crímenes contra la humanidad

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CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD. Models of Justice & Human Rights. Se comenta que la expresión «crimes against humanity» fue acuñada el 15 de Septiembre de 1890 en una carta a la Secretaría de Estado de EEUU, firmada por George Washington Williams, un ministro baptista que estaba escribiendo sobre las acciones de Leopoldo de Bélgica en el Congo. 1 Sea como fuere, cuando hablamos de crímenes de lesa humanidad conviene discriminar con escarpelo varias definiciones distintas de este último término. Si tuviera que escribir esta frase en alemán —idioma ideal para el pensar— me ahorraría el tener que distinguir entre la Humanität, entendida como el conjunto por adición de todos los miembros de la especie humana, y la Menschlichkeit, entendida como aquel aspecto valioso en nosotros que nos hace humanos, porque todos los germanos han leído —como es bien sabido— la Kritik der praktischen Vernunft, y recuerdan la segunda formulación del imperativo categórico (ya se sabe: Handle so, dass du die Menschlichkeit sowohl in deiner Person, y etcétera). 2 Pero como seguimos redactando en el dialecto patrio, todavía queda la duda: ¿qué humanitas fue violada en Treblinka? La primera, según Geoffrey Roberston. El crimen nazi —declara— reside en el orden de magnitud. 3 Los números cuentan —qué duda cabe— pero hay distintos baremos, y quizás muchas cifras. En una reseña a Vessels of Evil, James P. Sterba muestra cómo, dependiendo del sistema de medición, podemos establecer, con el mismo número de hecatombes históricas, distintas jerarquías de agravio, irreconciliables entre sí. Por tomar sus ejemplos, si solo contabilizamos la pila de fiambres, entonces el tráfico de esclavos desde África se lleva la palma; pero si consideramos la proporción asesinada en relación a la población total, entonces el exterminio de amerindios gana la competición; y si, por el contrario, 1 Véase Adam Hochschild, King Leopold Ghost: A Story of Greed, Terror, and Heroism in Colonial Africa, Boston, 1998, p. 317, n. 112. 2 Para el pasaje kantiano completo, véase la edición bilingüe Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, México D.C., 2005. Y para un razonamiento estructurado en favor de esta distinción, véase Felix Duque, Historia de la Filosofía Moderna. La era de la crítica, Torrejón de Ardoz, 1998, pp. 37-159. Y en especial, véase Felix Duque, La fuerza de la razón, Madrid, 2002. 3 Véase Geoffrey Robertson, Crimes Against Humanity. The Struggle for Global Justice , Londres, 2012.

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CRÍMENES CONTRA LA HUMANIDAD.Models of Justice & Human Rights.

Se comenta que la expresión «crimes against humanity» fue acuñada el 15 de Septiembre de 1890 en una carta a la Secretaría de Estado de EEUU, firmada por George Washington Williams, un ministro baptista que estaba escribiendo sobre las acciones de Leopoldo de Bélgica en el Congo.1 Sea como fuere, cuando hablamos de crímenes de lesa humanidad conviene discriminar con escarpelo varias definiciones distintas de este último término. Si tuviera que escribir esta frase en alemán —idioma ideal para el pensar— me ahorraría el tener que distinguir entre la Humanität, entendida como el conjunto por adición de todos los miembros de la especie humana, y la Menschlichkeit, entendida como aquel aspecto valioso en nosotros que nos hace humanos, porque todos los germanos han leído —como es bien sabido— la Kritik der praktischen Vernunft, y recuerdan la segunda formulación del imperativo categórico (ya se sabe: Handle so, dass du die Menschlichkeit sowohl in deiner Person, y etcétera).2 Pero como seguimos redactando en el dialecto patrio, todavía queda la duda: ¿qué humanitas fue violada en Treblinka? La primera, según Geoffrey Roberston. El crimen nazi —declara— reside en el orden de magnitud.3 Los números cuentan —qué duda cabe— pero hay distintos baremos, y quizás muchas cifras. En una reseña a Vessels of Evil, James P. Sterba muestra cómo, dependiendo del sistema de medición, podemos establecer, con el mismo número de hecatombes históricas, distintas jerarquías de agravio, irreconciliables entre sí. Por tomar sus ejemplos, si solo contabilizamos la pila de fiambres, entonces el tráfico de esclavos desde África se lleva la palma; pero si consideramos la proporción asesinada en relación a la población total, entonces el exterminio de amerindios gana la competición; y si, por el contrario, dividimos los muertos por el tiempo, y obtenemos un —por así decir— ratio de crímenes por hora, entonces la interhamwe ruandesa arrasa sobre todos.4 En suma, aunque un elevado número de cadáveres suponga un agravante, la cantidad de personas afectadas no puede constituir el corazón de los crímenes contra la humanidad, no solo porque haya violaciones de los derechos humanos cuya incidencia sobre la población no resulta cuantificable, sino porque, cuando tenemos todos los guarismos sobre la mesa, todavía no tenemos claro cómo combinar todas las variables, qué algoritmo mide la maldad, y aún más importante, cuál es el límite aceptable de sufrimiento, previo a la intervención humanitaria legítima.

