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Cuando el emperador era Dios

Julie Otsuka

Traducción de Carme Font

Barcelona, 2013

Portadilla

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Índice

PortadaCuando el emperador era DiosOrden de evacuación número 19TrenCuando el emperador era DiosEn el patio trasero de un desconocidoConfesiónFuentesAgradecimientosCréditos

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Este libro está dedicado a mis padresy a la memoria de Toyoko H. Nozaka

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Orden de evacuación número 19

EL CARTEL había hecho su aparición de la noche a la mañana. Estaba en las vallas publicitarias ylos árboles y en los respaldos de los bancos de las paradas de autobuses. Colgaba de la ventanade Woolworth’s. Colgaba en la puerta de entrada del YMCA. Lo habían grapado en la puerta deljuzgado municipal y lo habían sujetado con chinchetas, a la altura de los ojos, en cada postetelefónico de University Avenue. La mujer se disponía a devolver un libro de la biblioteca cuandovio el cartel en la ventana de una oficina de correos. Era un día soleado de Berkeley en laprimavera de 1942 y como estrenaba gafas nuevas podía verlo todo con nitidez por primera vezdesde hacía semanas. Ya no tenía que entornar la mirada. Leyó el cartel de arriba abajo, y sinentrecerrar los ojos sacó un bolígrafo y volvió a leer el cartel de arriba abajo. Estaba impreso conletra pequeña y oscura. Algunas letras eran diminutas. Anotó un puñado de palabras en el reversode un recibo del banco, luego dio media vuelta, regresó a casa y empezó a hacer el equipaje.

Cuando el aviso de reclamación de la biblioteca llegó por correo al cabo de nueve días todavíano había acabado de hacer las maletas. Los niños se habían ido al colegio y las cajas y las maletasestaban esparcidas por el suelo de la casa. Metió el sobre en la maleta más cercana y salió por lapuerta.

En el exterior, el sol calentaba y las ramas de palmera golpeaban distraídamente un costado dela casa. Se puso los guantes blancos de seda y enfiló por Ashby Street en dirección este. CruzóCalifornia Street y compró varias pastillas de jabón Lux y un tarro grande de crema facial en lafarmacia Rumford. Pasó por delante de la tienda de artículos de segunda mano y la tienda deultramarinos tapiada, pero no se encontró con ningún conocido en la acera. En el quiosco situadoen la esquina con Grove compró un ejemplar del Berkeley Gazette. Repasó rápidamente lostitulares. Burma Road estaba cortada y uno de los quintillizos de Dionne –Yvonne– todavía seestaba recuperando de una operación de oído. El racionamiento de azúcar empezaría el martes.Dobló el periódico por la mitad pero tuvo cuidado de que la tinta no manchara los guantes.

Se detuvo en la ferretería Lundy para fijarse en la muestra de palas de jardín Victory delescaparate. Eran unas palas muy bien hechas con asas recias de metal y pensó, por unos instantes,en comprar una. Estaban bien de precio y no le gustaba dejar escapar una oferta. Luego se acordóde que ya tenía una pala en el cobertizo de casa. De hecho, tenía dos. No necesitaba una tercera.Se ajustó el vestido hacia abajo y entró en el establecimiento.

–Bonitas gafas –dijo Joe Lundy en el preciso instante en que cruzó la puerta.–¿De verdad? –preguntó–. Aún no me he acostumbrado a ellas.Cogió un martillo y lo asió firmemente por el mango.–¿Tienes uno más grande? –preguntó.Joe Lundy contestó que el martillo que sostenía en la mano era el más grande. Ella lo dejó en el

expositor.–¿Cómo anda tu tejado? –le preguntó él.–Creo que las tablillas se están pudriendo. Ha salido otra gotera.–Ha sido un año muy húmedo.La mujer asintió con la cabeza.–Pero también hemos tenido días soleados.

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Pasó por delante de las cortinas venecianas y las persianas opacas que estaban en la partetrasera de la tienda. Cogió dos rollos de cinta adhesiva y un rollo de hilo de bramante y se acercóa la caja registradora.

–Cada vez que llueve tengo que colocar el cubo –añadió mientras dejaba dos monedas de 25centavos sobre el mostrador.

–No tiene nada de malo –replicó Joe Lundy. Le devolvió las dos monedas haciéndolas deslizarsobre el mostrador pero no la miró–. Puedes pagarme después –propuso.

Entonces pasó un trapo por un costado de la caja registradora. Una mancha oscura se resistía adesaparecer.

–Puedo pagarte ahora –comentó la mujer.–No te preocupes por ello –insistió Joe Lundy.Metió una mano en el bolsillo de la camisa y sacó dos caramelos de crema envueltos en papel

dorado.–Para los niños –dijo.Metió los dulces en el monedero pero dejó el dinero. Le agradeció el obsequio y salió de la

tienda.–Llevas un vestido rojo muy bonito –le dijo en voz alta en el preciso instante en que salía.Ella dio media vuelta y entrecerró los ojos por encima de la montura de las gafas.–Gracias –respondió–. Te lo agradezco, Joe.Luego se cerró la puerta tras ella y permaneció sola en la acera. Se dio cuenta de que en todos

esos años que había comprado en la tienda de Joe Lundy nunca lo había llamado por su nombre depila. Joe. Le parecía extraño. Casi inapropiado. Pero lo había dicho. Lo había pronunciado en vozalta. Deseó haberlo pronunciado antes.

Se secó el sudor de la frente con un pañuelo. El sol brillaba con intensidad pero no le gustabasudar en público. Se quitó las gafas y cruzó hasta el costado de la calle que quedaba a la sombra.En la esquina con Shattuck se subió al tranvía en dirección al centro de la ciudad. Se bajó enKittredge y entró en los grandes almacenes de J. F. Hink. Le preguntó al vendedor si tenían bolsasde lona, pero se habían agotado. Acababa de vender la última hacía media hora. El vendedorsugirió que probara en J. C. Penney, pero también estaban agotadas. No quedaba ni una bolsa delona en toda la ciudad.

CUANDO LLEGÓ a casa, la mujer se cambió el vestido rojo por uno azul desteñido. Era su atuendodoméstico. Se recogió el cabello en un moño y se calzó un par de zapatos cómodos. Tenía queterminar de hacer las maletas. Enrolló la alfombra oriental del comedor. Descolgó los espejos.Retiró las cortinas y las persianas. Sacó el diminuto bonsái al jardín y lo dejó sobre el céspeddebajo de los aleros para que no recibiera demasiada sombra ni demasiado sol, sino sólo lacantidad adecuada de ambos. Llevó el gramófono a cuerda Victrola y el reloj con carillónWestminster al sótano.

En el piso superior, en la habitación del niño, desenganchó de la pared el único mapamundi dela primera guerra mundial que existía y lo plegó cuidadosamente por las líneas de marca.Envolvió su colección de sellos y el indio de madera pintada y esbelto sombrero que habíaganado en la feria de muestras de Sacramento. Sacó los cómics Joe Palooka de debajo de la cama.Vació los cajones. Dejó algunas de las prendas, la ropa que necesitaría, para que él mismo la

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colocara después en la maleta. Dejó su guante de béisbol sobre su almohada. Guardó el resto deobjetos personales en cajas y las llevó hasta el porche cerrado.

La puerta de la habitación de la niña estaba cerrada. Encima del pomo de la puerta colgaba unanota que no existía el día anterior. Decía NO MOLESTEN. La mujer no abrió la puerta. Descendió lasescaleras y descolgó los cuadros de las paredes. Sólo había tres: el cuadro de la princesa Isabelen el comedor, el cuadro de Jesús en el vestíbulo, y en la cocina una reproducción enmarcada deLas espigadoras de Millet. Colocó a Jesús y a la princesita juntos y boca abajo en una caja. Seaseguró de que Jesús quedara arriba. Sacó el marco de Las espigadoras y se fijó una última vez enel cuadro. Se preguntó por qué lo había dejado colgado de la cocina durante tanto tiempo. Leresultaba molesto ver el modo en que esas campesinas estaban permanentemente inclinadas sobreun vasto campo de trigo. «Levantad la cabeza–le entraban ganas de decirles–. ¡Levantad la vista,arriba!» Decidió acabar con Las espigadoras. Dejó el cuadro en el exterior junto al cubo de labasura.

Vació las estanterías de libros del comedor a excepción de Aves de América de Audubon. En lacocina vació los armarios. Dejó unas cuantas provisiones para esa noche. Todo lo demás, laporcelana, la vajilla de cristal, el conjunto de palillos de marfil que su madre le había enviado,quince años atrás, desde Kagoshima en el día de su boda, lo metió en cajas. Cerró las cajas con lacinta adhesiva de embalar que había comprado en la ferretería Lundy y las subió una por una hastael porche. Cuando hubo acabado cerró la puerta con dos cerrojos y se sentó en el rellano con elvestido levantado hasta las rodillas y encendió un cigarrillo. Mañana, ella y los niños semarcharían. No sabía adónde irían, cuánto tiempo duraría su ausencia ni quién ocuparía su casa.Sólo sabía que tenían que marcharse.

Podían llevarse algunas cosas: ropa de cama, tenedores, cucharas, platos, cuencos, tazas, ropa.Éstas eran las palabras que había escrito en el reverso del recibo del banco. No estaba permitidollevarse animales domésticos. Eso era lo que decía el cartel.

Era a finales del mes de abril. Era la cuarta semana del quinto mes de la guerra y la mujer, queno siempre seguía las normas, siguió las normas. Entregó el gato a los vecinos de al lado, losGreer. Atrapó al pollo que andaba correteando por el patio desde el otoño y le retorció elpescuezo con el mango de una escoba. Lo desplumó y lo colocó en una olla con agua fría en elfregadero.

A PRIMERA hora de la tarde su pañuelo estaba empapado. Tenía dificultades para respirar y sentíapicor en la nariz debido al polvo. Le dolía la espalda. Se descalzó y se hizo un masaje en losjuanetes de los pies, luego regresó a la cocina y encendió la radio. Enrico Caruso estaba cantandoLa donna è mobile una vez más. Su voz era portentosa y dulce. Abrió el congelador y sacó unabandeja de albóndigas de arroz rellenas de ciruelas confitadas. Las comió lentamente mientrasescuchaba al tenor. Las ciruelas tenían un color oscuro y sabían amargas. Tal y como a ella legustaban.

Cuando se terminó el aria, la mujer apagó la radio y colocó dos albóndigas de arroz en uncuenco azul. Rompió un huevo sobre el borde del cuenco y añadió un trozo de salmón que habíahervido la noche anterior. Llevó el cuenco hasta el porche trasero y lo dejó junto a los escalones.Le dolía la espalda pero logró mantenerse erguida y dar tres palmadas.

Un perrito blanco salió cojeando de entre los árboles.–Come, Perro Blanco –dijo.

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El perro blanco era anciano y estaba enfermo, pero sabía comer. La cabeza se movía arriba yabajo en el interior del cuenco. La mujer se sentó junto al animal y se lo quedó mirando. Cuandoel perro hubo vaciado el cuenco levantó la cabeza. Uno de sus ojos estaba nublado. Ella le frotó elestómago y la cola del animal dio unos golpecitos contra los escalones de madera.

–Buen perrito –lo animó la mujer.Se levantó para disponerse a cruzar el patio. El perro blanco la siguió. El narciso del jardín

estaba cubierto por una capa de añublo blanco y los iris empezaban a marchitarse. Habían crecidomalas hierbas por todas partes. Hacía meses que la mujer no había cortado el césped. Su maridosolía ocuparse de ello. No había visto a su marido desde su detención el anterior mes dediciembre. Primero lo habían enviado al Fuerte Missoula, a Montana, en un tren y luego lo habíantrasladado al Fuerte Sam Houston de Texas. Cada pocos días tenía permiso para escribir unacarta. Por lo general escribía sobre el tiempo. El tiempo del Fuerte Sam Houston era bueno. En elreverso de cada sobre había un sello con la inscripción «Censurado, Departamento de Guerra», o«Correo enemigo extranjero detenido».

La mujer se sentó sobre una gran piedra que estaba debajo del caqui. Perro Blanco estabatumbado a sus pies con los ojos cerrados.

–Perro Blanco –empezó la mujer–. Mírame.Perro Blanco levantó la cabeza. La mujer era su ama y él tenía que obedecerla. Se puso los

guantes blancos de seda y cortó un trozo de hilo de bramante.–Mírame fijamente –continuó–. Has sido un buen perro blanco. –Sonó un teléfono a lo lejos.

Perro Blanco ladró–. Cállate –ordenó la mujer. Perro Blanco se calló–. Ahora date la vuelta –continuó. El animal dio media vuelta sin dejar de mirarla con su ojo bueno–. Haz el muerto –dijo.

Perro Blanco ladeó la cabeza y cerró los ojos. Sus patas estaban flojas. La mujer acercó laenorme pala que estaba recostada sobre el tronco del árbol. La levantó con ambas manos y la dejócaer rápidamente sobre la cabeza del perro. El cuerpo de Perro Blanco se estremeció dos veces ysus patas traseras dieron patadas en el aire, como si quisieran echar a correr. Luego se quedóinmóvil. Le salió un reguero de sangre por la comisura de la boca. Ella lo desató del árbol yrespiró hondo. La pala había sido una buena elección. Mejor que un martillo, pensó.

Empezó a cavar un hoyo debajo del árbol. La superficie del suelo estaba dura pero debajo seapreciaba una capa suave y húmeda. Cedía sin gran dificultad. Hincó la pala en la tierra variasveces hasta que el hoyo fue profundo. Levantó a Perro Blanco del suelo y lo dejó caer sobre elagujero. El cuerpo del animal no era muy pesado. Impactó contra la tierra con un golpe seco ydiscreto. Ella se quitó los guantes y se los quedó mirando. Ya no eran blancos. Los tiró al agujeroy volvió a recoger la pala. Llenó el hoyo de tierra. El sol calentaba y el único rincón donde habíasombra era debajo de los árboles. La mujer se quedó de pie debajo de los árboles. Tenía cuarentay un años y estaba cansada. La parte trasera de su vestido estaba empapada en sudor. Se apartó elcabello de los ojos y se reclinó sobre el tronco. Todo parecía igual, salvo que la tierra era de untono más oscuro en el lugar donde se había cavado el hoyo. Era más oscuro y húmedo. Arrancóuna hoja de una rama baja que colgaba y entró en la casa.

CUANDO LOS niños regresaron a casa después del colegio les recordó que tendrían que marcharseal día siguiente a primera hora de la mañana. Mañana irían de excursión. Sólo podían llevarseaquello que pudieran cargar consigo.

–Ya lo sé –contestó la niña.

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La pequeña llevaba puesto un vestido sencillo de algodón blanco con diminutas muestras deanclas azules, y llevaba el pelo recogido hacia atrás con dos trenzas negras. Dejó caer sus librossobre el sofá y le dijo a la mujer que su profesor, el señor Rutherford, se había pasado una horaentera hablando de números primos y coníferas.

–¿Sabes lo que es una conífera? –preguntó la niña.La mujer tuvo que reconocer que no lo sabía.–Cuéntame –dijo, pero la niña negó con la cabeza.–Te lo contaré luego –dijo la pequeña.Tenía diez años de edad y sabía lo que le gustaba. Los niños, el regaliz negro y Dorothy

Lamour. Su canción preferida de la radio se titulaba «Don’t Fence Me In», es decir, «no meatosigues». Adoraba a su mascota, un guacamayo. Se acercó a la estantería y cogió Aves deAmérica. Echó a andar lentamente con el libro balanceándose sobre su cabeza y la espaldaerguida, y subió las escaleras hasta su habitación. Al cabo de unos segundos se oyó un ruidosoimpacto y el libro acabó rodando por las escaleras. El niño miró a su madre. Tenía siete años deedad y llevaba puesto un pequeño sombrero negro de estilo tirolés inclinado hacia un costado.

–Tiene que estar más erguida –apuntó en voz baja.Se dirigió al pie de la escalinata y se quedó mirando el libro fijamente. Había caído abierto

sobre la ilustración de un pajarillo marrón. Era un reyezuelo.–Tienes que estar más erguida –gritó.–No es eso –replicó la niña–. Es mi cabeza.–¿Qué le pasa a tu cabeza?– gritó el niño.–Es demasiado redonda. Demasiado redonda en la parte de arriba.El niño cerró el libro y se dirigió a su madre.–¿Dónde está Perro Blanco? –se interesó.El pequeño salió al porche y dio tres palmadas.–¡Perro Blanco! –gritó. Volvió a dar palmadas–. ¡Perro Blanco! –repitió varias veces.Entonces entró en casa y se acercó a la mujer, que estaba en la cocina. Estaba cortando trozos

de manzana. Los dedos de sus manos eran largos y blancos y sabían sostener un cuchillo.–Cada día que pasa, ese perro está más sordo –comentó.Se sentó y encendió y apagó la radio varias veces mientras ella disponía las manzanas sobre

una bandeja. La Radio City Symphony tocaba el último movimiento de la Obertura 1812 deChaikovski. Un toque de platillos. Un zambombazo. Dejó la bandeja delante del niño.

–Come –dijo.El niño cogió un trozo de manzana en el preciso instante en que el público estallaba en un

aplauso. «Bravo –gritaban–. ¡Bravo, bravo!» El niño movió el dial para ver si podía dar con elprograma deportivo «Speaking of Sports», pero lo único que captó fueron las noticias y unaserenata de Sammy Kaye. Apagó la radio y cogió otro trozo de manzana.

–Hace mucho calor aquí dentro –dijo.–Pues entonces quítate el sombrero –contestó la mujer, pero el niño no quiso hacerle caso.El sombrero era un regalo de su padre. Le quedaba grande pero lo llevaba a diario. La mujer le

sirvió un vaso de hordiate frío y él se lo bebió de un tirón. Luego la niña entró en la cocina y sedirigió a la jaula del guacamayo que estaba situada junto al horno. Se inclinó para acercar surostro a los barrotes.

–Dime algo –propuso.El pájaro agitó las alas e hizo unos movimientos de un lado a otro desde su posición

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encaramada.–Baaak –soltó el ave.–Eso no es lo que quería oír –protestó la pequeña.–Quítate el sombrero –dijo el ave.La niña se sentó y la mujer le sirvió un vaso de hordiate frío con una larga cuchara de plata. La

niña lamió la cuchara y se miró en su reflejo. Tenía la cabeza boca abajo. Hincó la cuchara en elbol de azúcar.

–¿Le pasa algo a mi rostro? –empezó.–¿Por qué lo dices? –respondió la mujer.–Porque la gente lo mira.–Ven aquí –ordenó la mujer.La niña se levantó y se dirigió hacia donde estaba su madre.–Déjame que te mire.–Has sacado los espejos –observó la pequeña.–Tenía que hacerlo. Los he guardado.–Dime qué aspecto tengo.La mujer pasó sus manos sobre el rostro de la niña.–Tienes buen aspecto –la tranquilizó–. Tienes una nariz muy bonita.–¿Qué más? –insistió la pequeña.–Y una dentadura bien formada.–Los dientes no cuentan.–Los dientes son fundamentales.La mujer empezó a masajear los hombros de la niña. Le indicó que se echara hacia atrás y

cerrara los ojos. Luego apoyó los dedos sobre el cuello de su hija hasta que notó que se empezabaa relajar.

–Si mi rostro tuviera algo raro –continuó la niña–, ¿me lo dirías?–Ahora date la vuelta –dispuso la mujer.La niña dio media vuelta.–Ahora mírame.La niña miró a la madre.–Tienes el rostro más hermoso que jamás haya visto.–Lo dices por decir.–No, lo digo de verdad.El niño apagó la radio. El hombre del tiempo estaba explicando su previsión para el día

siguiente. Su pronóstico era de lluvia y temperaturas frías.–Siéntate y bébete el agua –le dijo el niño a su hermana. «Mañana no se olviden de llevarse el

paraguas», dijo el hombre del tiempo.La niña se sentó. Se bebió el hordiate y empezó a contarle a la mujer todo lo que sabía sobre

las coníferas. La mayoría eran de hoja perenne, pero algunos eran simples arbustos. No todas ellastenían piñas. Algunas, como el tejo, sólo tenían vainas de semilla.

–Es bueno saberlo –repuso la mujer. Luego se levantó y le dijo a la niña que era el momento depracticar para la lección de piano del jueves,

–¿Tengo que hacerlo?La mujer se quedó pensando por unos momentos.–No –contestó–. Sólo si te apetece.

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–Dime que es obligatorio.–No puedo hacerlo.La niña salió del comedor y se sentó en la banqueta del piano.–El metrónomo ha desaparecido –gritó.–Pues cuenta tú misma el tempo.

–…TRES, CINCO, siete.La pequeña dejó el cuchillo sobre la mesa y se detuvo. Estaban cenando en la mesa. Era el

atardecer. El cielo tenía un tono morado oscuro y soplaba una brisa procedente de la bahía.Cientos de arrendajos revoloteaban como locos en la magnolia de los vecinos de al lado, losGreer. Una gota de lluvia cayó sobre el alféizar de la ventana del fregadero, y la mujer se levantópara cerrarla.

–Once, trece –continuaba la niña.Estaba practicando los números primos para el examen del lunes.–¿Dieciséis? –interrumpió el niño.–No –fue la respuesta de la niña–. El dieciséis tiene una raíz cuadrada.–Lo he olvidado –reconoció el niño.Cogió un muslo de pollo y se dispuso a comerlo.–Nunca lo has sabido –replicó la niña.–Cuarenta y uno –dijo el niño–. Ochenta y seis. –Se limpió la boca con una servilleta–. Doce –

añadió.La niña se lo quedó mirando. Después se volvió su madre.–Le pasa algo a este pollo –dijo–. Es muy duro. –La niña dejó el tenedor sobre la mesa–. No

puedo tragar ni un solo bocado más.–Pues no lo hagas –respondió la mujer.–Yo me lo comeré –se ofreció el niño.Robó una alita del plato de su hermana y se la llevó a la boca. Se la comió entera. Luego

escupió los huesos y le preguntó a su madre adónde iban al día siguiente.–No lo sé –reconoció la mujer.La niña se levantó y abandonó la mesa. Se sentó delante del piano y empezó a tocar una pieza

de Debussy de memoria. El paseo del pastel Golliwogg. La melodía era lenta y sencilla. La tocóen un recital del verano anterior. Su padre se había sentado en primera fila del público y cuando laniña terminó de tocar él no dejó de aplaudir. La pequeña tocó la pieza entera sin dejarse ni unanota. Cuando empezó a tocarla una segunda vez su hermano se levantó, se fue a su cuarto y se pusoa hacer la maleta.

Lo primero que metió en la maleta fue su guante de béisbol. Lo metió en el bolsillo grande consu forro rojo de satén. El bolsillo sobresalía. Añadió la ropa y trató de cerrar la tapa pero lamaleta estaba demasiado llena. Se sentó encima y la tapa se vino abajo lentamente. De prontovolvió a levantarse. La tapa se abrió de repente. Había olvidado algo. Se dirigió al armario delvestíbulo y regresó con su paraguas moteado. Lo sostuvo en paralelo con su brazo y negótristemente con la cabeza. El paraguas era demasiado largo. No había forma de hacerlo caber en lamaleta.

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LA MUJER se quedó sola en la cocina y se lavó las manos. Sus hijos se habían acostado y la casaestaba en silencio. Las cañerías no se habían enfriado debido a las elevadas temperaturas del díay el agua del grifo salía caliente. Pudo oír unos truenos a lo lejos, un estruendo, y, desde la lejaníade la noche, el tenue ulular de una sirena. Miró por la ventana del fregadero. El cielo seguíadespejado y pudo apreciar la luna llena a través de las ramas del arce. El arce era un árbol jovencon hojas delicadas que se teñían de rojo brillante en otoño. Su marido lo había plantado para ellahacía cuatro veranos. Cerró el grifo y buscó el trapo, pero no estaba en ninguna parte. Ya los habíaguardado. Estaban en la maleta junto a la puerta del vestíbulo. Se secó las manos con la falda delvestido y se dirigió a la jaula del pájaro. Levantó la pequeña gamuza verde y soltó el cierre dealambre de la puertecilla.

–Venga, sal –ordenó. Primero el ave se posó cuidadosamente sobre la mano de la mujer y se laquedó mirando–. Soy yo –dijo.

El pájaro parpadeó. Tenía los ojos negros y bulbosos. Carecían de centro.–Ven aquí –dijo el pájaro–, ven aquí ahora –dijo, pareciéndose al marido de la mujer.Si cerraba los ojos, podía imaginarse sin dificultades a su marido en esa misma estancia con

ella. No cerró los ojos. Sabía perfectamente dónde estaba. Su marido dormía en un catre (un catreo tal vez una litera de algún barracón del Fuerte Sam Houston, donde siempre hacía buen tiempo).Se lo imaginó estirado con el brazo tapándole los ojos, y luego besó la parte superior del pájaro.

–Estoy aquí –dijo–. Estoy aquí en este momento.Le dio una semilla de girasol al pájaro y él le quitó la cáscara con el pico.–Ven aquí –repitió.La mujer abrió la ventana y posó el pájaro sobre el alféizar.–Todo va bien –soltó el animal.La mujer lo acarició debajo del pico y él cerró los ojos.–Pájaro bobo –susurró.Cerró la ventana con el pestillo. Ahora el pájaro quedaba al otro lado del cristal. Dio tres

golpecitos al vidrio con sus patitas y emitió un sonido que ella no supo interpretar. Ya no podíaoírlo.

Ella le devolvió los golpecitos con el dedo.–Vete –insistió.El pajarillo desplegó sus alas y salió volando hacia el arce. Ella cogió la escoba situada detrás

del horno y salió al exterior para zarandear las ramas del árbol. Cayó un chorro de agua de lashojas.

