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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009

Crónica V

La herida de bala de Zumalacárregui y la actuación del

curandero Petriquillo

5-1 A modo de introducción

Zumalacárregui fue, a juicio de muchos historiadores, el genio militar más importante del siglo XIX. Todavía no se explican como un general supo sacar de la nada, sin medios, ni dinero, ni municiones, un ejército profesional eficaz y disciplinado, que trajo en jaque al ejército gubernamental, mucho más numeroso y mejor dotado. Durante un par de años, los carlistas, volvieron locos a las tropas liberales, derrotándolas repetidamente en todas las latitudes de Navarra y Vascongadas. La muerte del “caudillo de las Amescoas” supuso el comienzo de la derrota carlista. Antes de entrar a debatir la herida de bala que le causó la muerte al gran estratega, es preciso matizar un par de temas que dejaremos entre paréntesis y que nos ayudarán en la discusión. El primero va a hacer referencia a la situación e importancia real de los curanderos en el siglo XIX, imprescindible para intentar entender parte de lo que aconteció y el segundo abordará las dificultades que tenía la práctica quirúrgica de entonces, para la extracción de las balas de los heridos por arma de fuego. a) Los curanderos han existido desde que existe la humanidad. En la medicina sin medios diagnósticos y penurias terapéuticas, los curanderos eran gentes consentidas y apreciadas, que tenían sus habilidades y sentido común. Habían heredado de sus antepasados el arte de curar de algunos procesos, y los practicaban sin ninguna base científica, rodeándolos de cierta parafernalia. Hasta principios del siglo XIX no había ninguna ley que les prohibiera el ejercicio. En 1802, una Real Orden inhabilita a cualquier persona sin titulación el ejercicio de la cirugía y La Cofradía de San Cosme y San Damián de Navarra, comienza a luchar contra el intrusismo que ejercían los curanderos. El terreno de los huesos quebrados y las dislocaciones, era un campo propicio para los buenos curanderos que sabían manipular los huesos y hacer entablillamientos. Lo habían aprendido de sus antepasados y lo habían ensayado en ovejas, cerdos y otros animales. No es de extrañar que durante el tiempo de las guerras carlistas, muchas personas permanecieran fieles a los curanderos que desde varias generaciones habían sido tratados por ellos; ese será el caso de Zumalacárregui.

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Los curanderos no conocían bien las enfermedades, no sabían ni se habían planteado nunca, que la enfermedad era un proceso que afectaba a todo el organismo en su conjunto, que las alteraciones a diferentes niveles y órganos era la consecuencia de enfermar; tampoco querían saber nada de procesos consuntivos que llevaban al hombre hacia su final. Ellos conocían y trataban síntomas más o menos banales y más o menos importantes para los que tenían remedios, que les habían sido trasmitidos de otras generaciones. Algunos de esos remedios han llegado a nuestros días con bastante éxito; a modo de ejemplo citaremos: tratamiento de catarros y congestiones a base de leche caliente y ron; el dolor de muelas con una cabeza de ajo aplicada sobre el diente dañado; dolores de tripas con manzanilla y aguardiente; las diarreas con vino blanco y yema de huevo; el estómago caído con masajes en la tripa; el dolor de cabeza con un pañuelo en la frente con vinagre; la pleuresía con emplastos de verbena; los parásitos intestinales con cocimiento de hojas de nogal, argumentando que jamás se ven lombrices de tierra junto a los nogales. Los curanderos de fama, eran personas que sobrevaloraban sus cualidades y que estaban convencidos de lo que hacían y de su eficacia; trabajaban a la luz del día y no se escondían de nada. De cualquier forma eran gentes de primera categoría si les comparamos con otras profesiones, como, barberos, monjes, brujos, sanguijuelistas, parlanchines, drogueros, hechiceros y otros estamentos. En todo el país Vasco- Navarro había gran fe en muchos de ellos que vivían al borde de la ley b) Balas y heridas. En la crónica anterior hemos comentado el tratamiento de las heridas a principios del siglo XIX, y a ellas hacemos referencia. Ahora nos referiremos a unas particularidades sobre las mismas, que ayuden a seguir las vicisitudes de la herida del general carlista. Había empezado el período de humanización de la medicina y los ejércitos se preocupaban de la salud de sus soldados, aunque distase mucho de ofrecerle buenos servicios. Atrás quedaban los tiempos donde los enfermos permanecían hacinados en lugares sombríos sin ventilación y sin higiene. Eran grandes las lagunas de conocimiento sobre las heridas y la cicatrización, la más penosa era el no saber que existían gérmenes o microorganismos productores de las infecciones. Una herida por arma de fuego podía ser el principio del fin de cualquier soldado, sobretodo si el infortunado no llegaba por sus propios medios al lugar de socorro; una herida en la pierna ponía en riesgo la vida y la extremidad del lesionado. La extracción de una bala era un gesto importante en el difícil camino de la curación de las heridas por arma de fuego y más todavía con las creencias que circulaban de las posibles intoxicaciones por la pólvora. Estaba en la mente de todos los cirujanos el intentar su extracción, hasta se habían diseñado instrumentos especiales para ese fin; pero sin los rayos X, muchas veces era muy difícil encontrarlas entre los tejidos; las operaciones eran dolorosas, peligrosas, inseguras, casi siempre se infectaban y había un elevado porcentaje de fracasos. Podríamos afirmar que existía, alguna mayor posibilidad de recuperación, para los individuos a los que se había conseguido extraer el proyectil del cuerpo. La decisión de operar era siempre problemática y las habilidades de los