Lejos de estos cálculos morales, los vencedores in pectore de la II GM no acuñaron la mentada expresión —intuyo— para referirse a memorables masacres del campo de batalla, donde la cantidad, la proporción y la celeridad de las muertes pulverizaron, en comparación con la Primera Guerra Mundial, todas las plusmarcas militares previas. Si, a raíz de las malas nuevas sobre los Konz-Lager traídas desde el frente oriental, Wiston Churchill tuvo que declarar —a modo de lavado de cara— que la imposición del orden, el ejercicio de la justicia y la persecución del crimen eran sus objetivos principales, desde luego no pretendía suscitar

1 Véase Adam Hochschild, King Leopold Ghost: A Story of Greed, Terror, and Heroism in Colonial Africa, Boston, 1998, p. 317, n. 112.2 Para el pasaje kantiano completo, véase la edición bilingüe Immanuel Kant, Crítica de la razón práctica, México D.C., 2005. Y para un razonamiento estructurado en favor de esta distinción, véase Felix Duque, Historia de la Filosofía Moderna. La era de la crítica, Torrejón de Ardoz, 1998, pp. 37-159. Y en especial, véase Felix Duque, La fuerza de la razón, Madrid, 2002.3 Véase Geoffrey Robertson, Crimes Against Humanity. The Struggle for Global Justice, Londres, 2012.4 Véase James P. Sterba, “Understanding Evil: American Slavery, the Holocaust, and the Conquest of the American Indians,” en 106 Ethics, 1996, pp. 424-448; Moderkhai Thomas, Vessels of Evil: American Slavery and the Holocaust, Philadelphia, 1993.

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sospechas —en ese momento— sobre el bombardeo anglo-americano de Dresde. Nada más lejano a sus intenciones que el examinar después los agravios comparativos entre Hiroshima-Nagasaki y Auschwitz-Birkenau. Si el Holocausto ameritaba entonces toda una legislación ex post facto, así como una serie de juicios retroactivos, era porque —con la excepción del Genocidio Armenio en 1915— la deportación, la concentración y el posterior exterminio de población civil, sin funcionalidad estratégica alguno en tiempos de guerra, sin propósito judicial alguno durante la paz, era considerada una novedad que —en palabras del fiscal francés François Menthon— atentaba contra «la condición humana» (Menschlichkeit, más bien). ¿Por qué? Según la doctrina escolástica del doble efecto, aún cuando tengamos nuestras dudas sobre la validez moral de la máxima atribuida a Maquiavelo, y consideremos que —prima facie— los fines no justifican los medios, todavía hay una distinción relevante entre alcanzar un bien superior mediante males previsibles y alcanzar mediante males intencionados un bien superior. La diferencia reside en la premeditación. En este sentido, mientras los aliados no mataron adrede, aposta o ex profeso a nadie, las víctimas del Eje fueron deliberadas por completo, argumentaría Santo Tomás & co. Sin embargo, esta floritura medieval no vale para los proletarios alemanes de los cinturones rojos, bombardeados qua proletarios alemanes de los cinturones rojos, gracias a una brillante ocurrencia de Franklin D. Roosevelt, quien pensaba que —a golpe de ruina y bomba— el pueblo alemán, desmoralizado, se rebelaría contra su Führer.5

Ahora bien, una vez abandonada la intención, ¿qué nos queda?

Nos queda la víctima. De hecho, según algunos pensadores, estos atentados contra nuestro sentido de la humanidad, su falta de consideración hacia la vida humana, su desprecio hacia ciertos grupos étnicos o sociales, son especialmente insufribles porque nos afectan a todos en nuestro foro interno. ¿Cómo puede ser posible esta sinécdoque del victimismo? Tomando como punto de partida la teoría de las neuronas espejo, podemos argumentar que la parte (Menschlichkeit) ocupa el lugar del todo (Humanität) gracias a nuestra capacidad de empatía emocional y de proyección sensible, facultades de la percepción que nos capacitan para experimentar el sufrimiento por cuenta ajena como los parásitos morales vicarios que somos, de modo que las condiciones de visibilidad que caracterizan a la esfera pública internacional, máxime desde la época de los mass media, facilitarían la apropiación de las atrocidades cometidas sobre otros cuerpos, ya sea bajo la forma de la compasión, el remordimiento, la solidaridad o la indignación. Una posición similar defiende Hannah Arendt cuando escribe que «el exterminio físico del pueblo judío era un delito contra la humanidad perpetrado en el cuerpo del pueblo judío», para más tarde condenar a Adolf Eichmann con las siguientes palabras: «Y del mismo modo que tú secundaste y ejecutaste la política de unos hombres que no deseaban compartir la Tierra con el pueblo judío […] nosotros consideramos que nadie […] puede desear compartir la Tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que debes ser ahorcado.»6

Dejando de lado el espíritu vengativo de esta sentencia de muerte, formulada como una suerte de compensación metafísica, en la mejor estela del bíblico «ojo por ojo, diente por diente», y dejando de lado también la presunción del final sobre el carácter indeseable de un burócrata sin escrúpulos, valoración apresurada que los amantes de la autoridad bien pudieran rechazar, encantados por la obediente disciplina de Herr Adolf, tenemos que reconocer —todo sea dicho

5 Para un repaso de los planes aliados, incluida la abortada Operación Trueno, así como la realizada Operación Gomorrah, cuyos objetivos eran —lisa y llanamente, nunca mejor dicho— golpear los hogares de la población civil «hasta que el corazón de la Alemania Nazi dejara de latir», en palabras de sir Arthur Harris, véase —como decía— Mike Davis, “El esqueleto de Berlín en el armario de Utah,” en Ciudades muertas, Madrid, 2007, p. 81-101. 6 Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona, 2006, pp. 417, 429.

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— las virtudes de Eichmann en Jerusalén, un poderoso alegato en defensa del sentido liberal humano, entendido éste último como el respeto hacia la diversidad realmente existente, que primero convierte el principio de tolerancia en la máxima política universal, y por si fuera poco, luego condena a los egoístas que no quieren compartir este planeta. Intolerantes, totalitarios y otros malandrines quedan —definitivamente— expulsados de la καλλιπολις arendtiana.

