confesiones de hombre raquÍtico

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Extracto del libro "Confesiones de un hombre raquítico" de Alberto Masa.

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confesiones deun hombre raquítico

ColeCCión Caldera del dagda

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confesiones de

un hombre raquítico

Alberto MAsA

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«La matière demeure et la forme se perd!»

Pierre de ronsard

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Uno es lo que hace. En este momento diría que soy la apertura exterior de una boca chupando del filtro de un cigarro al que, aproximadamente, le queda media

calada.

estoy en la cocina ante mi taza de té (alguien ha debido de colocarme aquí). A ratos doy ligeros sorbos (quema). Dios (o alguno de sus terratenientes), estoy seguro, me mira desde lo alto del tejado. Tardaré en moverme. Esperaré paciente a que de los labios de ese observador obtuso salga una palabra, para cogerla, mojarla en el té y llevármela a la boca. No quiero cansarme de masticar ese pedazo de gloria divina.

¿CUántas versiones de un segundero caben en esta mañana? Amanecer sin Ella es una tristeza asumida que cabe en cual-

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quier chimenea, ahora que empiezo a estar por encenderla. Al encenderla, venidos de una mano invisible los inviernos, ella prende. Madrid, París, Barcelona... Ella está y no está. Viene y no viene y, en el transcurso, miles de trenes hacen escala en la cocina donde vacío mis tazas de té caliente.

LLevo despierto lo suficiente como para observar el barco de vela que bordea mi cráneo. Los que llevan los remos atienden al mismo capataz que yo. Una especie de demiurgo vencido por la compra-venta de jardines en llamas. Hago que no lo veo. Hago que tanto los latigazos recibidos como los que doy sean el mismo.

afUera no se oye un maldito pájaro. Tan sólo el viento azota el ventanal, y yo permanezco en la cocina ante mi taza de té caliente (a esta hora ya se ha enfriado un poco). Una fotografía por MMS de mi chica, en un día gris parisino. Su sombra se la come el Sena. Está contenta en el día de Marco, mi nuevo y primero de los sobrinos, en mi día de espera, de ir mañana a verlo respirar. No es un día más, es el día en el que espero. De la más absoluta alegría al mar de dudas tan sólo anida un trecho de aspecto pobre. Hoy, mientras miro ambas fotos (la de mi chica y la de mi sobrino), me pregunto si seré capaz. Si la vida, por algún motivo de esos que ella misma se inventa, regresará.

Las nubes, teñidas de una copa de más de vino rosado, caen sobre la casa, traspasan el tejado y me encuentran. Procuro, entonces, una oración, siempre nueva. Sólo quiero beberme

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este té, sólo quiero eso. No puedo mostrar más lo que ocurre en mi sesera a la cocina por miedo a introducirme en una de esas latas de conserva que terminaré abriendo para la cena. Procura el recuerdo de una vida mejor a mi vidita, que se en-cuentra fuera, y que Marco, mi nuevo sobrino, el héroe de este cuento, sustituya mi labor acá. ¿Pero quién será capaz de be-berse este té sin recalentarlo al menos un minuto?

HaLLo en la lectura de los diarios de Tolstoi una verdad muy parecida a un mendrugo de pan sobre el cual no tienen por qué llover estrellas.

¿Qué hay de malo si no llueven? Es el día siguiente y yo estoy a la espera de entrar a conocer a mi sobrino. No sé qué ocurre. Algo me han dicho. Que la leche no termina de subir, quizá, y que, aparte, el niño no se agarra. Debería de haber más flores en los hospitales. Aquí sólo huele a una mezcolan-za de leche materna y formaldehído. Vida y muerte se reúnen para darse el pésame una a otra. Busco la puerta de salida para echar un cigarrillo. Para ello he de viajar por el trazo de una línea amarilla colocada en el suelo. Lo de la línea amarilla no me parece mal Choco, más o menos sin querer, con otras per-sonas, algunas son pacientes del hospital. Choco con una ca-milla desocupada. Es octubre y, en el hospital, hace calor.

ya estoy de vuelta, ante otra taza de té caliente. No me he atrevido a coger al niño. Sólo lleva día y medio en el mundo y tengo miedo de que se rompa en mis brazos. Que su cabeza de juguete se despegue del cuello. A punto estuvimos de liarla cuando mi tía se empeñó en que lo cogiera. Tomé su pie y,

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desde mi mano en ese piececito, oí los latidos de un corazón ya fundado. Lo devolví a los brazos de mi tía. Di un beso a mi prima (es también mi hermana) y luego desaparecí aun per-maneciendo en la sala. Volví a la lectura del segundo tomo de los diarios de Tolstoi. La gente pedía mi atención, pero mi atención es algo que no comprendo ni yo. Seguí leyendo fra-ses, algunas como una punta de cuchillo, y otras en las que el novelista ruso te cuenta que va a un recado y se encontró a no sé quién por el camino y se saludaron. Los hospitales no son mi sitio. Faltan flores. Ya lo dije ayer.

