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Introducción EL OBJETIVO DE ESTE capítulo es evaluar los cambios y continuidades de la acción colectiva urbana entre los sectores de bajos ingresos durante la última parte del siglo XX en América Latina. Compararemos los datos que provienen de los seis estudios de caso hechos por nuestros colaboradores y que han sido analizados en los capítulos anteriores. Hemos visto en estos capítulos la influencia (directa e indirecta) que tuvo en estos cambios la transformación del modelo dominante de desarrollo, que pasó de la industrialización por sustitución de importaciones –la etapa ISI– a un modelo basado en la desregulación y el mercado libre. En este artículo usaremos una periodización similar para entender la acción colectiva, y exploraremos el impacto de los cambios políticos que acompañaron la transfor- mación del modelo económico, particularmente en lo que se refiere a la organi- zación del Estado y sus relaciones con los ciudadanos. Conclusión. Enfrentando la ciudad del libre mercado. La acción colectiva urbana en América Latina, 10-2000* Bryan R. Roberts Alejandro Portes * La Fundación Andrew W. Mellon apoyó el proyecto comparativo sobre el cual se basa este artículo. Agradecemos en particular el apoyo entusiasta de nuestro oficial de programa durante la etapa de planea- miento del proyecto, Carolyn Mackinson. Este artículo está basado en informes nacionales preparados por los colaboradores principales de cada ciudad: Marcela Cerruti y Alejandro Grimson en Argentina; Licia Valladares, Edmond Préteceille, Bianca Freire-Medeiros y Filipina Chinelli en Brasil; Francisco Sabatini y Guillermo Wormald en Chile; Marina Ariza y Juan Manuel Ramírez en México; Jaime Joseph A., Themis Castellanos, Omar Pereyra y Lissette Aliaga en Perú; y Ruben Kaztman, Fernando Filgueira y Fernando Errandonea en Uruguay. Sus informes finales pueden encontrarse en la página web de la Universidad de Princeton (http://cmd.princeton.edu/papers.shtml). También quisiéramos agradecer a María José Álva- rez por sus aportes al proyecto como comentarista del avance de los informes. Sus comentarios sobre la primera versión de este artículo pueden encontrarse en la página web del Population Research Center de la Universidad de Texas en Austin (http://www.prc.utexas.edu/urbancenter/Austin.htm). La responsabili- dad del contenido y conclusiones de este artículo es exclusivamente nuestra. La traducción al castellano se debe a Gabriela Yepes. 42

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Page 1: Conclusión. Enfrentando la ciudad del libre mercado. La ...rimd.reduaz.mx/coleccion_desarrollo_migracion/ciudades_latinoamerica... · e indirecta) que tuvo en estos cambios la transformación

Introducción

El objEtivo dE EstE capítulo es evaluar los cambios y continuidades de la acción colectiva urbana entre los sectores de bajos ingresos durante la última parte del siglo xx en América Latina. Compararemos los datos que provienen de los seis estudios de caso hechos por nuestros colaboradores y que han sido analizados en los capítulos anteriores. Hemos visto en estos capítulos la influencia (directa e indirecta) que tuvo en estos cambios la transformación del modelo dominante de desarrollo, que pasó de la industrialización por sustitución de importaciones –la etapa isi– a un modelo basado en la desregulación y el mercado libre. En este artículo usaremos una periodización similar para entender la acción colectiva, y exploraremos el impacto de los cambios políticos que acompañaron la transfor-mación del modelo económico, particularmente en lo que se refiere a la organi-zación del Estado y sus relaciones con los ciudadanos.

Conclusión.

Enfrentando la ciudad del libre mercado.

La acción colectiva urbana en América Latina,

1��0-2000*

Bryan R. Roberts

Alejandro Portes

* La Fundación Andrew W. Mellon apoyó el proyecto comparativo sobre el cual se basa este artículo. Agradecemos en particular el apoyo entusiasta de nuestro oficial de programa durante la etapa de planea-miento del proyecto, Carolyn Mackinson. Este artículo está basado en informes nacionales preparados por los colaboradores principales de cada ciudad: Marcela Cerruti y Alejandro Grimson en Argentina; Licia Valladares, Edmond Préteceille, Bianca Freire-Medeiros y Filipina Chinelli en Brasil; Francisco Sabatini y Guillermo Wormald en Chile; Marina Ariza y Juan Manuel Ramírez en México; Jaime Joseph A., Themis Castellanos, Omar Pereyra y Lissette Aliaga en Perú; y Ruben Kaztman, Fernando Filgueira y Fernando Errandonea en Uruguay. Sus informes finales pueden encontrarse en la página web de la Universidad de Princeton (http://cmd.princeton.edu/papers.shtml). También quisiéramos agradecer a María José Álva-rez por sus aportes al proyecto como comentarista del avance de los informes. Sus comentarios sobre la primera versión de este artículo pueden encontrarse en la página web del Population Research Center de la Universidad de Texas en Austin (http://www.prc.utexas.edu/urbancenter/Austin.htm). La responsabili-dad del contenido y conclusiones de este artículo es exclusivamente nuestra. La traducción al castellano se debe a Gabriela Yepes.

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Nuestra aproximación es comparativa, considerando la historia y las dife-rencias entre cada país. No podemos afirmar que estas seis ciudades y sus res-pectivas formas de acción colectiva son representativas de todas las ciudades de América Latina, pese a que cada una presentó importantes movimientos urba-nos durante las décadas de 1970 y 1980. Lo que nos interesa es establecer las tendencias generales, utilizando la experiencia particular de cada ciudad para identificar los factores clave que subyacen a las diferencias y similitudes de la acción colectiva urbana de la región. El análisis de estos factores sugiere muchas propuestas aplicables, en principio, a otras ciudades.

La acción colectiva bajo la forma de movimientos sociales urbanos ha sido un fenómeno claramente visible y muy debatido en América Latina (Calderón y Jelin, 1986; Castells, 1983; Eckstein, 1988; Kowarick, 1988; Ramírez, 1986; Slater, 1985; Touraine, 1987). Hoy lo es mucho menos, como lo sugiere Susan Eckstein (2001) en el título del epílogo de la segunda edición de su libro: Where have all those movements gone? En las décadas de 1960 y 1970, las demandas principales de la acción colectiva en la mayoría de ciudades de América Latina combinaban la mejora en las condiciones laborales con el acceso a los servicios urbanos básicos (vivienda, transporte, agua, etcétera), una lucha que unió a los trabajadores formales e informales (Portes, 1985; Roberts, 1978). El movimiento obrero jugó un rol importante en esta lucha, precediendo y reforzando las mo-vilizaciones populares urbanas en varios países (Foweraker y Landman, 1997). La estricta regulación de los mercados de trabajo durante la etapa isi significó que el objetivo principal del movimiento obrero fuera el Estado. La lucha por satisfacer las necesidades básicas no provocó una confrontación directa con las clases dominantes, sino con la élite técnico-burocrática estatal que manejaba los organismos reguladores de terrenos e infraestructura urbana (Eckstein, 1977; Portes, 1985).

Este interés en el Estado y la obtención de derechos caracterizó los “nuevos” movimientos sociales durante las décadas de 1970 y 1980. Los movimientos de defensa de los derechos de la mujer, los derechos humanos y civiles, el medio ambiente y contra el abuso de poder jugaron un papel importante en la lucha contra los gobiernos autoritarios y en la transición a la democracia (Escobar y Álvarez, 1992; Calderón y Jelin, 1986; Touraine, 1987). A finales del siglo xx, existía una variedad considerable de formas de acción colectiva que aspiraban a cambiar la política del Estado. Sin embargo, un estudio reciente las muestra más institucionalizadas y menos antagónicas que antes (con ciertas excepciones), tra-bajando con y dentro del Estado, así como en su contra (Foweraker, 2005).

En las siguientes páginas, exploraremos hasta qué punto estos cambios se evidencian en la evolución de la acción colectiva de los sectores de bajos ingresos de estas seis ciudades de América Latina. Nos concentraremos en explicar cómo

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y por qué la gente se involucra en la acción colectiva, y utilizaremos los concep-tos mencionados en la bibliografía sobre movilización de recursos: intereses, estructuras de movilización y oportunidades políticas (Tilly, 1978; McAdam, McCarthy y Zald, 1996). También consideraremos la manera cómo las expe-riencias anteriores y las instituciones heredadas siguen teniendo relevancia para la acción colectiva contemporánea, aunque las diferencias de tiempo y espacio también son importantes en nuestro análisis. A fin de proveer un marco teórico para este estudio, consideraremos primero la influencia de los cambios econó-micos y políticos posteriores a la etapa isi en la acción colectiva urbana.

De la centralización a la descentralización

Un punto de partida muy útil para examinar las diferencias entre la etapa isi y la del mercado libre es el análisis de Charles Tilly acerca de las tendencias de la acción colectiva a largo plazo (1978). Un aspecto fundamental de esta investiga-ción enfocada en la experiencia de ciertos países europeos es el impacto causado por dos procesos primordiales: 1. la expansión del capitalismo con su respectiva proletarización, ruptura de la estructura económica preexistente y creación de nuevos intereses económicos; y 2. la consolidación del Estado-nación. Ambos son procesos centralizadores, con distintos resultados según la historia econó-mica y trayectoria política de cada país, pero ejerciendo el mismo impacto en la naturaleza de la acción colectiva (Tilly, 1978: 187-188). Las distintas formas de movilización y el repertorio de acción colectiva no sólo respondían a cambios económicos (urbanización, industrialización y la expansión del capitalismo), sino a cambios político-institucionales, que transformaron el carácter local de la política y la convirtieron en un asunto nacional. El reto de negociar con un Estado-nación centralizado hizo necesaria la creación de asociaciones formales (sindicatos y partidos políticos, la forma de acción colectiva cada vez más domi-nante), convirtiendo a la huelga y las manifestaciones públicas en la principal manera de plantear reclamos.