–Vete –gritó–. Vete de aquí.El pájaro extendió de nuevo sus alas y se alejó en mitad de la noche. La mujer se adentró en la

cocina y cogió una botella de vino de ciruela que estaba debajo del fregadero. Sin el pájaroenjaulado, la casa parecía vacía. Se sentó en el suelo y se acercó la botella a los labios. Tragó unasola vez y se fijó en el espacio donde había estado colgado el cuadro Las espigadoras. Elrectángulo blanco resplandecía con la luz de la luna. Se levantó, pasó los dedos sobre losextremos y se echó a reír. Al principio lo hizo con disimulo, pero después empezaron a pesarle loshombros y le faltaba el aliento. Dejó a un lado la botella y esperó a que se le pasara la risa, perola risa no pasaba, continuaba, hasta que empezaron a resbalarle las lágrimas por la mejilla. Volvióa coger la botella y a beber. El vino era tinto y dulce. Ella misma lo había preparado el otoñoanterior. Sacó un pañuelo y se secó la boca. Sus labios dejaron una mancha oscura en la tela. Tapóla botella con el tapón de corcho y lo empujó hondo con todas sus fuerzas. Cantó La donna è

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mobile para sus adentros mientras bajaba las escaleras hasta el sótano. Escondió la botella debajodel viejo horno oxidado donde nadie la encontraría.

EL NIÑO se acercó tímidamente a la cama de su madre en plena noche y le preguntó con insistencia:–¿Qué es ese ruido tan extraño? ¿Qué es ese ruido tan extraño?La mujer le acariciaba su pelo negro.–Es lluvia –susurró.El niño lo entendió. Se quedó dormido en un santiamén. La tormenta había llegado y se fue, y a

excepción del golpeteo de la lluvia la casa estaba en silencio. La mujer seguía despierta ypreocupada por la gotera del techo. Su marido tenía intención de arreglarla, pero nunca lo hizo. Selevantó y colocó un cubo de hojalata en el suelo para recoger el agua. Eso la hizo sentirse mejor.Volvió a la cama, junto a su hijo, y estiró las sábanas hasta que le taparon los hombros. Masticabamientras dormía y la mujer se preguntó si su hijo tendría hambre. Entonces se acordó de los dulcesque había guardado en el monedero. Los caramelos. Se había olvidado de los caramelos. ¿Quédiría Joe Lundy? Le diría que lucía un hermoso vestido rojo. Le diría que no se preocupara. Ellalo sabía. Cerró los ojos. Daría los caramelos a sus hijos por la mañana. Eso es lo que haría.Musitó una oración y se quedó dormida mientras el agua goteaba sobre el cubo. El niño apartó lamanta y se arrimó hacia la pared porque era más fría. En cuestión de horas, él, la niña y su madrese levantarían y se dirigirían a la oficina de control civil situada en la Primera IglesiaCongregacionista de Channing Way. Luego pegarían sus números identificativos a sus respectivoscuellos, cogerían las maletas y subirían al autobús para ir a donde tuvieran que ir.

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Tren

EL TREN avanzaba lentamente por la comarca. En algún punto de la cordillera occidental del nortede Nevada pasó por una solitaria casa blanca con jardín y dos esbeltos algodoneros, unidos poruna hamaca que se balanceaba suavemente por efecto de la brisa. Un perrito dormía a un costadobajo la sombra de la copa de los árboles. Un hombre que llevaba un sombrero de paja estabacortando los setos. Los setos tenían un contorno redondeado. Formaban una perfecta esfera verde.Alguien, tal vez el mismo hombre o tal vez el jardinero de ese mismo hombre, había plantadoflores en el interior de un parterre rojo junto al buzón de correos. Delante de una valla de maderase abría un jardín estilo victoria y se apreciaba un letrero pintado a mano que decía SE VENDE.Detrás de la casa se extendía el lecho seco de un lago, y más allá de ese espacio no había nada,excepto la tierra blanca y seca del desierto que llegaba hasta los confines del horizonte. Sobre elmapa, ese lago se llamaba Intermitente. El lago Intermitente. Ya que a veces existía y a veces no.Eso dependía de la lluvia.

–No lo veo –se quejó la niña.Era el mes de septiembre de 1942 y apretaba el rostro contra la ventana polvorienta del tren.

Tenía once años y un pelo negro y lacio que llevaba recogido con una cola de caballo y un viejolazo rosa. Lucía un vestido de color amarillo claro con mangas muy anchas y un dobladillo queestaba descosido. Llevaba enganchado un número de identificación en el cuello y una bufandadescolorida de seda le protegía la garganta. Calzaba unas merceditas. No las había limpiadodesde la primavera.

–¿Sabes qué? –preguntó su hermano.Tenía ocho años y calzaba el mismo número que ella.La niña no contestó. El lago había permanecido seco durante dos años pero ella no lo sabía.

Nunca había visto el desierto y aunque había sido una buena estudiante, sin ser excepcional, habíaaprendido los significados de muchas palabras pero aún no conocía el de «intermitente». Volvió afijarse de nuevo en el mapa para cerciorarse de la supuesta ubicación del lago. Extendió una manosin levantar la mirada del mapa.

–Limón, por favor –dijo.Su madre se inclinó y dejó caer un limón sobre la palma de su hija. La niña se levantó, abrió la

ventana y lanzó el limón hacia el desierto. La pieza de fruta voló por los aires hasta dar contra untronco nudoso de salvia ennegrecida mientras la casa blanca empequeñecía a lo lejos. La niñahabía sido una lanzadora estrella del equipo de softball y sabía lanzar.

–No pierdas ese brazo –le dijo su madre en voz baja.–No era ésa mi intención –respondió la pequeña.Guardó el mapa en la maleta, situada debajo de su asiento, y se sentó. Una anciana pasó

bamboleándose por el estrecho pasillo, y la niña percibió el olor de algo húmedo y mohoso que lehizo pensar en las hojas podridas. Era el olor a la seda añeja de calidad. La niña respiró hondo ycerró los ojos, pero no se sentía cómoda. Los asientos eran duros e inflexibles y no había dormidodesde que se fueron de California la noche anterior. La niña siempre había vivido en California:primero en Berkeley, en una casa blanca estucada en una calle ancha que no quedaba muy lejos delmar, y luego, en los últimos cuatro meses y medio, en un centro de acogida en el hipódromo de

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Tanforan, al sur de San Francisco, pero ahora se dirigía a Utah para vivir en el desierto. El trenera viejo y lento y no se había utilizado desde hacía años. Unas lámparas de gas rotas colgaban delas paredes y la locomotora estaba impulsada por una caldera de carbón. Algunos de los pasajerosse habían mareado por el balanceo de los vagones y los compartimentos atestados de gente olían avómito y sudor, así como a un tenue aroma a naranjas. Los soldados habían dejado un cajónrepleto de limones y naranjas en el suelo del vagón a primera hora de la mañana. A la niña leencantaban las naranjas, hacía meses que no había comido una naranja fresca, pero en esemomento no le apetecía comer una. El tren avanzaba a trompicones y la niña se inclinó paracolocar la cabeza entre las rodillas.

–Creo que voy a vomitar –anunció.Su madre le dio una bolsa de papel marrón, la niña la abrió y empezó a convulsionarse. Su

hermano metió la mano en el bolsillo de su pantalón y le dio un pañuelo. Ella lo arrugó con elpuño mientras su madre le masajeaba lentamente la espalda.

–No me toques –dijo la niña–. Quiero marearme sola.–Eso es imposible –respondió la madre.Continuó masajeándole la espalda y la niña no se apartó.

HACIA EL mediodía el tren pasó por una ciudad situada al sur de Winnemucca. Los edificiosproyectaban sus sombras alargadas, el cielo estaba despejado y el día era soleado. La niña vio unenorme letrero que se erigía sobre un costado de una torre de aguas que decía: COMPRE BONOS DEGUERRA CADA DÍA DE PAGA. Vio anuncios del whisky Old Schenley y del programa de radio «TheAmerican Melody Hour». Todavía seguían en Nevada y era domingo. En algún lugar a lo lejos seoía el tañido de las campanas de la iglesia, y las calles estaban repletas de personas ataviadas consus trajes de domingo que volvían a casa después de la misa. Tres jovencitas vestidas de blancorevoloteaban debajo de sus parasoles a juego. Un niño con un traje azul sacó un tirachinas de suamericana y apuntó hacia tres mirlos apostados sobre un cable. Hacia las afueras de la ciudad, unhombre y una mujer paseaban en bicicleta por un puente y la niña se preguntó si iban juntos o sisimplemente habían coincidido en ese puente al mismo tiempo. La mujer llevaba puestas unasoscuras gafas de sol y lucía unos pantalones cortos de color amarillo que dejaban al descubiertosus tobillos. No daba la impresión de haber ido a la iglesia. Se reía, llevaba el pelo suelto, unamelena pelirroja que el viento de cara acariciaba. La niña se inclinó sobre la ventana y gritó«¡eh!», pero la mujer no pudo oírla, estaba muy lejos, se disponía a descender por un extremo delpuente mientras el hombre pedaleaba detrás de ella.

El tren silbó y la niña percibió cómo una mano le apretaba el hombro. Apartó la cabeza haciaatrás en dirección al vagón y miró el rostro de un soldado. Era un hombre joven con cabellocastaño que se erizaba debajo de su gorra. En la base de su ojo derecho tenía una verruga oscuraque la niña no pudo dejar de observar. El soldado tenía unos ojos muy hermosos. Eran de un tonoverde oscuro y la miraban fijamente.

–Señorita –empezó–, baje las persianas, las persianas cerradas. Su tono de voz era suave ygrave, y no sonrió aunque sabía que lo haría si pudiera. La niña lo sabía, y no sabía por qué.

–Sí, señor –respondió.Bajó la ventanilla y el hombre y la mujer del puente desaparecieron de su vista. «Estaban

juntos», pensó.Mientras el soldado regresaba en dirección al pasillo y gritaba «bajen las persianas, las

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persianas bajadas», con su voz profunda y melódica de bajo, ella le siguió la cantinela para susadentros. Luego, con un tono de voz que no era en absoluto dulce, gritó:

–¡Señor! –no tenía intención de emplear la palabra señor pero le había salido así–. ¡Señor! –repitió. No pudo evitarlo–. ¡Señor, señor, señor!

El soldado no escuchó a la niña.Mientras ella se recostaba en su asiento, el anciano que había delante de ella dio media vuelta y

le dijo algo en japonés. El rostro del hombre estaba muy bronceado y tenía el cuello repleto dearrugas después de pasar demasiados años bajo el sol. Le faltaban dos dedos de una mano. Laniña negó con la cabeza y se disculpó, sólo hablaba inglés.

–Ya, ya, ya –fue la respuesta del hombre.Dio media vuelta, bajó la persiana y el compartimento se oscureció un poco más.Cuando el soldado llegó al extremo del vagón, rozó con la mano derecha el arma que colgaba

de su cadera para asegurarse de que seguía en su sitio. La niña pensó en el modo en que él habíarozado su hombro de la misma manera, con suavidad, valiéndose de esa misma mano, y albergó laesperanza de que se acercara de nuevo a ella. Entonces alguien bajó la última persiana y laoscuridad fue total. No podía ver al soldado. Ahora no podía ver a nadie en absoluto y nadie delexterior podía verla a ella. Estaban los pasajeros del tren y la gente del exterior, y ambos estabanseparados por esas ventanas y sus persianas. Un hombre que caminara por la vía sólo vería un trencon unas ventanas negras que circulaba en pleno día. Pensaría, «ahí pasa ese tren», y luego esepensamiento se desvanecería. Pensaría en otras cosas. Tal vez en la cena, o en quién estabaganando la guerra. La niña sabía que era mejor así. La última vez que habían pasado por delantede una ciudad con las ventanas subidas alguien había tirado una piedra contra las ventanas.

El tren detuvo la marcha y cruzó un puente de madera que colgaba sobre el lecho seco de un río.Luego ya no vieron más ciudades junto a las vías, sólo la carretera, y por eso se podían subir laspersianas. La niña tiró de una cuerda de la base de la lona y el compartimento se colmó de la luzdel sol.

–¿Crees que veremos caballos? –le preguntó su hermano.–No lo sé –respondió la niña.Entonces se acordó de los potros mustang sobre los que había leído en el National Geographic.

Los habían llevado los españoles cientos de años atrás y ahora había miles de caballos campandopor sus anchas en estado salvaje. Cada otoño descendían de las colinas para pastar en las llanuraselevadas del desierto. Si un vaquero necesitaba un caballo nuevo sólo tenía que ir al desierto yhacerse con un animal. Así de sencillo. La niña se imaginó a un vaquero chasqueando los dedos yun caballo, un semental blanco en estado salvaje galopando hacia él en un remolino de polvocálido.

Así que le dijo a su hermano que seguramente verían caballos. Había más caballos salvajes enNevada que en ningún otro estado. Era un dato que también había leído en el National Geographic.

–¿Cuántos crees que veremos?–Probablemente ocho.El niño pareció satisfecho con esta respuesta. Apoyó la cabeza sobre el regazo de su hermana y

se quedó dormido.La niña estaba demasiado cansada para dormir. Apoyó la cabeza contra la ventana y trató de

acordarse del día en que su hermano empezó a interesarse por los caballos. Estaba casiconvencida de que había sido en Tanforan. Se habían pasado el verano en los viejos establos quequedaban detrás del hipódromo. Por la mañana se lavaban la cara en el largo canalón de hojalata

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y por la noche dormían en unos colchones forrados de paja. Dos veces al día, cuando sonaba lasirena, regresaban a los establos para pasar lista y tres veces al día tenían que guardar fila parasus ágapes del comedor comunitario en la planta baja de las tribunas. En la primera noche quepasaron en ese lugar, su hermano había arrancado los pelos recios de las paredes recién encaladasy había pasado los dedos sobre las marcas de diente de la doble puerta holandesa donde lamadera era suave y estaba desgastada. En los días cálidos había percibido el olor de los caballosque subían a través del suelo húmedo de linóleo, y en los días lluviosos, cuando ella se quedabaen el recinto redactando cartas a su padre en el Fuerte Sam Houston o en Lordsburg o donde fuera,su hermano salía con el chubasquero y sus botas de goma para darse más de una vuelta por elhipódromo cubierto de barro. Una noche en que no podían dormir debido a las moscas, él sequedó sentado en su camastro y le dijo que de mayor quería ser jinete de carreras. El niño nuncahabía montado a caballo en toda su vida.

–Un jinete de carreras es un hombre pequeño –le decía ella–. ¿De mayor quieres ser un hombrepequeño?

Él no acababa de decidirse. ¿Quería montar a caballo? Por supuesto. ¿Quería ser un hombrepequeño? En absoluto.

–¡Montar a caballo! –había gritado el señor Okamura desde el extremo opuesto del establo.–Come mucho, ¡y crece para ser un chico grande americano! –le dijo el señor Ito desde dos

compartimentos más abajo.Al día siguiente vinieron los carpinteros y alambraron las ventanas. Después, las moscas no

molestaron tanto y durante algún tiempo el niño no le habló sobre caballos ni ninguna otra cosa aaltas horas de la madrugada. Se limitó a dormir.

A ÚLTIMA hora de la tarde, el tren se había quedado sin agua. El sol brillaba por las ventanassucias y el aire del interior era cálido y estaba viciado. Durante la noche, en las montañas quedominaban Tahoe, la caldera de vapor se había agotado y ahora no podían encenderla. O tal vez síque podrían pero no querían hacerlo. La niña no lo sabía. Estaba sudando y tenía la boca seca.

–Fíjate –le dijo el niño.Estaba hojeando el libro Caza de animales grandes en África. Se detuvo y señaló una vistosa

fotografía de un enorme elefante salvaje embistiendo un arbusto africano.–¿Qué crees que le pasó al hombre que hizo esta fotografía?La niña entornó los ojos por unos instantes y se quedó pensativa:–Murió aplastado –sentenció.El niño miró solemnemente al elefante durante un buen rato y luego pasó página. Una manada de

gacelas retozaba en la sabana. La niña se levantó y se dirigió hasta la parte delantera del vagónpara ir al lavabo. Mientras ocupaba su lugar en la cola alzó los brazos para arreglarse el lazo delpelo. Su madre se lo había atado esa misma mañana pero estaba suelto. La niña trató de ajustarlo,pero el lazo de deshizo y la mata de pelo se soltó. El lazo cayó al suelo.

–¿Va todo bien? –preguntó el hombre que estaba detrás de ella en la cola.Como tenía mechones canosos a la altura de las sienes, la niña no pudo determinar si se trataba

de un hombre joven o mayor. Lucía unas gafas con montura de acero y un hermoso reloj de pulseraque ya no marcaba la hora correcta.

–No lo sé –reconoció la niña–. ¿Qué aspecto tengo?–Creo que todo va bien.

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El hombre se agachó, recogió el lazo caído y ató cuidadosamente ambos extremos. Tenía losdedos largos y delicados, y se movían con gran precisión. Tiró del nudo una sola vez paraasegurarse de que no resbalara, y no lo hizo.

–Puede quedárselo –dijo la niña.–No es mío –respondió el hombre.Le devolvió el lazo y ella se lo guardó en el bolsillo.–Hace calor aquí, ¿verdad?–Muchísimo –reconoció el hombre.Se sacó un pañuelo para secarse la frente. La niña sintió que le temblaban las piernas cuando el

tren tomó una curva. Se irguió para apoyarse contra la pared.–Ayer por la noche hizo mucho frío –dijo–, pero ahora hace tanto calor que apenas puedo

respirar. Todo cambia muy deprisa.–Sin duda alguna –admitió el hombre.La pequeña se fijó en las letras bordadas con hilo dorado en un extremo de su pañuelo y le

preguntó de dónde venía la letra «T».–De «Teizo». Pero mis amigos me llaman «Ted».–¿Y la «I»?–«Ishimoto».–¿Puedo llamarte Ted?–Como gustes.–¿Eres un hombre rico?–Ya no lo soy. –Dobló el pañuelo y lo guardó–. Llevas puesta una bufanda muy bonita.–Mi padre me la regaló. Solía viajar mucho. Me la compró la última vez que fue a París. Le

pedí que me trajera un frasco de perfume, pero se olvidó. Aunque me trajo esta bufanda. Es muysencilla, ¿verdad?

El hombre no contestó a la pregunta.–Él se compró un par de zapatos cuando estuvo allí. Eran muy originales y tenían unos

agujeritos en el cuero. También se trajo una horma de madera para dejarla en el interior de loszapatos por la noche.

La niña volvió a fijarse en su bufanda. Sus dos extremos estaban deteriorados.–La cuestión es que ya tenía una bufanda azul. Me trajo una la última vez que fue a París. –La

niña suspiró–. No es lo que quería.Ted Ishimoto se quitó las gafas y las sostuvo contra la ventana.–Algún día lo acertará –comentó y soltó aire sobre las lentes; luego las limpió con la manga de

la camisa.–¿Tu padre viaja contigo?–No –respondió la niña–. Se lo llevaron. Estuvo en Missoula durante un tiempo y luego en el

Fuerte Sam Houston. Ahora está en Lordsburg, Nuevo México. Dijo que allí no había árboles.–¡No había árboles! –exclamó el hombre, negando tristemente con la cabeza como si ésa fuera

una noticia terrible y curiosa–. ¿Te escribe?Se abrió la puerta del lavabo y salió una mujer que sonrió a la niña.–Tu turno –le dijo.La niña miró a Ted Ishimoto.–No te vayas.La niña entró en el lavabo y se miró en el espejo que había sobre el lavamanos y reconoció esa

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imagen: una niña normal y corriente con una sencilla bufanda azul. Abrió el grifo pero el grifoestaba seco. Inclinó la cabeza hacia atrás y soltó «Aaaah», y luego sonrió, pero sólo un poco ysólo con la comisura de los labios. No se gustaba a sí misma cuando hacía eso. No se parecía a símisma cuando hacía eso. Se parecía a su madre pero con un aire menos misterioso.

Cuando salió del lavabo dejó la puerta abierta.–Mi padre nunca me escribe –continuó, aunque no era cierto.Le había escrito cada semana desde su detención el pasado mes de diciembre y tenía guardadas

cada una de sus postales.–Es una lástima –contestó Ted Ishimoto.Se dirigió hasta la puerta del lavabo, pero ella seguía sin soltarla. Señaló hacia el pasillo.–¿Ves a esa mujer de ahí?Él asintió con la cabeza.–¿La consideras atractiva?–Es encantadora.–Es mi madre.–Tu madre es una mujer muy hermosa.–Lo sé. Todo el mundo comparte esta misma opinión. Nos está mirando.–Ése es su trabajo –contestó él–. Está agotada. El cansancio se refleja en sus ojos. Dile que

todo va a salir bien.El hombre saludó rápidamente con la cabeza y se apresuró a entrar en el lavabo.–Ahora tendrás que disculparme.La niña soltó la puerta y volvió lentamente hasta su asiento. En medio del pasillo una niña de

cinco o seis años jugaba con una muñeca sucia en el suelo. La muñeca tenía el pelo amarillorizado y unos enormes ojos de porcelana que se abrían y cerraban.

–¿Cómo se llama la muñeca?–Señorita Shirley.La pequeña sostenía tímidamente su juguete.–Mamá me la ha comprado del catálogo Sears.–Es muy bonita.–No te la voy a dejar.–No la quiero.La niña siguió caminando por el pasillo. Pasó por delante de varios pasajeros que roncaban y

un hombre se había quedado dormido con un periódico abierto sobre su rostro. Vio a una jovenleyendo Un cirujano en Birmania y a un hombre mayor que leía el Diccionario Webster mientrassubrayaba varias entradas con un lápiz rojo. Vio a dos niños peleándose por un asiento de ventanay a un par de mujeres de mediana edad sentadas en silencio una al lado de la otra con su labor deganchillo. Hacían pares idénticos de gruesos calcetines de lana para anticiparse a los fríos mesesde invierno.

Cuando la niña se sentó en su asiento, el hombre mayor que estaba delante de ella dio mediavuelta y le dijo algo que tampoco entendió. Se preguntaba dónde estaría su esposa, si es que teníauna. Se fijó en su dedo anular pero ése era precisamente uno de los dedos que le faltaban.

–¿Qué está diciendo? –le susurró a su madre.–Algo sobre unas fresas. Solía cultivarlas.–Qué bien –le dijo la niña al hombre mayor.Él inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento y sonrió.

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–No te entiende –le dijo su madre.–Sí que lo hace.Su madre sacó un peine del bolso y dijo:–Ahora da media vuelta.La niña se volvió en dirección a la ventana y cerró los ojos mientras su madre se disponía a

peinarla.–Tira fuerte –dijo.–¿Qué le ha pasado a tu lazo?–Con más fuerza –insistió la niña.El cepillo hizo un ruido parecido al de una tela cuando se rasga.–Se ha caído.–Tienes un pelo muy bonito. Deberías llevarlo suelto más a menudo.–Hace demasiado calor.–¿Con quién estabas hablando ahí en la cola?–Con nadie –respondió la niña–. Con un hombre. Un hombre rico. –Se detuvo–. Ted –repitió en

voz baja–. Me dijo que todo saldría bien.–Eso no puede saberlo.–También dijo que eras hermosa.–¿Ah sí?–Sí, lo dijo.–No deberías creerte todo lo que te diga un hombre.La niña dio media vuelta y se fijó en el rostro de su madre. Había unas diminutas líneas

alrededor de sus ojos que no había advertido con anterioridad.–¿Cuándo dejaste de aplicarte el pintalabios?–Hace dos semanas. Se me acabó.La niña se levantó y agitó el pelo. Al mirar por la ventana vio un restaurante de carretera

llamado Dinah’s Shack. Había tres enormes camiones aparcados delante de Dinah’s Shack. Nohabía ningún otro edificio en varios kilómetros a la redonda. Unas llamativas líneas amarillasresaltaban en el asfalto, pero los camiones no estaban aparcados entre ellas. Habían aparcado aplacer. La puerta del restaurante se abrió y un hombre que lucía unas botas y un sombrero devaquero salió a pleno calor del día. Se reía de algo que alguien del interior –tal vez era Dinah– leacababa de decir. Cuando vio pasar el tren se detuvo a observar las locomotoras y luego se tocóel borde del sombrero con el dedo índice y echó a andar por el aparcamiento hasta llegar a sucamión.

La niña no entendía el significado de ese gesto en el que un hombre se tocaba el sombrero. Talvez era equivalente a un saludo con la cabeza, una especie de «hola». Quería decir que habíassido vista. O tal vez no entrañaba ningún significado. Rebuscó en el bolsillo de su vestido y palpóel nudo de su lazo. Luego se tocó la bufanda y se dirigió a su hermano.

–Dime una cosa –empezó–. ¿No es ésta la bufanda más hermosa que hayas visto jamás?El niño se sentó recto en el asiento y parpadeó varias veces.–Dime la verdad –insistió la niña.–Siempre lo hago.–¿Y bien?El niño se tomó su tiempo.–Recuerdo que el año pasado llevabas una bufanda más bonita.

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–El año pasado no llevaba ninguna bufanda.La niña dio media vuelta y miró en dirección al pasillo para comprobar si Ted Ishimoto había

salido del lavabo. Vio la puerta abierta y una mujer joven con un bebé que salía del umbral. Elfrontal de la blusa de la mujer estaba húmedo. Ted Ishimoto había desaparecido.