Pronto tendré que comprar té. A veces se acaba y lo sustituyo por café. Por suerte la música de mi cocina no acaba nunca. Afuera se oye gemir a unos grajos. Tomo té, si hay. Y respiro hondo. Y también fumo cajetillas de tabaco. El tabaco también se me acaba y, cuando eso sucede, sea la hora que sea, salgo a comprar, igual me da que estén todas las tiendas cerradas. En lo que ando, por muy de amanecida que llegue a estar el cielo y no se perciba en la calle siquiera la sombra de un espantapá-jaros, no recuerdo nada y, de paso, hago ejercicio. El médico me ha dicho que no me conviene un hígado graso. No he de quitarme mucho peso, sólo aproximadamente 15 Kilos.

ante mi taza de té, en absoluta soledad conmigo mismo que, he de reconocer, no sé ni quién ni qué soy, me hago fuerte, fundo ciudades imaginarias en lo que se enfría la taza. A veces hablo con Ella, que está en París, por teléfono. No podemos enredarnos mucho si no queremos que engorde la factura y tengamos que ponernos a pedir por la calle. Sólo nos decimos

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que aquí estamos y que nos queremos. Luego colgamos y yo sigo con mis ciudades más o menos imaginarias. En una de ellas vivimos Ella y yo, hay plantaciones de tabaco y té por to-das partes y leemos nuestros libros preferidos uno frente a otro. Los pájaros picotean de nuestras bolsas de patatas fritas.

Me veo en una fotografía que yo mismo me he tirado para ella vía móvil. Paso demasiado tiempo en esta cocina como para preocuparme también de cuántas caras tengo. Quizás sólo dos o tres, o ninguna. Sólo una imagen para que ella, en la distan-cia, vea que estoy acá, que sigo siendo alguien o algo.

CUando, en mi niñez, mis primas mayores, por mandato de nuestros padres, me llevaban a acompañarlas en busca de hue-vos, pasaba toda la vuelta intentando (consiguiéndolo en oca-siones) robarlos de su cartón para lanzarlos a las paredes de las casas. El sol brillaba, amarillo sobre amarillo, en el centro de las yemas que descendían lentamente por una fachada hor-migón. Al llegar del recado, mi abuela me regañaba. Pero no pasaba mucho más. No había castigo. Yo sabía que lo único que había hecho era generar belleza.

(Dijo Hegel que una pared se lee mejor en sueños.)

La taza de té descansa sobre la mesa, sobre un mantel de plás-tico. Mientras doy sorbos a un té que quema aún más que cuando lo saqué del microondas (estoy casi seguro), escucho el Thelonious alone in San Francisco. Me gusta especialmente la potencia de ese disco porque deja al descubierto los esque-letos de muchas canciones interpretadas por cientos de bandas

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a posteriori y, mientras le doy al té, sé que puedo tocar con el oído el húmero de «April in Paris», el fémur de «Round Mid-night», las aviesas costillas de «Well you needn´t».

Mientras el té se enfría, o se calienta más (ya dejé caer que a veces pasa) y la música revoluciona la pletina, tiendo cajas de tabaco vacías a mi loro, que procede a destruirlas, a convertir su integridad de cartón en integridades de cartón diminutas. A los cinco minutos ya queda en su suelo la colección de peque-ños cartones que fueron una cajetilla vacía. Por las mañanas limpio su bandeja de boñigas y esos pequeños cromos que no valen nada. No sé, pero creo que él también la echa de me-nos.

se fue a París. Es casi lo único que sé. Entretanto la llamo y nos decimos que nos queremos y que aquí estamos. Después leo, en la cocina, enfrente del tocadiscos y nuestra vajilla. El loro lleva en la misma jaula veinte años. A veces le abro la jaula. A veces se coloca él solo en mi hombro. Me pide cosas y recita al oído la ausencia de ella. Yo siempre le respondo que nací para dedicarme al olor de las margaritas mojadas y ver crecer los almendros. Confío en que lo aprenda para una próxima vez y que sea él quien me lo diga a mí, pero no hay manera.

en ausencia de Ella beso los azulejos de mi cocina y doy abra-zos a los árboles las escasas veces que salgo. No es lo mismo. Sigue siendo octubre y las primeras lluvias, al igual que las res-puestas de azulejos y árboles, empiezan a darse. Puedo notar cómo no sé qué haría sin ellos.

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© Alberto Masa, 2016© de esta edición: EOLAS EDiCiONES

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Dirección editorial: Héctor EscobarDiseño de cubierta y maquetación: Alberto R. Torices

imagen de cubierta: Nikola Jelenkovic(unsplash.com · con Licencia CC zero)

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