Cierto, como un babuino; pero de ninguna manera es

menos que una deidad. Su nombre es una derivación delgriego Simia, (¡qué grandes tontos son los arqueólogos!)¡Pero mira! ¡Mira! Aquel pilluelo harapiento que corre atoda prisa. ¿A dónde va? ¿Por qué está llorando? ¿Qué eslo que dice? ¡Oh! ¡Dice que el rey está viniendo triunfan-te; que está vestido de protocolo; que acaba de dar muer-te, con sus propias manos, a un centenar de israelitasencadenados! A raíz de esta hazaña, el mendigo estáloándolo hasta los cielos. ¡Escucha! Aquí viene una tro-pa. Han hecho un himno latino sobre el valor del rey, ylo están cantando a medida que marchan.

Mille, mille, mille,Mille, mille, mille,Decollavimus, unus homo!Mille, mille, mille, mille, decollavimus!Mille, mille, mille,Vivat qui mille mille occidit!Tantum vini habet nemoQuantum sanguinis effudit!2

Lo que puede ser interpretado como:¡Ciento, ciento, ciento,Ciento, ciento, ciento,

2 Flavio Vospico dice que el himno aquí presentado fue cantado porla multitud a Aureliano, en la guerra contra los Sármatas, en ocasiónde haber asesinado él solo, con sus propias manos, a novecientos cin-cuenta de sus enemigos. (Nota del autor)

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Nosotros, con un guerrero, hemos matado!¡Ciento, ciento, ciento, ciento, cantamos ciento de

nuevo!¡Viva! CantemosLarga vida a nuestro rey,Quien golpea a un centenar tan valiente¡Viva! Bramemos,Él nos ha dado másGalones de sangreQue todas las jarras de vino de Siria!“¿Puedes escuchar el sonido de las trompetas?”Sí: ¡el rey está llegando! ¡Mira! La gente está pasma-

da de admiración, y abren sus ojos al cielo en reveren-cia. ¡Él viene, está viniendo, aquí está!

“¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No puedo verlo, no puedodecir que lo esté percibiendo.”

Entonces tú debes estar ciego.“Es muy posible. No veo nada más que un tumultuo-

so tropel de idiotas y locos, que se postran ante un gigan-tesco cameleopardo, y se esfuerzan para darle un besoen las patas del animal. ¡Mira! La bestia acaba de pateara uno de los de la chusma, luego a otro y a otro. Cierta-mente no puedo dejar de admirar al animal por la exce-lente utilización que hace de sus patas.”

¡Gentuza! ¡Por qué éstos son los ciudadanos nobles ylibres de Epidaphne! ¿A qué bestias te refieres? Te cui-dado que no seas oído por casualidad. ¿No percibes queel animal tiene el rostro de un hombre? ¡Por qué, mi que-rido señor, este cameleopardo no es otro que AntíocoEpífanes, Antíoco el Ilustre, Rey de Siria, el más poten-te de todos los autócratas del Oriente! Es verdad, quetambién es nombrado, a veces, como Antíoco Epimanes,Antíoco el loco, pero es a causa de que toda la gente notiene la capacidad de apreciar sus méritos. Es también

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cierto que en este momento está camuflado bajo la pielde una bestia, y está haciendo su mejor intento por in-terpretar el rol de un cameleopardo; pero esto lo hacepara el mejor mantenimiento de su dignidad real. Ade-más, el monarca posee una gigantesca estatura, y sus ves-tiduras, por consiguiente, no son nunca indecorosas nitampoco muy grandes. Nosotros podemos, sin embargo,presumir que podría haberlas adoptado por alguna oca-sión especial. Tal, si me permites, la masacre del cente-nar de judíos. ¡Con que dignidad superior, el monarcadeambula en cuatro patas! Su cola es sujetada, como tupuedes percibir, por sus dos concubinas principales,Elina y Argelais; y su presencia sería mucho más agra-dable si no fuera por las protuberancias de sus ojos, queparecen ciertamente arrancar fuera de su cabeza, y elexcéntrico color de su rostro es indescriptible a causade la gran cantidad de vino que ha ingerido. Sigámosleal hipódromo, adónde se está encaminando, y escuche-mos el cántico triunfal que acaba de comenzar:

¿Quién es el Rey sino Epífanes?Dilo si lo sabes¿Quién es el Rey sino Epífanes?¡Bravo! ¡bravo!No hay nadie como Epífanes,No, no hay nadie como él.¡Así que destruye el templo,Y póstrate al sol!¡Una buena y vigorosa canción! El populacho lo vito-

rea como el ‘Príncipe de los Poetas’, también como ‘Glo-ria del Oriente’, ‘Placer del Universo’ y como ‘Más Ad-mirable de los Cameleopardos’. Ellos han entonado suefusión, ¿los escuchas? Ahora lo cantan de nuevo. Cuan-do arriba al hipódromo, será coronado con la corona de

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los poetas, anticipadamente por su victoria en las próxi-mas Olimpíadas.

“¡Pero, buen Júpiter! ¿Qué sucede con la multitud anuestras espaldas?”

¿Qué dices? ¡Oh, ah! Ya veo, mi amigo. Es bueno quehables a tiempo. Vayamos a un lugar seguro lo más rápi-do posible. ¡Aquí! Ocultémonos bajo el arco de este acue-ducto, y te diré en un momento acerca del origen de estaconmoción. Se volvió como lo había anticipado. La singu-lar apariencia del cameleopardo y la cabeza de un hom-bre, hubieron, en apariencia, realizado alguna ofensa alas nociones de diversión decente, en general, por los ani-males salvajes domesticados en la ciudad. Como resulta-do se ha desatado un motín, y, como es usual en estos ca-sos, todos los esfuerzos humanos son inútiles para miti-gar a la turba. Varios de los sirios han sido devorados;pero la voz general de los patriotas cuadrúmanos pare-ce ser la de comer al cameleopardo. ‘El Príncipe de losPoetas’, por consiguiente, debe correr por su vida. Suscortesanos le han dejado solo, y sus concubinas han se-guido tal excelente ejemplo. ‘El Placer del Universo’ ¡quéarte para tal triste prédica! ‘Gloria del Oriente’ ¡qué artepara qué peligro de masticación! En consecuencia nuncamiró tan lastimosamente su cola; iba a ser arrastradoindudablemente hacia el fango, y no había nadie que leayude. No mires detrás tuyo a esta inevitable degrada-ción; pero ten coraje, emplea tus piernas con vigor, ¡y vetedel hipódromo! Recuerda a este Antíoco Epífanes. Antíocoel Ilustre, también ‘Príncipe de los Poetas’, ‘Gloria delOriente’, ‘Placer del Universo’, y el ‘Más Admirable delos Cameleopardos’. ¡Cielos! Qué rapidez estás desple-gando! ¡Qué capacidad de huida que demuestras! ¡Corre,Príncipe! ¡Bravo, Epífanes! Bien hecho, Cameleopardo.¡Glorioso Antíoco! ¡Corre! ¡Brinca! ¡Vuela! ¡Cómo una fle-

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cha lanzada de una catapulta, él escapa del hipódromo!¡Cabriola! ¡Grita! ¡Está ahí! Esto es bueno; por que hassido ‘Gloria del Oriente’, y has sido el segundo en alcan-zar las puertas del Anfiteatro, ya que no hay cachorrode oso en Epidaphne que no hubiese roído tu osamenta.Salgamos, ¡marchémonos!, ya que no podremos con nues-tros oídos modernos siquiera soportar el vasto estruen-do que está por comenzar para celebrar el escape del rey.¡Escucha! Ya ha comenzado. ¡Mira! Toda la ciudad estárevuelta.

“¡Seguro, ésta es la ciudad más populosa del Este!¡Qué cantidad de gente! ¡Qué conglomeración de perso-nas de todas las edades! ¡Qué multiplicidad de sectas ynaciones! ¡Qué variedad de vestimentas! ¡Qué Babel delenguajes! ¡Qué rugidos de bestias! ¡Qué tintineo de ins-trumentos! ¡Qué parcela de filósofos!”

Vamos, debemos irnos.“¡Espera un momento! Veo una vasta barahúnda en

el hipódromo; ¿cuál es el significado de esto?, te suplicome digas.”

¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y los ciudadanoslibres de Epidafne estando, como ellos declararon, satis-fechos con la fe, valor, sabiduría y divinidad de su rey, yteniendo ocasión de presenciar, además, su reciente agi-lidad sobrehumana, piensan que deben ceñirle la frente(en añadidura a su corona poética) con el lauro de la vic-toria en la carrera pedestre, un lauro que es evidenteque él deberá obtener durante las próximos Juegos Olím-picos, y que, por consiguiente, está consiguiendo antici-padamente.

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DESCENSO AL MAELSTRÓN

HABÍAMOS alcanzado la cumbre del despeñadero más ele-vado. Durante algunos minutos, el anciano pareció de-masiado fatigado para hablar.

—Hasta no hace mucho tiempo —dijo, por fin— po-dría haberlo guiado en este ascenso tan bien como el másjoven de mis hijos. Pero, hace unos tres años, me ocurrióalgo que jamás le ha ocurrido a otro mortal... o, por lomenos, a alguien que haya alcanzado a sobrevivir paracontarlo; y las seis horas de terror mortal que soportéme han destrozado el cuerpo y el alma. Usted ha decreerme muy viejo, pero no lo soy. Bastó algo menos deun día para que estos cabellos, negros como el azabache,se volvieran blancos; debilitáronse mis miembros, y tanfrágiles quedaron mis nervios, que tiemblo al menor es-fuerzo y me asusto de una sombra. ¿Creerá usted queapenas puedo mirar desde este pequeño acantilado sinsentir vértigo?

El “pequeño acantilado”, a cuyo borde se había ten-dido a descansar con tanta negligencia que la parte máspesada de su cuerpo sobresalía del mismo, mientras se

Los caminos de Dios en la natura-leza y en la providencia no son comonuestros caminos; y nuestras obrasno pueden compararse en modo al-guno con la vastedad, la profundi-dad y la inescrutabilidad de Susobras, que contienen en sí mismasuna profundidad mayor que la delpozo de Demócrito.JOSEPH GLANVILL

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cuidaba de una caída apoyando el codo en la resbalosaarista del borde; el “pequeño acantilado”, digo, alzábaseformando un precipicio de negra roca reluciente, de milquinientos o mil seiscientos pies, sobre la multitud dedespeñaderos situados más abajo. Nada hubiera podidoinducirme a tomar posición a menos de seis yardas deaquel borde. A decir verdad, tanto me impresionó la peli-grosa postura de mi compañero que caí en tierra cuanlargo era, me aferré a los arbustos que me rodeaban yno me atreví siquiera a mirar hacia el cielo, mientras lu-chaba por rechazar la idea de que la furia de los vientosamenazaba sacudir los cimientos de aquella montaña.Pasó largo rato antes de que pudiera reunir coraje sufi-ciente para sentarme y mirar a la distancia.

—Debe usted curarse de esas fantasías —dijo elguía—, ya que lo he traído para que tenga desde aquí lamejor vista del lugar donde ocurrió el episodio que men-cioné antes... y para contarle toda la historia con su es-cenario presente.

—Nos hallamos —agregó, con la manera minuciosaque lo distinguía—, nos hallamos muy cerca de la costade Noruega, a los sesenta y ocho grados de latitud, en lagran provincia de Nordland, y en el distrito de Lodofen.La montaña cuya cima acabamos de escalar es Helseggen,la Nebulosa. Enderécese usted un poco... sujetándose amatas si se siente mareado... ¡Así! Mire ahora, más alláde la cintura de vapor que hay debajo de nosotros, haciael mar.

Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta exten-sión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecidoa la tinta que me recordaron la descripción que hace elgeógrafo nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imagina-ción humana podría concebir panorama más lamentable-mente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde

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podía alcanzar la mirada, se tendían, como murallas delmundo, cadenas de acantilados horriblemente negros ycolgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por laresaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta,aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promonto-rio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seismillas dentro del mar, advertíase una pequeña isla deaspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que suposición se adivinaba gracias a las salvajes rompientesque la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otraisla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, ro-deada en varias partes por amontonamientos de oscu-ras rocas.

En el espacio comprendido entre la mayor de las is-las y la costa, el océano presentaba un aspecto completa-mente fuera de lo común. En aquel momento soplaba unviento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantínque navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dosrizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía acada momento hasta perderse de vista; no obstante, elespacio a que he aludido no mostraba nada que semeja-ra un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápidoy furioso embate del agua en todas direcciones, tanto fren-te al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertíaespuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.

—La isla más alejada —continuó el anciano— es laque los noruegos llaman Vurrgh. La que se halla a mitadde camino es Moskoe. A una milla al norte verá la de Am-baaren. Más allá se encuentran Islesen, Hotholm, Keild-helm, Suarven y Buckholm. Aún más allá —entre Moskoey Vurrgh— están Otterholm, Flimen, Sandflesen y Stock-holm. Tales son los verdaderos nombres de estos sitios;pero... ¿qué necesidad había de darles nombres? No lo

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sé, y supongo que usted tampoco... ¿Oye alguna cosa?¿Nota algún cambio en el agua?

Llevábamos ya unos diez minutos en lo alto del Helseg-gen, al cual habíamos ascendido viniendo desde el inte-rior de Lofoden, de modo que no habíamos visto ni unasola vez el mar hasta que se presentó de golpe al arribara la cima. Mientras el anciano me hablaba, percibí un so-nido potente y que crecía por momentos, algo como elmugir de un enorme rebaño de búfalos en una praderanorteamericana; y en el mismo momento reparé en queel estado del océano a nuestros pies, que correspondía alo que los marinos llaman picado, se estaba transforman-do rápidamente en una corriente orientada hacía el este.Mientras la seguía mirando, aquella corriente adquirióuna velocidad monstruosa. A cada instante su rapidez ysu desatada impetuosidad iban en aumento. Cinco mi-nutos después, todo el mar hasta Vurrgh hervía de cóle-ra incontrolable, pero donde esa rabia alcanzaba su ápi-ce era entre Moskoe y la costa. Allí, la vasta superficiedel agua se abría y trazaba en mil canales antagónicos,reventaba bruscamente en una convulsión frenética —en-crespándose, hirviendo, silbando— y giraba en gigantes-cos e innumerables vórtices, y todo aquello se atorbellinabay corría hacia el este con una rapidez que el agua no ad-quiere en ninguna otra parte, como no sea el caer en unprecipicio.

En pocos minutos más, una nueva y radical altera-ción apareció en escena. La superficie del agua se fue ni-velando un tanto y los remolinos desaparecieron unotras otro, mientras prodigiosas fajas de espuma surgíanallí donde antes no había nada. A la larga, y luego de dis-persarse a una gran distancia, aquellas fajas se combina-ron unas con otras y adquirieron el movimiento girato-rio de los desaparecidos remolinos, como si constituye-

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ran el germen de otro más vasto. De pronto, instantá-neamente, todo asumió una realidad clara y definida, for-mando un círculo cuyo diámetro pasaba de una milla. Elborde del remolino estaba representado por una anchafaja de resplandeciente espuma; pero ni la menor partí-cula de ésta resbalaba al interior del espantoso embudo,cuyo tubo, hasta donde la mirada alcanzaba a medirlo,era una pulida, brillante y tenebrosa pared de agua, in-clinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados con rela-ción al horizonte, y que giraba y giraba vertiginosamente,con un movimiento oscilante y tumultuoso, produciendoun fragor horrible, entre rugido y clamoreo, que ni siquie-ra la enorme catarata del Niágara lanza al espacio en sutremenda caída.

La montaña temblaba desde sus cimientos y oscila-ban las rocas. Me dejé caer boca abajo, aferrándome a losralos matorrales en el paroxismo de mi agitación ner-viosa. Por fin, pude decir a mi compañero:

—¡Esto no puede ser más que el enorme remolino delMaelstrón!

—Así suelen llamarlo —repuso el viejo—. Nosotroslos noruegos le llamamos el Moskoe-ström, a causa dela isla Moskoe.

Las descripciones ordinarias de aquel vórtice no mehabían preparado en absoluto para lo que acababa de ver.La de Jonas Ramus, quizá la más detallada, no puede darla menor noción de la magnificencia o el horror de aque-lla escena, ni tampoco la perturbadora sensación de nove-dad que confunde al espectador. No sé bien en qué puntode vista estuvo situado el escritor aludido, ni en qué mo-mento; pero no pudo ser en la cima del Helseggen, ni du-rante una tormenta. He aquí algunos pasajes de su des-cripción que merecen, sin embargo, citarse por los deta-

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lles que contienen, aunque resulten sumamente débilespara comunicar una impresión de aquel espectáculo:

“Entre Lofoden y Moskoe —dice—, la profundidaddel agua varía entre treinta y seis y cuarenta brazas;pero del otro lado, en dirección a Ver (Vurrgh), la pro-fundidad disminuye al punto de no permitir el paso deun navío sin el riesgo de que encalle en las rocas, cosaposible aun en plena bonanza. Durante la pleamar, lascorrientes se mueven entre Lofoden y Moskoe con tur-bulenta rapidez, al punto de que el rugido de su impe-tuoso reflujo hacia el mar apenas podría ser igualado porel de las más sonoras y espantosas cataratas. El sonidose escucha a muchas leguas, y los vórtices o abismos sonde tal tamaño y profundidad que si un navío es atraídopor ellos se ve tragado irremisiblemente y arrastrado ala profundidad, donde se hace pedazos contra las rocas;cuando el agua se sosiega, los pedazos del buque asomana la superficie. Pero los intervalos de tranquilidad se pro-ducen solamente en los momentos del cambio de la ma-rea y con buen tiempo; apenas duran un cuarto de horaantes de que recomience gradualmente su violencia. Cuan-do la corriente es más turbulenta y una tempestad acre-cienta su furia resulta peligroso acercarse a menos deuna milla noruega. Botes, yates y navíos han sido traga-dos por no tomar esa precaución contra su fuerza atrac-tiva. Ocurre asimismo con frecuencia que las ballenas seaproximan demasiado a la corriente y son dominadas porsu violencia; imposible resulta entonces describir susclamores y mugidos mientras luchan inútilmente porescapar. Cierta vez, un oso que trataba de nadar de Lofo-den a Moskoe fue atrapado por la corriente y arrastradoa la profundidad, mientras rugía tan terriblemente quese le escuchaba desde la costa. Grandes cantidades detroncos de abetos y pinos, absorbidos por la corriente,

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vuelven a la superficie rotos y retorcidos a un punto talque no pasan de ser un montón de astillas. Esto mues-tra claramente que el fondo consiste en rocas aguzadascontra las cuales son arrastrados y frotados los troncos.Dicha corriente se regula por el flujo y reflujo marino,que se suceden constantemente cada seis horas. En elaño 1645, en la mañana del domingo de sexagésima, lafuria de la corriente fue tan espantosa que las piedrasde las casas de la costa se desplomaban.”

Por lo que se refiere a la profundidad del agua, nome explico cómo pudo ser verificada en la vecindad in-mediata del vórtice. Las “cuarenta brazas” tienen que refe-rirse, indudablemente, a las porciones del canal linde-ras con la costa, sea de Moskoe o de Lofoden. La profun-didad en el centro del Moskoe-ström debe ser inconmen-surablemente grande, y la mejor prueba de ello la da lamás ligera mirada que se proyecte al abismo del remoli-no desde la cima del Helseggen. Mientras encaramadoen esta cumbre contemplaba el rugiente Flegetón alláabajo, no pude impedirme sonreír de la simplicidad conque el honrado Jonas Ramus consigna —como algo difí-cil de creer— las anécdotas sobre ballenas y osos, cuan-do resulta evidente que los más grandes buques actua-les, sometidos a la influencia de aquella mortal atrac-ción, serían el equivalente de una pluma frente al hura-cán y desaparecerían instantáneamente.

Las tentativas de explicar el fenómeno —que, en par-te, según recuerda, me habían parecido suficientementeplausibles a la lectura— presentaban ahora un caráctermuy distinto e insatisfactorio. La idea predominante con-sistía en que el vórtice, al igual que otros tres más peque-ños situados entre las islas Ferroe, “no tiene otra causaque la colisión de las olas, que se alzan y rompen, en elflujo y reflujo, contra un arrecife de rocas y bancos de

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arena, el cual encierra las aguas al punto que éstas seprecipitan como una catarata; así, cuanto más alta seala marea, más profunda será la caída, y el resultado esun remolino o vórtice, cuyo prodigioso poder de succiónes suficientemente conocido por experimentos hechosen menor escala”. Tales son los términos con que se ex-presa la Encyclopedia Britannica. Kircher y otros ima-ginan que en el centro del canal del Maelstrón hay unabismo que penetra en el globo terrestre y que vuelve asalir en alguna región remota (una de las hipótesis nom-bra concretamente el golfo de Botnial). Esta opinión, bas-tante gratuita en sí misma, fue la que mi imaginaciónaceptó con mayor prontitud una vez que hube contem-plado la escena. Pero al mencionarla a mi guía me sor-prendió oírle decir que, si bien casi todos los noruegoscompartían ese punto de vista, él no lo aceptaba. Encuanto a la hipótesis precedente, confesó su incapacidadpara comprenderla, y yo le di la razón, pues, aunque so-bre el papel pareciera concluyente, resultaba por com-pleto ininteligible e incluso absurda frente al tronar deaquel abismo.

—Ya ha podido ver muy bien el remolino —dijo el an-ciano—, y si nos colocamos ahora detrás de esa roca alsocaire, para que no nos moleste el ruido del agua, le con-taré un relato que lo convencerá de que conozco algunacosa sobre el Moskoe-ström.

Me ubiqué como lo deseaba y comenzó:—Mis dos hermanos y yo éramos dueños de un queche

aparejado como una goleta, de unas setenta toneladas,con el cual pescábamos entre las islas situadas más alláde Moskoe y casi hasta Vurrgh. Aprovechando las opor-tunidades, siempre hay buena pesca en el mar durantelas mareas bravas, si se tiene el coraje de enfrentarlas;de todos los habitantes de la costa de Lofoden, nosotros

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tres éramos los únicos que navegábamos regularmenteen la región de las islas. Las zonas usuales de pesca sehallan mucho más al sur. Allí se puede pescar a cualquierhora, sin demasiado riesgo, y por eso son lugares prefe-ridos. Pero los sitios escogidos que pueden encontrarseaquí, entre las rocas no sólo ofrecen la variedad más gran-de, sino una abundancia mucho mayor, de modo que confrecuencia pescábamos en un solo día lo que otros mástímidos conseguían apenas en una semana. La verdad esque hacíamos de esto un lance temerario, cambiando elexceso de trabajo por el riesgo de la vida, y sustituyen-do capital por coraje.

”Fondeábamos el queche en una caleta, a unas cincomillas al norte de esta costa, y cuando el tiempo estababueno, acostumbrábamos aprovechar los quince minu-tos de tranquilidad de las aguas para atravesar el canalprincipal de Moskoe-ström, mucho más arriba del remo-lino, y anclar luego en cualquier parte cerca de Otterhamo Sandflesen, donde las mareas no son tan violentas. Nosquedábamos allí hasta que faltaba poco para un nuevointervalo de calma, en que poníamos proa en dirección anuestro puerto. Jamás iniciábamos una expedición deeste género sin tener un buen viento de lado tanto parala ida como para el retorno —un viento del que estuvié-ramos seguros que no nos abandonaría a la vuelta—, yera raro que nuestros cálculos erraran. Dos veces, enseis años, nos vimos precisados a pasar la noche al anclaa causa de una calma chicha, lo cual es cosa muy rara enestos parajes; y una vez tuvimos que quedarnos cerca deuna semana donde estábamos, muriéndonos de inanición,por culpa de una borrasca que se desató poco despuésde nuestro arribo, y que embraveció el canal en tal for-ma que era imposible pensar en cruzarlo. En esta oca-sión hubiéramos podido ser llevados mar afuera a pesar

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de nuestros esfuerzos (pues los remolinos nos hacían gi-rar tan violentamente que, al final, largamos el ancla yla dejamos que arrastrara), si no hubiera sido que ter-minamos entrando en una de esas innumerables corrien-tes antagónicas que hoy están allí y mañana desapare-cen, la cual nos arrastró hasta el refugio de Flimen, don-de, por suerte, pudimos detenernos.

”No podría contarle ni la vigésima parte de las difi-cultades que encontrábamos en nuestro campo de pesca—que es mal sitio para navegar aun con buen tiempo—,pero siempre nos arreglamos para burlar el desafío delMoskoe-ström sin accidentes, aunque muchas veces tuveel corazón en la boca cuando nos atrasábamos o nos ade-lantábamos en un minuto al momento de calma. En oca-siones, el viento no era tan fuerte como habíamos pensa-do al zarpar y el queche recorría una distancia menor delo que deseábamos, sin que pudiéramos gobernarlo a cau-sa de la correntada. Mi hermano mayor tenía un hijo dedieciocho años y yo dos robustos mozalbetes. Todos ellosnos hubieran sido de gran ayuda en esas ocasiones, yafuera apoyando la marcha con los remos, o pescando; pero,aunque estábamos personalmente dispuestos a correr elriesgo, no nos sentíamos con ánimo de exponer a los jó-venes, pues verdaderamente había un peligro horrible,ésa es la pura verdad.

”Pronto se cumplirán tres años desde que ocurrió loque voy a contarle. Era el 10 de julio de 18..., día que lasgentes de esta región no olvidarán jamás, porque en élse levantó uno de los huracanes más terribles que hayancaído jamás del cielo. Y, sin embargo, durante toda la ma-ñana, y hasta bien entrada la tarde, había soplado unasuave brisa del sudoeste, mientras brillaba el sol, y losmás avezados marinos no hubieran podido prever lo queiba a pasar.

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”Los tres —mis dos hermanos y yo— cruzamos hacialas islas a las dos de la tarde y no tardamos en llenar elqueche con una excelente pesca que, como pudimos ob-servar, era más abundante ese día que en ninguna oca-sión anterior. A las siete —por mi reloj— levamos an-clas y zarpamos, a fin de atravesar lo peor del Ström enel momento de la calma, que según sabíamos iba a pro-ducirse a las ocho.

”Partimos con una buena brisa de estribor y al prin-cipio navegamos velozmente y sin pensar en el peligro,pues no teníamos el menor motivo para sospechar queexistiera. Pero, de pronto, sentimos que se nos oponíaun viento procedente de Helseggen. Esto era muy insóli-to; jamás nos había ocurrido antes, y yo empecé a sentir-me intranquilo, sin saber exactamente por qué. Enfila-mos la barca contra el viento, pero los remansos no nosdejaban avanzar, e iba a proponer que volviéramos al pun-to donde habíamos estado anclados cuando, al mirar ha-cia popa vimos que todo el horizonte estaba cubierto poruna extraña nube del color del cobre que se levantabacon la más asombrosa rapidez.

”Entretanto, la brisa que nos había impulsado acaba-ba de amainar por completo y estábamos en una calmatotal, derivando hacia todos los rumbos. Pero esto noduró bastante como para darnos tiempo a reflexionar.En menos de un minuto nos cayó encima la tormenta, yen menos de dos el cielo quedó cubierto por completo;con esto, y con la espuma de las olas que nos envolvía,todo se puso tan oscuro que no podíamos vernos unos aotros en la cubierta.

”Sería una locura tratar de describir el huracán quesiguió. Los más viejos marinos de Noruega jamás cono-cieron nada parecido. Habíamos soltado todo el trapoantes de que el viento nos alcanzara; pero, a su primer

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embate, los dos mástiles volaron por la borda como si loshubiesen aserrado..., y uno de los palos se llevó consigoa mi hermano mayor, que se había atado para mayor se-guridad.

”Nuestra embarcación se convirtió en la más livianapluma que jamás flotó en el agua. El queche tenía un puen-te totalmente cerrado, con sólo una pequeña escotilla cer-ca de proa, que acostumbrábamos cerrar y asegurar cuan-do íbamos a cruzar el Ström, por precaución contra elmar picado. De no haber sido por esta circunstancia,hubiéramos zozobrado instantáneamente, pues duranteun momento quedamos sumergidos por completo. Cómoescapó a la muerte mi hermano mayor no puedo decirlo,pues jamás se me presentó la oportunidad de averiguar-lo. Por mi parte, tan pronto hube soltado el trinquete,me tiré boca abajo en el puente, con los pies contra la es-trecha borda de proa y las manos aferrando una armellapróxima al pie del palo mayor. El instinto me indujo aobrar así, y fue, indudablemente, lo mejor que podía ha-ber hecho; la verdad es que estaba demasiado aturdidopara pensar.

”Durante algunos momentos, como he dicho, queda-mos completamente inundados, mientras yo contenía larespiración y me aferraba a la armella. Cuando no puderesistir más, me enderecé sobre las rodillas, sostenién-dome siempre con las manos, y pude así asomar la cabe-za. Pronto nuestra pequeña embarcación dio una sacudi-da, como hace un perro al salir del agua, y con eso se li-bró en cierta medida de las olas que la tapaban. Por en-tonces estaba tratando yo de sobreponerme al aturdi-miento que me dominaba, recobrar los sentidos para de-cidir lo que tenía que hacer, cuando sentí que alguien meaferraba del brazo. Era mi hermano mayor, y mi corazónsaltó de júbilo, pues estaba seguro de que el mar lo ha-

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bía arrebatado. Mas esa alegría no tardó en transformar-se en horror, pues mi hermano acercó la boca a mi oreja,mientras gritaba: ¡Moskoe-ström!

”Nadie puede imaginar mis sentimientos en aquel ins-tante. Me estremecí de la cabeza a los pies, como si su-friera un violento ataque de calentura. Demasiado biensabía lo que mi hermano me estaba diciendo con esa sim-ple palabra y lo que quería darme a entender: Con el vien-to que nos arrastraba, nuestra proa apuntaba hacia el re-molino del Ström... ¡y nada podía salvarnos!

”Se imaginará usted que, al cruzar el canal del Ström,lo hacíamos siempre mucho más arriba del remolino, in-cluso con tiempo bonancible, y debíamos esperar y ob-servar cuidadosamente el momento de calma. Pero aho-ra estábamos navegando directamente hacia el vórtice,envueltos en el más terrible huracán. ‘Probablemente—pensé— llegaremos allí en un momento de la calma...y eso nos da una esperanza.’ Pero, un segundo después,me maldije por ser tan loco como para pensar en espe-ranza alguna. Sabía muy bien que estábamos condena-dos y que lo estaríamos igual aunque nos halláramos enun navío cien veces más grande.

”A esta altura la primera furia de la tempestad se ha-bía agotado, o quizá no la sentíamos tanto por estar co-rriendo delante de ella. Pero el mar, que el viento habíamantenido aplacado y espumoso al comienzo, se alzabaahora en gigantescas montañas. Un extraño cambio sehabía producido en el cielo. Alrededor de nosotros, y entodas direcciones, seguía tan negro como la pez, pero enlo alto, casi encima de donde estábamos, se abrió repen-tinamente un círculo de cielo despejado —tan despejadocomo jamás he vuelto a ver—, brillantemente azul, y através del cual resplandecía la luna llena con un brilloque no le había conocido antes. Iluminaba con sus rayos

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todo lo que nos rodeaba, con la más grande claridad;pero... ¡Dios mío, qué escena nos mostraba!

”Hice una o dos tentativas para hacerme oír de mihermano, pero, por razones que no pude comprender, elestruendo había aumentado de manera tal que no alcan-cé a hacerle entender una sola palabra, pese a que gri-taba con todas mis fuerzas en su oreja. Pronto sacudió lacabeza, mortalmente pálido, y levantó un dedo como paradecirme: ‘¡Escucha!’

”Al principio no me di cuenta de lo que quería signi-ficar, pero un horrible pensamiento cruzó por mi mente.Extraje mi reloj de la faltriquera. Estaba detenido. Con-templé el cuadrante a la luz de la luna y me eché a llo-rar, mientras lanzaba el reloj al océano. ¡Se había dete-nido a las siete! ¡Ya había pasado el momento de calmay el remolino del Ström estaba en plena furia!

”Cuando un barco es de buena construcción, está bienequipado y no lleva mucha carga, al correr con el vientodurante una borrasca las olas dan la impresión de res-balar por debajo del casco, lo cual siempre resulta ex-traño para un hombre de tierra firme; a eso se le llamacabalgar en lenguaje marino.

”Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificul-tad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masade agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella...arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Ja-más hubiera creído que una ola podía alcanzar semejan-te altura. Y entonces empezamos a caer, con una carre-ra, un deslizamiento y una zambullida que me produje-ron náuseas y mareo, como si estuviera desplomándomeen sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el mo-mento en que alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojea-da alrededor, y lo que vi fue más que suficiente. En uninstante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice

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de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelan-te; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos los díascomo el que está viendo usted a un remolino en una char-ca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que tenía-mos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto aquelsitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamen-te los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron comoen un espasmo.

”Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuandosentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltospor la espuma. La embarcación dio una brusca media vuel-ta a babor y se precipitó en su nueva dirección como unacentella. Al mismo tiempo, el rugido del agua quedó com-pletamente apagado por algo así como un estridente ala-rido... un sonido que podría usted imaginar formado pormiles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismotiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos aho-ra en el cinturón de la resaca que rodea siempre el re-molino, y pensé que un segundo más tarde nos precipi-taríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamentea causa de la asombrosa velocidad con la cual nos movía-mos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua,sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de laresaca. Su banda de estribor daba al remolino, y por ba-bor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamosde salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilan-do entre nosotros y el horizonte.

”Puede parecer extraño, pero ahora, cuando estába-mos sumidos en las fauces del abismo, me sentí más tran-quilo que cuando veníamos acercándonos a él. Decididoa no abrigar ya ninguna esperanza, me libré de una bue-na parte del terror que al principio me había privado demis fuerzas. Creo que fue la desesperación lo que tem-pló mis nervios.

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”Tal vez piense usted que me jacto, pero lo que le digoes la verdad: Empecé a reflexionar sobre lo magníficoque era morir de esa manera y lo insensato de preocu-parme por algo tan insignificante como mi propia vidafrente a una manifestación tan maravillosa del poder deDios. Creo que enrojecí de vergüenza cuando la idea cru-zó por mi mente. Y al cabo de un momento se apoderóde mí la más viva curiosidad acerca del remolino. Sentíel deseo de explorar sus profundidades, aun al preciodel sacrificio que iba a costarme, y la pena más grandeque sentí fue que nunca podría contar a mis viejos cama-radas de la costa todos los misterios que vería. No hayduda que eran éstas extrañas fantasías en un hombrecolocado en semejante situación, y con frecuencia he pen-sado que la rotación del barco alrededor del vórtice pudotrastornarme un tanto la cabeza.

”Otra circunstancia contribuyó a devolverme la cal-ma, y fue la cesación del viento, que ya no podía llegarhasta nosotros en el lugar donde estábamos, puesto que,como usted mismo ha visto, el cinturón de resaca estásensiblemente más bajo que el nivel general del océano,al que veíamos descollar sobre nosotros como un alto bor-de montañoso y negro. Si nunca le ha tocado pasar unaborrasca en plena mar, no puede hacerse una idea de laconfusión mental que produce la combinación del vientoy la espuma de las olas. Ambos ciegan, ensordecen y aho-gan, suprimiendo toda posibilidad de acción o de reflexión.Pero ahora nos veíamos en gran medida libres de aque-llas molestias... así como los criminales condenados amuerte se ven favorecidos con ciertas liberalidades quese les negaban antes de que se pronunciara la sentencia.

”Imposible es decir cuántas veces dimos la vuelta alcircuito. Corrimos y corrimos, una hora quizá, volandomás que flotando, y entrando cada vez más hacia el cen-

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tro de la resaca, lo que nos acercaba progresivamente asu horrible borde interior. Durante todo este tiempo nohabía soltado la armella que me sostenía. Mi hermanoestaba en la popa, sujetándose a un pequeño barril va-cío, sólidamente atado bajo el compartimiento de la bove-dilla, y que era la única cosa a bordo que la borrasca nohabía precipitado al mar. Cuando ya nos acercábamos alborde del pozo, soltó su asidero y se precipitó hacia laarmella de la cual, en la agonía de su terror, trató de des-prender mis manos, ya que no era bastante grande paraproporcionar a ambos un sostén seguro. Jamás he senti-do pena más grande que cuando lo vi hacer eso, aunquecomprendí que su proceder era el de un insano, a quienel terror ha vuelto loco furioso. De todos modos, no hiceningún esfuerzo para oponerme. Sabía que ya no impor-taba quién de los dos se aferrara de la armella, de modoque se la cedí y pasé a popa, donde estaba el barril. Nome costó mucho hacerlo, porque el queche corría en cír-culo con bastante estabilidad, sólo balanceándose bajolas inmensas oscilaciones y conmociones del remolino.Apenas me había afirmado en mi nueva posición, cuan-do dimos un brusco bandazo a estribor y nos precipita-mos de proa en el abismo. Murmuré presurosamente unaplegaria a Dios y pensé que todo había terminado.

”Mientras sentía la náusea del vertiginoso descenso,instintivamente me aferré con más fuerza al barril y cerrélos ojos. Durante algunos segundos no me atreví a abrir-los, esperando mi aniquilación inmediata y me maravi-llé de no estar sufriendo ya las agonías de la lucha finalcon el agua. Pero el tiempo seguía pasando. Y yo estabavivo. La sensación de caída había cesado y el movimien-to de la embarcación se parecía al de antes, cuando es-tábamos en el cinturón de espuma, salvo que ahora se

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hallaba más inclinada. Junté coraje y otra vez miré lo queme rodeaba.

”Nunca olvidaré la sensación de pavor, espanto y ad-miración que sentí al contemplar aquella escena. Elqueche parecía estar colgando, como por arte de magia,a mitad de camino en el interior de un embudo de vastacircunferencia y prodigiosa profundidad, cuyas paredes,perfectamente lisas, hubieran podido creerse de ébano,a no ser por la asombrosa velocidad con que giraban, yel lívido resplandor que despedían bajo los rayos de laluna, que, en el centro de aquella abertura circular entrelas nubes a que he aludido antes, se derramaban en undiluvio gloriosamente áureo a lo largo de las negras pa-redes y se perdían en las remotas profundidades delabismo.

”Al principio me sentí demasiado confundido parapoder observar nada con precisión. Todo lo que alcanza-ba era ese estallido general de espantosa grandeza. Pero,al recobrarme un tanto, mis ojos miraron instintivamen-te hacía abajo. Tenía una vista completa en esa dirección,dada la forma en que el queche colgaba de la superficieinclinada del vórtice. Su quilla estaba perfectamente ni-velada, vale decir que el puente se hallaba en un planoparalelo al del agua, pero esta última se tendía forman-do un ángulo de más de cuarenta y cinco grados, de modoque parecía como si estuviésemos ladeados. No pude de-jar de observar, sin embargo, que, a pesar de esta situa-ción, no me era mucho más difícil mantenerme aferradoa mi puesto que si el barco hubiese estado a nivel; pre-sumo que se debía a la velocidad con que girábamos.

”Los rayos de la luna parecían querer alcanzar el fon-do mismo del profundo abismo, pero aún así no pude vernada con suficiente claridad a causa de la espesa nieblaque lo envolvía todo y sobre la cual se cernía un magní-

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fico arco iris semejante al angosto y bamboleante puen-te que, según los musulmanes, es el solo paso entre elTiempo y la Eternidad. Aquella niebla, o rocío, se pro-ducía sin duda por el choque de las enormes paredes delembudo cuando se encontraba en el fondo; pero no trata-ré de describir el aullido que brotaba del abismo parasubir hasta el cielo.

”Nuestro primer deslizamiento en el pozo, a partirdel cinturón de espumas de la parte superior, nos habíahecho descender a gran distancia por la pendiente; sinembargo, la continuación del descenso no guardaba rela-ción con el anterior. Una y otra vez dimos la vuelta, nocon un movimiento uniforme sino entre vertiginosos ba-lanceos y sacudidas, que nos lanzaban a veces a unos cuan-tos centenares de yardas, mientras otras nos hacían com-pletar casi el circuito del remolino. A cada vuelta, y aun-que lento, nuestro descenso resultaba perceptible.