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cirujanos se apreciaban por su decisión y éxitos obtenidos, eran sus trofeos. La reconstrucción de los destrozos de la bala era una quimera, así como la prevención de los efectos de la onda expansiva. Para las manos expertas, había dos momentos para intentar sacar una bala: inmediatamente después de producido el percance, a través del propio orificio de entrada o más tardíamente cuando la propia inflamación selectiva orientaba de su localización. En el primer supuesto, se ampliaba el orificio y se iba avanzando hasta topar con el proyectil; había un truco interesante para los casos complicados que consistía en poner al paciente en la posición que tenía en el momento de recibir el impacto, imaginar bien el trayecto y seguirlo. Pasado algunos días, se podía sospechar su ubicación, por fenómenos inflamatorios que delataban donde estaba. Entonces una incisión del cirujano sobre la zona era otra forma de abordar el asunto. Quizás sea el momento de comentar, que se vivía con retraso. También con anterioridad hemos hecho referencia a Napoleón y sobretodo a su cirujano en jefe Larrey que unos años antes en la guerra de la Independencia había enseñado la importancia de atender bien a los heridos desde el primer momento a poder ser en el campo de batalla. Ellos practicaban las primeras curas y a veces las definitivas en el mismo lugar donde se había producido la herida, después los trasladaban a los hospitales de sangre en ambulancias volantes para curas definitivas y convalecencia. Esas prácticas no estaban ni en la mente ni en las posibilidades de los ejércitos liberales o carlistas, a pesar de haber avanzado en el acondicionamiento de los establecimientos hospitalarios.

5-2 La herida de bala de Zumalacárregui.

El 15 de Junio de 1835 el general carlista Tomás de Zumalacárregui, contemplaba con su catalejo desde un balcón del palacio de Begoña, la batalla que estaba desarrollando su ejército carlista en Achuri en su intento de asalto a Bilbao. En un momento determinado se echó la mano a su pierna derecha y cayó desplomado; sus ayudantes Plaza y Elizalde y el capellán guerrero Fago le atendieron. Parece haber impactado en el general una bala rebotada o perdida. Nadie quiere aceptar la evidencia, todos pensaban que el general estaba libre de todas las balas del mundo; que el héroe de mil batallas, el vencedor de los ejércitos liberales gubernamentales de Mina, Rodil, Fernández de Córdoba, Lorenzo y de quien se pusiera por delante, “el caudillo de las Amescuas” y de los campesinos, estaba defendido por una barrera divina infranqueable y que las balas por muy cerca que pasaran, podían matar a todos los que estuvieran a su lado, pero nunca le afectarían.

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Diez días después el general carlista fallecía a más de 60 kilómetros de distancia, en Cegama, una aldea del alto Goiherri, en el territorio sur de Guipúzcoa, cerca de Navarra y Álava, en el paso habitual entre la meseta castellana y la costa cantábrica, a donde había sido trasladado por propia voluntad contra “viento y marea”. La historia adjudicará gran parte de la culpa de su muerte, a la actuación improcedente del curandero PETRIQUILLO -José Francisco Tellería Uribe- (1774-1842), hijo y padre de una dinastía de curanderos –. Ocurrieron muchas cosas en esos diez días para atribuir el desenlace a una sola persona. El análisis pormenorizado de los acontecimientos y sus circunstancias, puede ayudar a una correcta valoración del episodio histórico.

5-3 Evolución de la herida de Zumalacárregui. I parte

Volviendo al comienzo, fuera o no fuera una bala de rebote, el hecho es que el general carlista Zumalacárregui fue herido por bala de fusil en la pierna derecha por debajo de la rodilla; el orificio de entrada era relativamente pequeño, como el de cualquier bala que ha perdido velocidad y energía, el proyectil había penetrado por zona interna y superior, rozando y astillando parcialmente la tibia, había topado y fracturado el peroné, quedado detenida en plena masa muscular detrás de ambas estructuras, de tal forma que era imposible palparla desde fuera. Según cuentan sus asesores, hubo un momento en que intentó ponerse de pie, pero enseguida debió recostarse. La primera intención de los que le socorrieron era trasladarlo a su alojamiento en Bolueta, a las afueras de Bilbao o al hospital de sangre de Galdácano para una primera cura y atención; pero dada la importancia del personaje, su aparente postración, y sobretodo sus órdenes claras y determinantes desde el primer momento: -Quiero ir a descansar y a reponerme a mi pueblo Cegama-. Uno de los hermanos del caudillo, que se encontraba cerca acudió de inmediato a visitarle. Le pidió que fuera paciente, que tuviera calma, que no le convenía moverse mucho. La relación entre ambos no era buena, seguramente debida a su pasado liberal. -Tienes la bala dentro, y no se puede andar de un lado para otro-, dijo el hermano. -Ese no es asunto tuyo-, le contestó el general, negando toda posibilidad de diálogo. Vista la situación decidieron evacuarlo al Campamento principal de los Ejércitos Carlistas en Durango, una población del territorio histórico de Vizcaya, a más de 20 kilómetros de Bilbao, un espacio abierto a orillas del río Ibarzabal. Fue trasportado en una cama estrecha, llevada por sus granaderos, que usaban su fusil a modo de parihuelas, bajo un calor sofocante. El viaje a pie duró algo más de un día; las gentes salían a recibirle por los pueblos. Le acompañaban en el trayecto varias personas; una