La niña buscó en la maleta y sacó una baraja gastada de cartas y empezó a mezclarlas.–Elige una carta –le dijo al niño–. Cualquiera de ellas.El niño no respondió. Estaba buscando algo en su maleta.–De acuerdo –claudicó la niña–. Yo elegiré una carta.Sacó una de la mitad de la baraja y la pegó a la ventana.–Adivina qué carta es.–Ahora no estoy de humor para jugar a las cartas.–¿Qué ocurre?–Nada –contestó el niño–. Me he olvidado el paraguas. Pensé que me lo había llevado, pero no

es así.Su madre le dio una naranja.–No puedes acordarte de todo –comentó.–Incluso cuando puedes, no deberías hacerlo –apuntó la pequeña.–Yo no diría tanto –corrigió la madre.–No lo has dicho –replicó la niña.–Te conseguiremos otro paraguas cuando bajemos del tren –prometió la madre.–Nunca nos bajaremos de este tren –dijo la niña.–Sí que lo haremos –dijo la madre–. Mañana.El niño empezó a golpearse un costado de la cabeza con la naranja.–Deja de hacer eso –dijo la madre.El niño paró. Hincó el diente en la piel dura de la fruta y el jugo le resbalaba por la barbilla.–Así no –corrigió la madre.Cogió la naranja y empezó a pelarla lentamente con un movimiento continuo. A fin de cuentas no

tenían ninguna prisa.–Se hace así –explicó.Tenía las manos finas y blancas, y hacía muy poco tiempo que habían empezado a salirle

manchas en la piel. Se había casado tarde y había tenido hijos tarde, y ahora envejecía temprano.–¿Me estás prestando atención? –preguntó la madre.–Sí –contestó el niño.El pequeño abrió la boca y ella le colocó un gajo de naranja sobre la lengua. La niña fue

colocando el resto de las cartas, una a una, sobre la ventana hasta que sólo se quedó con una: erael seis de bastos. No se había formado ninguna opinión concreta sobre el seis de bastos. Diomedia vuelta a la carta y se fijó en la fotografía de las cataratas Glacier Falls que había en eldorso. En el penúltimo verano su padre había contratado a un conductor indio –un hindú, decía él–para que los llevara hasta el Parque Nacional de Yosemite, y se habían hospedado en el hotelAhwahnee durante una semana. Había comprado la baraja de cartas en la tienda de regalos y suhermano optó por llevarse un tomahawk de madera roja. Habían cenado cada noche en el hermosocomedor, debajo de unas enormes arañas. Los camareros lucían esmoquin y se dirigían a ellacomo «señorita», y todo lo que pedía se lo servían en una bandeja de plata redonda. Cada nochehabía pedido lo mismo. Langosta. La langosta de Ahwahnee era muy buena.

Escribió su nombre en el seis de bastos y retiró la carta de la ventanilla.

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A PRIMERA hora de la noche el tren se aproximó a Elko. Un hombre que se había detenido en elarcén salía de un antiguo camión de color rojo. Había una mujer sentada en el asiento delacompañante que miraba en línea recta. La niña sabía lo que esa mujer miraba. Miraba al vacío.No había nada que ver. El hombre asestó varias patadas a la puerta del camión mientras salíahumo del capó.

–Eso es, no dejes de patalear –dijo la niña.Un cuervo sobrevoló el cielo y luego el camión desapareció. Su hermano le dio unos golpecitos

en el brazo.–¿Qué ocurre?–Aplastado –dijo él–. Ese hombre murió aplastado.Se lamió la punta del dedo y dibujó una «X» en el polvo del cristal.La niña abrió la maleta y le dio un trozo de papel y lápiz.–Aquí tienes –empezó–. Ahora puedes dibujar aquí.El niño trazó un cuadrado grande, y en su interior dibujó a un hombre bajito vestido con un traje

y zapatos con una horma demasiado grande para sus pies.–Éste es papá –explicó. Añadió un bigote pero había algo en ese bigote que no cuadraba.–Es demasiado ancho –corrigió la niña.–Es cierto.Su hermano borró el bigote y parte de la boca del hombre, y volvió a dibujar el bigote, sólo que

esta vez no lo hizo tan grueso aunque se olvidó de corregir la boca. Le devolvió el lápiz a suhermana.

–Ahora dibujas tú –indicó.La niña cogió el lápiz y dibujó un cielo cubierto de estrellas sobre la cabeza del hombre.–Ponle un sombrero, también.La niña dibujó un sombrero negro de ala ancha con una diminuta pluma debajo de la cinta que

lo rodeaba. La niña dibujaba muy bien. El año anterior había ganado el primer premio de laescuela primaria Lincoln por su dibujo lineal de una piña. Se había concentrado en ver la piña y eldibujo había salido solo. Apenas se había fijado en el lápiz.

Al rato el niño se quedó dormido y ella sacó las postales de su padre que guardaba en lamaleta. Una de ellas mostraba a un hombre diminuto que estaba pescando a orillas de un río.Debajo de la imagen había una leyenda: «Saludos desde Montana, el estado del Tesoro». Otrapostal mostraba la chimenea más alta del mundo. La chimenea más alta del mundo estaba enAnaconda, Montana. La niña se entretuvo mirando las fotografías de los pueblos indios y lasantiguas viviendas de los acantilados hasta que llegó a la postal del auditorio más espacioso ymás hermoso de Nuevo México: el Seth Hall Gymnasium del instituto de secundaria de Santa Fe.Seth Hall tenía el aspecto de una enorme casa de adobe, sólo que con barrotes en las ventanas. Enla parte trasera de la postal su padre le había dedicado una breve nota: «Por fin ha llegado elverano. Gozo de buena salud y espero que estés bien. Se acerca el día de tu cumpleaños. Porfavor, dime lo que te gustaría y lo pediré en los grandes almacenes City of Paris en San Franciscopara que te lo envíen. Sé buena con tu madre durante mi ausencia. Te quiere, papá». Al pie de lapostal había una posdata y después una línea de texto que los censores optaron por borrar. Sepreguntó qué era lo que su padre quería decirle. Ella no le había contestado, cada día era idénticoal anterior y no le ocurría nada nuevo que contar, aunque el pañuelo de seda azul y el frasco de

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perfume Dulce Serenata habían llegado igualmente por correo el día de su cumpleaños. Hacíamucho que el Dulce Serenata se había agotado. Ahora ni siquiera podía recordar su olor.

El atardecer descendía sobre la ventana desde el exterior. Las montañas resplandecían en untono rojizo a lo largo de la cordillera y detrás de esas montañas el cielo había adquirido un tonovioleta intenso. Un soldado, un soldado distinto del anterior, recorría todo el vagón y gritaba«persianas bajadas». Tenían que bajar las persianas hasta el amanecer. La niña guardó las postalesy bajó la persiana. Su madre colocó una vieja maleta de madera bajo la ventana y se sentó sobrela tapa para que sus hijos pudieran estar cómodos.

–Echaos –les indicó– y procurad dormir.

ESA MISMA noche la niña se despertó al oír el estruendo de unos cristales rotos. Alguien habíalanzado un ladrillo contra la ventana pero las lámparas de gas estaban rotas y estaba demasiadooscuro para ver. Estaba sudando, tenía la garganta seca e irritada y quería beber un vaso de lechefría, pero no podía acordarse de dónde estaba. Al principio creyó que estaba en su dormitorioamarillo en la casa estucada de blanco en Berkeley, pero no alcanzaba a ver la sombra del olmosobre la pared amarilla ni la pared en sí misma, así que supo que no se encontraba en ese lugar.Había regresado a los barracones de Tanforan. Pero en Tanforan había mosquitos y pulgas y elespantoso hedor de los caballos y el ruido de los vecinos de ambos lados que se peleaban hastaaltas horas de la noche. En Tanforan las líneas divisorias entre los distintos compartimentos nollegaban hasta el techo y resultaba imposible dormir. La niña había dormido. Ahora también habíadormido. Había dormido y soñado con su padre una vez más, y por tanto sabía que no seencontraba en Tanforan.

Llamó a su madre.Su madre estiró el brazo desde su asiento en la maleta y posó su mano sobre la frente de la

pequeña, apartó su pelo negro húmedo y le dijo:–Tranquila, pequeñina.La niña, que seguía sin recordar dónde estaba, se acordó de que su madre no la había llamado

«pequeñina» en mucho tiempo, al menos desde el verano en que Perro Blanco se había escapado ypermaneció desaparecido una semana. Eso fue antes de que Perro Blanco se hiciera mayor, secansara y se hiciera daño en la pata con el cortacésped. Eso fue cuando Perro Blanco seguíasiendo un ruidoso perro blanco que ladraba a todo el mundo, por muy grande que fuera esa cosa opersona. Eso fue cuando la niña aún tenía ocho años y su padre la había dejado ir sola un domingoa la tienda de la esquina con un puñado de céntimos, mientras él se la quedaba observando de pieen el porche delantero. Había vuelto a casa con una voluminosa copia del San FranciscoChronicle y se quedaron sentados en la cocina bebiendo unos enormes vasos de humeantechocolate caliente y leyendo cómics: primero Dick Tracy y Moon Mullins, y después su preferido,La invisible Scarlet O’Neil, cuando ella era la única que quedaba despierta en la casa. Ahoratenía once años y no podía acordarse de dónde estaba. Era muy tarde por la noche y su madre lallamaba «pequeñina» y le preguntaba si se encontraba bien.

–Por supuesto que estoy bien –respondió la niña–. Sólo quiero un vaso de leche.Extendió un brazo en la oscuridad y pasó los dedos sobre el suave apoyabrazos del tren.–¿Dónde está Perro Blanco?–No nos lo podíamos llevar.–¿Dónde está?

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–Lo hemos dejado en casa. Ahora estamos en el tren.La niña se incorporó en su asiento y asió la mano de su madre.–He soñado con papá –reconoció–. Llevaba puestos sus extraños zapatos franceses y estábamos

en un barco que nos llevaba a París, y él volvía a cantar esa canción.Empezó a tararear porque no se acordaba de la letra.–«In the Mood» –aclaró su madre.–Eso es. «In the Mood».–¿Qué clase de barco era? –susurró el niño.–Era una góndola.–Entonces estabais en Venecia.–Sí, es verdad –reconoció la niña–. Supongamos que yo estaba allí.La niña apartó la persiana para observar la negra noche de Nevada y vio una manada de

caballos salvajes galopando por el desierto. El cielo estaba iluminado por la luz de la luna y loscuerpos oscuros de los caballos oscilaban de un lado para otro siguiendo ese resplandor plateado.Allí donde iban, dejaban tras de sí una enorme estela de polvo como prueba de su presencia. Laniña levantó la persiana y asió a su hermano hacia la ventana, apretando su rostro contra el cristal.Cuando el niño vio a los caballos mustang con sus largas patas, sus ondulantes melenas y sulustrosa piel marrón soltó un gemido que se parecía a un grito de dolor, pero no lo era. Se quedómirando a los caballos mientras galopaban hacia las montañas y dijo en un tono suave de voz:

–Se marchan.Entonces apareció un soldado con una linterna y una escoba por el pasillo. La niña dejó caer la

cortina contra el cristal y el niño regresó a su asiento.–¿Dónde está ese ladrillo? –preguntó el soldado.– Aquí –respondió alguien.La niña se quedó sentada en silencio escuchando al soldado mientras recogía los fragmentos de

cristal roto.–Persianas bajadas –se dijo para sus adentros–, persianas bajadas.Luego cerró los ojos y se quedó dormida.

EL TREN se adentró en Utah en plena noche. Cruzó el tramo baldío del desierto del Gran LagoSalado y el Gran Lago Salado propiamente dicho. El lago era oscuro y poco profundo y nodesembocaba en el mar. Era lo que siempre había sido: un cuerpo acuífero ancestral en el quenada se hundía, aunque la niña no pudo verlo. Estaba profundamente dormida, pero incluso en esesueño profundo le llegaba el murmullo del agua. Al cabo de una hora el tren se detuvo en laestación de Ogden para repostar agua y hielo, y la niña, que tenía sed, seguía durmiendo. Dormíacuando pasaron por Bountiful y Salt Lake City y Spanish Fork, y no abrió los ojos hasta que el trenllegó a Delta a la mañana siguiente. Cuando se despertó no se acordaba del murmullo del aguapero éste permaneció en ella sin que lo supiera. El sonido del lago estaba en su interior. En Delta,unos soldados armados con bayonetas vigilaron el tren y la niña descendió uno a uno los peldañosmetálicos sin soltar su maleta hasta plantar los pies en tierra firme. El aire era cálido y agradable,ya no se oía el gemido grave del motor ni el chirrido de las ruedas contra los raíles de hierro.

Se tapó los ojos con una mano y dijo:–Brilla demasiado.–Es insoportablemente brillante –apuntó la madre.

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–No se detengan, por favor –indicó un soldado.El niño dijo que estaba demasiado cansado para caminar. Su madre dejó las bolsas en el suelo,

metió la mano en el bolso y le dio un chicle que había guardado desde hacía semanas. El niño selo metió en la boca y luego siguió a su madre y a su hermana entre la doble fila de soldados hastallegar a los autobuses que los habían estado esperando desde antes del amanecer.

Se subieron a un autobús y éste los condujo lentamente por las calles ensombrecidas de laciudad. Pasaron por un juzgado y una ferretería y una cafetería repleta de hombres hambrientosque almorzaban antes de ir al trabajo. Pasaron un semáforo en amarillo y viraron para evitar elatropello de un perro abandonado. Atravesaron varias manzanas de casas blancas con porches demadera y jardines con el césped impecablemente cortado, y después se adentraron en las afuerasde la ciudad. Durante varios kilómetros no vieron otra cosa más que granjas y campos de alfalfa, yel paisaje resultaba muy agradable. Entonces el autobús enfiló por una carretera recién asfaltada yavanzó en línea recta a excepción de unos cuantos montículos de arbustos y salvia hasta que llegóa Topaz. En Topaz el autobús se detuvo. La niña miró por la ventanilla y vio centenares debarracas de tejado de papel de alquitrán que soportaban el intenso sol. Vio unos postes telefónicosy cercas de alambre de espino. Vio soldados. Y todo lo que vio lo vio a través de una nube depolvo blanco que antiguamente había formado el lecho de un lago salado. El niño empezó a toser yla niña se desató la bufanda para envolver la mano de su hermano con ella, al tiempo que le decíaque la sostuviera sobre su nariz y su boca. Él apretó la bufanda contra su rostro y asió la mano dela niña. Juntos salieron del autobús y se adentraron en el destello blanco y cegador del desierto.

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Cuando el emperador era Dios

AL PRINCIPIO, el niño creía ver a su padre por todas partes. En la entrada de las letrinas. Debajo delas duchas. Apoyado contra las puertas de los barracones. Jugando al truco con otros hombres delánguidos sombreros de paja, sentados en los estrechos bancos de madera después del almuerzo.Sobre ellos se cernía un cielo azul. El sol cálido del mediodía. Sin sombra. Pájaros.

Era el año 1942. Utah. A finales de verano. Una ciudad de barracones con tejados de papel dealquitrán detrás de una cerca de alambre de espinos que se extiende sobre una polvorienta llanuraalcalina en las alturas del desierto. El viento era cálido y seco y apenas llovía. Allí donde el niñomiraba, le veía: papá, papaíto, padre, Oto-san.

Porque había que reconocer que todos tenían el mismo aspecto. Pelo negro. Ojos rasgados.Pómulos altos. Gafas gruesas. Labios delgados. Mala dentadura. Desconocidos. Inescrutables.

Ahí estaba él.El pequeño hombre Amarillo.

TRES VECES al día sonaban los timbres. Colas interminables. El olor a hígado emanaba de lostejados negros de los barracones. El olor a pez gato. De vez en cuando olía a carne de caballo. Enlos días que no se servía carne olía a judías. Dentro de los comedores, el tintineo de lostenedores, las cucharas y los cuchillos. Nada de palillos. Un mar interminable de cabezas negrasmoviéndose de un lado para otro. Centenares de bocas masticando. Sorbiendo ruidosamente.Chupando. Tragando. Y allí, en la esquina debajo de la bandera, un rostro conocido.

El niño gritó «papá», y los hombres de gafas con montura gruesa de metal levantaron la vista desus platos y dijeron:

–Nan desu ka?–¿Qué pasa?Pero el niño no podía dar ninguna explicación.Agachó la cabeza y pinchó una pequeña salchicha de Viena con el tenedor. Su madre le recordó,

una vez más, que no debía levantar la voz en público. Y que nunca debía hablar con la boca llena.Harry Yamaguchi dio unos golpecitos al vaso con una cuchara y anunció que pasarían lista el lunespor la tarde. La hermana del niño le dio un empellón por debajo de la mesa, valiéndose de lapunta desgastada de sus merceditas.

–Papá se ha marchado –le dijo.

LES HABÍAN asignado una habitación en un barracón de una manzana que no quedaba muy lejos dela alambrada. El niño. La niña. Su madre. En el interior había tres camastros de somier de hierroasí como un abultado hornillo y una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una mesa de láminacontrachapada. Encima de una estantería de madera barata había una vieja radio Zenith que habíaviajado con ellos en tren desde California. Un reloj de hojalata. Un jarrón de flores de papel. Unacaja de sales. Arrimado a la pared junto a un ventanuco había un retrato de Joe DiMaggio

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arrancado de una revista. No disponían de agua corriente y los lavabos estaban a media manzanade distancia.

A lo lejos, al otro lado del océano, se libraba una batalla, y por la noche el niño se quedabadespierto sobre su colchón de paja para escuchar los boletines de la radio. A veces, en laoscuridad, oía ruidos procedentes de otras habitaciones. El descenso pesado de unas pisadas. Elsiseo de las cartas. De vez en cuando, el crujido de los somieres metálicos. Oyó a una mujer quesusurraba: «Más abajo, más abajo, ahí» y un hombre con un tono agudo de voz que cantaba: «Aufwiedersehen», cariño, «auf wiedersehn».

Alguien que decía «Sólo di sayonara, Frank».Alguien que decía «Bon soir!».Alguien que decía «Por favor, cállate».Alguien que eructaba.Había una ventana sobre la cama del niño, y en el exterior se veía la luna y las estrellas y las

hileras interminables de barracones negros que se erigían sobre la arena. A lo lejos, un campoamplio y vacío donde lo único que crecía eran arbustos de salvia, luego la alambrada y laselevadas torres de madera. Había un guardia en cada torre, cada hombre iba armado con unaametralladora y binóculos y por la noche asumía el control de la luz de búsqueda. Tenía el pelocastaño y ojos verdes, o tal vez eran azules, y acababa de venir de una travesía por el Pacífico.

EN SU primer día en el desierto, su madre dijo:–Tened cuidado. No toquéis la alambrada –les había dicho– ni habléis con los guardias

apostados en las torres. No miréis fijamente al sol. Y recordad que nunca debéis pronunciar elnombre del emperador en voz alta.

El niño llevaba puesta una gorra de béisbol azul y no miró fijamente al sol. A menudo caminabapor el cortafuego con la cabeza agachada y las manos en los bolsillos en busca de conchas de mary antiguas puntas de flecha indias en la arena. En algunas ocasiones había visto serpientes decascabel escondidas entre los arbustos de salvia. En otras había visto escorpiones. Una vez setopó con el cráneo de un caballo descolorido por el sol. En otra ocasión vio a un anciano ataviadocon un kimono rojo de seda que cargaba un cubo de hojalata y se dirigía al río.

Cuando el niño pasó por delante de la sombra de una torre de vigilancia se ajustó la gorra haciala parte inferior de la cabeza y trató de no pronunciar la palabra.

Pero a veces se le escapaba.Hirohito, Hirohito, Hirohito.La pronunciaba en voz baja. Rápidamente. La susurraba.

EN EL trayecto de tren que atravesaba el desierto había dormido con la cabeza sobre el regazo desu hermana y soñó que montaba en un enorme caballo blanco a orillas del mar. Cuando miró haciala línea del horizonte pudo ver tres barcos negros surcando las aguas. Los barcos habían cruzadotodo el océano. El emperador en persona los había enviado. Las velas eran blancas y cuadradas,el viento las hinchaba y los mástiles eran altos y recios. Se los quedó mirando mientras virabanlentamente hacia la costa. Entonces se despertó y se dio cuenta de que el tren se balanceaba de unlado para otro y que una mujer sentada detrás de él cantaba en voz baja. Era el amanecer y suhermana estaba profundamente dormida. Llevaba su vestido amarillo de verano con pequeños

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motivos florales porque en el desierto, que era adonde se dirigían, tendrían un verano de altastemperaturas.

NO SE parecía a ningún desierto sobre el que hubiera leído en los libros. Tampoco había palmeras,ni oasis, ni caravanas de camellos avanzando por las serpenteantes dunas. Sólo había el polvo y laardiente arena.

Por la tarde el calor emanaba de la superficie a bocanadas. El aire por encima de losbarracones vibraba. La temperatura era de treinta y cinco grados Celsius. Treinta y ocho.Cuarenta. Los ancianos se sentaban en el exterior en unos bancos largos y estrechos. No hablaban,se limitaban a cortar trozos de madera para matar el tiempo. El niño jugaba a las canicas sobre elsuelo de la lavandería. Jugaba a las damas chinas. Deambulaba por los barracones con los otrosniños de los barracones más cercanos, jugaba a policías y ladrones y a la guerra. ¡Matad a losnazis! ¡Matad a los japoneses! En los días que hacía demasiado calor como para salir se sentabaen su habitación con una toalla húmeda sobre la cabeza y ojeaba las páginas de antiguas revistasLife. Vio las ciudades bombardeadas de Europa, así como a los soldados aliados de Birmania queescapaban a India por la selva calurosa y húmeda. Su hermana yacía en el camastro durante horas,se quedaba observando, traspuesta, las botas blancas de las majorettes y a los hombres vestidoscon traje de baño en el catálogo Sears de Roebuck. Escribía cartas a sus amigas del otro lado dela alambrada. A todas ellas les decía que se lo estaba pasando bien. Ojalá estuvierais aquí.Espero volver a veros pronto. Su madre zurcía calcetines junto a la ventana. Leía. Hacía cometasde papel con unas colas hechas con tiras de sacos de patatas. Se apuntó a una clase de arreglosflorales. Aprendió a hacer ganchillo.

–Así tengo algo que hacer –y durante una semana se encontraron piezas de blondas debajo detodas partes.

Básicamente, se limitaban a esperar. A esperar el correo. Las noticias. Los timbres. Aldesayuno, el almuerzo y la cena. Esperaban a que acabara un día y empezara otro.

–Cuando acabe la guerra –le dijo la madre al hijo– podremos hacer las maletas y volver a casa.Él le preguntó cuándo creía que esto podría ocurrir. ¿En el plazo de un mes? ¿Tal vez dos? ¿Un

año, como mucho? Ella negaba con la cabeza y miraba por la ventana. Había tres niñas ataviadascon unos vestidos blancos sucios que jugaban a las señoritas en la arena del desierto.

–Oh, hermano –gritaban–. Buenas tardes, ¿le apetece una taza de té? –y a lo lejos se distinguíanlas bandadas de cuervos.

–No hay manera de saberlo –dijo la madre.

AL OTRO lado de la pared contra la que estaba arrimada su cama vivía un hombre con su esposa yla anciana madre de ésta, la señora Kato, que se pasaba el día hablando de ella. Lucía un sencillovestido rosa floreado, calzaba unas diminutas zapatillas blancas, y se apoyaba en un bastón. Por lanoche, después de la cena, el niño solía verla junto a la puerta de entrada con una maleta pequeñade mimbre. Trataba de recordar el camino de vuelta a casa. ¿Torció a la izquierda de la torre devigilancia y luego a la derecha de esa arboleda? ¿O era a la derecha de la torre y a mano izquierdade la arboleda? Y, por cierto, ¿cuándo se llevaron todas las señales y carteles? ¿A quién se lehabía ocurrido semejante idea brillante? ¿Debería seguir esperando al autobús? ¿O debería echara andar? Y cuando finalmente llegara, ¿entonces qué?

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–Los jacintos –le dijo el niño en voz baja.–Ah sí, desde luego. Debo acordarme de plantar los jacintos. Y la valla necesita unos arreglos.Dijo que podía oír a su madre llamándola a lo lejos, pero últimamente esa voz parecía cada vez

más lejana.–Supongo que era de esperar –dijo la mujer.También decía «Bueno» y «Así es».Dijo: «Hay algo extraño en este sitio, pero no alcanzo a imaginar lo que es».Dijo: «Aquí todo el mundo parece muy serio».

EL HOMBRE que limpiaba los cazos y las sartenes del comedor había sido tiempo atrás el directorde ventas de una empresa de importación y exportación en San Francisco. El portero había sidopropietario de una pequeña guardería en El Cerrito. El cocinero siempre había sido cocinero. Unacocina es una cocina. Para mí todas son iguales. La camarera había trabajado como empleadadoméstica a tiempo completo para una familia rica de Atherton. Los niños me siguen escribiendocada semana y me preguntan cuándo volveré a casa. El hombre que estaba delante de las letrinasgritando «Aleluya» «Aleluya» había sido un vagabundo de las calles de Oakland. ¡Es él! ¡El tipodel Aleluya! La anciana que se pasaba el día jugando al bingo había trabajado en los campos defresas de Monte Edén durante veinticinco años sin tomarse ni un solo día de vacaciones. Estoycontenta, ven aquí. Es mejor que Monte Edén. Nada de cocina, nada de trabajo, sólo hay quelavar la ropa.

Una tarde, mientras la madre del niño cargaba con un cubo de agua de los lavabos se encontrócon su antigua empleada del hogar, la señora Ueno.

