crónica de una resignación

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Crónica de una resignación Resignado, oyó la gota, gruesa, pesada, exacta, que golpeaba en el otro mundo, en el mundo equivocado y absurdo de los animales racionales. (Gabriel García Márquez) l hombre, con alguna pereza pero movido por una perentoria necesidad, mira por todos lados del reducido sobre de la mesita de noche mientras una de sus manos escudriña su plana geometría. Con la otra sostiene riesgosamente un libro abierto. ¿Dónde habrá dejado el marcador? Aquél por el que sentía una preferencia particular. El marcador con forma de silueta de caballero inglés del siglo XVIII, que le recordaba a una conocida marca de whisky, aunque es paradójico que no se considerara bebedor habitual. No lo es, de hecho, pero la conocía. Siguiendo con sus esfuerzos de búsqueda incluso llega a levantar la lámpara, siendo las dimensiones de su pie inferiores que las del marcador. Pero hasta este punto le llega la necesidad búsqueda. Su somnolencia no le otorga ya más licencias. El hombre tampoco quiere someterse al siguiente día a una prueba mnemotécnica conducente a dar continuidad a su lectura y, opción ecléctica, deja el libro sobre la mesita abierto hacia abajo como un abanico. Ninguna otra cosa mejor para recordarle la última página que leyó: la ciento treinta y dos. Le acompañará la ciento treinta y tres. La lectura siempre ha estado para él, aparte de situada localmente en la cama aliada a una composición de almohadas y cojines confortable, y cronológicamente en las cercanías de la medianoche, encaminada a la consecución de dos objetivos: el neto placer obtenido en su inmersión a lo largo y ancho de la narración y, no menos importante, como estímulo a su tránsito al descanso nocturno. No podría darles ponderación exacta a cada objetivo, pues de él no dependen. Sí de los libros que se encuentren entre sus manos. Las calidades literarias de lo por él leído suelen transmutarse en astutos sátrapas del tiempo a compartir entre la lectura y el ingreso al estado durmiente. Y ya duerme. E Urgido por la vertical presión de los relojes biológicos, el hombre se despierta. Con retrospectiva intención mezcla de obligaciones y cariños mira, auspiciado por la débil concesión lumínica del amanecer que se cuela por las rendijas del ventanal, al reloj digital -¡Ya es hora de levantarse!- y a su mujer. Por ese orden. Más el hombre, ciertamente impelido por una repentina sorpresa, se obliga a un frotamiento de ojos -el clásico giratorio-. Quién ve a su lado, y que en ese momento le presenta su rostro, plácido delator del estado

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Page 1: Crónica de una resignación

Crónica de una resignación Resignado, oyó la gota, gruesa, pesada, exacta,

que golpeaba en el otro mundo,en el mundo equivocado y absurdo

de los animales racionales.

(Gabriel García Márquez)

l hombre, con alguna pereza pero movido por una perentoria necesidad, mira por todos lados del reducido sobre de la mesita de noche mientras una de sus manos escudriña su plana geometría. Con la otra sostiene riesgosamente un libro abierto. ¿Dónde habrá dejado el marcador? Aquél

por el que sentía una preferencia particular. El marcador con forma de silueta de caballero inglés del siglo XVIII, que le recordaba a una conocida marca de whisky, aunque es paradójico que no se considerara bebedor habitual. No lo es, de hecho, pero la conocía. Siguiendo con sus esfuerzos de búsqueda incluso llega a levantar la lámpara, siendo las dimensiones de su pie inferiores que las del marcador. Pero hasta este punto le llega la necesidad búsqueda. Su somnolencia no le otorga ya más licencias. El hombre tampoco quiere someterse al siguiente día a una prueba mnemotécnica conducente a dar continuidad a su lectura y, opción ecléctica, deja el libro sobre la mesita abierto hacia abajo como un abanico. Ninguna otra cosa mejor para recordarle la última página que leyó: la ciento treinta y dos. Le acompañará la ciento treinta y tres. La lectura siempre ha estado para él, aparte de situada localmente en la cama aliada a una composición de almohadas y cojines confortable, y cronológicamente en las cercanías de la medianoche, encaminada a la consecución de dos objetivos: el neto placer obtenido en su inmersión a lo largo y ancho de la narración y, no menos importante, como estímulo a su tránsito al descanso nocturno. No podría darles ponderación exacta a cada objetivo, pues de él no dependen. Sí de los libros que se encuentren entre sus manos. Las calidades literarias de lo por él leído suelen transmutarse en astutos sátrapas del tiempo a compartir entre la lectura y el ingreso al estado durmiente. Y ya duerme.