A pesar de sus esfuerzos en esa dirección, este liberalismo excluyente de no captura el elemento distintivo que —según el juicio de David Luban— nos permitiría discriminar entre casos de genocidio y crímenes contra la humanidad, pues la obsesión hacia el pluralismo que tanto fascina a Hannah Arendt tiene —en última instancia— costes teóricos muy elevados. En primer lugar, nuestra querida pensadora judía otorga una importancia excesiva a los aspectos ideológicos del crimen, hasta el punto de incorporar en su propuesta juicios de intenciones sobre la mentalidad del criminal, siendo ella la principal crítica del componente subjetivo que estuvo presente en Attorney General of Israel v. Eichmann, y habiendo acuñado también la expresión «la banalidad del mal» a modo de réplica contra los calificativos —«sádico pervertido», «monstruo cruel» y demás lindezas— que los propios jueces lanzaban desde el púlpito sobre el acusado.7 En segundo lugar, aunque estemos conformes con las declaraciones del representante iraní en la Convención del Genocidio de la ONU de 1948 sobre los crímenes contra grupos definidos por asignación de raza, género o cultura («they appeared particularly heinous in the light of conscience of humanity, since it was directed against human beings whom chance alone had grouped together»8, fueron sus palabras), cuando consideramos —como hace François Mentón, y Hannah Arendt por añadidura— que sin «diversidad humana» palabras como «condición humana» carecen de sentido, no solo convertimos la variedad intercultural en la representante de la alteridad en este mundo, acreedora de todos nuestros respetos, sino que damos carta blanca —en principio— a todos aquellos atropellos que no tienen ninguna pretensión discriminatoria, ya sea porque no atacan a grupos distintos, o porque afectan a toda la sociedad en su conjunto, como sucedió en el Archipiélago Gulag soviético, donde todas las clases sociales se vieron afectadas por las deportaciones.

Según el mentado Luban, por tanto, la diferencia entre los crímenes genocidas y las violaciones humanitarias estriba en que, si tomamos las declaraciones de la ONU cum granu salis, los primeros acarrean —por definición— la intención de exterminar alguna población considerable, mientras que las segundas requieren la programación metódica de alguna institución estatal (o similares). En otras términos, los genocidas atacan entidades colectivos cargadas de (des)valor, y los protectores de estos organismos unificados en la esfera internacional bien pueden llamarse a si mismos los paladines de la heterogeneidad sobre la faz de la Tierra. En las palabras de la Asamblea General de la ONU de 1946, «genocide» es «a denial of the right to existente of entire human groups» que «shocks the conscience of mankind» pues «results in great losses to humanity in the form of cultural and other contributions»9. Por el contrario, los violadores de la humanidad suelen ser políticos o militares, los únicos —hasta que los terroristas digan lo contrario— que están capacitados para lanzar, según las letras doradas del Estatuto de Roma, «un ataque generalizado o sistemático contra una población civil». La distinción se vuelve relevante en casos como el siguiente: «A solitary individual who disseminates a deadly disease

7 Véase David Luban, Legal Modernism, Michigan, 1997, pp. 159-185.8 Citado en Leo Kuper, Genocide: Its Political Use in the Twentieth Century, New Haven, 1983, pp. 19-20.9 Citado en James D. Fry, “Terrorism as a Crime Against Humanity and Genocida: The Backdoor to Universal Jurisdiction,” en 7 UCLA Journal of International Law & Foreign Affairs, 2002, p. 187.

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with intent to destroy, in whole or in part, a national group is guilty of genocide, even if he entirely on his own—but he will not be guilty of the crime against humanity of extermination».10

Ahora bien, ¿qué pasa con Al Qaeda? Aunque seamos reticentes ante las declaraciones de Collin Powell, quien proclamara urbi et orbe que los atentados del 11-S, siendo —en primera instancia— un terrible golpe para Estados Unidos, también eran —mucho más importante— un crimen ante la humanidad, justo antes de declarar la invasión de Afganistán, tenemos que admitir que las prácticas terroristas satisfacen todos los requisitos de lesa humanidad, pues están organizadas de forma sistemática, están dirigidas contra la población civil, y no tienen especiales fobias culturales, étnicas o nacionales, salvo contra Occidente y sus aliados, incluida Arabia Saudita.

Por si fuera poco, Adolf Eichmann y Osaba Bin Laden comparten, para empezar, algo más que un destino. De un lado, el teniente coronel de las SS fue secuestrado en Argentina y extraditado hasta Israel, gracias a una operación encubierta de los servicios de inteligencia, para más tarde ser juzgado por un tribunal israelita que, en calidad de encarnación política, estatal y judicial del pueblo judío, declaraba ejercer el principio de personalidad pasiva, en nombre de los millones exterminados entre 1939 y 1945, no sin sorpresas para la expectante Hannah Arendt, quien consideraba que esta irregularidad en el proceso judicial, esta exigencia de reparación a los representantes de los agraviados, comportaba un «presunto derecho de venganza» para las difuntas víctimas, bastante dudoso —de hecho— desde el punto de vista de la justicia. Del otro lado tenemos a nuestro famoso yihadista, perseguido sin cuartel hasta Abbottabad (Pakistán) y acribillado en una redada nocturna —y no poco alevosa— que deja la expresión «tomarse la justicia por su mano» a la altura del betún, ya que estamos ante la ejecución extraoficial más espectacular de nuestro tiempo, toda una vendetta a trasmano que además nos retrotrae —por las similitudes en el procedimiento— a la privatización anarquista de la justicia circa 1900, que tiene como colofón los magnicidios contra Talaat Bey (1921) y Simon Petliuta (1926), responsables de los pogromos armenios y ucranianos, respectivamente. En ambos casos, por tanto, estamos ante criminales considerados enemigos del género humano, cuyos crímenes no estarían sometidos a prescripción alguna, no solo porque puedan ser imputados muchos años después por ellos, sino también porque cualquier tribunal nacional puede juzgarlos, conforme a la legalidad propia de las costumbres internacionales, y dado el caso, los propios agraviados pueden —como decíamos— tomarse la justicia por su mano, mediante un ajusticiamiento sumario de los malos, como si los bad guys fueran homines sacri, o algo peor.11

