cuentos de hector tizon

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Taller Literario en Isidoro Cuentos de Héctor Tizón

Nunca es posible regresar a nada

La última de sus visitas había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para alguien como él, que había pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto -pesado, lento, denso y distinto-, aun así recién ahora -que en verdad lo pensaba- sentía que había transcurrido, desde entonces, mucho más que la mera suma de meses y de años. En aquel momento le había vuelto a decir -lo quiso decir por última vez- que no volviera más; que nada valía la pena, que él ya era otro y que ella también era y sería distinta a medida que el tiempo pasaba.

Estaban esa mañana de un domingo sentados frente a frente, aunque separados por la tela metálica y la discretamente alerta mirada de los guardianes. Las pocas palabras que ambos se dijeron fueron en voz baja, en un tono que pretendía ser objetivo y neutral, pero cohibido por un sentimiento que tal vez simulaba o disfrazaba de indiferencia y quedaba en algo semejante al vacío. En esa última visita había otras gentes, no lejos, en la misma situación, que también hablaban con voz aplacada, aunque de vez en cuando reían. Hacía calor, lo recordaba porque volvía a escuchar el seco, amortiguado, suave golpe de las aspas de los grandes ventiladores que pendían del techo de aquella sala de recibo en el penal. Luego sonó un timbre y él se levantó. "Es el primero", dijo ella. Y él dijo que sí, que era el primero -faltaban dos más-, pero que era mejor así y que era inútil esperar los otros dos. Ya estaba de pie cuando lo dijo. Ahora recordaba la clara mirada de sus ojos, velados por la desdicha.

Ella después escribió tres o cuatro cartas, que le entregaron abiertas, como siempre, y que sin leerlas rompió y echó a la basura.

Después, empleando varios sistemas impuestos por la voluntad y la disciplina, la expulsó de sus recuerdos. Y, cuando al cabo de un largo y esforzado tiempo, cuando ya estaba seguro de no tener nada ni a nadie, tuvo un sueño, y en el sueño la volvió a ver, casi simultáneamente le notificaron que había sido indultado por el gobernador. En el sueño estaba ella como la había conocido, su imagen, la mirada de sus ojos, su indumentaria y su voz que le hablaba sin que sus labios se movieran, como ocurre en los sueños; y ya no pudo apartarla de sí durante los días y las noches, hasta que el pesado portal del cautiverio se abrió y él estuvo luego de todos aquellos años en la calle. Era la víspera de Navidad.

A bordo del ómnibus que lo llevaba al centro de la ciudad, iba redescubriendo el paisaje, que era el de siempre; los edificios, algunos iguales a sí mismos y los automóviles tan distintos, veloces y asombrosamente numerosos en comparación con los que hacía mucho tiempo había dejado de ver. El sol se ponía. Nadie puede atrapar la temblorosa belleza de un atardecer, pensó. Por la radio se escuchaban villancicos una y otra vez.

Era ya de noche cuando cobró el valor necesario y comenzó a caminar hacia la casa, en cuyo frente un arbolito lucía adornos de luces encendidas; aquella misma casa adonde, casi al mismo tiempo llegaba otro, que no era él, y con quien ella, que seguramente ya esperaba en la puerta, estuvo largo momento abrazada, como si extrañamente hubiese presentido alguna sombra ajena.

Después, definitivamente, los arbustos de enfrente lo ocultaron.

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Epifanía

Algunas veces, antes de que anocheciera, se podían distinguir en el pálido horizonte unos trazos difuminados semejantes a nubes. Pero ya nadie recordaba la lluvia. La aridez sólo era morigerada por la humedad que en los amaneceres destilaba el rocío de las escasas plantas.

Para los de aquí, descendientes de adoradores del sol, el sol es el infierno, que seca la piel antes de que la muerte llegue; estos hombres ya ni siquiera saben defenderse porque han perdido el concepto del mal.

Hacía mucho tiempo que no nacía una mujer en estos pagos, y por falta de hembras los varones mozos debían exiliarse; ya sólo quedaban los ancianos; las mujeres, multíparas, morían, y a los jóvenes se los llevaba el camino.