”Mirando en torno a la inmensa extensión de ébanolíquido sobre la cual éramos así llevados, advertí que nues-tra embarcación no era el único objeto comprendido enel abrazo del remolino. Tanto por encima como por de-bajo de nosotros se veían fragmentos de embarcaciones,grandes pedazos de maderamen de construcción y tron-cos de árboles, así como otras cosas más pequeñas, talescomo muebles, cajones rotos, barriles y duelas. He alu-dido ya a la curiosidad anormal que había reemplazadoen mí el terror del comienzo. A medida que me iba acer-cando a mi horrible destino parecía como si esa curiosi-dad fuera en aumento. Comencé a observar con extrañointerés los numerosos objetos que flotaban cerca de no-sotros. Debo de haber estado bajo los efectos del delirio,porque hasta busqué diversión en el hecho de calcularsus respectivas velocidades en el descenso hacia la es-puma del fondo. ‘Ese abeto —me oí decir en un momen-

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to dado— será el que ahora se precipite hacia abajo y des-aparezca’; y un momento después me quedé decepciona-do al ver que los restos de un navío mercante holandésse le adelantaban y caían antes. Al final, después de ha-ber hecho numerosas conjeturas de esta naturaleza, yhaber errado todas, ocurrió que el hecho mismo de equi-vocarme invariablemente me indujo a una nueva re-flexión, y entonces me eché a temblar como antes, y unavez más latió pesadamente mi corazón.

”No era el espanto el que así me afectaba, sino el na-cimiento de una nueva y emocionante esperanza. Surgíaen parte de la memoria y, en parte, de las observacionesque acababa de hacer. Recordé la gran cantidad de res-tos flotantes que aparecían en la costa de Lofoden y quehabían sido tragados y devueltos luego por el Moskoe-ström. La gran mayoría de estos restos aparecía destro-zada de la manera más extraordinaria; estaban como fro-tados, desgarrados, al punto que daban la impresión deun montón de astillas y esquirlas. Pero al mismo tiemporecordé que algunos de esos objetos no estaban desfigu-rados en absoluto. Me era imposible explicar la razón deesa diferencia, salvo que supusiera que los objetos des-trozados eran los que habían sido completamente absor-bidos, mientras que los otros habían penetrado en el re-molino en un período más adelantado de la marea, obien, por alguna razón, habían descendido tan lentamen-te luego de ser absorbidos, que no habían alcanzado a to-car el fondo del vórtice antes del cambio del flujo o delreflujo, según fuera el momento. Me pareció posible, enambos casos, que dichos restos hubieran sido devueltosotra vez al nivel del océano, sin correr el destino de losque habían penetrado antes en el remolino o habían sidotragados más rápidamente.

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”Al mismo tiempo hice tres observaciones importan-tes. La primera fue que, por regla general, los objetos demayor tamaño descendían más rápidamente. La segun-da, que entre dos masas de igual tamaño, una esférica yotra de cualquier forma, la mayor velocidad de descensocorrespondía a la esfera. La tercera, que entre dos ma-sas de igual tamaño, una de ellas cilíndrica y la otra decualquier forma, la primera era absorbida con mayor len-titud. Desde que escapé de mi destino he podido hablarmuchas veces sobre estos temas con un viejo preceptordel distrito, y gracias a él conozco el uso de las palabras‘cilindro’ y ‘esfera’. Me explicó —aunque me he olvidadode la explicación— que lo que yo había observado enton-ces era la consecuencia natural de las formas de los ob-jetos flotantes, y me mostró cómo un cilindro, flotandoen un remolino, ofrecía mayor resistencia a su succión yera arrastrado con mucha mayor dificultad que cualquierotro objeto del mismo tamaño, cualquiera fuese su for-ma.1

”Había además un detalle sorprendente, que contri-buía en gran medida a reformar estas observaciones yme llenaba de deseos de verificarlas: a cada revoluciónde nuestra barca sobrepasábamos algún objeto, como se-rían un barril, una verga o un mástil. Ahora bien, mu-chos de aquellos restos, que al abrir yo por primera vezlos ojos para contemplar la maravilla del remolino se en-contraban a nuestro nivel, estaban ahora mucho más arri-ba y daban la impresión de haberse movido muy poco desu posición inicial.

”No vacilé entonces en lo que debía hacer: resolví ase-gurarme fuertemente al barril del cual me tenía, soltar-lo de la bovedilla y precipitarme con él al agua. Llamé la

1 Ver Arquímedes, De Incidentibus in fluido, lib. 2.

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atención de mi hermano mediante signos, mostrándolelos barriles flotantes que pasaban cerca de nosotros, ehice todo lo que estaba en mi poder para que compren-diera lo que me disponía a hacer. Me pareció que al finentendía mis intenciones, pero fuera así o no, sacudió lacabeza con desesperación, negándose a abandonar su asi-dero en la armella. Me era imposible llegar hasta él y lasituación no admitía pérdida de tiempo. Así fue como,lleno de amargura, lo abandoné a su destino, me até albarril mediante las cuerdas que lo habían sujetado a labovedilla y me lancé con él al mar sin un segundo de vaci-lación.

”El resultado fue exactamente el que esperaba. Pues-to que yo mismo le estoy haciendo este relato, por lo cualya sabe usted que escapé sano y salvo, y además está en-terado de cómo me las arreglé para escapar, abreviaré elfin de la historia. Habría transcurrido una hora o cosaasí desde que hiciera abandono del queche, cuando lo vi,a gran profundidad, girar terriblemente tres o cuatroveces en rápida sucesión y precipitarse en línea rectaen el caos de espuma del abismo, llevándose consigo ami querido hermano. El barril al cual me había atado des-cendió apenas algo más de la mitad de la distancia entreel fondo del remolino y el lugar desde donde me habíatirado al agua, y entonces empezó a producirse un grancambio en el aspecto del vórtice. La pendiente de los la-dos del enorme embudo se fue haciendo menos y menosescarpada. Las revoluciones del vórtice disminuyerongradualmente su violencia. Poco a poco fue desapare-ciendo la espuma y el arco iris, y pareció como si el fon-do del abismo empezara a levantarse suavemente. El cie-lo estaba despejado, no había viento y la luna llena res-plandecía en el oeste, cuando me encontré en la super-ficie del océano, a plena vista de las costas de Lofoden y

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en el lugar donde había estado el remolino de Moskoe-ström. Era la hora de la calma, pero el mar se encrespa-ba todavía en gigantescas olas por efectos del huracán.Fui impulsado violentamente al canal del Ström, y po-cos minutos más tarde llegaba a la costa, en la zona delos pescadores. Un bote me recogió, exhausto de fatiga,y, ahora que el peligro había pasado, incapaz de hablar acausa del recuerdo de aquellos horrores. Quienes me su-bieron a bordo eran mis viejos camaradas y compañeroscotidianos, pero no me reconocieron, como si yo fuese unviajero que retornaba del mundo de los espíritus. Mi ca-bello, negro como ala de cuervo la víspera, estaba tan blan-co como lo ve usted ahora. También se dice que la expre-sión de mi rostro ha cambiado. Les conté mi historia... yno me creyeron. Se la cuento ahora a usted, sin mayoresperanza de que le dé más crédito del que le concedie-ron los alegres pescadores de Lofoden.”

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EL ÁNGEL DE LO SINGULAR

ERA UNa fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a unalmuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la in-digesta trufa constituía una parte apreciable, y me en-contraba solo en el comedor, con los pies apoyados en elguardafuegos, junto a una mesita que había arrimado alhogar y en la cual había diversas botellas de vino yliqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas,de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, deLamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, deTuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesa-ré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me es-forzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tra-gos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empe-cé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera.Después de recorrer cuidadosamente la columna de ca-sas de alquiler, la de perros perdidos y las dos de espo-sas y aprendices desaparecidos, ataqué resuelto el edi-torial, leyéndolo del principio al fin sin entender una solasílaba; pensando entonces que quizá estuviera escritoen chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los re-

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sultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arro-jar disgustado

Este infolio de cuatro páginas, feliz obraQue ni siquiera los poetas critican,

Cuando mi atención se despertó a la vista del siguien-te párrafo:

Los caminos de la muerte son numerosos y extraños.Un periódico londinense se ocupa del singular falleci-miento de un individuo. Jugaba éste a soplar el dardo,juego que consiste en clavar en un blanco una larga agu-ja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arro-ja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la agu-ja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspi-rar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió porla garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole lamuerte en pocos días.

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamentepor qué.

—Este artículo —exclamé— es una despreciable men-tira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un es-critorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronis-ta de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales,sabedores de la extravagante credulidad de nuestra épo-ca, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades proba-bles… accidentes extraños, como ellos lo denominan. Perouna inteligencia reflexiva (como la mía, pensé entre pa-réntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendi-miento contemplativo como el que poseo, advierte de in-mediato que el maravilloso incremento que han tenidorecientemente dichos accidentes extraños es en sí el más

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extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuestoa no creer de ahora en adelante nada que tenga algunaapariencia singular.

—¡Tíos mío, qué estúpido es usted, ferdaderamente!—pronunció una de las más notables voces que jamás hayaescuchado.

En el primer momento creí que me zumbaban los oí-dos (como suele suceder cuando se está muy borracho),pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido seasemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpeacon un garrote; y hubiera terminado por creerlo de nohaber sido porque el sonido contenía sílabas y palabras.Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos deLaffitte que había sido saboreado sirvieron para darmeaún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calmay los paseé por la habitación en busca del intruso. No via nadie.

—¡Humf! —continuó la voz, mientras seguía yo mi-rando—. ¡Debe estar más borracho que un cerdo, si nome fe sentado a su lado!

Esto me indujo a mirar inmediatamente delante demis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta dela mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin em-bargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuer-po un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el es-tilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo deextremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecíanservirle de piernas. De la parte superior del cuerpo lesalían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cue-llos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruoestaba formada por una especie de cantimplora como lasque usan en Hesse y que parecen grandes tabaquerascon un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (quetenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado so-

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bre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modoque el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, queparecía fruncirse en un mohín propio de una solteronaceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retum-bantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían asu idea de un lenguaje inteligible.

—Digo —repitió— que debe estar más borracho queun cerdo para no ferme sentado a su lado. Y digo tam-bién que debe ser más estúpido que un ganso para no creerlo que esdá impreso en el diario. Es la ferdad… toda laferdad… cada palabra.

—¿Quién es usted, si puede saberse? —pregunté conmucha dignidad, aunque un tanto perplejo—. ¿Cómo haentrado en mi casa? ¿Y qué significan sus palabras?

—Cómo he endrado aquí no es asunto suyo —replicóla figura—; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo queme da la gana; y he fenido aquí brecisamente para quesepa quién soy.

—Usted no es más que un vagabundo borracho —di-je—. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiésa la calle.

—¡Ja, ja! —rió el individuo—. ¡Ju, ju, ju! ¡Imbosibleque haga eso!

—¿Imposible? —pregunté—. ¿Qué quiere decir?—Toque la gambanilla —me desafió, esbozando una

risita socarrona con su extraña y condenada boca.Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de lle-

var a ejecución mi amenaza; pero entonces el miserablese inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dioen mitad del cráneo con el cuello de una de las largasbotellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cualacababa de incorporarme. Me quedé profundamente es-tupefacto y por un instante no supe qué hacer. Entre-tanto, él seguía con su cháchara.

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—¿Ha visto? Es mejor que se guede guieto. Y ahorasabrá guien soy. ¡Míreme! ¡Fea! Yo soy el Ángel de lo Sin-gular.

—¡Vaya si es singular! —me aventuré a replicar—.Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un án-gel tenía alas.

—¡Alas! —gritó, furibundo—. ¿Y bara qué quiero lasalas? ¡Me doma usted por un bollo?

—¡Oh, no, ciertamente! —me apresuré a decir muyalarmado—. ¡No, no tiene usted nada de pollo!

—Pueno, entonces quédese sentado y bórtese pien,o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y elpúho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablotiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de loSingular.

—¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber…?—¡Qué me draigo! —profirió aquella cosa—. ¡Bues…

que berfecto maleducado tebe ser usted para breguntara un ángel qué se drae!

Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, in-cluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, meapoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé ala cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería eradeficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolicióndel cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chi-menea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opiniónsobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes enla cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediata-mente a la obediencia, y me avergüenza confesar que,sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaronlas lágrimas de los ojos.

—¡Tíos mío! —exclamó el ángel, aparentemente muysosegado por mi desesperación—. ¡Tíos mío, este hom-bre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber

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tanto… usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto…así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!

Y, con estas palabras, el Ángel de lo Singular llenómi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluidoincoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Notéque las botellas tenían etiquetas y que en las mismas seleía: Kirschenwasser.

La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y,ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mioporto, recobré bastante serenidad como para escucharsu extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquítodo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que erael genio que presidía sobre los contretemps de la humani-dad, y que su misión consistía en provocar los accidentessingulares que asombraban continuamente a los escépti-cos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi com-pleta incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muyfurioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme laboca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, ex-tensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerra-dos en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas deuva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a pocoel ángel pareció entender que mi conducta era desdeño-sa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, secaló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo ju-ramento, seguido de una amenaza que no pude compren-der exactamente y, por fin, me hizo una gran reverenciay se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispoen Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bonsens.

Su partida fue un gran alivio para mí. Los poquísimosvasos de Laffitte que había bebido me producían una cier-ta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte mi-nutos, como acostumbraba siempre después de comer. A

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la seis tenía una cita importante, a la cual no debía fal-tar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casahabía expirado el día anterior, pero como surgieran al-gunas discusiones, quedó decidido que los directores dela compañía me recibirían a las seis para fijar los térmi-nos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea(pues me sentía demasiado adormecido para mi reloj delbolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinti-cinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llega-ría a la compañía de seguros en cinco minutos; y comomis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco,me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para des-cansar.

Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el relojy estuve a punto de empezar a creer en accidentes ex-traños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordina-rio de quince o veinte minutos sólo había dormido tres,ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormir-me, y al despertar comprobé con estupefacción que toda-vía eran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar elreloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsi-llo no tardó en informarme que eran las siete y media y,por consiguiente, demasiado tarde para la cita.

—No será nada —me dije—. Mañana por la mañaname presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entre-tanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?

Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del ra-cimo de pasas que había estado desparramando a capi-rotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular ha-bía aprovechado la rotura del cristal para alojarse —demanera bastante singular— en el orificio de la llave, demodo que su extremo, al sobresalir de la esfera, habíadetenido el movimiento del minutero.

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—¡Ah, ya veo! —exclamé—. La cosa es clarísima. Unaccidente muy natural, como los que ocurren a veces.

Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitualme fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una me-silla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura dealgunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, mequedé infortunadamente dormido en menos de veintesegundos, dejando la vela encendida.

Mis sueños se vieron aterradoramente perturbadospor visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que seagazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, yque con las huecas y detestables resonancias de una pipade ron me amenazaba con su más terrible venganza porel desdén con que lo había tratado. Concluyó una largaarenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo enel gaznate e inundándome con un océano de Kirschen-wasser, que manaba a torrentes de una de las largas bo-tellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin,insoportable y desperté a tiempo para percibir que unarata se había apoderado de la bujía encendida en la me-silla, pero no a tiempo de impedirle que se metiera conella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olortan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa sehabía incendiado, y pocos minutos más tarde las llamassurgieron violentamente, tanto, que en un período increí-blemente corto el entero edificio fue presa del fuego.

Toda salida de mis habitaciones había quedado cor-tada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo notardó en procurarme una larga escala. Descendía por ellarápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (encuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisono-mía había algo que me recordaba al Ángel de lo Singu-lar) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de quegozaba en un charco de barro y descubrir que le agrada-

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ría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar parahacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segun-do después caí yo desde lo alto, con la mala fortuna dequebrarme un brazo.

Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro yla más grave del cabello (totalmente consumido por elfuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por locual me decidí finalmente a casarme.

Había una viuda rica, desconsolada por la pérdidade su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis prome-sas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones,cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto engratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísi-mas trenzas se mezclaban por un momento con los cabe-llos que el arte de Grandjean me había proporcionadotemporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros ca-bellos, pero así ocurrió. Levantéme con una relucientecalva y sin peluca, mientras ella, ahogándose con cabe-llos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaronmis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un ac-cidente por cierto imprevisible, pero que la serie natu-ral de los sucesos había provocado.

Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de uncorazón menos implacable. Los hados me fueron propi-cios durante un breve período, pero un incidente trivialvolvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia enuna avenida frecuentada por toda la élite de la ciudad,me preparaba a saludarla con una de mis más respetuo-sas reverencias, cuando alguna partícula de alguna ma-teria se me alojó en el ojo, dejándome completamenteciego por un momento. Antes de que pudiera recobrarla vista, la dama de mi amor había desaparecido, irrepara-blemente ofendida por lo que consideraba descortesía aldejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras perma-

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necía desconcertado por lo repentino de este accidente(que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquiermortal), se me acercó el Ángel de lo Singular, ofrecién-dome su ayuda con una gentileza que no tenía razonespara esperar. Examinó mi congestionado ojo con grandelicadeza y habilidad, informándome que me había caí-do en él una gota, y —sea lo que fuere aquella gota— mela extrajo y me procuró alivio.

Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puestoque la mala fortuna había decidido perseguirme, y, enconsecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vezallí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos mo-rir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza ala corriente, teniendo por único testigo de mi destino aun cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la ten-tación de comer maíz mojado en aguardiente, se habíaseparado de sus compañeros. Tan pronto me hube tira-do al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose laparte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, portanto, mis designios suicidas, y luego de introducir laspiernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en per-secución del villano con toda la celeridad que el caso re-clamaba y que las circunstancias permitían. Mas micruel destino me acompañaba, como siempre. Mientrascorría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupa-do por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, perci-bí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acaba-ba de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil peda-zos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atraparla cuerda de un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto recobré suficientemente los sentidos comopara darme cuenta de la terrible situación en que me ha-llaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuer-zas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación

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a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largotiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserableno quería oír, Entretanto el globo ganaba altura rápi-damente, mientras mis fuerzas decrecían con no menorrapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caersilenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír unaprofunda voz en lo alto, que parecía estar canturreandoun aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Án-gel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinabasobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la bocay, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecíamuy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto amí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cualme limité a mirarlo con aire implorante.

Durante largo tiempo no dijo nada, aunque me con-templaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otrolado de la boca, condescendió a hablar.

—¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? —pre-guntó.

A esta desfachatez, crueldad y afectación sólo puderesponder con una sola palabra: ¡Socorro!

—¡Socorro! —repitió el malvado—. ¡Nada te eso! Ahífa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lolleve!

Con estas palabras, dejó caer una pesada botella deKirschenwasser que, dándome exactamente en mitad delcráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acaba-ban de volar. Dominado por esta idea me disponía a sol-tar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuandofui detenido por un grito del ángel, quien me mandabaque no me soltara.

—¡Déngase con fuerza! —gritó—. ¡Y no se abresure!¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarsebien y ser más sensato?

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Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza,la primera negativamente, para indicar que por el mo-mento no deseaba recibir la otra botella, y la segundaafirmativamente, a fin de que el ángel supiera que meportaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello lo-gré que se dulcificara un tanto.

—Entonces… ¿cree por fin? —inquirió—. ¿Cree porfin en la bosibilidad de lo extraño?

Asentí nuevamente con la cabeza.—¿Y cree en mí, el Ángel de lo Singular?Asentí otra vez.—¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un

estúbido?Una vez más dije que sí.—Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo iz-

quierdo te los bantalones, en señal de su entera sumi-sión al Ángel de lo Singular.

Por razones obvias me era absolutamente imposiblecumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo iz-quierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltabala mano derecha de la soga, no podría sostenerme un soloinstante con la otra. En segundo término, no disponíade pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues,precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamen-te la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que enaquel instante me era imposible acceder a su muy razo-nable demanda. Pero, apenas había terminado de mo-verla, cuando…

—¡Fáyase al tiablo, entonces! —rugió el Ángel de loSingular.

Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada ala soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamen-te sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrina-ciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé ca-

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yendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en elhogar del comedor.

Al recobrar los sentidos —pues la caída me había atur-dido terriblemente— descubrí que eran las cuatro de lamañana. Estaba tendido allí donde había caído del glo-bo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguidofuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de unamesita volcada, entre los restos de una variada comida,junto con los cuales había un periódico, algunos vasos ybotellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser deSchiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Singular.

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EL BARRIL DE AMONTILLADO

LO MEJOR que pude había soportado las mil injurias deFortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme.Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi ca-rácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronun-ciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A lalarga, yo sería vengado. Éste era ya un punto estableci-do definitivamente. Pero la misma decisión con que lohabía resuelto excluía toda idea de peligro por mi par-te. No solamente tenía que castigar, sino castigar impu-nemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justocastigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin re-paración cuando ésta deja de dar a entender a quien leha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra,di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buenavoluntad hacia él. Continué, como de costumbre, son-riendo en su presencia, y él no podía advertir que mi son-risa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatar-le la vida.

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Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otrosaspectos, era un hombre digno de toda consideración, yaun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un en-tendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero ta-lento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo seadapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión re-quieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionai-res ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas,Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verda-dero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era since-ro. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamen-te de él. También yo era muy experto en lo que se refie-re a vinos italianos, y siempre que se me presentaba oca-sión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Car-naval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cor-dialidad, porque había bebido mucho. El buen hombreestaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñi-do, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabezacon un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Mealegré tanto de verle, que creí no haber estrechado ja-más su mano como en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, éstees un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tie-ne usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algoque llaman amontillado, y tengo mis dudas.

—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Im-posible! ¡Y en pleno Carnaval!

—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —con-testé—, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si setratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. Nohabía modo de encontrarle a usted, y temía perder la oca-sión.

—¡Amontillado!

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—Tengo mis dudas.—¡Amontillado!—Y he de pagarlo.—¡Amontillado!—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado,

iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido.Él me dirá...

—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado deljerez.

—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su pala-dar puede competir con el de usted.

—Vamos, vamos allá.—¿Adónde?—A sus bodegas.—No mi querido amigo. No quiero abusar de su ama-

bilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luche-si...

—No tengo ningún compromiso. Vamos.—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromi-

so alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegasson terriblemente húmedas; están materialmente cubier-tas de salitre.

—A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amonti-llado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distin-guir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puseun antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo miroquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Loscriados no estaban en la casa. Habían escapado para cele-brar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dichoque yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándolesórdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Es-tas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para

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asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuan-to volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a For-tunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a tra-vés de distintos aposentos por el abovedado pasaje queconducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tor-tuosa escalera, recomendándole que adoptara precau-ciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos pelda-ños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelohúmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabelesde su gorro cónico resonaban a cada una de sus zanca-das.

—¿Y el barril? —preguntó.—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted

esos blancos festones que brillan en las paredes de lacueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupi-las, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

—¿Salitre? —me preguntó, por fin.—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que

tiene usted esa tos?—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!

¡Ejem!...!A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta

pasados unos minutos.—No es nada —dijo por último.—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su

salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado,admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido enotro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mírespecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfer-marse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Ade-más, cerca de aquí vive Luchesi...

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—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia.No me matará. No me moriré de tos.

—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no erami intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar pre-cauciones. Un trago de este medoc le defenderá de lahumedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella quese hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadasen el húmedo suelo.

—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.Llevóse la botella a los labios, mirándome de sosla-

yo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Loscascabeles sonaron.

—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que des-cansan en torno nuestro.

—Y yo, por la larga vida de usted.De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nues-

tro camino.—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.—Los Montresors —le contesté— era una grande y

numerosa familia.—He olvidado cuáles eran sus armas.—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplas-

ta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan enel talón.

—¡Muy bien! —dijo.Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles.

También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por en-tre las murallas formadas por montones de esqueletos,mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más pro-fundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo,esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, másarriba del codo.

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—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentan-do. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahoraestamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad sefiltran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos an-tes de que sea muy tarde. Esa tos...

—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primeroechemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí.Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardientefuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ade-mán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, unmovimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.—No —le contesté.—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?—¿Cómo?—¿No pertenece usted a la masonería?—Sí, sí —dije—; sí, sí.—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?—Un masón —repliqué.—A ver, un signo —dijo.—Éste —le contesté, sacando de debajo de mi roque-

laire una paleta de albañil.—Usted bromea —dijo, retrocediendo unos pasos—.

Pero, en fin, vamos por el amontillado.—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa

y ofreciéndole de nuevo mi brazo.Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro ca-

mino en busca del amontillado. Pasamos por debajo deuna serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos lue-go, descendimos después y llegamos a una profunda crip-ta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más quebrillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la crip-

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ta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes ha-bían sido alineados restos humanos de los que se amon-tonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como enlas grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban tambiénadornados del mismo modo. Del cuarto habían sido reti-rados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, for-mando en un rincón un montón de cierta altura. Dentrode la pared, que había quedado así descubierta por el des-prendimiento de los huesos, veíase todavía otro recintointerior, de unos cuatro pies de profundidad y tres deanchura, y con una altura de seis o siete. No parecía habersido construido para un uso determinado, sino que for-maba sencillamente un hueco entre dos de los enormespilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacum-bas, y se apoyaba en una de las paredes de granito ma-cizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi con-sumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel re-cinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Siaquí estuviera Luchesi...

—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzan-do con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallarinterrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y per-plejo. Un momento después había yo conseguido encade-narlo al granito. Había en su superficie dos argollas dehierro, separadas horizontalmente una de otra por unosdos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para suje-tarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiadoaturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y re-trocedí, saliendo del recinto.

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—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y nopodrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muyhúmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? En-tonces, no me queda más remedio que abandonarlo; perodebo antes prestarle algunos cuidados que están en mimano.

—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no habíasalido aún de su asombro.

—Cierto —repliqué—, el amontillado.Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel mon-

tón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a unlado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad depiedra de construcción y mortero. Con estos materialesy la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar laentrada del nicho. Apenas había colocado al primer tro-zo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de quela embriaguez de Fortunato se había disipado en granparte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemidoapagado que salió de la profundidad del recinto. No eraya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luegoun largo y obstinado silencio. Encima de la primera hi-lada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí en-tonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido seprolongó unos minutos, durante los cuales, para delei-tarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cucli-llas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquelrechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin inte-rrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared sehallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo medetuve, y, levantando la antorcha por encima de la obraque había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que sehallaba en el interior.

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Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repen-te de la garganta del hombre encadenado, como si qui-siera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saquémi espada y empecé a tirar estocadas por el interior delnicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranqui-lizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra yrespiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y con-testé entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí,los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice,y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi traba-jo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas.Había terminado casi la totalidad de la oncena, y queda-ba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía queluchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en laposición necesaria. Pero entonces salió del nicho unarisa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitíacon una voz tan triste, que con dificultad la identifiquécon la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buenabroma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je,je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

—El amontillado —dije.—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace

tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady For-tunato y los demás? Vámonos.

—Sí —dije—; vámonos ya.—¡Por el amor de Dios, Montresor!—Sí —dije—; por el amor de Dios.En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas

palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:—¡Fortunato!No hubo respuesta, y volví a llamar.

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—¡Fortunato!Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por

el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Mecontestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el co-razón, sin duda causada por la humedad de las catacum-bas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos es-fuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí conargamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesoscontra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie losha tocado. In pace requiescat!

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EL CORAZÓN DELATOR

¡ES CIERTO! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, te-rriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes queestoy loco? La enfermedad había agudizado mis senti-dos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era elmás agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en latierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómopuedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen concuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mihistoria.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró enla cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, meacosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Nitampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamásme había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinerono me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue!Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste,y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí seme helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmen-te, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquelojo para siempre.

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Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco.Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieranpodido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habili-dad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... conqué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amablecon el viejo que la semana antes de matarlo. Todas lasnoches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de supuerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuan-do la abertura era lo bastante grande para pasar la ca-beza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completa-mente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, ytras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reí-do al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movíalentamente... muy, muy lentamente, a fin de no pertur-bar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera intro-ducir completamente la cabeza por la abertura de lapuerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que unloco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuan-do tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abríala linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente!Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujíanlas bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que unsolo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lohice durante siete largas noches... cada noche, a las doce...pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me eraimposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quienme irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenasiniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y lehablaba resueltamente, llamándolo por su nombre convoz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche.Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muyastuto para sospechar que todas las noches, justamentea las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

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Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautelaque de costumbre al abrir la puerta. El minutero de unreloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mimano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido elalcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lo-graba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que es-taba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni si-quiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamien-tos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó,porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, comosi se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché haciaatrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez,ya que el viejo cerraba completamente las persianas pormiedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible dis-tinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando sua-vemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir lalinterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálicoy el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

—¿Quién está ahí?Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una

hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiem-po no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía senta-do, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche trasnoche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyosonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el que-jido que nace del terror. No expresaba dolor o pena...¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo delalma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo esesonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuandoel mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondandocon su espantoso eco los terrores que me enloquecían.Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba

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sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en elfondo de mi corazón. Comprendí que había estado des-pierto desde el primer leve ruido, cuando se movió enla cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no eranada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que elviento en la chimenea... o un grillo que chirrió una solavez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposi-ciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porquela Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva,y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aque-lla sombra imperceptible era la que lo movía a sentir—aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la presen-cia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con todapaciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abriruna pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con quécuidado, con qué inmenso cuidado—, hasta que un finorayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ra-nura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecéa enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda clari-dad, de un azul apagado y con aquella horrible tela queme helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada dela cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por uninstinto, había orientado el haz de luz exactamente ha-cia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamentepor locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos?En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apaga-do y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuel-to en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Erael latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia,

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tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje deun soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado.Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo queno se moviera, tratando de mantener con toda la firme-za posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infer-nal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vezmás rápido, cada vez más fuerte, momento a momento.El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez másfuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Leshe dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a media-noche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, unresonar tan extraño como aquél me llenó de un horrorincontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunosminutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cadavez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel cora-zón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó demí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La horadel viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todola linterna y me precipité en la habitación. El viejo cla-mó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segun-do para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado col-chón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había re-sultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazónsiguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no mepreocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de lasparedes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto.Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muer-to, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el co-razón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el me-nor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volve-ría a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán dehacerlo cuando les describa las astutas precauciones que

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adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba,mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en si-lencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la ca-beza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitacióny escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablo-nes con tanta habilidad que ningún ojo humano —ni si-quiera el suyo— hubiera podido advertir la menor di-ferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... nin-gún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido paraeso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro dela madrugada, pero seguía tan oscuro como a mediano-che. En momentos en que se oían las campanadas de lahora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir contoda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy ci-vilmente como oficiales de policía. Durante la noche, unvecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospe-chaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir esteinforme en el puesto de policía, habían comisionado alos tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienveni-da a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquelgrito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejose había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantesa recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revi-saran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habita-ción del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómocada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo demis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a lostres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mien-tras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, co-

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locaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposabael cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales loshabían convencido. Por mi parte, me hallaba perfecta-mente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comu-nes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, alcabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido ydeseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía per-cibir un zumbido en los oídos; pero los policías continua-ban sentados y charlando. El zumbido se hizo más inten-so; seguía resonando y era cada vez más intenso. Habléen voz muy alta para librarme de esa sensación, pero con-tinuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara...hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no seproducía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí ha-blando con creciente soltura y levantando mucho la voz.Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo?Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido comoel que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo ja-deaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo,los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapi-dez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamen-te. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en vozmuy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonidocrecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve deun lado a otro, a grandes pasos, como si las observacio-nes de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonidocrecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo?Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balancean-do la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ellalas tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos losotros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto!Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamen-

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te y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios!¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... yse estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y asílo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aque-lla agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquelescarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisashipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y enton-ces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... másfuerte... más fuerte!

—¡Basta ya de fingir, malvados! —aullé—. ¡Confiesoque lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Dondeestá latiendo su horrible corazón!

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EL COTTAGE DE LANDOR

DURANTE una excursión a pie, que realicé el pasado vera-no a través de uno o dos de los condados ribereños deNueva York, me encontré, al caer el día, un tanto des-orientado acerca del camino que debía seguir. La tierrase ondulaba de un modo considerable y durante la últi-ma hora mi senda había dado vueltas y más vueltas deaquí para allá, tan confusamente en su esfuerzo por man-tenerse dentro de los valles, que no tardé mucho en ig-norar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B...,donde había decidido pernoctar. El sol casi no había bri-llado durante el día —en el más estricto sentido de lapalabra—, a pesar de lo cual había estado desagradable-mente caluroso. Una niebla humeante, parecida a la delverano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego, con-tribuía a mi incertidumbre. No es que me preocupara mu-cho por eso. Si. no llegaba a la aldea antes de la puestadel sol o aun antes de que oscureciese, sería más que po-sible que surgiera por allí una pequeña granja holandesao algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededoresestaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser es-

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tos parajes más pintorescos que fértiles. De todos mo-dos, con mi mochila por almohada y mi perro de centi-nela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que de-bería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis an-chas, haciéndose Ponto cargo de mi escopeta, hasta que,finalmente, en el momento que yo había empezado a con-siderar si los pequeños senderos que se abrían aquí y allíeran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía elmás prometedor, me condujo a un verdadero camino decarros. No podía haber equivocación. Las ligeras huellasde ruedas eran evidentes, y aunque los altos arbustos yla maleza excesivamente crecida se entrecruzaban for-mando una maraña elevada, no había obstrucción algu-na por abajo, incluso para el paso de una galera de Vir-ginia, que es el vehículo con más aspiraciones de todoscuantos conozco de su clase. Sin embargo, la carretera,excepto en lo de estar trazada a través del bosque —siésta no es una palabra demasiado importante para tanpequeña agrupación de árboles— y excepto en los deta-lles de evidentes huellas de ruedas, no guardaba la me-nor relación con todas las carreteras que yo había vistohasta entonces. Las huellas de las que hablo no eran sinodébilmente perceptibles, habiendo sido impresas sobrela superficie firme, pero desagradablemente mojada, queera más parecida al verde terciopelo de Génova que aninguna otra cosa. Naturalmente, era césped, pero uncésped que raras veces vemos en Inglaterra —tan corto,tan espeso, tan nivelado y tan vivo de color—. En aque-lla vía de ruedas no existía ni un solo obstáculo, ¡ni si-quiera una piedra o una ramita seca! Las piedras que unavez obstruyeron el camino habían sido cuidadosamentecolocadas, no tiradas a lo largo de las cunetas, sino pues-tas alrededor como para señalar sus límites, con una clasede definición medio precisa, medio negligente y total-

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mente pintoresca. Por todas partes crecían grupos de flo-res entre las piedras con una gran exuberancia. Desdeluego, yo no sabía qué sacar de todo aquello. Sin dudaalguna era arte, lo que no me sorprendía, pues todas lascarreteras son obras de arte en el sentido corriente dela palabra. No puedo decir que hubiera mucho para ma-ravillarse en el simple exceso de arte manifestado; todoparecía haber sido hecho, debería haber sido hecho allí,con “recursos naturales”, tal como se dice en los librosde jardinería del paisaje, con muy poco trabajo y gasto.No eran la cantidad del arte, sino su carácter, lo que meindujo a tomar asiento sobre una de las floridas piedrasy mirar de arriba abajo aquella avenida que parecía dehadas, durante media hora o más, con maravillosa ad-miración. Cualquier cosa se iba haciendo más y más evi-dente conforme la miraba: aquellos arreglos deberían ha-ber sido dirigidos por un artista, y uno de gusto muy exi-gente para las formas. Se intentó conservar un equili-brio entre lo delicado y gracioso, por una parte, y lo pin-toresco, en el verdadero sentido del término italiano,por la otra. Había pocas líneas rectas y pocas líneas con-tinuas. El mismo efecto de curvatura o de color aparecíarepetido en general dos veces, pero no aparecía con másfrecuencia, desde ningún punto de vista.

Por todas partes había variedad en la uniformidad.Era una pieza de composición a la que el gusto del críti-co más exigente apenas hubiera podido sugerir la máspequeña enmienda. Cuando entré por aquella carreterahabía torcido a la derecha y ahora, al levantarme, conti-nué en la misma dirección. La senda era tan sinuosa queen ningún momento, desde luego, podía andar más dedos o tres pasos en línea recta. Su carácter no experi-mentaba ningún cambio material.

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De forma repentina, el murmullo del agua se oyó sua-vemente y algunos momentos después, cuando el cami-no torcía de forma algo más brusca que la de antes, divi-sé un edificio de cierta categoría que se alzaba al pie delsuave declive, precisamente delante de mí. No podía vernada claramente a causa de la niebla que ocupaba todoel pequeño valle que se hallaba a mis pies. Sin embargo,ahora que el sol iba a ponerse, se levantaba una suavebrisa, y mientras permanecía de pie sobre la cima de laladera, la niebla se iba disipando gradualmente en espi-rales y de ese modo flotaba sobre el paisaje. Cuando elescenario fue haciéndose más visible, de forma gradualcomo lo describo, parte por parte, aquí un árbol, allí unresplandor de agua y aquí de nuevo el final de una chi-menea, no pude menos de imaginar que todo no era sinouna de esas ilusiones ingeniosas que algunas veces seexhiben bajo el nombre de “cuadros desvanecientes”. Sinembargo, durante ese tiempo la niebla había desapare-cido totalmente, el sol se había ocultado detrás de lassuaves colinas y desde allí, como con un ligero paso ha-cia el sur, se había vuelto a hacer visible, brillando conreflejos purpúreos a través de una hondonada, por la quese penetraba al valle del Oeste. De repente, y como porarte de magia, todo el valle y todo lo que en él había sehizo visible. La primera ojeada, mientras el sol se desli-zaba en la posición descrita, me impresionó mucho másde lo que me hubiera impresionado, siendo colegial, elfinal de una buena representación de teatro o melodra-ma. Ni siquiera se echaba de menos la monstruosidad decolor, pues la luz del sol salía a través de la hondonada,coloreada por completo de anaranjado y púrpura, mien-tras el vivo verde del césped del valle era reflejado máso menos sobre los objetos, desde la cortina de vapor queaún colgaba por encima, como si le costase trabajo aban-

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donar escena de tan encantadora belleza. El pequeño va-lle que yo curioseaba a mis pies desde aquel dosel de nie-bla, puede que no tuviera más de cuatrocientos metrosde longitud, mientras que su ancho variaba de cincuen-ta a ciento cincuenta, o tal vez doscientos. Era más es-trecho en su extremo norte, abriéndose conforme se acer-caba hacia el sur, aunque con regularidad no muy preci-sa. La parte más ancha estaba a unas ochenta yardas delextremo sur. Las laderas que cerraban el valle no podíanllamarse propiamente colinas, al menos en su cara nor-te. Aquí se elevaba un precipicio de granito escarpadocon una altura de unos noventa pies y, como ya he dicho,el valle en este punto no tenía más de cincuenta pies deancho. A medida que el visitante avanzaba hacia el surdesde el acantilado, encontraba a derecha e izquierdadeclives de menos altura, menos escarpados y menos ro-cosos. En una palabra, todo se inclinaba y se suavizabahacia el sur, y a pesar de ello el valle estaba rodeado poreminencias más o menos altas, excepto en dos puntos.De uno ya he hablado. Se encontraba considerablemen-te al noroeste y estaba allí donde el sol poniente se abríacamino, como ya lo he descrito, en el anfiteatro a travésde una grieta natural lisamente trazada en el terraplénde granito; esta grieta tendría diez yardas por su partemás ancha, hasta donde el ojo era capaz de ver. Parecíallevar hacia arriba, como una calzada natural, a los re-cónditos lugares de inexploradas montañas y bosques.La otra abertura estaba situada directamente en el otroextremo sur del valle. Allí, por regla general, las pen-dientes no eran sino suaves inclinaciones que se exten-dían de este a oeste en unas cincuenta yardas, aproxi-madamente. En medio de esta extensión había una de-presión al nivel corriente del suelo del valle. En cuantoa la vegetación, así como a todo lo demás, la escena se sua-

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vizaba y ondulaba hacia el sur. Hacia el norte, y sobre elprecipicio escarpado, se alzaban a algunos pasos del bor-de magníficos troncos de numerosos nogales americanos,nogales negros y castaños, entremezclados con algún otroroble. Las fuertes ramas laterales de los castaños, espe-cialmente, sobresalían en mucho sobre el borde del acan-tilado. Continuando su marcha hacia el sur, el viajero veíaal principio la misma clase de árboles, pero cada vez me-nos elevados. Luego veía el olmo apacible, seguido por elsasafrás; el algarrobo y el curbaril, y éstos a su vez porel tilo, el ciclamor, la catalpa y el arce, y éstos de nuevopor otras variedades más graciosas y modestas. Toda lacara del declive sur estaba cubierta sólo de arbustos sal-vajes, con excepción de algún sauce plateado o álamoblanco. En el fondo del mismo valle (pues debe recordarseque la vegetación mencionada hasta ahora sólo crecía enlos precipicios o laderas de los montes) podían verse tresárboles aislados. Uno era un olmo de hermoso tamaño yexquisita forma que se alzaba como si guardase la entra-da sur del valle. Otro era un nogal americano, mucho ma-yor que el anterior y en su conjunto mucho más hermo-so, aunque ambos eran muy bellos. Éste parecía tener asu cargo la entrada noroeste, brotando de un montón derocas en la misma embocadura del precipicio y proyec-tando su graciosa figura en un ángulo de casi cuarenta ycinco grados, a lo lejos, sobre el iluminado anfiteatro.Casi a unas treinta yardas al este de dicho árbol se le-vantaba el orgullo del valle, y por encima de toda discu-sión, el árbol más magnífico que yo he visto jamás, salvo,tal vez, entre los cipreses de Ilchiatuckanee. Era un tulí-pero de triple tronco, el Liriodendron. Tulipiferurn, per-teneciente a la familia de las magnolias. Los tres tron-cos estaban separados del padre unos tres pies del sue-lo, aproximadamente, y se apartaban muy suave y gra-

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dualmente, apenas distando entre ellos cuatro pies dedonde el tronco más ancho extendía su follaje; esto ocu-rría a una altura de unos ochenta pies. La altura del tron-co principal era de ciento veinticinco. Nada hay que su-pere en belleza a la forma y el color verde brillante delas hojas del tulípero. En el ejemplar al que me refierotenían muy bien ocho pies de anchura, pero su gloria es-taba completamente eclipsada por el magnífico esplen-dor de su profusa floración. ¡Imaginad, congregados enun denso ramillete, un millón de tulipanes de los másgrandes y espléndidos! Sólo así puede el lector hacerseuna idea del cuadro que intento describir; y luego, la gra-cia firme de los lisos troncos, finamente pulidos comocolumnas, el más ancho de los cuales medía cuatro piesde diámetro, a veinte del suelo. Las innumerables flores-cencias, mezclándose con las de los otros árboles de pa-recida belleza, aunque infinitamente de menor majes-tad, llenaban el valle de aromas más agradables que losperfumes de Arabia.