Estos procesos centralizadores estuvieron presentes en América Latina a me-diados del siglo xx de forma mucho más irregular e incompleta que en Europa y de manera muy distinta en cada país. La etapa isi fue de considerable naciona-lismo económico y político en la región y la mayoría de los países concentraron su poder económico y político en la capital. Gran parte de los sistemas urbanos eran extremadamente centrípetos, con la mayoría de la población concentrada en una o dos ciudades. Durante la etapa isi, la urbanización produjo una pro-letarización parcial de la fuerza de trabajo, concentrada en las ciudades más grandes o en centros urbanos de una sola industria (dedicados en su mayoría a la extracción minera, la explotación petrolera o la fabricación de acero). La ac-

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ción colectiva en América Latina reflejó formas de movilización y un repertorio de acciones muy comunes en Europa, con sindicatos y partidos políticos que representaban a la clase obrera y que utilizaban la huelga y las manifestaciones públicas para plantear sus reclamos. Sin embargo, los gobiernos autoritarios li-mitaron las oportunidades políticas y reprimieron todo tipo de acción colectiva. No sería sino hasta las décadas de 1980 y 1990 que la democracia se afianzaría en América Latina, incluyendo los seis países de nuestro estudio.

La apertura de oportunidades políticas coincidió con un cambio drástico en el modelo político y económico dominante. El conjunto de políticas conocidas como “ajuste neoliberal”, que defiende la decentralización del Estado en la eco-nomía y la sociedad, fue aplicado de manera distinta en cada país de América Latina, pero, como hemos visto en los capítulos anteriores, siempre apuntando a la misma dirección de disminuir y descentralizar el papel del Estado en la economía y sociedad.

Estas tendencias centrífugas sean probablemente tan influyentes en la ac-ción colectiva urbana como fueron las tendencias centralizadoras de la etapa isi. La liberalización contemporánea tiene una agenda política y económica basada en oportunidades políticas y estructuras de movilización. A partir de 1990 los organismos financieros internacionales bilaterales y multilaterales sos-tuvieron que la descentralización del Estado permite reforzar la democracia y los mercados. Esta reforma del Estado que pretende promover la transpa-rencia, el diálogo con los ciudadanos y una mayor participación local en la elaboración de políticas públicas y la administración de servicios es el principal factor que afecta actualmente las oportunidades políticas y las estructuras de movilización.

Se encuentran en juego tendencias potencialmente contradictorias. Una es lo que Dagnino (2003) llama la confluencia “perversa” del proyecto de un Esta-do pequeño que delega sus responsabilidades sociales al mercado y la sociedad civil y el proyecto de una ciudadanía participativa que demandara más del Esta-do. Otra es la contradicción entre las tendencias localizantes y globalizantes (Je-lin, 2003). La descentralización puede reafirmar la identidad local pero también aumenta la fragmentación política y económica. La globalización vuelve lo local más vulnerable a las fuerzas internacionales pero también permite que haya más información disponible a nivel local gracias a las redes de comunicación global. Estas redes facilitan a las organizaciones el acceso a recursos materiales y de información a través de contactos externos.

La importancia de lo local plantea el desafío de un scaling-up, que Fox iden-tificó como la base necesaria para una exitosa acción colectiva en las zonas rura-les (Fox, 1996). Scaling-up se define como una movilización basada en alianzas entre grupos que defienden o promueven de modo general los mismos intere-

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ses, pero que se encuentran territorialmente separados. En el ensayo de Fox, tres factores definen una exitosa scaling-up: la colaboración sinérgica entre el Estado y la sociedad civil; la colaboración local extranjera a través de alianzas de organismos no gubernamentales (grupos religiosos, partidos políticos o sin-dicatos), y el tipo de capital social presente en una localidad bajo la forma de organizaciones comunitarias y redes sociales que pueden dar lugar a iniciativas de base independientes (Fox, 1996: tabla 3). Ahora consideraremos cómo estos tres factores cambiaron entre la etapa isi y la del mercado libre en los seis países que estamos estudiando.

El contraste entre las oportunidades políticas y la movilización social es sólo una parte de la historia. También necesitamos saber si los intereses materiales que impulsaron la acción colectiva cambiaron de un periodo al otro. ¿Son acaso diferentes en la “Ciudad del Libre Mercado”? Enfocaremos primero los intere-ses de las clases sociales, particularmente aquellos relacionados con las condicio-nes laborales y de vivienda, muy importantes durante la etapa isi. Un elemento a menudo pasado por alto es la segregación socioeconómica urbana. ¿Cuál es el efecto de la homogeneidad o heterogeneidad de clase de los distintos barrios de la ciudad en la movilización colectiva?, ¿existen diferencias significativas en el interior de ciudades de esa dimensión que ayuden a explicar sus distintas formas de colectiva acción?

Comenzaremos por examinar los contextos de la clase urbana y espacio du-rante la etapa isi y cómo este contexto afectó la acción colectiva urbana. La his-toria de los logros y limitaciones de los movimientos sociales urbanos en Améri-ca Latina durante ese periodo es bastante familiar y sumamente controversial, y no la vamos a repetir aquí. Por el contrario, nos proponemos preparar el camino para el análisis de la situación contemporánea identificando las similitudes y diferencias entre las seis ciudades seleccionadas en el contexto de clase y espacio de la acción colectiva.

El contexto de clase y espacio de acción colectiva

durante la etapa sustitutiva de importaciones isi

Las divisiones de clase y la organización espacial de las ciudades son funda-mentales para entender los intereses y las estructuras de movilización que im-pulsaron la acción colectiva.1 En las sociedades capitalistas, la propiedad de los recursos laborales (capital, control administrativo sobre el trabajo de otros, destrezas laborales escasas y valiosas) es una base analítica importante para

1 Utilizamos la definición de clase social de Portes y Hoffman (2003: 42): “categorías de la población discretas y duraderas caracterizadas por el acceso diferenciado a recursos que otorgan poder y diferentes expectativas de vida”.

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distinguir cada clase social y sus intereses (Portes y Hoffman, 2003; Wright, 1985; Grusky y Sorensen, 1998; Goldthorpe, 1986). La propiedad de estos recursos implica que cada clase defiende o promueve intereses distintos, como el derecho a la propiedad y gestión, títulos profesionales, o el derecho a con-diciones laborales y sueldos decentes. Estos intereses se asociaron con distin-tos tipos de movilización, desde asociaciones profesionales y sindicatos hasta clubes sociales de élite.

La distribución espacial de las clases es también muy importante para en-tender la acción colectiva. En aquellos lugares donde existe una gran coinci-dencia entre clase social y el tipo de vecindario uno encuentra una solidaridad más fuerte y una acción colectiva más militante. La bibliografía sobre la orga-nización de las clases sociales muestra que las comunidades que comparten los mismos intereses en el mismo espacio (centros urbanos de una sola industria, barrios obreros) generan una fuerte identidad de clase y proveen una base soli-daria para los partidos políticos y sindicatos (Katznelson y Zolberg, 1986; Foster, 1974; Jones, 1971).

La estructura de clase

El patrón irregular de urbanización e industrialización latinoamericano du-rante la etapa isi generó estructuras de clase que se desviaron de las de los países industrializados. El proletariado formal empleado en industrias de me-diana y gran escala y la clase media “independiente” (profesionales, trabajado-res de oficina y pequeños comerciantes e industriales), es decir, las dos clases que eran actores sociales clave en los países industrializados, se encontraban débilmente desarrolladas en América Latina. Un desarrollo irregular y una industrialización que no está a la par del crecimiento urbano significan que la clase obrera industrial es una minoría con respecto al total de los trabajado-res urbanos. El crecimiento sustancial de la clase media profesional y técnica durante la década de 1970 se debió a su empleo en el Estado y no tanto en el ámbito privado.

En la mayoría de las ciudades latinoamericanas estas clases “modernas” co-existían junto a un considerable proletariado informal: trabajadores por cuenta propia, empleados domésticos, trabajadores de microempresas y trabajadores domésticos no remunerados (Tokman, 1982, 1987; Klein y Tokman, 1988; Cas-tells y Portes, 1989). Ninguno disfrutaba de beneficios de seguridad social, que ya eran bastante comunes en las industrias y en las empresas de transporte y comunicaciones de mediana y gran escala. Debido a esta diversidad laboral los temas vinculados al trabajo tenían una heterogénea base de acción para la mayoría de la población urbana. Por contraste, los grupos populares que com-

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partían las mismas necesidades de vivienda e infraestructura se convirtieron en una base de acción colectiva más relevante que las clases definidas por su ocupación laboral.

El disfrute de los beneficios de la seguridad social y la protección laboral creó una clase obrera que fue una minoría relativamente privilegiada entre la clase trabajadora en la mayoría de los países, cuyos intereses mejoraban si cooperaba con el Estado en vez de oponerse. Así sucedió con los regímenes corporativistas de México durante el largo reinado del Partido Revolucionario Institucional (pri) (Eckstein, 1977; Ariza y Ramírez, en este volumen). Pero todo esto no supuso necesariamente un movimiento obrero débil: durante la etapa isi la mayoría de las ciudades de América Latina fueron testigos de conflictos laborales, huelgas y manifestaciones públicas. Hasta quienes trabajaban por cuenta propia se organi-zaron para defender sus intereses, como es el caso de las asociaciones de vende-dores ambulantes de la ciudad de México y Lima, que defendieron su derecho al uso del espacio público (Cross, 1998; Grompone, 2002).

Buenos Aires y Montevideo albergaban los proletariados formales más gran-des en la década de 1970. Se estima que un 56 y 89 por ciento respectivamente de la población de ambas ciudades disfrutaba de los beneficios de la protección laboral (Portes, 1985: cuadro 2).2 La formalidad incluía también trabajadores por cuenta propia y microempresas de comercio, manufacturas y servicios. En ambas ciudades este sector estaba compuesto principalmente por empresas familiares bien consolidadas, capaces de proveer un ingreso razonable. Podemos conside-rarlas en su mayoría como pertenecientes a la pequeña burguesía. Buenos Aires y Montevideo crecieron lentamente, con una tasa de alrededor del 2 por ciento entre 1950 y 1960; los migrantes contribuyeron a este crecimiento en proporción relativamente pequeña. Tales migrantes no eran pequeños campesinos, dueños de sus tierras; desde 1970 sólo una reducida proporción de la población traba-jaba en zonas rurales (alrededor del 20 por ciento), y la cantidad de pequeños campesinos propietarios en estas zonas era pequeña.

Para 1970 Chile tenía también un proletariado formal relativamente consi-derable (60 por ciento) debido en parte al rápido incremento del gasto público en salud y seguridad social durante la década de 1960 y principios de la de 1970. Santiago tuvo un crecimiento demográfico relativamente lento (3.7 por ciento de 1950 a 1960), la proporción de población campesina a nivel nacional era pequeña (23 por ciento en 1970) y el 60 por ciento de la población em-pleada disfrutaba de los beneficios de la seguridad social (Portes, 1985). Por el contrario, en Lima, ciudad de México y Río de Janeiro el proletariado formal

2 Los estimados son para el total de la población empleada en cada país. Son estimados conserva-dores, puesto que los niveles de protección de la seguridad social deben ser similares o más altos en las capitales.