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ya citada, el capellán guerrero José Fago, que había servido antes en el ejército isabelino y ahora era un escudero fiel, sincero y adivino; un cura armado que decía las verdades a la cara; también marchaba a su lado, su amigo personal Capapé, un incondicional que le había acompañado a muchas partes y le traía suerte y su ayudante de campo Pedro de Elizalde que será el encargado de mantener contacto entre el ejército y el caudillo. Historiadores de la talla de Pérez Galdós y Madrazo, nos han dejado hermosos documentos de la llegada del herido a Durango. Quedó alojado en una morada cercana a la casa Juan Santos de Orúe, donde estaba el pretendiente Carlos María Isidro de Borbón y su séquito. Los médicos del Infante Real, Vicente González de Grediaga, medico de toga, Teodoro Gelos cirujano del cuartel general y Juan Cruz Boloqui cirujano “romancista de traje corto”, valoraron la herida con discrepancias, aunque trasmitieron un informe unitario: -Las lesiones son mínimas, la pierna está bien, se recuperará en un par de semanas, la extracción de la bala no es necesaria-, le colocaron la denominada cura de Malats, de la que ya hemos hablado, que consistía en un emplasto con aceite, bálsamo de Perú, manzanilla y flor de romero. En contra de esta opinión se manifestó claramente un joven cirujano inglés del escuadrón de la legitimidad, Frederik Burgess, asesor médico de las fuerzas de Zumalacárregui, y en el poco tiempo que llevaba de voluntario en su ejército, el cirujano de más prestigio, que quería se extrajera la bala inmediatamente. A pesar de haber mostrado su habilidad con otros casos similares, los médicos reales no tuvieron en cuenta su opinión; era demasiado joven para hacerle caso en un paciente tan importante y no hablaba bien el castellano; acabando por imponerse la corriente conservadora, que recomendaba reposo y quietud. Burgess criticaría hasta la cura que le había hecho, con comentarios despectivos hacia los físicos españoles. Diría el inglés: -Me han recordado con sus remedios a Historia Sagrada; el pasaje del buen samaritano, que después de vendar las heridas, derramó sobre ellas agua y aceite. Han pasado miles de años y siguen haciendo lo mismo-. El era partidario de desinfectar las heridas con el líquido de Dalibour, agua con cobre y zinc y otras soluciones con yodo o mercurio. A Zumalacárregui no le gusta el ambiente que ha encontrado en Durango; estaba todavía influenciado de las presiones de la Corte sobre don Carlos, para el asedio de Bilbao; objetivo que acató el general, pero con el que seguramente no comulgaba. De cualquier forma va a colaborar muy poco con la medicina oficial. Es pesimista y no le hacen ninguna gracia los personajes que pululan en dicho escenario. La primera visita que recibe es la del propio Infante don Carlos, pretendiente al trono de España con el nombre de Carlos V, al que confiesa con pesimismo: -Ya he vivido demasiado-. Don Carlos le trata con afecto y le ofrece toda su protección. Sus ayudantes por el contrario, celosos de su prestigio, difunden bulos y mentiras; llegan a decir que quiere

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ocupar el puesto del monarca; lo ven pálido, agotado y con calentura. Zumalacárregui incómodo, contesta con desaire a sus comentarios y preguntas: ¿Como se siente general?, demanda uno de ellos -¿Que como me siento? No me hace mucho provecho, tener le pierna atravesada por un balazo-. Respuestas típicas del general, acostumbrado a palabras cortas y firmes que inspiraban temor; acompañadas de una mirada sombría inaccesible a la sonrisa. También habla sin tapujos a los médicos que le atienden: -No pretendo molestarles, Sepan que he mandado un emisario a Cerain, para hacer venir al amigo Petriquillo, para que me atienda y me cure la pierna-. También pide a su colaborador Henningen, que se ponga en contacto con el cirujano Burgess, al que profesa un gran afecto, y le traduzca su agradecimiento personal por su disposición a operarle, y al mismo tiempo le pida, se vuelva a su destino, Puente Nuevo junto a Bilbao, para atender a los heridos de la tropa, que seguramente le necesitarán más que él. El tal Petriquillo no era un curandero cualquiera, era el más famoso de todo el Goierri y una personalidad en todos los sentidos. La amistad entre ambos venía de lejos; habían nacido en pueblos cercanos, las familias se conocían de siempre y había una tradición de atenciones y consultas desde la época del padre del curandero, y fundador de la dinastía de curanderos. Después habían coincidido en la guerra de la independencia contra los franceses en el batallón que mandaba Gaspar de Jáuregui. El general había sido testigo directo de las proezas del curandero que había atendido al propio Jáuregui y a él mismo de una contusión en las costillas. En Durango, se incorporaría al séquito del general, el presbítero Joaquín de Ollo, -Fray Cirilo de Pamplona-, su cuñado, hermano de su esposa Pancracia, expulsada de Pamplona por los liberales y desterrada en Francia. Las decisiones de Zumalacárregui, se verán reforzadas por la llegada de un clérigo influyente y animoso, también amigo e incondicional del curandero Petriquillo. Será además el interlocutor con la hermana a la que escribirá todos los días contando las impresiones y la evolución de la herida del general. En la primera misiva le dice: -Estará tu marido unos pocos días en cama- y el propio general añade de su puño y letra a su esposa: -Estoy un poco incómodo, mañana espero estar en disposición de caminar-. Hacía tiempo que el general tenía previsto ir a descansar y a reponerse a Cegama, donde tenía mucha familia y ahora que había recibido el balazo consideraba que era el momento oportuno para retirarse a descansar y a reponerse, para poder volver a la lucha con más fuerza que antes. Nadie pudo disuadirle del propósito, ni siquiera el pretendiente don Carlos, que le ofrece todas las comodidades que quiera y la atención de sus médicos.