El día en que las dos comadronas anunciaron la inminencia del nacimiento fue, para todos, de fiesta. Por la forma esférica y no ovoidal del abdomen, por el rumor silencioso como de vientos profundos que las viejas oían al poner sus orejas sobre el vientre grávido, y por la entrañable suavidad y tibieza de la piel, estuvieron seguras las parteras del inminente advenimiento.

El hecho se expandió por las comarcas: ahora, otra vez, iba a nacer una hembra; y esto era como una esperanza y como una flor.

Con el anuncio se preparó el ágape, que sería una comida fraternal y primitiva: cordero asado con hierbas amargas, y maíz; y música de viento.

El pueblo no era grande, apenas siete casas, con sus corrales circulares de piedra seca.Se obstinaba la gente en construir sus casas en esta paramera, sólo apta para senderos de

cabras, cuando a lo sumo podría ser habitada por el viento polvoroso.Un cuento inmemorial pretende que aquí, o muy cerca de aquí, alguna vez existió un lago;

nadie lo cree pero nadie lo niega, y todos los pequeños pueblos de esta región lo reclaman para sí. Algunos hasta han creído ver los rastros o vestigios de ruinas, de cobijos de pescadores que echaban sus redes a la luz de la luna.

Los pequeños pueblos no son más de tres, separados entre sí por leguas tan yermas como las del país de Caín, a quien el Señor había condenado a vagar por el desierto. De allí salieron dos hombres, impulsados por el rumor del nacimiento, y estos dos se hallaron en un cruce de senderos con otro más, y los tres juntos emprendieron el camino. Casi no hablaron entre ellos, puesto que lo que pudieron haberse dicho ya cada quien lo sabía.

Los tres viajeros pasaron la noche a la intemperie y durmieron encogidos junto al fuego que se extinguió al amanecer. Sólo dos tenían cada cual una alforja; uno de ellos llevaba un pequeño pellón, y el otro una ollita del tamaño de una mano, con su tapadera; el tercero era tan pobre que no llevaba nada.

Al amanecer del quinto día avistaron una delgada columna de humo que se mantenía erguida porque a esa hora el viento se recata. Apuraron el paso, pero el sol les ganó en llegar. No tuvieron que hacer ninguna pregunta y, enseguida, los tres estuvieron junto al jergón donde yacía la criatura recién nacida, que acababa de morir.

Tampoco en el camino de regreso hablaron entre ellos, tampoco ahora tenían nada que decirse. Quizá porque todos sabían que vivir ahí era como una extravagante vanagloria.

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Fuegos artificiales

--¡Es él!, ¡él! La mujer daba alaridos y no cesaba de gritar. --¡Ha sido él! --decía la mujer señalándole con el dedo que era como un cañón de escopeta

a boca jarro. La mujer estaba despeinada y sus pechos enormes se agitaban debajo del camisón, enormes, deformes, blandos, debajo del camisón que se adhería a sus carnes regordetas.

Cuando llevaron al imbécil que lloraba como un niño pequeño y temeroso, sin comprender, con sus ojos de viejo y su ancha boca, ni siquiera el más leve estremecimiento se pudo notar en las manos homicidas que recogieron el arma para guardarla nuevamente en su sitio.

El marido, que desde hacía ya tiempo se dedicaba a los cueros (a la venta de cueros de víboras y yacarés, que, una vez desollados y colgados durante los días necesarios en los interminables alambres del galpón ex profeso se enfardaban y eran transportados por él mismo en el viejo andariego ford hasta el pueblo y desde allí lanzados por ferrocarril para volver convertidos en los cheques que él almacenaba en la infructuosa cuenta bancaria. Eso constituía, por cierto, un negocio mucho más productivo que el antiguo negocio del carbón, o que el obraje: las ganancias eran relativamente repartidas, pero los riesgos sólo estaban en las piernas y manos de innominados paraguayos y chaguancos que trabajaban en los esteros reverberantes y cálidos y las orillas anegadizas del Bermejo), permanecía todo el tiempo fuera de la casa y por eso ni siquiera se imaginó que una bala le esperaría atravesando la noche para ir a incrustársele en la cara y destruírsela hasta quedar convertido en un guiñapo ensangrentado y cómico, junto al suelo, casi en el centro del patio mientras su mujer gorda y semidesnuda acusaba al tonto gritando y agitando los brazos hasta que llegaron los demás.