Resulta importante remarcar una vez más que, según la interpretación ortodoxa del derecho internacional, cualquier país soberano tiene la potestad —pero no la obligación— de sancionar de modo independiente los crímenes contra la humanidad, «for it is not to be doubted —rezaba el Tribunal Militar Internacional en 1946— that any nation has the right to set up special courts to administer law»12, una afirmación que —la verdad sea dicha— suena bastante rara en el contexto actual, máxime si tenemos las constantes llamadas de atención sobre la responsabilidad internacional de Estados Unidas, perro policía mundial —con la OTAN como correa de transmisión— sobre quien todos echan la culpa, tanto cuando interviene (Yugoslavia, 1995 - 1999) como cuando no hace tal cosa (Siria, 2011 - ). Parece que ante los crímenes de lesa

10 David Luban, “A Theory of Crimes Against Humanity,” en 29 Yale Journal of International Law, 2004, p. 98.11 Véase Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, 1999.12 AA. VV., “International Military Tribunal (Nuremberg): Judgment and Comments,” en 41 Americal Journal of International Law, 1947, p. 216.

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humanidad no podemos permanecer neutrales, ya sea porque la urgencia extrema de las necesidades insatisfechas reclama reparaciones inmediatas, cuando todavía estamos a tiempo, no siendo demasiado tarde aún, ya sea porque cuando mentamos a la bicha —como diría Carl Schmitt— solo hay dos bandos: o con la humanidad o contra ella —toda componenda intermedia, además de un exhibición pública de hipocresía, cuestiona el antagonismo fundamental entre los amici y los inimici, y eso está muy feo.13 Sea como fuere, entre el papeleo de la Cumbre Mundial de 2005 encontramos el siguiente compromiso: «We are prepared to take collective action, in a timely and decisive manner […] on a case-by-case basis and in cooperation with relevant regional organizations as appropriate, should peaceful means be inadequate and nacional authorities are manifestly mailing to protect their populations from genocida, war crimes, ethnic cleansing, and crimes against humanity».14 Poniendo entre paréntesis el flatus voci que caracteriza a estos documentos, y que nos hemos molestado en destacar («a tiempo», «decisivo», «caso por caso» y otros eufemismos), cabe subrayar que —en realidad— el requisito de unanimidad en el Consejo de Seguridad otorga capacidad de veto a las principales potencias mundiales, volviendo por completo inviables todas estas libaciones en nombre de los dioses del Buen Rollo, convirtiendo las intervenciones unilaterales y a los tribunales nacionales en el pan nuestro de cada día, a falta de un ejército mundial permanente, y aún más grave, a falta de un tribunal con jurisdicción universal.15

Volviendo a nuestro interrogante inicial, ¿qué caracteriza a un crimen contra la humanidad? Para responder a esta pregunta tenemos que analizar las fechorías cometidas por los terroristas de la Modernidad, a saber: los piratas. Ellos fueron los primeros represaliados a título de hostis humani generis y sus embarcaciones, las primeras en ser inspeccionadas, requisadas y hundidas bajo la misma —idéntica— jurisdicción internacional, no porque —como piensa Barry Dubner16

— los buques corsos pierdan su nacionalidad ipso facto, ya que los audaces corsarios realizan actividades bajo bandera propia, aprovechando la libertad de tránsito en ultramar, y por tanto, malgastan la poca inmunidad nacional que tenían, incurriendo en violaciones del ius gentium, sino más bien —como señala Manley O. Hudson et al.— porque la piratería afecta a todos los ciudadanos del mundo, su persistencia amenaza por igual las propiedades de los mercaderes, los Estados tienen especial interés en atajar este problema, y estos últimos además están habilitados por el protective principle —según el cual— «crime is not a crime by the law of nations» sino «the basis for an extraordinary jurisdiction in every state to seize and to prosecute and punish persons»17. Ahora bien, ¿qué argumentos suelen esgrimirse para defender la jurisdicción universal y la persecución internacional de los malvados violadores de la humanidad? A mi juicio, no es suficiente el sostener que la DUDH engendra deberes erga omnes, y que la persecución del crimen no solicita tratados inter partes, como sostiene —entre otros— el profesor Schachter, porque incluso para los derechos humanos se aplica —según tengo entendido— el Artículo 34 de la Convención de Viena, según el cual «treatises cannot create either obligations or rights for a third state without consent»18, así que —en resumidas cuentas— no basta con mentar the principle of universality para justificar la jurisdicción universal,

13 Véase Carl Schmitt, El concepto de lo político, Madrid, 2002; C. Schmitt, Catolicismo romano y forma política, Madrid, 2011; C.S., Posiciones ante el derecho, Madrid, 2012.14 Citado en Alicia L. Bannon, “The Responsability to Protect,” The Yale Law Journal, 115, p. 1159.15 Una crítica ilustrada de la malversación imperialista de la DUDH —lejos de las pamplinas de los Zizek, los Badiou et tutti quanti— puede encontrarse en Jean Bricmont, Imperialismo Humanitario, Barcelona, 2008.16 Véase Barry Dubner, The Law of Internacional Sea Piracy, Boston, 1979.17 Manley O. Hudson et al., “Harvard Research in International Law: Draft Convention and Comment on Piracy,” en 26 American Journal in International Law, 1932, p. 760, n. 41.

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porque ese mismo precepto requiere de justificación independiente, si no queremos aceptar que solo la unanimidad entre las naciones respalda a los tribunales, sin importar las razones que haya detrás de este consenso.

