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Revista destiempos N°52

Agosto-Septiembre 2016 ISSN: 2007-7483

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ÍNDICE ARTÍCULOS Y RESEÑAS

FORMAS DE TRATAMIENTO, AUTOREMAS Y POÉTICAS EN EL DISCURSO EPISTOLAR DE OLIVERIO GIRONDO Omar Alejandro Ángel Cortés

7

EL MITO DE ORFEO COMO SUSTRATO TEXTUAL EN “EL PERSEGUIDOR” DE JULIO CORTÁZAR Gabriel A. Meza Alegría

19

“AQUÍ CAYO UN RAYO” UN DISCURSO ENTRE LA LUZ Y LA SOMBRA Andrea Naranjo Merino

31

CASTILLOS EN LA TIERRA: NARRATION OF SPIRITUAL EXILE Catherine Caufield

36

LA EXPECTATIVA DE LECTURA: UN PUNTO DE QUIEBRE ENTRE LOS GÉNEROS Fernando Beltrán

59

LA PROFUNDIDAD DE LA PIEL: UNA NOVELA DE ESCRITURA FEMENINA Ramón Alvarado Ruiz

70

CREACIÓN LITERARIA

DE NUEVO EL EXILIO Andrea Naranjo Merino

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FINIS Gabriel Desmar

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ALGO ASÍ Miguel Rodríguez Otero

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EL AMANUENSE Juan Carlos Hernández Cuevas

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EL AMANUENSE Juan Carlos Hernández Cuevas

Si la vida fuera justa, Charlie conduciría otra clase de convertible. Pero ahí va, empotrado en un trono rodante, cubriéndose la coronilla con una gorra de marinero. Viene desde el Piggly Wiggly, reflejándose otra vez en los cristales empolvados de la estación de autobuses. Dobla, acelerando con manos y brazos, hacia la orilla enlosada de la avenida. Sus anteojos atrapan momentáneamente al cielo azulísimo; circula rodeado por hileras de palmitos que lo ven desvanecerse entre las olas del calor. Huye, con toda probabilidad, de pensamientos inefables.

—¡Charlie! − intento gritar− como si estuviésemos saludán-donos en aquel domingo de Pascua. Lo vislumbro aún agarrado a la diestra de Ms. Bryant, engalanada con sombrero, bolso y un vestido de tono pastel suave. La existencia fluye alrededor, recordándonos nuestra efímera presencia.

—Hey girl! −responde Ms. Bryant a su interlocutora−. Las conversaciones alegran la sobriedad del pórtico eclesiástico, estru-jado por ladrillos rojizos y vigas. Debajo del estuco decimonónico, varias solteronas y viudas evocan fragmentos del sermón pronun-ciado por el pastor Watson. Las imágenes de la misa reaparecen en las mentes y charlas: ¡Aleluya, aleluya! −exclama la multitud−. El estruendo de la batería acompañada por el potente bajo opaca la algarabía. La luminosidad matutina irrumpe en el santuario; penetra las cristaleras incrustadas en marcos mudéjares. ¡Aleluya, aleluya! hermanos y hermanas. La batería cesa con brusquedad. El ritmo de las voces se difumina entre murmullos repentinos.

—¡Nunca se sabe quién te dará el último trago de agua! —¡Amén! —El hielo es siempre más frío en los refrigeradores del

Upper West. —¡Honrarás a tus padres…! —Culpa a mi memoria, pero nunca a mi corazón. Los feligreses se abrazan con sobriedad, despidiéndose para

concluir la rutina dominical en cualquiera de los generosos bufets del pueblo. Familias enteras, muy bien vestidas, abordan auto-móviles y camionetas usadas. La gente mayor se desplaza con parsimonia, convencidos de haber reservado un lugar en el más allá. Fue en una de estas reuniones donde el señor Bryant conoció a la

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señorita Mallet, poseedora de unas curvas enloquecedoras que los años y la alimentación excesiva transformaron en adiposidades prematuras. Ms. Bryant jamás lo perdonó, a pesar de los generosos cheques provenientes de arduas horas de trabajo en una ase-guradora de Durham.