El suelo del anfiteatro tenía un césped de la mismaclase que el de la carretera y aún más deliciosamentesuave, espeso, aterciopelado y de un verde milagroso.Era difícil de concebir cómo se había logrado toda esabelleza. He hablado de las dos aberturas que tenía el va-lle. En una de ellas, la situada al noroeste, fluía un ria-chuelo que, con un murmullo suave y espumoso, llegabahasta estrellarse contra el grupo de rocas sobre las quebrotaba el nogal americano. Allí, después de rodear elárbol, pasaba un, poco hacia el nordeste, dejando el tulí-pero a unos veinte pies hacia el sur y no sufriendo otraalteración en su curso hasta que se aproximaba al cen-tro entre los límites orientales y occidentales del valle.En este punto, después de una serie de revueltas, dobla-ba en ángulo recto y proseguía generalmente en direc-

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ción sur, serpenteando en su cauce hasta llegar a per-derse en un pequeño lago de forma irregular (aunqueásperamente ovalado) que se extendía resplandecientecerca de la extremidad inferior del valle. Este pequeñolago tenía tal vez cien yardas de diámetro en su partemás ancha. Ningún cristal podía ser más claro que susaguas. Su fondo, que podía verse con claridad, estaba for-mado todo él de guijarros de un blanco brillante. Sus ori-llas, de césped esmeralda, ya descritas, redondeadas másbien que cortadas, se hundían en el claro cielo de deba-jo, y tan claro era éste y tan perfectamente reflejaba aveces los objetos que estaban por encima, que era un pun-to difícil de determinar dónde acababa la orilla verda-dera y dónde comenzaba su reflejo. Las truchas y otrasvariedades de peces, de las que aquella laguna parecíaestar incomprensiblemente repleta, tenían toda la apa-riencia de auténticos peces voladores. Resultaba casi im-posible de creer que no estaban suspendidos del aire. Unaligera canoa de corteza de abedul que descansaba pláci-damente sobre el agua, era reflejada hasta en sus másminuciosas fibras con una fidelidad superior al espejomás pulido. Una pequeña isla, que reía bellamente conflores en todo su apogeo y que ofrecía muy poco más es-pacio que el justo para sostener alguna pequeña y pinto-resca edificación, como una casita de patos, se levantabasobre la superficie del lago, no muy lejos de la orilla nor-te, a la cual estaba unida por medio de un puente incon-cebiblemente ligero y rústico. Estaba formado por unatabla única, ancha y gruesa, de madera de tulípero quemedía cuarenta pies de larga y que salvaba el espacio com-prendido entre orilla y orilla con un ligero, como percep-tible arco que prevenía toda oscilación. Del extremo surdel lago salía una prolongación del arroyo que despuésde serpentear tal vez treinta yardas, pasaba, finalmen-

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te, a través de la depresión (ya descrita) en medio de lapendiente sur, y lanzándose por un abrupto precipiciode cien pies, seguía su áspera y desconocida ruta haciael Hudson.

El lago era profundo —en algunos puntos, treintapies—, pero el arroyo raras veces excedía de tres, mien-tras su anchura mayor era casi de ocho. El fondo y lasorillas eran semejantes a las del lago, y si se les debieraatribuir algún defecto, de acuerdo con su pintoresquis-mo, sería el de su excesiva pulcritud. La extensión delverde césped estaba suavizada aquí y allí por algún bo-nito arbusto, tal como la hortensia, la corriente bola denieve o la aromática lila; o más frecuentemente por unmacizo de geranios floreciendo magníficos en grandesvariedades. Estos últimos crecían en tiestos que estabancuidadosamente enterrados en el suelo, como para dar alas plantas la apariencia de ser naturales. Además deesto, el terciopelo del césped estaba exquisitamente mo-teado por un rebaño considerable que pastaba por el va-lle en compañía de tres gamos domesticados y un grannúmero de patos de brillantes plumas. Un mastín enor-me parecía estar vigilando a cada uno de aquellos ani-males.

A lo largo de las colinas de la parte este y oeste, ha-cia la parte superior del anfiteatro, donde eran más omenos escarpados los linderos, crecía una gran profu-sión de brillante hierba —de modo que sólo de tarde entarde se podía descubrir algún sitio de la roca que hu-biera quedado desnuda—. El precipicio norte estaba delmismo modo enteramente cubierto de viñas de rara exu-berancia; algunas brotaban en la base del acantilado yotras sobre los bordes de sus paredes laterales. La lige-ra elevación que formaba el límite más bajo de esta pe-queña posesión estaba coronada por un muro de piedra

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uniforme, de altura suficiente como para prevenir queescaparan los gamos. Por ningún lado se veía algo quepudiera ser un vallado; es que en realidad no era en modoalguno necesario, pues si, por ejemplo, llegaba a extra-viarse alguna oveja que hubiese intentado salir del vallepor medio del precipicio, después de unas cuantas yar-das, habría encontrado interrumpido su caminar por elborde de la roca, sobre el cual se precipitaba la cascadaque había atraído mi atención cuando por vez primerame acerqué a la finca. En resumen: las únicas entradaso salidas sólo eran posibles a través de una verja que ocu-paba un paso rocoso en la carretera a algunas yardas pordebajo del lugar donde yo me había detenido para con-templar el paisaje. He descrito el arroyo que serpentea-ba de modo muy irregular a lo largo de su curso. Sus dosdirecciones principales eran, como dije. primero de oes-te a este y luego de norte a sur. En la revuelta, la corrien-te, retrocediendo en su marcha, describía una curva casicircular, de forma como de península o tal vez como unaisla, y que incluía en su interior una extensión de la sex-ta parte de un acre. Sobre esta península se asentaba unacasa, y cuando vi que esta casa, como la terraza infernalvista por Vathek; était d’une architecture inconnue dansles annales de la terre, quiero decir simplemente que todosu conjunto me impresionó con el más agudo sentido deuna combinación de novedad y de propiedad —de poe-sía, en una palabra (en el término más abstracto y rigu-roso)—, y no es mi intención indicar que el soutre fueratomado en cuenta en algún momento. De hecho, nada po-dría ser más sencillo, ni más completamente carente deambición, que aquel cottage. Su maravilloso efecto radi-caba principalmente en la artística disposición, como lade un cuadro. Mientras la miraba, podía haber imagina-

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do que algún eminente paisajista la había creado con supincel.

El sitio desde el cual vi el valle por vez primera noera por completo, aunque no faltara mucho para ello, elmejor punto desde el cual se pudiera contemplar la casa.Por tanto, la describiré como la vi más tarde, colocándo-me sobre las piedras en el extremo sur del anfiteatro.

El edificio principal tenía cerca de veinticuatro piesde largo y dieciséis de ancho. Su altura total, desde elsuelo a la cúspide del tejado, no debería exceder de die-ciocho pies. Al extremo oeste de esta estructura se le uníaotra un tercio más pequeña en todas sus proporciones;la línea de su fachada retrocedía cerca de dos yardas enrelación con la casa mayor, y la línea del tejado era tam-bién considerablemente más baja que el tejado de su com-pañera. A la derecha de este edificio, y detrás del princi-pal —no exactamente en medio —, se extendía una terce-ra edificación, muy pequeña, y en general un tercio infe-rior que la situada en el ala oeste. Los tejados de las doscasas mayores eran muy empinados, descendiendo des-de la cima con una larga curva cóncava y extendiéndose,por último, cuatro pies más allá de las paredes de la fa-chada, como para cubrir los tejados de dos galerías. Es-tos últimos no necesitaban soportes, desde luego, perocomo tenían el aspecto de necesitarlos, unos ligeros y bienpulidos pilares se habían insertado sólo en las esquinas.El tejado del ala norte era simple prolongación de unaparte del tejado principal. Entre el edificio principal yel ala oeste se alzaba una chimenea muy alta y esbeltade consistentes ladrillos holandeses que se alternabanen rojo y en negro; una ligera cornisa que sobresalía re-mataba el tejado. Los tejados se proyectaban mucho so-bre los caballetes, haciéndolo en el edificio principal comocuatro pies al este y como dos al oeste. La puerta princi-

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pal no estaba precisamente en el centro de la edificaciónprincipal, sino un poco hacia el este, mientras las dosventanas quedaban al oeste. Éstas no bajaban al terre-no, sino que, mucho más largas y estrechas que las co-rrientes, tenían hojas únicas, como las puertas, y crista-les con forma de rombos, pero muy anchos. La puertaera de cristal en su medio panel superior, también en for-ma de rombos, y con una hoja movible, que se asegurabapor la noche. La puerta del ala oeste estaba en esta pa-red y era muy sencilla, con una única ventana que mira-ba hacia el sur. El ala norte no tenía puerta exterior, ysólo una ventana orientada hacia el este. El muro de su-jeción del caballete oriental estaba realzado por una es-calera de balaustrada que la cruzaba en diagonal. Bajoel tejado del amplio alero, esta escalera daba acceso auna puerta que conducía a la buhardilla, o mejor, al des-ván, pues éste se iluminaba únicamente por la luz de unaventana orientada al norte y parecía haber sido ideadocomo almacén. Las galerías del edificio principal y delala oeste no tenían el suelo que acostumbran tener, peroante las puertas y ventanas, anchas losas de granito deforma irregular, quedaban encajadas en el delicioso cés-ped, proporcionando en cualquier tiempo un conforta-ble pavimento. Excelentes senderos del mismo material,no ajustado, sino dejando que el césped aterciopelado lle-nara los frecuentes espacios entre las piedras, llevabanaquí y allá, desde la casa a un manantial cristalino quemanaba a muy pocos pasos, a la carretera o a uno de losdos pabellones que se extendían al norte, más allá delarroyo y completamente tapados por algunos algarrobosy catalpas. A menos de seis pasos de la entrada princi-pal del cottage se levantaba el tronco muerto de un fantás-tico peral, tan recubierto de pies a cabeza por espléndi-das flores de bignonia, que uno precisaba una gran aten-

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ción para determinar qué clase de cosa podía ser aque-llo. De diversas ramas de este árbol colgaban jaulas declases diferentes. En una de ellas, un sinsonte se remo-vía con gran algazara en un gran cilindro de mimbre conuna anilla en su parte superior; en otra, una oropéndo-la, y en una tercera, el descarado gorrión de los arroza-les, mientras que tres o cuatro más delicadas prisionesestaban ocupadas por canarios de potente canto. Los pi-lares de las galerías estaban enguirnaldados con jazmi-nes y madreselvas, mientras que enfrente del ángulo for-mado por la estructura principal y su ala oeste brotabauna parra de exuberancia sin igual. Desafiando toda li-mitación, había trepado primero al tejado más bajo, lue-go al más elevado, y después, a lo largo del alero de esteúltimo, seguía retorciéndose, proyectando zarcillos a de-recha e izquierda, hasta alcanzar, por último, el caballe-te del este y caer rastreando por las escaleras.

Toda la casa, con sus alas, fue construida con arre-glo a la vieja moda holandesa de ancho entablado y bor-des sin redondear. La particularidad de este material esdar a las casas construidas con él todo el aspecto de sermás anchas en la base que en la parte superior —comoen la arquitectura egipcia—, y en el caso presente, aquelefecto, extraordinariamente pintoresco, se basaba en losnumerosos tiestos de magníficas flores que casi circun-daban la base de los edificios. El entablado estaba pinta-do de gris oscuro y un artista puede fácilmente imagi-nar el magnífico efecto que este tono neutro producía,mezclado con el vivo verde de las hojas de los tulíperosque parcialmente sombreaban el cottage.

Desde una posición cercana a la valla de piedra, talcomo he descrito, se podían ver con gran facilidad los edi-ficios, pues el ángulo sudeste avanzaba hacia adelante yla vista podía abarcar en seguida el conjunto de las dos

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fachadas, junto con el pintoresco caballete del este y, almismo tiempo, tenía una vista suficiente del ala norte,con retazos del bonito tejado del invernadero y casi lamitad de un puentecillo, puente que se arqueaba sobreel arroyo en las cercanías de los edificios principales.No permanecí mucho tiempo en la cumbre de la colina,aunque sí el suficiente como para hacer una concienzudarecopilación del escenario que tenía a mis pies. Era evi-dente que me había apartado de la carretera de la aldea,y así tenía una buena disculpa de viajero para abrir laverja que estaba ante mí y preguntar el camino, lo cualhice sin la menor vacilación.

La carretera, después de cruzar la puerta, quedabasobre un reborde natural que descendía gradualmentepor la cara de los acantilados del nordeste. Me llevó alpie del precipicio norte, y de allí, luego de cruzar el puen-te y rodear el caballete norte, a la puerta de la fachada.Mientras avanzaba pude darme cuenta de que no se po-dían ver los pabellones. Cuando doblé la esquina del ca-ballete, un mastín saltó hacia mí silenciosamente, perocon la vista y todo el aire de un tigre. Sin embargo, le alar-gué mi mano en señal de amistad —pues no he conocidoperro alguno que se mostrase reacio a una llamada a sucortesía— y no sólo cerró su boca y meneó su cola, sinoque me ofreció de verdad su pata, extendiendo despuéssus muestras de civilidad a Ponto.

No se veía ninguna campanilla y golpeé con mi bas-tón la puerta, que estaba entornada. Instantáneamente,la figura más bien delgada o ligera y de estatura supe-rior a la media, de una joven de unos veintiocho años,avanzó hacia el umbral. Cuando se acercaba, con ciertahumilde decisión, con su paso del todo indescriptible,me dije a mí mismo: “Con seguridad he encontrado aquíla perfección de lo natural, en contraposición a la gracia

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artificial”. La segunda impresión que me causó, y la másviva de las dos, fue la del entusiasmo. Una impresión deromanticismo o tal vez de espiritualidad, tan intensa comoaquella que brillaba en sus profundos ojos, jamás se ha-bía hundido en el fondo de mi corazón de aquel modo.No sé cómo fue, pero esa peculiar expresión de ojos, quea veces se refleja en los labios, es el atractivo más enér-gico, sino el único, que despierta mi mayor interés haciauna mujer. “Romanticismo”, hará comprender a mis lec-tores, lo que quiero decir con la palabra. Romanticismoy feminidad son para mí términos sinónimos, y despuésde todo, lo que un hombre ama en la mujer es simplemen-te su “feminidad”. Los ojos de Annie (yo oí a alguien quedesde el interior le llamaba “Annie querida...” eran deun “gris espiritual”; su cabello, castaño claro; esto fuetodo lo que tuve tiempo de observar en ella.

Atendiendo su cortés invitación, entré, pasando pri-mero a un vestíbulo muy espacioso. Habiendo ido allí prin-cipalmente para observar, me fijé que a la derecha, al en-trar, había una ventana semejante a las de la fachada dela casa; que a la izquierda, una puerta conducía a la ha-bitación principal, mientras enfrente de mí una puertaabierta me permitía ver un pequeño apartamiento, preci-samente del tamaño del vestíbulo, arreglado como estu-dio y con una ancha ventana saliente que daba al norte.Pasando al saloncito me encontré con míster Landor, pueséste, como supe después, era su nombre. Era un hombreeducado y cordial en su modo de reír; pero precisamen-te entonces estaba yo más interesado en observar el deco-rado de la casa que tanto me había atraído, que no pres-té atención a sus ocupantes. El ala norte, como vi enton-ces, tenía un dormitorio cuya puerta comunicaba con elsaloncito. Al oeste de esta puerta se veía una ventana quedaba al arroyo. En el extremo oeste del saloncito había

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una chimenea y una puerta que conducía al ala oeste,probablemente a la cocina.

Nada podía ser más rigurosamente simple que el mobi-liario del saloncito. En el suelo, una alfombra de nudode excelente tejido, con fondo blanco salpicado de peque-ñas figuras circulares verdes. En las ventanas había cor-tinas de muselina de inmaculada blancura, de anchuraaceptable y que colgaban formando pliegues rectos y pa-ralelos hasta el suelo. Las paredes estaban empapela-das con papel francés de eran delicadeza: fondo platea-do con listas de color verde pálido, corriendo en zigzagde un lado a otro. Sobre él sólo había tres exquisitas li-tografías de Julien, a tres colores, colgadas de la pared,sin marcos. Uno de los cuadros representaba una escenade lujo oriental, llena de voluptuosidad; la otra era unaescena de carnaval, de una fuerza incomparable; la ter-cera, una cabeza de mujer griega, un rostro tan divina-mente hermoso y, sin embargo, con una expresión de in-constancia tan provocativa como jamás mis ojos habíanvisto hasta entonces.

Los muebles más importantes consistían en una mesaredonda, unas cuantas sillas (incluyendo una mecedora)y un sofá, o mejor, canapé de madera de arce lisa pinta-da de un tono blanco-crema, ligeramente ribeteado deverde, con asiento de enea. Las sillas y la mesa hacíanjuego. No cabía duda de que todo había sido designadopor el mismo cerebro que planeó los terrenos; de otromodo sería imposible concebir algo tan delicado. Sobrela mesa había unos cuantos libros, una botella de cristalancha y cuadrada en algún perfume nuevo, una lámparade cristal esmerilado (no solar) con una pantalla de es-tilo italiano y un gran vaso repleto de espléndidas flo-res. Éstas, de magníficos colores y suave aroma, consti-tuían en verdad la única decoración del departamento.

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La repisa de la chimenea estaba enteramente repleta deun florero de geranios. Sobre una estantería triangularen cada ángulo de la habitación se veían vasos semejan-tes que sólo variaban en su bello contenido. Uno o dospequeños bouquets, adornaban el mantel y tardías viole-tas se apretaban en las ventanas abiertas.

El propósito de este trabajo no ha sido sino el de darcon detalle una descripción de la residencia de místerLandor, tal y como yo la encontré.

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EL DEMONIO DE LA PERVERSIDAD

EN LA consideración de las facultades e impulsos de los“prima mobilia” del alma humana, los frenólogos han ol-vidado una tendencia que, aunque evidentemente existecomo un sentimiento radical, primitivo, irreductible, losmoralistas que los precedieron también habían pasadopor alto. Con la perfecta arrogancia de la razón, todos lahemos pasado por alto. Hemos permitido que su existen-cia escapara a nuestro conocimiento tan sólo por falta decreencia, de fe, sea fe en la Revelación o fe en la Cábala.Nunca se nos ha ocurrido pensar en ella, simplementepor su gratuidad. No creímos que esa tendencia tuvieranecesidad de un impulso. No podíamos percibir su nece-sidad. No podíamos entender, es decir, aunque la nociónde este “primum mobile” se hubiese introducido por símisma, no podíamos entender de qué modo era capaz deactuar para mover las cosas humanas, ya temporales, yaeternas. No es posible negar que la frenología, y en granmedida toda la metafísica, han sido elaboradas a priori.El metafísico y el lógico, más que el hombre que piensao el que observa, se ponen a imaginar designios de Dios,

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a dictarle propósitos. Habiendo sondeado de esta mane-ra, a gusto, las intenciones de Jehová, construyen sobreestas intenciones sus innumerables sistemas mentales.En materia de frenología, por ejemplo, hemos determi-nado, primero (por lo demás era bastante natural hacer-lo), que, entre los designios de la Divinidad se contabael de que el hombre comiera. Asignamos, pues, a éste unórgano de la alimentividad para alimentarse, y este ór-gano es el acicate con el cual la Deidad fuerza al hom-bre, quieras que no, a comer. En segundo lugar, habien-do decidido que la voluntad de Dios quiere que el hom-bre propague la especie, descubrimos inmediatamenteun órgano de la amatividad. Y lo mismo hicimos con lacombatividad, la idealidad, la casualidad, la constructivi-dad, en una palabra, con todos los órganos que represen-taran una tendencia, un sentimiento moral o una facul-tad del puro intelecto. Y en este ordenamiento de losprincipios de la acción humana, los spurzheimistas, conrazón o sin ella, en parte o en su totalidad, no han hechosino seguir en principio los pasos de sus predecesores,deduciendo y estableciendo cada cosa a partir del desti-no preconcebido del hombre y tomando como fundamen-to los propósitos de su Creador.

Hubiera sido más prudente, hubiera sido más segu-ro fundar nuestra clasificación (puesto que debemos ha-cerla) en lo que el hombre habitual u ocasionalmentehace, y en lo que siempre hace ocasionalmente, en cam-bio de fundarla en la hipótesis de lo que Dios pretendeobligarle a hacer: Si no podemos comprender a Dios ensus obras visibles, ¿cómo lo comprenderíamos en los in-concebibles pensamientos que dan vida a sus obras? Sino podemos entenderlo en sus criaturas objetivas, ¿cómohemos de comprenderlo en sus tendencias esenciales yen las fases de la creación?

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La inducción a posteriori hubiera llevado a la freno-logía a admitir, como principio innato y primitivo de laacción humana, algo paradójico que podemos llamar per-versidad a falta de un término más característico. En elsentido que le doy es, en realidad, un móvil sin motivo,un motivo no motivado. Bajo sus incitaciones actuamossin objeto comprensible, o, si esto se considera una con-tradicción en los términos, podemos llegar a modificarla proposición y decir que bajo sus incitaciones actua-mos por la razón de que no deberíamos actuar. En teoríaninguna razón puede ser más irrazonable; pero, de he-cho, no hay ninguna más fuerte. Para ciertos espíritus,en ciertas condiciones llega a ser absolutamente irresis-tible. Tan seguro como que respiro sé que en la seguri-dad de la equivocación o el error de una acción cualquie-ra reside con frecuencia la fuerza irresistible, la únicaque nos impele a su prosecución. Esta invencible tenden-cia a hacer el mal por el mal mismo no admitirá análisiso resolución en ulteriores elementos. Es un impulso radi-cal, primitivo, elemental. Se dirá, lo sé, que cuando per-sistimos en nuestros actos porque sabemos que no debe-ríamos hacerlo, nuestra conducta no es sino una modifi-cación de la que comúnmente provoca la combatividadde la frenología. Pero una mirada mostrará la falacia deesta idea. La combatividad, a la cual se refiere la freno-logía, tiene por esencia la necesidad de autodefensa. Esnuestra salvaguardia contra todo daño. Su principio con-cierne a nuestro bienestar, y así el deseo de estar bienes excitado al mismo tiempo que su desarrollo. Se sigueque el deseo de estar bien debe ser excitado al mismotiempo por algún principio que será una simple modi-ficación de la combatividad, pero en el caso de esto quellamamos perversidad el deseo de estar bien no sólo no

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se manifiesta, sino que existe un sentimiento fuertemen-te antagónico.

Si se apela al propio corazón, se hallará, después detodo, la mejor réplica a la sofistería que acaba de seña-larse. Nadie que consulte con sinceridad su alma y la so-meta a todas las preguntas estará dispuesto a negar queesa tendencia es absolutamente radical. No es más in-comprensible que característica. No hay hombre vivien-te a quien en algún período no lo haya atormentado, porejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocu-tor con circunloquios. El que habla advierte el desagra-do que causa; tiene toda la intención de agradar; por lodemás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacóni-co y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo condificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera deaquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la ideade que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos yciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente.El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhe-lo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (congran pesar y mortificación del que habla y desafiando to-das las consecuencias) es consentida.

Tenemos ante nosotros una tarea que debe ser cum-plida velozmente. Sabemos que la demora será ruinosa.La crisis más importante de nuestra vida exige, a gran-des voces, energía y acción inmediatas. Ardemos, nosconsumimos de ansiedad por comenzar la tarea, y en laanticipación de su magnifico resultado nuestra alma seenardece. Debe tiene que ser emprendida hoy y, sin em-bargo, la dejamos para mañana; ¿y por qué? No hay res-puesta, salvo que sentimos esa actitud perversa, usandola palabra sin comprensión del principio. El día siguien-te llega, y con él una ansiedad más impaciente por cum-plir con nuestro deber, pero con este verdadero aumen-

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to de ansiedad llega también un indecible anhelo de pos-tergación realmente espantosa por lo insondable. Esteanhelo cobra fuerzas a medida que pasa el tiempo. La úl-tima hora para la acción está al alcance de nuestra mano.Nos estremece la violencia del conflicto interior, de lodefinido con lo indefinido, de la sustancia con la som-bra. Pero si la contienda ha llegado tan lejos, la sombraes la que vence, luchamos en vano. Suena la hora y do-blan a muerto por nuestra felicidad. Al mismo tiempoes el canto del gallo para el fantasma que nos había ate-morizado. Vuela, desaparece, somos libres. La antiguaenergía retorna. Trabajaremos ahora. ¡Ay, es demasiadotarde!

Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abis-mo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impul-so es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nosquedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nues-tro vértigo se confunden en una nube de sentimientosinefables. Por grados aún más imperceptibles esta nubecobra forma, como el vapor de la botella de donde sur-gió el genio en Las mil y una noches. Pero en esa nubenuestra al borde del precipicio, adquiere consistenciauna forma mucho más terrible que cualquier genio o de-monio de leyenda, y, sin embargo, es sólo un pensamien-to, aunque temible, de esos que hielan hasta la médulade los huesos con la feroz delicia de su horror. Es sim-plemente la idea de lo que serían nuestras sensacionesdurante la veloz caída desde semejante altura. Y estacaída, esta fulminante aniquilación, por la simple razónde que implica la más espantosa y la más abominable en-tre las más espantosas y abominables imágenes de lamuerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentadoa nuestra imaginación, por esta simple razón la desea-mos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta

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violentamente del abismo, por eso nos acercamos a élcon más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de unaimpaciencia tan demoníaca como la del que, estremeci-do al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.Aceptar por un instante cualquier atisbo de pensamien-to significa la perdición inevitable, pues la reflexión nohace sino apremiarnos para que no lo hagamos, y justa-mente por eso, digo, no podemos hacerlo. Si no hay allíun brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbi-to esfuerzo de echarnos atrás, nos arrojamos, nos des-truimos.

Examinemos estas acciones y otras similares: encon-traremos que resultan sólo del espíritu de perversidad.Las perpetramos simplemente porque sentimos que nodeberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hayprincipio inteligible; y podríamos en verdad considerarsu perversidad como una instigación directa del demo-nio sí no supiéramos que a veces actúa en fomento delbien.

He hablado tanto que en cierta medida puedo res-ponder a vuestra pregunta, puedo explicaros por qué es-toy aquí, puedo mostraros algo que tendrá, por lo me-nos, una débil apariencia de justificación de estos grillosy esta celda de condenado que ocupo. Si no hubiera sidotan prolijo, o no me hubierais comprendido, o, como lachusma, me hubierais considerado loco. Ahora adverti-réis fácilmente que soy una de las innumerables vícti-mas del demonio de la perversidad.

Es imposible que acción alguna haya sido preparadacon más perfecta deliberación. Semanas, meses enterosmedité en los medios del asesinato. Rechacé mil planesporque su realización implicaba una chance de ser des-cubierto. Por fin, leyendo algunas memorias francesas,encontré el relato de una enfermedad casi fatal sobreve-

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nida a madame Pilau por obra de una vela accidental-mente envenenada. La idea impresionó de inmediato miimaginación. Sabía que mi víctima tenía la costumbre deleer en la cama. Sabía también que su habitación era pe-queña y mal ventilada. Pero no necesito fatigaros con deta-lles impertinentes. No necesito describir los fáciles arti-ficios mediante los cuales sustituí, en el candelero de sudormitorio, la vela que allí encontré por otra de mi fa-bricación. A la mañana siguiente lo hallaron muerto ensu lecho, y el veredicto del coronel fue: “Muerto por lavoluntad de Dios.”

Heredé su fortuna y todo anduvo bien durante variosaños. Ni una sola vez cruzó por mi cerebro la idea de serdescubierto. Yo mismo hice desaparecer los restos de labujía fatal. No dejé huella de una pista por la cual fueraposible acusarme o siquiera hacerme sospechoso del cri-men. Es inconcebible el magnífico sentimiento de satis-facción que nacía en mi pecho cuando reflexionaba en miabsoluta seguridad. Durante un período muy largo meacostumbré a deleitarme en este sentimiento. Me pro-porcionaba un placer más real que las ventajas simple-mente materiales derivadas de mi crimen. Pero le suce-dió, por fin, una época en que el sentimiento agradablellegó, en gradación casi imperceptible, a convertirse enuna idea obsesiva, torturante. Torturante por lo obsesi-va. Apenas podía librarme de ella por momentos. Esharto común que nos fastidie el oído, o más bien la me-moria, el machacón estribillo de una canción vulgar oalgunos compases triviales de una ópera. El martirio nosería menor si la canción en sí misma fuera buena o elcría de ópera meritoria. Así es como, al fin, me descu-bría permanentemente pensando en mi seguridad y re-pitiendo en voz baja la frase: “Estoy a salvo”.

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Un día, mientras vagabundeaba por las calles, me sor-prendí en el momento de murmurar, casi en voz alta, laspalabras acostumbradas. En un acceso de petulancia lesdi esta nueva forma: “Estoy a salvo, estoy a salvo si nosoy lo bastante tonto para confesar abiertamente.”

No bien pronuncié estas palabras, sentí que un fríode hielo penetraba hasta mi corazón. Tenía ya alguna ex-periencia de estos accesos de perversidad (cuya natura-leza he explicado no sin cierto esfuerzo) y recordaba queen ningún caso había resistido con éxito sus embates. Yahora, la casual insinuación de que podía ser lo bastantetonto para confesar el asesinato del cual era culpable seenfrentaba conmigo como la verdadera sombra de mi ase-sinado y me llamaba a la muerte.

Al principio hice un esfuerzo para sacudir esta pesa-dilla de mi alma. Caminé vigorosamente, más rápido,cada vez más rápido, para terminar corriendo. Sentía undeseo enloquecedor de gritar con todas mis fuerzas. Cadaola sucesiva de mi pensamiento me abrumaba de terror,pues, ay, yo sabía bien, demasiado bien que pensar, enmi situación, era estar perdido. Aceleré aún más el paso.Salté como un loco por las calles atestadas. Al fin, el po-pulacho se alarmó y me persiguió. Sentí entonces la con-sumación de mi destino. Si hubiera podido arrancarmela lengua lo habría hecho, pero una voz ruda resonó enmis oídos, una mano más ruda me aferró por el hombro.Me volví, abrí la boca para respirar. Por un momento ex-perimenté todas las angustias del ahogo: estaba ciego,sordo, aturdido; y entonces algún demonio invisible —pen-sé— me golpeó con su ancha palma en la espalda. El se-creto, largo tiempo prisionero, irrumpió de mi alma.

Dicen que hablé con una articulación clara, pero conmarcado énfasis y apasionada prisa, como si temiera una

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interrupción antes de concluir las breves pero densasfrases que me entregaban al verdugo y al infierno.

Después de relatar todo lo necesario para la plenaacusación judicial, caí por tierra desmayado.

Pero, ¿para qué diré más? ¡Hoy tengo estas cadenasy estoy aquí! ¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?

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EL DIABLO EN EL CAMPANARIO

TODOS saben de una manera vaga que el lugar más bellodel mundo es —o era, desgraciadamente— el pueblo ho-landés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como seencuentra a cierta distancia de todas las grandes vías,en una situación por decirlo así extraordinaria, proba-blemente lo haya visitado un corto número de mis lecto-res. Por está razón considero oportuno, para entreteni-miento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entraren algunos pormenores con respecto a él. Y esto es real-mente tanto más necesario cuanto que si me propongorelatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últi-mamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanzade conquistar para sus habitantes la simpatía popular.Ninguno de quienes me conocen dudará de que el deberque me impongo no sea ejecutado con toda la habilidadde que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escru-pulosa comprobación de los hechos y la ardua confronta-ción de autoridades, que deben distinguir siempre a aquelque aspira al título de historiador.

¿Qué hora es?(Expresión antigua)

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Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscri-tos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positiva-mente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siem-pre, desde su fundación, precisamente en las mismas con-diciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta ala fecha de su origen, me es singularmente penoso no po-der hablar sino con esa precisión indefinida con que losmatemáticos se ven a veces obligados a conformarse condeterminadas fórmulas algebraicas. La fecha —me estápermitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosaantigüedad, no puede ser menos que una cantidad de-terminable cualquiera.

Con respecto a la etimología del nombre Vondervot-teimittiss; confieso, no sin pena, estar en duda. Entreuna serie de opiniones sobre este delicado punto, muysutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo su-ficientemente en oposición no hallo ninguna que puedaconsiderar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg,que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptar-se prudentemente. Está concebida en los siguientes tér-minos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Vottei-mittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. Adecir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bas-tante confirmación de algunas señales de fluido eléctri-co que pueden verse todavía en lo alto del campanariodel Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intencióncomprometerme en una tesis de esta importancia, y leruego al lector ávido de informaciones que consulte losOratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz;que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus,desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, ca-racteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración,y que consulte también las notas marginales del autó-

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grafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Grun-tundguzzell.

A pesar de la oscuridad que envuelve de este modola fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de laetimología de su nombre, no cabe duda; como ya he di-cho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en laactualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerdani la más leve diferencia en el aspecto de una parte cual-quiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de talposibilidad sería considerada como un insulto. El pue-blo está situado en un valle perfectamente circular, cuyacircunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de mi-lla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cu-yas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con suplanta. No obstante, éstos dan una excelente razón desu proceder, por cuanto creen que no hay absolutamen-te nada al otro lado.

Alrededor del lindero del valle —que es completa-mente liso y pavimentado en toda su extensión con la-drillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesentapequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas,y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que seencuentra justamente a sesenta yardas de la puerta de-lantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entra-da un jardincillo, con una avenida circular, un reloj desol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones sontan absolutamente iguales que es imposible distinguiruna de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estiloarquitectónico es un tanto extravagante, pero, por estarazón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casasestán construidas con pequeños ladrillos, bien endureci-dos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, quelas paredes parecen un tablero de ajedrez de grandesproporciones. Los remates están vueltos del lado de la

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fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto dela casa en los bordes de los tejados y en las puertas prin-cipales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar,con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y gran-des marcos. El tejado está recubierto por una gran can-tidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es todade un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujospoco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales,los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido escul-pir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien,hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, ylo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitioque pueda encontrar el cincel.

Las habitaciones son tan parecidas a la parte inte-rior como a la externa, y los muebles son todos de un solomodelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadra-das. Las sillas y mesas son de madera negra, con patastorneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas yaltas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidosen la superficie de su parte frontal, sino que, además, sos-tienen en medio de la repisa un auténtico reloj que pro-duce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno delos cuales contiene una col; situados en los extremos amodo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuen-tra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agu-jero en medio de la barriga, a través del cual puede ver-se la esfera de un reloj.

Los lares son amplios y profundos, con retorcidosmorillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre elque se encuentra una enorme marmita llena de sauerkrauty carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueñade la casa. Ésta es una gruesa y vieja señora, de ojos azu-les y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorrosemejante a un pilón de azúcar.

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Adornado con cintas purpúreas y amarillas, su trajees de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y deestrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto,porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas sonun poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cu-biertas por un lindo par de medias verdes.

Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazode cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su manoizquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la dere-cha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne decerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y mancha-do, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado derepetición, que “los chiquillos” le han atado allí comojuego.

En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín,cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, setocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que lesllegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, me-dias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de pla-ta y largas blusas con grandes botones de nácar.

Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado relojen la mano derecha. Una bocanada de humo, una mira-da al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo.El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unasveces en mordisquear las hojas que han caído de las co-les y otras en querer morderse el relojito dorado que aque-llos pícaros le han atado también al rabo, con objeto deembellecerle tanto como al gato.

Exactamente enfrente de la puerta de entrada, enuna poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, conpatas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha ins-talado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo ex-cesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y unaenorme doble papada. Su indumentaria se parece a la

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de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre estoen particular. Toda diferencia consiste en que su pipaes un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puedelanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, perolo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo quehacer más importante que vigilar un reloj, y esto es loque voy a explicar. Está sentado, con la pierna derechasobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y con-serva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamen-te fijo en cierto objeto muy interesante del centro de lallanura.

Este objeto está situado en el campanario del Ayun-tamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hom-brecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojosgruesos como salchichas y enormes papadas. Visten tra-jes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos sonmucho mayores que las del resto de los habitantes deVondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo hancelebrado varias sesiones extraordinarias, y han tomadoestos tres importantes acuerdos:

“Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de lascosas.”

“No existe nada tolerable fuera de Vondervotteimit-tiss.”

“Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestrascoles.”

Sobre el salón de sesiones se encuentra el campana-rio, y en el campanario o torre está, y siempre ha esta-do, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla delpueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss.Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos ca-balleros que se encuentran sentados en poltronas forra-das de cuero.

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El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada unade las siete caras del campanario, de modo que se lepuede observar cómodamente desde todos los barrios.Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesa-das y negras. En la torre está empleado un hombre cuyasola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal fun-ción es la más perfecta de las sinecuras, porque desdetiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittissjamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimosdías, la simple suposición de semejante cosa era consi-derada como una herejía. Desde los más antiguos tiem-pos que los archivos registran, las horas habían sonadoregularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mis-mo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pe-queños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable aéste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando elvoluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir:“¡Las doce!” todos sus obedientes servidores abrían si-multáneamente sus gargantas y respondían como un soloeco. En resumen, los buenos burgueses estaban encan-tados con su sauerkraut, pero orgullosos de sus relojes.

Todas las personas que disfrutan de sinecuras sonobjeto de mayor o menor veneración, y como el campa-nero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta deellas, es el más perfectamente respetado de todos los mor-tales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso losmismos cerdos le contemplan reverentemente.

La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las he-billas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son muchomayores que los de ningún otro viejo caballero de la al-dea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sinotriple.

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Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay,qué lástima que tan delicioso cuadro estuviese condena-do a sufrir un día una cruel transformación!

Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y com-probado por los habitantes más sabios de la aldea un pro-verbio según el cual “nada bueno puede venir de allendelas colinas”. Y, en realidad, hay que creer que estas pala-bras contenían en sí algo profético. Faltaban cinco minu-tos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de lacresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto deextraño aspecto. Semejante acontecimiento era propiopara despertar la atención universal, y cada uno de losviejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapiza-das de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por elespanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijoen el reloj del campanario.

Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuandose comprobó que el singular objeto en cuestión era un pe-queño jovencillo que parecía extranjero. Descendía porla colina con una enorme rapidez, de modo que todos pu-dieron verle muy pronto fácilmente. Era realmente elmás precioso hombrecillo que se había visto jamás enVondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscurocomo el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que pare-cían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes,que parecía muy interesado en exhibir riéndose de orejaa oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo quenada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabezadescubierta, y su cabellera había sido cuidadosamentearreglada con papillotes para rizarla. Componíase su in-dumentaria de una casaca ajustada y colgante, que ter-minaba en una especie de cola de golondrina —por unode cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pa-ñuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, me-

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dias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordonesconsistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno desus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, unviolín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquier-da tenía una tabaquera de oro, de donde continuamentecogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosadel mundo, mientras saltaba descendiendo la colina ydando toda clase de pasos fantásticos.

¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los hon-rados burgueses de Vondervotteimittiss.

Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su ros-tro, a pesar de su sonrisa, un audaz y siniestro carácter.Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, elaspecto singularmente extraño de sus escarpines bastópara despertar muchas sospechas, y más de un burguésque le contempló aquel día hubiese dado algo por dirigiruna ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgabade modo tan irritante del bolsillo de su casaca con colade golondrina. Pero lo que despertó principalmente unajusta indignación fue el hecho de que aquel miserablebotarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango comouna pirueta, no guardase una regla en su danza y no po-seyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el com-pás.

Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo nohabían aún tenido tiempo para abrir del todo sus ojoscuando, exactamente medio minuto antes del mediodía,se precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos,hizo aquí un chassezé allí un balanceo y después de unapirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flechaa la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fuma-ba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Peroel pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacu-dió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-

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de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levan-tando su enorme violín, le golpeó con él durante tantorato y con tal violencia, que, dado que el vigilante esta-ba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiesejurado que todo un regimiento con enormes tamboresredoblaba diabólicamente en la torre del campanario deVondervotteimittiss.

No se sabe a que desesperado acto de venganza hu-biese impulsado aquel indignante ataque a los aldeanosde no haber sido por el importantísimo hecho de faltarmedio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campa-na, y era de absoluta y suprema necesidad que todos con-sultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que,exactamente en ese instante, el pillo que se había intro-ducido en la torre quería algo que se relacionaba con lacampana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero comoempezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus ma-niobras, porque cada uno de los hombres del pueblo eratodo oídos contando las campanadas.

—Una... —dijo el reloj .—Una... —replicó cada uno de los viejos hombreci-

llos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado decuero.

—Una... —dijo el reloj de su mujer.Y:—Una... —dijeron los relojes de los niños y los reloji-

llos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.—Dos... —continuó la pesada campana.Y:—¡Dos! —repitieron todos.—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!

¡Diez! —dijo la campana.—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve!

¡Diez! —respondieron los otros.

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—¡Once! —dijo la grande.—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.—¡Doce! —dijo la campana.—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfe-

chos y dejando caer sus voces a compás.—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos,

guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran cam-pana no había acabado aún.

—¡Trece! —dijo.—¡Trece! —exclamaron todos los viejecillos, palide-

ciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientrasdescabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas iz-quierdas—. ¡Trece!

—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece! —gimotea-ron.

¿Describir la espantosa escena que se originó? TodoVondervotteimittiss estalló de repente en un lamenta-ble tumulto.

—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos losniños—. ¡Tengo hambre desde hace una hora!

—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas lasmujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!

—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los vieje-cillos—. ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desdehace una hora.

Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arre-llanaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal pri-sa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle vela-do por una nube impenetrable.

Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalida-des purpúreas, y parecía que el mismo viejo diablo enpersona se apoderase de todo lo que tenía forma de re-loj. Los relojes tallados sobre los muebles poníanse a bai-lar como si estuvieran embrujados, mientras que los que

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se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían con-tener su furor y se obstinaban en un toque incesante: “¡Tre-ce! ¡Trece! ¡Trece!”

Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, queresultaba verdaderamente espantoso de ver. Lo peor eraque los gatos y los cerdos no podían soportar más el des-arreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas,y ostensiblemente lo demostraban huyendo hacia la pla-za, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gru-ñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidosy gruñidos, lanzándose a la cara de las personas, metién-dose debajo de las faldas, produciendo la más terriblealgarabía y la más tremenda confusión que persona sen-sata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunanteinstalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posi-ble por lograr que la situación fuera más aflictiva. Decuando en cuando podía vislumbrársele en medio delhumo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado so-bre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. Elinfame conservaba entre sus dientes la cuerda de la cam-pana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierdaa derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se es-tremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre susrodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni com-pás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente,¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de“Judy O’Flannagan and Paddy O’Rafferty”.

Como las cosas habían llegado a tan lamentable esta-do, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo unllamamiento a todos los amantes de la hora exacta y delbuen sauerkraut. Marchemos en masa hacia el pueblo yrestauremos el antiguo orden de cosas en Vondervottei-mittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.

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EL ENGAÑO DEL GLOBO

¡Asombrosas noticias por expreso, vía Norfolk! ¡Trave-sía del Atlántico en tres días! ¡Extraordinario triunfo de lamáquina volante del señor Monck Mason! ¡Llegada a la islaSullivan, cerca de Charleston, Carolina del Sur, del señorMason, el señor Robert Holland, el señor Henson, el señorHarrison Ains-worth y otros cuatro pasajeros, a bordo delglobo dirigible Victoria, luego de 75 horas de viaje de costa acosta! ¡Todos los detalles del vuelo!

El siguiente jeux d’esprit, con los titulares que precedenen enormes caracteres, abundantemente separados por sig-nos de admiración, fue publicado por primera vez en el NewYork Sun, con intención de proporcionar alimento indigestoa los quidnuncs durante las pocas horas entre los dos co-rreos de Charleston. La conmoción producida y el arrebatodel “único diario que traía las noticias” fue más allá de loprodigioso; y, para decir la verdad, si el Victoria “no” efectuóel viaje reseñado (como aseguran algunos), difícil sería en-contrar razones que le hubiesen impedido llevarlo a cabo.

E.A.P.

¡EL GRAN problema ha sido, por fin, resuelto! ¡Al igual quela tierra y el océano, el aire ha sido sometido por la cien-

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cia y habrá de convertirse en un camino tan cómodo comotransitado para la humanidad! ¡El Atlántico ha sido cru-zado en globo! ¡Sin dificultad, sin peligro aparente, conun perfecto dominio de la máquina, y en el periodo in-concebiblemente breve de 75 horas de costa a costa! Gra-cias a la decisión de uno de nuestros representantes enCharleston, Carolina del Sur, somos los primeros en pro-porcionar al público una crónica detallada de este viajeextraordinario, efectuado entre el sábado 6 del corrien-te, a las once a.m., y el jueves 9, a las dos p.m., por el se-ñor Everard Bringhurst, el señor Osborne, sobrino delord Bentinck; el señor Monck Mason y el señor RobertHolland, los afamados aeronautas; el señor HarrisonAinsworth, autor de Jack Sheppard y otras obras; el se-ñor Henson, diseñador de la reciente y fracasada máqui-na voladora, y dos marinos de Woolwich; ocho personasen total. Los detalles que siguen pueden considerarseauténticos y exactos en todo sentido, pues, con una solaexcepción, fueron copiados verbatim de los diarios denavegación de los señores Monck Mason y Harrison Ains-worth, a cuya gentileza debe nuestro corresponsal mu-chas informaciones verbales sobre el globo, su construc-ción y otras cuestiones no menos interesantes. La únicaalteración del manuscrito recibido se debe a la necesi-dad de dar forma coherente e inteligible a la apresuradareseña de nuestro representante, el señor Forsyth.

EL GLOBO

“Dos notorios fracasos recientes —los del señor Hen-son y el señor George Cayley— habían debilitado muchoel interés público por la navegación aérea. El proyectodel señor Henson (que aun los hombres de ciencia consi-deraron al comienzo como factible) se fundaba en el prin-

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cipio de un plano inclinado, lanzado desde una eminen-cia por una fuerza extrínseca que se continuaba luegopor la revolución de unas paletas que en forma y núme-ro semejaban las de un molino de viento. Empero, las ex-periencias practicadas con modelos en la Adelaide Galle-ry mostraron que la revolución de aquellas paletas nosólo no impulsaba la máquina, sino que impedía su vue-lo. La única fuerza de propulsión evidente era el ímpetuadquirido durante el descenso por el plano inclinado, yeste ímpetu llevaba más lejos a la máquina cuando laspaletas estaban inmóviles que cuando funcionaban, he-cho suficientemente demostrativo de la inutilidad de es-tas últimas. Como es natural, en ausencia de la fuerzapropulsora, que era al mismo tiempo sustentadora, lamáquina se veía obligada a descender.

”Esta última consideración movió al señor GeorgeCayley a adaptar una hélice a alguna máquina que tuvie-ra una fuerza sustentadora independiente: en una pala-bra, a un globo. Aquella idea no sólo tenía la novedad desu especial aplicación práctica. El señor George exhibióun modelo en el Instituto Politécnico. El principio pro-pulsor se aplicaba aquí a superficies discontinuas o pa-letas giratorias. El aparato tenía cuatro paletas, que enla práctica resultaron completamente ineficaces para mo-ver el globo o ayudarlo en su ascensión. El proyecto re-sultó, pues, un fracaso completo.

”En esta coyuntura, el señor Monck Mason (cuyo via-je de Dover a Weilburg a bordo del globo Nassau provo-cara tanto entusiasmo en 1837), concibió la idea de apli-car el principio de la rosca o hélice de Arquímedes a losefectos de la propulsión en el aire, atribuyendo correc-tamente el fracaso de los modelos del señor Henson yde el señor George Cayley a la interrupción de la super-ficie en las paletas independientes. Llevó a cabo la pri-

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mera experiencia pública en los salones de Willis, peromás tarde trasladó su modelo a la Adelaide Gallery.

”A semejanza del globo del señor George, su globo eraelipsoidal. Tenía trece pies y seis pulgadas de largo porseis pies y ocho pulgadas de alto. Contenía unos 320 piescúbicos de gas; si se introducía hidrógeno puro, éste po-día soportar 21 libras inmediatamente después de ha-ber sido inflado el globo, antes de que el gas se estropea-ra o escapara. El peso total de la máquina y el aparatoera de 17 libras, dejando un margen de unas cuatro li-bras. Por debajo del centro del globo había una armazónde madera liviana de unos nueve pies de largo, unida alglobo por una red como las que se usan habitualmentepara ese fin. La barquilla, de mimbre se hallaba suspen-dida del armazón.

”La hélice consistía en un eje hueco de bronce de 18pulgadas de largo, en el cual, sobre una semiespiral in-clinada en un ángulo de quince grados, pasaba una seriede radios de alambre de acero de dos pies de largo, quese proyectaban a un pie de distancia a cada lado. Dichosradios estaban unidos en sus puntos por dos bandas dealambre aplanado, constituyendo así el armazón de lahélice, la cual se completaba mediante un forro de sedaimpermeabilizada, cortada de manera de seguir la espi-ral y presentar una superficie suficientemente unida. Lahélice se hallaba sostenida en los dos extremos de su ejepor brazos de bronce, que descendían del armazón supe-rior. Dichos brazos tenían orificios en la parte inferior,donde los pivotes del eje podían girar libremente. De laporción del eje más cercana a la barquilla salía un vás-tago de acero que conectaba la hélice con el engranajede una máquina a resorte fijada en la barquilla. Hacien-do funcionar este resorte o cuerda se lograba que la hé-lice girara a gran velocidad, comunicando un movimien-

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to progresivo a la aeronave. Gracias a un timón se hacíatomar a ésta cualquier rumbo. El resorte era sumamen-te fuerte comparado con sus dimensiones y podía levan-tar 45 libras de peso sobre un rodillo de cuatro pulgadasde diámetro en la primera vuelta, aumentando gradual-mente su poder a medida que adquiría velocidad. Pesa-ba en total ocho libras y seis onzas. El gobernalle consis-tía en un marco liviano de caña cubierto de seda, parecidoa una raqueta; tenía tres pies de largo y un pie en su par-te más ancha. Pesaba dos onzas. Podía colocárselo hori-zontalmente, haciéndolo subir y bajar, y moverlo a dere-cha e izquierda verticalmente, con lo cual permitía al aero-nauta transferir la resistencia del aire determinada porsu inclinación hacia cualquier lado y hacer que el globose moviera en dirección opuesta.

”Este modelo (que por falta de tiempo hemos descri-to imperfectamente) fue ensayado en la Adelaida Gallery,donde alcanzó una velocidad de cinco millas horarias.Aunque parezca extraño, provocó muy poco interés com-parado con la anterior y complicada máquina del señorHenson; tan dispuesto se muestra el mundo a despre-ciar toda cosa que se presente llena de sencillez. Parallevar a cabo el gran desiderátum de la navegación aé-rea, se suponía en general que debería llegarse a la com-plicada aplicación de algún profundísimo principio de ladinámica.

”Empero, tan satisfecho se sentía el señor Mason delbuen resultado de su invención, que resolvió construirinmediatamente, si era posible, un globo de capacidadsuficiente para probar su eficacia en un viaje bastanteextenso; la intención original consistía en cruzar el Ca-nal de la Mancha, como se había hecho anteriormente enel globo Nassau. A fin de llevar su proyecto a la prácti-ca, solicitó y obtuvo el patronazgo del señor Everard

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Bringhurst y del señor Osborne, caballeros bien conoci-dos por su saber científico y el interés que demostrabanpor los progresos de la navegación aérea. A pedido delseñor Osborne, el proyecto fue mantenido en el más ri-guroso secreto, y las únicas personas al tanto de la ideafueron aquellas que se ocuparon de la construcción dela máquina. Se construyó ésta bajo la dirección de los se-ñores Mason, Holland, Bringhurst y Osborne, en la resi-dencia de este último, cerca de Penstruthal, en Gales.El señor Henson, así como su amigo el señor Ainsworth,fueron admitidos a una exhibición privada del globo elsábado pasado, cuando ambos caballeros hacían sus pre-parativos para ser incluidos entre los pasajeros del glo-bo. No se nos ha dado la razón por la cual estos caballe-ros se agregaron a la expedición, pero dentro de uno odos días haremos conocer a nuestros lectores los meno-res detalles concernientes al extraordinario viaje.

”El globo es de seda, barnizado con goma o caucho lí-quido. De vastas dimensiones, contiene más de 40,000pies cúbicos de gas. Dado que se utilizó gas de alumbra-do en vez de hidrógeno, mucho más costoso, el poder sus-tentatorio de la aeronave, completamente inflada y pocodespués, no sobrepasa las 2500 libras. El gas de alum-brado no sólo resulta mucho más barato, sino que es fá-cilmente obtenible y manejable.

”Debemos al señor Charles Green el uso del gas dealumbrado para los fines de la aeronavegación. Hastasu descubrimiento, la inflación de los globos no sólo erasumamente cara, sino de incierto resultado. Con frecuen-cia se empleaban dos o tres días en fútiles tentativas paraprocurarse suficiente cantidad de hidrógeno para llenarun globo, del cual este gas tiene gran tendencia a esca-par debido a su extremada tenuidad y a su afinidad conla atmósfera circundante. Un globo suficientemente im-

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permeable como para conservar su contenido de gas dealumbrado durante seis meses, apenas alcanzará a man-tener seis semanas una carga equivalente de hidrógeno.

”Habiéndose calculado la fuerza de sustentación en2500 libras, y el peso de todos los viajeros en 1200, que-daba un excedente de 1300, de los cuales 1200 se inte-graron con lastre, preparado en sacos de diferente ta-maño, cada uno con su peso marcado, cordajes, baróme-tros, telescopios, barriles con provisiones para una quin-cena, tanques de agua, abrigos, sacos de noche y otrascosas indispensables, incluido un calentador de café quefuncionaba por medio de cal viva, evitando así por com-pleto el uso del fuego, justamente considerado como muypeligroso. Todos estos artículos, salvo el lastre y unaspocas cosas, fueron suspendidos del armazón superior.La barquilla es proporcionalmente mucho más pequeñay liviana que la que se había colocado en el primer mo-delo en escala reducida. Se la construyó de mimbre li-viano y extraordinariamente fuerte a pesar de su frágilaspecto. Tiene unos cuatro pies de profundidad. El go-bernalle es mucho más grande que el del modelo, mien-tras la hélice es bastante más pequeña. El globo está pro-visto de un ancla con varios ganchos y una cuerdaguía.Esta última es de excepcional importancia y requiere al-gunas palabras explicativas para aquellos lectores queno se hallan al tanto de la misma.

”Tan pronto el globo se aleja de la tierra, queda so-metido a diversas circunstancias que tienden a crear unadiferencia en su peso, aumentando y disminuyendo sufuerza ascensional. Por ejemplo, en la seda puede depo-sitarse el rocío, hasta pesar varios cientos de libras;preciso es entonces arrojar lastre, pues de lo contrariola aeronave descenderá. Arrojado el lastre, si el sol haceevaporar el rocío, dilatando al mismo tiempo el gas del

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globo, éste volverá a ascender. Para impedirlo, el únicorecurso posible (hasta que el señor Green inventó la cuer-daguía) consistía en dejar escapar un poco de gas por me-dio de una válvula. Pero la pérdida de gas supone unapérdida equivalente de poder ascensional, vale decir quedespués de un período relativamente breve el globo me-jor construido agotará sus recursos y tendrá que descen-der. Esto constituía hasta entonces el gran obstáculo paralos viajes largos.

”La cuerdaguía remedia esta dificultad de la maneramás simple que imaginarse pueda. Consiste en una sogamuy larga que cuelga de la barquilla, destinada a impe-dir que el globo varíe de altitud bajo ninguna circunstan-cia. Si, por ejemplo, se deposita humedad en la cubierta deseda y la aeronave empieza a descender, no será necesa-rio arrojar lastre para compensar este aumento de peso,sino que bastará soltar la soga hasta que arrastre por elsuelo todo lo necesario para establecer el equilibrio. Si,por el contrario, alguna otra circunstancia ocasionaraun aligeramiento del globo y su consiguiente ascenso, selo contrarresta recogiendo cierta cantidad de soga, cuyopeso se agrega entonces al del globo. En esta forma elaerostato sólo subirá y bajará muy poco, y su capacidadde gas y de lastre se mantendrá invariable. Cuando sevuela sobre una superficie líquida hay que emplear pe-queños barriles de cobre o madera, llenos de una sustan-cia líquida más liviana que el agua. Dichos barriles flo-tan y cumplen la misma función que la soga en tierra fir-me. Otra función importante de esta última consiste enseñalar la dirección del globo. Tanto en tierra como enmar, la cuerda arrastra sobre la superficie y, por tanto,el globo vuela siempre un poco adelantado con respectoa ella; basta, pues, establecer una relación entre ambosobjetos por medio del compás para establecer el rumbo.

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Del mismo modo, el ángulo formado por la cuerda con eleje vertical del globo indica la velocidad de éste. Cuan-do no hay ningún ángulo, o, en otras palabras, cuando lacuerda cuelga verticalmente, el aparato se encuentra es-tacionario; cuanto más abierto sea el ángulo, es decir,cuanto más adelante se halle el globo con respecto al ex-tremo de la cuerda, mayor será la velocidad, y viceversa.

”Como la intención original consistía en cruzar el Ca-nal de la Mancha y descender lo más cerca posible de Pa-rís, los viajeros habían tenido la precaución de proveer-se de pasaportes válidos para todos los países del conti-nente, especificando la naturaleza de la expedición,como en el caso del viaje del Nassau, y facilitándoles laexención de las formalidades habituales de las aduanas;acontecimientos inesperados, empero, hicieron inútilesestos documentos.

”La inflación del globo empezó con la mayor reservaal amanecer del sábado 6 del corriente, en el gran patiode Wheal-Vor House, residencia del señor Osborne, a unamilla de Penstruthal, Gales del Norte. A las once y sieteminutos los preparativos quedaron terminados, y el glo-bo se elevó suave pero seguramente en dirección al sur.Durante la primera media hora no se emplearon ni lahélice ni el gobernalle. Transcribimos ahora el diario deviaje, según lo recogió el señor Forsyth de los manuscri-tos de los señores Monck Mason y Ainsworth. El cuerpoprincipal del diario es de puño y letra del señor Mason,al cual se agrega una posdata diaria del señor Ainsworth,quien tiene en preparación y dará pronto a conocer unacrónica tan detallada cuanto apasionante del viaje.”

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EL DIARIO

”Sábado 6 de abril.– Luego que todos los preparati-vos que podían resultar molestos quedaron terminadosdurante la noche, empezamos la inflación al alba; una es-pesa niebla que envolvía los pliegues de la seda y no nospermitía disponerla debidamente atrasó esta tarea has-ta las once de la mañana. Desamarramos entonces lle-nos de optimismo y subimos suave pero continuamente,con un ligero viento del norte que nos llevó hacia el Ca-nal de la Mancha. Notamos que la fuerza ascensional eramayor de lo que esperábamos; una vez que hubimos re-montado sobrepasando la zona de los acantilados, los ra-yos solares influyeron para que nuestro ascenso se hicie-ra aún más rápido. No quise, sin embargo, perder gas enesta temprana etapa de nuestra aventura, y decidimosseguir subiendo. No tardamos en recoger nuestra cuerda-guía, pero, aun después que hubo dejado de tocar tierra,seguimos subiendo con notable rapidez. El globo se mos-traba insólitamente estable y su aspecto era magnífico.Diez minutos después de salir, el barómetro indicaba15,000 pies de altitud. Teníamos un tiempo excelente, yel panorama de las regiones circundantes, uno de los másrománticos visto desde cualquier lado, era ahora parti-cularmente sublime. Las numerosas y profundas hondo-nadas daban la impresión de lagos, a causa de los den-sos vapores que las llenaban, y los montes y picos del su-deste, amontonado en inextricable confusión, sólo admi-tían ser comparados con las gigantescas ciudades de lasfábulas orientales.

”Nos acercábamos rápidamente a las montañas meri-dionales, pero estábamos lo bastante elevados comopara franquearlas sin riesgo. Pocos minutos después lassobrevolamos magníficamente; tanto el señor Ainsworth

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como los dos marinos se sorprendieron de su aparentepequeñez vistas desde la barquilla, ya que la gran alti-tud de un globo tiende a reducir las desigualdades de lasuperficie de la tierra hasta dar la impresión de una con-tinua llanura. A las once y media, derivando siempre ha-cia el sur, tuvimos nuestra primera visión del Canal deBristol; quince minutos más tarde, los rompientes de lacosta se hallaban debajo de nosotros, e iniciábamos el vue-lo sobre el mar. Resolvimos entonces soltar suficientegas como para que nuestra cuerdaguía, con las boyas ata-das al extremo, tomara contacto con el agua. Se hizo asíde inmediato e iniciamos un descenso gradual. Veinteminutos más tarde nuestra primera boya tocó el agua y,cuando la segunda estableció a su vez contacto, queda-mos a una altura estacionaria. Todos estábamos ansio-sos por probar la eficacia del gobernalle y de la hélice, ylos hicimos funcionar inmediatamente a fin de acentuarel rumbo hacia el este, en dirección a París. Gracias altimón, no tardamos en desviamos en ese sentido, mante-niendo el rumbo casi en ángulo recto con el del viento;luego hicimos funcionar el resorte de la hélice y nos re-gocijamos muchísimo al comprobar que nos impulsabaexactamente como queríamos. En vista de ello lanzamosnueve hurras de todo corazón y arrojamos al mar una bote-lla conteniendo un pergamino donde se describía breve-mente el principio de la invención.

”Apenas habíamos terminado de expresar nuestro con-tento, cuando un accidente inesperado nos descorazonómuchísimo. El vástago de acero que conectaba el resortecon la hélice se salió bruscamente de su lugar en la bar-quilla (a causa de un balanceo de la misma, ocasionadopor algún movimiento de uno de los marinos que había-mos embarcado con nosotros), y quedó colgando lejos denuestro alcance, tomado en el pivote del eje de la héli-

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ce. Mientras tratábamos de recuperarlo, y nuestra aten-ción se hallaba por completo absorbida en esto, nos tomóun fortísimo viento del este que nos llevó con fuerza cre-ciente rumbo al Atlántico. Pronto nos encontramos vo-lando a un promedio que ciertamente no era inferior a50 ó 60 millas por hora, tanto que llegamos a la altura deCape Clear, situado a unas 40 millas al norte, antes dehaber asegurado el vástago y tener una idea clara de loque ocurría.

”Fue entonces cuando el señor Ainsworth formulóuna propuesta extraordinaria, pero que en mi opiniónno tenía nada de irrazonable o de quimérica, y que fueinmediatamente secundada por el señor Holland: quie-ro decir que aprovecháramos la fuerte brisa que nos im-pulsaba y, en lugar de retroceder rumbo a París, hicié-ramos la tentativa de alcanzar la costa de Norteamérica,la cual (¡cosa rara!) sólo fue objetada por los dos mari-nos. Pero, como estábamos en mayoría, dominamos sustemores y decidimos mantener resueltamente el rumbo.Seguimos, pues, hacia el oeste; pero como el arrastre delas boyas demoraba nuestro avance y teníamos perfectodominio sobre el globo, tanto para subir como para ba-jar, empezamos por desprendernos de 50 libras de lastrey luego, por medio de un cabestrante, recogimos la cuer-da hasta conseguir que no tocara la superficie del mar.Inmediatamente notamos el efecto de esta maniobra, puesaumentó nuestra velocidad y, como el viento acreciera,volamos con una rapidez casi inconcebible; la cuerdaguíaflotaba detrás de la barquilla como un gallardete en unnavío.

”De más está decir que nos bastó poquísimo tiempopara perder de vista la costa. Pasamos sobre cantidad denavíos de toda clase, algunos de los cuales trataban denavegar a la bolina, pero en su mayoría se mantenían a

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la capa. Provocamos el más extraordinario revuelo a bor-do de todos ellos, revuelo del que gozamos grandemen-te, y muy especialmente nuestros dos marineros, que,bajo la influencia de un buen trago de ginebra, se habíanresuelto a tirar por la borda escrúpulo y todo temor. Mu-chos de aquellos barcos nos dispararon salvas, y en to-dos ellos fuimos saludados con sonoros hurras (que oía-mos con notable nitidez) y saludos con gorras y pañue-los. Continuamos en esta forma durante todo el día sinmayores incidentes, y cuando nos envolvieron las som-bras de la noche, calculamos grosso modo la distanciarecorrida, encontrando que no podía bajar de 500 millas,y probablemente las excedía por mucho. La hélice fun-cionaba continuamente y sin duda ayudaba en gran me-dida a nuestro avance. Cuando se puso el sol, el vientose convirtió en un verdadero huracán y el océano era per-fectamente visible a causa de su fosforescencia. El vien-to sopló del este toda la noche, dándonos los mejoresaugurios de éxito. Sufrimos muchísimo a causa del frío,y la humedad atmosférica era harto desagradable; peroel amplio espacio en la barquilla nos permitía acostar-nos, y con ayuda de nuestras capas y algunos colchonespudimos arreglarnos bastante bien.

”P.S. [por el señor Ainsworth].– Las últimas nuevehoras han sido indiscutiblemente las más apasionantesde mi vida. Imposible imaginar nada más exaltante queel extraño peligro, que la novedad de una aventura comoésta. ¡Quiera Dios que triunfemos! No pido el triunfo porla mera seguridad de mi insignificante persona, sino porel conocimiento de la humanidad y por la grandeza desemejante triunfo. Sin embargo, la hazaña es tan practi-cable que me asombra que los hombres hayan vaciladohasta ahora en intentarla. Basta con que una galernacomo la que ahora nos favorece arrastre un globo duran-

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te cuatro o cinco días (y estos huracanes suelen durarmás) para que el viajero se vea fácilmente transportadode costa a costa. Con un viento semejante el vasto Atlán-tico se convierte en un mero lago.

”En este momento lo que más me impresiona es elsupremo silencio que reina en el mar por debajo de no-sotros, a pesar de su gran agitación. Las aguas no hacenoír su voz a los cielos. El inmenso océano llameante seretuerce y sufre su tortura sin quejarse. Las crestas mon-tañosas sugieren la idea de innumerables demonios gi-gantescos y mudos, que luchan en una imponente ago-nía. En una noche como ésta, un hombre vive, vive un si-glo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arre-batadora delicia por todo ese siglo de vida común.

”Domingo 7 [por el señor Mason].– A las diez de lamañana la galerna amainó hasta convertirse en un vien-to de ocho o nueve nudos (con respecto a un barco en altamar), llevándonos a una velocidad de unas 30 millas hora-rias. El viento ha girado considerablemente hacia el nor-te, y ahora, a la puesta del sol, mantenemos nuestro rum-bo hacia el oeste gracias al gobernalle y a la hélice, quecumplen sus tareas de manera admirable. Considero quemi mecanismo ha tenido el mejor de los éxitos, y la na-vegación aérea hacia cualquier rumbo (y no a merced delos vientos) deja de ser un problema. Cierto es que nohubiéramos podido volar en contra del fuerte viento deayer, pero, en cambio, ascendiendo, hubiésemos escapa-do a su influencia de haber sido ello necesario. Estoy con-vencido de que con ayuda de la hélice podríamos avan-zar contra un viento bastante intenso. A mediodía alcan-zamos una altura de 25,000 pies, luego de arrojar lastre.Buscábamos una corriente de aire más directa, pero nohallamos ninguna tan favorable como la que seguimosahora. Tenemos abundante provisión de gas para cruzar

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este insignificante charco, aunque el viaje nos lleve tressemanas. El resultado final no me inspira el más míni-mo temor. Las dificultades de la empresa han sido ex-trañamente exageradas y mal entendidas. Puedo elegirmi viento más favorable y, en caso de que todos los vien-tos fuesen contrarios, la hélice me permitiría seguir ade-lante. No ha habido ningún incidente digno de mención.La noche se anuncia muy serena.

”P.S. [por el señor Ainsworth].– Poco tengo que ano-tar, salvo que, para mi sorpresa, a una altura igual a ladel Cotopaxi no he sentido ni mucho frío, ni dificultadrespiratoria o jaqueca. Todos mis compañeros coincidenconmigo; tan sólo el señor Osborne se quejó de cierta opre-sión en los pulmones, pero pronto se le pasó. Hemos vo-lado a gran velocidad durante el día y debemos hallar-nos a más de la mitad del Atlántico. Pasamos sobre vein-te o treinta navíos de diversos tipos, y todos ellos se mos-traron jubilosamente asombrados. Cruzar el océano englobo no es, después de todo, una hazaña tan ardua. Omneignotum pro magnifico. Detalle interesante: a 25,000 piesde altura el cielo parece casi negro y las estrellas se vencon toda claridad; en cuanto al mar, no aparece convexo,como podría suponerse, sino total y absolutamente cón-cavo.

”Lunes 8 ([por el señor Mason].– Esta mañana volvi-mos a tener algunas dificultades con la varilla de la héli-ce, que deberá ser completamente modificada en el futu-ro, para evitar accidentes serios. Aludo al vástago de ace-ro y no a las paletas, pues éstas son inmejorables. El vien-to sopló constante y fuertemente del norte durante todoel día, y hasta ahora la fortuna parece dispuesta a favo-recemos. Poco antes de aclarar nos alarmaron algunosextraños ruidos y sacudidas en el globo, que, sin embar-go, no tardaron en cesar. Aquellos fenómenos se debían

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a la dilatación del gas por el aumento del calor atmosfé-rico, y la consiguiente ruptura de las menudas partícu-las de hielo que se habían formado durante la noche entoda la estructura de tela. Arrojamos varias botellas alos navíos que encontrábamos. Vimos que una de ellasera recogida por los tripulantes de un navío, probable-mente uno de los paquebotes que hacen el servicio a Nue-va York. Tratamos de leer su nombre, pero no estamosseguros de haberlo entendido. Con ayuda del catalejodel señor Osborne desciframos algo así como Atalanta.Ahora es medianoche y seguimos volando rápidamentehacia el oeste. El mar está muy fosforescente.

”P.S. [por el señor Ainsworth].– Son las dos de la ma-drugada y el tiempo sigue muy sereno; resulta difícil sa-berlo exactamente, pues el globo se mueve junto con elviento. No he dormido desde que salimos de Wheal-Vor,pero me es imposible seguir resistiendo y trataré de des-cansar un rato. Ya no podemos estar lejos de la costa nor-teamericana.

”Martes 9 [por el señor Ainsworth].– A la una p.m.Estamos a la vista de la costa baja de Carolina del Sur.El gran problema ha quedado resuelto. ¡Hemos cruzadoel Atlántico... cómoda y fácilmente, en globo! ¡Alabadosea Dios! ¿Quién dirá desde hoy que hay algo imposible?”

Así termina el diario de navegación. El señor Ains-worth, empero, agregó algunos detalles en su conversa-ción con el señor Forsyth. El tiempo estaba absolutamen-te calmo cuando los viajeros avistaron la costa, que fueinmediatamente reconocida por los dos marinos y por elseñor Osbome. Como este último tenía amigos en el fuer-te Moultrie, se resolvió descender en las inmediaciones.Se hizo llegar el globo hasta la altura de la playa (pueshabía marea baja, y la arena tan lisa como dura se adap-

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taba admirablemente para un descenso) y se soltó el an-cla, que no tardó en quedar firmemente enganchada.Como es natural, los habitantes de la isla y los del fuer-te se precipitaron para contemplar el globo, pero costómuchísimo trabajo convencerlos de que los viajeros ve-nían... del otro lado del Atlántico. El ancla se hincó entierra exactamente a las dos p.m., y el viaje quedó com-pletado en 75 horas, o quizá menos, contando de costa acosta. No ocurrió ningún accidente serio durante la tra-vesía, ni se corrió peligro alguno. El globo fue desinfla-do sin dificultades. En momentos en que la crónica de lacual extraemos esta narración era despachada desdeCharleston, los viajeros se hallaban todavía en el fuerteMoultrie. No se sabe cuáles son sus intenciones futuras,pero prometemos a nuestros lectores nuevas informa-ciones, ya sea el lunes o, a más tardar, el martes.

Estamos en presencia de la empresa más extraordi-naria, interesante y trascendental jamás cumplida o in-tentada por el hombre. Vano sería tratar de deducir eneste momento las magníficas consecuencias que de ellapueden derivarse.

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EL ENTIERRO PREMATURO

HAY CIERTOS temas de interés absorbente, pero demasia-do horribles para ser objeto de una obra de mera ficción.Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofen-der o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuandolo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sos-tienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más in-tenso “dolor agradable” ante los relatos del paso del Bere-sina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres yde la matanza de San Bartolomé o de la muerte por as-fixia de los ciento veintitrés prisioneros en el AgujeroNegro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante esel hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos pa-recerían sencillamente abominables. He mencionado al-gunas de las más destacadas y augustas calamidades queregistra la historia, pero en ellas el alcance, no menosque el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tanvivamente la imaginación. No necesito recordar al lec-tor que, del largo y horrible catálogo de miserias huma-nas, podría haber escogido muchos ejemplos individua-les más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de

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esos inmensos desastres generales. La verdadera desdi-cha, la aflicción última, en realidad es particular, no di-fusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los ho-rrorosos extremos de agonía los sufra el hombre indivi-dualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, elmás terrorífico extremo que jamás haya caído en suertea un simple mortal. Que le ha caído en suerte con fre-cuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad dejuicio lo negará. Los límites que separan la vida de lamuerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefini-dos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dóndeempieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en lasque se produce un cese total de las funciones aparentesde la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una sus-pensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausastemporales en el incomprensible mecanismo. Transcu-rrido cierto período, algún misterioso principio ocultopone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y lasruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó sueltapara siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro.Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo,aparte de la inevitable conclusión a priori de que talescausas deben producir tales efectos, de que los bien co-nocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, pro-vocan inevitablemente entierros prematuros, aparte deesta consideración, tenemos el testimonio directo de laexperiencia médica y del vulgo que prueba que en reali-dad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yopodría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejem-plos bien probados. Uno de características muy asombro-sas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en lamemoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mu-cho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una

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conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposade uno de los más respetables ciudadanos —abogado emi-nente y miembro del Congreso— fue atacada por una re-pentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingeniode los médicos. Después de padecer mucho murió, o sesupone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no ha-bía motivos para hacerlo, de que no estaba verdadera-mente muerta. Presentaba todas las apariencias comu-nes de la muerte. El rostro tenía el habitual contornocontraído y sumido. Los labios mostraban la habitual pa-lidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el ca-lor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuer-po estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una ri-gidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por elrápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que per-maneció cerrada durante los tres años siguientes. Al ex-pirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero,¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abriópersonalmente la puerta! Al empujar los portones, unobjeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos.Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia deque había revivido a los dos días de ser sepultada, quesus luchas dentro del ataúd habían provocado la caídade éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperseel féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámparaque accidentalmente se había dejado llena de aceite, den-tro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumidopor evaporación. En los peldaños superiores de la esca-lera que descendía a la espantosa cripta había un trozodel ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intenta-do llamar la atención golpeando la puerta de hierro.Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o qui-

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zás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredóen alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro.Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de in-humación prematura, en circunstancias que contribuyenmucho a justificar la afirmación de que la verdad es másextraña que la ficción. La heroína de la historia era made-moiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven deilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosospretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littéra-teur [literato] o periodista de París. Su talento y su ama-bilidad habían despertado la atención de la heredera,que, al parecer, se había enamorado realmente de él, peroel orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casar-se con un tal monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplo-mático de cierto renombre. Después del matrimonio, sinembargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá lle-gó a pegarle. Después de pasar unos años desdichadosella murió; al menos su estado se parecía tanto al de lamuerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue en-terrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en sualdea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuer-do de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capi-tal a la lejana provincia donde se encontraba la aldea,con el romántico propósito de desenterrar el cadáver yapoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba.A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando ibaa cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la ama-da, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva.Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo,y las caricias de su amado la despertaron de aquel letar-go que equivocadamente había sido confundido con lamuerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamientoen la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes

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aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. Enresumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Perma-neció con él hasta que lenta y gradualmente recobró lasalud. Su corazón no era tan duro, y esta última lecciónde amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet.No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su re-surrección, huyó con su amante a América. Veinte añosdespués, los dos regresaron a Francia, convencidos deque el paso del tiempo había cambiado tanto la aparien-cia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla.Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieurRénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazóla reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo quelas extrañas circunstancias y el largo período transcu-rrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equi-tativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de granautoridad y mérito, que algún editor americano haríabien en traducir y publicar, relata en uno de los últimosnúmeros un acontecimiento muy penoso que presentalas mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca esta-tura y salud excelente, fue derribado por un caballo in-domable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza,que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de crá-neo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepa-nación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adop-taron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lenta-mente en un sopor cada vez más grave y por fin se le diopor muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa enuno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieronlugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del ce-menterio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y

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alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, pro-vocado por las palabras de un campesino que, habiéndo-se sentado en la tumba del oficial, había sentido remo-verse la tierra, como si alguien estuviera luchando aba-jo. Al principio nadie prestó demasiada atención a laspalabras de este hombre, pero su evidente terror y laterca insistencia con que repetía su historia produjeron,al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos conrapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzo-samente superficial, estuvo en pocos minutos tan abier-ta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Dabala impresión de que estaba muerto, pero aparecía casisentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha,había levantado parcialmente. Inmediatamente lo lleva-ron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo,aunque en estado de asfixia. Después de unas horas vol-vió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y confrases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvola conciencia de vida durante más de una hora despuésde la inhumación, antes de perder los sentidos. Habíanrellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muyporosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire.Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su veztrató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cemen-terio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un pro-fundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del es-pantoso horror de su situación. Este paciente, segúncuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminadohacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó vícti-ma de la charlatanería de los experimentos médicos. Sele aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en unode esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

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La mención de la batería galvánica, sin embargo, metrae a la memoria un caso bien conocido y muy extraor-dinario, en que su acción resultó ser la manera de devol-ver la vida a un joven abogado de Londres que estuvoenterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces cau-só profunda impresión en todas partes, donde era temade conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muer-to, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unossíntomas anómalos que despertaron la curiosidad de susmédicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidióa sus amigos la autorización para un examen postmórtem(autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menu-do ante estas negativas, los médicos decidieron desen-terrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado.Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los nume-rosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan enLondres, y la tercera noche después del entierro el su-puesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ochopies de profundidad y depositado en el quirófano de unhospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en elabdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugi-rió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos ex-perimentos con los efectos acostumbrados, sin nada departicular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasio-nes, una apariencia de vida mayor de la norma en ciertaacción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, alfin, proceder inmediatamente a la disección. Pero unode los estudiosos tenía un deseo especial de experimen-tar una teoría propia e insistió en aplicar la batería auno de los músculos pectorales. Tras realizar una toscaincisión, se estableció apresuradamente un contacto; en-

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tonces el paciente, con un movimiento rápido pero nadaconvulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el cen-tro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unosinstantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible,pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramen-te. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron parali-zados de espanto, pero la urgencia del caso pronto lesdevolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Sta-pleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de ad-ministrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró lasalud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quie-nes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la re-surrección hasta que ya no se temía una recaída. Es deimaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asom-bro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin em-bargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Sta-pleton. Declaró que en ningún momento perdió todo elsentido, que de un modo borroso y confuso percibía todolo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fue-ra declarado muerto por los médicos hasta cuando cayódesmayado en el piso del hospital. “Estoy vivo”, fueronlas incomprendidas palabras que, al reconocer la sala dedisección, había intentado pronunciar en aquel grave ins-tante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero meabstengo, porque en realidad no nos hacen falta para es-tablecer el hecho de que suceden entierros prematuros.Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por lanaturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrir-los, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuente-mente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca sehan removido muchas tumbas de un cementerio, por al-

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guna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturasque sugieren la más espantosa de las sospechas. La sos-pecha es espantosa, pero es más espantoso el destino.Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se pres-ta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mentalcomo el enterramiento antes de la muerte. La insopor-table opresión de los pulmones, las emanaciones sofocan-tes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, elrígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de lanoche absoluta, el silencio como un mar que abruma, lainvisible pero palpable presencia del gusano vencedor;estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierbaque crecen arriba, con el recuerdo de los queridos ami-gos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestrodestino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, deque nuestra suerte irremediable es la de los muertos deverdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazónaún palpitante a un grado de espantoso e insoportablehorror ante el cual la imaginación más audaz retrocede.No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no po-demos imaginar nada tan horrible en los dominios delmás profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobreeste tema despiertan un interés profundo, interés que,sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia estetema, depende justa y específicamente de nuestra creen-cia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contarahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva ypersonal.