Durante el resto del artículo, pues, à la recherche de una justificación independiente del principio de universalidad, vamos a revisar con detalle las distintas lecturas pergeñadas por los filósofos para comprender los derechos humanos que —como su propio nombre indica— los crímenes contra la humanidad lesionan, traspasan o niegan. Para empezar, según la teoría tradicional de los derechos humanos, estamos legitimados en sostener ciertas demandas morales contra la autoridad política en cuestión por el mero hecho de ser humanos. Ahora bien, esta proclama iusnaturalista se presta a muchas lecturas, y dependiendo de la interpretación que escojamos sobre esta última expresión subrayada, nuestra existencia en el mundo puede comportar distintas inmunidades normativas. ¿Cuál es entonces la fuente de nuestra humanitas? En cuanto miembros de la especie hommo sapiens sapiens, algunos pensadores consideran que ameritamos todos los recursos necesarios para desarrollar nuestras capacidades biológicas.19

Dada la infinita plasticidad de nuestra naturaleza, esta propuesta parece lastrada por la indeterminación y el wishfull thinking. ¿Acaso el poder implica el deber? Aun cuando llegáramos a definir un conjunto finito de capacidades finitas, todavía queda pendiente la tarea de justificar el carácter valioso de tales aspectos innatos. Algo similar hace James Griffin, cuando declara que el objetivo de los derechos humanos no consiste en promover la felicidad universal de todo el mundo, o asegurar que nuestras facultades se realicen por completo, sino más bien garantizar las condiciones que sustentan nuestra personhood.20 Mediante este neologismo Griffin demarca nuestra humanidad en términos cerebrales, ligando el privilegio de ser humano con la posesión de agencia racional, dejando fuera —como es obvio— a quienes carecen de tamañas facultades mentales, en todo un ejercicio de coherencia ideológica perfeccionista (¡que los especistas tomen nota!). Tres serían los momentos de la personalidad como autonomía que propugna este sistema: en primer lugar, la capacidad de decidir de forma independiente el plan de vida propio entre un conjunto relativamente amplio de alternativas apetecibles; en segundo lugar, la libertad de perseguir por cuenta propia nuestros objetivos vitales sin la interferencia de terceros; y en tercer lugar, la oportunidad de invertir ciertos recursos en la realización práctica de tales preferencias personales.21

A modo de objeción, cabe señalar que este triángulo no es exhaustivo, pues no contempla con detalle todos los aspectos que solemos asociar con la personalidad, ya que la Autonomía (con A grande) no solo consiste en choosing, pursuing & realizing, como sugiere Griffin, sino que además implica una primacía de las disposiciones morales superiores sobre las intuiciones instintivas inmediatas, así como un solapamiento auténtico entre mi identidad personal y mis preferencias dominantes, y como han señalado algunos autores, siguiendo la parábola de The Fox and the Grapes, incluso en ciertos casos ideales, nuestras decisiones siguen sin expresar

18 Citado en Kenneth C. Randall, “Universal Jurisdiction Under International Law,” 66 Texas Law Review, 1988, p. 830.19 Para una defensa matizada de esta posición, restringida a las capacidades básicas, sustentada sobre la distinción entre oportunidades y procesos, que además considera la realización de nuestro florecimiento como una fuente —entre otras— de libertades personales, véase Amartya Sen, “Elements of a Theory of Human Rights,” en 32 Philosophy & Public Affairs, 2004, 315-356.20 Véase James Griffin, “First Steps in an Account of Human Rights,” en 9 European Journal of Philosophy, 2001, pp. 306-327.21 Véase James Griffin, “Human Rights: Questions of Aim and Approach,” 120 Ethics, 2010, pp. 741-760.

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autonomía alguna, en el sentido más elevado del término.22 Así pues, tomando como punto de partida esta definición mínima de personalidad, a modo de traducción económica de nuestra constitución ontológica autónoma, Griffin sostiene que todos los individuos —¿incluidos los retrasados mentales?— ameritan una canasta básica de bienes, incluyendo un mínimo de educación y de información, para que así podamos tomar decisiones con conocimiento de causa. En sus propias palabras: «The personhood account generates a positive right to the minimum provision necessary to support life as a normative agent, which is substantially more than just subsistence».23 Sin embargo, en el momento de la verdad, una vez cruzada la frontera de las libertades negativas, ese more-than-just-subsistence se disuelve en un conjunto de vaguedades, y aunque no haya que pedirle peras (o políticas públicas) al olmo (o al filósofo político), está claro que este programa normativo está lastrado por una noción abstracta de persona, ya que entre la nube de humo de la teoría solo asoman la integridad psicofísica, la libertad de expresión y el derecho a la educación, los privilegios políticos —sí— de un ciudadano del mundo —en efecto— tan ilustrado como incorpóreo.

A estas deficiencias de concreción empírica tenemos que sumar la vaguedad normativa que suele acompañar —como un perrito faldero— a toda teoría de la justicia distributiva sostenida sobre el concepto de suficiencia, tanto a la hora de establecer la altura del mínimo, como a la hora de definir los criterios de reparto. Por ejemplo, ¿hay que otorgar prioridad a quien tiene casi-suficiente-para-ser-persona o a quien está en peor situación personal absoluta? 24 Con toda la razón del mundo, Buchanan señala las implicaciones igualitarias que contiene la noción en bruto de personalidad moderna, que Griffin desaprovecha por completo en su lectura en términos de suficiencia, cuando interpreta los derechos humanos como estatutos de autonomía, cuando en realidad resulta más prolífica la noción de dignidad, cuyas resonancias políticas también incluyen los derechos de segunda generación, abarcando el derecho a un trabajo remunerado, elemento fundamental de toda vida digna y buena.25 En este punto los lectores nos encontramos ante un dilema —según el juicio de Joseph Raz— que se presenta bajo la forma de la siguiente bifurcación: si situamos el threshold de los derechos humanos demasiado bajo, y consideramos que basta con respetar la acción intencional del sujeto, entonces incluso un sistema esclavista llegaría a satisfacer las condiciones de personalidad; mientras que si apostamos por una lectura ambiciosa, y tomamos en consideración no solo las capacities, sino también su functionings & practicalities, entonces la propuesta no solo deviene irrealizable en la práctica, sino que además levanta un título de propiedad sobre cada actividad cognitiva avanzada, hasta el punto de reconocer —por ejemplo— el derecho a estudiar física cuántica, una conclusión que Griffin nunca aceptaría, siendo él tan crítico con la —pretendida— proliferación —posmoderna— de derechos.26

