estrellas fugaces - foruq

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Para Daniel, que me preguntó cuál sería el libro ideal para leer en un avión. Por fin tengo la respuesta: este.

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«No quería darte un beso de despedida (he ahí el problema),quería darte un beso de buenas noches (y la diferencia es

inmensa).»

ERNEST HEMINGWAY «Acerca la silla al borde del precipicio y te contaré una historia.»

F. SCOTT FITZGERALD

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Capítulo unoLane

La primera noche que pasé en el Hogar Latham yacía despierto enmi exigua y abuhardillada habitación del chalé 6, preguntándomecuántas personas habrían muerto entre esas cuatro paredes. Y nome lo preguntaba porque sí, ni mucho menos. Hice cuentas. Calculélas probabilidades. Y deduje una cifra: ocho. Ahora bien, reconozcoque las mates siempre se me han dado fatal.

En cuarto de Primaria, nos sometían a exámenes cronometradospara comprobar nuestro dominio de las tablas de multiplicar. Cincominutos por página, cincuenta operaciones en cada una y, parapoder continuar, no podías fallar ni una. La maestra llevaba lacuenta de nuestros progresos en un mural rosa fucsia que estaba ala vista de todo el mundo; una carita sonriente junto a tu nombre porcada tabla que completabas. Yo veía aumentar el número deadhesivos de los demás alumnos mientras el mío permanecíaatascado en la del siete. Practicaba cada noche con tarjetas deestudio, pero no me servía de nada, porque mi problema no erantanto las tablas de multiplicar como el estrés que me provocabasaber dos cosas: (1) que tenía muy poco tiempo; (2) que no podíacometer ni un solo error.

Cuando el sueño me venció por fin, soñé con casas que caían almar y se hundían. El agua se las tragaba, pero luego volvían aemerger de las negras profundidades, podridas e impregnadas dealgas, para cabalgar las olas de vuelta a la orilla, en busca de susdueños.

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Soy hijo único, así que la idea de compartir cuarto de baño mehorrorizaba. Tanto es así, que programé la alarma del despertador alas seis en punto y luego, de madrugada, recorrí el pasillo con mineceser y mi toalla mientras todos los demás seguían durmiendo.

Qué raro es eso de ducharse calzado, estar completamentedesnudo salvo por unas chanclas. Lavarme el pelo en zapatillas, yencima hacerlo en una ducha del tamaño de una caja de zapatos,distaba tanto de mi rutina de los lunes por la mañana que dudaba deque alguna vez llegara a acostumbrarme.

En casa, siempre me quedaba en la cama hasta el último minuto.Echaba mano de la primera camiseta limpia que encontraba y comíauna barrita de cereales de camino al colegio. Escuchaba lascanciones que sonaban en la radio, las que fueran, no porque megustaran sino porque las consideraba mis cartas del tarotparticulares. Si los temas eran buenos, tendría un buen día. Si eranhorribles, tendría que darme por satisfecho con sacar un notable enuna prueba.

Aquella mañana, en cambio, mientras me abrochaba la camisaante la ventana de mi dormitorio, me sentía una persona totalmentedistinta. Como si alguien hubiera pasado una goma por mi vida y, enlugar de borrar el desastre, hubiera eliminado las partes que yoquería conservar.

Ahora, en vez de una novia, un perro y un coche, tenía un colchónverde pálido forrado de vinilo, vistas a un bosque y dolor de pecho.

Había llegado a última hora de la noche anterior. Me habían traídomis padres, él agarrando con fuerza el volante y ella mirando alfrente, los tres escuchando la radio durante las seis horas que duróel viaje, con las ventanillas bajadas y sin decir ni pío. La cena sehabía servido hacía rato y apenas tuve tiempo de abrir la maletaantes de que apagaran las luces.

Latham no parecía real. Todavía no. Había tomado contacto conel sitio, había ido de acá para allá de puntillas, a revolucionesdistintas de las del resto de alumnos, pero aún no me habíaconvertido en uno de ellos.

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Septiembre estaba llegando a su fin, yo tenía diecisiete años, y elúltimo curso del instituto proseguía a seiscientos cincuentakilómetros de allí, sin mí. Procuré no pensar en eso mientrasesperaba a mi guía a la puerta de la residencia, azotado por el helormatutino de las montañas. Procuré no pensar en nada importanteporque, si lo hacía, la magnitud de lo que estaba viviendo meaplastaría, estaba seguro. Así que me dediqué a pensar enchanclas, en problemas de mates y en mi teléfono móvil, que habíaconservado durante las escasas horas que duró el viaje pero queme fue confiscado a mi llegada.

Según el dosier informativo, «el alumno encargado de recibirte,Grant Harden, acudirá a la puerta de tu residencia a las 7:55 paradesayunar contigo y acompañarte a tu primera clase».

De modo que aguardé la llegada de Grant mientras un río dealumnos pasaba por delante de mí arrastrando los pies de camino alcomedor, todos vestidos con chándales y pijamas diversos, como siestuviéramos de campamento.

Grant se retrasaba, cómo no, así que permanecí allí plantadodurante una eternidad, cada vez más enfadado. ¿Por qué daban porsupuesto que no sabría encontrar por mí mismo la ruta a la cantinao al único edificio académico de Latham, que precisaba unacompañante oficial? Era absurdo.

Eché un vistazo al reloj: las ocho y nueve minutos. No sabíacuánto tiempo se podía considerar una espera prudencial, así queaguardé un rato más antes de darme por vencido y encaminarme alcomedor.

No me costó demasiado encontrarlo, echar mano de una bandejay unirme a la cola de soñolientos adolescentes. Yo tenía razón: nome hacía ninguna falta que nadie me mostrara cómo funcionabaaquello. Era una fila de cafetería normal y corriente. Tomé un tazónde cereales y un cartón de leche individual, y me fijé en que esteúltimo era de la misma marca que los de mi antiguo colegio, una quelleva dibujada una especie de cabeza de vaca sonriente. Qué raroque todo hubiera cambiado drásticamente pero los cartones deleche siguieran siendo los mismos.

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Empujé la bandeja por delante de las fuentes de huevos,magdalenas y tostadas. Y entonces, cuando oí a alguien gritarle aun amigo que le guardara un sitio, reparé en mi error. Estaba mássolo que la una. Me había dado tanta prisa en llegar al comedor queno había pensado con la cabeza. Si a primera hora hubieracoincidido con alguien en el baño, si me hubiera sumido en elbarullo en lugar de evitarlo, a lo mejor ahora tendría compañía. Peroahí estaba yo, sin saber siquiera quiénes dormían en mi mismaplanta. Me acercaba deprisa al principio de la cola y ni siquieracontaba con un mísero móvil tras el que escudarme del desastre deno saber dónde sentarme en un comedor abarrotado.

Estaba pensando que había metido la pata hasta el fondo cuandola nutricionista miró mi bandeja frunciendo el ceño, como si hubieraelegido esos cereales y no otros adrede para decepcionarla.

—¿Nada más? —me preguntó.—No tengo mucha hambre.Nunca tenía hambre por las mañanas; a mi apetito le gustaba

dormir hasta mediodía.—No te puedo dar el visto bueno —me espetó, como si esperara

más de mí—. Si estás demasiado indispuesto para desayunar comoDios manda, deberías haber pasado por la enfermería antes deacudir al comedor.

Demasiado indispuesto. Tierra, trágame.—Acabo de llegar —expliqué, a la desesperada—. No lo sabía.Eché un vistazo hacia atrás, consciente para mi horror de que la

fila se había atascado por mi culpa. Menuda entrada triunfal. Nosabía que fuera posible equivocarse de desayuno.

En realidad, debería haberlo sabido. Grant debería habérmelodicho.

—Vuelve atrás y añade proteínas. O te pondré una falta.Me fulminó con la mirada, toda ella labios fruncidos y piel

requemada por el sol, esperando.La idea de retroceder hasta el final de la cola, a la vista de todo el

mundo, me puso los pelos de punta. No podía hablar en serio. Pero,por lo visto, sí.

—¿Y bien? —insistió la nutricionista.

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Me habría gustado ser el típico tío que encaja una falta, sea loque sea eso, con la cabeza bien alta, solo para demostrar que eracapaz de desafiar al sistema. Por desgracia, yo no era de esos.Todavía no, al menos. Era de los que agachan la cabeza y sacanbuenas notas. Cuando el timbrazo de aviso retumbaba en lospasillos, apuraba el paso. Cuando repartían la plantilla derespuestas de un examen tipo test, sacaba un segundo lápiz delnúmero dos, por si las moscas. Así pues, aunque todos me estabanmirando, inspiré profundamente y volví a ponerme en la cola.

—Brutal —me dijo el chico que tenía delante. Era de mi edad, unchaval grandote de rasgos indios que lucía unas gafas pasadas demoda y una desordenada mata de pelo negro. Aunque solo eran lasocho de la mañana, rezumaba energía nerviosa—. Pocos puedenpresumir de haberla pifiado con el desayuno el primer día.

—No he hecho los deberes —repuse yo—. Es que tengodemasiadas cosas entre manos.

Él pilló la broma y sonrió.—No las suficientes, por lo que parece —dijo—. Soy Nikhil. Todos

me llaman Nick.—Lane.—Muy bien, Lane —prosiguió él—. Te voy a explicar cómo

funciona esto. Hay que escoger un alimento de cada grupo. No hacefalta que te lo comas todo. Jolines, tú construye el Coliseo a base dehuevos y tostadas, si quieres, pero se cogen platos llenos y sedevuelven vacíos.

—¿Y eso no desvirtúa el papel de la nutricionista? —pregunté.—Exacto. Ese es el propósito del plan.—¿Tenemos un plan?—Ya lo creo. Porque nuestra querida Linda te ha dicho que

volvieras a por más, pero no ha especificado qué cantidad.De inmediato, comprendí lo que se proponía.—No, no —dije—. Yo, en realidad…

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—Pareces muerto de hambre, Lane.Nick sonreía con ganas mientras colocaba un plato de huevos

revueltos en mi bandeja. Antes de que yo pudiera protestar, añadióunos cuantos huevos duros a los revueltos.

Miré mi bandeja. El daño ya estaba hecho. Me la había dado conhuevos. Así pues, azuzado por Nick, añadí un montón de tostadas.

—Perfecto —aprobó—. ¿Qué tal una magdalena?Tomó una bandeja entera, que me ofreció con una reverencia.—Mejor dos —propuse yo.Llevábamos recorrida la mitad del bufé cuando la fila se atascó

otra vez.—¿Me tomas el pelo? —se enfadó la nutricionista.La fila entera alargó el cuello para ver lo que estaba pasando. La

culpable del revuelo era una rubia bajita que llevaba una coleta malpeinada. Sobre su bandeja, con cierto aire de grandeza, reposabauna taza de té y nada más.

—Pues ponme una falta —replicó la chica. Sonó a desafío.—Vuelve a la cola.—Tú y yo sabemos que no hay tiempo para discusiones —insistió

la rubia.Era verdad. Solo teníamos veinte minutos de margen antes de

que empezaran las clases.—Se me está enfriando el té. Si no te importa… —dijo la chica.Alargó la muñeca en la que llevaba la pulsera de silicona negra,

como desafiando a la nutricionista a que se la escaneara. En elcomedor no se oía ni una mosca. Todos estábamos pendientes de lareacción de Linda.

La nutricionista escaneó la pulsera y tecleó con furia en suterminal.

—Es la segunda falta de este mes, Sadie —le advirtió.—Hala. ¿Y qué haréis cuando lleve tres? ¿Me expulsaréis? —

replicó la otra entre risas.Abandonó la fila con aire victorioso, exhibiendo la taza de té como

si fuera un trofeo. Cuando echó a andar hacia las mesas, pude porfin observarla a mis anchas. Era una de esas chicas que consiguenestar guapas incluso recién levantadas. Lucía una coleta alta,

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seguramente la misma que llevaba la noche anterior, y un jersey quele dejaba un hombro al descubierto. Sus labios, pintados de rojo,esbozaban una mueca burlona y, pese a todo, parecía la últimapersona del mundo capaz de crear problemas en una cafetería unlunes por la mañana.

Sin embargo, no era eso lo que atraía mi mirada. Aquella chicame sonaba muchísimo. Estaba convencido de que la había visto enalguna otra parte, de que ya la conocía. Y entonces me di cuenta deque así era. En el campamento Griffith, hacía cuatro años. Aquellashorribles colonias en el bosque de Los Padres a las que me habíaenviado mi familia cuando yo era más joven para poder largarse devacaciones sin mí.

—Bueno, ese es el plan B —dijo Nick, interrumpiendo así el hilode mis pensamientos.

Me di cuenta, con retraso, de que se refería a Sadie.—¿Y no la castigarán? —pregunté.—Pues claro que sí —replicó Nick—. Pero a Sadie solo la

castigan cuando le da la gana.No entendí lo que quería decir y estuve a punto de preguntárselo,

pero ya habíamos llegado al principio de la cola.—Mira, Linda. Esta mañana te he dibujado un Picasso —dijo Nick

con una sonrisilla socarrona al tiempo que le mostraba su bandeja ala nutricionista. Había dispuesto una salchicha, dos huevos y unatortita de tal modo que recordasen inconfundiblemente a un pene.

Me dieron el visto bueno con idéntico gesto de asco que a él, y apunto estaba de seguir a Nick a su mesa cuando me despidió con labarbilla diciendo:

—Querrás reunirte con tu guía y patearle el culo por no haberteexplicado lo de los grupos de alimentos, ¿no?

—Algo así —musité.—Vale, pues nos vemos.Antes de que pudiera responderle, se había marchado.Me quedé allí, solo y abandonado, haciendo esfuerzos por no

hundirme en la miseria mientras ese desayuno, que no me apetecíanada, hacía equilibrios por la bandeja. La escasez de luz delcomedor, unida a los revestimientos de madera y a las lámparas de

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latón, aniquilaba cualquier sentido del tiempo. Las mesas eranpequeñas y redondas. Con seis sillas alrededor, como un tristeremedo de la corte del rey Arturo. Cuánto añoraba el institutoHarbor, con sus palmeras, sus bocadillos envueltos con plástico yaquel pequeño patio pegado al laboratorio en el que nos reuníamosmis colegas y yo.

Éramos el grupo de los empollones, marginados pero aceptables.Lo bastante populares como para representar a diplomáticos en elModelo ONU[1], pero no tanto como para ser invitados a formarparte del consejo estudiantil. Por lo general, mi novia y yocotejábamos las respuestas de los deberes y nos pasábamos unrefresco enlatado mientras dábamos cuenta de los bocadillos delalmuerzo. Nuestro grupo no estaba tan unido como para quedardespués de clase en casa de este o de aquel, pero jamás me sentídesplazado.

Vi a Nick acercarse a la mesa de Sadie y mostrarles a todos suartístico desayuno con una exagerada pose que arrancó carcajadasa los demás. Comprendí que no se había llenado la bandeja de…,bueno, comida basura para fastidiar a la nutricionista. Lo habíahecho para hacer reír a sus amigos. Quedaban dos sitios libres enaquella mesa, pero Nick no me había invitado a acompañarlos y, detodos modos, seguro que pertenecían a dos personas que aúnseguían en la cola.

Albergaba la esperanza de que mi guía fantasma me viera allíplantado y me llamara a su mesa por gestos para saludarme yfarfullar una disculpa, pero no tuve tanta suerte. Los dos desayunosy medio de mi bandeja se estaban tornando pesados y tenía quedejarlos en alguna parte. Así que inspiré profundamente y meencaminé al fondo del comedor como si supiera adónde me dirigía.

Me senté en la primera silla que encontré, en una mesa con cuatroasientos libres en la que dos chicos jugaban una partida de ajedrezcon un tablero de viaje. Parecían muy concentrados, enfrascados en

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su propio mundo. Suspiré y añadí a los cereales toda la leche delcartón en lugar de buscar la proporción justa. Las bolitas sequedaron flotando, cabeceando en medio del líquido como botessalvavidas vacíos.

—Hola. Soy Genevieve. ¿Eres nuevo? —me preguntó una chicasegún se sentaba a mi lado. Su sonrisa era amistosa, pero esacombinación de pecas, cola de caballo y dientes grandes me hizosospechar que había pasado buena parte de su vida entre caballos.

—Primer día —asentí.—Esto te va a encantar —me prometió—. ¿En qué residencia

estás?—¿En la número seis? —titubeé.—¡Igual que John! —exclamó, como si fuera la mayor

coincidencia del mundo—. Es mi novio; llegará enseguida. Hoy lacola avanza a paso de tortuga.

Me había equivocado de mesa. Lo supe entonces, en cuanto lachica me presentó a John, un chaval devastado por el acné, y a Timy a Chris, los dos jugadores de ajedrez, que no estaban solos, comoyo había supuesto erróneamente, sino esperando a sus amigos.

—¿De verdad te vas a comer todo eso? —me preguntó Johnmirando mi bandeja.

—Es una broma —expliqué desanimado—. La nutricionista hadicho…

—Uf, será mejor que no la hagas enfadar —me advirtióGenevieve—. Te pondrá una falta y, como acumules tres en unmismo mes, te prohibirán asistir al acto social.

—¿El acto social? —pregunté.—¿Tu guía no te ha explicado nada? —se extrañó la chica.—La verdad es que no —repuse yo, sin entrar en detalles.—Ah. Verás, cada mes se organiza una actividad especial —

aclaró ella.—Creo que este mes será baile en línea —apuntó John, sin

ningún entusiasmo.Resoplé con desdén. Ahora entendía por qué Sadie había hecho

rabiar a la nutricionista. Yo había supuesto que la castigarían conhoras de estudio, tareas extra o cualquier otro castigo típico, no que

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la dispensarían de hacer el ridículo al ritmo de Cotton-Eye Joe.Además, Nick me había aclarado que ella solo se metía en líoscuando quería.

Entusiasmada, Genevieve procedió a describirme en quéconsistía el baile en línea, por si yo aún no tenía del todo claro quepreferiría mil veces ir al dentista. Sonreí y asentí, pensando almismo tiempo que habría dado cualquier cosa por poder desayunaren paz. Pero era yo el que se había sentado a su mesa y ellos soloestaban siendo amables.

Y, por horribles que fueran, podría haber escogido una mesa aúnpeor si cabe, a juzgar por lo que veía a mi alrededor. El grupo de miizquierda estaba como alelado, y yo no estaba seguro de si soloeran zombis matutinos o si su mirada vidriosa era permanente. Y, ami derecha, había una mesa de chicas dedicadas a fulminar con lamirada sus huevos revueltos, como para dejar bien claro que «ya nose hablaban».

Eché un vistazo al fondo del comedor, hacia la mesa de Nick ySadie. Emanaban una energía magnética que se percibía inclusodesde la periferia, donde se encontraba mi asiento. No sabía cómoetiquetarlos; la clásica jerarquía social de los institutos no se aplicaen un centro como Latham. Eran cuatro y se reían por los codos.Nick había pinchado la salchicha con el tenedor y, sosteniéndola aguisa de batuta, la agitaba lenta y deliberadamente.

A mi lado, Genevieve empezó a toser. Cogió la primera servilletaque pilló para taparse la boca.

—Perdón —se disculpó—. El zumo de naranja tiene pulpa.—¿Te encuentras bien, ratoncita? —le preguntó John a la par que

le frotaba la espalda.Jo, aquella mesa era un rollazo. Sin embargo, el ataque de tos de

Genevieve hizo que me percatara de que, entre el murmullo de lasconversaciones, el ruido de los cubiertos y el roce de las sillas, en elcomedor resonaba un coro de toses. La enfermedad hecha sinfonía.

Eché un segundo vistazo a la mesa de Sadie y, en efecto, de esoera de lo que se reían. Nick, armado con su salchicha, estabadirigiendo la orquesta de toses.

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Afortunadamente, todas las aulas estaban en ese mismo edificio, asíque encontré el camino a Literatura Inglesa sin demasiadasdificultades. Era una sala muy amplia, con las paredes revestidas demadera y enormes ventanales, parecida a un atrio. Albergaba unapizarra anticuada y veinte pupitres.

Veinte. Yo estaba acostumbrado a las pizarras INTELIGENTES. Alas taquillas. Al instituto. Y adiviné en cuanto lo vi que el señorHolder, un tipo de calva incipiente perdido en una deformeamericana de lana, no había pisado un instituto en su vida.

—¿Sí? —me preguntó cuando me vio dudando en el umbral. Nosabía si los asientos ya estarían asignados.

—Soy Lane Rosen —me presenté—. El nuevo.—Bienvenido a la rotación —repuso, en tono sombrío—. Siéntese

junto al señor Carrow.Señaló a un chico con cara de pocos amigos que ocupaba un sitio

en la primera fila. Me senté y saqué una libreta y un lápiz. Holder meplantó en el pupitre un ejemplar de Grandes Esperanzas y un dosierde fotocopias.

—Lea un capítulo, responda las preguntas. Así sucesivamente.Cuando haya terminado, le indicaré el tema de la redacción —meinstruyó, y luego pasó de mí.

Me quedé mirando los papelotes del pupitre. A mi alrededor, losalumnos se pusieron manos a la obra. A algunos les habían tocadootros libros. Reconocí El señor de las moscas, Moby Dick y Fiesta.Suspiré y abrí el dosier para echar un vistazo a las preguntas. Asísabría qué respuestas buscar según iba leyendo, un truco queaprendí mientras preparaba los exámenes de Selectividad.

Cuando la clase concluyó, Holder dijo:—Nos vemos el miércoles.Todo el mundo empezó a recoger. Yo iba por la mitad del segundo

capítulo.—¿Cómo? —me extrañé, mirando al chico que se sentaba a mi

lado—. ¿No nos pone deberes?

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—Muy bueno.Se rio entre dientes, como si yo acabara de hacer un chiste.En clase de Historia nos pusieron un documental sobre la peste

negra y nos pidieron que rellenásemos un cuestionario. La profesorani siquiera se quedó en el aula. Al ver que se marchaba, supuse queestallaría el caos, pero todos permanecieron como si nada, con losojos clavados en la pantalla, salvo un par de chavales que sedurmieron con la cabeza apoyada en el pupitre.

A la hora de comer repetí mesa. No me apetecía nada, peroGenevieve hacía cola dos puestos por detrás de mí, así que nopude zafarme. Tenía la esperanza de que mi misteriosoacompañante hubiera dado conmigo a esas alturas, pero no tuvesuerte. Notaba cómo la rutina se iba apoderando de mí, y maldije miestampa.

No quería estar en Latham. No quería acostumbrarme a lascomidas supervisadas ni a los profesores que pasaban de mí.Quería asistir a Historia Europea Avanzada, a la clase del señorVerma, que decoraba el aula con portadas de periódicos viejos ynos traía pizza los viernes de examen.

En Harbor, estudiar el programa de excelencia equivalía apertenecer al club de los enchufados. Nos decían que llegaríamos aser alguien en la vida. No nos castigaban sino que nos proponíantrabajos para subir nota. No nos entregaban cuestionarios sinoguías de estudio. Jamás se me había pasado por la cabeza que midestino en la vida fuera ser alumno de Latham.

Después de comer nos mandaron a descansar. Cuando recorría elpatio con desgana de camino a los chalés vi a cuatro alumnosdesviarse en dirección al bosque. El grupo de Nick y Sadie.Caminaban deprisa, con las cabezas gachas, como si les aguardarauna meta infinitamente más interesante que la hora del descanso. Y,aunque se escabullían a plena luz del día, nadie les hizo ni caso.

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Los ocho chalés estaban dispuestos en forma de media lunaalrededor de un cenador que pedía a gritos una capa de pintura. Demadera oscura, con amplios porches y coquetas hileras deventanas, recordaban más a las clásicas cabañas de esquí que acasas de campo.

Cada uno de los chalés albergaba a veinte alumnos, calculaba yo.La planta baja consistía en una sala de estar con decrépitos sofás,una larga mesa de estudio y montones de juegos de mesa. Eltelevisor se encontraba en una habitación aparte y había tambiénuna minúscula cocina aunque, en teoría, no teníamos que cocinarnada.

Los primeros en llegar ya se habían apropiado de los mejoressitios. Cuatro asiáticos jugaban una escandalosa partida de Loscolonos de Catán encima de la alfombra y dos chavales se repartíancartas Magic en una mesita baja.

Mis nuevos y, con suerte, temporales amigos del comedor sedisponían a jugar a las damas chinas. Me llamaron con animadosgestos para que me uniera a ellos.

—Podemos jugar en equipos —propuso John.—Tengo que acabar de deshacer el equipaje —me disculpé según

me encaminaba a la puerta.—Bueno, más tarde pues —gritó Tim. O quizás fuera Chris. No

quería seguir con ellos el tiempo suficiente para averiguarlo.Sordas notas de música y los inconfundibles efectos de sonido de

los videojuegos me acompañaron de camino a mi cuarto desde elotro lado de las puertas cerradas. Me alegré de oír a los Smiths yalguna que otra batalla de Pokémon, una nota de normalidad enaquel día tan raro.

Me llevé la mano al bolsillo, olvidando por un momento queestaba vacío. Me sentía perdido sin el móvil, como si fuera a recibirel e-mail más importante de mi vida y no pudiera acceder a mibandeja de entrada. Ya sabía que no iba a recibir nada parecido,pero igualmente...

Mi habitación estaba al final del pasillo, haciendo esquina. De ahísus reducidas dimensiones, supuse. El mejor ataúd de Latham,pensé, y al instante me sentí fatal por pensar esas cosas. No estaba

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tan mal. O sea, vale, los muebles parecían sacados de una casa demuñecas. Mi cama era individual, de dos metros de largo, pero nisiquiera eso ayudaba a crear sensación de espacio. En casa teníauna cama enorme y yo la adoraba. Era mi reina y yo su leal vasallo.Bueno, su leal vasallo en el exilio.

A los pies de mi minicama había un armario que recordabasospechosamente a una taquilla, vestigio de cuando el centroalbergaba un internado masculino. La noche anterior habíaintentado, sin éxito, embutir la maleta llena de ropa en el interior ypor fin, derrotado, la había empujado a patadas debajo de la cama.Pero asomaba un extremo y ya había tropezado con ella. Dosveces.

También había un escritorio de madera y dos sillas, además dedos enormes ventanales —practicables, de dos hojas— que nuncase cerraban para que tuviéramos aire fresco.

En cualquier caso, lo mejor de la habitación eran las vistas: unainacabable extensión de bosques y cielo con brumosas montañas alfondo. De no haber sabido por qué me encontraba en el culo delmundo, el paisaje habría sido la viva estampa de la serenidad.

Rebusqué por los cajones hasta encontrar el satinado mamotretoque me habían entregado la noche anterior y me tumbé en la camapara leerlo. No sería mala idea que me aprendiera las normas, si noquería volver a pifiarla a la hora del desayuno.

Jo, qué rollo de manual. Se me cerraban los ojos mientras leíaacerca de «las prendas más apropiadas para las sesiones deBienestar». Quería permanecer despierto, pero apenas habíapegado ojo la víspera y no nos habían servido café paradesayunar…

Desperté grogui y desorientado. El manual estaba volcado en elsuelo, como si intentara escapar. No se lo reprochaba. Cuando echéun vistazo al reloj, me di cuenta de que llevaba un rato durmiendo.

Me desperecé y me encaminé a la ventana que daba a losbosques, por si veía volver a los cuatro alumnos. Era tarde y mepregunté si me habría perdido su regreso. En teoría, a las dos ymedia teníamos que estar listos para la clase de Educación Física,

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irónicamente llamada «Bienestar». Pero yo aún no tenía permisopara asistir a esa clase. Antes debía acudir al centro médico.

A punto estaba de dirigirme hacia allí cuando los vi salir de laarboleda. Sadie encabezaba la marcha, cargada con una cámara enbandolera que debía de costar un pastón. Nick también estaba allí,con sus gafas de pasta brillando al sol. Detrás aparecieron el punk,que parecía el cantante de un grupo de rock con sus vaqueros depitillo y sus botas Doc Martens, y una chica alta que se sacudíahojas secas de un vaporoso vestido de encaje, como si acabara deabandonar el escenario de una función escolar. Se dirigían a lasresidencias, caminando a grandes zancadas como si aquel lugar lesperteneciera y, en aquel momento, así era.

Vi a Sadie detenerse para tomar una foto del grupo. Alzó lacámara con solemnidad y ajustó el objetivo. En vez de posar, losdemás se detuvieron tal y como estaban para dejar que su amigainmortalizase el instante.

De eso sí me acordaba: Sadie se había pasado todo elcampamento haciendo fotos. Se internaba en el bosque ypermanecía allí durante horas. En aquel entonces, ella era pocomás que codos y rodillas huesudas, y yo uno de los chicos másbajitos de mi cabaña.

Guardaba vagos recuerdos de aquel verano, casi todosrelacionados con el terror que me inspiraba un idiota que compartíacabaña conmigo y que amenazaba con mearse en las camas si nole entregábamos las chucherías que comprábamos en la cafetería.Estábamos a punto de empezar segundo de Secundaria y, casi de lanoche a la mañana, los chavales habían pasado de burlarse de laschicas que enseñaban las tiras del sujetador a presumir de que estao la otra se la iba a mamar después del baile en cierta roca delbosque. Yo esperaba por su bien que en la roca hubiera una lista dereservas.

No llegué a intercambiar más que un par de frases con Sadie. Enrealidad, no llegué a decir gran cosa durante aquel horrible verano,durante el cual dos chicos de mi cabaña fueron expulsados porrobar y un asqueroso juego de la galleta acabó tan mal que lospadres de mi único amigo de verdad acudieron a buscarlo dos

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semanas antes de lo previsto, amenazando con denunciar alcampamento. Pese a todo, todavía recuerdo a Sadie, con susgomas moradas en los brackets y aquellos pantalones de desteñidoanudado, siempre sola, siempre agachada para fotografiar una hojao una flor.

No se me había pasado por la cabeza que pudiera encontrarmecon algún conocido en Latham, que algún rostro fuera a sonarmeallí, en las montañas de Santa Cruz, a cientos de kilómetros decasa. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más horriblementelógico me parecía.

En el Hogar Latham nos animaban a creer en los milagros. En lassegundas oportunidades. Nos levantábamos cada mañana con laesperanza de que las probabilidades, de algún modo, hubieranvariado a nuestro favor.

Pero esa es la pega de las probabilidades. Tiras el dado dosveces y esperas obtener dos resultados distintos. Sin embargo, lacosa no funciona así. Es posible sacar el mismo número una y otravez, las leyes del universo fijas e idénticas con cada tirada. Solocuando tienes en cuenta el pasado, las probabilidades cambian.Solamente entonces se tornan las cosas cada vez más improbables.

He aquí un dato que conozco porque soy un empollón: hastamediados del siglo XX, los dados se fabricaban de nitrato decelulosa. Es un material que permanece estable durante décadas,pero que se puede descomponer en un abrir y cerrar de ojos. Loselementos químicos se rompen y liberan ácido nítrico. De ahí que,cada vez que tiras un dado, exista una pequeña probabilidad deque, en lugar de sacar un número, el objeto se rompa, se pulverice yestalle.

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Capítulo dosSadie

Estábamos en el bosque que hay detrás de los chalés cuando Nicknos contó lo sucedido en la cola del desayuno. Era uno de esos díasde otoño fríos y hermosos que dan paso a una tarde más cálida, ytodos nos habíamos quitado las sudaderas, que habíamosamontonado junto con las mochilas.

Charlie estaba sentado debajo de un árbol, dibujando helechosespada. Marina posaba para mí con un fantástico vestido antiguo. YNick clasificaba las hojas que habíamos recogido por gamas decolor.

—¿Cómo describiríais esta? ¿Amarillo ictericia o más biencirrótico? —preguntó, mostrándonos una hoja.

—Ahora no puedo mirar —respondí, porque estaba utilizando unobjetivo de distancia focal fija y, por fin, había conseguido encuadrara Marina—. Pero, por favor, dime que no las estás clasificando poraverías hepáticas.

—«Dos averías se bifurcaban en un bosque amarillo» —recitóNick, con voz impostada—. «Y yo, yo me fui por la menostransitada».

—Uf, qué malo —se quejó Marina—. Además, el poema nisiquiera es así.

—Pues claro que es así —replicó Nick, aunque no parecía muyseguro.

—Es: «Dos avenidas se bifurcaban» —insistió Marina.—Lo buscaremos en Google —repuso Nick—. Ya verás.Me reí con ganas, porque Nick siempre hacía lo mismo. Metía la

pata y luego defendía su postura a capa y espada, como si fueraposible tener razón a fuerza de discutir.

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—El poema se titula El camino no elegido —le informé—.¿Puedes poner tres hojas más en la falda de Marina, de lasdoradas?

—Avenida, camino, carril, qué más da —dijo él, y añadió las hojas—. Por cierto, el chico nuevo se llama así. Lane. Significa «carril» eninglés. Hablo del chaval que ha chinchado a la nutricionista. Con unpoco de ayuda por mi parte, claro.

Estuve a punto de soltar la cámara.—¿Lane Rosen? —pregunté.—Ni idea —Nick colocó la última hoja con una reverencia—.

Nadie te dice el apellido cuando se presenta.Tenía razón, pero yo no pensaba reconocerlo.—Puede que yo lo haga a partir de ahora, aunque solo sea por

fastidiarte.Hice una foto de prueba, para comprobar que no saliera borrosa,

pero el objetivo no era lo único que estaba desenfocado. Me esforcépor concentrarme, porque no dejaba de darle vueltas a la posibilidadde que fuera él.

Lane no era un nombre corriente. Recordé vagamente que la colase había atascado un momento, pero había supuesto que lanutricionista estaba enseñando los dientes, para variar. No que elcausante del revuelo fuera un recién llegado, alguien en quienllevaba mucho tiempo sin pensar y que me habría encantado novolver a ver en la vida.

—¿Hola? ¿Sadie? —deduje, por el tono de voz de Marina, quellevaba un rato intentando llamar mi atención—. Te he preguntado siestoy bien así.

—Perdona —dije, y examiné las tomas que había almacenado enla tarjeta—. Mmm… Levanta un poco más el brazo derecho.

Disparé un par de veces y le pedí a Nick que añadiera unascuantas hojas más. Marina protestó diciendo que jamás podríasacudirse toda esa hojarasca de la falda y que le dolía el brazo demantenerlo en vilo durante tanto rato.

—El arte es dolor —repuse, simulando un tono solemne.—Y también la vida —intervino Charlie—. De ahí que la vida sea

un arte que nos aflige a todos. Ahhh, qué fantástica frase para una

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canción.Yo nunca sabía si Charlie nos estaba prestando atención o no.

Dominaba el arte del sufrimiento en silencio, lo que era totalmentelógico, porque era el artista oficial del grupo. Se pasaba el díagarabateando poemas y dibujos en su cuaderno, todos oscuros ydolorosamente brillantes. Y de repente alzaba la vista y preguntabaalgo absurdo, como por ejemplo si creíamos posible que losdinosaurios brillaran en la oscuridad.

—¿Acabas ya? —preguntó Marina.—Enseguida —prometí—. Estás fantástica.Era verdad. La combinación de piel oscura, cabello rizado y

vestido vintage sembrado de hojas era deliciosa y casi sobrenatural.Marina, en su vida normal, diseñaba el vestuario de un grupo deteatro. Decidí que me caía bien cuando la pesqué leyendo aescondidas una novela de literatura fantástica en clase de Finnegan.

Yo nunca había tenido un grupo de amigos como aquel en elinstituto. Jamás habríamos congeniado. Charlie habría sido unsolitario incomprendido. Nick se dedicaría en cuerpo y alma a losjuicios simulados como si fueran algo más que una pretenciosacompañía teatral. Marina se habría unido a los típicos frikis que venDoctor Who y llevan sombreros interesantes. Y yo… Bueno. Yoseguiría viendo a las tres chicas que conocí en segundo, las mismasque se fijaban en chicos poco recomendables y que meconsideraban esa amiga graciosilla con la que se disculpaban una yotra vez por haber salido en parejas sin ella.

Sin embargo, Latham nos había reinventado. Nos habíaconvertido en personas originales, más interesantes, más atractivasde lo que habríamos sido en ninguna otra parte. Yo ya sabía que nome iba a gustar Latham antes de venir aquí, pero no esperabaencontrar amigos que detestaran exactamente las mismas cosasque yo y se burlaran de las normas, los profesores y del doctorBarons con tan mala leche que todos acabáramos llorando de risa.

Nos habíamos escapado al bosque porque yo estaba terminandouna serie de fotografías temáticas que consistía en retratosmanipulados de mis amigos huyendo de allí por medios fantásticos.Este acabaría siendo una miniatura de Marina elevándose en el aire

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con ayuda de un racimo de globos. Aunque los globos no seríantales, sino hojas.

Hacía un par de semanas había retratado a Charlie planeandosobre los chalés en un avión de papel confeccionado con unapartitura. Y, antes de aquello, había inmortalizado a Nick navegandopor el lago sobre un antiguo reloj de bolsillo, con una ramita comoremo. Tardé siglos en unir las distintas imágenes con el Photoshop.

Cuando hube tomado unas cuantas fotos que me parecieronaprovechables, regresamos a la residencia. Yo quería alargar lasesión, pero teníamos que cambiarnos para la clase de Bienestar: sinos entreteníamos demasiado y después nos tocaba correr,nuestros sensores nos delatarían.

Porque el Gran Hermano nos vigilaba constantemente. Aunquepodías burlarlo de vez en cuando, si eras lo bastante listo yprogramabas las escapadas al minuto.

—¿Y cómo es el nuevo? —quise saber.—¿Te interesa? —preguntó Nick, con cierto retintín.—Estoy buscando a tu sustituto —le repliqué, con una dulce

sonrisa.—No podrías remplazarme ni aunque quisieras —alardeó él—.

Soy irremplazable. Como la virginidad de una chica.—Pero no como la de un chico, ¿eh? —pregunté.—Cállate —rezongó Nick, abochornado, mientras los demás se

partían de risa—. Ve a hablar con el nuevo, si tanto te gusta.—No me gusta —dije, porque sentir interés por alguien no

significa que te guste. Cuando alguien te gusta, te hace ilusiónencontrarte con él, y a mí la idea de toparme con Lane no me hacíaninguna ilusión. Me provocaba una mezcla de vergüenza y miedo.Miedogüenza.

—Hoy tengo una sensación extraña —comentó Marina.Yo también la tenía, pero no había querido comentarlo.Y no se debía únicamente a la llegada de un chico nuevo, que se

había incorporado a la rotación con el mínimo revuelo pocassemanas después del último cierre de residencias. Algo flotaba en elaire. Unas vibraciones raras, lo que en Latham casi siempresignificaba lo mismo.

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—Ay, Dios, ¿quién ha muerto? —se mofó Nick.Estaba bromeando, pero no del todo.—Algún día eso no tendrá gracia —le advirtió Charlie.Nunca tenía gracia. Pero todos sabíamos a qué se refería.A esas alturas, ya habíamos llegado a los chalés. A tiempo para

Bienestar, como si nunca nos hubiéramos ido. Charlie y Marina sehabían quedado rezagados, él porque siempre se detenía arecuperar el fuelle y ella porque, tenía razón, le iba a costar horroressacudirse la hojarasca de la falda.

—Eh, esperad —dije al tiempo que alzaba la cámara parainmortalizar el instante.

La luz era perfecta allí, rayos oblicuos que se colaban entre losárboles para reflejarse en los chalés, y el día se estaba tornandosorprendentemente cálido para la estación. Casi podía imaginar queestábamos de campamento. Que les gastaríamos bromas a losmonitores y tostaríamos nubes de azúcar en una fogata. Queregresaríamos a nuestros hogares, bronceados y oliendo arepelente de insectos. Que íbamos a volver a casa.

Sin embargo, había muchas probabilidades de que alguno sequedara por el camino. Cuatro de cada cinco internos de Lathamregresaban a casa. El dato se citaba en el folleto informativo, y eraese detalle, de todo el asunto, el que más me turbaba. Más quehaberme desmayado en clase de Educación Física tras losejercicios de cardio y haber acabado en urgencias, avergonzada demi apestoso chándal gris. Más que el recuerdo del doctor Craneregresando con los resultados de las pruebas y mirándome conatención antes de anunciar: «Hay un caso activo de tuberculosis»,una frase aterradoramente impersonal. Como si yo hubiera estadopresente hasta entonces pero mi personalidad fuera ya irrelevanteporque, a partir de ese instante, todo aquel que me mirase solovería una enfermedad horrible e incurable.

Antiguamente, los enfermos como nosotros se tendían entumbonas alineadas en el porche. Dormían bajo las estrellas en suslechos de sanatorio y les pedían que respiraran profundamente ysolo pensaran en mejorar. Pero eso fue antes de que existieran losfármacos de primera línea, y los de segunda. Antes de que los

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científicos encontraran la cura y todo el asunto se convirtiera en unaespecie de chiste, en un cuento ideado por aburridas damas quejadeaban bajo sus elegantes corsés en sus salitas de estar. Antesde que la enfermedad saliera de la tumba con los andares de unzombi, inmune a los medicamentos con los que hasta entonces lahabían combatido, y se arrastrara hacia nuestras descuidadasciudades en busca de carne fresca.

Antes de que yo me contagiara.Llevaba más de un año en el Hogar Latham, y el tiempo pasaba

allí muy despacio. El aburrimiento se te metía en los huesos, ypronto tenías la sensación de que el día tenía demasiadas horas, enlugar de sentir que te faltaban.

Así era mi vida en Latham: toses que resonaban en el comedor yprofesores que abrían las ventanas y buscaban cualquier excusapara abandonar el aula. Una vida de radiografías y revisiones, dedécimas de fiebre antes de meterte en la cama y dolor en el pechodespués de subir las escaleras. Había días peores que otros pero,en realidad, todos eran iguales porque en Latham siempre estabasenfermo.

Apenas recordaba lo que era tener la casa para mí, entrar en Twittery disfrutar de horas de libertad a la salida del cole, cuando mihermana estaba en el gimnasio y mi madre aún no había llegado acasa del trabajo. El problema de Latham no era únicamente la faltade libertad sino también la carencia de intimidad. Las pulseras quellevábamos a todas partes se aseguraban de eso. Registraban tutemperatura, tu ritmo cardiaco y tus ciclos de sueño, y enviaban todala información a un servidor, no solo en beneficio nuestro sinotambién en el de la ciencia.

El doctor Crane tenía razón. Allí donde antes estaba yo, ahorahabía un caso activo de tuberculosis. Todo lo que fui un día y queríallegar a ser había sido desalojado para dejarle sitio a la enfermedad.

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Capítulo tresLane

He descubierto algo en relación con las nuevas situaciones: soncomo los pantalones vaqueros. Vale, puede que sean de tu talla,pero no te sientes cómodo con ellos hasta pasado un tiempo,cuando ya se han adaptado a ti. Estaba pensando en ello mientrasaguardaba en la aséptica sala de espera del centro médico eintentaba reprimir la tos que me provocaba el aire acondicionado.Según entrabas por la puerta, percibías el tufillo a hospital, unacombinación de antiséptico y desgracia. Nada que ver con elambiente de internado que reinaba en los chalés y en las aulas. Allí,el olor te recordaba lo que te acechaba a la vuelta de la esquina.Literalmente.

Los carteles de la pared, marcados con la cruz de Lorena —lacalavera y las dos tibias de la tuberculosis—, nos animaban a«luchar contra el contagio» o a «hacer una cruzada por una Américalibre de tuberculosis». Casi habría preferido el clásico póster delgato que te anima a no rendirte. Por lo menos, eso habría sidohorrible pero neutro. Aquellos carteles, en cambio, afirmaban que yoera el enemigo.

Suspirando, me arrellané en la silla y aguardé a que la enfermeraacudiera a buscarme. Hasta hacía pocas semanas, yo era un novatoen lo que se refiere a hospitales. Había visitado las urgencias de unhospital en dos ocasiones, exactamente. Una vez, por una infecciónde oído y otra porque, en primero de Secundaria, resbalé delmonopatín en la rampa de Josh Dow y me rompí un hueso del pie.Pero ya lo dicen: a la tercera va la vencida.

Una enfermera me llevó a la sala de reconocimiento, donde elambiente era todavía más gélido, si cabe. Cuando me senté en la

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camilla, el delgado papel se rasgó. Tenía la teoría de queempleaban la misma clase de papel que se usa para proteger lastazas de los aseos públicos, solo que el rollo del hospital era muchomás largo y deprimente.

Una vez más, mis manos buscaron el móvil por costumbre. Mimadre siempre se quejaba de que estaba enganchado al teléfono,pero no era verdad; sencillamente, no me gustaba estar sin hacernada, perder el tiempo en lugar de emplearlo en algo.

El médico tardó una eternidad en llegar y, cuando lo hizo, parecíaansioso por marcharse.

—Perdona por la espera —se disculpó el doctor Barons cuandose sentó en el pequeño taburete de metal que había junto alordenador—. ¿Y qué, Lane? ¿Cómo va eso?

—Muy bien —respondí automáticamente.—Me alegro —Me miró con su mirada fija e inquisitiva, y me di

cuenta de que, pese al tono cordial, me estaba estudiando—. ¿Tenotas cansado? ¿Sientes dolor?

—No, me encuentro bien.Vale, estaba un poco cansado por la falta de sueño, pero no

agotado en términos clínicos.—En una escala del uno al diez —sugirió, y se quedó esperando

a que escogiera una cifra.—Pues ¿dos?—Así me gusta —repuso el doctor Barons, que había sacado el

móvil y ahora toqueteaba la pantalla—. Deja que eche un vistazo atus constantes vitales…

Me quedé mirando la pulsera de mi muñeca, que era de siliconanegra y muy aparatosa. No me había acostumbrado a llevarla, nitampoco al hecho de que proporcionara a doctores y enfermerascasi todos los datos que necesitaban para pasar el mínimo tiempoposible a solas conmigo. Me incomodaba saber que me teníancontrolado, que las funciones de mi cuerpo aparecían registradas enuna base de datos para que ellos pudiesen consultarlos desde susmóviles y tabletas, bien desde la misma habitación, delante de mí,bien en secreto, a varias salas de distancia.

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—Excelente —anunció el doctor Barons, sin despegar la vista desu pantalla—. Veamos ahora qué aspecto tienen esos pulmonestuyos…

Se giró hacia el ordenador y desplegó dos radiografías de mispulmones para poder compararlas. Una del día que mediagnosticaron la enfermedad en el hospital y la otra de la nocheanterior.

El doctor Barons se puso a parlotear mientras señalaba lascavidades con la punta del boli, como si llevara a cabo una extrañapresentación de PowerPoint de la que yo era tanto el sujeto como elobservador.

—Debemos vigilar esta zona de aquí para asegurarnos de que lasdos lesiones del lóbulo derecho no aumentan de tamaño —dijo.Hablaba tan despacio y en un tono tan alto que casi me sentíinsultado—. ¿Ves a qué me refiero? ¿Esas sombras negras?

Asentí y le dejé continuar. No me hacía falta ninguna clasemagistral de introducción a la tuberculosis. Ya sabía de qué ibaaquello. En Saint Luke, donde pasé dos angustiosas semanasingresado en la planta de enfermos infecciosos, como mínimo teníaacceso a internet. Y, aun siendo consciente de que buscar«tuberculosis totalmente resistente a la medicación» no era la mejoridea del mundo, no pude evitarlo.

En consecuencia, era capaz de localizar las pequeñas lesiones enlas radiografías. Me sabía de memoria que la infección de lospulmones afecta a los glóbulos rojos cruzan por ellos; por eso estanueva cepa de tuberculosis era mucho más peligrosa que lasanteriores. «TRM» la denominaban los nuevos estudios, por cuantoninguno de los antiguos medicamentos funcionaba con ella. Pero, adiferencia de muchas otras enfermedades incurables, esta enparticular era contagiosa. Cada vez que tosía, ponía en peligro a laspersonas que tenía cerca. De ahí que me hubieran despachado a unsanatorio perdido en mitad de las montañas, rodeado de bosques yprotegido por verjas de hierro. Para crear una barrera que aislase lainfección, literalmente.

Pese a todo, aunque había leído muchísimo sobre lo que meestaba pasando, había reunido todavía más información sobre la

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incapacidad de los médicos para curarla, en tanto que los científicosno consiguieran dar con un tratamiento efectivo. Todas y cada unade mis visitas al médico durante las últimas dos semanas sereducían a lo mismo: había que esperar a ver. No se podía hacernada más. Los sanatorios al estilo de Latham ofrecían unosporcentajes de recuperación más altos y más rápidos que unasimple cuarentena en tu propio dormitorio, pero no te prometíannada.

—Así pues —prosiguió el doctor Barons—, ¿cómo vamos aabordar tu caso de tuberculosis? Mientras estés en Latham, el mejortratamiento es seguir el programa a rajatabla.

—¿El programa?No podía referirse al horario que yo había pegado encima del

escritorio, el mismo que comenzaba con: «Desayuno a las ocho enpunto», y terminaba advirtiendo: «A las nueve de la noche seapagan las luces».

—Lo encontrarás al principio del manual —me aclaró él—. Ypronto descubrirás que seguir una rutina estricta te ayuda aconcentrarte en algo que no sea la enfermedad. Los periodos dereposo consisten en descansar tranquilamente en tu habitación o enla sala de estar, si lo prefieres. Las sesiones de Bienestar requierenparticipar en suaves actividades físicas, como paseos por lanaturaleza, juegos al aire libre y yoga.

—Ya, suena muy bien —repuse, sin ningún entusiasmo. Echarmela siesta y pasear por el bosque, ese era el infalible tratamiento deLatham. Ya sabía que la cosa iba por ahí antes de ingresar, pero notuve elección. No podía quedarme en casa: tanto mi padre como mimadre eran profesores y, si alguno de los dos hubiera dado positivoal contacto con mi enfermedad, el consejo escolar se habría vistoobligado a expulsarlos.

El doctor Barons me sonrió, como si de verdad creyese que meestuviera muriendo de ganas por salir a dar un paseo en ese mismoinstante.

—Como es lógico, debes permanecer atento a las señales que teenvíe tu cuerpo. Si te notas cansado, quédate en la cama durantelas sesiones de Bienestar. Si te encuentras mal, pasa por la

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enfermería de tu residencia. Además, una vez a la semana acudirása mi consulta, claro, con el fin de comprobar tu evolución.

—¿Una vez a la semana?Me parecía absurdo dilatar tanto la frecuencia de las visitas, como

si fuera a vivir en Latham para siempre.—Los enfermeros de las residencias están disponibles las

veinticuatro horas del día —sonrió, interpretando mal mi extrañeza.—No, o sea, ¿cuánto tiempo tendré que quedarme aquí?No me di cuenta de lo peligrosa que era esa pregunta hasta que

la hube formulado y la sonrisa del doctor Barons se ensanchó.—Buena pregunta, Lane. Lo primero que tenemos que hacer es

esperar a que tus radiografías tengan mejor aspecto. Contener esaengorrosa infección del pulmón derecho. Asegurarnos de que tusniveles de hemoglobina se hayan estabilizado. Y el tiempo que noslleve eso depende en realidad de ti, no de mí.

Ya, no me digas.—¿Dos meses? —insistí—. ¿Tres?No me cabía en la cabeza que pudiera pasar más tiempo lejos de

casa. Dentro de tres meses me habría perdido todo el semestre deotoño. Ni aun llevando al día los dosieres de ejercicios que misprofesores me habían confeccionado sería capaz de no quedarmeatrás. No en las asignaturas de excelencia. Y, en ese caso, noobtendría la media que necesitaba para solicitar el programa deingreso anticipado en primavera, y tampoco conseguiría créditosuniversitarios, lo que significaría tener que matricularme enasignaturas introductorias en lugar de pasar directamente a aquellasque me interesaban.

—¿Y qué es eso tan importante que te espera en casa? —quisosaber el doctor Barons.

Esbozaba una sonrisa condescendiente y, en aquel mismoinstante, supe que no lo entendería.

Había sacado las segundas mejores notas de todo mi curso. Y mehabía deslomado para conseguirlo. Me había pasado todo primerocogiendo el autobús para asistir a Física Avanzada en el CentroFormativo Superior, había trabajado como voluntario en el centro desalud los miércoles por la tarde, había renunciado a casi todos los

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fines de semana porque tenía que ensayar para el Modelo ONU yasistir a cursos preparatorios para la Selectividad, y había creado elClub de Concienciación sobre la Huella de Carbono, después deque el orientador me dijera que debía hacer gala de «aficiones ypasiones poco habituales» si quería que mi solicitud destacase.

Se me daba bien demostrar que era listo. Estudiar hasta sabermelos libros de texto de memoria. Responder a las preguntas delprofesor tan a menudo que ya no me molestaba en levantar lamano, porque no me hacía falta probar nada. Mis padres siempreme habían presionado para que descollase y, al cabo de un tiempo,ya no les hizo falta presionar.

Hacía dos semanas, estaba cantado que mi universidad favoritame aceptaría. Stanford. Haría unas prácticas de banca a los veinte,me graduaría en tres años y entraría a trabajar directamente en WallStreet. Terminaría de pagar los créditos a los veintitrés, justo atiempo para estudiar un máster de Económicas o de Derecho, aúnno lo había decidido. Pero ese era el plan.

Y estaba decidido a ceñirme a él. Por grave que estuviera, merecuperaba con facilidad. Cuando me extrajeron la muela del juicio,me recobré en un fin de semana para no faltar al repaso del examende Literatura. Solo me hacían falta un par de semanas para que micuerpo se quitara de encima esta porquería y poder irme a casa. Nisiquiera me encontraba demasiado mal. Me notaba cansado y tosíade vez en cuando, pero como si estuviera resfriado, no como sisufriera una enfermedad grave.

—Bueno, estoy en segundo de Bachillerato… —empecé a decir.—Lane… —me interrumpió el doctor Barons—. Lo que tienes que

hacer es considerar tu estancia en Latham como unas vacaciones.Un lugar tranquilo y agradable donde descansar y escapar delestrés y las toxinas del mundo real.

—Unas vacaciones. Claro —dije, y me desinflé.Yo no hacía vacaciones. Las vacaciones eran para personas que

tenían tiempo de relajarse, y yo no lo tenía. La tasa de aceptaciónde Stanford era de un 5%. No podía limitarme a superar al 94% delos solicitantes. Tenía que estar por encima de casi todos.

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Sin embargo, ya veía que no iba a convencer al doctor Barons delo mucho que necesitaba seguir en la brecha. Tendría quedemostrarle que el tratamiento de Latham funcionaba. Quemejoraba. Y entonces me mandaría a casa. Solo tenía queasegurarme de no haberme rezagado demasiado cuando estuvierade vuelta.

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Capítulo cuatroSadie

A la hora de la cena busqué a Lane con la mirada. Me pregunté si loreconocería y luego si él me reconocería a mí. Siendo sincera,esperaba que no. A los trece años yo era un desastre de chica, conel pelo encrespado, unos horrorosos pantalones cortos y lossímbolos de las reliquias de la muerte dibujados en las deportivas.

Lo malo de ser un desastre en la adolescencia es que lasensación de bochorno nunca te abandona del todo. Aunque tequiten la ortodoncia y empieces a peinarte igual que las chicas deTumblr, en el fondo sigues dudando igual que antes de que lepuedas gustar a un chico o de si estará hablando contigo paradespués reírse de ti.

Y, aunque nunca hubiera vuelto a pasar por nada semejante,aunque hubieran transcurrido años desde la última vez que sufríalgo parecido al acoso, todavía me aterrorizaba despertar un día yque alguien me machacara con un comentario. Ya sabía que erauna bobada, pero no quería tener cerca a un chico que podíadejarme en ridículo. No quería que nadie me mirara y viera a SadieBennett, la marginada que se pasaba el día metida en la cabaña demanualidades tejiendo pulseras de la amistad para su muñecaNancy.

La cola de la cafetería avanzó unos centímetros y yo eché manode una hamburguesa de pavo y dos cuencos de fruta. Nick se burlóde mí por haber cogido dos, y yo le respondí en plan: «Perdona portener hambre».

Y fue entonces cuando lo vi. Era él, al fin y al cabo. Más alto de loque yo recordaba, con una maraña de pelo castaño que parecíadesafiar a la gravedad. Era pálido y delgado, igual que todos

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nosotros, con grandes ojeras y un atuendo excesivamente formalpara Latham, como sacado de un escaparate de J. Crew. Pero ahíestaba, con la camisa por fuera y una hamburguesa en la bandeja,charlando con, puaj, Genevieve Reaser.

Hacía un par de días, me estaba lavando los dientes tan tranquilaen el cuarto de baño cuando entró Genevieve con su limpiador facialy me informó alegremente de que «Jesús quiere que pensemos enpositivo para que seamos heraldos de nuestra futura felicidad». Lerespondí que Jesús quería que esperara su turno para usar ellavabo.

Genevieve se llevó a Lane a la mesa de los miembros del grupode oración. Qué pandilla tan siniestra. Pero siempre eran chicoscomo esos los que se ofrecían a hacer de acompañantes de losnuevos.

—¿Qué te pasa? —me preguntó Nick.—Nada —musité—. Que lo conozco, nada más.—Vaya, vaya, así que Sadie la Tifosa.[2]—Cállate. Hablo de cuando éramos niños.—Aún peor.Nick esbozó una sonrisilla sardónica a la vez que se servía una

buena ración de boniato frito.—Eh, Nick, ¿sabes lo que diría tu pie de foto en el anuario del

instituto? —le solté—. «Las chicas lo quieren, pero solo comoamigo».