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5-4 ¿Era Zumalacárregui un hombre de buena salud? Acostumbramos a recordar al general como un sujeto fuerte, de extraordinaria salud y así había sido hasta el comienzo de la guerra. La lectura de todos los documentos de la época pone sobre la mesa de forma clara, que la salud del general había sufrido un preocupante deterioro en los últimos tiempos. Era un hombre de buena salud, venida a menos. A su quebrantada salud hace referencia el general, durante el primer traslado hasta Durango, después de haber sido herido. Hablaba con franqueza a sus íntimos, de su mala salud, de su mal crónico, que según decía le iba a retirar del frente activo, antes del incidente; sus palabras exactas fueron: –Sin este accidente, también habría tenido que dejar el mando, para atender a mi salud- ¿De qué enfermedad se trataba? Existen referencias a sus padecimientos digestivos, mala alimentación, dolores de barriga e irritabilidad. En una de las campañas anteriores a su paso por Ormaiztegui, sus paisanos le encontraron desmejorado. Hacían mención a su situación: Rostro de color de cera, mirada triste, cabeza hacia el suelo, cuerpo encorvado hacia la tierra. En Vergara en uno de los descansos de su ejército estuvo tres días en cama sin levantarse con muchos dolores, echó sangre por la orina, se habló de un mal de riñón. El día del balazo se encontraba especialmente fatigado y muy afectado por la muerte en combate de su amigo el coronel Alzáa. No hemos encontrados datos fidedignos, para saber cual era el mal crónico del general y entramos en el terreno de la especulación. Hay una cosa clara se trataba de una enfermedad consuntiva que como su nombre indica iba consumiendo y debilitando poco a poco al personaje, también es muy probable que se tratase de una enfermedad digestiva; en una ocasión hemos leído que le achacaban de padecer una -complexión biliosa irritable con dolores-. En estas condiciones y analizando los tiempos, la enfermedad grave de fondo de Zumalacárregui anterior a su herida de bala, estaba en el ámbito de las infecciones intestinales crónicas y persistentes, que cursaba con dolores de tripa y malas digestiones. La tuberculosis intestinal, una forma clínica de la tuberculosis, no bien conocida en la época, pudiera ser la enfermedad crónica consuntiva intestinal de la que estamos hablando, culpable del mal crónico que padecía el general. Lo del riñón podía ser un episodio agudo aislado, un cólico renal doloroso. No cabe duda es que el general antes de recibir la herida de guerra, era un individuo frágil con sus las defensas muy disminuidas, en definitiva un sujeto inmunodeprimido, mal preparado para soportar ninguna calamidad. Atrás quedaba la descripción de Henningsen que veía al general como hombre ancho de espalda de complexión fuere, cuello de toro, frente espaciosa, gran bigote que se incrustaba en las patillas, de estatura media alta, que no parecía precisamente por su fuerte constitución.

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5-5 Evolución de la herida. II parte

Continuando con la evolución de la herida, habíamos dejado al general en Durango, incómodo dentro de la camarilla del Pretendiente, con ganas de largarse. El caudillo necesita, quiere e insiste en ser atendido por su amigo Petriquillo en el que tiene toda la confianza y a pesar de los consejos decide trasladarse a Cegama a casa de una prima, donde viven sus hermanos y allí descansar una temporada, mientras el curandero se encarga de su maltrecha pierna. La tozudez del herido hace que nadie intente disuadirle. El traslado se realiza de la misma manera que el anterior, en una cama estrecha que portan sus granaderos; durante el recorrido el general empieza a sentirse peor, los personajes que le acompañan así lo atestiguan, son el ayudante de campo Elizalde, su amigo incondicional Capapé, el capellán aragonés José Fago y Fray Cirilo el único que mantiene el ánimo. Dos leguas después de abandonar Durango se incorpora a la caravana el famoso Petriquillo, que llegaba a lomos de su mula al encuentro desde Zerain, de donde había salido avisado por un emisario y es recibido con algarabía. El curandero reconoce al general de arriba abajo, descubre su herida y realiza su primera cura, ante la desazón y enfado de los médicos, que no tienen más remedio que dejarle hacer. Después anima al herido: -“Zuma”-, así lo llamaban en casa del curandero y también “tío Tomás”, - A partir de ahora todo va a mejorar. En cuatro días como nuevo- -¿Y mi bala? -La sacaremos en cuando lleguemos a Cegama-. El curandero comenta con los soldados que lo trasportan que el general debería ir en una cama más estrecha, de unos 60 centímetros de ancha, para que no pueda moverse tanto y para que la pierna no sufra. Los porteadores se lo toman a mal, -su general viajará en la cama que tiene, que para eso es el que manda y nunca en un sitio incómodo-. Petriquillo prepara una férula para la parte posterior de la pierna de Zumalacárregui, para que no la mueva y lo hace con una tablilla húmeda de castaño, que se adapta y toma la forma de la extremidad; a continuación sujeta pierna y férula con una venda con clara de huevo que le da cierta consistencia. Al general le incomoda el vendaje y lo dejan para más adelante cuando esté la pierna menos hinchada. El curandero comenta que seguramente la bala estará alojada en la parte de atrás de la extremidad y que por eso le molesta más. Como era de esperar desde el primer momento surgen las discrepancias y confrontación con los médicos Gelos y Beloqui, que también le acompañan por decisión expresa del pretendiente don Carlos y estos tienen que tragar su presencia y sus iniciativas, ya que es evidente que cuenta con la confianza y el respaldo del general y de Fray Cirilo.