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era una pequeña parte de la fuerza laboral y tenía un origen rural más recien-te. Estas tres ciudades tuvieron tasas de crecimiento sobre el 5 por ciento entre 1960 y 1970, y la migración contribuyó casi con la mitad. El proletariado infor-mal era considerable.

Segregación e integración espacial

Durante la etapa isi, el crecimiento de la mayoría de las ciudades de América Latina no produjo una clara segregación espacial. Las desigualdades en los ni-veles de ingreso no produjeron el mismo grado de segregación socio-espacial que las diferencias raciales en las ciudades de Estados Unidos (Sabatini, 2003). El índice de disimilaridad de Duncan en términos de segregación espacio/raza en las ciudades estadounidenses es aproximadamente del 60 por ciento, compa-rado con el 40 por ciento de segregación socioeconómica de Santiago de Chile, una de las ciudades socialmente más polarizadas de América Latina (Arriagada y Rodríguez, 2003; Massey y Denton, 1993). Durante el periodo de rápido cre-cimiento de las ciudades latinoamericanas en las décadas de 1960 y 1970, los recién llegados no ganaban lo suficiente como para formar un mercado para el sector inmobiliario (estatal o privado). Por el contrario, los pobladores constru-yen sus viviendas donde buenamente pudieron con sus propias manos, ocupando terrenos de forma ilegal o semilegal. En este proceso edificaron, literalmente, la periferia de la ciudad. Lucio Kowarick (1977) llamó a este periodo de urbaniza-ción “la lógica del desorden”. Los especuladores animaban a los pobladores de bajos recursos a comprar tierra barata sin ningún tipo de infraestructura en las afueras del casco urbano. Cuando el gobierno construía carreteras e infraestruc-tura básica y conectaba esos sectores con el resto de la ciudad, los especuladores aprovechaban para edificar viviendas para sectores de clase media en las cerca-nías (Hardoy et al., 1968; Eckstein, 1977). El tema del transporte público de los pobladores desde la periferia urbana hasta los centros también fue motivo de acción colectiva y de protesta, como los Quebra-Quebra de la década de 1970 en contra de la mala calidad del tren suburbano de San Pablo (Moisés y Martínez-Alier, 1977).

El crecimiento desordenado de las ciudades latinoamericanas generó múl-tiples trabas para las familias de medianos y altos ingresos e impidió una subur-banización a gran escala. En muchas de estas ciudades el Estado era el propie-tario de los terrenos dentro y alrededor de las ciudades, lo cual no sólo limitó el mercado de terrenos sino lo hizo fácil blanco de las invasiones. En ciertas ciudades, la topografía contribuyó a crear una segregación residencial hetero-génea, como en las playas de Río de Janeiro, donde encontramos favelas junto a residencias de lujo, o en el corazón de la ciudad de Guatemala, con barrancos

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repletos de asentamientos irregulares (Leeds, 1969; Pérez-Sainz, 1997; Valladares et al., en este volumen).

El resultado fue un patrón de segregación residencial en donde los sectores de bajos ingresos se encontraban relativamente cerca de las clases pudientes. Es cierto que los ricos se mantenían relativamente aislados en barrios de casas grandes y departamentos de lujo, pero su número fue demasiado pequeño para segregarse “en gran escala” de las otras clases. Las invasiones de tierras de las poblaciones de bajos y medianos recursos compensaban las tendencias de disper-sión y segregación espacial por clase social (Portes, 1989). En tiempos de crisis eco-nómica, los sectores de ingresos medios buscaron viviendas más baratas en barrios pobres, como sucedió en San Pablo, Bogotá y Santo Domingo durante la década de 1980 (Cartier, 1988; Rolnik, 1989; Lozano, 1997). Mientras tanto, la élite, buscan-do un mayor espacio y un ambiente más saludable, fue construyendo un sector de la ciudad que en su forma espacial pura se asemejaba a un cono, empezando en el centro de la ciudad y terminando en la periferia (Sabatini y Wormald, en este volumen; Unikel, 1972; Ward, 1990). En la década de 1970, las áreas más socialmente homogéneas eran las áreas periféricas donde los sectores de bajos recursos invadieron o compraron terrenos baratos y construyeron allí sus vivien-das. La heterogeneidad social y la pobreza de la mayoría de los habitantes de las ciudades contribuyeron a que éstos se vieran a sí mismos compartiendo una situación habitacional común, pese a tener diversas ocupaciones y posiciones de clase objetivamente distintas.

Estas tendencias generales ocultan distintas tasas y ritmos de crecimiento urbano de cada ciudad. Buenos Aires y Montevideo tenían el grado más alto de ordenamiento territorial desde el punto de vista de vivienda e infraestructura urbana en la década de 1970. Los sectores de ingreso medio y alto residían en las áreas centrales, extendiéndose en forma de cono a lo largo del Río de la Plata en busca de vivienda, espaciosa y saludable (Hardoy et al., 1968; Veiga y Rivoir, 2001). Las dos ciudades tenían un aspecto “europeo”, con claras diferencias entre el centro de la ciudad, los barrios de clase media y alta y la mayoría de los barrios obreros en las zonas periféricas. El ordenamiento territorial en ambas ciudades durante la década de 1970 no se basó en una inversión del Estado sino en una economía de pleno empleo, que proveía a la clase trabajadora del ingre-so necesario para comprar terrenos baratos y mejorar sus viviendas.

En Buenos Aires, los sectores de bajos recursos se establecieron en loteos popu-lares, asentamientos en forma de anillos fuera de los límites de la ciudad. En 1960 estos loteos albergaban a algo menos de la mitad de la población metropolitana (Pirez, 2002). En la década de 1970 la clase trabajadora de Montevideo gozó de amplios beneficios sociales. Sus niveles de ingreso y seguridad laboral le per-mitieron disfrutar de una calidad de vida razonablemente alta en asentamien-

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tos que se extendían desde el centro urbano hacia la periferia (Kaztman et al., en este volumen). La ciudad mantuvo un alto nivel de infraestructura urbana. En ambas ciudades existían asentamientos urbanos irregulares: las villas miseria o villas de emergencia de Buenos Aires y los cantegriles en la periferia de Montevideo; sin embargo, estos asentamientos no eran parte dominante del paisaje urbano y apenas si albergaban una minoría de la clase trabajadora (Grimson, 2003; Veiga y Rivoir, 2001; Torres, 1992).

A inicios de la década de 1970, la segregación espacial de Santiago era algo menos marcada que la de Buenos Aires y Montevideo. Los pobladores de bajos recursos habían invadido terrenos y construido sus viviendas por toda la ciudad. El patrón de segregación espacial se acentuó con la política de libre mercado del gobierno de Pinochet y con la expulsión de los asentamientos irregulares de los terrenos de mayor valor comercial. A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, más de 200,000 pobres fueron expulsados de los municipios o comu-nas de clase alta o medio-alta y llevados a asentamientos fuera de la ciudad (Mora-les y Rojas, 1986). El área este de la ciudad se convirtió en un enclave de las clases medias y altas, que se extendieron siguiendo el familiar patrón de cono espacial, desde el centro de la ciudad hacia las faldas de los Andes. En estos vecindarios se prohibieron todo tipo de asentamientos irregulares. El área adquirió el aspecto de una moderna ciudad europea. La población desplazada se reubicó en la periferia sur y este, a más de 10 millas del centro de la ciudad, lo cual contribuyó a su in-visibilidad. El gobierno de Pinochet implementó la filosofía de que la ciudad era “para aquellos que la merecían”, y comunas como “La Pintana” se convirtieron en auténticos depósitos de gente pobre (Raczynski, 1987; Sabatini, 2000).

Durante la década de 1970, las otras tres ciudades presentaron patrones de segregación socioespacial mucho más heterogéneos. Los sectores de bajos ingresos vivían relativamente cerca de los medios y altos. Las áreas pobres de ciudad de México se encontraban principalmente en la periferia. Buena parte de la tierra que rodeaba a la ciudad de México era ejidal o comunal. Fue inva-dida por los movimientos urbanos populares para constituir asentamientos po-pulares y después fue regularizada por el gobierno (Ramírez, 1986). El centro era socialmente más heterogéneo (Ward, 1990: 59-62). Los sectores de elevados ingresos vivían en una porción de la ciudad en el conocido patrón cónico, que se extendía desde el centro de la ciudad hacia el sudoeste. El corazón del área metropolitana –el Distrito Federal– era bastante heterogéneo. Las viviendas de clase media y alta se ubicaban cerca de asentamientos irregulares o en viviendas subdivididas de manera ilegal por las inmobiliarias. El 40 por ciento de las ca-sas del área metropolitana carecía de suministro de agua potable, una situación muy común en este tipo de asentamiento, que se estima albergaba entre el 50 y 60 por ciento de la población urbana (Ward, 1990: 47, 174).

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Río de Janeiro mostraba un patrón de segregación similar, con una pobla-ción pobre viviendo en zonas homogéneas de la periferia o en favelas, en zonas bastante heterogéneas, donde los departamentos de los ricos se encontraban a la vista de los asentamientos irregulares. Lima también exhibía un patrón similar de segregación espacial, donde los sectores altos y medios se alejaron hacia la costa siguiendo el familiar cono. Las zonas más pobres formaron anillos de asen-tamientos urbano-marginales en los cerros de la periferia este, desde el norte hasta el sur de Lima. Aunque la mayoría de estos barrios era pobre, sus niveles de pobreza y los tipos de ocupación de sus pobladores los hacía socialmente heterogéneos. La mayoría de la población de Lima –incluyendo a empleados de oficina– vivía (y vive) en (o cerca) de la línea de la pobreza y no existen muchas diferencias entre los tipos de vivienda o el tipo de barrio elegido para vivir.