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño tras-torno que los médicos han decidido llamar catalepsia, afalta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tantolas causas inmediatas como las predisposiciones e inclu-so el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo mis-teriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien cono-

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cido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, degrado. A veces el paciente se queda un solo día o inclusoun período más breve en una especie de exagerado le-targo. Está inconsciente y externamente inmóvil, perolas pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente;quedan unos indicios de calor, una leve coloración per-siste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo alos labios, podemos detectar una torpe, desigual y vaci-lante actividad de los pulmones. Otras veces el trancedura semanas e incluso meses, mientras el examen másminucioso y las pruebas médicas más rigurosas no lo-gran establecer ninguna diferencia material entre el esta-do de la víctima y lo que concebimos como muerte abso-luta. Por regla general, lo salvan del entierro prematu-ro sus amigos, que saben que sufría anteriormente decatalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todole salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, porfortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifesta-ciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataquesson cada vez más característicos y cada uno dura másque el anterior. En esto reside la mayor seguridad, decara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primerataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se pre-senta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle impor-tante de los mencionados en los textos médicos. A veces,sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco enun estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado,sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pen-sar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la viday de la presencia de los que rodeaban mi cama, durabahasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de re-pente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataqueera rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido,

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helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caíapostrado. Entonces, durante semanas, todo estaba va-cío, negro, silencioso y la nada se convertía en el univer-so. La total aniquilación no podía ser mayor. Desperta-ba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gra-dualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así comoamanece el día para el mendigo que vaga por las callesen la larga y desolada noche de invierno, sin amigos nicasa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma.Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud ge-neral parecía buena, y no hubiera podido percibir quesufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridadde mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Aldespertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso com-pleto de mis facultades, y permanecía siempre durantelargo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, yaque las facultades mentales en general y la memoria enparticular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento fí-sico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación sevolvió macabra. Hablaba de “gusanos, de tumbas, de epi-tafios”. Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y laidea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente.El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me ob-sesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura dela meditación era excesiva; durante la segunda, era su-prema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobrela tierra, entonces, presa de los más horribles pensamien-tos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de uncoche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba lavigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba alsueño, pues me estremecía pensando que, al despertar,podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, porfin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de in-

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mediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flota-ba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, pre-dominante y sepulcral idea. De las innumerables imá-genes melancólicas que me oprimían en sueños elijo parami relato una visión solitaria. Soñé que había caído enun trance cataléptico de más duración y profundidad quelo normal. De repente una mano helada se posó en mifrente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mioído: “¡Levántate!”

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía verla figura del que me había despertado. No podía recor-dar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugaren que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, inten-tando ordenar mis pensamientos, la fría mano me aga-rró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulan-cia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

—¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?—¿Y tú —pregunté— quién eres?—No tengo nombre en las regiones donde habito —re-

plicó la voz tristemente—. Fui un hombre y soy un espec-tro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya vesque tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, perono es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero estehorror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tran-quilo? No me dejan descansar los gritos de estas largasagonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo so-portar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, ydeja que te muestre las tumbas. ¿No es éste un espectá-culo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándo-me la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la huma-nidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas dela descomposición, de forma que pude ver sus más escon-didos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y

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solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmen-te dormían, aunque fueran muchos millones, eran me-nos que los que no dormían en absoluto, y había una dé-bil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de lasprofundidades de los innumerables pozos salía el melancó-lico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entreaquellos que parecían descansar tranquilos, vi que mu-chos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígi-da e incómoda postura en que fueron sepultados. Y lavoz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

—¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?Pero, antes de que encontrara palabras para contes-

tar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricasse extinguieron y las tumbas se cerraron con repentinaviolencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritosdesesperados, repitiendo: “¿No es esto, ¡Dios mío!, acasoun espectáculo lastimoso?”

Fantasías como ésta se presentaban por la noche yextendían su terrorífica influencia incluso en mis horasde vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui pre-sa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar acaballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que mealejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarmede mí lejos de la presencia de los que conocían mi pro-pensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esosataques, me enterraran antes de conocer mi estado real-mente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis ami-gos más queridos. Temía que, en un trance más largo delo acostumbrado, se convencieran de que ya no había re-medio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba mu-chas molestias, quizá se alegraran de considerar que unataque prolongado era la excusa suficiente para librar-se definitivamente de mí. En vano trataban de tranqui-lizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con

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los juramentos más sagrados, que en ninguna circuns-tancia me enterraran hasta que la descomposición es-tuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Yaun así mis terrores mortales no hacían caso de razónalguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con unaserie de complejas precauciones. Entre otras, mandé re-modelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrirfácilmente desde dentro. A la más débil presión sobreuna larga palanca que se extendía hasta muy dentro dela cripta, se abrirían rápidamente los portones de hie-rro. También estaba prevista la entrada libre de aire yde luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, alalcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúdestaba acolchado con un material suave y cálido y dota-do de una tapa elaborada según el principio de la puertade la cripta, incluyendo resortes ideados de forma queel más débil movimiento del cuerpo sería suficiente paraque se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba col-gaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba pre-visto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a unamano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaucióncontra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien ur-didas seguridades bastaban para librar de las angustiasmás extremas de la inhumación en vida a un infeliz des-tinado a ellas!

Llegó una época —como me había ocurrido antes amenudo— en que me encontré emergiendo de un esta-do de total inconsciencia a la primera sensación débil eindefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tor-tuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíqui-co. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática desordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza,ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo inter-valo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de

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tiempo más largo, una sensación de hormigueo o come-zón en las extremidades; después, un período aparente-mente eterno de placentera quietud, durante el cual lassensaciones que se despiertan luchan por transformarseen pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en lanada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligeroestremecerse de un párpado; e inmediatamente después,un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, queenvía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón.Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces,el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito par-cial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobra-do tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo con-ciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertan-do de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido decatalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embesti-da de un océano, el único peligro horrendo, la única ideaespectral y siempre presente abruma mi espíritu estre-mecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apo-derase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podíareunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el es-fuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en micorazón me susurraba que era seguro. La desesperación—tal como ninguna otra clase de desdicha produce—, sólola desesperación me empujó, después de una profundaduda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estabaoscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había termina-do. Sabía que la situación crítica de mi trastorno habíapasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facul-tades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscu-ro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche quedura para siempre.

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Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se mo-vieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de loscavernosos pulmones, que, oprimidos como por el pesode una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazónen cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento delas mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró queestaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí tam-bién que yacía sobre una materia dura, y algo parecidome apretaba los costados. Hasta entonces no me habíaatrevido a mover ningún miembro, pero al fin levantécon violencia mis brazos, que estaban estirados, con lasmuñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, quese extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadasde mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentrode un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha,vino dulcemente la esperanza, como un querubín, puespensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódi-cos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toquélas muñecas buscando la soga: no la encontré. Y enton-ces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperaciónaún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitarpercatarme de la ausencia de las almohadillas que habíapreparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repen-te a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra hú-meda. La conclusión era irresistible. No estaba en la crip-ta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconoci-dos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habíanenterrado como a un perro, metido en algún ataúd co-mún, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tie-rra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió pasocon fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vezmás por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un

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largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonóen los recintos de la noche subterránea.

—Oye, oye, ¿qué es eso? —dijo una áspera voz, comorespuesta.

—¿Qué diablos pasa ahora? —dijo un segundo..—¡Fuera de ahí! —dijo un tercero.—¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato mon-

tés? —dijo un cuarto.Y entonces unos individuos de aspecto rudo me su-

jetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. Nome despertaron del sueño, pues estaba completamentedespierto cuando grité, pero me devolvieron la plenaposesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virgi-nia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una ex-pedición de caza, unas millas por las orillas del río Ja-mes. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tor-menta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en lacorriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el úni-co refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho po-sible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una delas dos literas; no hace falta describir las literas de unachalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocu-paba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de die-ciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubier-ta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil me-terme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y todami visión —pues no era ni un sueño ni una pesadilla—surgió naturalmente de las circunstancias de mi postu-ra, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y dela dificultad, que ya he mencionado, de concentrar missentidos y sobre todo de recobrar la memoria durantelargo rato después de despertarme. Los hombres que mesacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos

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jornaleros contratados para descargarla. De la mismacarga procedía el olor a tierra. La venda en torno a lasmandíbulas era un pañuelo de seda con el que me habíaatado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indu-dablemente iguales en aquel momento a las de la verda-dera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increí-blemente espantosas; pero del mal procede el bien, puessu mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción in-evitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hiceejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosasque en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Queméel libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos,ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de mie-do como éste. En muy poco tiempo me convertí en unhombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquellanoche memorable descarté para siempre mis aprensio-nes sepulcrales y con ellas se desvanecieron los acha-ques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos con-secuencia que causa. Hay momentos en que, incluso parael sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste hu-manidad puede parecer el infierno, pero la imaginacióndel hombre no es Caratis para explorar con impunidadtodas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terroressepulcrales no se puede considerar como completamen-te imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afra-siab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nosdevorarán..., hay que permitirles que duerman, o pere-ceremos.

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EL ESCARABAJO DE ORO

HACE muchos años trabé amistad íntima con un místerWilliam Legrand. Era de una antigua familia de hugono-tes, y en otro tiempo había sido rico; pero una serie deinfortunios habíanle dejado en la miseria. Para evitar lahumillación consiguiente a sus desastres, abandonó Nue-va Orleáns, la ciudad de sus antepasados, y fijó su resi-dencia en la isla de Sullivan, cerca de Charleston, en Ca-rolina del Sur.

Esta isla es una de las más singulares. Se componeúnicamente de arena de mar, y tiene, poco más o menos,tres millas de largo. Su anchura no excede de un cuartode milla. Está separada del continente por una ensena-da apenas perceptible, que fluye a través de un yermode cañas y légamo, lugar frecuentado por patos silves-tres. La vegetación, como puede suponerse, es pobre, o,por lo menos, enana. No se encuentran allí árboles decierta magnitud. Cerca de la punta occidental, donde sealza el fuerte Moultrie y algunas miserables casuchas demadera habitadas durante el verano por las gentes quehuyen del polvo y de las fiebres de Charleston, puede en-

¡Hola, hola! ¡Este mozo es un dan-zante loco! Le ha picado la tarántula.(Todo al revés.)

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contrarse es cierto, el palmito erizado; pero la isla ente-ra, a excepción de ese punto occidental, y de un espacioárido y blancuzco que bordea el mar, está cubierta de unaespesa maleza del mirto oloroso tan apreciado por loshorticultores ingleses. El arbusto alcanza allí con fre-cuencia una altura de quince o veinte pies, y forma unacasi impenetrable espesura, cargando el aire con su fra-gancia.

En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos delextremo oriental de la isla, es decir, del más distante,Legrand se había construido él mismo una pequeña ca-baña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modosimplemente casual, hice su conocimiento. Este prontoacabó en amistad, pues había muchas cualidades en elrecluso que atraían el interés y la estimación. Le encon-tré bien educado de una singular inteligencia, aunqueinfestado de misantropía, y sujeto a perversas alterna-tivas de entusiasmo y de melancolía. Tenía consigo mu-chos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principalesdiversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo dela playa, entre los mirtos, en busca de conchas o de ejem-plares entomológicos; su colección de éstos hubiera po-dido suscitar la envidia de un Swammerdamm.

En todas estas excursiones iba, por lo general, acom-pañado de un negro sirviente, llamado Júpiter, que ha-bía sido manumitido antes de los reveses de la familia,pero al que no habían podido convencer, ni con amena-zas ni con promesas, a abandonar lo que él considerabasu derecho a seguir los pasos de su joven massa Will. Noes improbable que los parientes de Legrand, juzgandoque éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran ainfundir aquella obstinación en Júpiter, con intenciónde que vigilase y custodiase al vagabundo.

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Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan sonrara vez rigurosos, y al finalizar el año resulta un ver-dadero acontecimiento que se requiera encender fuego.Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18..., huboun día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puestadel sol, subí por el camino entre la maleza hacia la caba-ña de mi amigo, a quien no había visitado hacia variassemanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston,a una distancia de nueve millas de la isla, y las facilida-des para ir y volver eran mucho menos grandes que hoydía. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi costumbre,y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabíaque estaba escondida, abrí la puerta y entré. Un hermo-so fuego llameaba en el hogar. Era una sorpresa, y, porcierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué unsillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé conpaciencia el regreso de mis huéspedes.

Poco después de la caída de la tarde llegaron y medispensaron una acogida muy cordial. Júpiter, riendode oreja a oreja, bullía preparando unos patos silvestrespara la cena. Legrand se hallaba en uno de sus ataques—¿con qué otro término podría llamarse aquello?—deentusiasmo. Había encontrado un bivalvo desconocidoque formaba un nuevo género, y, más aún, había cazadoy cogido un escarabajo que creía totalmente nuevo, perorespecto al cual deseaba conocer mi opinión a la mañanasiguiente.

—¿Y por qué no esta noche? —pregunté, frotando mismanos ante el fuego y enviando al diablo toda la especiede los escarabajos.

—¡Ah, si hubiera yo sabido que estaba usted aquí! —di-jo Legrand—. Pero hace mucho tiempo que no le habíavisto, y ¿cómo iba yo a adivinar que iba usted a visitarmeprecisamente esta noche? Cuando volvía a casa, me en-

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contré al teniente G***, del fuerte, y sin más ni más, lehe dejado el escarabajo: así que le será a usted imposi-ble verle hasta mañana. Quédese aquí esta noche, y man-daré a Júpiter allí abajo al amanecer. ¡Es la cosa más en-cantadora de la creación!

—¿El qué? ¿El amanecer?—¡Qué disparate! ¡No! ¡El escarabajo! Es de un bri-

llante color dorado, aproximadamente del tamaño de unanuez, con dos manchas de un negro azabache: una, cercade la punta posterior, y la segunda, algo más alargada,en la otra punta. Las antenas son...

—No hay estaño en él, massa Will, se lo aseguro —in-terrumpió aquí Júpiter—; el escarabajo es un escarabajode oro macizo todo él, dentro y por todas partes, salvolas alas; no he visto nunca un escarabajo la mitad de pe-sado.

—Bueno; supongamos que sea así —replicó Legrand,algo más vivamente, según me pareció, de lo que exigíael caso—. ¿Es esto una razón para dejar que se quemenlas aves? El color —y se volvió hacia mí—bastaría parajustificar la idea de Júpiter. No habrá usted visto nuncaun reflejo metálico más brillante que el que emite su ca-parazón, pero no podrá usted juzgarlo hasta mañana...Entre tanto, intentaré darle una idea de su forma.

Dijo esto sentándose ante una mesita sobre la cualhabía una pluma y tinta, pero no papel. Buscó un momen-to en un cajón, sin encontrarlo.

—No importa —dijo, por último—; esto bastará.Y sacó del bolsillo de su chaleco algo que me pareció

un trozo de viejo pergamino muy sucio, e hizo encima unaespecie de dibujo con la pluma. Mientras lo hacía, per-manecí en mi sitio junto al fuego, pues tenía aún muchofrío. Cuando terminó su dibujo me lo entregó sin levan-tarse. Al cogerlo, se oyó un fuerte gruñido, al que siguió

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un ruido de rascadura en la puerta. Júpiter abrió, y unenorme terranova, perteneciente a Legrand, se precipi-tó dentro, y, echándose sobre mis hombros, me abrumóa caricias, pues yo le había prestado mucha atención enmis visita anteriores. Cuando acabó de dar brincos, miréel papel, y, a decir verdad, me sentí perplejo ante el di-bujo de mi amigo.

—Bueno —dije después de contemplarlo unos minu-tos—; esto es un extraño escarabajo, lo confieso nuevopara mí: no he visto nunca nada parecido antes, a menosque sea un cráneo o una calavera, a lo cual se parece másque a ninguna otra cosa que hay caído bajo mi observa-ción.

—¡Una calavera! —repitió Legrand—. ¡Oh, sí Bueno;tiene ese aspecto indudablemente en el papel. Las dosmanchas negras parecen unos ojos, ¿eh? Y la más largade abajo parece una boca; además, la forma entera es ova-lada.

—Quizá sea así —dije—; pero temo que usted no seaun artista. Legrand. Debo esperar a ver el insecto mis-mo para hacerme una idea de su aspecto.

—En fin, no sé —dijo él, un poco irritado—; dibujoregularmente, o, al menos, debería dibujar, pues he teni-do buenos maestros, y me jacto de no ser de todo tonto.

—Pero entonces, mi querido compañero, usted bro-mea —dije—: esto es un cráneo muy pasable puedo in-cluso decir que es un cráneo excelente, con forme a lasvulgares nociones que tengo acerca de tales ejemplaresde la fisiología; y su escarabajo será el más extraño delos escarabajos del mundo si se parece a esto. Podríamosinventar alguna pequeña superstición muy espeluznan-te sobre ello. Presumo que va usted a llamar a este in-secto scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hayen las historias naturales muchas denominaciones se-

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mejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que ustedhabló?

—¡Las antenas! —dijo Legrand, que parecía acalorar-se inexplicablemente con el tema—. Estoy seguro de quedebe usted de ver las antenas. Las he hecho tan clarascual lo son en el propio insecto, y presumo que es muysuficiente.

—Bien, bien —dije—; acaso las haya hecho usted yyo no las veo aún.

Y le tendí el papel sin más observaciones, no querien-do irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro quehabía tomado la cuestión: su mal humor me intrigaba, yen cuanto al dibujo del insecto, allí no había en realidadantenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente ala imagen ordinaria de una calavera.

Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a pun-to de estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuandouna mirada casual al dibujo pareció encadenar su aten-ción. En un instante su cara enrojeció intensamente, yluego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos,siempre sentado, siguió examinando con minuciosidadel dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de la mesa,y fue a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón másalejado de la estancia. Allí se puso a examinar con ansie-dad el papel, dándole vueltas en todos sentidos. No dijonada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; perojuzgué prudente no exacerbar con ningún comentario sumal humor creciente. Luego sacó de su bolsillo una car-tera, metió con cuidado en ella el papel, y lo depositótodo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Reco-bró entonces la calma; pero su primer entusiasmo habíadesaparecido por completo. Aun así, parecía mucho másabstraído que malhumorado. A medida que avanzaba latarde, se mostraba más absorto en un sueño, del que no

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lograron arrancarle ninguna de mis ocurrencias. Al prin-cipio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, comohacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huéspeden aquella actitud, juzgué más conveniente marcharme.No me instó a que me quedase; pero al partir, estrechómi mano con más cordialidad que de costumbre.

Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lap-so de tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita,en Charleston, de su criado Júpiter. No había yo vistonunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que le hu-biera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.

—Bueno, Júpiter —dije—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómoestá tu amo?

—¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien comodebiera.

—¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿Dequé se queja?

—¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nuncade nada; pero, de todas maneras, está muy malo.

—¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en se-guida? ¿Está en la cama?

—No, no, no está en la cama. No está bien en ningu-na parte, y ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza tras-tornada con el pobre massa Will.

—Júpiter, quisiera comprender algo de eso que mecuentas. Dices que tu amo está enfermo. ¿No te ha dichoqué tiene?

—Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pen-sando en eso. Massa Will dice que no tiene nada peroentonces ¿por qué va de un lado para otro, con la cabezabaja y la espalda curvada, mirando al suelo, más blancoque una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...

—¿Haciendo qué?

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—Haciendo números con figuras sobre una pizarra;las figuras más raras que he visto nunca. Le digo que voysintiendo miedo. Tengo que estar siempre con un ojo so-bre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y es-tuvo fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buenpalo para darle una tunda de las que duelen cuando vol-viese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor, ¡pa-rece tan desgraciado!

—¿Eh? ¿Cómo? ¡Ah, sí! Después de todo has hechobien en no ser demasiado severo con el pobre muchacho.No hay que pegarle, Júpiter; no está bien, seguramente.Pero ¿no puedes formarte una idea de lo que ha ocasio-nado esa enfermedad o más bien ese cambio de conduc-ta? ¿Le ha ocurrido algo desagradable desde que no leveo?

—No, massa, no ha ocurrido nada desagradable des-de entonces, sino antes; sí, eso temo: el mismo día en queusted estuvo allí.

—¡Cómo! ¿Qué quiere decir?—Pues... quiero hablar del escarabajo, y nada más.—¿De qué?—Del escarabajo... Estoy seguro de que massa Will

ha sido picado en alguna parte de la cabeza por ese es-carabajo de oro.

—¿Y qué motivos tienes tú, Júpiter, para hacer talsuposición?

—Tiene ese bicho demasiadas uñas para eso, y tam-bién boca. No he visto nunca un escarabajo tan endiabla-do; coge y pica todo lo que se le acerca. Massa Will lehabía cogido..., pero en seguida le soltó, se lo aseguro...Le digo a usted que entonces es, sin duda, cuando le hapicado. La cara y la boca de ese escarabajo no me gus-tan; por eso no he querido cogerlo con mis dedos; perohe buscado un trozo de papel para meterlo. Le envolví

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en un trozo de papel con otro pedacito en la boca; así lohice.

—¿Y tú crees que tu amo ha sido picado realmentepor el escarabajo, y que esa picadura le ha puesto enfer-mo?

—No lo creo, lo sé. ¿Por qué está siempre soñandocon oro, sino porque le ha picado el escarabajo de oro?Ya he oído hablar de esos escarabajos de oro.

—Pero ¿cómo sabes que sueña con oro?—¿Cómo lo sé? Porque habla de ello hasta durmien-

do; por eso lo sé.—Bueno, Júpiter; quizá tengas razón, pero ¿a qué fe-

liz circunstancia debo hoy el honor de tu visita?—¿Qué quiere usted decir, massa?—¿Me traes algún mensaje de míster Legrand?—No, massa; le traigo este papel.Y Júpiter me entregó una esquela que decía lo si-

guiente:

“Querido amigo: ¿Por qué no le veo hace tanto tiempo?Espero que no cometerá usted la tontería de sentirse ofendi-do por aquella pequeña brusquedad mía; pero no, no es pro-bable.

Desde que le vi, siento un gran motivo de inquietud. Ten-go algo que decirle; pero apenas sé cómo decírselo, o inclusono sé si se lo diré.

No estoy del todo bien desde hace unos días, y el pobreviejo Júpiter me aburre de un modo insoportable con susbuenas intenciones y cuidados. ¿Lo creerá usted? El otro díahabía preparado un garrote para castigarme por habermeescapado y pasado el día solus en las colinas del continente.Creo de veras que sólo mi mala cara me salvó de la paliza.

No he añadido nada a mi colección desde que no nos ve-mos.

Si puede usted, sin gran inconveniente, venga con Júpi-ter. Venga. Deseo verle esta noche para un asunto de im-

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portancia. Le aseguro que es de la más alta importancia.Siempre suyo,

WILLIAM LEGRAND.”

Había algo en el tono de esta carta que me produjouna gran inquietud. El estilo difería en absoluto del deLegrand. ¿Con qué podía él soñar? ¿Qué nueva chifladu-ra dominaba su excitable mente? ¿Qué “asunto de la másalta importancia” podía él tener que resolver? El relatode Júpiter no presagiaba nada bueno. Temía yo que lacontinua opresión del infortunio hubiese a la larga tras-tornado por completo la razón de mi amigo. Sin un mo-mento de vacilación, me dispuse a acompañar al negro.

Al llegar al fondeadero, vi una guadaña y tres azadas,todas evidentemente nuevas, que yacían en el fondo delbarco donde íbamos a navegar.

—¿Qué significa todo esto, Jup? —pregunté.—Es una guadaña, massa, y unas azadas.—Es cierto; pero ¿qué hacen aquí?—Massa Will me ha dicho que comprase eso para él

en la ciudad, y lo he pagado muy caro; nos cuesta un di-nero de mil demonios.

—Pero, en nombre de todo lo que hay de misterioso,¿qué va a hacer tu “massa Will” con esa guadaña y esasazadas?

—No me pregunte más de lo que sé; que el diablo melleve si lo sé yo tampoco. Pero todo eso es cosa del esca-rabajo.

Viendo que no podía obtener ninguna aclaración deJúpiter, cuya inteligencia entera parecía estar absorbidapor el escarabajo, bajé al barco y desplegué la vela. Unaagradable y fuerte brisa nos empujó rápidamente hastala pequeña ensenada al norte del fuerte Moultrie, y unpaseo de unas dos millas nos llevó hasta la cabaña. Se-

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rían alrededor de las tres de la tarde cuando llegamos.Legrand nos esperaba preso de viva impaciencia. Asiómi mano con nervioso empressement que me alarmó, au-mentando mis sospechas nacientes. Su cara era de unapalidez espectral, y sus ojos, muy hundidos, brillaban conun fulgor sobrenatural. Después de algunas preguntassobre mi salud, quise saber, no ocurriéndoseme nada mejorque decir si el teniente G*** le había devuelto el esca-rabajo.

—¡Oh, sí! —replicó, poniéndose muy colorado—. Lerecogí a la mañana siguiente. Por nada me separaría deese escarabajo. ¿Sabe usted que Júpiter tiene toda la ra-zón respecto a eso?

—¿En qué? —pregunté con un triste presentimientoen el corazón.

—En suponer que el escarabajo es de oro de veras.Dijo esto con un aire de profunda seriedad que me

produjo una indecible desazón.—Ese escarabajo hará mi fortuna —prosiguió él, con

una sonrisa triunfal—al reintegrarme mis posesionesfamiliares. ¿Es de extrañar que yo lo aprecie tanto? Pues-to que la Fortuna ha querido concederme esa dádiva, notengo más que usarla adecuadamente, y llegaré hasta eloro del cual ella es indicio. ¡Júpiter, trae ese escarabajo!

—¡Cómo! ¡El escarabajo, massa! Prefiero no tener ja-leos con el escarabajo; ya sabrá cogerlo usted mismo.

En este momento Legrand se levantó con un aire so-lemne e imponente, y fue a sacar el insecto de un fanal,dentro del cual le había dejado. Era un hermoso escara-bajo desconocido en aquel tiempo por los naturalistas,y, por supuesto, de un gran valor desde un punto de vis-ta científico. Ostentaba dos manchas negras en un extre-mo del dorso, y en el otro, una más alargada. El capara-zón era notablemente duro y brillante, con un aspecto

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de oro bruñido. Tenía un peso notable, y, bien conside-rada la cosa, no podía yo censurar demasiado a Júpiterpor su opinión respecto a él; pero érame imposible com-prender que Legrand fuese de igual opinión.

—Le he enviado a buscar —dijo él, en un tono gran-dilocuente, cuando hube terminado mi examen del in-secto—; le he enviado a buscar para pedirle consejo yayuda en el cumplimiento de los designios del Destino ydel escarabajo...

—Mi querido Legrand —interrumpí—, no está ustedbien, sin duda, y haría mejor en tomar algunas precau-ciones. Váyase a la cama, y me quedaré con usted unosdías, hasta que se restablezca. Tiene usted fiebre y...

—Tómeme usted el pulso —dijo él.Se lo tomé, y, a decir verdad, no encontré el menor

síntoma de fiebre.—Pero puede estar enfermo sin tener fiebre. Permí-

tame esta vez tan sólo que actúe de médico con usted. Ydespués...

—Se equivoca —interrumpió él—; estoy tan bien comopuedo esperar estarlo con la excitación que sufro. Si real-mente me quiere usted bien, aliviará esta excitación.

—¿Y qué debo hacer para eso?—Es muy fácil. Júpiter y yo partimos a una expedi-

ción por las colinas, en el continente, y necesitamos paraella la ayuda de una persona en quien podamos confiar.Es usted esa persona única. Ya sea un éxito o un fraca-so, la excitación que nota usted en mí se apaciguará igual-mente con esa expedición.

—Deseo vivamente servirle a usted en lo que sea —re-pliqué—; pero ¿pretende usted decir que ese insecto in-fernal tiene alguna relación con su expedición a las coli-nas?

—La tiene.

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—Entonces, Legrand, no puedo tomar parte en tanabsurda empresa.

—Lo siento, lo siento mucho, pues tendremos queintentar hacerlo nosotros solos.

—¡Intentarlo ustedes solos! (¡Este hombre está loco,seguramente!) Pero veamos, ¿cuánto tiempo se proponeusted estar ausente?

—Probablemente, toda la noche. Vamos a partir enseguida, y en cualquiera de los casos, estaremos de vuel-ta al salir el sol.

—¿Y me promete por su honor que, cuando ese ca-pricho haya pasado y el asunto del escarabajo (¡Dios mío!)esté arreglado a su satisfacción, volverá usted a casa yseguirá con exactitud mis prescripciones como las de sumédico?

—Sí, se lo prometo; y ahora, partamos, pues no tene-mos tiempo que perder.

Acompañé a mi amigo, con el corazón apesadumbra-do. A cosa de las cuatro nos pusimos en camino LegrandJúpiter, el perro y yo. Júpiter cogió la guadaña y las aza-das. Insistió en cargar con todo ello, más bien, me pare-ció, por temor a dejar una de aquellas herramientas enmanos de su amo que por un exceso de celo o de compla-cencia. Mostraba un humor de perros, y estas palabras,“condenado escarabajo”, fueron las únicas que se escapa-ron de sus labios durante el viaje. Por mi parte estabaencargado de un par de linternas, mientras Legrand sehabía contentado con el escarabajo, que llevaba atado alextremo de un trozo de cuerda; lo hacía girar de un ladopara otro, con un aire de nigromante, mientras camina-ba. Cuando observaba yo aquel último y supremo sínto-ma del trastorno mental de mi amigo, no podía apenascontener las lágrimas. Pensé, no obstante, que era pre-ferible acceder a su fantasía, al menos por el momento,

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o hasta que pudiese yo adoptar algunas medidas másenérgicas con una probabilidad de éxito. Entre tanto,intenté, aunque en vano, sondearle respecto al objeto dela expedición. Habiendo conseguido inducirme a que leacompañase, parecía mal dispuesto a entablar conversa-ción sobre un tema de tan poca importancia, y a todasmis preguntas no les concedía otra respuesta que un “Yaveremos”.

Atravesamos en una barca la ensenada en la puntade la isla, y trepando por los altos terrenos de la orilladel continente, seguimos la dirección Noroeste, a travésde una región sumamente salvaje y desolada, en la queno se veía rastro de un pie humano. Legrand avanzabacon decisión, deteniéndose solamente algunos instantes,aquí y allá, para consultar ciertas señales que debía dehaber dejado él mismo en una ocasión anterior.

Caminamos así cerca de dos horas, e iba a ponerse elsol, cuando entramos en una región infinitamente mástriste que todo lo que habíamos visto antes. Era una es-pecie de meseta cerca de la cumbre de una colina casiinaccesible, cubierta de espesa arboleda desde la base ala cima, y sembrada de enormes bloques de piedra queparecían esparcidos en mezcolanza sobre el suelo, y mu-chos de los cuales se hubieran precipitado a los vallesinferiores sin la contención de los árboles en que se apo-yaban. Profundos barrancos, que se abrían en varias di-recciones, daban un aspecto de solemnidad más lúgubreal paisaje.

La plataforma natural sobre la cual habíamos trepa-do estaba tan repleta de zarzas, que nos dimos cuentamuy pronto de que sin la guadaña nos hubiera sido im-posible abrirnos paso. Júpiter, por orden de su amo, sededicó a despejar el camino hasta el pie de un enormetulípero que se alzaba, entre ocho o diez robles, sobre la

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plataforma, y que los sobrepasaba a todos, así como a losárboles que había yo visto hasta entonces, por la bellezade su follaje y forma, por la inmensa expansión de su ra-maje y por la majestad general de su aspecto. Cuandohubimos llegado a aquel árbol. Legrand se volvió haciaJúpiter y le preguntó si se creía capaz de trepar por él.El viejo pareció un tanto azarado por la pregunta, y du-rante unos momentos no respondió. Por último, se acer-có al enorme tronco, dio la vuelta a su alrededor y lo exa-minó con minuciosa atención. Cuando hubo terminadosu examen, dijo simplemente:

—Sí, massa: Jup no ha encontrado en su vida árbolal que no pueda trepar.

—Entonces, sube lo más de prisa posible, pues pron-to habrá demasiada oscuridad para ver lo que hacemos.

—¿Hasta dónde debo subir, massa? —preguntó Júpi-ter.

—Sube primero por el tronco, y entonces te diré quécamino debes seguir... ¡Ah, detente ahí! Lleva contigo esteescarabajo.

—¡El escarabajo, massa Will, el escarabajo de oro! —gri-tó el negro, retrocediendo con terror—. ¿Por qué debollevar ese escarabajo conmigo sobre el árbol? ¡Que mecondene si lo hago!

—Si tienes miedo, Jup, tú, un negro grande y fuertecomo pareces a tocar un pequeño insecto muerto e in-ofensivo, puedes llevarle con esta cuerda; pero si no quie-res cogerle de ningún modo, me veré en la necesidad deabrirte la cabeza con esta azada.

—¿Qué le pasa ahora massa? —dijo Jup, avergonza-do, sin duda, y más complaciente—. Siempre ha de to-marla con su viejo negro. Era sólo una broma y nada más.¡Tener yo miedo al escarabajo! ¡Pues sí que me preocupaa mí el escarabajo.

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Cogió con precaución la punta de la cuerda, y, man-teniendo al insecto tan lejos de su persona como las cir-cunstancias lo permitían, se dispuso a subir al árbol.

En su juventud, el tulípero o Liriodendron Tutipiferum,el más magnífico de los árboles selváticos americanostiene un tronco liso en particular y se eleva con frecuen-cia a gran altura, sin producir ramas laterales; pero cuan-do llega a su madurez, la corteza se vuelve rugosa y des-igual, mientras pequeños rudimentos de ramas apare-cen en gran número sobre el tronco. Por eso la dificultadde la ascensión, en el caso presente, lo era mucho másen apariencia que en la realidad. Abrazando lo mejor quepodía el enorme cilindro con sus brazos y sus rodillasasiendo con las manos algunos brotes y apoyando sus piesdescalzos sobre los otros, Júpiter, después de haber es-tado a punto de caer una o dos veces se izó al final hastala primera gran bifurcación y pareció entonces conside-rar el asunto como virtualmente realizado. En efecto, elriesgo de la empresa había ahora desaparecido, aunqueel escalador estuviese a unos sesenta o setenta pies dela tierra.

—¿Hacia qué lado debo ir ahora, massa Will? —pre-guntó él.

—Sigue siempre la rama más ancha, la de ese lado—dijo Legrand.

El negro obedeció con prontitud, y en apariencia, sinla menor inquietud; subió, subió cada vez más alto, has-ta que desapareció su figura encogida entre el espesofollaje que la envolvía. Entonces se dejó oír su voz lejanagritando:

—¿Debo subir mucho todavía?—¿A qué altura estás? —preguntó Legrand.—Estoy tan alto —replicó el negro—, que puedo ver

el cielo a través de la copa del árbol.

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—No te preocupes del cielo, pero atiende a lo que tedigo. Mira hacia abajo el tronco y cuenta las ramas quehay debajo de ti por ese lado. ¿Cuántas ramas has pasa-do?

—Una, dos, tres, cuatro, cinco. He pasado cinco ra-mas por ese lado, massa.

—Entonces sube una rama más.Al cabo de unos minutos la voz de oyó de nuevo, anun-

ciando que había alcanzado la séptima rama.—Ahora, Jup —gritó Legrand, con una gran agita-

ción—, quiero que te abras camino sobre esa rama hastadonde puedas. Si ves algo extraño, me lo dices.

Desde aquel momento las pocas dudas que podía ha-ber tenido sobre la demencia de mi pobre amigo se di-siparon por completo. No me quedaba otra alternativa queconsiderarle como atacado de locura, me sentí seriamen-te preocupado con la manera de hacerle volver a casa.Mientras reflexionaba sobre que sería preferible hacer,volvió a oírse la voz de Júpiter.

—Tengo miedo de avanzar más lejos por esa rama:es una rama muerta en casi toda su extensión.

—¿Dices que es una rama muerta Júpiter? —gritóLegrand con voz trémula.

—Sí, massa, muerta como un clavo de puerta, eso escosa sabida; no tiene ni pizca de vida.

—¿Qué debo hacer, en nombre del Cielo? —pregun-tó Legrand, que parecía sumido en una gran desespera-ción.

—¿Qué debe hacer? —dije, satisfecho de que aquellaoportunidad me permitiese colocar una palabra.

—Volver a casa y meterse en la cama. ¡Vámonos ya!Sea usted amable, compañero. Se hace tarde; y además,acuérdese de su promesa.

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—¡Júpiter! —gritó él, sin escucharme en absoluto—,¿me oyes?

—Sí, massa Will, le oigo perfectamente.—Entonces tantea bien con tu cuchillo, y dime si crees

que está muy podrida.—Podrida, massa, podrida, sin duda —replicó el ne-

gro después de unos momentos—; pero no tan podridacomo cabría creer. Podría avanzar un poco más, si estu-viese yo solo sobre la rama, eso es verdad.

—¡Si estuvieras tú solo! ¿Qué quieres decir?—Hablo del escarabajo. Es muy pesado el tal escara-

bajo. Supongo que, si lo dejase caer, la rama soportaríabien, sin romperse, el peso de un negro.

—¡Maldito bribón! —gritó Legrand, que parecía muyreanimado—. ¿Qué tonterías estas diciendo? Si dejas caerel insecto, te retuerzo el pescuezo. Mira hacia aquí, Jú-piter, ¿me oyes?

—Sí, massa; no hay que tratar así a un pobre negro.—Bueno; escúchame ahora. Si te arriesgas sobre la

rama todo lo lejos que puedas hacerlo sin peligro y sinsoltar el insecto, te regalare un dólar de plata tan pron-to como hayas bajado.

—Ya voy, massa Will, Ya voy allá —replicó el negrocon prontitud—. Estoy al final ahora.

—¡Al final! —chilló Legrand, muy animado—. ¿Quie-res decir que estas al final de esa rama?

—Estaré muy pronto al final, massa... ¡Ooooh! ¡Diosmío, misericordia! ¿Que es eso que hay sobre el árbol?

—¡Bien! —gritó Legrand muy contento—, ¿qué es eso?—Pues sólo una calavera; alguien dejó su cabeza so-

bre el árbol, y los cuervos han picoteado toda la carne.—Una calavera, dices! Muy bien... ¿Cómo está atada

a la rama? ¿Qué la sostiene?

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—Seguramente, se sostiene bien; pero tendré que ver.¡Ah! Es una cosa curiosa, palabra..., hay una clavo grue-so clavado en esta calavera, que la retiene al árbol.

—Bueno; ahora, Júpiter, haz exactamente lo que voya decirte. ¿Me oyes?