Serían las tres de la mañana cuando sonó el estampido: El tonto lo escuchó desde el lugar donde dormía, no lejos de la cocina, y ya estaba por salir a ver jugar a los chicos desde el mirador, casi junto al portón que daba al camino. La atracción del ruido de pólvora de los fuegos artificiales era irresistible para él, Siempre le pasaba así desde que vio por primera vez encenderse las luces de bengala y escuchar el estampido seco de los cohetes en aquella Navidad lejana. Con un gesto anhelante, se quedaba entonces absorto ante la trayectoria luminosa de la pólvora encendida. A veces los chicos, cuando lo descubrían o lo espiaban, venían hacia él para darle que sostuviera la mecha; a veces también le ataban cohetes en la parte trasera de los tiradores y se desternillaban de risa viéndole correr como un caballo loco.

La mujer había terminado por franquearle la puerta de su cuarto porque en ese calor interminable que le abrasaba el cuerpo, en las noches, necesitaba del hombre. Pero esa noche ella no esperaba al cazador de serpientes y yacarés que de pronto, antes de que el otro terminara de abandonar el lecho cálido y subrepticio, apareció con la linterna perforando el azulado follaje de los árboles junto al camino y llegó hasta el patio de la casa dando órdenes a los gritos.

Entonces descolgó la escopeta. Él idiota también escuchó el estampido seco, rotundo, solitario, pero esa vez cuando salió

no encontró a nadie, no sintió la carrera ni los gritos de los chicos, ni vio las luces de las cañas encendidas. Sólo vio la oscuridad y penetró en el patio que: era más bien un canchón donde estacionaban los carros y a veces pernoctaban los caballos, las vacas, los peones y los cerdos. Cuando él llegó, la mujer le dijo,-entregándole lo que todavía sostenía entre sus manos: "tomá,

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agarrá. Con esto se hace fuegos artificiales". El obedeció con entusiasmo y aún alcanzó a disparar el otro tiro haciendo que la bala pasara rozando sobre el tejado hasta perderse entre los cocoteros rumbo al río. Vio el leve fulgor de la explosión en el percutor y escuchó nuevamente el mismo ruido, pero en cambio no vio el cuerpo del cazador de serpientes y yacarés caído junto al gran cantero en el centro del patio. Ni al otro hombre que sigilosamente se alejaba a grandes pasos hacia el fondo. Entonces la mujer comenzó a dar alaridos agitando el pecho y meciéndose los largos cabellos humedecidos por la traspiración hasta que los demás llegaron.

El ladrón San Juan de Quillaques estaba lejos, y en algunas noches al hombre le daba por pensar;

entonces su imaginación se llenaba de un cielo muy claro y estrellado, con luna y esporádicas aves nocturnas de vuelo pesado, y entonces también tenía una sensación vaga, inexplicable o confusa, que era el recuerdo del silencio, el de la tierra, el cielo y los animales inmóviles, en contraste con este otro ritmo de la vida poblada de voces aún de noche, estentóreas, pájaros permanentemente silbadores, intermitentes sordas maquinarias sonando en el ingenio -que se oían aquí, en la barraca-, casi inaudibles gritos de borrachos. Y el calor, presente a toda hora, que hace a los hombres promiscuos o de los demás, porque únicamente el frío es solitario y la soledad es imposible sino en las tierras altas y frías.

Tenía treinta años y ya iba para viejo; y tenía cinco hijos: tres muertos, uno regalado para servir y el último consigo, que dormía ahora en el suelo de la misma habitación, con trece gentes más, entre mujeres y hombres; él sin compañera, muy muerta ya, a quien ni quería ni