–Cuando me vio me quitó el cubo de las manos e insistió en cargarlo ella. «Vas a hacerte unacontractura en la espalda otra vez –dijo–. Traté de hacerle ver que ya no trabajaba para mí.«Señora Ueno», empecé. «Aquí somos todos iguales», pero ella no quería escucharme. Cuandovolvimos a los barracones dejó el cubo en la puerta de entrada, me saludó con la cabeza y seperdió entre la oscuridad. Ni siquiera tuve ocasión de darle las gracias.

–Tal vez puedas agradecérselo mañana –respondió el niño.–Ni siquiera sé dónde vive. Ni siquiera sé en qué día de la semana estamos.–Hoy es martes, mamá.

POR LA noche se despertaba gritando:–¿Dónde estoy?A veces sentía una mano en su hombro, era su hermana que le decía que acababa de tener una

pesadilla.–Ahora vuelve a dormirte, pequeñín –le susurraba, y él volvía a dormirse.A veces no obtenía respuesta alguna. A veces oía el rumor del viento azotando los arbustos de

salvia y se acordaba de que estaba en el desierto, aunque no podía recordar por cuánto tiempo opor qué. A veces se preguntaba si habría hecho algo horrible y terrible. Pero entonces se acordóde que fuera cual fuera esa cosa horrible y terrible no volvería a él. Podía ser cualquier cosa. Aveces la había cometido el día anterior (mordisquear el lápiz de su hermana antes de devolverloal cubilete) o algo que había hecho tiempo atrás y que ahora tenía que remendar. Romper unacadena de cartas de Juneau, Alaska. Arrojar a su pececillo de colores por el lavabo antes de que

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estuviera del todo muerto. Olvidarse de tocarse el sombrero tres veces cuando veía pasar alrepartidor de hielo. A veces creía estar soñando, y estaba convencido de que cuando se despertarasu padre estaría en la planta baja, en la cocina, silbando «Begin the Beguine» entre dientesmientras freía el desayuno en una sartén pequeña.

–Ya está listo, campeón –decía su padre–. Un bocadillo de huevo revuelto.

SU HERMANA tenía piernas largas y delgadas y su pelo era grueso y negro, y lucía un reloj de orofrancés que había pertenecido a su padre. Allí donde iban se cubría la cabeza con un sombreropanamá de ala ancha para que el sol no le diera en la cara.

–Nadie te mirará –le decía al niño– si tu rostro es muy moreno.–De todos modos, nadie me mira –contestaba él.A última hora de la noche, una vez apagadas las luces, ella le contaba cosas. Más allá de la

alambrada, decía, había un lecho de río seco y una mina abandonada, y más allá del desierto habíaunas montañas azules dentadas que se alzaban hasta el cielo. Las montañas estaban más lejos de loque parecía. Todo era dentado en el desierto. Todo excepto el agua.

–El agua –decía ella– es sólo un espejismo.Un espejismo era algo que no existía.Las montañas se llamaban Gran Tambor y Pequeño Tambor, cordillera de la Serpiente, los

Rubíes. La población más cercana era Delta.En Delta, contaba la niña, puedes comprar naranjas.En Delta había árboles de hoja verde y chicos rubios que montaban en bicicleta, así como un

hotel con porche donde los camareros servían refrescos con unos diminutos parasoles de papel.–¿Y qué más? –se interesaba el niño.En Delta, continuaba ella, había sombra.Le habló del antiguo lago de sal que en su día había cubierto todo el territorio de Utah y partes

de Nevada. Eso ocurrió hace miles de años, durante la Edad de Hielo. Por aquel entonces nohabía vallas. Ni nombres. Nada de Utah, ni Nevada. Sólo grandes cantidades de agua.

–¿Incluso en el lugar donde nos encontramos ahora? ¿Sí?–A ciento ochenta metros de profundidad.

SOÑÓ TODA la noche con agua. Días interminables de agua. Canales y ríos que se desbordaban ydesembocaban en el mar. Vio el antiguo lago de sal flotando sobre el suelo del desierto. Las aguasestaban tranquilas y eran azules. Delicadas como el cristal. Él se deslizaba entre los juncos y lospeces se le escapaban de los dedos, y cuando levantaba la vista desde dentro del agua el sol noera más que una bola flácida que estaba a millones de kilómetros de distancia. Por la mañana sedespertaba con ganas de beber una coca-cola. Sólo una, pero con mucho hielo y una pajita. Labebería lentamente. La haría durar mucho. Un día. Una semana, incluso un año.

CADA POCOS días llegaban cartas, arrugadas y rotas, procedentes de Lordsburg, Nuevo México. Aveces los censores cortaban frases enteras con un cúter y las cartas carecían de sentido. A vecesllegaban de una sola pieza, pero con la mitad de las palabras borradas. Siempre acababan con lamisma firma: «De papá, con amor».

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Lordsburg era un lugar agradable y soleado que se extendía sobre una llanura elevada situada alnorte de la frontera mexicana. Así es como su padre lo había descrito en sus cartas. «Aquí notenemos árboles pero los atardeceres son maravillosos y en los días claros pueden verse lascolinas alzándose desde la distancia. La comida es fresca y abundante, y tengo apetito. Aunquetodavía hace mucho calor he empezado a ducharme con agua fría cada mañana para prepararmepara el invierno. Por favor, escríbeme y dime cuáles son tus intereses en este momento. ¿Todavíate gusta el béisbol? ¿Cómo está tu hermana? ¿Tienes un amigo del alma?»

AL NIÑO le seguía gustando el béisbol y estaba muy interesado en los fugitivos. Había visto unapelícula sobre la banda de los Dalton titulada Sendas siniestras en el espacio recreativo número22. Su hermana había ganado el segundo premio en un concurso de baile organizado en elcomedor. Llevaba el pelo recogido en una cola. Se encontraba bien. El niño no tenía un amigo delalma pero tenía una tortuga que guardaba en una caja de madera llena de arena junto a la ventanadel barracón. No le había puesto nombre a la tortuga, pero había marcado el número de la placade identificación de su familia en el caparazón de la tortuga con la punta de la lima de uñas de sumadre. Por la noche cerraba la caja y encima de la tapa colocaba una piedra blanca y plana paraque la tortuga no pudiera escapar. A veces, cuando soñaba, podía oír sus garras arañando elreverso de la caja.

No mencionó los arañazos de la tortuga a su padre. No mencionó sus sueños.Lo único que decía era, «Querido papá, también hace mucho calor aquí en Utah. La comida no

es mala y tomamos leche a diario. En el comedor hacemos recogida de clavos para el Tío Sam.Ayer mi cometa se quedó atascada en la alambrada».

LAS NORMAS sobre la alambrada eran muy sencillas: no podías saltar por encima de ella, ni pasarpor debajo, no podías rodearla ni atravesarla.

Pero ¿qué pasaba si tu cometa se quedaba atrancada?Ése era un caso sencillo. Dejabas escapar la cometa.También había normas de carácter lingüístico: «Aquí decimos comedor y no comedero; consejo

de seguridad, y no policía interna; residentes, no evacuados; y por último, aunque no por ellomenos importante, clima mental, no estado de ánimo».

Había normas alimentarias: no se podía repetir salvo con la leche y el pan.Y sobre los libros: nada de libros en japonés.Había normas sobre religión: no se permitían santuarios para adorar al emperador.

EN LORDSBURG, explicaba la niña, el cielo siempre era azul y las alambradas no eran demasiadoaltas. Sólo los padres vivían allí. Por la noche podían ver las estrellas. Y durante el día, águilas.

Nuestro padre no adora al emperador. También decía esto.–¿Piensa alguna vez en nosotros? –preguntó el niño.–Todo el tiempo.

SU PADRE era un hombre bajito y atractivo de manos delicadas y una cicatriz protuberante blanca

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en su dedo índice, que al niño, cuando era aún más pequeño, le gustaba besar.–¿Te duele? –le había preguntado en una ocasión.–Ya no me duele –le había contestado su padre.Era un hombre sumamente educado. Cuando entraba en una habitación cerraba la puerta tras él

sin hacer ruido. Siempre era puntual. Lucía hermosos trajes y no gritaba a los camareros. Leencantaban los pistachos. Creía que el zumo de frutas era la bebida ideal. Hacía garabatos. Legustaba mucho dibujar en tres dimensiones. Supongo que podríamos decir que éste es mi puntofuerte. Cuando el niño llamaba a la puerta, él levantaba la vista y dejaba a un lado lo que estuvierahaciendo.

–No seas tímido –decía.Leía el Examiner cada mañana antes de ir a trabajar y tenía respuestas para todo. Las diminutas

dimensiones de un germen, cuándo dormían los peces y adónde iba Kitty McKenzie después deque la separaran de su pulmón de metal. Ya no tienes por qué preocuparte por Kitty McKenzie.Ahora está en un buen lugar. Está arriba en el cielo. He oído decir que el día en que llegócelebraron una gran fiesta en su honor. Sabía cuándo dejar a la madre del niño a solas y el mejormomento para pedirle un helado. No se lo pidas demasiado a menudo, y cuando lo hagas, no ledigas la cantidad que quieres en realidad. No supliques. No gimas. Conocía los restaurantes queles servirían un almuerzo y los que no. Sabía qué barberos cortaban su tipo de pelo. Los mejores,desde luego. Lo que más le gustaba de América, le dijo un día a su hijo en secreto, era el donutglaseado con gelatina. No tiene parangón.

SU MADRE decía que te envejecía. El sol. Decía que te hacía parecer mayor. Cada noche antes deacostarse se aplicaba crema en el rostro. La racionaba como si fuera mantequilla. O azúcar. Erauna crema pond’s. Había comprado un enorme tarro en la farmacia el día anterior a su salida deBerkeley.

–Tengo que hacerla durar –había dicho. Pero ya había utilizado buena parte del tarro–. Debí dehaberme anticipado –añadió–. Debería haber comprado un par de tarros.

–Tal vez tres –apuntó el niño.La madre se miraba en el espejo y repasaba las líneas de la frente y el cuello con el dedo.–Es la luz –decía–. ¿O tengo bolsas debajo de los ojos?–Son bolsas.Señaló una arruga de la boca.–¿Ves esto?Él asintió con la cabeza.–Me ha salido hace poco. Tu padre no me reconocerá.–Se lo recordaré.–Dile –empezó, aunque luego su tono de voz se atenuaba y se alejaba hacia otro lugar. En el

exterior soplaba un viento cálido y seco procedente del sur y azotaba las llanuras elevadas deldesierto.

SIEMPRE RECORDARÍA el polvo. Era blando, blanco y cretáceo, como si fuera polvo de talco. Sóloel alcalino te quemaba la piel. Te hacía sangrar por la nariz. Te escocía los ojos. Te dejabaafónico. El polvo se metía en los zapatos. En el pelo. En los calzoncillos. En la boca. En la cama.

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En tus sueños. Se filtraba por debajo de las puertas y por los alféizares de las ventanas y por lasgrietas de las paredes.

La madre se pasaba el día barriendo. De vez en cuando dejaba a un lado la escoba y miraba asu hijo.

–Lo que daría yo –decía– por un electrolux.Una noche, antes de acostarse, el niño escribió su nombre con el polvo que cubría la superficie

de la mesa. Por la noche, mientras dormía, una nube de polvo se filtró por las paredes. Por lamañana, su nombre había desaparecido.

SU PADRE solía llamarlo Pequeñín. Le llamaba Gominola, y Cacahuete, y Ciruela.–Eres mi «número uno absoluto» –le decía, y cuando el niño se despertaba con un grito por las

pesadillas, su padre se acercaba a su habitación y se sentaba en el extremo de la cama y leacariciaba el pelo corto y negro.

–Tranquilo, cachorrito –le susurraba–. Todo va bien. Estoy aquí.

AL ATARDECER, el cielo se tornaba rojo y su hermana se lo llevaba a pasear hasta el otro extremode los barracones para contemplar el descenso del sol entre las montañas.

–Fíjate. Mira. Aparta la mirada.Le había dicho que ésa era la forma adecuada de mirar al sol. Si te lo quedabas mirando

fijamente durante mucho tiempo, entonces podías quedarte ciego.En medio de esa luz rojiza y crepuscular se señalaban entre sí las cosas que veían: un perro

persiguiendo a un puercoespín. Una diminuta concha rosa, el cascarón de una cucaracha, unacolumna de hormigas rojas desfilando por la arena. Con un poco de suerte, podían ver a la mujerportuguesa paseando a lo largo de la alambrada con su marido, Sakamoto, o a la mujer delturbante blanco –había perdido toda su cabellera, según habían oído, de la noche a la mañana enel tren–, o el hombre del brazo atrofiado que vivía en el bloque de barracones número 7. Si teníanmucha suerte, el hombre del brazo atrofiado levantaba el brazo para saludarlos.

UNA NOCHE, mientras paseaban, el niño asió a la niña por el brazo.–¿Qué ocurre? –les preguntó.Él se dio unos golpecitos en la muñeca.–La hora –dijo–. ¿Qué hora es? –le preguntó.Ella se detuvo y miró su reloj como si fuera la primera vez que lo veía.–Son las seis en punto –respondió. Su reloj había marcado las seis en punto durante semanas.

Había dejado de darle cuerda el día en que se bajaron del tren.–¿Qué crees que están haciendo en casa?Consultó la hora una vez más y luego levantó la vista hacia el cielo, como si estuviera

pensando:–Ahora mismo –dijo– se lo están pasando muy bien.Luego retomó el paseo.Pudo verlo en su mente: las calles bordeadas de árboles en el atardecer, los jardines de tonos

verde oscuro, las aceras, los niños que jugaban a la pelota en los patios, las niñas que jugaban a la

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rayuela, las madres con sus guantes de cocina rosa sacando cazuelas de los hornos, padres con susrelucientes maletines negros que entraban impetuosamente por las puertas principales, yexclamaban: «¡Cariño, estoy en casa! ¡Estoy en casa, cariño!».

Cuando pensaba en el mundo exterior siempre eran las seis en punto. Un miércoles o un jueves.La hora de la cena en toda América.

A PRINCIPIOS de otoño llegaban los contratistas de las granjas buscando nuevos trabajadores, y laAutoridad de Reubicación durante la guerra permitió a muchos de los hombres y mujeres jóvenesayudar en la cosecha. Algunos partían hacia el norte, a Idaho, para la recogida de la remolachaazucarera. Otros se iban a Wyoming recoger patatas. Algunos se dirigían a Tent City, en Provo,para recoger melocotones y peras y al término de la estación volvían luciendo zapatos florsheimnuevos. Otros regresaban con los mismos zapatos que habían dejado y juraban no volver nuncamás a ese lugar. Decían que les habían disparado. Escupido. Negado la entrada a un restaurantelocal. A un cine. A la tienda de ultramarinos. Decían que los letreros de los escaparates eran todosiguales allí donde iban. PROHIBIDA LA ENTRADA A JAPONESES. La vida era más sencilla, decían, enesta parte de la alambrada.

LOS ZAPATOS eran mocasines oxford negros. De hombre, número 42 extra estrechos. Los sacó de sumaleta, los acarició con las manos y apretó los dedos en las suaves depresiones ovaladas quequedaban detrás de los dedos gordos de su padre. Luego cerró los ojos y olfateó las yemas de susdedos.

Aquella noche no olían a nada.La semana anterior habían olido a su padre, pero aquella noche el olor había desaparecido.Limpió el cuero con su manga y guardó los zapatos en la maleta. Estaba oscuro en el exterior y

las ventanas de los barracones mostraban las luces encendidas y figuras que se movían entre lascortinas. Se preguntaba qué estaría haciendo su padre. Preparándose para ir a acostarse, tal vez.Lavándose la cara. O cepillándose los dientes. ¿Tendrían cepillo de dientes en Lordsburg? No losabía. Tendría que escribirle y preguntárselo. Se echó en su camastro y tiró de las sábanas. Pudooír a su madre roncando suavemente en la oscuridad, y a un coyote solitario en las colinas del sur,aullando a la luna. Se preguntaba si se podía ver la misma luna en Lordsburg, o en Londres, oincluso en China, donde todos los hombres lucían zapatillas negras. Y pensó que sí que se podía,según las nubes.

–La misma –susurró para sus adentros–. La misma luna.

EN LAS noches en que no podía dormir, le gustaba pensar en la casa que habían dejado atrás.Todavía podía imaginarse su habitación con todo lujo de detalles: el mapamundi de la primeraguerra mundial colgado en la pared; los cómics de Joe Palooka sobresaliendo debajo de la cama,las cortinas de indios y vaqueros que su madre había cosido para él hacía dos veranos, y queondeaban suavemente por efecto de la brisa. Miraba por la ventana y veía a su padre en el jardín,sacando las orugas una a una de las arvejas con sus largos palillos de madera. Había visto elfarolillo de piedra cubierto de musgo en el jardín, y la estatua del rotundo Buda barrigón con sucabeza echada hacia atrás, riéndose al cielo. Había visto su bicicleta roja Schwinn con sus anchas

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ruedas neumáticas apoyada en el porche, y cuando hacía buen tiempo a Elizabeth MorganaRoosevelt al otro lado de la valla de madera pintada de blanco jugando con su perrito en plenosol.

ELIZABETH TENÍA cabello largo y rubio y un perro pequinés llamado Lotus y no estaba relacionadaen absoluto con el presidente. El día antes de que marcharan había ido a su casa y le había dado supiedra azul de la buena suerte procedente del mar. Era lisa, redonda y dura, como el huevo de unpájaro. O un perfecto ojo azul.

–Cuando regreses –le dijo– iremos a la playa.Él se había guardado la piedra azul en el bolsillo y se la llevó consigo al centro de reunión del

hipódromo de Tanforan. Cada noche, en los establos, había dormido con ella bajo la almohada. Afinales de verano, cuando recibieron la orden de trasladarse al interior, se la había llevadoconsigo en el trayecto en tren hasta Utah. Le había prometido que le escribiría una carta en elpreciso instante en que se bajara del tren.

HACÍA TIEMPO que se habían apeado del tren y no le había escrito ni una línea. Sin embargo, seguíarecibiendo cartas de Elizabeth. Ella era la única de sus amigas que se acordaba de escribirle. Lehabía escrito acerca de los apagones de luz de Berkeley, y la escasez de carne y mantequilla. Lecontó que su padre era vigía de ataques aéreos, y que su madre ya no llevaba medias de seda, queel hermano de Greg Myer había fallecido en la batalla del Mar de Coral y que ahora había unabrillante estrella dorada en la ventana delantera de la casa de los Myer. Le contó que había visto aalgunos inmigrantes de Oklahoma de los astilleros haciendo cola en los cines del centro de laciudad. Le contaba que era cierto que lucían botas de vaquero. Y le enviaba cosas: un retrato deun caballo haciendo cabriolas que había visto en el desfile ecuestre de recogida de fondos para lamarina. Un bulbo de tulipán, que él dio en llamar Gloria y había plantado en el interior de unavieja y herrumbrosa lata de melocotones que había encontrado detrás del comedor.

Se preguntaba si Gloria seguía viva en el mismo sitio donde la dejó, detrás de toda esasuciedad. «Escóndela bien hondo», le había recomendado su hermana. Pero, si la enterraba,¿acaso llegaría a florecer en primavera?

UN RECUERDO del pasado: su hermana llegaba a casa después del colegio arrastrando por detrás sunueva comba en la acera.

–Me han dejado el asa –contaba– pero no me han dejado saltar.Había cortado la cuerda en pedazos diminutos que arrojó entre la hiedra y juró que jamás

volvería a saltar a la comba.

CADA SEMANA llegaban nuevos rumores.Los hombres y las mujeres residirían en campamentos separados. Serían esterilizados. Se les

retiraría su ciudadanía. Se los llevarían a alta mar para fusilarlos. Los enviarían a una isladesierta para dejarlos a su suerte. Todos serían deportados a Japón. Nunca se les permitiría salirde Estados Unidos. Serían retenidos como rehenes hasta que cada combatiente norteamericano

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volviera a casa sano y salvo. Los entregarían a los chinos para que los custodiaran después de laguerra.

Os hemos traído aquí para protegeros, decían.Todo era en interés de la seguridad nacional.Era una cuestión de necesidad militar.Era una oportunidad para demostrar su lealtad.

LA ESCUELA abrió sus puertas a mediados de octubre. Las clases tenían lugar en un barracón sincalefacción situado en un extremo del Bloque8, y a veces hacía tanto frío por la mañana que elniño no podía sentir los dedos de las manos o de los pies y su aliento adoptaba la forma depequeñas bocanadas blancas. Tenían que compartir los libros de textos, y a menudo escaseaban elpapel y los lápices.

Cada mañana, en la escuela primaria Vista Montañosa, él se había llevado la mano al corazón yrecitado la Jura de bandera. Cantaba «Oh, qué hermoso y ancho cielo» y «mi país eres tú» ygritaba «¡Presente!» cuando oía pronunciar su nombre. Su profesora era la señorita Delaney. Teníael pelo castaño y corto, una piel suave y cremosa y un marido llamado Hank que era sargento y dela infanteria de marina. Cada semana le enviaba una carta desde el frente del Pacífico. Incluso leenvió una falda de hierba.

–Pero ¿cuándo voy a llevar una falda de hierba? –preguntó a la clase.–¿Por qué no mañana?–¿O después del recreo?–¡Póngasela ahora!En la primera semana aprendieron todo lo que había que saber sobre La Niña, La Pinta y La

Santa María, así como el indio Squanto y los peregrinos de Plymouth Rock. Escribían los nombresde los distintos estados en letra cursiva sobre unos papeles con líneas rectas. Jugaron al ahorcadoy a las veinte preguntas. Por la tarde, en la asignatura de «asuntos de actualidad», escuchaban a laseñorita Delaney leer el periódico en voz alta. La primera dama visita a la Reina en Londres. Losrusos siguen apostados en Stalingrado. Los japoneses se agrupan en Guadalcanal.

–¿Y qué hay de Birmania? –preguntó el niño.–La situación de Birmania –contó a la clase– era muy delicada.

POR LA noche escuchaba el sonido de la puerta abriéndose, y unos pasos que pisaban el suelo, yluego veía a su hermana apostada en la ventana, quitándose el vestido por encima de la cabeza.

–¿Estás dormido?–Sólo estoy descansando.Él podía oler su cabello, y el polvo, y la sal, y sabía que había estado allí de noche, en la más

completa oscuridad.Le dijo:–¿Me has echado de menos?Dijo:–Enciende la radio.Dijo:–Esta noche he ganado cinco centavos en el bingo. Mañana iremos a la cantina y te traeré una

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coca-cola.Él dijo:–Me gustaría. Me encantaría.Se dejaba caer en el camastro junto al suyo.–Cuéntame cosas –empezaba ella–. Dime lo que has hecho esta noche.–Le he escrito una postal a papá.–¿Qué más?–He pegado un sello.–¿Sabes lo que más me molesta? Que a veces no puedo acordarme de su rostro.–Era redondeado –contestó el niño.Luego le preguntó si quería escuchar música, y ella dijo que sí. Encendió la radio en el canal de

la banda de música. Escucharon una trompeta y varios tambores y luego a Benny Goodmantocando el clarinete y a Martha Tilton cantando «tantos recuerdos, a veces creo que lloraré»…

EN EL sueño siempre había una hermosa puerta de madera. Esa hermosa puerta de madera era muypequeña, el tamaño de una almohada, pongamos por caso, o una enciclopedia. Detrás de esapequeña pero hermosa puerta de madera hay una segunda puerta, y detrás de ésta la imagen delemperador, que nadie tiene permiso para ver.

Porque el emperador era santo y divino. Un dios.No podías mirarle a los ojos.En el sueño, el niño ya había abierto la primera puerta y tenía su mano en la segunda, y estaba

convencido de que en cualquier momento vería a Dios. Sólo que a veces las cosas se torcían. Elpomo estaba roto. La puerta se atrancaba. O se le desataba el zapato y tenía que agacharse paravolver a atarlo. O sonaba un timbre en alguna parte –en Nevada o en Peleliu o tal vez se trataba deun resonante toque de gong en Saipán–, y las noches eran cada vez más frías, el sonido de loszarpazos se había atenuado, y era el mes de octubre, estaba a kilómetros de distancia de su casa, ysu padre no estaba con ellos.

HABÍAN IDO a buscarle después de medianoche. Tres hombres vestidos con traje y corbata ysombreros negros con sus placas identificativas del FBI debajo de sus abrigos.

–Coja su cepillo de dientes –le habían dicho.Eso fue en el mes de diciembre, justo después de Pearl Harbor, cuando todavía vivían en la

casa blanca de la calle ancha de Berkeley que no quedaba demasiado lejos del mar. Habían puestoel árbol de Navidad y la casa entera olía a pino. Desde la ventana, el niño vio cómo se llevaban asu padre por el jardín. Aún llevaba puesta la bata y sus zapatillas, y le indicaron que entrara en elcoche negro que estaba aparcado en la acera. Jamás había visto a su padre salir de casa sin susombrero. Eso fue lo que más le perturbó. Nada de sombrero. Y esas zapatillas: dobladas ydescoloridas, con las suelas de goma que se encrespaban por las puntas. Si le hubieran dejadoponerse los zapatos las cosas habrían ido de otro modo. Pero no había tiempo para zapatos.

Coja su cepillo de dientes.Venga. Venga. Acompáñenos.Sólo queremos hacerle unas preguntas a su marido.Entre en el coche, Papa-san.

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Después, el niño se acordó de haber visto unas luces en la casa de al lado y unos rostrospegados a la ventana. Estaba seguro de que uno de ellos era el de Elizabeth. Elizabeth MorganaRoosevelt había visto cómo se llevaban a su padre en zapatillas.