Los patrones de lucha popular durante la etapa isi

La presencia de un considerable proletariado formal en Buenos Aires, Mon-tevideo y en menor medida Santiago, dotó de mayor unidad a las luchas so-ciales de estas ciudades. La mayor homogeneidad ocupacional de los barrios obreros de estas tres ciudades incorporó los temas de vivienda, infraestructura y servicios a la lucha laboral (mejora de las condiciones de seguridad social, pro-tección contra despidos, etcétera). Los barrios obreros de Buenos Aires y Monte-video son ejemplos de esta homogeneidad de clase puesto que allí se encon-traban las sedes locales de los sindicatos y los líderes sindicales eran miembros activos de las asociaciones vecinales. Las organizaciones de la clase obrera y las luchas sociales en estas ciudades se asemejan mucho a las ocurridas en Europa 50 años atrás, cuando las demandas laborales se entretejían con las de consumo colectivo (Dobb, 1963 [1947]; Castells, 1983).

En Montevideo, los movimientos laborales y estudiantiles en la década de 1970 y principios de la de 1980 tuvieron dificultad en incorporar las demandas de los que vivían en asentamientos irregulares (Kaztman et al., 2004). Los sindi-catos demandaban créditos de vivienda y cooperativas, lo cual beneficiaba a la clase trabajadora organizada que vivía en ese entonces en viviendas alquiladas. En Buenos Aires, la predominancia del movimiento laboral formal también su-bordinó las demandas de vivienda a las demandas laborales. Los sindicatos de las industrias y del sector público mantuvieron su presencia a nivel local, crean-do formas de organización vecinal –Asociaciones de Mejoramiento– que eran básicamente entidades de clase media diseñadas para promover la movilidad social de sus miembros. El movimiento obrero oficial no tenía interés en inte-grar a los habitantes de las villas miseria a la ciudad, por el contrario, se opuso a ello (Germani, 1965; Nun, 1969).

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En Chile el movimiento obrero y los partidos políticos de centro e izquier-da fueron más comprensivos con los invasores de terrenos y los asentamientos irregulares, puesto que ésas eran las condiciones en las que vivía la mayor parte del proletariado formal. Hasta el golpe de 1973, los partidos políticos y los sindicatos competían en la organización política de los distintos vecindarios, incorporando las demandas locales en sus plataformas políticas y creando una sección poblador dentro de sus organizaciones respectivas (Sabatini y Wormald, 2004). La acción colectiva con respecto a los temas de vivienda no era nada re-volucionaria o anárquica, más bien bastante racional (Portes, 1972). Varios parti-dos de izquierda o centroizquierda (como la Democracia Cristiana) organizaron Comités de los "Sin Casa" y se involucraron en diversas formas de invasión de terrenos para forzar al gobierno a responder a sus demandas (Goldrich, 1970; Portes y Walton, 1976).

En las otras ciudades, el tema de la vivienda era tan importante como el tema del trabajo para promover la acción colectiva, pero era rara vez respaldado por el proletariado organizado. La conquista de la ciudad a través de la migra-ción y la lucha por una vivienda y empleo digno generó redes de solidaridad en muchas ciudades, tal como lo demuestran los estudios realizados en Lima, Río de Janeiro y ciudad de México (Castells, 1983; Leeds, 1971; Lomnitz, 1977; Mangin, 1967; Cornelius, 1975; Ward, 1990). La identidad que se creó de esta lucha común (la idea de poblador) se convirtió en una base de solidaridad. Des-de el punto de vista de clase social, esta identidad era un tanto confusa, puesto que incluía a obreros formales, empleados de oficina, vendedores ambulantes y empleados informales. La base de solidaridad vecinal nació de una necesidad de unir fuerzas ante amenazas externas y la ausencia relativa de una base proletaria formal en la cual basar sus luchas y demandas. Una vez que se alcanzaron los objetivos propuestos, esta solidaridad pragmática no sobrevivió, lo cual explica el conocido ciclo de crecimiento y posterior declive de los movimientos sociales urbanos basados en el tema de vivienda (Goldrich, 1970; Roberts, 1973, 1978; Portes y Johns, 1989).

Los actores externos que ayudaron a movilizar a los barrios alrededor del tema de la vivienda fueron a menudo socialmente heterogéneos. Éstos se veían a sí mismos reforzando la conciencia política y la capacidad de protesta de los barrios pobres. En Perú, el fenómeno del clasismo (la base de una conciencia de clase capaz de plantear demandas al Estado) se extendió más allá de los traba-jadores sindicalizados, alcanzando a sectores de maestros, empleados bancarios, empleados públicos, estudiantes y vendedores ambulantes (Castellanos et al., 2003). El movimiento obrero jugó un rol importante en la movilización de la población local, incluso en las ciudades donde era relativamente débil y frag-mentado, forjando a menudo alianzas con ciertos organismos del sector público.

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El problema de la vivienda era un tema político, capaz de movilizar a la gente, y los partidos políticos y los sindicatos intentaron incorporar estas protestas den-tro de un movimiento de protesta más general. En Río, la apertura política en la década de 1950 tras la elección de Getúlio Vargas permitió la movilización de los habitantes de las favelas en la Uniônes dos Trabalhadores Favelados, organización respaldada por los sindicatos textiles y de construcción y con vínculos con el Par-tido Comunista. Los líderes del movimiento estudiantil de 1968 se encontraban activos en las colonias de México en la década de 1980, así como los sindicatos independientes, las organizaciones conectadas a la Iglesia (como las comunida-des eclesiásticas de base) y activistas de partidos de izquierda (Ramírez, 1986).

La unidad de las demandas de la acción colectiva en las ciudades más pro-letarizadas de América Latina las convirtió en una amenaza contra el poder es-tablecido. Durante la década de 1970 los países del Cono Sur sufrieron prolon-gados periodos de regímenes represivos que suprimieron todo tipo de protesta política en la ciudad y en el campo. En los otros países, el mecanismo de control de disturbios sociales más evidente fue la cooptación, aunque también se ejerció la represión policial. Los regímenes militares de Brasil toleraron invasiones de terrenos urbanos pero sin dejar de ser represivos. Tras varios intentos por re-mover las favelas de Río de Janeiro, el gobierno militar optó por reconocer su existencia de facto (Santos, 1981; Global Urban Indicators Database, 2001).

Por último, debe tenerse en cuenta que la naturaleza de las demandas re-lacionadas a los problemas de vivienda e infraestructura urbana facilitaba la cooptación. A todo gobierno le cuesta relativamente poco otorgar títulos de pro-piedad o promover proyectos de mejoramiento urbano. El pri, partido oficial de México, desarrolló relaciones clientelistas con ciertos barrios, recompensándo-los y castigándolos de acuerdo con su nivel de apoyo político (Cornelius, 1975; Ward, 1990: 192-194). Además, dadas las reservas territoriales, el gobierno no tuvo que adquirir tierra para proporcionársela a los movimientos y regularizarla posteriormente. En la ciudad de México en la década de 1980, los terrenos que vendió la entidad urbanizadora oficial Fonahpo al movimiento vecinal ucisv-Libertad formaban parte de una reserva territorial que era propiedad del go-bierno federal y que éste significativamente transfirió a los activistas (Ramírez, 1986).

Los movimientos barriales independientes empezarían a desarrollarse a finales de las décadas de 1970 y 1980. En Perú el gobierno militar reformista de Velasco Alvarado (1968-1975) reconoció la existencia de los barrios margi-nales, renombrándolos pueblos jóvenes y fomentando iniciativas de desarrollo comunitario. El inicio de la década de 1970 fue un periodo de considerables oportunidades políticas para la acción colectiva en Perú, una etapa que per-mitió el surgimiento de movimientos independientes que lucharon de manera

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efectiva contra los regímenes militares que siguieron a la caída de Velasco en 1975. Fue particularmente importante el movimiento de mujeres que buscaban mejorar las condiciones de vida de sus familias y que se organizó en Clubes de Madres, el programa de “El Vaso de Leche” y los Comedores Populares (Blon-det, 1991).

El cuadro 1 resume las principales características de la acción colectiva de los sectores urbanos de bajos ingresos de las seis ciudades durante la etapa isi. Aunque todas estas ciudades experimentaron distintos tipos de acción colectiva, nos concentramos en su forma predominante. En casi todos los casos, los parti-dos políticos nacionales y los sindicatos fueron agentes externos muy importan-tes para movilizar la acción colectiva. Las organizaciones comunales locales y las redes sociales contribuyeron a la movilización social, aunque las iniciativas de base se encontraron limitadas por la variable fuerza de los agentes externos y, a menudo, por el clientelismo. Hubo cambios en el tiempo. Los últimos años de isi en ciudades como México, Lima y Buenos Aires, fueron años de más inicia-tiva popular y menos control externo por partidos políticos o sindicatos. Como se ha indicado anteriormente, el grado de represión fue un factor adicional que definía el tipo y la fuerza de la acción colectiva. A menudo, la represión tuvo como consecuencia debilitar a los partidos políticos y sindicatos, creando espacios para la acción de movimientos sociales independientes, como los de mujeres y de pobladores (Valdés y Weinstein, 1993).

La acción colectiva a finales del siglo xx

En las siguientes páginas examinaremos la hipótesis de que la acción colectiva de los sectores de bajos ingresos pasó de estar basada exclusivamente en inte-reses de clase (tales como vivienda o condiciones laborales) a demandas por ciudadanía. Este cambio fue más un continuum que una transformación drástica. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre ambos tipos de acción: mientras que la primera busca cambiar la distribución de recursos y transfor-mar la estructura económica, la segunda busca aprovechar las oportunidades y resolver los problemas dentro de la estructura económica y política existente sin tratar de cambiarla.

El cambiante contexto urbano

El contexto social y económico que afectó los intereses de los sectores de bajos recursos durante la etapa isi era el de la “creación” de una ciudad. Construir una vivienda y mejorar las condiciones laborales en un mercado de trabajo di-námico era un verdadero desafío. Por el contrario, a finales de siglo, el contexto

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era el de sobrevivir en ciudades ya consolidadas en términos demográficos y en medio de una rígida estratificación urbana.