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En el camino, los físicos le practican dos sangrías sin resultado, apenas ha salido sangre de sus brazos. Petriquillo tampoco pierde ocasión de hacer cosas con el paciente: le aplica con sus manos masaje con untura de manteca por las zonas no dolorosas de la extremidad afectada, en especial cadera y tobillo. En un alto, en Vergara, prepara personalmente en la botica, un bálsamo especial y le da fricciones estimulantes por el resto del cuerpo. Los médicos se quejan, dicen que al herido le ha aparecido un quejido en el pecho, después de las fricciones, que antes no tenía. El general mete prisa a sus porteadores porque no se encuentra bien, les paga con su dinero para ir más rápido y llegar antes. El recorrido total del lesionado desde Bilbao a Cegama ha sido más de 60 kilómetros y durante el mismo ha seguido preocupado por la guerra y ha mandado emisarios a su sustituto provisional Francisco Eraso, con diversas sugerencias para la batalla, alguna de ellas dejando entrever la conveniencia de no obcecarse en el cerco de Bilbao Fray Cirilo y Petriquillo marchan confiados. El taciturno capellán Fago, dice del herido: -está demacrado, con lividez en las orejas, afilamiento en la nariz y voz cavernosa; parece tener fuertes dolores cuando se mueve en la cama y habla con melancolía hasta de la muerte-. Fago es pesimista, cree que el destino está escrito y no depende de los que le atienden; juzga a Petriquillo como instrumento de la fatalidad y manifiesta que: Dios le ha dado a conocer “cuando es bueno que ocurra lo malo”. Le parece poco probable que aquel general de mirada grave y cortesía severa, de látigo en la mano y paso rápido, pueda volver a luchar. Es más, en algunos momentos, el capellán guerrero ha viajado a su aire, detrás de todos y ha considerado que la caravana asemejaba a un cortejo fúnebre. Barruntando lo peor, Fago recordaba como había conocido al general: -No me gustan los curas armados-, le había dicho el caudillo cuando le interrogó por primera vez, después de haberlo encontrado solo por los parajes, huyendo de los liberales. -A mi tampoco me gusta la pelea, son las circunstancias-, le contestaba y añadía –No se puede quejar del apoyo que le está brindado el clero. El cura Merino es un buen ejemplo-. -Tiene razón, son muchos los que luchan por la causa, señal que Dios es también un poco carlista-, opinaba el general sin ganas de conversar. -Los liberales no tienen curas guerrilleros, pero sí médicos de guerrillas, al menos uno, Juan Palarea, al que conocí en cierta ocasión-, le insistía tímidamente Fago. - Mas le valdría dedicarse a lo suyo-, sentenciaba el general. Hubiera querido seguir dialogando, pero la conversación se interrumpió por asuntos de guerra. Días después recordaba Fago, que el general queriendo ponerle a prueba, le había encargado personalmente una misión absurda y peligrosa. Debía recoger en un pueblo, a las buenas o a las malas, todas las cacerolas, vasos, platos y cualquier instrumento metálico para con ello fabricar balas. Le contaron al general, que mientras