A LA mañana siguiente, su hermana había deambulado por la casa en busca del último lugar en elque su padre se había sentado. ¿Era en la silla roja? ¿O en el sofá? ¿O en el extremo de su cama?Había pegado el rostro al cubrecama para olisquear.

–En el extremo de mi cama –había corregido su madre.Esa misma noche la madre había encendido un fuego en el jardín para quemar todas las cartas

de Kagoshima. Quemó las fotografías familiares y tres kimonos de seda que había traído consigode Japón diecinueve años atrás. Había quemado las grabaciones de ópera japonesas. Rasgó labandera del sol rojo naciente. Rompió el juego de té y los platos Imari y el retrato enmarcado deltío del niño, que en su día había sido general en el ejército del emperador. Hizo añicos el ábaco ylo arrojó al fuego.

–A partir de ahora –dijo– contaremos con los dedos.Al día siguiente, por primera vez en la vida, envió al niño y a su hermana a la escuela con

bocadillos de mantequilla de cacahuete y gelatina en sus fiambreras.–Nada de bolas de arroz –dijo–. Y si alguien os pregunta, sois chinos.El niño había asentido con la cabeza.–Chino –susurró–. Soy chino.–Y yo –dijo la niña– soy la reina de España.–En tus sueños –dijo el niño.–En mis sueños –repitió la niña– yo soy el rey.

EN CHINA los hombres llevaban el pelo recogido en unas largas colas de caballo negras y lasmujeres se deslizaban con sus diminutos pies rotos. En China había gente tan pobre que tenían quealimentar a los perros con sus bebés recién nacidos. En China comían hierba para desayunar ygatos para el almuerzo. ¿Y para la cena? En China, para la cena comían perros. Ésas eran laspocas cosas que el niño sabía sobre China.

MÁS TARDE vio a los chinos, a verdaderas personas chinas, el señor Lee de la tienda deultramarinos Lee, y a Don Wong, que era el propietario de la lavandería de Shattuck, que lucíanchapas por las calles que decían SOY CHINO, y CHINO, POR FAVOR.

Luego, un hombre le paró en medio de la acera delante de Woolworth y le preguntó:–¿Eres chino o japonés?Y el niño respondió:–Chino –y echó a correr a toda velocidad.Cuando llegó a una esquina dio media vuelta y gritó:–¡Japonés! ¡Japonés, soy japonés!Y lo hizo para dejar las cosas claras.Pero el hombre ya se había ido.Después se aprobaron unas normas relativas a los horarios. Ningún japonés podía estar en la

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calle después de las ocho de la noche.Y también las relativas a los espacios: ningún japonés podía alejarse más de diez kilómetros de

su hogarPosteriormente, el Jardín de Té Japonés en el Parque Golden Gate pasó a llamarse Jardín de Té

Oriental.Después fueron apareciendo los letreros que decían INSTRUCCIONES A TODAS LAS PERSONAS DE

ORIGEN JAPONÉS, hicieron las maletas y se marcharon.

A LO largo del mes de octubre los días eran aún cálidos y veraniegos, pero por la noche elmercurio de los termómetros descendía y a veces por la mañana los arbustos de salvia amanecíancubiertos de escarcha. Tenían tormentas de polvo dos días a la semana. De repente, el cielo setornaba gris y soplaba un viento cálido y violento del desierto que arrasaba con todo lo queencontraba a su paso. Desde el interior de los barracones, el niño no podía ver el sol ni la luna, nisiquiera alcanzaba a ver la siguiente fila de barracones que estaba al otro lado del camino degravilla. Lo único que podía ver era el polvo. El viento golpeaba en las puertas y ventanas y elpolvo se filtraba como el humo por las grietas del techo. Por la noche, el niño dormía tapándose laboca con un pañuelo húmedo para evitar el mal olor. Cuando se despertaba por la mañana, elpañuelo estaba seco y en la boca le quedaba un regusto granuloso a tiza.

Una tormenta de polvo podía durar horas, a veces incluso días enteros, y luego, de la mismaforma repentina con la que había empezado, se detenía. Durante unos segundos el mundo quedabasumido en un perfecto silencio. Entonces se oía el llanto de un bebé, o el ladrido de un perro, yuna bandada de pájaros aparecía de repente y misteriosamente en el cielo.

LOS PRIMEROS copos de nieve cayeron, luego se fundieron, y entonces empezó a llover. La tierraalcalina no podía absorber el agua y el suelo se convertía rápidamente en lodo. Se formaban unoscharcos negros en los senderos de gravilla y las escuelas tenían que cerrar para hacerreparaciones.

No había nada que hacer y los días eran largos y vacíos. El niño los iba marcando uno por unocon una cruz roja gigante en el calendario. Practicaba números nuevos con el yo-yo: la vuelta almundo, el paseo con el perro, la armada turca. Recibió una carta de su padre escrita sobre unashojas de papel a rayas. Desde luego que tenemos pasta de dientes en Lordsburg. ¿De qué otraforma podríamos cepillarnos los dientes? Su padre le agradeció la postal del tabernáculo mormón.Le decía que se encontraba bien. Que estaba seguro de que volverían a verse pronto. Pórtate biencon tu madre, escribía. Sé paciente. Y recuerda, es mejor inclinarse que rebelarse. En ningúnmomento hizo mención de la guerra.

SU PADRE le había prometido que le mostraría el mundo. Irían a Egipto, decía, y se subirían a laspirámides. Irían a China y darían un largo paseo por la Gran Muralla. Visitarían la torre Eiffel deParís y el Coliseo de Roma y por la noche, a la luz de las estrellas, surcarían las aguas de Veneciacon una góndola de madera.

«La luna que está en el cielo –cantaba– es tuya y mía…»

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UN DÍA después de que el FBI irrumpiera en casa encontró varios pelos de su padre en la bañera.Los guardó en un sobre que colocado debajo de las láminas sueltas de madera de debajo de sucama. Se prometió a sí mismo que siempre que no comprobara que el sobre seguía allí (no mirarde escondidas era su regla) su padre estaría bien. Pero últimamente en los barracones sedespertaba en mitad de la noche, convencido de que el sobre había desaparecido. «Debí traerlo»,se decía a sí mismo. Le preocupaba que ahora hubiera una familia numerosa y desordenadaocupando su antigua habitación, gente que jugaba a las cartas noche y día y que derramaba bebidaspor el suelo. Le preocupaba que el FBI hubiera vuelto a casa una vez más en busca de mercancíade contrabando. Nos hemos olvidado de buscar debajo de los tablones del suelo. Le preocupabaque cuando volviera a ver de nuevo a su padre después de la guerra, éste estaría demasiadocansado para practicar lanzamientos debajo de los árboles. Le preocupaba que su padre sehubiera vuelto calvo.

DE VEZ en cuando oían rumores de espías. Takizawa, susurraba la gente, era un informador delgobierno. Posiblemente coreano. No era de confianza. «Ten cuidado con lo que dices». Yamaguchitenía estrechos lazos con la administración. Ishimoto había sido atacado una noche detrás de lasletrinas por tres hombres enmascarados que blandían cañerías de plomo. «Dijeron que estabapasando nombres de desleales projaponeses al FBI».

–¿QUÉ ES lo que más echo de menos? El sonido de los árboles por la noche. Y también… elchocolate.

–Y las ciruelas, mamá. Echas de menos las ciruelas.–Eso es, echo en falta las ciruelas. Siempre las echo de menos.–Tal vez, no siempre.–Cierto, tal vez no. Pero hay algo que me tiene preocupada.–¿De qué se trata?–¿Dejé la luz del porche abierta o cerrada?–Abierta.–Y el horno. ¿Me acordé de apagar el horno?–Siempre lo apagas.–¿Ah sí?–Siempre.–¿Es que teníamos un horno?–Por supuesto que sí.–Claro. El horno Wedgewood. Se me daba muy bien cocinar, ¿sabes?

EL NIÑO deslizaba poco a poco el dial. Escuchó música de órgano en la cadena de Salt Lake City.Luego música de rumba. Una banda de swing. Un anuncio de las pastillas del doctor Fisher paradesarreglos intestinales.

–Señores –preguntaba un hombre–, ¿sufren dolores de cabeza y se sienten faltos de energía porla mañana?

–No –contestaba el niño.

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Luego venía el parte de noticias, según el cual el destacamento occidental estaba llegando aMarruecos, y el central en Orán, y en las islas del Pacífico las fuerzas americanas perecían entodas partes. Cerró los ojos y se imaginó a sí mismo luchando con Hank y los bombarderos en lasIslas Salomón. O haciendo un vuelo de reconocimiento sobre Mindanao. Tal vez tomaría un vuelodirecto sobre Leyte y tendría que utilizar el motor a propulsión. Flotaría lentamente hasta tocartierra con un flamante paracaídas de seda y lo haría con suavidad entre los arbustos, o sobre unaplaya de arena blanca, y el general MacArthur vadearía sobre la costa y le daría el CorazónPúrpura.

–Has hecho lo que has podido, hijo –le diría, y luego se darían la mano.

CUANDO LA niña se desnudaba, siempre con un movimiento rápido y ágil de la muñeca y luego eljuego de cruce de brazos en el que el vestido amarillo se hinchaba como el reverso de unparacaídas, le pedía que diera media vuelta. Ella le había contado lo de las estaciones y lahibernación. Le dijo que cualquiera de estos días empezaría a sangrar.

–Será de color rojo –explicó.Le dijo que Franklin Masuda sufría de un caso agudo de pie de atleta. «Él mismo me lo ha

enseñado», y que alguien había tirado un bebé al cubo de la basura en el bloque 29.–¿Qué aspecto tenía? –preguntó el niño.–No quieres saberlo.–Sí, sí quiero saberlo.Le contó que la señora Kimura era en realidad un hombre, y que la chica del bloque 12 fue

hallada desnuda con un guardia en la parte trasera de un furgón. Decía que las cosas de verdadsólo pasan de noche.

El niño contestó:–Lo sé.Una noche la encontró agachada de cuclillas debajo de su ventana con una cucharilla que había

cogido del comedor.–Estoy cavando un agujero a China –dijo.Junto a ella en el suelo yacía la tortuga. Su cabeza y sus patitas se habían retraído hacia el

interior del cascarón y no se movía. No se había movido en varios días. Estaba muerta. «Fueculpa mía, pensó el niño, pero no se lo dijo a nadie. Noche tras noche se había quedado en vela ala espera de oír el sonido de los arañazos de la tortuga, pero lo único que podía oír eran losportazos provocados por efecto del viento.

La niña colocó la tortuga al fondo del agujero, al que llenó de arena y luego hincó la cuchara enésta.

–La desenterraremos en primavera –aclaró–, y la resucitaremos.

ÉL ESTABA allí, sobre el camastro de su madre. Jesús. En color. Una imagen de diez por ochocentímetros. Una postal de alguien que tiempo atrás se la había enviado desde el Louvre. Jesústenía brillantes ojos azules y una sonrisa amable pero misteriosa.

–Igual que la Monalisa –dijo la niña.El niño pensó que guardaba un parecido más estrecho con la señora Delaney, sólo que llevaba

el pelo más largo y tenía halo.

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Los ojos de Jesús estaban llenos de una alegría secreta y parpadeante. Era un éxtasis. Murió«por ti», dijo su madre, «por tus pecados», y luego resucitó. La niña reaccionó con un «Mmmm».Dijo, «eso es divino».

MÁS TARDE, entre la oscuridad de la noche, pudo oír rezar a su madre. «Padre nuestro que estás enlos cielos…»

Por la mañana, al amanecer, procedente del otro lado de la pared, se oían los cantos del vecinode al lado: «Kokyo ni taishite keirei».

Saludo del Palacio Imperial.

CUANDO PENSABA en su padre lo veía al atardecer, apostado contra un poste de la alambrada deLordsburg, en el campamento de enemigos extranjeros peligrosos. «Mi padre es un forajido»,susurró. Le gustaba como sonaba esa palabra. Forajido. Se imaginaba a su padre con botas devaquero y un Stetson negro, montando un hermoso caballo llamado Escarcha blanca. Quizá habíarobado ganado, o atracado un banco, o asaltado una diligencia, o –al igual que los hermanosDalton– tal vez un tren entero, y ahora estaba cumpliendo condena con el resto de los hombres.

Pensaba en estas cosas, y luego se le aparecía una imagen flotando ante él: su padre, con su batay zapatillas, siendo detenido en el jardín. Entre en el vehículo, Papa-san.

VOLVERÁ CUALQUIER día de éstos. Cualquier día.Sólo di que tuvo que marcharse de viaje.Mantén la boca cerrada y no digas nada.Quédate dentro.No salgas de casa.Viaja solo de día.No hables por teléfono en japonés.No te reúnas en un único sitio.Cuando te encuentres con otro japonés en la ciudad no lo saludes al estilo japonés con una

reverencia. Recuerda que estás en América. Salúdale según el estilo americano con un apretón demanos.

NINGUNO DE los otros padres había tenido que salir en zapatillas. El padre de Ben Okada habíasido arrestado con sus zapatos de golf mientras practicaba su saque en el campo. El padre deWoodrow Teshima fue arrestado con sus zapatos de vestir y un traje alquilado de una boda budistaen Alameda. Y el padre de Sugar Sawada, que ya había perdido un pie y algo de memoria (sólolos malos recuerdos, insistía la señora Sawada con un guiño amistoso y una sonrisa), un día, en laprimera guerra mundial, había hecho una reverencia hacia el este antes de que se lo llevaranborracho y con una de sus botas negras. Alzó sus muletas y gritó: «¡Banzai! ¡Banzai! ¡Banzai!».

A veces el niño se tranquilizaba pensando en el padre de Tommy Tanaka, que llevaba calcetinesblancos y un viejo par de alpargatas geta de madera cuando el FBI se lo había llevado con las

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manos rojas en el jardín, mientras cortaba los últimos tallos de la temporada de crisantemos. Geta,pensó el niño, era peor que las zapatillas. Mucho peor.

«A VECES» –decía su madre– miro el reloj y son las cinco y media de la tarde y estoy segura deque regresará a casa procedente de la oficina.»

«Entonces me entra el pánico. “Es tarde” me digo a mí misma. “Ya tendría que haber empezadoa cocer el arroz.”»

LOS ÁRBOLES aparecieron de repente y sin previo aviso un día soleado de finales de noviembre.Eran sauces jóvenes que habían sido transportados en un camión habilitado al efecto desde unlugar remoto. Tal vez de las montañas. O a orillas de un río. Algún lugar donde hubiera agua.Durante el día los hombres de cada bloque plantaban los árboles delante de los comedores, y lohacían dejando un intervalo regular a ambos lados de los cortafuegos. El sudor empapaba susfrentes mientras sus palas se contorneaban y resplandecían bajo la luz del sol.

Al final del día, cuando nadie estaba mirando, el niño arrancó la pequeña hoja de un árbol y sela llevó al bolsillo. A la mañana siguiente la puso en un sobre y la envió a Lordsburg.

–EL SUELO es demasiado alcalino –dijo su madre–. Estos árboles no aguantarán el invierno.Se quedó de pie junto a la ventana vestida en camisón mientras se peinaba. Había empezado a

nevar. Dos faros de vigilancia se cruzaron en plena oscuridad, iluminaron la alambrada entera yluego se apagaron. Al cabo de unos segundos volvieron a encenderse. Se arrancó una cana de lacabellera y la dejó caer en el suelo.

–Ya la barreré por la mañana –comentó. Luego se dirigió a su hijo–: Perdí un pendiente en eltren. ¿No te lo dije?

El niño negó con la cabeza.–Se cayó en algún lugar entre Provo y Nephi. No he vuelto a sentirme la misma desde entonces.El niño vio como su madre se enroscaba el pelo y se hacía un moño. Tenía el pelo moreno y

brillante cuando le daba la luz, pero tenía una mirada cansina.–Tienes buen aspecto –le dijo.No recordaba que su madre llevara pendientes en el tren.Ella cerró los ojos por unos instantes y luego los abrió de par en par.–Me pregunto adónde fue a parar.–¿Cómo era?–Se parecía a una perla –aclaró–. Era una perla.–Tal vez se perdió entre el asiento.–O tal vez –dijo– desapareció sin más. A veces los objetos desaparecen y no hay forma de

encontrarlos. Esas cosas ocurren.El niño recogió la cana del suelo y la sostuvo contra la luz. Ella miró a su hijo y luego al hilo

de pelo que sostenía en la mano. Después apagó la luz y se quedaron a oscuras y en silencioobservando cómo la nieve caía sobre los tejados negros de los barracones. La nieve era limpia yblanca y descendía en ráfagas.

–En primer lugar, no tenía que haberme puesto esos pendientes –dijo al cabo de un rato–. No

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tenía que habérmelos puesto.

POR LA mañana la nieve se había vuelto aguanieve y soplaba un fuerte viento en las montañasWasatch.

–Hay que tapar –ordenó su madre.Arrancó las páginas de Sears, del catálogo Roebuck, y las metió entre las grietas de las

paredes. Tapó los agujeros de la madera con las tapas de las latas. Se trajo cubos de carbón de lapila de carbón que de vez en cuando aparecía en medio de la carretera y encendió un fuego en elhorno. Cuando la autoridad de reubicación para la guerra anunció que distribuiría los excedentesmilitares de la primera guerra mundial ella hizo cola durante dos horas y se trajo consigo unasorejeras, pantalones de lona y tres impermeables de la marina de la talla 44.

El niño se puso el impermeable y se quedó observando su imagen reflejada en el espejo roto.Tenía el pelo largo y despeinado, y su rostro estaba bronceado por el sol. El abrigo le colgaba pordebajo de las rodillas. Entornó los ojos y mostró sus dos dientes incisivos.

Jurro filelidad a la banderra¿Qué pasa, pequeñín?Lo siento. Lo siento mucho.El niño metió el dedo pulgar por un agujero de la lana.–Hay polillas –dijo.–Prueba con las balas –dijo la niña.Su madre sacó una aguja y una canilla de hilo negro de Boilfast. Sacó un dedal.–Echemos un vistazo –dijo.

LA TEMPERATURA descendió a diez grados. A cinco. En más de una ocasión, a veinte bajo cero.Congelaba las finas ramas negras de los árboles y los hilos de los tendederos quedaban heladosformando unas extrañas formas por efecto del viento. Son velas blancas congeladas, pensó elniño. A veces el viento soplaba en todas direcciones a la vez y el niño no podía caminar sincaerse. Los pajarillos se perdían y caían del cielo. Los coyotes hambrientos se escondían debajode la alambrada y se peleaban con los perros por migajas de comida. Un hombre desapareció yfue hallado muerto por congelación al cabo de tres días, a unos quince kilómetros al este de lasmontañas. Dijeron que tenía el rostro sereno y sonreía. Tenía los ojos cerrados. Sencillamente seechó debajo de las estrellas y se quedó dormido. Debajo de su cabeza, plegado en forma deperfecto cuadrado rojo, había un trozo de seda vieja y deteriorada. En la mano sostenía el asa deun cubo. No pudieron quitárselo de los dedos.

LA NIÑA se quedó delante del espejo roto, mirando fijamente el punto rojo de su mejilla. Volvió atocarlo varias veces. Decía. «Querida, besos, besos». Decía «sólo uno». Luego frunció el ceño ehizo un repaso a su dentadura. Tenía los dientes pequeños y relucientes y redondos, comopequeñas piedras duras y pulidas.

Él le dio unos suaves golpecitos en el brazo.–¿Qué? –preguntó ella, pero no estaba hablando con él. Se dirigía a su propio reflejo en el

espejo–. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

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–La carne de caballo.–¿Qué ocurre?–¿De dónde la han sacado?La niña arrugó los labios.–De los caballos–¿Qué clase de caballos?Ella le miró en el espejo.–Caballos muertos.El niño dio media vuelta al espejo para que diera contra la pared.Se acercó a la ventana y miró hacia los barracones negros barridos por el viento. A lo lejos, al

otro lado de la alambrada, unas enredaderas de grandes proporciones eran arrastradas por lacuenca del río. Parte de la carne de caballo, explicó, procedía del velódromo. Si un caballo serompía la pierna lo sacrificaban y luego lo enviaban al matadero. Pero la mayor parte de la carnede caballo procedía de los animales salvajes.

–Los cazan con lazo en el desierto. Y luego les pegan un tiro.Le preguntó si se acordaba de los mustangs salvajes que habían visto por la ventanilla del tren y

él contestó que sí. Tenían unas largas colas negras y una crin vaporosa de tonos oscuros. Los habíavisto galopar bajo la luz de la luna por la llanura polvorienta y luego había soñado con ellosdurante tres noches consecutivas.

–Éstos son los caballos –dijo ella.

LAS TRES de la madrugada. Hora muerta. Vacío de sueños. El niño yacía acostado en plenaoscuridad y le preocupaba la bicicleta que había dejado atrás, encadenada al tronco del caqui. ¿Sehabrían desinflado los neumáticos? ¿Habría herrumbre en los radios de las ruedas? ¿Estaríanenmarañados con malas hierbas? ¿Seguía la llave del cerrojo escondida en el cobertizo?

Pero era el pequeño timbre metálico lo que más le perturbaba. Su padre no lo había sujetadobien en el manillar. «Mañana lo atornillaré», había dicho. Hacía mucho tiempo de eso. Lo dijomeses atrás, cuando el aire todavía olía a árboles y a hierba recién cortada y las rosas empezabana florecer.

«Nunca lo hiciste», susurró el niño.El niño estaba convencido de que, a estas alturas, el pequeño timbre metálico habría

desaparecido.

El 7 de diciembre habrá transcurrido un año desde que te vi por última vez. Leo tus cartas cadanoche antes de acostarme. Por ahora el tiempo ha sido moderado. Esta mañana me desperté alamanecer y observé cómo se alzaba el sol. Vi a una imponente águila sobrevolando las montañas.Me encuentro bien de salud y hago ejercicio durante media hora después de cada comida. Porfavor, cuídate y ayuda a tu madre.

DURANTE CUATRO días después de su detención no supieron dónde estaba. No sonó el teléfono –elFBI había cortado los cables– y no podían retirar dinero del banco. «Su cuenta corriente ha sidocongelada», le habían dicho a la madre del niño. Por la noche preparaba la mesa para cuatro

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personas, y cada noche antes de acostarse salía al porche delantero para dejar las llaves de casadebajo del tiesto de un crisantemo. «Él sabrá dónde mirar», decía.

En el quinto día recibió una breve nota por correo del centro de detención de inmigrantes deSan Francisco. Sigo esperando a que se celebre la vista sobre mi lealtad. No sé si mi caso serájuzgado, ni cuánto tiempo me retendrán aquí. Ya han encerrado a ochenta y tres japoneses en untren. Por favor, ven a verme lo antes posible. Ella hizo una pequeña maleta repleta de objetospersonales de su marido: ropa, toallas, un kit de afeitado, un par de gafas de repuesto, gotas parala nariz, una pastilla de jabón Yardley, un libro de primeros auxilios. Luego se subió al primer trenque cruzaba la bahía.

–¿Seguía llevando las zapatillas? –le preguntó el niño cuando la madre regresó.Ella le contestó que sí. Y también la bata. Le dijo que no se había duchado ni afeitado desde

hacía días. Entonces sonrió.–Se parecía a un vagabundo –dijo.Esa noche puso la mesa para tres.

POR LA mañana se dedicó a enviar todos los trajes del padre del niño a la tintorería, a excepciónde uno: el traje azul a rayas punteadas que había lucido el último domingo que había pasado encasa. El traje azul se quedaría colgado en el armario.

–Me pidió que lo dejara colgado allí para que te acordaras de él.Pero cuando el niño se acordaba de su padre en el último domingo que pasó en casa no lo

recordaba con el traje azul, sino vestido con su bata blanca de franela. Las zapatillas. La siluetade su padre sin sombrero enmarcada en la ventana trasera del coche. La cabeza rígida e inmóvil.Miraba en línea recta. En línea recta en mitad de la noche mientras el vehículo avanzabalentamente en la oscuridad. No miró hacia atrás, ni siquiera en una ocasión. Ni siquiera paracomprobar que siguiera allí.

DÍA DE navidad. Cielos plomizos. Mucho frío. En los comedores había abetos decorados conestrellas hechas con latas de hojalata, y en los transistores de los barracones Bing Crosby cantaba«Blanca Navidad». Se sirvió pavo para la cena, y los cuáqueros y la asociación también cuáquerade los American Friends Service repartieron caramelos y regalos para los niños de todo elcampamento. El niño recibió una pequeña navaja suiza de una tal señora Ida Little de Akron,Ohio. «Que el señor cuide siempre de ti», había escrito. Él le envió una breve nota deagradecimiento y allí donde fuera llevaba la navaja consigo. A veces, cuando corría, podía oír eltintineo de la navaja contra la piedra azul de mar de la buena suerte, y por un momento se sintiómuy afortunado. Tenía los bolsillos llenos de cosas buenas.

EL INVIERNO pareció durar una eternidad. Hubo brotes de gripe y diarrea y el carbón escaseaba.Les asignaron sólo dos mantas del ejército por persona, y a menudo el niño temblaba por lasnoches antes de quedarse dormido. Tenía las manos rojas y desquebrajadas por el frío. Siempre ledolía el cuello. Su hermana se marchaba temprano de los barracones y no volvía hasta muchodespués del anochecer. Siempre parecía tener prisa. Tenía las mejillas sonrojadas del frío.

–¿Adónde vas?

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–Salgo.Tomaba todos los ágapes con sus amigos. Nunca lo hacía con el niño ni con su madre. Fumaba

cigarrillos. Podía olerlos en su cabello. Un día la vio haciendo cola en el comedor, con susombrero panamá, y ella apenas le reconoció. Su antigua vida parecía muy lejana y remota, comosi se tratara de un sueño que no pudiera recordar. La hierba de color verde intenso, las rosas, lacasa de la calle ancha que no quedaba muy lejos del mar. Todo eso eran otros tiempos, un añodistinto.