—Sí, massa.—Fíjate bien, y luego busca el ojo izquierdo de la ca-

lavera.—¡Hum! ¡Oh, esto sí que es bueno! No tiene ojo izquier-

do ni por asomo.—¡Maldita estupidez la tuya! ¿Sabes distinguir bien

tu mano izquierda de tu mano derecha?—Sí que lo sé, lo sé muy bien; mi mano izquierda es

con la que parto la leña.—¡Seguramente! eres zurdo. Y tu ojo izquierdo está

del mismo lado de tu mano izquierda. Ahora supongo quepodrás encontrar el ojo izquierdo de la calavera, o el si-tio donde estaba ese ojo. ¿Lo has encontrado?

—Hubo una larga pausa. Y finalmente, el negro pre-guntó:

—¿El ojo izquierdo de la calavera está del mismo ladoque la mano izquierda del cráneo también?... Porque lacalavera no tiene mano alguna... ¡No importa! Ahora heencontrado el ojo izquierdo, ¡aquí está el ojo izquierdo!¿Qué debo hacer ahora?

—Deja pasar por él el escarabajo, tan lejos como pue-da llegar la cuerda; pero ten cuidado de no soltar la pun-ta de la cuerda.

—Ya está hecho todo, massa Will; era cosa fácil ha-cer pasar el escarabajo por el agujero... Mírelo cómo baja.

Durante este coloquio, no podía verse ni la menor par-te de Júpiter; pero el insecto que él dejaba caer apare-cía ahora visible al extremo de la cuerda y brillaba, comouna bola de oro bruñido a los últimos rayos del sol po-

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niente, algunos de los cuales iluminaban todavía un pocola eminencia sobre la que estábamos colocados. El esca-rabajo, al descender, sobresalía visiblemente de las ra-mas, y si el negro le hubiese soltado, habría caído a nues-tros pies. Legrand cogió en seguida la guadaña y despe-jó un espacio circular, de tres o cuatro yardas de diáme-tro, justo debajo del insecto. Una vez hecho esto, ordenóa Júpiter que soltase la cuerda y que bajase del árbol.

Con gran cuidado clavó mi amigo una estaca en la tie-rra sobre el lugar preciso donde había caído el insecto, yluego sacó de su bolsillo una cinta para medir. La ató poruna punta al sitio del árbol que estaba más próximo a laestaca, la desenrolló hasta ésta y siguió desenrollándo-la en la dirección señalada por aquellos dos puntos —laestaca y el tronco—hasta una distancia de cincuenta pies;Júpiter limpiaba de zarzas el camino con la guadaña. Enel sitio así encontrado clavó una segunda estaca, y, to-mándola como centro, describió un tosco círculo de unoscuatro pies de diámetro, aproximadamente. Cogió en-tonces una de las azadas, dio la otra a Júpiter y la otraa mí, y nos pidió que cavásemos lo más de prisa posible.

A decir verdad, yo no había sentido nunca un espe-cial agrado con semejante diversión, y en aquel momen-to preciso renunciaría a ella, pues la noche avanzaba, yme sentía muy fatigado con el ejercicio que hube de ha-cer; pero no veía modo alguno de escapar de aquello, ytemía perturbar la ecuanimidad de mi pobre amigo conuna negativa. De haber podido contar efectivamente conla ayuda de Júpiter no hubiese yo vacilado en llevar a lafuerza al lunático a su casa; pero conocía demasiado bienel carácter del viejo negro para esperar su ayuda en cual-quier circunstancia, y más en el caso de una lucha per-sonal con su amo. No dudaba yo que Legrand estaba con-taminado por alguna de las innumerables supersticiones

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del Sur referentes a los tesoros escondidos, y que aque-lla fantasía hubiera sido confirmada por el hallazgo delescarabajo, o quizá por la obstinación de Júpiter en soste-ner que era un “escarabajo de oro de verdad”. Una menta-lidad predispuesta a la locura podía dejarse arrastrarpor tales sugestiones, sobre todo si concordaban con susideas favoritas preconcebidas; y entonces recordé el dis-curso del Pobre muchacho referente al insecto que iba aser ‘‘el indicio de su fortuna”. Por encima de todo ellome sentía enojado y perplejo; pero al final decidí hacerley de la necesidad y cavar con buena voluntad para con-vencer lo antes posible al visionario con una prueba ocu-lar, de la falacia de las opiniones que el mantenía.

Encendimos las linternas y nos entregamos a nues-tra tarea con un celo digno de una causa más racional; ycomo la luz caía sobre nuestras personas y herramien-tas, no pude impedirme pensar en el grupo pintorescoque formábamos, y en que si algún intruso hubiese apare-cido, por casualidad, en medio de nosotros, habría creídoque realizábamos una labor muy extraña y sospechosa.

Cavamos con firmeza durante dos horas. Oíanse po-cas palabras, y nuestra molestia principal la causabanlos ladridos del perro, que sentía un interés excesivo pornuestros trabajos. A la larga se puso tan alborotado, quetemimos diese la alarma a algunos merodeadores de lascercanías, o más bien era el gran temor de Legrand, pues,por mi parte, me habría regocijado cualquier interrup-ción que me hubiera permitido hacer volver al vagabun-do a su casa. Finalmente, fue acallado el alboroto por Júpi-ter, quien, lanzándose fuera del hoyo con un aire resuel-to y furioso embozaló el hocico del animal con uno de sustirantes y luego volvió a su tarea con una risita ahogada.

Cuando expiró el tiempo mencionado, el hoyo habíaalcanzado una profundidad de cinco pies, y aun así, no

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aparecía el menor indicio de tesoro. Hicimos una pausageneral, y empecé a tener la esperanza de que la farsatocaba a su fin. Legrand, sin embargo, aunque a todasluces muy desconcertado, se enjugó la frente con aire pen-sativo y volvió a empezar. Habíamos cavado el círculoentero de cuatro pies de diámetro, y ahora superamosun poco aquel límite y cavamos dos pies más. No apare-ció nada. El buscador de oro, por el que sentía yo una sin-cera compasión, saltó del hoyo al cabo, con la más amar-ga desilusión grabada en su cara, y se decidió, lenta ypesarosamente, a ponerse la chaqueta, que se había qui-tado al empezar su labor. En cuanto a mí, me guardé dehacer ninguna observación. Júpiter a una señal de sumano, comenzó a recoger las herramientas. Hecho esto,y una vez quitado el bozal al perro volvimos en un pro-fundo silencio hacia la casa.

Habríamos dado acaso una docena de pasos, cuando,con un tremendo juramento, Legrand se arrojó sobre Jú-piter y le agarró del cuello. El negro, atónito abrió losojos y la boca en todo su tamaño, soltó las azadas y cayóde rodillas.

—¡Eres un bergante! —dijo Legrand, haciendo silbarlas sílabas entre sus labios apretados—, ¡un malvado ne-gro! ¡Habla, te digo! ¡Contéstame al instante y sin men-tir! ¿Cuál es..., cuál es tu ojo izquierdo?

—¡Oh, misericordia, massa Will! ¿No es, seguramen-te, éste mi ojo izquierdo? —rugió, aterrorizado, Júpiter,poniendo su mano sobre el órgano derecho de su visión,y manteniéndola allí con la tenacidad de la desespera-ción, como si temiese que su amo fuese a arrancárselo.

—¡Lo sospechaba! ¡Lo sabía! ¡Hurra! —vociferó Le-grand, soltando al negro y dando una serie de corvetas ycabriolas, ante el gran asombro de su criado, quien, al-

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zándose sobre sus rodillas, miraba en silencio a su amoy a mí, a mí y a su amo.

—¡Vamos! Debemos volver —dijo éste— No está aúnperdida la partida—y se encaminó de nuevo hacia el tulí-pero.

—Júpiter —dijo, cuando llegamos al píe del árbol—,¡ven aquí! ¿Estaba la calavera clavada a la rama con lacara vuelta hacia fuera, o hacia la rama?

—La cara estaba vuelta hacia afuera, massa, así esque los cuervos han podido comerse muy bien los ojos,sin la menor dificultad.

—Bueno, entonces, ¿has dejado caer el insecto poreste ojo o por este otro? —y Legrand tocaba alternativa-mente los ojos de Júpiter.

—Por este ojo, massa, por el ojo izquierdo, exacta-mente como usted me dijo.

Y el negro volvió a señalar su ojo derecho.Entonces mi amigo, en cuya locura veía yo, o me ima-

ginaba ver, ciertos indicios de método, trasladó la estacaque marcaba el sitio donde había caído el insecto, unastres pulgadas hacia el oeste de su primera posición. Colo-cando ahora la cinta de medir desde el punto más cerca-no del tronco hasta la estaca, como antes hiciera, y ex-tendiéndola en línea recta a una distancia de cincuentapies, donde señalaba la estaca, la alejó varias yardas delsitio donde habíamos estado cavando.

Alrededor del nuevo punto trazó ahora un círculo,un poco más ancho que el primero, y volvimos a mane-jar la azada. Estaba yo atrozmente cansado; pero, sindarme cuenta de lo que había ocasionado aquel cambioen mi pensamiento, no sentía ya gran aversión por aqueltrabajo impuesto. Me interesaba de un modo inexplica-ble; más aún, me excitaba. Tal vez había en todo el extra-vagante comportamiento de Legrand cierto aire de

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presciencia, de deliberación, que me impresionaba. Cava-ba con ardor, y de cuando en cuando me sorprendía bus-cando, por decirlo así, con los ojos movidos de un senti-miento que se parecía mucho a la espera, aquel tesoroimaginario, cuya visión había trastornado a mi infortu-nado compañero. En uno de esos momentos en que talesfantasías mentales se habían apoderado más a fondo demí, y cuando llevábamos trabajando quizá una hora y me-dia, fuimos de nuevo interrumpidos por los violentos la-dridos del perro. Su inquietud, en el primer caso, era,sin duda, el resultado de un retozo o de un capricho; peroahora asumía un tono más áspero y más serio. CuandoJúpiter se esforzaba por volver a ponerle un bozal, ofre-ció el animal una furiosa resistencia, y, saltando dentrodel hoyo, se puso a cavar, frenético, con sus uñas. En unossegundos había dejado al descubierto una masa de osa-mentas humanas, formando dos esqueletos íntegros, mez-clados con varios botones de metal y con algo que nos pa-reció ser lana podrida y polvorienta. Uno o dos azadona-zos hicieron saltar la hoja de un ancho cuchillo español,y al cavar más surgieron a la luz tres o cuatro monedasde oro y de plata.

Al ver aquello, Júpiter no pudo apenas contener sualegría; pero la cara de su amo expresó una extraordina-ria desilusión. Nos rogó, con todo, que continuásemosnuestros esfuerzos, y apenas había dicho aquellas pala-bras, tropecé y caí hacia adelante, al engancharse la pun-ta de mi bota en una ancha argolla de hierro que yacíamedio enterrada en la tierra blanda.

Nos pusimos a trabajar ahora con gran diligencia, ynunca he pasado diez minutos de más intensa excitación.Durante este intervalo desenterramos por completo uncofre oblongo de madera que, por su perfecta conserva-ción y asombrosa dureza, había sido sometida a algún

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procedimiento de mineralización, acaso por obra del bi-cloruro de mercurio. Dicho cofre tenía tres pies y mediode largo, tres de ancho y dos y medio de profundidad. Es-taba asegurado con firmeza por unos flejes de hierro for-jado, remachados, y que formaban alrededor de una espe-cie de enrejado. De cada lado del cofre, cerca de la tapahabía tres argollas de hierro —seis en total—, por me-dio de las cuales, seis personas podían asirla Nuestrosesfuerzos unidos sólo consiguieron moverlo ligeramentede su lecho. Vimos en seguida la imposibilidad de trans-portar un peso tan grande. Por fortuna, la tapa estabasólo asegurada con dos tornillos movibles. Los sacamos,trémulos y palpitantes de ansiedad. En un instante, untesoro de incalculable valor apareció refulgente ante no-sotros. Los rayos de las linternas caían en el hoyo, ha-ciendo brotar de un montón confuso de oro y de joyas des-tellos y brillos que cegaban del todo nuestros ojos.

No intentaré describir los sentimientos con que con-templaba aquello. El asombro, naturalmente, predomi-naba sobre los demás. Legrand parecía exhausto por laexcitación, y no profirió más que algunas palabras. Encuanto a Júpiter, su rostro durante unos minutos adqui-rió la máxima palidez que puede tomar la cara de un ne-gro en tales circunstancias. Parecía estupefacto, fulmi-nado. Pronto cayó de rodillas en el hoyo, y hundiendo susbrazos hasta el codo en el oro, los dejó allí, como si goza-se del placer de un baño. A las postre exclamó con un hon-do suspiro, como en un monólogo:

—¡Y todo esto viene del escarabajo de oro! ¡Del po-bre escarabajito, al que yo insultaba y calumniaba! ¿Note avergüenzas de ti mismo, negro? ¡Anda, contéstame!

Fue menester, por último, que despertase a ambos,al amo y al criado, ante la conveniencia de transportarel tesoro. Se hacía tarde y teníamos que desplegar cier-

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ta actividad, si queríamos que todo estuviese en seguri-dad antes del amanecer. No sabíamos qué determinacióntomar, y perdimos mucho tiempo en deliberaciones de lotrastornadas que teníamos nuestras ideas. Por último,aligeramos de peso al cofre quitando las dos terceras par-tes de su contenido, y pudimos, en fin, no sin dificultad.sacarlo del hoyo. Los objetos que habíamos extraído fue-ron depositados entre las zarzas, bajo la custodia del pe-rro, al que Júpiter ordenó que no se moviera de su pues-to bajo ningún pretexto, y que no abriera la boca hastanuestro regreso. Entonces nos pusimos presurosamenteen camino con el cofre; llegamos sin accidente a la caba-ña, aunque después de tremendas penalidades y a la unade la madrugada. Rendidos como estábamos, no hubiesehabido naturaleza humana capaz de reanudar la tareaacto seguido. Permanecimos descansando hasta las dos;luego cenamos, y en seguida partimos hacia las colinas,provistos de tres grandes sacos que, por una suerte fe-liz, habíamos encontrado antes. Llegamos al filo de lascuatro a la fosa, nos repartimos el botín, con la mayorigualdad posible y dejando el hoyo sin tapar, volvimoshacia la cabaña, en la que depositamos por segunda veznuestra carga de oro, a tiempo que los primeros débilesrayos del alba aparecían por encima de las copas de losárboles hacia el Este.

Estábamos completamente destrozados, pero la in-tensa excitación de aquel momento nos impidió todo re-poso. Después de un agitado sueño de tres o cuatro ho-ras de duración, nos levantamos, como si estuviéramosde acuerdo, para efectuar el examen de nuestro tesoro.

El cofre había sido llenado hasta los bordes, y emplea-mos el día entero y gran parte de la noche siguiente enescudriñar su contenido. No mostraba ningún orden oarreglo. Todo había sido amontonado allí, en confusión.

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Habiéndolo clasificado cuidadosamente, nos encontra-mos en posesión de una fortuna que superaba todo cuan-to habíamos supuesto. En monedas había más de cuatro-cientos cincuenta mil dólares, estimando el valor de laspiezas con tanta exactitud como pudimos, por las tablasde cotización de la época. No había allí una sola partícu-la de plata. Todo era oro de una fecha muy antigua y deuna gran variedad: monedas francesas, españolas y ale-manas, con algunas guineas inglesas y varios discos delos que no habíamos visto antes ejemplar alguno. Habíavarias monedas muy grandes y pesadas pero tan desgas-tadas, que nos fue imposible descifrar sus inscripciones.No se encontraba allí ninguna americana. La valoraciónde las joyas presentó muchas más dificultades. Había dia-mantes, algunos de ellos muy finos y voluminosos, en totalciento diez, y ninguno pequeño; dieciocho rubíes de unnotable brillo, trescientas diez esmeraldas hermosísi-mas, veintiún zafiros y un ópalo. Todas aquellas piedrashabían sido arrancadas de sus monturas y arrojadas enrevoltijo al interior del cofre. En cuanto a las monturasmismas, que clasificamos aparte del otro oro, parecíanhaber sido machacadas a martillazos para evitar cual-quier identificación. Además de todo lo indicado, habíauna gran cantidad de adornos de oro macizo: cerca dedoscientas sortijas y pendientes, de extraordinario gro-sor; ricas cadenas, en número de treinta, si no recuerdomal; noventa y tres grandes y pesados crucifijos; cincoincensarios de oro de gran valía; una prodigiosa ponche-ra de oro, adornada con hojas de parra muy bien engas-tadas, y con figuras de bacantes; dos empuñaduras deespada exquisitamente repujadas, y otros muchos obje-tos más pequeños que no puedo recordar. El peso de todoello excedía de las trescientas cincuenta libras avoirdu-pois, y en esta valoración no he incluido ciento noventa

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y siete relojes de oro soberbios, tres de los cuales val-drían cada uno quinientos dólares. Muchos eran viejísi-mos y desprovistos de valor como tales relojes: sus ma-quinarias habían sufrido más o menos de la corrosión dela tierra; pero todos estaban ricamente adornados con pe-drerías, y las cajas eran de gran precio. Valoramos aque-lla noche el contenido total del cofre en un millón y me-dio de dólares, y cuando más tarde dispusimos de los dijesy joyas (quedándonos con algunos para nuestro uso per-sonal), nos encontramos con que habíamos hecho una ta-sación muy por debajo del tesoro.

Cuando terminamos nuestro examen, y al propio tiem-po se calmó un tanto aquella intensa excitación, Legrand,que me veía consumido de impaciencia por conocer lasolución de aquel extraordinario enigma, entró a plenodetalle en las circunstancias relacionadas con él.

—Recordará usted —dijo—la noche en que le mostréel tosco bosquejo que había hecho del escarabajo. Recor-dará también que me molestó mucho el que insistiese enque mi dibujo se parecía a una calavera. Cuando hizo us-ted por primera vez su afirmación, creí que bromeaba;pero después pensé en las manchas especiales sobre eldorso del insecto, y reconocí en mi interior que su ob-servación tenía en realidad, cierta ligera base. A pe-sar de todo, me irritó su burla respecto a mis facultadesgráficas, pues estoy considerado como un buen artista,y por eso, cuando me tendió usted el trozo de pergami-no, estuve a punto de estrujarlo y de arrojarlo, enojado,al fuego.

—Se refiere usted al trozo de papel —dije.—No; aquello tenía el aspecto de papel, y al princi-

pio yo mismo supuse que lo era; pero, cuando quise di-bujar sobre él, descubrí en seguida que era un trozo depergamino muy viejo. Estaba todo sucio, como recorda-

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rá. Bueno; cuando me disponía a estrujarlo, mis ojos ca-yeron sobre el esbozo que usted había examinado, y yapuede imaginarse mi asombro al percibir realmente lafigura de una calavera en el sitio mismo donde había yocreído dibujar el insecto. Durante un momento me sentídemasiado atónito para pensar con sensatez. Sabía quemi esbozo era muy diferente en detalle de éste, aunqueexistiese cierta semejanza en el contorno general.

Cogí en seguida una vela y, sentándome al otro ex-tremo de la habitación, me dediqué a un examen minu-cioso del pergamino. Dándole vueltas, Vi mi propio bos-quejo sobre el reverso, ni más ni menos que como lo ha-bía hecho. Mi primera impresión fue entonces de simplesorpresa ante la notable semejanza efectiva del contor-no; y resulta una coincidencia singular el hecho de aque-lla imagen, desconocida para mí, que ocupaba el otro ladodel pergamino debajo mismo de mi dibujo del escarabajo,y de la calavera aquella que se parecía con tanta exacti-tud a dicho dibujo no sólo en el contorno, sino en el tama-ño. Digo que la singularidad de aquella coincidencia medejó pasmado durante un momento. Es éste el efecto ha-bitual de tales coincidencias. La mente se esfuerza porestablecer una relación —una ilación de causa y efec-to—, y siendo incapaz de conseguirlo, sufrí una especiede parálisis pasajera. Pero cuando me recobré de aquelestupor, sentí surgir en mí poco a poco una convicciónque me sobrecogió más aún que aquella coincidencia. Co-mencé a recordar de una manera clara y positiva que nohabía ningún dibujo sobre el pergamino cuando hice miesbozo del escarabajo. Tuve la absoluta certeza de ello,pues me acordé de haberle dado vueltas a un lado y a otrobuscando el sitio más limpio... Si la calavera hubiera es-tado allí, la habría yo visto, por supuesto. Existía allí unmisterio que me sentía incapaz de explicar; pero desde

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aquel mismo momento me pareció ver brillar débilmen-te, en las más remotas y secretas cavidades de mi enten-dimiento, una especie de luciérnaga de la verdad de lacual nos había aportado la aventura de la última nocheuna prueba tan magnífica. Me levanté al punto, y guar-dando con cuidado el pergamino dejé toda reflexión ul-terior para cuando pudiese estar solo.

En cuanto se marchó usted, y Júpiter estuvo profun-damente dormido, me dediqué a un examen más metó-dico de la cuestión. En primer lugar, quise comprenderde qué modo aquel pergamino estaba en mi poder. El si-tio en que descubrimos el escarabajo se hallaba en la cos-ta del continente, a una milla aproximada al este de laisla, pero a corta distancia sobre el nivel de la marea alta.Cuando le cogí, me pico con fuerza, haciendo que le sol-tase. Júpiter con su acostumbrada prudencia, antes deagarrar el insecto, que había volado hacia él, buscó a sualrededor una hoja o algo parecido con que apresarlo.En ese momento sus ojos, y también los míos, cayeronsobre el trozo de pergamino que supuse era un papel. Es-taba medio sepultado en la arena, asomando una partede él. Cerca del sitio donde lo encontramos vi los restosdel casco de un gran barco, según me pareció. Aquellosrestos de un naufragio debían de estar allí desde hacíamucho tiempo, pues apenas podía distinguirse su seme-janza con la armazón de un barco.

Júpiter recogió, pues, el pergamino, envolvió en élal insecto y me lo entregó. Poco después volvimos a casay encontramos al teniente G***. Le enseñé el ejemplary me rogó que le permitiese llevárselo al fuerte. Accedía ello y se lo metió en el bolsillo de su chaleco sin el per-gamino en que iba envuelto y que había conservado enla mano durante su examen. Quizá temió que cambiasede opinión y prefirió asegurar en seguida su presa; ya

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sabe usted que es un entusiasta de todo cuanto se rela-ciona con la historia natural. En aquel momento, sin dar-me cuenta de ello, debí de guardarme el pergamino enel bolsillo.

Recordará usted que cuando me senté ante la mesa afin de hacer un bosquejo del insecto no encontré papeldonde habitualmente se guarda. Miré en el cajón, y no loencontré allí. Rebusqué mis bolsillos, esperando hallaren ellos alguna carta antigua, cuando mis dedos tocaronel pergamino. Le detallo a usted de un modo exacto cómocayó en mi poder, pues las circunstancias me impresio-naron con una fuerza especial.

Sin duda alguna, usted me creyó un soñador; pero yohabía establecido ya una especie de conexión. Acababade unir dos eslabones de una gran cadena. Allí había unbarco que naufragó en la costa, y no lejos de aquel barco,un pergamino —no un papel—con una calavera pintadasobre él. Va usted, naturalmente, a preguntarme: ¿dón-de está la relación? Le responderé que la calavera es elemblema muy conocido de los piratas. Llevan izado elpabellón con la calavera en todos sus combates.

Como le digo, era un trozo de pergamino, y no de pa-pel. El pergamino es de una materia duradera casi in-destructible. Rara vez se consignan sobre uno cuestio-nes de poca monta, ya que se adapta mucho peor que elpapel a las simples necesidades del dibujo o de la escri-tura. Esta reflexión me indujo a pensar en algún signifi-cado, en algo que tenía relación con la calavera. No dejétampoco de observar la forma del pergamino. Aunqueuna de las esquinas aparecía rota por algún accidente,podía verse bien que la forma original era oblonga. Setrataba precisamente de una de esas tiras que se esco-gen como memorándum, para apuntar algo que deseauno conservar largo tiempo y con cuidado.

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—Pero —le interrumpí—dice usted que la calaverano estaba sobre el pergamino cuando dibujó el insecto.¿Cómo, entonces, establece una relación entre el barco yla calavera, puesto que esta última, según su propio aser-to, debe de haber sido dibujada (Dios únicamente sabecómo y por quién) en algún período posterior a su apun-te del escarabajo?

—¡Ah! Sobre eso gira todo el misterio, aunque he teni-do, en comparación, poca dificultad en resolver ese extre-mo del secreto. Mi marcha era segura y no podía condu-cirme más que a un solo resultado. Razoné así, por ejem-plo: al dibujar el escarabajo, no aparecía la calavera so-bre el pergamino. Cuando terminé el dibujo, se lo di austed y le observé con fijeza hasta que me lo devolvió.No era usted, por tanto, quien había dibujado la calave-ra, ni estaba allí presente nadie que hubiese podido ha-cerlo. No había sido, pues, realizado por un medio hu-mano. Y, sin embargo, allí estaba.

En este momento de mis reflexiones, me dediqué arecordar, y recordé, en efecto, con entera exactitud, cadaincidente ocurrido en el intervalo en cuestión. La tem-peratura era fría (¡oh raro y feliz accidente!) y el fue-go llameaba en la chimenea. Había yo entrado en calorcon el ejercicio y me senté junto a la mesa. Usted, empe-ro, tenía vuelta su silla, muy cerca de la chimenea. En elmomento justo de dejar el pergamino en su mano, y cuan-do iba usted a examinarlo, Wolf, el terranova. entró y sal-tó hacia sus hombros. Con su mano izquierda usted leacariciaba, intentando apartarle, cogido el pergaminocon la derecha, entre sus rodillas y cerca del fuego. Huboun instante en que creí que la llama iba a alcanzarlo, yme disponía a decírselo; pero antes de que hubiese yohablado la retiró usted y se dedicó a examinarlo. Cuan-do hube considerado todos estos detalles, no dudé ni un

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segundo que aquel calor había sido el agente que hizo sur-gir a la luz sobre el pergamino la calavera cuyo contornoveía señalarse allí. Ya sabe que hay y ha habido en todotiempo preparaciones químicas por medio de las cualeses posible escribir sobre papel o sobre vitela caracteresque así no resultan visibles hasta que son sometidos a laacción del fuego. Se emplea algunas veces el zafre, dige-rido en agua regia y diluido en cuatro veces su peso deagua; de ello se origina un tono verde. El régulo de co-balto, disuelto en espíritu de nitro, da el rojo. Estos co-lores desaparecen a intervalos más o menos largos, des-pués que la materia sobre la cual se ha escrito se enfría,pero reaparecen a una nueva aplicación de calor.

Examiné entonces la calavera con toda meticulosidad.Los contornos —los más próximos al borde del pergami-no— resultaban mucho más claros que los otros. Era evi-dente que la acción del calor había sido imperfecta o des-igual. Encendí inmediatamente el fuego y sometí cadaparte del pergamino al calor ardiente. Al principio notuvo aquello más efecto que reforzar las líneas débilesde la calavera; pero, perseverando en el ensayo, se hizovisible, en la esquina de la tira diagonalmente opuestaal sitio donde estaba trazada la calavera, una figura quesupuse de primera intención era la de una cabra. Un exa-men más atento, no obstante, me convenció de que ha-bían intentado representar un cabritillo.

—¡Ja, ja! —exclamé—. No tengo, sin duda, derecho aburlarme de usted (un millón y medio de dólares es algomuy serio para tomarlo a broma). Pero no irá a estable-cer un tercer eslabón en su cadena; no querrá encontrarninguna relación especial entre sus piratas y una cabra;los piratas, como sabe, no tienen nada que ver con lascabras; eso es cosa de los granjeros.

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—Pero si acabo de decirle que la figura no era la deuna cabra.

—Bueno; la de un cabritillo, entonces; viene a ser casilo mismo.

—Casi, pero no del todo —dijo Legrand—. Debe us-ted de haber oído hablar de un tal capitán Kidd. Consi-deré en seguida la figura de ese animal como una espe-cie de firma logogrífica o jeroglífica. Digo firma porqueel sitio que ocupaba sobre el pergamino sugería esa idea.La calavera, en la esquina diagonal opuesta, tenía así elaspecto de un sello, de una estampilla. Pero me hallé do-lorosamente desconcertado ante la ausencia de todo lodemás del cuerpo de mi imaginado documento, del textode mi contexto.

—Supongo que esperaba usted encontrar una cartaentre el sello y la firma.

—Algo por el estilo. El hecho es que me sentí irresis-tiblemente impresionado por el presentimiento de unabuena fortuna inminente. No podría decir por qué. Talvez, después de todo, era más bien un deseo que una ver-dadera creencia; pero ¿no sabe que las absurdas pala-bras de Júpiter, afirmando que el escarabajo era de oromacizo, hicieron un notable efecto sobre mi imaginación?Y luego, esa serie de accidentes y coincidencias era, enrealidad, extraordinaria. ¿Observa usted lo que había defortuito en que esos acontecimientos ocurriesen el únicodía del año en que ha hecho, ha podido hacer, el suficien-te frío para necesitarse fuego, y que, sin ese fuego, o sinla intervención del perro en el preciso momento en queapareció, no habría podido yo enterarme de lo de la ca-lavera, ni habría entrado nunca en posesión del tesoro?

Pero continúe... Me consume la impaciencia.—Bien; habrá usted oído hablar de muchas historias

que corren, de esos mil vagos rumores acerca de tesoros

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enterrados en algún lugar de la costa del Atlántico porKidd y sus compañeros. Esos rumores desde hace tantotiempo y con tanta persistencia, desde hace tanto tiem-po y con tanta persistencia, ello se debía, a mi juicio, tansólo a la circunstancia de que el tesoro enterrado per-manecía enterrado. Si Kidd hubiese escondido su botíndurante cierto tiempo y lo hubiera recuperado después,no habrían llegado tales rumores hasta nosotros en suinvariable forma actual. Observe que esas historias gi-ran todas alrededor de buscadores, no de descubridoresde tesoros. Si el pirata hubiera recuperado su botín, elasunto habría terminado allí. Parecíame que algún acci-dente —por ejemplo, la pérdida de la nota que indicabael lugar preciso— debía de haberle privado de los me-dios para recuperarlo, llegando ese accidente a conoci-miento de sus compañeros, quienes, de otro modo, no hu-biesen podido saber nunca que un tesoro había sido es-condido y que con sus búsquedas infructuosas, por care-cer de guía al intentar recuperarlo, dieron nacimientoprimero a ese rumor, difundido universalmente por en-tonces, y a las noticias tan corrientes ahora. ¿Ha oídousted hablar de algún tesoro importante que haya sidodesenterrado a lo largo de la costa?

—Nunca.—Pues es muy notorio que Kidd los había acumula-

do inmensos. Daba yo así por supuesto que la tierra se-guía guardándolos, y no le sorprenderá mucho si le digoque abrigaba una esperanza que aumentaba casi hasta lacerteza: la de que el pergamino tan singularmente en-contrado contenía la última indicación del lugar dondese depositaba.

—Pero ¿cómo procedió usted?—Expuse de nuevo la vitela al fuego, después de ha-

berlo avivado; pero no apareció nada. Pensé entonces que

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era posible que la capa de mugre tuviera que ver en aquelfracaso: por eso lavé con esmero el pergamino vertiendoagua caliente encima, y una vez hecho esto, lo coloquéen una cacerola de cobre, con la calavera hacia abajo, ypuse la cacerola sobre una lumbre de carbón. A los po-cos minutos estando ya la cacerola calentada a fondo, sa-qué la tira de pergamino, y fue inexpresable mi alegríaal encontrarla manchada, en varios sitios, con signos queparecían cifras alineadas. Volví a colocarla en la cacero-la, y la dejé allí otro minuto. Cuando la saqué, estabaenteramente igual a como va usted a verla.

Y al llegar aquí, Legrand, habiendo calentado de nue-vo el pergamino, lo sometió a mi examen. Los caracte-res siguientes aparecían de manera toscamente trazada,en color rojo, entre la calavera y la cabra:

53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;1+(;:+*8+83(88)5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*—4)8¶8*;4069285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+528806*81(+9;48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;

—Pero —dije, devolviéndole la tira— sigo estandotan a oscuras como antes. Si todas las joyas de Golcondaesperasen de mí la solución de este enigma, estoy en ab-soluto seguro de que sería incapaz de obtenerlas.

—Y el caso —dijo Legrand— que la solución no re-sulta tan difícil como cabe imaginarla tras del primer exa-men apresurado de los caracteres. Estos caracteres, se-gún pueden todos adivinarlo fácilmente forman una ci-fra, es decir, contienen un significado pero por lo que sa-bemos de Kidd, no podía suponerle capaz de construiruna de las más abstrusas criptografías. Pensé, pues, lo

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primero, que ésta era de una clase sencilla, aunque tal,sin embargo, que pareciese absolutamente indescifrablepara la tosca inteligencia del marinero, sin la clave.

—¿Y la resolvió usted, en verdad?—Fácilmente; había yo resuelto otras diez mil veces

más complicadas. Las circunstancias y cierta predisposi-ción mental me han llevado a interesarme por tales acer-tijos, y es, en realidad, dudoso que el genio humano pue-da crear un enigma de ese género que el mismo ingeniohumano no resuelva con una aplicación adecuada. Enefecto, una vez que logré descubrir una serie de caracte-res visibles, no me preocupó apenas la simple dificultadde desarrollar su significación.

En el presente caso —y realmente en todos los casosde escritura secreta— la primera cuestión se refiere allenguaje de la cifra, pues los principios de solución, enparticular tratándose de las cifras más. sencillas, depen-den del genio peculiar de cada idioma y pueden ser mo-dificadas por éste. En general, no hay otro medio paraconseguir la solución que ensayar (guiándose por las pro-babilidades) todas las lenguas que os sean conocidas, has-ta encontrar la verdadera. Pero en la cifra de este casotoda dificultad quedaba resuelta por la firma. El retrué-cano sobre la palabra Kidd sólo es posible en lengua in-glesa. Sin esa circunstancia hubiese yo comenzado misensayos por el español y el francés, por ser las lenguasen las cuales un pirata de mares españoles hubiera de-bido, con más naturalidad, escribir un secreto de ese gé-nero. Tal como se presentaba, presumí que el criptogramaera inglés.

Fíjese usted en que no hay espacios entre las pala-bras. Si los hubiese habido, la tarea habría sido fácil encomparación. En tal caso hubiera yo comenzado por ha-cer una colación y un análisis de las palabras cortas, y

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de haber encontrado, como es muy probable, una pala-bra de una sola letra (a o I-uno, yo, por ejemplo), habríaestimado la solución asegurada. Pero como no había es-pacios allí, mi primera medida era averiguar las letraspredominantes así como las que se encontraban con me-nor frecuencia. Las conté todas y formé la siguiente ta-bla:

El signo 8 aparece 33 veces

— ; — 26 —

— 4 — 19 —

+ — y)

+

— 16 —

— * — 13 —

— 5 — 12 —

— 6 — 11 —

— +1 — 10 —

— 0 — 8 —

— 9 y 2 — 5 —

— : y 3 — 4 —

— ? — 3 —

— (signo pi) — 2 —

— — y — 1 vez

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Ahora bien: la letra que se encuentra con mayor fre-cuencia en inglés es la e. Después, la serie es la siguien-te: a o y d h n r s t u y c f g l m w b k p q x z. La e predo-mina de un modo tan notable, que es raro encontrar unafrase sola de cierta longitud de la que no sea el carácterprincipal.

Tenemos, pues, nada más comenzar, una base paraalgo más que una simple conjetura. El uso general quepuede hacerse de esa tabla es obvio, pero para esta cifraparticular sólo nos serviremos de ella muy parcialmen-te. Puesto que nuestro signo predominante es el 8, em-pezaremos por ajustarlo a la e del alfabeto natural. Paracomprobar esta suposición, observemos si el 8 aparece amenudo por pares—pues la e se dobla con gran frecuen-cia en inglés—en palabras como, por ejemplo, meet, speed,seen, been agree, etcétera. En el caso presente, vemos queestá doblado lo menos cinco veces, aunque el criptogra-ma sea breve.

Tomemos, pues, el 8 como e. Ahora, de todas las pa-labras de la lengua, the es la más usual; por tanto, debe-mos ver si no está repetida la combinación de tres sig-nos, siendo el último de ellos el 8. Si descubrimos repe-ticiones de tal letra, así dispuestas, representarán, muyprobablemente, la palabra the. Una vez comprobado esto,encontraremos no menos de siete de tales combinacio-nes, siendo los signos 48 en total. Podemos, pues, supo-ner que ; representa t, 4 representa h, y 8 representa e,quedando este último así comprobado. Hemos dado yaun gran paso.

Acabamos de establecer una sola palabra; pero ellonos permite establecer también un punto más importan-te; es decir, varios comienzos y terminaciones de otraspalabras. Veamos, por ejemplo, el penúltimo caso en queaparece la combinación; 48 casi al final de la cifra. Sabe-

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mos que el, que viene inmediatamente después es el co-mienzo de una palabra, y de los seis signos que siguen aese the, conocemos, por lo menos, cinco. Sustituyamos,pues, esos signos por las letras que representan, dejan-do un espacio para el desconocido:

t eethDebemos, lo primero, desechar el th como no forman-

do parte de la palabra que comienza por la primera t, puesvemos, ensayando el alfabeto entero para adaptar unaletra al hueco, que es imposible formar una palabra dela que ese th pueda formar parte. Reduzcamos, pues, lossignos a

t ee.Y volviendo al alfabeto, si es necesario como antes,

llegamos a la palabra “tree” (árbol), como la única quepuede leerse. Ganamos así otra letra, la r, representadapor (, más las palabras yuxtapuestas the tree (el árbol).

Un poco más lejos de estas palabras, a poca distan-cia, vemos de nuevo la combinación; 48 y la empleamoscomo terminación de lo que precede inmediatamente.Tenemos así esta distribución:

the tree : 4 + ? 34 the,o sustituyendo con letras naturales los signos que cono-cemos, leeremos esto:

tre tree thr + ? 3 h the.Ahora, si sustituimos los signos desconocidos por es-

pacios blancos o por puntos, leeremos:the tree thr... h the,

y, por tanto, la palabra through (por, a través) resultaevidente por sí misma. Pero este descubrimiento nos datres nuevas letras, o, u, y g, representadas por + ? y 3.

Buscando ahora cuidadosamente en la cifra combi-naciones de signos conocidos, encontraremos no lejosdel comienzo esta disposición:

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83 (88, o agree,que es, evidentemente, la terminación de la palabra degree(grado), que nos da otra letra, la d, representada por +.

Cuatro letras más lejos de la palabra degree, obser-vamos la combinación,

; 46 (; 88cuyos signos conocidos traducimos, representando el des-conocido por puntos, como antes; y leemos:

th. rtea.Arreglo que nos sugiere acto seguido la palabra thir-

teen (trece) y que nos vuelve a proporcionar dos letrasnuevas, la i y la n, representadas por 6 y *.

Volviendo ahora al principio del criptograma, encon-tramos la combinación.

+++53

+++Traduciendo como antes, obtendremos

.good.Lo cual nos asegura que la primera letra es una A, y

que las dos primeras palabras son A good (un bueno, unabuena).

Sería tiempo ya de disponer nuestra clave, conformea lo descubierto, en forma de tabla, para evitar confusio-nes. Nos dará lo siguiente (ver tabla en la próxima pági-na):

Tenemos así no menos de diez de las letras más im-portantes representadas, y es inútil buscar la solucióncon esos detalles. Ya le he dicho lo suficiente para con-vencerle de que cifras de ese género son de fácil solu-ción, y para darle algún conocimiento de su desarrollorazonado. Pero tenga la seguridad de que la muestra quetenemos delante pertenece al tipo más sencillo de la crip-tografía. Sólo me queda darle la traducción entera de los

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signos escritos sobre el pergamino, ya descifrados. Helaaquí:

A good glass in the Bishop’s Hostel in the devil´s seatforty-one degrees and thirteen minutes northeast and bynorth main branch seventh, limb east side shoot from theleft eye of the death’shead a bee-line from the tree throughthe shot fifty feet out

—Pero —dije— el enigma me parece de tan mala ca-lidad como antes. ¿Cómo es posible sacar un sentido cual-quiera de toda esa jerga referente a “la silla del diablo”,“la cabeza de muerto” y “el hostal o la hostelería del obis-po”?

5 representa a

+ — d

8 — e

3 — g

4 — h

6 — i

* — n

+ + — o

( — r

: — t

? — u

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—Reconozco —replicó Legrand— que el asunto pre-senta un aspecto serio cuando echa uno sobre él una ojea-da casual. Mi primer empeño fue separar lo escrito enlas divisiones naturales que había intentado el criptógrafo.