Los seis países de nuestro estudio se encuentran hoy altamente urbaniza-dos. Como hemos visto en los capítulos anteriores, las seis áreas metropolitanas muestran tasas de crecimiento decrecientes. La migración del campo a la ciu-dad, antes un componente importante del crecimiento urbano, disminuyó de manera significativa. A finales de siglo habían sido ocupados todos los espacios céntricos disponibles para la construcción de viviendas. Se llegaron a consoli-dar, aunque en forma parcial, incluso los asentamientos irregulares, que ya con-taban con títulos de propiedad e infraestructura básica. Para el año 2000, casi el 100 por ciento de los hogares de Buenos Aires, Montevideo, ciudad de México, San Pablo y Santiago tenían servicio de agua potable (Global Urban Indicators Database, 2001). Casi el 100 por ciento de los hogares de las seis ciudades con-taba con electricidad, servicio de desagüe y alcantarillado. Las necesidades de vivienda se volvieron más específicas con el crecimiento proporcional de los hogares de solteros, de padres o madres solteros y de dos personas (mayores de edad, sobre todo). La migración al interior de las ciudades (del centro a la periferia) aumentó, así como la migración dentro de la propia periferia. Los habitantes de la ciudad buscaron vivir más de acuerdo con sus necesidades, pre-supuesto y distancia de su centro de trabajo.

Estas tendencias, combinadas con la apertura del mercado del periodo neo-liberal, cambiaron los patrones tradicionales de segregación social. En primer lugar, los mercados de terrenos se fueron desregulando de manera progresiva. Se promovió la inversión privada en vivienda e infraestructura urbana (carre-teras, centros comerciales, parques industriales). Las vías circulares alrededor de ciudades como Santiago y Buenos Aires permitieron a la élite dirigirse con facilidad a su trabajo, o vivir cerca de sus nuevos centros de trabajo (oficinas, parques industriales). Ni la distribución del ingreso –sumamente desigual– ni la disponibilidad de nuevos terrenos produjeron una segregación residencial a gran escala basada en extensas áreas suburbanas de clase media y alta, como sucedió en Estados Unidos (Massey y Denton, 1993). Por el contrario, la segre-gación a pequeña escala aumentó con la proliferación de comunidades cerradas en la mayoría de ciudades grandes.

Estas comunidades, con rejas y muros protegiendo casas y departamentos, hacen posible la proximidad de los sectores de ingresos altos y medios a los po-bres. Sin embargo, el crecimiento de las áreas metropolitanas también contribuyó a aislar a los asentamientos más pobres de la periferia. La distancia entre éstos y el centro de la ciudad era a finales de siglo más del doble con respecto a la década de 1970. Un ejemplo es la reciente subdivisión de la población Pachacútec, ubi-cada en el extremo norte de Lima, a hora y media del centro de la ciudad. Pacha-

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cútec tiene aproximadamente 50,000 habitantes. La mayor parte de ellos fueron llevados allí a la fuerza después de haber intentado invadir Villa El Salvador, otro asentamiento popular ya consolidado en el sur de Lima. Villa El Salvador a su vez surgió como barrio legalizado cuando el gobierno peruano regularizó las invasiones de 1978.

Como hemos visto en los capítulos anteriores, la evolución del mercado de trabajo y la estructura ocupacional de las seis ciudades indica una continua tendencia hacia una economía donde el sector servicios es el de mayor pro-porción. A pesar de una cierta mejora en las oportunidades de empleo, no pa-rece haber habido un cambio fundamental en la estructura de clases, medida en términos de capacitación laboral y el grado de control sobre el trabajo de otros (Portes y Hoffman, 2003). Contrariamente a las predicciones acerca del impacto sobre el mercado de trabajo de la urbanización y la modernización, para el año 2000, el proletariado había disminuido, pero siguió representando entre el 40 y el 50 por ciento de la población. Esto sugiere una osificación de la estructura de clase, con un incremento muy pequeño en las oportunidades de movilidad social, que disminuye mientras más nos acercamos a la punta de la pirámide social.

Sin embargo, existen diferencias importantes entre las ciudades incluidas en el estudio, puesto que algunas tienen un proletariado formal más grande que otras. La tendencia principal ha sido el aumento de la desigualdad del ingreso y una mayor inestabilidad laboral. Incluso Santiago, ciudad que tiene el mejor desempeño en términos de reducción de pobreza y en el incremen-to de trabajos bien remunerados, muestra un incremento en la proporción de trabajadores desprotegidos. La consecuente desigualdad e inestabilidad laboral afecta a todos los trabajadores tanto manuales como de cuello blanco, formales e informales.

En este punto, es posible adelantar varias hipótesis que surgen como conse-cuencia de estos cambios del contexto urbano sobre la acción colectiva de los sec-tores populares. Es posible anticipar que la consolidación demográfica y espa-cial de las ciudades y el declive de la clase obrera debilitarán la antigua acción colectiva basada en intereses clasistas. Los temas de vivienda e infraestructura urbana probablemente serían motivos más débiles para la acción colectiva que en el periodo anterior, cuando gran parte de la población enfrentaba necesida-des urgentes como falta de vivienda o servicios básicos. Los sectores de empleo que fueron tradicionalmente más difíciles de organizar para la acción colectiva son ahora la mayoría de la fuerza laboral: trabajadores privados en los sectores del comercio y servicios. En contraste, la proporción de la fuerza de trabajo en el sector industrial y los trabajadores del sector público corazón de las moviliza-ciones obreras de escasos años atrás, ha disminuido rápidamente con respecto

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al total de la fuerza de trabajo. Para completar aún más el cuadro, tenemos los efectos de una alta inestabilidad laboral y una desigual distribución del ingreso. No está claro cómo la precarización del empleo formal y la constante desigual-dad del ingreso se han combinado para afectar los patrones de movilización popular en el actual periodo.

Diversidad de movimientos populares urbanos contemporáneos

Los estudios de caso hechos en las ciudades de nuestro estudio no pretenden ser comprensivos en su cobertura de la acción colectiva en sus ciudades respectivas, más bien representan aquellas formas de acción colectiva que según los inves-tigadores locales, son las emblemáticas de las que tienen lugar en su ciudad. Estos estudios cubren un amplio rango de tipos de organización colectiva, cada uno con objetivos diferentes, con una variedad de medios a su disposición para alcanzar dichos objetivos, cada uno enfrentando una serie de actores externos y con distinto grado de independencia de estos mismos. Estas diferencias están re-sumidas en el cuadro 2, que utiliza el mismo esquema de clasificación del cuadro 1 para destacar los cambios, en el tiempo en la acción colectiva de cada contexto urbano.

En Buenos Aires, aparte de los movimientos de los desempleados, las mo-vilizaciones contemporáneas incluyen la toma de fábricas, la creación de clubes de trueque y asambleas populares para satisfacer necesidades básicas de gru-pos medios de los menos acomodados. Como comentan Cerrutti y Grimson en este volumen, ninguna de estas movilizaciones ha sido tan duradera o extensiva como los movimientos de los desempleados. En Montevideo, las formas de ac-ción colectiva más importantes se enfocan en asegurar el reconocimiento de los asentamientos irregulares y su incorporación legal a la ciudad. En Santiago, las formas de organización popular más emblemáticas son movimientos para detener el emplazamiento de rellenos sanitarios en los barrios pobres de la pe-riferia. En Lima, una forma frecuente de acción popular es la participación en asambleas que deciden colectivamente el presupuesto local, organizadas a nivel de distrito, y organizaciones vecinales que proveen de seguridad colectiva a los barrios populares. De manera similar, los habitantes de las favelas de Río han unido esfuerzos para mejorar su seguridad, en muchos casos buscando protec-ción de las incursiones de la policía, en otros, tratando de impedir la entrada de traficantes de droga al barrio. En ciudad de México, los inquilinos de las vecin-dades se organizan para obtener crédito para construir o mejorar sus viviendas, mientras que los movimientos que en el pasado lucharon por adquirir terrenos y construir viviendas en la periferia, luchan hoy por mantener una cierta capa-cidad de solidaridad colectiva entre los residentes ya establecidos.

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Los movimientos sociales contemporáneos organizados alrededor de pro-blemas relacionados con la vivienda y la infraestructura urbana aparecen sola-mente en una ciudad: Montevideo. Las disputas laborales ya no son los temas principales de la acción colectiva en ninguna parte. La década de 1990 presen-ció una disminución en la cantidad de huelgas en todos los países donde la Or-ganización Internacional del Trabajo (oit) provee información (todos excepto Uruguay). La preocupación y las movilizaciones por la seguridad vecinal han emergido como una base de acción colectiva mucho más fuerte entre los sectores de bajos recursos. Llama la atención la ausencia de casos de acción colectiva que busquen reparar las severas disparidades en el acceso a servicios como salud y educación, como resultado de las desigualdades de ingreso y la segregación espacial.

Los casos de acción colectiva detectados en el curso de nuestro estudio confirman sobre todo lo que los sectores de bajos recursos perciben como sus inalienables derechos como ciudadanos: protección en contra de la crimina-lidad en ciudades como Río y Lima; el derecho al empleo regular en Buenos Aires; al crédito gubernamental para una vivienda decente en México; a tener voz en las decisiones del gobierno que afectan el medio ambiente en Lima y Santiago; el reconocimiento como miembros de la ciudad con sus obligaciones correspondientes en Montevideo. Sin embargo, no se debe exagerar las dife-rencias con el pasado. Los movimientos de pobladores de las décadas de 1970 y 1980 tenían como objetivo primordial asegurar la vivienda y la infraestructura urbana, pero también hacer valer los derechos de sus participantes, como lo señalaron Degregori y sus colaboradores en su estudio De invasores a ciudadanos (1986) en Lima. Sin embargo, lo que parece ser distinto hoy en día es que los reclamos de derechos poseen mayor legitimidad que en el pasado entre las poblaciones de bajos recursos y aun entre los organismos del gobierno hacia los cuales estos sectores dirigen sus reclamos. Volveremos a este punto más adelante.

En suma, los distintos casos de acción colectiva revelan su dependencia de los temas y las prácticas del pasado y muestran el efecto que ejercen las diferen-cias en la condición económica de las ciudades en la acción colectiva. En dos de ellas, Buenos Aires y Montevideo, la acción colectiva refleja la cada vez menor movilidad social y espacial de la mayoría de sus habitantes. El movimiento para defender y regularizar los asentamientos de Montevideo es nuevo en esta ciudad, ganando la atención sólo recientemente de los sindicatos y los principales par-tidos políticos. Una de las razones de tal apoyo es la creciente vulnerabilidad e inseguridad de los trabajadores formales (manuales y no manuales). En el pasado, tales grupos disfrutaron de estabilidad laboral y un sueldo decente, y ahora encuentran muy difícil cubrir sus gastos en la economía de libre merca-

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do. Como hemos visto antes, aquellos que ocuparon terrenos de manera irregu-lar (barriadas de la periferia o cantegriles) en el pasado fueron marginalizados por los sindicatos y los partidos políticos. Sin embargo, los nuevos grupos de invasores que crean asentamientos irregulares son a menudo miembros de la clase trabajadora formal que era –y aún es– la columna vertebral de los sindi-catos y los partidos políticos de izquierda. Esto lo demuestra el estudio de caso sobre un nuevo asentamiento irregular, Nueva Esperanza (Kaztman et al., en este volumen).