22 Para un debate más interesante —a mi juicio— sobre la concepción profunda de autonomía, véase John Benson, “Who Is the Autonomous Man?,” 58 Philosophy, 1969, pp. 5-17; Wright Neely, “Freedom and Desire,” 83 Philosophical Review, 32-54; John Elster, Sour Grapes, Cambridge, 1982; Lawrence Haworth, “Autonomy and Utility,” 95 Ethics, 5-19; Harry Frankfurt, “Freedom of the Will and the Concept of Person,” 68 Journal of Philosophy, pp. 27-45; John Christman, “Constructing the Inner Citadel,” 99 Ethics, 1988, pp. 109-124. 23 James Griffin, On Human Rights, Oxford, 2008, p. 90.24 Para un repaso de todos estos problemas de la sufficency view, véase Paula Casal, “Why Sufficency Is Not Enough,” en 117 Ethics, 2007, pp. 296-326.25 La justificación del right to work resulta —a mis ojos— brillante: «Individuals who are judged to be able to work but who cannot find employment are also at risk for being relegated to an inferior status —the status of dependent beings who are not contributors to social cooperation» (James Buchanan, “The Egalitarianism of Human Rights,” 120 Ethics, 2010, 685).

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El autor de On Human Rights no puede, de hecho, impedir esta inflacción del vocabulario, pues él mismo carece de una teoría general del derecho, y además aboga por un piecemeal approach sobre los derechos humanos, que consiste —resumidamente— en investigar segmentos discontinuos de nuestro discurso normativo, sin necesidad de aclarar nunca las definiciones que estamos manejando, ya que los derechos morales conforman familias semánticas agrupadas por el parecido, según él, y nunca constituyen conjuntos homogéneos susceptibles de definición, como sucede con todo concepto socialmente disputable —declara el Wittgenstein citado por Griffin.27 Como apunta John Tasioulas, esta incapacidad de precisar con cierto detalle el propio objeto de estudio apunta, en último término, hacia las preguntas sin respuesta de la aproximación iusnaturalista, a saber: porqué ciertos aspectos naturales de la especie humana son fuentes de derecho, y generan un sentimiento de responsabilidad compartida, así como obligaciones correlativas sobre terceros, cuando resulta bastante complicado, desde esta perspectiva naturalista, el separar las demandas humanitarias de otros intereses generales, no menos universales y no menos urgentes, pero que apenas merecen la condición de objetivos valiosos, cuya consecución puede ser moralmente encomiable, sin por ello generar más que deberes imperfectos, que no responden a ningún derecho que podamos reclamar de manera independiente, y en todo caso, solo reflejan el carácter superogatorio de ciertas acciones caritativas, solidarias o protectoras.28 Griffin no tiene respuesta, claro.29

Algunos avezados pensadores, a caballo entre la interest theory en filosofía del derecho y la capabilities approach en teoría del bienestar, han apuntado una concepción más articulada de los derechos humanos, en la recta senda de Amartya Sen, analizando las conexiones entre los derechos de primera y de segunda generación, considerando que la subsistencia material es una condición de posibilidad para el ejercicio y la valoración de los derechos políticos, y que por tanto, las llamadas libertades positivas no atenta contra el espíritu de la DUDH, y mucho menos son «a letter to Santa Claus», como consideró la sinvergüenza de Jean Kirkpatrick, delegada oficial de la Reagan Administration en la ONU, pues sin las susodichas prerrogativas socioeconómicas, no hay ciudadanía responsable imaginable, o en las perspicuas palabras de Henry Shue: «No one can fully [...] enjoy any right that is supposedly protected by society if he or she lacks the Essentials for a reasonably healthy and active life […] Any form of malnutrition, or fever due exposure, that causes severe and irreversible brain damage, for example, can effectively prevent the exercise of any right requiring clear thought».30 Claro que, ¿sobre quién recae la obligación de satisfacer estos menesteres? Tomando como punto de partida los estudios sobre la complejidad de nuestro mundo, donde las atribuciones de responsabilidad son muy —pero que muy— difíciles de determinar, y donde las competencias también están sometidas a revisión permanente, Onora O’Neill considera que los derechos son

26 Véase Joseph Raz, “Human Rights Without Foundations,” en Samantha Besson & John Tasioulas (eds.), The Philosophy of Internationa, Oxford, 2010, 321-339.27 Se refiere —claro está— a la teoría de los Familienähnlichkeiten, expuesta en Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, Madrid, 2008.28 John Tasioulas, “Taking Rights out of Human Rights,” 120 Ethics, 2010, pp. 647-678.29 Aunque Griffin no sabe o no contesta a estas preguntas, James W. Nickel sí responde a ellas en su laureado artículo de 2005, entre cuyas páginas encontramos —para más inri— el siguiente caveat de modestia teórica, toda una declaración de intenciones particularistas: «Although normative theory is a valuable project within philosophy, its pursuit of theoretical simplicity may make human rights seem less justifiable than they actually are. When one pushes good ways in the limelight, the favoured justification is likely to look thin and vulnerable. Alone under the spotlight, its weak spots are likely to be apparent, and it may seem obvious that it cannot possibly justify the full range of human rights» (James W. Nickel, “Poverty and Rights,” 55 The Philosophical Quaterly, 2005, p 390).30 Henry Shue, Basic Rights, Princeton, 1996, 24-5.