E

Urgido por la vertical presión de los relojes biológicos, el hombre se despierta. Con retrospectiva intención mezcla de obligaciones y cariños mira, auspiciado por la débil concesión lumínica del amanecer que se cuela por las rendijas del ventanal, al reloj digital -¡Ya es hora de levantarse!- y a su mujer. Por ese orden. Más el hombre, ciertamente impelido por una repentina sorpresa, se obliga a un frotamiento de ojos -el clásico giratorio-. Quién ve a su lado, y que en ese momento le presenta su rostro, plácido delator del estado durmiente, es él mismo. El hombre se conoce y se sabe. Angustiosamente, necesita reconocerse bajo esta opresiva conciencia. Y necesita resaberse conscientemente que él es él. No hay tiempo para discutir la idoneidad del cabecero de la cama como recurrido espaldero. Su corazón es el suyo; al menos, lo siente como propio. Sin embargo, esos pelos castaños, difusamente cercanos, que arrumba a distinguir mientras mira no pueden ser suyos. Con temor los aparta y el disgusto le constriñe salvajemente. No explicarían su alopecia. Su mirada, temblorosa sobre sí mismo, se lo confirma. En una súbita reacción, con su correspondiente apunte visual, observa como su pecho se ha exponenciado de tamaño. Y con más celeridad aún, su mano acude bajo el slip. ¡No!, bajo la braguita, y no. No está ni están.

El pavor paraliza al hombre. Su respiración es sonora y agitada. No se le ocurre despertarla. O, ad hoc, despertar-se. ¡Los espejos del armario! Ellos confirmarán. De un salto, o incluso más, el hombre se desprovee con decisión de su pávida parálisis para llegarse ante la rotundidad de los reflejos, ya atisbada en el veloz tránsito. Y sí, rotundamente le confirman su negación. Él es ella. Y ella es él. La parálisis vuelve, más opresiva si cabe, a apoderarse de su ánimo. Piensa, se dice. Eres, se dice. Cartesianamente, piensa. Conscientemente, concluye que todo es un sueño. Mientras, la devolución de la imagen de ella que sobre sí mismo le dan los espejos le acrecienta una renuencia a la lógica de su pensamiento. Se

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pregunta angustiado si está soñando. Debe ser así. Piensa que el mismo sueño no le concede la posibilidad de delatarse. Esta lógica que le sobreviene no es propia de los cursos de los sueños. Eso piensa, mientras se acaricia un pecho. Tropieza con el pezón. Suficiente para entorpecer la concatenación lógica. La veracidad de lo que le está sucediendo le desploma de nuevo el ánimo. Todo lo perceptible se le presenta con sus matices más diáfanos. Nada como en esos otros sueños que siempre le parecieron escenificados en blanco y negro. Nada precisos. Con tantas indefiniciones que precisamente conforman su ente conceptual.

Los resquicios de lucidez del hombre consiguen sobreponerse al continuado espanto paralizante. La vertiente pragmática de su obligado discurrir se adviene. Debe estar soñando –vuelve a pensar-. Y que ahora misma actúa dentro de su propio sueño, provisto de una conciencia infiltrada en el subconsciente. Más lo que le rodea es tan real que vuelve a dudar, lo que aumenta su aflicción. Pero se obliga: esta conciencia le otorga voluntad. Si está consciente en su sueño, ¿por qué no seguir actuando en él para su beneficio? Y si lo llama así, beneficio, ¿en qué sentido? ¿No sería lo mejor salir del sueño? ¿Cómo? Su reflexiva obligación le vuelve a apremiar. Despertarla-lo. Siente una previa contrición, no puede negarlo. Le da por pensar que bajo su sueño no debería importunar el sueño de otra persona, si fuera el caso. ¿Estaría entonces apropiándose, bajo esta tibia conciencia dentro del sueño, de la propiedad del subconsciente de otra persona, robándole su volubilidad? Pero su pragmatismo también le obliga: no existe ética de los sueños. Y se recuesta sobre la cama de matrimonio. Sin ningún ánimo por retroceder la-lo zarandea.