¿QUIÉN ESTABA ganando la guerra? ¿Quién la estaba perdiendo? Su madre ya no quería saberlo.Había dejado de contar los días. Ya no quería leer el periódico ni escuchar los partes de la radio.«Avísame cuando se acabe», decía.

En los días en los que tenían agua caliente se iba a la lavandería y lavaba toda la ropa en elfregadero de madera. De lo contrario, no tenía ninguna tarea que hacer. No solicitó trabajo comoauxiliar de enfermería en el hospital, ni como vigilante de un proyecto de granja. La paga(dieciséis dólares al mes) no valía la pena, decía. No donó sangre a la Cruz Roja ni se sentabacon otras madres a tejer calcetines de lana ni bufandas para los soldados rasos americanos queestaban luchando por la libertad en el extranjero.

La mayoría de los días ni siquiera salía de la habitación.Se quedaba sentada junto al hornillo durante horas sin pronunciar palabra. En su regazo tenía

una carta a medio acabar. Un libro medio abierto. Lucía una gruesa bufanda de lana alrededor dela cabeza para conservar el calor. Lucía un par de pantalones holgados. Un jersey grueso. Cuandosonaba el timbre anunciando la cena se levantaba de un salto.

–¿Qué ocurre? –preguntaba–. ¿Quién anda ahí?Siempre pensaba que había hombres en la puerta. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas a su

marido. Se quedaba mirando fijamente las manos de su regazo, como si le causara sorpresa verlasallí.

–A veces no sé si estoy despierta o dormida.–Estás despierta –le decía el niño.

DECÍA QUE había perdido el apetito. La comida la aburría.–Id a comer sin mí –decía. El niño le traía algo de comer: una bandeja de alubias, un

montoncito de col encurtida, y le sujetaba el tenedor con una mano. Pero antes de que el bocadollegara a la boca, se detenía para mirar por la ventana.

–¿Qué ocurre? –le preguntaba el niño–. Dime lo que quieres. ¿Te apetece arroz?Ella le contestó que no quería arroz. Ya no quería nada. Nada de nada.Pero muy de vez en cuando su mirada se perdía y él sabía que estaba pensando en otro lugar. En

un lugar mejor.–Sólo una vez –le había dicho–. Me gustaría mirar por la ventana y ver el mar.

UN DÍA dijo que ya no podía soportarlo más. El viento. El polvo. La eterna espera. La pareja devecinos que se peleaban constantemente. Colgó una sábana blanca de una cuerda y lo llamó unacortina. Detrás de la cortina blanca se tumbó en su camastro, cerró los ojos y se quedó dormida.

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Soñó. Soñó en las noches cálidas de Kagoshima y el gorjeo de los grillos y de los farolillos rojosde papel flotando uno por uno en las aguas del río.

–Volvía a ser una niña. Tenía cinco años y había ido a pescar truchas con mi padre.–¿Con qué clase de caña de pescar? –se interesó el niño–. ¿Era una caña de bambú?Por primera vez en meses, el niño la había visto sonreír.–Sí, lo era –contestó–. Bambú. Bambú.

EN LA casa natal de su madre había ventanas de papel de arroz y puertas correderas de madera.Las alfombrillas de tatami cubrían los suelos desnudos de madera. Por la noche cazabaluciérnagas en los campos de arroz y las traía a casa dentro de una bolsa de papel marrón. Sepasaba toda la noche sentada en su escritorio practicando la escritura de caracteres chinos junto ala luz atenuada de las luciérnagas.

Decía que tenía seis hermanas mayores y un hermano menor que había muerto de fiebreescarlatina a los cuatro años de edad.

–Todavía pienso en él a diario –dijo.Dijo que una vez al año, en el día de su cumpleaños, su madre preparaba arroz con alubias

rojas azuki.–Era todo un lujo –decía, y luego se quedaba callada.Cerraba los ojos y se quedaba inmóvil en el camastro. Yacía durante mucho tiempo, inspirando

y espirando lentamente hasta que el niño ya no podía discernir si la madre estaba despierta odormida.

DOS NOCHES antes de que partieran hacia Tanforan él la había ayudado a enterrar la plata en eljardín debajo de la estatua del Buda gordo que reía. Era la primavera, y la tierra estaba oscura yhúmeda y llena de gusanos. Los había visto moviéndose bajo la luz de la luna.

–Date prisa –le había dicho su madre.Había tocado los gusanos con la pala. Llegó a cortar algunos por la mitad. Luego la luna

desapareció, cayó una tenue lluvia y el agua empezó a filtrarse por las hojas y las ramas y aresbalar por el rostro de su madre.

Pero incluso antes de la lluvia, según pudo recordar en ese momento, tenía el rostro húmedo.

CUANDO CONOCÍ a tu padre quería estar todo el tiempo con él.–Sé a lo que te refieres.–Si nos separábamos aunque fuera por cinco minutos, empezaba a echarle de menos. Pensaba ya

no volveré a verle nunca más. Pero al cabo de un tiempo dejé de tener miedo. Las cosas cambian.–Supongo que sí.–La noche en que lo detuvieron, me pidió que fuera a buscarle un vaso de agua. Acabábamos de

acostarnos y yo estaba muy cansada. Estaba agotada. Así que le dije que fuera él a buscarlo.–Lo haré la próxima vez –contestó–, y entonces dio media vuelta y se quedó dormido. Más

tarde, mientras se lo llevaban, lo único en lo que podía pensar era que siempre tendrá sed.–Probablemente le dieron un vaso de agua en el centro de detención.–Tenía que habérselo llevado.

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–No lo sabías.–Pero incluso ahora, cuando sueño, él me sigue pidiendo agua.

ÍEL NIÑO creyó haber oído un sonido en plena noche. El golpeteo constante de una cuerda contra lasuciedad. Se incorporó, miró por la ventana y vio a su hermana saltando a la comba bajo la luz dela luna, ataviada con su vestido amarillo de verano. Tenía las piernas largas y delgadas. Teníacostras en las rodillas. Tenía unos hoyuelos en las pantorrillas debido a la arenisca que el vientoalzaba día y noche. Pensó que no debería lucir vestidos.

Salió y se quedó de pie y a oscuras a un costado de la puerta. Ella no le vio y continuó saltando.Primero con una pierna, luego con la otra, luego con los brazos cruzados y sin cruzar hasta que lacuerda no pasaba por debajo del zapato y tropezaba. En una ocasión el pie se quedó atascado enel lodo y arrastró la cuerda consigo.

–Será mejor que entres –le dijo en voz baja–. Vas a coger un resfriado.Ella se quedó mirando a su hermano.–¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?–Hace un buen rato.–¿Y cómo me ves?–Bien. Eres una buena saltadora.–Soy terrible. Ni siquiera merezco sostener la cuerda.Él se acercó unos pasos para comprobar la superficie que pisaba su hermana, recogió la cuerda

y se la quedó mirando. Era blanca y estaba deshilachada. Era un fragmento de un antiguotendedero para la ropa que debió de coger de un poste. Se imaginó una fila de sábanas blancasondeando al viento y sin la alambrada.

–Será mejor que entres ahora –insistió.–No estoy aquí.Él no le contestó.–Soy una horrible saltadora.–Eres espantosa.–La peor.Él sostenía la cuerda.–Cógela –le dijo.La niña asió un extremo de la cuerda, y el niño sostenía el otro muy fuerte para guiar a su

hermana lentamente hacia los barracones.

POR LA mañana se levantó con fiebre alta. Su madre le trajo una taza de hojalata llena de agua y ledijo que bebiera, pero la niña se negó. Le dijo que no tenía sed.

–No puedo tragarme nada –le dijo.Se apartó la manta y empezó a rascarse una de las heridas de la rodilla. El niño asió su muñeca

y le dijo:–No.Ella dio media vuelta y miró por la ventana. Una mujer vestida con un albornoz rosa caminaba

hacia las letrinas con un orinal.–¿Dónde estamos? –preguntó la niña–. ¿Qué les ha pasado a los árboles? ¿Qué país es éste? –

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dijo que había visto a su padre caminando solo por el arcén de la carretera–. Venía a buscarnos. –Miró la hora en su reloj y preguntó cómo se había hecho tan tarde–. Son las seis –dijo–. Yadebería estar aquí.

EN EL mes de febrero llegó un equipo de reclutadores del ejército para llevarse a voluntarios, yentregaron un cuestionario de lealtad a todo hombre y mujer mayor de diecisiete años.

¿Está usted dispuesto a servir en las fuerzas armadas de Estados Unidos en su servicio al frente,allí donde se le ordene?

El vecino de al lado contestó que no y fue enviado junto con su esposa y la madre de su esposaa unirse a otros desleales en Tule Lake. Al año siguiente fueron repatriados a Japón en el buque dela marina estadounidense Gripsholm.

¿Jurará una fidelidad inquebrantable a los Estados Unidos de América y defenderá fielmente aEstados Unidos de cualquier ataque de fuerzas extranjeras o nacionales, y renunciará a cualquierforma de lealtad u obediencia al emperador japonés; o a cualquier gobierno, poder u organizaciónextranjeros?

–¿Qué lealtad? –preguntó la madre del niño. Ella contestó que no tenía nada a lo que renunciar.Había vivido en América durante casi veinte años. Pero no quería causar ninguna molestia (elclavo que sobresale se vuelve a martillear) ni ser considerada desleal. No quería que la enviarande vuelta a Japón–. Allí no tenemos ningún futuro. Estamos aquí. Vuestro padre está aquí. Lo másimportante es que permanezcamos juntos.

Ella contestó que sí.Se quedaron.Lealtad. Deslealtad. Fidelidad. Obediencia.–Palabras –dijo–. Son sólo palabras.

EN EL interior de la lata herrumbrosa de melocotones se produjo un estallido de color amarillo.El niño volvió a tocar los pétalos con los dedos.–Gloria –susurró.Era el mes de marzo y no hacía tanto frío por las noches. Los escorpiones proliferaban una vez

más, y la tierra empezaba a reblandecerse. La niña desenterró cucharaditas de arena de debajo dela ventana del barracón, pero no pudo dar con la tortuga.

–Se marchó sin nosotros –anunció.Sólo los sauces no habían sobrevivido al invierno. Su savia no se había alzado. Sus ramas

seguían desnudas. La niña rompió una ramita y se la puso entre los dientes.–Muerta –dijo.El niño se culpaba a sí mismo en secreto. No debí de arrancar esa hoja…Reanudó sus largos paseos, aunque ahora lo hacía solo, sin su hermana. Al otro lado de la

alambrada vio las oscuras sombras de las nubes que sobrevolaban la arena. Todavía podían verselas cumbres nevadas de las montañas. A veces un conejo silvestre se cruzaba en su camino, o unperro perdido que se apresuraba a transportar a una criatura oscura y peluda con la boca. Lossapos cornudos saltaban entre las piedras blancas y secas. Los lagartos se tostaban al sol. Y enalguna parte del desierto una tortuga solitaria deambulaba sin prisa pero sin pausa hacia ladelgada línea azul del horizonte.

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HABÍA DÍAS, después de la lluvia, en los que de repente el aire se colmaba del olor intenso asalvia. Su madre se levantaba de su camastro, se acercaba a la ventana y respiraba hondo.«Sobrenatural», decía.

EN UNA noche cálida del mes de abril un hombre recibió varios disparos en la alambrada. Elguardia declaró que el hombre en cuestión había tratado de escapar. Le había llamado la atencióncuatro veces, según el propio guardia, pero el hombre hizo caso omiso de los avisos. Los amigosdel fallecido decían que sólo había salido a pasear al perro. Es posible que ni siquiera oyera alguardia, porque era una persona dura de oído. O que el ulular del viento se lo impidiera. Unhombre que había acudido a la escena del incidente poco después del tiroteo había advertido lapresencia de una extraña flor situada al otro lado de la alambrada. Creía que su amigo habíaextendido un brazo para recoger la flor cuando el guardia inició los disparos.

Asistieron casi dos mil personas al funeral. El féretro estaba repleto de centenares de flores depapel crepé. Se cantaron himnos. Se bendijo el cuerpo. Años después, el niño se acordaría de quepermaneció junto a su madre durante toda la ceremonia, preguntándose qué clase de flor habríavisto el hombre.

¿Una rosa? ¿Un tulipán? ¿Un jacinto?Se preguntaba si la habría recogido. ¿Y qué pasó?Se imaginó explosiones de barcos, nubes de humo negro, centenares de bombarderos B-29

descendiendo en llamas del cielo. Un paso en falso, chico, y estás muerto.

VOLVIÓ A hacer calor. El sol se alzaba muy alto en el cielo. La guerra no terminaba. El día uno demayo el primer grupo de voluntarios del ejército salió de los barracones para dirigirse a FortDouglas, y una niña de cuatro años del bloque 31 enfermó de parálisis infantil. Al cabo de unosdías volvieron a ver los letreros de las calles. De pronto existía una calle Olmo, una calle Sauce,y una calle Algodonero. La avenida Alejandría discurría de este a oeste y pasaba por delante delas oficinas de la administración. El Camino Fremontia desembocaba en la bomba delalcantarillado.

–No parece como si fuéramos a marcharnos pronto –dijo la madre del niño.–Al menos sabemos dónde estamos –comentó la niña.Ahora él sabrá dónde encontrarnos, pensó el niño.Los días eran largos y soleados, y hacía muchas semanas que no recibían correo de Lordsburg.

CADA DÍA parecía transcurrir más lento que el anterior. El niño se pasaba horas yendo de un ladopara otro en su habitación. Contaba sus pasos. Cerraba los ojos y recitaba los nombres de susantiguos compañeros de clase cada vez que un pensamiento desagradable –está enfermo, estámuerto, lo han enviado a Japón– trataba de abrirse paso en su cabeza. Le preguntó a su madrecuándo creía que recibirían la próxima carta de Lordsburg. ¿Mañana, tal vez?

–Mañana es domingo.–¿Y el lunes?–No confiaría demasiado en ello.¿Y si se dejaba de morder las uñas y se acordaba de hacer las cosas la primera vez que alguien

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se las pedía? ¿Y si recitaba sus oraciones cada noche antes de acostarse? ¿Y si se comía toda lacol encurtida aunque ésta rozara otros alimentos del plato?

Eso sería de una gran ayuda.

EL VERANO era un largo y caluroso sueño. Cada mañana, cuando se alzaba el sol, la temperaturaempezaba a subir. Al mediodía las flores ya se combaban. El cielo se desteñía de blanco debidoal calor y el viento era cálido y seco. Unos diablillos de polvo formaban remolinos en la arena.Los tejados negros se tostaban al sol. El aire temblaba.

El niño arrojó las piedrecillas al cubo del carbón. Miraba por las ventanas de otras personas.Hacía dibujos de aviones y tanques en la arena con su palo preferido. Dibujaba la palabra SOS enletras grandes junto a la línea del cortafuego, pero las borraba antes de que alguien tuviera tiempode leer lo que había escrito.

Tarde, por la noche, se quedaba despierto encima de las sábanas anhelando un helado, el gajode una naranja, una piedra, algo, cualquier cosa que pudiera chupar y le sirviera para aplacar sused. Era el mes de junio. O tal vez fuera julio. Era agosto. El calendario se había caído de lapared. El reloj de hojalata había dejado de marcar la hora. El mecanismo estaba lleno de polvo yno funcionaba. Su hermana estaba profundamente dormida en su camastro y su madre soñabadetrás de la cortina blanca. Se llevó una mano a la boca. Había una muela suelta de la parte dearriba del fondo de la dentadura. Le gustaba tocarla. Moverla en su agujero. El movimiento leresultaba tranquilizador. A veces notaba el gusto a sangre y se lo tragaba. Era salado, le gustabapensar, como el mar. A lo lejos podría oír el trajín de los trenes nocturnos. El golpeteo de loscascos de caballo sobre la arena. El suave tintineo de un timbre.

Cerraba los ojos. Es él, pensaba. Está a punto de llegar.

PODÍA REGRESAR montado a caballo. En bicicleta. En tren. En avión. En el mismo coche anónimocon el que se lo habían llevado. Podía estar llevando un traje azul a rayas punteadas. Un kimonode seda roja. Una camisa de hierba. Un sombrero de vaquero. Un halo. Un sombrero gris oscurocon alas y una ramita en la punta. Quizá la tocaría (la ramita) y luego levantaría lentamente lamano, como si fuera Jesús, o el hombre del brazo maltrecho, o incluso el general DouglasMacArthur.

–He vuelto –diría.Entonces se le iluminaría la mirada y buscaría en su bolsillo y sacaría una perla blanca.–He encontrado esto en el arcén de la carretera –diría–. ¿Tienes idea de a quién pertenece?Podría suceder de este modo.

O QUIZÁ el niño estaría tumbado en la cama una noche y oiría una llamada a la puerta, un suavegolpeteo.

–¿Quién es? –preguntaría.–Soy yo.Él abriría la puerta y vería a su padre vestido con su albornoz blanco de franela cubierto de

polvo.–He recorrido un largo camino desde Lordsburg –diría su padre.

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Luego se darían las manos, o tal vez incluso un abrazo.–¿Has recibido mis cartas? –le preguntaría a su padre.–Por supuesto que sí. He leído cada una de ellas. También recibí esa hoja. Pensaba en ti todo el

tiempo.–Yo también pensaba en ti –diría el niño.Le traería un vaso de agua a su padre y se sentarían juntos a un costado del camastro. Al otro

lado de la ventana la luna estaría llena y redonda. El viento soplaría. Él apoyaría su cabeza en elhombro de su padre y olería el polvo y el calor y el tenue aroma de la crema de afeitar birmania ytodo sería estupendo. Luego, por el rabillo del ojo, advertiría el dedo gordo del pie de su padresobresaliendo por un agujero de su zapatilla.

–Papá –diría.–Te has olvidado de ponerte los zapatos.Su padre bajaría la mirada hacia sus pies y negaría con sorpresa.–Caramba –diría–. Fíjate.Y entonces se encogería de hombros. Se acostaría en el camastro y se pondría cómodo. Sacaría

la pipa. Una caja de cerillas. Sonreiría.–Ahora cuéntame todo lo que me he perdido –diría–. Cuéntamelo todo.

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En el patio trasero de un desconocido

CUANDO REGRESAMOS después de la guerra era otoño y la casa seguía siendo nuestra. Los árbolesde las calles eran más altos de lo que recordábamos, los coches estaban más deteriorados, y elrosal que nuestra madre había plantado en su día en el estrecho caminito de gravilla que conducíaa los peldaños de entrada a nuestra casa ya no existía. Nos habíamos ido en primavera, cuando losmagnolios estaban en flor, pero ahora era otoño y las hojas de los árboles estaban empezando amudar, y en el lugar en el que antes estaba el rosal de nuestra madre ahora sólo había un puñadode malas hierbas. También había botellas rotas desperdigadas por el jardín, y el seto de enebroque estaba junto al porche nos miraba como si nadie lo hubiera regado ni una sola vez durantenuestra ausencia.

Arrastramos nuestras maletas polvorientas por el sendero de gravilla. Era el atardecer ysoplaba una fría brisa procedente de la bahía; en el jardín de la casa de al lado había un hombrecon las mangas arremangadas que arrancaba lentamente las hojas. No le conocíamos. No era elmismo hombre que había vivido en esa casa antes de la guerra. Se apoyó sobre su rastrillo yasintió con la cabeza en dirección a nosotros, aunque nuestra madre no le devolvió el gesto ni elsaludo, aunque fuera de pasada. Nos había advertido que había muchas personas que no sealegraban de vernos regresar a la ciudad. Tal vez ese hombre era una de esas personas, unmiembro de la Legión Americana, o de los Comandos del frente nacional, o uno de los HijosNativos del Oeste Dorado. O tal vez era simplemente un hombre con un rastrillo que nuestramadre había elegido pasar por alto. No lo sabíamos.

Al llegar al último escalón del porche buscó en el interior de su blusa y sacó la llave de lapuerta delantera, que había llevado colgada en una larga cadena de plata durante todo el tiempoque habíamos estado fuera. Cada mañana, en el lugar donde habíamos vivido durante la guerra,buscaba la llave tan pronto como se despertaba para asegurarse de que aún seguía allí. Y cadanoche, antes de cerrar los ojos, tocaba la llave una última vez. A veces, en pleno día, habíapalpado su superficie rugosa con el pulgar mientras miraba por la ventana del barracón. Un día,cuando creía que nadie la estaba observando, la vimos metérsela en la boca y cerrar los ojos conuna sensación agradable. Era primavera y el aire olía a salvia, y estaba leyendo una carta denuestro padre. Nosotros nos apartábamos. La llave se había convertido en una parte de ella.Siempre estaba allí: una forma pequeña y oscura que colgaba visible y a veces invisiblemente,según la luz y lo que llevara puesto, y a veces, por lo visto, también de su estado de ánimo, justodebajo de su ropa. Si se la quitaba, ocurrirían cosas terribles. Nuestra casa, esa mota de polvolejana en el mapa, se vendría abajo, o empezaría a arder, o simplemente desaparecería. La guerraduraría para siempre. Nuestra madre fallecería.

Pero ahora nos la quedábamos mirando mientras se sacaba la cadena por el cuello; lo hizo sinesfuerzo, con absoluta naturalidad, como si fuera algo que hiciera a diario, y deslizó la llavedentro del cerrojo. Sus manos eran firmes. Sus dedos no temblaron. El viento soplaba entre lasramas de los árboles y en el jardín de la puerta de al lado un hombre que no conocíamos estababarriendo las hojas del suelo. Nuestra madre no le había saludado. Introdujo la llave en el cerrojo.La giró dos veces. Oímos un golpe seco y luego la puerta se abrió de par en par y ella se quitó el

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sombrero y entró en el vestíbulo. Después de tres años y cinco meses estábamos por fin yrepentinamente en casa.

LA CASA no olía bien. No nos importaba. La pintura se estaba desconchando de las paredes y losmarcos de las ventanas se habían ennegrecido por la podredumbre. Los harapos de las cortinas deencaje colgaban frente a los cristales cubiertos de hollín y el suelo estaba repleto de latas vacíasde comida y fragmentos de cristales rotos. Contra la pared del fondo, donde en su día estaba elpiano, vimos la mesa de juegos tapizada en fieltro por nuestra madre debajo de un montón deperiódicos viejos. En una esquina cercana había tres sillas plegables. Un taburete de metal. Unalámpara rota de cuello de ganso. El resto de nuestros muebles habían desaparecido. Pero noimportaba. Estábamos en casa. Muchas de las personas que habían vuelto con nosotros en el trenno tenían hogares a los que regresar. Pasarían la noche en hostales e iglesias y en los camastros dela asociación cristiana YMCA.

Dejamos nuestras cosas y corrimos de una estancia a la otra gritando «¡Fuego! ¡Ayuda! ¡Lobos!»simplemente porque podíamos hacerlo. Abrimos las ventanas y las puertas de par en par. El olor amar colmaba las habitaciones vacías de la casa y pronto otra clase de olor, el de las personas alas que no conocíamos (bebían leche, comían mantequilla, comían queso, todas esas cosas quenuestra madre decía poder diferenciar por su olor), empezó a desvanecerse.

No habíamos percibido el olor del mar desde hacía años.Abrimos el grifo de la cocina y observamos cómo el agua salía de las cañerías. Al principio el

agua salió marrón por efecto de la herrumbre, y luego se fue haciendo más clara. Bajamos lacabeza para beber del grifo. Teníamos la garganta seca debido al largo viaje y nuestras ropasestaban cubiertas de polvo. Nuestra madre dejó correr el agua entre sus manos, luego cerró elgrifo y se secó las manos con la falda de su vestido, se dirigió al jardín por la puerta de atrás y sequedó de pie entre las malas hierbas y a la sombra de los árboles y las hojas que caían a sualrededor.

Era una imagen extraña y desconocida para nosotros: nuestra madre, posando bajo la sombra delos árboles. La vimos recoger una hoja que cayó sobre su mano y la levantó hacia la luz. La vimosdejarla escapar. En el lugar de donde veníamos había sol pero no sombra, y el único momento enel que veíamos árboles era de noche, en nuestros sueños.

MUCHAS PERSONAS habían vivido en nuestra casa durante nuestra ausencia pero no sabíamosquiénes eran, o adónde habían ido, ni por qué no recibimos nunca ni un solo talón del hombre quenos había prometido alquilar nuestra vivienda. Ese hombre era abogado, se llamaba Milt Parker,se había plantado en la puerta de nuestra casa el día después de los letreros avisando de la ordende evacuación, y le ofreció sus servicios a mamá.

–Yo me ocuparé de todo –había dicho el señor Parker.Pero ¿dónde estaba ahora? ¿Y adónde había ido a parar nuestro dinero? ¿Y por qué nuestra

madre había abierto tan rápidamente la puerta a un desconocido? Porque los desconocidos yahabían llamado antes a nuestra puerta. Nada bueno. Nada de bueno. Se habían llevado a nuestropadre.

–Tonta –decía ahora nuestra madre–. Fui una tonta.En el piso superior, en las habitaciones donde antes habíamos dormido, y soñado, y en las que

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nos habíamos peleado en numerosas ocasiones, encontramos unos cochones manchados y unasrevistas antiguas repletas de fotografías de hombres y mujeres desnudos. Sus cuerpos eranperfectos. Su piel era suave y blanca. Sus miembros estaban unidos entre sí de maneras que aún nocreíamos posibles.