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positivos son —lisa y llanamente— pure bullshit, pues sobre la situación particular de cualquier individuo intervienen multitud de elementos socioeconómicos, sin olvidar la responsabilidad propia ante las decisiones tomadas en el pasado, de modo que —en conclusión— «it would be absurd to claim that everyone has an obligation to provide a morsel of food or a fraction of an income to each deprived person».31

Frente a esta interpretación moralizante de la naturaleza humana, no resulta nada extraño que haya resurgido en las últimas décadas una lectura política, más ajustada a la palabra escrita en la legislación internacional, donde podemos extraer una concepción menos estática de los derechos humanos, que considere también el contexto genético, el alcance jurídico y la validez normativa de los derechos humanos. Entre los defensores de este enfoque, sobresale la propuesta del propio Tasioulas, quien defiende una aproximación sistemática sobre los derechos morales, entendidos como demandas individuales que generan obligaciones categóricas sobre terceros, mientras que los derechos humanos vendrían a sustentarse —según este esquema— no tanto sobre ciertos aspectos valiosos del ser humano en general, cuanto sobre la condición histórica de nuestro tiempo. «I have suggested —escribe en su informe de 2004 para la UNESCO— that human rights enjoy a temporally-constrained form of universality, so that the question concerning which human rights exist can only be determined within some specified historical context. For us, today, human rights are those possessed in virtue of being human and inhabiting a social world that is subject to the conditions of modernity».32 Entre las mentadas condiciones de la modernidad, se cuenta la existencia del Estado de derecho, que asegura la protección de los derechos civiles, y del Estado de bienestar, que asegura la protección de los derechos sociales. Ahora bien, ¿qué papel cumple aquí el Estado-nación? Según Charles R. Beitz, resulta imposible caracterizar los derechos humanos sin mencionar fronteras, pasaportes y nacionalidades, no solo porque las demandas humanitarias sean ejercidas por los ciudadanos del mundo contra Somalia, Nigeria et al., sino también porque el sistema vigente de garantías protectoras está —según parece— sostenido sobre un esquema jurídico tripartito, donde las disputas entre dos particulares cualquiera (a) y (b) son resueltas —por ejemplo— ante una autoridad política superior (c), y la única manera de mantener este sistema de tres bandas en el derecho internacional, por el momento, consiste en supeditar la soberanía de las unidades territoriales independientes bajo el dominio incuestionable —¡vade retro!— de los tribunales internacionales.33

Esta lectura política está influida —cómo no— por la publicación —en 1999— de The Law of Peoples. En sus páginas, John Rawls presenta su teoría del ius gentium. Dentro de este marco, los derechos humanos serían soluciones de compromiso que garantizan la cooperación internacional mediante la imposición de restricciones mínimas en ciertas competencias a la soberanía del Estado-nación.34 Con el ingenuo propósito de sobrepasar el etnocentrismo occidental, Rawls elabora un listado muy restringido de derechos humanos básicos, reduciendo a la mitad el número de ítems contenidos en la DUDH de 1948, con la notable ausencia del

31 Onora O’Neill, “Hunger, Needs, and Rights,” en Steven Luper-Foy (ed.), Problems of International Justice, Boulder, 1988, p. 76.32 John Tasioulas, “The Moral Reality of Human Rights,” UNESCO, 2004, p. 2.33 No tengo suficiente espacio-tiempo para desmontar como se merece esta propuesta; me limito a decir —un poco de pasada— que cae por su propio peso; el Estado de derecho ya incorpora, a nivel nacional, aquello que Beitz considera imposible: la restricción interna del poder estatal. ¿Tan descabellada resulta la división horizontal de la potestas y la limitación vertical de la auctoritas? Yo creo que no. Para una discusión de esta y otras cuestiones, véase Charles R. Beitz, The Idea of Human Rights, Oxford, 2009.34 Véase John Rawls, The Law of Peoples, Boston, 2001.

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derecho a la igual participación política, así como la libertad de conciencia irrestricta, con todas sus manifestaciones concomitantes en la esfera pública, que son descartadas a título de nobles aspiraciones liberales, no exportables a otros ambientes socioculturales. También brillan por su ausencia las prohibiciones contra la discriminación arbitraria, y aunque nuestro catedrático de Harvard fomente una mayor representación de las minorías, privilegiando el empowerment femenino en las sociedades patriarcales, sigue delegando en las autoridades políticas regionales la función de interpretar estas buenas intenciones, de modo que puedan aplicar las políticas que vengan dictadas por su conciencia, siempre y cuando se respete el mínimo de overlapping consensus de la teoría original.35 Una vez dados los términos generales, a partir de esta ambigua propuesta, dependiendo del punto de énfasis preferido, podemos obtener distintos resultados normativos. Por desgracia, Rawls centra su atención, entre otras cosas, sobre la cooperación internacional. Sin embargo, resulta concebible por completo una ordenación de las potencias internacionales donde la presencia de infractores sistemáticos de los derechos humanos no presente ninguna amenaza para la paz mundial, y la anomalía salvaje de Corea del Norte en la actualidad solo constata, a modo de excepción militarizada, las leyes pacíficas no escritas que marcan el ritmo del continente africano, donde las guerras civiles y la pobreza rampante no parecen, por el momento, quitar el sueño de ningún general en Occidente. Sea como fuere, el enfoque rawlsiano tiene la ventaja de acomodar, gracias a una teoría de la justicia estructurada en círculos concéntricos de consideración, el desafío crucial que presenta el derecho internacional post-1945 a la ordenación westfaliana de las potencias estatales independientes, con sus magníficas soberanías territoriales incontestadas, hasta que la DUDH de 1948 impuso ciertos estándares morales sobre el cumplimiento de las funciones de gobierno, llegando a contemplar la inobservancia, negligencia o violación de tales obligaciones como el único casus belli legítimo entre estados, junto con el antiguo principio de llamar a las armas en defensa propia, como si las intervención militares en misión humanitaria fueran —de verdad de la buena— enfrentamientos bélicos donde la humanidad se defiende a si misma.