—Muy bueno —rezongó Nick—. Si agudizas un poco más elingenio, a lo mejor alguien se ríe.

Le obsequié con mi sonrisa más serena.—¿Te vas a quedar toda la noche con el cucharón en la mano?—Toma, por Dios —murmuró Nick, como si las patatas fritas no se

amontonaran ya en su plato.En realidad, casi ninguno de nosotros aparecería en el anuario de

su instituto. Éramos los que habían desaparecido, los que noregresarían para el semestre de otoño. Los que quizás nuncavolvieran.

Porque la tuberculosis no es como el cáncer, un enemigo al que teenfrentas con tu familia y amigos sentados alrededor de la cama

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para decirte lo valiente que eres. Nadie te toma la mano; contienenel aliento. Te envían a sitios como Latham para proteger a losdemás; porque es lo mejor para ellos, no para ti.

Quizás deberíamos haberlo previsto. El retorno de las viejasenfermedades, igual que la historia, empezaba a repetirse. La gripeasiática fue la primera en volver, allá por 2009, aunque entonces lallamaron «gripe porcina». A continuación regresó la tosferina. Luegola polio. Después hubo un brote de meningitis en Princeton, unacepa rara que nadie había visto nunca y que obligó al gobierno aimportar de Europa vacunas de emergencia. Luego el ébola. Y, enmitad de todo aquello, apareció una nueva cepa de tuberculosis,primero resistente a los medicamentos con los que solía tratarse yluego a la vacuna que la prevenía. Y entonces nos pescó. Ya séque, en teoría, la frase se formula al revés, que son los pacientes losque pescan las enfermedades, pero a mí eso nunca me ha sonadobien porque, dicho así, parece como si enfermar fuera un gestoactivo y voluntario.

La cena fue rara aquella noche. Marina tenía razón: algo ibainconfundiblemente mal y todo el mundo empezaba a advertirlo. Elcomedor al completo estaba jugando una inmensa partida de Quiénes quién.

—¿Sabéis si hoy mandaban a alguien a casa? —preguntó Marina.—Me parece que no —repuso Nick.El novio de Marina, Amit, se había marchado hacía dos meses. Y

llevábamos ese mismo tiempo sin noticias en el frente mientrasMarina enviaba e-mails que él nunca respondía y esperaba unallamada que jamás se producía. Últimamente, cada vez que veía aalguien celebrando su fiesta de despedida o guardando las maletasen el coche de sus padres, se le saltaban las lágrimas al recordar aAmit. Y yo lo entendía perfectamente.

—Me juego algo a que esta noche hay cierre de residencias —dijoCharlie, que alzó la vista de su cuaderno el tiempo suficiente parafijarse en el ambiente enrarecido.

—¿Chicos o chicas? —preguntó Marina.—No soy el oráculo de la muerte —replicó él—. No me pidas que

especifique.

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—No se trata de especificar —intervine yo—. Sea como sea,tienes un 50% de probabilidades de acertar.

Entonces Nick empezó a contar que esa tarde se había tirado unpedo en la clase de yoga sin querer y le había echado la culpa a lahorrible Cheryl. Y, antes de que me diera cuenta, estábamosacabando de cenar.

Al terminar, tenías que dejar la bandeja en unos grandes carrosmetálicos, esos que siempre están llenos cuando vas a devolver latuya, así que tardas una eternidad en encontrar un hueco.Milagrosamente, había un espacio vacío justo en el centro. Introdujela bandeja en el mismo instante en que alguien lo hacía desde elotro lado.

Pegué un bote cuando las dos bandejas chocaron. La mía volvió asalir disparada, pero conseguí atraparla antes de que cayera elplato.

—¡Perdona! —exclamó alguien. Era una voz de chico—. ¿Te hehecho daño?

—Coronel Rubio, en el comedor, con una bandeja —dije—. Asífue mi muerte, por si alguien pregunta.

—Se lo diré a todo el mundo —prometió él antes de asomar lacabeza para mirarme. Era Lane.

—Así que esa es el arma del crimen —comentó él, como sihablara en serio, a la vez que señalaba mi bandeja con la barbilla—.Espera, yo lo hago.

Hablaba con una voz queda y grave que delataba un leve acentode California, y su manera de mirarme me desconcertó. No podíaapartar los ojos de mí.

Puede que no me hubiera reconocido. A lo mejor el maquillaje, laespuma para el pelo y los pantalones de pitillo me habían convertidoen una desconocida más del comedor.

Antes de que yo pudiera responder nada, me arrebató la bandejade las manos y la colocó en el carro.

—Gracias —musité, aliviada de que no hubiera atado cabos.Pero, claro, ¿quién espera encontrarse a un conocido en mitad deldeclive de su precario destino?

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—Sadie, ¿verdad? —dijo sonriendo—. Tú y yo…, esto…, fuimosjuntos de campamento.

Maldita sea.—¿Ah, sí? —fruncí el ceño como si no consiguiera ubicarlo. Como

mínimo, ese truco me lo sabía. Si finges no recordar a alguien, lellevas ventaja al instante.

—Campamento Griffith —apunto él—. Yo estaba en el grupo 2C,no sé si te acuerdas de mí.

¿Cómo iba a olvidarlo? Se portó fatal conmigo en aquelcampamento. Su horrible recuerdo era imborrable. Tenía todo elderecho del mundo a tirarle a la cabeza la primera bandeja queencontrase. ¿Y me estaba hablando como si tuviera que alegrarmede verle?

—¿Lane? —dije, como si se me hubiera encendido la bombilla.—Sí.Esperé a que siguiera hablando. A que se disculpara o a que,

como mínimo, hiciera algún comentario. Pero él se limitó a mirarme,expectante, con una sonrisa que le daba un aire infantil, como si aúntuviéramos trece años, él con su raqueta de bádminton y susbermudas.

—Has crecido —comenté yo. Fue una idiotez, pero me salió así.—Y he enfermado, aunque entiendo por qué has optado por la

altura —se encogió de hombros sin dejar de sonreír—. Perdona otravez por lo de la bandeja.

—¿La bandeja? —repetí, pensando que no había oído bien.—Puedes ponerme un parte o lo que sea por haberla pifiado al

devolver la bandeja. Me han dicho que algunos los coleccionan.—¿Y por qué? —pregunté—. ¿Quieres librarte del acto social?—¿Y tú no?Sonrió como si compartiéramos una broma privada pero, si acaso

era así, no tenía ninguna gracia. No tenía derecho a hacer chistesde bailes. No conmigo.

—No sé —repliqué con frialdad—. A lo mejor cambio de idea.De golpe y porrazo estaba furiosa. Furiosa por haber coincidido

con él allí, por que estuviera hablando conmigo como no se habíadignado hacer cuando teníamos trece años, por que su amabilidad

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fuera cincuenta veces peor que la imbecilidad que yo esperaba. Nome hacía falta su compasión. No quería que se apiadase de mí y mecolocara la bandeja en el carro como si yo fuera demasiado frágilpara hacerlo sola.

Antes de que Lane pudiera responder, me alejé de allí lo másaprisa que pude, sin preocuparme de que mi pulso desbocado sereflejara en el sensor.

El verano que lo conocí fue el peor de mi vida. El verano deldivorcio. El verano que mis padres enviaron a mi hermana pequeñaa casa de mi tía Ruth y me largaron a un campamento en el últimominuto para poder discutir por la venta de la casa a voz en grito.

Me tiré allí ocho semanas, lo que habría sido horrible en cualquiercaso, incluso aunque las chicas de mi cabaña no se hubieranconocido de toda la vida. Aquello no era una cabaña, era un clan. Yuna chica en particular, Bethie, la cabecilla.

Yo tenía una sudadera rosa comprada en Disneylandia y laprimera semana de campamento me preguntó si se la prestaba.Estaba sentada en el porche, leyendo una novela de Diana WynneJones, tan inmersa en la historia que ni siquiera la oí la primera vezque me lo preguntó.

—¿Qué? ¿Me la pasas? —repitió con impaciencia, como si fuerayo quien la hubiera interrumpido. No me gustó su manera de pedirlay le dije que no. Es curioso cómo un instante de nada lo puedeestropear todo.

Aquella misma tarde, yo leía en mi litera mientras Bethie armabajaleo con las chicas de la cabaña. Había comprado una caja detampones en el almacén, y sus amigas se dedicaban a hundirlos enel lavabo, tirarlos al techo y partirse de risa. Los tampones sequedaban allí pegados, a seis metros de altura, los cordonescolgando como colas de ratón.

Cuando entró la monitora, echó un vistazo al techo y quiso saberquién era la responsable. Bethie me echó la culpa y sus amigas lasecundaron. Por culpa de eso, me prohibieron participar en laexcursión mixta de rafting de aquel fin de semana.

Quedarme en el campamento durante una de las pocasexcursiones que había previstas ya habría sido horrible en sí mismo,

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pero es que además uno de los chicos preguntó dónde estaba yo. YBethie le dijo que no había podido ir porque tenía la regla. Segúnella, yo sufría unas reglas malísimas. Superabundantes, «como unragú».

Por supuesto, nadie se paró a pensar en cómo era posible queBethie, que me conocía desde el domingo anterior, estuviera alcorriente de los detalles de mi ciclo menstrual. Cuando el autocarregresó de la excursión en barca, todo el mundo empezó a llamarme«Ragú». Incluso los chicos. Sobre todo los chicos.

Ninguna de mis compañeras de cabaña se sentaba a mi lado, ninadaba cerca de mí, ni usaba el servicio después de que yo lohubiera usado. Me vaciaron el frasco de champú y llenaron micasillero del baño de compresas. Cada vez que me ponía elbañador, comentaban en voz alta que los tiburones huelen la sangredesde lejos. Y en cada ocasión yo cerraba los ojos con fuerza y meescribía en el muslo, con el dedo: «No llores», una especie dehechizo invisible antillanto.

Había llevado la cámara conmigo, así que empecé aentretenerme haciendo fotografías. Me apuntaba a la cabaña demanualidades, donde nunca pasaban lista, y luego me largaba albosque. Tomaba fotos de los pájaros o escribía palabras con piedrasy luego las fotografiaba. Aunque mi cabaña era el infierno, al menostenía un santuario.

Y entonces, cierto día, noté que alguien me observaba. Era unchico de la cabaña 2C con largo cabello castaño y esos bracketsque molan, los denominados «invisibles», aunque solo son másclaros que los otros. Sostenía una raqueta de bádminton y unapelotita de plástico parecida a una snitch, seguramente la razón deque hubiera entrado en el bosque. Se quedó allí un minuto,pensando que no lo veía, y luego se marchó.

Un par de días después, lo vi en el mismo lugar. Y otra vez al díasiguiente. Siempre durante un minuto, como un ciervo detenido enmitad de la fronda. Nunca se acercaba. Nunca me saludaba.

Albergaba la esperanza de que no le revelara a nadie dóndeestaba yo. No quería que las chicas de mi cabaña se presentaranallí y lo estropearan todo. Y no quería que aquellos críos tan

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horribles acudieran a reírse de mí. Siempre les estaban preguntandoa las chicas, de manera sumamente grosera, si queríanacompañarlos a «la roca» que, según las leyendas urbanas delcampamento, era el lugar donde los chicos y las chicas se lomontaban.

Me ponía nerviosa que ese chico del bosque supiera dóndepasaba yo todo el tiempo, así que una noche, después de cenar,pregunté por él a una de las chicas más simpáticas de mi cabaña.

—Es Lane Rosen —me dijo—. Un empollón. ¿Por qué? ¿Tegusta?

—No —repuse yo—. Solo es curiosidad.Me lo preguntó en tono amenazador, como si yo no tuviera

derecho a que me gustara. Y no me gustaba. Únicamente queríasaber cómo se llamaba.

Un par de días después, todo el mundo se estaba bañando en ellago. Yo estaba sudando la gota gorda al sol, a más de treinta ycinco grados, así que me metí en el agua para refrescarme, aunquepor lo general me limitaba a observar desde la toalla.

—¡No te acerques! —chilló una chica cuando nadé en sudirección—. ¡Los tiburones huelen la sangre!

—¡Vamos a morir! —añadió su amiga, fingiendo terror.Qué injusto era aquello. A mí ni siquiera me había venido aún la

regla.Y entonces Lane, que flotaba por allí cerca, en una de esas

cámaras de aire que hay en el interior de los neumáticos, se llevólas gafas al cabello y suspiró.

—Es la idiotez más grande que he oído en toda mi vida —les soltó—. Esto es un lago. Aquí no hay tiburones.

Cuando le oí decir aquello, pensé que a lo mejor no le contaba anadie lo del bosque. Pensé que tal vez fuera simpático, aunquesiempre lo veía con aquel grupo de chicos tan cerdos. Pensé quequizás él fuera distinto.

Qué equivocada estaba.El fin de semana siguiente se celebraba el baile de los cursos

inferiores, y las chicas de mi cabaña no paraban de hablar de eso.Llevaban días probándose peinados y maquillajes. Se comportaban

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como si fuera un baile de graduación, no una fiesta cutre con zumosoluble, una bola de discoteca y los horribles chicos de 1C y 2C.

—¿Alguien te ha invitado? —se preguntaban unas a otras entrerisitas tontas, y luego se ponían a hablar de los chicos con los queles gustaría enrollarse.

En casa, yo asistía a un colegio de mi calle que abarcaba desdeInfantil hasta los dos primeros cursos de Secundaria, para poderacompañar a mi hermana pequeña. Los chicos del barrio que yaiban al instituto se burlaban de mí y me llamaban «la niña de laguardería». No entendí a qué se referían hasta que fui decampamento, donde súbitamente me sentí varios años más jovenque la gente de mi mismo curso. Yo me ponía crema labial yleotardos de color pastel mientras que ellas usaban tangas deencaje y perfilador de ojos.

La noche antes del baile, una chica de mi cabaña me alcanzó decamino al comedor.

—Me han pedido que te dé esto —dijo.Era una nota plegada en forma de triángulo, con mi nombre

escrito en una minúscula caligrafía de chico. La desplegué. La notame preguntaba si quería ir al baile con él y decía que, de ser así, merecogería en mi cabaña. La firmaba Lane Rosen, de 2C.

No me lo podía creer.—¿Y bien? —me preguntó Meghan.—¿La has leído? —le pregunté.—Bah, no hace falta. Le gustas. O puede que haya esperado

demasiado y tú seas una de las pocas chicas que quedan libres.Me guardé la nota en el bolsillo y me aguanté la sonrisa.—Y me ha pedido que te diera esto —añadió Meghan según

extraía unas gafas de sol del bolsillo de su sudadera.Eran las Ray-Ban de Lane, esas rojas que llevaba el día de la

piscina. No me podía creer que se acordase. El otro día, en el lago,Bethie había pisado mis gafas de sol «sin querer» y las había roto.

Lane lo había visto. Él y todo el mundo. Y ahora me regalaba susgafas. Me había estado observando en el bosque porque le gustaba.A lo mejor, si él me consideraba guay, las chicas de mi cabaña medejarían en paz de una vez.

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La noche del baile, me arreglé temprano y me senté en la camamientras todas las demás rivalizaban por el espejo. Por fin, llegó elprimer chico. Era Zach, el del pelo rapado, que había invitado aBethie. Esta se marchó con él pavoneándose, y las otras chicas seapresuraron a darse retoques de última hora antes de que llegaransus parejas.

Y todas fueron llegando, una a una, ellos luciendo camisas demanga corta, pantalones chinos y aspecto desaliñado encomparación con los vestidos sin tirantes de ellas. Yo era la últimaque quedaba, así que agarré el libro y salí a esperar al porche.

Pasé mucho rato esperando pero Lane no se presentó.A punto estaba de volver a entrar cuando una chica llamada

Sarah regresó a la cabaña.—Una nota para ti —me dijo a la vez que me tendía un papel

doblado con mi nombre garabateado en la parte superior.La desplegué. «Perdona —decía—. He cambiado de idea. Lane».La expresión de mi rostro debió de traicionarme.Todo había sido una broma. Una cruel jugarreta que él me había

gastado para demostrarles a todos que no sentía ningún interés enesa chica rara y friki que no paraba de preguntar por él.

—Dios mío, qué tonta soy —susurré, olvidando por un momentoque Sarah seguía allí.

Ella suspiró.—Últimas noticias —dijo—: los chicos son un asco. Por eso

nuestra cabaña está tan unida. O sea, conocemos a esos tíos desdehace años y son todos unos cerdos. Casi todos tienen novias encasa.

Se me saltaron las lágrimas y noté una opresión tan fuerte en elpecho que no pude respirar. Sin pronunciar palabra, di media vueltay entré corriendo en la cabaña. Por primera vez en aquel verano, medi permiso a mí misma para llorar.

Estar allí con él cuatro años más tarde, en el comedor de Latham,había borrado el paso del tiempo. Volvía a ser aquella niña de treceaños que sollozaba enfundada en su mejor vestido, a solas en lacabaña con la nota más horrible que ningún chico ha escrito jamás.

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Y no quería sentirme así. Me había costado mucho superar aquelverano, aquel sentimiento de soledad, aquella versión de mí misma.Y entonces Lane Rosen había chocado conmigo en el carro de lasbandejas y yo había descubierto que llevaba todo ese tiempocaminando en círculo.

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Capítulo cincoLane

Después de la cena, recorriendo los terrenos de camino a loschalés, tuve que admitir que Latham era un lugar hermoso. Lasresidencias parecían cabañas de esquí encantadas, las aguas dellago titilaban, y los edificios de estilo clásico le otorgaban al campusun aire pintorescamente universitario. Incluso los bancos de piedraque flanqueaban el camino eran encantadores. Podríamos haberestado en cualquier otra parte. En cualquier otra parte donde lasnotas contasen y los alumnos tuvieran futuros brillantes en lugarde… Bueno.

Pensaba que Sadie se alegraría de encontrar una cara conocida,pero se había comportado como si hubiera visto un fantasma.Supongo que no le hizo gracia que por poco la ensartara la bandeja.Yo solo quería decirle…, bueno, no estoy seguro. En realidad, no laconocía. Pero quería hacerlo. Sadie y sus amigos parecíaninteresantes, y cualquier cosa era mejor que volver a sentarme a lamesa de Genevieve, quien, por lo que yo sospechaba, formabaparte de un grupo de oración superentusiasta al cual no queríaunirme. O sea, no se puede rezar para que algo no haya sucedido.

Pasé la pulsera por el escáner, que emitió un destello rojo y unpitido. La puerta de la residencia permaneció cerrada.

—Venga —musité, y volví a intentarlo.No se abrió.Repetí la operación una y otra vez. Cerrada.—¿Va en serio, o qué? —maldije, y golpeé el escáner con el

puño.No sé por qué, pero esa estúpida luz roja me sacó de quicio. Por

lo visto, no era capaz de hacer nada a derechas. Mi guía me había

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dejado colgado y luego Sadie había estado a punto de salir porpiernas al verme. La había pifiado a la hora del desayuno y nisiquiera era capaz de abrir la maldita puerta principal de laresidencia.

De golpe y porrazo, todo lo sucedido durante las últimasveinticuatro horas me aplastó como una horrible ola. Frustrado, tiréde la puerta con fuerza pero no me sirvió de nada.

—Tío, tranquilízate. Nos han encerrado fuera —dijo alguien.Era el punk del bosque. Estaba sentado en el porche, de espaldas

a la barandilla, con una Moleskine apoyada en una rodilla. Parecíafrágil y agotado, no tan duro al fin y al cabo.

—¿Qué? —pregunté.—Nos han encerrado fuera —repitió, y señaló con un gesto el

gentío que pululaba por allí cerca.Estaba tan sumido en mi propia desgracia que no me había dado

cuenta. Nadie podía entrar. Por lo visto, la mitad de la residencia sehabía congregado en la zona del porche, con expresiones queabarcaban desde la rabia hasta la resignación, pasando por lapreocupación.

—¿Qué pasa? —me extrañé—. ¿Se ha disparado la alarma deincendios?

El punk resopló con desdén.—Alguien ha liado el petate. Están haciendo limpieza —lo dijo en

tono sombrío, como si estuviera empleando un lenguajedeliberadamente críptico. Cuando se dio cuenta de que no lo pillaba,suspiró—. Ya sabes, limpiando su cuarto para el próximoafortunado.

—¿Alguien ha muerto?—Oh, ya te acostumbrarás. Tú espera a que saquen el cuerpo —

señaló la puerta con la barbilla.Debí de mirarlo horrorizado, porque se echó a reír entre toses.—No, te estoy tomando el pelo —dijo, y luego añadió—. Usan

túneles para eso.No sabía si creerle.—¿Y tenemos que quedarnos fuera mientras sacan sus cosas? —

quise saber.

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—Más o menos.Volvió a centrarse en las notas del cuaderno mientras yo me

quedaba donde estaba, pasmado. Alguien había muerto. O sea, yasabía que esas cosas pasaban en Latham, pero no me esperabaque sucediera el mismo día de mi llegada. Me parecía tan…repentino. Como si me hubieran tirado de cabeza a la parte hondade la tuberculosis antes de que me acostumbrara siquiera al agua.

—¿Quién era? —pregunté.—Grant Harden —repuso un chico delgado y con bigote—. Hoy

no ha venido a desayunar. Ha pasado por el centro médico y ya noha salido.

No me lo podía creer. Grant. Se suponía que iba a enseñarmeesto.

Mi guía no me había dejado colgado. Había muerto.Cuando las enfermeras nos dieron permiso para entrar, observé

estupefacto cómo la gente se acomodaba en la sala de estar,encendía la tele y sacaba juegos de mesa, como si nada.

Regresé a mi cuarto, me desplomé en la cama y me puse aescuchar los ruidos del pasillo. Mi habitación me parecía tanestrecha, tan claustrofóbica… Y las paredes eran tan delgadas quetenía la sensación de que nada me separaba del pasillo salvo unafina hoja de cartón. Allí la intimidad brillaba por su ausencia.

Me impresionaba que todo el mundo se hubiera recuperado almomento, que la muerte de Grant se hubiera evaporado tan deprisacomo sus pertenencias. Yo solo sabía que no entendía cómofuncionaba Latham y no creía que nunca lo hiciera.

«Los comienzos marcan el rumbo de lo que sucederá después»,solía decir mi padre, pero yo no estaba dispuesto a que toda mi vidaen Latham siguiera ese curso.

No. Toda mi vida no. Solo unas cuantas semanas. Latham era unbache temporal. Unas vacaciones. Un lugar donde esperar a que mienfermedad dejara de ser contagiosa, para que a mis padres no losdespidieran y mi madre no se pusiera frenética cada vez que me oíatoser.

El asunto de Grant solo era una anomalía. Un giro inesperado enel tejido del cosmos. Igual que mi enfermedad, bien mirado. Había

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pillado la tuberculosis. Era fortuito e injusto y, si hubiera escogidoEspañol en lugar de Ciencias, si hubiera trabajado como voluntarioen el centro médico los martes en vez de los miércoles, si hubieravisto otra película o hubiera elegido otro asiento, ahora estaría encasa comiendo pizza para cenar y preparando mi solicitud deingreso en Stanford.

Razonar así me consolaba. Mientras tuviera que vivir en Latham,intentaría no preocuparme. Agacharía la cabeza, pondría de miparte y lo superaría.

No tenía que portarme bien ni hacer amigos. Debía seguiradelante, mejorar y volver a casa. Respiré profundamente un par deveces, aunque me dolió un poquillo, puse música y deshice elequipaje.

Mi madre me había hecho la maleta y, si bien le había dadoinstrucciones muy específicas, se había equivocado de vaqueros yhabía incluido unos cinco polos de esos que nunca me pongo. Enlugar de mis camisetas favoritas, tenía un montón de regalos deJanucá que no quería, con el nombre recién marcado en lasetiquetas. Genial. Lo guardé todo en el armario y luego amontonélos dosieres de Harbor, las guías universitarias y los libros de laSelectividad sobre el escritorio.

Me entretuve cuanto pude con el fin de retrasar la inevitablellamada a casa, pero llamar a tus padres es una de esas cosas queno puedes aplazar eternamente.

Eran las siete y media, y debían de estar corrigiendo ejercicios enel sofá con el sonido del telediario de fondo. Imaginaba a mi padrecon su infusión y su sudadera Chapman, a mi madre con suszapatillas de estar por casa moradas y sus gafas de leer, tomandosorbos de descafeinado, las tazas siempre en posavasos como sifueran invitados en casa de otra persona y no quisieran molestar.Mis padres creían firmemente en la rutina, en no dejar para mañanalo que puedas hacer hoy. «Si te tienta dejarlo, cinco más», decíasiempre mi padre. Casi todos sus lemas eran insultosmotivacionales.

Miré con recelo el anticuado teléfono fijo de mi escritorio,consciente de que era inútil oponer resistencia. Así que cogí el

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auricular y marqué.Mi madre respondió casi al instante, claro, con una voz que

reflejaba una gran preocupación.—Lane, cielo, ¿cómo estás? —me preguntó con dulzura. Le dije

que estaba bien, y ella me espetó que el doctor Barons les habíaenviado la última radiografía para que mi padre y ella la vieran yque, en su opinión, tenía mucho mejor aspecto que la anterior y quemi padre estaba de acuerdo.

Me abochornaba imaginar a mis padres escudriñando misórganos internos en sus tabletas e intenté no visualizarlos hablandode ello durante la cena como habrían hablado de mis notas finales.

Se hizo un silencio incómodo y supuse que mi madre estabaesperando un comentario sobre la visita al médico, pero yo no teníani idea de qué esperaba oír.

—¿Y qué tal el viaje de vuelta? —le pregunté, para cambiar detema.

—Ah, muy bien —repuso mi madre—. No había mucho tráfico.Otro silencio incómodo.—Espera, avisaré a tu padre —dijo ella—. Pondré el altavoz.A continuación, mi padre y ella me frieron a preguntas por turnos.

Ansiosas preguntas sobre si comía bien; sobre si había suficientesalmohadas en la cama porque, en caso contrario, podían enviarmemás; sobre si tenía fiebre; sobre si dormía bien; sobre cómo eran losenfermeros y sobre si el médico me había comentado algo acercade mi estado de salud. Aquello no se acababa nunca.

—¿Les has preguntado a los profesores si puedes hacer losdosieres que has llevado contigo en lugar de seguir las clasesnormales? —quiso saber mi padre.

—Hum —dudé mientras echaba un vistazo al montón de libros yejercicios que descansaban sobre el escritorio. Más bien parecíauna torre, en realidad. Tenía pensado preguntarlo, pero todo habíasido tan precipitado que no había tenido tiempo.

—Da igual —intervino mi madre, en tono apaciguador, pero mipadre carraspeó como si no estuviera de acuerdo—. Lo digo enserio, cielo. No quiero que te canses demasiado.

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—No, seguro que no hay problema —repuse—. Mañana lopreguntaré.

Entonces mi padre me dijo: «Sé fuerte, colega», y yo le dije: «Tútambién», lo que no tenía sentido. Pero ya lo había dicho. Hubo unincómodo intercambio de «te quieros» y, gracias a Dios, laconversación terminó.

Me sentía totalmente desconectado de mi antigua vida, a millonesde kilómetros de los carteles de bandas que forraban mi habitación,de Loki, mi labrador negro, y de todo cuanto me había definido hastaentonces. A mis padres nunca les había preocupado si dormía bieno si necesitaba más almohadas. No solían decirme que no mecansara demasiado cuando pasaba la noche en vela preparando losexámenes de Física. Solo querían saber si había estudiado losuficiente y luego, cuando llevaba las notas, me preguntaban quépodía hacer para hacerlo mejor la próxima vez.

Estaba acostumbrado a mis padres. A nuestros ritmos, a nuestrasvidas. Sencillamente, no había considerado hasta qué punto mienfermedad nos iba a separar, que nuestras conversaciones, hastaentonces tan predecibles, se iban a tornar distantes y raras.

Levanté el auricular otra vez para llamar a Hannah, como premiopor haber hablado con mis padres. Hannah y yo llevábamos juntoscinco meses, desde el viaje a San Francisco con motivo del ModeloONU. Me sorprendía que ya hiciera tanto tiempo. Parecía una cifraimportante, cuando en realidad apenas si habíamos empezado asalir.

—¿Sí? —respondió en tono inseguro.—Felicidades, ha ganado usted un viaje de fin de semana para

tres al parque de atracciones acuático Sea World —intenté disfrazarla voz.

—¿Lane?—Sí, soy yo —dije—. Perdona por la cifra.—No pasa nada, aunque me duele saber que no podré llevar a

mis dos amantes favoritos a Sea World.—¿Cómo? ¿Hay más de dos?—No me conoces —repuso Hannah entre risitas.

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Qué bien me sentaba hablar con ella, intercambiar bromas tontas.Me arrellané en la silla y cerré los ojos para imaginar, durante uninstante, que estaba en alguna parte, en cualquier otro lugar.

—¿Y qué tal van las cosas por Harbora Bora? —pregunté.—Ay, Dios, ha pasado de todo.Hannah poseía una voz maravillosamente enérgica, que siempre

me recordaba a un motor de vapor avanzando a toda máquina. Demodo que me quedé escuchando su relato sobre los exámenessemanales de Biología Avanzada y de lo increíblemente arbitrarioque era que solo seis de esos tests, escogidos al azar, contaranpara la calificación final.

—Si suspendo, imaginemos, un solo examen y saco un diez entodos los demás, me quedará un nueve de media. Es injusto. Voy aestar tan estresada que acabaré comiéndome una pizza entera cadajueves por la noche, lo veo venir.

—No suspenderás ninguno.—Puede ser —suspiró—. Pero es que califican en función del

promedio, y todo el mundo está luchando por el segundo puestoahora que…

Se mordió la lengua.—¿Ahora que yo estoy fuera del concurso? —apunté.Hannah no respondió. No hacía falta.—Voy a volver, ¿sabes? —dije.—Ya lo sé —respondió Hannah a toda prisa—. Olvida lo que he

dicho.El silencio se prolongó durante un instante. Yo no estaba

acostumbrado a hablar por teléfono. No con Hannah. Nosenviábamos mensajes de texto, claro que sí. Y, de vez en cuando,nos pasábamos horas charlando por Skype mientras repasábamospara los exámenes. Pero esto era distinto. No charlábamos porhacernos compañía. Intentábamos seguir en contacto. Estar juntos alarga distancia y no en tiempo pasado.

—¿Cómo van las cosas por allí? —quiso saber Hannah—. Deverdad.

—Fenomenal.

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—¿Te encuentras bien? —preguntó en un tono de voz maternal.Yo cerré los ojos un momento, como si ese gesto pudiera borraraquel tonillo.

—Sí, de maravilla —repuse—. Solo tengo cuatro asignaturas. Nospasamos casi todo el día descansando en la cama o viendopelículas.

—No suena mal.—Bueno, si pudiera, te diría: «Ojalá estuvieras aquí».—¿Lane? —dijo, con tono inseguro—. ¿Te puedo preguntar una

cosa?—Me puedes preguntar lo que quieras.Sin embargo, no me había hecho muchas preguntas últimamente.

Como si estuviera asustada. Asustada de respuestas que no queríaoír. Por eso se mostraba tan animada y hablaba de sus clases, delas mismas a las que yo debería estar asistiendo. A las que asistiríamuy pronto.

—¿Sabes que me voy a presentar al programa de ingresoanticipado de Stanford?

Casi todos los alumnos de mi clase se acogían a ese programa,de modo que asentí.

—Me gustaría que leyeras mi carta de presentación —me pidió.No dije nada. No podía decir nada.—Solo quiero que le eches un vistazo y me digas si voy bien o si

salta a la vista que he recurrido al diccionario de sinónimos. Ese tipode cosas. Escribes mejor que yo, así que…

Dejó la frase en suspenso, aguardando mi respuesta.Sabía que debía aceptar, claro. Porque siempre hacíamos ese

tipo de cosas, Hannah y yo. El curso anterior, había sacado mejornota que ella en todos los exámenes de Lengua, y Hannah mehabía superado en los de Cálculo Preuniversitario, así quedecidimos estudiar Química juntos. Y, con el tiempo, otrasasignaturas. Yo siempre bromeaba diciendo que éramos «cómplicesde un delito académico» porque, en lugar de competir por losprimeros puestos, formábamos un equipo que trabajaba poralcanzar un mismo objetivo.

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—Acabo de empezarla, pero te puedo enviar el borrador este finde semana.

—Claro —asentí, con voz gutural—. Envíamela cuando quieras.Tenía un nudo en la garganta y empecé a toser. Apreté el

micrófono contra los vaqueros para que Hannah no se percatara delo mal que sonaba la tos.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó.—De fábula —respondí con voz ronca.—¿Me lo prometes?—Que sí —insistí.—Te pondrás bien dentro de nada —prometió Hannah, como si

fuera una autoridad en la materia—. Y todo volverá a la normalidad.—Claro —dije—. A la normalidad.Salvo que mi normalidad, ahora mismo, era Latham. Y gozar de

buena salud, volver a estar como antes, no sería algo normal. Seríaalucinante.

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Capítulo seisSadie

La clase de Francés era una de las mejores, lo que tampoco teníamucho mérito. La impartía el señor Finnegan, que rondaba lostreinta y cinco años y estaba casado con una de las enfermeras.Cuando llegué a Latham, Finnegan era nuevo y entusiasta, casi unbuen profesor. Nos hacía leer poesía y nos ponía música francesaen lugar de obligarnos a hacer soporíferos ejercicios sobre una talJanine y un tal Paul, que iban a la panadería a comprar una barra depan. Sin embargo, Latham le había ganado la batalla. Demasiadastachaduras y nombres nuevos en su lista de asistencia. Demasiadosataques de tos cuando preguntaba en clase, aunque la mitad de lasveces los fingíamos porque no conocíamos la respuesta.Últimamente, Finnegan se ceñía al libro de texto y había renunciadocasi por completo a sus listas de canciones.

Mis amigos y yo asistíamos juntos a Francés. Fue así como nosconocimos.

Ocupábamos los asientos de costumbre, junto a las ventanas,cuando entró Lane. Nick nos estaba hablando de las provisionesque le iba a enviar su madre, que auguraban ser lo peor de lo peor.

—Calzoncillos y bolsitas de té sin teína —adivinó—. Y recortes deprensa sobre mis primos.

Y entonces llegó Lane, que vaciló incómodo en la entrada.Llevaba camisa y un jersey de punto, como de costumbre, lo que nodebería molestarme, pero lo hacía. Éramos nosotros los quevestíamos bien, mis amigos y yo. Mientras que todos los demás searrastraban en chándal de acá para allá, nosotros nos cambiábamoscada mañana y llevábamos mochila. Yo ya sabía que solo se trataba

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de una ficción de normalidad, pero era nuestra ficción, no la deLane.

El señor Finnegan entró en aquel momento con una taza de caféen la mano. Verlo sorber aquel líquido negro era una auténticatortura porque a nosotros solo nos daban un té desleído.

—Un nouvel étudiant! —exclamó el señor Finnegan al ver a Lane.Advertí que no hacía ningún comentario sobre la ausencia de

Sheila Valdez, que había alegado encontrarse mal y estabatumbada en la enfermería, leyendo revistas del corazón ydisfrutando de una dosis de vicodina.

Lane preguntó dónde debía sentarse, pero Finnegan negó con lacabeza y lo obligó a quedarse allí plantado manteniendo unaconversación en francés delante de toda la clase. La típica torturadel primer día. Yo tenía la esperanza de que Lane empezara afarfullar pero, en vez de aturullarse, se puso a charlar con Finneganen un francés fluido e impecable.

Señor, cuánto lo odiaba. Detestaba su camisa pretenciosa y suforma de sonreír con suficiencia cada vez que respondía unapregunta y Finnegan decía «Bien», porque no precisaba correcciónalguna.

Yo era incapaz de hablar en francés con tanta soltura. Me tocabahacer una pausa después de cada «je» para conjugar el verbomentalmente. Como era de esperar, Angela Hunter y sudescerebrada camarilla lo contemplaban extasiadas. No sabían queera un idiota. Solo sabían que la lista de ciento cincuenta alumnosde Latham acababa de obsequiarlas milagrosamente con un chiconuevo. Un chaval muy mono, que aún no había sacado un pañuelopara expectorar sangre en pleno ataque de tos.

Aquel día tocaba una lección que, en teoría, nos enseñaría abuscar ayuda si caíamos enfermos en Francia. Ya sabía que noslimitábamos a seguir el libro, pero de todas formas me molestó.

En los ejercicios, nadie enfermaba de nada peor que una gripe.Que si una tos, que si un catarro o un dolor de cabeza. Cosas quese curan con paracetamol o una tirita. Enfermedades que norequerían hospitalización, y mucho menos si estabas de vacacionesen Europa.

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—Ahora trabajaréis por parejas —anunció Finnegan—. Saldréis ala pizarra y representaréis una pequeña conversación en unhospital. Uno hará de paciente y el otro de médico. Los primerosserán… Genevieve y Nikhil. Nikhil, tú eres el paciente. Genevieve, túeres la médica.

Al oír aquello, Nick me lanzó una mirada de pura desesperación.Genevieve nos odiaba. Decía que Nick y yo éramos siervos deldiablo porque manejábamos el mercado negro de Latham.Podíamos facilitar a quien lo pidiera un buen lingotazo, comidabasura y condones, que introducíamos en Latham dos veces al mes,tras recoger la mercancía en el bosque. Dejábamos una lista ynuestro contacto compraba lo que le pedíamos, aunque nos cobrabauna fortuna. Nick y yo no cargábamos comisión. Lo hacíamos por laaventura y para debilitar la organización interna de Latham. De ahíque Genevieve, aunque el mes anterior me hubiera acorralado juntoal tubo de la ropa sucia para pedirme cinco cajas de bolitas dechocolate rellenas de caramelo, siempre nos estuviera pasando aJesús por las narices.

De mala gana, Nick se encaminó a la pizarra, donde informó aGenevieve, en tono melodramático, de que «Zut alors!», tenía unhorrible dolor de barriga.

Genevieve, cuyo francés era espantoso, le preguntó si le dolía.—Claro, porque tengo dolor de barriga —repuso Nick con

perplejidad mientras todo el mundo soltaba risitas.—¡Chis! —advirtió el señor Finnegan.—¿Comes algo? —preguntó Genevieve.—Qu’est-ce que vous avez mangé? —la corrigió el profesor, y ella

repitió la frase en el tiempo verbal correcto.—Veinte hamburguesas que he encontrado en la basura —

respondió Nick, y se sujetó el estómago fingiendo que se moría dedolor—. ¡Ayúdeme, doctora!

Y entonces aparentó que vomitaba estrepitosamente en el suelo.—¡Puaj! —chilló Genevieve, y se volvió a mirar al señor Finnegan.—Continuez —ordenó este.—Estás embarazado —le soltó ella a Nick, momento en el cual el

profesor los mandó de vuelta a sus sitios.

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Los grupos siguientes no lo hicieron tan mal. La clase se partió derisa cuando Charlie llevó a cabo una impecable imitación del doctorBarons y le pidió a Marina que puntuara su dolor en una escala deluno al diez.

Supongo que intuía lo que se me venía encima, porque ni siquieraparpadeé cuando el señor Finnegan dijo:

—Lane y Sadie.—Yo haré de médico —decidí, porque ni en sueños iba a permitir

que Lane me diagnosticara cualquier barbaridad delante de todo elmundo.

Él se encogió de hombros como si le diera igual. Se habíaguardado las manos en los bolsillos de los vaqueros y atisbé uncinturón de piel asomando bajo el faldón de la camisa. En serio. Uncinturón. En Latham.

—Où est-ce que vous avez mal, monsieur? —pregunté.—Alors, j’ai toussé depuis une semaine —dijo Lane.Ugh, sonaba tan cursi, tan pretencioso… Podríamos haber

formulado el diálogo en presente, pero él había conjugado el verboen passé composé.

—Et vous avez de la fièvre aussi? —pregunté, con un plan enmente.

Lane confirmó que sí, que tosía y que le había subido latemperatura.

—¿Ha tosido sangre? —pregunté en francés.Lane se quedó de piedra y me miró espantado.—Et voilà —dije, señalando su camisa—. ¡Una mancha de

sangre!—No, no, es… kétchup —me corrigió Lane, intentando cambiar el

rumbo del diálogo—. Creo que tengo la gripe.—L’infirmière a déjà fait une radiographie, n’est-ce pas? —insistí.Y Lane, con expresión resignada, no tuvo más remedio que decir

que sí, que la enfermera le había hecho una radiografía.Saqué una radiografía imaginaria de mi cuaderno y fingí mirarla al

trasluz. Me lo estaba pasando en grande. Toda la clase guardabasilencio, expectante.

—Solo es un poco de tuberculosis —anuncié, con cara de póker.

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—Un peu de tuberculosis? —repitió Lane, que ahora mefulminaba con la mirada.

Y entonces solté la bomba:—Afortunadamente, monsieur —repuse—, se cura fácilmente con

nuestros excelentes medicamentos. Tiene usted mucha suerte deestar en Francia.

En ese momento, Finnegan nos ordenó a los dos que nossentáramos. No parecía contento. En realidad, parecía harto detener que tratar conmigo. Mejor para mí.

Ahora Lane ya sabía que no debía pasarse ni un pelo conmigo yla clase tenía la mosca detrás de la oreja, así que, por más queFinnegan tomase represalias, mi numerito había valido la pena.

—Sadie, ¿a qué ha venido eso? —preguntó el profesor.—He leído que en Francia tratan la tuberculosis con

medicamentos que funcionaban con las viejas cepas —expliqué.—¿Eso es verdad? —preguntó alguien.Finnegan se quitó las gafas y se las limpió con los faldones de la

camisa. Saltaba a la vista que se sentía sumamente incómodo.—No —respondió con firmeza—. No desde hace dos años —se

interrumpió, lo meditó y decidió confesar la verdad—. Bueno, soloen casos desesperados, cuando el paciente lo solicita. Pero seconsideraba un medio extraordinario para preservar la vida.

—¿Y eso qué significa? —insistió Angela.Finnegan suspiró. No se iba a librar fácilmente.—El tratamiento que se aplicaba a las otras cepas no funcionaba

igual de bien con la tuberculosis TRM —explicó—. Los médicos noentendían por qué, pero un número considerable de pacientes moríadespués de recibir la medicación. Y muchos de ellos habríanmejorado por sí mismos o en un sanatorio.

Finnegan me asesinó con los ojos y yo le sostuve la mirada,desafiante. El silencio era tan absoluto que se oía el susurro delviento entre los arces al otro lado de la ventana.

—Pero en algunos casos funcionaba, ¿no?—Las probabilidades de morir como consecuencia del tratamiento

superaban las de experimentar una mejora —repuso el profesor—.

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Y, cuando el tratamiento es peor que la enfermedad, los médicosdejan de sugerirlo.

—Como el neumotórax —apuntó Charlie—. Cuando los médicosprovocaban un colapso en los pulmones de los pacientes.

—Más o menos —asintió Finnegan.—¿Provocaban un colapso en los pulmones de los pacientes? —

Genevieve parecía horrorizada—. O sea, ¿dentro del cuerpo?Finnegan volvió a ponerse las gafas.—Esto es una clase de Francés —nos recordó.—¿Dentro del cuerpo? —repitió Genevieve, escandalizada.—¡Basta de charlas! —ordenó Finnegan, molesto—. ¡Sacad los

libros de texto! Página cuarenta y tres, ejercicios A y B.Y entonces, como venía haciendo últimamente cada vez más a

menudo, abandonó el aula.

Cuando la clase hubo terminado, vi que Lane se acercaba a la mesadel profesor.

—Perdone —vaciló—. ¿Monsieur Finnegan?—Ahora no —replicó el otro. Retrocedió una pizca, igual que

hacían a veces los profesores cuando nos acercábamos demasiadoy no se lo esperaban. Me pregunté si Lane se habría dado cuenta.

—Perdone —se disculpó Lane. Salió de la clase con paso cansinoy aire derrotado.

—Tío —susurró Nick mientras guardaba en la mochila el libro deFrancés—. Eso de que la tuberculosis tiene cura ha sido genial.

—Gracias —dije.—Lástima que no sea verdad.—Lástima que en realidad no estés embarazado —le espeté.Soltó una carcajada y abandonó el aula a paso vivo.Yo fui la última en salir y Finnegan ni siquiera alzó la vista cuando

me largué por piernas. Peor para él. Nadie lo había obligado aexplicar esa historia de que el tratamiento de la tuberculosismultirresistente mataba a los enfermos que contraían la cepa TRM

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en lugar de curarlos. Nadie le mandaba aclarar que se trataba de unúltimo recurso y que solo se sugería al paciente en casos extremos.Podría haberme puesto una falta y seguir como si nada. O podríahaberme echado la bronca, como habría hecho cualquier profenormal en una clase corriente. Igual que me la echó poco despuésde su llegada a Latham, cuando Nick y yo hicimos una presentaciónsobre los hábitos de apareamiento de los patos. Él tenía la culpa porhaberse comportado como si fuéramos alumnos de verdad yhaberse retractado después.

Como era de esperar, Lane me aguardaba en el pasillo.Caminaba de acá para allá. Y parecía furioso.

—Sadie —me dijo en cuanto abrí la puerta.—¿Querías algo?—¡Has reventado el ejercicio! —me acusó—. ¡Adrede!No me lo esperaba, no que le molestara precisamente eso.

Parecía en verdad disgustado por no haber clavado la tarea.—No es para tanto —respondí.—¡Sí para mí! —replicó furioso—. Puede que a ti no te importen

tus notas, pero a mí sí. ¡No me puedo creer que me hayas hechoalgo así en mi primer día de clase!

—Pensaba que hoy era tu segundo día —repliqué.Lane me fulminó con la mirada.—Tú ya me entiendes. Ahora Finnegan nos pondrá una mala

nota, ¿verdad?—Da igual —repuse despacio. Por lo que parecía, aún no lo había

pillado—. No son ejercicios de verdad. Ningún profesor nos pondríanada que no fuera un sobresaliente, así que ya puedes dejar depreocuparte por tus estúpidas notas.

Y me alejé a grandes zancadas camino del comedor para poner lamáxima distancia entre los dos, porque no sabía si podría soportarhacer cola a su lado.

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Capítulo sieteLane

En una competición de marrones, estoy seguro de que mi primerasemana batiría todos los récords. Hiciera lo que hiciese, todo mesalía mal.

Todo el mundo sabía perfectamente lo que hacía y adónde sedirigía. Todo el mundo dominaba el arte de pasar desapercibido.Todos, menos el grupo de Sadie y Nick, que hacían lo posible pordar la nota.

Yo solo compartía una clase con ellos, así que empecé aobservarlos en el comedor y cuando me los encontraba por elcampus. El cuarto de Nick estaba en el mismo pasillo que el mío yCharlie dormía en el piso inferior, pero casi nunca los veía por laresidencia. La única señal de que Charlie vivía en el chalé 6 era elfrenético tañido del ukelele y un rabioso falsete que de vez encuando se filtraba desde su ventana.

Los cuatro pasaban mucho tiempo en el bosque. Se colaban entrelos abedules con aire casi furtivo, cargados con mochilas queparecían demasiado llenas como para contener libros de texto. En elcomedor siempre hacían rabiar a la nutricionista. Una tarde, al verque sacaban una bandeja de galletas con chips de chocolate reciénhorneadas, se las comieron en la misma cola, antes de que nadiediera el visto bueno a sus bandejas.

No quiero decir con esto que estuviera obsesionado con ellos. Nolo estaba. Yo pasaba a solas la mayor parte del tiempo, estudiandoen mi habitación o en la biblioteca, que resultó ser alucinante, unvestigio de cuando Latham era un internado de verdad. La colecciónde libros constaba principalmente de clásicos, pero los rincones deestudio eran fantásticos, aunque nunca vi que nadie los usara.

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En Latham todo el mundo se comportaba como si estuviera devacaciones. La zona de la tele se encontraba siempre atestada y lacolección de DVD de la biblioteca tenía tantos pretendientes que, alprincipio, pensé que la habían retirado. Las novelas gráficas, lasrevistas y los libros de tapa blanda que no pertenecían a laanticuada colección pasaban de mano en mano como artículos decontrabando. En la sala comunitaria se celebraban torneos dejuegos de mesa. Algunos tableros, con partidas aún inacabadas,llevaban pegadas notitas amarillas con la advertencia de queestaban reservadas. Incluso la ducha se consideraba una actividadextracurricular entre los chicos de mi planta. Por las noches sepasaban allí dentro una eternidad; para cuando las cabinasquedaban libres, las luces ya estaban apagadas, el agua helada y elsuelo empapado.

Con todo, lo malo de las vacaciones es que, antes o después,llegan a su fin. Y yo me preguntaba por qué era el único que parecíadarse cuenta. Mientras mis compañeros de planta jugaban alMonopoly en pijama, se echaban siestas y miraban dibujosanimados en la cama, yo me sentaba a mi escritorio y trabajaba.

Intenté abordar a mis profesores para preguntarles si podíadedicarme a las asignaturas de excelencia, pero me resultabaprácticamente imposible hablar con ellos. Casi nunca estaban en elaula y, cuando lo hacían, se comportaban como si estuvierandeseando marcharse. Por fin, me las arreglé para acorralar a laprofesora de Geología, que me miró de hito en hito cuando lepregunté si podía sustituir el libro de texto por el mío de BiologíaAvanzada y me dijo que se lo preguntara al doctor Barons en lasiguiente visita. Sin embargo, no se lo conté a mis padres. Mentídiciendo que no me habían puesto pegas y que lo llevaba todo al díacon facilidad. No quería que se preocuparan por eso, teniendo comotenían tantos motivos de estrés.

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Me levantaba temprano para ducharme y me quedaba estudiandohasta las tantas. Hacia el fin de semana, di el esfuerzo por bienempleado. Había avanzado el equivalente a una semana de trabajo,entre lecturas y ejercicios. Además, había completado la mitad deuna práctica de Selectividad, por cuanto me había propuestorepetirla para subir un mínimo de dos puntos.

El viernes por la tarde fui a la biblioteca para repasar las Mates dela Selectividad, aunque no me encontraba muy bien. Estabaagotado, me había subido la fiebre y un fuerte latido en las sienesno me dejaba en paz. La enfermera de mi planta me había dado unaaspirina, que me ayudó tanto como una palmadita en la espalda.

Suspiré y me quedé mirando el libro de ejercicios mientras tratabade reunir las fuerzas necesarias para completar otra página, aunquelo que de verdad me apetecía era apoyar la cabeza en la mesa ydormir hasta la hora de la cena.

Venga, me dije, cinco más y lo dejas. Había resuelto otro par deproblemas cuando se abrió la puerta de la biblioteca.

—¿Seguro que lo tienes? —susurró una chica.—Por el amor de Dios, Sadie. Por última vez, sí —le respondió

una voz masculina, también en susurros.Allí estaban los cuatro. Charlie con sus Doc Martens y sus

enormes cascos de DJ, Marina ataviada con un extraño vestidoantiguo de mangas abullonadas y Nick y Sadie, en plena discusión.Llevaban consigo sus mochilas escolares, aunque estábamos aviernes y las clases habían terminado hacía horas. Una energíaextraña, ilícita, circulaba entre ellos.

Era la primera vez que los veía en la biblioteca y observé que Nickse acercaba al mostrador para pedir un pase de internet. Al fondo dela sala de lectura había otro mostrador con unos viejos ordenadoresde sobremesa; la única zona de Latham en la que se permitía a losalumnos acceder a la red. Sin embargo, necesitabas un pase paraconectarte. Y, aun entonces, solo podías utilizar internet durantetreinta minutos, una vez a la semana. Según el manual, «el uso deinternet provoca estrés innecesario».

Nick se quedó charlando con la bibliotecaria. En lugar deesperarlo, sus amigos se separaron, cada uno hacia una mesa

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distinta. Esa maniobra, por sí sola, ya me extrañó. ¿Por qué ir a labiblioteca con todos tus amigos si piensas sentarte solo?

Yo estaba estudiando cerca del mostrador de los ordenadores yadvertí, sin poner demasiado interés, que Nick se sentaba delantede uno de los PC. Abrió la cartera y sacó una cajita y varios cables.Un disco duro externo, pensé, y me pareció una gran idea. Intentérecordar si aún conservaba mi lápiz de memoria USB. Sin embargo,cuando Nick conectó el artilugio, me di cuenta de que me habíaequivocado. Era un router.

Entonces vi a Marina con el portátil abierto sobre una de lasmesas grandes. Estaba cargando Facebook. No me lo podía creer.

Me levanté y di una vuelta por la biblioteca, como si buscara unlibro. Tal como imaginaba, Sadie también tenía abierto el ordenador,y se había puesto unos auriculares para aislarse del ruido. Charlie,por su parte, toqueteaba su tableta.

Habían accedido a internet. Todos ellos. Sin necesidad de pases.Yo me moría de celos.

Advertí que la bibliotecaria no me quitaba ojo de encima, como siestuviera pensando que yo fuera a guardarme un ejemplar de MobyDick en los pantalones. De modo que agarré un libro cualquiera yme lo llevé a mi mesa como si hubiera encontrado lo que buscaba.

Traté de prestar atención a los ejercicios del examen, pero no loconseguía. No podía dejar de pensar en aquel router.

Jamás en toda mi vida había deseado tanto formar parte de ungrupo como en aquel momento. Aquellos cuatro estaban en otraonda que el resto de Latham, pero de forma distinta a como loestaba yo. Se comportaban como si estuvieran en uno de esosviejos internados donde les haces un corte de mangas a las normasy vas a lo tuyo. Y no me refiero solo al asunto de internet, sino a queparecían los menos derrotados de todos. Los que tenían menosprobabilidades de rendirse y pasarse el día en la camacompadeciéndose de sí mismos. Ellos no estaban de vacacionessino corriendo una aventura.

Deseaba con todas mis fuerzas poder abordarlos pero, cada vezque los veía juntos, me parecían más y más inaccesibles. Sobretodo Sadie. Se diría que me odiaba desde el día en que estuve a

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punto de estamparle una bandeja de la cafetería. Me dije que medaba igual. No estaba en Latham para hacer amigos y no entraba enmis planes quedarme lo suficiente como para necesitarlos. Además,tenía trabajo. No había tiempo para aventuras.

Al cabo de unos minutos, un ruidoso grupo de chicos entró adevolver unos DVD. Se armó cierto revuelo porque uno de losestuches contenía una película equivocada.

—Ya estaba ahí cuando la cogí —se quejó un chico con voz nasal—. Venga, déjeme sacar otra.

—Lo siento —repuso la bibliotecaria—. Has agotado el cupo.Tienes que devolver una antes de coger otra.

—¡Pero si la estoy devolviendo! —insistió el otro.—Has de devolver la que cogiste —replicó la mujer.—¡Pero si es lo que estoy haciendo! —protestó él—. ¿Tengo pinta

de haberme guardado una copia de Una rubia muy legal?Sus amigos se echaron a reír.—¡Callad! —les pidió él—. Alguien debe de haber cambiado los

estuches. Ayudadme a buscar.Los tres se acercaron a la sección de DVD y empezaron a abrir

las cajas.—¡Chicos! —gritó la bibliotecaria—. ¡No podéis hacer eso!Sus zapatos taconearon contra la tarima del suelo cuando echó a

andar por la sala de lectura.Y entonces caí en la cuenta: Sadie estaba sentada muy cerca de

la sección de DVD. No podía oír los pasos de la bibliotecaria. Nocon esos auriculares puestos. La mujer iba a pillar a Sadie mirandointernet. Descubriría el router.

Empujé mi silla hacia atrás y eché a correr.—¡Espere! —grité—. Señora…, esto…, ¿bibliotecaria?—Espera un momento —me espetó.—¡Es una emergencia! —exclamé a la desesperada.Se volvió para mirarme. Yo no tenía preparada ninguna excusa.

Debía pensar algo, deprisa.—¡Una gran emergencia! —repetí, a viva voz.Capté la atención de Sadie, que cerró de golpe el portátil con los

ojos como platos.

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—Hum… —me encallé—. Hay hormigas en la sección de obrasde consulta. Alguien ha derramado zumo.

Como excusa era patética, pero ya no podía echarme atrás. Labibliotecaria farfulló algo y salió corriendo en sentido contrario.

Volví a mi mesa a toda prisa, porque no quería estar allí cuandoaveriguara que le había mentido.

Estaba guardando la calculadora en la mochila cuando unasombra oscureció la mesa.

Era Sadie. Y parecía furiosa.—¿Qué estás haciendo? —preguntó.—Huir de la escena del crimen —me eché la mochila al hombro

—. Coronel Rubio, en la biblioteca, con las hormigas.—No tiene gracia —dijo Sadie, que me seguía por el pasillo—, por

si acaso lo dudabas.Le sujeté la puerta para cederle el paso y ella me lanzó una

mirada asesina.—No necesitaba tu ayuda.Se cruzó de brazos.—A mí me ha parecido que sí —repliqué.—Bueno, pues no.—Vale —me encogí de hombros—. Lo que tú digas.Eché a andar hacia las residencias, pero Sadie me siguió.—No le irás a contar a nadie lo del router, ¿verdad? —preguntó.—Pues claro que no —repuse.La idea ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Pero,

obviamente, a ella sí. Aguardé a que me diera las gracias o meinvitara a unirme a ellos la próxima vez que planearan asaltarinternet, pero no hizo ninguna de esas cosas. Y yo empezaba aestar harto de que me tratara como a una mala persona quemerecía un escarmiento.