podía recordar. En cambio sí, ahora, estaba recordando cuando era niño. Le daba por eso estando sobrio. Y los días de claro sol, de eneros y febreros y, vagamente, cuando a un reñidero de gallos lo llevaron detrás del padrino, para unas bodas importantes -creía las de sus padres- en Abra Pampa y los gallos blancos ambos -pero el uno con un collar de hilo de lana azul en el cogote- pelearon con crueldad inmisericorde y señorial, y allí vio a la mujer joven, sonrosada de mejillas por el sol, aplaudiendo la sangre de los combatientes, la hija de uno de los galleros, y le vio los cabellos claros peinados en dos y los pies y las manos más grandes y delgados y alargados que los de las mujeres de su pueblo; de ojos de otro color. Él fue testigo de cómo, un poco antes, en su memoria, llegaron aquellos hombres de a caballo, unos con sables, y se llevaron a los remisos, a los que no querían entender y a todos, hacia los cañaverales, excepto a dos viejos que allí quedaron apaleados o muertos. Entonces fue, enseguida, cuando vio por vez primera estas tierras bajas y pobladas de loros y demás pájaros de celebrante plumaje y conoció el ferrocarril y otras máquinas y las bicicletas y también conoció la lluvia y el dinero y los peces del río y aprendió a pescarlos y a venderlos; y el calor de noche. Eso fue antes, cuando era mozo, y ahora ya iba para viejo y por eso le daba por recordar, como a los viejos. Cuando se dio cuenta de esto le dio risa, solo como estaba en su yacija de chalas en la barraca a oscuras, porque a un viejo, pensó, le da risa ser viejo, risa de los demás.

De regreso de aquellas bodas, ya cumplidas las riñas y atardecido el día o moribundo, venía el padrino descalzo, con los botines de hacer visitas, colorados, en la alforja, con la tristeza tardía del alcohol, y un perro menoscabado, zaguero y silencioso. ¿Se le habrían muerto ya los

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progenitores? Padre, en realidad, nunca tuvo; pero a la madre la vio morir a lo largo de muchos días de unos chuchos y unas toses. Todas imágenes confusas. El camino era simple y largo y el resplandor de la luna ayudaba. Al padrino le dio por hablar, pero no para conversar sino para ensayar la lengua y -ahora él recuerda- dijo:

“Ya nadie hila ni teje; ni busca en el corazón de la tierra. ¿Me oyes, mi ahijado? Ni nadie está despierto cuando amanece; todos repiten los cantos que ya han sido cantados, nomás por repetirlos; y sólo existimos cuando estamos borrachitos”.

Después, hablándole al perro, que venía separado y quejumbroso, tal vez por sospechas invisibles, como es acá, dijo:

“Oye, perro: ¿Cuántas leguas hemos caminado? De tanto andar juntos ya nos estamos pareciendo”.

En ese momento pudo haberse dado cuenta, el de San Juan de Quillaques, que un bulto se avecinaba a la puerta, abierta, y que luego entró en la barraca, a tientas y risotadas; pero no lo vio ni lo escuchó, metido como estaba muy adentro.

“Mañana irás a la escuela. Una que han abierto, lejitos. No solo, sino con cuantos otros escueleros.”

Él, desde entonces, no pensó más que en eso. “Vámonos ya, padrino”, dijo él; porque quería hacerse presente, señalar que le gustaba. “Al amanecer seremos ahí”, dijo el otro. Al amanecer, un jirón del sol avanzando por el cielo, salidos ya hacía ratos los pastores,

llegaban a la escuela. La escuela tenía campana de llamar y señalar el tiempo, como la iglesia, y ventanas con vidrios y piso. Al llegar, ni él ni su padrino, quizá, reconocieron a ninguno de los demás, todos niños, salvo a Presentación, algunos muy menores y otros que iban para hombres, siete u ocho en total, todos de pie, separados, que no se hablaban entre sí, salvo Presentación, sentado en el umbral alto y frío a la intemperie, que miraba con sus ojos pequeños e inmóviles, como los de un pato y demasiado gordo, sobre todo para aquí, para estas tierras donde la gente es apocada de carnes. Allí, en la espera, transcurrieron dos días, hasta que por fin llegó la maestra acompañada por un peón de silla. Desde aquel día, hasta el final, su experiencia de escuela fue tan larga como de seis meses.