Este patrón es similar en Buenos Aires. Los nuevos problemas que motivan la movilización popular –el desempleo y la subsistencia– no son los problemas que preocupaban a los trabajadores formales en los años setenta. Sin embar-go, a finales de la década de 1990 estos empezaron a afectar cada vez más a los trabajadores, tanto manuales como no manuales. En Montevideo como en Buenos Aires, los líderes de los nuevos movimientos son a menudo los que antes habían sido miembros activos de los sindicatos y de partidos políticos de izquier-da. Como comentan Cerrutti y Grimson, en Buenos Aires los líderes adoptaron conscientemente el esquema organizacional de los sindicatos al movilizar a los desempleados, definiendo así sus deberes y obligaciones (piquetear u organizar manifestaciones públicas). Una diferencia entre los dos países es el continuo esfuerzo del sistema de seguridad social uruguayo por proveer de un fondo básico a los pensionistas y trabajadores, mitigando los efectos del desempleo generalizado.

Por el contrario, en Santiago los motivos para la acción colectiva se basan en la movilidad ascendente de sectores populares, como argumentan Sabatini y Wormald en el capítulo sobre Santiago de Chile. La mejora general en las con-diciones de vida urbana y la proliferación de la propiedad de vivienda ha creado una clase de propietarios muy interesados en defender su nuevo estatus. Los que alguna vez fueron marginados ahora buscan convertirse en miembros plenos de la comunidad urbana, pasando de pobladores a ciudadanos, como lo indican Sabatini y Wormald (2004). Los participantes en estos movimientos demandan y esperan ser parte del proceso consultivo que determine el manejo del medio ambiente de toda el área metropolitana. Las acciones colectivas urbanas de Chi-le comienzan a semejar, de esta forma, los movimientos denominados Not in my Back Yard (nimby) de Estados Unidos.

En las otras tres ciudades, ni la movilidad descendente o ascendente motiva la acción colectiva. En ninguna hay un fuerte proletariado formal, éste siempre fue una pequeña proporción de la fuerza de trabajo y sus niveles de estabilidad laboral y desempleo no han empeorado de manera significativa en los últimos años. Tampoco ha habido un incremento considerable en el ingreso real o en el empleo regular, como lo ocurrido en Santiago. De esta forma, no hay intereses

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de clase sustanciales en declive ni intereses de clase en formación para poner una base fuerte, a nivel metropolitano, para la acción colectiva. Por el contrario, son los derechos como ciudadanos lo que motiva la movilización colectiva popu-lar: participar en la asignación de prioridades en el presupuesto de los barrios, en el caso de Lima; asegurar la protección contra la violencia y el crimen en el caso de Río; conseguir una repartición justa de los créditos de vivienda y sub-sidios del gobierno para infraestructura en el caso de México. Las estructuras de las oportunidades políticas y la movilización median el impacto del contexto urbano en la acción colectiva.

Oportunidades políticas y movilización

En las seis ciudades, la estructura de las oportunidades políticas cambió de lo que era en la década de 1970 con el advenimiento de la democracia de forma dra-mática. A su vez, la democratización afectó la movilización para la acción colecti-va, cambiando las relaciones entre todos los actores involucrados en los procesos políticos –los distintos niveles de gobierno, las organizaciones intermediarias (sindicatos, partidos políticos, onG), los líderes locales y los pobladores de los barrios de bajos recursos.

La cambiante estructura de clases en los países latinoamericanos bajo el modelo neoliberal representa la causa común subyacente de estas variantes en los movimientos populares. La caída o estacionamiento del proletariado formal que conduce al debilitamiento de la acción sindical se ve acompañada por el surgimiento del proletariado informal, incluidos los cuentapropistas sin capital, como la clase social más numerosa (Portes y Hoffman, 2003). Dada su atomiza-ción, esta clase es incapaz de organizar movimientos en contra de las causas bá-sicas de su situación, tales como la desigualdad en el poder y en la distribución de la riqueza (Roberts, 2002). Sus movilizaciones se dirigen más bien a enfrentar las consecuencias de tal situación estructural en aspectos puntuales, como el acce-so a un empleo mínimo o a la seguridad barrial.

La “empresarialidad forzosa” a la que aludíamos en el primer capítulo tiene su contrapartida lógica en la inseguridad ciudadana. Si el desempleo y la ausencia de oportunidades conducen a jóvenes de las clases bajas a la delin-cuencia y a la consolidación de culturas que resultan en pandillas o “maras”, el resto de la ciudadanía paga las consecuencias en forma de crecientes olas de crimen y victimización. Como vimos en el primer capítulo, estas consecuencias se extienden a áreas residenciales habitadas por las clases pudientes, pero a menudo repercuten más fuertemente en los propios barrios populares. De ahí, el surgimiento de rondas vecinales y movimientos “por la vida” (Guarnizo y Díaz, 1999).

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Ahora veremos lo que pueden decirnos los casos de movilización popular estudiados en el curso del proyecto acerca de la evolución de estos procesos en cada país.

El Estado

Entre las tres vías de movilización que menciona Fox (1996), la relación entre el Estado y los ciudadanos es lo que parece haber cambiado más desde la etapa isi (véase cuadro 2). Nuestro estudio ha identificado varios casos de creciente apertura a la participación ciudadana en distintos niveles del gobierno. En Montevideo, los funcionarios del Estado han trabajado con el movimiento de asentamientos para presentar sus demandas de manera efectiva. En Santiago, el Estado ha creado nuevas autoridades metropolitanas que se encargan no sólo de cuidar el medio ambiente sino de incorporar a los ciudadanos en el proce-so de planificación. Los funcionarios han sido muy activos, informando a los vecinos y a las asociaciones vecinales de sus derechos. La dificultad de Chile es la descentralización administrativa, que dota a las municipalidades locales de poder local pero que es incapaz de resolver los problemas a nivel metropo-litano. En Buenos Aires, los movimientos de desempleados negocian con los gobiernos nacionales, provinciales y municipales la asignación de programas de ayuda social. En Lima existe un diálogo considerable entre los gobiernos locales, las onG y los grupos de ciudadanos sobre el presupuesto participati-vo. En el caso mexicano, la responsabilidad se encuentra mucho más dividida que antes, con gobiernos nacionales y metropolitanos controlados por distintos partidos políticos y cada uno con limitados poderes para resolver las demandas de la población.

Todas estas experiencias muestran elementos de clientelismo en la relación entre las poblaciones de bajos recursos, sus líderes, las onG y los organismos estatales. Por ejemplo, en Brasil y México los líderes comunales han conseguido trabajo en los organismos estatales, lo cual les ha proporcionado una base de po-der para organizar sus propios grupos. Sin embargo, este clientelismo suele ser distinto al del pasado, un “clientelismo tecnocrático” más interesado en asegu-rar la cooperación de los sectores de bajos ingresos en los programas del Estado que en obtener beneficios a cambio de apoyo político. Una serie de programas gubernamentales mexicanos llegan de esta manera a los vecindarios pobres, proveyendo de orientación vocacional, programas de nutrición, y proyectos cooperativos para mejorar la infraestructura. Esto se ha visto acompañado de una creciente capacidad técnica del gobierno y por un esfuerzo sistemático por mejorar la recolección y evaluación de datos. Estos programas están basados generalmente en un criterio objetivo de elegibilidad.

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Las experiencias de los desempleados de Buenos Aires (los piqueteros), ana-lizadas por Cerrutti y Grimson son bastante aclaratorias al respecto. Los líderes piqueteros se distanciaron del clientelismo de los “punteros” peronistas, coope-rando con el Estado sólo hasta cierto punto. En el pasado, estos punteros reci-bían subsidios del gobierno a cambio de apoyo político. La buena disposición del Estado para negociar con los piqueteros y proveerlos del apoyo material que sostiene su organización puede ser a primera vista difícil de entender. Sin em-bargo, tales son los desafíos del gobierno contemporáneo en las ciudades de América Latina. Uno de los más importantes es la necesidad de enfrentar la pobreza y aliviar las necesidades de la población en medio de un desempleo ge-neralizado y de gran inestabilidad laboral. En Buenos Aires, los gobiernos nacio-nales y locales dependen de una serie de organizaciones comunales, cooperativas de vivienda o de los mismos movimientos de desempleados para administrar una variedad de programas de lucha contra la pobreza. Esta dependencia de las orga-nizaciones comunales y las onG para administrar programas del Estado también es común en las otras cinco ciudades.

Los organismos financieros internacionales multilaterales, como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, apoyan firmemente estas prác-ticas. Ellos proveen de préstamos que hacen posible los programas de lucha contra la pobreza. Los organismos internacionales enfatizan la transparencia y la partici-pación local en la administración de los programas, evitando deliberadamente el clientelismo tradicional. Los movimientos de desempleados representan el tipo de pobreza que es el objetivo principal de la ayuda internacional. Los funcio-narios públicos que quieran cumplir su trabajo necesitan, por tanto, apoyo de las organizaciones de base. Esta complementariedad puede convertirse en la base de una relación sinérgica entre el Estado y la población local que Evans (1996) ha identificado como subyacente a estrategias de desarrollo exitosas.

El caso mexicano de la ucisv-Libertad, según Ariza y Ramírez (en este vo-lumen), es otro buen ejemplo de este tipo de relación. En la década de 1980, la agencia habitacional mexicana, Fonahpo, recibió financiamiento del Banco Mundial para fomentar proyectos de viviendas colectivos. Fonahpo era dirigido por ex miembros de onG y organismos internacionales (como el Programa de las Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos, un-Hábitat). Estos líderes apoyaron programas como el de ucisv-Libertad, aunque el movimiento estaba dominado por partidos políticos hostiles al partido de gobierno. La disminu-ción de este tipo de movimientos en México estuvo asociada a un cambio en la política de vivienda del gobierno, que en lugar de apoyar proyectos colectivos empezó a otorgar créditos individuales. Este cambio refleja las políticas neolibe-rales de inicios de la década de 1990, que se han seguido aplicando en el país a pesar del cambio de régimen político.