—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Qué problema tienes conmigo?Sadie soltó una pequeña carcajada, como si la respuesta fuera

tan obvia que no diera crédito a sus oídos.—¿Ya no te acuerdas de lo que pasó en el campamento?—Ni siquiera te conocía.—¿Y entonces por qué me invitaste a ese puñetero baile?

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Lo dijo con tanta intensidad, tan enfadada, que retrocedí un paso.Sus ojos eran oscuros, tenía la barbilla alzada con determinación ysupe que aquello de lo que hablaba, fuera lo que fuese, explicabapor qué me había tratado tan mal desde el encontronazo en el carrode las bandejas.

—Yo no te invité a ningún baile —objeté.—¡Sí, lo hiciste! —me acusó Sadie—. ¡Me escribiste una nota y

me diste tus gafas de sol!—¿Mis gafas de sol?Hice memoria y entonces lo entendí: me las habían robado, junto

con los auriculares. Y expulsaron a dos chicos de mi cabaña porculpa de aquello. Habían birlado iPods, relojes e incluso dinero.

—Me pasé una eternidad esperando a que vinieras a buscarmepara llevarme al baile —prosiguió Sadie—. Y luego una chica metrajo otra nota en la que decías que habías cambiado de idea.

—¡Jamás en la vida te he escrito una nota! —repliqué, y eraverdad—. ¡Alguien te la jugó, pero no fui yo!

Sadie me miró entornando los ojos, como sopesando si decía laverdad, y luego negó con la cabeza.

—No te creo.—¿Te acuerdas de la nota? ¿De la letra? —pregunté.Ella asintió.Saqué mi cuaderno con aire ceremonioso.—¿Y bien? —la presioné.Una de las ventajas de que tu madre sea tutora de Primaria es

que acabas por escribir con una letra impecable. Me obligaba ahacer caligrafía cada día después de clase mientras ella corregíaejercicios. Yo lo detestaba, pero su insistencia fructificó en lo queHannah llamaba «Lane Sans Serif».

Sadie miraba mi cuaderno de hito en hito, roja como un tomate.—Me tengo que ir —musitó—. Gracias por la…, esto…,

distracción.

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En realidad no me encontraba nada bien, así que pasé lo quequedaba de tarde en la cama. Me dije que solo era una migraña,pero supongo que, en el fondo, sabía la verdad. Me había pasadode la raya. Demasiado estudio, poca comida y falta de sueño.

En casa, mis hábitos no me pasaban factura, pero eso era antes.Antes de que mis pulmones me traicionaran y unas cuantas vueltasa la pista deportiva en clase de Bienestar me dejaran tan agotadoque tenía que desplomarme en la colchoneta al terminar.

Cuando desperté a la mañana siguiente, me encontraba fatal.Tenía fiebre, no tan alta como para llamar a una enfermera, pero síla suficiente como para que la idea de levantarme me hundiera en lamiseria. Me quedé tumbado, compadeciéndome de mí mismo, hastaque apenas me quedó tiempo para enfundarme un pantalón corto ybajar a desayunar. Genevieve, John y su amiga Angela trataron devenderme otra vez su grupo de oración, pero yo no les hice ni caso.

Tenía la cabeza como un bombo y los brazos tan entumecidosque solo gracias a un milagro la bandeja seguía en mis manoscuando abandoné la cola. Me sentía como si hubiera pasado lanoche en vela, aunque me había dormido alrededor de la una.

—¿Y bien? —preguntó Genevieve a la par que se inclinaba haciamí—. ¿Qué te parece?

Yo no la estaba escuchando. En absoluto. En cambio, me habíadedicado a observar cómo Tim cortaba su tortita en pedacitosminúsculos y los mezclaba con los cereales, un gesto tan raro que alprincipio pensé que me lo estaba imaginando.

—¿Qué? —pregunté.Angela suspiró.Y entonces empecé a toser. Busqué mi pañuelo, pero no lo

llevaba conmigo, ni tampoco esa estúpida bolsita anti riesgobiológico en la que se suponía que debíamos guardarlo, así queeché mano de una servilleta.

Cuando la separé de mis labios, estaba manchada de sangre.La boca me sabía a rayos y toda la mesa me observaba con

incomodidad.El asunto de la sangre me asustó. Me había sucedido un par de

veces anteriormente, en la época en que había caído enfermo, pero

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ya hacía semanas de aquello.—Mierda —dije, y arrugué la servilleta—. Lo siento.Bebí un trago de té mientras recuperaba el aliento.—Eh, todo el mundo tiene días malos —me consoló John—. No

pasa nada si no puedes venir al grupo más tarde.—Hala, gracias, eso me tenía superpreocupado —repliqué. Sabía

que me estaba portando como un cerdo, pero me daba igual. Nopodía seguir allí, desayunando mientras ellos me observaban coninfinita preocupación, como si mi sensor estuviera a punto deponerse a pitar—. No tengo hambre —dije, y recogí la bandeja.

Regresé a la residencia, donde por primera vez, sin contar lashoras de madrugada, ambas duchas estaban libres.

Me quedé allí una eternidad, bajo el agua tibia, con la esperanzade que la ducha me bajara la fiebre y tratando de no sucumbir alpánico ante la incontestable evidencia de que no estaba mejorando,de que, en todo caso, había empeorado.

Hannah me llamó aquella noche. La emoción se filtraba en su vozcuando me preguntó si había recibido su e-mail. Le dije que aún nolo había mirado.

—¿Por qué no? —quiso saber.—Porque la bibliotecaria me odia.—¿Y qué has hecho? ¿Estudiar en voz demasiado alta?Hannah soltó una risita, como si fuera inconcebible que yo hiciera

nada para poner en peligro mi estatus permanente de enchufado.Suspiré. No quería entrar en detalles.

—No pienso entrar allí —insistí—. Paso de internet. Saldré apasear o lo que sea. Me han dicho que existe algo llamado «sol».

—Está sobrevalorado —bromeó Hannah—. Ahora ve a leer miredacción y llámame cuando la hayas terminado, por favor.

Así que lo hice. Gracias a Dios, la bibliotecaria me dio el pasepara internet sin molestarse en alzar la vista.

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Inicié la sesión, sin saber por dónde empezar. Porque habíadescubierto que, cuando el tiempo es precioso, las listas o loswebcómics de internet pierden la gracia. No tenía nada importanteen la bandeja de entrada, aparte de la redacción de Hannah, quegrabé en el lápiz de memoria para leerla más tarde.

Tenía unos cuantos mensajes en Facebook, casi todos del tipo«qué tal todo» y «que te mejores», firmados por compañeros declase con los que apenas había intercambiado palabra. Y una solamirada a mi muro bastó para deprimirme. Todos me decían que mellevaban en el pensamiento y en sus oraciones, salvo un chaval demi clase de Matemáticas que pretendía promocionar el nuevo EP desu grupo. Eso me encantó, que un chico contactara conmigoúnicamente para venderme un disco, que no sabía o le daba igual loque me estuviera pasando.

Dediqué el resto de la sesión a repasar mis fotos de Facebook,tratando de observar mi vida a través de los ojos de un completodesconocido. Casi todas eran granuladas fotos de móvil, tomadaspor otras personas cuando asistimos al congreso del Modelo ONU.Aparecíamos en la furgoneta, vestidos de traje alrededor de la mesade conferencias o enfundados en sudaderas en unahamburguesería de San Diego, a la una de la madrugada. En buenaparte de ellas, yo rodeaba los hombros de Hannah con el brazo.También había fotos del baile de fin de curso del año anterior,Hannah y yo muy elegantes, luciendo unas sonrisas infinitamentefalsas delante de un fondo ambientado en París. Viendo aquellasinstantáneas, casi cabría pensar que yo tenía una vida y nosolamente un hueco en el cuadro de honor del instituto.

Cuando mi sesión de internet expiró, me encaminé de vuelta a loschalés. Serían las ocho de la tarde y en el gimnasio estabanproyectando una película de Indiana Jones. Genevieve y Angela sehabían pasado toda la cena hablando de ello. Por lo visto, todo elmundo acudía en pijama, pertrechado con almohadas y mantas.Pero yo opinaba que uno solo disfruta de ese tipo de reuniones sitiene amigos con los que compartirlas.

En el jardín reinaba un silencio sobrenatural. Los abedules seerguían rectos y blancos por detrás del comedor. Últimamente no

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había pasado mucho tiempo al aire libre; había olvidado la paz queuno experimenta cuando permanece un rato a solas en la oscuridad.Caminé despacio, aspirando aquel aire frío que me aliviaba laopresión del pecho.

Noté el bulto del lápiz de memoria en el bolsillo y me pregunté quéhabría escrito Hannah en su redacción. Quizás que le gustaríaformar parte del equipo de la Casa Blanca o que se había mudadode Canadá a los Estados Unidos a los quince años. Yo no tenía niidea de lo que escribiría en la mía.

Cuando llegué a la casa 6, subí a mi cuarto y conecté al portátil lamemoria USB. Transcurrió ese momento terrible en el que unosiempre duda de si el archivo se habrá cargado y luego eldocumento se abrió por fin.

L, gracias por echarle un vistazo, había escrito Hannah a modo deencabezamiento. Eres una estrella del rock.

Si el contenido me pilló totalmente desprevenido fue, sobre todo,a causa del emoticono.

Al principio pensé que se trataba de una broma. Luego, me sentídesconcertado. Y al final me puse furioso.

La redacción hablaba de mí. De que habíamos planeado ir juntosa la universidad pero que, cuando yo había contraído una«enfermedad terminal», había comprendido que tendría que vivir porlos dos. Tal cual. «Vivir por los dos», como si mi estado deputrefacción me impidiera hacerlo por mí mismo. Como si latuberculosis te sentenciara a una muerte segura y ya me hubieranechado la sábana sobre la cara.

No era una carta de presentación. Era una necrológica. Minecrológica.

El timbre del teléfono me sobresaltó. Supe que se trataba deHannah. Y comprendí también que, si hablaba con ella en aquelpreciso instante, la cosa no tendría vuelta atrás. Pero también eraconsciente de que me importaba un carajo.

—Hola —saludé sin entusiasmo.—¿La has leído? —me preguntó Hannah.—Sí.—¿Y?

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—¿Sinceramente? Me he quedado helado —confesé.—Bueno, lo he exagerado un poco para que fuera más dramático

—reconoció ella.—Hala, ¿en serio? —repuse, ahora en tono encendido—. ¿Te

pidieron que escribieras la necrológica de algún ser querido?—Pensaba que te sentirías halagado —alegó Hannah en su

defensa.—¿Halagado? ¿Que me sentiría, como has escrito, «agradecido

por los días que pasaste junto a mi lecho, ayudándome a sobrellevarel dolor»?

Se hizo el silencio al otro lado de la línea, pero notaba supresencia, con un suave tema pop de fondo.

—No pretendía aprovecharme de ti —se disculpó.—Son tus palabras, no las mías.—Lane…—No —la interrumpí—. Me da igual y no quiero oírlo. Porque

¿sabes qué? No estoy muerto. No me estoy muriendo. Y, yapuestos, tampoco quiero ser tu novio.

Colgué el teléfono, lo que me provocó una extraña satisfacción.Mucha más que clavar el dedo en la pantalla del móvil.

Empecé a repetir mentalmente lo que le había dicho, una y otravez. Que no estaba muerto. Que no me estaba muriendo, por másque Hannah insinuase lo contrario en su redacción.

Tenía un 80% de probabilidades de abandonar Latham antes defin de año con una tuberculosis controlada y una nota del médicoque me dispensaría permanentemente de la clase de EducaciónFísica. Pensaba que Hannah lo sabía o que, cuando menos, habíaentendido la diferencia entre «terminal» e «incurable». Pensaba queentendía muchas cosas. Y creía que yo también.

Qué tonto había sido. Mi relación con Hannah estaba condenadaal fracaso. Pretender que podíamos continuar juntos durante miestancia en Latham era un chiste. Nos habíamos seguido el rollomutuamente, pero ya no tenía gracia. No sabía si me había enviadoesa redacción con el fin de comunicarme algo que no se atrevía adecirme de viva voz, que prefería seguir adelante con su vida. O side verdad había pensado que me gustaría su homenaje de mierda.

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Me consolé imaginando lo incómoda que se sentiría cuando yovolviera a Harbor y tuviera que asistir a clase conmigo. Y tambiéncuando me viera por el campus de Stanford (si acaso la admitían).Albergaba la esperanza de que su lacrimógeno ensayo echara portierra sus aspiraciones.

Yo era el artífice de buena parte de sus deberes de Lengua.Discurría los temas de sus redacciones, la ayudaba a redactar elborrador, corregía cada uno de sus escritos, incluso los ensayossemanales de dos páginas. Había hecho los deberes de Física porlos dos durante todo el tema de Termodinámica porque ella estabademasiado estresada con la Selectividad como para ir al laboratorio.Y no me había importado. La había ayudado encantado, porque esosignificaba tener compañía en lugar de estudiar a solas en micuarto. En vez de ser el chico al que nadie invita a sus fiestasporque hay poca gente dispuesta a salir por ahí con el hijo del huesoque da la asignatura de Historia.

Leí la redacción una vez más, solo por si acaso había exagerado,para asegurarme de que en verdad era así de horrible.

Era aún peor.Bajé las escaleras hacia la sala comunitaria y salí de la

residencia. Fuera hacía fresco, y el mundo entero vibraba con elcanto de los grillos, o quizás de las cigarras. Nunca he sabidodistinguirlos. Me quedé allí durante un minuto, sin saber qué hacer oadónde ir. Había algo en Latham que no me hacía sentir bien, comosi estuviera viviendo la vida de otra persona, porque no podía ser lamía.

Atisbé el cenador a lo lejos, así que crucé el húmedo césped y mesenté en los escalones, sintiéndome ajeno al universo. Contemplélas estrellas, que parecían piedras muertas, y los árboles,silenciosos y fantasmales pero vivos, e intenté no pensar acerca delo que Hanna había escrito en su redacción.

No lloré porque temía que, si empezaba, no podría parar. Todo miser zumbaba, como un instrumento de cuerdas tan tensas quepensé que lo que oía quizás no fueran grillos. Tal vez fuera yo.

Al cabo de un rato, escuché un ruido procedente del bosque.Unos pasos. Preguntándome quién más habría salido en plena

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noche, alcé la vista.Distinguí apenas la sombra de una chica. Cruzó el césped a

hurtadillas con una pesada mochila a cuestas y un gorro de puntoen la cabeza.

Cuando me vio, se detuvo.—¿Lane? —preguntó Sadie.

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Capítulo ochoSadie

Detestaba acudir a la cita sin Nick, que no me había acompañadoaquella noche. Se había echado atrás en el último momento,alegando que estaba cansado, así que había ido a reunirme conMichael yo sola.

Estar a solas en el bosque tras la puesta de sol siempre esinquietante, pero no me asustaban los animales que pudieranacechar entre los árboles. Por encima de todo, me daba miedoperderme. Equivocarme de camino e ir a parar al pueblo, temblandoy aterrorizada, y que los habitantes de Whitley se comportaran comosi estuvieran viendo al monstruo de Frankenstein.

No sucedió nada de eso. Michael me esperaba en el lugarhabitual, tal como había prometido, con un cigarrillo encendido entrelos labios.

—Esa porquería te matará —le dije a la vez que le tendía elsobre.

Aplastó la colilla con la bota y se encogió de hombros.—Vaya, vaya… No sabía que Su Alteza fuera a venir montada en

su alto caballo —me vaciló.—Ya te digo. Se llama Lucero y es un alazán —señalé las bolsas

—. ¿Está todo?—Claro que sí —dijo Michael mientras contaba el dinero. Se hacía

el duro, como si fuera un camello mafioso y no un camarero delStarbucks—. ¿Dónde está tu guardaespaldas?

—Se encuentra mal.Por Dios, iba a matar a Nick. Las bolsas parecían pesadas y no

sabía si me cabría todo en la mochila.

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El móvil de Michael vibró y él lo sacó para echarle un vistazo. Hizouna mueca.

—Tengo que irme, pero ha sido un placer hacer negocios contigo,preciosa.

Detestaba que me llamara así.—El placer es todo tuyo —repliqué y, de algún modo, me las

ingenié para embutirlo todo en mi mochila.—Qué pena.Me sonrió con sorna y las hojas crujieron a sus pies mientras se

alejaba. Cambié la luz de la linterna a su posición más larga y echéa andar en sentido contrario.

Había cruzado la mitad del césped cuando vi a Lane sentado en elcenador, con expresión desconsolada. Al principio pensé que me loestaba imaginando. Que las sombras habían ideado un nuevo trucoy me hacían ver chicos en la oscuridad. Sin embargo, cuando meacerqué, advertí que de verdad era él, encorvado, disgustado ypostrado en los peldaños.

—¿Lane? —dije.Solo estábamos nosotros dos allí fuera. Todos los demás habían

acudido a la proyección, se habían quedado en los chalés o estabandurmiendo. Y me pregunté por qué él no había hecho lo mismo. Porqué estaba apoyado contra la desconchada pintura del cenador, tandeprimido como si el universo acabara de atizarle un duro golpe.

—Eh —dijo.—¿Mala noche?—Afirmar eso sería un eufemismo.Me pesaba la mochila y había caminado un buen trecho por el

bosque con la mercancía a cuestas. Estaba agotada y solo meapetecía volver a la residencia, quitarme las botas y meterme en laducha. Pero no podía dejarle allí.

Había sido simpatiquísimo conmigo y yo lo había pisoteado con laintención de apagar un fuego que nunca había existido. El día

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anterior, en la biblioteca, no lo habría culpado si se hubiera quedadosentado, sin hacer nada, cuando la señora Hogan estuvo a punto depillarnos conectándonos furtivamente a internet. Pero se habíalevantado y la había distraído con una excusa absurda parasalvarme.

Pese a lo mal que me había portado con él. Aunque no tenía quehacerlo.

—Haz sitio —le dije.Solté la mochila y me senté a su lado, en los peldaños. Nos

quedamos mirando el bosque. Los árboles. El cielo. Todas esascosas que no pertenecían a Latham, que no estaban encerradastras unos barrotes de hierro para que pudiéramos toserles a gusto.

Estábamos casi pegados. No me había parado a pensar en loíntimo que sería estar allí juntos en la oscuridad. Había irrumpido ensu soledad y noté que se preguntaba por qué.

—Antes venía aquí a menudo —confesé—. Al poco de llegar. Meparecía casi mágico. Tenía la sensación de que, si en Latham habíaalgo capaz de transportarte a otra parte, tenía que ser este sitio.

—Pensaba que me odiabas —musitó Lane.Supongo que me lo merecía.—Falsa alarma —repuse—. Resulta que lo que odio en realidad

es la tuberculosis.—Ya, yo también.Hundía los hombros, y la barba incipiente que le ensombrecía el

mentón parecía más dejada que deliberada. Viéndolo de cerca,advertí que los vaqueros le quedaban grandes y que en realidadprecisaba el cinturón del que me había burlado. Parecía agotado,como si llevara varios días sin dormir. Y yo no sabía qué hacer niqué decir, ni cómo pedirle perdón a ese chico extraño y triste, tandistinto a como yo lo había imaginado.

—Solo te odiaba porque pensaba que te habías portado como uncerdo cuando teníamos trece años —le solté a bocajarro, contorpeza y sin pensar—. Fue una tontería y, si me hubiera parado apensar dos segundos, me habría dado cuenta de que las chicas demi cabaña lo habían planeado todo. Perdona. He sido una estúpida

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y tú no lo merecías. A pesar de todo, me rescataste de la señoraHogan.

—¿Quién es la señora Hogan? —preguntó entre suaves toses.—La bibliotecaria —repuse.Asintió, como tomando nota de la información.—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —quiso saber.—Quince meses. Quizás dieciséis, depende de si estamos en

octubre o solo me lo parece a mí.—Estamos a cuatro de octubre —respondió automáticamente.—¿Y me puedes dar también el parte meteorológico?—Lo siento —se encogió de hombros—. Oye, ¿te puedo decir

una cosa?Respondí que claro, pensando que iba a presenciar el mismo

ataque de pánico que sufría todo el mundo en Latham durante lasprimeras semanas, cuando empezaban a preguntarse si acabaríanmuriendo aquí. Me preparé para una conversación tan predecibleque debería considerarse un síntoma de la tuberculosis.

Y entonces me contó que su novia le había escrito un panegíricocomo carta de presentación para la solicitud de ingreso en launiversidad. No me lo esperaba, para nada. Por otro lado, Lanesiempre me pillaba desprevenida. Tenía la sensación de conocerlo yno conocerlo a un tiempo, como una canción de la que hubiera oídodistintas versiones y cuya letra no acababa de recordar.

Me quedé allí escuchando mientras él lo vomitaba todo, elcontenido de la redacción, que su novia ni siquiera se habíadisculpado y lo mucho que le jodía que tuviera esa percepción de él.Yo no tenía ni idea de que estuviera pasando por una situación tanhorrible. A veces se me olvida que las personas que llegan aquídejan atrás una vida real, a menudo de golpe y porrazo y casisiempre dejando algo a medias. Y, solo de pensar en lo mal que mehabía portado durante aquella semana, como si Lane me tuvieraque pedir perdón de rodillas por existir, me sentí todavía peor sicabe.

—No tiene ni idea de lo que habla —dije.—Ya, pero eso no mejora las cosas —suspiró Lane—. Estoy tan

harto de que todo el mundo me diga lo enfermo que estoy y lo

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mucho que lo sienten… Ni siquiera recuerdo la última vez quealguien mantuvo una conversación normal conmigo.

Yo tampoco. Estaba tan acostumbrada a ello que ni siquiera mehabía percatado. Si un desconocido me hubiera parado en plenacalle para pedirme que puntuara mi dolor en una escala del uno aldiez, lo habría hecho sin pestañear.

—¿Sabes de qué me habla mi madre? —dije—. De baños dehielo y hierbas milagrosas. Así las llama, en serio. «Hierbasmilagrosas». Y yo me pongo en plan: «Perdona pero, si hubiera porahí alguna hierba milagrosa, no creo que la vendieran en elsupermercado bio».

Lane rio por la nariz y yo proseguí, animada.—Ya te digo, ¿hablar con la gente? Es superdeprimente. Me

entran ganas de suicidarme para que dejen de preguntarme de unavez cómo me encuentro.

Durante un instante, Lane pensó que hablaba en serio. Luego sedio cuenta de que estaba bromeando y soltó una carcajada.

—Ahora que lo dices… —concedió.—Tu exnovia se preocupa por ti. Se preocupa de un modo

penoso. Por eso le ha costado tanto hablarte de ello.Hacía frío y en aquel momento se levantó viento. Me cubrí las

manos con los puños de la sudadera, temblando.—Exnovia —musitó Lane—. Qué raro suena.Guardó silencio, sumido en sus pensamientos.—¿Qué pasa? —pregunté.—Ah. Bueno. Estaba pensando que una relación no se acaba

hasta que uno de los dos lo dice en voz alta. O sea, todos teníamostuberculosis antes de que nos la diagnosticaran. Solo que no losabíamos. Pero romper con alguien no es lo mismo. No empiezas aestar solo hasta que cobras consciencia de ello.

—Bueno, en mi caso estar sola es una enfermedad denacimiento.

Lo dije en plan de guasa, aunque no tenía ninguna gracia.—¿Cómo? ¿Entonces Nick y tú no…? —parecía sorprendido.Todo el mundo daba por supuesto que había algo entre Nick y yo.

Todo el mundo. Pero, por más que nos divirtiésemos juntos, yo tenía

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cero interés en llegar más lejos.—¿Nick? —hice una mueca—. Por Dios, no. Es como un

hermano. Somos cómplices de delito.Lane se encogió, como si yo hubiera sacado a relucir algo

doloroso.—Hannah y yo nos referíamos a nosotros mismos como

«cómplices de un delito académico» —explicó—. Antes de quedecidiera escribir mi panegírico para darse el gustazo.

Con expresión de infinito pesar, se inclinó hacia delante y apoyó labarbilla en la mano.

—Todo irá bien —dije.—¿De verdad? —murmuró Lane, como si no me creyera.—Te diré un secreto —continué—: No es lo mismo estar muerto

que estar muriéndose. Todos nos estamos muriendo. Algunosdurante noventa años y otros durante veinte. Pero cada mañanatodos y cada uno de los seres de este planeta despiertan un díamás cerca de la muerte. Todos. Así que vivir y morir, en el fondo,son dos formas distintas de definir lo mismo, si te paras a pensarlo.

Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a esa idea, aunque era laprimera vez que la expresaba en voz alta. Nick y yo siempreestábamos bromeando, pero nunca había hablado con él en serio.No éramos esa clase de amigos. Yo no tenía esa clase de amigos.Esos con los que te puedes sincerar, sin miedo a que te corten conun comentario ingenioso, que pretende arrancarte una carcajadapero que lo estropea todo. Sin embargo, en ese momento, sentadaen las escaleras junto a Lane, tuve la sensación de que podía darrienda suelta a mis pensamientos más sombríos.

—Así pues, en resumidas cuentas, yo veo el vaso de latuberculosis medio vacío y tú lo ves medio lleno. ¿Es eso? —mepreguntó.

Me pareció un modo inteligente de expresarlo.—Más o menos.—Genial. Estaba buscando una metáfora más con la que definir la

enfermedad —Lane esbozó una sombra de sonrisa.—Mi favorita es la que compara la tuberculosis con una mano

invisible que intenta agarrarnos a todos.

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—Señala en este muñeco la zona exacta en la que te ha tocadoesa mano invisible —dijo Lane, como si hablara en serio.

Nos echamos a reír. Tenía una risa bonita, una especie de soplidotímido. A diferencia de la mía, que era totalmente silenciosa, como sime hubieran quitado el volumen.

Volví a estremecerme y estrujé los puños de la sudadera, peroaquello no me alivió.

—Hace mucho frío —comenté—. Deberíamos volver.Nos pusimos de pie y yo me cargué al hombro mi gigantesca

mochila. Advertí que Lane la miraba con curiosidad pero, gracias aDios, no me hizo preguntas al respecto.

Regresamos a las residencias en silencio. No en un silencioincómodo, sino agradable y místico. Por lo general, pasar un buenrato con alguien únicamente me servía para recordar, para mi pesar,lo mucho que prefería estar sola. Incluso mis amigos me ponían aveces de los nervios, aunque procuraba disimularlo. Sin embargo,me sentía cómoda con Lane. Me sentía bien. Como si estuviera solapero sin sentirme así.

—Bueno —dijo Lane cuando llegamos a mi residencia—, graciaspor la compañía.

Me encogí de hombros, como si no fuera nada.—Bueno, dicen que el aire fresco nos sienta bien —respondí.—Respirar: esa cura milagrosa que todo el mundo está buscando.Me sonrió. Nos encontrábamos al pie de las escaleras del porche.

Los bichos pululaban alrededor de la luz que había encima de lamosquitera, y la vieja mecedora crujía con suavidad. Tuve lasensación de que esperábamos algo, pero no sabía qué.

Y entonces se evaporó el silencio, porque todos regresaban a loschalés, y nos rodeó un torbellino de risas, conversaciones y toses.La película había terminado. Una pareja de chicas de la segundaplanta nos empujó a un lado sin disculparse y, de golpe y porrazo,estar allí plantados se tornó insoportablemente incómodo. Le dije aLane que ya nos veríamos y entré.

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Capítulo nueveLane

Me gustaba la teoría de Sadie, eso de que vivir y morir son dosformas de definir lo mismo, y quería creerlo. Por otro lado, si bienera verdad que no me estaba muriendo, tampoco estaba del todovivo. Estaba haciendo lo mismo que hacía siempre: agachar lacabeza, trabajar duro, hacer planes de futuro e ignorar el presente.Al igual que Harbor, Latham era un sitio de paso hacia otra parte.

El domingo me tocó revisión con el doctor Barons. Cuando buscómis constantes vitales en su tableta, me di cuenta de que las cosasno iban bien. Miró la pantalla atentamente, con una expresiónconsternada en el rostro.

—Lane, colega, ¿qué pasa? —preguntó.—Nada.Intenté aparentar desconcierto, como si no supiera a qué se

refería, pero en realidad lo intuía. No me encontraba nada bien,aunque ni mucho menos tan mal como el sábado por la mañana. Mehabía concentrado tanto en llevar los estudios al día que habíahecho caso omiso a los resultados de las pruebas, aquellas que norequerían horas de trabajo. Me había exigido demasiado a mímismo y el doctor Barons iba a… ¿A qué? ¿A ponerme un parte porestar enfermo?

—¿Cómo te encuentras ahora mismo? Puntúa tu malestar en unaescala del uno al diez.

Cuatro, pensé.—Dos, dije.—Ojalá pudiera creerlo —el doctor Barons frunció el ceño y yo

cambié de postura, incómodo, mientras maldecía para mis adentros

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su perspicacia—, pero has perdido peso, tienes fiebre cada dos portres y apenas pegas ojo.

Lo dijo como si yo lo hubiera decepcionado infinitamente, como sitener fiebre fuera tan vergonzoso como catear un examen o nollevar los deberes hechos a clase. Había leído tanto sobre latuberculosis que me sabía los síntomas de memoria: tos, fiebre,fatiga, dolor en el pecho, escalofríos, falta de apetito, esputossanguinolentos, pérdida de peso.

—Ya, pero todo eso es normal —alegué en mi defensa—. Lo diceen el panfleto ese, o lo que sea.

El doctor Barons negó con la cabeza.—Los nuevos síntomas siempre son preocupantes. Deberías

estar mejorando en Latham, no empeorando.Me dio rabia admitir que tenía razón, que yo no estaba bien y que

aquella no era una revisión rutinaria. No quería estar en Lathampero, por encima de todo, me molestaba saber que mi vidadependía de mi estancia en el centro.

Guardé silencio y el doctor Barons suspiró.—No quiero pasarles a tus padres un informe tan negativo —dijo

—, habida cuenta de que la semana pasada, sin ir más lejos,parecía que las cosas iban a mejor.

—Y así es —insistí—. Estoy mejor.Y entonces empecé a toser, allí, en la puta consulta. El aire

acondicionado tuvo la culpa: estaba tan fuerte que no podía dejar detemblar pese a la sudadera de Stanford. Saqué el pañuelo justo atiempo, y el doctor Barons me observó con una escalofrianteexpresión de calma en el rostro y una mirada inquietantementeaguda. No esputé sangre, ni nada, pero la tos sonaba fatal.

—Una recaída como esta es preocupante —declaró, y extrajo unapluma del bolsillo de su bata—, así que haremos un par de cambiospreventivos. Te añadiremos a la lista de pacientes que precisanvigilancia intensiva para que un enfermero pase a verte durante losperiodos de descanso, por si necesitas algo. Y te recetaré unsomnífero, que tomarás cada noche a las ocho.

Lo miré horrorizado.—¡No puede hacer eso! —exclamé.

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Aquello no podía estar pasando. No me hacía ninguna graciallevar un enfermero pegado a los talones todo el día y tener queacostarme antes del anochecer. No tendría intimidad ni podríatrabajar.

—Mejoraré —prometí—. De verdad. No me había dado cuenta deque estuviera tan mal. De ser así, habría bajado el ritmo.

—Exacto. Tú has intentado abarcarlo todo, pero el programa estáresultando demasiado agotador para ti. Así que haremos unoscuantos cambios, a ver si podemos encauzar esto antes de que…

—¡No lo decía en ese sentido! —lo interrumpí. Me habíainterpretado mal, y deducido que yo no podía seguir el ritmo deLatham, que había empeorado por culpa de unas clases de nada yunos cuantos paseos. Tenía pensado preguntarle por la posibilidadde centrarme en las asignaturas de excelencia pero, ahora que nohabía tenido más remedio que confesarle la verdad, jamás me daríapermiso.

Ya daba igual, así que se lo solté todo. Que me había dedicado aestudiar durante las sesiones de descanso. Que no sufría insomniosino que me quedaba despierto trabajando. Y, vale, no meencontraba bien, pero no me había percatado de que hubieraempeorado hasta ese punto. Sencillamente, no quería echar por laborda aquello en lo que había invertido tanto esfuerzo. No queríaque Latham arruinase un futuro planificado al detalle.

Cuando mi discurso hubo concluido, el doctor Barons guardósilencio un instante. Su disgusto se cernía sobre la consulta comoun nubarrón negro. Por fin, suspiró.

—Lane, me parece que no entiendes la gravedad de este asunto.No te sugiero que bajes el ritmo, insisto en que pares en seco. Noestás en un colegio sino en una institución médica y tienes queatenerte al programa. De inmediato.

Jamás en mi vida había visto a un adulto tan enfadado ni tandecepcionado. Me estaban regañando por estudiar. Tal cual. Enaquella casa de locos, donde era más fácil sacar un cero en lascomidas que en las asignaturas, había metido la pata otra vez.

—¿Me prometes que lo harás? —me presionó el médico—. ¿Otengo que trasladarte al centro médico para someterte a vigilancia

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intensiva? Porque te lo digo muy en serio, Lane: si sigues así, es allídonde vas a acabar.

Y entonces, sentado sobre el papel arrugado de la camilla,comprendí hasta qué punto había sido un idiota. Cuando llegué aLatham no me encontraba demasiado mal. De ahí que diera porsupuesto que no lo estaba. Pero acababa de descubrir que esopodía cambiar de la noche a la mañana. Podía optar entre mejorar ollevar al día las asignaturas de mi antigua vida. Pero no podía hacerambas cosas.

Todos los demás lo sabían. Y yo también debería haberlo sabido.Sencillamente, no había querido admitirlo, porque hacerlo implicabareconocer la posibilidad de que la suerte no estuviera de mi parte. Yesa posibilidad me aterraba. No estaba rodeado de chicos y chicasenfermos. Era uno de ellos.

—Sí —asentí en tono gutural—. Lo prometo.El doctor Barons sonrió y yo intenté hacer otro tanto, pero no

encontraba motivo alguno para sonreír.—¿Hay alguna posibilidad de que pasemos de los somníferos y

de las visitas del enfermero? —pregunté—. Me iré a dormir a mihora y todo eso. Lo juro.

Mirando mi expediente con atención, el médico lo consideró.Por favor, pensé, alzando mi plegaria al universo, por si acaso

alguna deidad me estaba escuchando. Saldré a dar estúpidospaseos y haré yoga si me concede ese único deseo, si me permiteconservar una pizca de dignidad mientras tenga que permaneceraquí.

—De acuerdo —accedió—. Nos olvidaremos de eso, demomento. Siempre y cuando vea una mejora inmediata.

—La verá —prometí, aliviado.—Fantástico —el doctor Barons soltó la pluma—. Ah, y otra cosa,

Lane. La enfermera de tu planta acudirá en breve para llevarsetodos los materiales de estudio que tengas en la habitación.

Pues claro que sí. Por si no bastaba con tener que vivir aquí,ahora no tenía escapatoria. Habían cortado cualquier vínculo con elexterior.

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Pues bien, seguiría las reglas del doctor Barons. Y, en cuantotuviera controlada esta historia de la tuberculosis y regresara a casa,ya pensaría algo. Pero debía mejorar lo suficiente para podermarcharme o el doctor Barons jamás me dejaría salir.

La idea de atenerme al horario que tenía pegado encima delescritorio me hundía en la desesperación. Implicaba formar parte deeste lugar, que era un paciente más de Latham. Uno al que le iba atocar matar horas y horas cada tarde, sin internet, sin teléfono y sinamigos. Sin un lugar adonde ir y sin nada que hacer. Ahora entendíapor qué todo el mundo se apelotonaba en la sala de la televisión,leía novelas gráficas, saqueaba los estantes de los DVD y reservabalos juegos de mesa.

Las clases terminaban a mediodía y los profesores no nos poníandeberes. Sadie tenía toda la razón: no se atreverían a calificarnoscon nada que no fuera un sobresaliente. Pensé en el grupo deSadie, con su internet de contrabando y sus misteriosas incursionesal bosque, y en el hecho de que jamás había visto a Nick o a Charlietirados en chándal delante de la tele.

A mi llegada, los había tomado por el típico grupo de chicosproblemáticos. Pensaba que no estaba bien saltarse las normas.Ahora, en cambio, la idea de meterme en líos me atraía como unimán. Debía de ser genial que te gritaran por algo que no fuera tuexpediente médico. Estaba harto de ser perfecto y tal vez pudierapermitirme no serlo, solamente durante un tiempo, mientras durasemi estancia en Latham.

A lo mejor había llegado el momento de explorar una versióndistinta de mí mismo, una que no experimentase un horriblesentimiento de culpa cuando veía una película por la noche si al díasiguiente tenía que madrugar. Alguien con una afición que noañadiera valor a su currículo. Un chico con amigos de verdad.

Cuando Sadie se había sentado conmigo en el cenador,habíamos pasado un rato agradable charlando de todo un poco.Aquel día, yo estaba tan inmerso en mi desgracia que no me habíadado cuenta de lo bien que te sientes cuando alguien te comprende,alguien que está pasando por lo mismo. Hablar con Sadie habíahecho que Latham se convirtiera en un enemigo común al que

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burlar, un barco en el que viajábamos todos y, por primera vez envarios meses, no me había sentido ni aterrado ni solo.

Había adoptado un enfoque totalmente equivocado. Ahora medaba cuenta. Y estaba decidido a solucionarlo.

¿Alguna vez habéis viajado a alguna parte guiados por un GPS y,en cierto momento, habéis decidido parar a tomar un café, o algoasí? El GPS se empeña en darte instrucciones, te alerta de tu errorcon cada giro, como si estuvieras haciendo algo mal. Pero tú, enlugar de seguir sus indicaciones, lo ignoras conscientemente, y cadavez te da más rabia esa estúpida máquina empeñada en que gires ala derecha.

Pues bien, yo me había identificado con el conductor de esaescena pero, cuando la enfermera Mónica empezó a toquetear mispertenencias para llevarse los dosieres de ejercicios, los libros de miescritorio e incluso los folletos de las universidades, comprendí queme había equivocado: yo era el GPS.

Era yo el que no había entendido el cambio de sentido y seobstinaba en seguir por la ruta prevista. Había protestado en cadacurva, cuando solo tenía que parar de quejarme y dejarme llevar.

El martes, en clase de Francés, se me presentó la oportunidad dearreglar las cosas. Como de costumbre, escribíamos en silencio, yyo no dejaba de lanzar ojeadas a Sadie y sus amigos. Llevaba todala mañana discurriendo cómo abordarlos, porque no creía quepudiera soportar otra comida más en la mesa de Genevieve.

El señor Finnegan no estaba en el aula. Había entrado apenasdos segundos, había escrito el ejercicio en la pizarra y nos habíapedido que trabajáramos en silencio hasta que volviera. Algo que, a

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tenor de lo sucedido la semana anterior, no haría hasta que la claseestuviera a punto de terminar.

En Harbor, la clase de excelencia de Francés consistía, bien enconjugar verbos por el método socrático, bien en encasquetarseunos auriculares en la sala de ordenadores para hacer autodictados.Una pesadilla, lo mires como lo mires.

La versión de Latham de la asignatura de Francés, un popurrídirigido a cualquiera que tuviera unas mínimas nociones de estalengua, era un chiste en comparación. Pasábamos de un diálogobásico en la consulta del médico al vocabulario de oficios. Yo noentendía por qué nos obligaban a aprender esas tonterías, como nofuera para mantenernos ocupados. Por si fuera poco, el libro detexto era una antigualla. Incluía un diálogo entero sobre cómo enviarun fax.

Hojeé las primeras páginas para echar un vistazo a la fecha depublicación. Se trataba de una reliquia de principios de 1990,marcada con un pomposo sello que rezaba: «PROPIEDAD DE LABIBLIOTECA DEL COLEGIO DE SECUNDARIA WHITLEY».Supuse que alguien los había encontrado por ahí criando polvo yhabía pensado que nos las apañaríamos con eso.

El ejercicio era fácil y lo terminé en dos patadas. Ojalá hubierallevado conmigo un libro o algún dosier con los que trabajar, aunqueno tenía muchas opciones ahora que Mónica había saqueado micuarto. Así que me quedé donde estaba, repasando y volviendo arepasar las respuestas a la par que miraba a Sadie de reojo.

Su pupitre estaba situado debajo de una ventana y la luz del solse reflejaba en su melena dorada. Llevaba un suéter a rayas, quehabía resbalado por uno de sus hombros y dejaba a la vista el aladorada de su omóplato. Se echó hacia delante y tamborileó con ellápiz en el libro de texto. Sus labios exhibían una sonrisamaravillosa, como si se burlara del ejercicio para sus adentros.

En aquel momento, Nick se inclinó hacia el pasillo y dejó caer unanota doblada en su pupitre. Ella la desplegó disimuladamente yambos intercambiaron susurros. Nick se arrellanó en la silla con unasonrisilla burlona en la cara.

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Vi que Sadie se levantaba, agarraba el ejercicio y se encaminabaa la pizarra. Toda la clase dejó de escribir, sin saber a qué atenerse.Ahora Sadie colocaba sus cosas en la mesa del profesor, junto a lataza de Finnegan. Se alisó el cabello. La expresión de su rostrosugería que estaba a punto de llevar a cabo la mejor gamberrada dela historia de Latham.

—Bonjour, classe —empezó al tiempo que tomaba un rotuladordeleble de la bandeja de la pizarra blanca y lo destapaba—. Sacadun boli de otro color y corregiremos el ejercicio.

Todos miramos a nuestro alrededor, desconcertados. Solo Nick yCharlie se reían, como si estuvieran metidos en el ajo. Marina negócon la cabeza y, sonriendo, guardó la novela gráfica que estabaleyendo.

Finnegan no había dicho nada de corregir el ejercicio. Todavía nonos había devuelto ninguno de los de las clases anteriores.

—Ejercicio A. Las respuestas son: le bureau, l’ordinateur,l’imprimante, l’agrafeuse y le classeur —prosiguió Sadie a la vez queescribía las soluciones en la pizarra—. ¿Alguien ha escrito eso?

—Oui, madame —respondió Nick, incapaz de contener la risa.La clase seguía a cuadros.—¿Qué haces? —preguntó Genevieve.—En français, mademoiselle Reaser —la reprendió Sadie.Genevieve farfulló algo y, arrellanándose en el asiento, se cruzó

de brazos.—Ejercicio B —continuó Sadie—. Este lo corregiremos juntos. Lo

haremos por orden de fila, empezando por Charlie. Por favor, lea lafrase en voz alta.

—Avez-vous pris des notes pendant la réunion? —leyó Charlie,con aire aburrido.

Mientras la fila de Charlie iba recitando en voz alta las respuestasde los ejercicios, yo intenté adivinar en qué consistía el juego deSadie. En mi antiguo colegio, corregíamos los deberes siguiendo adiario ese sistema. Era algo… normal. Cosas del cole.

Esa debía de ser su intención: hacer algo tan normal que el señorFinnegan no pudiera enfadarse sin hacer el ridículo. La idea me

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pareció interesante. Una manera ingeniosa de fastidiar al profesorsin causar verdaderos problemas.

—Ejercicio C —dijo Sadie—. Angela, creo que te toca.—J’avais une pièce de papier —recitó Angela.—Bien.—Eh, está mal —intervine sin pensar.Todo el mundo se volvió para mirarme.—Se dice: «une feuille de papier» —aclaré, siguiéndole la

corriente a Sadie—. Es una expresión idiomática.—¿Ah, sí? —ella sonrió—. Bueno. Me parece que ya tenemos un

nuevo profesor sustituto. Levez-vous.Me pidió por gestos que saliera a la pizarra y yo negué con la

cabeza. Ni en sueños iba a plantarme allí en medio cuando noshabían pedido que nos quedáramos en nuestros asientos,trabajando en silencio. ¿Y si Finnegan volvía? ¿Y si todo el mundome odiaba y empezaba a gritarme que me callara y me sentara? Lasituación se podía torcer de infinitas maneras.

Sin embargo, Sadie me alargó el rotulador, esperando. Toda laclase tenía los ojos clavados en mí. Incluso los alumnos queestaban jugando en sus tabletas. Ojalá hubiera podido retirar miestúpida corrección y, ya puestos, desaparecer. Pero Sadie y susamigos me miraban con atención y, de golpe y porrazo, comprendíque ahí estaba. La oportunidad de unirme a su revuelta. La ocasiónde entrar a formar parte de su círculo. Yo me esperaba algo mássutil, como entablar una conversación ingeniosa en la cola delalmuerzo, quizás sobre los envases de leche, pero era demasiadotarde.

De modo que suspiré y me levanté, con la esperanza de no tenerque arrepentirme.

—Classe, decid «bonjour» al profesor sustituto Lane.Sadie me plantó el rotulador en la mano con una sonrisa.—Bonjour, Lane —respondieron sus amigos, que estaban

disfrutando de lo lindo.Y, dejándome allí, Sadie regresó a su asiento.Clavé los ojos en el libro de texto, que ya tenía edad suficiente

como para beber alcohol, mientras intentaba reunir valor. Yo nunca

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hacía esas cosas. Me ofrecía voluntario para repartir los exámenesy acudía a clase enfermo para no perder el premio a la asistencia.Obedecía las normas porque para eso estaban. Para serobedecidas.

Cuando menos, eso había creído siempre. Y ahora estaba delantede toda una clase, no porque el profesor me lo hubiera pedido sinoporque Sadie me había desafiado a hacerlo. Porque valía la penameterse en un lío si eso significaba no volver a compartir mesa conGenevieve y compañía.

Aquí no había cuadro de honor, ni clubes bien valorados por losprofesores. Así que dejé el libro de texto sobre la mesa y me puse aimitar a mi padre.

En tercero de Secundaria me había tocado asistir a su clase juntocon el resto de alumnos del currículo de excelencia, que no lotragaban. Era estricto y muy exigente, y no dejaba salir a nadie alcuarto de baño, ni siquiera cuando su clase tocaba después delalmuerzo. Pero, por encima de todo, tenía la manía de golpear lapizarra con el rotulador para enfatizar las frases al tiempo quemiraba a los ojos de algún alumno en concreto. Nadie chistaba ensus clases. Era terrorífico.

—Répétez, plus vite —insistí al tiempo que estampaba elrotulador contra la pizarra y fulminaba a Angela con la mirada.

Ella se rio nerviosa y respondió correctamente.—Exactement —asentí con frialdad según escribía la respuesta.Angela se hundió en el asiento, haciendo un puchero, y

Genevieve le lanzó una mirada compasiva. Sadie y sus amigos separtían de risa. Otros alumnos sonreían. Animado, continué y dealgún modo me las arreglé para aguantar el tipo. Durante el primerciclo de Secundaria me había apuntado a una optativa de teatro enla que improvisábamos juegos y representábamos escenas de dospáginas. Me habría gustado volver a cogerla en Bachillerato, perohabría descendido varios puestos en la clasificación de la clase, asíque elegí una optativa de más peso: Historia del Arte Avanzada.

Había olvidado lo mucho que me gustaba hacer el payaso, lodivertido que era cambiar de rol. Iba por la penúltima pregunta

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cuando las risas cesaron de repente. Algo iba mal, lo noté en elacto. Me di media vuelta.

Finnegan se quedó en el umbral, mirándome fijamente, como sino acabara de entender de qué iba todo aquello. A decir verdad, yotampoco lo tenía claro.

No era porque reinara el caos en la clase, ni nada parecido. Todolo contrario. Correcciones pulcramente numeradas llenaban lapizarra y todo el mundo corregía sus respuestas en silencio mientrasyo dirigía la clase como si el profesor Snape fuera mi animaltotémico.

—Qu’est-ce qui se passe là? —preguntó Finnegan.—Rien —dije, y dejé el rotulador sobre la mesa—. Perdón.Regresé a mi sitio a toda prisa, con el corazón desbocado.

Finnegan me había pescado haciendo el gamberro y ahora me laiba a cargar. Esperaba que me echara la bronca, que me enviara aldespacho de algún alto cargo del centro o que me expulsara declase, pero se limitó a negar con la cabeza como si no hubierasueldo en el mundo capaz de compensar ese tipo de cosas.

Clavó la vista en el rotulador destapado que yo había dejado ensu mesa, y luego en la pizarra, aún decorada con la letra inclinadade Sadie y mi pulcra caligrafía de imprenta. Tenía las faccionescrispadas, como si no quisiera tocar nada que nos hubiera rozado.

—Que alguien borre esto —ordenó, señalando la pizarra—.Genevieve.

La aludida corrió a la pizarra y procedió a limpiar la superficie.—Que todo el mundo entregue los ejercicios —añadió—. Luego

podéis salir a comer. Sadie, quédate un momento, por favor.Arranqué la hoja de mi libreta y la pasé hacia delante a la vez que

buscaba los ojos de Sadie. Ella se encogió de hombros, condesdén, y me pregunté por qué Finnegan no me había pedido queme quedara también. Era a mí a quien había sorprendido en lapizarra, era yo el que estaba haciendo el idiota en lugar de escribiren mi asiento. En la lista negra de Finnegan, mi nombre deberíaocupar el primer puesto.

Meditaba acerca de todo eso mientras guardaba mis cosas en lamochila. En ese momento, alcé la vista y descubrí que Nick, Charlie

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y Marina rodeaban mi pupitre. Me miraban como si acabara delibrarme del mayor castigo del mundo, y supongo que algo de razóntenían, por cuanto Finnegan me había dejado marchar sin tansiquiera una advertencia.

—Tío —dijo Nick—. Ha sido horripilante. No paraban de desfilarpor mi mente imágenes de mi profe de Geometría.

—Gracias, supongo.Me eché la mochila al hombro y, levantándome, los seguí al

pasillo.—Pensaba que empezarías a restarle puntos a Ravenclaw de un

momento a otro —añadió Marina.—A Gryffindor, y no me des ideas —le lancé mi mirada mortífera.Marina soltó una risita.—Fuiste tú el que nos salvó el pellejo el otro día en la biblioteca,

¿verdad? —me preguntó.—Ah, sí —me sorprendió que se acordase.—Te enrollaste muy bien —dijo Nick—. Gracias.—No fue nada —musité con timidez.Sin embargo, su manera de formular las frases me llamó la

atención. Pensaban que lo había hecho por ellos, aunque enrealidad había estado tan pendiente de que la bibliotecaria nopescase a Sadie que no había reparado en nadie más. Fue rarodarse cuenta de que todos habían estado allí.

—¿En serio tenemos que esperar a Sadie? —se impacientóCharlie al tiempo que echaba una ojeada al pasillo.

—Bueno, sería todo un detalle —repuso Nick.—Menos mal que somos unos bordes —sonrió el otro.—Sí, la verdad es que sí —dijo Nick, como si hablara en serio.—Habla por ti. Yo soy un amor —puntualizó Marina.—Tú eres la peor —replicó Nick—. Te apropias de nuestras

inteligentes réplicas para usarlas en tu fanfic.Ella lo asesinó con la mirada.—Eso no es apropiación. Se llama «reciclar» —alegó—. Y, en

cualquier caso, te encanta.—¿Sabéis lo que me encanta a mí? Colárosla —dijo Charlie.

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—Tío, si hablas de colarte, hay unas quinientas maneras dedecirlo mejor —se rio Nick.

Nunca había oído a nadie expresarse como ellos, como si losfueran a condecorar por cada comentario ingenioso. Su diálogo erainteligente, pero no pretencioso como el de los participantes delModelo ONU, que siempre intentaban demostrar que sabían másque tú acerca de algún tema raro sacado de Wikipedia. Lo suyoconsistía, más bien, en dar a sus pullas el grado justo de mala lechepara que fueran divertidas sin ofender al otro.

Todos echaron a andar hacia el comedor. Yo vacilé, dudando de siseguirlos, pero Nick dio dos pasos y se giró.

—¿No vienes? —preguntó, como si desde el principio hubieradado por sentado que me uniría a ellos.

—Sí —asentí agradecido, y los alcancé—. Claro.

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Capítulo diezSadie

Había sido idea de Nick y, si alguien tenía que quedarse después declase, era él. Pero Nick se escaqueaba de todo mientras que a mísiempre me pillaban. Oí cómo se reía en el pasillo con Charlie yMarina según me acercaba a la mesa de Finnegan.

—¿Quería hablar conmigo? —pregunté.Finnegan suspiró con aire de mártir, como si mereciera una

medalla por dedicar a un alumno más tiempo del estrictamentenecesario.

—Sí, Sadie, quería hablar contigo —repuso—. Sé que tú eres laresponsable de las… emociones de hoy.

Usó esa palabra exacta: emociones. Viva el melodrama.—¿Y qué tiene de emocionante corregir ejercicios? —pregunté.Y entonces me soltó las chorradas de costumbre: que si corregir

los ejercicios en clase suponía una presión innecesaria para losalumnos, que si bastaba con hacerlo lo mejor posible sin estresarsepor la nota, que si ya llevaba en Latham el tiempo suficiente parasaberlo…

—No quiero que nadie caiga enfermo por culpa de los deberes deFrancés —dijo.

—Querrá decir que nadie muera —lo corregí—. Porque yaestamos enfermos.

Finnegan esbozó una sonrisa lánguida, como si prefiriera soslayarel tema.

—Sí —aclaró—. Que nadie muera.La palabra flotó en el silencio. Ninguno de los dos sabía qué decir

ahora que la había pronunciado.

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—Vaya, gracias por asegurarse de que no muramos de un casoagudo de deberes —le solté con sorna. Ya me había metido en unlío. ¿Por qué no soltarle lo que pensaba?—. Es todo un detalle porsu parte ser tan considerado.

—Sadie…—No, en serio, gracias por enseñarnos a decirle a un médico que

tenemos tos si algún día vamos a París. Nos resultará sumamenteútil, teniendo en cuenta que ni siquiera se nos permite subir a unavión.

No pretendía tomarla con él, pero me había pasado la mitad de lanoche en vela, oyendo llorar a Natalie Zhang a través del tabiqueque separaba su habitación de la mía. Lo hacía de vez en cuando,pero nunca tan desconsoladamente como la noche anterior. Deberíahaberle pedido un somnífero a la enfermera. Sin embargo, aguantéel llanto como una boba, y llevaba toda la mañana de un humor deperros. A veces, estaba tan harta del Hogar Latham que me habríapuesto a gritar.

—Ya sabes que los científicos están a punto de… —empezó adecir Finnegan, pero yo no quería oírlo.

—Encontrar la cura —apunté, en tono aburrido—. Sí. Eso he oído.Dos veces. Y, en ambas ocasiones, dimos saltos de alegría ante lapromesa de una nueva medicación, pero al final resultó que losmédicos habían falseado los resultados o que el medicamento nofuncionaba. Así que no me apetece demasiado hacerme ilusiones.

—No sé qué decirte, Sadie. Deseo que encuentren la cura tantocomo tú, y algún día lo harán. Pero, hasta entonces, estamosatrapados aquí.

No me podía creer que hubiera dicho eso. En plural.Nick tenía la teoría de que todos nuestros profesores daban

positivo al contacto con el bacilo; de ahí que no encontraran trabajoen ninguna otra parte, aunque las probabilidades de que jamáscayeran enfermos rondaran el noventa por ciento. Yo siempre ledecía que solo eran rumores, pero algo en el tono de voz deFinnegan al hablar de la enfermedad me llevó a pensar que tal vezNick estuviera en lo cierto.

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—Pero usted no está atrapado aquí —objeté—, porque, cuandoacaba la jornada, puede volver a casa, salir a cenar, ir al cine ymontar en avión sin preocuparse por si los «deberes de Francés»provocan la muerte de algún alumno.

No lo negó.—Llego tarde a comer y la cola será espantosa —me disculpé—.

Y, para que conste, ¿el numerito de hoy? Ha sido idea de Nick, nomía.

—Lo dudo mucho —opinó él al tiempo que negaba con la cabeza.Pero me dejó marchar.

Me ponía de los nervios que Nick nunca se la cargara. Les hacíala pelota a los profes, desbordaba entusiasmo, se desvivía porcaerles bien. No entendían que se estaba burlando de ellos, que losobligaba a ser simpáticos y a entablar conversación sabiendo quepreferirían alejarse. Todos creían que yo lo arrastraba de los pelos ala misantropía que ambos compartíamos cuando, en realidad, nosalentábamos mutuamente.

Mis amigos no me habían esperado, claro que no. Se habíansaltado la cola, aprovechando los minutos de margen, antes de quese hiciera interminable. Yo, en cambio, estaba atascada al final.Tomé la bandeja y eché un vistazo a mi mesa con un suspiro. Losdemás ya estaban sentados.

Pero algo había cambiado. Volví a mirar y, sí, Lane Rosencompartía nuestra mesa. No me había alejado de ellos ni dosminutos y, no sé cómo, en ese breve lapso de tiempo, mis amigos lohabían adoptado.

Me produjo una sensación extraña verlo allí sentado, riéndole unagracia a Nick, sin duda una broma infantil y ni la mitad de divertidade lo que él pensaba. Pero la sensación no era desagradable, solorara. Nunca había contemplado la posibilidad de que se diera esacircunstancia. La llegada de Lane a Latham me había afectadointensamente a nivel personal y no me había parado a pensar queacabaría por encontrar un grupo y hacer amigos.

Después de nuestra charla en el cenador, la misma en quecompartimos una ración de crisis existencial al amparo de laoscuridad, todo había cambiado. Cuando lo miraba, ya no veía la

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versión adulta de aquel adolescente insoportable, sino al chiconuevo de la caligrafía perfecta, las observaciones inteligentes y lasonrisa tímida, que nunca abandonaba su habitación y apenasintercambiaba palabra con nadie. Lo había visto sentarse a la mesade Genevieve con aire de agobio infinito y me había planteado laposibilidad de invitarlo a la nuestra, pero no había encontrado elmodo y tampoco sabía cómo iban a reaccionar mis amigos.