Charlie nunca quiso entender su situación familiar, no obstante, lo encuentro solo en el vestíbulo, deseando ignorar el inmisericorde paso del tiempo. Me saluda con una sonrisa hipó-crita.

—Ya sabes que eres el único a quien le pido dinero. Percibo en su aliento una mezcla amarga de cerveza y tabaco.

—El cheque es cada día más pequeño. Apenas y puedo pagar la renta o sufragar los gastos de la comida.

Tose, aparenta mirarme; pero se encuentra muy distante. Salta y corre, cada vez más alejado, en búsqueda de los huevecillos de chocolate. Esto es el pasado, dice la imagen de su padre, y debes aprovechar el momento para hacerme las preguntas necesarias. Mañana, cuando pienses en este día, encontrarás las respuestas adecuadas.

La proximidad del mediodía intensifica la sensación de humedad y hastío. Varios adultos charlan, añorando la presencia de los parientes asentados en Nueva York y otros espacios del norte.

—Estuve en la Gran Manzana, y siempre extrañé las acelgas, el macarrón con queso y la ocra.

—Los neoyorquinos no saben condimentar el pollo o cocinar la barbacoa en horno de carbón.

—¡Así es hombre! —No hay lugar como la casa. —¿Entiendes lo que te digo? Un segmento del grupo observa la negativa del conductor, y

a su pasajero amedrentado por una hilera de fusiles. Abandona el taxi. Un arroyo rojizo desciende hacia las tierras bajas.

—¡Han sido esos cholos piojosos! Chirria una voz eléctrica. El viajero y su canasta de compras desaparecen en la estrecha pantalla del televisor adyacente.

—¡Qué carajo! Ese cabrón acostumbra bañarse a todas horas. Su torpe desnudez logra filtrarse a través del maldito agujero sin reparar. ¡Splash, splash!, ahí tienes hermano, trescientas libras de grasa contenida en la estrechez de la tina.

—¿Es el tipo del camioncito azul? Cuídate, no vaya a desplomarse con todo y mugre. Es lo único que te hace falta: quedar atrapado en este maldito edificio.

La puerta del ascensor para en el tercer piso. Algo aparen-temente inexplicable la bloquea. No es de extrañar. Según Mr. Smith, es el ex arrendatario del 35. El que se marchó en una

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ambulancia. Algunos vecinos lo acusan de ser la causa de la su-puesta orina de perro desparramada cada fin de semana en la escalera interior.

—¿Y la enorme defecación encontrada hace meses? —Probablemente fue obra de un enemigo de Mr. Smith. —¿Un borracho? —Tal vez no fue nadie −contesta alguien que sustrae

cupones de la basura situada al lado de los apartados de correo−. Una distracción habitual para los inquilinos, acostumbrados a las supuestas sorpresas, depositadas siempre por el mismo cartero. Lo única certeza es la muerte, comunica la mirada del empleado gubernamental a la correspondencia. A veces le gustaría enterrarla y emborracharse hasta perder el conocimiento.

—¡Esto no da para más!, exclama una voz lejana. Desde la esquina derecha de la enorme lavandería, un individuo indaga la ropa depositada encima de una mesa. Trabaja en el supermercado, y no nos molesta su presencia.

El silencio exterior se siente sobre nuestras pieles sudorosas. Sólo se oye el ruido incesante del aire acondicionado. Uno que otro graznido, proveniente de los abanicos adheridos a las melenas de palmitos, invade la plática. Los halcones zigzaguean retando a la tarde agonizante. Las ardillas y la mayoría de las aves se han des-vanecido.