–Pronto lo sabréis –le oímos decir a nuestra madre en voz baja mientras apartaba esas revistas,aunque posteriormente negó haberlo hecho.

(Pero era cierto, nos había dicho que lo sabríamos.)Al final del pasillo, en la estancia en la que habíamos guardado nuestros objetos más preciados,

el estereoscopio view-master, el electrolux, nuestra colección de antiguos Dime Detectives, laporcelana nupcial que ella sólo sacaba los domingos («¿Por qué no utilizábamos esos platos cadadía de la semana?» Se preguntaría ella después), apenas quedaba algo. Las cajas vacías yacíandesperdigadas por el suelo, y encima del alféizar, formando una fila, quedaban los restos de unaantigua partida de Monopoly: un par de dados blancos, un diminuto hotel rojo, y la casa de maderaverde más pequeña del mundo.

El agua se había filtrado por una grieta del techo y en las paredes había manchas marrones ypalabras garabateadas en tinta roja que resultaban ofensivas para la vista.

–Las pintaremos –dijo nuestra madre, y varios meses después, cuando reunimos el dinero paracomprar la pintura, lo hicimos, aunque durante años no pudimos olvidarnos de esas palabras.

ESA NOCHE, la noche de nuestro primer día de vuelta al mundo, el mundo del que habíamos sidoexpulsados, cerramos todas las puertas y ventanas y desenrollamos nuestras mantas sobre el suelode la habitación al pie de las escaleras que daban a la calle. Sin darnos cuenta nos habíamosinstalado en la habitación cuyas dimensiones, larga y estrecha, con dos ventanas en un extremo yuna puerta en el otro, más se parecían a las de las habitaciones de los barracones del desierto enlas que habíamos vivido durante la guerra. Sin pensarlo, habíamos demarcado el mismo espacioque teníamos en esa larga y estrecha habitación durante la guerra: nuestra madre se colocó en unrincón alejado de la ventana, nosotros dos dormíamos en perpendicular frente a la pared delextremo opuesto del dormitorio. Sin darnos cuenta de ello, habíamos elegido dormir juntos en lamisma habitación con nuestra madre, a pesar de que durante más de tres años habíamos soñado enel día en que por fin podríamos dormir solos en nuestras habitaciones, en nuestra antigua casa,nuestra vieja casa de estuco blanco situada en la calle ancha bordeada de árboles que está cercadel mar.

Cuando se acabe la guerra, había dicho nuestra madre.Mientras tratábamos de dormir en esa casa de estuco blanco no podíamos dejar de pensar en las

historias que habíamos oído sobre las personas que habían regresado antes que nosotros. La casade un hombre había sido rociada con gasolina y le prendieron fuego mientras su familia dormía enel interior. La vivienda de otro hombre fue dinamitada. Se habían producido disparos en el valle,así como pintadas en las lápidas de los cementerios y visitantes no deseados que llamaban a lapuerta en plena noche.

Me alegro de volver a verte, vecino: ¿Cuánto tiempo tienes previsto quedarte en la ciudad?Aquí no hay trabajo. Si yo estuviera en tu lugar, pensaría en mudarme.Las personas de por aquí tienen planes para ti.Planes, se preguntaba. ¿Qué clase de planes?Durante lo que nos pareció varias horas yacimos despiertos debajo de las mantas ataviados con

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nuestras mejores ropas –«No nos encontrarán muertos en pijama», había sentenciado nuestramadre– a la espera de oír disparos, o el golpe seco de una puerta; pero lo único que podíamos oírera el viento agitando las hojas de los árboles y el trasiego de los coches de las calles, y porúltimo, hacia el amanecer, los consabidos ronquidos de nuestra madre.

AHORA ÉRAMOS libres, libres de ir a donde quisiéramos y cuando nos viniera en gana. Ya no habíamás guardias armados, ni faros de control, ni alambradas. Nuestra madre se fue al mercado ycompró las primeras peras frescas que habíamos comido en años. También trajo huevos, arroz, ymuchas latas de alubias. Cuando llegaran nuestras libretas de racionamiento, dijo, nos compraríacarne fresca. Desenterró la plata que había enterrado en el jardín antes de partir y dispuso la mesade juegos para tres personas. Los cuchillos seguían afilados. Los tenedores y las cucharas nohabían perdido su brillo. Mientras nos sentábamos en nuestras sillas nos recordó que comiéramosdespacio, con la boca cerrada y la cabeza separada del plato.

–No os atragantéis con la comida –avisó.Pero no podíamos evitarlo. Teníamos hambre. Estábamos famélicos. Comíamos deprisa, con

afán, como si todavía estuviéramos en el comedor de los barracones, donde las personas queacababan primero podían comer otra ración y los comensales lentos tenían que conformarse conuna sola.

Más tarde, por la noche, encendimos la radio y oímos uno de los mismos programas quehabíamos oído antes de la guerra –El avispón verde–, y era como si nunca nos hubiéramosmarchado. No había cambiado nada, pensamos. La guerra había sido una interrupción, nada más.Reanudaríamos nuestras vidas en el punto en el que las habíamos dejado y seguiríamos adelante.Pronto volveríamos a la escuela. Nos esforzaríamos en nuestros estudios, día a día, paracompensar el tiempo perdido. Buscaríamos la compañía de nuestros antiguos compañeros.«¿Dónde habéis estado?», nos preguntarían, o tal vez se limitarían a asentir con la cabeza y decir«Hey». Nos uniríamos a sus clubes después del colegio, si nos dejaban hacerlo. Escucharíamos sumúsica. Nos vestiríamos como ellos. Cambiaríamos nuestros nombres para que se parecieran alos suyos. Y si nuestra madre nos llamaba en mitad de la calle con nuestros verdaderos nombres,daríamos media vuelta y fingiríamos no conocerla. ¡Jamás nos confundirían de nuevo con elenemigo!

LA CIUDAD conservaba prácticamente el mismo aspecto que antes. La calle Arboleda seguía siendola Arboleda, y la calle Tilo seguía siendo el Tilo. La farmacia estaba en el mismo sitio en unextremo de la manzana, sólo que ahora tenía un letrero nuevo. Las mañanas seguían siendoneblinosas. Los parques seguían siendo verdes. Los columpios aún colgaban de los árboles(porque los columpios siempre colgaban de los árboles) y los niños, bien alimentados, sonrientes,con sus cabezas hacia atrás en dirección al viento, seguían columpiándose. Las niñas que veíamospor la calle seguían luciendo merceditas negras. Sus madres lucían zapatillas negras. El ancianodel arrugado sombrero gris con ala seguía recorriendo la misma esquina en busca de su perraperdida, Isadora, que se había escapado hacía mucho tiempo. Quizá siga estando allí.

En las ventanas de las casas de nuestra manzana vimos los rostros de nuestros antiguos amigos yvecinos: los Gilroy y los Myer, los Leahy, los Wong, y las dos ancianas señoritas O’Grady, decuyo jardín nunca volvía ni una pelota perdida. Todos ellos nos habían visto partir al inicio de la

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guerra, nos habían espiado a través de las cortinas de sus ventanas mientras caminábamos por lacalle con nuestras enormes maletas llenas. Pero ninguno de ellos salió esa mañana a decirnosadiós ni a desearnos buena suerte, y tampoco nos preguntaron adónde íbamos (no lo sabíamos).Nadie nos saludó.

Tienen miedo, dijo nuestra madre.Seguid caminando.Mantened la cabeza erguida.Pase lo que pase, no miréis hacia atrás.Ahora, cuando nos cruzábamos con estas mismas personas en la calle daban media vuelta y

fingían no vernos. O saludaban con la cabeza al pasar y decían, «un día estupendo», como si nonos hubiéramos ausentado. De vez en cuando alguien se detenía y le preguntaba a nuestra madredónde habíamos estado («no os hemos visto durante una larga temporada», decía esa persona, o«hace una eternidad que no os hemos visto»). Nuestra madre se limitaba a levantar la cabeza,sonreía, y decía: «Hemos estado fuera».

Y era cierto. Habíamos estado fuera y ahora regresábamos, aunque nuestro padre aún tenía queunirse a nosotros. En sus cartas decía que lo soltarían en cualquier momento, aunque no podíaestar seguro de cuándo sería ese momento. Podría ser mañana, o de aquí a dos semanas. Podríaser de aquí a seis meses.

¿Nos reconocería cuando se apeara del tren? (éramos mayores, y nuestra piel se habíaoscurecido de todo ese tiempo que pasamos bajo el sol. Habíamos crecido).

¿Qué ropa llevaría puesta?¿Le quedaría algo de pelo?¿Cuáles serían sus primeras palabras? (Me gustaría… Me encantaría… No sabéis cuánto…)¿Y era cierto todo lo que habíamos oído? (Desleal… un traidor… un partidario del emperador.)

TARDE, POR la noche, en los barracones, solíamos yacer despiertos en nuestros camastros y hablarsobre chocolate. Acostumbrábamos a soñar con batidos de chocolate, con sodas y bocadillos depan tostado con jamón y queso. Acostumbrábamos a soñar con nuestro hogar. ¿Nos echarían demenos? ¿Hablarían de nosotros? ¿Habrían reparado en nuestra ausencia? ¿Nos mirarían raroal volver por haber estado en el lugar en el que estábamos? Ir a la tienda de la esquina paracomprar unos dulces y un botellín de coca-cola fresca nos parecía un sueño. La niña que estabadetrás del mostrador había crecido y era hermosa. Llevaba un pintalabios rojo oscuro y movía elcuerpo al son de una canción de la radio cuya letra aún no conocíamos. Cuando nos vio apagó eltransistor y se nos quedó mirando fijamente.

–La coca-cola sigue costando cinco centavos –anunció en voz baja.Durante el camino de regreso a casa buscamos el lugar en la acera en el que en su día habíamos

tallado nuestras iniciales, pero ese lugar ya no existía. Bebimos nuestras coca-colas. Comimosnuestros chocolates y dejamos que el viento se llevara los envoltorios. Arrancamos un puñado deflores del jardín de un desconocido. Contamos a los inmigrantes de Oklahoma que había en lacalle, los «Okies». Contamos a los negros. Contamos las estrellas doradas de las ventanasdelanteras de nuestros vecinos. Nos detuvimos en una esquina y compramos un ejemplar de laGazette para nuestra madre, la publicación a la que había renunciado mucho tiempo atrás. Todasesas noticias sobre la guerra me aturden la mirada.

Pero ahora, ahora no parecía cansarse nunca de leer los titulares.

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¿Shirley Temple se acababa de casar?–¡Imposible!¿Las tiendas no volverían a vender medias de nylon hasta la primavera?–De haberlo sabido, no me habría molestado en volver.¿Y tampoco había fajas reversibles?Vimos cómo bajaba la mirada hacia su estómago en un gesto de desesperación.–Mete la barriga hacia dentro.–¿Y qué creéis que he estado haciendo todos estos años?Dejamos las flores en su regazo y salimos corriendo a la calle.

LA AUTORIDAD de reubicación en tiempos de guerra había pagado el billete de vuelta a casa decada persona y le había dado veinticinco dólares en efectivo.

–No compensa –dijo nuestra madre. Tres años. Cinco meses. Veinticinco dólares. ¿Por qué nonos daban treinta y cinco, o cuarenta? ¿Y por qué no cien? ¿Y por qué tenían que molestarse?Luego supimos que veinticinco dólares era la cantidad que se asigna a los delincuentes cuandosalen de la prisión. Con este dinero nuestra madre nos compró un par de zapatos nuevos de unnúmero más.

–Así os servirán cuando crezcáis –nos dijo mientras metíamos relleno en la punta del zapato.Nos compró ropa interior nueva, y toallas, y un grueso colchón de algodón sobre el que

dormíamos por turnos en la habitación delantera al pie de las escaleras hasta la noche en que labotella de whisky rompió la ventana. Después de la noche en que la botella de whisky rompió laventana arrastramos el colchón hasta el piso de arriba y dormimos en la habitación que daba a laparte trasera de la casa, es decir, la habitación de las palabras pintadas. Encima de esas palabrasnuestra madre había pegado fotografías de flores que había arrancado de un calendario antiguo delcolegio, y en las ventanas colgó unas cortinas improvisadas de saco de arroz para que nadiepudiera ver el interior de la casa. Por la tarde, cuando empezaba a oscurecer, recorría lasestancias delanteras de casa y apagaba las luces una a una para que nadie supiera que estábamosen casa.

CADA DÍA, y a nuestro alrededor, aumentaba el número de hombres que regresaban a casa despuésde la guerra. Eran padres, hermanos y maridos. Eran primos y vecinos. Eran hijos. Llegaban acientos en enormes buques de combate que se adentraban en la bahía. Algunos de ellos habíancombatido en Okinawa y Nueva Guinea. Algunos lo habían hecho en Guadalcanal. Algunos habíanatracado el Día D en las Islas Marshall, en Saipán, Tinian, Luzón y Leyte. Algunos habían sidohallados, más muertos que vivos, en campos de prisioneros de Manchuria y Ofuna al término de laguerra.

Nos clavaban astillas de bambú bajo las uñas de los dedos y nos hacían estar de rodillasdurante horas.

Teníamos que estar firmes con las manos a ambos costados mientras nos pegaban.Éramos simples números para ellos, simples esclavos del emperador. Ni siquiera teníamos

nombres. Yo era el 326. San byaku ni ju roku.Teníamos que hacer grandes reverencias, incluso a los sirvientes chinos y a los conductores de

carros.

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Es una locura aflojar con los japoneses.¿El mejor día de mi vida? El día en que Harry dejó caer esa hermosa bomba.Se celebraron desfiles de la victoria en su honor, con caballos y trompetas y un despilfarro de

confeti. Los alcaldes se subían a las tarimas, aguantaban el tipo entre el fuerte viento, y daban susdiscursos. Los niños vestidos de rojo, blanco y azul ondeaban la bandera. Los escuadrones de losB-29 que regresaban hacían piruetas en el cielo y sobrevolaban en formación perfecta mientrasque abajo, en las calles, la muchedumbre los aclamaba, lloraba y daba la bienvenida a sus buenoshombres.

Nosotros seguíamos las noticias en los periódicos. Más prisioneros rescatados relatan susexperiencias en los campos de tortura de Japón. Les obligaban a llevar prendas de metal, otros semorían de hambre. Algunos eran rociados con gasolina y se transformaban en antorchas humanas.Escuchábamos las entrevistas de la radio. Dígame, soldado, ¿le ha resultado traumático perder unapierna? Nos mirábamos en el espejo y no nos gustaba lo que veíamos: cabello negro, piel amarillay ojos rasgados. El rostro cruel de enemigo.

Éramos culpables.Limítate a olvidarlo.No sirve de nada.Déjalo.Un pueblo peligroso.Ahora sois libres.Gente en la que no podíamos confiar.Lo único que tienes que hacer es comportarte.En la calle tratábamos de evitar en todo lo posible el reflejo de nuestra imagen. Apartábamos la

mirada de las superficies resplandecientes y los escaparates de las tiendas. Hacíamos caso omisode las miradas furtivas de los desconocidos. ¿Qué clase de oriental eres, chino o japonés?

EN LA escuela nuestros profesores nuevos eran amables con nosotros, y nuestros compañeros declase eran educados, pero a la hora del almuerzo no querían sentarse con nosotros ni nos invitabana sus juegos. Ni uno de nuestros antiguos amigos, amigos que antes nos preguntaban en voz alta¿«jugamos en tu casa o en la mía?» cada tarde, después del colegio, y en cuyos jardines habíamoscavado hoyos y levantado fuertes, amigos cuyas madres (mujeres altas y delgadas con unascocinas blancas y relucientes) nos habían invitado a quedarnos para la cena («llamaremos avuestra madre») y cuyos padres, en las noches despejadas, nos habían mostrado las estrellas(«¡ahora quedaos quietos y levantad la vista!»), amigos con los que habíamos ido a patinar cadainvierno en la pista de patinaje sobre hielo, y cuyos cumpleaños (Jimmy Buchanan, 26 de mayo;Edison Wong, 3 de octubre; las gemelas Trudeau, Cora y Dora, el 29 de junio) todavíarecordábamos, se acercaba a nosotros y decían «bienvenidos» o «nos alegramos de veros», osiquiera parecía recordar quiénes éramos.

Tal vez se sentían incómodos (les habíamos escrito (Hola, ¿cómo estás? Hace mucho calor aquíen el desierto) pero sólo una persona (Elizabeth, Elizabeth, ¿adónde había ido?) se habíamolestado en contestar.

O tal vez tenían miedo. (Posteriormente sabríamos que el cartero, el señor DeNardo, les habíadicho que cualquier persona que nos escribiera era culpable de cooperar con el enemigo. «¡Esagente bombardeó Pearl Harbor! Se merecían esa suerte.»)

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Tal vez pensaban que no volveríamos nunca y hacía ya mucho tiempo que se habían olvidado denosotros. Un día estábamos allí y al día siguiente, de un plumazo, nuestros nombresdesaparecieron de los listados de clase, y nuestros escritorios y casilleros fueron asignados aotros alumnos, ya que nos habíamos ido.

Así que básicamente hacíamos lo nuestro. Avanzábamos en silencio por las clases con lamirada fija en algún punto imaginario y lejano. Si alguien susurraba a nuestras espaldas (y esosiempre pasaba) no lo escuchábamos. Si los otros alumnos nos llamaban nombres desagradables(y lo hacían, no a menudo, pero lo suficiente) no los escuchábamos. En la clase nos sentábamos enla fila de atrás para pasar inadvertidos. (Agacha la cabeza y no te metas en problemas», noshabían dicho semanas antes en una conferencia en el comedor sobre «cómo comportarse en elmundo exterior.) Habla sólo inglés. No andes por la calle en grupos de más de tres personas, ni tereúnas en restaurantes en grupos de más de cinco. No llames la atención de ninguna manera.)Hablábamos en voz baja y no levantábamos la mano, ni siquiera cuando sabíamos la respuesta.Seguíamos las normas. Pasábamos los exámenes. Escribíamos redacciones, El día más feliz de mivida. Mis vacaciones de verano. Qué me gustaría ser de mayor (bombero, estrella de cine, ¡megustaría ser como vosotros!). Mirábamos fijamente por las ventanas. De vez en cuando mirábamosel reloj (en breve sonaría el timbre y regresaríamos a casa después del colegio). Siempre éramoseducados.

Decíamos sí, y no, y ningún problema.Dábamos las gracias.Siga adelante.Después de usted.De nada.No se preocupe.En absoluto.Cuando nuestros profesores nos preguntaban si todo iba bien asentíamos con la cabeza y

decíamos sí, por supuesto, todo iba bien.Si hacíamos algo mal nos asegurábamos de pedir disculpas (perdóneme por mirarle, perdóneme

por sentarme aquí, perdóneme por volver). Si hacíamos algo muy mal, pedíamos disculpas deinmediato (perdón por haber tocado su brazo, no quería hacerlo, fue un accidente, no me di cuentade que estaba aquí apoyado hermosa, perfecta e irresistiblemente en el extremo del escritorio,perdí mi equilibrio y lo rocé por error. Yo estaba demasiado cerca, no me daba cuenta de pordónde iba, alguien me empujó, no quería tocarle, siempre he querido tocarle, prometo que nuncamás voy a tocarle, lo juro…).

Después del colegio recogíamos nuestros libros y regresábamos a casa por las calles limpias eiluminadas, pasábamos por los hidrantes amarillos de los bomberos y los jardines verde claro queahora estaban cubiertos de hojas. A veces aparecían grupos de chicos y nos rodeaban lentamentecon sus bicicletas sin mediar palabra. A veces oíamos silbidos a nuestras espaldas pero cuandonos dábamos la vuelta no había nadie. A veces uno de nosotros se detenía de repente en la acera yseñalaba la ventana delantera de un vecino. ¿No era el electrolux de nuestra madre lo que laseñora Leahy estaba arrastrando en su comedor? ¿No te suena el sofá de mohair de los Gilroy?¿Acaso no habíamos visto ese escritorio de tapa rodadera en la biblioteca del señor Thigpen? Undía incluso creímos ver a nuestro padre agitando los brazos como una cigüeña en el dormitoriorosa pálido de la señora Murphy (¿qué demonios estaría haciendo allí?), pero era sólo Chang, elnuevo mozo de los Murphy, que se dedicaba a sacudir las almohadas.

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POR LA noche solíamos oír pasos en las escaleras. El crujido repentino de los tablones de madera.Extraños sonidos procedentes de la cocina. Alguien que abría la alacena. Alguien queinspeccionaba el congelador. Alguien que silbaba la cancioncilla «cabalgaré sobre mi vieja sillade montar bajo el cielo del oeste…». Alguien daba unos golpecitos en la puerta trasera («¡Esél!»). Nos dirigíamos hasta el vestíbulo y veíamos a nuestra madre de pie, apostada junto a laventana a oscuras y ataviada con su camisón de algodón, mirando por una raja de las cortinas.«Sólo estoy haciendo unas comprobaciones», decía. O nos hacía un ademán para que nosmarcháramos y señalaba el espacio vacío y oscuro de nuestro jardín.

–¿Dónde está mi rosal? –susurraba.Durante el día se pasaba horas enteras barriendo la suciedad del suelo.–¿Quiénes eran esas personas? –no cesaba de preguntarnos.Barría y limpiaba y cocinaba. Limpiaba las ventanas con zumo de limón y vinagre y sustituía los

paneles de cristal roto por otros de hojalata. En las tardes soleadas salía al jardín con sus guantesde trabajo y su sombrero blando de paja y recogía las hojas caídas formando varias pilas.Nosotros saltábamos sobre ellas y dejábamos que el viento volviera a agitarlas. Ella arrancabalas malas hierbas de los caminos. Recortaba los setos. Arrancaba las espalderas podridas quehabía en medio del jardín, que se había convertido en un reducto silvestre. En el fondo de esosarbustos, encontraba cosas. La cabeza de una muñeca. Unas medias negras de mujer. Un Buda depiedra que yacía boca abajo en la suciedad. «Así que estabas ahí.» Lo levantamos lentamente,sacamos el polvo de la barriga, y contemplamos su enorme cabeza redonda inclinada que seguíariendo.

Por la tarde, tras haber oscurecido y después de preparar los guisos de la cena y de que loshombres volvieran o no volvieran de la oficina, solíamos encontrarla sentada en su taburete altometálico de la cocina y de espaldas a la ventana. Se limaba lentamente las uñas.

–Está muy tranquilo –decía.

SOLÍAMOS VIVIR en el desierto. Solíamos despertarnos cada mañana tras el toque de la sirena.Solíamos hacer cola para comer tres veces al día. Solíamos hacer cola para recoger el correo.Solíamos hacer cola para conseguir carbón. Solíamos hacer cola cada vez que queríamosducharnos o utilizar las letrinas. Solíamos oír el susurro del viento día y noche agitando losarbustos de salvia. Solíamos oír a los coyotes. Solíamos oír cada palabra que pronunciabannuestros vecinos al otro lado de la delgada pared de los barracones. Aquí está mi navaja. ¿Dóndeestá mi peine? ¿Quién se ha llevado mi pasta de dientes? Solíamos robar lumbre cuando losguardias no miraban. Solíamos robar chicle del comedor. Solíamos colocar clavos sobre lasmarcas de los jeeps que hacían rondas al final del día. Solíamos ir a nadar junto a la acequia.Solíamos jugar a las canicas. Solíamos jugar a la rayuela. Solíamos jugar a la guerra. ¡Yo seréMacArthur y tú serás el enemigo! Solíamos imaginarnos cómo sería volver a casa.

Nuestro teléfono se descolgaba. («¿Cómo era posible?»)Las vecinas hacían cola en nuestra puerta para traernos bizcochos y darnos la bienvenida.

(«Hola, sabemos que estáis aquí.»)Los sábados por la tarde íbamos al cine justo cuando se apagaban las luces y hacíamos que los

demás se levantaran para dejarnos pasar. («Perdón, disculpe, perdone…»).

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Los domingos nos pasábamos el día en el parque haciendo volar cometas.Aceptábamos todas las invitaciones. Íbamos a todas partes. Hacíamos de todo, queríamos

compensar todos los años perdidos durante nuestra ausencia. Sí, el mundo volvería a ser nuestro:días cálidos, cielos azules, interminables jardines verdes, vasos de limonada rosada con hielo,bicicletas en los caminitos de gravilla, perritos blancos con largas correas y hocicosarrastrándose por el suelo, las luces de las calles que se encendían cada noche, el bocinazo de lostranvías que se oía a lo lejos, vocecillas que gritaban No, no lo haré, el golpe seco de las puertascon mosquitera, el trasiego de unos pasos que cruzaban el sendero de entrada a la casa, madrescon las manos mojadas (la señora Myer, la señora Woodruff, la señora de Thomas HaleCavanaugh) que se apresuraban a salir al porche y gritar ¡Espera a que tu padre llegue a casa!

PERO DESDE luego las cosas no sucedían de este modo. Los días se volvían fríos de repente. Loscielos se tornaban húmedos y plomizos. Los niños recogían sus calcetines. Ordenaban sus cuartos.El señor Myer nunca regresó a casa (falleció en su octavo combate en Rabaul). El señor Woodrufftampoco volvió (desapareció en Bataán durante los primeros meses de la guerra). El señorCavanaugh regresó a casa pero no era el mismo hombre (el hombre del telescopio que nos habíamostrado las estrellas).

–Gaseado –oímos decir a un hombre.–Adicto a la morfina.–Me lo encontré el otro día en el supermercado Safeway. Ese hombre quedó traumatizado por

la guerra. Ni siquiera recuerda su propio nombre.–Es papá –nos imaginábamos a la pequeña Anna Cavanaugh susurrando esas palabras al oído

bueno de su padre.–¿Qué? ¿Qué es lo que has dicho?Luego nos acordamos de nuestro padre, a quien habían detenido en camisón y zapatillas para

someterlo a un interrogatorio en la noche del ataque a Pearl Harbor, y nos sentíamosavergonzados.