—¿Quiere usted decir, puntuarlo?—Algo por el estilo.—Pero ¿cómo le fue posible hacerlo?—Pensé que el rasgo característico del escritor ha-

bía consistido en agrupar sus palabras sin separaciónalguna, queriendo así aumentar la dificultad de la solu-ción. Ahora bien: un hombre poco agudo, al perseguir talobjeto, tendrá, seguramente, la tendencia a superar lamedida. Cuando en el curso de su composición llegabaa una interrupción de su tema que requería, naturalmen-te, una pausa o un punto, se excedió, en su tendencia aagrupar sus signos, más que de costumbre. Si observa us-ted ahora el manuscrito le será fácil descubrir cinco deesos casos de inusitado agrupamiento. Utilizando eseindicio hice la consiguiente división:

A good glass in the bishop’s hostel in the devil’s sear—forty one degrees and thirteen minutes—northeast andby north—main branch seventh limb eart side—shoot fromthe left eye of the death’s-head—a bee line from the treethrough the shot fifty feet out.

—Aun con esa separación —dije—, sigo estando a os-curas.

—También yo lo estuve —replicó Legrand— por espa-cio de algunos días, durante los cuales realicé diligentespesquisas en las cercanías de la isla de Sullivan, sobreuna casa que llevase el nombre de Hotel del Obispo, pues,por supuesto, deseché la palabra anticuada “hostal, hos-tería”. No logrando ningún informe sobre la cuestión, es-

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taba a punto de extender el campo de mi búsqueda y deobrar de un modo más sistemático, cuando una mañanase me ocurrió de repente que aquel “Bishop’s Hostel” po-día tener alguna relación con una antigua familia ape-llidada Bessop, la cual, desde tiempo inmemorial, era due-ña de una antigua casa solariega a unas cuatro millas,aproximadamente, al norte de la isla. De acuerdo con locual fui a la plantación, y comencé de nuevo mis pesqui-sas entre los negros más viejos del lugar. Por último, unade las mujeres de más edad me dijo que ella había oídohablar de un sitio como Bessop’s Castle (castillo de Bas-sop), y que creía poder conducirme hasta él, pero que noera un castillo, ni mesón, sino una alta roca.

Le ofrecí retribuirle bien por su molestia y despuésde alguna vacilación, consintió en acompañarme hastaaquel sitio. Lo descubrimos sin gran dificultad; entoncesla despedí y me dediqué al examen del paraje. El casti-llo consistía en una agrupación irregular de macizos yrocas, una de éstas muy notable tanto por su altura comopor su aislamiento y su aspecto artificial. Trepé a la cima,y entonces me sentí perplejo ante lo que debía hacer des-pués.

Mientras meditaba en ello, mis ojos cayeron sobreun estrecho reborde en la cara oriental de la roca a unayarda quizá por debajo de la cúspide donde estaba colo-cado. Aquel reborde sobresalía unas dieciocho pulgadas,y no tendría más de un pie de anchura; un entrante enel risco, justamente encima, le daba una tosca semejan-za con las sillas de respaldo cóncavo que usaban nues-tros antepasados. No dudé que fuese aquello la “silla deldiablo” a la que aludía el manuscrito, y me pareció des-cubrir ahora el secreto entero del enigma.

El “buen vaso” lo sabía yo, no podía referirse más quea un catalejo, pues los marineros de todo el mundo rara

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vez emplean la palabra “vaso” en otro sentido. Compren-dí ahora en seguida que debía utilizarse un catalejo des-de un punto de vista determinado que no admitía varia-ción. No dudé un instante en pensar que las frases “cua-renta y un grados y trece minutos” y “Nordeste cuartode Norte” debían indicar la dirección en que debía apun-tarse el catalejo. Sumamente excitado por aquellos des-cubrimientos, marché, presuroso, a casa, cogí un ca-talejo y volví a la roca.

Me dejé escurrir sobre el reborde y vi que era impo-sible permanecer sentado allí, salvo en una posición es-pecial. Éste hecho confirmó mi preconcebida idea. Medispuse a utilizar el catalejo. Naturalmente, los “cuarentay un grados y trece minutos” podían aludir sólo a la ele-vación por encima del horizonte visible, puesto que ladirección horizontal estaba indicada con claridad por laspalabras “Nordeste cuarto de Norte”. Establecí esta úl-tima dirección por medio de una brújula de bolsillo; lue-go, apuntando el catalejo con tanta exactitud como pudecon un ángulo de cuarenta y un grados de elevación, lomoví con cuidado de arriba abajo, hasta que detuvo miatención una grieta circular u orificio en el follaje de ungran árbol que sobresalía de todos los demás, a distan-cia. En el centro de aquel orificio divisé un punto blan-co; pero no pude distinguir al principio lo que era. Gra-duando el foco del catalejo, volví a mirar, y comprobéahora que era un cráneo humano.

Después de este descubrimiento, consideré con en-tera confianza el enigma como resuelto, pues la frase“rama principal, séptimo vástago, lado Este” no podíareferirse más que a la posición de la calavera sobre el ár-bol, mientras lo de “soltar desde el ojo izquierdo de lacabeza de muerto” no admitía tampoco más que una in-terpretación con respecto a la busca de un tesoro ente-

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rrado. Comprendí que se trataba de dejar caer una baladesde el ojo izquierdo, y que una línea recta (línea de abe-ja), partiendo del punto más cercano al tronco por ‘‘labala” (o por el punto donde cayese la bala), y extendién-dose desde allí a una distancia de cincuenta pies, indi-caría el sitio preciso, y debajo de este sitio juzgué queera, por lo menos, posible que estuviese allí escondido undepósito valioso.

—Todo eso —dije— es harto claro, y asimismo inge-nioso, sencillo y explícito. Y cuando abandonó usted elHotel del Obispo, ¿qué hizo?

—Pus habiendo anotado escrupulosamente la orien-tación del árbol, me volví a casa. Sin embargo en el mo-mento de abandonar “la silla del diablo”, el orificio cir-cular desapareció, y de cualquier lado que me volvieseérame ya imposible divisarlo. Lo que me parece el colmodel ingenio en este asunto es el hecho (pues, al repetirla experiencia, me he convencido de que es un hecho) deque la abertura circular en cuestión resulta sólo visibledesde un punto que es el indicado por esa estrecha cor-nisa sobre la superficie de la roca.

En esta expedición al Hotel del Obispo fui seguidopor Júpiter, quien observaba, sin duda, desde hacia unassemanas, mi aire absorto, y ponía un especial cuidado enno dejarme solo. Pero al día siguiente me levanté muytemprano, conseguí escaparme de él y corrí a las colinasen busca del árbol. Me costó mucho trabajo encontrarlo.Cuando volví a casa por la noche, mi criado se disponíaa vapulearme. En cuanto al resto de la aventura, creoque está usted tan enterado como yo.

—Supongo —dije— que equivocó usted el sitio en lasprimeras excavaciones, a causa de la estupidez de Júpi-ter dejando caer el escarabajo por el ojo derecho de lacalavera en lugar de hacerlo por el izquierdo.

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—Exactamente. Esa equivocación originaba una di-ferencia de dos pulgadas y media, poco más o menos, enrelación con la bala, es decir, en la posición de la estacajunto al árbol, y si el tesoro hubiera estado bajo la “bala”,el error habría tenido poca importancia; pero la “bala”,y al mismo tiempo el punto más cercano al árbol, repre-sentaban simplemente dos puntos para establecer unalínea de dirección; claro está que el error, aunque insig-nificante al principio, aumentaba al avanzar siguiendola línea, y cuando hubimos llegado a una distancia de cin-cuenta pies, nos había apartado por completo de la pis-ta. Sin mi idea arraigada a fondo de que había allí algoenterrado, todo nuestro trabajo hubiera sido inútil.

—Pero su grandilocuencia, su actitud balanceando elinsecto, ¡cuán excesivamente estrambóticas! Tenía yo lacerteza de que estaba usted loco. Y ¿por qué insistió endejar caer el escarabajo desde la calavera, en vez de unabala?

—¡Vaya! Para serle franco, me sentía algo molesto porsus claras sospechas respecto a mi sano juicio, y decidícastigarle algo, a mi manera, con un poquito de serenamixtificación. Por esa razón balanceaba yo el insecto, ypor esa razón también quise dejarlo caer desde el árbol.Una observación que hizo usted acerca de su peso mesugirió esta última idea.

—Sí, lo comprendo; y ahora no hay más que un pun-to que me desconcierta. ¿Qué vamos a decir de los es-queletos encontrados en el hoyo?

—Esa es una pregunta a la cual, lo mismo que usted,no sería yo capaz de contestar. No veo, por cierto, másque un modo plausible de explicar eso; pero mi sugeren-cia entraña una atrocidad tal, que resulta horrible decreer. Aparece claro que Kidd (si fue verdaderamenteKidd quien escondió el tesoro, lo cual no dudo), aparece

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claro que él debió de hacerse ayudar en su trabajo. Pero,una vez terminado, éste pudo juzgar conveniente supri-mir a todos los que compartían su secreto. Acaso un parde azadonazos fueron suficientes, mientras sus ayudan-tes estaban ocupados en el hoyo; acaso necesitó una do-cena. ¿Quién nos lo dirá?

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EL GATO NEGRO

NO ESPERO ni pido que alguien crea en el extraño aunquesimple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría silo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evi-dencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no esun sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mialma. Mi propósito inmediato consiste en poner de mani-fiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una seriede episodios domésticos. Las consecuencias de esos epi-sodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin,me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si paramí han sido horribles, para otros resultarán menos es-pantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, apareceráalguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a luga-res comunes; una inteligencia más serena, más lógica ymucho menos excitable que la mía, capaz de ver en lascircunstancias que temerosamente describiré, una vul-gar sucesión de causas y efectos naturales.

Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bon-dad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazónera tan grande que llegaba a convertirme en objeto de

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burla para mis compañeros. Me gustaban especialmentelos animales, y mis padres me permitían tener una granvariedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, yjamás me sentía más feliz que cuando les daba de comery los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmi-go y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una demis principales fuentes de placer. Aquellos que algunavez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sa-gaz no necesitan que me moleste en explicarles la natu-raleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hayalgo en el generoso y abnegado amor de un animal quellega directamente al corazón de aquel que con frecuen-cia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad delhombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa com-partiera mis preferencias. Al observar mi gusto por losanimales domésticos, no perdía oportunidad de procu-rarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pája-ros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un moni-to y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y her-mosura, completamente negro y de una sagacidad asom-brosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en elfondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia ala antigua creencia popular de que todos los gatos negrosson brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo cre-yera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabode recordarla.

Plutón —tal era el nombre del gato— se había conver-tido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de co-mer y él me seguía por todas partes en casa. Me costabamucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso delos cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y

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mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del de-monio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo másmelancólico, irritable e indiferente hacia los sentimien-tos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamentea mi mujer y terminé por infligirle violencias persona-les. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cam-bio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que lle-gué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conser-vé suficiente consideración como para abstenerme de mal-tratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hastael perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto,se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, seagravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al al-cohol?—, y finalmente el mismo Plutón, que ya estabaviejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las con-secuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente em-briagado, después de una de mis correrías por la ciudad,me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé enbrazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió lige-ramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una fu-ria demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si laraíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; unamaldad más que diabólica, alimentada por la ginebra,estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo delchaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al po-bre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hicesaltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras es-cribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hubedisipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna,sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento anteel crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y am-biguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me

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hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino losrecuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto quela órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible as-pecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba,como de costumbre, por la casa, aunque, como es de ima-ginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bas-tante de mi antigua manera de ser para sentirme agra-viado por la evidente antipatía de un animal que algunavez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tar-dó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caí-da final e irrevocable, se presentó el espíritu de la per-versidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu;y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existecomo de que la perversidad es uno de los impulsos pri-mordiales del corazón humano, una de las facultades pri-marias indivisibles, uno de esos sentimientos que diri-gen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendi-do a sí mismo cien veces en momentos en que cometíauna acción tonta o malvada por la simple razón de queno debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendenciapermanente, que enfrenta descaradamente al buen sen-tido, una tendencia a transgredir lo que constituye laLey por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perver-sidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y elinsondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí mis-ma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal porel mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a con-sumar el suplicio que había infligido a la inocente bes-tia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazopor el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; loahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y elmás amargo remordimiento me apretaba el corazón; loahorqué porque recordaba que me había querido y por-

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que estaba seguro de que no me había dado motivo paramatarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, come-tía un pecado, un pecado mortal que comprometería mialma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá delalcance de la infinita misericordia del Dios más miseri-cordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruelacción me despertaron gritos de: “¡Incendio!” Las corti-nas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estabaardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la con-flagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó des-truido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde esemomento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una rela-ción de causa y efecto entre el desastre y mi criminal ac-ción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y noquiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguien-te del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, lasparedes se habían desplomado. La que quedaba en pieera un tabique divisorio de poco espesor, situado en elcentro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la ca-becera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo dela acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente apli-cación. Una densa muchedumbre habíase reunido fren-te a la pared y varias personas parecían examinar partede la misma con gran atención y detalle. Las palabras“¡extraño!, ¡curioso!” y otras similares excitaron mi cu-riosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superfi-cie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagende un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez ver-daderamente maravillosa. Había una soga alrededor delpescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición —ya que no podía consi-derarla otra cosa— me sentí dominado por el asombro y

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el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Re-cordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguoa la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multi-tud había invadido inmediatamente el jardín: alguiendebió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitaciónpor la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de des-pertarme en esa forma. Probablemente la caída de lasparedes comprimió a la víctima de mi crueldad contrael enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acciónde las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la ima-gen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, yaque no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocu-rrido impresionó profundamente mi imaginación. Du-rante muchos meses no pude librarme del fantasma delgato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un senti-miento informe que se parecía, sin serlo, al remordi-miento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del ani-mal y buscar, en los viles antros que habitualmente fre-cuentaba, algún otro de la misma especie y aparienciaque pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba enuna taberna más que infame, reclamó mi atención algonegro posado sobre uno de los enormes toneles de gine-bra que constituían el principal moblaje del lugar. Du-rante algunos minutos había estado mirando dicho tonely me sorprendió no haber advertido antes la presenciade la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toquécon la mano. Era un gato negro muy grande, tan grandecomo Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un de-talle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo,mientras este gato mostraba una vasta aunque indefini-da mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

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Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ron-roneando con fuerza, se frotó contra mi mano y parecióencantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encon-trar el animal que precisamente andaba buscando. Deinmediato, propuse su compra al tabernero, pero me con-testó que el animal no era suyo y que jamás lo había vis-to antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponíaa volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompa-ñarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una yotra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo encasa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió enel gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatíahacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de loque había anticipado, pero —sin que pueda decir cómoni por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba yme fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgustoy fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evi-taba encontrarme con el animal; un resto de vergüenzay el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban mal-tratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pe-garle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; perogradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlocon inexpresable odio y a huir en silencio de su detesta-ble presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fuedescubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa,que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circuns-tancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mu-jer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos senti-mientos humanitarios que alguna vez habían sido mirasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simplesy más puros.

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El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mis-mo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una per-tinencia que me costaría hacer entender al lector. Don-dequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla osaltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas cari-cias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, ame-nazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas yafiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mipecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlode un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdode mi primer crimen, pero sobre todo —quiero confesar-lo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un malfísico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otramanera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aúnen esta celda de criminales me siento casi avergonzadode reconocer que el terror, el espanto que aquel animalme inspiraba, era intensificado por una de las más insen-satas quimeras que sería dado concebir. Más de una vezmi mujer me había llamado la atención sobre la formade la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que cons-tituía la única diferencia entre el extraño animal y el queyo había matado. El lector recordará que esta mancha,aunque grande, me había parecido al principio de formaindefinida; pero gradualmente, de manera tan imper-ceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por re-chazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo uncontorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algoque me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temíay hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sidocapaz de atreverme; representaba, digo, la imagen deuna cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Ohlúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, dela agonía y de la muerte!

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Me sentí entonces más miserable que todas las mi-serias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejantehabía yo destruido desdeñosamente, una bestia era ca-paz de producir tan insoportable angustia en un hombrecreado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día nide noche pude ya gozar de la bendición del reposo! Dedía, aquella criatura no me dejaba un instante solo; denoche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sue-ños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi ros-tro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que nome era posible desprenderme— apoyado eternamentesobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió enmí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pen-samientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tene-brosos, los más perversos pensamientos. La melancolíahabitual de mi humor creció hasta convertirse en abo-rrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la ente-ra humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba,llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repenti-nos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me aban-donaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, meacompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra po-breza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientrasbajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarmecabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzan-do un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temo-res que hasta entonces habían detenido mi mano, des-cargué un golpe que hubiera matado instantáneamenteal animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mu-jer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su in-tervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de

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su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un soloquejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué alpunto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el ca-dáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto dedía como de noche, sin correr el riesgo de que algún veci-no me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente.Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y que-mar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumbaen el piso del sótano. Pensé también si no convenía arro-jar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, comosi se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozode cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di conlo que me pareció el mejor expediente y decidí empare-dar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los mon-jes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus mu-ros eran de material poco resistente y estaban recién re-vocados con un mortero ordinario, que la humedad de laatmósfera no había dejado endurecer. Además, en unade las paredes se veía la saliencia de una falsa chime-nea, la cual había sido rellenada y tratada de manerasemejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, seríamuy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir elcadáver y tapar el agujero como antes, de manera queninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saquélos ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colo-car cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lomantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo lamampostería en su forma original. Después de procu-rarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido queno se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamenteel nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí se-

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guro de que todo estaba bien. La pared no mostraba lamenor señal de haber sido tocada. Había barrido hastael menor fragmento de material suelto. Miré en torno,triunfante, y me dije: “Aquí, por lo menos, no he trabaja-do en vano”.

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia cau-sante de tanta desgracia, pues al final me había decidi-do a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera sur-gido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero,por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violenciade mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecermientras no cambiara mi humor. Imposible describir oimaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausen-cia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se pre-sentó aquella noche, y así, por primera vez desde su lle-gada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente;sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormenta-dor no volvía. Una vez más respiré como un hombre li-bre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siem-pre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una su-prema felicidad, y la culpa de mi negra acción me pre-ocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguacio-nes, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubouna perquisición en la casa; pero, naturalmente, no sedescubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía ase-gurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías sepresentó inesperadamente y procedió a una nueva y ri-gurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo eraimpenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficia-les me pidieron que los acompañara en su examen. Nodejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercerao cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me tem-

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blara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente,como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseéde un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazossobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá.Los policías estaban completamente satisfechos y se dis-ponían a marcharse. La alegría de mi corazón era dema-siado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decir-les, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo yconfirmar doblemente mi inocencia.

—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía laescalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospe-chas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Di-cho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien cons-truida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa connaturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras).Repito que es una casa de excelente construcción. Estasparedes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienenuna gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, gol-peé fuertemente con el bastón que llevaba en la manosobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallabael cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del ar-chidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpescuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Unquejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante alsollozar de un niño, que luego creció rápidamente hastaconvertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anor-mal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamenta-ción, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo pue-de haber brotado en el infierno de la garganta de los con-denados en su agonía y de los demonios exultantes en lacondenación.

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Hablar de lo que pensé en ese momento sería locu-ra. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la paredopuesta. Por un instante el grupo de hombres en la es-calera quedó paralizado por el terror. Luego, una doce-na de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de unapieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de san-gre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espec-tadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y elúnico ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bes-tia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuyavoz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había empa-redado al monstruo en la tumba!

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EL HOMBRE DE LA MULTITUD

CON RAZÓN se ha dicho de cierto libro alemán que es “lásstsich nicht lessen” (que no se deja leer). De igual modoexisten algunos secretos que no se dejan descubrir. Hayhombres que mueren por la noche en sus camas, estre-chando las manos de sus espectrales confesores y mirán-doles con ojos lastimeros. Que mueren con la desespe-ración en el alma y opresiones en la garganta que no per-miten ser descritas. De vez en cuando, la conciencia hu-mana soporta cargas de un horror tan pesado que sólopueden arrojarse en la misma tumba. De este modo, lamayoría de las veces queda sin descubrir el fondo de loscrímenes.

No hace mucho tiempo, al declinar el día de una tar-de otoñal, me encontraba yo sentado junto a la gran cris-talera en rotonda del café D..., en Londres. Había pasa-do varios meses enfermo, pero ahora me hallaba conva-leciente y al recuperar las fuerzas me sentía en uno deesos felices estados de ánimo que constituyen precisa-mente, el reverso del tedio; estados de ánimo de una granagudeza, cuando la película de la visión mental des-

Ce grand malheur, de ne pouvoiretre seul.LA BRUYERE.

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aparece y el intelecto electrificado sobrepasa con muchosu condición normal, del mismo modo que la razón vivay la voz pura de Leibniz supera ]a retórica débil y confu-sa de las Geórgicas. Simplemente respirar era una deli-cia y obtenía un placer positivo incluso de las fuentesque originariamente lo son de dolor. Me sentía tranqui-lo y con un profundo interés por todo. Con un cigarro enla boca y un periódico sobre mis rodillas, había estadodistrayéndome gran parte de la tarde, ora recorriendolos anuncios, ora observando la mezclada concurrenciadel establecimiento, sin dejar, de vez en cuando, de atis-bar la calle a través de los ventanales empuñados por elhumo. Esta última era una de las vías principales de laciudad y durante todo el día rebosaba de animación.

Conforme iba haciéndose de noche, el gentío aumen-taba. Cuando se encendieron las luces, dos densas y con-tinuas corrientes de transeúntes comenzaron a entrar ysalir del establecimiento. Nunca me había encontradoen una situación como aquella y, por tanto, aquel mar tu-multuoso de cabezas humanas me llenaba de una emo-ción deliciosamente nueva. Dejé de prestar atención alo que sucedía en el interior del hotel para absorbermede lleno en la contemplación del exterior. Al principiomis observaciones adoptaron un cariz abstracto y gene-ral. Miraba a los transeúntes en masa y pensaba en elloscomo formando una unidad amalgamada por sus carac-terísticas comunes. Pronto, sin embargo, descendí a losdetalles y observé con minucioso interés las innumera-bles variedades de tipos, vestidos, aires, portes, aspec-tos y fisonomías.

La gran mayoría de los que pasaban tenían el aire sa-tisfecho de gente ocupada y su única preocupación pare-cía ser la de abrirse paso entre la muchedumbre. Lleva-ban las cejas fruncidas y volvían sus ojos rápidamente

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en todas direcciones. Cuando eran empujados por otrostranseúntes no daban el menor signo de impaciencia, sinoque se componían un poco la ropa y continuaban su ca-mino. Otros, todavía una gran mayoría, se movían intran-quilos, mostraban el rostro enrojecido y hablaban gesti-culando consigo mismo, como si precisamente se encon-traran aislados por la misma densidad de la concurren-cia que les rodeaba. Cuando se veían obstaculizados ensu avance, esta gente dejaba pronto de murmurar parasí, pero doblaban sus gestos y esperaban con una sonrisaausente e inexpresiva en los labios el paso de las perso-nas que impedían el suyo. Si les empujaban, se disculpa-ban con una inclinación ante los mismos que les habíanempujado y parecían abrumados por la confusión. En es-tos dos grupos que he señalado no había nada especial-mente característico. Sus prendas de vestir pertenecíana esa clase que se ha dado en llamar, decente. Sin lugara dudas, se trataba de familias distinguidas: comercian-tes, abogados, hombres de negocios, rentistas, los eupátri-das y la clase media de la población, gente empleada ygente ocupada en sus mismos negocios. Todos ellos nollamaban demasiado la atención.

La tribu de los empleados era inconfundible, y yo eneste punto distinguía dos grupos muy marcados. Por unlado, los jóvenes empleados de casas florecientes, jóve-nes de chaquetas ajustadas, botines brillantes, cabelloengomado y labios desdeñosos. Dejando aparte un cier-to empaque que yo me atrevía a llamar de mesa de des-pacho, a falta de otra palabra, las maneras de esta clasede personas me parecían un exacto facsímil de las quese habían considerado como la perfección del buen tonocerca de doce o dieciocho meses antes. Usaban la graciade desecho de la aristocracia, y ésta, pienso, puede serla mejor definición de los mismos.

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Los altos empleados de firmas sólidas resultaban in-confundibles. Se les conocía por sus chaquetas y pantalo-nes blancos o marrones, diseñados para sentarse cómo-damente, con corbatas negras y chalecos del mismo co-lor, zapatos anchos y de sólida apariencia. Todos eranalgo calvos y sus erguidas orejas, a causa de sostener lospalilleros, habían adquirido el hábito de separarse ensus extremidades superiores. Me di cuenta de que al qui-tarse o ponerse el sombrero, siempre utilizaban las dosmanos y que usaban relojes de cortas cadenas de oro deun modelo sólido y anticuado. Tenían la afectación de larespetabilidad, si es que realmente puede existir unaafectación tan honorable.

Había muchos individuos de aspecto osado a quienespronto reconocí como pertenecientes a la raza de los ra-teros elegantes que infestan todas las grandes ciudades.Vigilé con atención a esta calaña y me resultó difícil ima-ginar cómo podrían ser confundidos por caballeros porlos mismos caballeros. Los puños de sus camisas, dema-siado salientes, y sus aires de excesiva franqueza, ha-brían bastado para delatarlos.

Los tahúres, de los que identifiqué no pocos, eran to-davía más fáciles de reconocer. Usaban gran variedad detrajes, desde el tramposo camorrista con chaleco de ter-ciopelo, corbata de fantasía, cadena dorada y botones defiligrana, hasta el clérigo expulsado, tan parcamente ves-tido que nadie podía estar más alejado de sospechar deél. Todos, no obstante, se distinguían por cierto colormoreno de su curtido cutis, por un apagamiento de losojos y por la palidez de sus labios apretados. Además,había también otros dos rasgos, por los cuales yo siem-pre los distinguía: una tonalidad baja y cautelosa en laconversación y un pulgar excesivamente estirado, hastaformar ángulo recto con los demás dedos.

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Muy a menudo, en compañía de aquellos pícaros, heobservado otra clase de hombres algo diferentes en suscostumbres, pero, en definitiva, pájaros del mismo plu-maje. Se les podría definir como caballeros que viven delcuerno. Parecen dividirse en dos batallones para devo-rar al público: el de los dandis y el de los falsos milita-res. En el primer grupo los rasgos característicos son:cabellos largos y sonrisas; en el segundo, levitas y ceñosfruncidos.

Descendiendo en la escala de lo que se llama noble-za, encontré temas de meditación más oscuros y profun-dos. Vi traficantes judíos con ojos de halcón que brilla-ban en unas caras cuya única expresión era de abyectahumildad. Porfiados mendigos profesionales que apar-taban a los pobres de mejor aspecto y a quienes sólo ladesesperación les había lanzado en medio de la noche aimplorar caridad. Inválidos débiles y depauperados aquienes la muerte había señalado con su mano y que seretorcían y se tambaleaban entre la muchedumbre, mi-rando suplicantes a todas partes como en busca de algu-na posibilidad de consuelo, de alguna esperanza perdi-da. Modestas jóvenes que volvían de una larga y prolon-gada labor, hacia un hogar sin alegría y que retrocedían,más temerosas que indignadas, ante las miradas de losrufianes, cuyo contacto directo no podían evitar a pesarsuyo. Prostitutas de todo género y edad: inequívocas be-llezas en toda la flor de su feminidad que hacían recor-dar la estatua de Luciano, estatuas cuya superficie eracomo el mármol de Paros y cuyo interior estaba lleno deinmundicias; la repulsiva, completamente hundida en elfango; la arrugada y pintarrajeada bruja que intenta unaúltima apariencia de juventud; la que es todavía una niñade formas sin modelar, pero que ya está entregada a lasterribles coqueterías de su tráfico y ardiendo con feroz

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ambición por verse colocada al nivel de las mayores enel vicio... Borrachos innumerables e indescriptibles, unosharapientos y llenos de remiendos, haciendo eses, des-articulados, con caras tumefactas y ojos empañados; ves-tidos otros con trajes, aunque ya ajados y sucios, de airefanfarrón y caras rubicundas, llevando los que en su díadebieron ser buenos y que entonces estaban escrupulo-samente bien cepillados; hombres que caminan con pasoque resulta de una firmeza y elasticidad fuera de lo co-mún, pero cuyos rostros están espantosamente pálidosy cuyos ojos brillan feroces y enrojecidos mientras pro-curan asirse con manos temblorosas a cualquier objetoque encuentren a su alcance... Junto a todos éstos, pas-teleros, recaderos, cargadores de carbón, barrenderos,organilleros, domadores de monos, vendedores de can-ciones, artistas andrajosos y obreros cansados de todasclases; y todo este turbión moviéndose en medio de unrecinto ensordecedor y de una desordenada vivacidad,que irritaba el oído con sus discordancias y producía unasensación dolorosa en los ojos.

A medida que la noche se hacía más profunda, másprofundo se hacía en mí el interés por la escena, puescambiaba el carácter de la multitud, desapareciendo losaspectos más nobles al retirarse gradualmente la gentemás ordenada, y se iban poniendo de relieve los aspectosmás duros y groseros a medida que la última hora saca-ba de sus guaridas a toda clase de seres abyectos y de-gradados. Pero la luz de los faroles de gas, débiles en unprincipio por tener que luchar con la luz del día, cobra-ban finalmente mayor vigor y arrojaba sobre todo unaluz dominante. La oscuridad resultaba tan espléndidacomo ese ébano comparable con el estilo de Tertuliano.Los raros aspectos de la luz me encadenaban a examinarlos rostros de los individuos, y aunque la rapidez con que

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pasaban ante el ventanal me impidiera echar más de unaojeada sobre cada rostro, me parecía que, dado mi pecu-liar estado mental, podía leer con frecuencia, en el bre-ve intervalo de una mirada, la historia de largos años.

Estaba escudriñando a la multitud con la frente pe-gada al cristal cuando de pronto apareció ante mi vistael rostro de un anciano de unos sesenta y cinco o seten-ta años de edad, que inmediatamente atrajo y absorbiótoda mi atención a causa de la peculiar idiosincrasia desu expresión.

Jamás había visto otra que se pareciese ni remota-mente a ella. Recuerdo bien que mi primer pensamien-to al verla fue que si Retsch la hubiera visto, la habríatomado como modelo preferente para sus interpretacio-nes pictóricas del demonio. Cuando intentaba, duranteel breve minuto de mi primera ojeada, realizar un rápi-do análisis del significado de aquella expresión, noté sur-gir, confusas y paradójicas en mi mente, ideas de un vastopoder mental, de cautela, de mezquindad, de avaricia, deinstintos sanguinarios, de maldad, de terror, de alegríay de desesperación intensa y profunda. Me sentí singu-larmente sobrecogido, espantado y fascinado “¡Qué his-toria más extraña! —me dije a mí mismo—. ¡Debe estarescrita dentro de su pecho!”

Entonces me acometió el fuerte deseo de manteneral viejo aquel al alcance de mí vista para saber más co-sas de él. Me puse el gabán precipitadamente, cogí elsombrero y el bastón, salí a la calle, abriéndome pasoentre la multitud, en la dirección por donde le había vis-to desaparecer, pues éste ya se había perdido de mi vis-ta. No sin dificultad, al fin volví a verle; me acerqué y leseguí de cerca, aunque con precauciones, para no atraersu atención.

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Tuve entonces una buena oportunidad para exami-nar su persona. Era de baja estatura, muy delgado y deapariencia débil. En conjunto, sus ropas estaban suciasy andrajosas, pero cuando algunas veces pasaba debajode la luz de algún farol, pude darme cuenta de que suropa blanca, aunque manchada, era de buen género, y simi vista no me engañó, a través de un desgarrón del ca-pote que le envolvía entreví el refulgir de un brillantepuñal. Estas observaciones avivaron mi curiosidad y de-cidí seguir al desconocido donde fuera.

Había cerrado ya la noche y sobre la ciudad caía unadensa niebla, que no tardó en convertirse en una lluviaconstante y copiosa. Este cambio de tiempo produjo unraro efecto sobre la multitud, que se agitó toda ella in-mediatamente con una nueva conmoción y quedó un pocooculta por una nube de paraguas. La oleada, los empe-llones y el zumbido aumentaron diez veces más. Por miparte no me fijé mucho en la lluvia, ya que conservaba elardor de una fiebre que corría por mis venas y que halla-ba alivio con la humedad, aun cuando resultara un tantopeligroso. Me anudé un pañuelo alrededor del cuello ycontinué la marcha. Durante media hora, el viejo conti-nuó abriéndose camino con dificultad por la gran calle,mientras yo le seguía pisándole materialmente los talo-nes por miedo a perderle de vista.

Ni una sola vez volvió la cabeza para mirar hacia atrás.Luego se metió por una bocacalle, que aunque muy con-currida, no lo estaba tanto como la principal que habíaabandonado. Entonces se produjo un cambio visible ensu proceder. Caminaba mucho más despacio y con menosdecisión que antes; vacilando continuamente, cruzó y vol-vió a cruzar la calle sin motivo aparente y la multitud sehizo tan espesa que a cada uno de sus movimientos meveía obligado a seguirle más de cerca. La calle era larga

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y estrecha y su andar se prolongó casi una hora, durantela cual, los transeúntes habían disminuido gradualmen-te hasta reducirse al número de los que circulan al me-diodía en Broadway cerca del parque, ya que tal es ladiferencia existente entre la población londinense y lade la ciudad americana más poblada.

Una segunda desviación nos llevó a una plaza brillan-temente iluminada y rebosante de vida. Allí el desconoci-do volvió a adquirir su anterior actitud. Hundió el men-tón sobre su pecho, mientras sus ojos giraban con fiere-za bajo sus cejas fruncidas, en todas direcciones, atisban-do a todos los que le rodeaban. Apresuró su paso con fir-meza, pero me sorprendió, sin embargo, que cuando hubodado la vuelta a la plaza retrocediese sobre sus pasos.Fue mayor mi asombro al ver que repetía el mismo pa-seo varias veces, estando en uno de ellos a punto de des-cubrirme cuando se volvió con un súbito movimiento.

En tal ejercicio invirtió otra hora, al final de la cualnos encontramos menos obstaculizados por los transeún-tes que al principio. Llovía con intensidad, el aire se ha-cía más frío y la gente se retiraba a sus casas. Con gestode impaciencia, el vagabundo se metió por una calle re-lativamente desértica. Bajó por ésta que tenía casi me-dia milla de larga, andando con una energía que yo nopodía ni siquiera imaginar en un hombre de tanta edad,y que incluso me puso en un aprieto para seguirle. Des-pués de unos cuantos minutos, nos encontramos en unmercado grande y concurrido que parecía ser cosa co-nocida del viejo. Éste volvió a adoptar su aire primitivomientras andaba de arriba abajo, entre compradores yvendedores, sin objeto aparente. Durante la hora y me-dia, o cosa así, que pasamos en aquel lugar me fue preci-sa mucha reserva para no perderle de vista sin atraersu atención. Afortunadamente, llevaba yo chanclos de

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goma y podía andar sin producir el menor ruido. Entra-ba en una tienda tras otra sin preguntar el precio y sindecir una palabra, contemplando todos los objetos conuna mirada extraña y ausente. Estaba yo muy asombra-do de su forma de proceder y tenía la firme decisión deno separarme de él hasta haber satisfecho en alguna me-dida la curiosidad que me inspiraba. Un reloj de sonorascampanadas dio las once y todo el mundo abandonó elmercado. Al bajar el cierre, un tendero dio un codazo alviejo y en el mismo momento vi que se estremecía. Se pre-cipitó a la calle, miró ansiosamente a su alrededor du-rante un instante y luego corrió con gran velocidad porlas numerosas y tortuosas callejuelas, hasta que llega-mos una vez más a la gran calle de donde habíamos par-tido, la del café.... Sin embargo, no ofrecía el mismo as-pecto de antes. Todavía estaba brillantemente ilumina-da con gas, pero la lluvia caía pesadamente y se veíanmuy pocas personas. El desconocido se puso pálido; diopensativo unos pasos por la antes populosa avenida, yluego, exhalando un fuerte suspiro, torció en direcciónal río, para adentrarse en una serie de calles apartadasy salir al fin frente a uno de los teatros principales. Es-taban cerrando y el público salía apretadamente por laspuertas. Vi al viejo abrir la boca como para respirar mien-tras se precipitaba entre el gentío; me parecía que la in-tensa angustia que se reflejaba en su cara habíase cal-mado en cierto modo. Volvió a hundir la cabeza sobre supecho y apareció tal y como lo había visto la primera vez.Observé que entonces tomaba la misma dirección segui-da por el público... No podía comprender lo extraño desus actos.

A medida que avanzaba, la gente se iba esparciendo.Otra vez hizo visible su malestar e indecisión. Por algúntiempo siguió muy de cerca a un grupo de unos diez o doce

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alborotadores, pero éstos se fueron separando uno a uno,hasta quedar reducidos a tres en una estrecha y oscuracalleja muy poco frecuentada. El extraño se detuvo y porun momento pareció quedar absorto en sus pensamien-tos. Entonces, con una rapidez muy marcada, prosiguiórápidamente un camino que nos condujo a las afueras dela ciudad, por lugares muy distintos de los que habíamosatravesado hasta entonces. Era el barrio más sucio deLondres, donde todo parece llevar la marca de la pobre-za más deplorable y del crimen más desesperado. A laluz mortecina de un farol veíanse casas de madera, al-tas, viejas, carcomidas, como tambaleantes, que parecíaninclinarse para su inmediata caída, en direcciones tandiversas y caprichosas que apenas se veían pasos entreellas. Los adoquines estaban colocados al azar, más biendesplazados de su lugar, mientras que en el suelo crecíauna profusa maleza. La porquería se acumulaba en lasalcantarillas cegadas. Todo el ambiente estaba lleno dedesolación. Sin embargo, mientras avanzábamos se reavi-varon los ruidos de vida humana, creciendo gradualmen-te y, por último, nutridos grupos de la especie más bajade la población londinense se movían de arriba, abajo.De nuevo los ánimos del viejo comenzaron a encendersecomo una lámpara que está próxima a extinguirse. Unavez más se lanzó hacia delante con un paso elástico. Depronto se volvió en una esquina, un ramalazo de luz cayósobre nosotros y nos encontramos ante uno de los enor-mes templos de la intemperancia, uno de los palacios deldemonio de la ginebra.

Era casi de día, pero aún se apretujaba un cierto nú-mero de miserables beodos, que entraban y salían por laostentosa puerta. El viejo se adentró con un apagado gri-to de alegría, recobró su primitiva apariencia y se pusoa pasear de arriba abajo, sin objeto aparente. No hacía,

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sin embargo, mucho tiempo que se dedicaba a ello, cuan-do un fuerte empujón hacia las puertas reveló que el due-ño iba a cerrarlas a causa de la hora. Lo que observé en-tonces en el rostro del ser singular a quien yo había se-guido tan pertinazmente fue algo más intenso que la des-esperación. Con todo, no vaciló en su carrera, perode pronto, con una energía loca, volvió sobre sus pasosal corazón del poderoso Londres. Huyó durante largo ratoy rápidamente, mientras yo le seguía cada vez más asom-brado, resuelto a no abandonar aquella pesquisa por laque sentía un interés cada vez más absorbente. Salió elsol mientras íbamos andando, y cuando hubimos llegadootra vez al más atestado centro comercial de la populosaciudad, la calle del café.... presentaba ya un aspecto debullicio y actividad semejante a lo que yo había visto lanoche anterior. Y allí, en medio de la confusión que au-mentaba por momentos, persistí en mi propósito de per-seguir al extraño. Éste, como de costumbre, iba de unaparte a otra y durante todo aquel día no salió del torbe-llino de aquella calle.

Cuando las sombras de la segunda noche iban llegan-do, me sentí mortalmente cansado, y parándome frenteal vagabundo, le miré fijamente a la cara. No pareció dar-se cuenta de mi presencia y reanudó su paseo, en tantoque yo permanecí absorto en aquella contemplación.“Este viejo —pensé por fin— es el tipo y el genio del cri-men profundo. No quiere permanecer nunca solo. Es elhombre entre la multitud. Sería inútil seguirle, pues nolograría averiguar nada sobre él ni sobre sus hechos. Elpeor corazón del mundo es un libro más repelente aúnque el Hortulus Animae y tal vez una de las más gran-des mercedes de Dios sea que es lüsst sich nicht lessen.”