Alguien inserta cuatro monedas en la ranura de la máquina de refrescos. Una hermosa lata cae, escuchándose un golpe seco. Mr. Smith exhala humo y coloca otro anuncio en el vestíbulo. “Ruego a los vecinos se abstengan de sorprenderme cuando trabajo en cualquiera de los apartamentos. Identifíquense. He sido diag-nosticado con el síndrome de estrés postraumático.” Retira uno de los letreros anteriores. Sonríe, releyendo el contenido: “A veces sorprendo a mi hígado dándole de beber agua”. Emite una carcajada breve, y desprende con seriedad el siguiente cartel: “Cualquier inquilino que sea sorprendido dando abrigo a la señorita April Hightower, será echado del edificio”. Se retira entonando una combinación ruidosa de blues y góspel.

La misma señora delgaducha se arregla la peluca y saluda al grupo. Uno de ellos levanta el bastón para dar paso al hombretón de la bicicleta. Ambos renguean. La causa de sus cojeras es un misterio ignorado hasta por sus mejores amigos, aposentados desde muy temprano en el rellano adjunto a la entrada principal del edificio. Las coloridas cachuchas disimulan sus múltiples arrugas. Desvían las miradas para dar la bienvenida al portador de una biblia decorada con una cruz dorada. Es la herencia de sus bisabuelos, comentan algunos. Otros, aseguran que es el regalo de su gra-duación universitaria. Él los ignora, asiendo la desgastada cubierta de piel autografiada.

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—¡Mira qué bien me sienta el ejercicio! Toca mi bíceps. —El médico ha dicho que con otra operación podré des-

hacerme de este bastón. Charlie los mira con nostalgia y envidia. Conscientemente,

sonríe y frota ambas palmas sobre sus muslos. De repente, se cubre las manos con unos guantes y maniobra para dirigirse al destino habitual: la entrada de Pigglie Wiggly. Allí, gracias al aire acon-dicionado está fresco, y podrá pasar la tarde mirando a las cajeras. Además, cuando el frío artificial arrecie, podrá disfrutar del patio exterior donde acostumbra reunirse con otro grupo de veteranos y jubilados. Le gusta escuchar nuevas versiones de chismes e his-torias acaecidas en Charleston, Santee, Columbia, Aiken, Greenville, Sumter, Spartanburg y otros lugares. Hablan del día en que las almas de los soldados sureños caídos en Aiken se posesio-naron del enemigo yanqui en Atlanta. Uno de ellos reafirma que la casa donde pernoctó el general Sherman arde esporádicamente en la madrugada. Los viejos alardean de la participación de sus ances-tros en la expulsión de los británicos. El más recatado del grupo, sin que lo sepan los demás, acarrea en su mochila una bala extraída a los cañones de la plaza central.

Nadie lo sabe, pero Charlie posee una memoria prodigiosa, y suele escribir todo lo que le cuentan. Es un hábito adquirido durante su hospitalización en Fort Bragg. En aquellos días aciagos, la escritura se convirtió en la única distracción y escape del horror propio y ajeno. Aprendió a viajar y resistir el dolor moral por medio de la combinación eficaz de palabras. Evita el tema, y a veces suelta la lengua bajo los efectos del alcohol u otras sustancias. Su prosa es impecable y denota un estilo propio, a pesar de no haber cursado estudios universitarios. Lo visito y aprovecho su plática animada para inspirarme. No creo estar cometiendo ninguna falta. No es plagio, sobre todo si tomamos en consideración el origen común de la literatura. ¿No es así? Además, mi relativo éxito económico es compartido con préstamos sin intereses, y escribo con seudónimos y en español: dos hechos que imposibilitan ser descubierto. Charlie se niega a publicar y alaba la oralitura. Todo lo lleva al extremo. Por ejemplo, duerme con un cuchillo cebollero debajo de la almohada. La explicación es simple. Teme ser agredido y está dispuesto a defenderse en cualquier momento. Hace meses, en un estado de rabia etílica, se rebanó ligeramente el callo de la mano derecha. Fue una distracción provocada por el sonambulismo, pues suele deambular de piso en piso. Nadie se atreve a despertarlo, sobre todo cuando está conversando con el fantasma de Herbert:

—¿Recuerdas que tu bisabuelo ayudó en la reubicación de la iglesia? Me contaste cómo utilizaron infinidad de troncos para trasladarla desde el cementerio de los confederados hasta la calle principal.