Y ahora ellos lo habían invitado en mi lugar, como si nada. Bueno,no en mi lugar. Sencillamente, habían trabado amistad con el chavalque había provocado una distracción en la biblioteca y habíaaceptado mi desafío en clase de Francés con un aplomo que,siendo sincera, aún me tenía perpleja. No le creía capaz de algo así.Y ahora allí estaba, sentado a mi mesa.

Ay, Dios mío, ¿y si estaban hablando de mí? ¿Y si les estabacontando embarazosas historias de los tiempos del campamento?La idea me puso los pelos de punta mientras aguardaba mi turno enuna fila insufriblemente lenta, tras una pareja de alumnos másjóvenes que parecían incapaces de decidir si preferían patatasbravas o boniato frito.

Y, de repente, mi tortura llegó a su fin. Había escogido undesayuno normal y corriente, tanta era mi impaciencia, y Linda sehinchó como un pavo cuando me felicitó por haber elegido«alimentos saludables».

Cuando definitivamente pude sentarme a la mesa, era como sihubiera llegado tarde a una fiesta. Y que conste que no habíaasistido a ninguna, por cuanto me habían lathamizado a finales decuarto de Secundaria, pero me sentí como si todo hubieraempezado sin mí.

Charlie ya había dado cuenta del desayuno y escribía con furia ensu libreta. Marina, retrepada en la silla, mordisqueaba una patatafrita a la par que atendía a la conversación de las melodramáticaschicas de la mesa contigua. Y Nick, muy concentrado, transformabasu hamburguesa vegetariana en una especie de pieza artística queLane contemplaba con sorna.

—Hola —saludé

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Lane me dedicó una enorme sonrisa y yo me maldije por no haberdicho algo más guay que «hola», pero era demasiado tarde.

—Sadie —pronunció mi nombre como si llevara toda la vidaesperándome—. Siento mucho que Finnegan te haya echado labronca.

—No pasa nada —me encogí de hombros, con aire de chica dura—. Aunque, Nick, ¿te acuerdas de tu teoría de que los profesoresdan positivo al contacto?

Nick estaba tan ocupado tallando su hamburguesa con el cuchillode plástico que se limitó a responder:

—¿Mmm?—¿Me estás escuchando? —gruñí al tiempo que dejaba mi

bandeja sobre la mesa.Lane ocupaba el asiento que quedaba enfrente del mío y que, por

lo general, estaba vacío. Yo me había acostumbrado a quefuéramos un cuarteto y a disponer de espacio de sobra. Con solouna silla libre, la mesa parecía más pequeña, casi abarrotada.

—¿Qué? —se quejó Nick.—Olvídalo —dije—. Eres un capullo.Y lo era. Aún no le había perdonado por dejarme colgada en

nuestra cita con Michael la noche del sábado. Había repartido sumitad, es verdad, pero aún así.

—Eso dices tú, pero solo porque tus ojos aún no han reparado enla genialidad de mi último invento —alardeó Nick.

Alzó su bandeja con aire triunfal. El resultado distaba mucho deser alucinante. Sencillamente, había retirado el centro de suhamburguesa vegetariana.

—¿Qué es? —pregunté.—La llamo «roscamburguesa». Es un neologismo.—Es un nehorror —resoplé yo.—Ya se lo he dicho —intervino Marina—. Es un 20% menos

hamburguesa y veinte veces más pretencioso.—Y qué, a mí me parece alucinante —dijo Nick antes de darle un

bocado.La mostaza y el kétchup rezumaron por el centro de la

roscamburguesa hasta derramarse en el plato.

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Marina soltó una risita.—Tu prototipo necesita algunas mejoras —opinó Lane.Como estaba sentado delante de mí, nuestras miradas se

cruzaban cada dos por tres. Él esbozaba una sonrisa tímida ydesviaba la vista. Sucedió algo así como cinco veces y, en cadaocasión, yo me aturullaba. Lane alzó los ojos y se topó con los míospor sexta vez. Agachó la cara y sonrió a su bandeja.

En mi recuerdo, tenía los ojos castaños, pero en realidad eranverdes y cercados de marrón. También podía presumir de unaspestañas largas y espesas, de esas que yo jamás conseguía pormucha máscara que me aplicara. Su rostro había adquirido algo decolor y no parecía tan agotado como la semana anterior. Ahora queyo ya no le odiaba por la debacle del campamento, entendía por quélas chicas de Francés mostraban tanto interés en él.

Con razón había tenido ya una novia. Me juego algo a que era eltípico miembro del club de teatro por el que todas las chicassuspiran en secreto. O tal vez fuera delegado de clase. Noconseguía ubicarlo. Por una parte estaban su impecable Francés, elaspecto pijillo o la pulcra caligrafía y, por otra, la risa fácil, lasobservaciones ingeniosas y aquella malvada imitación de un profe.Parecía como si se sintiera obligado a ser de determinada manerapero, en secreto, tuviera otra personalidad.

Puaj, yo no era de esas. La típica chica que se pone como untomate cuando un chico guapo se le sienta enfrente. Vale, era mono.Y me miraba como si conociera el código morse del contacto visual.Tomé un enorme bocado de hamburguesa con la esperanza de queeso me apaciguase.

—¿Y qué, Lane? —empecé—. ¿A qué se debe que ya no tesientes en la zona evangélica?

Hizo una mueca.—Pensaba que me moriría y tal.—Bueno, ahora te puedes morir aquí y tal —le espetó Charlie.Lane se rio y luego pareció avergonzado.Charlie reanudó su garabateo y Marina se asomó por encima de

su hombro, en plan superdescarado, para leer lo que escribía.—Para —murmuró Charlie a la vez que apartaba la libreta.

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—Bah, eres un rollazo —Marina hizo un puchero, pero su rostrose iluminó al instante—. Lane, Sadie y tú ya os conocíais de antes,¿verdad?

—Un poco —reconoció él.Intenté pedirle por telepatía que se callara, pero no funcionó,

seguramente porque no tengo superpoderes.—¿Y qué? ¿Cómo fue? —siguió preguntando mi amiga—. Sadie

no nos ha contado nada.Si hubiera podido propinarle un puntapié por debajo de la mesa, lo

habría hecho.—No hay nada que contar —repuso Lane, y yo respiré aliviada—.

Teníamos trece años y coincidimos en un campamento. En aquellaépoca, yo estaba prácticamente convencido de que las chicas tecontagiaban «bichitos».

—Yo contagio bichitos —dije, y Marina estuvo a punto deatragantarse con el zumo.

—¿Podemos llamarlo así a partir de ahora, por favor? —intervinoNick.

—Vale —asentí—. Imaginaos cómo serían los últimos estados deFacebook: «Libró una heroica pero totalmente innecesaria batallacontra un grave caso de bichitos».

—¿«El pobre angelito nos ha dejado para partir a una vida mejor,libre de bichitos»? —propuso Nick.

—Parad ya, por favor.Me estaba partiendo de risa. Todos lo hacíamos. Pero no tenía

gracia. En realidad, no. Estar en Latham nos había tornado tancínicos que ahí estábamos, comiendo hamburguesastranquilamente mientras redactábamos ficticias actualizaciones deFacebook para adolescentes hipotéticamente muertos.

—Por eso me borré de Facebook —declaró Charlie—. Bajapreventiva.

Nadie supo qué responder a eso. Charlie era el más enfermo delgrupo y también el menos sensible a las conversaciones sobre elfuturo y la posibilidad de no tenerlo.

—Me sorprende que Latham no bloquee la web —comentó Lane,y todos lo miramos horrorizados—. En los ordenadores de mi

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instituto bloqueaban casi todas las páginas buenas.—¡Chis, que no te oigan! —exclamó Nick—. Corre, échate sal por

encima del hombro.Nick le tendió el salero y Lane, siguiéndole el juego, lo tomó.—Ya está —informó, cuando hubo terminado—. ¿Contento?—Los dioses de internet exigen otro sacrificio —intervino Nick—.

Rápido, salta sobre una pierna tocándote la nariz.—¿Los dioses de internet quieren saber si estoy borracho? —

preguntó Lane, y todos estallamos en carcajadas.Era interesante observar en qué medida su presencia había

alterado la dinámica de la mesa, hasta qué punto había aumentadoel volumen de las risas y cómo los cinco parecíamos abarcar másespacio ahora. Observarlos a Nick y a él juntos era fascinante. Dealgún modo habían encajado a la perfección, como si fueran amigosde toda la vida. Viéndolos hacer el payaso, las cosas que tanto memolestaban de Nick me hacían ahora más gracia. Pero Lane aportóalgo más, que me pilló por sorpresa. De golpe y porrazo, el númerode chicos en nuestro grupo superaba al de chicas.

Lane me siguió cuando eché a andar hacia el carro de lasbandejas.

—¿Procurarás no asesinarme esta vez? —bromeé.—¿Aunque gracias a eso tengas un último estado de Facebook

alucinante?Me reí con ganas.—Yo también me he borrado —reconocí.Me deprimía demasiado recibir un montón de mensajes de

compañeros que siempre habían pasado de mí, y más deprimentefue todavía descubrir que habían vuelto a olvidarme un mes mástarde.

—Estáis locos —dijo—. Yo conservo el mío por puro ego. Y paratorturar a mis exnovias.

—¿Y qué tal va eso? —pregunté mientras buscaba un hueco enel carro.

—Es raro —repuso, e hizo una pausa para ordenar suspensamientos—. No estoy seguro. Llevo un mes sin verla, así quetengo la sensación de estar triste por algo que sucedió hace siglos.

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—La distorsión temporal de Latham —observé—. A veces, un díadura una hora y otras, un año.

—Será eso. Que hemos caído por un agujero del continuoespacio-tiempo.

En aquel momento, Genevieve se acercó al carro de las bandejascomo quien no quiere la cosa, luciendo una sonrisa dulce peromalvada.

—Lane —protestó—. ¿Dónde te habías metido?—Ah —empezó él, con aire avergonzado—. Esto… Me he

sentado con Nick.Intenté no entristecerme por el hecho de que no hubiera dicho que

se había sentado conmigo.—Angela y Leigh temían que hubiera pasado algo al ver que no te

sentabas a nuestra mesa.Lo dijo en un tono tan melodramático que resoplé con desdén.

Genevieve me fulminó con la mirada.Sin duda, había visto a Lane con nosotros, ¿no? ¿Por qué no se

callaba de una vez, si saltaba a la vista que Lane estaba deseandolibrarse de ellos?

—No ha pasado nada —le aseguró Lane, encogiéndose dehombros—. Es que me apetecía un cambio.

Se hizo un silencio incómodo durante el cual, lo juro, Genevieveestuvo esperando a que se disculpara y le prometiera que volvería asu mesa a la hora de la cena, pero él no lo hizo.

—Bueno, cuando quieras estudiar la Biblia, ya sabes dóndeestamos —declaró por fin.

—Ay, Dios mío, ¿pero no sabes que es judío? —intervine.Genevieve me lanzó una mirada asesina y yo me encogí de

hombros.—Todo el mundo es bienvenido a la mesa de Jesús —me soltó

ella y, dejando la bandeja en el mostrador de los condimentos, sealejó muy ofendida.

Lane la recogió para depositarla en el carro.—¿Sabes quién más recibe a todo el mundo con los brazos

abiertos? —pregunté—. Cualquiera que esté desesperado por teneramigos.

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Se rio entre dientes.—¿A quién llamas desesperado? —nos interrumpió Nick, que

acababa de acercarse.—A la que tenga la desgracia de salir contigo —sonreí con

dulzura.—Qué dices, si soy alucinante —Nick dejó su bandeja—.

¿Tenemos planes para esta tarde?Hice un gesto negativo con la cabeza.—Genial —dijo—. Lane, ¿qué tal se te dan los shooters en

primera persona?—Peor de lo que me gustaría.Nick sonrió.—Eso tiene arreglo.En aquel momento, Charlie vino también a dejar su bandeja, y los

chicos se alejaron juntos hacia las residencias.Tocaba sesión de descanso, que yo solía saltarme sin pestañear,

pero aquella tarde me caía de sueño. Malditos Natalie Zhang y suhorrible y escandaloso llanto. Todos sabían que había que llorarcontra la almohada si no querías que el mundo entero te oyera.

Mientras Marina y yo regresábamos a los chalés, vi que Lane,Charlie y Nick ya estaban escaneando las pulseras en la entrada desu residencia. Nick les explicaba algo con ademanes exagerados ytodos se reían a carcajadas.

—Se te nota en la cara —me acusó Marina.—No tengo otra. Expresa todo un abanico de emociones

espontáneas.—Lo que tú digas. Estás celosa porque Nick te ha robado a tu

amigo.—Qué bobada —repliqué, porque lo era. Por mí, podían pasarse

la vida entera liados con sus videojuegos.—Pues sería lo lógico —insistió Marina, esbozando una sonrisa

maliciosa—. A menos, claro está, que no sea un amigo sino otracosa.

Puse los ojos en blanco.—¿Y qué iba a ser, si no?—Qué más da, es encantador.

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—¿Tú crees? —pregunté, con cierto recelo. Por más que noquisiera admitirlo, me gustaba Lane. Mucho. Y, si a Marina tambiénle gustaba, teníamos un problema.

—Solo porque haya jurado no acercarme a ningún chico deLatham no significa que no sepa distinguir a uno mono cuando loveo —Marina levantó los ojos al cielo—. Además, os he pescadointercambiando miraditas durante la comida. Sois tan Orgullo yprejuicio…

—¿Te refieres a que me despreciará a causa de mi familiamientras intenta convencer al alma gemela de mi hermana de que,en realidad, no la ama? —pregunté, en tono esperanzado.

—Exacto —repuso Marina entre risas—. Pero has olvidadomencionar los zepelines. Y los uombats parlantes.

Su voz se apagó lentamente, y comprendí que ya estabaescribiendo la trama de la historia para sus adentros, con susmáquinas voladoras, sus animales sarcásticos y un final feliz, unrelato en el que nadie moría ni estaba demasiado enfermo comopara ser objeto de un amor ideal.

Por desgracia, en Latham estábamos todos demasiado enfermoscomo para ser objeto de ningún amor ideal. Y daba igual si este oaquel parecían la viva imagen de la salud. Cualquiera de nosotrospodía despertar al día siguiente con la almohada manchada desangre y un agujero en el pulmón, tan doloroso que, sumado a uncorazón roto, habría resultado insoportable.

Y, si bien mi estado no era grave para los baremos de Latham, síestaba lo suficientemente enferma como para saber lo que meconvenía. Mi enfermedad se había estancado. No estaba tanrecuperada como para marcharme a casa, pero mis radiografías norevelaban nada preocupante, en opinión del doctor Barons. Se diríaque mi cuerpo y la tuberculosis habían alcanzado un precarioequilibrio. O quizás fuera un caso de aniquilación mutua asegurada,dos enemigos dispuestos a apretar el botón rojo, pero reticentes atomar la iniciativa.

Hacía un año, parecía un milagro que las lesiones en mispulmones dejaran de extenderse y los análisis de sangre se

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normalizaran. Sin embargo, una puede llegar a hartarse incluso delos milagros cuando no bastan para curarte.

Porque lo malo de los milagros es que no ofrecen respuestas, pormás que nos guste creer que sí. En todo caso, plantean dudas aúnmás inquietantes. Ahora bien, uno no acudía a Latham en busca derespuestas, sino a esperar. Y yo había escogido, hacía ya muchotiempo, esperar a solas.

—Estoy mejor sola —dije.—No, te conozco —repuso Marina—. Intentas convencerte a ti

misma porque tienes miedo de que te hagan daño.—Nadie quiere que le hagan daño.—Bueno, es posible, pero a veces merece la pena —Marina se

encogió de hombros y comprendí que volvía a pensar en Amit—.Puede que yo haya jurado no volver a acercarme a ningún chico,pero por lo menos me di el gustazo.

—¡Marina!—¿Qué? ¿Tú no quieres probarlo? No te curará, pero te ayudará

a sentirte mejor —dijo entre risitas.—Acaba de cortar con su novia —señalé, y Marina suspiró como

si yo fuera dura de mollera.—¡A eso me refiero! Es tan encantador que una chica siguió

saliendo con él semanas después de descubrir que estaba enfermo.Sonrió, como si aquel detalle constituyera una prueba indiscutible

de los encantos de Lane, y yo me reí con ganas, porqueseguramente sí que lo era.

Nadie como Marina para ver el lado bueno de la horrible rupturade Lane. Y, por más que me empeñase en contradecirla, en partetenía razón, porque Latham no ofrecía muchas opciones en cuestiónde citas. Los chicos que tenían buena pinta acababan por volver acasa, y los que empeoraban querían perder la virginidad a toda prisacon la primera que se prestase a ello. Para los estándares deLatham, Lane era de lo mejorcito. Y seguro que la mitad de miscompañeras de Francés se morían por llevárselo al bosque paraenrollarse con él, lo que constituía un pasatiempo típico de Latham.En ese sentido, el parecido con un campamento era inquietante.

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Salvo que aquí el tiempo corría de un modo mucho más deprimenteque en el campamento Griffith.

Me pregunté con qué frecuencia pensaba Marina en Amit y quésería del chico ahora que había vuelto a casa. Y también mepregunté si Amit pensaba alguna vez en Marina o en el resto denosotros, los que seguíamos en Latham, aunque él se relacionabamás con los jugadores de rol de la casa 8.

Marina y yo escaneamos las pulseras a la entrada de nuestraresidencia. Un horrible grupo de chicas se pintaba las uñas,sentadas a la mesa de la minicocina. Dedicaban horas al minuciosoarte de la manicura e impregnaban toda la sala comunitaria del olorde su apestoso quitaesmalte, lo que corroboraba la teoría deNietzsche de que el infierno son los demás.

—¿Musicales? —me preguntó Marina mientras subíamos.Estaba empeñada en que me aficionara a los musicales de

Broadway como si, a fuerza de ponerme Despertar de primavera porquinta vez, fuera a lograr que cantara los temas con ella, pero no.Los musicales me deprimían. No le veía la gracia a eso de escucharcanciones de obras que tal vez nunca llegase a ver.

—Quiero terminar el libro que estoy leyendo —mentí para noconfesar la vergonzosa verdad: estaba deseando echarme unasiesta.

Lane se sentó con nosotros también durante la cena, su bandejaalineada con las de Nick y Charlie. Los tres estaban enzarzados enuna absurda discusión sobre si era o no un sacrilegio añadir kétchupa los perritos calientes.

—Sabéis que estáis comiendo palitos de pollo, ¿no? —lespreguntó Marina con expresión preocupada.

—Hablamos en general —le dijo Nick—. Estamos debatiendo.—No. Estáis cenando palitos de pollo —lo corregí—. Que, por

cierto, se pueden acompañar con cualquier salsa.

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—Así ha empezado todo —explicó Lane—. Los perritos calientesson elitistas, pero…

—… pero los palitos de pollo admiten todas las salsas —lointerrumpió Charlie—. ¡Vivan los palitos de pollo, la comida delproletariado!

Se embutió un palito entero en la boca y se atragantó, lo quedegeneró en un ataque de tos.

Marina puso los ojos en blanco. Yo estaba con ella. Nuestra mesaparecía abarrotada de chicos. Me recordaba a esos grupos de mivieja escuela que se apiñaban en una mesa demasiado pequeña yarmaban tanto escándalo que acababas reparando en ellos aunqueno quisieras. Siempre había envidiado a esos grupos a distancia.Me preguntaba cómo se habían creado y por qué yo siemprequedaba al margen. Si bien es verdad que, en aquella época, medejaban al margen de todo.

Me encontraba mucho mejor después de la siesta, eso sí, ymenos propensa a volver a gritarle a Finnegan por los deberes deFrancés. Lo que me recordó que…

—Oye, Nick —dije—. Finnegan ha hecho un comentario queconfirma tu teoría pos-con.

—¡Lo sabía! —alardeó él.Lane puso cara de: «¿Teoría pos-con?». Así que se la expliqué, y

él asintió solemnemente.—Tiene lógica —reconoció—. Yo no entendía cómo era posible

que alguien accediera a…—¿Estar cerca de nosotros? —apuntó Nick, con una sonrisa.—Como sigáis hablando, Finnegan empezará a darme pena —

protestó Marina—. Y no quiero. O sea, no.—No era mi intención —repuse—. Es que me ha parecido una

posibilidad interesante.—¿Quieres decir que a lo mejor no nos tienen miedo a nosotros,

sino a la posibilidad de convertirse en uno de nosotros cualquier díade estos? —especificó Charlie.

—Basta. Calla, calla, calla —suplicó Marina, tapándose los oídos.Él sonrió con malicia al comprobar la reacción de nuestra amiga.

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—¿Cuál es la probabilidad de enfermar si das positivo alcontacto? ¿Un 10%? —preguntó Lane.

—Exacto —me encogí de hombros—. No contagias laenfermedad, no estás enfermo y seguramente nunca llegarás aestarlo, pero igualmente te pasas la noche sin pegar ojo, rezandopara que no te toque a ti. A una amiga mía le pasó.

No añadí que me envió un mensaje horrible a través deFacebook, acusándome de haberla contagiado, incluso aunque nosdiagnosticaron con dos días de diferencia. Obviamente había unmalvado tercer agente al que culpar.

Gracias a Dios, nuestra conversación tomó otros derroteros yacabamos hablando de películas. Estando Marina allí, el temaderivó inevitablemente hacia los filmes de Miyazaki, su pasiónparticular. Resultó que Lane no había visto ninguno.

—¿Ni una? —preguntó Nick, con incredulidad.—¿Ni La princesa Mononoke? ¿Ni Totoro? —insistió Marina.Lane negó con la cabeza.—Ya sé —propuse—. Esta noche veremos una película.Estaba decidido. Por la noche, Marina y yo acudiríamos a la

residencia de los chicos, cosa que en teoría estaba prohibida, peroya nos las arreglaríamos. Volvimos a nuestra casa y esperamos aque alguna compañera saliera para escabullirnos tras ella sin dejarrastro en el escáner.

—¿Qué te hacen si te pescan con una chica en la habitación? —preguntó Lane cuando nos guio al piso superior.

—¿Por qué? ¿Estás pensando en llevar a una chica a la tuya? —me burlé—. Vamos al cuarto de Nick, no al tuyo.

—Ya —rezongó—. No me he expresado bien.Marina me lanzó una elocuente mirada que yo fingí no haber

visto. Al momento, Nick asomó la cabeza por la puerta de su cuartoy ordenó:

—Entrad, deprisa.La habitación de Nick era la clásica madriguera friki, aunque él lo

considerase lo más de lo más. Estaba decorada con carteles deJuego de Tronos, Doctor Who y cosas por el estilo, y había unavideoconsola y una sofisticada pantalla instaladas sobre el

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escritorio. Él no solía hablar de ello, pero yo sabía que su padre erael clásico magnate de las nuevas tecnologías. Muchos alumnos deLatham procedían de familias ricas mientras que otros estaban allígracias a la asistencia pública, como Charlie.

Yo me había acordado de coger un par de golosinas que habíapasado clandestinamente. Las dejé caer sobre la cama mientrasNick hacía los preparativos. Lane observó los paquetes degominolas ácidas y galletas rellenas de mantequilla de cacahuetecomo si hubiera temido no volver a ver comida basura en la vida.

—Sadie siempre tiene cosas de contrabando —explicó Charlie altiempo que abría el paquete de galletas—. Por eso la aguantamos.

—Si tú lo dices… —fingí enfurruñarme—. Y Nick también. Peroiba a un cole tan pijo que en preescolar les enseñaron Mates y no acompartir.

Nick suspiró, abrió un cajón de la cómoda y añadió una botella deagua al montón.

—Vodka —aclaró—. ¿Qué decías de no saber compartir?—¿De dónde habéis sacado todo esto? —preguntó Lane, como

era de esperar. No podías pasar mucho tiempo en Latham sinreparar en las bolsas de patatas fritas o en las botellas de aguarellenas de alcohol, y no preguntarle a alguien de dónde habíansalido.

—Soy traficante —repuse—. Paso alijos ilegales por las fronterasde Latham.

Se rio con ganas, pensando que hablaba en broma, peroenseguida se percató de que lo decía en serio.

—¿Y qué más puedes conseguir? —quiso saber.—Tú pide —respondí.—Espera un momento —dijo Lane—. ¿Va en serio?—Junto con Nick. Somos los peces gordos del mercado negro.Hacía unos nueve meses que habíamos heredado el cargo,

cuando un chico llamado Phillip regresó a casa. Más o menos en lamisma época en que Nick heredó el interés por salir conmigo,aunque me apresuré a quitarle la idea de la cabeza.

—Me duele que me comparen con un pez —dijo Nick, haciendoun gesto de dolor.

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—¿Cuánto? En una escala del uno al diez —repliqué yo.—Que te den —me soltó Nick, de buen rollo—. Y siete.Vimos El viaje de Chihiro, una película que llevaba siglos sin ver.

Trata de una niña que queda atrapada en un mundo de espíritus yentra a trabajar en el balneario de una bruja para poder rescatar asus padres y volver a casa. Sé que el argumento, así contado,parece propio de una historia infantil. Pero, creedme, es alucinante.Había olvidado cuánto me gustaba.

En cierto momento, me volví a mirar a Lane, que observabaabsorto la pantalla. El brillo del monitor le iluminaba el angulosorostro e imaginé que tendía la mano y le acariciaba la curva de lamandíbula con el dedo. No pude evitarlo.

No sé por qué, pero nos visualicé a los dos en un cine de verdad,compartiendo una carísima ración de palomitas, nuestros dedosenredados al arañar los últimos granos. Y era una cita de verdad, deesas en las que el chico acude a buscarte en coche, y nosencontrábamos con conocidos del colegio. Obviando el hecho deque él vivía a varias horas de mi ciudad, yo no sabía si tenía coche yno estudiábamos en el mismo instituto. Y ni siquiera eran esas lasrazones por las que no funcionaría. Solo era una fantasía. Unaescena mental de una cita que jamás tendría lugar con un chico queno me había pedido salir.

En aquel momento, Lane se giró hacia mí y sonrió, y nos miramosen la oscuridad, por delante de Charlie, que roncaba con suavidad.Ya no me molestaba que hubiera trabado amistad con Nick. Eso no.Lo que me daba rabia era que Marina se equivocara al compararnoscon Lizzie y el señor Darcy, aunque fuera en una versión inventadaque incluía uombats y dirigibles. Porque, si a lo largo de aquel últimoaño había aprendido algo, era que todas las historias de amor enLatham terminaban igual: a uno de los dos lo abandonaban.

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Capítulo onceLane

Por alguna razón, tener un grupo de amigos en Latham lo cambiótodo. Recuerdo que aquel primer día, cuando los vi internarse en elbosque desde la ventana, me parecieron misteriosos e inaccesibles.En cambio, a medida que me convertía en un habitual de su mesa,se fueron tornando personas de carne y hueso. Y mi vida en elHogar Latham también se normalizó. Tenía la sensación de haberentendido mal las instrucciones y de haber tratado de resolver unaecuación irresoluble, cuando me habría bastado con simplificar.

Nick adoptó la costumbre de llamar a mi puerta antes deldesayuno. Luego despertábamos a Charlie, que casi siempre seguíaen la cama y, por lo visto, era alérgico a madrugar. Dedicábamos elprimer descanso a jugar con la videoconsola en el cuarto de Nick, yla hora de Bienestar a pasear junto al lago en compañía de Sadie yMarina. A continuación, me duchaba y me echaba una siesta hastaque bajábamos a cenar. Después, las chicas se colaban en nuestraresidencia, donde celebrábamos maratones de cine. Marina se traíasu colección de películas de Miyazaki, que yo, aún no entiendo porqué, no había visto. Yo no era lo que se dice un fan del anime, asíque había dado por supuesto que no me iban a gustar. Sin embargo,me encantaron.

Recuerdo que los primeros días de campamento siempre mesentía desorientado. Y luego, una mañana, despertaba y todoencajaba en su lugar. Aquel viernes, todo encajó. Estuve trabajandoen el cuestionario de Dickens e intenté no dormirme durante undocumental de la Edad Media. Y entonces, mientras nosencaminábamos al comedor, Nick se quejó de que su profe de

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Mates había vuelto a llevar un termo a clase y había derramado elcontenido, impregnando así el aula de olor a café.

—Ha sido como estar en una cámara de tortura —se lamentó—.Y, por si no bastara con eso, hemos tenido que hacer Mates.

—La cafeína no nos perjudica —nos informó Sadie—. Lo hemirado. No sé por qué no nos dejan tomar café.

—Quizás porque Latham no quiere que nos subamos por lasparedes —arguyó Nick.

—Pero tú te subes igualmente —replicó Marina, y todos soltamosrisitas.

—Si tú lo dices… —gruñó Nick.Les pregunté por qué no pasaban café de contrabando y Sadie

me miró como si hubiera sugerido que trajera judías.—¿Café instantáneo? —dijo, arrugando la nariz—. Qué porquería.—¿Lo veis? Esa es la pega de beber café —intervino Marina—.

Yo, en cambio, soy feliz con mis bolsitas de té.—Me encanta que exista esa rivalidad —declaró Charlie—. Las

hojas contra los granos.—¿Granos? —repitió Sadie—. Será mejor que retires eso.—Cuidado, ha estallado una guerra entre fanáticos —se burló

Nick.—¿Podemos dejar de hablar de café, por favor? —supliqué—.

Porque ya no puedo dejar de pensar en él. En eso y en que no haymodo de conseguirlo.

El café era una de las muchas cosas que añoraba de mi antiguavida. Cada vez que Finnegan llevaba un termo a clase, se me hacíala boca agua.

—En realidad…Señalando los bosques con la barbilla, Sadie esbozó una sonrisa

traviesa.Todo el grupo, menos yo, captó el mensaje de inmediato.—Ah, no —dijo Marina—. Otra vez, no.—¿Dónde está tu espíritu de aventura? —le preguntó Sadie.—En el mismo sitio que tu sentido de la orientación —replicó la

otra.

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—Fue un pequeño error de cálculo —alegó Sadie en su defensa—. Además, ahora tengo una brújula.

Nos detuvimos en el parterre de césped que se extendía delantede los chalés. Todos menos Charlie, que echó a andar.

—Espera —le gritó Sadie—. ¿Adónde vas?—A echarme una siesta —repuso él, y luego resopló con desdén

—. ¿Adónde crees tú? A buscar la cartera.—¿Alguien me puede decir de qué va esto? —pregunté cuando

Charlie desapareció.—Vamos a Hogsmeade —dijo Sadie—. A comprar cerveza de

mantequilla.Yo no entendía nada de nada.—Hay un Starbucks en Whitley —explicó Nick.Y entonces se me encendió la bombilla. Pretendían escapar al

pueblo.—Ni hablar —dije, cruzándome de brazos.—¿Por qué no? —Sadie sonrió con candidez.—Te puedo dar unas cien razones. Primera, estamos en

cuarentena. Segunda, estoy seguro de que alguien se dará cuenta.Tercera, estamos en plena tar…

—¿De verdad nos vas a recitar toda la lista? —interrumpióMarina. La fulminé con la mirada.

—¿Y qué me dices de esta? —le mostré el sensor médico de mimuñeca.

—No pasa nada —me aseguró Sadie—. Solo muestran tuubicación cuando el sensor se dispara, para que el personal deenfermería pueda dar contigo. El doctor Barons no se pasa el díacomprobando nuestra posición en su monitor.

La miré con desconfianza.—Te prometo que todo irá bien —insistió ella—. ¿No confías en

mí?Quería hacerlo. De verdad que sí. Pero, por encima de todo,

quería seguir formando parte del grupo. E intuía que si no iba medejarían fuera, y yo volvería a navegar a la deriva en los grisesmares de Latham, sin poder echarle la culpa a nadie excepto a mímismo.

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De modo que cedí, y entonces Charlie salió de la residencia ytodos nos internamos en el bosque.

A lo largo de las casi dos semanas que llevaba en Latham, jamásme había preguntado si había un modo de salir, o si esa salidaconducía a algún destino interesante. Daba por supuesto que detrásdel bosque había más bosque, y quizás una carretera con un puestoambulante de alcachofas frescas, que era lo que había visto amontones en el camino hacia aquí. Jamás se me había ocurridopensar que, un kilómetro y medio más allá, el bosque diese paso aun pueblo con una vieja iglesia de estuco y una calle mayor de vivoscolores. Pero eso era exactamente lo que sucedía.

Todavía no entendía cómo me había dejado convencer. En teoría,ni siquiera podíamos estar en el bosque durante el periodo dedescanso, y mucho menos recorriendo los casi dos kilómetros decamino al pueblo. Y se suponía que no debíamos abandonarLatham bajo ningún concepto, y menos aún por un motivo tanabsurdo como tomar un café.

A medio camino, Charlie palideció más que de costumbre yapenas si era capaz de respirar con normalidad, de modo que nosdetuvimos a descansar. Se recostó contra un árbol y cerró los ojosun momento mientras todos nos mirábamos intranquilos.

—A lo mejor deberíamos volver —sugirió Marina.Charlie abrió los ojos y le lanzó una mirada asesina.—Estoy bien —insistió—. Enseguida se me pasará.

Al cabo de un par de minutos, Charlie bromeó diciendo que lafotosíntesis le había ayudado a reponer fuerzas, y seguimosandando.

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Se me hizo un nudo en el estómago al ver los edificios de Whitleyasomar en el horizonte. El pueblo se asemejaba a aquellos quesolía visitar con mi familia cuando, siendo yo un niño, viajábamospor toda la costa en busca de los pintorescos parajes históricos queaparecían en las guías mientras mi padre ponía a prueba misconocimientos de Historia.

—Lo habéis hecho otras veces, ¿no? —pregunté.—Montones —me aseguró Sadie—. No pasa nada. Tú procura

que nadie te vea toser y todo irá bien.Extrajo un puñado de caramelos para la tos de su bolsillo y los

repartió. Mientras los desenvolvíamos, se me aceleró el corazón. Loestábamos haciendo realmente: dirigirnos a un destino que no eraLatham. Y, por más que hubiera protestado, debía reconocer que laperspectiva me emocionaba.

—Si alguien hace preguntas, somos estudiantes universitarios —nos instruyó Nick—. Y hemos parado a descansar de camino aBerkeley. Ahora bajaos las mangas para esconder los sensores.

Obediente, oculté la pulsera bajo el puño de la sudadera,mastiqué lo que quedaba del caramelo y enfilé con los demás por elabrupto sendero que llevaba al pueblo.

Whitley es uno de esos enclaves pintorescos que aparecen en loslibros de Historia. Nada que ver con la urbanización de la que yoprocedía. Estaba acostumbrado a los centros comerciales, no a lascalles mayores. Pese a todo, llevaba tanto tiempo alejado de lacivilización que, al entrar en aquella aldea aislada, tuve la sensaciónde estar caminando por la gran ciudad.

Hacía buen tiempo, perturbado tan solo por un leve soplo debrisa. Principios de octubre. Los escaparates de las tiendasempezaban a exhibir motivos de Halloween y alguna que otracalabaza decoraba las entradas. Carteles del inminente Festival deOtoño, que incluía el juego de morder la manzana y paseos en

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carro, forraban las farolas. Otros carteles anunciaban un laberinto demaíz y una casa encantada.

—He oído que antes usaban Latham como casa encantada —comentó Marina mientras leía un cartel—. Cuando era un internadoprivado.

—A mí me llevaron una vez —afirmó Charlie. Todos nos volvimosa mirarlo—. Cuando tenía seis años. Fui con mis primos, pero measusté y me puse a llorar. Mi tía se tuvo que quedar fuera conmigo.

—Qué mono —se burló Nick—. Mira que asustarte de cuatromáscaras cutres…

—¡Tenía seis años! —se defendió Charlie—. Y no era eso lo queme daba miedo. Uno de mis primos me dijo que, si me portaba mal,me tendría que quedar allí para siempre, con los monstruos.

—Te lo estás inventando —lo acusó Sadie, pero Charlie se limitóa encogerse de hombros con indiferencia.

Entonces empezó a toser. Ahogó el ruido con la manga y, graciasa Dios, no había nadie por allí cerca, pero todos miramos a nuestroalrededor, inquietos. Yo estaba convencido de que nos iban a pillar,de que alguien se fijaría en nosotros y deduciría al momentoquiénes éramos y de dónde procedíamos. Por suerte, no sucediónada parecido. Charlie recuperó el aliento, musitó una disculpa yechamos a andar.

Pasamos junto a una tienda de animales, una pequeña librería yun local de zumos orgánicos con un cartel en el escaparate queanimaba a los clientes a seguirlo en Facebook. Yo llevaba muchotiempo lamentando aquel aislamiento forzoso y deseando volver almundo real pero, ahora que mi deseo se había hecho realidad, elmundo me parecía extraño y deforme. O tal vez fuera yo. Me sentíacohibido, como si no debiera estar allí y todo el mundo pudieraadvertirlo.

Cuando llegamos al Starbucks, Charlie estaba pálido y sudoroso.No me parecía buena idea meterlo en una cafetería y Marina debióde pensar lo mismo.

—Eh, Charlie, ¿te vienes conmigo a la tienda de ropa de segundamano? —preguntó.

—Claro —respondió él, animado.

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—¿Nos vemos aquí dentro de veinte minutos? —gritó Sadie.—Si vamos a llegar tarde, te envío un mensaje —bromeó Marina

y, durante un instante, creí que hablaba en serio.—Venga, escuadrón —nos animó Sadie a la par que abría la

puerta del Starbucks.Nick y yo la seguimos al interior. Esperaba encontrar el local casi

vacío; de ahí que me sorprendiera ver a tanta gente sentada a lasmesas con el portátil abierto. Yo llevaba la sudadera de Stanford yunos vaqueros y, si bien estaba seguro de que llamábamos laatención, supongo que ofrecíamos un aspecto bastante corriente.Solo éramos tres jóvenes aseados que habían entrado a tomar uncafé. Nadie se fijó en nosotros.

—¿Y qué? ¿Cafés con cerveza de mantequilla? —preguntóSadie.

—No creo que vengan en la carta —repuse yo.—Ah, pero sí en la carta secreta —apuntó Nick, y me propinó una

palmada en la espalda. A continuación, me explicó que el Starbuckscontaba con una lista privada de cafés muy especiales, uno de loscuales era el de cerveza de mantequilla.

—Si es café, adelante —asentí, y seguí a Sadie a la cajaregistradora.

Un tipo de aspecto aburrido, rubio y con brackets, contaba eldinero de la caja registradora. Al principio no reparó en nosotros.Sadie se inclinó sobre el mostrador al tiempo que examinaba unpaquete de galletas.

—Eh —dijo.El cajero alzó la vista. Juro que se le agrandaron las pupilas al ver

su jersey de pico, negro y ajustado. No se lo reprochaba; yo llevabatodo el día intentando que no me pescara mirándola.

—Eh. ¿En qué puedo servirte? —preguntó él, turbado.—Cinco cafés con cerveza de mantequilla, grandes —sonrió con

dulzura, como desafiándolo a decir que no los servían.El cajero se rio con ganas.—Eh, Mike —le gritó al camarero—. ¿Tú sabes preparar cafés

con cerveza de mantequilla?

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Su compañero, el típico hípster con pinta de leñador, se encogióde hombros y dijo que sí.

—Nadie lo pide nunca —comentó el cajero, marcando el importe—. Estupendo.

Le tendí el dinero. Él alargó la mano para cogerlo, pero se detuvoy miró mi muñeca.

Bajé la vista para averiguar qué estaba mirando. Intenté nosucumbir al pánico. Me había arremangado la sudadera sin darmecuenta y allí estaba mi sensor médico, a la vista de todo el mundo.

Se me revolvió el estómago y me encogí, pensando que todo seiría al garete.

—¿Es un aparato de fitness? —preguntó.Jamás en mi vida he experimentado tanto alivio.—Sí —repuse, y me bajé la manga.—Llevo un tiempo pensando en comprarme uno —comentó él

mientras cogía el dinero y contaba el cambio.—Son fantásticos, ni te lo pienses —dije, y me largué pitando al

mostrador de servilletas y pajitas, todavía con el corazóndesbocado.

Nick se acercó y empezó a toquetear los sobres de azúcar conademán nervioso.

—Te he dicho que te bajaras las mangas —me regañó—. Dagracias a Dios por los yuppies y sus estúpidos cacharros de fitness.

Eché una ojeada en dirección al puesto del café, donde Sadiecharlaba con el camarero, que le dijo algo de malos modos y empujólas bandejas por el mostrador con más fuerza de la necesaria.

—Coge unas cuantas fundas de taza —ordenó Sadie cuando seacercó.

—¿A qué ha venido eso? —quiso saber Nick.—Nada —repuso Sadie—. Salgamos antes de que a Michael le

dé un ataque.—¿Conoces al camarero? —pregunté.—Es una larga historia.No amplió la respuesta. Sacamos las bebidas y aguardamos a

Charlie y a Marina fuera.—¿Y bien? —me preguntó Sadie cuando tomé el primer trago.

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Yo estaba en pleno éxtasis religioso. Caramelo, crema, azúcar,cafeína y no sé qué más, pero daba igual.

—Tu cara lo dice todo —observó—. Apuesto a que te alegras dehaber venido.

—Pues claro que me alegro —repuse—. Es que tenía queprotestar, por principios.

—Ya, claro —Sadie sonrió sin separar los labios de la pajita.Charlie y Marina no regresaban, y la segunda vez que Sadie miró

la hora en su sensor y suspiró, le pregunté si pensaba que habíanquerido pasar un rato a solas.

—Charlie siempre quiere pasar ratos a solas —dijo Nick—. Poreso se salta la clase de Bienestar.

—Me refiero…, esto…, a solas con Marina —aclaré.Sadie soltó una risita.—Solo son amigos —afirmó—. O sea, Charlie es un encanto,

igual que los chicos que le gustan.—¿Chicos?—Ya lo sé —sonrió Sadie, con sorna—. Toda la población

femenina de Latham se deprimió cuando lo supo.No imaginaba que Charlie fuera gay pero, ahora que Sadie lo

mencionaba, comprendí que podría haberlo supuesto. De repente,el póster de One Direction que había sobre su cama tenía máslógica.

En aquel momento Marina y Charlie regresaron de la tienda desegunda mano, ambos cargados con bolsas. Fue un aliviocomprobar que Charlie tenía mejor aspecto.

—¿Qué te has comprado? —preguntó Sadie a la vez que mirabanerviosa en la bolsa de Marina—. Ay, Dios mío, este vestido esincreíble. Lo usaremos para una sesión de fotos.

—¡Cuatro dólares! —exclamó Marina—. Y con un cinturón ajuego.

—Yo he encontrado la sintonía de COPS en vinilo —declaróCharlie con orgullo.

Pensé que hablaba en broma, pero lo sacó y, ya lo creo, ahíestaba.

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Echamos a andar hacia el bosque mientras sorbíamos losazucarados brebajes de café y, de repente, me alegré de haber ido,de que me hubieran invitado. En casa, a nadie se le habría ocurridoinvitarme a una excursión como aquella y, si acaso lo hubieranhecho, yo habría puesto una excusa para no ir, no por falta de ganassino porque no estaba bien.

Me di cuenta de que me había perdido un montón de cosas.Siempre me decía a mí mismo que ya tendría tiempo de hacer elgamberro más adelante, cuando hubiera entrado en Stanford. Pero,si este último mes me había enseñado algo, era que la vida que unoplanea y la que luego acontece son dos cosas distintas. Y estabaempezando a comprender que los días de excursiones prohibidas alStarbucks, de fugas secretas y reglas que romper también llegaríana su fin.

Mirando por encima del hombro, eché un último vistazo al pueblo.Al mismo tiempo, me pregunté cuándo había pasado de sentirme unextraño en Latham a considerarlo un hogar, porque la idea de volverme reconfortaba.

Sadie consultó la brújula y echamos a andar. Ella encabezaba lamarcha, haciendo de guía, y decidí caminar a su lado. El bosqueestaba precioso aquella tarde. Las hojas empezaban a cambiar decolor: nos envolvían distintos tonos de naranja, oro y amarillo pálido,colores que había visto en películas y fotografías, pero rara vez enla vida real. Las hojas empezaban a caer y crujían a nuestro paso.

Sadie y yo caminamos un rato en silencio. Íbamos sencillamenterecorriendo juntos el bosque, aplastando hojas con las zapatillasdeportivas. Yo no paraba de volver los ojos hacia ella, atisbando elajustado jersey negro, los vaqueros y esos mechones que habíanhuido de su coleta. Era tan bajita que alcanzaba a otear en suescote el pequeño puente del sujetador rojo, allí donde se tensabasobre su pecho. Tragando saliva, me forcé a apartar la vista y apensar en otra cosa, pues la cafeína ya había alterado mi corazón losuficiente.

El bosque me llevó de vuelta al campamento, a mis trece años,cuando todo me cohibía. Sadie había cambiado mucho desde aquelentonces. Pero yo había crecido treinta centímetros y ya no podía

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encajarme una pasa entre los paletos, de modo que se podría decirlo mismo de mí, supongo.

Entonces ella se volvió a mirarme y me preguntó en qué pensaba.—En la última vez que estuvimos en el bosque —dije.—¿Hablas de hace media hora?—No, del campamento. Yo siempre jugaba al bádminton con

Scott… El Scott canadiense, no ese Scott tan raro que prendíafuego a los gusanos.

—Qué pena, esperaba que fuera el de los gusanos —bromeó, yyo la recriminé con la mirada.

—En fin, él no paraba de lanzar el volante al bosque. Y yo noparaba de tener que ir a buscarlo. Un rollo. Y entonces un día,mientras lo buscaba, te vi entre los árboles haciendo fotos.

No añadí que me había quedado fascinado, y que de vez encuando fallaba el tiro adrede para poder ir a recoger el volante ycomprobar si ella andaba por allí.

—Todavía hago fotos en el bosque —dijo.—¿Las puedo ver?—¡Lane! —fingió escandalizarse—. ¡No está bien pedirle a una

chica que te enseñe sus fotos!—Ups, perdona. ¿En qué estaría yo pensando? —bromeé.—Ya sabía que estabas allí —confesó Sadie—. No eras muy sutil,

que digamos. Te ponías en plan…Me imitó plantado en medio del bosque, mirándola boquiabierto, y

yo noté un cosquilleo en la cara.—¿Y por qué no me dijiste nada, si sabías que estaba allí?—Lo mismo digo —replicó.Me encogí de hombros. No quería confesarle que las chicas me

intimidaban horrores cuando tenía trece años. Iban brincando deacá para allá, para mi tortura, aquellas criaturas mágicas demelenas revueltas, bikinis mojados, piernas largas y bronceadas. Nohabía pantalón lo bastante ancho para mí. Y no era precisamenteporque las chicas brincaran en mi dirección. Yo era bajito. Y llevabaaparatos dentales.

El bosque empezó a clarear y, cuando tenía la impresión de quecasi habíamos llegado a eso que llamábamos civilización, Sadie

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abrió su mochila y sacó un boli.—¿Qué extensión tienes? —me preguntó, y yo la miré sin

comprender—. El número de tu habitación.—Ah, ¿el 8803?—¿Me lo escribes?Me tendió el boli y abrió la mano.Le cogí la mano y, con suma delicadeza, le escribí mi número en

el dorso. Ella me sonrió antes de coger mi mano para hacer lopropio. Me quedé mirando las cuatro cifras alojadas en mi palma,con la sensación de que Sadie acababa de darme algo más que unnúmero de teléfono.

De repente, llegamos a la parte trasera de los chalés, justo pordonde emergieron a hurtadillas del bosque el día de mi llegada.Pero esta vez yo no los espiaba desde mi habitación. Estaba allí,formaba parte de ello. Parte de todo, supongo.

Las instalaciones ofrecían el mismo aspecto que de costumbre.Serenas, pintorescas y congeladas en el tiempo. Un paraje dondese despreciaba la tecnología y que, paradójicamente, solo existíaporque no poseíamos la suficiente para sanar.

Por lo visto, nadie había notado nuestra ausencia. Lo habíamosconseguido. Habíamos llegado hasta el pueblo y habíamosregresado sin contratiempos. Para ir al Starbucks.

—¿Lane? —dijo Sadie, en tono inseguro.Me sonrió y se colocó un mechón detrás de la oreja.—¿Sí?—Hoy todos nos vamos a saltar Bienestar.—Ah —pensaba que me iba a decir otra cosa—. ¿Y cómo se salta

uno Bienestar?—Es fácil. No vas, y en paz.—Creo que sabré hacerlo —asentí.Subí a mi cuarto y me tumbé en la cama con una novela de P. G.

Wodehouse que había sacado de la biblioteca. Intenté concentrarmeen el libro, pero no paraba de cerrarlo para mirar el número deSadie. La emoción que había experimentado cuando me habíatomado la mano para escribir su extensión aún no se había disipado

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del todo. Así que me miraba la palma, sonriendo mientras oía labanda sonora de COPS, que se colaba tenue por mi ventana.

Era viernes por la tarde. En teoría, debería estar dando vueltasalrededor del jardín, enfundado en el pantalón de gimnasia ycalzado con las deportivas, pero no era así. Y me daba igual. Tal vezfuera la cafeína que corría por mis venas, pero hacía semanas queno me encontraba tan bien, como si fuera capaz, no ya de darvueltas caminando, sino de hacerlo corriendo.

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Capítulo doceSadie

Lane me llamó por primera vez el sábado por la noche, casi a lahora de apagar las luces. Hacía un rato habíamos visto La princesaprometida en la residencia de los chicos, después de que Nick seamotinara e insistiera en escoger algo que no fuera: (a) de dibujosanimados; (b) en japonés con subtítulos.

Acababa de salir de la ducha y me estaba poniendo el pijamacuando el timbre del teléfono me sobresaltó. Lo cogí como pude,pues me hice un lío con el cordón y la camiseta.

—¿Sí? —dije, pensando que sería mi madre, o quizás mihermana.

—Esto… Hola.Era una voz masculina, grave e insegura. Creí que se habían

equivocado de número. El padre de Genevieve me llamó una vezsin querer, porque su extensión era muy parecida a la mía.

Aguardé en silencio a que el otro siguiera hablando, y entonces leoí decir:

—¿Sadie?—¿Lane?—Sí, perdona, no me acordaba de que estos teléfonos no tienen

identificador de llamadas.Era la primera vez que un chico me telefoneaba. O sea, me

llamaron una vez, en octavo, cuando Vijay Chandra y yo tuvimosque preparar una presentación sobre el ciclo del agua y quedamosdurante un fin de semana. De vez en cuando recibía un mensaje detexto o algún que otro tuit, pero nunca una llamada. Y jamás a últimahora de la noche, aunque era triste considerarlo noche cuandofaltaban cinco minutos para las nueve.

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—Bienvenido a la Edad Media —le dije—, donde el timbre de unteléfono es siempre un misterio.

Me senté al borde de la cama y me quedé mirando por la ventana.Solo alcanzaba a ver bosque, unas vistas que siempre me habíangustado pero, por primera vez, habría preferido que mi habitaciónestuviera al otro lado del pasillo, como la de Marina, para poder verel cuarto de Lane.

—Bueno… —lo animé.—Bueno —repitió—. Acabo de hablar con mis padres y

necesitaba mantener una conversación normal. Espero que no teimporte.

Sabía a qué se refería. El tono de mi madre cuando mepreguntaba cómo estaba me ponía de los nervios, como si fueraalgo más que una formalidad y de verdad le asustara la respuesta.

—Claro que no —repuse—. Marchando una conversación normal.Yo empiezo. Esto… ¿Has visto la película que acaban de estrenar?

Se hizo un desconcertante silencio y luego prácticamente alcancéa oír la risa de Lane al otro lado.

—Sí, anoche, en el IMAX —me siguió el juego—. Me la podríahaber ahorrado, está sobrevalorada. ¿Y qué me dices de ese vídeode YouTube en el que aparece un animal haciendo cosas depersona?

—¿Ya lo has visto? Ayer se publicaron como cincuentacomentarios sobre ese vídeo en Facebook —continué—. Espera,acabo de recibir un mensaje.

—Tranquila, tengo que abrir un Snapchat.Los dos hablábamos entre risas.—Ya está —dije—. Una conversación normal.—Ha sido genial. Gracias.Lane soltó una risita y luego tosió contra la manga, o algo así,

para que yo no me diera cuenta.La enfermera estaba a punto de hacer la ronda, así que escondí

el auricular debajo de la almohada. Luego me metí en la cama y mepegué el teléfono al hombro.

—Casi es hora de apagar la luz —observé.—Sí, perdona. ¿Quieres que…?

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—No, quiero seguir hablando —repuse—. Llévate el teléfono a lacama. Hablaremos a escondidas.

—Espera —dijo. Sonaron unos cuantos golpes y maldicionessofocadas.

Yo me tapé con las mantas y adopté una expresión inocente. Oíaa la enfermera en el pasillo, cada vez más cerca de mi habitación.

—Vale, hecho —anunció Lane, con orgullo.—Hala, te has ganado una estrella dorada.Blanca, la enfermera de mi planta, llamó a la puerta en aquel

momento y enseguida entró por el morro, como hacía siempre. Yoescondí el aparato bajo el edredón y fingí disponerme a dormirmientras ella consultaba mis constantes vitales en su tableta.

—Tienes el pulso algo acelerado esta noche, cielo —dijo.Maldita sea, Lane. No quería que la enfermera me diera nada, así

que discurrí una excusa a toda prisa.—Acabo de ver una araña enorme. Me he asustado mucho. Pero

la he aplastado con la chancla —expliqué al tiempo que señalaba elarmario con tanta convicción que, durante un instante, yo misma mecreí aquella historia.

—Bien hecho, cariño —aprobó—. Que duermas bien.Dicho eso, apagó la luz.Esperé hasta oírla entrar en el cuarto de Natalie, solo por

asegurarme.—Vale —susurré—. Ya estoy aquí.—¿Qué decías de una araña? —preguntó Lane.—Pues… —titubeé.—Espera, la enfermera…Debió de tapar el micrófono con la mano, porque el aparato

enmudeció durante un minuto. Después, regresó.—He estado a punto de colgar dos veces sin querer —dijo—.

Estos teléfonos son absurdos.—Sí, pero seguro que vuelven a estar de moda algún día —

observé—. Estamos creando tendencia.—Uf, me juego algo a que tienes razón. Dentro de veinte años,

todos los hípsteres usarán un fijo. De los antiguos, como los queaparecen en las pelis en blanco y negro, con un disco para marcar.

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—Y todas las chicas llevarán unas botas Ugg retro y se quejaránde que han nacido en la época equivocada —proseguí yo mientrasme acurrucaba bajo la colcha.

Hacía frío en el exterior, pero el aire nocturno resultaba agradable.Fresco. Como si cada bocanada contribuyera a arreglar eldesbarajuste de mi cuerpo. Oía el susurro de las hojas, el canto delos insectos, y me pregunté si acaso ellos entablaríanconversaciones tan agradables como la que yo mantenía ahoramismo, por teléfono y en la oscuridad, con aquel chico de extrañabelleza.

—Todo el mundo cree haber nacido en la época equivocada —arguyó Lane—. Igual que en la película aquella, Midnight in Paris.

—¿Eres fan de Woody Allen? —pregunté, agradablementesorprendida.

Y pasamos la hora siguiente intercambiando susurros acerca depelículas, libros y música, hasta que se me empezaron a cerrar losojos.

Oí a Lane bostezar al otro lado de la línea.—Lo siento —murmuró—. La caminata de hoy ha sido larga.—Yo también me estoy durmiendo —dije—. Deberíamos…—Espera. Antes de colgar, dime una palabra, a ver si puedo soñar

con ella —propuso.Me habría gustado decirle: yo. Sueña conmigo. Sueña que

estamos en una cafetería, que salimos juntos, que yo luzco unvestido bonito y tú una camisa arremangada. Sueña que ambos noshemos llevado un libro para leer, pero que no dejamos deintercambiar sonrisas por encima de los capuchinos, y que, en lugarde acompañarme a casa al salir, vamos al parque y jugamos en loscolumpios como dos niños.

—Café.Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.—No me costará nada. Ya sabes que el café me vuelve loco.—Bueno, es que el café está muy bueno —dije.—Qué malo —me acusó Lane—. Espantoso. Voy a colgar.—Vale.Pero no lo hizo.

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—Y yo quiero que tú sueñes con…, a ver… —se interrumpió unmomento para pensar—. ¿Cachorritos?

—¿Por qué cachorritos? —me extrañé.—¡Y yo qué sé! —exclamó Lane a la defensiva—. Pensaba que a

las chicas os gustaban los cachorros. Mira, tú sueña con algoalucinante.

—Trato hecho —prometí.A partir de entonces, Lane me llamó cada noche.

El miércoles por la mañana, a la hora del desayuno, Marina tenía unaspecto horrible. Fue la última en llegar y se sentó sin pronunciarpalabra. Se limitó a fulminar los cereales con la mirada, como sifueran el origen de todos los males del universo y ya los hubieraprobado antes de que nadie se lo hubiera avisado.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, con la esperanza de que no fueralo que me temía. Marina tenía visita con el doctor Barons los martespor la tarde, pero no me había parecido deprimida durante la cena.