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la pequeña tropa confiscaba esos bienes y mientras algunas balas de nativos disconformes volaban por las cabezas de los carlistas, Fago se dedicaba a rezar el breviario sin inmutarme en el centro de la plaza, como si la fiesta no fuera con él. -Es un hombre de mucho valor-, le informaron al general Este empezó poco a poco a considerarlo y le gustaba su opinión, que la daba sin tapujos. Un día le dijo: -Diga lo que diga don Carlos, ir a tomar Bilbao es una equivocación-. No le hizo caso, como es evidente, pero no se molestó. Desde entonces lo tenía a su lado, era una referencia. A trancas y barrancas llegaron a Cegama, más mal que bien; la aldea está encajonada entre montes muy altos, el clima había variado desde la salida de Bilbao, ahora era otoñal con neblinas. El cura de Cegama, vecinos del pueblo, familiares han bajado hasta Segura a recibirle y todos juntos emprenden los 4 o 5 kilómetros de subida, con sus velas encendidas, serios y en silencio; alojan al caudillo herido, en una mansión de dos alturas –caserío Mazkiarán Barrena- cercana a la plaza e iglesia, al que se accede a través de una puerta de barrotes de hierro y un mínimo jardín, propiedad de una prima suya donde montarán guardia permanente los granaderos que lo han trasportado. Allí quedará instalada durante cuatro o cinco días la enfermería, sala de espera, secretaría del general, y pasado ese tiempo la capilla ardiente del finado. En las primeras horas parece mejorar algo; Petriquillo y los médicos le hacen una cura especial, hurgan en la herida para buscar la bala y lo que extraen es un trozo de esquirla ósea suelta, acompañado de líquido sanguinolento y pus perfectamente formado, después el curandero unta la herida con sus potingues. Petriquillo tenía muchas alternativas para sanar las heridas, le gustaba limpiarlas con vinagre, también le agradaban como desinfectantes locales los aguardientes, aunque los usaba menos por que eran más costosos. A continuación era partidario del pan mohoso como apósito, había observado los beneficios que producía en heridas infectadas; también le gustaba la miel que limpiaba la herida y la hacía más pequeña, o el ajo que ayudaba a cicatrizar y hasta el barro; a veces lo mezclaba todo. Los físicos quieren hacer mejorar su aspecto del herido, que está deteriorado: tiene la piel seca con grietas y la lengua estropajosa; le sugieren que beba muchos líquidos sobretodo limonadas y le hacen recibir enemas emolientes. En la segunda carta de Fray Cirilo a su hermana le comunica:- parece no haber motivo de alarma, aunque manifiesta que le está costando restablecerse. Está con nosotros Petriquillo, que como recordarás curó a tu marido de las costillas-. La supuesta mejora era un espejismo, dura poco tiempo, no solo no reacciona, sino que empeora notablemente. Fago ha estado un par de días sin verlo por un resfriado y cuando vuelve a su vera lo encuentra peor y nervioso y exigiendo soluciones de forma inmediata. Fray Cirilo sigue quitando importancia en sus misivas diarias, aunque su cuñado ya no escribe la posdata: -La pierna que se inflamó un poco ya está natural, dicen los físicos que sanará muy en breve; la bala no ha entrado muy dentro y están buscando un buen momento para sacarla-.

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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009

5-6 El desenlace final. Petriquillo presiona a los médicos para hacer nuevas tentativas de sacar la bala y estos no le hacen caso. Se arma una bronca importante, en la que todos se echan la culpa unos a otros y en especial a Petriquillo. Los físicos plantan cara definitivamente al curandero, lo alejan de la cabecera y consiguen aparcarlo del caso. Este se ha resistido al principio a desaparecer, pero lo piensa mejor y se larga. Ha intuido con claridad que Zumalacárregui tiene los días contados y cree que así se salvará de la quema y del descrédito. La noche del 22 al 23, la pasa mal el general, tiene fiebre y delirios, por la mañana está algo más despejado y manda llamar a su ayudante de campo Pedro Elizalde; le dicta varias órdenes, revocando otras anteriores con arrestos y destituciones de gentes de su tropa. Le pide sean tramitadas de inmediato. Después manda llamar a los físicos y les ordena, que se dispongan lo antes posible a sacar la munición de su pierna; la orden es clara, no quiere el general un nuevo intento, quiere que saquen la bala de una vez por todas. Los médicos Gelos y Belloqui, están confusos; piensan que cada vez es más problemática su localización, al estar la pierna hinchada, y no tienen ni idea donde está alojada, imaginan que el proyectil debería estar situado en plena pantorrilla detrás del hueso principal. Esa hinchazón y color violáceo de la pierna son los primeros signos de gangrena, situación que minimizan o no valoran los físicos. Nadie se plantea otro gesto quirúrgico, que no sea, el ir a por el proyectil, a pesar que no creen en absoluto en sus beneficios. Abren la piel con el bisturí e intentan buscarla en el espesor de la masa muscular, pero esta no se encuentra donde ellos esperan; al parecer las maniobras que realizan Gelos y Beloqui son muy traumáticas y los físicos tienen que revolver mucho por dentro y hacer graves destrozos para conseguir su propósito. Al principio el paciente soporta bien el dolor, después sangra profusamente y se queja de un dolor brusco e intensísimo, posiblemente han lesionado algún nervio importante y hasta se comenta que han seccionado el tendón de Aquiles para llegar a la bala. Consiguen con alivio extraerla y finalizan la operación intentando reconstruir los destrozos. La extracción de la munición produce cierta euforia en el ambiente. Las gentes se preguntan porqué no se extrajo antes. Han pasado nueve o diez días desde que se produjo la herida. Fray Cirilo optimista como siempre, coloca la bala en un plato y la pasea por Cegama de casa en casa entre el alboroto de la población; después la cede para que sea enviada a don Carlos y de ahí al resto de la tropa. Desafortunadamente el general no se recupera, se siente mal, dice cosas extrañas: -¿Cómo una sola bala puede matar a un hombre?

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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvarez Caperochipi Doctor en Medicina y Cirugía 2009