El que en las sombras de esta noche entró como un bulto en la barraca, no cesó de reír, buscando a tientas un rincón vacío donde acostarse; pero al cabo se puso a cantar unas baladas incoherentes, echado sobre un cojinillo; eran unas séptimas que en forma torpe y reiterada referían la pasión de un cantor pobre y solitario por los ojos de una mujer. Su hijo, que dormía junto a sí, al oír el canto despertó llorando, pero él le ordenó callar y dormir; y luego el ebrio también, de a poco, enmudeció, cuando la luna, grande y llena, atravesó el hueco de la puerta. Él se había mojado las manos, el cuello, la cara y las canillas con agua de poleo y así estaba a salvo de pulgas y mosquitos y, entonces, ni los mosquitos ni las pulgas le atajaban el sueño, sino las imágenes, que recorrían sus venas como un lento río de aguas repetidas. A fuerza de palos y otros rigores aprendieron a dibujar algunas letras en sus cuadernos que al final de la clase la maestra corregía con un pequeño lápiz de color rojo y brillante como el fuego, pequeño ya de tanto uso y sagrado y ajeno como el símbolo de las cosas, y a contar sus dedos semejando los números y familiarizaron los rostros de los héroes y el contorno de la patria, demasiado grande, contemplándolos en las figuras de unas láminas.

El borracho volvía, por momentos -en esa duermevela henchida de los ebrios- a tratar de ponerse vivo y en pie, a balbucear y retornar el hilo de su canto que, al cabo, no bien nacido,

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volvía a morirse, como su mismo desvelo. Tampoco la luna terminaba de pasar por el vano de la puerta. Él ahora tenía, como otras veces ya, la visión de los ojos, o la expresión de la mirada de los ojos de la maestra, no sobrepuesta sino confundida con la de los gallos, de los ojos calientes de los gallos luchando a muerte por complacer. Hasta que ella luego de buscar por donde debía buscar dio un grito y dispuso que nadie saldría. Se sintió entonces -y ahora volvía a sentirlo- igual a los gallos en el redondel, atrapado en las paredes, a la intemperie de la vida, como quien acaba de cometer un acto irreparable e impensado. Había desaparecido el lápiz de corregir, que era como la señal de Dios o de la autoridad, de la sabiduría.

Ahora aquí, en la barraca, el borracho logró reincorporarse y comenzó a llorar o a querer hablar entre sollozos, diciendo, casi ininteligiblemente: ¿Qué locos son, éstos; hombres que mandan, que se arrancan sus pelos de las barbas, de los ojos, hermanitos? Vengan, levantensén y tomemos este vidrio de vino y quebrantemos las narices y los dientes de sus bocas, para que no andimos de pisabrasas. ¿Quiénes serán?... El que ha cometido delito de delincuentes, que se muera. Luego dice, casi gritando: ¿Quién duerme de todos, diganmelón? ... Después volvió a llorar, y el llanto sordo de este borracho se confundió también, a lo lejos, con el de Presentación, cuando le pegaron, cuando él mismo lo señaló como el ladrón y como que era el más grande y corpulento e indefenso de entre todos, la maestra le tomó de los pelos y comenzó a pegarle y a gritar, primero con la mano y después con la vara, hasta que la vara se quebró, cuando la maestra -después de pegarle, de vaciarle la chuspa, donde él también llevaba un trozo de pan y la cartilla vieja que le habían regalado en la escuela, delante de todos nosotros- se puso a dar de gritos y a llorar escondiendo la cara entre sus brazos, sentada a su escritorio y nosotros de pie y aterrados, mientras Presentación, encorvado y solo en medio, lloraba, pero no lloraba como un niño, ni siquiera como un niño grande, sino como un hombre, sentidamente y sin remedios ni excesos, sin poder hablar o decir palabra, porque casi siempre, aun sin que le pegaran, al pretender hablar se le trastraban las palabras porque era tonto y sólo hablaba y le entendíamos por la mirada de sus ojos.

Aquel fue el último recuerdo de la escuela. Tiempo después Presentación se murió atropellado por el ferrocarril, un atardecer, casi noche, cuando regresaba y se durmió descansando en las vías.

Los mosquitos zumbaban en los rincones y sólo se escuchaba eso y el ronquido de algunos de los que dormían en la barraca; el ebrio ya había conciliado su realidad con el sueño y dormía profundamente y encogido como un niño asustado. El día ya era claro, tan claro que, cuando el hombre de San Juan de Quillaques, que no podía dormir, levantó la cobija y abrió su puño, vio el pequeño y viejo lápiz, más pequeño que su mano, de un color rojo mate, como un escarabajo de piedra, de aquellos que los antiguos enterraban en los cántaros.

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