—Sí, ¿a qué viene esa cara de funeral? —preguntó Nick, con laboca llena de tortitas.

Le propiné un puntapié por debajo de la mesa y él me lo devolviócon una mueca. Lo juro, a veces Nick carecía del más mínimo tacto.Sobre todo en lo concerniente a…, bueno…, malas noticias delgénero Latham.

—Amit me llamó ayer por la noche —musitó Marina. Era lo últimoque esperaba oír.

—Un momento, ¿qué? —exclamé, escandalizada—. ¿Y cogiste elteléfono?

—Ay, perdona, olvidé mirar el identificador de llamadas.Marina puso los ojos en blanco para recalcar lo que pensaba de

nuestros anticuados teléfonos.—¿Quién es Amit? —preguntó Lane, desconcertado.—Mi exnovio —explicó Marina—. Lo mandaron a casa y decidió

dejarme por el sencillo método de no dar señales de vida. Da igual.

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Ayer me llamó, por fin. No paraba de decirme que no tenía a nadiemás con quien hablar y que le sabía fatal molestarme.

—Por favor, dime que le colgaste —supliqué.Marina suspiró.—No, porque eso significaría que soy una persona autorrealizada.

Le pedí que me hablara de ello.—No —gemí.—Estaba fatal —explicó Marina—. Muy, muy deprimido. Creo que

estaba llorando o en plena crisis nerviosa, o algo.—¿Por qué? ¿Por haber mejorado tanto como para que le dieran

el alta? —preguntó Nick, con resentimiento.Marina negó con la cabeza. Y entonces nos contó lo que había

sido de Amit después de su marcha, según sus propias palabras.Que sus padres lo trataban como si fuera un inválido y no lo dejabansalir de casa. Que, cuando por fin regresó al instituto, a la gente leaterraba que recayese y los contagiase.

—Dice que lo llaman «el apestado» —explicó Marina—. Y lepintarrajean la taquilla. Cuando se sienta a una mesa del comedor,los demás se levantan. Por lo visto, muchos padres del instituto sequejaron de que lo hubieran readmitido, y una noche unos chavaleslo acorralaron y le dijeron que sería mejor que no volviera al colegio,que de lo contrario se arrepentiría.

—¿Que se arrepentiría? —preguntó Nick, con incredulidad.—Eso me dijo —Marina se encogió de hombros—. Puede que las

cosas estén muy mal en su instituto, yo qué sé. Es posible que hayamuchos chavales enfermos allí.

Escuché todo aquello profundamente impresionada. Nick parecíatan horrorizado como yo, y Lane sacudía la cabeza como si no dieracrédito. Pero yo sabía demasiado bien lo cruel que puede llegar aser la gente, lo implacables que llegan a ser sus burlas y cómoconsigue convencerte de que nunca más tendrás amigos.

—Es posible —convino Charlie—. No puede ser tan malo, ¿no?Recuperarse, quiero decir.

—No es el caso de mi instituto, para nada —intervino Lane—.Que yo sepa, fui el único que cayó enfermo.

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—Sí, pero basta una persona con ganas de crear problemas y, derepente, todo el mundo se pone de los nervios —opinó Nick—.Busca en los libros de Historia, si no me crees.

—Juego de tronos es ficción —le solté, y Marina se rio entredientes.

—Lo más curioso es que Amit lamenta haber abandonado Latham—prosiguió Marina—. No paraba de decir que no tenía ningúnamigo, que estaba completamente solo. Aquí, como mínimo, erauno más. Tenía una vida, cuando menos.

—Menuda vida —rezongó Nick.—¿Novia, amigos, una habitación propia, cero deberes y ninguna

tarea? —rio Marina—. Como vida no está nada mal, creo yo.—Bueno, eso lo dirás por ti —replicó Nick, y me dirigió una mirada

casi acusadora.

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Capítulo treceLane

Aquella semana me dormí cada noche soñando con Sadie.A veces estábamos en el bosque, donde ella fotografiaba un

monstruo que yo no veía. «La gente no se lo va a creer», repetíamientras se acercaba a él. Y yo no paraba de gritarle que corriera aponerse a salvo, aunque ella me había prometido que el monstruono nos haría daño.

Otras estábamos tendidos en un prado, rodeados de flores, y ellame tomaba la mano, que estaba cubierta de números. «Venga,Lane, saltemos», me suplicaba, y de repente estábamos al borde deun escarpado precipicio. Yo observaba horrorizado cómo Sadiesaltaba entre risas. Pero flotaba suavemente hasta el fondo, como siun paracaídas invisible frenara su descenso. Y cuando yo saltabapara reunirme con ella, descubría que no había ningún paracaídas.

Siempre despertaba empapado de sudor, acurrucado junto alteléfono. Y siempre miraba a mi alrededor aliviado, convencido deque había sufrido una pesadilla.

El jueves por la tarde acudimos todos a la biblioteca, con laintención de conectarnos a internet usando el truco del router.Marina se sentó al ordenador, mientras que Nick y Charlie seinstalaron en las mesas traseras. Sadie y yo nos refugiamos entrelas estanterías y nos acomodamos en el suelo, de espaldas a lasenciclopedias. Ella llevaba el pelo húmedo después de una duchareciente, recogido en alto. Olía de maravilla, a menta, a naranjas y

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libros viejos, aunque supongo que eso último se lo debía a labiblioteca.

Sosteníamos los portátiles sobre el regazo, el mismo MacBookque usaba todo el mundo. El suyo estaba machacado, como sihubiera sobrevivido a una guerra. Yo guardaba el mío en unestuche, con un protector de silicona sobre el teclado para que nose rayase. Cuando lo abrí, Sadie se burló de mí y me preguntó si miordenador llevaba condón. El mero hecho de oírla pronunciar lapalabra «condón» lanzó a mi imaginación a caminar por toda clasede lascivas callejuelas y ahora me costaba lo mío concentrarme.

La tenía tan cerca que de tanto en tanto, cuando escribía, su codorozaba el mío. Yo tenía ganas de inclinarme hacia ella para besarla.Llevaba unos días queriendo hacerlo, puede que más tiempo, perono quería estropear las cosas y tampoco sabía cómo empezar.

Eché una ojeada a su pantalla para comprobar si habíaencontrado algo interesante, pero estaba abriendo imágenes al azar,fotografías de gente guapa posando en entornos bonitos, todospertrechados con globos, pasteles y cosas así. Yo había entrado enla página de Stanford para curiosear.

El doctor Barons decía que mis constantes vitales habíanmejorado y que la última radiografía no tenía mal aspecto así que,por lo visto, eso de no hacer los deberes, echarse la siesta y dormirnueve horas daba resultado. Pese a todo, seguía sin responder amis preguntas acerca de cuándo me dejarían volver a casa, o sipodría hacerlo. Se limitaba a decir: «En cuanto te hayasrecuperado», con su sonrisa de mierda, como si no supiera por quétenía tanta prisa por regresar, o que mis asignaturas de excelenciaseguían escondidas en un cajón secreto de su despacho.

Encontré los plazos de admisión de solicitudes en la página webde Stanford. La convocatoria de ingreso anticipado casi habíaexpirado y comprendí que ya no llegaba, pero había tiempo hastaenero para solicitar una plaza por la vía normal. Quería saber sisería posible, y parecía que así era. Si me daban el alta en Lathamantes de tres meses, mi solicitud llegaría por los pelos. Que meadmitieran, estando mi nombre y mi número de la Seguridad Socialincluidos en la base de datos nacional de casos activos de

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tuberculosis, ya era otra historia. No creía que Stanford searriesgase a asignarme un compañero de cuarto, por más que eldoctor Barons certificara que mi tuberculosis estaba controlada,porque siempre existía la posibilidad de una recaída. Intentésonsacarle algo al médico sobre el futuro universitario de lospacientes de Latham una vez les daban el alta, pero me miró conseveridad y me dijo que «me centrara en el presente». Me entraronganas de estrangularlo con el estetoscopio.

Ya me estaba centrando en el presente. Pero eso no implicabaque no sintiera curiosidad por lo que vendría después.

Sadie se inclinó hacia mí y me preguntó qué estaba mirando. Yogiré el portátil para enseñarle una foto del campus.

—Qué bonito —dijo.—Sí —suspiré, y decidí entrar en Facebook para dejar de

obsesionarme con Stanford, lo que, visto ahora, no fue la mejor ideadel mundo.

La avalancha de mensajes del tipo «que te mejores» habíacesado. Cero notificaciones. Mi cuenta parecía muerta y olvidada, yme pregunté cómo era posible que me hubiera perdido mi propiofuneral. El baile de bienvenida del instituto se había celebrado elpasado fin de semana y mi apartado de noticias estaba repleto defotos de la fiesta. Retratos de grupo en el interior de las limusinas,ellos de traje, ellas con vestido, las chicas señalándose los pies paramostrar sus Converse.

Yo siempre había pasado del baile de bienvenida. Se celebrabajusto antes de los exámenes de la primera evaluación y, aunquehubiera querido acudir, no habría sabido a quién invitar ni habríatenido narices para pedírselo. No cuando era consciente de que,antes de responder, me iban a preguntar si mi padre sería uno delos vigilantes. Y yo no habría sabido si me rechazaban a mí o a laidea de asistir con el hijo del señor Rosen. Me pareció un milagroque Hannah mostrara interés en mí. Hannah, que llegó al institutoen cuarto de Secundaria y no había visto la pegatina amarilla queanunciaba que mi padre era un asco. Hannah, que habría sido mipareja este año y mi última oportunidad de participar en algo juntocon todos los demás.

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Sin embargo, ya no habría más bailes de bienvenida. Me loshabía perdido todos. No sabía que me importase pero, ahora que laocasión se había esfumado, comprendí que sí, en parte. Todosparecían contentísimos en las fotos, y si hubiera podido retrocederen el tiempo habría invitado a cualquiera. Fui bajando, curioseandofotos de grupos que posaban ante la casa de este o de aquel, en losasientos traseros de las limusinas, y de repente me quedé helado.

Acababa de ver una foto de Hannah con un chico llamado Parker.Ella se había ondulado el cabello y Parker llevaba traje y gafas desol, aunque obviamente era de noche en el exterior. Estaban en elbaile, ante un fondo de gradas y papel de embalar.

Sin embargo, no era eso lo que yo miraba con atención, sino elanuncio que acompañaba la foto: «Hannah Chung tiene una relacióncon Parker Nguyen». Había montones de «Me gusta». Cantidad decomentarios de chavales con los que me había sentado a comer oque habían competido a mi lado en el Modelo ONU y que ahoraproclamaban: «¡Por fin!» y «¡Chicos, sois lo más!».

Si ellos eran lo más, supongo que yo era lo de menos.Cerré los ojos e inspiré hondo, haciendo esfuerzos para no

sentirme afectado. ¿Qué me importaba a mí que Hannah saliera conParker? Había coincidido alguna que otra vez con él en el ModeloONU. Un chico tirando a cafre, aunque no era mal tío. Siemprellevaba camisa negra con corbata roja a las conferencias, porque elrojo es el color del poder. No paraba de decir chorradas de eseestilo, como que usar boli en un examen tipo test demuestraseguridad en uno mismo, o que viajar a las universidades paracelebrar la entrevista en el mismo campus en lugar de hacerlo en lapropia ciudad te hace parecer más serio.

—Eh —dijo Sadie—. ¿Qué pasa? Cualquiera diría que has vistoun fantasma.

Más bien me he convertido en uno, pensé. Todos éramosfantasmas en el Hogar Latham, porque permanecíamos apegados avidas que ya no nos pertenecían. Pero me callé. Me limité aencogerme de hombros y giré el ordenador para que viera lasonriente instantánea de la parejita feliz en su perfecto último curso.

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—Un momento —exclamó, atando cabos—. ¿Esa es Hannah,Hannah? ¿Tu ex?

—La misma.Intenté convencerme de que me daba igual. Me dije que el

instituto nunca me había importado demasiado, que Hannah metraía sin cuidado, que todo aquello ya no formaba parte de mí.Corría el mes de octubre, yo vivía en Latham y el resto de mi vida nose vería afectado por las cuentas de Facebook de mis antiguoscompañeros.

Tenía cosas más importantes en las que pensar. Cosas por lasque nadie debería preocuparse a los diecisiete años, como análisisde sangre, radiografías, la prima del seguro de mis padres y elformulario ONR (orden de no resucitar) que habíamos firmado en eldespacho del doctor Barons antes de que me entregaran el sensormédico y me despojaran de todo aquello que recordaseremotamente a mi antigua vida. Y ahora era demasiado tarde parahacer nada que no fuera mantener la esperanza y seguir adelantesin desfallecer.

—No pasa nada —repetí, sobre todo para convencerme a mímismo—. Hannah puede hacer lo que quiera. Es solo que noesperaba que me borrasen de mi antigua existencia así, sin más.

Suspiré, y Sadie me posó una mano en el hombro.—Como vida, tampoco era gran cosa —proseguí—. No hacía

nada más que estudiar, e incluso cuando tenía novia noslimitábamos a ir a Barnes and Noble a hacer los deberes y apreparar las charlas del Modelo ONU. Sabía que los demás asistíana fiestas y a bailes, que hacían excursiones a la playa y tal, pero amí todo eso me parecía una bobada porque, en el instante en quenos marcháramos a la universidad, borraríamos el instituto denuestras vidas. Pero ahora se trata de mí. Es a mí al que hanborrado de sus vidas. Ni siquiera eso, la verdad, porque, para que teborren, primero tienes que haber dejado huella.

Me quedé allí, contemplando la pantalla con tristeza. Sadie searrimó a mí y me apoyó la cabeza en el hombro.

—Nadie te ha borrado —afirmó—. Las cosas que se borran,desaparecen. Más bien te han… desalojado a la fuerza de tu

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antigua vida. Sigues dejando huella, solo que en otro sitio.—Desalojado a la fuerza —repetí, para comprobar cómo sonaba.—Exacto —asintió Sadie—. Y ahora estás aquí, en la biblioteca,

conmigo.—Esa es la parte buena.Lo pensaba de verdad, e intenté reunir valor para decírselo.Aún no había conseguido hacerlo cuando Charlie se asomó para

ver qué hacíamos.—Internet se ha caído —dijo—. ¿A qué viene tanto mimo?—No está prohibido hacerse mimos —replicó Sadie.—Sí, pero ¿por qué os deprime? —preguntó.—Lane está triste por culpa de Facebook —explicó Sadie.—Por culpa de mi exnovia —aclaré yo—. No de la página en

general.Charlie negó con la cabeza.—Bórrate —insistió—. Siempre te lo estoy diciendo.Pero no podía. Aunque la verdad era que no tenía mucho sentido

seguir inscrito. Nadie se ponía ya en contacto conmigo, solo semantenían informados. Y luego, cuando ya no pudieron mantenerseinformados, me olvidaron.

Ojalá pudiera recuperarlo todo. Todas las tardes que me quedé encasa deseando saber qué hacían los demás, pero sin atreverme apreguntar. Las incontables noches en que caí dormido sobre elescritorio. La piscina de la urbanización, junto a la que pasé duranteaños sin detenerme a hacer unos largos. Mi costumbre de volverdirectamente a casa al salir del centro formativo porque jamás seme ocurrió ir a dar una vuelta en coche, a ver qué me deparaba lanoche.

Tal vez fuera preferible hacer como Sadie, curiosear sobrefantasías de gente increíblemente guapa merendando bajo la TorreEiffel, en lugar de mirar una crónica de cómo sus conocidos sedivertían sin ella. O quizás, sencillamente, me dolía que miexistencia anterior hubiera sido tan limitada y patética. Ojalá pudierarecuperarlo todo.

Entonces me di cuenta de que no había tenido una vida, sino unplan de vida. Y que conste que no estoy diciendo que ahora pasara

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de todas esas cosas —Stanford, prácticas en verano, un máster—,pero dudaba de que mi forma de alcanzarlas hubiera sido acertada.Si todas las personas que estudian en la universidad se encerrasena hincar los codos cada noche, ¿qué sentido tendría estar allí? Igualque en Latham: a veces lo importante no es ser el mejor, porque esono implica que tengas la mejor vida, ni los mejores amigos, ni losmejores momentos.

No quería pasar los próximos seis años quedándome dormidosobre el escritorio, con los auriculares puestos para no oír a la genteque se está divirtiendo. No quería pasar corriendo por delante demultitud de instantes que algún día lamentaría haberme perdido. Vicómo se estrechaba mi futuro, cómo los bailes escolares, lospartidos de fútbol, las infinitas opciones se estrujaban hasta que huirde la muerte se había convertido en mi principal actividadextracurricular. Y aun si el camino dejaba de estrecharse, ya nuncasería tan ancho como lo fue en otro tiempo. No iba a recuperar mivida y, aunque pudiera, no estaba seguro de querer hacerlo. Ya nosabía lo que quería, excepto dormirme cada noche oyendo la voz deSadie al teléfono, en el Hogar Latham y también después, cuandoambos hubiéramos vuelto a casa.

—Tengo una idea —anunció Sadie a la vez que dejaba su bocadilloen el plato. Era viernes, a la hora del almuerzo, y todos nosestábamos comiendo nuestros sándwiches de jamón y queso; todosexcepto Nick, que había cortado el suyo en tiras y las estabadistribuyendo en el plato.

—El sarcasmo ya está inventado, lo siento —le espetó este sindespegar la vista del bocadillo.

Sadie puso los ojos en blanco, un gesto que ambos se dedicabancada vez más a menudo. Nick siempre parecía cabreadoúltimamente, sobre todo con nosotros dos.

—Lo que tú digas —replicó Sadie—. He pensado que esta nochepodríamos asistir a la proyección.

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Charlie, que garabateaba en su libreta, alzó la cabezasorprendido.

—Nunca asistimos a la proyección —señaló con recelo.—Lo sé —dijo Sadie.—¿Y por qué deberíamos acudir hoy? —preguntó Marina.—¡Ajá! —dijo Sadie—. ¿Lo veis? Esa es la pregunta que

deberíais haceros. ¿Por qué deberíamos ir a una cutre fiesta depijamas, en el gimnasio, rodeados de vigilantes, en la que sirvententempiés saludables y a la que asiste un montón de gente que notragamos?

—Realmente nos lo estás vendiendo muy bien —intervinemientras removía mi sopa. Era de tomate y estaba asquerosa auncon tropezones de sándwich de queso. Yo sospechaba que, enrealidad, no era otra cosa que salsa de tomate aguada.

—El plan es tan alucinante que se vende por sí mismo —prometióSadie—. Ya veréis… En lugar de acudir en pijama, como todo elmundo, nos vestiremos de gala. Con corbata y todo, chicos.

Sadie se arrellanó en la silla con una expresión triunfal en elrostro.

—¿De fiesta? —repitió Nick, sopesando la idea—. ¿Y habráalcohol?

—Si tienes alcohol, habrá alcohol —asintió ella.—Ah, como si fuera el Día Elegante —observé yo, y todo el

mundo me miró de hito en hito. —¿Os estáis quedando conmigo? —pregunté—. ¿Acaso soy el único que se ha criado en el sur deCalifornia? Una vez al año, la gente se viste de punta en blancopara ir a Disneylandia. Es lo más.

Bueno, o eso parecía en las fotos de mis compañeros de clase,que acudían sin mí.

—Brutal —asintió Sadie—. Así pues, esta noche celebraremos elDía Elegante.

—No puede ser un día si es de noche —señaló Nick.Sadie le sacó la lengua.—Sí que puede. El día dura veinticuatro horas —replicó—. Ahora,

cierra el pico. Está decidido.

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Después de comer Charlie insistió en encerrarse en su habitación, ycuando Nick trató de convencerlo de que saliera e hiciera algo connosotros, dijo que estaba componiendo.

—De vez en cuando le da la vena —me informó Nick—. Dentro deun par de días se le habrá pasado y empezará a molestarnos paraque escuchemos el tema terminado.

Así que Nick y yo subimos a su cuarto y nos enfrascamos en unvideojuego de vampiros que, ejem, se me daba fatal. Yo propuseque cambiáramos de juego, pero Nick insistió en que tenía quecogerle el tranquillo.

—¿De verdad te vas a vestir de traje para lo de esta noche? —mepreguntó mientras su avatar echaba mano de un crucifijo.

—Si lo hacemos todos… —repuse, encogiéndome de hombros.—Le sigues la corriente a Sadie en todo, ¿no? —me desafió Nick.—¿Y eso qué se supone que significa?En la pantalla, su personaje mató a tres vampiros de una vez. Yo

tenía la teoría de que había un comando especial para hacer eso,pero no quise preguntar.

—Podrías escoger a la chica de Latham que quisieras, ¿sabes?—me soltó Nick, enfadado.

—Si tú lo dices —respondí, porque no podía hablar en serio. Pero,por lo visto, sí.

—Venga. Cualquier chica de Francés accedería encantada a quele untaras mantequilla en el cruasán.

—¿Mantequilla en el cruasán?—Llámalo como quieras —prosiguió Nick—. Todas te dirían que

sí. Pero a ti solo te interesa Sadie. Es una puta injusticia.A punto estaba de preguntarle que qué tenía eso de injusto

cuando se me encendió la bombilla. Puede que Sadie solo quisieraa Nick como amigo, pero el sentimiento no era mutuo.

—Pensaba que solo erais colegas —observé.Nick se cargó otro vampiro antes de contestar.—De momento. Ya caerá.

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Pero los dos sabíamos que no sería así.—Haz lo que quieras —insistió Nick—. Yo solo te digo que hay

más flores en el prado, y seguramente más dispuestas, si lo quequieres es echar un polvo.

—Pero ninguna es Sadie —objeté.—No, ninguna es Sadie —reconoció Nick.En aquel momento me pilló un vampiro y mi avatar cayó al suelo

retorciéndose. A Nick se le escapó una sonrisa.

Yo no sabía por qué mi madre había incluido una corbata y un trajeen el equipaje, pero allí estaban, y por suerte no demasiadoarrugados. A pesar de sus protestas, Nick se puso un chaleco conun reloj de bolsillo, y lo encontré frenético en el baño, untándosegomina en el pelo y rezongando. Incluso Charlie se metió en elpapel y se puso una americana, un chal y perfilador de ojos,indumentaria que Nick catalogó como «un triste tributo a DavidBowie».

—Puedes Davidbowiarme todo lo que quieras —replicó Charlie—.Al menos yo no voy disfrazado del profesor Slughorn.

Contuve la risa. Estábamos en el porche, cargados conalmohadas bajo los brazos y mantas en las mochilas, esperando alas chicas.

—¿De quién voy disfrazada? —preguntó Marina a la vez que nossaludaba con un gesto.

—Vaya, pero si es Audrey Hepburn —exclamó Charlie, y Marinale dedicó una pose.

Llevaba un vestido negro con unos largos guantes blancos yestaba guapísima. Pero en aquel momento divisé a Sadie y mequedé sin aliento.

Se había puesto un vestido verde que parecía sacado de unafotografía antigua, se había rizado el cabello y llevaba tacones.Parecía una modelo de esas fotos que curioseaba en internet,chicas demasiado perfectas para ser reales.

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Solo que ella sí era real. Y caminaba hacia mí. Me miró,esbozando una sonrisa maravillosa, y yo no me podía creer queexistiera una chica tan hermosa en el universo.

—Hala —exclamé.Me propinó un golpe con la almohada que llevaba entre los

brazos. Yo quise devolverle el trompazo, pero gritó y se apartó,suplicándome al mismo tiempo que no le arruinara el peinado.Mientras nos acercábamos al gimnasio, yo levantaba la almohadauna y otra vez y ella no paraba de decir: «¡No, por favor!». Y yo lachinchaba: «Que voy». Y estoy seguro de que todos estaban hastalas narices de nosotros.

Nunca antes había estado en el gimnasio. Era el típico pabellónde instituto, aunque habían retirado las gradas. Todo el mundo ibaenfundado en un pijama o un chándal y se habían acomodado en elsuelo, sobre mantas y almohadas.

Unas cuantas personas miraron extrañadas la forma en queíbamos vestidos, pero Sadie soltó una risa.

—Les da rabia que no se les haya ocurrido a ellos —me susurró.Y a mí me habría gustado llevar camiseta en lugar de corbata,

pero no lo dije.Nos instalamos en la zona del fondo, creando un mosaico de

mantas y almohadas. Una enfermera que no conocía se acercó ynos sonrió.

—Pero mirad qué guapos estáis —dijo, y nos entregó tentempiésde fruta ecológica y cartones de leche con cacao, como situviéramos cinco años.

Me quedé mirando los aperitivos de fruta con desaliento.—¿No hay palomitas? —pregunté.—Las toses no te dejarían oír la película —explicó Marina—, pero

échale un vistazo a las botellas de agua.Tenía razón. Aquí y allá, la gente se pasaba cantimploras de

plástico sumamente sospechosas.—Hablando de lo cual… —dijo Nick. Abrió su mochila y sacó un

montón de envases de zumo de manzana, uno de los tentempiéscutres que vendían en la cafetería. Yo siempre me había preguntadoa quién se le ocurriría comprarlos.

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El zumo que me pasó Nick había sido manipulado: llevaba untrozo de cinta adhesiva que cubría el orificio. Interrogué a mi amigocon la mirada y él puso los ojos en blanco, como si la respuestafuera obvia.

—Los he mejorado —explicó.Clavé la pajita y, con cautela, sorbí lo que resultó ser zumo de

manzana con vodka. Muy cargado. Empecé a toser. No me loesperaba.

—Te acostumbrarás —me dijo Charlie entre risas.Tomé otro trago y, ahora que ya estaba advertido, me supo mucho

mejor.—Deja de moverte, las estás estropeando —Sadie regañó a Nick.Había traído la cámara y no paraba de sacarnos fotos. Luego se

las enseñaba a Marina entre risas. Me pidió que me acercara a susitio, cosa que hice.

—Sonríe —dijo, y arrimó su cara a la mía. Sostuvo la cámara a unbrazo de distancia y disparó. A continuación giró el aparato paraenseñarme la foto.

Era un perfecto primer plano de nosotros dos. Sadie sonriendo deoreja a oreja con su vestido de fiesta, yo de traje y corbata, el peloen su sitio por una vez. Al fondo, veías la pared del viejo gimnasiocon sus banderines desvaídos, recuerdo de cuando la escuela deWhitley participaba en ligas de baloncesto. Era idéntica a las fotosque habían colgado mis compañeros de instituto. Idéntica a la fotode Hannah, bien pensado. Cualquiera que la viera concluiría que loestábamos pasando fenomenal, y podría haber sido tomada encualquier parte. Incluso en un baile de bienvenida.

—Es genial —dije.—He pensado que querrías colgarla en Facebook. Para que

documentes tu nueva vida después de haber sido desalojado de laantigua.

—Es perfecta —asentí. Y lo era. La broma de subirla a internettampoco me pareció mala idea. De hacerla pasar por algo que noera. De hacernos pasar por algo que podíamos ser. O, supongo, poruna de las muchas cosas que yo quería que fuéramos.

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—Por eso he propuesto que nos arregláramos esta noche —confesó, aunque sonreía como si hablara en broma, así que nopude estar seguro—. Todo ha sido una excusa para que tuvierasesta foto.

Una enfermera que no conocía terminó de instalar el proyector,las luces se atenuaron y la película comenzó. Todo en un día. Es unbuen filme y yo ya lo había visto, así que mejor que mejor porque,de ese modo, no tendría que prestar demasiada atención ypodríamos disfrutar de la película juntos más que mirar la pantallaen silencio.

Nos pasábamos los envases disimuladamente, más vodka quezumo. Yo había tomado alguna que otra cerveza durante las nochesdel Modelo ONU, pero nunca bebidas fuertes. Jamás hubieraimaginado que me iniciaría en una fiesta de pijamas, bebiendovodka de un cartón de zumo y vestido con traje y corbata, peroalgún día todo eso se convertiría en una anécdota divertida, supuse.No tenía muchas que contar aunque, desde mi llegada a Latham,había acumulado unas cuantas.

No estaba acostumbrado a beber alcohol y el vodka me hacíatoser. De haber estado en otra parte, seguramente nos habríanpescado. Allí, en cambio, cada vez que alguien carraspeaba, losdemás sonreían como si la tos fuera una broma privada.

Estaba tumbado boca abajo, con los codos apoyados en laalmohada. En la pantalla, Ferris Bueller afirmó ser Abe Froman, elrey de las salchichas de Chicago, y la gente se partió de risa. Teníala sensación de estar flotando, supongo que por culpa del alcohol, yaunque fuera una celebración boba, con vigilantes y chavalesenfermos en pijama, fue una de las mejores noches de las quehabía disfrutado en mucho tiempo.

Estaba allí, con el grupo de amigos que todo el mundo querríatener, haciendo una travesura tonta, y no me dije ni una vez quedebería estar estudiando en lugar de viendo una peli.

Hacia la mitad del filme, Sadie arrimó su manta.—Hola —susurró.—Hola —respondí, también en susurros.

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—¿Te importa si la veo desde aquí? —me preguntó antes decolocar su almohada junto a la mía.

Reinaba la oscuridad en el gimnasio, y en aquella zona soloestábamos nosotros cinco, apartados del resto. No sé por qué, peroeso de tener a Sadie tendida a mi lado me parecía mucho másíntimo que estar sentados en un cuarto viendo una película juntos.Me hipnotizaba la curva de su espalda desnuda y ella estaba tanguapa que no sabía por dónde empezar.

Me apoyé sobre un codo para contemplarla en vez de mirar lapantalla. Sadie me imitó.

—Siento mucho que no sea un baile de verdad —cuchicheó.—No pasa nada, es un gimnasio de verdad.—Y no me has dejado plantada.—Nunca lo haría.Sadie me sonrió, y yo tuve la sensación de que el universo se

sostenía gracias a ella.—Ya lo sé —dijo.Cuando la película terminó, nos encaminamos hacia las

residencias. Nick estaba enfurruñado; se había pimplado comomínimo tres zumos él solito. Noté que Marina aplaudía en silenciocuando Sadie y yo echamos a andar juntos y yo le cogí la almohada.Charlie llevaba media película quejándose de que se estabameando, advirtiéndonos de que no tenía gracia y pidiendo por favorque no le hiciéramos reír, o seríamos personalmente responsablesde las consecuencias, o sea, de que se lo hiciera encima.

Teníamos veinte minutos de margen antes de que apagaran lasluces, apenas tiempo suficiente para nada, pero yo me había bebidoun zumo cargado de vodka vestido con traje y corbata, así queaquella noche tan rara hacía rato que se me había ido de las manos.

Charlie se encaminó directamente a la casa 6 y Nick lo siguió.—Hhhmmm. Luego nos vemos —se despidió Marina, bostezando,

antes de encaminarse a la residencia de las chicas.Y nos dejó a Sadie y a mí a solas, plantados sobre la hierba, yo

todavía cargado con las dos engorrosas almohadas.—¿Por qué no las dejas por ahí? —me sugirió Sadie, así que las

solté en el columpio del porche y nos quedamos allí sin saber qué

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hacer a continuación.La gente pasaba por nuestro lado en pijama, charlando y riendo

en tono alegre pero fatigado, y tuve la sensación de que aúnseguíamos de campamento. Como si nunca nos hubiéramosmarchado, pero sí que hubiésemos crecido cada uno por su lado yacabáramos de reencontrarnos.

—¿Quieres dar una vuelta? —pregunté.—Un paseo —dijo Sadie entre risas—. Adelante, caballero,

mostradme el jardín.Entrelazó su brazo al mío y caminamos hacia el cenador.—No —dije, cambiando de dirección—. Ese sitio es triste. No

vayamos allí.—De acuerdo. Tengo una idea mejor.—Tú siempre tienes una idea mejor —me burlé.—No sé si tomármelo como un cumplido —replicó, antes de

tomarme la mano para arrastrarme en dirección al bosque.Faltaban aún un par de días para la luna llena, pero el brillo de

sus rayos bastaba para iluminar el camino. Hacía siglos que no meinternaba en el bosque en plena noche y tuve la sensación de quelos árboles se inclinaban hacia mí, de que zumbaban, susurraban yvibraban a mi alrededor.

—¿Adónde vamos? —pregunté.—¡Chis!, estamos viajando en el tiempo.Sadie se inclinó para quitarse los zapatos de tacón y echó a andar

por delante de mí, enfundada en aquel vestido verde de espaldadolorosamente escotada, la curva de su columna pálida a la luz dela luna, y tiró de mi mano para que nos internásemos un trecho másen la fronda.

—Ya estamos —declaró, y se detuvo repentinamente.—¿Dónde?—Campamento Griffith, hace cuatro veranos. La noche del baile.Detrás de ella había una roca enorme, muy parecida a la que

protagonizaba las leyendas del campamento. Captando el guiño, mereí con ganas.

—¿Así que has traído la roca hasta aquí? —bromeé.

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—Sí, lo he hecho —repuso ella muy seria—. Porque he meditadomucho al respecto y he llegado a la conclusión de que la roca de losrolletes es el sitio más romántico del mundo para besarse porprimera vez.

—Bueno —dije—. ¿Quién soy yo para cuestionar la roca másromántica del mundo, que encima viaja en el tiempo?

Alucinaba con mi buena suerte y con aquella chica preciosa queme miraba fijamente a la luz de la luna. Dio un paso adelante, suslabios se posaron en los míos y ya nada importó. Ni queestuviéramos enfermos y tal vez nunca mejorásemos, ni que mehubiera perdido infinidad de cosas y quizás me perdiera aún más, nisiquiera que su pulsera no llevara una flor sino un sensor médico.

El mundo se derritió y solo quedamos los dos, en el bosque,nuestros labios unidos en busca de aquel beso que llevabaesperando desde que teníamos trece años.

—Bien —dijo.—Bien —repetí yo.—Supongo que ahora tengo tu tuberculosis —bromeó.—Supongo que ahora tengo tu primer beso.—Te ha costado mucho —repuso Sadie mordiéndose el labio, sin

dejar de mirarme.—Hay otro beso que también lleva tu nombre, pero tendrá que

esperar o llegaremos tarde.Y, aunque me habría quedado allí para siempre, tomé la mano

que buscaba la mía y nos apresuramos juntos a través del bosque,camino del resplandor suave y cálido de los chalés.

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Capítulo catorceSadie

Al regresar del bosque, no podía dormir. Yacía despierta bajo elcaluroso edredón y todo mi cuerpo vibraba a consecuencia de aquelbeso. Notaba la huella de sus labios en los míos, rememoraba lapresión de sus manos en mi espalda, el aroma de su jabón, el levesabor a manzana en su boca.

Qué importaba que me hubiera prometido a mí mismamantenerme alejada de los chicos de Latham, que pusiera los ojosen blanco cuando veía a otras parejas escapar al bosque oesconderse tras los edificios para entregarse a la actividadextracurricular favorita de Latham. Todo eso me traía sin cuidado.Solo quería caminar de puntillas hasta la casa 6, en pijama, abrir lapuerta del cuarto de Lane y acurrucarme con él, para que lasensación de nuestros labios en contacto no tuviera que terminar.

Besar a Lane era como escuchar por primera vez esa canción quevas a poner cien veces. Igual que la primera cucharada de heladode una copa llena. Pero, por encima de todo, era la extraña ymaravillosa experiencia de descubrir que algo es mejor de lo quejamás imaginaste.

¿Qué probabilidades había de que, entre los ciento cincuentachicos y chicas que vivíamos en Latham, hubiera uno cuya sonrisame llenara el estómago de mariposas, que también se había fijadoen mí y que hacía chistes sobre Harry Potter? ¿Y quéprobabilidades había de que fuera uno que conocía de antes y alque había despreciado sin motivo durante años?

Llevaba en Latham el tiempo suficiente como para no creer ensegundas oportunidades pero, aquella noche, mientras me invadía

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el sueño, me pregunté si Lane sería el milagro que Latham mehabía prometido, y si ese milagro sería lo bastante grande.

Por la mañana, Lane me esperaba en el porche, sentado en lamecedora. Se levantó de un salto cuando me vio, con una sonrisaancha y bobalicona en la cara. Llevaba el pelo todavía húmedo de laducha y se había puesto unos horribles pantalones cortos dedeporte, con un logo gigantesco de Aeropostale en la pernera.

—¿Te estás quedando conmigo? —le solté, y miré los pantaloneshaciendo una mueca.

—Eh, que ya nos hemos besado. Ahora no vale echarse atrás —bromeó, y bajó los escalones del porche de dos en dos.

Fue un detalle sin importancia, pero me di cuenta repentinamentede que tenía mucho mejor aspecto que a su llegada. De que laenfermera nunca se quedaba mucho rato en su habitación cuandonos acostábamos con los teléfonos escondidos, de que ahora poníalos ojos en blanco tras un ataque de tos en vez de hacer esfuerzospor contenerlo.

Me pregunté qué sería de mí si se marchaba, cuando semarchase, sin mí. Puede que él no lo hubiera pensado, porque yono parecía demasiado enferma. Y no lo estaba. Pero tampocomejoraba. Vivía con tuberculosis, lo cual era preferible a morir deella pero, mes tras mes, mis radiografías y análisis de sangrearrojaban los mismos resultados. Y yo no sabía qué cambio measustaba más, si la sentencia de muerte que temía desde el añoanterior, o el billete de vuelta a una vida de la que llevabademasiado tiempo ausente para recuperarla, a un mundo quesiempre me trataría como a una extraña.

Yo solo sabía que Lane me sonreía y que, aun habiendo estado atiempo de echarme atrás, no habría sido capaz.

—¿Y qué? ¿Quieres que te acompañe al comedor? —preguntó.Estaba tan serio, tan emocionado ante la idea de acompañarme,

que me partí de risa.

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—Te advierto que tu plan no va a funcionar —le dije.—¿Qué plan?—El plan de cebarme hasta que parezca un elefante del circo.—Lo tendré en cuenta —repuso—. Mientras tanto, ¿tortitas?—Mientras tanto, tortitas.Y bajé los escalones del porche de dos en dos, imitándole y

fingiendo que no me dolía el pecho a causa del esfuerzo.

No se me había pasado por la cabeza que aquella mañana fuera anotar nada raro o distinto en el comedor, pero advertí que la genteestaba pendiente de nosotros cuando Lane y yo nos unimos a lacola. Todo el mundo nos miraba. Por un instante, pensé que quizáshubiera sucedido algo horrible, pero Nick y Charlie estaban alprincipio de la fila y yo había visto a Marina en el baño hacía diezminutos, peleándose con el delineador de ojos.

—¿Qué pasa? —susurró Lane, desconcertado.—Que tu pantalón es horrible —respondí, alargando la mano

hacia la fuente de magdalenas.—Espera —me la ofreció con una reverencia—. Mademoiselle,

quelque chose du sucré?Me derretí y, cuando hube acabado de derretirme, él seguía allí,

sonriendo detrás de una bandeja rebosante de magdalenas torcidas.—Soy incapaz de adivinar si las deformes saben mejor o peor —

dije.—Mucho mejor —prometió Lane—. Magdalenas deformes al

poder.—Como insulto, sería genial —observé—. No salgas con ella,

tiene una magdalena deforme.Nos reímos con ganas y alguien resopló con impaciencia a

nuestra espalda. Era Angela. Me miró entornando los ojos.—¿Querías algo? —le pregunté.—Tranquila, hay tiempo de sobra —me espetó ella, sonriendo con

dulzura—. Solo quería recordaros a los dos que es imposible

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acercarse al Señor cuando estás acostado.Durante un segundo, no entendí ni una palabra de lo que decía,

pero enseguida estallé en carcajadas.—Uf, vaya —repliqué—. Gracias por llamarme puta en el lenguaje

del Nuevo Testamento. Es supercristiano por tu parte.Le eché una ojeada a Lane, que seguía sosteniendo la bandeja y

hacía tantos esfuerzos por contener la risa que se había puestocomo un tomate.

Angela farfulló algo, pero no dijo nada más. Yo me aseguré deprolongar la elección del desayuno lo máximo posible, solamentepor fastidiarla. Pillé a otras chicas de Francés mirándonos también,y entonces até cabos.

Todo el mundo había asistido a la proyección de la noche anterior.Nos habían visto a Lane y a mí ligando, haciendo manitas, tendidosjuntos en un nido de mantas, y luego se habían percatado de quenos internábamos juntos en el bosque. No me había parado apensar en lo que un observador externo podría concluir: quehabíamos hecho mucho más de lo que habíamos hecho en realidady que presumíamos de ello, para que todos lo supieran. Y no mehabía percatado de la cantidad de chicas que le habían echado elojo a Lane hasta que las vi asesinarnos con la mirada por detrás desus tazones de yogur, con los ojos entornados de puroresentimiento.

Cuando Lane y yo llegamos a nuestra mesa, él titubeó unmomento pero, al final, se sentó en la silla vacía que había a milado. No paraba de darme toques con la pierna por debajo, lo queme pareció el gesto más mono del mundo.

Esperaba que Nick estuviera de malas pulgas con nosotros, comovenía sucediendo desde la excursión al Starbucks pero,afortunadamente, tenía demasiada resaca como para hacer nadaque no fuera gemir y coger una pinchadita mínima de huevosrevueltos.

—Tío, pero bebe un poco de agua —le aconsejó Charlie.Nick, que por lo visto no le había oído, tragó con dificultad y se

llevó a la boca otro bocado de huevos revueltos, con la mismaexpresión que si lo estuvieran obligando a comer caracoles.

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Marina puso los ojos en blanco y lo imitó, lo que nos hizo aullar derisa.

Hacía una mañana preciosa. El veranillo de San Martín. Ni una solanube empañaba el azul del cielo, y yo me sentía como si el cursoescolar estuviera a punto de acabar y no en sus comienzos. Habríasido una pena quedarse dentro, desperdiciando así uno de losúltimos días cálidos del otoño, así que nos tumbamos en la hierbamientras decidíamos qué hacer a continuación.

—Podríamos subir al monte —propuso Marina por fin, yaceptamos la sugerencia.

El monte era una ladera, con vistas a los terrenos de Latham, queascendía por el extremo opuesto del lago. No era exactamente unmonte, pero daba igual. Charlie llevó un tocadiscos portátil; Marina,una baraja de cartas; y todos teníamos libros en las mochilas,aunque Lane y yo fuimos los únicos que los hojeamos.

Nos pasamos toda la mañana sentados en aquella hierba cálida yblandita, escuchando los discos de pop psicodélico de Charlie yenseñando a Lane a jugar a La rata egipcia.

Nick, que por lo visto estaba agonizando, se tapó la cara con sujersey de punto y se durmió. Charlie y Marina se dedicaron aturnarse para echarle puñados de hierba en la barriga, y se partieronde risa cuando por fin se dio cuenta.

Era maravilloso estar los cinco juntos, sin hacer nada, y yo queríaque cada día fuera como aquel. Nosotros solos, al sol, sin prisa porir a ninguna otra parte.

Al cabo de un rato, Lane y yo fuimos a dar un paseo por el lago.Encontramos un bote de remos abandonado en la orilla. Estabaatado a una cadena, podrido y medio hundido.

—Qué triste metáfora de un bote —comentó Lane, señalando labarquita.

—Tienes razón. Es una metáfora, que es algo parecido a un símil—me burlé, y él me empujó de broma.

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—Te voy a tirar al lago —me amenazó.—Si lo haces, tú irás detrás —prometí, aunque me sacaba tanta

altura que podría haberme levantado en volandas y habermelanzado como un plato volador.

—Me arriesgaré —dijo, y se acercó a mí con ademánamenazador. Yo grité y eché a correr por la pequeña ladera hacia elbanco más cercano, haciendo esfuerzos al mismo tiempo por notoser.

Se sentó a mi lado con expresión compungida.—Perdona —se disculpó—. Nunca se me ocurriría tirarte al lago.—Excepto en sentido metafórico —no pude resistirme a decir.—¿Ah, sí? Te la vas a ganar.Y, al momento, Lane me estaba besando otra vez, con la mano

pegada a mi mejilla. Dicen que la piel es el órgano más grande delcuerpo, pero nunca hasta entonces lo había experimentado, lasensación de que las yemas de sus dedos dibujando lentamente lacurva de mi mandíbula podrían recorrerme el cuerpo de arribaabajo, arrancándome estremecimientos. Su habilidad para prenderen mí algo que no fuera fiebre.

—Oye —dijo Lane—. Quiero preguntarte una cosa.Carraspeó nervioso, y a mí me asustó tanto lo que pudiera decir

que toda clase de preguntas horribles cruzaron por mi pensamiento.—Si te pidiera una cita, ¿qué me dirías?Parecía nervioso, como si considerase la posibilidad de que yo lo

rechazara.—Pues… no estaría mal —repuse.Sonrió exultante, me sentó en su regazo, y era alto, perfecto y con

un pelo desastrado, y de verdad me estaba pidiendo una cita. Estavez no se trataba de una jugarreta de las chicas de mi cabaña.

—¿Y adónde podríamos ir? —pregunté—. ¿Al comedor? ¿A labiblioteca?

—Estaba pensando en el Festival de Halloween —repuso—. ¿Elpróximo viernes por la noche?

Me quedé a cuadros. En Latham no celebrábamos la fiesta deHalloween. O sea, pintábamos calabazas y proyectaban El retorno

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de las brujas, pero nada más. De golpe y porrazo, se me encendióla bombilla.

—¿Te refieres a Whitley? —pregunté.Lane asintió, conteniendo una sonrisa.—Recuerdo los carteles de cuando estuvimos allí.—¿Y qué ha sido del señor «hay cien razones por las que no

deberíamos ir al pueblo y no me moveré de aquí hasta haberlasrecitado todas»? —pregunté.

—Bueno —replicó Lane—. Me he dado cuenta de que ponermeen ese plan no me ayuda a ligar.

El resto de la semana fue tal y como debería haber sido elcampamento de verano. Tal y como habría sido mi vida cuatro añosatrás, si alguno de los dos hubiera tenido el suficiente valor odescaro como para dirigirle la palabra al otro. Fue una semana dejuegos de mesa en el porche, de polos de frutas comprados en lacafetería, de música intercambiada en lápices de memoria. Leíamoslibros de tapa blanda tumbados sobre la hierba, mirábamos lapuesta de sol a la orilla del lago y nos escondíamos en el bosquepara besarnos.

Por las noches, al teléfono, nos leíamos mutuamente las partesmás divertidas de nuestros respectivos libros, o hablábamos de losprogramas de televisión que veíamos de niños o de lo que haríamossi de verdad estuviéramos juntos en la cama, aunque medio enbroma. Decíamos cosas absurdas, que si yo le chuparía las corvas,que si él me acariciaría el cabello con los pies, y fingíamos estarexcitadísimos.

El viernes, el tiempo cambió y la noche resultó ser fría y brumosa.Tuve que renunciar al vestidito que había escogido y sustituirlo porunos vaqueros y un anorak verde. Cuando Lane me recogió, llevabauna chaqueta polar negra abrochada hasta la barbilla, y yo bromeédiciendo que parecía un Drácula.

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—¿Un Drácula? —preguntó—. O sea, ¿uno de los muchoscondes Drácula que existen?

—Cállate.—Voy a chuparrte la sangrre tipo A. El otrro, ese de ahí, prefierre

la del tipo B —Lane prosiguió, imitando en plan bobo el acento delconde Drácula.

Echamos a andar por el bosque. Era yo la encargada de buscar elcamino a Whitley, y en cierto momento Lane miró a su alrededor,desorientado.

—Era por allí —me dijo, y señaló en otra dirección.Nos habíamos desviado hacia el oeste más de lo que yo creía, y

casi habíamos llegado al lugar donde solía encontrarme conMichael. El rumbo que Lane indicaba se alejaba todavía más haciael oeste, algo del todo imposible.

—Es por aquí —afirmé, y le expliqué dónde estábamos.—Ya, ¿o sea que escogiste un rincón perdido en el bosque para

reunirte con un tío que no conoces de nada?—Yo no lo escogí —alegué, y le conté que Phillip manejaba el

mercado negro antes que Nick y que yo. Lo habíamos heredado dePhillip y, en cualquier caso, Michael y él eran primos lejanos, o algoasí.

Estábamos llegando a nuestro destino. Saqué el paquete decaramelos para la tos y le pasé uno a Lane.

—¿De verdad funcionan? —me preguntó.—Sí, y acabas de curarte —bromeé—. De nada.—¿Cómo podría darte las gracias?Lane esbozó una sonrisa traviesa y me atrajo hacia sí para

obsequiarme con un beso con sabor a jarabe de cereza. Y entoncessus manos se enredaron en mi cabello, su lengua empujó la mía yyo, sin querer, me tragué el caramelo.

El pueblo estaba allí mismo. Cuando llegamos, la calle mayorrebosaba de alegría, con sus lucecitas en los árboles y susescaparates decorados con motivos otoñales. El centro estabacerrado al tráfico. Había puestos por todas partes y una banda deancianos tocaba jazz en el viejo cenador.

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También había unas cuantas atracciones: una noria en miniatura,un tobogán gigante y unas sillas voladoras. El ambiente me recordóal de las ferias de pueblo a las que solía ir con mi madre y mihermana mientras las otras chicas de mi edad, las mismas a las queyo siempre miraba con envidia, andaban de acá para allá con susgrupos de amigos.

—Me recuerda a los festivales de mi instituto —comentó Lane,con una sonrisa de medio lado.

—Pues vaya con tu instituto —me burlé.Se encogió de hombros.—De todas formas, yo nunca participaba. A los profesores les

tocaba ponerse en el tanque de agua.Al principio no supe a qué se refería, pero enseguida deduje que

hablaba de ese juego de puntería en el que una persona cae a untanque lleno de agua cuando aciertas en el blanco. Y Lane me habíadicho que su padre daba clases en su colegio.

—En ese caso, habrá que compensarte por todos los festivalesque te perdiste —dije, y lo arrastré hacia la cola de los billetes.

Todo era carísimo, así que únicamente compramos para las sillasvoladoras.

—Tienes que darme la mano cuando estemos en el aire —sugerí—. Son las normas.

—¿Y qué conseguiré a cambio? —quiso saber Lane.—Un deseo.Me embargó la emoción cuando me abroché el cinturón de

seguridad, antes de elevarnos en el aire con los pies colgando. Lasvistas eran fantásticas desde ahí arriba. Se veía la carretera quellevaba a Latham, el campanario entre los árboles y los ordenadosjardines de las casas del pueblo. Me invadió una sensación extrañacuando vi los dos mundos al mismo tiempo: el mío y el mundo real.

Los columpios estaban un tanto separados entre sí, pero Lane lointentó de todos modos. Retorciéndose en el asiento, me miraba conla mano extendida. Yo también me incliné hacia él, tanto como pude.Pero no llegamos a tocarnos.

—Supongo que me he quedado sin mi deseo —bromeó Lanecuando bajamos tambaleándonos.

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—No te preocupes, no era para tanto —le aseguré—. Era undeseo del tamaño de un refresco mediano.

—Vaya, me has estropeado la sorpresa. Ahora ya sé que me heperdido un refresco mediano.

—O quizás media ración de churros —dije.—O quizás media ración de churros —repitió, fingiendo

desaliento.Caminamos de la mano por entre los puestos y Lane compró dos

sidras sin alcohol. Estaban ardiendo, así que nos sentamos sobreunas balas de heno, junto al huerto de calabazas, a esperar a quese enfriasen.

Me sentía fuera de lugar en el pueblo, pero siempre me sucedía lomismo. Llevaba tanto tiempo aislada de ese mundo que meextrañaba ver que la gente seguía bebiendo zumo verde y sacandoel móvil como si nada cada vez que les tocaba hacer cola.

—Qué bien se está —comenté. Tomé un trago de sidra e hice unamueca—. Uf. Quema.

—¿Todavía?—¿Por qué no la pruebas y lo averiguas tú mismo?—Buen intento —repuso Lane, entre risas.Allí cerca, unos niños corrían por el huerto de calabazas,

maquillados como personajes de fantasía y sobreexcitados porculpa del azúcar. Apoyé la cabeza en el hombro de Lane pensandoen mi hermana, de doce años. Demasiado mayor paraentusiasmarse por estas cosas pero aún lo bastante joven paradisfrazarse y pedir golosinas.

—¿Cuál ha sido tu peor disfraz de Halloween? —me preguntóLane.

—Me disfracé de Hermione Granger como cinco años seguidos —confesé—. Para cuando se me quedó pequeño el disfraz, ya habíaentrado en la etapa de la vergüenza.

—Yo me vestí de gorila una vez —admitió él.—¡No! —me reí.—Sí —insistió—. Creo que tenía cinco años. Vi el disfraz en un

castillo de Halloween, ¿sabes?, una de esas tiendas que aparecendurante unos meses y luego desaparecen.

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Asentí.—En fin. Me compraron el disfraz. De gorila. Mi madre me llevó a

pedir golosinas por las casas. Salimos muy temprano y solovisitamos los domicilios de nuestra manzana. Y aquel añoestábamos a veinticinco grados o así en la calle —me lanzó unaojeada con su sonrisa de medio lado—. Lo cual implicaba estar acasi cuarenta grados dentro de aquel disfraz grueso y peludo.Mandé a paseo la máscara a la altura de la tercera casa, luego lospies y después los guantes. Al cabo de diez minutos ahí estaba yo,enfundado en aquel mono de peluche, empapado de sudor yllorando, deseando volver a casa.

Nos echamos a reír. Traté de imaginar a un Lane de cinco añosvestido con un peludo disfraz de gorila, y no tuve que hacer un granesfuerzo. Al fin y al cabo, le había conocido con trece.

—Tienes que enseñarme una foto —insistí.—Vale, pero solo si tú me enseñas una tuya vestida con el

uniforme de Hogwarts —enarcó las cejas.—¡Ay, Dios mío, si solo tenía diez años!—Oye, a los trece eras bastante mona —bromeó.Pero no era verdad. A los trece era una niña delgaducha, de

cabello encrespado y unas tetas raras en forma de cono. A pesar detodo, fue un detalle por su parte.

Las sidras ya se habían enfriado, así que nos las tomamoscontemplando el ocaso y escuchando la horrible música procedentedel cenador.

—Me juego algo a que venden palomitas dulces.—Seguro — dijo Lane —. Iré a comprar.Lane me preguntó si quería que me acompañara, pero dije que no

con un gesto de la cabeza. No quería que se sintiera obligado ainvitarme también a las palomitas.

—Vuelvo enseguida —prometí.Y entonces hice algo que llevaba mucho tiempo sin darme el

gustazo de hacer: me fundí con la multitud. Me sentía libre, aun conel sensor médico en la muñeca, como si no estuviera exprimiendolas posibilidades que ofrecía Latham sino divirtiéndome de verdad,como haría una chica de diecisiete años cualquiera.

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Había salido con un chico muy mono, que me había invitado auna sidra y me había contado una bochornosa anécdota sobre suinfancia. Y luego, a lo mejor, daríamos un rodeo por el bosque paraque pudiera presumir de mi incomodísimo sujetador de encaje azul.Después nos acariciaríamos el cabello y él me acompañaría alporche y me daría un beso de buenas noches.

Encontré el puesto de palomitas dulces y compré un cubo. Nopude resistirme a probarlas en el camino de regreso. Los granos merasparon la garganta, así que me escondí en el callejón que habíaentre dos tiendas para toser a mis anchas.

Estaba recuperando el aliento cuando, de una de las puertastraseras, salieron dando traspiés tres pijillos ataviados con gorras debéisbol y zapatos náuticos. La puerta debía de pertenecer a un bar,pues el interior estaba oscuro y se oía la retransmisión de un partidoen la tele.

Tenían edad para ir a la universidad y me estudiaban con esaexpresión desagradable que yo creía reservada a las chicas quellevan vestidos ajustados, no vaqueros y camiseta a rayas.

Yo seguía tosiendo y el rubio se acercó, entre risas.—¿Te encuentras bien? —preguntó.—Es por el maíz —repuse, intentando contener la tos.—¿Quieres volver a entrar? Te invito a una copa —me propuso.Comprendí que me habían tomado por una clienta del bar. Lo cual

tenía sentido, porque yo me había detenido justo a la puerta.Negué con la cabeza.—Están esperando a alguien —decliné.—Te acompañaremos —decidió el chico, súbitamente insistente

—. ¿Vale?Sus amigos asintieron diciendo que sí, claro, que me

acompañarían.—No hace falta.Intenté escabullirme, pero él se interpuso en mi camino.—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Ya no quieres hablar con

nosotros?Eché un vistazo a la boca del callejón.

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—Ya te lo he dicho, me están esperando —repetí con firmeza, yeché a andar.

—Venga, preciosa, ¿adónde vas? —me gritó uno de sus amigos.Noté que me estaban siguiendo sin necesidad de volverme a

mirar. Oía sus pasos a mi espalda, pero resistí la tentación degirarme.

El miedo me atenazó la garganta cuando me siguieron por la calleque limitaba con la zona del festival. No sabía qué hacer para queme dejaran en paz y no quería llamar la atención de nadie más, porsi me preguntaban quién era o qué hacía allí.

—Venga, somos muy simpáticos, no corras tanto —gritó otro.Me giré en redondo.—Os he dicho que no —me enfadé—. Dejadme en paz.Se echaron a reír. Estaban muy cerca y me doblaban en tamaño.

No parecían comprender que la broma no tenía ninguna gracia.—Pero si hemos dicho que te acompañaríamos —alegó el más

alto—. Un caballero siempre cumple su palabra.—¡Pues sé un caballero y deja de seguirme! —insistí.Y entonces empecé a toser. Fue un ataque muy fuerte y me pilló

desprevenida. Las estúpidas palomitas dulces habían sido la peoridea del mundo.