Hay otra concepción política de los derechos humanos, aquella que nosotros abrazamos, que entiende que los crímenes de lesa humanidad dañan nuestro carácter político, en el sentido más aristotélico del término, pues tales violaciones están dirigidas contra población civil, y suelen tener a los dirigentes estatales como criminales, quienes manchan sus manos con la sangre (o la hambruna o la deportación) de sus conciudadanos, volviendo contra sus súbditos políticos aquellos instrumentos de represión que —en principio— estaban orientados hacia la finalidad de garantizar los derechos de la ciudadanía, pero que, debido a una corrupción del sistema político, terminan siendo utilizado como herramientas de la barbarie.36 Estas infracciones son

35 En su desguace del libro, Buchanan enfatiza este punto, y destaca cómo Rawls, buscando respetar las tradiciones socioculturales no liberales, termina cayendo en un ejemplo no menos triste de pensamiento parroquiano, a saber: «If anything is parrochial here, is to deny that there are basic human interests or capabilities because one is so enmeshed in an “associative social form” that one cannot conceive o fan individual hainvg any interest or capabilities apart from those ascribed to her in virtue of the particular social identity she has in her own particular society» (James Buchanan, “Taking the Human out of Human Rights,” en Rex Martin & David A. Reidy (eds.), Rawls’ Law of Peoples. A Realistic Utopia?, New York, 2006, p. 159.36 En sintonía con nuestra propuesta, revisando la historia de la DUDH, Cherif Bassiouni señala que el Artículo 6 de la Nuremberg Charter venía a cubrir un vacío legal previo a la II GM. La cláusula (c) de este pasaje define los mentados crímenes como aquellos cometidos contra (i) «any civilian population», (ii) «before or during the war», y (iii) «whether or not in violation of domestic law».? Este detallismo sobre la población, la temporalidad y la jurisdicción vienen a cubrir —como decíamos— el vacío legal que los nazis llenaron de cadáveres, ejecutando a su propia población civil, tanto en tiempos de guerra como durante la guerra, ateniéndose a los poderes especiales en periodo de excepción que estaban

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punibles en cualquier esquina del mundo, y todo tribunal internacional tiene derecho a procesar de manera independiente a los infractores, no porque su conducta delictiva ponga en entredicho el pacífico concilio de las naciones, ya que muchas violaciones humanitarias no suponen un peligro —incluso entre países limítrofes— para la integridad de los ciudadanos que viven en la vertiente civilizada de la frontera. Por el contrario, si rechazamos —como hacemos— toda impunidad para los crímenes de lesa humanidad, nuestra posición responde a compromisos tanto políticos como morales que, hasta donde alcanza nuestro raciocinio, nada tienen que ver con la paz mundial. Más bien se trata del precedente que sienta ante los ojos de la Humanität el político o el militar de turno que traiciona las funciones legítimas del gobierno, negando la condición de ζῷον πoλίτικoν a alguno de sus ciudadanos, aquello que —en efecto— suscita nuestro más profundo rechazo. Y ello porque nuestra condición humana (Menschlichkeit) también incluye, junto a los intereses personales, las capacidades específicas y las identidades socioculturales, un componente que, a falta de un vocablo mejor, llamamos político. Por tal cosa entendemos, siguiendo la Antropología en sentido pragmático kantiana, la sociable insociabilidad que nos empuja, de un lado, a entrar en comunidad con otros seres humanos, pero que también fomenta, por el otro, la constante ruptura del statu quo. Esta imagen del hommo sapiens sapiens puede resultar demasiado especulativa —quizás ingenua, heroica incluso— para una mirada curtida en la antropología cultural o en los estudios sociológicos, pero si analizamos la conducta racional utilizando la teoría de juegos, como ha probado a hacer Richard Vernon 37, podemos sorprendernos cuando obtengamos los resultados esperados por estas premisas, o podemos sustituir algunos términos de nuestra lectura, borrando la expresión «insociable sociabilidad», y escribiendo en su lugar «condiciones de la cooperación» o «paradoja del prisionero», a gusto del consumidor. Sea como fuere, parece claro, como dice Luban, que

to call us political animals underlines a fundamental fact of life: we need to live in groups, but groups pose a perpetual threat to our individuality and individual interests. Hence, human existence involves a perpetual negotiation over the terms of our belonging to society —a belonging that we need and dread. […] The legal category of “crimes against humanity” recognizes the special danger that governments, which are supposed to protect people who live in their territory, will instead murder them, enslave them, and persecute them, transforming their homeland from a heaven into a killing field. 38

Ernesto Castro Córdoba.BCN - MAD. Abril 2013.

contemplados en la Constitución de la República de Weimar. El Holocausto es, por tanto, un ejemplo conspicuo de la referida malversación de nuestra condición política, pues aquellos principios constitucionales que tenían como objetivo proteger los derechos de la ciudadanía terminaron, gracias a la grieta en el muro que supone reconocer la excepción, volviéndose en contra de esa misma ciudadanía. Dramático, en efecto. (Véase, para esta cuestión, Cherif Bassiouni, Crimes Against Humanity in International Criminal Law, Cambridge, 1999, pp. 17-18.) 37 Richard Vernon, “What Is a Crime Against Humanity?,” en 10 The Journal of Political Philosophy, 2002, pp. 231-249.38 David Luban, “A Theory of Crimes Against Humanity,” op. cit., pp. 113-117