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—Sí, ese fue el día en el que su pie izquierdo fue triturado por una de las esquinas del inmueble. Aquello no importó mucho, pues lo colgaron el siguiente año, allá donde está la gasolinera.

Después de despedirse, regresa a su cama. Por la mañana jura no acordarse de nada. Admito haber aprovechado estas oca-siones para transcribir otras anécdotas:

—¿Te acuerdas de aquel día lluvioso? Tu tío el fortachón conducía el camión, rumbo a la costa. En la carretera recogió a unas personas resguardadas por los robles. La llovizna no cesaba y te encontrabas dormido dentro de uno de los ataúdes que solíamos transportar a Charleston. Cuando despertaste, los pasajeros en tránsito huyeron despavoridos.

—¿Oiga amigo, sigue lloviendo? −preguntabas, medio dormido, jalando ligeramente el pantalón de aquel infeliz.

—¡Sí, sí! El galán de barba y cabellera teñidas fue el primero en saltar.

Un nuevo anuncio indica que la reunión mensual de inquilinos incluye una sorpresa especial. No se arrepentirán, concluye.

II Ha llegado el gran día. Y pese a la fama conquistada, ahí va Charlie, por la Gran Vía de Madrid, arremetiendo contra cualquier obs-táculo. Mendigos de diversas nacionalidades, ante las miradas estupefactas de muchos vendedores ambulantes, arrastran sus deformidades hacia los cajeros y escaparates. Los más ágiles pe-penan la morralla esparcida por los turistas. Unos y otros intentan proteger sus escasas pertenencias, resguardándose en casitas de cartón construidas en el filo de la acera. Un letrero amarillento vuela encima de los peatones y prostitutas africanas: “Tengo ocho hijos que necesitan comer. Apiádese de este pecador en paro.” La clientela de los limpiabotas mexicanos, sin entenderlo comple-tamente sonríen, al igual que la foto de Cantinflas, frente a la multitud que se dispersa en calles y plazas con la prisa acos-tumbrada. Los contingentes improvisan corredores, otorgando paso al hombre motorizado. ¡Es Charlie! Durante la noche, recibí una llamada de la policía local. Aquel hombre me informó que el número le había sido facilitado por un americano, quien hasta ese momento se negaba a declarar. El arresto ocurrió en la Plaza Mayor, a un lado de la estatua ecuestre de Fernando III. El parte subraya que el señor Charlie (sin apellidos proporcionados), después de ingerir una cantidad indeterminada de vino, cerveza muy fría y jamón serrano, se desplazó por el Arco de Cuchilleros, hasta volcar encima de un número indeterminado de turistas ingleses y ger-

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manos que ingerían cerveza tibia y tapas de chorizo en los mesones del Champiñón y La Tortilla. El imputado, después de darse a la fuga, se le encontró en compañía de un desempleado en huelga de hambre, un hippie de Ibiza, y muchos manteros que obstaculizaron, corriendo por toda la plaza, el desempeño de la policía. Charlie fue descubierto en el interior de un disfraz de cabra africana cuyo volumen desproporcionado y olor a porro le delataron. Mani-festantes de la marcha del orgullo gay, trataron de impedir el arresto. Un mocetón de casi dos metros de estatura y pelucón rubio propinó zapatazos rojos al pedestal de la estatua ecuestre, profi-riendo insultos a la monarquía. Simultáneamente, en una de las terrazas, una voz aguardentosa era acompañada por varios tunos embriagados. La estrategia improvisada del señor Sabina consistía en aglomerar a la romería y posibilitar la huida de Charlie entre los gritos de vendedores ambulantes y fuegos artificiales. Marías me contó su versión del suceso. Ahora, lo único que necesito es aprender a controlar la terrible sed de Charlie. Sin embargo, debo confesar a ustedes que mi mayor temor es que este sea el último relato.