Cuando recuperé el aliento, el alto había retrocedido un paso.—Jo, parece grave —dijo.—Tengo asma —alegué a la defensiva.—Eso no parece asma —sonrió el rubio, como si disfrutara

tomándome el pelo—. Parece contagioso. No nos irás a pegar lapeste, ¿eh, rubita?

—No si me dejáis en paz —repliqué.Pero él me agarró la muñeca por sorpresa. Yo forcejeé y la manga

del anorak se desplazó, revelando así el sensor médico y suparpadeante luz verde.

Todos lo miraron fijamente, y luego a mí.—Ay, mierda —se horrorizó el rubio—. Se ha escapado de ese

hospital tan siniestro.—Es posible que nos haya contagiado la puta tuberculosis —dijo

otro, uno con barba—. ¿De qué vas?

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—Espera, ha dicho que la estaban esperando. Eso significa quehay más por aquí —observó el más alto.

El corazón me latía desbocado. No sabía qué hacer. Si iba abuscar a Lane, me seguirían. Y si intentaba pedir ayuda me meteríaen un lío aún peor, si cabe. Yo era el monstruo de Frankenstein.María la Tifosa. El tipo que no para de estornudar en un avión.

Tenía los ojos clavados en ellos, horrorizada. En aquel momento,oí una voz masculina.

—¿Qué demonios estáis haciendo?Era Michael, con sus botas de estilo militar y sus tatuajes, que

caminaba hacia nosotros. Jamás lo había visto tan enfadado ni mehabía parecido tan amenazante como cuando miró a los tresborrachos con malas pulgas.

—Os he hecho una pregunta —exigió.—¡Es una paciente del hospital de tuberculosos de ahí arriba! —

respondió el rubio—. ¡Y hay más por aquí!Supliqué a Michael con la mirada que me encubriera.—Qué tontería —repuso él—. Es mi prima.—¿Tu prima? —preguntó uno de los chicos con el ceño fruncido.—Soy la hermana pequeña de Phillip —mentí.No sabían si creerlo.—Tengo quince años —continué al tiempo que agrandaba los ojos

con aire asustado. Eso, cuando menos, los inquietó.—Mierda —musitó el barbudo, que se había tragado el cuento.—¿Y entonces qué hacías en un bar?Michael me fulminó con la mirada.—No estaba en un bar. Estaba fuera, comiendo palomitas. Ellos

han salido y han empezado a meterse conmigo —expliqué.—Estáis borrachos —los acusó Michael—, y molestando a chicas

menores de edad. Así que dejad de mentir sobre lo que ha pasado ypor qué. Id a casa, dormid la mona y buscad «feminismo» en eldiccionario.

Michael echó a andar y yo le seguí, agradecida.—Gracias —dije.Él se giró a toda prisa, todavía enfadado.—No lo he hecho por ti sino por el negocio.

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—Bueno, vale.—No puedes hacer esto —me reprendió—. Esos chicos estaban a

punto de remover cielo y tierra para encontrar a tus amigos. Tenéisque dejar de venir. ¡Vais a contagiar a todo el mundo!

—No es verdad, solo estábamos sentados en el huerto decalabazas —objeté.

Se puso blanco como el papel.—¡Mi hijo está allí! —exclamó.—¿Tienes un hijo? —le pregunté.—Sí, tengo un hijo —repuso Michael, con rabia—. Tiene dos años

y medio y, como le pase algo, te juro por Dios que te vas a enterar.Si te vuelvo a ver por el pueblo, te delataré yo mismo. Ahora ve abuscar a tus amigos y lárgate de aquí.

—Bien —dije yo, y me marché sin despedirme. No era justo. Eranesos borrachos los que ponían a los demás en peligro, no yo. Noestaba haciendo nada. Ni siquiera me había acercado a nadie. Peroahora creía lo que Amit había dicho acerca de abandonar Latham.Ahí fuera había gente que se ponía frenética a la mínima y bastabauno solo de esos para desencadenar una caza de brujas.

Lane parecía preocupado cuando llegué a las balas de heno.—Has tardado mucho —comentó—. ¿Todo bien?No quería asustar a Lane. Parecía tan ilusionado, tan contento,

que me supo mal estropearle nuestra cita. Así que puse los ojos enblanco y le enseñé el cubo de palomitas.

—Había muchísima cola —expliqué—. Todo el mundo ha tenido lamisma idea. Pero deberíamos ir tirando. Es tarde.

—Sí, claro.Y me siguió hacia el viejo sendero. Tendiéndole las palomitas,

busqué en el bolso la linterna y la brújula.Nos las comimos durante el trayecto de vuelta, sin preocuparnos

de la tos. Y cuando llegamos a la roca del bosque que tanto separecía a la del campamento, yo ya no estaba tan alterada.

En realidad, no había pasado nada. Solo me había topado conunos gamberros, que se creían con derecho a meterse con unachica solo porque estaba sola. Esas cosas pasan constantemente.Y, siendo justos, yo aún podía propagar la enfermedad. No era como

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si me hubieran rehuido después de que los médicos hubierandeclarado inactiva mi tuberculosis. Yo era una desconocida pálida yenfermiza con una tos feísima. Pues claro que se habían puesto enguardia. Pero todo había terminado, no había motivos depreocupación. No dejaría que el incidente estropeara mi primera citade verdad. Y menos con un chico tan mono como Lane, que meinvitaba a sidra, me tomaba la mano y se comportaba como unperfecto caballero.

Lane se quedó mirando la piedra, y yo también.—A que no adivinas de qué color es mi sujetador —dije.—Seguro que no —repuso—. Pero sé la manera de averiguarlo.

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Capítulo quinceLane

Mi primer mes de estancia en el Hogar Latham llegó a su fin. Sinembargo, no me parecía correcto medir el tiempo de esa manera,considerar que mi vida en Latham hubiera empezado antes deSadie Bennet.

Telefoneaba a mis padres con cierta frecuencia y, cuando mepreguntaban cómo me encontraba, si dormía bien y todo eso, lescontestaba y todo. Supuse que era mi deber convencerlos de queno yacía en mi lecho de muerte a seiscientos kilómetros de casa,tratando de llevar al día los dosieres de Historia Europea Avanzada.Y lo curioso es que se entusiasmaron cuando les conté que habíahecho amigos en clase de Francés, que jugábamos a las cartas eintercambiábamos libros. Ni siquiera protestaron cuando confeséque había dejado los estudios a un lado para centrarme en mirecuperación.

Cuanto más tiempo pasaba fuera de casa, menos rencor lesguardaba por supuestos agravios. Es verdad, siempre habían sidoestrictos, pero yo jamás había insinuado que me disgustara mi vidatal como era. Yo quería ser el mejor tanto como ellos deseaban quelo fuera.

Fui yo quien decidió dejar las clases de teatro para apuntarme aHistoria del Arte Avanzada al inicio de Secundaria. No puedo decirque lo comentara con ellos ni que les suplicara seguir con el teatro;estaba convencido de que el sacrificio era necesario, y ellos meelogiaron por haber tomado «una decisión madura».

Antes de saber siquiera lo que era el instituto, ya había permitidoque el temor a no ser el número uno me hiciera desgraciado. Yempezaba a pensar que, de no haber caído enfermo, habría hecho

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lo mismo en la universidad, pasando de las prácticas al máster y deahí a un buen empleo. De algún modo, sin darme cuenta, habíaconvertido la Secundaria en una carrera hacia la mejor universidad,en lugar de dejar que las cosas siguieran su rumbo. Solo ahora,después de cambiar de enfoque, me daba cuenta de todo eso yadvertía lo desgraciado que me había hecho esa actitud.

La última convocatoria para los exámenes de ingreso anticipadoen Stanford llegó y pasó. No sé qué estaba haciendo aquel día.Descansar en un prado entre las altas hierbas tal vez, leyendo unanovela de Douglas Adams tumbado en el suelo. O arrastrar a Sadiedetrás de un edificio a la vuelta de Bienestar para besarla.Holgazanear en la cama en plena tarde, escuchando los discos deCharlie a través de la ventana mientras las sombras de los árbolesse alargaban en la pared.

Fuera lo que fuese, no estaba encorvado sobre un pequeñopupitre en el gimnasio del instituto, pertrechado con una bolsa delápices recién afilados, empeñado en añadir otros dos puntos a mimedia, aunque esta ya fuera de doce. No me aterraba pensar que,si fallaba una sola pregunta, mi futuro se iría al garete. Seguramenteme preguntaba si Sadie y yo podríamos librarnos de los demásdespués de comer, y de qué otras cosas nos podríamos librar.

Estábamos en clase de Francés cuando sucedió.

Sadie leía una novela de John Green junto a la ventana. Learrebaté la hoja de ejercicios sin que se diera cuenta y me dediqué aescribir las respuestas más absurdas y divertidas que se meocurrieron, pues yo ya había terminado mi tarea.

Se acercaba la hora de comer y yo me moría de hambre. Rogabapara que mi estómago no se pusiera a gruñir y me dejara enevidencia.

El señor Finnegan estaba sentado a su mesa, por una vez,cuando un chaval llamado Carlos abrió la puerta. Carlos no iba a

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nuestra clase y Finnegan despegó la vista de su tableta con el ceñofruncido.

—Hay una asamblea en el gimnasio. Todo el mundo debe acudir,ahora mismo.

La clase al completo miró a su alrededor, desconcertada. Eramartes por la mañana y, por lo que yo sabía, se trataba de unaorden un tanto inusual.

—¿En el gimnasio? —repitió el señor Finnegan.—De inmediato —asintió Carlos.El profesor le dio las gracias al chico, que se alejó por el pasillo.

Finnegan se encogió de hombros y nos dio permiso para salir.—¿Vamos a volver? —preguntó Nick, pero Finnegan no lo sabía.

Así que unos cuantos alumnos cogieron las mochilas, pero lamayoría dejó los libros abiertos sobre el pupitre.

Todo el mundo estaba en el gimnasio, disperso por unas gradascuya capacidad superaba sobradamente los ciento cincuentaalumnos de Latham. Recuerdo que Sadie bromeaba, diciendo queno podrían haber escogido peor momento para soltarnos unaarenga, y que Nick metía baza preguntando desde cuándo teníamosun equipo de baloncesto.

Yo estaba demasiado nervioso y aturdido para decir nada. Nosabía a qué atenerme y detestaba esa sensación. Unos cuantosadultos que no conocía aguardaban pegados a las paredes delgimnasio, tanto profesores como enfermeros, lo que me pareció unmal augurio. Como si fueran a darnos tan malas noticias quehubieran previsto un intento de fuga.

El doctor Barons y su secretaria, la señora Kleefeld, que fue quienen su día entregó a mis padres los formularios de ingreso,comentaban algo tras un anticuado atril portátil.

—¿Qué pasa? —susurró Sadie, y yo me encogí de hombros.Un joven con pinta de friki manipuló el equipo de sonido y el

micrófono cobró vida con un pitido y muchas interferencias. La salaal completo se llevó las manos a los oídos con bastantes másaspavientos de los que merecía el ruido. Latham jamás me habíarecordado tanto a un instituto como en aquel momento. Obviando el

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detalle de que la tasa de supervivencia de la mayoría de losinstitutos supera el 80%.

La señora Kleefeld inclinó el micro y esbozó una tensa sonrisa.Llevaba el collar de perlas tan ajustado que parecía a punto deahogarse.

—Buenas tardes, niños —nos saludó, usando una palabra pocoacertada, aunque yo tampoco sabía cuál habría sido la correcta.Dejó un silencio, como si esperara que coreásemos un «¡Buenastardes, señora Kleefeld!», pero no lo hicimos. Eché un vistazo alreloj de la pared. Las once y veintitrés minutos. También se habíaequivocado en eso: la mañana aún no había terminado.

—Como ya sabéis —prosiguió—, estar en el Hogar Latham es unprivilegio muy especial. Los datos que recogen vuestros sensoresmédicos ayudan a los científicos a comprender mejor vuestraenfermedad. Y esos mismos científicos han estado trabajando día ynoche en busca de la cura de la tuberculosis totalmente resistente alos medicamentos. Hemos creído oportuno convocar esta reunión loantes posible para evitar que corrieran rumores e informacionesfalsas. Será mejor que os lo explique el propio doctor Barons.

Todo el mundo parecía tan desconcertado como yo. El doctorBarons se acercó por detrás de la tarima. No llevaba la bata blanca,sino una chaqueta polar muy parecida a la mía. Además, era raroverlo en un gimnasio de instituto y no en el centro médico. Hastaentonces, solo habíamos pisado el gimnasio los días de proyección,y yo estaba convencido de que no nos iba a anunciar un pasesorpresa de Los Goonies.

—Gracias, señora Kleefeld —empezó. A continuación carraspeó,con aire nervioso—. Esta mañana hemos recibido la noticia de quela Agencia de Salud Pública ha clasificado un suero denominado«protocilina» como tratamiento de primera elección contra latuberculosis totalmente resistente a los medicamentos. Los ensayosclínicos con protocilina ya han sido aprobados y su comercializaciónes inminente.

En el gimnasio reinaba un silencio absoluto. Todos estábamospendientes de cada una de sus palabras. No podía estar diciendo loque parecía estar diciendo.

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—Hace media hora me han confirmado que las primeras dosis deprotocilina estarán listas dentro de seis semanas y que el HogarLatham participará en la prueba inicial —hizo una pausa y sonrió—.Lo que significa que, dentro de seis semanas, la cepa de latuberculosis TRM dejará de ser incurable.

Se hizo un estupefacto silencio y luego el gimnasio al completoestalló en vítores y aplausos. A mi alrededor, la gente reía, seabrazaba y lloraba. Genevieve y compañía estaban de rodillas,dando gracias a Dios por haber inventado la ciencia, supongo.

No me podía creer que me hubiera equivocado hasta ese punto alsuponer el motivo de la reunión. No era una mala noticia, enabsoluto. Era una noticia alucinante.

—Sadie —dije a la vez que me volvía para mirarla.—Oh, Dios mío —exclamó ella, luchando por contener las

lágrimas.Nos abrazamos con fuerza y ella sollozó contra mi hombro

mientras yo intentaba meterme en la cabeza la idea de que nosíbamos a curar. Todos. No temporalmente estabilizados, aunquellevando cuidado para no recaer. Curados. Para siempre. Dentro denada me enviarían de vuelta a mi antigua vida y Latham sedesvanecería como un mal sueño.

Excepto que no era un mal sueño. Era jugar a las cartas,conectarse a internet a escondidas y Sadie con aquel vestido verde;los discos de Charlie, películas en japonés subtituladas y laimitación que había hecho Marina de Nick comiendo huevosrevueltos. No era la vida que yo había planeado, pero sí la que teníay, por fin, había empezado a aceptarlo.

—Prestad atención un momento —pidió el doctor Barons, y elbarullo se fue acallando—. Estoy seguro de que tenéis muchaspreguntas e intentaré responder unas cuantas ahora mismo. Elpersonal médico informará a vuestros padres durante las horassiguientes. La protocilina os será inyectada diariamente a lo largo deocho semanas. Durante las cuatro primeras, os quedaréis aquí paraque podamos controlar y registrar cualquier síntoma o efectosecundario. Transcurrido ese plazo, nos pondremos en contacto conlos hospitales de vuestras respectivas zonas para que sigáis

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recibiendo el tratamiento, a diario y bajo control médico, durante elresto del curso. Las enfermeras de planta os irán proporcionandoinformación, a vosotros y a vuestras familias, a medida que vayallegando. Y el acceso al teléfono y a internet quedará suspendidohasta que nuestro personal se haya puesto en contacto con lospadres de todos los alumnos.

El doctor Barons concluyó dándonos las gracias por la atención yafirmando que era un gran honor para él compartir esta noticia connosotros.

—Mira a Finnegan —me susurró Sadie.Le eché un vistazo. Finnegan y su esposa, que llevaba una bata

de enfermera, se abrazaban con tanta fuerza que dolía mirarlos.Jamás lo había visto tan feliz.

En realidad, nunca había reinado tanta alegría en el HogarLatham. Hasta ese momento, no me había dado cuenta de lodesolador que era el ambiente, aunque fuera una desolaciónanimada y morbosa. Estábamos atrapados juntos en una misma islainfernal y ahora, por primera vez, alguien había avistado un bote enel horizonte.

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Capítulo dieciséisSadie

Odiaba esa vocecilla interior que me decía que no era verdad pero,por la razón que fuera, no me acababa de creer que la protocilinaexistiese realmente. Lo único en lo que podía pensar era en las dosúltimas ocasiones en que los científicos habían afirmado habercreado un suero que curaba la tuberculosis.

La primera vez, un chico del pasillo de Nick lo leyó en internet.Imprimió el artículo del Daily Mail y, hacia la hora de comer, todoLatham lo tenía. Por desgracia, resultó ser un camelo. Uninvestigador de Corea había falseado los datos y al día siguienteaparecieron no menos de seis artículos acusándolo de fraude.Sucedió durante el sexto mes de mi estancia en el Hogar Latham. Ydespués, pocos meses más tarde, corrió el rumor de que existía unnuevo supermedicamento. Volví a albergar esperanzas, que sehicieron añicos otra vez cuando el suero fracasó estrepitosamenteen los ensayos clínicos.

De ahí que no quisiera hacerme ilusiones con la protocilina. Pormucho que prometiese el asunto esta vez. Por más que dieran lanoticia en el telediario de la tarde.

Permanecí en la sala común con todos los demás, pegada altelevisor mientras los informativos explicaban que un grupo decientíficos, del Hospital de la Universidad de Pennsylvania, habíadesarrollado un tratamiento de primera opción contra la cepa detuberculosis antes conocida como TRM. Que era el primertratamiento nuevo contra la tuberculosis en cincuenta años. Que setrataba del mayor logro médico en la historia de la lucha contra laprincipal enfermedad infecciosa de la que ya se conocía, entre loscírculos médicos, como la «era postantibióticos».

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Alguien cambiaba de canal y aparecía otra noticia informando,esta vez, de que serían los pacientes y el personal sanitario de loscentros de cuidados prolongados los primeros en ser tratados conprotocilina, y que ya se estaban elaborando las vacunas para elgrueso de la población.

Por primera vez, que yo recordara, los presentadores de losinformativos no parecían preocupados al explicar que, dos añosatrás, la Agencia de Salud Pública había calificado de epidemia laenfermedad infecciosa conocida por las siglas TB-TRM, al habersedeclarado más de 280.000 casos activos en los Estados Unidos enun solo año. En todo caso, se les veía aliviados, como si la crisisestuviera superada y ya no hubiera nada que temer.

Y, si no había nada que temer, ¿por qué yo estaba tan asustada?Octubre llegaba a su fin y yo ya llevaba diecisiete meses en

Latham. Me había perdido el final del curso anterior. Cumplí losdieciséis años en el hospital. Lo celebré jugando al Uno con mimadre y mi hermana, que tuvieron que llevar puestas mascarillasquirúrgicas. Después de estar alrededor de un año y medioingresada en Latham, era una de las pacientes más antiguas delcentro.

No estaba segura de si sabría adaptarme a la vida extramuros.Nunca me había atrevido a dar por sentado que llegaría aquel día, nisiquiera a considerar la posibilidad. Y ahora, de repente, todosdecían que para enero habríamos vuelto a casa. No sabía qué debíasentir al respecto, ni tampoco lo que sentía, solo que estabaabrumada.

Nadie dijo gran cosa a la hora de comer. Todos estábamosdemasiado ocupados pensando en lo que acababa de pasar.Meditando las consecuencias de que nuestros futuros hubieranvuelto furtivamente a su lugar mientras nosotros estudiábamos ensilencio, sentados en nuestros pupitres y tratando de no toser sobrelos libros de texto. Ya no padecíamos una enfermedad incurable, sibien muchos de nosotros, después de tanto tiempo, habíamosacabado por identificarnos con ella.

En su día, me dolió aceptar la situación, pero ahora me dolía aúnmás si cabe albergar esperanzas.

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No quería que la protocilina fuera real porque me daba miedovolver a la triste y apagada vida que había dejado atrás. Quería queLatham siguiera siendo Latham para siempre. Quería tener un millónde días por delante para jugar a las cartas al sol y un millón denoches para susurrar acurrucada junto al teléfono y sabiendo que,cuando despertase, Lane me estaría esperando en el porche con elcabello húmedo de la ducha.

Latham era mi Hogwarts, y la protocilina el remedio contra mimagia. Volvería a transformarme en muggle, en una persona normaly corriente que debe preocuparse por exámenes estandarizados,chicas mezquinas y partes por llegar tarde.

Tras devolver las bandejas, Lane y yo nos encaminamos al lago.Él me miraba furtivamente, pensando que no me daba cuenta, y porfin me tomó la mano. Caminamos así hasta el otro extremo del lago,donde se hundía el viejo bote, y nos tendimos en la hierba.

Contemplé a Lane, el terciopelo blanco del lóbulo de sus orejas, lapeca en mitad del cuello, su expresión de intensa emoción, y me dijeque debía aplacar esa extraña oscuridad que se enroscaba dentrode mí. Así que, cuando sonrió y me golpeó cariñosamente con ladeportiva, yo hice lo mismo y alejé aquella traicioneradesesperación.

Teníamos unas vistas perfectas de Latham, que se erguía al otrolado del agua.

La media luna de los chalés, las aulas de estilo universitario, lasvidrieras del comedor, el campanario sobre el gimnasio yúnicamente una de las blancas esquinas del centro médico.

—¿Crees que cerrarán Latham? —pregunté.—Seguramente —opinó Lane—. Puede que vuelvan a convertirlo

en un internado y que los alumnos cuenten historias de fantasmassobre los chicos y chicas que murieron aquí.

—A lo mejor acaba albergando una colonia de pésimos artistas,llena de mujeres desnudas que pintan fruta —sugerí, bromeandosolo a medias.

Lane movió la cabeza, sonriendo.—Habrá que venir a comprobarlo —dijo—. Podríamos tomar un

café con cerveza de mantequilla y todo el rollo.

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Procuré que no me fallara la sonrisa cuando repuse que seríagenial.

—¿Dónde me dijiste que vivías? ¿En Calabasas? —preguntó, yyo asentí—. Eso está a unos cien kilómetros de mi casa. No esnada. Te llevaré panecillos calientes cada domingo por la mañana.

—No sabía que tuvieras coche.—Ah, sí. El viejo Honda de mi padre. Lleva un montón de

adhesivos políticos pegados en el guardabarros, pero tienepersonalidad.

La idea de verlo aparcar el coche delante de nuestro bloque depisos, de marcharme con él a la playa o a un cañón para desayunaral aire libre, me hizo sonreír. La imagen era maravillosa, como algosacado de un sueño. Pero una parte de mí temía que no funcionase,que Lane acudiera un par de veces, por educación, y que luegoempezara a poner excusas.

—No me puedo creer que estemos hablando de esto —observé—. De la posibilidad de que en un par de meses te vayas a plantaren la puerta de mi casa.

—Bueno, antes te enviaré un mensaje —prometió.La inconcebible idea de volver a tener teléfonos y poder enviar

mensajes de texto me arrancó una risita.—Me cuesta tanto hacerme a la idea… Pensar que voy a volver al

instituto —confesé.—Bueno, aún es más increíble pensar que iremos a la universidad

—observó Lane—. No quería hacerme ilusiones. Ya sabes, antes.Me explicó que había temido que Stanford se negase a darle

alojamiento, o que el doctor Barons declarase que no estaba tanrecuperado como para estudiar a jornada completa, o volver arecaer y tener que dejar los estudios. Pero la protocilina lo habíacambiado todo. Nuestros pulmones seguirían hechos un asco ynunca podríamos correr una maratón, ni nada parecido, peroviviríamos.

Ojalá la perspectiva me hiciera más ilusión, pero yo solo podíapensar que me tocaría cursar el segundo semestre del último cursode Bachillerato en un colegio que dejé cuando estaba en primero.Me quedaría rezagada, sin duda, porque no podría seguir el ritmo de

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alumnos que ya habían estudiado Cálculo y Químicapreuniversitarios. Me incluirían en el programa de diversidad,cuando solía ser de las primeras de la clase. No tenía carné deconducir, ni siquiera en prácticas. No me había examinado deSelectividad; ni siquiera había empezado a estudiar para losexámenes.

Llevaba tanto tiempo sin pensar en nada de eso que me aterrabaver cómo mi futuro se precipitaba hacia mí.

El nuevo novio de mi madre, al que no conocía pero que, segúnmi hermana, era un tío majo, se quedaba a dormir casi a diario. Mechocaba saber que en mi casa había un hombre que no era mipadre. Que el mundo no había quedado en suspenso, que las cosashabían cambiado y que un contable llamado Drew había llenadonuestra nevera de batidos de proteínas.

Apenas disponíamos de unas cuantas semanas para estar juntos,Lane y yo, antes de que todo cambiase. Unas cuantas semanasmás para ser la versión de nosotros mismos que habíamos creadoen Latham. Y estaba decidida a que valieran la pena, a disfrutarhasta el último pedazo de felicidad mientras aún quedara algunoentre los escombros.

Dejaría de ser la tía guay y enrollada en la que me habíaconvertido en Latham, estaba segura. La chica de los labios rojos ylas botas militares, que contestaba al profe de Francés y ridiculizabalas normas de la cafetería. La chica de la cámara de fotos, que ibade acá para allá acompañada de sus amigos con aire de no tramarnada bueno, que se reía más alto que nadie y parecía enfrascadaen algo interesante incluso cuando no hacía nada. Todo esodesaparecería y, zas, me convertiría en un bicho raro al que elmundo entero había olvidado, incluso su familia.

Mi madre se echó a llorar, aunque la sentí sonreír entre las lágrimas.Me dijo que mi habitación me estaba esperando, que me lavaría lassábanas antes de mi llegada, como si mis sábanas hubieran

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protagonizado toda clase de escenas turbias mientras yo estabafuera. Dijo que iríamos a comer tacos y que estaba deseandopresentarme a Drew. Que Erika tenía una competición de gimnasiajusto antes de Navidad, y que alucinaría cuando viera sus ejerciciosde suelo. Parecía tan contenta que le seguí la corriente porque, ajuzgar por su modo de divagar, llevaba mucho tiempo haciéndose ala idea de que nunca volvería a lavar esas sábanas.

El jueves acudí a la consulta del doctor Barons para que mecambiara las pilas del sensor médico. Había que sustituirlas cadados meses aproximadamente, y la maniobra me hacía sentir comoun robot. Estaba tan acostumbrada al sensor que, durante losbreves instantes que pasaba con la muñeca desnuda, me sentíadesamparada, como si me faltara algo.

Cuando era más joven, tenía un colgante en forma de estrella queme acompañaba a todas partes. Nunca me lo quitaba, ni siquierapara ducharme. Me lo había regalado mi padre. Lo guardé a buenrecaudo la noche en que mis padres me dijeron que se iban adivorciar, cuando descubrí la verdad oyéndolos discutir en susurros:que mi padre se había enamorado de una compañera de oficina a lacual, al parecer, quería más que a nosotros, ya que prefería vivir conella antes que con su familia. A lo largo de la semana siguiente, mellevaba la mano al escote para palpar el colgante, olvidando por unmomento no solo que me lo había quitado, sino que ya no era laEstrella del Norte de mi padre y que él ya no quería encontrar elcamino a casa.

Por lo visto, llevaba un rato sumida en mis pensamientos, porqueel doctor Barons me avisó:

—Tengo que volver a ponértela, cariño.—Ay, perdón.Le tendí la muñeca y me quedé mirando cómo tomaba una

minúscula llave inglesa y ajustaba la placa de cierre. Me dedicó una

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sonrisa tranquilizadora mientras manipulaba la pulsera. Atornilló elpanel negro, pero la luz verde no se encendió e hizo una mueca.

—Hmmm. Habrá que reiniciarla —dijo. Se extrajo un clip de papeldel bolsillo e insertó un extremo en uno de los diminutos orificios queel sensor tenía en un costado. Lo mantuvo en su sitio hasta quesonó un clic y entonces la luz verde parpadeó.

—A veces se apagan —me explicó—. Basta con reiniciarlas paraque vuelvan a funcionar.

—Sí, no vaya a ser que Gatsby no me vea —dije, y el doctorBarons sonrió con aire distraído.

—Todo listo.El médico echó mano de su tableta para asegurarse de que yo

volvía a estar en línea. Sin embargo, frunció el ceño al ver los datos.—¿Va todo bien? —pregunté a la vez que bajaba de la camilla de

un salto.—Tienes algo de fiebre —dijo, y palpó la pantalla—. Y el pulso

también está acelerado.Se giró hacia el ordenador y escribió algo. El monitor mostró una

serie de radiografías, que fue pinchando con el cursor.—¿Son mías? —pregunté.El doctor Barons asintió antes de volver a girarse hacia mí.—¿Pasa algo? —pregunté.Me sonrió.—No, no… Nada que una dosis de protocilina no pueda arreglar.

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Capítulo diecisieteLane

Desde que había saltado la noticia sobre la cura, Latham recordabamás que nunca a un campamento de verano. De repente, todoshablaban del futuro y les preguntaban en broma a sus amigos siaceptarían sus solicitudes en Facebook. El campamento Lathamestaba llegando a su fin y la nostalgia se disparaba a la menorocasión.

La fiesta de Halloween cayó en viernes. Sadie llevaba unos díasbromeando sobre lo divertido que sería decorar calabazas, pero yono le hice mucho caso. Resultó que hablaba en serio. Lasenfermeras instalaron mesas junto a los chalés y las forraron conalgo así como un millón de bolsas de basura para que no lodejáramos todo perdido.

Charlie creó una obra de arte y Marina un dalek, que a Nick leencantó e intentó copiar mientras ella lo fulminaba con la mirada. Lamía, una especie de fantasma asimétrico, era tan penosa que,naturalmente, Sadie empezó a burlarse diciendo que ahora entendíapor qué nunca había escogido las asignaturas de Arte.

—¡Retíralo! —insistía yo, blandiendo el pincel.—Ni hablar. Has sacado un insuficiente bajo. Adiós, Stanford.Intenté alcanzarla con el pincel y le pinté un punto en la mejilla.

Ella gritó y se lo frotó, convirtiendo así la mancha en un borrón.—¡Te vas a enterar! —me amenazó Sadie. Se inclinó hacia mí y

me estampó una raya naranja en la nariz.De golpe y porrazo, los cinco nos enzarzamos en una guerra de

pintura; o más bien los cuatro, ya que Charlie protegía su calabazacon los brazos, suplicándonos al mismo tiempo que no laestropeásemos.

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Su calabaza, como tantos civiles en las guerras, fue un dañocolateral.

—¡Exterminio! —dijo Marina con aire inocente, todavía armadacon el chorreante pincel.

—¡Te voy a matar! —exclamó Charlie mientras contemplaba sumaltrecha calabaza. Acto seguido, agarró su pincel y se unió a lacontienda.

Cuando todo terminó, los demás nos miraban como siestuviéramos locos. Y puede que tuvieran razón. Estábamoscubiertos de pintura y rodeados de calabazas machacadas. Unaenfermera se acercó y nos echó la bronca al percatarse deldesastre. Por la noche, mientras veíamos El retorno de las brujas enel gimnasio, yo aún tenía restos de pintura en la oreja.

—Qué mala es esta película —susurró Sadie a la vez que sacudíala cabeza con pesar.

—A mí me encantaba cuando tenía seis años —objetó Marina, ytodos dijimos que sí, que nos encantaba cuando éramos niños.

Nick llevó alcohol otra vez, pero nos avisó de que no habría máshasta el reabastecimiento del viernes siguiente.

—Necesitamos algo fuerte para el sábado. Es mi cumpleaños —dijo Marina, y Nick le aseguró que ya lo tenía presente.

Charlie se había dormido, acurrucado alrededor de la almohada ycon la cabeza echada hacia atrás. Puede que la postura tuviera laculpa, pero respiraba con mucha dificultad.

—¿Está bien? —pregunté, señalándolo con la cabeza.Nick le echó un vistazo.—No le pasa nada. Siempre se duerme durante las proyecciones.—Creo que se pasa toda la noche en vela escribiendo en su

cuaderno —apuntó Sadie.Nick empujó a Charlie con el pie y este, tosiendo con suavidad,

cambió de postura.—No comas morsa, está envenenada —musitó al tiempo que

agitaba el pie.—Sí, está bien —afirmó Nick.Seguimos viendo la película, que era bastante cursi. Me trajo

recuerdos del Año del Disfraz de Gorila. No me podía creer que le

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hubiera contado esa anécdota a Sadie. Tú sí que sabes quedarcomo un tío guay, Lane. Tú sí que sabes cómo hacer que una chicase enamore de ti.

Delante de nosotros, tres chicas con pijama y bigotes de gatosoltaban risitas con los ojos fijos en la pantalla, como si de verdadles gustara la película. Unos chavales se volvieron para mirarlas.Los chicos, que dormían en la misma planta que Charlie, se estabanpasando una botella de agua mineral pero tosían como si estuvieranbebiendo alcohol puro.

A mi lado, Sadie dio un sorbo a su zumo, sus pies descalzosentrelazados con los míos. Llevaba las uñas pintadas de azul, elpelo lacio y húmedo de la ducha y estaba tan preciosa que yo nosabía lo que haría cuando dejara de verla a diario, cuandoempezara a dormirme acompañado de mis asignaturas avanzadasen lugar de hacerlo junto a su voz.

Sadie me pilló mirándola y sonrió.—Eh, ¿truco o trato? —preguntó.—¿Truco? —pregunté, esperanzado.—Mala suerte, solo tengo un trato.Me plantó la última chocolatina en la mano. Cuando la abrí, el

chocolate se quedó pegado al envoltorio.—Se ha derretido —me quejé, y Sadie sonrió con tristeza.—Ni siquiera el chocolate dura para siempre.

El domingo por la noche, Charlie nos dio plantón. No acababa dedar con el interludio de su nueva canción, se excusó. No le gustabacómo quedaba y no, no podía descansar ni un rato o perdería lainspiración.

Así que Nick y yo nos quedamos solos. Aún no le hacía muchagracia que yo estuviera saliendo con Sadie, pero ya lo llevaba mejor.Supongo que ya no le molestaba tanto, ahora que sabía que prontoabandonaríamos Latham. No paraba de decir que las chicas loverían como un tío profundo y eso, y que su mayor problema sería

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cómo complacer a todas esas damas. Yo no quería echar por tierrasu fantasía, así que asentía diciendo «claro, desde luego».

Aquella noche, en un arranque de nostalgia, Nick quiso jugar alMario Kart. Por desgracia, le había prestado el disco a Carlos, de lasegunda planta, así que bajamos a recuperarlo.

Pero Carlos no lo encontraba. Nos quedamos en el umbralmientras él rebuscaba entre la interminable basura de sus cajones.

—Te juro que hace tres días estaba aquí —dijo—. Espera. Solohay cinco sitios en los que puede estar.

Carlos abrió el armario y empezó a tirar cosas sobre la cama,como si creyera posible haber colgado el juego allí sin darse cuenta.

Nick puso los ojos en blanco.—¿Por qué no jugamos a otra cosa? —propuse—. Podrías

enseñarme el truco del crucifijo del Estacas Sangrientas.En aquel momento, oímos un intenso pitido procedente de otra

habitación. Sonaba como un despertador o un temporizador. Soloque más alto y, no sé por qué, más inquietante.

¡Bip-bip-bip-biiip! ¡Bip-bip-bip-biiip!Nick y Carlos se quedaron helados.—Mierda —dijo Carlos, y dejó caer al suelo la sudadera que

acababa de pescar.El pitido continuaba y me pregunté por qué nadie lo apagaba, y

por qué todo el mundo reaccionaba de una forma tan rara.—¿Qué pasa? —pregunté.—Es un sensor médico —repuso Nick con voz grave.Mis ojos buscaron los de mi amigo. Parecía asustado.—Vamos —dijo, y me arrastró al pasillo.La alarma seguía sonando. Las puertas empezaron a abrirse

cuando los ocupantes de la segunda planta salieron a mirar. Unoschicos del tercer piso estaban bajando y asomaban las cabezas porla barandilla.

—¿Quién es? —preguntó alguien.Un chaval de rasgos asiáticos abrió la puerta del baño con el

cabello enjabonado y tapándose con una toalla.—¿Chandler? —gritó.—No soy yo, tío —respondió un chico corpulento.

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—Mierda —susurró Nick—. ¡Viene la enfermera!Casi todos estábamos ya en el pasillo, mirando a un lado y a otro.

La enfermera Mónica tuvo que apartarnos para pasar.Los sensores médicos únicamente avisaban cuando tus

constantes vitales eran críticas y precisabas atención médicainmediata. Normalmente, si alguien estaba tan grave ya seencontraba ingresado en el centro médico.

—¡Apartad! —nos espetó—. ¡Parece mentira!—¿Dónde está Charlie? —pregunté.—Ay, Dios —exclamó Nick, palideciendo.La señal procedía del cuarto de Charlie.Nick y yo nos abrimos paso a empujones. No recuerdo haber

estado más asustado en toda mi vida. El corazón me latíadesbocado y tenía ganas de vomitar. No podía ser Charlie. No eraposible.

La enfermera Mónica abrió la puerta de golpe.Y allí estaba Charlie, encorvado sobre su escritorio mientras dos

tíos en bolas lo hacían en su gigantesca pantalla. El frasco de locióny la falta de pantalones hablaban por sí solos.

El pasillo al completo aulló de risa.—Ups —exclamó la enfermera. Obviamente, esperaba encontrar

otro tipo de desastre.—¡Joder! —se atragantó Charlie—. ¡Cierra la puerta!—Eh, son dos tíos —observó un chico llamado Preston. Qué

agudo.—¡Qué asco! ¡Quítalo! —gritó alguien.—¡Dirás mételo! —se burló un tercero.—¡Ya basta! —se enfadó Mónica—. ¡Marchaos! ¡Volved a

vuestros cuartos!Entró en la habitación de Charlie y cerró la puerta.La oía ahí dentro, intentando calmarlo mientras él vociferaba:—¡Márchate! ¡Por Dios, estoy bien!—Esa es mi peor pesadilla —observó Nick.—¿Se pondrá bien? —pregunté.—Oh, jamás lo superará —repuso él, en tono alegre. Y luego, al

ver la expresión de mi rostro, añadió—: Sí, no le pasa nada. Se ha

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corrido con tantas ganas que el sensor se ha disparado.—Pensaba que era una leyenda urbana.O sea, yo nunca había tenido ese problema. Y había dado por

supuesto, basándome en la, ejem, actividad general de mi pasillo,que algo así no solía suceder. Había oído algunas bromas alrespecto, pero supuse que solo eran cuentos para asustar al nuevo.

—No, sucede de vez en cuando, o sea, si te metes a tope en lahistoria. El truco está en no apresurarse. Tienes que conseguir quetu ritmo cardiaco no sobrepase…

—No sigas —le corté.—Tienes que respirar, o sea, como si hicieras yoga —continuó.—En serio, cierra el pico.—Eh, solo es un consejo de amigo —dijo—. No vayas a ser la

próxima víctima de los sensores médicos.—No te ofendas, pero no quiero acordarme de ti cuando tenga la

polla en la mano.—¡Ajá! —me acusó Nick—. ¡Ajá! ¡Así que Sadie y tú todavía no

habéis puesto a hornear vuestro bizcochito del amor!Ni siquiera supe qué responder. Además, ¿por qué tenía que ser

un bizcochito? A lo mejor teníamos bizcochos enormes. ¿Cómo losabía?

—Las circunstancias no podrían ser menos favorables —dije,sacudiendo la cabeza con pesar mientras nos encaminábamos a lasescaleras.

—Ya. Todos somos vírgenes hasta la médula. Excepto Charlie,que es un gay virgen hasta la médula lo bastante tonto como paracolocar la pantalla enfrente de la puerta —sentenció Nick, como sino diera crédito—. No querría estar en su pellejo mañana.

A juzgar por el aire cabizbajo que lo acompañó al comedor al díasiguiente, a Charlie le habría gustado que se lo tragase la tierra. Yno se lo reprochaba. Los chicos de la residencia aún se estaban

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burlando de su mala pata, y la anécdota pronto correría como lapólvora, seguro. Si acaso no lo había hecho ya.

—¿Qué pasa? —receló Marina, con los ojos entornados.—Nada —repuse, y me encogí de hombros.Pero a Nick se le debió de escapar una sonrisa, porque Marina no

le quitó los ojos de encima hasta que acabó sonsacándole:—Hum, el sensor de Charlie se apagó ayer por la noche —dijo

Nick, antes de darle un enorme bocado a su magdalena para notener que contar más.

Marina ahogó un grito.—Charlie, ¿te encuentras bien? —le preguntó, con expresión

preocupada.Él se hundió todavía más en la silla, hasta colocar la barbilla al

nivel de la mesa. Tenía un aspecto horrible, como si hubiera pasadola noche en vela.

—Noquierohablardeeso —musitó.El tal Preston pasó junto a nuestra mesa.—Eh, homo, las manos donde podamos verlas —le gritó entre

risas.—Eh, Preston, eres un idiota —replicó Nick.Charlie apoyó la cabeza en la mesa y suspiró.—Nick —ordenó Sadie, muy seria—. Cuéntanoslo ahora mismo.Y así, muerto de risa, Nick les narró el incidente.Cuando terminó, Marina sonreía y Sadie hacía esfuerzos por

contener las carcajadas.—Una de las muchas ventajas que tenemos las chicas —comentó

Sadie, y a mí por poco me da un ataque al pensar en ella haciendoeso.

—¿Y lo vio la planta entera? —preguntó Marina—. O sea,¿todos?

—El 75%. Más Lane y yo —repuso Nick.—¡No tiene gracia! —se lamentó Charlie—. Si al menos hubiera

sido el enfermero Jamie… Pero no, era Mónica. ¡Es igual que si tepillara tu madre!

—De hecho, es madre —informó Nick—. Sus hijos son unamonada. He visto fotos.

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—Cállate ya —suplicó Charlie—. Odio ese estúpido sensor. Ojalápudiera desactivarlo.

—En realidad… —empezó Sadie, y todos la miramos conatención.

—¿Sabes cómo apagarlo? —preguntó Charlie, sumamenteinteresado.

Sadie se encogió de hombros, igual que cuando tiró un paquetede golosinas prohibidas a la cama o la obligaron a quedarsedespués de clase de Francés. Como si estuviera por encima deesas cosas. Sin embargo, la más leve de las sonrisas la traicionó.

—Pues claro que sí —afirmó—. El otro día falló mi sensormientras el doctor Barons me estaba cambiando las pilas y vi cómolo reiniciaba.

—¿Me enseñas a hacerlo? —Charlie se incorporó y sus ojos seagrandaron de pura emoción.

—Es muy fácil. Basta introducir un clip de papel en el agujerito delcentro hasta que suena un clic —explicó.

—Alucinante —sonrió Charlie.—Genial —Nick puso los ojos en blanco—. Acabas de crear un

monstruo.—Eh, quiero sacarle el máximo partido a tener mi propia

habitación —objetó el otro—. Yo comparto cuarto con mi hermanopequeño y solo tiene nueve años.

—¿Tu vida te parece un asco? Yo voy a un colegio católico —sequejó Marina—. De monjas. Tengo que llevar uniforme y soy la únicachica negra de toda la escuela.

Otro chaval de la planta de Charlie pasó junto a la mesa, riendocon disimulo. Él suspiró y de repente empezó a toser. El ataque fueespantoso y, cuando se le pasó, apenas podía respirar. Se guardó elpañuelo en el bolsillo sin molestarse en mirarlo aunque, a juzgar porla intensidad de la tos, debía de estar manchado.

—Me voy a mi habitación a canalizar en la música toda estamierda —dijo a la vez que se levantaba para devolver la bandeja.

—Tenemos clase dentro de diez minutos —le recordé.Charlie fingió una tos exageradamente aguda.

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—Estoy demasiado enfermo para ir a clase —repuso con unasonrisa maliciosa.

El martes, el señor Finnegan nos esperaba en clase de Francés conuna bolsa de papel sobre la mesa y un tazón de minigolosinas deHalloween. Nos recibió con una sonrisa.

—Bonjour, classe —saludó, sin dejar de sonreír—. Ça va bien?Vous avez passé un bon Halloween?

Interrogué a Sadie con la mirada y ella se encogió de hombros,como diciendo que tampoco entendía nada. Jamás había visto aFinnegan tan animado. Y el tazón de golosinas sobre su mesa eratodo un acontecimiento. Parecía como si algo hubiera despertado ensu interior, como si una parte de sí mismo hubiera recordado queera profesor de Francés y que estábamos en clase. O, tal vez, larazón de ese cambio fuera la protocilina que, si la teoría de Sadieera cierta, resolvería su problema laboral.

—Hoy vamos a hacer algo distinto —anunció Finnegan—. Unjuego. Y el equipo ganador podrá quedarse con estas golosinas deHalloween que he encontrado a mitad de precio. En esta bolsa haytrabalenguas en francés. Cada alumno cogerá uno y lo leerá en vozalta. Si lo hacéis correctamente, vuestro equipo gana un punto. Si osequivocáis, el equipo lo pierde.

—¿Y cómo formamos los equipos? —preguntó Nick.—¿Os parece bien chicos contra chicas? —propuso Finnegan.Dijimos que sí. Y pasamos el resto de la clase intentando

pronunciar les virelangues, del tipo «Ces cerises sont si sûres qu’onne sait pas si c’en sont», sin meter la pata.

Ganaron las chicas, que se abalanzaron victoriosas sobre el tazónde golosinas.

—Deberes —anunció Finnegan mientras recogíamos.Toda la clase se quedó de una pieza. Nick incluso se rio entre

dientes, pensando que hablaba en broma.

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—Los deberes consisten en inventar un virelangue —prosiguió elprofesor—. Si queréis usar un diccionario bilingüe, podéisencontrarlos en el estante del fondo.

Todos lo mirábamos fijamente, desconcertados.—Bueno —dijo al tiempo que se encogía de hombros—. Si el

próximo semestre vais a volver al instituto, tendréis que iracostumbrándoos a hacer deberes. La clase ha terminado.

Charlie no asistió a clase y tampoco se reunió con nosotros en elcomedor, así que comimos a toda prisa y luego pasamos por loschalés para comprobar que se encontraba bien.

No podía reprocharle que estuviese de mal humor, ya que loschicos de nuestra residencia seguían tomándole el pelo. Nick dijoque, si la protagonista del vídeo hubiera sido una chica, todo elmundo habría considerado a Charlie un héroe. Y comprendí conrabia que, seguramente, tenía razón.

Un frenético solo de ukelele se colaba por la ventana abierta desu cuarto. Le tiramos piedrecitas por turnos, hasta que la músicacesó.

Charlie se asomó a la ventana. Su pelo parecía un estropajo ytenía grandes ojeras. Nos miró como si fuera incapaz de adivinarqué hacíamos allí o qué día era siquiera.

—¿Estás vivo? —gritó Sadie.—Estoy trabajando —repuso, mirándonos desde arriba—. Tengo

que sacar esta canción antes de que el sentimiento se hayaesfumado por completo.

Se alejó de la ventana y le oímos toser. Instantes después, lamúsica volvió a sonar.

—Perfecto —murmuró Marina.Nick y ella decidieron comprobar si el ordenador de la biblioteca

estaba libre. Yo iba a seguirlos, pero Sadie me agarró de la mano.—¿Va todo bien? —le pregunté.

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Últimamente parecía preocupada, como si le estuviera dandovueltas a algo en la cabeza y no quisiera decírmelo. A lo mejor soloestaba abrumada por la noticia de que nos iban a mandar a casacon un futuro por delante libre de tuberculosis. Eso esperaba yo.

—Claro —repuso Sadie, y yo me pregunté si no me estaríaimaginando cosas—. Quería hacerte una propuesta.

—Te escucho.—¿Quieres que una chica se cuele en tu habitación? —preguntó,

sonriendo.—Sí, quiero.Sadie y yo subimos a hurtadillas a la tercera planta. Cuando abrí

la puerta, advertí que la música de Charlie seguía sonando, el tristey agudo canturreo de su voz y el rasgueo furioso en el ukelele. Nosabía si el material era bueno, pero desde luego rebosaba desentimiento.

—Lo siento —me disculpé—. Su habitación está prácticamentedebajo de la mía.

—No pasa nada. Pon tú algo, y así no lo oiremos —propusoSadie, así que busqué una lista de Belle and Sebastian en elordenador.

Sadie observó mi cuarto con una sonrisilla irónica.—¿Tenías pensado mudarte? —se burló.—¡He deshecho las maletas! —alegué en mi defensa, aunque era

verdad que todo aquello respiraba provisionalidad.Mi habitación no tenía nada que ver con la de Nick, que estaba

llena de aparatos electrónicos y muñecos de coleccionista; ni con lade Charlie, repleta de discos y un excéntrico surtido de instrumentosmusicales. En la mía solo había ropa en el armario, libretas sobre elescritorio y el retrato que Sadie nos había hecho a los dos en elgimnasio, impreso y apoyado contra la lamparilla.

Lo tomó, sonriendo.—Nuestra falsa foto del baile —dijo.—Lo pasamos bien.—Yo llegué a mi cuarto por los pelos. Casi a la hora de apagar las

luces —recordó Sadie.

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—Yo también. Tuve que meterme en la cama con la corbatapuesta.

Mi habitación era tan pequeña y ella estaba tan cerca de mí,enfundada en aquellos vaqueros ajustados y oscuros que llevaba,que apenas podía concentrarme en nada más.

—Bueno, si hubiéramos tenido más tiempo… —dije, y la besé.Sus labios eran cálidos y suaves, y sabían como a coco. Enredó

su pierna en la mía y fue un gesto tan erótico que no pudesoportarlo. Solo quería pegarme a ella hasta que no hubiera espacioentre mi principio y su fin.

—Vas a disparar mi sensor —bromeé.—Bueno, el ritmo cardiaco desciende cuando estás tumbado —

sugirió Sadie, con aire cándido.Me sonrió, sus ojos destellando traviesos a través de las

pestañas. Dios, me moría por arrastrarla a la cama. Quería hacercon ella todo aquello en lo que pensaba cuando estaba a solas enmi cuarto, con aquel malvado sensor, haciendo lo posible por noapresurarme.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué dices?¿Que qué decía?—Sí, no estaría mal —repuse, y Sadie se rio de mí por fingir que

no estaba hecho un flan.Se sentó al borde de mi cama y yo le solté:—La que tengo en casa es más grande.Me lo podría haber callado, porque Sadie estuvo a punto de

morirse de risa.—Hmmm, por lo que yo sé, no es así como funciona la anatomía.—Me refiero a mi cama —repliqué, humillado—. Y a mi

habitación, que tiene pósteres en la pared y vistas a…Y ya no dije nada más, porque me estaba besando, y me

concentré en respirar lentamente, como si hiciera yoga, a lo largo detodo aquel momento tan alucinante.

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Capítulo dieciochoSadie

Con el paso de los días, empecé a aceptar que Latham no duraríapara siempre. Y me pregunté si, cuando regresara a casa, seríacapaz de conservar una parte de ese nuevo yo que habíadescubierto allí. No tenía por qué volver a mi antiguo instituto. Podíapedir el traslado a otro, matricularme en una escuela de Bellas Arteso sacarme el diploma de estudios equivalentes y acabar de una vez.

En parte se lo debía a Lane, con su inquebrantable fe en el futuroy su determinación de no perderse nada. Y en parte a que ahorasabía, por fin, cuánta arena quedaba en mi reloj y qué planes podíahacer de una manera realista.

Intenté imaginarnos a los cinco, varios años más tarde, sentadosen alguna cafetería nocturna durante las vacaciones de Navidad,poniéndonos al día. Charlie y su música, Marina y su moda, Nick apunto de fundar su imperio empresarial y Lane, todo un licenciadopero aún mirándome como si yo fuera la persona a la que másganas tenía de ver en el mundo entero. Cabía aquella posibilidad, yyo podría estudiar fotografía en alguna escuela de artes y oficios deSan Francisco, cerca de Stanford. A lo mejor Lane y yo acudíamosjuntos a la cena, en el mismo coche.

El viernes tocaba recogida en el bosque. En esta ocasión, Nick meacompañó seguramente porque sabía que yo olvidaría su alcohol«sin querer» si me dejaba colgada. Era una noche fría y tenebrosa,

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casi sin luna. Más que oscuro, el bosque parecía impenetrable, yabrirse paso entre los árboles fue todo un desafío.

Nick no pronunció palabra hasta que estuvimos a mitad decamino. Entonces suspiró con fuerza.

—¿Qué? —pregunté.—Así que Lane y tú… —dijo.—Eso no es una frase, ni una opinión, ni una pregunta —observé.Rio entre dientes, pero sin alegría.—Bueno, pues tú verás.—¿De qué hablas?—No pensarás que vais a seguir juntos después de Latham,

¿verdad? —lo dijo con expresión compungida, pero su almaenvidiosa y mezquina se delataba a sí misma.

—Puede. ¿A ti qué te importa?—No quiero que lo pases mal.—Hala —me burlé—. Qué buen amigo eres.No pretendía ponerme tan sarcástica, pero ya era tarde. Nick me

miró enfurruñado a la tenue luz de la luna.—Yo no quería ser amigo tuyo —musitó Nick.—Vaya, ¿no te lo han dicho? —repliqué—. Las cosas no siempre

salen como uno quiere. Siento mucho que no hayas podido añadirmi nombre a tu lista negra.

—¿Eso es lo que piensas? —preguntó Nick, sorprendido—. Creíaque lo sabías.

Su expresión se suavizó y me atrajo hacia sí para besarme.—¡Aparta! —grité al tiempo que le propinaba un empujón—. ¡No

te creo!—Lo siento —se disculpó Nick, con aire avergonzado—. Lo siento

mucho.—Nick Patel, eres un gilipollas —le espeté.—Borra lo que acaba de pasar —suplicó—. Por favor.—Bien —asentí—. Lo que tú digas.Llegamos al lugar donde solíamos reunirnos con Michael, pero él

aún no había aparecido. Así que me quedé por allí, esperandomientras echaba humo y deseaba que Nick superara lo suyo. O,más bien, lo mío.

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Al cabo de un minuto, oí el crujido de las hojas muertas a lo lejosy luego atisbé el haz de una linterna, que rozó un tronco cercano.Era Michael, cargado con nuestra mercancía.

—Perdón —dijo, con esa combinación entre toser y sorberse lanariz que le acompañaba siempre—. No me encuentro muy bien.¿Habéis traído el dinero?

Nick le tendió el sobre y Michael lo contó. Nos cobraba el triple delvalor de cada cosa y, si bien es verdad que pagar treinta dólares poruna botella de vodka de diez no era precisamente un chollo, noteníamos más remedio. Se suponía que Nick y yo nos llevábamosuna comisión, pero nunca llegamos a hacerlo. Bueno, salvo a lagente que nos caía mal. Genevieve pagaba sus bolitas de chocolatea cinco pavos la caja.

—Todo en orden —asintió Michael al tiempo que se guardaba elsobre en el bolsillo de la chaqueta—. Nos vemos en dos semanas.

—Claro —asentí.—Y no volváis a meteros en líos.Me miró directamente al decirlo, como si fuera un aviso.

El cumpleaños de Marina era el sábado. Cumplía diecisiete, la másjoven del grupo. Siempre le tomábamos el pelo con eso cuandoveíamos películas clasificadas para mayores de dieciséis o nospasábamos el alcohol de Nick, aunque ninguno teníamos edad parabeber.

Yo odiaba cumplir años en Latham: nunca sabías si a los demásde verdad les hacía ilusión, o si únicamente les aliviaba comprobarque habías sobrevivido otro año más. Aquel era el primercumpleaños de Marina en el Hogar Latham, y se había librado delmal rollo que acompañó a esa fecha en nuestro caso. Pero, detodos modos, la obsequiamos con nuestra tradición.

Clavamos una vela apagada en un plato de tortitas y le cantamosel cumpleaños feliz a la hora del desayuno.

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—… te deseeeamos tooodos, cumpleaaaños feeeliz —concluimos.

—… y que cuuuumplas muuuchos más, porque han encontrado lacuuura —añadió Charlie antes de toser contra el pañuelo. Llevaba elcuaderno en la mano y le brillaban los ojos como si hubiera pasadola noche en vela, ventilándose una bebida energética decontrabando tras otra.

—¿Qué tal tu música? —pregunté.—Muy bien —respondió Charlie—. Sí, dentro de nada podréis

escucharla.—Ya la hemos oído —le recordó Lane—. Las ventanas no se

cierran, ¿recuerdas?—Eso solo son las bases —repuso Charlie—. La estoy

componiendo en el ordenador. Voy añadiendo pistas con distintosinstrumentos virtuales, y eso. Ya veréis.

—Ya, no me digas que era eso lo que estabas haciendo con elordenador —le soltó Nick, y todos reímos con ganas.

—Cierra el pico —musitó Charlie—. Quiero dejar un legado de mipaso por Latham. Cada momento posee su energía particular y, sino lo atrapas, ya no puedes recuperarlo. Tienes que grabarlo o sepierde para siempre.

Se levantó para devolver la bandeja.—¿Adónde vas? —preguntó Nick.—A seguir trabajando —repuso Charlie.Y se alejó.