Apenas algún movimiento de manos como muestra de disconformidad con el zarandeo le devuelve. Ni una palabra. Los ojos cerrados. Con ardor le grita que despierte; con inusitado frenesí le zarandea una y otra vez. ¡Despierta! ¡Despierta! -mas no se produce el ansiado despertar. Un momento de nueva lucidez. Razona con facilidad que después de tantas exhortaciones a la conciencia no respondidas es clara evidencia de encontrarse en algún plano onírico. El hombre se vuelve a erguir y observa como su pareja, tras unos pocos movimientos de búsqueda de la comodidad del cuerpo, su propio cuerpo masculino, continua durmiendo. Ahora le atacan nuevas preocupaciones angustiosas. ¿Cómo salir de este sueño? ¿Cuándo despertará a la realidad? Pero si ya ha amanecido. ¡A la ventana! De un salto encomendado a un creciente pálpito esclarecedor vuela hasta la ventana que da a la calle. Los coches mañaneros. El Opel azul que acaba de salir del garaje. Es el del contable, vecino del cuarto. El trabajador de la empresa abastecedora que camina acera abajo. La misma jovencita barrendera, ensimismada entre el disfrute de un cigarro y la cansina recogida de papeles. El viento, el de siempre cabecero, hostigando la adelfa del jardín de la casita terrera de enfrente. Es decir: rutinario y real.

Transido, vuelve al lecho. Se sienta sobre él y como sobrevenida desde la misma angustia esboza una salida a su crisis existencial. ¡Dormir! Volver a dormir es la solución. Se obliga a dormir y a pensar que no debe pensar. El hombre se emboza con sábana y edredón de modo íntegro. Hasta la misma cabeza, con el curso de una pequeña lucha con su nueva profusa cabellera, como buscando una protección total en pos del perfecto desarrollo de su estrategia liberadora. Casi sin darse cuenta se produce un espacio oscuro. Tanto que es indescriptible. Por supuesto que la conciencia no lo puede asimilar. Ahora no hay conciencia. Uno, dos, tres,......, ¿qué tiempo transcurre? Espacio oscuro, tiempo desnaturalizado, percepción discontinua, realidad consumida... Y un nuevo despertar. No de un nuevo día, sino en el día de las conciencias habitadas por los cuerpos. Un saludo matutino aderezado de un beso de cariño es la primera acción del día, que reproducimos, sin preocuparnos de quién pregunta primero y quién responde después: -¿Qué tal dormiste? -Bien, ¿y tú? A continuación al hombre le sobreviene un impulso memorístico cuando siente el roce del marcador en su muslo. Piensa que tan cansado estaba que no lo sintió anoche. Lo toma y lo deposita sobre el libro, que yace tal como quedó sobre la mesita de noche. El hombre frunce el ceño mientras lo mira y adviene que debe haberse equivocado cuando lo adquirió al releer, con sumo detenimiento, el título del mismo: Frank Kafka, de La Metamorfosis. No recuerda haber advertido la inversión en relación a su estímulo de compra; lo justifica, pues sabe que muchas

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veces se hace literatura sobre ella misma. Metaliteratura lo llaman. Tampoco recuerda nada más de anoche. Bueno, algo sí, y perfectamente: debe colocar el marcador entre las páginas ciento treinta y dos y ciento treinta y tres.

Mientras, en su pecho construido de láminas hijas de los árboles, el libro respira aliviado, por fin despojado de una amargura opresiva. Sin embargo, en esa noche en donde se amalgamaron tiempo con percepción y espacio con realidad, sabe que algo volvió a habitar su conciencia escondida entre las palabras, algo que siempre transfigurará su relación con el hombre, ese pródigo invasor de sus sueños. Hoy, otra vez, vuelve a ser el libro de las inversiones. Libro, sí, de papel y cartón. Pero, con resignación, sabe que pronto volverá a angustiarse.

Marzo de 2015