Al poco tiempo empieza a delirar: Imagina ir a la cabeza de sus ejércitos y partidarios, en una acción de guerra desesperada, llama a sus oficiales por su nombre, gritando, dando órdenes y arengas; se queja amargamente de mucho dolor. Horas después entra en un letargo del que no saldrá, es la agonía final irrecuperable. La desolación más absoluta se adueña de la aldea; granaderos, paisanos, amigos, alcalde, autoridades, pasean aturdidos la plaza de la villa, nadie quiere creer la tragedia. Pensamientos muy lúgubres circulan entre todos. Uno de los ayudantes del general relataba indignado a un pequeño grupo de personas aturdidas, la conversación que había escuchado de los galenos, horas antes de la agonía. Uno de ellos le decía al otro: -Estoy harto de oírle quejarse y desvariar-. El otro había contestado: -Le voy a poner todo el opio que sea necesario hasta hacerlo callar-. ¿Lo habrán envenenado? ¿Se han pasado de la mano con el opio? Al presbítero Joaquin de Ollo -Fray Cirilo-, le coge de sorpresa el desenlace, ha tenido el tiempo justo de atenderle espiritualmente y muere en sus brazos reconfortado por su bendición; después el clérigo se derrumba; más que cuñado era un hermano, habían soportado juntos muchos contratiempos, como el encarcelamiento y posterior liberación y destierro de Pancracia, mujer del general y otras vicisitudes con las hijas, en especial de la pequeña, que la tuvieron que meter en la Inclusa por estar sola sin padres; también la confiscación por parte liberal de todos los bienes de la familia y posterior subasta de los mismos. Fray Cirilo llora desconsoladamente como un niño, entre los soportales de la plaza de Cegama y no tiene valor para volver escribir a su hermana. El Informe de Gelos decía textualmente: -En la madrugada del día 24 se presenta repentinamente la nulidad de pulsos, conservándose las facultades intelectuales, se le socorrió con los auxilios espirituales. Entregó su alma al Supremo Hacedor a las once menos cuarto de la mañana -. Le entierran un tanto precipitadamente sin autopsia, lo que da pie a nuevas conjeturas de asesinato, solo tiene una de sus botas puesta, la pierna del balazo está tan hinchada que no le cabe la otra, se habla de maniobras criminales y envenenamiento. Los médicos deben esconderse por miedo a ser linchados por las gentes que están indignadas. Petriquillo ha desaparecido y encerrado en su caserío Arene, a la salida de un pequeño pueblo cercano. Mohino, pensativo y desanimado, va a permanecer encerrado varios días seguidos sin hablar con nadie y prácticamente va a abandonar y dejar la profesión en manos de su hijo, a pesar de supervivir al general en más de siete años. Fago también acusa el golpe, la muerte del general no le ha sorprendido, aunque si le ha afectado. El clérigo abandona Cegama y parte en solitario hacia Aragón, a perderse por los caminos y olvidar todo lo acontecido. En su triste y desolado caminar, ha recibido una llamada de ultratumba de Salama, el amor de juventud del adolescente Fago, que le ha pedido con apremio que acuda en su búsqueda. Fago ha perdido el rumbo y vaga perdido por caminos sin fin. Necesita hacer un esfuerzo supremo para encontrarla y salvarla antes de que fuera demasiado tarde; ni Dulcinea reclamó a su hombre con tanta fuerza como Salama suspira por Fago.

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Al clérigo lo encontraron diez días después en una cueva medio desnudo y hambriento y se reintegró a las milicias carlistas. Se había perdido y no recordaba bien lo que había pasado. Al parecer estos percances ya se la habían presentado alguna vez; la citada Salama existió de verdad y siempre que Fago tenía fuertes emociones o disgustos, reaparecía en su vida, lo llamaba a través de unas ondas especiales y este salía a su encuentro. También ese debió ser el motivo de estar perdido cuando lo encontraron los carlistas huyendo de los liberales al comienzo de la guerra. Todos son sospechosos de la tragedia, hasta Fago: -Pobre tío Tomás: lo han matado entre un fraile y un médico vendido a la masonería-, se oía comentar en los soportales de Cegama. Capapé, el amigo que le había liberado de las balas, el que le traía suerte, está desesperado, bramando contra los físicos y apuntando la posibilidad que estos fueran traidores compinchados con los liberales. No lo puede creer ni admitir, en dos ocasiones anteriores él le había librado de la muerte; la primera en una escaramuza, empujándole del caballo, al observar a un tirador que le estaba apuntando y la segunda al hacerle abandonar una tienda de campaña, segundos antes de ser arrasada. Pedro de Elizalde parte raudo al encuentro de don Carlos para comunicarle en persona la tragedia Zumalácarregui ha muerto en la absoluta indigencia, el caudillo más importante del siglo ha fallecido en la pobreza; solo tenía en propiedad un catalejo que le había regalado Lord Elliot y dos pistolas; sus bienes habían sido subastados por los liberales en Pamplona. Deja esposa y tres hijas. 19 meses y medio habían durado las campañas de “Zuma”, un tiempo suficiente para volver del revés a sus enemigos. La primera guerra carlista va a dar un giro vertiginoso; Victor Hugo diría: -La causa de don Carlos se perdió en el mismo instante de su muerte- Interinamente se hace cargo del mando Francisco Benito Eraso, uno de los primeros sublevados por la causa carlista; se trataba de un hombre de frágil salud que pronto será relevado, retirándose a convalecer al pueblo navarro de Garisoain donde también encontrará la muerte, unos meses después, a consecuencia de una tonta caída de caballo mientras daba un paseo.