Marina quería celebrar su cumpleaños, así que acordamos salir ahurtadillas de las residencias y reunirnos en el bosque para haceruna fiesta a medianoche. Habíamos quedado en el lecho del arroyoseco, un poco más al oeste de la famosa roca. El paraje seencontraba lo bastante alejado de Latham como para que la luz delas linternas no nos delatase, sin llegar a estar en el corazón delbosque. Sería una fiesta de togas y habíamos acordado que cada

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cual llevaría su sábana. Después, bastaría con meterlas todas en elcesto de la ropa contaminada, donde se descartaban las prendasmanchadas de sangre. De ese modo, no habría que preocuparsepor si las estropeábamos.

Marina y yo dedicamos la tarde a confeccionar coronas de laurelcon hojas y cola blanca. Hicimos poco más que estropearnos lamanicura, porque la cola blanca rezumaba por todas partes y no sesecaba. Al final, decidimos grapar las hojas, algo que nos llevó unostreinta segundos y nos hizo sentir bobas por no haberlo pensadoantes.

Aquella noche, Marina y yo nos pusimos el pijama, como decostumbre, solo por echarle emoción al asunto. Luego regresamos anuestros cuartos y aguardamos a que la enfermera de planta pasaraa darnos las buenas noches.

Lane llamó, tal y como solía.—¿Y qué? ¿Qué llevas puesto? —preguntó.—¡Lane! —exclamé.—Quiero decir debajo de la toga.—Ya, claro —bromeé.—Aunque, ahora que lo pienso, ¿qué llevas puesto?Sofoqué una risita y entonces oí pasos en el corredor.—Es la enfermera —dije—. Ponte vaqueros y una sudadera.

Luego nos vemos.Colgué y traté de adoptar una expresión inocente.—Tienes un poco de fiebre, cariño —observó Heather—. Tómate

esto.Me tendió una aspirina. Yo puse los ojos en blanco y me la tragué.—Así me gusta —dijo ella al tiempo que alargaba la mano hacia el

interruptor—. Que duermas bien.Algo que, obviamente, no pensaba hacer.Marina llamó a mi puerta una hora más tarde, pertrechada con su

mochila.—¿Lista? —susurró.Yo eché mano de la mía, me subí la capucha y la seguí por el

oscuro pasillo. En la residencia resonaba el eco de algunas toses y

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me pregunté si yo también solía toser en sueños, y si sonaría igualde mal.

No era difícil escapar de los chalés una vez apagadas las luces.Tan solo algo engorroso. Las puertas estaban cerradas, pero lasventanas no. Solo tenías que saltar por la que daba al porchetrasero y de ahí al césped. Ni siquiera recordaba la última vez quehabíamos escapado en plena noche. O sea, que habíamosescapado de verdad, no para colarnos en la residencia de los chicosantes del toque de queda.

Marina y yo nos escurrimos por la ventana y saltamos al porche.Luego, a la pálida luz de la luna, cruzamos el césped de puntillas ynos internamos en el bosque.

Encendí la linterna en cuanto me pareció seguro e iluminé lostroncos y la gruesa capa de hojas muertas que cubría el suelo.Prefería el bosque en verano. En los meses estivales, los doradosrayos de luz que se filtraban entre los árboles prestaban a la frondaun tono cálido y acogedor. Pero corría el mes de noviembre y elparaje estaba cambiando. Se había tornado frío y sombrío, como siagonizara.

El claro estaba más lejos de lo que yo recordaba. Por algunarazón, el bosque parecía más oscuro aquella noche, húmedo eimpregnado del hedor de la putrefacción.

Marina y yo fuimos las primeras en llegar. Sacamos las sábanasde las mochilas e intentamos llevarlas a guisa de togas, algo quequizás deberíamos haber practicado de antemano. Lane llegócuando estábamos acabando de sujetarlas con alfileres. Al vernos,respiró aliviado.

—Pensaba que me había perdido —confesó.—La primera estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer

—dije.—Que me había perdido en el bosque, no que fuera un niño

perdido —Lane negó con la cabeza, sonriendo—. Feliz cumpleaños,Marina.

—Gracias —repuso ella, haciendo una reverencia con la toga—.Bienvenido a la noche de las togas. Vamos a festejar como lo haríael Gran Gatsby.

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Lane resopló.—¿Qué pasa? —pregunté yo.—Pues que nadie quiere irse de fiesta como Jay Gatsby —explicó

—. Porque él ni siquiera asiste a sus propias celebraciones. Y,cuando lo hace, se queda ahí plantado, sobrio y desgraciado,esperando a una chica que nunca llega.

Marina hizo una mueca.—Tiene razón —convine yo, en tono compungido.—Vale —se corrigió Marina—. Pues vamos a celebrarlo como lo

harían los invitados del Gran Gatsby, pero no como lo haría el propioJay Gatsby.

—Sí, vamos a festejar como lo harían los anónimos personajessecundarios de una novela sobre otra persona —asentí.

—Perfecto —zanjó Marina—. Y los temas de mi fiesta serán lastogas y los personajes literarios prescindibles de clásicosincomprendidos.

Lane volvió a sacudir la cabeza, como si nos dejara a ambas porimposibles.

—¿Te importa ayudarme a ponerme esto? —preguntó, y metendió su sábana con expresión suplicante.

Nunca me había dado cuenta del grado de intimidad que requiereatarle una sábana a un chico. No me había parado a pensar que mismanos se detendrían ante las zonas comprometidas, ni tampocoque él no dejaría de sonreír, como si estuviéramos compartiendouna broma privada demasiado caliente para expresarla en voz alta.

—¡Toga! ¡Toga! —entonó Nick.Yo aún estaba sujetando la de Lane, y Nick soltó:—Eh, miraos. ¿Se está bien entre las sábanas?—Muy gracioso —repliqué—. ¿Quieres que Marina te ayude con

la tuya?—Me las puedo apañar solo —declinó él, y se ató la sábana al

cuello, como si fuera una capa.—Estás ridículo —le espetó Marina.—¿Y de quién ha sido la idea de celebrar una fiesta de togas en

el bosque? Eso sí que es ridículo —contraatacó Nick.

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—Bueno, el año que viene podrás celebrar una en tu patéticafraternidad de ingenieros —se burló ella.

Los comentarios triviales acerca del futuro no abundaban enLatham, y aún me sobresaltaba cuando los escuchaba. Cuando oíaa mis amigos bromear no solo sobre la vuelta a casa sino tambiénsobre cambiar y hacernos mayores.

—Lo haré —prometió Nick—. ¡Y será alucinante!Abrió la mochila, sacó una botella de ron y se la ofreció a Marina

con una reverencia.—Feliz cumpleaños —dijo.—Gracias, capitán Botellón.Fue todo un detalle por su parte, la verdad. Aunque para mezclar

solo teníamos limonada, así que el sabor de las bebidas iba a serinteresante.

—¿Esperamos a Charlie? —preguntó Marina al tiempo que hacíagirar el tapón del Capitán Morgan, como si ya hubiese decidido nohacerlo.

—Diablos, no. El que se duerme se lo pierde —decidió Nick.Nos pusimos las coronas de laurel, que al final no habían

quedado nada mal. Los chicos fueron a buscar piedras y palos, y lepedimos a Nick que encendiera una fogata, ya que había aprendidotécnicas de supervivencia con los scouts.

Marina tenía un bongó que le había prestado uno de los hippies.Bebimos ron, nos turnamos al tambor y bailamos alrededor delfuego cubiertos con nuestras togas. Al principio nos daba vergüenzapero, al cabo de unos cuantos tragos y ritmos, el bosque empezó agirar como si estuviéramos a punto de despegar del planeta y deviajar en nuestro pequeño mundo al espacio exterior.

—Eh, ven aquí —me dijo Lane, y me apartó de la hoguera.Nos agazapamos detrás de un árbol. El bosque parecía titilar a la

cercana luz del fuego. Lane estaba tan guapo con su toga quelamenté no haber llevado la cámara para inmortalizarlo. Entoncestomó mi rostro entre sus manos, y yo me conformé con robarle unbeso en lugar de hacerle una foto.

Teníamos los labios dulces y pegajosos por el ron. Noté el leveregusto de su pasta de dientes y, por alguna razón, eso me derritió

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por dentro. Le besé como si no hubiera un mañana, como si soloexistiera ese instante en el bosque, aunque no fuera verdad.Teníamos diecisiete años, íbamos a graduarnos en el instituto, aestudiar en la universidad y, algún día, seríamos unos viejoscarcamales que contarían historias de cuando eran jóvenes yestaban enfermos y se enamoraron. Estar en Latham ya nosignificaba lo mismo que antes. Las reglas, los tratamientos, toda laparafernalia se había convertido en una mera ceremonia, en unmodo de ocupar el tiempo hasta que la primera tanda de protocilinaestuviera lista. Y quizás pudiera ser como en Orgullo y prejuicio, conun final feliz, y ninguno acabara enterrando u olvidando al otro.

—Sabes que te adoro, ¿verdad? —dijo Lane.—Yo también estoy loca por ti —respondí, y le apoyé la cabeza en

el pecho.Ojalá nos atreviéramos a pronunciar la palabra correcta en lugar

de optar deliberadamente por la equivocada. Pero teníamos tiempopara echarle valor. Había tiempo de sobra.

Volvimos con los demás y nos unimos al baile. Giramos y nosretorcimos envueltos en nuestras togas, y el fuego crepitó y nosreímos, bastante más que achispados. Y, aunque reinaba laoscuridad en el bosque, proyectábamos un círculo minúsculo yperfecto de luz.

—Os voy a echar de menos, chicos —dijo Marina cuando sedetuvo a tomar aliento.

—No digas eso —le pedí—. No tienes derecho a lamentarte por elfuturo.

Lane, que estaba tocando el bongó, paró.—¿Y no es eso lo que hacemos todos constantemente? —

preguntó.—¡Sigue tocando! —insistí, entonada.Lane reanudó el tamborileo, ahora con más suavidad.—Lo digo en serio —prosiguió—. Nos lamentamos por el futuro

porque duele menos que reconocer que somos desgraciados en elpresente.

La combinación de la percusión con la intensidad de su vozconvirtieron la frase en una especie de performance poética, y yo

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medité sus palabras un instante, seguramente más en serio de loque habría debido.

—En ese caso, quizás no nos lamentamos por el futuro —dije—,sino por nosotros mismos.

—Vale, se acabó el ron para ti —decretó Nick. Cuando mearrebató la botella, el contenido se derramó—. Mierda, ya casi noqueda.

El bosque seguía girando aunque nosotros ya no lo hacíamos, ytodos estábamos bastante borrachos. Y no sé si fue el alcohol o loavanzado de la hora, pero de golpe y porrazo tenía frío, estabaagotada y me moría por estar entre las sábanas en lugar de teneruna alrededor del cuerpo.

—¿De verdad Charlie se lo va a perder? —preguntó Marina.—Seguro que se ha dormido —dijo Lane, y bostezó.Pero los bostezos, igual que la tuberculosis, son contagiosos. Y

todos nos contagiamos enseguida.—¡Lane! —lo acusé.—Perdón —se disculpó—. Es el ron. No serviría para pirata, está

claro.Recogimos las cosas y Nick echó tierra al fuego.—¿Nos la quitamos? —preguntó Lane, señalándose la toga.—No, mejor nos las dejamos puestas —sugirió Marina, y lo

hicimos.—Gallina el que se quite la toga antes de llegar a las residencias

—advertí—. Nick ya es un gallina porque la suya es una capa.—No dijisteis nada de togas, solo que trajéramos una sábana —

protestó este.—Sí, a una fiesta de togas —señaló Marina.Echamos a andar hacia los chalés, agotados y aún vestidos con

nuestras túnicas.Lane me tomó la mano.—Hola —dijo.—Hola —repuse, y le sonreí.Estaba guapísimo envuelto en su toga, con las greñas sobre la

frente y la corona de laurel en la cabeza, como sacado de unaacrópolis griega o como se llame. Como si hubiera una escultura

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suya en alguna parte, tallada en mármol y privada de las partesíntimas.

—Estás tan guapo —dije.—Estás tan borracha —replicó Lane.—Por eso te veo guapo. Normalmente eres una alcachofa.Solté una risita. Jo, menuda curda tenía encima.A mi izquierda, una ramita chasqueó con fuerza. Se me aceleró el

corazón y paseé el haz de la linterna a mi alrededor, pero solo vi unode esos conejos grises que tanto abundaban en el bosque, eldestello de unos ojos en la oscuridad.

—Nada —dije.—Ojalá Charlie hubiera venido —suspiró Lane.—Sí —le estreché la mano y chapoteamos sobre un montón de

hojas particularmente húmedo. Tendríamos que tirar las sábanas.Marina y Nick se habían desviado un tanto del rumbo. Los llamé.—Eh, ¿hay mucho barro por ahí?No respondieron. Se habían detenido en seco, petrificados, y a la

luz de mi linterna eran ellos los que parecían estatuas.—¿Hola? —grité al tiempo que enfocaba a Marina con el haz.Su rostro mostraba una expresión de absoluta desolación.—Sadie… —farfulló.Algo iba mal. Lo supe mientras Lane y yo corríamos hacia ellos

sin preocuparnos de las togas, que iban rozando el suelo, ni de laspiedras y las ramas que las desgarraban. Empezamos a toser, perono aminoramos el paso. Supongo que la gente se refiere a esocuando habla de precipitarse hacia el desastre: nunca vascaminando en esos instantes previos a que todo se desmorone.

Y, entonces, descubrí qué estaban mirando.A quién.Era Charlie, cuyo cuerpo yacía desparramado sobre las hojas en

una postura antinatural.

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Capítulo diecinueveLane

Era como si estuviéramos en una pesadilla. Enfocamos la figura deCharlie con el haz de las linternas, incapaces de creer que aquelloestuviera sucediendo realmente. Llevaba la tela blanca de la sábanaenredada al cuerpo y salpicada de sangre arterial de un rojo intenso.Tenía restos también alrededor de la boca y estaba horriblementeinmóvil, tendido sobre la alfombra de hojas muertas.

No dije nada. No podía hablar. Me quedé allí, horrorizado, sinpoder asimilar la magnitud de lo que estaba viendo.

—Charlie —gimió Sadie. Se arrodilló y lo sacudió—. ¡Venga,Charlie! Venga, no te pasa nada. ¡Por favor!

Pero no era verdad. Saltaba a la vista.—¿Está…? —preguntó Marina, pero ya lo sabía. Todos lo

sabíamos.Nick palideció y se alejó a trompicones. Le oímos vomitar.Estábamos borrachos, empapados y cubiertos de barro,

llevábamos sábanas prendidas a la ropa. Y, hasta aquel instante,todo nos había parecido tan inocente... Las escapadas, el bosque,las excursiones al pueblo, Charlie sorprendido en plena faena conlos pantalones bajados. Habíamos apostado sin ser del todoconscientes de lo que nos jugábamos. Pero ahora, mientrascontemplaba el primer cadáver que veía en mi vida, al primero demis seres queridos que moría, lo comprendí.

—¡No puede estar muerto! ¡Su sensor se habría disparado! —insistió Sadie. Le palpó la muñeca. Al principio creí que le estababuscando el pulso, pero lo que hizo fue apartarle la manga.

La luz de su sensor no era ni verde ni del amarillo parpadeanteque avisaba de una emergencia. No brillaba luz alguna. Su sensor

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era solo una tira de silicona negra.—Por eso nadie ha acudido en su ayuda —comprendió Sadie—.

Porque Charlie lo ha apagado.El horrible significado de aquello me aplastó. Noté un regusto

amargo y se me revolvieron las tripas, como si yo también fuera avomitar. Habíamos hecho bromas sobre el sensor de Charlie en elcomedor y nos habíamos reído de que se hubiera disparado, enlugar de preocuparnos. Y ahora era demasiado tarde parainquietarse. Era demasiado tarde para hacer nada que no fueralamentarse.

Mientras bailábamos la danza del fuego envueltos en las togas,mientras tocábamos el tambor y echábamos tragos de ron, Charlieestaba agonizando. Solo. En el bosque.

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que posé unamano en el hombro de Sadie para serenarla y me di cuenta de queyo temblaba también. Tragué saliva con dificultad y miré endirección a Marina, que parecía tan hundida como yo.

Nick retrocedió tambaleándose, pálido y sudoroso.—¡Joder, Charlie, uno no apaga su sensor! Eso no se hace,

nunca, ¿me oyes? —le reprochó.Pero Charlie no le oía, claro que no. Los muertos nunca escuchan

lo que les queremos decir.Se suponía que Charlie no debía morir. Se suponía que ninguno

de nosotros debía morir. No ahora que existía una vacuna, quenuestra enfermedad tenía cura. Se suponía que todos debíamoscurarnos, gracias a una medicación que estaría lista dentro depocas semanas.

No se me había pasado por la cabeza que quizás a algunos nonos quedara un mes de vida.

—Yo tengo la culpa —se reprochó Sadie, entre lágrimas—. Leenseñé a apagar el sensor. No pensé que podría pasar algo así.

—Nadie lo pensó —señalé yo, convencido de que Sadie no teníamotivos para sentirse culpable.

—Charlie estaba muy grave —constató Nick—. Ya sabíamos queera el más enfermo de todos nosotros.

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—Que tus síntomas sean más evidentes no significa que estéspeor —objetó Marina—. Nunca vimos su historial ni sus radiografías.Algunos internos parecen sanos y mueren cuando menos te loesperas. Y a otros por los que no darías nada los mandan derepente a casa.

Yo había bebido demasiado. Igual que todos los demás. Losárboles se mecían, inestables y desagradables, y me apoyé en untronco para recuperar el equilibrio, pero noté la viscosidad de lasavia. Aquel paraje ya no era nuestro santuario. El bosque se habíatornado oscuro, retorcido, lleno de fantasmas. Ahora sabía por quélos demás alumnos permanecían tras los estrechos confines deLatham, por qué se limitaban a dar paseos al atardecer por lossenderos señalizados.

La noche al completo se había tornado extraña, como unapesadilla, y a mí me costaba creer que aquello fuera real. Esperabadespertar de un momento a otro en mi dormitorio, con el corazóndesbocado y la camiseta empapada, preguntándome qué demoniosle pasaba a mi subconsciente.

—Si nadie más lo sabe, tenemos que avisar a alguien —dije—. Auna enfermera. A alguien que sepa qué hacer.

Todos me miraron de hito en hito, igual que si hubiera propuestollamar a la policía.

—No podemos —repuso Nick, con la voz quebrada.—Nick tiene razón —convino Sadie—. Nadie debe saber que lo

hemos encontrado aquí.Se hizo un horrible silencio, durante el cual todos pensamos lo

mismo.—¿Y entonces qué? ¿Nos marchamos sin más? —preguntó

Marina.—Sí —asintió Sadie—. Volvemos a los chalés y nos metemos en

la cama. Mañana por la mañana, cuando vean que Charlie no acudea desayunar, lo buscarán.

—No podemos dejarlo aquí —objeté yo.—Sí, sí que podemos —la expresión de Nick no admitía réplica—.

A menos que se te ocurra algo mejor.—A lo mejor alguna enfermera lo entiende… —sugirió Marina.

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—¿Que entiende qué? —replicó Nick, enfadado—. ¿Quierescontarle al doctor Barons que nos hemos escapado y nos hemospuesto de alcohol hasta el culo? Ah, sí, y que Charlie ha apagado susensor y ha muerto, pero que nosotros no estábamos con él ni nadaaunque, claro, no podemos demostrarlo. Es que hemos encontradosu cuerpo y se lo hemos traído y, por favor, no nos castigue porhabernos saltado, no sé, todas las normas de Latham que de verdadimportan.

Expresado de ese modo, sonaba fatal. Como si hubiéramosestado haciendo algo horrible. Como si tuviéramos la culpa.

—Pero no nos pueden castigar, ¿verdad? —pregunté.Me miraron fijamente, como si yo fuera duro de mollera.—¿Lo dices en serio? —replicó Nick—. Nos expulsarán de aquí y

quedaremos fuera del programa experimental.El programa experimental. Era una de las razones que habían

llevado a mis padres a escoger Latham, al fin y al cabo, en lugar deoptar por alguno de los centros públicos y más baratos. En lugar delas fuentes termales holísticas, o del sanatorio homeopático dondela gente dormía en yurtas y cultivaba sus propias coles. Lathamentregaba sensores médicos a sus pacientes y enviaba los datos alos investigadores, por no mencionar que sus internos teníanpreferencia en pruebas con fármacos experimentales. Latham noshabía arrebatado tantas cosas que no me había percatado de lomucho que aún podíamos perder.

Nick tenía razón y todos lo sabíamos.—Vale —concluyó Marina—. Así que nos vamos.—Nos vamos —asentí yo.—Como si nunca hubiéramos estado aquí —continuó Sadie, con

voz ronca.—Como si no supiéramos que Charlie no está durmiendo en su

habitación —dijo Nick—. No nos metemos en líos y, dentro de unpar de horas, todo habrá terminado.

Por desgracia, esa es la pega de la muerte, o de las experienciasrelacionadas con la muerte. Acontecen, pero nunca terminan.Permanecimos allí, juntos, un último minuto. Y luego, despacio ycompungidos, nos alejamos.

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Desperté al día siguiente convencido de que todo había sido unapesadilla. Entonces vi la maraña de sábanas manchadas de barro,las mugrientas deportivas, y comprendí horrorizado que todo habíasucedido realmente.

Era domingo, y todavía temprano, lo que significaba que tenía unrato de margen antes del desayuno. Me dolía la cabeza y mi bocasabía a rayos, pero me levanté como pude. Metí las sábanas en elcesto de la ropa contaminada y enjuagué las deportivas en la ducha.

El desayuno fue un calvario. No sé ni cómo nos las apañamospara actuar con cierta normalidad. Todos estábamos pálidos ydemacrados a causa del alcohol, y la mera visión de las tortitas y loshuevos me revolvió las tripas. Llené la bandeja, pese a todo, porqueno sabía qué sería de mí si Linda me ordenaba volver a hacer todala cola. Instantes después los cuatro estábamos sentados a nuestramesa, apagados y silenciosos mientras el resto del comedorcharlaba, reía y derrochaba animación.

Poco después, Nick se levantó para devolver la bandeja.

—Deberíamos ir tirando —dijo, mirándome a los ojos—. Tenemoscosas que hacer.

Lo seguí al carro de las bandejas y luego por el jardín, de vuelta ala casa 6. No dijo nada. No hacía falta. Yo ya sabía adónde nosdirigíamos. A hacer limpieza antes de que cerrasen las residencias.

Una noche, en el chalé, los tres estuvimos hablando de que,cuando un soldado moría, sus compañeros borraban la pornografíade su ordenador antes de que le fuera devuelto a su familia.

«Si se diera el caso, vosotros lo haríais por mí, ¿no?», dijo Nick. Ytodos convinimos en que sí: llegado el momento, los otros dos seocuparían de eso. Nos lo tomamos a broma en su día, igual que

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todo lo demás en aquel entonces, cuando hacíamos lo que nosdaba la gana pensando que nada malo nos podía pasar. Ahora, encambio, la broma se había convertido en responsabilidad.

No me gustó colarme en la habitación de Charlie sin su permiso,como si el cuarto siguiera siendo suyo y no solo un espacio con suscosas.

—Echa un vistazo a su ordenador. Yo buscaré el lápiz de memoria—propuso Nick.

Le dije que me parecía bien y me acerqué al ordenador de Charliepara arrancarlo. Había sido reseteado para mostrar la configuraciónoriginal, con una imagen genérica del espacio sideral en el fondo depantalla.

—¿Nick? —me extrañé.Sostenía una caja de zapatos, con una expresión indescifrable en

el rostro.—Lo tengo todo —dijo.—¿Ya?—Está todo aquí. Vamos —asintió él.Regresamos a su dormitorio y Nick depositó la caja sobre su

cama. En la tapa, escritas con rotulador permanente, se leían laspalabras: «PROPIEDAD DE NIKHIL PATEL», pero reconocí la letrade Charlie de inmediato.

—¿Qué hay dentro? —pregunté.Nick retiró la tapa. En el interior había un montón de libretas

Moleskine, un paquete de pastillas de chocolate rellenas demantequilla de cacahuete, un iPod y dos lápices USB. Unoostentaba el sospechoso título de «Deberes de Matemáticas», peroel segundo se titulaba «En su duro lecho. Charlie Moreau».

Nick tomó este último y lo conectó a su ordenador.Era un álbum. El álbum de Charlie. Con una carátula dibujada a

mano y meticulosamente entintada. Lo había terminado.Nick pinchó el icono de reproducción y, durante un instante, no

pasó nada. Luego, una familiar melodía surgió de los altavoces.Había oído a Charlie tocar aquella canción infinidad de veces, perola versión terminada sonaba distinta. Era más oscura, máselaborada y rebosante de angustia.

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Las letras hablaban de la enfermedad, del arte, del tiempo, de quenunca hay suficiente. Cerré los ojos y me quedé escuchando, elcorazón más y más roto con cada tema.

«Soy un hombre tumba, los niños juegan en mi jardín sepultura, /tiran piedras a mi lápida azotea. / Dad las buenas noches a estosjóvenes huesos. / Si alguien os pregunta, estoy en mi duro lecho.»

La canción terminó. Cuando abrí los ojos, yo estaba llorando yNick también.

—Joder —dijo, sorbiéndose—. Y yo que creía que les estabaescribiendo canciones de amor a los One Direction.

Me reí, y luego me sentí fatal por haberlo hecho. Pero elcontenido de esa caja me tenía desconcertado. A lo largo de lasúltimas semanas, Charlie se había dedicado casi exclusivamente acomponer, y lo había hecho con una intensidad que yo no habíaentendido. Se saltaba clases, casi nunca salía de su habitación,apenas si probaba bocado…

—¿Crees que Charlie lo sabía? —pregunté.—¿Que no le quedaba mucho tiempo?Asentí.—Sí —respondió Nick, por fin—. Creo que sí. Me parece que no

quería que nos preocupáramos por él, porque todos estábamoshablando de que pronto volveríamos a casa y eso.

Guardamos silencio un momento mientras meditábamos sobreello.

—Dejó la caja a plena vista, sobre la cama —prosiguió Nick—.Para que la encontráramos cuando acudiéramos a su cuarto enmisión militar. Se diría que quiso facilitarnos las cosas.

—Y entonces, ¿por qué incluyó los cuadernos y el álbum? —pregunté—. ¿Por qué borrar los archivos del ordenador si ya habíaguardado el material para adultos en un lápiz?

—¿Nunca has pensado en ello? —se extrañó Nick—. ¿En lo quequieres dejar atrás y lo que no?

—En realidad, no.Nunca me había parado a pensar en si quería dejar algo para la

posteridad. Siempre había actuado pensando en el futuro, enimpresionar favorablemente a los responsables de admisiones de la

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universidad, pero todo eso era ya papel mojado. Cifras en unexpediente y una lista de actividades extracurriculares.

Recordé que Charlie nos contó un día que había decidido cerrar lacuenta de Facebook para asegurarse de que no acabara convertidaen un mural conmemorativo. Que necesitaba terminar su álbum.Que quería crear un legado porque, si no grababa sus canciones, notendría nada que dejar.

—Y, si sabía que estaba tan enfermo, ¿por qué anoche no sequedó en la cama?

—¿Tú lo habrías hecho? —me preguntó Nick y, durante uninstante, no entendí lo que me estaba diciendo. Y luego, para mihorror, lo comprendí.

Charlie no quería morir en una sala de hospital. No queríamalgastar sus últimos días esperando la muerte, en lugar deemplearlos en vivir. Y no había querido morir en su cama, entre lospitidos de su sensor, mientras la residencia al completo sedespertaba y se apiñaba en el pasillo para averiguar qué pasaba.

Nos habíamos ido al bosque y él lo sabía, pero no tenía a nadiemás. Desconectó el sensor para que no lo pillaran y fue abuscarnos. Pero no pudo llegar.

No hubiéramos podido hacer nada. No teníamos modo desaberlo. Porque él no quería que lo averiguáramos, no hasta el final,y entonces fue demasiado tarde.

—Te hace pensar que, si existiera un Dios, le habría concedido aCharlie cinco minutos más para reunirse con nosotros —melamenté.

Nick negó con la cabeza.—Todo esto me pone tan triste que ya no estoy triste, solo

enfadado. El doctor Barons dijo que íbamos a curarnos. No dijo quenos curaríamos si sobrevivíamos seis semanas más. Peroafrontadlo, chicos, puede que a algunos no os quede tanto tiempo.

Nick estaba sentado en el suelo, de espaldas al armario. Seabrazó las rodillas para acurrucarse.

—A lo mejor pensó que hacía lo correcto, dando esperanzas atodo el mundo —opiné.

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—O puede que solo sea un capullo —musitó Nick—. Ya sabía yoque eso de que todos nos fuéramos a casa y habláramos por el putoSkype era demasiado bueno para ser verdad. Cuatro semanas parala cura y ya solo quedamos ciento cuarenta y nueve.

Nick se levantó, sacó una botella de vodka del cajón de suescritorio y tomó un trago.

—¿Quieres? —me preguntó, entre toses.Negué con la cabeza y Nick levantó la botella a guisa de brindis.—Por Charlie —dijo—. Por haber terminado su obra.

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Capítulo veinteSadie

Mirando por la ventana, veía cómo los médicos y el personal deenfermería se apresuraban de acá para allá bajo el cielo gris,buscando frenéticamente a Charlie. Traté de fingir que estabapresenciando una obra de teatro entre bastidores, que todasaquellas carreras no eran sino el caos que precede a la subida deltelón. Pero una parte de mí sabía que no era verdad. Que todosnuestros juegos y bromas habían mudado en algo grave y terrible.

No había pegado ojo. Me había quedado sentada ahí,contemplando el firmamento, escuchando al único pájaro que no sehabía percatado de la llegada de la noche y preguntándome sialguna vez volvería a dormir. Me aterraba lo que pudiera soñar, quérostro tendrían los cadáveres que se me aparecerían cuando cerraralos ojos.

Yo tenía la culpa de todo. Charlie había muerto por mi causa. Nofue mi intención, pero eso no cambiaba nada. Solo pretendíahacerme la interesante pero, si me hubiera parado a pensar, mehabría dado cuenta de que era una pésima idea enseñar a misamigos cómo apagar el sensor.

Siempre supimos que Charlie estaba grave. Nunca le dimosmucha importancia, porque esas cosas cambian de la noche a lamañana. Cualquiera de nosotros, en cualquier momento, podríahaber salido de la consulta del doctor Barons con el rostrodesencajado, y dirigirse a trasladar sus cosas al centro médico paraser ingresado en cuidados intensivos. Habrían avisado a sus padresy le habrían puesto una vía en vez de ofrecerle una aspirina.Cualquiera de nosotros, en cualquier momento, podría haber

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regresado de esa misma visita con una copia de su últimaradiografía y una fecha de alta inminente.

Yo llevaba un tiempo preparándome para esta última posibilidad.Para que las personas que me importaban me dejaran atrás, una auna, como si yo fuera un amigo imaginario que ya habían superado.No estaba lista para que uno de mis amigos se marchara por lapuerta falsa. Para que se alejara en silencio por el camino trasero abordo de un coche fúnebre.

Nosotros éramos esos que se vestían cada mañana, que seconectaban a internet de extranjis y realizaban sesiones fotográficasen el bosque a la hora de la siesta; esos que escondían teléfonos enla cama después de que apagaran las luces y escapaban al puebloa tomar café. No estábamos destinados a morir allí. No era posible.

A la hora de comer, todo el mundo nos observaba. Lo sabían o,cuando menos, lo suponían. Charlie ya llevaba dos comidas sinaparecer y las enfermeras se habían pasado toda la mañanacorriendo de acá para allá. Donde antes se sentara Charlie Moreau,ahora solo había un vacío insoportable.

Me quedé mirando el bocadillo, el tazón de fruta y la ensalada demi plato, porque sabía que debía comérmelo todo aunque no tuvierahambre. Atisbaba de reojo la silla vacía de Charlie y deseaba tantoverlo allí sentado, encorvado sobre su libreta, venga a escribir.Quería oír el tañido agudo del ukelele por su ventana cada vez quevolviese a la residencia. Quería que me pusiera un disco, sonriendode oreja a oreja, emocionado por aquella tecnología tan anticuada.Quería que volviera a vestirse de terciopelo, que se pintara los ojoscon un delineador y que repitiera su perfecta imitación del doctorBarons cuando nos pedía que puntuáramos el dolor en una escaladel uno al diez.

Solo que, ahora mismo, yo no quería puntuar mi dolor. Queríapuntuar mi pena. Y no existía una cifra lo bastante alta.

Abandoné el comedor temprano, volví a mi habitación y medesplomé en la cama, deshecha en lágrimas. Lloré hasta que meentró tos y, cuando me despegué el pañuelo de la boca, vi que teníamanchas de sangre. Me sorprendió, pero no me sorprendió.Últimamente no me había cuidado demasiado. Ni yo ni los demás.

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Poníamos los ojos en blanco, pasábamos de las sesiones dedescanso, nos acostábamos tarde y nos bebíamos el alcohol deNick.

No era de extrañar que Charlie se hubiera puesto tan enfermo.Dios mío, Charlie.

El recuerdo de aquella última noche me traspasó. Me acurruquéaferrada al horrible pañuelo y seguí llorando. Sabía que NatalieZhang me estaría oyendo a través de la pared, pero me daba igual.Lloré recordando cómo había muerto Charlie y lloré por no habertenido ocasión de despedirme. Lloré porque lo último que le dije fue:«Será mejor que no te duermas». Lloré porque, mientras Charlieagonizaba en el bosque, yo estaba muy cerca, apoyada contra unárbol con Lane, besándole como si no importara nada en el mundo,salvo lo que sentíamos el uno por el otro, y felicitándome como unaingenua por todo el tiempo que teníamos por delante.

El doctor Barons entró en el comedor aquella noche para anunciarnuevas medidas: a partir de ese momento, nadie apagaría nimanipularía el sensor. Para asegurarse de que todo funcionabacomo era debido, las enfermeras accederían con regularidad anuestros datos, mañana y noche. Además, las ventanas de laprimera planta de las residencias se sellarían con mosquiteras.

Se oyó un gemido colectivo cuando el doctor Barons abandonó elcomedor. Todo se había hecho añicos. Tenía la sensación de haberparpadeado solo un instante y de haberme encontrado rodeada deruinas al volver a abrir los ojos.

Cuando me levanté para devolver la bandeja, Lane me siguió.—Sadie, espera —me llamó.Tenía muy mala cara. Igual que todos, supongo, solo que ahora

nuestro mal aspecto me preocupaba mucho más que durante lasúltimas semanas. No sabía si sus ojeras debían inquietarme o si sutos había empeorado. Y odiaba darme cuenta de que, cuando

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miraba a Lane, ya no tenía la sensación de derretirme por dentrosino que lo examinaba en busca de síntomas.

Dejé la bandeja en el carro.—¿Qué pasa?—Llevo todo el día sin verte —dijo.—No he tenido ganas de ver a nadie.—¿Ni siquiera a mí? —me preguntó mientras se mordía el labio y

me miraba con expresión adorable.Ojalá no fuera tan mono cuando se ponía en ese plan. Ojalá ya

hubiera vuelto a casa y me hubiera dejado atrás sin una llamada.Ojalá yo no tuviera fiebre y él no pareciese tan cansado y nohubiéramos comido juntos hacía solo un instante, lamentando lamuerte de un amigo.

Detestaba estar enamorada y destrozada al mismo tiempo,porque no sabía cómo conciliar ambos sentimientos. Erademasiado. Demasiadas cosas que se podían torcer. Habíademasiado dolor en potencia para que pudiéramos seguir conaquello.

No sé por qué lo hice. Tal vez por una mezcla de pena y rabia, yesa estúpida fiebre que no acababa de bajar, y la sensación de quetodo Latham miraba nuestra mesa sin atreverse a alzar la voz. Perosuspiré y negué con la cabeza.

—Lo siento —dije. Y me marché.

Finnegan nos había puesto deberes, pero yo ni me acordaba. Noshabía pedido que escribiéramos un poema, o algo así, y quisedesaparecer cuando me di cuenta de que toda la clase había traídoel suyo. Yo llevaba tanto tiempo lejos del instituto que no conseguíaacostumbrarme a los deberes. Me pregunté si el hecho de estar deduelo me serviría como excusa pero, tratándose de Latham,seguramente no.

Finnegan llegó con una expresión tan desolada como la mía. Sinpronunciar palabra, dejó el café sobre la mesa, cogió un rotulador y

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escribió la tarea en la pizarra: «Capítulo 15, ejercicios 8 y 9».—Marchaos cuando hayáis terminado, no hace falta que los

entreguéis —dijo.Dando un sorbo a su taza, se encaminó hacia la puerta.—Pero ¿qué carajo…? —murmuró Nick—. Pensaba que íbamos

a leer los poemas.—Yo también —dijo Marina—. ¿Qué ha sido del «si vais a volver

al instituto, tendréis que acostumbraros a hacer deberes»?—¿Tú qué crees? —repliqué con amargura—. Los deberes

suponen un estrés innecesario. Finnegan no quiere que ningúnalumno se le muera de repente por culpa de los deberes deFrancés.

Lane suspiró. Una vez más me preguntaba con la mirada sipodíamos hablar, pero yo fingí no darme cuenta.

No sabía qué decirle. Con la noticia de la cura, el ambiente deLatham había cambiado por completo. «Podemos tratar lossíntomas pero no la enfermedad, así que si estás cansado, ¿por quéno te echas a descansar?». Esa mierda que el doctor Barons noshabía estado vendiendo ya no tenía ningún sentido. Ningún médicovolvería a decir eso. El argumento había sido sustituido por la nuevay frenética consigna de «mantener vivo a todo el mundo hasta quellegue la protocilina», como si cualquiera pudiera palmarla encualquier momento y la tragedia se considerase ahora cincuentaveces peor que un mes atrás.

La pena es rara. Yo siempre había pensado que lo peor de Lathamera el dolor de la incertidumbre. Vivir o morir. Volver a casa osucumbir. Pero eso no era dolor en absoluto. Era miedo.

Cuando menos, lo supe después de que Charlie muriera. Porqueapenas podía respirar de tanto que me dolía lo sucedido pero,debajo de aquel dolor, subyacía el miedo, el terror a que hubieramás nombres en la lista negra. A haberme aferrado a la fantasía deque nosotros, Nick, Lane, Marina, Charlie y yo, éramos intocables

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cuando, en realidad, la mano invisible de la tuberculosis seguía allímismo, haciendo tamborilear los dedos con impaciencia.

Estaba ahí. En la expresión del doctor Barons cuando habíaexaminado mi radiografía; en los encendidos carrillos de Lanedurante la cena; en la costumbre de Marina de retirarse a un ladocuando sufría un ataque de tos, para que no nos fijásemos en lo feaque sonaba; o en la certeza de que Nick a menudo se escaqueabade ir a recoger el alijo para ir a por narcóticos a la enfermería.

«Bienvenido a la rotación», solíamos decir en Latham. Una fraseque comprendía una segunda parte implícita: «Saldrás de aquí, perono sabemos por cuál de las dos puertas». Yo siempre creí saber quépuerta sería la mía, pero me abstenía escrupulosamente de hacerpredicciones en relación con los demás.

Lane me llamaba una noche sí y otra también y, en cada ocasión,yo hacía caso omiso de su llamada. Me apartaba del teléfono ysubía el volumen de la música. Sabía que no era una buenaestrategia, pero no se me ocurría ninguna mejor. La idea de soltarrisitas y coquetear después de lo sucedido me horrorizaba. Tenía lasensación de que algo se había roto en mi interior. Notaba misemociones a flor de piel, casi rozando la superficie, pero no podíaacceder a ellas. Únicamente alcanzaba a sentir entumecimiento yhorror, también rabia de vez en cuando.

Pero no podía pasarme la vida ignorando las llamadas de Lane.No se puede poner fin a una relación fingiendo que no existe.Hacerlo solo serviría para herir los sentimientos de la otra persona yempeorar todavía más la inevitable ruptura. Tal y como dijo Laneaquella noche en el cenador, una relación no está rota hasta quealguien lo dice en voz alta.

Así pues, el jueves lo llamé.—¿Sí? —preguntó después del tercer timbrazo, con voz insegura.—Soy yo —repuse.—Cuánto me alegro —la alegría inundó su voz y yo me sentí aún

peor si cabe. Ojalá Lane no hubiera sonreído. Ojalá se limitara ahablarme con normalidad, sin que su tono diera a entender quellevaba toda la vida esperándome. Sin hacerme sentir tan culpable.

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Inspiré hondo, intentando reunir valor. No quería hacerlo. Meodiaba a mí misma por ello. Pero no tenía más remedio.

—Lane —dije con suavidad—. No puedo seguir con esto.Él aguardó, inseguro.—¿Con qué? —quiso saber.—No podemos estar juntos —le expliqué.Se quedó muy, muy callado.—¿No podemos o no quieres? — preguntó por fin.—Las dos cosas —dije.—Pues lo siento mucho.—¿Lo sientes? —pregunté, desconcertada.—Lo siento mucho, pero no estoy de acuerdo. Reúnete conmigo

en el cenador de las rupturas.—Son casi…—Tenemos veinte minutos, así que mejor date prisa —concluyó, y

cortó la comunicación.Me eché un abrigo sobre el pijama, me alisé la coleta y, cuando

llegué al cenador, Lane ya estaba allí, repantingado sobre lospeldaños.

—¿Qué pasa? —preguntó.Me senté a su lado y contemplamos el bosque. Las vistas me

ponían mala, como si hubiera un montón de cadáveres sembradosentre los árboles. Miré a Lane de reojo y estaba guapísimo, con lasmejillas sonrosadas del frío, el cabello despeinado y su manera desentarse, con las manos cerradas, como si guardara algo minúsculoy secreto en los puños.

Latham hacía aguas y yo no sabía cuántas plazas había en losbotes salvavidas. No quería que ninguno de los dos se sintiera malsi al final descubría que se había quedado con el último asiento. Poreso prefería echar la persiana como precaución, antes de que eldolor fuera insoportable.

—No podemos estar juntos —dije, conteniendo las lágrimas—.Echamos un polvo y fue genial, pero esto es como estar decampamento. Estas cosas nunca funcionan en el mundo real.

Lane guardó silencio durante un momento, muy quieto.

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—Pensaba que iba a presentarme en tu casa con panecilloscuando saliéramos. Que nos enviaríamos mensajes de texto. Queíbamos a asegurarnos de que funcionase.

—Pero no funcionará —me enfadé—. Volverás a casa y querrásponerte al día con los estudios para poder graduarte a tiempo, y note merecerá la pena viajar dos horas hasta mi casa sabiendo que,en otoño, te marcharás a la universidad.

—Pues claro que merecerá la pena —insistió Lane.—Sólo lo dices por ser amable —le respondí.—Lo digo porque es la verdad —insistió.—¿Sí? ¿Para desayunar juntos? ¿Para que te cuente lo mucho

que me divierte ser la chica mayor de mi clase y la única que notiene carné de conducir? —pregunté.

—Las cosas no serán así.—Puede que sí. Tú vas a recuperar tu vida, pero yo no.—Pero yo no quiero recuperar mi vida —objetó Lane—. Ni

siquiera la disfrutaba. Solo estaba… esperando a que todocambiase. Y, cuando llegué a Latham, seguía siendo el mismo Lanede siempre. No pretendía cambiar, pero lo hice. Y ahora, cuando memarche, tendré que decidir qué voy a hacer con mi vida. Pero quieroque tú formes parte de ella.

Exhibía una expresión tan seria a la luz de la luna… Como si deverdad creyese que en el mundo reina la justicia, que a las buenaspersonas les suceden cosas buenas y que lo contrario solo es laexcepción que confirma la regla.

Ojalá no hubiera dejado que las cosas llegaran tan lejos. Nuncame había importado estar sola. Y volvería a sentirme a gusto.Romper no sería más que eso. Una ruptura. Las rupturas sesuperan al poco tiempo. Cuando menos, eso creía, aunque nuncahabía pasado por una.

—Bueno, pues yo ya no quiero que formes parte de la mía —dije,hecha trizas por dentro. Estaba llorando porque no era verdad yporque sí lo era. Y porque yo tenía razón por recelar de los finalesfelices y de las historias de amor en las que nadie sale herido.Siempre hay alguien que acaba malparado. Pero lo que nunca tedice nadie es que puedes salir herido más de una vez.

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Me levanté y eché a andar hacia la residencia, lejos del únicochico que me hacía sentir que no estaba sola, y lo hacía porque erala única persona a la que no podía, bajo ningún concepto, perder odecepcionar. No podía ver cómo dejaba de amarme cuando memarchara de Latham y volviera a convertirme en alcachofa.

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Capítulo veintiunoLane

Al día siguiente, Sadie seguía ignorándome. Nos sentamos a lamisma mesa del comedor y todo eso pero, estando solo cuatro delos cinco, había muchísimo espacio de sobra. Así que Nick y yo nosacomodamos a un lado mientras que Marina y Sadie lo hicieron alotro, con las sillas vacías de por medio. Fuimos un grupo una vez,pero eso había pasado a la historia desde que Sadie y yo habíamosroto. El opresivo silencio que se había instalado en nuestra mesadesde la muerte de Charlie pesaba tanto que nos había hundido enuna miseria permanente.

Pasé el fin de semana a solas en mi cuarto, leyendo viejos librosde la biblioteca. Me había dado por Vonnegut, cuya prosa encajabacon mi estado de ánimo. Su humor negro y desolador me venía demaravilla, así como su manera irreverente de abordar la guerra, lamuerte y la tragedia, como si la desgracia fuera inevitable. Nuncame había pasado horas tirado en la cama sin hacer nada, pero lohice entonces. Me dedicaba a escuchar, con los ojos cerrados, lamúsica más deprimente que encontraba en iTunes, sin cambiarmede camiseta, sin afeitarme ni preocuparme del raro bigotillo que mesalía cuando no lo hacía.

¿Para qué? Charlie había muerto; Sadie había decidido aislarsedel mundo; Nick se medicaba para olvidar sus penas; y Marina setiraba horas leyendo a Harry Potter como si, a fuerza de hacerlo,pudiera acabar por creer que estaba en Hogwarts.

Así que descansaba, leía a Vonnegut, escuchaba MountainGoats, dormía mucho y pasaba demasiado tiempo en la ducha. ElHogar Latham tal como debería ser, sin escapadas prohibidas alpueblo, sin chicas que se colaran en la residencia ni pellas cada dos

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por tres. Y yo no podía soportarlo, nada de todo eso. Ni la soledad,ni el miedo, ni la pena.

Me pregunté qué estaría haciendo Sadie. Quería llamarla. En unpar de ocasiones llegué incluso a levantar el auricular, pero luegovolvía a dejarlo en su sitio. Cobardía pura y dura.

Ella ya no asistía a la clase de Bienestar y no se lo reprochaba.En serio, ¿para qué? Latham había mudado en aquello que yoquería que fuera antes de ser más sabio: un trámite que salvarantes de volver a casa.

Y, cada vez que veía a Sadie camino de los chalés después de lacena, o haciendo tamborilear el boli contra la libreta y mirando por laventana en clase de Francés, experimentaba un dolor que no teníanada que ver con mi enfermedad. Es muy raro perder algo que aúnsigue ahí. Que una barrera pueda surgir de la nada para separartede aquello que más quieres. Que las cosas que más duelen seanaquellas que tuviste un día.

Y yo quería a Sadie. Quería recuperar nuestra relación, queintentáramos sacarla adelante. Aunque fuera mala idea y ella noquisiera mantener contacto con nada que le recordase a ese lugar,porque yo sí. Deseaba recordar quién era yo cuando estábamosjuntos, porque la versión de mí mismo que había conocido enLatham me gustaba mucho más que la otra. Quería ser el Lane quebesaba a una chica enfundado en una toga, el que se conectaba ainternet a escondidas y llevaba corbata a una velada de cine enpijama. Quería ser el Lane de Sadie, no el Lane que dirigía el Clubde Concienciación sobre la Huella de Carbono solo para poderañadir «presidente de tal club» a su currículo.

Y me asustaba no poder ser el Lane de Sadie sin Sadie, no tenerel valor de cerrar los libros y salir en busca de aventuras si ella nome señalaba el bosque con una sonrisa en los labios, promesa deque todo iría bien.

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Me aficioné a pasear por el jardín al anochecer, pensando en miscosas. En Sadie y en Charlie, en el legado que quería dejar almundo cuando me llegara la hora. Estaba harto de ser una hoja enblanco, de hacer listas en vez de buscar mi pasión, de habermesaltado tantos ritos de iniciación que ya nunca podría recuperar.

Una noche se me hizo tarde sin darme cuenta y entré en laresidencia poco antes de que apagaran las luces. Mientras recorríala desierta sala comunitaria, alguien me llamó desde la enfermería.

Me acerqué a investigar. Nick estaba allí, tendido sobre unacamilla, solo. Leía Tormenta de espadas enfundado en el pijama yuna bata.

—Eh, me había parecido que eras tú —dijo.—¿Va todo bien? —le pregunté, preocupado.—Muy bien —me aseguró Nick—. Casi no me quedaba vodka y

estaba pensando qué hacer para ponerle remedio cuando me hedado cuenta de que… Jo, cómo me duele el pecho.

Puso los ojos en blanco al decirlo.—¿Y te ha apetecido bajar a tumbarte en una camilla? —

pregunté, sin entender nada de nada.—Codeína, tío. Te la dan sin preguntar. Solo tengo que quedarme

aquí, nada más —sonrió, satisfecho de sí mismo—. Es alucinante.Estoy flotando.

—Bueno, pues que te diviertas —dije.—Espera —me pidió Nick a la vez que se incorporaba en la cama

—. ¿Estás bien?—Sobreviviré —murmuré. No lo dije en sentido irónico, pero Nick

resopló.—Mira, siento mucho lo tuyo con Sadie —dijo.—¿En serio? —se lo solté sin pensar.Hubo un silencio incómodo.—No, si en el fondo me alegro. Me encanta que todos mis amigos

estén tan solos y deprimidos como yo —replicó Nick con sarcasmo.Se recostó contra la almohada y cerró los ojos—. ¿Seguro que noquieres un poco de codeína? Es genial. La habitación gira como unacama elástica.

—Las camas elásticas no giran —le recordé.

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—Bueno, pues deberían. Y Sadie no tendría que haberte dejado.Mierda, ¿por qué las chicas son tan complicadas?

—No sé —repuse, suspirando—. Todo iba de maravilla y, derepente, va y me deja por si acaso lo nuestro no dura.

—Seguramente no hubiese durado.—Muchas gracias.—Nada perdura —dijo—. Ni siquiera este maravilloso cuelgue.

Todos nos aferramos a algo pensando que paliará el dolor y a vecesni siquiera lo queremos de verdad, solo deseamos dejar desentirnos desgraciados, ¿sabes? En cualquier caso, perdona porhaberme portado como un idiota.

—No pasa nada —repuse.—No, calla, me estoy confesando. Vamos a pasar siete semanas

más en Latham y luego todo habrá terminado. Esto me recuerda elfinal del Bachillerato. Es la última oportunidad que tienes de ir a porlas cosas que tengas pendientes. Si no lo haces ahora, siempre tepreguntarás qué habría pasado —cambió de postura y tosió consuavidad—. Quiero que tengamos buen rollo, para que podamosmantener el contacto. Será lo único que conservemos de aquí,¿sabes? Los unos a los otros.

Tenía razón. Latham cerraría sus puertas, la tuberculosis TRMtendría cura y nos resultaría muy complicado explicar, a quien nohubiera conocido esa experiencia, cómo era la vida en un sanatorioo qué se siente cuando los análisis de sangre sustituyen a losexámenes.

—Hay buen rollo —le dije—. No te preocupes.—¿Te he preguntado ya si querías un poco de codeína? Porque

es alucinante, como una cama elástica.—Me parece que paso. Pero gracias.Subí a mi cuarto pensando en lo que Nick había dicho, aunque

hubiera desvariado un tanto. No quería obsesionarme con Sadie.Quería estar con ella. Aunque nunca le hubiera demostrado hastaqué punto.

No le había preguntado si quería salir conmigo, no de maneraoficial. Y tampoco le había dicho que la quería. Había optado por laestrategia más cobarde, diciéndole que la adoraba y que estaba

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loco por ella, empleando cualquier frase que me viniera a la cabezaexcepto la que de verdad importaba.

Y ahora, por más que reuniese el valor necesario parapronunciarla, ella no querría oírla. Ni siquiera se la creería.

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Capítulo veintidósSadie

No esperaba que Latham sin Lane fuera a ser tan triste como era.Había cometido un error. Lo supe a lo largo de aquella semana,cuando me tendía en la cama sintiéndome sola a más no poder, sinotra compañía que la de mis horribles pensamientos. Me costabaconciliar el sueño, de modo que casi todas las noches me tendía delado y miraba por la ventana hacia el inexorable bosque. Intentabaver más allá, por encima de Whitley y de los puestos de aguacatescubiertos de polvo que salpicaban la autopista de la costa delPacífico, a lo largo del camino a Los Ángeles, hasta mi casa.

Pero no podía. Solo veía la cara de Lane en el cenador, suexpresión consternada, su manera de mirarme, como si hubiera rotoel universo y le hubiera tendido los pedazos.

No tenía ni idea de que me iba a sentir así. Carecía deexperiencia con los chicos; en realidad, carecía de experiencia concasi todo lo que no fuera la tuberculosis. Pero el Hogar Latham iba acerrar sus puertas. Tal como decía Nick últimamente, estábamospresenciando la caída del imperio.

Sin embargo, se equivocaba. El ocaso ya había llegado a nuestropequeño imperio, el único que de verdad importaba. Nuestro grupose había dividido y la energía que un día hiciera de nuestra mesa elcentro del comedor se había extinguido. Ya no existía ningúnimperio, solo las ruinas de la que una vez fue una gran civilización.Únicamente recuerdos de una fantástica relación, ahora acabada.

Tardé tres días en reunir el valor necesario para poder siquieravolver la vista hacia Lane, para dejar de fingir que una fotocualquiera de una revista de moda era lo más fascinante del mundo.

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Y, cuando lo miré, me entraron ganas de echarme a llorar. Era elmismo de siempre, mi Lane, con sus greñas en la frente y sus ojosverdosos, solo que no era mío. Ya no.

El jueves Marina llamó a mi puerta. Yo escuchaba Adele una yotra vez, acurrucada en el pequeño nido de artilugios electrónicos,libros y cargadores que había creado en mi cama. Cuando me vio,mi amiga resopló.

—Veo que te has construido una cueva —comentó.—Estoy en plena regresión. Pronto me saldrán branquias y me

arrastraré a un estanque —dije.Marina negó con la cabeza.—¿Qué pasa? —preguntó—. Pensaba que era esto lo que

querías.—¡No sé lo que quiero! —alegué—. Excepto quedarme en mi

cueva, con mi depre.—Bueno, tu cueva y tu depre tienen compañía.Marina cerró la puerta y me tendió un lápiz USB.—Acabo de hablar con Nick —dijo—. ¿Has escuchado esto?—¿Qué es?—Es…, bueno, es el álbum de Charlie —repuso.Me senté.—¿Charlie grabó su álbum?—Antes de morir —asintió Marina—. Lo terminó. Lo dejó en una

caja, sobre su cama.Detestaba hablar de Charlie. Cuando lo hacía, tenía la sensación

de volver a estar allí, inclinada sobre su cuerpo, buscando la luzverde.

Pero esto era diferente. Era algo nuevo.—¿Podemos escucharlo? —pregunté.—Nick te ha hecho una copia —asintió—. Pues eso. Todo tuyo.

Yo llevo escuchándolo todo el día.Tiró el lápiz a mi cama. Lo miré fijamente.—Gracias —dije.—Iba a reunirse con nosotros, ¿sabes? —explicó Marina—.

Charlie. Sabía que no estaba bien. Tenía la intención de despedirse.

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Por eso estaba en el bosque aquella noche. No porque se sintieseobligado a asistir a una fiesta de togas.

Miré a Marina con atención. Ella me dedicó una sonrisa triste.—Ya sé que eso no arregla nada —dijo—. Pero pensaba que

debías saberlo.Cerró la puerta al salir.Introduje el lápiz en mi portátil, conecté los auriculares y me puse

a escuchar.Había oído los temas de Charlie en otras ocasiones, pero solo

fragmentos sueltos. Una base, una progresión armónica, unaversión acústica con el ukelele. Sin embargo, aquello no era unamaqueta provisional. Era su obra terminada. Se trataba de Charlie,que había regresado de la muerte y estaba sentado a mi lado,confesando lo que se siente cuando eres joven y te estás muriendoy te aterroriza dejar algo inacabado, lo que es saber que el tiempose agota.

Cuando el álbum concluyó, yo estaba llorando. Charlie lo habíaterminado por los pelos. Y yo había sido una idiota al abandonar aLane. No habíamos tenido tiempo de llegar a ser nada, porque a míme aterraba que lo que sea que fuéramos tuviera que terminar.

Y me había equivocado tanto, pero tanto… Porque las cosas noson menos trascendentes por el hecho de ser temporales, y porquelo que importa no es su duración sino el que hayan existido. Comola Antigua Grecia. Como Latham. Como Lane y yo.

Me arreglé la coleta lo mejor que pude, me apliqué mi brillo delabios favorito, que guardaba para ocasiones especiales, y bajécorriendo las escaleras antes de llamar a la puerta de la casa 6.

Era de noche, no muy tarde, y un chico llamado Tim acudió a abrircon expresión desconcertada.