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EL POZO Y EL PÉNDULO

ESTABA agotado, agotado hasta no poder más, por aquellalarga agonía. Cuando, por último, me desataron y pudesentarme, noté que perdía el conocimiento. La senten-cia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última fra-se claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, elsonido de las voces de los inquisidores me pareció quese apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El rui-do aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación,quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos conuna rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, por-que, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante al-gún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración!Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blan-cos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoyescribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco,adelgazados por la intensidad de su dura expresión, desu resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolorhumano. Veía que los decretos de lo que para mí repre-sentaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los viretorcerse en una frase mortal; les vi pronunciar las sí-

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labas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonidono seguía al movimiento.

Durante varios momentos de espanto frenético vi tam-bién la blanda y casi imperceptible ondulación de las ne-gras colgaduras que cubrían las paredes de la sala, y mivista cayó entonces sobre los siete grandes hachones quese habían colocado sobre la mesa. Tomaron para mí, alprincipio, el aspecto de la caridad, y los imaginé ángelesblancos y esbeltos que debían salvarme. Pero entonces,y de pronto, una náusea mortal invadió mi alma, y sentíque cada fibra de mi ser se estremecía como si hubieraestado en contacto con el hilo de una batería galvánica.Y las formas angélicas convertíanse en insignificantesespectros con cabeza de llama, y claramente comprendíque no debía esperar de ellos auxilio alguno. Entonces,como una magnífica nota musical, se insinuó en mi ima-ginación la idea del inefable reposo que nos espera en latumba. Llegó suave, furtivamente; creo que necesité ungran rato para apreciarla por completo. Pero en el pre-ciso instante en que mi espíritu comenzaba a sentir cla-ramente esa idea, y a acariciarla, las figuras de los jue-ces se desvanecieron como por arte de magia; los gran-des hachones se redujeron a la nada; sus llamas se apa-garon por completo, y sobrevino la negrura de las tinie-blas; todas las sensaciones parecieron desaparecer comoen una zambullida loca y precipitada del alma en el Ha-des. Y el Universo fue sólo noche, silencio, inmovilidad.

Estaba desvanecido. Pero, no obstante, no puedo de-cir que hubiese perdido la conciencia del todo. La queme quedaba, no intentaré definirla, ni describirla siquie-ra. Pero, en fin, todo no estaba perdido. En medio delmás profundo sueño... ¡no! En medio del delirio.... ¡no!En medio del desvanecimiento... ¡no! En medio de la muer-te..., ¡no! Si fuera de otro modo, no habría salvación para

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el hombre. Cuando nos despertamos del más profundosueño, rompemos la telaraña de algún sueño. Y, no obs-tante, un segundo más tarde es tan delicado este tejido,que no recordamos haber soñado.

Dos grados hay, al volver del desmayo a la vida: elsentimiento de la existencia moral o espiritual y el dela existencia física. Parece probable que si, al llegar alsegundo grado, hubiéramos de evocar las impresionesdel primero, volveríamos a encontrar todos los recuer-dos elocuentes del abismo trasmundano. Y ¿cuál es eseabismo? ¿Cómo, al menos, podremos distinguir sus som-bras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo quehe llamado primer grado no acuden de nuevo al llama-miento de la voluntad, no obstante, después de un largointervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, mara-villados, nos preguntarnos de dónde proceden? Quienno se haya desmayado nunca no descubrirá extraños pa-lacios y casas singularmente familiares entre las ardien-tes llamas; no será el que contemple, flotando en el aire,las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislum-brar; no será el que medite sobre el perfume de algunaflor desconocida, ni el que se perderá en el misterio dealguna melodía que nunca hubiese llamado su atenciónhasta entonces.

En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos,en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún ves-tigio de ese estado de vacío, hubo instantes en que soñétriunfar. Tuve momentos breves, brevísimos, en que hellegado a condensar recuerdos que en épocas posterio-res mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirsesino a ese estado en que parece aniquilada la concien-cia. Muy confusamente me presentan esas sombras derecuerdos grandes figuras que me levantaban, transpor-tándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia aba-

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jo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigoespantoso a la simple idea del infinito en descenso.

También me recuerdan no sé qué vago espanto queexperimentaba el corazón, precisamente a causa de lacalma sobrenatural de ese corazón. Luego, el sentimien-to de una repentina inmovilidad en todo lo que me ro-deaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espec-tros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ili-mitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastíoinfinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde unasensación de insipidez y de humedad; después, todo noes más que locura, la locura de una memoria que se agi-ta en lo abominable.

De pronto vuelven a mi alma un movimiento y un so-nido: el movimiento tumultuoso del corazón y el rumorde sus latidos. Luego, un intervalo en el que todo des-aparece. Luego, el sonido de nuevo, el movimiento y eltacto, como una sensación vibrante penetradora de miser. Después la simple conciencia de mi existencia sinpensamiento, sensación que duró mucho. Luego, brusca-mente, el pensamiento de nuevo, un temor que me pro-ducía escalofríos y un esfuerzo ardiente por compren-der mi verdadero estado. Después, un vivo afán de caeren la insensibilidad. Luego, un brusco renacer del almay una afortunada tentativa de movimiento. Entonces, elrecuerdo completo del proceso, de los negros tapices, dela sentencia, de mi debilidad, de mi desmayo. Y el olvi-do más completo en torno a lo que ocurrió más tarde, úni-camente después, y gracias a la constancia más enérgi-ca, he logrado recordarlo vagamente.

No había abierto los ojos hasta ese momento. Perosentía que estaba tendido de espaldas y sin ataduras. Ex-tendí la mano y pesadamente cayó sobre algo húmedo yduro. Durante algunos minutos la dejé descansar así, ha-

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ciendo esfuerzos por adivinar dónde podía encontrarmey lo que había sido de mí. Sentía una gran impacienciapor hacer uso de mis ojos, pero no me atreví. Tenía mie-do de la primera mirada sobre las cosas que me rodea-ban. No es que me aterrorizara contemplar cosas horri-bles, sino que me aterraba la idea de no ver nada.

A la larga, con una loca angustia en el corazón, abrírápidamente los ojos. Mi espantoso pensamiento hallába-se, pues, confirmado. Me rodeaba la negrura de la nocheeterna. Me parecía que la intensidad de las tinieblas meoprimía y me sofocaba. La atmósfera era intolerablemen-te pesada. Continué acostado tranquilamente e hice unesfuerzo por emplear mi razón. Recordé los procedimien-tos inquisitoriales, y, partiendo de esto, procuré deducirmi posición verdadera. Había sido pronunciada la sen-tencia, y me parecía que desde entonces había transcu-rrido un largo intervalo de tiempo. No obstante, ni unsolo momento imaginé que estuviera realmente muerto.

A pesar de todas las ficciones literarias, semejanteidea es absolutamente incompatible con la existencia real.Pero ¿dónde me encontraba y cuál era mi estado? Sabíaque los condenados a muerte morían con frecuencia enlos autos de fe. La misma tarde del día de mi juicio había-se celebrado una solemnidad de especie. ¿Me habían lle-vado, acaso, de nuevo a mi calabozo para aguardar en élel próximo sacrificio que había de celebrarse meses mástarde? Desde el principio comprendí que esto no podíaser. Inmediatamente había sido puesto en requerimien-to el contingente de víctimas. Por otra parte, mi primercalabozo, como todas las celdas de los condenados, enToledo, estaba empedrado y había en él alguna luz.

Repentinamente, una horrible idea aceleró mi san-gre en torrentes hacia mi corazón, y durante unos ins-tantes caí de nuevo en mi insensibilidad. Al volver en

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mí, de un solo movimiento me levanté sobre mis pies,temblando convulsivamente en cada fibra. Desatinada-mente, extendí mis brazos por encima de mi cabeza y ami alrededor, en todas direcciones. No sentí nada. Noobstante, temblaba a la idea de dar un paso, pero me dabamiedo tropezar contra los muros de mi tumba. Brotabael sudor por todos mis poros, y en gruesas gotas frías sedetenía sobre mi frente. A la larga, se me hizo intolera-ble la agonía de la incertidumbre y avancé con precau-ción, extendiendo los brazos y con los ojos fuera de susórbitas, con la esperanza de hallar un débil rayo de luz.Di algunos pasos, pero todo estaba blanco y negro. Res-piré con mayor libertad. Por fin, me pareció evidenteque el destino que me habían reservado no era el másespantoso de todos.

Y entonces, mientras precavidamente continuabaavanzando, se confundían en masa en mi memoria milvagos rumores que sobre los horrores de Toledo corrían.Sobre esos calabozos contábanse cosas extrañas. Yo siem-pre había creído que eran fábulas; pero, sin embargo, erantan extraños, que sólo podían repetirse en voz baja. ¿De-bía morir yo de hambre, en aquel subterráneo mundo detinieblas, y qué muerte más terrible quizá me esperaba?Puesto que conocía demasiado bien el carácter de misjueces, no podía dudar de que el resultado era la Muer-te, y una muerte de una amargura escogida. Lo que se-ría, y la hora de su ejecución, era lo único que me pre-ocupaba y me aturdía.

Mis extendidas manos encontraron, por último, unsólido obstáculo, Era una pared que parecía construidade piedra, muy lisa, húmeda y fría. La fui siguiendo decerca, caminando con la precavida desconfianza que mehabían inspirado ciertas narraciones antiguas. Sin em-bargo, esta operación no me proporcionaba medio algu-

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no para examinar la dimensión de mi calabozo, pues po-día dar la vuelta y volver al punto de donde había parti-do sin darme cuenta de lo perfectamente igual que pa-recía la pared. En vista de ello busqué el cuchillo queguardaba en uno de mis bolsillos cuando fui conducidoal tribunal. Pero había desaparecido, porque mis ropashabían sido cambiadas por un traje de grosera estameña.

Con objeto de comprobar perfectamente mi punto departida, habla pensado clavar la hoja en alguna peque-ña grieta de la pared. Sin embargo, la dificultad era bienfácil de ser solucionada, y, no obstante, al principio, de-bido al desorden de mi pensamiento, me pareció insu-perable. Rasgué una tira de la orla de mi vestido y la co-loqué en el suelo en toda su longitud, formando un án-gulo recto con el muro. Recorriendo a tientas mi caminoen torno a mi calabozo, al terminar el circuito tendríaque encontrar el trozo de tela. Por lo menos, esto era loque yo creía; pero no había tenido en cuenta ni las dimen-siones de la celda ni mi debilidad. El terreno era húme-do y resbaladizo. Tambaleándome, anduve durante algúnrato. Después tropecé y caí. Mi gran cansancio me deci-dió a continuar tumbado, y no tardó el sueño en apode-rarse de mí en aquella posición.

Al despertarme y alargar el brazo hallé a mi lado unpan y un cántaro con agua. Estaba demasiado agotadopara reflexionar en tales circunstancias, y bebí y comíávidamente. Tiempo más tarde reemprendí mi viaje entorno a mi calabozo, y trabajosamente logré llegar al tro-zo de estameña. En el momento de caer había contadoya cincuenta y dos pasos, y desde que reanudé el cami-no hasta encontrar la tela, cuarenta y ocho. De modo quemedía un total de cien pasos, y suponiendo que dos deellos constituyeran una yarda, calculé en unas cincuentayardas la circunferencia de mi calabozo. Sin embargo,

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había tropezado con numerosos ángulos en la pared y estoimpedía el conjeturar la forma de la cueva, pues no ha-bía duda alguna de que aquello era una cueva.

No ponía gran interés en aquellas investigaciones, ycon toda seguridad estaba desalentado. Pero una vagacuriosidad me impulsó a continuarlas. Dejando la pared,decidí atravesar la superficie de mi prisión. Al principioprocedí con extrema precaución, pues el suelo, aunqueparecía ser de una materia dura, era traidor por el limoque en él había. No obstante, al cabo de un rato logré ani-marme y comencé a andar con seguridad, procurando cru-zarlo en línea recta.

De esta forma avancé diez o doce pasos, cuando el tro-zo rasgado que quedaba de orla se me enredó entre laspiernas, haciéndome caer de bruces violentamente.

En la confusión de mi caída no noté al principio unacircunstancia no muy sorprendente y que, no obstante,segundos después, hallándome todavía en el suelo, lla-mó mi atención. Mi barbilla apoyábase sobre el suelo delcalabozo, pero mis labios y la parte superior de la cabe-za, aunque parecían colocados a menos altura que la bar-billa, no descansaban en ninguna parte. Me pareció, almismo tiempo, que mi frente se empapaba en un vaporviscoso y que un extraño olor a setas podridas llegabahasta mi nariz. Alargué el brazo y me estremecí descu-briendo que había caído al borde mismo de un pozo cir-cular cuya extensión no podía medir en aquel momento.Tocando las paredes precisamente debajo del brocal, lo-gré arrancar un trozo de piedra y la dejé caer en el abis-mo. Durante algunos segundos presté atención a sus re-botes. Chocaba en su caída contra las paredes del pozo.Lúgubremente, se hundió por último en el agua, desper-tando ecos estridentes. En el mismo instante dejóse oírun ruido sobre mi cabeza, como de una puerta abierta y

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cerrada casi al mismo tiempo, mientras un débil rayo deluz atravesaba repentinamente la oscuridad y se apaga-ba en seguida.

Con toda claridad vi la suerte que se me preparaba,y me felicité por el oportuno accidente que me había sal-vado. Un paso más, y el mundo no me hubiera vuelto aver. Aquella muerte, evitada a tiempo, tenía ese mismocarácter que había yo considerado como fabuloso y ab-surdo en las historias que sobre la Inquisición había oídocontar. Las víctimas de su tiranía no tenían otra alter-nativa que la muerte, con sus crueles agonías físicas ocon sus abominables torturas morales. Esta última fuela que me había sido reservada. Mis nervios estaban aba-tidos por un largo sufrimiento, hasta el punto que me ha-cía temblar el sonido de mi propia voz, y me considerabapor todos motivos una víctima excelente para la clasede tortura que me aguardaba.

Temblando, retrocedí a tientas hasta la pared, decidi-do a dejarme morir antes que afrontar el horror de los po-zos que en las tinieblas de la celda multiplicaba mi ima-ginación. En otra situación de ánimo hubiese tenido elsuficiente valor para concluir con mis miserias de unasola vez, lanzándome a uno de aquellos abismos; pero enaquellos momentos era yo el más perfecto de los cobar-des. Por otra parte, me era imposible olvidar lo que ha-bía leído con respecto a aquellos pozos, de los que se de-cía que la extinción repentina de la vida era una espe-ranza cuidadosamente excluida por el genio infernal dequien los había concebido.

Durante algunas horas me tuvo despierto la agita-ción de mi ánimo. Pero, por último, me adormecí de nue-vo. Al despertarme, como la primera vez, hallé a mi ladoun pan y un cántaro de agua. Me consumía una sed abra-sadora, y de un trago vacié el cántaro. Algo debía de te-

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ner aquella agua, pues apenas bebí sentí unos irresisti-bles deseos de dormir. Caí en un sueño profundo pare-cido al de la muerte No he podido saber nunca cuántotiempo duró; pero, al abrir los ojos, pude distinguir losobjetos que me rodeaban. Gracias a una extraña clari-dad sulfúrea, cuyo origen no pude descubrir al principio,podía ver la magnitud y aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado mucho con respecto a sus di-mensiones. Las paredes no podían tener más de veinti-cinco yardas de circunferencia. Durante unos minutos,ese descubrimiento me turbó grandemente, turbaciónen verdad pueril, ya que, dadas las terribles circunstan-cias que me rodeaban, ¿qué cosa menos importante po-día encontrar que las dimensiones de mi calabozo? Peromi alma ponía un interés extraño en las cosas nimias, ytenazmente me dediqué a darme cuenta del error quehabía cometido al tomar las medidas de aquel recinto.Por último se me apareció como un relámpago la luz dela verdad. En mi primera exploración había contado cin-cuenta y dos pasos hasta el momento de caer. En ese ins-tante debía encontrarme a uno o dos pasos del trozo detela. Realmente, había efectuado casi el circuito de la cue-va. Entonces me dormí, y al despertarme, necesariamen-te debí de volver sobre mis pasos, creando así un circui-to casi doble del real. La confusión de mi cerebro me im-pidió darme cuenta de que había empezado la vuelta conla pared a mi izquierda y que la terminaba teniéndola ala derecha.

También me había equivocado por lo que respecta ala forma del recinto. Tanteando el camino, había encon-trado varios ángulos, deduciendo de ello la idea de unagran irregularidad; tan poderoso es el efecto de la oscu-ridad absoluta sobre el que sale de un letargo o de unsueño. Los ángulos eran, sencillamente, producto de le-

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ves depresiones o huecos que se encontraban a interva-los desiguales. La forma general del recinto era cuadra-da. Lo que creía mampostería parecía ser ahora hierro uotro metal dispuesto en enormes planchas, cuyas suturasy junturas producían las depresiones.

Toda la superficie de aquella construcción metálicaestaba embadurnada groseramente con toda clase de em-blemas horrorosos y repulsivos, nacidos de la supersti-ción sepulcral de los frailes. Figuras de demonios conamenazadores gestos, con formas de esqueleto y otrasimágenes de horror más realista, llenaban en toda su ex-tensión las paredes. Me di cuenta de que los contornosde aquellas monstruosidades estaban suficientementeclaros, pero que los colores parecían manchados y estro-peados por efecto de la humedad del ambiente. Vi en-tonces que el suelo era de piedra. En su centro había unpozo circular, de cuya boca había yo escapado, pero novi que hubiese alguno más en el calabozo.

Todo esto lo vi confusamente y no sin esfuerzo, puesmi situación física había cambiado mucho durante mi sue-ño. Ahora, de espaldas, estaba acostado cuan largo erasobre una especie de armadura de madera muy baja. Es-taba atado con una larga tira que parecía de cuero. Enro-llábase en distintas vueltas en torno a mis miembros y ami cuerpo, dejando únicamente libres mi cabeza y mi bra-zo izquierdo. Sin embargo, tenía que hacer un violentoesfuerzo para alcanzar el alimento que contenía un pla-to de barro que habían dejado a mi lado sobre el suelo.Con verdadero terror me di cuenta de que el cántarohabía desaparecido, y digo con terror porque me devo-raba una sed intolerable. Creí entonces que el plan demis verdugos consistía en exasperar esta sed, puesto queel alimento que contenía el plato era una carne cruelmen-te salada.

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Levanté los ojos y examiné el techo de mi prisión. Ha-llábase a una altura de treinta o cuarenta pies y parecíasemucho, por su construcción, a las paredes laterales. Enuna de sus caras llamó mi atención una figura de las mássingulares. Era una representación pintada del Tiempo,tal como se acostumbra representarle, pero en lugar dela guadaña tenía un objeto que a primera vista creí se tra-taba de un enorme péndulo como los de los relojes anti-guos. No obstante, algo había en el aspecto de aquellamáquina que me hizo mirarla con más detención.

Mientras la observaba directamente, mirando haciaarriba, pues hallábase colocada exactamente sobre mi ca-beza, me pareció ver que se movía. Un momento despuésse confirmaba mi idea. Su balanceo era corto y, por tan-to, muy lento. No sin cierta desconfianza, y, sobre todo,con extrañeza, la observé durante unos minutos. Cansa-do, al cabo, de vigilar su fastidioso movimiento, volví misojos a los demás objetos de la celda.

Un ruido leve atrajo mi atención. Miré al suelo y vialgunas enormes ratas que lo cruzaban. Habían salidodel pozo que yo podía distinguir a mi derecha. En ese ins-tante, mientras las miraba, subieron en tropel, a toda prisa,con voraces ojos y atraídas por el olor de la carne. Mecostó gran esfuerzo y atención apartarlas.

Transcurrió media hora, tal vez una hora —pues ape-nas imperfectamente podía medir el tiempo—, cuando,de nuevo, levanté los ojos sobre mí. Lo que entonces vime dejó atónito y sorprendido. El camino del péndulo ha-bía aumentado casi una yarda, y, como consecuencia na-tural, su velocidad era también mucho mayor. Pero, prin-cipalmente, lo que más me impresionó fue la idea de quehabía descendido visiblemente. Puede imaginarse conqué espanto observé entonces que su extremo inferiorestaba formado por media luna de brillante acero, que,

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aproximadamente, tendría un pie de largo de un cuernoa otro. Los cuernos estaban dirigidos hacia arriba, y elfilo inferior, evidentemente afilado como una navaja bar-bera. También parecía una navaja barbera, pesado y ma-cizo, y ensanchábase desde el filo en una forma ancha ysólida. Se ajustaba a una gruesa varilla de cobre, y todoello silbaba moviéndose en el espacio.

Ya no había duda alguna con respecto a la suerte queme había preparado la horrible ingeniosidad monacal.Los agentes de la Inquisición habían previsto mi descu-brimiento del pozo; del pozo, cuyos horrores habían sidoreservados para un hereje tan temerario como yo; delpozo, imagen del infierno, considerado por la opinión comola última Tule de todos los castigos. El más fortuito delos accidentes me había salvado de caer en él, y yo sabíaque el arte de convertir el suplicio en un lazo y una sor-presa constituía una rama importante de aquel sistemafantástico de ejecuciones misteriosas. Por lo visto, ha-biendo fracasado mi caída en el pozo, no figuraba en eldemoníaco plan arrojarme a él. Por tanto, estaba desti-nado, y en este caso sin ninguna alternativa, a unamuerte distinta y más dulce. ¡Más dulce! En mi agonía,pensando en el uso singular que yo hacía de esta pala-bra, casi sonreí.

¿Para qué contar las largas, las interminables horasde horror, más que mortales, durante las que conté lasvibrantes oscilaciones del acero? Pulgada a pulgada, lí-nea a línea, descendía gradualmente, efectuando un des-censo sólo apreciable a intervalos, que eran para mí máslargos que siglos. Y cada vez más, cada vez más, seguíabajando, bajando.

Pasaron días, tal vez muchos días, antes de que lle-gase a balancearse lo suficientemente cerca de mí paraabanicarme con su aire acre. Hería mi olfato el olor del

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acero afilado. Rogué al Cielo, cansándolo con mis súpli-cas, que hiciera descender más rápidamente el acero. En-loquecí, me volví frenético, hice esfuerzos para incorpo-rarme e ir al encuentro de aquella espantosa y moviblecimitarra. Y luego, de pronto, se apoderó de mí una grancalma y permanecí tendido, sonriendo a aquella muertebrillante, como podría sonreír un niño a un juguete pre-cioso.

Transcurrió luego un instante de perfecta insensibi-lidad. Fue un intervalo muy corto. Al volver a la vida nome pareció que el péndulo hubiera descendido una altu-ra apreciable. No obstante, es posible que aquel tiempohubiese sido larguísimo. Yo sabía que existían seres in-fernales que tomaban nota de mi desvanecimiento y quea su capricho podían detener la vibración.

Al volver en mí, sentí un malestar y una debilidad in-decibles, como resultado de una enorme inanición. Aunentre aquellas angustias, la naturaleza humana suplica-ba el sustento. Con un esfuerzo penoso, extendí mi bra-zo izquierdo tan lejos como mis ligaduras me lo permi-tían, y me apoderé de un pequeño sobrante que las ra-tas se habían dignado dejarme. Al llevarme un pedazo alos labios, un informe pensamiento de extraña alegría,de esperanza, se alojó en mi espíritu. No obstante, ¿quéhabía de común entre la esperanza y yo? Repito que setrataba de un pensamiento. informe. Con frecuencia tie-ne el hombre pensamientos así, que nunca se completan.Me di cuenta de que se trataba de un pensamiento de ale-gría, de esperanza, pero comprendí también que habíamuerto al nacer. Me esforcé inútilmente en completar-lo, en recobrarlo. Mis largos sufrimientos habían aniqui-lado casi por completo las ordinarias facultades de miespíritu. Yo era un imbécil, un idiota.

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La oscilación del péndulo se efectuaba en un planoque formaba ángulo recto con mi cuerpo. Vi que la cuchi-lla había sido dispuesta de modo que atravesara la re-gión del corazón. Rasgaría la tela de mi traje, volveríaluego y repetiría la operación una y otra vez. A pesar dela gran dimensión de la curva recorrida —unos treintapies, más o menos— y la silbante energía de su descen-so, que incluso hubiera podido cortar aquellas murallasde hierro, todo cuanto podía hacer, en resumen, y duran-te algunos minutos, era rasgar mi traje.

Y en este pensamiento me detuve. No me atrevía air más allá de él. Insistí sobre él con una sostenida aten-ción, como si con esta insistencia hubiera podido pararallí el descenso de la cuchilla. Empecé a pensar en el so-nido que produciría ésta al pasar sobre mi traje, y en laextraña y penetrante sensación que produce el roce dela tela sobre los nervios. Pensé en todas esas cosas, has-ta que los dientes me rechinaron.

Más bajo, más bajo aún. Deslizábase cada vez más bajo.Yo hallaba un placer frenético en comparar su velocidadde arriba abajo con su velocidad lateral. Ahora, hacia laderecha; ahora, hacia la izquierda. Después se iba lejos,lejos, y volvía luego, con el chillido de un alma condena-da, hasta mi corazón con el andar furtivo del tigre. Yoaullaba y reía alternativamente, según me dominase unau otra idea.

Más bajo, invariablemente, inexorablemente más bajo.Movíase a tres pulgadas de mi pecho. Furiosamente, in-tenté libertar con violencia mi brazo izquierdo. Estabalibre solamente desde el codo hasta la mano, únicamen-te podía mover la mano desde el plato que habían colo-cado a mi lado hasta mi boca; sólo esto, y con un gran es-fuerzo. Si hubiera podido romper las ligaduras por enci-ma del codo, hubiese cogido el péndulo e intentado de-

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tenerlo, lo que hubiera sido como intentar detener unaavalancha.

Siempre más bajo, incesantemente, inevitablementemás bajo. Respiraba con verdadera angustia, y me agita-ba a cada vibración. Mis ojos seguían el vuelo ascenden-te de la cuchilla y su caída, con el ardor de la desespera-ción más enloquecida; espasmódicamente, cerrábanseen el momento del descenso sobre mí. Aun cuando lamuerte hubiera sido un alivio, ¡oh, qué alivio más inde-cible! Y, sin embargo, temblaba con todos mis nervios alpensar que bastaría que la máquina descendiera un gra-do para que se precipitara sobre mi pecho el hacha afi-lada y reluciente. Y mis nervios temblaban, y hacían en-coger todo mi ser a causa de la esperanza. Era la espe-ranza, la esperanza triunfante aún sobre el potro, quedejábase oír al oído de los condenados a muerte, inclusoen los calabozos de la Inquisición.

Comprobé que diez o doce vibraciones, aproximada-mente, pondrían el acero en inmediato contacto con mitraje. Y con esta observación entróse en mi ánimo la cal-ma condensada y aguda de la desesperación. Desde ha-cía muchas horas, desde hacía muchos días, tal vez, pen-sé por vez primera. Se me ocurrió que la tira o correa queme ataba era de un solo trozo. Estaba atado con una li-gadura continuada. La primera mordedura de la cuchi-lla de la media luna, efectuada en cualquier lugar de lacorrea, tenía que desatarla lo suficiente para permitirque mi mano la desenrollara de mí cuerpo. ¡Pero qué te-rrible era, en este caso, su proximidad! El resultado dela más ligera sacudida había de ser mortal. Por otra par-te ¿habrían previsto o impedido esta posibilidad los se-cuaces del verdugo? ¿Era probable que en el recorridodel péndulo atravesasen mi pecho las ligaduras? Tem-blando al imaginar frustrada mi débil esperanza, la últi-

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ma, realmente, levanté mi cabeza lo bastante para verbien mi pecho. La correa cruzaba mis miembros estre-chamente, juntamente con todo mi cuerpo, en todos sen-tidos, menos en la trayectoria de la cuchilla homicida.

Aún no había dejado caer de nuevo mi cabeza en suprimera posición, cuando sentí brillar en mi espíritu algoque sólo sabría definir, aproximadamente, diciendo queera la mitad no formada de la idea de libertad que ya heexpuesto, y de la que vagamente había flotado en mi es-píritu una sola mitad cuando llevé a mis labios ardien-tes el alimento. Ahora, la idea entera estaba allí presen-te, débil, apenas viable, casi indefinida, pero, en fin, com-pleta. Inmediatamente, con la energía de la desespera-ción, intenté llevarla a la práctica.

Hacía varias horas que cerca del caballete sobre elque me hallaba acostado se encontraba un número incal-culable de ratas. Eran tumultuosas, atrevidas, voraces.Fijaban en mí sus ojos rojos, como si no esperasen másque mi inmovilidad para hacer presa. “¿A qué clase dealimento —pensé— se habrán acostumbrado en estepozo?”

Menos una pequeña parte, y a pesar de todos mis es-fuerzos para impedirlo, habían devorado el contenidodel plato. Mi mano se acostumbró a un movimiento devaivén hacia el plato; pero a la larga, la uniformidad ma-quinal de ese movimiento le había restado eficacia. Aque-lla plaga, en su voracidad, dejaba señales de sus agudosdientes en mis dedos. Con los restos de la carne aceito-sa y picante que aún quedaba, froté vigorosamente misataduras hasta donde me fue posible hacerlo, y hechoesto retiré mi mano del suelo y me quedé inmóvil y sinrespirar.

Al principio, lo repentino del cambio y el cese del mo-vimiento hicieron que los voraces animales se asustaran.

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Se apartaron alarmados y algunos volvieron al pozo. Peroesta actitud no duró más de un instante. No había yo con-tado en vano con su glotonería. Viéndome sin movimien-to, una o dos de las más atrevidas se encaramaron por elcaballete y olisquearon la correa. Todo esto me parecióel preludio de una invasión general. Un nuevo tropel sur-gió del pozo. Agarráronse a la madera, la escalaron y acentenares saltaron sobre mi cuerpo. Nada las asustabael movimiento regular del péndulo. Lo esquivaban y tra-bajaban activamente sobre la engrasada tira. Se apreta-ban moviéndose y se amontonaban incesantemente so-bre mí. Sentía que se retorcían sobre mi garganta, quesus fríos hocicos buscaban mis labios.

Me encontraba medio sofocado por aquel peso que semultiplicaba constantemente. Un asco espantoso, que nin-gún hombre ha sentido en el mundo, henchía mi pecho yhelaba mi corazón como un pesado vómito. Un minutomás, y me daba cuenta de que la operación habría ter-minado. Sobre mí sentía perfectamente la distensión delas ataduras. Me daba cuenta de que en más de un sitiohabían de estar cortadas. Con una resolución sobrehu-mana, continué inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos. Mis sufri-mientos no habían sido vanos. Sentí luego que estaba li-bre. En pedazos, colgaba la correa en torno de mi cuer-po. Pero el movimiento del péndulo efectuábase ya so-bre mi pecho. La estameña de mi traje había sido atrave-sada y cortada la camisa. Efectuó dos oscilaciones más,y un agudo dolor atravesó mis nervios. Pero había llega-do el instante de salvación. A un ademán de mis manos,huyeron tumultuosamente mis libertadoras. Con un mo-vimiento tranquilo y decidido, prudente y oblicuo, lentoy aplastándome contra el banquillo, me deslicé fuera del

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abrazo de la tira y del alcance de la cimitarra. Cuandomenos, por el momento estaba libre.

¡Libre! ¡Y en las garras de la Inquisición! Apenas ha-bía escapado de mi lecho de horror, apenas hube dadounos pasos por el suelo de mi calabozo, cesó el movimien-to de la máquina infernal y la oí subir atraída hacia eltecho por una fuerza invisible. Aquella fue una lecciónque llenó de desesperación mi alma. Indudablemente,todos mis movimientos eran espiados. ¡Libre! Había es-capado de la muerte bajo una determinada agonía, sólopara ser entregado a algo peor que la muerte misma, ybajo otra nueva forma. Pensando en ello, fijé convulsiva-mente mis ojos en las paredes de hierro que me rodea-ban. Algo extraño, un cambio que en un principio no pudeapreciar claramente, se había producido con toda evi-dencia en la habitación. Durante varios minutos en losque estuve distraído, lleno de ensueños y de escalofríos,me perdí en conjeturas vanas e incoherentes.

Por primera vez me di cuenta del origen de la luzsulfurosa que iluminaba la celda. Provenía de una grietade media pulgada de anchura, que extendiese en tornodel calabozo en la base de las paredes, que, de ese modo,parecían, y en efecto lo estaban, completamente separa-das del suelo. Intenté mirar por aquella abertura, aun-que como puede imaginarse, inútilmente. Al levantarmedesanimado, se descubrió a mi inteligencia, de pronto,el misterio de la alteración que la celda había sufrido.

Había tenido ocasión de comprobar que, aun cuandolos contornos de las figuras pintadas en las paredes fue-sen suficientemente claros, los colores parecían altera-dos y borrosos. Ahora acababan de tomar, y tomaban acada momento, un sorprendente e intensísimo brillo, quedaba a aquellas imágenes fantásticas y diabólicas un as-pecto que hubiera hecho temblar a nervios más firmes

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que los míos. Pupilas demoníacas, de una viveza sinies-tra y feroz, se clavaban sobre mí desde mil sitios distin-tos, donde yo anteriormente no había sospechado que seencontrara ninguna, y brillaban cual fulgor lúgubre deun fuego que, aunque vanamente, quería considerar com-pletamente imaginario.

¡Imaginario! Me bastaba respirar para traer hasta minariz un vapor de hierro enrojecido. Extendíase por elcalabozo un olor sofocante. A cada momento reflejábaseun ardor más profundo en los ojos clavados en mi ago-nía. Un rojo más oscuro se extendía sobre aquellas ho-rribles pinturas sangrientas. Estaba jadeante; respirabacon grandes esfuerzos. No había duda con respecto al de-seo de mis verdugos, los más despiadados, los más demo-níacos de todos los hombres.

Me aparté lejos del metal ardiente, dirigiéndome alcentro del calabozo. Frente a aquella destrucción por elfuego, la idea de la frescura del pozo llegó a mi alma comoun bálsamo. Me lancé hacia sus mortales bordes. Dirigímis miradas hacia el fondo.

El resplandor de la inflamada bóveda iluminaba suscavidades más ocultas. No obstante durante un minutode desvarío, mi espíritu negóse a comprender la signi-ficación de lo que veía. Al fin, aquello penetró en mi alma,a la fuerza, triunfalmente. Se grabó a fuego en mi razónestremecida. ¡Una voz, una voz para hablar! ¡Oh horror!¡Todos los horrores, menos ése! Con un grito, me apartédel brocal, y, escondido mi rostro entre las manos, llorécon amargura.

El calor aumentaba rápidamente, y levanté una vezmás los ojos, temblando en un acceso febril. En la celdahabíase operado un segundo cambio, y ése efectuábase,evidentemente, en la forma. Como la primera vez, inten-té inútilmente apreciar o comprender lo que sucedía. Pero

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no me dejaron mucho tiempo en la duda. La venganzade la Inquisición era rápida, y dos veces la había frustra-do. No podía luchar por más tiempo con el rey del espan-to. La celda había sido cuadrada. Ahora notaba que dosde sus ángulos de hierro eran agudos, y, por tanto, ob-tusos los otros dos. Con un gruñido, con un sordo gemi-do, aumentaba rápidamente el terrible contraste.

En un momento, la estancia había convertido su for-ma en la de un rombo. Pero la transformación no se de-tuvo aquí. No deseaba ni esperaba que se parase. Hubie-ra llegado a los muros al rojo para aplicarlos contra mipecho, como si fueran una vestidura de eterna paz. “¡Lamuerte! —me dije—. ¡Cualquier muerte, menos la delpozo!” ¡Insensato! ¿Cómo no pude comprender que elpozo era necesario, que aquel pozo único era la razón delhierro candente que me sitiaba? ¿Resistiría yo su calor?Y aun suponiendo que pudiera resistirlo, ¿podría soste-nerme contra su presión?

Y el rombo se aplastaba, se aplastaba, con una rapi-dez que no me dejaba tiempo para pensar. Su centro, co-locado sobre la línea de mayor anchura, coincidía preci-samente con el abismo abierto. Intenté retroceder, perolos muros, al unirse, me empujaban con una fuerza irre-sistible.

Llegó, por último, un momento en que mi cuerpo, que-mado y retorcido, apenas halló sitio para él, apenas hubolugar para mis pies en el suelo de la prisión. No luchémás, pero la agonía de mi alma se exteriorizó en un fuer-te y prolongado grito de desesperación. Me di cuenta deque vacilaba sobre el brocal, y volví los ojos...

Pero he aquí un ruido de voces humanas. Una explo-sión, un huracán de trompetas, un poderoso rugido se-mejante al de mil truenos. Los muros de fuego echáronsehacia atrás precipitadamente. Un brazo alargado me co-

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gió el mío, cuando, ya desfalleciente, me precipitaba enel abismo. Era el brazo del general Lasalle. Las tropasfrancesas habían entrado en Toledo. La Inquisición hallá-base en poder de sus enemigos.

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EL RETRATO OVAL

EL CASTILLO en el cual mi criado se le había ocurrido pene-trar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamenteherido como estaba, de pasar una noche al ras, era unode esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía quedurante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes enmedio de los Apeninos, tanto en la realidad como en laimaginación de Mistress Radcliffe. Según toda aparien-cia, el castillo había sido recientemente abandonado, aun-que temporariamente. Nos instalamos en una de las habi-taciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebla-das. Estaba situada en una torre aislada del resto del edi-ficio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente de-teriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías yadornados con numerosos trofeos heráldicos de toda cla-se, y de ellos pendían un número verdaderamente pro-digioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerra-das en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Meprodujeron profundo interés, y quizá mi incipiente deli-rio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamenteen las paredes principales, sino también en una porción

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de rincones que la arquitectura caprichosa del castillohacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados posti-gos del salón, pues ya era hora avanzada, encender ungran candelabro de muchos brazos colocado al lado demi cabecera, y abrir completamente las cortinas de ne-gro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban ellecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconcilia-ba el sueño, distraerme alternativamente entre la con-templación de estas pinturas y la lectura de un pequeñovolumen que había encontrado sobre la almohada, en quese criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosasdevotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas,y llegó la media noche. La posición del candelabro memolestaba, y extendiendo la mano con dificultad para noturbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arro-jase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completa-mente inesperado. La luz de sus numerosas bujías diode pleno en un nicho del salón que una de las columnasdel lecho había hasta entonces cubierto con una sombraprofunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hastaentonces no advirtiera. Era el retrato de una joven yaformada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerrélos ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero,en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicérápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era unmovimiento involuntario para ganar tiempo y recapaci-tar, para asegurarme de que mi vista no me había enga-ñado, para calmar y preparar mi espíritu a una contem-plación más fría y más serena. Al cabo de algunos mo-mentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese queri-do; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo,

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había desvanecido el estupor delirante de que mis sen-tidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repenti-namente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una jo-ven. Se trataba sencillamente de un retrato de mediocuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje téc-nico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera depintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, elseno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanseen la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo ala imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, yde un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecu-ción de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomíalo que me impresionó tan repentina y profundamente.No podía creer que mi imaginación, al salir de su deli-rio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva.Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y elaspecto del marco, no me permitieron dudar ni un soloinstante. Abismado en estas reflexiones, permanecí unahora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inex-plicable expresión de realidad y vida que al principio mehiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de te-rror y respeto, volví el candelabro a su primera posición,y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi pro-funda agitación, me apoderé ansiosamente del volumenque contenía la historia y descripción de los cuadros. Bus-qué inmediatamente el número correspondiente al quemarcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular histo-ria siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa comoamable, que en mal hora amó al pintor y se desposó conél. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero,y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de ra-rísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un

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cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte,que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pin-celes y demás instrumentos importunos que le arrebata-ban el amor de su adorado. Terrible impresión causó ala dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Masera humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durantelargas semanas, en la sombría y alta habitación de la to-rre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo sola-mente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en suobra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y eraun hombre vehemente, extraño, pensativo y que se per-día en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que pe-netraba tan lúgubremente en esta torre aislada secabala salud y los encantos de su mujer, que se consumía paratodos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más ymás, porque veía que el pintor, que disfrutaba de granfama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su ta-rea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo laimagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tor-nábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los quecontemplaban el retrato, comentaban en voz baja su se-mejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pin-tor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero,al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se per-mitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor habíallegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su tra-bajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun paramirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colo-res que extendía sobre el lienzo borrábanse de las meji-llas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchassemanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacermás que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobrela boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitóaún, como la llama de una lámpara que está próxima a

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extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y duran-te un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que habíaejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose,palideció intensamente herido por el terror, y gritó convoz terrible: “¡En verdad, esta es la vida misma!” Se vol-vió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estabamuerta!”