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Aunque el gasto universal en educación y salud aún ocupa la mayor parte de los presupuestos sociales de los seis países de nuestro estudio, la naturaleza de-liberada de muchas políticas sociales contemporáneas crean relaciones nuevas y directas entre el Estado y los pobres. Esta es una diferencia clave con el pasado. Como observan Cerruti y Grimson, un Estado capaz de distribuir dos millones de paquetes de ayuda social tras una década de aplicación y la subsiguiente implosión del modelo neoliberal es difícilmente un Estado ausente. Una si-tuación similar se presenta en México, donde el programa de lucha contra la pobreza, llamado Oportunidades, utiliza técnicas de mapeo aéreo detallado, índices de pobreza y evaluaciones anuales para identificar el 25 por ciento más pobre de las familias mexicanas que recibirán subsidios en educación y salud de manera directa e individual. Como comentan Ariza y Ramírez, el crédito de vivienda otorgado por el Estado es uno de los pocos recursos de que aún dispo-nen los pobres de las ciudades. De la misma manera, en un estudio detallado de la organización comunal en Santiago, Marcus (2004) halló que la principal fuente de financiamiento disponible en las iniciativas de lucha contra la pobreza proviene de los programas del gobierno central que proveen de fondos a los municipios y organizaciones comunales.

Otros actores externos

Todos nuestros estudios de caso sobre movilización popular muestran que mien-tras los actores externos siempre fueron importantes, las características de estos actores han ido cambiando. Es menos probable que los partidos políticos y los sindicatos provean la base externa de la movilización; su lugar lo ocupan los nue-vos tipos de organizaciones no gubernamentales (véase cuadro 2). La mayoría de estas onG nacieron al inicio de las dictaduras en América Latina, cuando las agencias internacionales, gobiernos extranjeros y fundaciones apoyaron fuer-temente a diversas organizaciones civiles dentro de cada país en su lucha por los derechos humanos. Durante la posterior etapa democrática, los organismos financieros internacionales comenzaron a apoyar el papel de las onG domésticas en el desarrollo comunitario, y estas organizaciones se multiplicaron.

La experiencia de movilización popular de Montevideo es la única en la que los partidos políticos y los sindicatos proveyeron de apoyo institucional a la acción colectiva vinculada al problema de la vivienda y acceso a servicios básicos. Una importante base de la acción colectiva en Uruguay sigue siendo la defensa de los logros de clase obtenidos en el pasado. Kaztman et al. (en este volumen) sostienen que los partidos políticos proporcionan las redes que vinculan los asentamientos de trabajadores de la periferia de la ciudad con los gobiernos municipales y el Estado nacional. Estos organismos ope-

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ran con criterios políticos y técnicos, especialmente en los asentamientos bien organizados, y las relaciones que se desarrollan son más cooperativas que clientelistas.

En Buenos Aires, por el contrario, el partido político dominante –el Jus-ticialista (peronista)– fue responsable de desmantelar el sistema de asistencia social argentino. Los principales movimientos populares de los últimos años de Buenos Aires (ocupación de fábricas, cocinas populares, movimientos de los desempleados) han adoptado una posición no partidaria explícita. Los sin-dicatos tradicionales han permanecido al margen de estos nuevos movimientos, aunque ciertos sindicatos nuevos e independientes les han demostrado su apoyo en particular (la Central de Trabajadores Argentinos o cta, que se separó del tradicional sindicato peronista, la Central General de Trabajadores o cGt) (Vi-llalón, 2002).

En México partidos políticos como el Partido Democrático Revolucionario o prd (responsable del gobierno del Distrito Federal) jugaron el papel de in-termediarios entre los movimientos populares y el Estado. Sin embargo, en los últimos años, el prd no apoyó la organización independiente a nivel vecinal. Por el contrario, incorporó a los líderes vecinales a sus estructuras partida-rias y consideró las demandas vecinales como un problema técnico (Ariza y Ramírez, en este volumen). De manera similar, aunque muchos de los líderes del movimiento en contra del emplazamiento de los nuevos basureros muni-cipales en sus vecindarios pertenecieron a partidos políticos chilenos en el pasado, el partido no es el que organiza el movimiento, como aclaran Sabatini y Wormald. En el caso de Río de Janeiro, los partidos políticos y los sindicatos no se han involucrado en la movilización que busca mejorar las condiciones de seguridad y desarrollo vecinal de las favelas, y en Lima, los partidos políti-cos nacionales y los sindicatos también han estado ausentes en el movimiento participativo. El apoyo popular hacia partidos nacionales ha disminuido de manera drástica en los últimos años, tanto en Lima como a nivel nacional. Los principales actores políticos son, crecientemente, candidatos independientes con base regional o local.

Las onG han asumido la responsabilidad de extender y conectar las lu-chas populares (scaling-up) que anteriormente tenían los partidos políticos y los sindicatos. Esto tal vez sea más evidente en Brasil en general y en el estudio de caso de Río de Janeiro, en particular. La asociación de favelas en Chatô es parte de una alianza –Agenda Social Río– coordinada por una gran onG, Instituto Brasileiro de Análisis Sociais e Econômicos (ibasE), cuyas fuentes de financiamiento provienen de una amplia gama de agencias guber-namentales, nacionales, internacionales y seculares. Chatô está involucrada en un proyecto de construcción de una página web que preserve y honre las

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experiencias de los favelados (Favela tem memoria) en asociación con la Agen-da Social Río, la Universidad Federal y la onG Viva Río. En la favela Travessia (también estudiada como parte del mismo proyecto), existe una red de re-laciones con onG como Viva Río y el Instituto de Estudos do Trabalho e So-ciedade (iEts), importantes intermediarios para obtener financiamiento gu-bernamental.3 Algo único en el caso de Travessia, como comentan Valladares y sus colaboradores, es el hecho de que los líderes locales han impedido la presencia independiente de otras onG dentro de la favela, puesto que temen que intervenciones de carácter externo podrían fragmentar el vecindario y debilitar su base de solidaridad.

En Lima, las onG han sido muy importantes para impulsar la acción vecinal en Pachacútec y otros distritos del cono norte de la ciudad. Su papel es cada vez más técnico, a través de la capacitación de líderes y la innovación de los servicios de salud y la educación. Estas onG se preocupan en promover las demandas del barrio a la vez que trabajan con el Estado, especialmente a nivel local. En Chile las onG que se encuentran a la vanguardia son las que asumen un papel técnico más que combativo, como la onG Renace, estudiada en detalle por nuestro equi-po de investigación en Chile.

A primera vista, la proliferación de onG pareciera fortalecer la acción co-lectiva a nivel local. Sin embargo, el clima favorable que trajo la democra-tización también ha limitado el papel movilizador de estas organizaciones. Muchos líderes de onG han entrado a trabajar para el Estado. A menudo las onG sobreviven operando programas financiados por los gobiernos centrales o locales debido a la disminución del financiamiento internacional y la escasa filantropía doméstica. Existe un conflicto potencial muy claro entre el papel de las onG como administradoras de servicios (y por tanto su interés por dismi-nuir las demandas de la población), y su función de fortalecer la capacidad de demanda de las comunidades populares. Estos cambios en la naturaleza de las onG han sido bien documentadas en el caso chileno (Oxhorn, 1995; González Meyer, 1999). Durante la década de 1990, las subvenciones gubernamentales para el desarrollo local empezaron a reemplazar el financiamiento internacio-nal. El estudio de Marcus (2004) sobre las organizaciones comunales en Cerro Navia, un municipio pobre de Santiago, indica que la mayor parte (59 por cien-

3 Viva Río tiene cerca de 1,000 empleados y más de 2,000 voluntarios encargados de entre 700 y 800 proyectos en el estado de Río de Janeiro, la mayor parte en la ciudad de Río. Su presupuesto (más de cinco millones de dólares) proviene de una variedad de fuentes nacionales e internacionales, de las cuales más de la mitad son gubernamentales. La mayor parte del financiamiento del iEts también pro-viene del gobierno. Las onG han sido uno de los sectores de empleo de más rápido crecimiento en Bra-sil, aumentando de cerca de 350,000 trabajos entre 1991 y 1995 hasta alcanzar un total de 1'119,533. Este incremento sobrepasa el nivel de crecimiento de empleo estatal en el área social (Landim y Beres, 1999).

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to) del financiamiento de las aproximadamente 15 onG que trabajan en el área proviene del gobierno. En Cerro Navia ha sido el gobierno municipal el que ha desarrollado el mayor número de proyectos directamente con organizaciones populares, no las onG.

Organizaciones vecinales

El tercer factor en las movilizaciones para la acción colectiva es el capital social vecinal. Éste puede estar presente de manera informal, bajo la forma de redes sociales fuertes basadas en lazos de parentesco, origen étnico, religión, ocupa-ción u otros. También puede estar presente de manera formal en una red de organizaciones comunales. El capital social es definido comúnmente como la capacidad de obtener acceso a los recursos en virtud de la pertenencia a redes u organizaciones o estructuras sociales más grandes, como un grupo étnico o una clase social (Bourdieu, 1980; Portes, 1998). Para las comunidades, las fuentes principales de capital social son la solidaridad y la confianza mutua de sus miembros y, por tanto, su habilidad para comprometerse en objetivos comunes, incluyendo la acción colectiva (Coleman, 1988; Grootaert y Baste-laer, 2002).

La evidencia en las seis ciudades de nuestro estudio muestra que, a pesar de las tendencias de fragmentación e individualización que todas ellas presen-tan existe una considerable solidaridad vecinal y por tanto un potencial para la movilización de base. Este potencial se encuentra en una serie de prácticas institucionales y en las memorias colectivas en la mayoría de vecindarios popu-lares, generalmente bajo la forma de organizaciones que lucharon en el pasado para mejorar la infraestructura y la calidad de vida de estas áreas. Los líderes de las antiguas luchas están presentes a menudo para ayudar y aconsejar a los nuevos líderes. A veces los movimientos son los sobrevivientes de previas formas de asociación que adquieren nueva vitalidad frente a los problemas actuales. En Buenos Aires, por ejemplo, existe una plétora de organizaciones comunales, como el asentamiento de Villa Soldati descripto por Cerruti y Grimson. En el asentamiento Nueva Esperanza de Montevideo, la organización vecinal es lo suficientemente fuerte como para exigir el cumplimiento de las ordenanzas municipales de vivienda y servicios básicos (agua, desagüe, luz eléctrica, etcé-tera). Kaztman et al. describen Nueva Esperanza como un conjunto de redes densas y múltiples en similares tipos de trabajo y en experiencia comunes con sindicatos y partidos.4

4 Las relaciones “múltiples” se definen como vínculos superpuestos a nivel de empleo (lugar de traba-jo) lugar de residencia, familia, etnia y otros.