5-7 Juicio del fracaso terapéutico

Enunciar este pequeño apartado con el título de fracaso terapéutico, implica que vamos a pasar por alto la consideración de que la muerte fuera un asesinato o un envenenamiento. La hipótesis es sugestiva, el general era el objetivo número uno de los liberales y tenía muchos enemigos envidiosos dentro de su ejército y en la corte carlista. Entra inclusive dentro de lo probable que el disparo que recibió en el asedio de Bilbao, no fuera una bala de rebote, sino debida a un francotirador. Más adelante veremos como

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a otro general carlista, Cabrera, intentaron envenenarlo, introduciendo un comando en su cuartel de Cantavieja. Después de estas consideraciones, seguimos pensando que la muerte de Zumalacárregui no fue ningún asesinato y aunque estemos equivocados, ocurrieron tantas anomalías en el tratamiento del general que seguiremos hablando y analizando el fracaso terapéutico. El tratamiento estuvo mal llevado desde el principio. no se pudo actuar peor. Intentar a analizar los factores negativos y las posibilidades que hubieran podido proporcionar otras actuaciones no va a ser fácil. Las estadísticas de la época coinciden en que una de cada tres heridas de las características de la del general, podían sufrir serias complicaciones como la gangrena o la muerte, por lo tanto estuvo inicialmente mal valorada la gravedad de la herida; se dejaron llevar más por el deseo de que no fuera importante, que por la realidad. La precaria salud del general anterior al incidente, es un factor que no ha sido tenido en cuenta por los analistas de la historia. Zumalacárregui, estaba afectado por una enfermedad digestiva crónica y consuntiva, posiblemente una tuberculosis intestinal, tenía un estado general deficiente, con bajas defensas y agotamiento. Su organismo no estaba preparado para colaborar en ninguno de los mecanismos propios defensivos contra la infección. A nuestro entender uno de los mayores errores cometidos en todo el proceso fue: -La falta de una inmovilización correcta y completa de la extremidad lesionada y el hurgar repetidamente en la herida-. Creemos que Zumalacárregi estuvo en cama con un apósito de quita y pon, con dolores continuos y moviéndose de un lado para otro. Faltaban todavía muchos años para demostrar de forma fehaciente el valor muy positivo de las curas oclusivas (limpieza simple de la herida y apósito definitivo) seguido de inmovilización absoluta de la extremidad (Trueta en la guerra civil española del 36). Esta simple opción hubiera podido ser suficiente para evitar la tragedia; en definitiva lo más sencillo es muchas veces lo mejor y en este caso lo más simple y de excelentes resultados hubiera sido: aparcar al general en un hospital de sangre cercano o en el cuartel general de Durango, en cama con una cura oclusiva, es decir limpieza simple de inicio, colocación de apósito y no volverla a destaparla ni una sola vez, sino aparece una causa muy extraordinaria; a continuación la inmovilización absoluta de la extremidad incluyendo las dos articulaciones próximas a la herida (rodilla y tobillo) durante tres o cuatro semanas. Los trabajos presentados con el método Trueta, son inmejorables; el general hubiera tenido altísimas probabilidades de sobrevivir, en un porcentaje próximo a la certeza, a pesar de las bajas defensas y de quedarse con la bala dentro. Lejos de ello se le sometió además a una la larga caminata, agravada con las condiciones climáticas de calores sofocantes. El tema de la extracción de la bala, con ser también importante, hay que contemplarlo con la mentalidad de aquellos tiempos y con prudencia. Hoy se hubiera sacado la bala en el primer momento y con la ayuda de los métodos diagnósticos estaría perfectamente localizada; sería una intervención menor. Antaño era diferente; es cierto que desaparecido el agente infectante, la evolución debe ser mucho mejor, pero no hay que

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olvidar que en aquellos tiempos en que no se conocía la asepsia y antisepsia, los resultados podían ser inciertos y los cirujanos debían ser muy hábiles para que las cosas fueran medianamente bien. Hechas estas consideraciones, pensamos que en Durango, dos días después de haber recibido el impacto, se perdió otra posibilidad de evitar la tragedia, estaban a tiempo los médicos de extraer la bala, el paciente estaba todavía en buenas condiciones. Esa era la opinión del cirujano inglés Burgess y no le hicieron caso. La última oportunidad desaprovechada, fue el día anterior a la muerte, a la desesperada; en lugar de intentar sacar la bala, debieron practicar la amputación de la extremidad por encima de la rodilla. Se había iniciado ya la gangrena y ni los propios cirujanos creían ya en los beneficios de la operación que realizaron. Fue un acto dramático, inútil y tardío; actuaron empujados por las por las circunstancias. Los médicos de la corte del pretendiente, se equivocaron al no dejar actuar a Burgess, pero luego hicieron un planteamiento aceptable de medidas conservadoras, que si hubieran aplicado bien y seguido hasta el final hubiera sido suficiente; después perdieron los papeles e hicieron el ridículo de manera lamentable. Pero todos fueron un poco culpables, unos más y otros menos. El principal responsable fue el propio general, su prestigio autoridad y ansiedad, motivaron errores en cadena. El primero y más grave fue el traslado de más de 60 kilómetros ordenado por él; las bajas defensas del organismo también eran suyas y la última operación también la forzó el propio general. Petriquillo, como digo el capellán Fago, -fue el personaje de la fatalidad-, de sus actuaciones directas, lo peor habrían sido, sus intentos de hurgar en la herida, todos ellos contaminantes, aunque posiblemente no decisivos; además habló mucho, aplicó friegas estimulantes, curas con yerbas, infusiones calmantes; no colaboró en nada en beneficio del lesionado y tampoco fue el responsable de la descompensación final. Indirectamente sin embargo fue el culpable del error principal: - Su fama arrastró al caudillo hasta Cegama y por el fracaso la historia lo condenó-.

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Menendez Pidal R. Historia de España Volumen XXXIV. Madrid Pérez Galdós B. 1898 Episodios Nacionales. Tomo XXXI