¿Es el emperador un hombre o un dios?¿Si un buque de guerra japonés es torpedeado en el Pacífico te alegras o te entristeces?¿Qué bando crees que ganará la guerra?

EN EL mes de noviembre, la última hoja mudó de un color amarillo a marrón y cayó a la deriva delos árboles. Las noches eran largas y frías y casi se nos había acabado el dinero. La mayoría delas noches cenábamos col y arroz. Una vez a la semana, los sábados, comíamos sardinas de latienda de artículos de pesca. Utilizábamos las mismas servilletas varios días seguidas. En lasnoches que nos bañábamos utilizábamos la misma agua de la bañera. Nuestra madre contaba hastael último penique, cada moneda de cinco y diez centavos. Se inventaba normas nuevas. Cambiaosde ropa cuando lleguéis del colegio. No dejéis correr el agua cuando os lavéis los dientes. Nomalgastéis. Guardaos esa bolsa del pan. La utilizaré para envolver vuestro bocadillo de mañana.Guardad ese cordel. Lo añadiré a mi encantadora colección de hilos. Acabaos las zanahorias.Recordad, hay niños que se mueren de hambre en Europa. No tiréis esa gomita de plástico. Esalata de conservas. Esa gota de grasa. Ese trozo de jabón. Cuando nuestros zapatos empezaban a

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desgastarse antes de que nos vinieran pequeños, nuestra madre los remendaba con trozos de cartóny nos decía que evitáramos los charcos del camino. Al día siguiente empezó a buscar trabajo.

Los anuncios de los periódicos decían se precisa ayuda, se proporcionará formación, pero allídonde iba la rechazaban. «Ya hemos cubierto la vacante», le decían una y otra vez. O «noqueremos preocupar a los otros empleados». En los grandes almacenes en los que antes habíacomprado sus sombreros y sus medias no querían contratarla como cajera porque los responsablestenían miedo de que acabara ofendiendo a los clientes. En cambio, le ofrecieron un trabajo deetiquetaje en un oscuro cuartucho donde nadie pudiera verla, aunque ella declinó amablemente laoferta. «Temía perder los ojos en ese lugar –nos dijo. Tenía miedo de acabar acordándome dequién era y… ofenderme a mí misma.»

A la semana siguiente encontró un trabajo en una camisería. Tenía que coser mangas, pero fuedespedida al cabo de un día. No podía mantener las costuras en línea recta. Envió una solicitud deempleo a la tienda de ultramarinos del vecindario. Creí que el propietario no me reconocería. Alfinal terminó limpiando casas para algunas de las familias ricas que vivían en lo alto de lascolinas. Ella insistía en que no era un trabajo arduo. Sólo tienes que sonreír y decir sí señora, noseñora, y hacer lo que te mandan. Si le decían que fregara los suelos ella se arrodillaba y se poníamanos a la obra. Si había que sacar el polvo a las hojas del arbolillo de la entrada ella cogía untrapo húmedo y les sacaba el polvo una a una. Si la señora de la casa estaba sola y quería hablarcon nuestra madre, ella dejaba a un lado la bayeta y la escuchaba.

–Sé a lo que se refiere –contestaba. O bien–: Es una pena.Era una persona amistosa, nos decían, pero no demasiado. Si eres demasiado simpática creen

que eres mejor que ellos.En sus días libres hacía la colada y planchaba para ganarse un dinero extra. Colgaba la ropa en

el tendedero del patio y cuando mirábamos por la ventana veíamos la ropa interior de personasque no conocíamos: el heredero solitario de la empresa de envíos, el jovial médico solterón, lafabulosa viuda de guerra cuyo joven marido había perecido en la playa de Omaha(«¡Preséntasela!», le habíamos propuesto a nuestra madre cuando colgaba sus prendas una junto ala otra, a lo cual ella había respondido, «es demasiado pronto»). Y toda esa ropa flotaba como unfantasma entre las ramas desnudas y negras de los árboles.

Con el dinero que ganaba nuestra madre compramos nuevas cortinas de encaje para las ventanasque daban a la calle. Pulió la herrumbrosa aldaba de la puerta de entrada. Poco a poco fuimosacumulando cosas. Una de sus jefas le regaló un conjunto de platos y un abrigo de piel de camelloque estaba prácticamente nuevo. Otra mujer le dio dos candelabros de plata, que ella llevó a latienda de empeños al día siguiente. En el Ejército de Salvación nos compró cajoneras y camas y apartir de ese día empezamos a dormir solos. Nuestra madre lo hacía en el piso de abajo, en eldormitorio que en su día había compartido con nuestro padre, y nosotros dos lo hacíamos ennuestros antiguos dormitorios del piso de arriba.

EL TELEGRAMA fue entregado una neblinosa y húmeda mañana de diciembre. «Salgo de Santa Fe elviernes. Llego el domingo a las tres de la tarde. Os quiere, papá.»

Nos pasamos varios días sin hacer nada excepto dejar que pasaran las horas. Fuimos al colegio.Regresábamos a casa. Mirábamos el reloj. Ahora está en Alburquerque. Está en Flagstaff. Estácruzando el Mojave… Nuestra madre limpiaba y cocinaba. No se desprendía del telegrama, lollevaba en el bolsillo y a todas partes: al trabajo, a la oficina de correos, al mercado donde

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compraba el pan. A veces, en mitad de la cena, lo sacaba y lo analizaba bajo la luz paracomprobar que las palabras siguieran en su sitio, o que no se hubieran reubicado misteriosamentemientras ella no miraba y hubieran formado un mensaje distinto.

–¿Y si no es auténtico? –nos había dicho. ¿Y si nos lo habían entregado por error? ¿Y si nosquerían gastar una broma? ¿Sería ese mismo hombre que nos llamó en mitad de la noche parapreguntarnos adónde iríamos?

Es de verdad, le dijimos. No es ninguna broma.

EL DOMINGO, hacia el atardecer, el tren en el que viajaba nuestro padre se detuvo en la estación.Caía una tenue lluvia y las ventanas del tren formaban chorros de agua mezclada con hollín, demodo que lo único que podíamos ver del otro lado de los paneles de cristal eran unas sombras quese movían. Luego el tren se detuvo y un hombrecillo que sostenía una antigua maleta de cartón seapeó del último vagón. Tenía el rostro arrugado. Su traje estaba descolorido y desgastado. Sehabía quedado calvo. Sus movimientos eran lentos y cuidadosos, se valía de un bastón, un bastónque no habíamos visto nunca. Aunque habíamos estado esperando este momento, el momento delregreso de nuestro padre, desde hacía más de cuatro años, cuando al final le vimos de pie antenosotros en el andén no sabíamos qué pensar ni que hacer. No nos abalanzamos hacia él. No losaludamos con un gran ademán ni gritamos «¡aquí!». Cuando nuestra madre nos dio un leve perofirme empujoncito, y nos susurró «id a buscarlo», lo único que pudimos hacer fue mirar fijamentenuestros zapatos. Fuimos incapaces de movernos. El hombre que estaba ante nosotros no eranuestro padre. Era otra persona, un desconocido que había usurpado el lugar de nuestroprogenitor. No es él, le dijimos a nuestra madre. No es él, aunque nuestra madre ya no parecíaescucharnos.

Dejó la maleta en el suelo y miró a su mujer.–¿Tú…? –preguntó ella.–A diario –contestó él.Entonces se arrodilló y nos acogió entre sus brazos. No dejaba de repetir nuestros nombres,

pero seguíamos sin estar seguros de que ese hombre fuera nuestro padre.

NUESTRO PADRE, el padre que recordábamos y con el que habíamos soñado casi todas las nochesde esos años de la guerra, era un hombre fuerte y atractivo. Sus movimientos eran rápidos ycerteros, y andaba con la cabeza erguida. Le gustaba dibujar para nosotros. Le gustaba cantarnoscanciones. Le gustaba reír. El hombre que se había apeado del tren parecía mucho mayor de suscincuenta y seis años de edad. Lucía una dentadura postiza reluciente, había perdido el pelo.Cuando pasamos nuestros brazos a su alrededor pudimos sentir sus costillas debajo de la tela desu camisa. Ya no quería dibujar para nosotros, ni cantarnos canciones con su voz desafinada yvoluble. No nos leía cuentos. Los domingos por la tarde, cuando estábamos aburridos y no se nosocurría qué hacer, no recortaba trozos de lata para hacer ramitas ni jugábamos a las sombraschinescas detrás de sábanas blancas que hacían las veces de cortinas. No nos hacía zancos.

Desde luego, se apresuró a señalar nuestra madre, ya éramos mayorcitos para andar con zancos,demasiado mayores para que los demás nos leyeran historias, y como habíamos crecido ya nonecesitábamos ver números de sombras chinescas detrás de las sábanas blancas.

Sí, sí, sí, le contestábamos. ¡Y demasiado mayores para reír!

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Nunca pronunció ni una palabra sobre los años que había permanecido retenido. Ni una sola.Nunca hablaba de política, ni de su detención, ni de cómo había perdido la dentadura. Nuncamencionó su vista de lealtad ante la unidad de control del enemigo extranjero. Nunca nos contó enqué consistía exactamente ni de qué lo habían acusado. ¿Sabotaje? ¿De vender secretos alenemigo? ¿De conspirar para derrocar al gobierno? ¿Era culpable de todos los cargos? ¿Erainocente? (¿Estaba entre nosotros?) No lo sabíamos. Ni queríamos saberlo. Nunca se lopreguntamos. Lo único que queríamos hacer, ahora que habíamos regresado al mundo, era olvidar.

AL PRINCIPIO se dedicaba a deambular de un lado a otro de la casa, recogiendo objetos y fijándoseen ellos con sorpresa. Luego los devolvía a su sitio. «No reconozco nada», le oímos susurrar. Porla tarde se sentaba en el sillón y se quedaba dormido. Se despertaba al cabo de un rato con unsobresalto, sin saber dónde estaba. Se incorporaba y pronunciaba nuestros nombres, y nosotroscorríamos a su lado.

–¿Qué ocurre? –le preguntábamos–. ¿Qué ocurre?Necesitaba vernos, decía. Necesitaba ver nuestros rostros. De lo contrario nunca sabría si

estaba realmente despierto. En el tren, según nos contó después, no paraba de soñar que sequedaba dormido y que se pasaba de parada.

Lucía los mismos pantalones holgados día tras día y estaba convencido de que alguien vigilabala casa. No le gustaba hablar por teléfono. Nunca sabes quién puede estar escuchando. Tampoco legustaba comer en público. Rara vez hablaba con otras personas a menos que ellas tomaran lainiciativa. ¿Por qué causar problemas? Recelaba de todo el mundo: del repartidor de periódicos,del vendedor ambulante, de la anciana que nos saludaba a diario cuando pasábamos por delantede su casa de camino al colegio. Cualquiera de esas personas, nos advertía, podía ser uninformador.

Sencillamente no les gustamos. Eso es lo que ocurre.Nunca cuentes más de lo necesario.Y no pienses, ni por un instante, que ellos son amigos nuestros.Los pequeños detalles, el ladrido del perro de un vecino, un lápiz perdido, un retraso

inesperado de cualquier tipo– podían hacerle estallar. Una tarde, después de una larga espera enel banco, se colocó al principio de la cola y empezó a golpear el suelo con el bastón.

–¡No tengo todo el día! –gritó. Dimos media vuelta y fingimos no conocerle.Ninguno de los otros clientes que hacían cola se atrevió a decir algo.–¿Creéis que les importa? –nos gritó mientras nos dirigíamos lentamente hasta la salida.Nos tapamos las orejas con las manos y seguimos caminando.

NUNCA VOLVIÓ a trabajar. La empresa que lo había contratado antes de la guerra cerró después delataque a Pearl Harbor y no tenía perspectivas de empleo. Nadie quería contratarle: era un hombremayor, no gozaba de buena salud, acababa de regresar de un campamento de enemigos extranjerospeligrosos. Por eso se quedaba en casa, un día tras otro, leyendo el periódico con una lupa ygarabateando palabras en un cuadernillo azul. A veces salía al jardín y regaba el césped, o barríael porche delantero. Y cada tarde, cuando regresábamos a casa después del colegio, nospreparaba la merienda: gelatina y galletas saladas, o un plato de manzanas cuidadosamentepeladas y troceadas.

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Siempre parecía contento de vernos.«Contadme qué hay de nuevo, nos decía en el preciso instante en que cruzábamos el umbral de

la puerta. Nos sentábamos con él en la cocina y hablábamos del colegio. Del tiempo. De losvecinos. De las mismas cosas sobre las que hablábamos antes de la guerra. Nada más. Seinclinaba hacia delante en la silla como si estuviera escuchando, pero no importaba lo quecontáramos –una polilla se posó sobre la oreja de la señorita Campbell durante el dictado, DonaldHarzbecker ha quedado lisiado», su respuesta siempre era la misma: «¿De verdad?».

Por lo visto, siempre tenía la cabeza en otra parte.Tal vez pensaba en nuestra madre. Quizá la echaba de menos y esperaba que regresara temprano

del trabajo. Quizá trataba de imaginársela en ese momento, mientras ella se miraba por enésimavez en el espejo del lavabo de un desconocido. ¿Sigue allí? O tal vez recordaba la promesa que lehabía hecho años atrás, justo después de casarse: nunca tendrás que trabajar, y se sentía incómodopor no ser capaz de cumplirla. Ahora tenía varices en los tobillos, y tenía las manos rojas yásperas, y cada tarde cuando subía los peldaños de la puerta delantera parecía hacerlo másdespacio que el día anterior. O era posible que no estuviera pensando en nuestra madre. Esposible que le perturbara algo que había leído en el periódico de la mañana: ¡los jeques africanosutilizan pañales como turbantes! O Emperador japonés repudia su propia divinidad, y ésas erantodas las noticias que podía asimilar en un solo día.

EL CANTO del pájaro era cada vez más rápido, y más agudo, y ese chillido se alzaba en el aire.Nuestra madre se levantaba cada mañana y nos preparaba el desayuno, luego se ataba un pañueloblanco a la cabeza y corría a coger el autobús. Lucía un vestido negro sin forma y zapatos planos,y no se aplicaba maquillaje. Llevaba sus trapos y cepillos en una enorme bolsa de plásticomarrón. Tiene que relucir. Sus movimientos eran rápidos y no se quejaba.

–Portaos bien –nos decía cuando cruzaba la puerta.Al cabo de unos años nos contó que era muy reconfortante levantarse cada mañana y tener un

lugar al que ir.A medida que los días se alargaban nuestro padre pasaba más tiempo a solas en su cuarto. Dejó

de leer el periódico. Ya no escuchaba al Dr. I.Q. con nosotros por la radio. «Ya tengo suficienteruido en la cabeza», explicó. La escritura de su cuaderno de notas se empequeñeció y se atenuóhasta acabar desapareciendo. Ahora, cada vez que pasábamos por delante de su puerta lo veíamossentado a un extremo de la cama con las manos en el regazo, mirando por la ventana como siestuviera esperando a que pasara algo. A veces se vestía y se ponía el abrigo, pero era incapaz desalir por la puerta.

De vez en cuando, mientras tratábamos de traerle el sombrero y le invitábamos a dar un paseocon nosotros, él nos sonreía y respondía con un ademán:

–Id vosotros primero –decía.Por la noche nos acostábamos temprano, a las siete, justo después de la cena –también daré el

día por terminado–, pero no dormía bien y se despertaba con el mismo sueño recurrente: pasabancinco minutos del toque de queda y quedaba atrapado en el mundo exterior, en el lado erróneo dela alambrada.

–Tengo que volver –y entonces se despertaba con un grito.–Ahora estás en casa –le recordaba nuestra madre–. Todo va bien. Puedes quedarte aquí.

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LOS INDICIOS de la primavera: días templados, capullos en flor, ninguna larga lista de fallecidos.Las madres habían vuelto a las cocinas. Los últimos padres de nuestra manzana, los que pudieronhacerlo, regresaron a casa, estaban a salvo. El sol seguía en su sitio. Allí, encima de nosotros,aunque no a gran altura. Retomábamos poco a poco nuestras fuerzas. Volvíamos a hablar. En elpatio. En el parque. En la calle. Ahora nos llamaban por nuestros nombres. No lo hacían muchos,sólo unos cuantos.

Al principio fingíamos no escucharles, pero al cabo de una temporada no pudimos resistirnos.Dábamos media vuelta y asentíamos con la cabeza, sonreíamos y seguíamos nuestro camino.

Durante dos semanas del mes de abril, los magnolios florecieron con sus pétalos blanquecinos ylos cielos eran azules y estaban despejados. Los jacintos y los narcisos de color morado brotaronen el jardín, así como los tallos altos de la menta. Cada atardecer salíamos al jardín yobservábamos los brotes de los árboles. Por la noche dormíamos con las ventanas abiertas y ennuestros sueños podíamos oír cantos y risas y la incesante mudanza de las hojas acariciadas por elviento. Por la mañana, al despertarnos, nos olvidábamos por unos momentos de que habíamosestado fuera.

En el mes de mayo, cuando el calor se hizo intenso y las rosas florecieron por todas partes,recorríamos las calles a diario después del colegio en busca del rosal que nuestra madre habíaplantado en el jardín delantero. Al principio lo veíamos en cualquier sitio: en el jardín delanterode los Gilroy, en el de los Myer, y en los rododendros del jardín galardonado de las gemelasO’Grady. Pero cuando nos fijábamos de cerca nos dábamos cuenta de que esos rosales no eran losnuestros. Eran demasiado grandes, o demasiado pequeños, o sus pétalos estaban descoloridos. Asíque al cabo de un tiempo desistimos y nos dedicamos a otros menesteres. Pero nunca dejamos decreer que en algún lugar, en el jardín de algún desconocido, el rosal de nuestra madre florecía entodo su esplendor, mostrando cada flor roja, una tras otra, su perfección bajo el resplandorcrepuscular.

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Confesión

TODO LO que habéis oído es cierto. Llevaba puesto mi albornoz y mis zapatillas la noche en quevuestros hombres me arrestaron. En la oficina me hicieron preguntas. Habla, decían. La estanciaera pequeña y estaba prácticamente vacía. Carecía de ventanas. Las luces eran brillantes. Lasdejaron encendidas durante días enteros. ¿Qué más puedes decirnos? Tenía los pies fríos. Estabacansado. Tenía sed. Estaba asustado. Así que hice lo que tenía que hacer. Hablé.

De acuerdo, dije. Lo reconozco. Mentí. Teníais razón. Siempre teníais razón. Fui yo. Yo lo hice.Envenené vuestras reservas. Rocié vuestros alimentos con insecticida. Envié mis guisantes ypatatas al mercado repletos de arsénico. Coloqué barras de dinamita junto a las vías. Prendí fuegoa los pozos de petróleo. Coloqué minas en las entradas a vuestros puertos. Espié vuestros camposaéreos. Espié vuestros astilleros. Espié a vuestros vecinos. Os espié (os levantáis a las seis de lamañana, os gusta desayunar huevos con tocino, os encanta el béisbol, bebéis el café con crema,vuestro color preferido es el azul). Entré a hurtadillas en vuestra casa cuando no estabais ymancillé a vuestra esposa. «Espera, espera —dijo—, no te vayas». Toqué a vuestras hijas(sonreían en sueños). Asfixié a vuestro primogénito, él no opuso resistencia. Robé vuestra últimabolsa de azúcar. Tomé un trago de vuestro mejor coñac. Arranqué los clavos de vuestra valla demadera blanca y los vendí al enemigo para convertirlos en balas. Le entregué gratis vuestrosmapas defensivos a ese mismo enemigo. La planta de ensamblaje del Boeing está aquí. Larefinería, allí. La X marca el lugar en el que fabrican las redes de camuflaje. Le envié fotografíasaéreas de vuestras principales ciudades costeras. Envié por radio a sus submarinos lascoordenadas de vuestros buques de combate. Me asomé a la ventana de mi segundo piso e hiceseñas a los aviadores con mi farolillo rojo de papel. ¡Venid aquí! Dejé las luces encendidasdurante el apagón. Salí al jardín y tiré algunas bengalas para que supiera dónde encontraros.Dejad caer esa bomba ahí, ¡justo aquí donde yo me encuentro! Abrí zanjas en forma de flecha enmis campos de tomates para guiarle en su siguiente objetivo. ¡Sigue recto hasta la base aérea! Selo conté todo sobre vosotros. Altos y apuestos. Ojos grandes. Nariz larga. Hombros anchos.Dientes perfectos. Sonrisa agradable. Un apretón firme de manos. Padres de familia. Amigables.Tienen espíritu de comunidad. La asociación Elk. Los Kiwanis. El club Rotary. La cámara localde comercio. Corta el césped cada sábado y los domingos va a la iglesia. Paga puntualmente lasfacturas. De vez en cuando le gusta salir de noche con sus amigos. La esposa se queda en casa y seocupa de los hijos. Les revelé vuestros peores secretos. Carece de capacidad de concentración.No siempre se acuerda de sacar la basura. A veces habla con la boca llena.

¿Quién soy? Ya sabéis quién soy. O creéis saberlo. Soy vuestra florista. Soy vuestro tendero.Soy vuestro portero. Soy vuestro camarero. Soy el propietario de la tienda de ultramarinos quehace esquina con la calle Elm. Soy el lustrador de zapatos. Soy el instructor de judo. Soy elsacerdote budista. Soy el sacerdote sintoísta. Soy el regio reverendo Yoshimoto. «Me aregro tantode conocerle». Soy el director general de Mitsubishi. Soy el lavaplatos del Golden Pagoda. Soy elportero del hotel Claremont. Soy el lavandero. Soy el enfermero. Soy el pescador. Soy el ayudantede capataz. Soy mozo de cuadra. Soy recolector de melocotones. Soy recolector de peras. Soyempaquetador de lechugas. Soy el que cultiva ostras. Soy operario de la fábrica de conservas. Soyel que aparea a los pollos. «¡Reconozco a un buen gallo cuando lo veo!» Soy el hombre gordo y

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sonriente con sombrero de paja que vende fresas en los arcenes de las carreteras. Soy elpresidente de la Sociedad Ciruelas en Flor. Soy el secretario de la Asociación Haiku. Soymiembro con carnet del Club del Bonsái. ¡Son gente estupenda! Todo es tan pequeño. Soy uno delos «japonesitos». Al que también dais en llamar «nipón» u «hombrecillo amarillo». Soy unapersona que os pasa inadvertida, ya que todos tenemos el mismo aspecto. Soy el que veis en todaspartes porque estamos invadiendo el vecindario. Soy el que buscáis cada noche debajo de la camaantes de acostaros. Sólo hago algunas comprobaciones. Soy aquel con el que soñáis cada noche,desfilando por la calle principal. Soy vuestra pesadilla, ya que hemos acampado en vuestro jardíndelantero de césped recién cortado. Soy vuestro temor, sabéis lo que hicimos en Manchuria, osacordáis de Nanking, y no os podéis sacar a Pearl Harbor de la cabeza.

Soy el francotirador de ojos rasgados que se oculta entre los árboles.Soy el saboteador que está entre los matorrales.Soy el extraño en la puerta.Soy el traidor que está en vuestro jardín.Soy vuestro mozo.Soy vuestro cocinero.Soy vuestro jardinero.He vivido aquí, sin hacerme notar, junto a vosotros, durante años, a la espera de que Tojo me

diera la señal.Así que seguid adelante y encerradme. Detened a mis hijos. Tomad a mi esposa. Asaltad mi

casa. Cancelad mi póliza de seguros. Subastad mi negocio. Entregad mi hipoteca. Asignadme unnúmero. Informadme de mi crimen. Demasiado bajito, demasiado oscuro, demasiado feo,demasiado orgulloso. Que conste por escrito (Se muestra nervioso durante la conversación,siempre se ríe en el momento menos oportuno, nunca se ríe, y firmaré debajo de la línea de puntos.Es traicionero y astuto. Es implacable, es cruel. Y si algún día os preguntan qué era lo que teníaganas de decir, por favor, decidles lo siguiente:

Lo siento.Eso es. Eso es todo. Ya lo he dicho. Ahora, ¿puedo irme?

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Fuentes

La autora desea mostrar su agradecimiento a las siguientes obras que la han ayudado en laescritura de este libro. The Great Betrayal: The Evacuation of the Japanese-Americans DuringWar II, de Audrie Girdner y Anne Loftis; A Fence Away From Freedom: Japanese Americans andWorld War II, de Ellen Levine; Citizen 13660, de Miné Okubo; Jewel of the Desert: JapaneseAmerican Internment at Topaz, de Sandra C. Taylor, y Desert Exile: The Uprooting of a Japanese-American Family, de Yoshiko Uchida.

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Agradecimientos

Muchas gracias a Nicole Aragi, quien esperó con mucha paciencia, y a Jordan Pavlin, por sucuidado y orientación editorial. Debo dar las gracias también a Maureen Howard por los ánimos yel apoyo que me prestó al principio.

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Título original: When the Emperor Was Divine

Edición en formato digital: marzo de 2013

© 2002 por Julie Otsuka, Inc.© de la traducción, 2012 por Carme Font Pazde esta edición, 2013 por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., MilánTodos los derechos reservados

Duomo ediciones es un sello de Antonio Vallardi EditoreAv. del Príncep d’Astúries, 20, 3º B, Barcelona 08012 (España)wwww.duomoediciones.com

ISBN: 978-84-941196-0-6

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