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En Lima, el equipo de investigación peruano identificó más de 5,000 come-dores populares. La mayoría de los barrios tiene asociaciones de padres, aso-ciaciones vecinales, clubes de madres, organizaciones parroquiales, comités de administración del programa del Vaso de Leche, y asociaciones de vigilancia vecinal (Seguridad Ciudadana). Santiago muestra un paisaje similar a nivel de organizaciones de base. Por ejemplo, el municipio proletario de Cerro Navia tiene más de cien organizaciones comunales (Marcus, 2004), la mayoría clubes deportivos y comités de educación y vivienda. Río de Janeiro también tiene muchos tipos de organizaciones comunales, aparte de los grupos relacionados a la iglesia y las asociaciones vecinales descritas anteriormente. Nuestros colabo-radores en Río examinaron el caso de las “escuelas” de carnaval (escolas), que añaden a su función de preparar los desfiles para el tradicional carnaval carioca la de asistencia social a sus miembros y al resto de su comunidad. La ciudad de México tiene una vida organizacional igualmente rica a nivel vecinal, como lo demuestra el caso del asentamiento popular “Cananea” analizado por Ariza y Ramírez (en este volumen).

La evidencia de nuestros estudios de caso también incluye ejemplos de frag-mentación y de falta de consenso normativo. En Buenos Aires, por ejemplo, la pobreza generalizada impide a veces la participación y la organización. Esta “nueva pobreza”, inusitada para el caso argentino, socava las redes de asistencia social peronista basada en los punteros, que ya no tienen el tiempo o recursos para proveer servicios comunales. Las redes peronistas están más fragmentadas que en el pasado y en los casos estudiados operan de manera clientelista, compi-tiendo con los movimientos de desempleados. En el caso que analizan Cerrutti y Grimson, de la toma de una fábrica cerrada por sus trabajadores y su puesta en funcionamiento, observamos que no se trata de un movimiento general sino de una acción puntual motivada por las necesidades de trabajo y subsistencia de un grupo de obreros industriales.

Pese a estas advertencias la capacidad a nivel local de organización de la gente parece ser al menos similar a la del pasado. En todos los casos estudiados, en un inicio las familias y grupos pobres se movilizaron sin ayuda significativa del exterior. Ésta en general se materializó con posterioridad al inicio de los movimientos. En años recientes, ha sido notable cómo la mayor facilidad de comunicación y acceso a la información a través de Internet han empoderado a las organizaciones locales. Los miembros del movimiento Maipú en Santiago pueden ser relativamente pobres pero utilizan los medios de comunicación de manera muy efectiva. Los niveles educativos han aumentado de manera con-siderable en todas las ciudades, y esto se refleja en una forma de plantear de-mandas más articulada y a menudo más efectiva. Hasta el más humilde de los hogares tiene acceso a medios de comunicación, sobre todo a radio y televisión, y de manera creciente acceso a teléfono e incluso Internet.

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Es claro entonces que la sociedad civil no permaneció inerte ante la tentativa de abandono de sus responsabilidades sociales por el Estado neoliberal, sino que lo confrontó de manera efectiva a través de su propia capacidad de movilización y el apoyo de organizaciones externas. La proveniencia de clase de muchos de los particulares –el proletariado informal– no hizo posible las luchas redistributivas y universalistas promovidas por los viejos sindicatos industriales y del sector público, sino que privilegió más bien las demandas puntuales de sobrevivencia, seguridad física y mejoramientos barriales expresadas en base a áreas residen-ciales comunes.

La respuesta de los estados a estos nuevos movimientos ha sido el de res-ponder a ellos de forma técnica y no universalista, canalizando la ayuda a través de organizaciones privadas que de esta forma pueden ser cooptadas y evitando concesiones generalizadas en base a una situación común de clase. La descen-tralización del poder promovida por el nuevo modelo de desarrollo ha puesto a los funcionarios más cerca de los pobres pero a menudo sin poseer medios para enfrentar sus problemas. Esta geometría de relaciones ha dado lugar a un com-plejo panorama de movilización y respuestas oficiales cuyo desenlace en cada país esta aún por verse.

Conclusión

La acción colectiva urbana en América Latina presenta continuidades y cambios con respecto al pasado. Modelada en un inicio por la desigualdad de la urbani-zación y la industrialización, con poblaciones que se concentraron velozmente en pocas ciudades, el poder de atracción de estas ciudades sobrepasó en mucho la oferta de vivienda, infraestructura urbana y trabajo. Las luchas por conseguir vivienda e infraestructura urbana y mejorar las condiciones de trabajo se con-virtieron así en las principales formas de acción colectiva entre los sectores de bajos ingresos. Estas luchas unieron a la clase trabajadora urbana, a veces aliada a una clase media emergente, y organizada a través de sindicatos y partidos po-líticos. En general, la preponderancia de los problemas laborales sobre los temas de vivienda fue variando de acuerdo con el grado y madurez de los procesos de urbanización e industrialización. Los países del Cono Sur tuvieron la más alta incidencia de luchas proletarias clásicas pero, con la industrialización de países como Brasil y México, los sindicatos y las huelgas se convirtieron también en com-ponentes importantes de la acción colectiva.

Los regímenes represivos y/o autoritarios que dominaron los seis países desde la década de 1970 hasta la de 1980 limitaron severamente las oportuni-dades de participación política. Tal y como sucedió en el pasado, los pobres ur-banos mostraron un patrón de adaptación racional a las condiciones existentes,

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adaptándose a sus limitaciones en lugar de involucrarse en una confrontación directa con el Estado (Portes y Walton, 1976; Roberts, 1978). Las privaciones im-puestas por los regímenes autoritarios promovieron la solidaridad entre aque-llos que luchaban por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, una solidari-dad apoyada por onG a menudo financiadas en el extranjero. A las luchas por el derecho a la vivienda y al trabajo se unieron la lucha por los derechos humanos y los derechos de la mujer. Estos movimientos han continuado hasta el día de hoy, pero las demandas de la acción colectiva parecen estar menos preocupadas actualmente por el tema de la redistribución de la vivienda y el ingreso que en el pasado. En cambio, la acción colectiva de los sectores proletarios se preocupó cada vez más por los temas de ciudadanía y de los derechos puntuales de los in-dividuos como ciudadanos. Hemos notado ciertas excepciones a esta tendencia en Buenos Aires y Montevideo, pero incluso en estas ciudades las demandas no incluyen un cambio fundamental en la estructura de poder, sino un mayor y me-jor acceso a las oportunidades posibles dentro del orden de clases existentes.

Hemos examinado en este capítulo los cambios del contexto urbano que produjeron estas tendencias: la consolidación demográfica y material de las ciudades, y los cambios en el mercado de trabajo. Este análisis suplementa la descripción más detallada de los cambios estructurales acaecidos en el periodo neoliberal, presentada en el primer capítulo. Lo más importante es que se ha registrado un cambio en la naturaleza de la relación entre el Estado y las clases populares urbanos. El viejo Estado burocrático de la etapa sustituida en gran medida ha desaparecido y en su lugar existe un Estado más gerencial y descentrali-zado. Esto se da en algunos países más que en otros. El Estado canaliza los progra-mas sociales a los sectores de bajos recursos de manera directa (como en México) o de manera indirecta, a través de gobiernos locales u onG (como en Chile). Existen elementos sinérgicos en esta canalización, puesto que los programas sociales comprometen a menudo la participación de familias y vecindarios pobres. Sin embargo, las relaciones individualizadas creados por estos programas pueden incluso desmovilizar a las comunidades pobres. En tales casos, las conexiones y apoyo externos, lo que Fox denomina, scaling up, resulta crucial. Dada la debi-lidad de los sindicatos y los partidos políticos tradicionales, los nuevos actores externos son los llamados a articular las necesidades y demandas locales a nivel metropolitano e incluso a nivel nacional. Igualmente crucial es el liderazgo lo-cal capaz de aprovechar las formas modernas de comunicación y así identificar potenciales aliados a nivel nacional e internacional. Como ya hemos visto, la acción estatal se orienta en general a debilitar tales consecuencias respondiendo a demandas populares en forma puntual, aislada y técnica.

La ciudad abierta al mercado es también una ciudad liberal y democrática, con implicaciones para la acción colectiva urbana que pueden parecer contradic-

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torias. El planteamiento de demandas al Estado de manera organizada es más difícil que en el pasado, no por una mayor represión sino por el debilitamiento del proletariado formal y el alto nivel de descentralización y orientación indivi-dual de los programas sociales. Si el Estado neoliberal ha fallado a menudo en sus planes económicos y en cumplir sus promesas, sí ha logrado en gran medida desmantelar el poder de sus antiguos enemigos: los sindicatos y los partidos políticos basados en la clase trabajadora formal. En su lugar, presenciamos una plétora de movilizaciones populares creadas en los barrios populares y nuevas formas de plantear demandas, basadas en el discurso de derechos humanos y los derechos ciudadanos.

Estas movilizaciones han obligado al “Estado ausente” de la retórica neo-liberal a hacerse mucho más presente, no a través de los programas sociales universales del periodo anterior sino a través de respuestas específicas a las ne-cesidades de cada comunidad movilizada. Fomentados por los donantes inter-nacionales, los estados han pasado a la ofensiva, redefiniendo los programas sociales como ayuda a individuos considerados como “ciudadanos necesita-dos” y ya no como trabajadores o miembros de una clase social. Este complejo panorama muestra estados sin ningún proyecto claro de desarrollo social, pero que interactúan intensamente con una ciudadanía, movilizada a nivel vecinal y local. Está claro, que la común noción de que el Estado liberal ha “abandonado” a la sociedad civil no corresponde a la realidad factual. Pudo quizás haberlo intentado en un principio, pero las movilizaciones populares y la presión in-ternacional se lo impidieron. Sin embargo, los nuevos programas iniciados por el Estado y las nuevas formas de plantear demandas no han hecho mella en la desigualdad socioeconómica dominante, que continúa siendo el rasgo caracte-rístico de las sociedades latinoamericanas.

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