—Gracias —le dije, y me colé dentro.—En teoría no puedes estar aquí —me gritó, pero no le hice caso.Subí al tercer piso como una exhalación y crucé el pasillo hasta la

habitación de Lane.Cuando llamé, me respondió su voz.—Pasa.—Hola —dije.

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Su habitación era un caos. Montones de libros, ropa, tristeza. Nose parecía en nada al inmaculado cuarto del que me había burladohacía pocas semanas. Estaba infinitamente más habitada, repletade experiencias.

Me miró como si fuera la última persona que esperara ver en elumbral de su habitación.

—Hola —respondió, con inseguridad.Cerré la puerta y me quedé allí, con los ojos clavados en él,

preguntándome qué estaría pensando.—Perdona —le solté a bocajarro—. Lo siento mucho. No quería

romper contigo.—¿No? —me preguntó, como si no acabara de creérselo.—No. Ha sido el error más grande de mi vida. Y eso que llevé

pantalones con desteñido anudado al campamento, así queimagínate.

—Me acuerdo de aquellos pantalones —repuso Lane, con unasonrisa.

Y entonces me abrazó. Me estrechó con tanta fuerza queprácticamente pude sentir las cavernas de mis pulmones, las partesque la tuberculosis me había arrebatado, y también noté que estarcon Lane me hacía sentir completa otra vez.

—Y yo recuerdo tus brackets.—Y yo recuerdo tus gomas lilas.—Y yo, tus gafas de sol rojas.—Y yo recuerdo haberte mirado cuando nadabas en el lago,

pensando lo guapa que eras.—¡No es verdad! —exclamé.—Vale —reconoció Lane, con aire culpable—, pero debería

haberlo hecho. Y debería haberte dicho hace mucho tiempo que tequiero.

Me quedé de una pieza y, cuando él me sonrió, todo pestañas ymandíbula cuadrada, me estremecí por dentro.

—¿Aun después de haber roto contigo? —pregunté.—Ah, bueno, ahora que lo mencionas… —bromeó.—Eh —le solté, fingiendo estar enfadada. Le eché los brazos al

cuello y me puse de puntillas para besarlo. Un instante antes de

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hacerlo, le dije:—Yo también te quiero.Y entonces lo besé con tanta pasión que nuestros sensores

podrían haber saltado por los aires allí mismo.—Hala —dijo Lane cuando nos separamos.Le sonreí.—No tenemos por qué dejarlo ahí —insinué.—Hum, me parece que sí —señaló con un gesto su pulsera de

silicona—. Como sigamos en este plan acabaremos lanzandomisiles nucleares.

—Respira como si hicieras yoga —le recordé—. Sin prisa. Inspira,espira.

—Quién nos iba a decir que la clase de bienestar serviría paraalgo… —bromeó.

—¡Chis! estoy intentando besarte —protesté.Mis labios encontraron los suyos y ya no dijimos nada más.

El viernes tocaba recogida en el bosque y, como era de esperar,Nick se rajó en el último minuto. Lane se ofreció a acompañarmepero le dije que no se preocupara, que prefería ir sola.

Desde el día de la fiesta de togas, no había vuelto a internarme enla maleza. Lo había estado evitando, igual que evitaba a todo elmundo. Sin embargo, a Charlie no le habría gustado que le cogieramanía al bosque por su causa. De modo que hice de tripas corazóny, pertrechada con la mochila y un gorro de punto, me interné en lanoche dispuesta a recorrer el sendero de siempre a la luz de lalinterna. Intentaba hacer las paces con el bosque, despedirme de él.

Diciembre estaba al caer y gran parte de los árboles se habíanconvertido en esqueletos desnudos. El firmamento era ahora másvisible e incluso podía distinguir algunas estrellas. En cierta ocasiónleí que todos somos estrellas muertas que vuelven la vista al cielo,porque todo aquello de lo que estamos hechos, incluida la

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hemoglobina de nuestra sangre, procede del instante previo a laextinción de una estrella.

No sé por qué me había dado por pensar eso pero, en aquelmomento, me parecía lo más lógico del mundo que las estrellasemitiesen su luz más brillante en el instante de su muerte, que lamúsica de Charlie fuera su propio resplandor y que los astros delcielo se apagasen un día, para convertirse en átomos de personasenfermas de males que aún no podíamos ni sospechar.

Michael me estaba esperando en el claro, encorvado en el interiorde un pesado abrigo, aunque no hacía tanto frío.

—Eh —dije, y moví el haz de la linterna arriba y abajo a modo desaludo.

Se volvió para mirarme y advertí una expresión extraña en surostro.

—¿Vienes sola? —preguntó.—Nick es el peor socio del mundo —repuse, poniendo los ojos en

blanco—. Lo cual es una gran ironía, porque seguramente acabarádirigiendo su propio negocio.

Michael emitió una tos seca.—¿Te encuentras bien? —pregunté.—La verdad es que no —dijo—. Estoy enfermo.—Empieza la época de los resfriados, ¿eh? —comenté.Me miró fijamente, y entonces me percaté de que no llevaba

ninguna bolsa consigo. No había traído la mercancía.—Tuberculosis, en realidad —aclaró, y esbozó apenas su

inquietante sonrisa.Nos miramos en la oscuridad. Yo ignoraba qué quería de mí. No

sabía qué decir. Ni tampoco por qué de golpe y porrazo estaba tannerviosa.

—Lo siento —dije.—¿Lo sientes? —Michael lanzó una carcajada horripilante—. ¿Lo

sientes? ¿Y eso de qué me sirve? ¿Me va a devolver mi trabajo? ¿Apagar el alquiler? ¿O la manutención de mi hijo?

—No, yo… —farfullé, sin saber qué me proponía decir.—¿Qué? —repitió él, alzando la voz—. No ¿qué?—No, no lo hará, pero hay un medicamento —dije.

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—Ah, claro, la protocilina de marras. Si es que acaso existe —escupió, y avanzó un paso en mi dirección—. Pero a mí me trae sincuidado que el medicamento sea real o no. No se lo van a dar a lagente como yo hasta dentro de muchos meses. Me toca sentarme aesperar. Podría morir antes de que me llegue el turno.

Michael me estaba asustando: no parecía preocupado, sinofurioso. Avanzó otro paso hacia mí.

—¡Tú tienes la culpa! —me acusó—. ¡Tú me has contagiado! Mivida se ha ido al garete. No me dejan ver a mi hijo. He perdido eltrabajo. Me han ordenado que no salga de casa. ¡Y voy a morir!¡Voy a morir solo!

Retrocedí a trompicones con la intención de alejarme, pero él seabalanzó contra mí y me asestó un puñetazo en las costillas, contanta fuerza que perdí el aliento. Tuve la sensación de que todo sehacía añicos. Al caer hacia atrás, noté un golpe seco en la coronillay luego algo pegajoso, como savia, pero que seguramente no lo era.

Y entonces llegó el dolor. Un dolor infinito. Por todo el cuerpo,como si me ahogara en él. Como si varias galaxias estallaran en miinterior y las estrellas se extinguieran incluso aunque ya estuvieranmuertas. Estrellas doblemente muertas se multiplicaban en elinterior de mi organismo, la vista se me empezó a nublar y yointentaba decir algo, lo que fuera, pero solo conseguí acurrucarmede costado y toser con violentos y devastadores espasmos. Oía aMichael diciendo: «Dios mío, Dios mío, Dios mío» y el bip-bip-bip-biiip de mi sensor médico, en modo de máxima alerta. Y luego,oscuridad.

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Capítulo veintitrésLane

Sadie me había prometido que se reuniría conmigo en el cenadordespués de la recogida, pero se estaba haciendo tarde y seguía sinregresar. Esperé, sin dejar de preguntarme dónde se habría metido.Si al menos tuviéramos móviles, pensé, podría enviarle un mensajede texto.

No sabía qué pasaría si llegaba después de que hubieranapagado las luces. Seguramente inventaría alguna excusa.Esperaba que no le hubiera pasado nada. Últimamente parecía máscansada y pálida de lo normal, pero puede que solo fueranimaginaciones mías, por lo de Charlie.

Me estaba asustando a mí mismo, porque estaba solo en laoscuridad, porque era tarde y porque empezaba a hacer frío. Sadieregresaría de un momento a otro, con ese ridículo gorro rojo en lacabeza, la mochila repleta de mercancía de contrabando, poniendolos ojos en blanco y diciendo que el tío ese del mercado negro sehabía retrasado. Y luego me clavaría la barbilla en la chaqueta, mesonreiría, y nos despediríamos con un rápido beso de buenasnoches antes de correr a las residencias, con el tiempo justo parameternos en la cama vestidos antes de que la enfermera hiciera laronda.

Yo llevaba los auriculares puestos, porque estaba escuchando lalista de temas que había confeccionado para ella. Se trataba denuestra historia a través de canciones, aunque todavía no estabaterminada. Tenía pensado añadir una canción cada mes, de modoque la lista seguiría viva tanto tiempo como lo hiciera nuestrarelación. Era una especie de versión electrónica de un proyecto quehabía ideado para el Club de Concienciación sobre la Huella de

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Carbono, que consistía en adoptar un árbol. Salvo que aquello lohabía hecho para quedar bien, no porque me apeteciese. Mantenerviva una lista me motivaba mucho más.

Miré al otro lado del patio, donde se erguía el campanario. Cincominutos para el toque de queda. Y, por más que no quisiera hacerlo,sabía que tenía que entrar. Pero no me moví del sitio.

Venga, Sadie, pensaba mientras toqueteaba el iPod.Sadie habrá vuelto antes de que termine esta canción, me decía.Y, luego, Sadie habrá vuelto antes de que termine esta otra.Pero no regresaba.Iba por la mitad de un tema cuando los enfermeros salieron a todo

correr de los chalés. Se apresuraban hacia el bosque con expresiónsombría. Eché un vistazo a las residencias, a las ventanasiluminadas, a la gente que se asomaba. A los alumnos queempezaban a inundar el porche, en pijama.

Entonces me quité los auriculares y oí la siniestra alarma:¡Bip-bip-bip-biiip! ¡Bip-bip-bip-biiip! ¡Bip-bip-bip-biiip!Procedía del bosque. Y supe, sin la menor sombra de duda, que

era el sensor de Sadie.Todo se paralizó. Todo, excepto el tiempo, que seguía pasando

inexorable, porque notaba el martilleo de mi corazón, el latido en losoídos y en la cabeza; y supe, sencillamente lo supe, que Sadieestaba en apuros. El terror me inundó, una niebla densa que meahogaba y lo anegaba todo.

Me levanté a trompicones bajo la luz de la luna, desesperado porque aquel horrible pitido se detuviera, aunque lo que deseaba enverdad era que nunca hubiera empezado a sonar.

Los enfermeros echaron a correr hacia el bosque. Jamie encendióuna linterna y yo me precipité hacia ellos, sin pensármelo dos veces.

No llevaba brújula, pero recordaba más o menos el camino, elclaro que Sadie me había señalado. Aunque no estuviera allí, debíaintentarlo.

—¡Esperad! —grité.Jamie se dio media vuelta.—¡Lane, vuelve a la residencia! —me dijo mientras una enfermera

alta y morena llegaba corriendo detrás de mí.

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—No recibo las coordenadas —se lamentó, sacudiendo la cabeza—. La señal es muy débil aquí fuera.

—A todos nos pasa lo mismo —repuso el enfermero Jamie—.Habrá que separarse, y deprisa.

Me fulminó con la mirada.—¡Vuelve a tu residencia ahora mismo! —insistió.—¡Pero yo sé adónde ha ido! —exclamé con desesperación—.

¡Por favor! ¡Os lo puedo enseñar!No quería que me mandaran adentro, así que eché a correr. Me

ardían los pulmones, me dolía el pecho y no supe lo mal que me ibaa encontrar hasta que fue demasiado tarde. Resollando, me apoyéen un árbol para recuperar el aliento.

—Es por aquí —dije, y me puse en marcha otra vez. Me obligué amí mismo a seguir corriendo en dirección a aquel horrible pitido.

Sabía que algo iba mal. Quería darme de bofetadas por nohaberme dado cuenta antes. Por no haberla acompañado. Por noinsistir. Y, Señor, quería matar a Nick.

—¡Sadie! —gritaba—. ¡Sadie!Pero una parte de mí ya sabía que no me iba a contestar.Reinaba la oscuridad en el bosque, pese a los delgados haces

blancos de las linternas. Oía a las enfermeras gritarse unas a otrasque les faltaba cobertura para ubicar la señal mientras aquelespantoso pitido seguía sonando, cada vez más alto, hasta que todoel bosque pareció vibrar.

El claro del que me había hablado Sadie estaba allí mismo. Corríhacia él.

—¿Sadie? —volví a gritar.Y entonces la vi. Acurrucada al pie de un árbol, con una mochila

vacía tirada a su lado. Al principio pensé que dormía pero, cuando lalinterna de Jamie la enfocó, vi un pegote de sangre en la partetrasera de su cabeza. No era sangre arterial, roja y brillante. Aquellaera distinta, más oscura y peligrosa.

—No —susurré, agachándome a su lado.Tenía un profundo corte en la cabeza, como si la hubieran

empujado contra el árbol, y exhibía una palidez tan intensa que supiel parecía casi translúcida.

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La acuné entre mis brazos. Estaba helada y su respiración erasumamente débil, pero seguía viva.

—Sadie —dije—. Soy yo. Por favor. Sadie.Me costaba respirar y mi corazón jamás había latido tan aprisa ni

con tanta fuerza. Nunca había palpitado tan cerca de mis oídos.Sadie emitió un quedo gemido.—Tienes que retirarte —me dijo un enfermero, pero no podía

estar refiriéndose a mí. Entonces noté sus manos en mis hombros,sentí cómo me apartaba de ella, y yo empecé a llorar y a gritar, y nopodía tomar aliento pero me daba igual, nada importaba exceptoque Sadie reaccionara y no se muriera.

—¿Qué hacía aquí fuera? —preguntó una enfermera.La cabeza me daba vueltas y me agarré a un árbol con una mano

mientras con la otra me apretaba el corazón desbocado, haciendoesfuerzos por respirar.

—¿Se pondrá bien? —pregunté—. Por favor. Que alguien meconteste.

—Tienes que tranquilizarte —me dijo otra enfermera—. Ven, estote ayudará.

Noté un pinchazo y el mundo entero se esfumó.

Desperté en una habitación del centro médico de Latham. Pasabanlas cuatro de la mañana y reinaba un silencio sobrenatural. Noté uncosquilleo en la nariz. Me la palpé y me desprendí un tubo deoxígeno.

Seguía mareado a causa del sedante y me costó un penosoesfuerzo levantarme de la cama sin tambalearme. Tenía el cerebrotan embotado que no conseguía recordar qué sitio era ese o quéhacía yo ahí. De sopetón, la niebla se disipó y los acontecimientosde esa noche me golpearon con fuerza.

Sadie, tendida en el bosque. El corte en la cabeza. Su débilrespiración. La expresión de los enfermeros cuando se habían

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inclinado sobre ella, como si ya no fuera una chica sino unaemergencia.

Tenía que encontrarla. Debía asegurarme de que estaba bien.Salí como pude al silencioso pasillo. El control de enfermería

estaba en el otro extremo y se oían las tenues voces de un televisorque parpadeaba al otro lado del cristal.

Nunca había estado en el piso superior del centro médico. Era unedificio pequeño, no un hospital, y encontré el nombre de Sadieescrito en la placa de una puerta, dos habitaciones más allá.

Entré de puntillas, deseando desesperadamente encontrarladespierta. Me la imaginé riéndose de mi pelo enmarañado y luegoesbozando una sonrisa adormilada antes de preguntarme si mequería acurrucar con ella hasta que los enfermeros nos pillaran.

No sucedió nada de eso, claro que no.Estaba dormida, o quizás inconsciente, no estoy seguro. Parecía

tan pequeña en aquella cama de hospital, tan delicada entre elmontón de cables y tubos que desaparecían bajo la sábana…Apenas reconocía a la chica de labios rojos y gorro de lana quecampaba por el bosque en plena noche con un alijo de contrabandoa la espalda.

—Eh —susurré, pero no me contestó.Le tomé la mano, llevado por el deseo de acariciar cuando menos

esa parte de ella. Me acordé del día en que le había escrito minúmero de teléfono en el dorso, del momento en que noté susdedos aletear sobre mi mandíbula mientras nos besábamos en elbosque. Recordé cómo me había retorcido en las sillas voladorasdel Festival de Otoño intentando alcanzarla mientras ella extendíasu mano hacia mí, para conseguir un deseo del tamaño de unrefresco mediano.

Ese deseo me habría venido de maravilla en aquel momento.Pero intuía que hubiera hecho falta uno más grande.

No sé cuánto rato permanecí allí sentado antes de que Sadiegimiera suavemente y abriera los ojos.

—Eh, estás despierta —le dije, y le estreché la mano.Ella se encogió de dolor, la cara pálida y demacrada.—¿Dónde estoy? —susurró.

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—En el centro médico.Volvió a cerrar los ojos.—Me duele todo. Creo que soy toda dolor.Miré a mi alrededor buscando algo que pudiera aliviarla, y lo

encontré.—Una bomba de morfina —expliqué a la par que guiaba su mano

hacia el botón—. Nick se moriría de celos.Aguardé a que dijera algo más, pero entró una enfermera. Era

joven, morena y guapa, y sonrió cuando vio que Sadie estabadespierta.

—Buenos días, corazón —dijo. Frunció el ceño al percatarse demi presencia—. ¿Estás ingresado?

—Hum… —musité, sin saber qué respuesta era mejor, aunque elcamisón de hospital que llevaba puesto hablaba por mí.

—Fuera —me ordenó en un tono que no admitía réplica. Melevanté con inseguridad, todavía mareado por el sedante.

—Volveré —le prometí a Sadie por encima del hombro, pero ellahabía cerrado los ojos nuevamente y no supe si me había oído.

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Capítulo veinticuatroSadie

Me despertaron un pitido, el dolor y el olor a hospital. Lane estabaallí, o puede que solo lo imaginase junto a mi cama, diciéndome quetodavía me encontraba en el centro médico, que seguía en Latham.Pero en la parte mala de Latham, allí donde nadie quiere ir a parar.

Noté el pellizco de una vía y el líquido que fluía a través de lamisma. Lo veía todo borroso, desenfocado, como una malafotografía de un instante confuso, y luego oscuridad.

Me sentía como si tuviera cuchillos clavados en la carne,luchando por abrirse paso al exterior. La cabeza me dolía tantocomo si me la hubieran perforado y me imaginé a mí mismaescapando por ese agujero, volando lejos del dolor y de mi cuerpo,para acabar con todo de una vez.

Pero no estaba acabada. Una buena parte de mí seguía allí.Tenía… algo en la mano. Un botón. Y la enfermera me estabahablando. Me decía… Me decía que pulsara el botón si necesitabamorfina.

Mientras me ayudaba a usarlo, me explicó que aquello eliminaríael dolor. Pero no lo haría. Llevaba en Latham el tiempo suficientecomo para saber que no hay modo de suprimir el dolor. Se marchacuando quiere. Y no estaba segura de que mi dolor fuera de esosque acaban por desaparecer.

Cuando volví a despertar, pensé que había pasado mucho rato,pero no estaba segura. Parpadeé, mirando al techo, intentandoaguantar el horrible dolor en el pecho sin llorar.

Gemí con suavidad y Lane apareció enseguida, con expresiónpreocupada.

—Hola —dijo.

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—Estás aquí —susurré.—Han intentado echarme, pero he montado el pollo —bromeó, en

tono alegre. A continuación se encogió de hombros—. La verdad esque no. Mi habitación está a dos puertas de la tuya. Me he colado.

—Conque saltándote las normas, ¿eh? —murmuré.—Bueno, he aprendido de la mejor.Lane me enseñó a levantar el cabecero de la cama para poderme

incorporar sin necesidad de sentarme, y reparé en que él tambiénllevaba puesta una bata de hospital.

—Estás herido —musité.—Qué va… Me han administrado un sedante y me han traído aquí

a dormir la mona. Estoy fingiendo que sigo grogui para poderquedarme —dijo, con una media sonrisa.

Intenté sonreír también, pero supongo que solo conseguí haceruna mueca.

Lane me acercó un vaso de agua a los labios para que tomara unsorbo.

—Qué sexy —bromeó cuando se me derramó un poco porencima.

—Las manos quietas —dije yo.Lane soltó una risita, pero enseguida se puso serio.—Sadie, ¿qué pasó anoche? —preguntó.Al principio no supe qué decir. ¿Qué había pasado? Estaba en el

bosque…, y entonces…, y entonces… Ay, Dios mío.—Michael —susurré, y el horror de lo sucedido me inundó hasta

ahogarme en el recuerdo.Le conté a Lane lo poco que recordaba: que había acudido sola a

reunirme con Michael, que me había confesado haberse contagiadode tuberculosis y que me había culpado a mí por ello.

—Menuda bobada —escupió Lane—. A saber dónde la habrápillado.

—Ya lo sé —asentí yo—. Pero fue… Estaba fuera de sí. Furioso.Me atacó.

—Lo voy a matar —dijo Lane, sacudiendo la cabeza conincredulidad.

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—Marina tenía razón —murmuré yo, súbitamente agotada delesfuerzo de hablar—. La gente nos tiene miedo. Para ellos, somosmonstruos. No se dan cuenta de que son cosas suyas. Son ellos losque lo estropean todo.

Me costaba mantener los ojos abiertos.—¿Sadie? —dijo Lane.—Despiértame cuando la pesadilla haya terminado —le dije, y me

alejé flotando en un mar de morfina.

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Capítulo veinticincoLane

Quería quedarme con Sadie, pero el doctor Barons me obligó adejarla sola, no sin antes prometerme que su familia llegaría pronto.Cuando le pregunté si se pondría bien, me dedicó una sonrisacondescendiente y me dijo que eso esperaba.

El sábado por la tarde, cuando abandoné el centro médico yrecorrí el patio y los caminos, entre la gente que holgazaneaba en lahierba con su música, libros y juegos de mesa, me invadió unasensación extraña. Volvía a sentirme fuera de onda con Latham.Sus rutinas no tenían nada que ver conmigo.

Me encaminé directamente a la casa 6 y llamé a la puerta de Nick.Cuando abrió, advertí que tenía un aspecto horrible. Llevaba encimasu piojosa bata, el cabello apelmazado y disparado en mildirecciones. Su rostro parecía desnudo sin las gafas.

—¿Cómo está? —me preguntó, con tono desesperado—. No mehan dejado subir a verla.

Estaba preocupadísimo, como si tuviera derecho a sentirinquietud por Sadie, y en aquel momento lo odié. No había ido averle para contarle cómo estaba su amiga. Yo…, bueno…, estabaallí porque él tenía la culpa de que Sadie languideciera en una camade hospital con, según decía la enfermera, dos costillas rotas y unaconmoción cerebral. Si no podía matar a Michael, me conformaríacon Nick.

—Nada bien —dije.—Debería haberla acompañado.—Sí —repuse, con ira mal contenida—. Deberías.—¿Y eso qué se supone que significa? —preguntó Nick.

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—Que deberías haberla acompañado, como era tu obligación, enlugar de haber estado emborrachándote a solas en tu cuarto.

—Que te den.—Que te den a ti.No recuerdo haberlo agarrado ni haberle estampado un golpe en

la cara, pero debí de hacerlo, porque se tambaleó hacia atrásprotegiéndosela con las manos y maldiciendo, y yo noté un dolorhorrible en el puño. Me sentí mejor de inmediato. No puedo decir lomismo de Nick.

—¡Mierda! ¡Me has hecho daño! —gimió. Le chorreaba sangre porla ceja.

—Tendrás que desinfectar ese corte —le espeté—. Menos malque tienes alcohol de sobra.

Aquella noche acudí a ver a Sadie otra vez. Al principio, laenfermera no quería dejarme pasar, pero monté tal escándalo que eldoctor Barons bajó para averiguar qué pasaba.

—Ah, Lane —dijo—. Me gustaría hablar contigo en mi despacho.De manera que lo seguí por el pasillo hasta su oficina, donde me

frio a preguntas para averiguar cómo, exactamente, había deducidoyo dónde encontrar a Sadie.

Le confesé lo que sabía. Que Sadie había quedado con un tipodel pueblo llamado Michael, un empleado del Starbucks, aunqueignoraba su apellido. Y después lo puse al corriente de lo que Sadieme había contado sobre que Michael afirmaba tener tuberculosis yla acusaba de haberlo contagiado, y sobre cómo la había atacado.

El doctor Barons suspiró con aire funesto.—¿Estás seguro de lo que me has contado? —preguntó.—Completamente.Hizo pasar a la policía. Dos agentes del pueblo de mediana edad,

que se protegieron la boca con mascarillas y después me pidieronque volviera a explicarlo todo desde el principio. La cosa se alargó

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infinitamente, y yo ya no veía el momento de subir a la habitación deSadie para saber cómo se encontraba.

—¿Deberíamos hablar con alguien más? —preguntó el poli máscorpulento.

Yo no dudé ni un instante en echarle toda la mierda encima aNick.

El doctor Barons por fin se compadeció de mí y me dejó subir a vera Sadie, no sin antes obligarme a llevar mascarilla y lavarme lasmanos a conciencia.

La familia de Sadie ya estaba allí. Su madre, una mujer joven yguapa, tan rubia como su hija, rellenaba impresos en una silla. Suhermana Erica, una niña de doce años larguirucha y morena, jugabaa algo en el móvil.

—Tú debes de ser Lane —dijo la mujer. Sus ojos me sonrieronpor encima de la mascarilla—. Soy Naomi, la madre de Sadie.

—Encantado de conocerla.Estuve a punto de tenderle la mano instintivamente, pero recordé

a tiempo que no debía hacerlo.—Muchas gracias por haber pasado la mañana con ella —añadió.—No hay de qué.Aunque la madre de Sadie no parecía emocionada con mi

presencia, cuando menos permitió que me quedara. Le conté queSadie y yo nos conocíamos del campamento y me preguntó si lohabía pasado bien allí. Mentí educadamente y seguí intercambiandotópicos con ella porque quería caerle bien y me daba miedo que meobligara a marcharme.

Debí de dormirme en la silla, junto a la cama de Sadie porque,cuando desperté, ella me miraba con atención.

—Estás despierta —dije, y me desperecé.—Chis —susurró. Su aspecto había mejorado una pizca, pero

seguía pálida como el papel. Giró la cabeza hacia el pasillo paraescuchar a hurtadillas.

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El doctor Barons estaba fuera, hablando con la madre de Sadie alotro lado de la puerta. Mencionó en tono grave las costillas rotas y laconmoción cerebral. Luego, bajó la voz todavía más para decir queSadie había sufrido una pequeña hemorragia en el bosque,provocada por el ataque. Tenía miedo de que Sadie no sobrevivieraa una segunda, en caso de que se produjese.

—Las radiografías no tienen buen aspecto, señorita Price —dijo eldoctor Barons. Tardé un instante en recordar que los padres deSadie estaban divorciados—. Las costillas representan un graveproblema. Cada vez que tose, corre el peligro de que una sedesplace y le perfore el pulmón.

Los ojos de Sadie se llenaron de lágrimas cuando asimiló lamagnitud de lo que estaba diciendo el médico.

—Entre las costillas fracturadas y los daños causados por latuberculosis, el pronóstico no es bueno —concluyó el doctor Barons.

—¿Y no hay nada que podamos hacer? —quiso saber la madre.—Necesita protocilina —respondió el médico, con gravedad.—Pero tengo entendido que aún tardará tres semanas en llegar…—Así es. Y, por desgracia, ella no tiene tanto tiempo. Lo siento

muchísimo, señorita Price —concluyó el doctor Barons.Sadie cerró los ojos para contener las lágrimas. Le tomé la mano

y se la estreché mientras deseaba para mis adentros que no hubieraoído esa conversación. Hay cosas que uno no debería escuchardesde detrás de una puerta, cosas que es demasiado horribleasimilar mientras otras personas discuten acerca de ellas, inclusoaunque te estén pasando a ti.

Sadie no parecía tan abrumada por la tristeza como derrotada porella. Y no sé cómo me las ingenié yo para seguir de una pieza. Nosé cómo lo hice para seguir allí sentado, acariciándole el dorso de lamano, respirando agitadamente pero sin llorar, porque no pensabahacerlo delante de ella.

—Lane —dijo, al cabo de un rato.—¿Hmmm?—Cuánto lo siento. Siempre he tenido la sensación de que algo

no andaba bien en mí, y ahora sé por qué. Tengo algo roto pordentro.

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Volví a hundirme cuando la oí decir eso.—No tienes nada roto.—¿Y entonces por qué no me pueden arreglar? —preguntó a la

par que temblaba para contener las lágrimas—. Si no tengo nadaroto, ¿cómo es posible que nadie me pueda arreglar?

Cuando la madre de Sadie regresó, noté que había estado llorando.El doctor Barons la acompañaba con expresión consternada.

Sadie me apretó la mano y yo hice otro tanto. Y luego se la agarrécon fuerza, tal y como nos ordenaban que hiciésemos durante lasexcursiones del campamento, como para asegurarme de que no nossepararan.

—Sadie, me alegro de que estés despierta —dijo el doctorBarons.

—Os he oído —confesó Sadie—. En el pasillo.El doctor Barons palideció. La madre de Sadie la miró horrorizada.—Responderé encantado todas las preguntas que quieras

hacerme —se ofreció el médico, e intentó esbozar una sonrisa.—Solo tengo una —repuso Sadie—: ¿Me pueden administrar la

medicación contra la tuberculosis multirresistente?No esperaba oír aquello, para nada. Pero, en el instante en que lo

escuché, una pequeña chispa de esperanza se prendió en miinterior. Recordé la conversación que habíamos mantenido en clasede Francés sobre la medicación a la que el señor Finnegan se habíareferido como «un medio extraordinario de preservar la vida».

La madre de Sadie miró al doctor Barons, que suspiró y se pasólos dedos por el pelo.

—Se trata de un último recurso, y no solemos tenerlo en cuenta.Los riesgos son demasiado elevados —alegó.

—Pero podría funcionar —lo presioné—. Podría ayudarla amejorar.

La madre de Sadie y yo miramos fijamente al doctor Barons, quenegó con la cabeza.

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—Se trata de un procedimiento fuera de lo común. La tasa desupervivencia es muy baja y las probabilidades de que funcionedemasiado ajustadas.

—Pero hay posibilidades —insistí—. ¡Por favor!—Señor Rosen —me regañó el médico—. Le veo sumamente

agitado. ¿Tengo que volver a ingresarlo con un sedante?Me crucé de brazos y lo fulminé con la mirada.—Me da igual —dijo Sadie—. Me corresponde a mí decidirlo,

¿no?Miró a su madre, que asintió apretando los labios.—Pues claro, cielo.—Bueno, pues quiero la medicación —insistió Sadie en un tono

que no admitía réplica—. Soy consciente de los riesgos. 25% deprobabilidades de que funcione, 25% de que acabe conmigo. Y, sino sirve de nada, entonces ya sabremos a qué atenernos. Mamá,no, por favor…

La madre de Sadie empezó a sollozar otra vez. Se llevó lasmanos a la mascarilla, como para contener su desesperación.

El doctor Barons le tendió otro pañuelo de papel. Llevaba unpaquete en el bolsillo de su bata blanca, advertí, y me pregunté sisiempre estaba ahí o si se lo había guardado especialmente para laocasión antes de dar la mala noticia.

—¿Por qué no lo piensas un poco y mañana volvemos a hablarlo?—le propuso a Sadie.

—No voy a cambiar de idea —le aseguró ella, antes de toser consuavidad. Se sostuvo las costillas con una almohada que lasenfermeras le habían proporcionado, tan pálida que temí que sedesmayara.

El doctor Barons se despidió de la madre de Sadie con unapalmadita tranquilizadora en el hombro. Al llegar al umbral, sedetuvo.

—Jovencito, ¿no deberías volver? —me preguntó.—¿Adónde?Pero noté que la madre de Sadie quería que me marchara. Erica

regresaría en cualquier momento acompañada de la enfermera quela había llevado a cenar.

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—Creo que debería pasar la noche acompañada únicamente porla familia —dijo.

—Claro, muy bien —accedí.Me quité la mascarilla y me incliné para besar a Sadie en la

mejilla. Permanecí en esa postura unos instantes, presionando misien contra la suya, sintiendo el superficial sube y baja de su pecho,el calor de su piel, la tranquilidad de percibir su presencia, viva, y desaber que tal vez pudiéramos superar aquello.

—Me voy a curar —me prometió Sadie cuando me disponía asalir.

—Lo sé —respondí, pero solo eran palabras vacías, las mismasque deseas creer con todas tus fuerzas cuando la alternativa resultainsoportable.

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Capítulo veintiséisSadie

La medicación iba a funcionar. Estaba segura. A mi madre no lehacía ninguna gracia la idea, claro que no, y no paraba de hablarmede unas hierbas milagrosas que debía probar. Le dije que meparecía genial para que dejara de hablarme de ello, porque meestaba deprimiendo.

Cuando el doctor Barons regresó al día siguiente, le dije que nohabía cambiado de idea. Quería probar el tratamiento. Pareciósorprendido y no demasiado complacido de que estuviera dispuestaa correr ese riesgo. Para mí, sin embargo, no había elección. Era miúnica oportunidad, y si algo había aprendido en Latham era quenunca se deben desaprovechar las segundas oportunidades.

Además, muy en el fondo, me gustaba la idea de que mi destinovolviera a pender de un hilo. Volver al punto en el que había pasadolos últimos dieciocho meses, vivir en la incertidumbre de no saber siLatham sería mi última parada o acabaría recuperando mi antiguavida. Con una diferencia: ahora sabía que, si me curaba, si llegaba ahacer el equipaje, tomar mi protocilina y volver al instituto, llamaría aLane cada noche antes de irme a dormir y, de algún modo, juntos,sacaríamos lo nuestro adelante. A lo mejor incluso compartíamospanecillos los fines de semana o íbamos a ver las obras de Marina oechábamos un vistazo a la casa de Nick para ver lo absurda queera, por cuanto había insinuado que tenía una pista de tenis en eljardín. Puede que comprásemos unos cuantos vinilos en las tiendasde segunda mano y los dejásemos en Modesto, donde Charlieestaba enterrado. A lo mejor regresábamos algún día a Latham ynos sentábamos en los porches de los clausurados chalés arecordar viejos tiempos.

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El doctor Barons accedió a que mis amigos acudieran a visitarmeesa tarde y ellos aparecieron vestidos igual que la noche de laproyección, cuando todo el mundo se había presentado en pijamamenos nosotros, que acudimos tan elegantes como si hubiéramospasado a saludar de camino a una fiesta.

Nick debía de haberse echado más de un lingotazo del líquido delvalor, a juzgar por la peste que destilaba, y comprendí, viendo laexpresión de Lane, que los dos habían mantenido una conversaciónal respecto.

—Hala, alcohol en punto —le soltó Marina—. Toma un chicle.Le tiró un paquete. Nick sacó uno y musitó un «gracias».Marina se alisó el vestido con ademán nervioso. De todos ellos,

era la que parecía más incómoda en el centro médico. Seguíasentada al borde de la silla, como si estuviera a punto de salircorriendo.

—Qué guapos os habéis puesto —dije—. ¿De quién es elfuneral?

Todos me miraron horrorizados.—Es broma —aclaré. Me recosté contra la almohada y cerré los

ojos, solo un momento. Me cansaba con suma facilidad ahora y loscalmantes me dejaban atontada, como si no estuviera despierta deltodo.

Lane se ajustó la corbata con timidez. Estaba guapísimo conaquel cabello demasiado largo y una pizca revuelto. Recordé laúltima vez que se había puesto aquella corbata, para nuestra falsafoto del baile.

Mi madre no se encontraba en la habitación, gracias a Dios.Había llevado a Erica a comer al pueblo, así que únicamenteestábamos nosotros cuatro: yo en pijama y los demás con susatuendos de fiesta y sus mascarillas. Sabía que se habían vestidode esa guisa para hacerme reír, pero la idea de que fueran algo queyo no era me hacía daño. Odiaba estar demasiado enferma paraparticipar, como si ya no fuera parte de ellos.

—¿Una partida al Mentiroso? —propuso Marina, sacando unabaraja. Todos arrimaron las sillas a la cama y ella mezcló las cartas.Yo fui la primera en quedar eliminada. Cuando perdí, me tendí y los

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escuché jugar mientras imaginaba que nos encontrábamos tomandoel sol en la hierba, y no en una sala de hospital.

Mi madre y Erica regresaron cuando Nick y Lane se disputaban lavictoria. Observaron, sonriendo, la energía de Nick y las triquiñuelaspsicológicas de Lane. Y a mí me alegró que mi madre pudieraconocer a mis amigos y presenciar una pequeña parte de mi vidaaquí, porque seguro que temía que me lo estuviera inventando todo,igual que había hecho en el campamento. Le enviaba cartasdiciendo que había hecho un montón de amigas, pero descubrió laverdad cuando vino a buscarme y nadie acudió a despedirse de mí.

El lunes me administraron la medicación. El doctor Barons colgó

la bolsa en la posición más baja del gota a gota. Mi madre arrimó lasilla y me tomó la mano, aunque no dolía. Durante un instante,recordé lo que me había contado Marina sobre los padres de Amit,que rondaban a su alrededor y lo trataban como un inválido cuandovolvió a casa. Pero ahuyenté aquel pensamiento junto con otrosrecuerdos inquietantes, como el de los hombres que me habíanseguido en la feria, el ataque de Michael en el bosque o el hecho deque mi madre ya hubiera gastado dos frascos de desinfectante demanos.

Cerré los ojos e imaginé que había llegado el verano. Lane y yoéramos monitores en un campamento y nos asegurábamos de quenadie acosara a los niños de nuestras cabañas. Lo visualicé conunos vaqueros cortados y sus mocasines, la típica correa para lasllaves colgada del cuello, luciendo una camiseta idéntica a la mía,con el logo del campamento. Nos imaginé comiendo nubes deazúcar junto a una hoguera, con las manos manchadas dechocolate. Nos vi entrando a hurtadillas en la misma ducha despuésde que yo lo desafiara a hacerlo. Y visualicé los antibióticosentrando gota a gota en mi cuerpo, aislando la infección yayudándome a sanar.

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Por desgracia, no lo hicieron.

Aquella tarde me subió la fiebre y una enfermera me dio algo paraque dejara de temblar, pero me dolía tanto el pecho que a esasalturas ya sabía lo que iba a pasar. No me iba a curar. El medio noera lo bastante extraordinario.

Si vivir y morir de verdad es lo mismo, entonces yo llevabadiecisiete años muriendo y no me quedaba mucho más. Pero yo yasabía que podía pasar. Lo había asumido hacía tiempo. Mi milagrono era la curación. Solo una segunda oportunidad. Y las segundasoportunidades no duran para siempre. Incluso los milagros tienenfecha de caducidad.

Una sonrisa arrugó los ojos de mi madre, su mano en la mía, suvoz apenas un murmullo.

—Hola, cielo —dijo—. Va bien. Todo va bien.Cerré los ojos, deseando poder creerlo.Es curioso que el momento del nacimiento sea un instante fijo en

el tiempo, pero que la hora de la muerte mude constantemente enfunción de lo que hayas comido o del camino que escojas paracruzar la calle o de la persona en la que confíes cuando te internasen un bosque oscuro. Pero a mí me gusta pensar en todos esospequeños instantes que convergen en el momento final, porque esosignificaría que mi muerte es mía, el resultado de mi vida, y no algofortuito.

Pensarlo así lo hace más llevadero, pensar que nos reunimos conDios cuando nos llega la hora, que algunos tiramos el dado menos

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de lo que nos gustaría, pero que lo tiramos nosotros, en cualquiercaso.

A mi llegada a Latham, pensaba que este lugar existía para protegeral mundo exterior de nosotros, pero ahora sé que no es así, sino alrevés. Latham nos protege a nosotros de ellos.

Y lo malo de tratar de burlar a la muerte es que siempre tienes lasde perder.

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Capítulo veintisieteLane

Una parte de mí albergaba la esperanza de que Sadie loconsiguiera. Que, milagrosamente, sobreviviera hasta que llegara laprimera tanda de protocilina. Que su enfermedad y la de todos losque vivíamos en Latham tuviera cura. Pero, muy en el fondo de micorazón, yo sabía la verdad.

El tratamiento que Sadie había pedido no funcionó, y comenzó aempeorar.

A lo largo de aquellos días, Sadie dormía la mayor parte deltiempo. Yo negociaba el acceso a su habitación y me sentaba a leerjunto a su cama. La madre de Sadie también estaba allí, rellenandoa lápiz los cuadros de un sudoku y derramando alguna que otralágrima. Un novio o prometido apareció y se marchó, calvo y fondón,cargado con bolsas de alimentos saludables y con expresión de nosaber qué más podía hacer. Marina entretenía a la hermana deSadie con juegos de mesa y su colección de novelas de fantasía. YNick también pasó por allí, con un ramo flores marchitas que habíarecogido junto al lago. Aunque no se sabía qué estaba más mustio,si Nick o las flores.

El miércoles, Sadie y yo nos quedamos a solas en su habitación.Se había incorporado para que le pintara las uñas de un colormorado brillante.

—Insuficiente bajo —dijo, inspeccionando mi trabajo—. Hasdejado sin pintar como la mitad de la uña del dedo gordo.

—¡Es muy difícil! —protesté.—Ya, pues será mejor que lo arregles, porque es probable que las

lleve así durante el resto de mi vida —bromeó.Apreté los labios.

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—Perdona —se disculpó, con un suspiro—. No ha tenido gracia.Por favor, borra todas las bromas malas que haya hecho alguna vez.

—O sea, básicamente todas —dije.—Básicamente todas —asintió Sadie. Se recostó contra la

almohada y cerró los ojos.Por un momento, creí que se había quedado dormida, pero

entonces me preguntó en voz muy queda:—¿Qué crees que nos pasa cuando morimos?No me lo esperaba y no estaba seguro de tener una respuesta.—No lo sé —reconocí por fin—. A lo mejor algo distinto a cada

persona.—Yo tengo una teoría —prosiguió Sadie—. Pienso que la vida

consiste en reunir materia prima y que, cuando morimos, con ellacreamos diseños con el fin de volver a vivirla en el orden que másnos guste. Podré pasarme toda la eternidad reviviendo los días enque fui realmente feliz y olvidaré los tristes. Es así como se consigueuna vida maravillosa. Debes asegurarte de tener suficientes díasbuenos que recuperar.

Sadie tragó saliva con dificultad y advertí que estaba llorando.—¿Y crees que yo también podría ir allí? —le pregunté—. ¿Y

reunirme contigo en los días buenos?—Creo que sí —murmuró Sadie, con voz pastosa—. Nos

reuniremos allí. Te esperaré. Y confío en estar esperando durantemucho tiempo.

Murió el jueves, menos de dos semanas antes de que las primerasdosis de protocilina fueran administradas en el Hogar Latham.

Yo no estaba allí.Su madre le sostuvo la mano cuando falleció, no de tuberculosis

sino de aquello que creyó que la curaría.Si Michael no la hubiera atacado, habría salido adelante. Si no

hubiera ido al bosque aquella noche. Si yo la hubiera acompañado.Si la gente no tuviera tanto miedo de las enfermedades que no

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comprende, y le horrorizara menos descubrir que la mano invisibledel contagio ha ido también a por ellos.

En Biología Avanzada aprendí que las células del organismo sereemplazan cada siete años, lo cual significa que algún día tendréun cuerpo formado íntegramente por células que nunca enfermaron.Pero también significa que las partes de mí que conocieron yamaron a Sadie desaparecerán. Recordaré haberla amado un día,pero ya no seré el Lane que se enamoró de ella. Y puede que, siconseguimos seguir adelante, sea gracias a eso. A quedesarrollamos nuevas células para remplazar a las que siguenllorando, hasta que el dolor se diluye y pierde fuerza.

El porcentaje de piel en mi cuerpo que algún día rozó la suya seirá reduciendo hasta que, algún día, mis labios no serán los mismosque besaron a Sadie y solamente me quedarán recuerdos.Recuerdos de chalés en mitad del bosque, dispuestos en forma demedia luna. Del carro metálico para devolver bandejas que había enel comedor. De las mesas de estudio que se alineaban en labiblioteca. De la roca en la que nos besamos. Del bote hundido en ellago de Latham. Sadie haciendo una foto, riendo en la cola delcomedor, tendida a mi lado la noche del cine con su vestido verde,su voz al teléfono, sus labios con sabor a manzana contra los míos.

Qué injusto.

Todo.

Cuando el doctor Barons me comunicó que no podía subir a suhabitación y me dio la mala noticia, regresé a los chalés en mediode ese ocaso temprano que nos visitaba desde que habían vuelto acambiar la hora. Golpeé la puerta de la casa 7 hasta que Genevievebajó a abrir.

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Entré de mala manera, pero entonces me di cuenta de queignoraba cuál era el cuarto de Sadie.

—No puedes estar aquí —gritó Genevieve desde atrás.—Estoy buscando la habitación de Sadie —repliqué. Y debió de

leer en mis ojos que no pensaba marcharme, porque me acompañóhasta allí.

Abrí la puerta y, súbitamente, su presencia me envolvió. Laslucecitas decorativas que rodeaban su cama, los montones de librosclasificados por colores, el viejo arcón del rincón, forrado deadhesivos de Harry Potter. La planta de menta que cultivaba en elalféizar y que explicaba por qué siempre tenía ese olor. La taza enforma de cabina telefónica inglesa, llena de rotuladores de colores.El mapamundi que tenía sobre la cama, con una nube de chinchetasen el sur de California y otra aislada en Hawái.

Quería acurrucarme en aquella habitación para siempre, con lasesperanzas y los sueños de Sadie. Junto a su inacabado mapa deviajes y su menta huérfana. En vez de eso, saqué la tarjeta dememoria de su cámara. Luego, regresé a la casa 6 e hice lo posiblepor desaparecer.

Aquella noche fue insoportable. No quería bajar a cenar, sentarme anuestra mesa, solo nosotros tres, entre sillas vacías que ya eranlápidas. Quería recordar la mesa tal y como la vi el día de millegada, cuando parecía la más vibrante del comedor, y susocupantes prácticamente resplandecían entre carcajadas. Ahora erala mesa más lúgubre de todo el Hogar Latham y yo no creía quepudiera soportarlo. Así que la evité.

El enfermero Jamie me encontró sentado en el suelo de mi cuarto,a oscuras, mirando sus fotos en mi portátil. Era lo más parecido avolver a verla, a estar allí con ella. Pero no bastaba. Santo Dios, nobastaba.

—La cena —me recordó.—Paso —dije.

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Titubeó un momento.—Pondré que te encuentras mal —decidió.

Cuando por fin abandoné mi habitación, al día siguiente, fue con laintención de hacerle una visita a Nick.

Abrió la puerta, y parecía tan desolado como yo. Había ido hastaallí para montarle el numerito, pero gritar no habría servido de nada.

—¿Me vas a pegar otra vez? —preguntó.—¿Y eso qué arreglaría?—Bueno, si no me vas a pegar, pasa —accedió. Entré en su

cuarto, poco más que un cubo de basura inundado de cartones dezumo vacíos.

—Dios, cuánto la echo de menos —se lamentó Nick. Se desplomóen la cama y enterró la cabeza entre las manos—. Ya sé que era tunovia, pero también era mi mejor amiga y la echo de menos a morir,joder.

—Yo también —dije.—No paro de darle vueltas —empezó, directo al grano—, y creo

que yo tuve la culpa. De haber estado allí, no habría pasado lo quepasó.

—Eso no lo sabes —objeté yo.—Le habría parado los pies a ese tío —insistió Nick, entre toses.—Ni siquiera pudiste pararme a mí los pies cuando te aticé —

señalé.Se encogió de hombros, porque era verdad y lo sabía.—Me gustaría estar enfadado contigo.—¿Porque estábamos enamorados de la misma chica muerta? —

preguntó. Y parecía tan hundido, que no pude soltarle ninguna delas barbaridades que se me pasaron por la cabeza. De modo queasentí y dije que sí, que porque estábamos enamorados de lamisma chica muerta.

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El jueves en que llegó la protocilina, hicimos cola en el gimnasiodespués de comer. Los enfermeros estaban allí, cada cual sentadoa una mesa junto a las cajas de jeringuillas. Intenté no buscar elpuesto que habría ocupado Sadie en la fila si hubiera estado allípara recibir su inyección.

La enfermera Mónica me clavó la aguja en el brazo y noté elescozor de la protocilina según penetraba en mi torrente sanguíneo.

—Primera dosis de cincuenta y seis —dijo a la par que introducíael dato en su tableta—. ¿Puedes puntuar el grado de dolor en unaescala del uno al diez?

Pero no podía. Me parecía tan absurdo que las opciones seredujeran a diez, que se contemplaran únicamente diez tipos dedolor… Porque estoy seguro de que las formas de sufrimiento eneste mundo se cuentan por cientos, por millares tal vez. Y ningunode esos números pertenece a la misma escala. Todos te lastiman demanera distinta y no hay modo de cuantificarlos. Duelen demasiadoy no lo bastante al mismo tiempo.

—Estoy esperando, cariño —me recordó Mónica, y yo traté deconcentrarme en mi brazo, en el suero que fluía por su interior.

—Dos —mentí.

Apenas recuerdo las últimas semanas que pasé en Latham. Sé quecada tarde hacíamos cola en el gimnasio para recibir las inyeccionesy que, al cabo de unos cuantos días, la opresión que tenía en elpecho empezó a ceder. Transcurrida una semana, era capaz derespirar profundamente sin toser.

Me costaba hacerme a la idea de que estaba cambiando pordentro, de que la versión de mí mismo que había conocido a Sadiehabía desaparecido para siempre y de que, por más que quisieraaferrarme al pasado, tenía un largo y resplandeciente futuro por

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delante. El Hogar Latham, que en su día se extendiera hastaperderse en el horizonte, se había convertido en una reliquia delayer.

Los sanatorios fueron clausurados, como estaban antes denuestra llegada.

Nos habían arrancado del mundo y nos habían vuelto a soltar allícomo si nada hubiera cambiado. Pero nosotros ya no éramos losmismos. Vivir sin internet, sin móviles, sin estar seguros de tener unfuturo por delante, nos había transformado. Al menos, sé que yohabía cambiado.

Y cuando el todoterreno aparcó junto a Latham y ellos bajaron delcoche, mi madre llorando, mi padre tenso pero sonriente, supe quejamás había encajado entre estas cuatro paredes en la mismamedida que Sadie. Que mi hogar estaba en el mundo real y el suyono, y ella hacía tiempo que lo había aceptado.

Sin embargo, saberlo no atenuaba el dolor de no estar en aquelmomento ayudándola a llevar sus cosas al coche de su madre. Nirestaba horror al hecho de que hubiera abandonado mi vida depuntillas, y la suya propia.

Antes pensaba a menudo en el futuro, pero ahora no dejo depensar en el pasado. El ayer me asalta de repente, en ocasiones sinque lo desee siquiera, mientras hago los deberes en una cafeteríacualquiera, cuando me enfundo una camiseta que lleva escrito minombre en una etiqueta del cuello, o cuando el profesor mepregunta en clase de Francés. Y sé que antes o después tendré queaveriguar qué quiero hacer con mi vida pero, ahora mismo,disfrutarla no me parece mala idea, por cuanto está claro que nopuedo tener lo que quiero en realidad.

Lo que quiero es ver a Sadie esperándome delante de su casa. Loque quiero es disfrutar con ella de un día de playa, que empiece connosotros dos untándonos protector solar muertos de risa. Lo quequiero es llevarla al festival de mi instituto y prometerle un deseo del

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tamaño de un refresco mediano si consigue agarrarme la mano enlas sillas voladoras. Lo que quiero es que me tome la mano y mearrastre al bosque para poder retroceder al instante en que la vi porprimera vez, cuando teníamos trece años.

A lo mejor, si nos hubiéramos besado en el campamento, lascosas habrían sido distintas. Es posible que, en ese caso, nohubiéramos enfermado de tuberculosis, ni hubiéramos ido a parar aLatham, ni nos hubiéramos enamorado.

Pero lo hicimos, todo. Crecimos, enfermamos y nos precipitamoscon los ojos cerrados hacia nuestros respectivos futuros. O hacia suausencia.

Echar de menos a alguien no es lo mismo que llorarlo. Y yo sabíaque algún día dejaría de llorar a Sadie y me limitaría a recordarla,esbozaría una sonrisa triste, y luego seguiría mi camino. Porque eneste mundo no se puede hacer otra cosa, por más que la corrientelo impida, por pesada que sea tu carga o trágica tu historia de amor.Solo seguir adelante.

Me había costado mucho darme cuenta de eso. Empezar a ver elcamino y no el destino. Llevaba algunas horas sentado en lacafetería, pensando. Se hacía tarde y mis padres me esperabanpara cenar, porque al día siguiente había clase. Así que recogí loslibros y me encaminé al aparcamiento.

Me subí al coche y puse rumbo a casa, con la visera bajada paraprotegerme los ojos del resol, pero en el último momento giré a laizquierda, porque nunca antes lo había hecho y porque había tiempode sobra para tomar un camino distinto.

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Notas de la traducción [1] Evento en el que alumnos de distintos centros simulan sesiones de lasNaciones Unidas representando a los diplomáticos de los países miembros.[2] Referencia a Mary Mallon, más conocida como María la Tifosa, identificadacomo el primer portador sano de la fiebre tifoidea en los Estados Unidos.

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Una historia de amor y de amistad y de segundasoportunidades que transmite ganas de vivir y de aprovechar el

momento.

Porque la vida continúa, hasta que deja de hacerlo...

Lane, un chico decidido a llegar lejos, siempre ha vividopensando en el mañana... hasta que le diagnostican unaenfermedad incurable. De un día para otro, es ingresadoen Latham, un centro para adolescentes en cuarentena.

Allí se reencontrará con Sadie, una chica fascinante yatrevida que sigue ofendida por un desplante que él le

dio años atrás (cuando Sadie era una chica más bien aburrida). Ellay sus excéntricos amigos enseñarán a Lane a saltarse las reglas yvivir el momento pero, ¿qué te queda cuando no tienes tiempo?

En Latham, Lane descubrirá el amor, las ganas de vivir, y puede quehasta el milagro de las segundas oportunidades.

Reseñas:«Un libro lleno de momentos cercanos y de diálogos ágiles.» The New York Times

«Estrafalaria, inteligente y divertida. Maravillosamente biennarrada.» School Library Journal

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LANE«Sadie encabezaba la marcha cargada con una cámara en

bandolera que debía de costar un pico. Nick también estaba allí, consus gafas de pasta brillando al sol. Detrás aparecieron el punk, que

parecía el cantante de un grupo de rock con sus vaqueros de pitillo ysus botas Doc Martens, y una chica alta que se sacudía hojas secasde un vaporoso vestido de encaje, como si acabara de abandonar el

escenario de una función escolar. Se dirigían a las residenciascaminando a grandes zancadas, como si aquel lugar les

perteneciera y, en aquel momento, así era.»No se me había pasado por la cabeza que pudiera encontrarme

con alguien conocido en Latham, que algún rostro fuera a sonarmeallí, en las montañas de Santa Cruz, a cientos de kilómetros decasa. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más horriblemente

lógico me parecía.»

SADIE«Yo nunca había tenido un grupo de amigos como aquel en elinstituto. Jamás habríamos congeniado. Charlie habría sido un

solitario incomprendido. Nick se dedicaría en cuerpo y alma a losjuicios simulados como si fueran algo más que un pretencioso grupo

de teatro. Marina se habría unido a los típico frikis que ven DoctorWho y llevan sombreros interesantes. Y yo... Bueno. Yo seguiría conlas tres chicas que conocí en segundo, las mismas que se fijaban en

chicos poco recomendables y que me consideraban esa amigagraciosilla con la que se disculpaban una y otra vez por haber salido

en parejas sin ella.»Sin embargo, Latham nos había reinventado. Nos había convertidoen personas originales, más interesantes, más atractivas de lo que

habríamos sido en cualquier otra parte.»

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Título original: Extraordinary Means© 2015, Robyn Schneider© 2016, Victoria Simó, por la traducción© 2016, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona ISBN ebook: 978-84-2048-481-5Diseño de cubierta: Penguin Random House Grupo Editorial / Andreu BarberanIlustración de cubierta: © ThinkstockConversión ebook: Javier Barbado Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideasy el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Graciaspor comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes delcopyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra porningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendoque PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesitafotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.megustaleer.com

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Índice Estrellas fugacesDedicatoriaCitasCapítulo uno. LaneCapítulo dos. SadieCapítulo tres. LaneCapítulo cuatro. SadieCapítulo cinco. LaneCapítulo seis. SadieCapítulo siete. LaneCapítulo ocho. SadieCapítulo nueve. LaneCapítulo diez. SadieCapítulo once. LaneCapítulo doce. SadieCapítulo trece. LaneCapítulo catorce. SadieCapítulo quince. LaneCapítulo dieciséis. SadieCapítulo diecisiete. LaneCapítulo dieciocho. SadieCapítulo diecinueve. LaneCapítulo veinte. SadieCapítulo veintiuno. LaneCapítulo veintidós. SadieCapítulo veintitrés. LaneCapítulo veinticuatro. SadieCapítulo veinticinco. LaneCapítulo veintiséis. SadieCapítulo veintisiete. LaneNotas de la traducciónSobre este libro

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Créditos